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Javier Ortiz

DIÁLOGO CONYUGAL

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Título: Diálogo conyugal

Autor: Javier Ortiz

ISBN versión electrónica: 978-607-9459-19-2

Primera edición impresa: julio de 1965

Edición electrónica: septiembre de 2015

© 2016, Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C.

México

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ISBN: 9786079459192

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Índice

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Prólogo

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Introducción
I. EL AMOR CONYUGAL

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Capítulo I: El amor adulto
Del niño al adulto
¿Qué significa ser adulto?
Enamoramiento y amor adulto

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Capítulo II: Amor y Matrimonio
¿Qué es el matrimonio?
El amor libre
La libertad del amor

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Capítulo III: El sacramento del Matrimonio
Matrimonio y sacramento
El sentido sagrado del Matrimonio cristiano
La gracia sacramental del Matrimonio
Las gracias cotidianas
La cooperación humana

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Capítulo IV: La espiritualidad conyugal
¿Qué es una espiritualidad?
La oportunidad de la espiritualidad conyugal
Los elementos esenciales de la espiritualidad conyugal

II. EL AMOR INMADURO

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Capítulo V: La desilusión infantil
“Y fueron muy felices”...
La explicación de la crisis
La desilusión infantil
La superación adulta de la crisis

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Capítulo VI: Las actitudes infantiles
El infantilismo sexual
Los celos

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Capítulo VII: Autoritarismo y autoridad
Autoridad y libertad
Autoridad y libertad en el matrimonio
La Iglesia y la autoridad conyugal

III. HACIA EL AMOR ADULTO

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Capítulo VIII: Armonía conyugal y reflexión conyugal
La verdadera armonía
La reflexión conyugal
Reflexión conyugal e incompatibilidad de caracteres
La reflexión en equipo

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Capítulo IX: La armonía en las relaciones sexuales
La base de la armonía sexual
El ideal de la armonía sexual
Armonía sexual y “técnica sexual”
Continencia periódica y armonía conyugal

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Capítulo X: La armonía en la vida cotidiana
La armonía en el empleo del dinero
La armonía en las actividades de los cónyuges
La armonía conyugal en las relaciones con los otros
La armonía en la educación de los hijos
La armonía conyugal en las prácticas religiosas

Notas

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Prólogo

Pudiera parecer que los esposos, por el solo hecho de haber


contraído matrimonio, habrían ya resuelto el problema de su
intimidad recíproca.

En realidad, una de las experiencias más dolorosas de los recién


casados es la experiencia de su soledad, de la incomprensión
mutua, de la no intimidad. Esta situación puede prolongarse
muchos años y aun definitivamente.

La verdadera compañía, no viene como consecuencia de la


cercanía física, sino que es el resultado de un largo proceso que
lleva a cada persona a salir de su mundo egoísta para darse y para
aceptar a las demás personas. El camino de la intimidad y del amor
es el más largo de los caminos que necesita recorrer el hombre en
busca de su equilibrio, de su auténtica alegría y de la vivencia del
sacramento del Matrimonio.

Javier Ortiz, a través de las páginas que siguen, diseña para los
esposos la trayectoria hacia la compresión y aceptación recíprocas.
Es en el diálogo, de acciones y palabras, donde las personas se
encuentran, se comprenden y se dan.

Julio Sahagún

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Introducción

Este libro es ante todo un ensayo. Un ensayo del autor para dar
unidad y coherencia a sus ideas sobre las relaciones y los problemas
conyugales, a sus lecturas y a su reflexión personal sobre este tema.

Se trata de un ensayo que quisiera ser práctico. No se pretende


hacer teorías sobre el amor conyugal, sino reflexionar sobre los
valores humanos y cristianos del Matrimonio de tal forma que sea
una ayuda para los cónyuges en la vida cotidiana. Esto no significa
que sea un libro de recetas conyugales, porque las relaciones entre
marido y mujer son relaciones entre seres humanos y no pueden
cocinarse como un platillo. Tampoco significa que no haya en este
libro ninguna idea que exija del lector cierto esfuerzo de atención
para entenderla. Simplemente quiere decir que todas las ideas están
encaminadas a orientar y ayudar a los cónyuges en la vida de todos
los días.

Se trata de un ensayo de reflexión conyugal, no sólo porque el


libro estudia temas y problemas conyugales, sino porque el autor
tiene la esperanza de que brinde a los cónyuges materia para una
reflexión en común. Nada complace tanto al autor como imaginar
que el fruto de su reflexión será leído conyugalmente y dará
ocasión a una reflexión conyugal.

Finalmente, podría extrañar a algún lector que este libro no


establezca una división marcada entre el amor humano y el amor
cristiano. La razón es que el amor conyugal cristiano no deja de ser
humano. Al contrario, precisamente por ser una participación del

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amor que une a Cristo con la Iglesia, debería ser un testimonio tan
humano de esa gran realidad, que todos, aun los no cristianos
podrían comprenderlo. “¡Miren como se quieren!”, exclamaban
asombrados los paganos al ver a los primeros cristianos. Lo mismo
deberían poder decir hoy de nosotros, marido y mujer. Si nuestro
amor conyugal no se distingue del de los no cristianos por su
calidad humana, por su naturalidad, por su alegría, por su sentido
de responsabilidad, por su fidelidad, por su generosidad en el
sacrificio, entonces somos muy pobres testigos de la gracia recibida
en el sacramento.

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I. EL AMOR CONYUGAL

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Capítulo I: El amor adulto

El amor conyugal es ante todo una experiencia humana, una


realidad humana, que no exige ni cultura, ni fe religiosa. Los no
cristianos se enamoran también y forman algunas veces parejas que
cualquier cristiano podría envidiar en lo humano. Y hay gentes
sencillas que, sin haber oído jamás una conferencia ni leído un libro
sobre el amor conyugal, lo viven con tanta riqueza y tanta
profundidad que mucho más leídos no alcanzaremos, tal vez
nunca.

Lo importante no es saber qué es el amor, sino saber amar. En la


práctica, todo el mundo tiene la impresión al casarse de que
realmente ama. Sin embargo, hay millones de matrimonios que
fracasan, millones de matrimonios en los que acaba por apagarse
totalmente en vez de crecer. Eso significa que no basta tener la
impresión de amar para amar realmente. El enamoramiento no es
forzosamente una garantía del verdadero amor.

¿Por qué el enamoramiento de unos es amor verdadero y el de


otros no lo es o no los lleva a él? Esto es lo que vamos a tratar de
descubrir en el presente capítulo.

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Del niño al adulto

Puesto que todos los enamorados de la tierra tienen la misma


impresión de que realmente aman, el enamoramiento por sí
mismo, no explica cuál es la actitud humana que hace posible el
verdadero amor. Para averiguar esto hace falta tomar el agua de
más arriba. El enamoramiento no es un hecho aislado, sino que
forma parte de un largo proceso por el que la naturaleza prepara al
ser humano para la comunicación con sus semejantes y en
particular para la relación del amor conyugal. Así pues, para
descubrir qué es lo que permite a determinados individuos amar
verdaderamente, en tanto que otros son incapaces de ello, es
necesario tener una idea general de cómo prepara la naturaleza al
hombre para el amor.

Los psicólogos han estudiado detenidamente el lento proceso de


maduración afectiva del ser humano.

El niño nace totalmente indefenso. Arrebujado en su cuna, liado


en pañales, es la imagen misma de la impotencia. Si no lo recibiera
todo con la misma facilidad con que la tierra recibe la lluvia que
cae del cielo, estaría perdido. Felizmente el mundo familiar gira
alrededor de él. El padre trabaja para él, la madre vela por él, el
cariño y la solicitud de ambos levantan entre el niño y las asperezas
del mundo que lo rodea una muralla protectora invisible, pero no
por eso menos real. La cuna es un trono sin responsabilidades. El
niño es un rey de cuento de hadas; sus vasallos lo quieren y lo
sirven; sus soldados velan por él y lo defienden; sus menores
movimientos ponen en estado de alerta a todo el mundo, y sus

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gritos son mandatos. ¡Qué bien se está en la cuna, donde se recibe
todo y no se da nada! El niño es el rey más egoísta del mundo.

Lo curioso es que ese estado de bienaventuranza semi-


inconsciente, que los adultos tenemos a ratos la tentación de
considerar como el colmo de la felicidad, no es el término sino el
comienzo de la evolución del ser humano. Y más curioso todavía es
comprobar que la evolución que comienza en la cuna no va
precisamente en el sentido de nuestros deseos egoístas de recibirlo
todo y no dar nada, sino precisamente en el sentido opuesto al
egoísmo. Para que el niño pueda recibirlo todo sin dar nada es
necesario que haya quien lo de todo sin recibir nada. Para que haya
hijos es preciso que haya padres. La especie humana no puede
perpetuarse sin la generosidad del amor de los padres, que está
precisamente en el polo opuesto y contrabalancea el egoísmo
absorbente e inconsciente del recién nacido. Y, como la naturaleza
tiende a la perpetuación de la especie, la maduración psicológica
natural va a consistir precisamente en transformar ante todo, el
egoísmo total del recién nacido en la capacidad de amar sin pensar
en sí mismo.

La evolución es larga y hasta cierto punto dolorosa. Aquí no


haremos sino resumirla a grandes rasgos. El recién nacido en su
cuna es un pequeño paquete de sensaciones, de las que unas son
agradables y otras desagradables. La afectividad empieza a
desarrollarse a partir de esas sensaciones. El niño quiere lo que le
produce una sensación agradable y detesta lo que le causa una
sensación desagradable. Por eso, el primer objeto de su amor, si
puede llamarse amor a esa tendencia puramente egoísta, es la
persona que lo alimenta. La preferencia inicial del niño por la
madre es clásica. Al principio la quiere sólo por lo que de ella
recibe. Pero, a medida que va creciendo, va cayendo en la cuenta

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de que para recibir es necesario dar y de que tiene que compartir el
cariño de su madre con otras personas. El amor del pequeñín por
su madre es terriblemente posesivo y celoso; pero la vida lo va
obligando paulatinamente a romper el cerco feroz de su egoísmo.
Es lo que los psicólogos llaman la aparición de las tendencias
“oblativas”, porque el niño empieza a “ofrecer” algo de sí mismo, a
sacrificar algo de sí mismo, a considerar a su madre no como uno
de sus juguetes, sino como otro ser igual a él. Poco a poco el círculo
de afectos del niño se va extendiendo a los otros miembros de su
familia y, más tarde, a sus compañeros de escuela. Para entrar en
relación con ellos tiene que sacrificar algo de su egoísmo. El
egoísmo total significaría el aislamiento total. El niño lo siente
oscuramente. Cada vez se encapricha menos, sabe ya ceder de vez
en cuando, está aprendiendo a compartir, va cayendo lentamente
en la cuenta de que los otros son otros como él, con sus exigencias,
sus delicadezas, sus caprichos, sus derechos.

Entre tanto, la maduración fisiológica prosigue oscuramente su


camino. Dicha maduración se manifiesta en forma sensible en la
pubertad, con el desarrollo de los órganos sexuales. Esa época
coincide en el niño, con un despertar afectivo, que lo lleva a
intensificar la amistad con otros niños de su mismo sexo. Son las
primeras amistades reales de la vida, porque las tendencias
oblativas tienen ya en ellas una parte respetable. A menudo esas
amistades son tan exclusivas que rayan en una especie de
enamoramiento inocente, que no tiene nada de anormal: la
manifestación progresiva de las funciones sexuales produce
automáticamente en el chico el presentimiento vago de que existen
en el mundo seres que le son complementarios y por otra parte,
dichas funciones no son todavía suficientemente definidas como
para que comprendan que el complemento se halla en el sexo
opuesto. Así pues, instintivamente tiende a completarse –no

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sexualmente, sino psicológicamente– con otro igual a él. Es el
periodo por excelencia de las “amistades particulares”, las cuales,
aunque no están exentas de todo peligro, favorecen la superación
del egoísmo.

En el adolescente normal, situado en un medio normal, la


tendencia al otro sexo se define con relativa rapidez. El
complemento anhelado se halla en el otro sexo. La amistad con las
personas del sexo opuesto, tan próxima ya a la corte amorosa,
revela progresivamente al adolescente hasta qué punto el sexo
opuesto le es complementario en todos sentidos, y al mismo
tiempo, lo lleva espontáneamente a un afinamiento de sus
tendencias oblativas, antiegoístas. La caballerosidad, por ejemplo,
con las formas tan diferentes que toman según las épocas y los
medios sociales, es una manifestación de ese afinamiento.

Un psicólogo resume de la manera siguiente la evolución del


niño al adulto, que acabamos de describir en sus grandes líneas:
“Así, poco a poco, el egocentrismo de los primeros años va
cediendo el terreno a una atracción heterosexual normal, con una
tendencia oblativa cada vez más marcada. Esa evolución de la
afectividad –y paralelamente de la sensualidad–, ese paso del
monólogo egocéntrico a la posibilidad del diálogo con el otro sexo
en un plano de oblatividad total es la característica esencial de la
evolución de la sexualidad humana”.

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¿Qué signif ica ser adulto?

Cuando un ser humano llega a la madurez fisiológica y


psicológica lo consideramos adulto, es decir, un ser humano hecho,
logrado, maduro. Pero las dos líneas del desarrollo, la fisiológica y
la psicológica, no avanzan al mismo paso. Normalmente el ser
humano llega a la madurez fisiológica más pronto que a la
psicológica. Más aún, en ciertos casos, aunque el desarrollo
fisiológico haya sido normal, el ser humano no alcanza nunca la
madurez psicológica. Y es que el desarrollo psicológico es mucho
menos automático y mucho más delicado que el otro, ya que está
sujeto a la influencia del medio ambiente, la educación y las
experiencias del sujeto. Por ello hay muchas personas
aparentemente normales que no llegan a superar nunca el
egocentrismo de la infancia. Desde el punto de vista afectivo, no
son adultos.

¿En qué se conoce la superación del egocentrismo infantil, de


modo que pueda considerarse el individuo como un verdadero
adulto? En que sea capaz de entrar realmente en contacto con los
demás, de establecer con otras personas relaciones verdaderamente
humanas. Eso no significa que tenga cultura, ni que sepa hablar
muy bien de muchas cosas, ni que sea brillante en sociedad. Hay
gentes muy cultas y que brillan mucho socialmente, y sin embargo
no saben convivir profundamente con sus semejantes. ¿Por qué?
Simplemente porque no los consideran sus semejantes. Sólo son
para ellos un público que celebra sus chistes y admira su cultura y
aplaude sus cualidades, no cuentan como personas humanas que
tienen ideas y sentimientos propios, tan humanos y tan valiosos

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como los de ellos. Ahora bien, cuando no considero a otro como
persona que tiene ideas y sentimientos como “yo”, es imposible
que se establezca una comunicación verdaderamente humana
entre nosotros, porque yo no le doy su lugar de ser humano.
Nuestra comunicación será puramente superficial. Nuestras
relaciones no serán de persona a persona, de “yo” a “tú”, sino
relaciones de mera cortesía, en el mejor de los casos.

Todo contacto verdaderamente humano entre dos personas


supone que se consideran semejantes, si yo desprecio las ideas de
otro y me burlo de ellas en cuanto abre la boca, no puedo ser su
amigo. Aunque no me burle abiertamente de él por cortesía, él se
dará cuenta de que sólo soy capaz de apreciar mis ideas. El diálogo
entre nosotros será imposible. Y yo habré perdido para siempre la
ocasión de conocer a fondo a otro ser humano y de enriquecerme
con lo que él podía aportarme, que no consistía forzosamente en
ideas brillantes y profundas, sino en delicadeza, en fidelidad, en
bondad, etcétera. Si yo sólo tengo en cuenta mis deseos y mis gustos
y mis sentimientos, procederé como si los deseos y los gustos y los
sentimientos del otro no existieran o no tuvieran importancia. Eso
hará imposible la comunicación humana entre nosotros, porque él
se sentirá justamente ofendido en su dignidad humana. Nuestro
trato se reducirá a lo estrictamente indispensable. En el mejor de
los casos, seremos corteses el uno con el otro de dientes para
afuera; en el peor de los casos, nos pelearemos definitivamente. En
todos los casos, mi egocentrismo infantil me habrá privado para
siempre de las riquezas humanas que el trato con esa persona
hubiera podido aportarme. Y, si eso me sucede con todos los que
me rodean, aun con los más íntimos, seré el más solitario de los
hombres, por falta de verdadera comunicación humana, aunque
sea yo rico y culto y brille mucho en sociedad.

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Así pues, ser adulto significa, en concreto, ser capaz de dar a las ideas y
sentimientos de los otros una importancia semejante a la que damos a los
nuestros. El niño sólo se da importancia a sí mismo, sólo tiene en
cuenta a los demás en cuanto lo protegen o lo divierten o le sirven
para algo; los demás no son para él realmente seres humanos, sino
simples títeres o juguetes. Adulto psicológicamente es el que ha
superado suficientemente el egocentrismo infantil como para dar a
otros seres humanos una importancia semejante a la que se da a sí
mismo. Y esa superación del egocentrismo infantil es la que hace
posible la comunicación verdaderamente humana con los demás.

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Enamoramiento y amor adulto

El enamoramiento es el punto en el que convergen o se juntan las


dos líneas del desarrollo de la afectividad humana que estudiamos
más arriba: la fisiológica y la psicológica. ¿Por qué? Porque el amor
entre el hombre y la mujer está destinado naturalmente a ser a la
vez la forma más plena de comunicación humana y a asegurar la
conservación de la especie.

El hombre y la mujer se completan no sólo psicológicamente,


como nunca podrán completarse dos amigos del mismo sexo, sino
también físicamente. En ese sentido, la plenitud de la
comunicación humana no puede darse sino entre el hombre y la
mujer que se quieren. Y la naturaleza busca ese diálogo total entre
el hombre y la mujer como condición ideal para la conservación de
la especie. Por eso el atractivo sexual y el deseo de comunicación
total son inseparables en el verdadero enamoramiento. Un hombre
puede desear físicamente a cualquier mujer; pero no por desear a
una mujer está enamorado de ella, porque el verdadero
enamoramiento supone además un deseo de compartirlo todo, de
conocerlo todo, de darlo todo, de establecer una comunicación
total, estable y exclusiva. Así es como todos los enamorados del
mundo sienten el amor.

El enamoramiento supone cierto grado de madurez fisiológica y


de madurez psicológica, porque para que se produzca es necesario
que el ser humano sea capaz de sentir el atractivo por el otro sexo y
el deseo de verdadera comunicación humana. Por eso, el niño es
incapaz de enamorarse verdaderamente. En el niño no están

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todavía suficientemente definidos ni el atractivo por el otro sexo
(un niño puede sentirse igualmente atraído por otro de su mismo
sexo), ni el deseo de comunicación realmente humana (un niño
desea recibir cariño, sin comprender la necesidad da darlo). Y hay
personas aparentemente adultas que no alcanzan siquiera la
madurez necesaria para enamorarse verdaderamente. Por ejemplo,
hay hombres que desean físicamente a una mujer, pero que son
incapaces de desear una comunicación realmente humana con ella,
porque lo único que comprenden es el aspecto puramente
biológico del amor. Y hay mujeres que tienen el horror invencible
al aspecto físico del amor, de suerte que quisieran una
comunicación humana en la que el cuerpo no tuviera nada que ver.
Ni unos ni otros son capaces de enamorarse verdaderamente, por
falta de madurez humana. Son niños disfrazados de adultos.

El enamoramiento exige, pues, cierto grado de desarrollo


fisiológico y psicológico del individuo. Pero para que éste se
enamore no hace falta precisamente que haya llegado a la madurez
del hombre verdaderamente adulto; basta con que tenga la
madurez afectiva suficiente para sentir la necesidad de una
comunicación humana total y percibir la posibilidad de encontrar
su complemento en una persona del otro sexo. En cuanto ese
individuo descubra o crea descubrir en una persona determinada
del otro sexo al ser complementario, el enamoramiento tenderá a
producirse en él, aunque no haya superado el egocentrismo infantil
y sea incapaz de establecer una comunicación verdaderamente
humana con otra persona.

En efecto, como veíamos más arriba, hay gentes absolutamente


incapaces de convivir, en el sentido profundo de la palabra, por la
sencilla razón de que no ha logrado romper el cascarón del
egoísmo. Sin darse cuenta de ello, siguen portándose como cuando

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estaban en la cuna. Consideran a los demás como objetos
destinados a satisfacerles, sin más razón de ser que satisfacerles. Y
lo que dan de sí mismos en su trato con los demás –porque al fin y
al cabo es imposible vivir con otros sin ceder nada–, lo dan con
miras a su utilidad futura, con espíritu de comerciante que hace
una inversión. Algo hubo en su vida que falseó totalmente su
desarrollo afectivo. Ese algo puede haber sido una educación
demasiado blanda, una niñez demasiado aislada, la herida
psicológica producida por un descubrimiento prematuro y brutal
de la maldad humana, o cualquier otro factor. Lo cierto es que esas
personas no han alcanzado la madurez afectiva del adulto y están
condenadas a una soledad atroz. Tienen tanta hambre de
comunicación humana como cualquier adulto normal, pero son
incapaces de salir del monólogo del niño para entablar el diálogo
del amor. Las tendencias oblativas o antiegoístas no se han
desarrollado en ellos lo suficiente como para alcanzar la otra orilla
humana.

Sin embargo, esos individuos son capaces de enamorarse


verdaderamente. Y como el enamoramiento es un fenómeno
natural destinado precisamente a favorecer la comunicación
humana entre un hombre y una mujer, produce espontáneamente
una especie de florecimiento de las tendencias antiegoístas. El ser
humano nunca es menos egoísta instintivamente que cuando está
enamorado. El instinto lo lleva a pensar en el otro antes que en sí
mismo, a complacer al otro, a tomar seriamente en cuenta las ideas
y los sentimientos del otro, en una palabra, a establecer ese
movimiento circulatorio de dar y recibir, que es en lo que consiste
la comunicación humana. Esto se observa aun en los más egoístas.
El enamoramiento es uno de los raros momentos de la vida en el
que el hombre se vuelve instintivamente altruista.

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Pero la exaltación del enamoramiento es una experiencia
pasajera. Tal experiencia constituye una invitación al amor
conyugal adulto; pero no está destinada a hacer adulto al hombre,
sino que supone que ya lo es. Por eso el enamoramiento puede ser
lo mismo una trampa que un trampolín. El hombre realmente
adulto aprovecha ese trampolín maravilloso para saltar al amor
adulto. En cambio, el que llega al enamoramiento con un
egocentrismo de niño o un egoísmo de adolescente se deja coger en
la trampa. Se cree capaz de amar a otra persona, cuando en
realidad no es capaz de amarse más que a sí mismo. Imagina que
está enamorado del otro; pero de hecho está enamorado de su
propio enamoramiento, es decir, del estado pasajero de exaltación
que las cualidades físicas y morales del otro producen en él. La
naturaleza le brinda gratuitamente una experiencia pasajera del
amor adulto, de esa comunicación humana profunda en un plano
opuesto al egoísmo; pero él está demasiado atento a su propia
felicidad para caer en la cuenta de que ésta proviene de que por
una vez en su vida está procediendo como si la felicidad de otro
fuera tan importante como la suya, como si el otro ser humano
fuera tan importante como él.

Las consecuencias de esa evolución afectiva incompleta se dejan


sentir pronto en la vida conyugal. En esto, la vida conyugal es
implacable, porque impone una comunidad total entre cónyuges.
Y, si esa comunidad tan intensa no está sostenida por una
comunicación humana entre ellos, se convierte pronto en un
martirio. La amistad es una forma de relación humana más o
menos fácil, comparada con el amor conyugal, porque no exige el
mismo grado de comunicación humana, ya que puede basarse
simplemente en la comunidad de intereses materiales, o de gustos
intelectuales o artísticos, o de aficiones deportivas, o qué sé yo. Los
amigos se ven cuando quieren verse. En cambio los cónyuges

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comparten el mismo destino, la misma casa, el mismo cuarto. Si no
existe entre ellos una intensa comunicación humana, que sólo es
posible si cada uno de ellos da a las ideas y sentimientos del otro
una importancia semejante a la que da a los propios, sus relaciones
empiezan a deteriorarse en cuanto pasa el periodo de exaltación
del enamoramiento. O bien el individuo inmaduro descubre
estupefacto que no quiere a su cónyuge, o bien lo quiere con un
amor autoritario, posesivo, absorbente, infantil, que nada tiene que
ver con el amor adulto. En el primer caso, la infidelidad es la
consecuencia inevitable. En el segundo caso, que es el más benigno,
las relaciones de los cónyuges se ven azotadas por las borrascas de
los celos incontrolados, o amargadas porque el instinto posesivo del
uno obliga al otro a una sujeción inhumana, o agriadas por la
hostilidad que la actitud egoísta del uno produce en el otro.

Así hemos llegado al punto que nos propusimos estudiar en este


capítulo: Lo que distingue al amor verdadero del amor que desaparece o se
deteriora, una vez que pasa el enamoramiento, es la capacidad de los
cónyuges para establecer entre ellos un verdadero intercambio humano y
no simplemente una tensión entre dos egoísmos. Y esa capacidad consiste
concretamente en dar a las ideas, a los sentimientos, a los gustos, a los
deseos y al modo de ser del cónyuge la misma importancia que damos a los
nuestros. En el enamoramiento, todos los seres humanos se parecen,
porque se trata de un fenómeno natural. En el amor conyugal no
todos son iguales, porque no todos son adultos ni igualmente
adultos. Todos los enamorados quisieran la comunicación total,
alma y cuerpo, cada vez más profunda; pero no todos los
enamorados han superado suficientemente la inmadurez de la
infancia o de la adolescencia para ser capaces de soportar los
sacrificios y responsabilidades que impone la comunicación total.
En una palabra, el amor no es adulto por tender a la comunicación
total; lo que hace adulto al amor es la actitud adulta de los

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cónyuges.

De todas las relaciones humanas, el amor conyugal es la más


complicada y la más exigente, porque impone la comunidad total
de vida y tiende a una comunicación humana total. Por eso, la
naturaleza pone a disposición del amor conyugal todas las
posibilidades de comunicación, ya que es el único amor en el que el
atractivo sexual tiene tanta importancia como la simpatía mutua.
No es mera coincidencia que el enamoramiento se presente a la vez
como atracción sexual entre el hombre y la mujer y como deseo
intenso de comunicación humana entre ellos. La importancia que
tiene la sexualidad en el amor conyugal no proviene únicamente
del instinto de asegurar la perpetuación de la especie, sino también
del instinto de comunicación humana. Los enamorados desean
comunicarse totalmente, cuerpo y alma. El amor conyugal no es
una amistad entre dos seres que se atraen sexualmente, sino un
deseo de comunicación total, y en ese “total” está comprendido
también el cuerpo. Esto demuestra que la sexualidad humana no es
puramente una función biológica, como la nutrición, sino también
una función de comunicación humana. Por eso, el acto conyugal se
convierte en un fracaso, que afecta profundamente todas las demás
relaciones de los cónyuges, cuando en lugar de ser una
comunicación humana de amor viene a ser sólo una simple
función biológica, una satisfacción no compartida, un monólogo
egoísta.

En este sentido, la comunicación entre el hombre y la mujer está


destinada a ser un diálogo humano privilegiado, porque la unión
corporal, a la vez que simboliza la unión total, tiende a favorecer su
realización cada vez más plena. En este sentido, también la
comunicación entre marido y mujer es la única forma de diálogo
total, porque en él interviene la totalidad del ser humano: cuerpo y

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alma, ternura, deseo, inteligencia, aprecio de las cualidades físicas y
morales, estima, necesidad de unión.

Nada tiene, pues, de extraño que esa comunicación humana tan


completa exija, más que ninguna otra, una gran madurez humana.
Si para cualquier relación que merezca el nombre de humana, es
necesaria la superación del egocentrismo infantil, en el amor
conyugal no hay la menor esperanza de éxito si cada uno de los
cónyuges no es capaz de dar a las ideas, a los sentimientos, a los
deseos y aun a los defectos del otro una importancia semejante a la
que da a los suyos.

El precio de toda comunicación humana es elevado; pero hay


que pagarlo para escapar de la soledad. El precio de la
comunicación conyugal es todavía más elevado; pero, en lo
humano, no hay ninguna otra forma de comunicación que
arranque más al hombre del aislamiento en que nace.

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Capítulo II: Amor y Matrimonio

Es una desgracia no poder decirlo todo al mismo tiempo. Pero ni


siquiera los cerebros electrónicos lo consiguen. Así pues, tanto el
autor como el lector tienen que resignarse a una comunicación
gradual, progresiva. Las preguntas y dificultades del lector irán
encontrando respuesta poco a poco. Y las fórmulas que el autor
emplea –y que pueden parecer desconcertantes o incompletas–
irán precisándose y completándose poco a poco. Al final de este
libro, el lector tendrá derecho a decir si está de acuerdo con el autor
o no.

Por lo pronto, tratemos de completar y precisar la idea del amor


conyugal adulto. Lo hemos definido como una comunicación
humana total, que sólo puede realizarse en un plano opuesto al
egoísmo. Las parejas en las que el amor dura a pesar de las
dificultades de la vida son aquéllas en las que ambos cónyuges han
salido del cascarón del egocentrismo infantil para poder establecer
entre ellos una relación verdaderamente humana en la comunidad
total de la vida conyugal.

Hemos llegado a un problema muy serio: tratar de descubrir qué


es lo que permite al amor conyugal durar toda la vida y crecer
siempre. Tal como es la vida social actual, los enamorados tienen
casi forzosamente que pasar por el Matrimonio para poder vivir en
común. Y por el Matrimonio se comprometen para siempre y en
forma exclusiva. ¿No pierden con eso la cualidad esencial del amor,
que es la libertad? ¿Cómo va a ser posible que los cónyuges
establezcan entre ellos una comunicación verdaderamente humana

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si lo primero que hacen es renunciar a su libertad? ¿Qué sentido
puede tener un amor que no es libre?

El problema es muy real. En efecto, según unos, el Matrimonio,


en cuanto significa un compromiso exclusivo y perpetuo de los
cónyuges, es una invención humana, destinada tal vez a favorecer
la estabilidad de la sociedad, pero enemiga del verdadero amor. El
Matrimonio suprime la libertad del amor, y si el amor no es libre
no es amor. Según otros, por el contrario, el amor sólo puede
encontrar su expresión plena en el compromiso total del
matrimonio, de tal suerte que sin ese compromiso la plenitud del
amor conyugal es imposible.

Sería muy fácil afirmar que los segundos tienen razón y que los
primeros se equivocan; pero lo contrario sería igualmente fácil.
Otra solución puramente aparente consistiría en decir que la
segunda solución es la verdadera, porque es la de la Iglesia. Pero
¿por qué es ésa precisamente y no la opuesta la concepción de la
Iglesia? Por otra parte, el amor humano no es un patrimonio de la
Iglesia, sino de todos los hombres. Ahora bien, si la idea que la
Iglesia tiene del amor humano no vale para todos los hombres, es
falsa.

Así pues, la pareja humana adulta, cualquiera que sea, que se


adentra en la experiencia del amor conyugal tiene obligación de
reflexionar sobre el verdadero camino del amor. Si es verdad que
el Matrimonio mata el amor, el Matrimonio es un mal camino para
el amor. Si es verdad que el Matrimonio suprime la libertad del
amor, el Matrimonio es un mal camino para el amor. En tal caso, la
pareja realmente adulta debería dejarse de todo prejuicio para
tratar de realizar plenamente su amor en lo que suele llamarse “la
unión libre”. Y si, por el contrario, los defensores del compromiso

38
exclusivo y perpetuo son los que tienen razón, la pareja humana
adulta que quiera realizar plenamente su amor debe optar por el
camino del Matrimonio indisoluble y exclusivo. Ese es el problema
fundamental sobre el que vamos a reflexionar en este capítulo.

39
¿Qué es el matrimonio?

Al hablar de matrimonio, no nos referimos aquí al sacramento


del Matrimonio, aunque esta reflexión sea la base esencial para
comprender ese sacramento. Los no cristianos se casan también, y
su matrimonio puede ser tan verdadero como el de los cristianos,
aunque no sea un sacramento. Tampoco nos referimos, para ser
exactos, al matrimonio civil, que tiene lugar ante determinados
representantes de la ley. Entonces ¿a qué matrimonio nos
referimos? Al matrimonio natural.

Pero ¿qué es el matrimonio natural, si no es matrimonio civil ni


Matrimonio religioso?

Adán y Eva no se casaron ante el juez. Tampoco se casaron en


presencia de un sacerdote. Y, sin embargo, estaban “bien casados”.
Dios los creó hombre y mujer y ellos se casaron. ¿Qué hicieron
para casarse? Se dijeron “sí” con toda el alma y con todo el cuerpo.
A consecuencia de ello tuvieron muchos hijos, gracias a lo cual
estamos nosotros aquí discutiendo sobre el amor y el matrimonio.
Naturalmente, el matrimonio es eso: el acto por el que un hombre
y una mujer se dicen “sí” con toda el alma y con todo el cuerpo.

Pero ¿a qué se dicen “sí”? ¿Simplemente a pasar la noche juntos?


En tal caso, al día siguiente cada uno se irá por su lado, más o
menos satisfecho. Y ni ellos ni nadie tendrá la impresión de que
están casados. Con toda razón, porque el matrimonio no consiste
sólo en el “sí” de los cuerpos. Matrimonio no es igual a un contrato
de prostitución.

40
Tratemos de precisar todavía más en qué consiste ese “sí” total.
Para ello no hay mejor camino que reflexionar sobre el dato en
bruto del amor, tal como éste se presenta en la vida real,
prescindiendo de toda idea social o religiosa. ¿A qué se dicen “sí”
dos enamorados al casarse? ¿Qué expresa el “sí” que se dan?
¿Simplemente el deseo de unirse corporalmente? Es evidente que
no. Ese “sí” expresa un deseo de unión plena, perpetua y exclusiva;
un deseo de comunicación total; una decisión de compartir el
destino cotidiano del otro; una intención de realizar, de la manera
más plena que sea posible y con todas las consecuencias que ello
trae consigo, esa formidable atracción mutua. Todos los
enamorados sinceros del mundo creen espontáneamente en la
exclusividad y la perpetuidad del amor, todos lo quieren perpetuo
y exclusivo. Que eso sea realizable o no, es otro problema. Pero el
hecho es ése. El “sí” que se dicen con todo el cuerpo y con toda el
alma es un “sí” perpetuo y exclusivo: “Te quiero a ti, sólo a ti, y para
siempre, y acepto todas las consecuencias –previsibles e
imprevisibles– de nuestra unión.

Eso es el matrimonio natural: una especie de acuerdo o contrato


basado en la naturaleza, por el que un hombre y una mujer se entregan
totalmente el uno al otro, en forma exclusiva y perpetua, con la intención
de aceptar todas las consecuencias de su unión. Lo llamamos “natural”,
porque así es como se presenta espontáneamente esa entrega
mutua en todos los enamorados de la tierra, a pesar de todas las
diferencias de raza y de religión. Y se presenta así, porque los dos
sexos están hechos para completarse recíprocamente en todos los
aspectos, y eso los hace capaces de una relación humana que es
imposible entre personas del mismo sexo.

Tal es el matrimonio al que nos referimos en este capítulo,

41
porque es el único terreno común de discusión entre las dos
maneras de entender el amor conyugal que enunciamos más
arriba. Por lo demás, ni la ley civil ni la ley eclesiástica modifican
ese contrato natural; lo único que hacen es dar testimonio oficial de
que ha tenido lugar, y de que se ha llevado a cabo.

42
El amor libre

Ahora estamos más preparados para comprender y juzgar las dos


teorías del amor. Comencemos por la teoría a la que se da el
nombre de “el amor libre”. ¿Quién no ha oído hablar de ella?
¿Quién no está enterado de que algunas artistas del espectáculo
reclaman el derecho a casarse todas las veces que quieren en
nombre de esa teoría? Pero no se trata de juzgar personas, sino
maneras de ver. Dichas artistas no son aquí mas que el símbolo de
la expansión gigantesca de la idea del amor libre. El cine, el radio, la
televisión, la prensa y la vida cotidiana están invadidos por ella. Es
tonto querer ignorarla. Es igualmente tonto gritar contra ella en
nombre de la sociedad o de la Iglesia. Lo importante es saber
juzgarla humanamente, saber si abre realmente o no el camino hacia
la plenitud del amor humano.

Seamos sinceros. La teoría del amor libre no es tan mezquina ni


tan mal nacida como quisieran muchos apologetas baratos. ¿Quién
no se ha sentido –en el cine o en la vida– el aliado íntimo,
inconfesado, de dos seres humanos que saltan todas las barreras
sociales, religiosas y raciales para defender la libertad de quererse?
Pues bien, la intención de la teoría del amor libre es precisamente
defender esa libertad: “No hay derecho a obligar a una mujer a
vivir con un hombre al que ya no quiere, y a entregarse a él.
Tampoco hay derecho a obligar a un hombre a vivir con una mujer
a la que ya no quiere, y a fingir que sigue queriéndola. Que se unan
cuando se quieren, y que vivan juntos mientras se quieran; más
aún, si se les antoja, que sigan viviendo juntos aunque hayan dejado
de quererse. Ninguna ley civil ni religiosa tiene derecho a

43
obligarlos a seguir viviendo juntos si han dejado de quererse y uno
de ellos desea reconstruir su vida por el otro lado”.

El defecto fundamental que yo encuentro en la idea del amor


libre no es que ponga el amor por encima de todo, sino
precisamente que no lo ponga. Lo que el amor libre pone por encima de
todo es –llamémosle así por el momento– la libertad individual de
cada cónyuge, no la libertad del amor. En resumidas cuentas, lo que
defiende es que cada uno de los cónyuges quede totalmente libre y,
para ello, que no se comprometa a nada, ni se deje imponer trabas
externas por la sociedad religiosa o civil. Ahora bien, lo único que la
sociedad religiosa y civil pueden hacer en el matrimonio es dar la
fe de que, por lo menos a juzgar por los signos exteriores, los
cónyuges se han dado el “sí” total, y proceder como si ese “sí”
hubiera sido sincero. Por consiguiente, la verdadera cuestión no
está en la actitud de la sociedad religiosa o civil, sino en la actitud
de los cónyuges. El problema es, pues, el siguiente: ¿No
comprometerse a nada es –sí o no– el sentido natural del amor? En
segundo lugar, ¿el hecho de no comprometerse a nada favorece –sí
o no– el desarrollo del amor hacia su plenitud? Esta segunda
pregunta es de una importancia capital, puesto que estamos
tratando de encontrar, sin prejuicios de ninguna especie, el camino
hacia la plenitud del amor.

Respondamos a la primera pregunta. Cuando un hombre y una


mujer se quieren, ¿tienden naturalmente a comprometerse, o a no
comprometerse? La respuesta no parece difícil. Tal como el amor
se presenta en la naturaleza, los enamorados tienden
espontáneamente a decirse con el cuerpo y con el alma un “sí” total,
perpetuo y exclusivo. Y eso es lo que todo el mundo entiende
espontáneamente por amor, prescindiendo de todas las teorías. Los
enamorados no piensan ante todo en su libertad individual, sino en

44
la realización de su amor. Cada uno de ellos se siente
espontáneamente responsable del otro y acepta y quiere esa
responsabilidad. Cada uno de ellos quiere comprometerse vital y
profundamente con el otro, unir perpetuamente su vida y su
destino con los del otro en forma exclusiva, y espera otro tanto de
la sinceridad de su cónyuge. El juez o el sacerdote no inventan el
compromiso, ni obligan a los enamorados a contraerlo; son éstos
quienes libre y espontáneamente quieren ligarse el uno con el otro
en esa forma perpetua y exclusiva. Así es el amor humano. Lo
demás son teorías, o amor de laboratorio.

En este sentido, la naturaleza dicta claramente sentencia contra la


teoría del amor libre. El amor quiere comprometerse para siempre,
se quiere exclusivo y fiel. Un amor que no quiere comprometerse
así no es verdadero. Por lo menos no lo es en el sentido natural, y
yo no veo qué otro sentido puede darse al amor conyugal. En todo
caso, no son ciertamente los defensores del amor libre los que
querrán darle un sentido antinatural, o extranatural, o infranatural,
puesto que se dicen partidarios del amor natural.

Esto nos ayuda a comprender mejor el amor y el matrimonio,


pero no resuelve del todo el problema. En efecto, es cierto que el
amor incluye naturalmente ese deseo, esa intención de
exclusividad y perpetuidad. ¿No es eso una prueba de que los
defensores del amor libre tienen razón? Analicemos honradamente
la cuestión.

No hace falta ser partidario del amor libre para admitir que hay
escollos en el amor conyugal, escollos tan importantes que lo hacen
fracasar con frecuencia. Para admitir esa realidad basta con abrir
los ojos. Ahora bien, los partidarios del amor libre razonan así:
puesto que hay fracasos en el amor conyugal, suprimamos en él

45
todo compromiso de fidelidad; en esa forma haremos al amor
perfectamente libre, y todos los que fracasan tendrán nuevas
oportunidades. ¿No es esto maravilloso? Yo preguntaría más bien:
¿No es esto contradictorio?

En efecto, el amor, tal como existe en los seres humanos, tiende


espontáneamente a realizarse en una entrega total, perpetua y
exclusiva del hombre y la mujer. En otras palabras, el amor quiere
naturalmente el compromiso matrimonial. Por consiguiente,
suprimir ese compromiso equivale a desnaturalizar el amor, a no
tomarlo como es, a destruirlo. ¿Cree alguien que una teoría que
choca de frente contra la realidad natural del amor pueda abrir un
camino hacia la plenitud del amor? Por mi parte, me permito
ponerlo en duda, y a las pruebas me remito.

En realidad, la teoría del amor libre ataca el mal donde no está,


suprime el trigo sin tener siquiera el mérito de suprimir la cizaña.
Porque el gran escollo del amor conyugal no está en el
compromiso total, que es la forma en que la comunicación humana
total tiende espontáneamente a realizarse, sino en la falta de
madurez humana suficiente para elegir a alguien con quien
podamos establecer esa comunicación y para vivir cotidianamente
la actitud adulta que hace posible esa comunicación. Ahora bien, la
teoría del amor libre en lugar de decir: “Hazte adulto para poder
contraer como adulto el compromiso del amor, sin el cual el amor
no es amor”, viene a decir: “Suprime el compromiso del amor para
que no tengas que hacerte adulto”. Lo cual equivale a suprimir el
amor para que no haya escollos en él. Algo así como suprimir la
vida para que nadie se muera.

Sin embargo, confieso que el punto de vista humanitario de la


teoría del amor libre no deja de impresionarme. Es cosa terrible un

46
amor conyugal que fracasa. ¿No merecen los fracasados una nueva
oportunidad, en la que tal vez puedan aprovechar la experiencia de
su error anterior? Por adultos que sean dos seres humanos en el
momento de darse el “sí” para toda la vida, pueden cometer un
gran error; es posible que una incompatibilidad absoluta de
caracteres, humanamente imprevisible, haga irrealizable la
comunicación humana entre ellos. ¿No es una locura jugarse toda la
vida a una sola carta?

La respuesta no es fácil. Nunca he podido acostumbrarme a ver


sufrir. Pero eso no me autoriza a dejar de decir las cosas como las
veo, con todo el respeto que me merece el dolor humano. Y lo que
veo es que el fracaso es una realidad humana, que no tiene en sí
misma nada de deshonroso; en cambio, hacer del fracaso la regla y
elevar el fracaso a la dignidad de teoría, es un absurdo. Y eso es
precisamente la teoría del amor libre: un intento estúpido de hacer del
fracaso la regla, en lugar de aceptarlo sencilla y humildemente como lo que
es y en lugar de ayudar a descubrir y corregir las causas del fracaso.
Cambiar las reglas del juego para no aceptar que se ha perdido o
para no hacer el esfuerzo necesario para salvar el juego es un
recurso infantil de íntima categoría, sobre todo cuando las reglas
del juego no se puedan modificar porque están inscritas biológica y
psicológicamente en el ser humano. El compromiso matrimonial
es un riesgo que hay que calcular; pero una vez calculado, es un
riesgo que hay que correr plenamente, porque sólo aceptándolo así
es posible lograr la comunicación humana que el amor conyugal
busca. Es un riesgo que los dos cónyuges corren y que los une en la
medida en que los corren juntos. Si Colón no hubiera aceptado el
riesgo, no habría llegado nunca a América. Es cierto que otros
navegantes lo hicieron y no llegaron nunca a América; pero por lo
menos se dieron la posibilidad de llegar. Los únicos que no
tuvieron ni la menor posibilidad de llegar fueron los que no

47
corrieron el riesgo. Y exactamente lo mismo se puede decir de la
comunicación conyugal: para tener posibilidades de establecerla
hay que saber correr el riesgo que implica. La teoría del amor libre
suprime el riesgo, pero también suprime el amor; por eso, en
cuanto se presenta como una teoría del amor y pretende abrir un
camino hacia la plenitud del amor, lo único que merece es
desprecio.

En cuanto al punto de vista humanitario, el problema es más


complejo de lo que suele pintarlo la teoría del amor libre. Los
contrayentes no determinan el contenido del compromiso del
matrimonio, como lo hacen los contrayentes de un contrato de
trueque o de compra–venta, sino que aceptan el contenido del
compromiso tal como se los dicta el amor, tal como lo da la
naturaleza. El “sí” de los que contraen matrimonio es, por
naturaleza, total, perpetuo y exclusivo, como acabamos de verlo,
porque está destinado a hacer posible una comunicación total,
perpetua y exclusiva. Así es el amor conyugal, y los que se quieren
conyugalmente no pueden quererse de otro modo, por más
esfuerzos que hagan. Ahora bien, ese contrato natural entre dos
seres fisiológica y psicológicamente complementarios hace a cada
uno responsable del otro y los hace a los dos responsables del fruto
de sus relaciones amorosas, que son los hijos. Si uno de los
cónyuges se cansa del otro al cabo de algún tiempo, ¿tiene derecho
a ignorar los sentimientos del otro y a abandonarlo como un
juguete viejo? ¿Es esto adulto? ¿Es esto humanitario? ¿No sería más
humanitario que hiciera todo el esfuerzo del mundo por establecer
con su cónyuge la comunicación humana que buscó un día con él?
Además, aunque esa comunicación haya fracasado, no por eso
dejan de existir los hijos, y éstos tienen necesidad del padre y de la
madre, de un verdadero hogar, como lo han demostrado hasta la
saciedad la psicología y la sociología. En tal caso, desde un punto de

48
vista humanitario, ¿a quién dar la preferencia: a los padres, que
quisieran reconstruir su propia vida, o a los hijos, que la han
recibido gracias a la responsabilidad que sus padres aceptaron
libremente al contraer matrimonio? Los hijos no dieron su “sí” para
venir al mundo, sino que vinieron llamados por el “sí” de sus
padres. ¿A quién corresponde pagar el precio de ese “sí”: a los
padres o a los hijos?

No ignoro que esto es tan fácil de decir en teoría como difícil de


vivir en la práctica. La complejidad de la vida no cabe en el molde
de ninguna teoría. ¿Qué decir, por ejemplo, de los casos en que la
incompatibilidad de los cónyuges es tal que no pueden crear un
hogar siquiera aproximadamente normal para que sus hijos
crezcan como seres normales? ¿Qué decir de los casos en que uno
de los cónyuges, infiel al compromiso matrimonial, abandona
definitivamente al otro a su suerte, a su soledad, a sus
responsabilidades? ¿Qué decir de los casos en que el amor no ha
producido su fruto natural, que son los hijos, de suerte que los
esposos no se sienten ligados por esa concretización viviente de su
compromiso?

Frente a esas realidades amargas y muy complejas es difícil que


una persona sincera y sensata se sienta con las manos
suficientemente limpias como para lanzar la primera piedra a los
que no proceden como ella considera que debería proceder. ¿Quién
puede estar cierto de que procedería mejor que ellos si estuviera en
sus circunstancias?

En cuanto a la solución objetiva de las dificultades, tres cosas me


parecen evidentes:

1. Tanto por razones humanitarias como de moral puramente

49
humana, el bien de los hijos está antes que la felicidad
individual de los padres.
2. Dado que el Matrimonio consiste en la entrega mutua y libre
de los cónyuges en forma definitiva y exclusiva, porque así está
hecho el amor humano, el Matrimonio es indisoluble por
naturaleza. Nadie puede destruir una realidad con sólo
negarla.
3. Sin embargo, en ciertos casos extremos en que no hay hijos
de por medio, o la persistencia de una unión puramente
material de los esposos es imposible, o no puede contribuir al
bien de los hijos, considero sobrehumano que los esposos, que
carecen de una motivación sobrenatural, sean capaces de
permanecer fieles al compromiso natural del Matrimonio. Esto
no significa que el compromiso haya dejado de existir, sino
que el hombre, por lo menos después del pecado original, es
incapaz de vivir a la altura de ciertos compromisos. Pero
debería ser por lo menos suficientemente inteligente para
reconocerlo así, en vez de negar que el amor es como es. En
otra forma ¿qué esperanzas tiene de reconstruir su vida, puesto
que la intención de perpetuidad y exclusividad son
inseparables del verdadero amor?

50
La libertad del amor

La teoría del amor libre es absurda desde el punto de vista del


amor. ¿Tiene por lo menos alguna ventaja desde el punto de vista
de la libertad? Y, por otra parte, dado que el amor verdadero toma
naturalmente la forma de un compromiso, ¿quiere decir que no
hay en el amor ninguna libertad?

El punto de partida de la teoría del amor libre se basa en un


hecho evidente: que el ser humano es capaz de enamorarse y
desenamorarse muchas veces en su vida. No creo yo que haya
nadie que se atreva a negarlo. Lo malo es que la teoría del amor
libre deduce de ese hecho que el hombre es tanto más libre cuanto
más se deja llevar de su instinto de enamorarse. Si su instinto
encuentra la felicidad en el primer amor, que se quede en el primer
amor, si no, que busque nuevos amores hasta encontrar el
verdadero. En realidad, esta última palabra no tiene sentido en la
teoría del amor libre, para la que todos los amores son igualmente
verdaderos; pero no encuentro otra mejor para sustituirla.

Tal idea de la libertad me parece bastante discutible. El hombre


no es libre por tender espontáneamente a algo, sino porque es
capaz de aceptar o renunciar a aquello a lo que tiende
espontáneamente. Por lo tanto, si la unión a la que tiende por estar
enamorado le parece suficientemente deseable y realizable, ejercita
su libertad eligiendo esa unión y poniendo todos los medios para
que sea cada vez más plena y más profunda. Si por el contrario esa
unión es irrealizable o no suficientemente deseable, ejercita su
libertad renunciando a ella. El sentimiento que impulsa a un

51
hombre y a una mujer a unirse no es libre, sino que brota
espontáneamente. Tampoco es libre el deseo de que esa unión sea
perpetua y exclusiva. Por consiguiente, lo único que puede ser libre
es el elegir o no esa unión y, una vez elegida, el poner los medios
para realizarla plenamente, lo cual equivale a la aceptación total del
compromiso matrimonial. Y esa es la diferencia entre el
enamoramiento y el amor adulto: el segundo elige libre y
responsablemente lo que el primero busca espontáneamente e
instintivamente. Así pues, cuando el amor dizque “libre” se
considera como tal porque no se compromete a nada y deja abierto
el camino para volver a comenzar sin comprometerse, lo único que
hace es cerrarse el camino de la libertad. Dice “sí” al sentimiento
amoroso, que no le pide su consentimiento para existir ni para
dejar de existir, y dice “Quién sabe” a la comunicación humana,
que sólo puede existir con su “sí”. Y es que en el amor libre el otro
no cuenta; lo único que cuenta es el sentimiento amoroso que el
otro provoca en mí, y tal sentimiento no es libre y no es amor.
Incapaz del amor adulto, que es el único amor, el “amor libre” es
también incapaz de la elección adulta, que es la única forma de
libertad. ¡Y pensar que pretende hacerse pasar por la teoría adulta
del amor y de la libertad!

Pero –dicen los defensores del amor libre–, en el momento en


que interviene el compromiso, el amor deja de ser libre; por eso el
Matrimonio mata al amor. A lo cual respondo, en primer lugar, que
desde el momento en que el amor se rehúsa al compromiso total
del Matrimonio deja de ser amor, de modo que no puede seguir
siendo libre; en segundo lugar, que el compromiso no sólo no
limita la libertad del amor, sino que le da la única oportunidad
posible de realizarse plena y libremente. Y sobre esto, quiero
explicarme más para terminar este capítulo.

52
Cuando dos personas se casan, aceptan libremente una
responsabilidad: la de procurar la felicidad del otro tratando de
establecer entre ellos perpetua y exclusivamente una comunicación
humana total, con todas las consecuencias que eso trae consigo. Si
la teoría del amor libre fuera verdadera, la aceptación de ese
compromiso debería dar a los cónyuges inmediatamente la
impresión de que su amor ya no es libre y de que acaban de
condenarlo a muerte. Lo curioso es que siguen sintiéndose tan
libres como antes para amarse y que el compromiso les da una
sensación de solidaridad entre ellos que no existía antes de la
misma manera. ¿Se trata de una pura ilusión? ¿Acaso no acaban de
renunciar para siempre a su libertad? Entendámonos. Es evidente
que los cónyuges han renunciado a elegir en la misma forma total a
otra persona, pero no a la libertad de quererse. Y en eso está todo el
equívoco del amor libre.

Un ejemplo sencillo nos ayudará a verlo. Yo tengo dinero para


comprarme un coche y tengo ganas de comprármelo. Después de
pensarlo y repensarlo, me decido por un modelo particular cuyas
características me satisfacen. Es evidente que, al elegir un coche,
renuncio a todos los otros. Pero ¿acaso por eso soy menos libre de
servirme del coche que he comprado y de encontrarlo cada vez
mejor? Todo lo contrario. Precisamente el hecho de haber
invertido mi dinero en este coche, renunciando a todos los demás,
es lo que me hace dueño de mi coche y me permite ir
descubriendo sus cualidades. Sin embargo, si los partidarios del
amor libre aplicaran su teoría a la compra de coches, dirán que
quien gasta todo su dinero en un coche pierde la libertad. Si eso es
lo que entienden por la libertad, que no compren coche; pero que
no nos vengan a contar que eso es lo que todo el mundo entiende
por la libertad. Es cierto que, antes de la elección, la libertad
consiste precisamente en poder elegir entre diferentes cosas

53
posibles; pero el hecho de elegir una de ellas supone dejar las otras,
por buenas que sean, y el derecho de disfrutar de la que se ha
elegido. Y esto último no es negativo sino positivo, no es pérdida
sino ganancia, no es la esclavitud sino la plenitud del ejercicio de la
libertad[1].

La comparación expresa lo que pretende, pero es tan poco noble


que los partidarios del amor libre podrían decir que los seres
humanos no son coches y que el amor humano no es un contrato
de compra–venta. En eso estoy totalmente de acuerdo con ellos.
Por eso pregunto: ¿Quién es el que sostiene que se puede cambiar
de amor como de coche? ¿Quién hace consistir en eso la libertad
del amor, siendo así que ésta consiste, después de la elección, en la
realización cada vez más plena de la comunicación conyugal? Eso
es la libertad en el amor conyugal. Y sólo los cónyuges
verdaderamente adultos son capaces de vivirla.

54
Capítulo III: El sacramento del
Matrimonio

Hasta ahora hemos hablado del matrimonio como si se tratara de


una realidad puramente humana. Pero entre cristianos, el
Matrimonio tiene un carácter particular: es una realidad humana
de tipo sagrado, una realidad humana a la que Dios ha conferido
una significación y una eficacia esencialmente cristianas, a la que
Dios ha elevado a la categoría de Sacramento. Ese es el aspecto bajo
el que vamos a estudiar el Matrimonio en este capítulo.

55
Matrimonio y sacramento

Como los hijos de una misma familia, todos los sacramentos


tienen rasgos comunes y rasgos diferentes. Los hermanos se
parecen entre sí porque son hijos del mismo padre y de la misma
madre. Los sacramentos se parecen entre sí porque todos fueron
instituidos directamente por nuestro Señor Jesucristo, quien hizo
de cada uno de ellos la señal sensible de una gracia particular. Sólo el
Dios que creó el mundo de la nada podía conferir a la nada de una
acción humana, una eficacia sobrenatural. Eso es lo que hizo
Jesucristo al instituir los sacramentos: constituir una acción
humana en señal de una gracia particular y hacer que esa señal de
la gracia confiera precisamente la gracia que simboliza. Que los pecados
del paralítico hayan quedado perdonados cuando Jesucristo le dijo:
“Perdonados te son tus pecados”, es maravilloso, pero no tiene nada
de extraño, ya que Jesucristo era Dios. Pero que mis pecados
queden perdonados porque el sacerdote me dice: “Perdonados te
son tus pecados”, es absolutamente extraordinario, porque el
sacerdote no es Dios. Porque Jesucristo lo quiso así, las palabras de
ese hombre, unidas a mi pobre arrepentimiento humano, no sólo
indican que Dios está dispuesto a perdonarme
misericordiosamente, sino que me dan el perdón de Dios. Un
Sacramento no sólo simboliza sensiblemente que Dios está
dispuesto a darme una gracia particular, sino que, suponiendo que
esté yo en las disposiciones necesarias para recibirla, me da la
gracia que simboliza. El Bautismo –un poco de agua sobre mi
cabeza y unas sencillas palabras de consagración a la Santísima
Trinidad– me hace realmente hijo de Dios y me lava realmente del
pecado original. La Confirmación –una unción, un gesto y unas

56
palabras del obispo– me confirma y me vigoriza en la fe de mi
bautismo. Y lo mismo puede decirse, en su significado, de cada uno
de los otros sacramentos.

Pero, por mucho que se parezcan entre sí los hijos de un mismo


padre y de una misma madre, existen entre ellos grandes
diferencias. Cada uno es cada uno. Y lo mismo sucede con los
sacramentos. Aunque todos son signos y fuentes de gracia, la gracia
que confieren es diferente, porque tiene una finalidad particular. Y
como la gracia que significan y confieren es diferente, la manera de
significarla es también diferente. En el Bautismo se emplea el agua,
porque el agua es un símbolo de la purificación total que se opera
en el bautizado. En la Comunión, las apariencias del pan
simbolizan un alimento más alto: el propio Cuerpo de Cristo. Así
pues, para comprender plenamente un sacramento es necesario
reflexionar no sólo sobre las gracias que confiere, sino también
sobre el rito que simbolizan esas gracias, sobre las condiciones
necesarias para recibirlas, sobre la significación profunda y
característica del sacramento, en una palabra, sobre el sentido total
que Cristo y la Iglesia han querido darle. Tal es la reflexión que
vamos a emprender a propósito del sacramento del Matrimonio,
partiendo de la base de que, como los demás sacramentos, es símbolo
y fuente de gracia y fue instituido por Cristo, porque sólo él tenía poder
para elevar una realidad puramente natural a la categoría de factor
sobrenatural.

57
El sentido sagrado del Matrimonio cristiano

La palabra sacramento significa realidad o acción sagrada.


Jesucristo no instituyó el Matrimonio. Lo que hizo fue convertir el
matrimonio de los consagrados a él, es decir de los bautizados, en
una acción sagrada, en un sacramento, en símbolo de una realidad
sobrenatural y en fuente de gracia.

No sabemos en qué momento de su vida terrena instituyó Cristo


el sacramento del Matrimonio. Tal ignorancia no tiene nada de
escandaloso. El Evangelio no es un diario de la vida del Señor. San
Juan nos dice al final de su Evangelio que sólo para relatar todos los
milagros de Jesús, hubiera tenido que escribir muchos libros. Pero,
si no sabemos exactamente en qué momento de su vida hizo Cristo
del matrimonio un sacramento podemos estar seguros de que lo
hizo, ya que san Pablo nos da a conocer el sentido sagrado que
confirió el Señor a esa realidad humana.

He aquí lo que san Pablo dice a los cristianos en Carta a los


efesios, tal como lo leemos en la epístola de la Misa del casamiento:
“Que las mujeres se sometan a su marido como a señor, porque el
hombre es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia y
salvador de su cuerpo. Como la Iglesia depende de Cristo, así deben
depender totalmente las mujeres de su marido. Hombres amen a
sus mujeres como Cristo ha amado a la Iglesia. Él se sacrificó por
ella para santificarla... con el objeto de verla en toda su gloria, sin
arruga ni mancha, con el objeto de hacerla santa e inmaculada. Por
ello los hombres deben amar a su mujer como a su propio cuerpo.
Quien ama a su mujer se ama a sí mismo. Nadie odia a su cuerpo,

58
sino que lo alimenta y lo cuida, como Cristo lo hace con su Iglesia.
Así nosotros, los miembros de su cuerpo. Por ello el hombre
abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos
serán un solo cuerpo. Este misterio es grande; se los digo porque
participa de la unión de Cristo y su Iglesia”.

No existe expresión más profunda ni más autorizada que ésta del


sentido sagrado del Matrimonio cristiano. Este Sacramento es
grande porque dos cristianos que contraen Matrimonio no sólo son
imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, sino que participan de
esa unión, la realizan en su vida y tienen derecho a esperar de Dios las
gracias necesarias para realizar cada vez más plenamente esa
participación del amor de Cristo por su Iglesia.

Más tarde hablaremos de esas gracias. Tratemos por el momento


de penetrarnos plenamente del sentido sagrado del sacramento del
Matrimonio. Nada mejor que compararlo con el matrimonio
natural para apreciar la diferencia entre uno y otro. Cuando dos no
bautizados unen su vida por el Matrimonio, su unión puede
recordar a un cristiano muy místico la unión de Cristo con su
Iglesia, ya que toda unión puede recordar otra unión. Pero eso no
sería más que un puro recuerdo de la unión de Cristo con su
Iglesia. Y otro cristiano menos místico pensaría más bien, con el
mismo derecho, en la unión de Juan López con Lola Pérez. En
cambio, cuando dos bautizados se unen por el sacramento del
Matrimonio, su unión, aunque ellos lo ignoren y aunque ninguno
de los asistentes piense en ello, es una participación del amor y de
la unión que existe entre Cristo y su Iglesia. Aunque ellos lo
ignoren y aunque nadie piense en ello, esos dos cristianos han
hecho de su unión una cosa sagrada, tan sagrada e indisoluble
como la unión de Cristo y su Iglesia. Aunque ellos lo ignoren y
nadie piense en ello, se han consagrado juntos a Dios para realizar

59
en su vida de todos los días una unión que se acercará cada vez más
a la plenitud que tiene la unión de Cristo con su Iglesia. Y todas las
gracias que el sacramento les confiere en el momento de recibirlo y
en los años de vivirlo estarán destinadas a llevarlos hacia una unión
tan íntima como la que existe entre Cristo y su Iglesia, entre la
cabeza y el cuerpo.

Ninguna de las realidades humanas del matrimonio natural


queda excluida del Matrimonio cristiano: ni el cuerpo, ni la ternura,
ni la alegría, ni la simpatía, ni la amistad entre los contrayentes.
Cristo no suprimió ninguno de esos valores naturales. Lo que hizo
fue transfigurarlos, darles un carácter y un valor sobrenaturales, al
hacer del matrimonio un sacramento. El diálogo total de cuerpo y
alma entre los cónyuges sigue siendo el ideal en el Matrimonio
cristiano, tanto más cuanto que éste consiste precisamente en una
participación en la unión total que existe entre Cristo y su Iglesia.
Nadie exige a los esposos cristianos que cada vez que se unen –
corporal, afectiva o intelectualmente– piensen en que están
realizando más plenamente su participación en la unión de Cristo y
la Iglesia. Lo importante es que tiendan a esa plenitud de diálogo
humano hacia la que los orienta el amor, pues en ella consiste
precisamente la plenitud de su participación en esa unión más alta
que el sacramento del Matrimonio significa y tiende a realizar en
ellos.

Así pues, lo que constituye el “gran misterio del Matrimonio


cristiano”, lo que lo distingue del matrimonio puramente natural
no son las realidades humanas que intervienen en él, sino la
relación de esas realidades humanas con el misterio de la unión de
Cristo y su Iglesia. Como las ramas de un árbol viven de la vida del
tronco, así el amor conyugal cristiano injertado en el tronco de la
Iglesia por el sacramento del Matrimonio vive del amor que une a

60
Cristo con su Iglesia. La fidelidad conyugal cristiana vive de la
fidelidad de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo. La fecundidad
de la pareja cristiana tiene un valor propiamente sobrenatural, y así
lo tiene cada una de las acciones de la vida cotidiana que ayudan a
mantener, desarrollar y profundizar ese diálogo total, esa
comunidad total de destino a la que los esposos cristianos se
consagran por el sacramento del Matrimonio.

61
La gracia sacramental del Matrimonio

Decíamos al comenzar este capítulo que los sacramentos son


signos de gracia y fuentes de la gracia que significan. Cada uno de
los sacramentos significa una forma particular de gracia y ésa es
precisamente la gracia que confiere a quienes lo reciben en las
disposiciones debidas. Por eso, a esa gracia particular de cada
sacramento se le llama la gracia sacramental. ¿Cuál es la gracia
sacramental del Matrimonio?

Para averiguarlo sólo hace falta determinar cuál es la gracia


significada por el sacramento. Así, por ejemplo, sabemos que la
gracia sacramental de la confesión es el perdón de Dios, porque ésa
es precisamente la gracia que significan la actitud de
arrepentimiento del penitente y las palabras de absolución del
sacerdote: “Yo te absuelvo en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo”.

Ahora bien, en este aspecto el caso del sacramento del


Matrimonio es muy particular. En los otros sacramentos Cristo
inventó, por decirlo así, el signo que escogió para convertirlo en
fuente de su gracia. Por ejemplo, hubiera podido escoger la carne,
en vez del pan y el vino, para la Eucaristía. Y hubiera podido
escoger para el Bautismo otro símbolo diferente del agua. En
cambio, en el caso del Matrimonio, no inventó el signo de la gracia,
sino que se limitó a tomar como signo del sacramento el signo del
matrimonio natural, que existía desde que el mundo es mundo. Y
el signo del matrimonio natural, como lo veíamos en el capítulo
anterior, es en todos los rincones de la tierra un signo de donación

62
y aceptación mutua de los novios. Las apariencias de ese signo
pueden variar de región a región, de época a época. En unas partes
será un simple “sí” entre los novios, en otras partes será el beso que
corona toda una ceremonia complicada, en otras partes será tal vez
la realización misma del acto conyugal con pleno consentimiento
de ambos contrayentes y con intención de vivir perpetuamente
juntos. Pero, aunque las apariencias varíen, la sustancia del signo
del matrimonio natural es siempre la misma: la manifestación de la
mutua donación y aceptación de los novios para vivir
maritalmente, con todas las responsabilidades que esa unión trae
consigo. Y ése es también, ni más ni menos, el signo del sacramento
del Matrimonio. Y, como ese signo de aceptación y donación
mutua no lo pone el sacerdote sino los contrayentes, son éstos y no
el sacerdote quienes se confieren mutuamente el sacramento del
Matrimonio. El sacerdote no es ahí más que un testigo autorizado.
Su presencia en el sacramento del Matrimonio sólo es necesario
porque la Iglesia lo ha dispuesto así. Su bendición no es la que une
a los novios. Lo que los une para siempre, ante Dios y ante los
hombres, es el sacramento que ellos mismos se confieren
mutuamente al entregarse y aceptarse para siempre. Esa señal de
donación y aceptación mutua, realizada ante los testigos requeridos
por la Iglesia, es lo que eleva la unión conyugal de dos bautizados a
la categoría de participación real en la unión de Cristo y su Iglesia.

Puesto que un sacramento confiere precisamente la gracia que


significa, podemos decir sin temor de equivocarnos que la gracia
sacramental del Matrimonio es esencialmente una gracia de unión
entre los esposos. En efecto, lo que significa esa manifestación de
donación y aceptación mutua es precisamente una voluntad mutua
de unión total. Y la gracia sacramental del Matrimonio tiene por
finalidad la realización de esa unión total, en cuanto tal unión es
posible sobre la tierra. Nada puede mostrarlo con más claridad que

63
el hecho de que el sacramento del Matrimonio consista
precisamente en una participación de la unión total e infinitamente
enriquecedora que existe entre Cristo y su Iglesia. Como Cristo ha
amado a su Iglesia, así debe amar el marido a su mujer. Como la
Iglesia depende de Cristo, así debe depender la mujer de su marido.
Estas palabras de san Pablo, no son una invitación a la tiranía del
varón, ni al infantilismo de la mujer. Igualmente sería absurdo
suponer que san Pablo quiera decir que sólo al hombre toca amar y
sólo a la mujer toca depender. El amor entre Cristo y la Iglesia es
mutuo. También la dependencia es mutua: Cristo también depende
de su Iglesia, la cual completa su pasión y su obra. Lo que existe
entre Cristo y su Iglesia es una unión total, hecha de amor mutuo y
de dependencia mutua y de enriquecimiento mutuo y de sacrificio
mutuo y de admiración mutua. “Él se sacrificó por ella para
santificarla... con el objeto de verla en toda su gloria, sin arruga ni
mancha, con el objeto de hacerla santa e inmaculada. Por ello los
hombres deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. “Quien
ama a su mujer se ama a sí mismo”. El sacramento del Matrimonio
realiza una unión tal entre los cónyuges, que amando al otro se
aman a sí mismos. La unión corporal –“serán dos en un solo
cuerpo”– es símbolo y principio de la unión personal total a la que
están llamados. Y el sacramento es precisamente la garantía de que
la gracia de unión que se les da en germen en él puede, si saben
cultivarla, florecer en una unión personal tan honda como la de
Cristo con su Iglesia.

64
Las gracias cotidianas

Esta gracia sacramental de unión, que eleva a los contrayentes a la


participación de la unión de Cristo con su Iglesia, es la gracia
propiamente sacramental del Matrimonio, porque es la que lo
distingue de cualquier otro sacramento. Pero el Matrimonio no es
sólo un acto de mutua entrega y aceptación. El Matrimonio es un
estado que se prolonga durante toda la vida y que trae consigo
grandes responsabilidades. Recibir el sacramento del Matrimonio
puede ser relativamente fácil; pero vivir a la altura de las exigencias
y responsabilidades del estado matrimonial, en medio de las
dificultades y tentaciones de la larga y fatigosa vida cotidiana, no lo
es ciertamente. Jesucristo, autor de ese sacramento, lo sabía muy
bien. Por eso hizo de él no un sacramento pasajero, como la
penitencia, sino un sacramento tan permanente como el estado
matrimonial. Pío XI cita a este propósito, en la encíclica Casti
Caonnubii, las siguientes palabras del cardenal Bellarmino: “Puede
concebirse el sacramento del Matrimonio bajo dos aspectos: uno,
en cuanto que se recibe; otro, en cuanto que dura después de
haberlo recibido. En efecto, se trata de un sacramento semejante a
la Eucaristía, la cual no sólo es sacramento en el momento de la
consagración, sino que sigue siéndolo mientras duran las especies
porque la unión de los esposos siguen siendo durante toda su vida
el sacramento de Cristo y la Iglesia”.

En otras palabras, puesto que los esposos participan de la unión


de Cristo con la Iglesia, puesto que esta participación se prolonga
mientras viven, la acción del sacramento se prolonga también
mientras viven. Lo cual significa que tiene cotidianamente abiertas

65
las puertas de la gracia para progresar en el diálogo total, en virtud
del sacramento que se han conferido mutuamente.

Sería inútil extendernos aquí sobre la necesidad de las gracias


cotidianamente en la vida conyugal. Todos los casados
experimentan diariamente la necesidad de esas gracias de
paciencia, de compresión, de calma, de fidelidad, de
magnanimidad para perdonar, la inteligencia para educar a los
hijos, de fortaleza para no sucumbir al desaliento, etcétera. Más
importante es subrayar que, por ser el Matrimonio el único
sacramento común, en el sentido de que liga a dos personas, las
gracias de ese sacramento no son puramente individuales sino
comunitarias, es decir, orientadas hacia la unión de los cónyuges.
Por la fuerza misma de su común consagración a Dios, los
cónyuges tienen una vocación común, en el sentido estricto de la
palabra, y sólo pueden abrirse a las gracias cotidianas tratando de
suprimir los obstáculos que se oponen a la unión conyugal. Pecar
contra la unión conyugal, no sólo por la gran infidelidad del
adulterio, sino simplemente dejando de cultivar y profundizar la
intimidad con el cónyuge, es pecar contra el sacramento que se han
conferido y ponerse fuera del alcance de sus gracias. El esfuerzo
constante por cultivar y enriquecer la intimidad conyugal es, para
los casados, la condición esencial del progreso espiritual. Y en esa
intimidad conyugal y, por consiguiente, en ese progreso espiritual
de los esposos, la unión corporal puede tener tanta importancia
como la unión de los corazones y de las inteligencias, en la medida
en que la prepara, la favorece y le da mayor plenitud.

66
La cooperación humana

Lo que acabamos de decir introduce en este estudio del


sacramento del Matrimonio el problema de la cooperación
humana. Si no habláramos de él, nos quedaríamos con una idea
falsa del sacramento del Matrimonio.

Ni la eficacia del Matrimonio, ni la de ningún otro de los


sacramentos de la Iglesia, es una eficacia mágica. Todos exigen la
cooperación del hombre para producir plenamente sus frutos. Por
falta de cooperación el hombre puede hacer que un sacramento sea
inválido, o infructuoso, o simplemente menos fructuoso de lo que
pudiera haber sido.

La idea de una eficacia mágica de los sacramentos no es cristiana.


Tampoco lo es la idea de que el fruto de los sacramentos se mide
por el grado de felicidad humana que producen. Esto no es verdad
ni siquiera en el caso del Matrimonio, en el que, por ser la unión de
los cónyuges el fruto del sacramento, podría fácilmente creerse que
recibirlo equivale a la felicidad conyugal. La sabiduría de Dios
puede llevarnos por el camino que le parezca. Las penas –
personales, económicas, familiares– pueden llover también sobre
una pareja profundamente cristiana. Las penas serán, para esa
pareja, uno de los medios de profundizar su unión y de purificarla
de egoísmos. Pero no por eso el camino será menos áspero, ni la
unión menos costosa. Quitémonos esa falsa idea: ni el Matrimonio ni
ningún otro de los sacramentos son una garantía de felicidad o de éxito
puramente humanos.

67
Esto dicho, volvamos al problema de la cooperación en el
sacramento del Matrimonio. La gracia no sustituye a la actividad
humana; lo que hace es perfeccionarla y darle un valor
sobrenatural. Así como para que el bautismo transforme a un ser
humano en hijo de Dios lo primero que se requiere es que ese ser
humano exista, así para que el sacramento del Matrimonio sea
válido (es decir, para que exista) lo primero que se requiere de los
contrayentes es que tengan voluntad de contraer Matrimonio; en
otras palabras, que quieran libremente unirse como marido y
mujer, en forma exclusiva y perpetua. Se comprende muy bien que
esto sea el mínimum necesario para recibir el sacramento, ya que el
sacramento consiste en una elevación del matrimonio natural, y
esta no es otra cosa que la decisión libre que acabamos de describir.

De paso, conviene notar un punto muy importante. El amor es,


por su misma manera de ser, el motivo natural del matrimonio, ya
que el hombre y la mujer que se aman tienden naturalmente a
unirse como marido y mujer, en forma perpetua y exclusiva. Sin
embargo, el amor y el matrimonio son dos cosas distintas. En
efecto, un hombre y una mujer que se aman pueden renunciar a
contraer matrimonio por múltiples razones: porque son de medios
sociales muy diferentes, porque uno de ellos se siente llamado a la
vida religiosa, porque las familias se oponen al matrimonio,
etcétera. Y al contrario, un hombre y una mujer que no se aman
realmente pueden decidirse a contraer matrimonio por razones
que nada tienen que ver con el amor: por ejemplo, por las ventajas
sociales o económicas que les traerá el matrimonio, o porque las
familias de ambos quisieran que se casaran, etcétera. Aquí no
estamos juzgando el valor de esos motivos. Lo importante es
comprender que, aunque el amor tienda naturalmente al
matrimonio y sea normalmente el principal motivo del
matrimonio, el amor y el matrimonio no se identifican. El

68
matrimonio propiamente es el acto libre por el que dos seres
humanos se entregan y se aceptan mutuamente como marido y
mujer, en forma perpetua y exclusiva. En otras palabras, el
matrimonio es, por su naturaleza misma, un contrato de mutua
aceptación y donación entre un hombre y una mujer. Para que ese
contrato natural sea válido no se requiere esencialmente el amor.
Ahora bien, como el sacramento del Matrimonio no es más que
una elevación del matrimonio natural al orden sobrenatural,
también él consiste en un contrato y tampoco en él se requiere
esencialmente el amor. Lo único que se requiere esencialmente es
que ambos contrayentes acepten libremente ese contrato natural
elevado al orden sobrenatural. Por consiguiente, el mínimum de
cooperación humana que el sacramento exige para ser válido es la
libertad.

Como se ve, lejos de suprimir la libertad, la Iglesia la considera


como la condición esencial de la validez del sacramento del
Matrimonio, como la forma de cooperación humana sin la que el
sacramento no puede existir, ya que el matrimonio natural no
puede tampoco existir sin ella. Pero la Iglesia pone la libertad en su
sitio. La libertad es necesaria para el contrato matrimonial, pero no
puede modificar el contenido de ese contrato natural sin destruirlo.
Quien no ve en el matrimonio –así en el matrimonio natural como
en el sacramento– un acto libre de entrega mutua y exclusiva,
ordenado a los fines inscritos en la naturaleza de dos seres corporal
y psíquicamente complementarios, es simplemente incapaz de
contraer matrimonio. Pío XI recordaba estas verdades
fundamentales en la Casti Connubii: “Aunque el Matrimonio, por su
misma naturaleza, es una institución divina, la voluntad humana
tiene también en él su parte, que es muy noble. Porque cada
matrimonio singular, consiste en la unión conyugal entre un
hombre y una mujer determinados, tiene por origen único el libre

69
consentimiento de cada uno de los contrayentes. Y ese acto libre de
la voluntad, por el que cada uno de los contrayentes da y recibe los
derechos peculiares del Matrimonio, es tan necesario para que
exista verdadero Matrimonio, que no hay poder humano que
pueda sustituirlo. Sin embargo, dicha libertad se refiere solamente
a un punto, a saber: si los contrayentes quieren realmente abrazar
el estado matrimonial con esa persona determinada. En cambio, la
naturaleza del contrato matrimonial no depende en lo absoluto de
la libertad del hombre, de suerte que quien lo contrae se encuentra
por el hecho mismo sujeto a sus leyes divinas y a sus exigencias
esenciales”.

El hecho de que el amor no sea esencial para la validez del


matrimonio no significa en modo alguno que el amor no tenga
importancia en el matrimonio, particularmente en el sacramento
del Matrimonio[2].Como veíamos hace un momento y como
tuvimos ocasión de verlo más detenidamente en el capítulo
precedente, el amor es el motivo natural del matrimonio, no sólo
en el sentido de que es una fuerza que impulsa naturalmente a la
unión total –cuerpo y alma–, sino también porque es el único
elemento capaz de producir plenamente esa unión. Por
consiguiente, en el plano humano, el amor maduro, responsable, es
la cooperación ideal que el hombre puede prestar a la gracia
sacramental del Matrimonio, que es precisamente una gracia de
unión, una participación real en el amor espléndido que une a
Cristo con su Iglesia.

El sacramento eleva el amor humano al orden sobrenatural. Pero


sólo puede elevarlo en la medida en que existen. Dios no se mete a
amar por el hombre, ni a elegir por el hombre. El sacramento no
crea el amor de la nada. Dejémonos de ideas mágicas, que ofenden
tanto a Dios como a la dignidad humana. El sacramento del

70
Matrimonio no nos dispensa de nuestras responsabilidades
humanas. Quien se casa sin amor no tiene derecho a esperar que el
amor le caiga del cielo; la gracia le ayudará ciertamente a amar,
pero sólo en la medida en que él quiera abrirse al amor. Quien se
casa inmaduro, con un enamoramiento poco lúcido y menos
responsable, encontrará en la gracia matrimonial una ayuda para
madurar en su amor y ponerse a la altura de sus responsabilidades,
pero necesitará poner en juego su esfuerzo personal; y hay muchas
probabilidades de que no quiera o no pueda ponerlo, ya que no
supo hacerlo antes de casarse. Dios puede hacer milagros; pero no
está comprometido con nadie a hacerlos, y sus milagros no tienen
nunca por fin sustituir la colaboración humana. El verdadero amor
es, tanto en el momento de recibir el sacramento del Matrimonio
como durante la vida matrimonial, la mejor colaboración que el
hombre puede prestar a la gracia sacramental. Y, como el amor se
cultiva y se desarrolla, todo acto, toda palabra, todo pensamiento,
todo afecto que contribuya a ahondar la intimidad entre los
cónyuges, a llevarlos a la plenitud del diálogo total que busca el
amor, sin violar las leyes de la naturaleza, es positivamente
meritorio a los ojos de Dios.

Esta última consideración nos hace caer en la cuenta de que no


sólo la validez, sino también la fecundidad del sacramento,
depende de la colaboración del hombre. O sea que el sacramento
del Matrimonio sólo produce sus frutos en la medida en que los
contrayentes quieren vivir de esos frutos. Ahora bien, el
Matrimonio es lo que los teólogos llaman un “sacramento de
vivos”, en el sentido de que para que empiece a producir sus frutos
los contrayentes deben estar vivificados por la gracia habitual.
Quien se casa sin estar en estado de gracia recibe válidamente el
sacramento, pero se priva de sus frutos. Y, dado que el Matrimonio
es un sacramento permanente, para vivir de sus frutos a lo largo de

71
la vida matrimonial se necesita vivir en estado de gracia. Sin esa
forma de colaboración, las gracias cotidianas del sacramento
quedarán inactivas. Por el contrario, en la medida en que los
cónyuges intensifiquen su vida en Cristo mediante la práctica de la
oración y la recepción de los sacramentos destinados a profundizar
su unión con él, disfrutarán de las gracias que manan
cotidianamente del sacramento que confirieron mutuamente el día
de su Matrimonio.

72
Capítulo IV: La espiritualidad
conyugal

La espiritualidad conyugal está de moda. Es lo menos que se


puede decir. Todo cristiano casado que se respete habla de
espiritualidad conyugal, y medio mundo escribe sobre ese tema.
Pero, ¿sabemos exactamente lo que queremos decir cuando
pronunciamos esas dos palabras que nos llenan la boca:
“espiritualidad conyugal”? Y el interés que ese término suscita
actualmente ¿es sólo una moda?

73
¿Qué es una espiritualidad?

Una espiritualidad es simplemente una manera especial de


aprovechar las riquezas espirituales de la Iglesia según la vocación
propia y para realizarla plenamente.

Expliquémonos. En la Iglesia hay muchas moradas, como en la


casa del Padre, porque la Iglesia es en cierto sentido el comienzo de
la casa del Padre sobre la tierra. Esto quiere decir que, aunque todos
estamos llamados a la unión con Dios en Jesucristo, no todos
estamos llamados a realizar esa unión utilizando exactamente los
mismos medios, ni utilizándolos en la misma proporción. En el
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, los diferentes miembros tienen
una función diferente y disponen de medios diferentes para
realizar su función peculiar. La mano y el pie son igualmente
importante para la plenitud del cuerpo; pero la mano y el pie son
diferentes, porque tienen funciones diferentes. Si la mano y el pie
fueran iguales, el cuerpo sería monstruoso. Una cosa tienen en
común la mano y el pie: que los dos participan de la misma vida.
Pero cada uno la aprovecha en forma diferente, de acuerdo con su
función propia.

Todos, en la Iglesia, participamos de la misma vida: “Yo soy la vid


y ustedes los sarmientos”. Jesucristo es la cabeza, la vida de todos
los miembros; su redención es la redención de todos los miembros;
su doctrina es la doctrina de todos los miembros; sus sacramentos
son los sacramentos de todos los miembros. En ese sentido, no hay
más que una espiritualidad en la Iglesia: la espiritualidad cristiana.
Pero, como las funciones de los miembros son diferentes, los

74
miembros estamos llamados a aprovechar esa vida en forma
diferente para realizar plenamente la vocación o función propia.
En este sentido, existen en la Iglesia diversas espiritualidades, según
las diversas vocaciones.

Aclaremos esto con un ejemplo muy general. La vida conyugal y


la vida religiosa corresponden a dos vocaciones distintas. La una es
tan cristiana como la otra: si son diferentes es porque corresponden
a dos funciones distintas en la Iglesia. Pero, precisamente porque
corresponden a dos funciones distintas es natural que aprovechen
en forma diferente las riquezas espirituales de la Iglesia. La sujeción
a la autoridad eclesiástica no puede tomar exactamente la misma
forma en el hombre casado que en el religioso. Lo mismo se puede
decir de la práctica de la oración, de la pobreza evangélica, de la
castidad, del ayuno y, en general, de cualquiera de los medios de
santificación que constituyen una de las riquezas de la Iglesia. Esto
no quiere decir que el casado no esté llamado a una vida
profundamente evangélica, en el que la pobreza, la obediencia, la
castidad, la oración, etcétera, tienen su parte, sino que la forma en
que está llamado a vivir el mensaje evangélico tiene modalidades
diferentes. Y precisamente a esas modalidades diferentes de dos
vocaciones cristianas distintas corresponde una espiritualidad
diferente, o sea una manera diversa de aprovechar las riquezas
espirituales de la Iglesia para realizar plenamente la vocación
propia.

Todo el mundo sabe que la idea central de la espiritualidad


franciscana es la pobreza evangélica. ¿Significa esto que la pobreza
es la idea central del Evangelio? De ninguna manera. ¿Significa que
la pobreza es la virtud cristiana principal? Tampoco. Cualquier
niño del catecismo está enterado de que la caridad es la virtud
principal. ¿Qué significa entonces? Simplemente que san Francisco

75
de Asís tenía una vocación, una función particular en la Iglesia: la
de llegar a la plenitud de la caridad mediante la práctica de la
pobreza total. Su ejemplo suscitó en la Iglesia otra vocaciones
semejantes a la suya. En esa forma, la espiritualidad de san
Francisco de Asís, que fue originalmente una manera de
aprovechar las riquezas espirituales de la Iglesia para realizar
plenamente su vocación personal, se convirtió en la espiritualidad
de toda una orden religiosa, o sea de un grupo de cristianos unidos
por una vocación de llegar a la plenitud de la caridad mediante la
práctica de la pobreza total.

Este último ejemplo acaba de poner perfectamente en claro lo


que es una espiritualidad. Todo cristiano está llamado a la caridad,
porque el amor es en último término lo que nos une con Dios en
Cristo. Pero el camino por el que estamos llamados a la caridad es
semejante al de algunos cristianos y diferente al de otros, según sea
la función peculiar que estamos destinados a desempeñar en la
Iglesia. Y esa función peculiar es la que hace que el cristiano en
cuestión ponga el acento más sobre unos valores cristianos que
sobre otros, como san Francisco de Asís lo puso más sobre la
pobreza que sobre la obediencia. Esa función peculiar es la que
hace que utilice determinados medios de santificación más bien
que otros, como una religiosa adoratriz se santifica especialmente
por la devoción al Santísimo Sacramento y una hermana de la
caridad por el cuidado a los enfermos. Esa función peculiar es la
que hace, en una palabra, que aproveche de determinada manera
las riquezas espirituales de la Iglesia para realizar plenamente su
vocación particular. Su espiritualidad será característica de esa
función y se parecerá a la de aquellos cristianos que tienen una
vocación semejante a la suya en la Iglesia; pero será muy diferente
de la de otros cristianos que tienen una vocación muy distinta, a
pesar de que todos los cristianos están llamados a la plenitud de la

76
caridad.

77
La oportunidad de la espiritualidad conyugal

Es evidente que siempre ha habido una espiritualidad conyugal


en la Iglesia, en el sentido de que los cristianos casados han tenido
siempre una manera particular de vivir de las riquezas espirituales
de la Iglesia para santificarse en su estado. En este aspecto, la
espiritualidad conyugal no tiene nada de nuevo. Pero hay otros
aspectos en que la espiritualidad conyugal es totalmente nueva. De
ahí proviene su gran oportunidad. La actualidad de un problema o
la oportunidad de un movimiento espiritual en la Iglesia no es una
cosa secundaria, si creemos realmente que el Espíritu Santo dirige
la vida de la Iglesia. La oportunidad es precisamente la manera
cómo se nos manifiesta la dirección con que el Espíritu Santo
conduce a su Iglesia. Por consiguiente, es importante caer en la
cuenta de los aspectos nuevos de la espiritualidad conyugal, que
constituyen uno de los elementos más característicos de la
actualidad de la Iglesia.

Los dos elementos realmente nuevos de la espiritualidad


conyugal son, a mi modo de ver, una conciencia creciente en la
Iglesia de que el Matrimonio constituye una verdadera vocación
divina, y la consecuencia lógica que se sigue de eso, a saber: que,
precisamente por ser una vocación divina, el Matrimonio tiene
medios de santificación que le son peculiares, o sea que el casado
tiene que aspirar a una forma muy distinta de santidad de la del
religioso o de la del sacerdote.

La Iglesia siempre ha tenido en altísimo respeto el Matrimonio,


consagrado por Jesucristo con un sacramento especial. Pero es un

78
hecho que sólo hasta una época muy reciente los cristianos casados
han empezado a caer en la cuenta de que el Matrimonio constituye
una verdadera vocación divina. Hasta hace poco tiempo, el término
“vocación” estaba reservado al llamamiento a la vida religiosa o
sacerdotal. De ello dan testimonio los tratados ascéticos de hace
algunos años. Y todavía es frecuente oír suspirar a una persona
casada: “Dios no me dio vocación...”, “Si Dios me hubiera dado
vocación...” Sin embargo, ese tipo de expresiones tiende cada vez
más a desaparecer. El cristiano casado de hoy tiene más que nunca
un gran respeto por la vida sacerdotal y religiosa, pero no se siente
defraudado por no haber sido llamado a ellas. Dios, que nos ama
tiene un camino para cada uno de nosotros. En el cuerpo de Cristo,
el pie y la mano tienen funciones diferentes, pero el pie es tan
necesario como la mano. Dios llama a unos a ejercer una función y
a otros a ejercer otra, y la suma de esas funciones es lo que hace del
cuerpo místico de Cristo un cuerpo completo. El cristiano casado
de hoy no suspira por el llamamiento que Dios no le hizo, sino que
se siente satisfecho viviendo su propia vocación.

Más importante todavía que este cambio es la consecuencia que


de él se sigue, consecuencia que constituye el segundo elemento
nuevo de la espiritualidad conyugal: puesto que el Matrimonio es
una vocación divina, el casado no tiene que buscar fuera del
Matrimonio, sino en el Matrimonio mismo, su forma peculiar de
santidad y los medios de santificarse. Hasta hace poco tiempo, la
idea de santidad, corriente en todos los tratados ascéticos y
prácticamente la única, era la santidad sacerdotal o religiosa. Cierto
que los autores tenían buen cuidado de hacer notar que la santidad
consiste en la caridad y que la caridad no es patrimonio exclusivo
de ningún estado de vida. Pero no es menos cierto que insistían de
tal manera en las ventajas que ofrecía la vida sacerdotal y religiosa
para crecer en la caridad, que el cristiano casado se quedaba

79
inevitablemente con la impresión de que la vida matrimonial, de
que la vida “en el mundo”, era una enorme privación, desde el
punto de vista de la perfección cristiana. De ahí, fácilmente se
pasaba a la idea de que la vida conyugal sería tanto más perfecta
cuanto más se pareciera a la vida sacerdotal o religiosa. Y los
mejores cristianos casados se esforzaban como podían por dar ese
paso. Pero, como era absolutamente imposible convertir la vida del
hogar en vida conventual y transformar la vida “en el mundo” en
vida “en la religión”, había que aceptar las diferencias inevitables,
como sacrificios impuestos por el deber de estado, lamentándose en
lo íntimo del corazón de no haber sido llamado al estado de
perfección. Inútil recalcar que tal concepción del estado
matrimonial como una disminución del estado de perfección
producía en los mejores cristianos una especie de frustración. Esto
por no hablar de los casos, más tristes todavía, en que uno de los
cónyuges –generalmente la mujer– luchaba por transponer a su
vida conyugal, familiar y social la forma de santidad de la vida
religiosa, en tanto que el otro cónyuge se enfurruñaba cada vez más
ante esa actitud “mística” y caía en todos los excesos –tan poco
razonables, pero tan explicables– de una actitud antirreligiosa.

Felizmente, al ir tomando conciencia de que el Matrimonio


cristiano constituye una verdadera vocación, el cristiano casado de
hoy se va liberando de esa orientación decididamente falsa. El
cristiano casado de hoy no ha renunciado a la santidad; pero quiere
su propia forma de santidad, no una forma que corresponde a la
vida religiosa o sacerdotal y que en él no sería santidad sino fracaso.
Quiere una revalorización de los valores humanos del Matrimonio,
porque esos valores son los que el sacramento eleva y consagra y
esos valores elevados por el sacramento son los que lo santifican,
no la imitación servil de los valores de una vocación diferente. Sabe
que a él le toca descubrir totalmente la caridad cristiana y crecer en

80
ella por el amor conyugal y el amor paternal, no por la renuncia a
esos amores. Sabe que su participación en la cruz de Cristo consiste
en aceptar las dificultades cotidianas del diálogo conyugal, no en
evadirse de ellas buscando mortificaciones ajenas a la plena
realización de su vocación divina; en aceptar la responsabilidad
inmensa de traer hijos al mundo y de educarlos, no en huir de esas
responsabilidades con el pretexto de orar más, o de comulgar más,
o de hacer más apostolado. Sabe que a él le toca ante todo dar
testimonio del amor cristiano, que es reflejo y encarnación del
amor total y fecundo de Cristo y la Iglesia, y no otro tipo de
testimonio que corresponde a otro tipo de vocación.

Ese deseo de revalorización de la vocación conyugal en cuanto tal


es el que ha dado origen al movimiento de espiritualidad conyugal
tan poderoso que sacude a la Iglesia. Dicho movimiento se
manifiesta de múltiples maneras: un interés nuevo por la forma
peculiar de la santidad conyugal, una reflexión cada vez más
profunda y más cristiana sobre los problemas conyugales, una
discusión cada vez más franca de la antigua mentalidad
“conventual”, una multiplicación cada vez más sensible de
asociaciones especializadas, en las que los cónyuges estudian los
problemas del matrimonio cristiano y se ayudan a vivir a la altura
de su vocación peculiar en la Iglesia... La fuerza de ese movimiento
de espiritualidad conyugal hace que alguno lo consideren como
una moda; pero lo cierto es que tal movimiento corresponde a
necesidades cristianas mucho más profundas que las de una simple
moda. Los elementos nuevos que presenta ese movimiento hacen
que algunos se escandalicen. ¿Puede acaso haber algo nuevo en la
Iglesia? Evidentemente que sí. La Iglesia es el cuerpo vivo de Cristo,
y la vida se manifiesta por el crecimiento. La Iglesia descubre cada
día nuevos valores en sus propios tesoros: reflexionando sobre su
propia doctrina, sobre sus propias riquezas de santificación, sobre

81
su propia historia sagrada, llega a claridades que antes no tenía, a
formas de vida religiosa que antes no existían, a fórmulas de
apostolado que antes no se conocían. ¿Por qué no había de llegar a
una claridad mayor sobre la vocación conyugal y sobre la forma de
santidad correspondiente a esa vocación? ¿Y qué cosa más natural
que llegue a esa claridad mayor precisamente en una época en que
se la acusa de haberse evadido del mundo y de ignorar los valores
humanos? Como el padre de familia del Evangelio, bajo la
dirección del Espíritu Santo, la Iglesia saca de sus tesoros cosas
antiguas y nuevas. Y la Iglesia somos todos los cristianos –también
los casados–, gobernados por los sucesores de los Apóstoles y en
plena sumisión a ellos.

82
Los elementos esenciales de la espiritualidad
conyugal

Al principio de este capítulo definíamos la espiritualidad como


una manera peculiar de aprovechar las riquezas espirituales de la
Iglesia para la plena realización de la vocación propia. Nada tiene,
pues, de extraño que la espiritualidad conyugal se organice
totalmente alrededor del sacramento del Matrimonio, que es
precisamente la riqueza espiritual de la Iglesia destinada
específicamente a fundar, sostener y vivificar la comunidad
conyugal.

En efecto, el cristiano casado encuentra en el sacramento del


Matrimonio los tres elementos esenciales de su espiritualidad
propia, distinta de cualquier otra espiritualidad:
a) La definición de su vocación peculiar en la Iglesia;
b) la definición de sus medios peculiares de santificación o sea
los medios de realizar plenamente su vocación en la Iglesia;
c) la jerarquía de valores que le permite orientarse hacia la
plenitud de la caridad en las circunstancias concretas de su vida.

Examinemos rápidamente cada uno de estos puntos.

a) La definición de su vocación peculiar en la Iglesia.


Aquí no haremos sino recordar lo dicho en el capítulo dedicado
al sacramento del Matrimonio. Este consiste precisamente en una
participación en la unión total y fecunda de Cristo con su Iglesia. Y
esto define claramente la vocación de los cónyuges, que no es otra
que transformar su vida en un testimonio concreto de esa unión.

83
Como Cristo ama a su Iglesia, así deben ellos amarse: con la misma
fidelidad, con la misma intensidad, con el mismo sentido de
responsabilidad que llega hasta el sacrificio total por el otro, con el
mismo respeto mutuo, con la misma admiración mutua, con la
misma generosidad, con la misma fecundidad.

Esa es la vocación de los cónyuges cristianos. Verdadera vocación


divina, en el sentido estricto de la palabra, puesto que al admitirlos
la Iglesia al sacramento del Matrimonio, ratifica oficialmente que se
trata de un llamamiento de Dios a una forma peculiar y
permanente de participar de los frutos de la redención.

b) La definición de sus medios peculiares de santificación.


El sacramento, decíamos en el capítulo consagrado a ese tema, no
es una añadidura al matrimonio natural, sino una elevación del
matrimonio natural al orden sobrenatural. Jesucristo no inventó el
matrimonio, sino que aceptó esa realidad natural y la transfiguró al
convertirla en símbolo y fuente de vida sobrenatural. Ninguno de
lo valores humanos del matrimonio desaparece en el sacramento:
ni el atractivo mutuo de los cónyuges, ni la ternura, ni el hambre de
comunicación personal que empieza por la comunicación corporal,
ni la responsabilidad con relación al otro que cada uno de los
cónyuges asume al casarse, ni el deseo de perpetuarse en los hijos.
Ninguno de esos valores humanos desaparece en el sacramento,
que no hace otra cosa que elevarlos al orden sobrenatural y
convertirlos así en medios de santificación. Así pues, los medios
peculiares de santificación de los cónyuges no difieren de su propio
amor. Su vocación consiste en participar cada vez con mayor
plenitud de la unión total y fecunda de Cristo con su Iglesia y en ser
un testimonio cada vez más vivo, cada vez más radiante, de esa
unión. La santidad peculiar de los cónyuges consiste en vivir plenamente
su amor humano[3], con todas las satisfacciones y todas las alegrías y

84
toda la felicidad que ello trae consigo, pero también con todas las
dificultades, con todas las amarguras, con todas las
responsabilidades, con todos los sacrificios que la vivencia del amor
humano impone. El cristiano casado no tiene por qué ir a buscar
medios de santificación en vocaciones diferentes de la suya. Los
medios de santificación en el matrimonio los recibe con el
sacramento del Matrimonio, ya que éste transfigura el amor
humano en amor sobrenatural.

Para concretar todavía más esta idea, reflexionemos un poco


sobre la finalidad del contrato matrimonial. Por su misma
naturaleza, el matrimonio tiene por fin establecer entre los
cónyuges una unión humana fecunda. Esto significa simplemente
que los que contraen matrimonio aspiran normalmente a la unión
más estrecha que puede darse entre dos seres humanos –el diálogo
total, la mutua entrega total– y que esa unión es naturalmente
fecunda, ya que es el medio escogido por Dios para la
multiplicación de la especie humana. En términos más técnicos,
esta doble finalidad natural del matrimonio suele expresarse bajo
las fórmulas siguientes: “la mutua ayuda de los cónyuges” y “la
procreación y educación de los hijos”.

Ahora bien, es evidente que un matrimonio será humanamente


tanto más perfecto cuanto más perfectamente realice su doble
finalidad. Y exactamente lo mismo puede decirse en el orden
sobrenatural, puesto que el sacramento del Matrimonio no es más
que la elevación del matrimonio natural al orden sobrenatural. Por
consiguiente, los cónyuges cristianos realizan tanto más cabalmente
la perfección conyugal cristiana cuanto más intensamente se
quieren (la ayuda mutua), cuanto más responsablemente llaman a
la vida a sus hijos y los educan mejor. Su perfección consiste en la
plena realización de su vocación, y su vocación es en concreto

85
llevar el amor humano a su perfección, con todas sus consecuencias
de fecundidad razonable y de paternidad responsable. Y los medios
específicos para alcanzar esa perfección se encuentran
precisamente en la vivencia cotidiana del amor conyugal: en el
esfuerzo de mutua adaptación de los cónyuges, en saber pasar por
alto los pequeños detalles irritantes, en los instantes de ternura, en
compartir las penas y alegrías de todos los días, en aprender a
confiarse al cónyuge, en la energía, reflexión y delicadeza que exige
cotidianamente la educación de los hijos, etcétera. Esos son los
medios peculiares de santificación del cristiano casado, tal como los
revela una reflexión inteligente sobre el sacramento del
Matrimonio.

c) La jerarquía de valores propia de los cónyuges cristianos.


El tercer elemento de la espiritualidad conyugal, basado
igualmente en el sacramento del Matrimonio, es una jerarquía
propia de valores, que permite a los cónyuges orientarse hacia la
plenitud de la caridad en las circunstancias concretas de su vida. En
efecto, los cónyuges no sólo son esposos o padres, son también
cristianos con necesidades espirituales y con responsabilidades en
la vida de la Iglesia y en la vida de la sociedad. Ahora bien, sus
necesidades espirituales y sus responsabilidades pueden crear
conflictos de orden práctico con la plena realización de su vocación
conyugal. En tales conflictos, la jerarquía de valores propia de los
cónyuges cristianos exige que lo sacrifiquen todo a la realización de
su vocación conyugal, con tal de que ese sacrificio no implique
pecado en un caso concreto.

Expliquémonos. Y no hay mejor manera de explicarse que los


ejemplos. Es evidente que la perfección cristiana de los cónyuges
no puede realizarse, por mucho que se quiera, sin la práctica de los
sacramentos, sin la Misa dominical, sin cierta forma de oración,

86
precisamente porque son cristianos y porque su participación a la
unión total y fecunda de Cristo con la Iglesia no puede conservar su
vitalidad si se aíslan de las fuentes de la gracia. Pero es también
evidente que el deseo de una vida espiritual demasiado intensa
puede ser nocivo al cumplimiento de la vocación conyugal, o sea al
ejercicio cotidiano de la “ayuda mutua” y de la “educación de los
hijos”. Pongamos ejemplos caseros: una mujer casada abandona
diariamente a su marido a la hora del desayuno por asistir a la Misa
y comulgar, cosa que disgusta profundamente al marido y produce
cierta tirantez en sus relaciones. No cabe duda que, si esa mujer
hubiera reflexionado seriamente sobre el sacramento del
Matrimonio y la verdadera naturaleza de la perfección cristiana
conyugal, dejaría tranquilamente la Misa entre semana para estar
con su marido, u organizaría de otro modo su horario para evitar el
conflicto. ¿Por qué? Porque, en la jerarquía de valores del
Matrimonio cristiano, la asistencia cotidiana a la Misa tiene menos
importancia que la profundización del amor conyugal. Y lo mismo
podría decirse de cualquier otra práctica espiritual no obligatoria: el
rezo del rosario, los ejercicios espirituales anuales, determinada
forma de practicar el apostolado, etcétera. La mujer está en todo su
derecho de intentar que su marido acepte de buena gana lo que a
ella le parece conveniente; pero, en caso de conflicto, si el marido
no puede, o no quiere, o no debe aceptarlo, la jerarquía de valores
impone a la mujer renunciar a esas prácticas espirituales. Más aún,
le impone renunciar a ellas de buena gana, puesto que la finalidad
de tales prácticas era la plenitud de la caridad, y va a acercarse más
a esa plenitud renunciando a ellas. Porque su primera obligación
no es cualquier forma de perfección cristiana, sino la perfección
conyugal.

Pongamos otro ejemplo: un cristiano está tan absorbido por los


negocios, que cada vez tiene menos tiempo que dedicar a su mujer

87
y a sus hijos. La mujer se queja razonablemente de ello, ya que
podría trabajar un poco menos sin perder gran cosa, y las
relaciones conyugales se van deteriorando. Indudablemente que
ese hombre, aplicando la escala de valores del Matrimonio
cristiano, debería trabajar un poco menos y consagrar mayor
atención a su esposa y a sus hijos. Su perfección cristiana, su
santidad, exige ese sacrificio. Es relativamente fácil ver eso en este
caso, porque no se trata de un conflicto entre su vocación conyugal
y un valor propiamente espiritual. Pero, supongamos que ese
hombre trabaja demasiado porque se dedica por las noches,
después de las horas de oficina, a una forma cualquiera de
apostolado. Pues bien, si ese hombre busca realmente a Dios, debe
buscarlo ante todo en donde Dios ha querido que lo encuentre, o
sea en el cumplimiento de su vocación conyugal cristiana; por
consiguiente, debe renunciar en parte o aun totalmente, según lo
exija la armonía conyugal, a esa práctica apostólica.

Estos ejemplos aclaran lo que significa la escala de valores de la


espiritualidad conyugal. El valor supremo, como en toda
espiritualidad cristiana, es la caridad. Pero la caridad, la santidad, se
concreta para el cristiano casado ante todo en la realización de su
amor, porque esa es su manera propia de participar de los frutos de
la redención y de hacer a otros partícipes de esos frutos. Por
consiguiente, siempre que haya conflicto entre la realización del amor y
cualquier otro valor no obligatorio –ya sea de orden espiritual o
temporal–, el cristiano casado que busca la santidad sacrificará el segundo
al primero.

Esto no quiere decir que la regla de oro consiste en que los


cónyuges se encierren en el círculo familiar y renuncien a las
actividades en el exterior; ya que los cónyuges cristianos tienen
también obligaciones de caridad de orden apostólico y social. Lo

88
importante es que cada pareja encuentre su propio equilibrio entre
la profundización del amor conyugal y las otras obligaciones o
aficiones personales. Y para ese equilibrio no hay receta que valga.
Cada pareja tiene que buscar su propia fórmula, porque cada una
de ellas está constituida por dos seres humanos con su carácter, sus
gustos, sus repulsiones, su sensibilidad y aún sus caprichos
personales. Por ello nunca se insistirá bastante en la necesidad de
que los esposos cristianos aprendan a reflexionar conyugalmente, a
explicarse mutuamente, a considerar juntos los problemas, en una
palabra, a dialogar. Sin esa forma de diálogo tranquilo y
respetuoso, la armonía plena es imposible[4].

Tales son, en sus grandes líneas, los elementos esenciales de la


espiritualidad conyugal que la distinguen de toda otra
espiritualidad en la Iglesia. Y el hecho de que los cristianos casados
se orientan cada vez más hacia esa espiritualidad y vayan
descubriendo y revelando sus inmensas potencialidades
espirituales es una señal de que, en la vida actual de la Iglesia, la
familia cristiana tiene una misión especialmente oportuna, puesto
que el Espíritu Santo suscita ese movimiento.

89
II. EL AMOR INMADURO

90
Capítulo V: La desilusión infantil

El amor conyugal, decíamos en el primer capítulo, es


básicamente un problema de madurez humana. De madurez
afectiva sobre todo, en el sentido de que sólo quien ha llegado a un
desarrollo adulto de su vida afectiva es capaz de tomar en serio a
otro ser humano, y sin eso el diálogo en que consiste el amor
conyugal es absolutamente imposible.

Es fácil entender esto en teoría. Pero es mucho menos fácil


vivirlo. En la práctica, todos tenemos algo de niños caprichosos. Y
la vida conyugal, con la relación tan continua y tan íntima que
establece entre los cónyuges, se encarga de ponerlo de manifiesto a
cada paso. Desgraciadamente, como la vida conyugal supone la
madurez de dos personas y no de una sola, siempre nos queda el
recurso de echar la culpa al otro. Lo cual no es más que otra prueba
de nuestro infantilismo. Un sacerdote que había oído muchas
confidencias relacionadas con problemas matrimoniales me decía
lo siguiente: “Cuando oigo al marido, quedo perfectamente
convencido de que toda la culpa es de la mujer. Cuando oigo a la
mujer, no me cabe la menor duda de que ella es la que tiene razón.
Y, una vez que los he oído a los dos, llego casi siempre a la
convicción absoluta de que la responsabilidad se reparte por igual
entre el marido y la mujer y de que el origen del problema es el
infantilismo de ambos”.

Por mi parte, me inclino a aceptar ese juicio basado en una larga


experiencia. Y por esa misma razón me parece importante
reflexionar sobre las formas principales que toma la falta de

91
madurez en el amor. Tal vez esa reflexión dé ocasión a un examen
de conciencia sincero y, ayude a corregir ciertos errores.

92
“Y fueron muy felices”...

La ilusión sobre la realidad concreta y cotidiana de la vida


conyugal es, sin duda, una de las formas clásicas de la inmadurez en
el amor. A juzgar por las apariencias, hay un porcentaje muy alto
de enamorados que llegan al matrimonio creyendo todavía en los
cuentos del príncipe y la princesa: “Y se casaron, y fueron muy
felices. Y colorín colorado...”

Pero el cuento, en la vida real, resulta bastante más complicado.


Pasan los días idílicos de la luna de miel y de los primeros meses de
matrimonio, la casa se va poblando de presencias menudas, pero
invasoras, que traen consigo grandes alegrías, ansiedades y
responsabilidades. La vida, con todas sus exigencias y todas sus
urgencias, deja poco tiempo y poco humor para la ternura
conyugal. Él llega cansado, cuando no exasperado, del trabajo. Ella
acaba el día con los nervios de punta, después de trabajar
afanosamente desde el amanecer en las ocupaciones comunes del
hogar. Él encuentra que la casa está en desorden, que sus hijos están
más sucios y gritan más que los vecinos, y que su mujer está menos
arreglada, tiene menos conversación que las mujeres que encuentra
en su trabajo. Ella opina que él es un hombre egoísta, incapaz de
olvidar los problemas de la oficina para pensar un poco en su
mujer y en sus hijos. ¿Cree él que la casa se pone sola en orden? ¿Se
imagina que los niños crecen callados como las plantas, sin
moverse de su maceta? Para colmo de males, él es un glotón sexual,
que sólo tiene una palabra de cariño cuando se trata de satisfacer.
Entre marido y mujer las palabras ofensivas van y vienen como
pelota en frontón. Al principio hay escenas conmovedoras de

93
perdón y propósitos renovados de enmienda. Pero él no cambia y
ella tampoco. La amargura se va instalando en el hogar. Y después...

El después no tiene importancia, por el momento. Lo que nos


interesa ahora es comprobar una verdad grande como una casa:
prácticamente en todos los matrimonios hay una crisis de
desilusión. La que hemos descrito es de un tipo bastante común.
Pero se trata sólo de un ejemplo. Las hay de muchos otros tipos. Lo
que todas tienen en común es cierto grado de desilusión: del
cónyuge y de la vida conyugal. Habíamos soñado en un compañero
o una compañera de la vida que tuviera miles de cualidades y muy
pocos defectos. Habíamos creído encontrarlo, y nos habíamos
enamorado perdidamente, tan perdidamente que hasta sus
defectos nos parecían de poca importancia y aún graciosos. Pero
llega la vida real, el cara a cara cotidiano, el roce constante de las
dos piedras en el río, y los defectos del cónyuge –los que
conocíamos y los que no sospechábamos– toman proporciones
alarmantes, en tanto que sus cualidades se diluyen hasta hacerse
casi invisibles. Habíamos soñado en un diálogo total, en una
comunicación fácil, que fuera progresando constantemente, y nos
encontramos mudos, taciturnos, sin nada que decirnos, distantes el
uno del otro, incapaces muchas veces hasta de establecer un
contacto corporal que tenga algo de diálogo humano. Habíamos
soñado en que hasta las penas servirían para unirnos más, y nos
encontramos con frecuencia con que somos incapaces de
compartir aún las alegrías. Habíamos soñado en una vida conyugal
armoniosa, y nos encontramos en un clima de tensión fastidioso,
de incomprensión, de hostilidad, sin que sepamos siquiera
exactamente qué es lo que crea ese ambiente. Cuando nos sentimos
claramente culpables, hacemos un esfuerzo para tender un puente,
y el otro aprovecha invariablemente la ocasión para recordarnos
que toda culpa es nuestra, o que ya le hemos prometido otras mil

94
veces corregirnos, o qué sé yo. ¿Esto era el diálogo total al que
aspirábamos? ¿Era ésta la vida conyugal? ¿No tendría razón el
personaje de Taine que resumía así su filosofía del matrimonio:
“Nos estudiamos tres semanas, nos queremos tres meses, nos
peleamos tres años, nos toleramos treinta años..., y nuestros hijos
vuelven a empezar”?

Hemos pintado la crisis de desilusión con colores sombríos. Los


hay más negros todavía. También los hay muchos más claros,
felizmente. Lo cierto es que la crisis se plantea y que para
innumerables parejas es, con sus más y sus menos, el principio del
fin del amor. Y lo es, a mi modo de ver, por dos razones
fundamentales: porque la crisis desconcierta totalmente a los
cónyuges debido a que no saben explicársela, y porque no saben
cómo superarla.

95
La explicación de la crisis

Es indudable que el origen lejano de la crisis es una idea infantil


de la felicidad conyugal, o más exactamente de la facilidad de la
comunicación entre esposos. Cuando llega a cierto grado de
desarrollo físico y afectivo, el adolescente empieza a desear
instintivamente una comunicación total, y en ese sentido única, con
una persona del otro sexo. El enamoramiento orienta esa hambre
de comunicación humana hacia una persona determinada. Pero,
como el enamoramiento es esencialmente un estado de exaltación
afectiva y sexual, todos los enamorados de la tierra proyectan un
poco sobre el otro la imagen que se han formado del ser humano
ideal y todos tienden a suponer que la comunicación con la
persona elegida será una especie de producto espontáneo de la
convivencia total. Ahora bien, si es verdad que la felicidad conyugal
es el fruto de la comunicación humana de los cónyuges, y que se
mide por el grado de comunicación que llegan a establecer en
todos los planos, es absolutamente falso que ese diálogo sea fácil.
Más aún, ese diálogo no llega nunca a ser total en el sentido de una
comunicación perfecta en todos los planos. El otro será siempre el
otro; siempre habrá en él algo de desconocido, de imprevisible, de
inesperado, de diferente. Y, desde luego, tendrá muy poco o nada
que ver con el ser absolutamente irreal que sueña el enamorado. Si
a esto añadimos todas las dificultades internas y externas que
pueden obstaculizar el diálogo conyugal –las diferencias de medio
social, de cultura, de pasado, de temperamento; las presiones
familiares y sociales; las circunstancias económicas, etcétera–,
acabaremos de comprender que la desilusión de quien ha soñado
en una comunicación perfecta y fácil con un ser idealizado y en un

96
mundo simplificado puede ser tremenda.

Que esa crisis se produzca no tiene nada de extraño. ¿Quién no


llega al matrimonio un poco enamorado de su propio
enamoramiento, sintiéndose capaz de todas las generosidades,
imaginando en su cónyuge cualidades imposibles, sospechando
apenas el choque brutal que puede tener a la larga sobre sus nervios
la convivencia íntima con otra persona, por querida que sea?
¿Quién no llega al matrimonio haciéndose ilusiones sobre sí mismo
y sobre su cónyuge y sobre la facilidad del diálogo conyugal? En ese
sentido, todos tenemos algo de idealistas, unos más y otros menos.
Por eso la crisis es hasta cierto punto inevitable, aunque haya
algunos privilegiados que logran ir resolviéndola a medida que se
va presentando, sin dejar que tome las proporciones de una
verdadera crisis, de suerte que apenas se dan cuenta de ella.

97
La desilusión infantil

Que la crisis se produzca no tiene, pues, nada de extraordinario.


Ni siquiera indica por sí misma que los cónyuges carezcan de la
madurez humana necesaria para el éxito en la vida conyugal. Por
adulto y reflexivo que sea un hombre, no puede imaginar la
complicación de cualquier forma de vida sino hasta que la vive,
cuánto menos la complicación de la vida conyugal a la que se siente
atraído por el peso enorme del instinto. Lo que es verdaderamente
importante es la reacción de los cónyuges ante esa crisis. Y
desgraciadamente tal reacción es, en muchos casos, muy poco
adulta, como vamos a verlo.

La crisis por sí misma, tiende a poner de manifiesto tres


realidades: que yo soy lo que creía, que mi cónyuge no es lo que yo
creía, y que la comunicación de los dos en todos los planos –sexual,
de gustos, de intereses, de ideas, de ternura, de humor, etcétera – es
infinitamente más difícil de lo que ambos creíamos. Que eso nos
desilusione un poco o un mucho es perfectamente normal. Pero
que no sepamos superar esa desilusión es una prueba manifiesta de
que nuestro “gran amor” no era un amor adulto. Por eso llamamos
a este tipo de desilusión, la desilusión infantil.

En efecto, sus características son positivamente infantiles, tanto,


que recuerdan extrañamente ciertas actitudes de los niños que han
sufrido una desilusión. El niño quería un par de zapatos así y asado;
su mamá le compra unos zapatos que se parecen a los que él quería,
que son tal vez un poco menos lujosos, pero más prácticos para
todos los días; el niño se encorajina y hace cuanto puede por

98
romper esos zapatos... El niño está jugando con sus amigos a saltar
al burro; llega el momento de hacerla de burro, con cierto riesgo de
soportar algunas patadas sin consecuencia, y el niño grita
inmediatamente: “¡Yo ya no juego!”... El niño está jugando con su
pequeña hermana, y entre los dos rompen un jarrón; en cuanto la
mamá aparece, el niño grita: “yo no fui, fue Teté”...

“Él no es lo que yo creía”, dice la esposa desilusionada. Pero


¿acaso ella es lo que él creía? ¿Por qué no se lo pregunta? ¿Por qué
no trata de parecerse lejanamente al sueño de él? ¿Por qué siempre,
en los casos de desilusión infantil, la culpa la tiene el otro y el
desilusionado es uno? “Yo he hecho lo imposible por entenderme
con ella –dice el esposo desilusionado–, pero para entenderse con
ella habría que vivir a sus pies, haciéndole declaraciones de amor
cada tres minutos, oyéndola hablar de trapos o de niños,
soportando su desorden, viéndola mal peinada. ¡No! Es más de lo
que los nervios de un hombre pueden soportar”. Pero, ¿por qué no
se pregunta qué ha hecho él concretamente para que su mujer se
interese por algo más que por los trapos y los niños? ¿Por qué no se
pregunta si él sería muy diferente de su mujer, llevando la vida que
ella lleva, esforzándose de la mañana a la noche con los niños? ¿Por
qué no le ayuda a poner un poco en orden la casa, en vez de hacerle
sermones sobre el orden? ¿Por qué siempre es el otro el que tiene
que hacerla de burro? El par de zapatos no es nunca el que querían
los que sufren de desilusión infantil; pero, en vez de tratar de sacar
todo el partido posible a los zapatos que tienen, viven amargados
pensando en el par de zapatos que no existió nunca más que en su
imaginación.

Tratemos de precisar claramente las características de esta forma


infantil de desilusión. En primer lugar, deforma la realidad. El
desilusionado no tiene ojos más que para los defectos de su

99
cónyuge. Pero aún: hasta las cualidades de su cónyuge se
convierten en defectos, porque no son las que él soñaba, o no
alcanzan la perfección que él había soñado. A fuerza de comparar
la realidad con un sueño, acaba por ser incapaz de ver la realidad
tal como es. Pongamos que su cónyuge tenga realmente muchos
defectos, porque todos los tenemos. Pero que no nos venga a contar
que no tiene ninguna cualidad. ¿Podría él hacer una enumeración
de esas cualidades? ¿Podría hablar con cierto calor humano de las
cualidades de su cónyuge? Probablemente no, porque las ha
perdido totalmente de vista y no sabe apreciarlas. En cambio, de los
defectos de su cónyuge nos haría una lista larga y detallada y
vibrante de indignación. ¿Cómo quiere establecer una
comunicación realmente humana con su cónyuge, si empieza por
deformarlo y despreciarlo hasta ese grado?

El segundo síntoma claro de la desilusión infantil es la injusticia:


el otro tiene siempre la culpa. Él llegó al matrimonio dispuesto a
todas las generosidades, pero tal parece que su cónyuge se hubiera
dedicado sistemáticamente a destruir esa actitud de generosidad
total, de abertura total al amor. Él también tiene sus defectos, claro
está; él también ha tenido sus fallas. Pero jamás ha habido en él esa
actitud destructiva respecto de su cónyuge, esa especie de
malignidad clarividente para hacer o decir en cada ocasión
exactamente lo que más podía irritar al otro. Y eso es lo
insoportable de su cónyuge. No hay diálogo posible con él. Si el
diálogo fuera posible, las cosas hubieran marchado de otro modo.

El tercer síntoma de la desilusión infantil es la inactividad: “Yo ya


hice todo lo posible; ahora le toca a él. Porque, ¿sabe usted?
También yo tengo mi dignidad. Y, además, no creo en el amor que
consista en un esfuerzo unilateral. Desde que nos casamos me ha
tocado a mí hacer el esfuerzo, pasar por alto sus defectos, callarme,

100
buscar la reconciliación en cada ocasión. ¡Ya me cansé de hacer el
idiota! Ahora le toca a mi cónyuge, para que vea lo que es amar a
Dios en tierra de indios. Naturalmente, yo no me cierro en banda.
Si él hace lo que le toca, yo estoy dispuesta a poner mi parte. Pero,
para ser sincera, confieso que lo creo incapaz de ese esfuerzo.
Nuestro matrimonio fue una gran equivocación. Creo que yo
hubiera sido capaz de hacer feliz a un ser humano que tuviera un
mínimum de buena voluntad; pero con el que me ha caído sobre las
espaldas no podría nadie. No hay nada que hacer”.

Con esa actitud infantil que deforma la realidad y que es injusta e


inactiva, nada tiene de extraño que la vida conyugal se convierta en
un infierno. La comunicación humana es imposible, y nada es más
desesperante que la soledad de dos seres humanos que cohabitan y
tienen hambre de comunicación total y son incapaces de
conseguirla. La hostilidad recíproca es la consecuencia de esa
impotencia trágica. Y la verdadera causa de esa crisis
desproporcionada es la incapacidad de los cónyuges para aceptar la
realidad: de aceptarse a sí mismo y al otro tal como son y de tratar
de entablar el diálogo del amor a partir de lo que son. Su desilusión
es infantil no por ser desilusión, sino porque reaccionan como
niños.

101
La superación adulta de la crisis

La crisis es la agudización de una situación falsa. Entre la vida


conyugal soñada y la vida conyugal real hay un abismo. Y la crisis
es un mecanismo doloroso, pero natural, como la fiebre, destinado
a obligar a los cónyuges a encontrar la manera de romper la tensión
producida por la distancia entre la realidad y sus sueños. La
reacción infantil consiste en aferrarse al sueño y amargarse contra
la realidad. La reacción adulta es precisamente la contraria: aceptar
la realidad, aprovechar las lecciones de la crisis, y luchar por
realizar en el diálogo cotidiano lo que había de verdad en el sueño
del diálogo total.

La crisis, decíamos arriba, tiende a poner de manifiesto tres


realidades: que yo no soy lo que creía, que mi cónyuge no es lo que
creía, y que la comunicación de los dos en todos los planos –sexual,
de gustos, de intereses, de actividades, de ideas, de ternura, de
humor, de vida espiritual, etcétera – es infinitamente más difícil de
lo que ambos creíamos.

El primer paso hacia una solución adulta consiste en abrir los ojos
a esas realidades. Cuanto más pronto, mejor, porque la
prolongación de la crisis envenena la comunicación conyugal, crea
un clima de hostilidades reprimida y empieza a distanciar a los
cónyuges. Pero hay que abrir los ojos a toda la realidad. No sólo mi
cónyuge no es exactamente lo que yo creía, sino que yo tampoco
soy lo que él creía. Ni siquiera soy lo que yo mismo creía. La
convivencia íntima con otra persona me va revelando muchas
cosas sobre mí mismo: soy más irritable de lo que creía; reacciono

102
con una violencia desproporcionada a ciertas bromas, a ciertas
ideas, a ciertas actitudes de mi cónyuge; tengo un temperamento
cíclico: en ciertos periodos estoy de buen humor y soy
comunicativo, mientras que en otros me encierro en mi concha y
pico como erizo; exijo inconscientemente que mi cónyuge se
adapte automáticamente a esos ciclos de mi humor, no sé hablar
con mi cónyuge, en tanto que con los amigos nunca me falta tema;
rehuyo sistemáticamente ciertas concesiones que darían un gusto
enorme a mi cónyuge y facilitarían nuestras relaciones... Este
catálogo podría prolongarse casi indefinidamente; pero es
demasiado personal para que valga la pena prolongarlo aquí. Lo
cierto es que la vida conyugal nos da una ideas de nosotros mismos
que no podíamos tener antes del matrimonio, porque nunca
habíamos vivido la experiencia de esa comunidad tan estrecha y
humanamente tan exigente que es la comunidad conyugal. Pero
para verlo hay que abrir los ojos sobre nosotros mismos antes de
abrirlos sobre nuestro cónyuge. Tampoco él es exactamente lo que
esperábamos, pero también él se encuentra viviendo una realidad
que no había vivido nunca, que lo modifica, que hace resaltar sus
verdaderas cualidades y sus verdaderos defectos. Tampoco él
encuentra fácil el diálogo conyugal. También él tiene sus saltos de
humor, sus arbitrariedades, su idea de las cosas, sus gustos
personales. También él tiene que hacer un esfuerzo para reconocer
en mí a aquel enamorado casi perfecto y para adaptarse a mi
verdadero yo.

El segundo paso consiste en reconciliarse con esa realidad, en


aceptar esa realidad –la mía y la de mi cónyuge. Aceptar no
significa aquí resignarse a no cambiar nada. Significa empezar a
construir a partir de la realidad, en lugar de destruir a partir de lo
que habíamos soñado. Significa tenerse paciencia y tener paciencia
al cónyuge, porque nadie mejora en un día. Significa comprender y

103
perdonar los errores y torpezas propios y los del cónyuge, porque
ninguno de los dos somos perfectos y los dos buscamos a tientas el
camino hacia una comunicación total. Significa tratar de ayudar al
cónyuge a conocernos, y para eso aprender a expresarnos ante él
tranquilamente, sin orgullo, sin falso pudor, sin tener la impresión
de que le estamos dando armas para que abuse de nuestra
debilidad. Significa tratar de que nuestro cónyuge nos ayude,
expresándose ante nosotros en la misma forma. Significa esforzarse
por aumentar el terreno común, a partir del que ya hemos
conquistado. Significa, en fin, hacer ciertas concesiones dolorosas,
renunciar a cierto tipo de amistades, a cierto tipo de diversiones, a
cierto tipo de horario, que tal vez hubieran sido posibles si mi
cónyuge fuera diferente. Pero éste es el ser humano que yo he
elegido, con el que me he comprometido, el único con el que tengo
posibilidades de realizar el diálogo total del amor, en cuanto dos
seres humanos pueden llegar a ser transparentes el uno al otro.
Tengo que empezar por aceptarlo y quererlo como es, para
ayudarle a que llegue a ser como yo lo quisiera.

Tal actitud está en el polo opuesto de la desilusión infantil: No


deforma la realidad, sino que trata de aceptarla en su totalidad. No
echa la culpa de todo al otro, sino que asume su parte de
responsabilidad. No se cruza de brazos, sino que trata de mejorar la
realidad a partir de lo que existe en la actualidad. En el primer
capítulo de este libro llegamos a la conclusión de que la madurez
afectiva del ser adulto, que es la condición que hace posible el
diálogo conyugal, consiste en la capacidad práctica de dar a los
sentimientos, a los deseos y a las ideas de otro ser humano una
importancia semejante a la que damos a los nuestros. Todos los
enamorados de la tierra se sienten capaces de eso. Pero sólo los que
son verdaderamente capaces de eso aman realmente.

104
Y ésa es la gran lección, el fruto magnífico de la crisis. Para amar
realmente a un ser humano debemos de dejar de idealizarlo, hay
que reducirlo a su verdaderas proporciones, reconciliarse con su
verdadera imagen, verlo y aceptarlo tal como es. Mientras no
hayamos superado la crisis de la desilusión, no sabremos si
queremos realmente, ni a quién queremos.

105
Capítulo VI: Las actitudes infantiles

Hemos repetido muchas veces, y nunca nos lo repetiremos


bastante, que el ser humano adulto, desde el punto de vista
afectivo, es el único capaz de establecer un contacto personal con
otros seres humanos, es decir, el que es capaz de tomar a otros
seres humanos tan en serio como se toma a sí mismo.

Esa capacidad es la base de todo amor verdadero: desde la simple


amistad hasta el amor conyugal, pasando por el amor paternal,
maternal y filial. Pero las relaciones entre los cónyuges, por su
misma duración e intimidad, ponen de manifiesto, más que
cualquiera otra relación humana, lo que hay verdaderamente
adulto y lo que hay de simplemente infantil en un hombre. Todos
nos sentimos capaces de amar. Todos hacemos un día
declaraciones incendiarias de amor, la vida conyugal se encarga de
revelar implacablemente si el que hizo esas declaraciones
incendiarias era verdaderamente un adulto, o un niño disfrazado
de adulto.

Desgraciadamente no siempre somos capaces de comprender esa


revelación, ni de aprovechar sus lecciones. Aun después de muchos
años de matrimonio, cuando éste no ha sido un fracaso total,
seguimos creyendo firmemente en la calidad adulta de nuestro
amor. Y, sin embargo, nuestro amor es con frecuencia bastante
infantil. Nuestra ceguera sobre nosotros mismos nos oculta
nuestras actitudes infantiles profundas. Si abriéramos los ojos, si
lográramos crecer, nuestro amor conyugal sería una cosa
totalmente nueva, infinitamente más armoniosa y satisfactoria.

106
Pero ¿cómo abrir los ojos, cómo crecer, si precisamente
confundimos muchas veces lo que hay de infantil en nuestro amor
con los más verdadero del amor?

Este capítulo va encaminado a disipar esa confusión. No todo lo


que se disfraza de amor es verdadero amor. No todo lo que parece
amor es amor adulto. Sólo hay una manera de querer como adulto,
y consiste en aceptar totalmente a otro como “tú”, como un ser
humano tan importante como “yo”. Las actitudes infantiles
consisten o bien en no aceptar totalmente al cónyuge, o bien en
absorberlo posesivamente como si el ideal fuera hacer de él otro “yo”,
en vez de ayudarlo a ser un “tú” al que yo quiero.

107
El infantilismo sexual

Por lo que toca a las relaciones sexuales en el matrimonio, hay


dos actitudes, bastante comunes, que revelan cuando menos que
uno de los cónyuges no ha alcanzado la madurez del adulto. La
primera de esas actitudes, más común en la mujer que en el
hombre, podría caracterizarse como una especie de horror a la vida
sexual. La segunda, que afecta más frecuentemente al hombre que
a la mujer, consiste en un intento oculto de reducir el amor al
contacto sexual. Ambas actitudes, aunque aparentemente opuestas,
proceden de una idea falsa del sexo y del ser humano, y las dos
conducen inevitablemente a no aceptar al cónyuge tal como es, en
su totalidad de ser humano. Inútil decir que el no aceptar al
cónyuge en su totalidad de ser humano se traduce, en la práctica,
por una incapacidad de llegar a quererlo como un “tú”, como una
persona tan importante como “yo”.

En la mujer, esta actitud infantil respecto del sexo se presenta


bajo múltiples formas, que van desde la incapacidad absoluta de
todo contacto sexual hasta la pasividad completa en el contacto
sexual. Entre esos dos extremos se sitúa toda la gama de reacciones
de repugnancia, de miedo, de asco, de angustia, o de pura
resignación ante el “mal cuarto de hora” que hay que soportar, a
querer o no, para evitar que el marido se busque otra forma de
desahogo.

Los efectos de esa actitud se dejan sentir profundamente en la


psicología de la mujer y en toda la vida conyugal. Si la mujer quiere
realmente a su marido o tiene por lo menos un resto de amor

108
propio femenino, vivirá representando constantemente una
comedia para evitar que él advierta su repugnancia. Pero esa
comedia es tan fatigosa como difícil de representar. Gran parte de
las energías de la mujer se desperdiciarán en sobreponerse a la
angustia que la sobrecoge a la sola idea del próximo contacto
sexual. Constantemente le asaltará el temor de que su marido se dé
cuenta de su drama. Inevitablemente eso irá produciendo en ella
una tensión interna, que se traducirá en la vida cotidiana por un
nerviosismo exagerado, por una susceptibilidad enfermiza, por una
sensación de opresión y de hastío. A menos de que tenga un
dominio de sí misma o encuentre en el resto de su vida conyugal y
maternal compensaciones muy hondas, el sentimiento de
frustración se irá haciendo cada vez más pronunciado y pondrá en
serio peligro la salud de sus nervios y el equilibrio de su hogar.
Naturalmente, los síntomas no son en todos los casos igualmente
graves y alarmantes; pero en todos ellos existe una limitación del
diálogo conyugal, la privación de una comunicación humana que
hubiera podido ser más profunda, más enriquecedora, más serena
y más gozosa.

En el hombre, la actitud infantil respecto del sexo reviste la


forma de una concentración exagerada en la vida sexual. Se diría
que, fuera del contacto sexual, no existe para él ninguna otra
manifestación de amor conyugal. La amistad se queda para los
amigos, el cambio de impresiones para las charlas en el café, la
galantería para las otras mujeres; el buen humor para la oficina; la
atención para los clientes; la ternura... ¡la ternura es una debilidad
de enamorados! Cuando mucho, empleará un poco de ternura más
o menos fingida para arrancar a su mujer algunas caricias, para
orientarla un poco hacia la única forma que él concibe de
comunidad conyugal: el contacto sexual. Y ese contacto será
puramente epidérmico: ninguna confidencia, ningún

109
agradecimiento, ninguna atención más que para su propio placer.
El acto del amor es para él una satisfacción personal, egoísta, en la
que una mujer participa en calidad de instrumento.

No es difícil adivinar que tal actitud del marido es


profundamente humillante para la mujer. Si ésta tiene una idea
sana y humana de las relaciones sexuales, no puede menos de
sentirse defraudada, por no decir violada. Y, si su actitud personal
respecto del sexo es ya de por sí poco madura, la actitud de su
marido no hará sino inspirarle más horror todavía por la vida
sexual. En ambos casos, un marido así destruye sistemáticamente a
su mujer y crea tensiones profundas en su vida conyugal. ¿Como
esperar que una mujer normal no se rebele contra esa actitud
infrahumana que la transforma en instrumento, contra ese amor
puramente fisiológico que sólo la desea por lo que puede significar
en términos de placer físico? Tal vez el marido encuentre en el
trabajo y en el mundo exterior compensaciones suficientes que le
hagan olvidar su profunda soledad humana. Pero su mujer tiene
menos posibilidades de encontrarlas fuera del amor conyugal. Ella
necesita sentirse amada por sí misma para existir como ser
humano. Si el marido le rehusa ese elemento esencial de su
equilibrio, la precipita casi inexorablemente a la neurastenia. Y lo
peor es que el marido dirá con una buena conciencia increíble que
quiere realmente a su esposa y que se mata trabajando por ella, y se
sentiría profundamente ofendido si alguien le revelara la
insatisfacción profunda de su mujer.

Por opuestas que parezcan estas dos actitudes de horror por la


vida sexual y de concentración en ella, las dos tienen generalmente
el mismo origen y las dos manifiestan claramente una atrofia del
desarrollo afectivo. Si la reacción del hombre es tan diferente de la
reacción de la mujer, es porque su fisiología y su psicología son

110
profundamente diferentes.

Generalmente estas dos actitudes tienen sus raíces profundas en


la infancia y son el producto de una mala educación en lo referente
al sexo y a las relaciones de éste con el amor. En efecto, sobre pocos
aspectos de la educación pesan tanto la ignorancia, el falso pudor y
el “tabú” como sobre la formación de la sexualidad. Con frecuencia,
los padres de familia, en vez de ayudar a sus hijos a formarse ideas,
juicios y actitudes correctas en materia sexual, los dejan crecer al
azar de la casualidad en este aspecto. En vez de enfrentarse
naturalmente con el problema, lo envuelven de horror y de
misterio, como si se tratara de algo vergonzoso. A las preguntas
más naturales de los niños responde con evasivas, o simplemente
se molestan y no responden. Y, cuando por casualidad se dignan
contestar, lo hacen en términos puramente fisiológicos, como si el
sexo fuera una función exclusivamente orgánica, sólo
accidentalmente relacionada con la comunicación humana del
amor. Si a esto se añade que la publicidad, el cine y los cuentos
escabrosos –de todo lo cual es imposible aislar totalmente al niño–
desligan sistemáticamente la sexualidad del amor, nada tiene de
extraño que el adolescente acabe por tener una concepción
miserable de la vida sexual, sobre todo en los casos en que no ha
visto en sus padres el ejemplo de una armonía conyugal profunda.

La niña se aterra ante la idea de un amor que, tal como lo


presiente oscuramente, la rebajaría al nivel animal, y sueña en
príncipes azules. Es su manera de evadirse de una realidad brutal.
O, si vive en un ambiente menos puritano, identifica simplemente
el amor con el placer, porque es lo que su ambiente le ha enseñado;
pero, como difícilmente le será agradable el primer contacto sexual
con su marido (o con otro hombre antes del matrimonio) por el
estado de tensión en que la pone esa situación nueva, empezará a

111
desarrollar una angustia de frustración en el amor, y esa angustia le
impedirá el placer en los contactos sucesivos. El resultado en
ambos casos es idéntico: una frustración en el acto del amor. Y la
causa es también idéntica en ambos casos: una idea falsa del amor,
como si éste sólo estuviera accidentalmente ligado al sexo, o como
si consistiera en el placer inmediato y fuera inseparable de él.

En el niño la reacción es diferente, porque su fisiología y su


psicología son distintas. A diferencia de la mujer, el hombre se
satisface ordinariamente en el contacto sexual. Por otra parte, el
aguijón del deseo, que se presenta en él más definida y
prematuramente que en la mujer, le deja menos campo a las
ilusiones sobre el sexo. Si nadie le ha hecho comprender que el
acto conyugal es parte del amor, pero que el amor no se reduce al
placer sexual, todo lo llevará a identificar el amor con su
satisfacción biológica. Una vez satisfecho, no tendrá por qué volver
a ocuparse de su mujer si no hasta que ésta le sea de nuevo
físicamente necesaria.

Es indudable que las actitudes que hemos descrito, tanto en el


hombre como en la mujer, son un síntoma evidente de falta de
madurez afectiva. Ni el uno ni la otra han logrado integrar la
sexualidad en una idea humana del amor. Para uno y otra la
sexualidad es una función exclusivamente biológica, de carácter
más o menos agradable o desagradable, pero no el comienzo –o la
plenitud– de un diálogo humano. Si, como lo veíamos en el
capítulo primero, la evolución afectiva del ser humano tiene por
fin prepararlo y abrirlo a la comunicación, la actitud del hombre o
de la mujer que se comportan ante el contacto sexual como ante
una realidad puramente fisiológica, está muy lejos de ser adulta.
Poco importa que el hombre desee ese contacto y que la mujer lo
rehuya o lo tema; los dos fracasan en el diálogo del amor por falta

112
de madurez humana, los dos se rehusan inconscientemente a
aceptar el acto sexual como una parte –sólo una parte, pero parte
esencial y enriquecedora– del diálogo total con el cónyuge.

Para corregir esta actitud infantil ante la realidad sexual habría


que empezar por corregir la falsa concepción del sexo y del ser
humano sobre la que está basada. La sexualidad, como quedó
indicado en el capítulo primero, no es una función puramente
fisiológica, como la digestión o la circulación de la sangre, sino que
tiene también un sentido esencial de la comunicación humana y
está esencialmente ligada al amor conyugal. La importancia del
acto sexual puede variar de una pareja a otra y, en una misma
pareja, de una época a otra de la vida; pero se convierte en un
problema sin solución en el momento en que los cónyuges lo aíslan
del conjunto de relaciones humanas que constituyen la vida
conyugal. Sin la intimidad física que impone la vida conyugal no
hay posibilidad de diálogo humano total entre los cónyuges porque
el amor entre un hombre y una mujer se expresa precisamente por
esa intimidad física, por esa confianza total, por ese abandono total
del uno al otro. Y, en cuanto el acto sexual deja de expresar esa
confianza y ese abandono recíprocos, se convierte en negación del
uno al otro, en soledad del uno frente al otro. En cuanto el acto
sexual deja de ser una comunicación personal y se convierte en una
función puramente fisiológica, el cuerpo se transforma en una
barrera que separa, en un simple objeto, agradable o repulsivo. Y,
por el contrario, en la medida en que el acto sexual constituye una
forma de comunicación humana, el cuerpo es el medio por el que
los cónyuges se conocen, se reconocen y se dan libremente a
conocer. Así pues, lo que hay de propiamente sexual en el amor
conyugal, toma su verdadero sentido y adquiere su equilibrio en el
conjunto del diálogo total de la vida conyugal. Tan cierto es esto
que, cuando falta esa comunicación humana en el acto sexual, se

113
establece entre los cónyuges una especie de hostilidad difusa, pero
muy real, que va impregnando y deteriorando poco a poco todas
las otras formas del diálogo conyugal.

Para corregir la actitud infantil ante la realidad sexual hay que


empezar, pues, por una revalorización del cuerpo como medio
esencial de comunicación y de intimidad humana entre los
cónyuges. Pero los efectos profundos de una mala educación sexual
no desaparecen en un día. La actitud infantil, la inmadurez afectiva,
marcan toda la psicología del ser humano, no sólo su inteligencia. Y
esa marca es a veces tan honda, tan subconsciente, que sólo es
posible ir borrándola poco a poco, con la ayuda del médico o el
psiquiatra. Ciertos casos, sobre todo tratándose de frigidez
femenina, constituyen un verdadero bloqueo de toda la
personalidad. En tales casos, no hay que vacilar en recurrir al
especialista. Pero nada podrá contribuir tanto a romper ese
bloqueo de la personalidad como una actitud adulta, comprensiva,
paciente y cariñosa del marido, sobre todo en los casos en que su
actitud anterior en las relaciones sexuales con su mujer haya sido
en parte la causa de ese bloqueo de la personalidad.

114
Los celos

Otra de las actitudes conyugales que revelan una madurez


afectiva deficiente son los celos irracionales.

Entendamos bien. Hablamos de celos irracionales y no


simplemente de celos. Todo amor verdadero es celoso. Quien ama
quiere conservar a la persona amada y su amor. En este sentido, los
celos son un sentimiento legítimo, un elemento esencial del amor.
Quien nunca ha sentido celos probablemente no ha querido nunca
a fondo. Pero entre ese sentimiento que forma parte del amor y los
celos irracionales hay un abismo.

Aquí nos estamos refiriendo a toda una actitud y no simplemente


a un sentimiento pasajero. Esa actitud se presenta cuando los celos
son el elemento central y característico del amor. La persona que
tiene esta actitud, vive, por decirlo así, obsesionada por los celos. Su
cónyuge no puede hacer ni dejar de hacer sin que ella se sienta
mordida por los celos. Su cónyuge no puede encontrar agradable a
una persona o una cosa sin que ella vea en eso una especie de
traición, sin que lo interprete como un abandono, sin que lo
considere como un peligro. Si de esa persona dependiera, su
cónyuge no existiría más que para ella, en el más estricto sentido de
la palabra. Ella se encargaría de suplir a su cónyuge en todas las
relaciones con el mundo real, de pensar por su cónyuge, de obrar
por él, de sentir por él, de vivir por él, con tal de que él sólo
existiera para ella. Pero, como es imposible vivir por otro
aislándolo totalmente, la persona celosa está continuamente en
tensión, atenta a olfatear desde lejos el menor peligro, a reducir

115
todo lo posible las actividades y las relaciones de su cónyuge. Esa
tensión dificulta y falsea constantemente las relaciones conyugales,
crea la hostilidad entre los cónyuges, y acaba por levantar entre
ellos una barrera que se va haciendo cada vez más alta y más
angustiosa. Y, a medida que el alejamiento se produce, la persona
celosa sufre más y se congela más intensamente en esa actitud que
mata el diálogo conyugal. Es un verdadero círculo vicioso, y la
persona celosa es la primera víctima. Pero ¿cómo romper el círculo
fatal?

No es difícil demostrar que la actitud de los celos es efecto, a la


vez que síntoma, de la inmadurez afectiva. Adulto desde el punto
de vista afectivo es el que es capaz de dar a las ideas, a lo gustos, a
los sentimientos y aún a los defectos de otra persona una
importancia semejante a la que da a los propios. En otras palabras,
el que es capaz de reconocer en su prójimo a una persona y no a un
títere. Y esa capacidad práctica es la que permite cualquier forma
de diálogo, particularmente el diálogo conyugal, porque para que
haya comunicación humana es preciso que haya un “yo” y un “tú”
que se reconocen y se aceptan como tales. Ahora bien, la persona
celosa desconoce sistemáticamente a su cónyuge como persona.
Cree en su propia fidelidad, pero no cree en la fidelidad de su
cónyuge; respeta sus propios gustos, pero se rebela contra los
gustos de su cónyuge, se siente capaz de enriquecerse en la acción y
en el trato con otras personas sin dejar de amar a su cónyuge, pero
no admite que éste sea capaz de hacer otro tanto. El cónyuge es,
para esa persona, una especie de juguete predilecto, como la mamá
puede serlo para el niño de dos años. La persona celosa confunde el
amor con la posesión. Ahora bien, podemos poseer un objeto, pero
es absolutamente imposible poseer a una persona. El que considera
a su cónyuge como un objeto, por falta de madurez afectiva, cree
que el ideal del amor es poseer. El ideal del amor es unir, por la

116
comunicación, siempre creciente, el “tú” y el “yo” en un “nosotros”.
Pero el nosotros estará siempre formado por un “tú” y un “yo”
individuales y diferentes, que tienen que vivir y madurar y
enriquecerse para que el “nosotros” viva y madure y se enriquezca.
Querer no es absorber a otro ni identificarse con otro; es
interesarse por otro ser humano de una manera tan intensa, tan
múltiple, tan duradera, pero también tan respetuosa, que las
posibilidades de comunicación con él se vuelven inagotables.
Mientras la persona celosa no haya entendido esto, no podrá llegar
al amor adulto.

Pero, como lo indicábamos más arriba a propósito del


infantilismo sexual, una actitud profunda no se modifica
automáticamente con sólo comprender que es una actitud infantil.
Los celos crean toda una atmósfera en la vida conyugal, y los dos
cónyuges están envueltos por igual en esa atmósfera. La
posesividad del uno ha exasperado el instinto de defensa del otro.
Las recriminaciones y las sospechas injustas del uno han
desarrollado en el otro el hábito de atacar para no verse absorbido
por su cónyuge. El desconocimiento sistemático de la dignidad y de
los gustos y de los sentimientos del cónyuge, por parte de la
persona celosa, producen una reacción semejante por parte del
otro. Y tal vez no todas las exigencias de la persona celosa son
injustificadas, tal vez no todos sus celos son igualmente
irracionales. En todo caso, la persona celosa es también una
persona y tiene derecho a que su cónyuge se interese por ella y la
tome en cuenta como tal.

Esto demuestra que no hay posibilidad de que la persona celosa


logre romper el círculo vicioso, por claro que vea, si su cónyuge no
le tiende la mano para ayudarla a madurar. Entre los dos tienen
que arrancarse de la atmósfera en la que los dos están aprisionados.

117
El “nosotros” no puede salir adelante sin el esfuerzo simultáneo del
“tu” y el “yo”. Y para realizar ese esfuerzo tienen que comunicarse
mutuamente las dificultades y compartir gozosamente los éxitos,
deben tenerse paciencia, tienen que reaprender a ceder por amor,
tienen que ponerse en la situación del otro para comprender sus
reacciones y corregir lo que hay de falso o de injusto en ellas. El
esfuerzo será seguramente muy penoso y habrá recaídas; pero en la
unión conyugal vale todos los esfuerzos, porque es la superación
por excelencia de la soledad individual.

118
Capítulo VII: Autoritarismo y
autoridad

El autoritarismo es otra de las actitudes inmaduras que suelen


encontrarse en la vida conyugal. Si le consagramos un capítulo
aparte es porque ese problema envuelve varios puntos
fundamentales de la vida conyugal: la autoridad en el matrimonio,
la libertad de la mujer y su igualdad con el hombre, y la educación
de los hijos.

Entendemos por autoritarismo la actitud tiránica del hombre que


impone sistemáticamente a su mujer sus puntos de vista, sus gustos,
sus decisiones, como si ella no tuviera en el hogar más función que
traer hijos al mundo y obedecer; en una palabra, la actitud del
macho dominador. Lo que caracteriza esta actitud no es la
brutalidad del hombre con su mujer, sino el sentimiento de
superioridad absoluta del hombre respecto de ella. Hay maridos
que no gritan nunca a su mujer, y sin embargo son perfectamente
tiránicos. Su actitud con su mujer recuerda la del amo con el perro:
puede éste mimarlo, puede tenerle cariño y divertirse con él; pero
jamás le preguntará su parecer, jamás lo tendrá en cuenta en sus
decisiones, jamás lo considerará ni remotamente como igual. El
otro es el perro y él es el amo.

Por absurdo que parezca, en ciertos círculos sociales no son raros


los hombres que proceden así y se creen modelos de amor
conyugal. ¿Acaso la Iglesia no ha defendido siempre la autoridad
del marido y la sumisión de la mujer?

119
No perdemos el tiempo en demostrar que tal actitud no sólo es
inmadura desde el punto de vista afectivo, puesto que corta de raíz
toda posibilidad de comunicación humana entre los cónyuges, sino
que tiene muy poco que ver con el verdadero amor conyugal. Lo
importante es poner los puntos sobre la íes, porque bajo esta actitud
se oculta una enorme confusión de ideas. Y hay que notar de paso
que la rebelión de la mujer contra toda forma de autoridad
conyugal, por explicable que sea como reacción, sufre igualmente
de una lamentable confusión de ideas, que también nos esforzamos
por aclarar.

120
Autoridad y libertad

En el mundo en que vivimos, la autoridad no está de moda y en


cambio la libertad es el último grito de la moda. En nombre de la
libertad –de la libertad de la persona humana, como decimos para
darnos más importancia–, nos rebelamos contra la autoridad.
Queremos paz y comprensión y armonía entre los hombres; pero a
base de igualdad, no de autoridad; a base de libertad, no de
imposición. Esto se aplica particularmente al matrimonio, que es
una forma de sociedad fundada en el amor y, por consiguiente, en
el respeto mutuo de la libertad. En el matrimonio –imaginamos– la
autoridad no tiene absolutamente nada qué hacer.

En este razonamiento intervienen varios elementos: la sociedad,


la libertad, la igualdad, la armonía y la autoridad. De estos cinco
elementos conservamos los cuatro primeros y nos rebelamos
contra la autoridad. ¿Por qué? Porque nos parece enemiga de la
libertad individual y de la igualdad entre los miembros de la
sociedad, y porque la consideramos como un medio injusto de
establecer la armonía entre los miembros de la sociedad.

Esto parece razonable a primera vista. Veamos si lo es en


realidad.

Olvidemos por un momento la sociedad matrimonial, que por


fundarse naturalmente en el amor tiene un carácter especial, y
estudiemos el problema en la sociedad en general. Toda sociedad
es una reunión estable de individuos libres que tienden al mismo
fin. Así por ejemplo, la sociedad protectora de animales consiste en

121
un conjunto de personas que, por un motivo o por otro, quieren
defender a los animales. Todas esas personas son libres, todas son
iguales y todas se reúnen porque a todas les interesa defender a los
animales. En el momento de asociarse, esas personas se ponen de
acuerdo sobre los medios de conseguir el fin que pretenden: para
contribuir a los gastos de administración todas van a pagar 10 pesos
mensuales; cada una de ellas se compromete a asistir a una reunión
semanal, a pronunciar cada año un discurso en defensa de los
animales, etcétera. Es evidente que, al aceptar esas obligaciones,
dichas personas aceptan libremente una limitación de su libertad
individual: la noche de la junta mensual no podrán ir al cine,
aunque tengan ganas; tampoco podrán emplear en caramelos los 10
pesos que tienen que pagar mensualmente. ¿Han dejado por eso de
ser libres? Depende de lo que se entienda por libertad. Si por la
libertad se entiende el poder de disponer de sí mismo con el objeto
de obtener el bien que se desea, esas personas no han dejado de ser
libres, puesto que se han sometido libremente a las reglas de la
sociedad para realizar su deseo de proteger a los animales. En
cambio, si lo que se entiende por libertad es el hecho de no
comprometerse nunca a nada para poder disponer de sí mismo, es
claro que los miembros de la sociedad protectora de animales han
dejado de ser libres, puesto que han aceptado determinados
compromisos. Pero esta última manera de concebir la libertad es
absurda. La libertad es un medio, no un fin. No se es libre para
poder disponer de sí mismo, sino que tenemos el poder de
disponer de nosotros mismos para elegir libremente el bien que
nos parezca más deseable y para aceptar libremente los medios que
sean necesarios a fin de conseguir el bien que hemos elegido.

Como esta idea es muy importante, conviene insistir en que


quede perfectamente clara. Fijémonos en el caso del hombre que
no ingresa en la sociedad protectora de animales porque no quiere

122
aceptar ningún compromiso, dizque para seguir siendo libre. El día
en que los miembros de la sociedad protectora de animales van a la
junta semanal, él decide ir al cine. Es su manera de demostrarse que
él es más libre que los miembros de la sociedad protectora de
animales, porque no tiene ningún compromiso. Pero resulta que el
cine está situado a cinco calles de distancia de su casa. Es evidente
que, si ese señor no recorre las cinco calles, no verá la película que
quiere ver. Si el pobre señor imagina que la libertad consiste en no
someterse a ninguna exigencia para poder disponer de sí mismo,
no se someterá a la condición de recorrer las cinco calles, pero
tampoco verá la película de la que tenía ganas. Y, si aplica a todas
sus actividades su teoría de la libertad, jamás hará nada. Siempre
podrá disponer de sí mismo; pero jamás dispondrá de sí mismo,
porque para obtener el bien que ha elegido libremente tienen
forzosamente que poner los medios necesarios para conseguir ese
bien, y el infeliz cree que eso es perder la libertad.

Esto demuestra claramente que la libertad no es un fin en sí


misma y que no tiene ningún sentido si se la considera aislada de su
fin. La libertad es una manera de tender a un fin. El animal no es libre,
porque sus diferentes instintos le fijan todos sus fines. El hombre es
libre, porque es capaz de escoger entre diversos fines y porque es
capaz de poner libremente los medios necesarios para conseguir el
bien que se ha fijado como fin. Yo soy libre porque puedo escoger
entre proteger a los animales, o no hacerlo según que ese fin me
parezca suficientemente deseable como para que yo le consagre mi
actividad, o no. Soy libre porque puedo elegir entre proteger a los
animales como miembro de la sociedad encargada de hacerlo, o
simplemente protegerlos por mi cuenta y riesgo, porque esto
último me parece mejor para mí. Supongamos que haya yo
escogido lo segundo: voy a proteger a los animales por mi cuenta.
Para obtener ese fin tengo que poner algún medio: por ejemplo,

123
escribir en los periódicos en defensa de los animales. Si no pongo
ningún medio, no obtengo el bien que libremente me he
propuesto. Y, si me imagino que por estar obligado a poner los
medios para conseguir el fin he dejado de ser libre, tengo una idea
falsa de la libertad, porque ésta se ejercita precisamente consiguiendo el
fin que me he propuesto. En otras palabras, la libertad sólo tiene
sentido considerándola en relación con el bien que se quiere
obtener, y todo ejercicio de la libertad impone forzosamente el
aceptar ciertos medios para obtener ese bien. El que se siente
menos libre por eso está tan enfermo de la cabeza como el que se
siente menos libre porque tiene forzosamente que recorrer las
cinco calles que separan su casa del cine para ver la película que le
interesa.

Esto dicho, prosigamos el análisis que habíamos comenzado


acerca del funcionamiento de la sociedad. Nuestro ejemplo era la
sociedad protectora de animales. Los miembros fundadores habían
aceptado de buena gana determinados compromisos con miras a
obtener el fin o bien común, que era la protección de los animales.
Uno de esos compromisos, según habíamos dicho, era el de asistir a
una junta semanal. Pero resulta que desde las primeras juntas caen
en la cuenta de que es imposible conservar la armonía entre los
miembros y tender eficazmente al fin que se han propuesto, si no
eligen una autoridad. En efecto, ya en las primeras juntas todos
quieren hablar al mismo tiempo, todos defienden violentamente
sus propias ideas sobre la protección de los animales, todos
consideran que los medios que ellos proponen son mejores que los
que proponen los otros, etcétera. Finalmente se rinden a la
evidencia y eligen a un presidente, especificando que le dan
autoridad para dirigir las discusiones, para nombrar al orador que
tiene que pronunciar el discurso anual de la sociedad, para decidir
en última instancia en los casos en que haya empate en las

124
votaciones, y para expulsar de la sociedad a los miembros que no se
sujeten al reglamento.

Como se ve, la autoridad es, en una sociedad, el medio necesario para


establecer la armonía entre los miembros y para tender eficazmente al fin
que todos los miembros pretenden. Y precisamente porque es sólo un
medio, la autoridad sólo tiene sentido en cuanto contribuye a
conservar la armonía entre los miembros y a tender eficazmente al
fin de la sociedad. Entre otras palabras, la autoridad está siempre
limitada por los fines a los que está encaminada. En el momento en que
el presidente de la sociedad protectora de animales tratara de
valerse de su autoridad para imponer a los miembros sus ideas
políticas, éstos se rebelarían con razón, porque el presidente de la
sociedad protectora de animales no tiene autoridad para eso. Tal
abuso de la autoridad sería un ejemplo de autoritarismo, que
consiste precisamente en tratar de imponerse injustamente en
aquello en que no se tienen autoridad. El autoritarismo es siempre un
empleo abusivo de la autoridad, que trae como consecuencia la
desarmonía en la sociedad y constituye un obstáculo para obtener
su fin. Quien comete un abuso de autoridad no sólo no gana
autoridad, sino que la pierde.

Pero supongamos que el presidente de la sociedad protectora de


animales es un buen presidente. Su autoridad no sólo no estorba a
la armonía entre los miembros y a la consecución de su fin común,
sino que las favorece. Su autoridad no lo hace superior a los otros
miembros, simplemente le confiere una función diferente de la de
los otros miembros; en tanto que éstos sirven al fin de la sociedad
sometiéndose a la autoridad, el presidente sirve al mismo fin
ejerciendo la autoridad. La autoridad no afecta en lo más mínimo
la igualdad de los miembros de una sociedad; lo único que hace es
diversificar las funciones de los miembros con el objeto de

125
favorecer la obtención del fin que todos pretenden. La autoridad es
una manera de servir al bien común, y la sumisión a la justa
autoridad es otra manera de servir al mismo bien común. Y, como
el fin que pretende el que se somete a la autoridad y el que la ejerce
es el mismo, los dos salen ganando. La autoridad justa y la sumisión
justa son dos funciones diferentes y complementarias, desempeñadas
por miembros iguales de una sociedad. El rey y el último campesino
son dos miembros iguales de la misma sociedad, aunque las
funciones que ejerzan en ella sean diferentes. Los dos se prestan
mutuamente un servicio, ya que ambos trabajan por el bien común
que los dos quieren y del que los dos participan.

La autoridad tampoco suprime la libertad de los miembros.


Según quedó explicado arriba, la libertad consiste en la libre
elección de un fin y en la libre aceptación de los medios necesarios
para conseguir ese fin. Cuando se trata de un fin común a varias
personas, como sucede en toda sociedad, uno de los medios
necesarios es la autoridad. Por consiguiente, la autoridad, que está
precisamente encaminada al bien común y limitada por éste, no
sólo no suprime la libertad, sino que constituye la manera de
ejercitarla. Exactamente como para el señor que vive a cinco calles
del cine y quiere ir a ver una película, el recorrer las cinco calles no
es una supresión de la libertad, sino una manera de ejercitar su
libertad para obtener el bien que libremente ha elegido. Porque la
libertad se realiza obteniendo el fin libremente deseado, como
posibilidad de caminar se realiza caminando.

Estas consideraciones eran necesarias para juzgar correctamente


la actitud de los que, creyéndonos muy modernos, nos rebelamos
contra la autoridad dizque en nombre de la libertad de la persona
humana y pretendemos querer la armonía entre los hombres a
base de igualdad, no de autoridad, a base de libertad, no de

126
imposición. Quien ha entendido realmente que la autoridad es una
función necesaria en toda sociedad, que sin autoridad no hay
armonía posible en una asociación estable, que la autoridad no
implica la desigualdad de los miembros sino simplemente la
diferencia de funciones encaminadas al mismo fin común, y por
último que la sumisión a la autoridad es una manera de ejercer la
libertad para obtener el bien elegido, comprenderá sin dificultad
todo lo que hay de absurdo en la actitud que acabamos de indicar.

Pero, si esa actitud es tan absurda, ¿por qué en el mundo actual


reaccionamos tan violentamente ante la autoridad? Por dos
razones. En primer lugar, porque los que tienen la función de
ejercer la autoridad abusan con frecuencia de su función y caen en
el autoritarismo. La autoridad sólo es justa en cuanto sirve para,
mantener la armonía entre los miembros de una sociedad y contribuye
eficazmente a conseguir el fin que pretenden sus miembros. Todo lo
demás es autoritarismo y limita injustamente la libertad de los
miembros. Nada más natural que, en una época en que hemos
tomado más conciencia del valor de la libertad, tendamos a
reaccionar violentamente contra las formas de autoridad que
abusaron del espíritu de sumisión de otras épocas. La reacción
contra el abuso de autoridad es justa, porque tal abuso limita
injustamente nuestra libertad. Pero la reacción contra la justa
autoridad es tonta, porque tal autoridad es la condición del
ejercicio de nuestra libertad en cualquier forma de sociedad. La
segunda razón por la que nos rebelamos tontamente contra la
autoridad en general es que confundimos la libertad con la
indisciplina, siendo así que sin disciplina no hay libertad posible.
Como veíamos arriba, la libertad no es simplemente la posibilidad
de elegir entre varios bienes, sino también la capacidad de tender
eficazmente a obtener el bien elegido. No sólo soy libre porque
escojo ir al cine en vez de ir a una junta, sino porque soy capaz de

127
poner los medios eficaces para ir al cine. ¿De qué me sirve escoger
ir al cine, si no estoy dispuesto a recorrer las cinco calles que me
separan de él? Escoger realmente un bien es estar dispuesto a poner
los medios para obtenerlo. La disciplina consiste en aceptar los
medios para obtener el fin. Cuando el medio eficaz es recorrer
cinco calles, la disciplina consiste en someterse a esa condición
necesaria. Cuando el medio es obedecer una orden, la disciplina
consiste en someterse a esa condición necesaria. El hecho de que en
un caso la condición provenga de la naturaleza de las cosas y en
otro de la naturaleza de la sociedad no modifica mi libertad. Tan
libre soy en un caso como en el otro. Y tan necesaria me es la
disciplina en uno como en otro. Por consiguiente, quien confunde
la libertad con la indisciplina, con la rebelión, no tiene idea de lo
que es la libertad. Y eso es lo que nos sucede cuando nos rebelamos
sistemáticamente contra la autoridad. Los rebeldes sin causa son
niños sin libertad, aunque parezcan adultos libres por fuera.

128
Autoridad y libertad en el matrimonio

Este largo preámbulo nos permite abordar con ideas claras la


cuestión de la autoridad en el matrimonio. Habrá que determinar,
desde luego, si en el matrimonio uno de los cónyuges tiene
autoridad propiamente dicha sobre el otro y hasta dónde se
extiende esa autoridad, en caso de que exista. Pero, si el lector se ha
tomado el trabajo de leer con atención las páginas precedentes,
sabrá ya dos cosas: que la autoridad conyugal no tiene nada que ver con
el autoritarismo (ya que éste consiste precisamente en un abuso de
autoridad), y que la autoridad conyugal no puede lesionar ni la igualdad
de los cónyuges [ya que toda autoridad supone la igualdad de las
personas y sólo corresponde a la diversidad de las funciones], ni la
libertad de los cónyuges [ya que toda autoridad tiene por fin favorecer
la obtención del bien común que los miembros han elegido
libremente]. En tales condiciones, todo sentimiento de
superioridad o de inferioridad es el producto de un complejo
absurdo y no puede dejar de ser nocivo al diálogo total de los
cónyuges y al ambiente familiar en general.

Pero ¿existen realmente una autoridad en la sociedad conyugal?


¿Por qué? ¿En quién reside? ¿Qué objeto tiene? Ese es el verdadero
problema.

Empezar por decir que es un hecho histórico que la mujer ha


vivido sometida al hombre durante siglos de siglos, o que la Iglesia
ha defendido siempre la autoridad del hombre y la sumisión de la
mujer, sería enfocar mal el problema. También es un hecho
histórico que el hombre vivió durante siglos de siglos en las

129
cavernas, y eso no significa que el hombre haya estado destinado
por naturaleza a vivir en las cavernas. En cuanto a la mentalidad de
la Iglesia, que precisaremos más abajo, podría alegarse igualmente
que ella no hizo sino plegarse a las condiciones históricas que
encontró, en las que la autoridad del hombre y la sumisión de la
mujer era un hecho que no se discutía. Lo importante es saber si en
la psicología misma del hombre y de la mujer, que son seres
destinados a unirse y a completarse en todos los planos, hay una
complementaridad del tipo autoridad-sumisión precisamente por
razón de sus funciones diferentes, como hay una
complementaridad de tipo anatómico y fisiológico.

Los mitos de la superioridad física e intelectual del hombre sobre


la mujer van desapareciendo, felizmente. Hoy día sabemos que, si
el hombre es físicamente más fuerte que la mujer, ésta tiene mayor
resistencia al dolor. En cuanto al nivel de inteligencia del hombre y
de la mujer, las pruebas han revelado que el cociente intelectual de
los dos sexos es prácticamente el mismo. La mujer no es inferior al
hombre ni en lo físico ni en lo intelectual. Tratar de fundar la
autoridad del hombre en su pretendida superioridad sobre la mujer
es simplemente una tontería.

Desde el punto de vista psicológico, en cambio, es un hecho


comprobado que la mujer sólo llega a la plenitud de su femineidad
cuando se siente protegida por el hombre, y que éste a su vez tiene
necesidad de proteger a la mujer para llegar a su pleno equilibrio.
Otra manera de expresar esto mismo consiste en decir que la mujer
es naturalmente más pudorosa, más tierna, más pasiva, y que eso la
lleva instintivamente a buscar un apoyo en la agresividad mayor
del hombre, y que éste a su vez busca instintivamente su equilibrio
poniendo su agresividad masculina al servicio de la ternura, del
pudor y de la delicadeza de la mujer. Ni el más furibundo

130
feminismo[5] puede negar que la actitud normal del hombre y la
mujer en la corte amorosa es diferente y complementaria: en tanto
que la mujer trata instintivamente de ser conquistada por el
hombre, éste toma instintivamente una actitud más activa;
mientras que la mujer tiende espontáneamente a hacerse dulce,
delicada, pequeña y frágil como para excitar el instinto de
protección del hombre, éste tiende a deslumbrar a la mujer
realizando ante los ojos de ella prodigios de valor, acometividad,
fuerza física y moral, o contándole que los ha realizado... Lo
curioso es que la mujer se sabe más fuerte cuanto más delicada se
muestra, porque prevé instintivamente que su aparente debilidad
es la mejor manera de conseguir que el hombre ponga su fuerza a
su servicio; y el hombre se vuelve tanto más protector respecto de
la mujer cuanto ésta le parece más frágil y delicada. Por eso en la
corte amorosa no hay vencedor ni vencido: porque la agresividad
del hombre se convierte en instinto de protección hacia la mujer, y
la delicadeza de ésta se transforma en arma para convertir al
hombre en protector. El hombre y la mujer proceden
espontáneamente así, sin que nadie se los haya enseñado, porque
ese autoritarismo está inscrito en lo más profundo de la psicología
de ambos. ¿Se puede decir que la mujer es inferior al hombre
cuando sabe lograr que éste transforme respecto de ella toda su
agresividad en necesidad de proteger? ¿Se puede decir que el
hombre es superior a la mujer cuando tiene absoluta necesidad de
la delicadeza de ella para encontrar su equilibrio protegiéndola?

En el amor conyugal no hay superioridad ni inferioridad. Hay


simplemente dos seres humanos iguales, pero de anatomía,
fisiología y psicología diferentes, que se completan mutuamente.
La mujer casada que no encuentra protección en su marido se
siente siempre algo frustrada; lo mismo puede decirse del hombre
que no ha podido o no ha sabido proteger a su mujer.

131
Esta diferencia complementaria de la psicología masculina y
femenina indica vagamente que el papel de la mujer consiste en
triunfar sabiendo dejarse proteger, y el papel del marido consiste
en triunfar protegiendo a su mujer. Pero el elemento que, a mi
modo de ver, define claramente la necesidad de la autoridad
amorosa y protectora del marido y de la sumisión amorosa y
flexible de la mujer es el hijo. Y en este punto cedo la palabra a un
especialista en psicología:
“Todos los psicoanalistas han subrayado hasta qué grado deja
una huella imperecedera en el niño el clima creado por las
relaciones de valor, de jerarquía, de autoridad y de libertad que
reina entre los padres.

El equilibrio afectivo del niño depende del equilibrio afectivo


del medio en que se educa: las madres autoritarias y los padres
dictadores pueden arruinar definitivamente el porvenir afectivo
de sus hijos. Y quien reconoce que ese clima de equilibrio
depende de la solución del problema de la autoridad en los
padres, no puede negar la importancia psicológica que tiene
cierta estructura social de la familia. Así pues, cuando el hombre
deja de ser hombre y falla en su función de autoridad, cuando la
mujer, deja de aceptarse como mujer, se produce una anarquía
que pone en peligro el porvenir del niño”[6].

Estas palabras son graves y no pueden menos de hacer que


reflexionar a los cónyuges sobre el problema de la autoridad
conyugal. Lo que revela sin lugar a dudas la necesidad de la
autoridad del hombre en el hogar es el hijo. Si el hombre y la mujer
no se prolongaran en la obra común, que es el hijo, podrían tal vez
soñar en una armonía de amor en la que no interviniera para nada
la autoridad. Pero la familia es una verdadera sociedad y la

132
principal escuela del niño. Si en esa sociedad falla la autoridad del
jefe, el niño carece de un elemento que le es esencial para su
desarrollo afectivo normal. Si el padre es un tirano autoritario, o si
la madre es la que domina autoritariamente al padre, el hijo corre
graves riesgos. Sólo una autoridad verdadera del padre, una
autoridad que se ejerce amorosamente y a la que la mujer se
someta amorosamente, puede crear en el hogar el clima del que el
niño tiene absoluta necesidad para su equilibrio afectivo.

Así pues, la autoridad del marido no es una impostura inventada


por la Iglesia o por los hombres para perpetuar la esclavitud de la
mujer, sino un dato inscrito en la psicología de los cónyuges y en la
naturaleza misma de la sociedad familiar. Porque el hombre y la
mujer tienen funciones diferentes, su psicología es diferente, sin
que eso indique superioridad ninguna del uno sobre el otro.
Discutir sobre la superioridad del hombre o de la mujer es tan
absurdo como discutir sobre la superioridad del cerebro respecto al
corazón en el cuerpo humano. Los dos son órganos esenciales y los
dos tiene una función diferente. Por eso el corazón no tiene la
forma del cerebro y éste no funciona del mismo modo que el
corazón.

Si la idea de la autoridad del marido es tan poco popular


actualmente entre las mujeres, ello se debe a diversas causas. En
primer lugar, al abuso que los maridos han hecho –y tratan de
seguir haciendo en muchos casos– de su autoridad. Hay maridos
que creen que su autoridad les da derecho a todo y que convierten
a su mujer en esclava. No les vendría mal reflexionar sobre lo que
dijimos acerca de la autoridad en la primera parte de este capítulo.
La autoridad no es una forma de superioridad, sino una función, un
servicio prestado a la causa común, que en el caso del matrimonio es
precisamente el amor entre los cónyuges y la educación de los

133
hijos. La autoridad del marido sólo tiene sentido en cuanto
contribuye a unirlo más íntimamente a su mujer, como su
protector natural, y a crear un clima de equilibrio afectivo para el
desarrollo de sus hijos. Y ni el amor de la mujer, ni el equilibrio
afectivo de los hijos pueden crecer normalmente cuando el marido
cae en el abuso de su autoridad, o cuando la ejerce sin discreción y
sin amor. La segunda razón por la que las mujeres se rehusan a
aceptar la idea de la autoridad del marido es que les parece que la
autoridad suprime la igualdad y limita su libertad. No les vendría
mal recordar que la autoridad no se basa en la desigualdad de las
personas, sino en la diferencia de funciones y que la función de la
mujer consiste en triunfar sabiendo dejarse proteger. Cumpliendo
esa función no sólo encuentra su propio equilibrio, porque su
psicología femenina está orientada naturalmente hacia esa función,
sino que contribuye con un elemento esencial al equilibrio afectivo
de sus hijos, ya que éstos no pueden formarse una idea completa de
lo que es la autoridad amorosa del padre sin el complemento de la
sumisión amorosa de la madre. En cuanto a la libertad, como lo
dijimos arriba, sólo la pierde quien no sabe someterse a la
autoridad justa, porque se priva del bien libremente elegido, que es
precisamente la unión total con su cónyuge. Finalmente, la tercera
razón por la que las mujeres –y no sólo las mujeres, sino también
los maridos bien intencionados– se rebelan contra la idea de la
autoridad en el matrimonio, es porque imaginan que la autoridad
está reñida con el amor. Eso es perfectamente falso. Lo que esta
reñido con el amor conyugal es el abuso de autoridad, o la
autoridad ejercida sin amor. Pero hay una manera amorosa de
ejercer la autoridad, que satisface precisamente la necesidad de
protección que tiene la mujer y suscita espontáneamente en ella
una forma amorosa de sumisión. Tal autoridad no sólo no es
nociva al amor conyugal, sino que constituye uno de sus rasgos
característicos.

134
Algunos lectores encontrarían sin duda interesante que
hiciéramos aquí un catecismo de preguntas y respuestas sobre lo
que es autoridad justa del marido y lo que es autoritarismo, sobre
lo que es libertad justa de la mujer y lo que es rebelión infantil.
Pero plantear así el problema sería falsearlo. La autoridad conyugal
no puede sobrevivir sin el amor conyugal. Donde no hay amor
siempre habrá abusos y rebeliones de las dos partes, porque el
matrimonio no está basado sobre la pura justicia sino sobre el
amor. Y donde hay verdadero amor e ideas claras sobre la
autoridad conyugal, que no tiene más fin que desarrollar el amor
entre los cónyuges y crear el clima de autoridad amorosa que
necesitan los hijos para su equilibrio humano, los cónyuges no
vivirán defendiendo o discutiendo la autoridad. En otras palabras,
sólo el amor y el respeto mutuo de la libertad y de la personalidad
del otro, permiten descubrir a cada pareja su fórmula propia. Y sólo
cuando, gracias al amor, el padre y la madre se sitúan
espontáneamente en sus funciones respectivas, encuentran los hijos
ese clima de autoridad realizada en la igualdad, en la libertad y en
la armonía, que es la aspiración de toda sociedad y particularmente
de la sociedad familiar.

135
La Iglesia y la autoridad conyugal

Finalmente, para acabar de disipar las confusiones que existen en


esta materia, digamos dos palabras sobre el pensamiento de la
Iglesia acerca de la autoridad conyugal.

Se le han colgado a la Iglesia mucho santos ajenos. Se ha dicho


que la Iglesia se opone a la promoción moderna de la mujer, que la
Iglesia niega en la práctica la igualdad entre el hombre y la mujer,
que la Iglesia quiere la sumisión incondicional de la mujer al
hombre, que la Iglesia es el último reducto del autoritarismo de los
hombres, etcétera. ¿Cuál es realmente la doctrina y la actitud de la
Iglesia?

La Iglesia nació en una sociedad ya hecha, en la que la mujer


vivía prácticamente esclavizada al hombre y confinada en el hogar.
La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión hacer la revolución
social, aunque muchos aspectos de la verdad, cuya custodia le
confió Cristo, puedan ser revolucionarios en determinada sociedad
o en determinada época. Así pues, la Iglesia no se propuso hacer
una revolución social para liberar a la mujer. Simplemente, fiel a su
misión, defendió los dos aspectos de la verdad que tenía relación
con el problema humano y social de la mujer, a saber: la igualdad
esencial del hombre y la mujer, y la autoridad del marido en la
sociedad conyugal. El primer aspecto favorecía claramente la
liberación social de la mujer, y con el tiempo –ayudado por
corrientes históricas de las que la Iglesia nunca ha reclamado la
paternidad– había de producir sus frutos. El segundo aspecto, o sea
la autoridad del marido en la sociedad conyugal, no era

136
aparentemente favorable a la promoción de la mujer, y es un hecho
histórico que muchos cristianos y no cristianos han empleado el
argumento de la autoridad del marido para impedir o retardar la
justa promoción de la mujer. Pero ese abuso no podía ser una razón
para que la Iglesia suprimiera un aspecto de la verdad cuya
custodia había recibido. La Iglesia siguió defendiendo la autoridad
del marido en la sociedad conyugal, pero entendiéndola como una
autoridad de amor, a la que corresponde de parte de la mujer una
sumisión de amor. Quien quiera convencerse de ello no tiene más
que leer la epístola de la Misa del matrimonio, en la que san Pablo
insiste por igual en la sumisión de la mujer al marido y en el amor
del marido a la mujer: “Como la Iglesia depende de Cristo, así debe
depender la mujer del marido. Hombres, amen a su mujer como
Cristo ha amado a la Iglesia”.

Como se ve, la Iglesia no separó nunca la autoridad del amor en


la sociedad conyugal. En la doctrina de la Iglesia la autoridad del
marido es tan inconcebible sin el amor, como lo es la sumisión de
la mujer sin el amor. Y el hecho de que muchos no hayan sabido
entender correctamente esa doctrina no la cambia.

Si la Iglesia hubiera adoptado la actitud del feminismo


exagerado, habría suprimido la idea de la autoridad del marido y se
habría congraciado a los autores de la revolución feminista de
nuestro siglo. Pero habría sacrificado no sólo una parte de su
mensaje, sino también un valor humano. La psicología empieza a
reconocer que el niño tiene necesidad de la autoridad amorosa del
padre para su equilibrio afectivo.

Con estos datos, volvamos sobre las acusaciones que se han hecho
a la Iglesia en esta materia.

137
¿La Iglesia se opone a la promoción moderna de la mujer? No.
Simplemente se opone a que la mujer, deslumbrada por el
feminismo, se niegue a aceptarse como mujer y pierda el sentido
de sí misma y de su función.

¿La Iglesia niega en la práctica la igualdad entre el hombre y la


mujer? Lo que niega la Iglesia es que sean idénticos, no que sean
iguales. “Dios los creó hombre y mujer”. Lo que niega la Iglesia es
que la igualdad esté reñida con la autoridad del marido, con tal de
que marido y mujer vivan su función respectivamente amándose
como Cristo ha amado a la Iglesia y como la Iglesia ha amado a
Cristo.

¿La Iglesia quiere la sumisión incondicional de la mujer al


hombre? Eso equivaldría a decir que la Iglesia no distingue entre
autoridad y autoritarismo, cosa que no concuerda de ningún modo
con la autoridad de amor que la Iglesia defiende en la sociedad
conyugal.

¿La Iglesia es el último reducto del autoritarismo del marido? Es


un hecho que muchos maridos “cristianos” abusan de su autoridad.
La Iglesia reprueba tales abusos, como reprueba el abuso contrario
de negar la necesidad de la autoridad del marido en la vida
conyugal. Y precisamente gracias a eso ha salvado un valor humano
esencial a la familia, como los psicólogos empiezan a comprobarlo.

138
III. HACIA EL AMOR ADULTO

139
Capítulo VIII: Armonía conyugal y
reflexión conyugal

La forma de felicidad a la que aspiran los cónyuges adultos


consiste concretamente en la armonía de sus relaciones. Porque son
adultos, no sueñan con una felicidad de cuento, en la que no hay
penas, ni dificultades, ni esfuerzo. Pero, también porque son
adultos, saben que el esfuerzo es capaz de superar muchas
dificultades y que las penas no son un escollo que destroza
fatalmente la felicidad conyugal. Dicho de otro modo, las
dificultades y las penas forman parte de la trama de la vida
humana, de suerte que se necesita ser muy ingenuo para soñar que
no las habrá en la vida conyugal; pero, por otra parte, las penas y
dificultades no están reñidas con la verdadera felicidad conyugal,
tal como la entiende un ser humano adulto, porque ésta consiste
fundamentalmente en la armonía de las relaciones conyugales. Las
parejas que llegan a la armonía profunda son felices, a pesar de
todo; y las que no alcanzan esa armonía son infelices, por más que
la vida parezca sonreírles.

Así pues, el camino hacia el diálogo total es concretamente un


progreso constante en la armonía conyugal. Por eso vamos a
dedicar la tercera parte de este libro a reflexionar sobre el tema de
la armonía conyugal. ¿En qué consiste? ¿Qué pueden hacer los
cónyuges para alcanzarla? ¿Cómo se plantea concretamente el
problema en la vida cotidiana?

140
La verdadera armonía

El lector puede encontrar un tanto extraño que empecemos por


tratar de determinar en qué consiste la verdadera armonía. ¿Para
qué meterse en enredos, puesto que todo el mundo está de acuerdo
en que la verdadera armonía consiste en entenderse bien?

En efecto, la verdadera armonía consiste en entenderse bien.


Pero ¿qué es entenderse bien? Hay quienes creen que entenderse
bien consiste en que los dos cónyuges piensen exactamente del
mismo modo, se interesen igualmente por las mismas cosas, y
compartan el mayor número posible de actividades. Otros parecen
creer que la armonía en el matrimonio consiste en que el más
fuerte se imponga y el más débil ceda, de modo que no haya pleito,
o en que los dos cónyuges se independicen entre sí lo más posible
para evitar todo conflicto. En realidad, todas estas maneras
simplistas de concebir la armonía conyugal tienen algo de
verdadero y mucho de falso. Lo verdadero es que todas suponen
que la armonía consiste en un acuerdo entre los cónyuges. Lo falso
es que la primera fórmula confunde el acuerdo con la uniformidad,
la segunda lo confunde con una imposición, y la tercera con un
compromiso.

Esa confusión de ideas no tendría mucha importancia, si no


produjera efectos desastrosos en la práctica. Pero el hecho es que
los produce. Supongamos un matrimonio que imagina que la
armonía consiste en la uniformidad absoluta. Eso quiere decir que
lo que a él le gusta o le disgusta, a ella tiene que gustarle o
disgustarle, y viceversa. Pero resulta que dos seres humanos, por

141
mucho que se quieran, no son nunca iguales, de modo que a él le
gustarán los toros y a ella la música, él será muy sociable y ella
menos sociable, ella querrá tener cinco hijos y él sólo tres, etcétera.
La uniformidad entre dos seres humanos es absolutamente
imposible. Más aún, aunque fuera posible, sería indeseable, porque
el amor no sólo se funda en las semejanzas que existen entre los
cónyuges, sino también en las diferencias. Yo no sólo quiero a mi
mujer porque es como yo, sino también porque no es como yo. Si
mi mujer y yo llegáramos a ser idénticos, sería el aburrimiento
perfecto. Además, ¿qué quiere decir eso de ser iguales? ¿Que a mí
dejen de gustarme los toros y a ella deje de gustarle la música? Sería
una lástima, porque yo estoy encantado de que a mi mujer le guste
la música, aunque yo no tenga el menor oído musical, y no tengo
ningunas ganas de que los toros dejen de gustarme. ¿Ser iguales
significa que a ella tienen que empezar a gustarle los toros y a mí la
música? Pues reconozco que es absolutamente imposible, porque
mi mujer tiene un horror instintivo por la sangre (lo que ella llama
la brutalidad del espectáculo y la vulgaridad de los gritos que se
oyen en él), y yo de plano no tengo oído musical, como acabo de
decirlo; aunque viviera 100 años, no llegaría a atraerme la música.
Y, sin embargo, mi mujer y yo nos entendemos bien sin ser iguales.
En cambio, hay muchas parejas que por tratar de llegar a ser iguales
acaban por no entenderse, precisamente porque es absurdo tratar
de ser iguales, y ese juego absurdo resulta a la larga cansado y
desesperante. Pancho y Maruca empezaron el matrimonio tratando
de ser iguales en todo; pero, como son sensatos, pronto se dieron
cuenta de que esa comedia imposible estaba falseando todas sus
relaciones. Ahora Pancho es Pancho y Maruca es Maruca, y se
quieren como son y se entienden perfectamente. La verdadera
armonía conyugal no consiste en la uniformidad. ¡Dios nos libre! Y
tender a ese ideal falso es siempre peligroso en la práctica.

142
No menos peligrosa es la idea de que, puesto que la armonía
consiste en el acuerdo entre los cónyuges, es posible obtenerla
mediante la imposición del más fuerte y la sumisión del más débil
de los cónyuges. Es cierto que hay matrimonios que funcionan así:
él impone la ley y ellas se somete, o viceversa. Más aún, es cierto
que hay matrimonios en los que la imposición del uno y la
sumisión del otro son tales que jamás hay un pleito entre los
cónyuges. Lo que me parece muy discutible es que pueda decirse
que en esos matrimonio hay armonía. El débil puede verse
obligado a ceder ante el fuerte; pero el resentimiento creado por
esa situación inhumana se va acumulando, y no es difícil que estalle
algún día. Un ser humano no se resigna así como así a sacrificar su
libertad legítima y sobre todo su dignidad. En todo caso, aunque el
resentimiento no estalle nunca debido a la pasividad de uno de los
cónyuges o a su virtud verdadera (porque también de eso último
puede haber en ciertos casos), es evidente que la armonía conyugal
que buscamos no puede reducirse a la ausencia de pleitos entre los
cónyuges. El autoritarismo de uno de los cónyuges y el servilismo o
la sumisión cristiana del otro no pueden ser la base de ninguna
armonía verdadera y mucho menos de la armonía conyugal.

La tercera concepción falsa de la armonía conyugal consiste en


reducirla a una especie de compromiso entre los cónyuges. No creo
que sea exagerado afirmar que la mayoría de los matrimonios
viven en la práctica según esta concepción. Al cabo de algunos
meses o algunos años de vida común, los cónyuges han medido sus
fuerzas suficientemente y se conocen lo bastante como para no
buscarse pleito. Cada uno sabe como por instinto que hay temas
que no se tratan entre ellos, que hay problemas comunes que no se
discuten nunca, y que hay terrenos de la vida familiar que
pertenecen exclusivamente al otro y en los que al otro toca tomar
solo todas las decisiones.

143
Esos terrenos pueden ser de lo más variado. En unos casos el
marido no tiene voz ni voto en lo que se refiere a la educación de
los hijos, y en cambio la mujer no tiene el menor derecho a
preguntar al marido nada que se refiera al trabajo de éste: así lo
establece el compromiso tácito al que han llegado a fuerzas de
pleitos, de tensiones, o de simple abandono del diálogo entre
marido y mujer acerca de ciertos puntos. En otros casos, la mujer
no puede opinar sobre la manera de emplear el descanso dominical
o el fin de semana, porque el marido tiene su plan intocable, y en
cambio el marido no puede decir una palabra sobre la manera de
amueblar o arreglar la casa, porque la mujer no lo admitiría.
Podrían multiplicarse los ejemplos, unos sobre puntos importantes
y otros sobre puntos secundarios de la vida conyugal. Pero sería
inútil, porque todos revelan la misma situación conyugal falsa: en
algunos o en muchos aspectos, el marido y la mujer viven el uno al
lado del otro, pero no viven juntos. Son como dos países limítrofes,
con fronteras bien definidas, que no intervienen en los asuntos del
otro, porque eso equivaldría a una declaración de guerra. La
situación es siempre peligrosa; lo que la salva no es la armonía, sino
la no intervención. Y la no intervención no puede ser en ningún
caso el principio básico de la armonía entre un hombre y una
mujer que tienden al diálogo total, a la comunicación total.

Todo esto nos ayuda a precisar exactamente en qué consiste la


verdadera armonía conyugal. Es cierto que equivale
fundamentalmente a entenderse bien; pero ya hemos visto que hay
maneras de “entenderse bien” o de querer entenderse bien que, en
términos de verdadera armonía conyugal, son entenderse mal y
conducen a malos resultados.

La armonía conyugal verdadera no consiste simplemente en no

144
pelearse, como acabamos de verlo. Hay cónyuges que no se pelean
nunca y que viven profundamente distanciados. Tampoco consiste
forzosamente en ir juntos a todas partes. Hay cónyuges que van
juntos a todas partes por pura conveniencia social, sin que exista
entre ellos ningún amor. Tampoco consiste en tener exactamente
los mismos gustos y las mismas preferencias. Entonces, ¿en qué
consiste? En un acuerdo profundo, que es el resultado de una
comunicación de igual a igual entre dos cónyuges capaces de aceptarse
diferentes.

Expliquemos esto. Juan y Juana se quieren de veras. Como se


quieren de veras, tienen necesidad de comunicarse, porque el amor
conyugal es un deseo de diálogo total. Pero comunicarse no
consiste siempre en hablar. Una de las principales maneras de
comunicarse es compartir. Por eso Juan y Juana se casaron y
comparten la misma casa, el lecho, el dinero que él gana, las
responsabilidades de la educación de los hijos, algunas diversiones
que a los dos les gustan, etcétera. Sin embargo, Juan y Juana son
bastante diferentes en algunas cosas. Eso crea inevitablemente
pequeños conflictos entre ellos. Pero, como Juan y Juana se quieren
de veras, han descubierto instintivamente el único medio de resolver
realmente los conflictos: hablando se entiende la gente. Juan y Juana
tienen por sistema no rehuir jamás hablar de lo que es una causa de
conflicto entre ellos, buscar juntos la solución. No siempre les
resulta fácil, porque los dos tienen una personalidad bastante
marcada y eso los lleva a defender con demasiado ardor sus puntos
de vista respectivos. Por eso han decidido que, en cuanto sea
posible no discutirán nunca si no están serenos. A pesar de que
llevan ya años de casados, no siempre lo consiguen, y algunas veces
hay chispazos entre ellos. Pero, en fin, lo importante es que no se
desaniman. De momento renuncian a discutir, pero no renuncian a
tratar de buscar juntos la solución, porque se han prometido no

145
rehuir jamás hablar de lo que es una causa de conflicto entre ellos.
Así pues, a los pocos días, cuando los ánimos están ya más
calmados, hacen un nuevo esfuerzo de serenidad y vuelven sobre el
tema. Cada uno oye al otro, trata de comprenderlo y de hacerse
comprender. Si uno de los dos se exalta un poco, el otro le recuerda
que están tratando de resolver juntos un problema que es
importante para los dos. Así han logrado ponerse de acuerdo sobre
muchos puntos. Pero no imagine el lector que la solución que
encuentran es la misma en todos los casos. Unas veces es una
solución de compromisos: los dos ceden un poco. Así, por ejemplo,
Juan logró que Juana entendiera que para él los toros eran una
pasión y que el hecho de que los domingos de la temporada se
fuera con sus amigos a los toros no significa que la quisiera menos;
por su parte, Juana logró que Juan comprendiera que su pasión por
los toros no justificaba el que la abandonara los domingos hasta las
9 de la noche por ir a comentar la corrida con los amigos en la
cervecería. Los dos están profundamente de acuerdo, porque se
han hablado de igual a igual y han comprendido y aceptado que
son diferentes. Otras veces la solución consiste en que uno de los
dos trate seriamente de acomodarse al otro. Eso es lo que sucedió
con la música: a fuerza de oír música, Juan ha acabado por gustarla,
y ahora acompaña con gusto a su mujer a algún concierto de vez en
cuando; pero al principio lo hacía únicamente por darle gusto a
ella. Otras veces la solución consiste en que uno de los dos acepte
que el otro le ayude en un punto particular. Por ejemplo, Juan es
muy gastador y tiraba el dinero que daba gusto; Juana ha logrado
que le prometa no hacer ninguna compra que pase de X cantidad
sin consultarle. Tal vez otro marido no aceptaría eso; pero Juan ha
comprendido que su mujer es en eso más razonable que él y no
tiene nada de vergonzoso dejarse ayudar por ella. Por su parte, Juan
ha conseguido que su mujer comprenda que, por ser demasiado
aprensiva, tiende a medicinar exageradamente a los niños; ahora

146
Juana no les receta ninguna vitamina sin que su marido lo sepa y
esté de acuerdo...

No puedo describir toda la vida de Juan y Juana. Pero espero que


lo dicho baste para que el lector caiga en la cuenta de que la
verdadera armonía conyugal no consiste en la uniformidad total de
los cónyuges, sino en un acuerdo profundo entre ellos, y que eso
no se alcanza automáticamente, ni por la imposición del uno y la
sumisión del otro, ni por la separación total de los terrenos en que
cada uno de los cónyuges decide solo, sino por el diálogo sereno y
de igual a igual entre dos cónyuges capaces de aceptar que no se
parecen en todo, pero que no tienen nada que no interese también
al otro.

147
La reflexión conyugal

La reflexión conyugal es precisamente ese diálogo sereno entre


los dos cónyuges. Lo llamamos reflexión conyugal, porque la
atención de los cónyuges se concentran en los problemas
conyugales y familiares y porque es una reflexión que hacen
conyugalmente, entre los dos, en común.

En caso de conflicto entre los cónyuges, la reflexión conyugal es


el único medio de encontrar una solución verdadera y de llegar a
un acuerdo profundo. Pero tal reflexión no sólo es necesaria en
caso de conflicto. La vida cotidiana deja generalmente muy poco
tiempo a los cónyuges para reflexionar sobre la familia y sobre su
propio amor. Así se van distanciando paulatinamente, sin darse
apenas cuenta de ello, y se encuentran un día con que viven uno al
lado del otro por la pura fuerza de la costumbre. ¿Qué es lo que ha
pasado? Que no se han hablado suficientemente, que la comunidad
de vida y de intereses familiares no ha sido para ellos la base de una
verdadera comunicación humana. La reflexión conyugal hubiera
sido el medio ideal para establecer la comunicación que tanto
habían deseado cuando se enamoraron.

Sin embargo, hay que reconocer que la reflexión conyugal no es


fácil. Y la primera dificultad es la falta de tiempo para ese
encuentro conyugal tranquilo. Los cónyuges se encuentran a solas,
cuando bien les va, en el momento de acostarse. Pero ese momento
coincide con el fin de la jornada; todo el cansancio del día se ha
acumulado, y no tienen ningunas ganas de hablar de nada que
pueda venir a complicar todavía más la vida. Por mi parte, los

148
comprendo profundamente. Pero, dado que la reflexión conyugal
tiene una importancia enorme en la vida conyugal, creo que vale la
pena cualquier esfuerzo para hacerle un huequito en la vida de vez
en cuando. A cada pareja toca determinar cuál es el momento
apropiado. Hay quienes tienen la fortuna de poder reservarse un
buen rato cada mes. Ese día salen a cenar juntos y tratan de
reflexionar juntos sobre su vida conyugal, sobre los conflictos que
se han ido presentando, sobre los problemas de los niños, del
trabajo, etcétera. Quien tenga el privilegio de poder realizar ese
encuentro entre marido y mujer con toda calma, que no lo
desperdicie. Y el que no pueda disponer de su tiempo y de sus
ocupaciones con tanta libertad, que busque de vez en cuando el
momento apropiado para esa reflexión conyugal tan necesaria.

En realidad, la dificultad de la falta absoluta de tiempo, o de


encontrar un momento suficientemente tranquilo para la reflexión
conyugal, es rara vez la dificultad principal. La mejor prueba es que
muchas parejas que no encuentran nunca tiempo para ello, lo
encuentran fácilmente para muchas otras cosas menos importantes
y menos necesarias. Lo que sucede realmente es que tienen
positivo miedo al diálogo conyugal profundo. Y las razones de ese
miedo, que son muy variadas, son las verdaderas razones de la
dificultad de la reflexión conyugal.

Algunos tienen miedo a la reflexión conyugal porque no


encuentran nada que decirse. Como nunca han reflexionado juntos,
no saben reflexionar juntos. Lo curioso es que esos mismos
cónyuges, en la vida de todos los días, no siempre se entienden bien
y tienen dificultades y discusiones. Eso significa que hay puntos en
los que no están de acuerdo. ¿Por qué no han de poder reflexionar
juntos sobre esos puntos? ¿Por qué no han de poder decirse con
toda calma: yo veo las cosas así y asado, me parece que tú no tienes

149
en cuenta esto y aquello? ¿Por qué no han de poder preguntarse
tranquilamente qué es lo que produce el desacuerdo entre ellos, y
oír las razones del otro, y ayudarse mutuamente a encontrar la
solución? Si lo que sucede es que realmente no se les ocurre sobre
qué reflexionar juntos, lean con atención los dos últimos capítulos
de este libro, y en ellos encontrarán seguramente algunos de los
problemas que plantea en concreto la vida conyugal.

En otros casos el miedo a la reflexión conyugal proviene de


cobardía para enfrentarse con los problemas. Los cónyuges saben
que existen esos problemas, pero no quieren enfrentarse con ellos.
Tienen miedo a verse obligados a reconocer que el cónyuge tiene
razón, o a verse obligados a pedir ayuda al cónyuge, o a tratar de
ciertos temas sobre los que no están acostumbrados a hablar
sinceramente (sobre todo si los problemas conyugales están
relacionados con la vida sexual). Yo les diría simplemente que
muchas veces el verdadero problema está en que no han sido
capaces de enfrentarse a él juntos. Si una vez en su vida lograran
hablar de él tranquila y sinceramente, si consiguieran una vez en su
vida reconocer que tienen necesidad de ayudarse mutuamente y
aceptaran que el cónyuge es el único ser capaz de ayudarles, el
problema estaría resuelto en gran parte. Hay parejas que buscan
desesperadamente la ayuda de un tercero –un sacerdote, un
médico, un amigo–, sin darse cuenta de que el problema se origina
precisamente porque no buscan la ayuda mutua, que es una de las
razones de ser del matrimonio. No digo que siempre esté mal
buscar la ayuda de un tercero; pero antes habría que haber agotado
los recursos inmensos de la ayuda mutua entre los cónyuges. Y,
como esa ayuda mutua es prácticamente imposible sin el diálogo
sincero, hay que volver una y otra vez a la carga hasta lograr
establecerlo.

150
Otra de las razones más comunes del miedo a la reflexión
conyugal es la convicción que tienen frecuentemente los cónyuges
de que todo diálogo tranquilo entre ellos es ya imposible. Desde el
momento en que se encuentran solos el uno frente al otro, la
hostilidad se deja sentir. Se diría que hay entre ellos un muro
invisible que no les permite comunicarse como seres humanos.
Para hacerse oír del otro tienen que gritar. Y, antes de que uno abra
la boca para decir “blanco”, el otro ya dijo “negro”.

De todas las causas de miedo a la reflexión conyugal, ésta es sin


duda la más dramática y la más profunda. Por eso vamos a
examinarla con más detenimiento que las otras.

151
Reflexión conyugal e incompatibilidad de caracteres

La incompatibilidad de caracteres es el nombre que solemos dar


a una especie de imposibilidad absoluta que experimentan dos
cónyuges para entenderse. Pero ese término es muy vago. Para
comprender de qué se trata realmente hay que analizar un poco las
características que presenta generalmente esa imposibilidad de
entenderse. Como no es éste el momento de escribir todo un
tratado psicológico sobre la incompatibilidad conyugal, sólo voy a
detenerme en las tres características que me parecen principales.
Muchas parejas se reconocerán sin duda en ellas.

La primera característica es que con mucha frecuencia los


cónyuges no saben exactamente por qué no se entienden. Según una
revista especializada, las estadísticas muestran que la
incompatibilidad de caracteres es la razón que se alega más
frecuentemente como motivo de divorcio. Ahora bien, según la
misma revista, cuando el juez pide a los cónyuges que expliquen en
qué se manifiesta la incompatibilidad de caracteres, los cónyuges
citan una serie de detalles totalmente infantiles, capaces de hacer
reír a cualquiera: que uno tiene una manera de comer que le pone
los nervios de punta al otro, que quiere a toda costa que las
ventanas estén abiertas en invierno, que tiene la manía de
levantarse muy temprano o de acostarse muy tarde, que se peina
de lado en vez de peinarse hacia atrás, etcétera.

Sería injusto y falso suponer que todos los que se divorcian son
maniáticos y que ninguna de esas parejas, que empezaron la vida
conyugal queriéndose, ha hecho ningún esfuerzo de adaptación

152
mutua. Hay sin duda entre esas parejas muchas personas
razonables. Si se hallaran en otras circunstancias y vieran que un
matrimonio se deshacía por las razones que ellos alegan, no
podrían menos de pensar: “Aquí hay mar de fondo. Las razones
que alegan son ridículas y no pueden ser la verdadera causa del
divorcio”.

¿Qué es lo que sucede a esas personas razonables? Que la razón


profunda por la que se divorcian no son las pequeñas manías de
uno y otro, sino la incapacidad real de soportarse más tiempo. Los
detalles que citan ante el juez no son más que manifestaciones
concretas y sin importancia de un ambiente conyugal real. Como
son personas razonables, ellas mismas se dan cuenta de que esas
manifestaciones no tienen importancia en sí mismas. Pero, como
no logran explicarse por qué no se entienden, lo único que pueden
alegar son esas manifestaciones sin importancia. Se divorcian por la
imposibilidad de soportarse mutuamente; pero en general ellos
mismos no saben por qué no pueden tolerarse.

La segunda característica de la incompatibilidad de caracteres es


que se presenta como un estado de hostilidad contra la persona del
cónyuge, más que contra los actos del cónyuge. En otras palabras, lo que
el cónyuge hace o dice no es realmente la causa de la hostilidad del
otro, sino simplemente un pretexto para que se manifieste la
hostilidad que ya existe. A este propósito, recuerdo un caso muy
claro. Tomaba yo parte en una reunión social, con una pareja de
amigos míos entre los que existía claramente, en un grado bastante
intenso, el problema de la incompatibilidad de caracteres. Unas de
las señoras presentes contó una anécdota muy divertida, y mis dos
amigos se rieron a carcajadas. Unos instantes después la esposa de
mi amigo contó una anécdota del mismo tipo, tan divertida como
la anterior. Todo el mundo celebró estruendosamente la anécdota,

153
excepto el marido, cuyo rostro permaneció tan inexpresivo como si
no hubiera nadie en la sala. Era una manera de expresar su
hostilidad. Pero era evidente que la hostilidad no tenía nada que
ver con la anécdota que había contado su esposa, puesto que unos
momentos antes se había reído de buena gana al oír contar a otra
persona una anécdota del mismo tipo. La hostilidad del marido se
dirigía realmente contra la persona de su mujer. La relación tensa
que existía entre ellos había encontrado en la anécdota un pretexto
para manifestarse. La anécdota no era la causa de la hostilidad, sino
sólo una ocasión de manifestar la hostilidad.

Un consejero superficial habría dicho a mi amigo: “Cuando su


mujer cuente anécdotas en las reuniones, sepa reírselas”. Pero eso
era precisamente lo que mi amigo no podía hacer, porque la
hostilidad aprovecha cualquier pretexto u ocasión para
manifestarse. Entonces el consejero superficial habría dicho a la
mujer de mi amigo: “No cuente anécdotas en las reuniones, porque
su marido no se puede reír y eso lo hace sufrir y empeora sus
relaciones conyugales”. Pero tal consejo sería inútil, porque en la
próxima reunión lo que dará ocasión de que se manifieste la
hostilidad del marido será precisamente el hecho de que su mujer
no cuente anécdotas. Y es que la hostilidad está dirigida contra el
cónyuge mismo, y lo que éste hace o dice o deja de hacer o de decir
es sólo un pretexto que la hostilidad aprovecha para manifestarse.
Por eso no tienen importancia los casos concretos que alegan ante
el juez los que quieren divorciarse por incompatibilidad de
caracteres, y siempre hay una desproporción evidente entre esos
casos y el paso trascendental del divorcio.

La tercera y última característica de la incompatibilidad de


caracteres es que la imposibilidad de entenderse no indica
forzosamente falta de amor o de buen voluntad de los dos cónyuges o de

154
uno de ellos. La prueba es que un marido que encuentra insoportable
todo lo que su mujer hace o dice puede sufrir indeciblemente si su
mujer es víctima de un accidente. En ese caso, irá a verla al hospital,
le llevará flores, sufrirá al verla sufrir; pero, cuando la mujer
regrese del hospital a su casa, la hostilidad volverá a manifestarse
exactamente como antes... Hay parejas que viven en un infierno de
hostilidad y se quieren locamente, aunque ellos mismos crean lo
contrario. En ese punto los cónyuges son con frecuencia los
primeros en equivocarse, porque cada uno de ellos sólo es testigo
de su propia buena voluntad y de sus propios esfuerzos, y de su
cónyuge no se ve más que la hostilidad.

Estos tres síntomas o características de la incompatibilidad de


caracteres son suficientes para descubrir la enfermedad y para
darnos alguna luz sobre su verdadera naturaleza y lo que se puede
hacer para curarla.

Estamos en presencia de varios hechos. Tratemos de sacar las


consecuencias que se siguen de ellos.

Primer hecho: lo que el cónyuge hace o dice no es lo que provoca


la hostilidad. Eso demuestra la inutilidad de las recetas “a la Reader´s
Digest” para estos casos. Con frecuencia los consejeros
matrimoniales sólo consideran las manifestaciones externas del
problema y dan recetas de este tipo: “Sonría a su marido siete veces
al día, arréglese mejor, no le pida cuentas de todo lo que hizo en el
día”; “Lleve flores a su mujer una vez por semana, dele un beso
siempre que vaya a salir de casa, hágale sentir que aprecia sus
esfuerzos por arreglarse mejor”... Todo eso está muy bien en teoría;
pero, si hay problema de fondo, no lo resolverá, porque el
problema no esta ahí. Tan no está ahí, que los cónyuges, a pesar de
toda su buena voluntad verdadera, no podrán practicar durante

155
largo tiempo esos consejos. Y el consejero sacará la conclusión –tal
vez falsa– de que les falta buena voluntad. Y cada uno de los
cónyuges sacará la conclusión –tal vez falsa– de que el otro no
tiene buena voluntad, de que ya no lo quiere. Y los dos cónyuges se
quedarán cada vez más con la impresión de que el consejero no ha
entendido su problema –cosa que es verdad–, porque ellos no han
sabido explicárselo –cosa que también verdad–. Pero no lo han
hecho porque ellos mismos no saben en dónde está el problema.

Segundo hecho: la hostilidad se dirige contra la persona del otro.


Esto prueba que se trata de una enfermedad de la relación entre los
cónyuges. Lo que hay que curar en esa relación en la que la
hostilidad ha venido a mezclarse al amor. Y la relación incluye
forzosamente a los dos cónyuges, de suerte que no hay posibilidad
de curación sin la cooperación de los dos. Supongamos que se
descubriera que la causa real de la hostilidad son los celos de la
mujer. El marido diría: “Mi mujer es celosa, y eso me saca de
quicio. La enfermedad está en ella”. No. La causa está en ella, pero
la enfermedad está en la relación de los dos. Si los celos de la mujer
no sacaran de quicio al marido, no habría hostilidad entre ellos.
Pero entonces diría el marido: “Bastaría con que ella dejara de ser
celosa para que desapareciera la hostilidad”. Tampoco esto es
verdad, porque la hostilidad se ha instalado ya entre ellos, los ha
acostumbrado, si se puede hablar así, a “quererse hostilmente”. La
relación que une a los dos cónyuges es la que está enferma, y sólo
puede curarse con la cooperación de los dos.

Tercer hecho: La incompatibilidad de caracteres, cualquiera que


sea su causa profunda, no indica necesariamente falta de amor y de
buena voluntad. Por consiguiente, los cónyuges tienen más
esperanza de curación de lo que parecería a primera vista, ya que
no es imposible que los dos estén dispuestos a poner sinceramente

156
cuanto está de su parte para mejorar sus relaciones.

Cuarto y último hecho: los cónyuges ignoran muchas veces cuál


es la verdadera causa que les impide entenderse. Eso demuestra
que cada uno de ellos, reflexionando por su lado, no ha sido capaz
de descubrir la verdadera causa. ¡Cuántas veces confunden la
verdadera causa con los pretextos que la hostilidad aprovecha para
manifestarse! Pero, ¿han intentado descubrir esa causa
reflexionando en común? Precisamente porque se trata de una
enfermedad de la relación que los une, la enfermedad comprende
la actitud de uno de ellos y la reacción del otro a esa actitud. Puesto
que los afecta a los dos, tendrían que comunicarse para modificar
su relación. Desgraciadamente la hostilidad es la gran enemiga de la
comunicación. Cuanto mayor es la hostilidad, menos fácil es la
comunicación entre los cónyuges. Y cuanto menos fácil es la
comunicación, mayor es la hostilidad entre los cónyuges, porque el
amor conyugal los destinaba a comunicarse y se sienten frustrados
en la tendencia más profunda de su amor. Estamos, pues, ante un
círculo vicioso. Y para romper ese círculo no hay más que un
medio: el esfuerzo para establecer poco a poco la comunicación. Si
los cónyuges esperan a que la hostilidad desaparezca para
comunicarse, no se comunicarán nunca. Por consiguiente, tienen
que vencer la hostilidad para empezar a comunicarse.

Aquí es donde volvemos al punto de la reflexión conyugal. Si en


algún caso es necesaria esa reflexión, es precisamente en el caso de
la incompatibilidad de caracteres. Otros cónyuges pueden
reflexionar juntos sobre los problemas comunes sin darse apenas
cuenta de ello, por un impulso espontáneo. Pero los cónyuges que
sufren de un problema serio en sus relaciones necesitan hacer un
esfuerzo desesperado para encontrarse a pesar del muro de la
hostilidad que los separa. Su problema está en la incomunicación, y

157
no pueden superarlo más que por la comunicación.

No simplifiquemos las cosas. Ese esfuerzo es terriblemente


penoso. La hostilidad acumulada tal vez durante años los impulsará
a empezar por lanzarse recíprocamente toda clase de acusaciones.
En ese momento tienen que repetirse mutuamente que los dos
están llenos de buena voluntad y que nada hay más importante
para ellos que la comunicación. Otras veces, la hostilidad los
impulsará a reconcentrarse cada uno en su silencio. Entonces
tendrán que pedir ayuda al otro para decir algo, cualquier cosa que
les haga salir de ese aislamiento mutuo.

El problema no se resolverá en un día, ni en dos. Tendrán que


recomenzar mil veces. Pero poco a poco irán reconquistando
terreno sobre la hostilidad. Poco a poco irán descubriendo las
causas profundas de esa hostilidad. Poco a poco irán adquiriendo
mayor confianza en el otro para abrírsele tal cual son, hasta llegar
casi a confesarse con él.

En algunos casos será necesario que acudan juntos a un consejero


inteligente, porque con frecuencia es más fácil empezar a restablecer
el contacto con la ayuda de un tercero. El consejero podrá
ayudarles a ver las causas profundas de la hostilidad y a reducirlas a
sus verdaderas proporciones. Pero en ningún caso podrá suplir la
comunicación entre ellos. Su papel consiste precisamente en
ayudar a restablecer esa comunicación perdida.

158
La reflexión en equipo

Para terminar este capítulo, digamos unas palabras sobre la


reflexión en equipo. El Movimiento Familiar Cristiano organiza esa
forma de reflexión conyugal en común. Un equipo formado por
varias parejas se reúne periódicamente para reflexionar en común
sobre temas y problemas conyugales.

Las ventajas de la reflexión en equipo son considerables. Esa


forma de reflexión obliga a los cónyuges a reflexionar juntos, les da
nuevos puntos de vista, les hace caer en la cuenta de que sus
problemas no son nuevos ni únicos, los enriquece espiritualmente,
les enseña a formular sus ideas y sentimientos, y los introduce de
una manera práctica en el modo de realizar la reflexión conyugal.

Se trata de un medio accesorio, ya que la reflexión en equipo no


puede suplir nunca a la reflexión conyugal. Pero ese medio
accesorio puede ser el camino para introducir la reflexión conyugal
y enriquecerla cuando ya existe.

En todo caso, lo importante es no perder nunca de vista las dos


ideas esenciales de este capítulo: la verdadera armonía conyugal es
la forma concreta que toma la felicidad conyugal, y no hay
posibilidad de verdadera armonía conyugal sin diálogo sereno y de
igual a igual entre los cónyuges. Los temas principales y más
comunes de ese diálogo los estudiaremos en los dos capítulos
siguientes.

159
Capítulo IX: La armonía en las
relaciones sexuales

Sin caer en la exageración de reducir toda la vida humana a una


serie de manifestaciones distintas del impulso sexual, es un hecho
que el elemento sexual tiene una gran importancia en la vida del
ser humano. Esto es particularmente evidente en la vida conyugal,
en la que, según el plan de Dios, la unión del hombre y la mujer “en
una sola carne” constituye el rasgo característico. En efecto, lo que
distingue la relación conyugal de cualquier otra relación humana es
que, en la entrega mutua del hombre y la mujer, el cuerpo está
comprendido como medio para la realización plena del amor y
para asegurar la perpetuación de la especie humana. No es el
hombre, sino Dios, quien quiso que el sexo tuviera esa importancia
extraordinaria en la vida conyugal. Por consiguiente, negarse a
aceptar esa importancia por cualquier razón, equivale a negarse a
aceptar el plan de Dios.

Esto explicará al lector por qué consagramos un capítulo aparte al


estudio de la armonía conyugal en las relaciones sexuales. El
hombre no es un robot compuesto de diferentes piezas
independientes entre sí: la inteligencia, la voluntad, la sensibilidad,
la sexualidad, etcétera, sino una unidad viviente en la que el
ejercicio de cada una de las facultades o funciones tiene influencia
sobre todo el ser. La armonía interior del hombre, que consiste en
la salud espiritual, mental y corporal, depende del ejercicio
correcto de todas sus facultades. Lo mismo puede decirse de la vida
conyugal, en la que la armonía de los cónyuges depende de todas
las relaciones que los unen. Y una de esas relaciones, que figura sin

160
duda entre las más importantes, es la relación corporal. Decir que la
armonía sexual es el único elemento de la armonía conyugal sería
falso; pero decir que, si no hay armonía sexual entre los cónyuges,
todo el conjunto de la armonía conyugal será defectuoso es
absolutamente cierto. Por eso el estudio de la armonía sexual
merece capítulo aparte.

161
La base de la armonía sexual

La armonía sexual sólo es posible cuando ambos cónyuges tienen


una idea adulta del sexo y un dominio suficiente de sí mismo para
poner sus relaciones sexuales al servicio de la totalidad de sus
relaciones humanas, en vez de sacrificar el conjunto de éstas, a los
caprichos del impulso sexual. En otras palabras, la armonía sexual
no es un fin en sí misma, sino que tiene por objeto favorecer y
poner de manifiesto la armonía del diálogo conyugal total.

¿En qué consiste la idea adulta del sexo? Según veíamos en el


primer capítulo de este libro, la evolución afectiva del ser humano,
en la que está comprendida como un elemento de suma
importancia la evolución sexual, está encaminada a preparar al
hombre para las relaciones humanas con sus semejantes y, más en
particular, para la relación del amor conyugal, que busca la
comunicación total. La naturaleza tiende a romper poco a poco el
egocentrismo absoluto del recién nacido hasta hacer del ser
humano un hombre capaz de ver en los demás a otros seres, cuyas
ideas y sentimientos merecen un respeto semejante al que tiene
por sus propias ideas y sentimientos. Lo que caracteriza al adulto es
la capacidad de tomar a otros seres tan en serio como a sí mismo.
Sin esa capacidad, no hay comunicación humana posible; todo se
reducirá a un contacto superficial, a una lucha más o menos
evidente entre dos egoísmos.

En la forma más alta de la comunicación humana que es el amor


conyugal, el sexo tiene una gran importancia, ya que una parte
esencial del atractivo mutuo entre el hombre y la mujer es de

162
origen sexual. Esto no quiere decir que, movidos por ese atractivo,
Juan y Lola van a decidir casarse y que la vida en común va a crear
entre ellos una profunda amistad. No. El amor conyugal no es
simplemente una forma de amistad cada vez más íntima entre dos
personas de sexo opuesto, que comparten un mismo lecho. La
fórmula del amor conyugal no puede reducirse a “amistad +
relaciones sexuales”. El amor conyugal es una forma de
comunicación humana distinta de cualquier otra clase de amor,
incluso la amistad, y el sexo no interviene en ella simplemente
como una añadidura que mantiene unidos a los cónyuges para que
se desarrolle entre ellos la amistad. Las relaciones sexuales forman
parte integrante del amor conyugal, de la comunicación humana
entre los cónyuges. El contacto sexual está destinado naturalmente
a ser un medio de comunicación humana entre ellos y
precisamente el medio de comunicación que distingue el amor
conyugal de cualquier otro amor. O sea que el amor conyugal se
caracteriza por ser el único amor humano que puede expresarse y
comunicarse por el acto corporal del amor.

Así pues, si lo que distingue al hombre realmente adulto es su


capacidad de establecer relaciones humanas con sus semejantes, lo
que distingue al cónyuge adulto es una capacidad de establecer con
su cónyuge una comunicación humana cada vez más rica y más
profunda en el contacto corporal con él. La idea del sexo consiste
en comprender que éste no es una pura función biológica destinada
a la reproducción, sino que tiene además una función psicológica
que lo destina a la comunicación humana, al diálogo humano.

Esta manera de ver el sexo tiene consecuencias incalculables en


todo el conjunto de la vida conyugal. Para comprenderlo basta con
echar un vistazo a los efectos que producen en la vida conyugal
otras maneras de ver el sexo. Quien lo considera como una simple

163
función biológica, tenderá a satisfacer su impulso prescindiendo de
las disposiciones de su cónyuge, y no buscará más que su propio
placer. Quien lo considera como una función que no está
esencialmente relacionada con la comunicación humana, no verá
ninguna razón para no satisfacer su impulso con la primera mujer
que le salga al paso. Si satisfacer la sed no constituye una ofensa a la
fidelidad conyugal, ¿por qué satisfacer el impulso sexual, que es tan
natural y tan biológico como el otro, constituiría una infidelidad?
Ese es el razonamiento de todos los que creen que no hay
oposición ninguna entre amar a una mujer y satisfacer con otra. Y
lo que sostiene ese razonamiento es una concepción falsa del sexo.

Por el contrario, sólo quien tiene una idea correcta y completa de


la función de la sexualidad humana, destinada esencialmente a
construir una forma de comunicación del amor, es capaz de vivir el
acto sexual en toda su riqueza y de integrarlo en el conjunto de sus
relaciones conyugales. Sólo quien tiene una idea adulta de la
sexualidad humana puede lograr una armonía sexual que
contribuya a la armonía total. Por eso, hemos dicho que una idea
adulta del sexo es la base de la verdadera armonía sexual. Y esa idea
adulta del sexo consiste en descubrir que éste no es un pegote
biológico añadido al amor conyugal o aislado del amor conyugal,
sino una de las formas más plenas del diálogo conyugal.

164
El ideal de la armonía sexual

A partir de esta base podemos definir el ideal de la armonía


sexual. La sexualidad humana tiene a la vez una función biológica,
ligada con la perpetuación de la especie humana, y una función
psicológica de comunicación amorosa entre los cónyuges. Aunque
ambos aspectos de la sexualidad son inseparables, podemos
distinguirlos para precisar con mayor claridad el ideal de la
armonía conyugal en la vida sexual.

En su aspecto biológico, el impulso sexual está constituido por un


deseo de contacto corporal íntimo, que encuentra su plena
satisfacción en el clímax del placer sexual. Es evidente, pues, que el
ideal de la armonía sexual, en el aspecto puramente biológico,
consiste en que ambos cónyuges experimenten al mismo tiempo el
deseo recíproco y en que ambos lo satisfagan juntos con la mayor
plenitud posible.

En su aspecto psicológico, el impulso sexual está destinado a


producir una unión corporal íntima entre los cónyuges, que sea a la
vez una manifestación o comunicación del amor mutuo que se
tiene y una manera de crecer en el amor. Desde este punto de vista,
el ideal de la armonía consiste en que la unión corporal sea para
cada uno de los cónyuges una revelación del amor del otro y una
expresión del propio amor.

Pero ésta es una manera esquemática de expresar la realidad,


porque el aspecto biológico y el aspecto psicológico de la
sexualidad están íntimamente relacionados entre sí. O sea que para

165
que se realice el ideal de la armonía en el aspecto psicológico hace
falta que se realice el ideal de la armonía en el aspecto biológico, y
viceversa. El acto conyugal nunca traducirá mejor el amor que los
cónyuges se tienen recíprocamente que cuando ambos comparten
juntos el mismo placer; y el placer compartido no tendrá nunca
todo su valor de comunicación humana si no es la expresión de un
amor verdadero y estable, que no termina con el placer, sino que
continúa manifestándose aun en los actos más banales de la vida
cotidiana.

Aquí es donde encontramos el verdadero sentido del placer


sexual. Es evidente que, desde un punto de vista puramente
biológico, el placer humano no difiere mucho del de otros
mamíferos del reino animal. Pero en el hombre, ese placer se
convierte en un medio de comunicación conyugal,
verdaderamente humana, cosa que no existe en ningún animal. Y
los prejuicios falsamente piadosos o idealistas que algunas personas
tienen contra el placer provienen precisamente de que lo reducen a
una pura satisfacción animal, sin comprender que Dios ha querido
el placer sexual como un medio de comunicación humana entre los
cónyuges. El placer es una realidad natural, y la Iglesia nunca se ha
opuesto a él. A lo que se opone la Iglesia, y se ha opuesto siempre,
es a la desnaturalización del placer que consiste en convertirlo en
un fin en sí mismo, aislándolo del sentido de comunicación
humana que tiene por su misma naturaleza, o desligándolo de la
perpetuación de la especie.

Dicho esto, que es la causa de más de un caso de desarmonía


conyugal debido a una falsa concepción de la sexualidad humana,
volvamos al punto de la armonía sexual. Decíamos que el aspecto
biológico y el aspecto psicológico de comunicación están
íntimamente relacionados y se influencian recíprocamente. Y esto

166
es lo que hace de la armonía sexual un problema en la práctica.

En efecto, el hombre y la mujer son muy diferentes. En el


hombre, el deseo sexual se presenta en forma imperiosa y muy
localizada y se despierta con suma facilidad. En la mujer, en
cambio, el deseo se despierta generalmente con mayor lentitud y
en forma más difusa. En el hombre, el deseo está más directamente
ligado a los sentidos (la vista, el tacto), en tanto que en la mujer está
más ligado a la ternura, sin que eso signifique que los sentidos no
tengan gran importancia en ella. Ahora bien, si el hombre no cae en
la cuenta de ello o no ve en el acto conyugal por encima de todo
una manera de expresar el amor que tiene a su mujer, procederá
como si el deseo se hubiera despertado en ella tan súbita y
violentamente como en él. En tal caso, la mujer se sentirá víctima
de una brutalidad, por más que su marido haya tenido la intención
de manifestarle su amor. La intención no basta. Es necesario que la
intención se traduzca en atención al ritmo más lento de la mujer,
en una atención paciente y tierna que sepa despertar en ella el
deseo y llevarla hasta el clímax del placer compartido.

Sin el menor deseo de entrar en detalles precisos, que el lector


encontrará con facilidad en obras de carácter más técnico que está,
me parece útil copiar a este propósito el siguiente párrafo de un
especialista en la cuestión: “la omisión de los preludios del acto
conyugal... por negligencia egoísta, por ignorancia, por pereza, o
por desprecio de la mujer o del amor..., es una de las causas
fundamentales de la frigidez femenina. Jamás se insistirá
suficientemente en la importancia capital de las caricias que
preceden a la intimidad total. La importancia de esas caricias se
debe no sólo a factores psicológicos, sino también... a factores
fisiológicos y anatómicos”[7].

167
Es claro que, si el hombre no tiene en cuenta que esos factores
anatómicos, fisiológicos y psicológicos hacen de la mujer un ser
diferente de él, la armonía sexual será irrealizable. Ahora bien,
como las relaciones sexuales tienen inevitablemente una gran
importancia en la vida conyugal, la falta de armonía sexual se
convertirá fácilmente en una causa difusa de desarmonía en toda la
vida conyugal. Aunque la mujer no quiera y aunque tal vez no se dé
cuenta de ello, su insatisfacción en el acto del amor, o la decepción
que le produce el ver que su marido convierte el acto del amor en
un acto de egoísmo, producirá en ella una tensión que se reflejará
en todo el conjunto de la vida conyugal.

Por otra parte, precisamente porque el acto sexual está llamado a


ser una manifestación por decirlo así concentrada del amor conyugal,
es natural que el clima de la vida conyugal influya profundamente
a su vez en la armonía sexual. En otras palabras, la verdadera
armonía sexual es imposible sin un amor que se manifieste en todo
el resto de la vida conyugal. Como lo expresa el autor que
acabamos de citar, “el hombre debe saber que el clímax del placer
en la mujer exige absolutamente una especie de ‘estado de gracia’
psicológico. Ahora bien, ese ‘estado de gracia’ psicológico de la
mujer está estrechamente ligado al comportamiento del hombre,
no sólo en el momento inmediatamente anterior al acto del amor,
sino... en todos los instantes, aun en los más fútiles, de la vida
cotidiana. Por consiguiente, es indudable que hace falta un esfuerzo
continuamente renovado, que es el precio del amor...[8]”

168
Armonía sexual y “técnica sexual”

Si el lector ha entendido bien estas páginas, habrá comprendido


que la armonía sexual en el matrimonio no es básicamente una
cuestión de técnica, sino de amor conyugal. Todas las técnicas del
mundo son incapaces de crear la verdadera armonía conyugal, si
falta el amor porque el acto conyugal está destinado por la
naturaleza a ser una manifestación y una revelación del amor
conyugal. Si el acto conyugal no es un lenguaje, una expresión de
todo lo que hay de indecible en el amor, es simplemente un
fracaso.

En ese sentido, el amor tiene claramente la primacía en el acto


sexual. Y sólo cuando el amor tiene la primacía es posible progresar
hacia el ideal de la armonía sexual total. En efecto, son muy raros
los casos en los que la mujer llega desde la primera vez a la plenitud
del placer compartido simultáneamente con su marido, y hay
mujeres que tardan años en llegar, o no llegan nunca a
experimentar la plenitud del placer. Naturalmente, si la mujer y el
hombre tienen la falsa idea de que el placer es el fin único o el
elemento principal del acto conyugal, considerarán como un
fracaso cada uno de los casos en que la plenitud del placer no ha
tenido lugar. En cambio, si ven en el acto conyugal ante todo y
principalmente una expresión del amor mutuo, y si la mujer,
gracias a la actitud amorosa del marido, satisface en él su inmensa
sed de ternura, atribuirán al placer su justo valor y tenderán a él, sin
desesperarse, como a una meta en la que la expresión del amor que
se tienen será todavía más completa y enriquecedora. Reducir el acto
conyugal al placer carnal, o hacer del placer carnal el valor principal del

169
acto del amor, es uno de los caminos más seguros para no llegar nunca a la
armonía sexual, por lo menos a una armonía sexual que enriquezca
realmente la totalidad de la armonía conyugal. Y la armonía sexual sólo
tiene sentido humano cuando enriquece la armonía conyugal.

Pero, si el amor tiene la primacía, no por ello el placer deja de


tener importancia, ya que está destinado a manifestar y a hacer
crecer el amor mutuo. Los cónyuges deben tender a llegar
simultáneamente a la plenitud del placer, puesto que Dios ha dado
al placer compartido una función en el amor. Y, en este sentido, se
podría hablar de “técnica sexual”, ya que no todas las maneras de
proceder conducen igualmente a la plenitud del placer compartido.
Hay quienes se horrorizan de oír hablar de técnica sexual. Si el
nombre es lo que les molesta, que lo cambien por otro más de su
gusto. Si lo que les molesta es el hecho de que la buena intención
no siempre basta para que los cónyuges lleguen juntos a la plenitud
del placer, que cambien la naturaleza humana, si es que pueden. Y,
si lo que les molesta es que los esposos cristianos consideren como
cosa importante el placer sexual y el compartir ese placer, quiere
decir que no han entendido que Dios ha puesto para algo el placer
en el acto del amor, y que ese algo es precisamente que los
cónyuges expresen su amor en el placer que se dan mutuamente y
que cada uno lea el amor del otro en el placer que de él recibe.

La técnica sexual es, pues, necesaria. Y será necesario aprenderla


en todos aquellos casos en que, a pesar de la buena intención de los
cónyuges y del amor que se tienen, no logran llegar juntos a la
plenitud del placer compartido. En tales casos, un buen libro
oportunamente leído puede ser una gran ayuda. Y, en los casos más
agudos de frigidez femenina o de desarmonía sexual por cualquier
otra causa, se impone consultar el asunto con un médico consciente
y competente. El falso pudor a este respecto no es más que una

170
prueba de que no se ha comprendido que el acto conyugal es una
de las formas más bellas y más necesarias de la comunicación
conyugal.

171
Continencia periódica y armonía conyugal

Hasta ahora hemos insistido en la función de comunicación del


acto conyugal. Pero la sexualidad, en cuanto función biológica, va
ligada a la conservación de la especie. Por consiguiente no se puede
hablar del acto conyugal como si no tuviera más razón de ser que el
diálogo conyugal. Y la armonía sexual entre los cónyuges no puede
establecerse sobre una base sólida si no tiene en cuenta que el acto
conyugal está ligado con la generación.

Es un hecho evidente que la sexualidad está ligada con la


generación. Lo que no admite la mayoría de los no católicos es que
cada uno de los actos sexuales completos esté forzosamente ligado
con la generación, de suerte que constituya una violación de la
naturaleza misma del acto el impedir la concepción.

Este es un libro escrito por un católico y destinado


primariamente a católicos. Así pues, cualesquiera que sean las
razones profundas de esa discusión, es un hecho que en la armonía
sexual de la pareja católica se plantea la cuestión de la continencia
periódica. Los métodos destinados directamente a impedir que el
acto conyugal produzca su efecto natural, que es la concepción,
están excluidos. Un católico no puede pensar en realizar el acto
conyugal e impedir la concepción, cuando ésta se sigue como
efecto natural del acto. Por otra parte, como ser humano
responsable, no puede tampoco pensar en cargarse
irresponsablemente de hijos. Para él la paternidad es –o debería
ser– cosa muy seria, no sólo desde el punto de vista económico,
sino también desde el punto de vista de la atención esmerada a

172
cada uno de los hijos y de la armonía conyugal. Por consiguiente,
en determinadas épocas de la vida conyugal, cuando se ha llegado
al número de hijos que se puede tener responsablemente, o cuando
por alguna razón conviene espaciar los nacimientos, el único
recurso consiste en abstenerse del acto conyugal en los períodos de
fecundidad de la mujer.

Dejo para obras más técnicas los detalles referentes a la aplicación


del método, vulgarmente conocido con el nombre de “el ritmo”. El
problema que aquí nos interesa es el de la armonía conyugal en la
vida sexual. Es evidente que la continencia periódica puede ser una
causa profunda de desarmonía, cuando uno de los dos cónyuges, o
los dos, son incapaces de aceptarla plenamente. Y sería absurdo
ignorar que esa aceptación plena supone casi siempre verdadero
heroísmo. Pero el cristiano tiene, en su amor a la Iglesia y en la
recepción de los sacramentos, una fuente sobrenatural de valor que
otros no tienen. La aceptación plena y la práctica de la continencia
periódica, cuando ésta se impone, son extremadamente difíciles sin
el empleo de esos medios.

Pero hay un punto que conviene subrayar en particular. Puesto


que el acto conyugal tiene esa función de comunicación humana de
la que tanto hemos hablado, la continencia periódica priva a los
cónyuges de uno de los medios más poderosos de enriquecimiento
del diálogo conyugal. Esto es enteramente cierto. Pero
guardémonos de caer en la exageración funesta de reducir el
diálogo conyugal al acto sexual. El amor se expresa y crece en el
acto conyugal; pero no sólo se expresa y no sólo crece por ese
medio. La continencia periódica plenamente aceptada y
generosamente practicada por ambos cónyuges puede convertirse
también en ocasión de un diálogo más profundo, de una intimidad
más honda, creada por el esfuerzo común inspirado por el amor

173
común a Jesucristo. Cada uno de los cónyuges verá en el esfuerzo
del otro una manifestación del respeto que tiene por sus principios
y sentimientos cristianos. Y ese respeto por las ideas y sentimientos
del otro es, como lo hemos repetido tantas veces, la condición
misma de la comunicación humana y particularmente de la
comunicación conyugal.

La enfermedad y las separaciones debidas al trabajo o a otras


causas imponen también algunas veces a los cónyuges no católicos
la necesidad de abstenerse de relaciones sexuales durante largos
periodos. Y hay quienes convierten eso en una ocasión de crecer en
el amor y la fidelidad. Eso demuestra claramente que el amor
conyugal no está forzosamente atado al contacto sexual. Así pues,
no tratemos de escamotear la realidad; se trata de un problema y de
un problema serio. Pero tampoco hagamos de ese problema el
centro de la doctrina cristiana sobre el matrimonio, porque ni en la
concepción cristiana, ni en ninguna otra concepción sana de la vida
conyugal, la sexualidad es el elemento principal. El sexo es para el
amor, y no el amor para el sexo. La armonía sexual es para la
armonía conyugal, y no lo contrario. Y en la continencia periódica
hay elementos de armonía conyugal tan ricos como en el acto del
amor.

174
Capítulo X: La armonía en la vida
cotidiana

El amor conyugal no es un platillo que se cocina según una receta


más o menos complicada, sino una realidad humana, compleja
como todo lo humano, en la que cada pareja tiene que descubrir y
adaptar a las circunstancias cada día su fórmula propia y personal
de armonía. No sólo los individuos que forman cada pareja son
diferentes entre sí y de cualquier otra persona, sino que su manera
de quererse y de entenderse es perfectamente personal, distinta de
la de cualquier otra pareja. Además, las circunstancias concretas en
las que se encuentra cada pareja se modifican día con día, de suerte
que no hay manera de dar por terminado el trabajo de adaptación
mutua con miras a un diálogo conyugal cada vez más intenso y más
total.

Esto hace imposible reducirse a una serie de recetas a la “Reader’s


Digest” la felicidad conyugal. Y no tengo la menor intención de
hacerlo así en el presente capítulo. Lo que me propongo es
simplemente poner en relieve ciertos puntos de la vida conyugal
cotidiana en los que se plantea concretamente el problema de la
armonía conyugal, y dar al lector alguna luz sobre las verdaderas
razones del problema y la manera de resolverlo.

175
La armonía en el empleo del dinero

Es evidente que la familia necesita lo que suele llamarse un


mínimum vital no sólo para no morir de hambre, sino para subsistir
en una forma humana, en la que la angustia continua por el dinero
no absorba totalmente las energías de los cónyuges y de los hijos.
Es claro también que, en muchos casos, ese mínimum vital humano
no existe, y que ésa es la razón por la que toda vida familiar –no ya
cristiana, sino simplemente humana– resulta prácticamente
imposible. Esto plantea un problema social terrible, en cuya
solución todos los cristianos estamos llamados a participar en
alguna forma. Aprovecho la ocasión para recordarlo, porque este
libro podría dejar en algún lector poco reflexivo la impresión de
que el ideal del amor conyugal cristiano consiste en que los
cónyuges se replieguen sobre sí mismos y sobre sus hijos y olviden
que hay un mundo que existe más allá de la propia familia. Tal idea
sería absolutamente equivocada. Una cosa es que la caridad
cristiana, en el caso de los cónyuges, empiece por la propia familia,
y otra muy distinta que ahí termine. Un amor conyugal que no
irradia en alguna forma algo de su calor hacia el mundo que lo
rodea será siempre un amor pobre.

Esto dicho, estudiemos el problema de la armonía conyugal en el


empleo del dinero. En efecto, aun en los casos en que el mínimum
vital humano está más o menos asegurado, el empleo del dinero es
uno de los puntos que ponen frecuentemente a prueba la armonía
conyugal.

Un abogado cristiano a quien su empleo en una corte de justicia

176
ponía constantemente en contacto con casos de divorcio, hacía
notar en un artículo que muchas separaciones se deben no tanto a
la falta de dinero cuanto al desacuerdo de los cónyuges sobre la
manera de utilizarlo. Sin llegar al extremo del divorcio, hay
muchas parejas cuya armonía está constantemente en peligro por
esa razón.

Hay un primer caso, bastante frecuente, en el que la mujer se


queja con toda razón de la falta de responsabilidad del marido. En
efecto, éste gana lo suficiente para que la familia pueda subsistir
con un mínimum de desahogo. Pero la mitad del suelo se le queda
en el camino entre el trabajo y su casa. Los amigos lo convidan a
beber, las exigencias sociales dizque lo obligan a gastar demasiado
en vestirse, etcétera. Naturalmente, en tales casos, el único acuerdo
posible consiste en que el marido reflexione sobre sus
responsabilidades. Es injusto que la mujer viva angustiada para atar
los cabos al fin del mes y se prive de todo, en tanto que el marido
presume de gran desahogo económico fuera de su casa. Pero lo
mismo habría que decir del caso contrario, que tampoco es raro, en
el que el marido gana durante la vida de la familia, en tanto que la
mujer administra estúpidamente el sueldo del marido, haciendo
gastos desproporcionados o innecesarios. La armonía conyugal
exige absolutamente como base el sentido de responsabilidad de
ambos cónyuges. Cuando el sentido de responsabilidad falta en
alguno de los dos, la armonía es imposible.

Lo que decimos sobre el sentido de responsabilidad no sólo se


aplica a los casos en que está en juego el mínimum vital humano de la
familia, sino también a aquéllos en que hay mayor desahogo
económico. Naturalmente el mayor desahogo económico trae
consigo mayor libertad en la forma en que los cónyuges pueden
emplear el dinero. Pero no por eso dejaría de ser una falta de

177
sentido de responsabilidad –y frecuentemente una causa de
desarmonía– el hecho de que el marido o la mujer “boten” el
dinero. Si la mujer ve que el marido gasta inconsideradamente
todo lo que gana, en vez de pensar en asegurar en alguna forma el
porvenir de la familia, tendrá una razón justa de no estar de
acuerdo con esa manera de proceder, por mucho que gane su
marido. Y, si el marido ve que su mujer es un pozo sin fondo y que
lo mismo consume los cientos de pesos que los miles de pesos,
tendrá también una razón justa de no estar de acuerdo. Como se ve,
el sentido de responsabilidad es igualmente esencial en los casos de
mayor y de menor desahogo económico, y la desarmonía conyugal
producida por la forma en que se emplea el dinero puede ser
también un problema en las familias ricas.

Pero no siempre es la falta de sentido de responsabilidad de uno


de los cónyuges lo que produce la desarmonía. Otra de las razones
frecuentes es el autoritarismo del marido en lo que se refiere al
dinero. Como él es el que lo gana y el que hace vivir a la familia en
lo económico, se atribuye automáticamente una especie de
autoridad absoluta sobre su mujer y sus hijos e interviene
tiránicamente hasta en los últimos detalles de la forma en que su
mujer administra el dinero que le da. La pobre mujer tiene que
darle cuentas hasta del último centavo y tiene que pedirle permiso
hasta para comprar una charamusca. Como si fuera poco, tiene que
aguantar frecuentemente la eterna canción de que él es el que
manda porque él es el que gana el dinero, y que a ella le toca
obedecer y callar.

En un capítulo anterior definimos al autoritarismo como abuso


de autoridad. Y esto es exactamente lo que sucede aquí. Si el
hombre es el que gana el dinero, es porque la función de la mujer
es distinta de la suya; no porque la mujer sea incapaz de ganarlo.

178
Ganar el dinero no da al hombre absolutamente ninguna
superioridad sobre la mujer. Y el hombre que se siente el amo por
esa razón da a sospechar que es un débil mental.

Todo abuso de autoridad trae consigo una pérdida de autoridad.


Si la mujer se siente esclavizada, tenderá justamente a rebelarse
contra la injusticia del marido, y fácilmente caerá en extremos
injustos en su rebelión. ¿De quién es la culpa: de ella o del marido?
En todo caso, la armonía conyugal verdadera será absolutamente
imposible, porque es el fruto del acuerdo entre dos seres humanos
iguales que se quieren.

El hombre tiene que empezar por comprender que su mujer es


un ser humano igual a él. Su mujer necesita, como él, poder
disponer, con una libertad responsable, del dinero que él gana para
toda la familia. Él lo gana para toda la familia, y ella le ayuda a
administrarlo para toda la familia. Cierto que la autoridad del
hombre da a éste la última palabra en la administración de los
bienes comunes. Pero se trata de una autoridad conyugal, no de
una autoridad absoluta; y la autoridad conyugal sólo se realiza
perfectamente en la armonía conyugal. Marido y mujer tiene que
ponerse de acuerdo sobre la manera general de administrar el
dinero. Si la relación entre ellos es lo que debe ser, la mujer tenderá
instintivamente a aceptar la autoridad de su marido en los casos en
que opinen de modo diferente, con tal de que el marido oiga sus
razones y sepa ceder cuando conviene y no se tome por un dios
infalible. La autoridad conyugal se funda en la igualdad de personas
y la diversidad de funciones. La diversidad de funciones exige que
sea principalmente el hombre el que gane el sustento de la familia
y que la mujer le ayude a administrarlo para el bien de toda la
familia. La igualdad de personas exige que el hombre tome en
cuenta la opinión de su mujer en la manera de administrar el

179
dinero común y que le dé una libertad semejante a la que se da a sí
mismo. ¿Por qué, si él no se siente obligado a decir a su mujer
cuánto gastó en cigarros, va a pedirle cuentas de lo que ella gastó en
cosméticos? ¿Por qué, si el hombre tiene confianza en su propio
sentido de responsabilidad, va a desconfiar sistemáticamente del
sentido de responsabilidad de su mujer? Esa actitud de
desconfianza ofende con toda razón a la mujer, sobre todo cuando
ve que su marido no se para en gastos tratándose de sí mismo.

Terminemos este punto por donde empezamos. Lo que en


muchos casos pone en peligro la armonía conyugal no es tanto la
falta de dinero cuanto la manera de emplearlo. Sólo el sentido de
responsabilidad de ambos cónyuges y la mutua confianza pueden
evitar los conflictos radicales. En cuanto a las diferencias de
opinión sobre el modo de emplear el dinero, que surgen
inevitablemente de vez en cuando aun entre las parejas que mejor
se entienden, la única manera de llegar a la armonía es el diálogo.
Hablando se entiende la gente. En vez de sacarle la vuelta al
problema, los cónyuges deben hablarlo franca y serenamente. La
reflexión conyugal no sólo sirve para los grandes problemas, sino
también para los pequeños.

180
La armonía en las actividades de los cónyuges

Otro de los puntos que crean frecuentemente problemas a la


armonía conyugal es el de las actividades de los cónyuges.

En este aspecto, no es raro que el marido tienda a reservarse el


derecho absoluto a decidir, lo mismo acerca de sus propias
actividades que de las actividades de su mujer. Tal derecho
absoluto no existe, y es de esperar que el lector de este libro lo haya
comprendido ya a estas alturas, por lo menos intelectualmente.
Que lo haya aceptado plenamente es otra cosa. Pero el primer paso
es comprenderlo. La autoridad conyugal no da al hombre ningún
derecho absoluto, puesto que su autoridad no tiene más razón de
ser que el bien común de la familia, en el que la mujer tiene
también una parte muy activa. Si el hombre lo decide todo por sí
mismo, la mujer se sentirá justamente ofendida al ver que el
hombre la considera más bien como una esclava que como una
compañera, y la desarmonía que eso producirá inevitablemente en
el hogar será precisamente lo contrario del bien común. Por
consiguiente, todo ejercicio justo de la autoridad conyugal del
hombre está forzosamente ligado a la aceptación razonable y
amorosa por parte de la mujer, y esa aceptación es imposible si los
cónyuges no se consultan todo lo necesario –y en el tono de
serenidad necesario para ponerse de acuerdo–.

Es cierto que las actividades del hombre producen generalmente


menos problemas conyugales que las de la mujer, porque todo el
mundo acepta que sobre el hombre recaiga principalmente la
responsabilidad de ganar el sustento familiar, y eso exige que el

181
hombre tenga cierta libertad de movimientos. Pero de ahí a sacar la
falsa conclusión de que el hombre tiene absoluta libertad para
hacer lo que quiera de su tiempo, con tal de que gane el sustento
familiar, y de que la mujer no tiene ninguna libertad para ninguna
forma de actividad fuera del hogar, porque no gana el sustento
familiar, hay un abismo. En realidad, tanto el hombre como la
mujer son seres humanos igualmente libres, que han puesto en
común su libertad con el objeto de establecer una profunda
comunicación humana y formar una familia. El matrimonio no
suprime ni la libertad del hombre ni la de la mujer, sino que las
orienta por igual al bien común de ellos mismos y de sus hijos. El
hombre y la mujer casados son libres en la medida en que se
sujetan a las condiciones que les impone ese bien común de ambos
y de la familia, que ellos mismos escogieron libremente y por
amor. Por consiguiente, la norma que se debe aplicar para juzgar
correctamente de las actividades del hombre o la mujer por igual,
es la contribución o la no contribución de esas actividades a la
armonía conyugal y al bien de los hijos. Aplicar cualquier otra
norma será siempre una equivocación que producirá en la familia
una tirantez que acabará con la armonía conyugal.

Las mujeres se quejan frecuentemente del abandono en que las


tiene el marido a causa de su trabajo. Tal queja puede estar
perfectamente justificada, en aquellos casos en que el marido
podría sin gran dificultad cambiar de trabajo, o modificar su
horario de trabajo para estar un poco más con su familia. Hay
hombres que no pueden pensar más que en negocios y que
consagran a los negocios prácticamente todo su tiempo. En un caso
u otro y durante ciertos periodos de la vida eso puede ser
absolutamente necesario para el sustento de la familia. Pero no
cabe duda que hay otros casos en que el hombre podría moderar
un poco más sus ambiciones y su activismo exagerado, para bien de

182
los suyos y de sí mismos. Y, como ese bien común es precisamente
la norma adecuada para juzgar sus actividades, las quejas de las
esposas están justificadas en tales casos. Es evidente que las
circunstancias reales de la vida son siempre muy complejas: hay
mujeres que necesitan menos de la presencia del marido para
sentirse apoyadas y queridas, hay hombres más ambiciosos o más
activos que otros, hay épocas en que el trabajo del marido se carga
más en otras, etcétera. Por eso no hay receta que valga. La única
solución está en que el hombre y la mujer sean capaces de discutir
serenamente el problema, de abrirse mutuamente el uno al otro, de
comprenderse mutuamente, de no encasillarse cada uno en su
posición. Esto supone que la mujer no pretende acaparar
indiscretamente al marido, ni privarlo de todo porvenir en su
trabajo. Pero también supone que el marido acepte que no tiene
derecho a decidir de sus actividades sin contar con su mujer y que
no es más libre que su mujer para hacer lo que le parezca.

El problema es generalmente más serio cuando se trata de las


actividades de la mujer fuera del hogar, en parte porque abundan
los maridos que creen que a ellos toca determinar arbitrariamente
lo que su mujer puede o no puede hacer, en parte también porque
abundan las mujeres indiscretas que quieren a toda costa hacer
valer “sus derechos”. Sobre la actitud “autoritaria” de ciertos
maridos ya hemos hablado y volveremos a hablar. Digamos algo
sobre la actitud “feminista” de ciertas mujeres.

Por su función maternal, la esposa está normalmente más atada


al hogar que el marido. No se trata de una esclavitud, sino de una
misión diferente de la del marido, y la mujer que no es capaz de
entenderlo así, ha comprendido muy poco lo que significa ser
mujer y madre. Hay un feminismo miope que no tiene en cuenta la
diversidad de funciones entre el hombre y la mujer, y razona así:

183
“Si el hombre puede trabajar fuera del hogar, la mujer también
puede trabajar fuera. Si el hombre puede pasar ocho o diez horas
del día fuera del hogar, la mujer también tiene derecho a eso”. Y así
es como razonan algunas mujeres, sin tener en cuenta que no es
una cuestión de horas, ni derechos, sino de encontrar su felicidad
en llenar plenamente su misión de esposas y de madres. Tal miopía
sólo puede compararse con la de la actitud de los maridos que,
exagerando en sentido contrario, razonan así: “Puesto que la mujer
está hecha para ser madre, su puesto está en el hogar. Por
consiguiente toda actividad de la mujer fuera del hogar es
condenable”.

Las dos maneras de plantear y resolver el problema son


igualmente absurdas. La actividad de la mujer, como la del hombre,
debe juzgarse no por los caprichos del uno o del otro, sino por el
bien común, es decir, por el progreso de los cónyuges en el amor
adulto y por el bienestar de los hijos. Cuando los hijos son
pequeños, la presencia de la madre en el hogar es prácticamente
indispensable. Pero, cuando los hijos son ya mayores o pasan buena
parte del día en la escuela, la presencia de la mujer en la casa no
siempre será igualmente necesaria. Es claro que la mujer que, sin
una razón muy grave, multiplica sus actividades fuera del hogar
cuando los hijos son pequeños y tienen necesidad de ella, traiciona
el bien común de la familia y creará graves problemas en la
armonía conyugal. Pero es igualmente claro que hay casos en los
que, por la falta de hijos, o por la edad y las ocupaciones de éstos, la
presencia casi constante de la madre en el hogar no es
indispensable. En tales casos, la dificultad que surge
frecuentemente es la actitud hostil del marido a la actividad de su
mujer fuera del hogar. ¿Es razonable tal actitud? Todo depende de
lo que esa actividad exija de la mujer, de si es compatible con el
bien del hogar y de si puede aportarle algo útil para su vida de ser

184
humano de esposa y de madre.

En efecto, muchos maridos parecen ignorar que su mujer es un


ser humano, y que, como tal, puede tener deseos muy legítimos de
aprender, de cultivarse, de trabajar, de ver a otros seres humanos,
de aportar su pequeña colaboración a la sociedad en que vive, de
ayudar a sus semejantes, de ocupar útilmente el tiempo que le
queda libre. Todos esos deseos son humanos y perfectamente
legítimos, en la medida en que no se oponen razonablemente al
bien de la familia. Más aún, la realización de esos deseos puede ser
en la vida de la mujer un elemento de equilibrio que la enriquezca
para la vida conyugal y familiar. Hay maridos que se quejan de que
su mujer carece totalmente de cultura y de que no pueden hablar
con ella de nada interesante; pero arquean las cejas en cuanto la
mujer muestra el deseo de ir a una academia o a una universidad.
Hay maridos que se quejan del nerviosismo de su mujer; pero son
incapaces de comprender que ese nerviosismo proviene del
aislamiento en que la tienen confinada, o de la falta de una
ocupación útil a la sociedad. Si esas mujeres se ocuparan en alguna
obra social o religiosa, si entraran más en contacto con la realidad
total de la vida, darían menos importancia a sus ridículos
problemas personales y llegarían a un mayor equilibrio en su vida
de esposas y madres. Pero muchos maridos no quieren oír hablar
de esto, porque temen que la mujer se independice, o que los
abandone, o que tome conciencia de que es un ser humano igual a
ellos. Esos maridos sufren en el fondo de un complejo de
inferioridad. El amor conyugal verdadero sólo puede basarse en la
igualdad de los cónyuges y la diversidad de sus funciones, es un
diálogo total al que cada uno de los cónyuges aporta una riqueza
diferente.

En algunos casos, las circunstancias económicas del hogar pueden

185
imponer absolutamente la necesidad de que la mujer trabaje para
ayudar al marido a ganar el sustento de la familia. En los países en
los que el trabajo de la mujer es cosa admitida y ordinaria, eso no
crea ningún problema. En cambio, en los países o en los medios
sociales en los que el hecho de que la mujer trabaje es más bien
raro, el marido se siente humillado y frustrado, y la mujer poco
inteligente toma con frecuencia cierto aire de superioridad y
reivindica una independencia exagerada de su marido, alegando
que ella también gana el dinero de la casa. Es evidente que, en tales
casos, sólo un gran sentido común de los dos cónyuges y un amor
adulto pueden evitar una crisis grave de la armonía conyugal. La
responsabilidad del bien común de la familia pesa por igual sobre
el marido y la mujer, y no tiene nada de humillante que la mujer
ayude al marido a procurar el bien común, y que le ayude
precisamente trabajando para ganar dinero, cuando eso es
necesario. Esa colaboración más íntima entre marido y mujer en lo
económico puede ser la base de una armonía conyugal más
profunda, y puede también dar al traste con la armonía conyugal.
Todo depende de la actitud que el hombre y la mujer tomen. Y lo
mismo se puede decir de todos los problemas que se refieren a las
ocupaciones de ambos cónyuges fuera del hogar: lo que hace de
esas ocupaciones un problema para la armonía conyugal no es el
hecho de que existan o no, sino la actitud inmadura y egoísta que
uno de los cónyuges, o los dos, toman ante ellas.

En resumidas cuentas, la armonía conyugal por lo que se refiere a


las ocupaciones respectivas de los cónyuges fuera del hogar, es una
cuestión de amor, no de derechos del marido y de la mujer. Es una
cuestión común y no puramente individual, y hay que resolverla
en común, pensando realmente en el bien común y no en la
satisfacción del egoísmo individual. Por último, no es una cuestión
que se resuelve una vez por todas, porque las circunstancias del

186
hogar cambian constantemente: el trabajo remunerado de la mujer
puede ser necesario en una época e innecesario en otra; lo que
empezó como una cooperación moderada de la mujer en una obra
social o apostólica, puede acabar por convertirse en una actividad
exageradamente absorbente, que le impida el encuentro tranquilo
con los suyos y la atención que les debe... Así pues, es una cuestión
que los esposos deben revisar juntos periódicamente, con lealtad,
sabiendo que nada hay tan importante para ellos mismos, para sus
hijos y para la sociedad en que viven como su propio amor.

187
La armonía conyugal en las relaciones con los otros

Las amistades de uno y otro de los cónyuges y sus relaciones con


la familia política respectiva, constituyen otro de los campos en que
se pone frecuentemente a prueba la armonía conyugal.

No nos detendremos a describir las situaciones tirantes que


pueden crear en un matrimonio las malas relaciones de uno de los
cónyuges con la familia del otro, especialmente con la suegra, o las
amistades de uno de los cónyuges que el otro no acepta. El caso es
tan frecuente, que no vale la pena entrar en detalles. Cada
matrimonio tiene sus propios ejemplos. Lo importante es tener
ideas claras para guiarse en los casos concretos.

Entre la ruptura total con la familia política (cosa que siempre es


nociva a la armonía conyugal, porque hiere profundamente a uno
de los cónyuges) y la dependencia exagerada de la familia política,
hay siempre un medio. Pero cada pareja tiene que descubrir el
justo medio propio, porque las circunstancias de cada pareja son
diferentes. Hay suegras y suegros absorbentes, y los hay también
que son sensatos. Hay parejas que viven en la misma ciudad y aún
en la misma casa que los suegros, y otras que viven lejos de ellos.
Por consiguiente, tampoco en este problema hay posibilidad de dar
una receta hecha.

La armonía conyugal acerca de la actitud concreta que haya que


tomar respecto de la familia política depende de la buena voluntad
de los dos cónyuges. Esta verdad de Perogrullo es aquí más
verdadera que en cualquier otro caso, porque toda tirantez en este

188
punto crea en uno de los cónyuges un conflicto entre su amor
conyugal y su amor filial. Cuando hay realmente un problema, es
imposible resolverlo sin mucha buena voluntad y delicadeza de las
dos partes.

El principio de solución es muy claro: los cónyuges abandonan a


su padre y a su madre al casarse, según la expresión de la Sagrada
Escritura. Eso significa que en todo conflicto entre el amor filial y
el amor conyugal hay que dar la preferencia al segundo. Pero las
aplicaciones son mucho menos claras, en parte porque el cariño
filial puede impedir que uno de los cónyuges vea claro, y en parte
porque el otro cónyuge puede tomar en esto una actitud egoísta
que con razón hiere al otro. El ideal sería que, en esta materia, el
hijo o la hija políticos tuvieran siempre la última palabra, y que el
otro cónyuge tuviera suficiente confianza en él como para aceptar
que su decisión es la que tiene más garantías de contribuir al bien
común del hogar, ya que el cónyuge político no está afectado
directamente por el conflicto entre el amor conyugal y el amor
filial. Pero esa confianza total supone un amor tan grande de los
dos cónyuges, que pocas parejas la alcanzan.

Más práctico puede ser evitar, en cuanto sea posible, que el


problema se llegue a presentar en una forma aguda. Y la manera de
lograrlo consiste en independizarse lo más posible de ambas
familias políticas desde el principio del matrimonio.
Independizarse no quiere decir no verlas, sino no depender de
ellas, sentirse libre respecto de ellas, oponer una resistencia
inteligente y sonriente a la presión afectiva que los padres de cada
uno de los cónyuges ejercerán inconscientemente sobre ellos para
conservarlos. Y al que toca oponer esa resistencia es al hijo, no al
hijo político, porque si éste lo hiciera se atraería la hostilidad de los
suegros, en tanto que el hijo no corre ese riesgo respecto de sus

189
padres. A lo sumo lo hará sufrir un poco; pero acabarán por
comprender y se acostumbrarán a la nueva situación.
Naturalmente esta resistencia “inteligente y sonriente” es tanto más
necesaria y más difícil cuanto la pareja está más cerca de las
familias políticas y más ligada con ellas. Pero, si los recién casados
no hacen sentir su independencia desde el principio, cueste lo que
cueste, tarde o temprano tendrán problema, y un problema que
puede afectar seriamente la armonía conyugal.

En cuanto a las amistades de uno de los cónyuges que el otro no


acepta, el principio de solución es el mismo que en el caso anterior:
los cónyuges deben estar dispuestos a sacrificar cualquier cosa con
tal de salvar la armonía conyugal. Pero sería una falsa fórmula de
armonía la de suprimir todas las amistades para evitarse todo
problema. El hombre o la mujer que se oponen sistemáticamente a
todas las amistades que no son estrictamente comunes a los dos,
dan muestras de muy poca madurez afectiva. Teóricamente el ideal
sería que los dos se entendieran con las mismas personas y en el
mismo grado; pero en la práctica eso es irrealizable. Lo que hace
falta por parte de ambos cónyuges es una gran confianza mutua y
una gran dosis de discreción de cada uno para evitar que una
amistad llegue a ser demasiado invasora y se convierta en un
obstáculo para la armonía conyugal. Pero, si este último caso se
diera, es indudable que la armonía conyugal tiene el primer lugar y
que habría que sacrificar esa amistad. Ninguno de los dos cónyuges
puede juzgar sólo de la mayor o menor conveniencia de una
amistad, puesto que depende también y principalmente del efecto
que produce sobre el cónyuge. Una amistad que en sí misma sería
buena y enriquecedora, puede dejar de serlo en el conjunto de la
vida conyugal. Y para caer plenamente en la cuenta de ello y tener
el valor de sacrificar esa amistad, los cónyuges necesitan
manifestarse mutuamente sus ideas y sentimientos, con lealtad y

190
confianza. Las amistades forman parte de la vida conyugal, y en
algunos casos deben ser el objeto de su reflexión. No hay nada peor
que dejar que se encone un problema por no haberlo hablado a
tiempo y francamente.

191
La armonía en la educación de los hijos

Indudablemente que nada favorece tanto el desarrollo


equilibrado de la afectividad de los hijos como el vivir en un clima
de armonía profunda entre los padres. Los niños aprenden viendo,
sintiendo y viviendo, mucho más que oyendo. Todos los buenos
consejos del mundo no bastan para suplir en la educación de los
hijos lo que sólo la armonía real de los padres puede darles.

Pero en pocos puntos es tan necesaria esa armonía como en lo


que se refiere a la manera práctica de educar a los hijos. Siempre
que existe un desacuerdo profundo de los padres a este respecto,
los hijos son los que pagan a la larga los platos rotos.

Es clásico el caso de la madre demasiado consentidora y del


padre demasiado severo, o viceversa. El niño es extremadamente
sensible a esas diferencias, como lo prueba el hecho de que, cuando
hace una diablura, se refugia instintivamente con el más
consentidor de los dos. Pero, precisamente porque es tan sensible,
esa diferencia produce en él un desconcierto profundo, porque cae
oscuramente en la cuenta de que sus padres tienen un criterio
distinto para juzgar el mismo hecho. Cuando esa actitud diferente
de los padres se manifiesta constantemente y en forma aguda,
compromete seriamente el desarrollo afectivo y moral de los hijos.
En efecto, éstos se apegarán excesivamente y por puro egoísmo al
más consentidor de los padres, y cogerán miedo al otro. Más tarde,
en su vida de adultos, tenderán inconscientemente a identificar la
actitud del padre y de la madre con la de las personas del sexo
masculino y del sexo femenino con las que entran en relación, y

192
tomarán respecto de ellas una actitud semejante a la que tomaban
frente al padre y la madre. Así se explican en parte el desprecio o el
miedo instintivo que algunos hombres sienten por las mujeres, la
tendencia marcada a la homosexualidad de algunos adultos,
etcétera. Por otra parte, las diferencias de criterio del padre y la
madre para juzgar los mismos hechos produce en los hijos un
desequilibrio moral, ya que no logran formarse una idea estable de
lo justo y de lo injusto, de lo conveniente y de lo inconveniente, de
lo bueno y de lo malo. ¿Cómo podrían formarse esa idea, si el
padre se ríe de lo que la madre castiga, o viceversa?

El caso del padre severo y de la madre consentidora no es más


que un ejemplo. En realidad, toda diferencia profunda entre el
padre y la madre acerca de la educación de los hijos –ya sea en lo
religioso, o en lo moral, o en cualquier otro terreno importante–
tiende a producir en los hijos un desgarramiento psicológico que
puede poner en peligro su equilibrio humano. De ahí la
importancia enorme de la armonía de los padres en este aspecto.
Los cónyuges nunca insistirán demasiado en este punto en la
reflexión conyugal. Las circunstancias cambian a medida que los
hijos van creciendo. El método que fue bueno cuando el hijo tenía
cuatro años puede ser contraproducente cuando tiene ocho años. Si
los padres no reflexionan juntos y con frecuencia sobre su manera
de educar a los hijos y sobre los efectos visibles de esa educación,
cada uno de los padres tratará a sus hijos a su manera y los hijos
pagarán los platos rotos. Nada es tan común a los cónyuges como
los hijos, y ninguna obra común es más importante que la
educación de los hijos. El padre que descarga en la madre toda la
responsabilidad de educar a los hijos es un cobarde. Y los cónyuges
que creen que el acuerdo sobre la manera de educar a los hijos se
produce automáticamente y no se toman nunca el trabajo de
reflexionar juntos sobre ese punto se equivocan de medio a medio.

193
La armonía en la manera práctica de educar a los hijos se logra a
base de diálogo entre los padres. Esto supone que los dos se
interesan por igual en lo que se refiere a la educación de los hijos y
que cada uno de los dos está dispuesto a escuchar al otro. La madre,
que pasa más tiempo con los hijos, los conoce mejor y ve más de
cerca los efectos de la educación. Eso da un valor particular a sus
observaciones y puntos de vista. Pero el padre, precisamente
porque está un poco por encima de los ligeros conflictos cotidianos
entre la madre y los hijos, puede generalmente juzgar con mayor
claridad sobre la significación real de esos conflictos, sin darles una
importancia que la madre tiende fácilmente a exagerar. Una vez
más, las funciones de los cónyuges son diferentes y se completan, y
sólo la conjugación armónica de las dos funciones puede dar
verdadera cohesión a los métodos educativos. Nada tiene de
extraño que una inmensa mayoría de los casos de criminalidad y de
desadaptación profunda a la sociedad se produzcan en individuos
que carecieron de hogar o crecieron en un hogar hondamente
dividido. Es cierto que la libertad individual constituye un
elemento importante con el que hay que contar; pero la educación
de la libertad de los hijos depende fundamentalmente de la actitud
y de la armonía conyugal de los padres.

194
La armonía conyugal en las prácticas religiosas

Puesto que éste es un libro destinado principalmente a


matrimonios católicos, tengo derecho a suponer en los cónyuges
un acuerdo fundamental en materia religiosa. Puesto que este libro
será leído sobre todo por parejas a quienes interesa y preocupa la
espiritualidad conyugal, tengo también derecho a suponer que
ambos cónyuges atribuyen una importancia particular a sus
relaciones personales con Dios y a las prácticas religiosas en las que
esa actitud toma cuerpo y se manifiesta. Así pues, existe ya entre los
cónyuges, en este aspecto, un fundamento amplio y sólido de
armonía.

A pesar de ello, la armonía en las prácticas religiosas plantea


frecuentemente un problema entre los cónyuges católicos. El
hombre es, por temperamento, menos dado que la mujer a las
“devociones”, y mucho menos manifestativo en ella en lo que se
refiere a los sentimientos religiosos. Por otra parte, la mujer
atribuye con frecuencia una importancia exagerada a la
manifestación de esos sentimientos, y sufre al ver que su marido no
la sigue en ese punto que ella considera fundamental. De ahí a sacar
la conclusión de que el marido es un cristiano tibio no hay más que
un paso, y la mujer lo da con una frecuencia alarmante. Para
mejorar ese estado de cosas que a ella le parece catastrófico, porque
piensa que va de por medio nada menos que la salvación eterna de
su marido, la mujer hace un deber de exhortarlo frecuentemente a
confesarse, a comulgar, a hacer los ejercicios de san Ignacio o los
cursillos de cristiandad, etcétera. El efecto es generalmente
contraproducente: esa insistencia indiscreta molesta al marido, que

195
la comprende mal y la juzga peor. Y para mostrar su independencia
en ese terreno tan personal, el marido no sólo no hace lo que su
mujer quisiera, sino que deja de hacer lo que hubiera hecho de
buena gana si su mujer respetara más su libertad.

Para muchas mujeres no hay más manera de vivir en relación


con Dios que la suya, no hay más manera de practicar la caridad
cristiana que la suya, no hay más devociones que las suyas, no hay
más nivel serio de vida espiritual que el suyo y no hay más manera
de ir a Dios que la suya. Y la libertad que ellas se conceden para
practicar y expresar sus relaciones con Dios como ellos lo juzgan
conveniente, la niegan absolutamente a su marido. Tal actitud no
tiene nada que ver con el amor conyugal, cuya base es la capacidad
de dar a la ideas y sentimientos del cónyuge una importancia
semejante a la que damos a los nuestros, y procede de una serie de
confusiones y prejuicios pseudocristianos que conviene
desenmascarar.

La primera confusión tiene lugar entre lo que es obligatorio y lo


que es libre en materia de prácticas religiosas. Según el juicio de la
Iglesia, para ser un buen cristiano es necesario y suficiente, en
circunstancias normales, ir a Misa los domingos y días de
obligación y confesar y comulgar una vez al año durante el periodo
pascual. Todo lo que se añada a estas prácticas esenciales (supuestos
naturalmente el Bautismo, la Confirmación, y el sacramento del
Matrimonio para los casados) puede ser una manifestación de
mayor vitalidad cristiana; pero la Iglesia no lo considera esencial
para ser buen cristiano, en circunstancias normales. Todo lo que se
añada a estas prácticas esenciales es accidental, en cierto sentido,
sin que ello quiera decir que carezca necesariamente de
importancia. Pero de esa importancia diremos una palabra más
abajo. Por el momento, queda perfectamente claro que es un

196
prejuicio pseudocristiano el atribuir al rosario, o al escapulario, o a
los nueve primeros viernes, o aun a la Misa y la comunión
frecuente una importancia esencial, puesto que la Iglesia, que es la
única que tiene autoridad para juzgar en esta materia, no les ha
dado esa importancia. Y lo cierto es que más de una mujer, por su
terquedad en insistir en que su marido adopte algunas de esas
prácticas accidentales como si fueran esenciales, parece dar a
entender que así las considera. La consecuencia de esa terquedad y
de esa confusión es que el marido abandona muchas veces aún lo
esencial.

El segundo error consiste en confundir lo que es bueno para mí


con lo que es bueno para los demás, en materia de prácticas
religiosas y de vida espiritual en general. En efecto, no pocas
mujeres piensan que su marido tiene exactamente las mismas
necesidades espirituales que ellas y que debería usar exactamente
los mismos medios espirituales que ellas. Si a ella le hace bien el
examen de conciencia diario y le consagra diez minutos cada día,
su marido debería hacer lo mismo. Si ella no puede acostarse sin
haber rezado el rosario, su marido debería rezarlo también. Si ella
se confiesa cada ocho días, su marido debería confesarse cada ocho
días. Si ella se dirige con el padre tal, su marido debería dirigirse
con el padre tal. Si ella encuentra una gran fuerza espiritual en la
misma y la comunión diarias, el marido debería ir a Misa y
comulgar diariamente. Si ella renueva su vida espiritual en los
ejercicios de cada año, su marido debería hacer cada año los
ejercicios. Y así se lo repite por activa por pasiva.

Esto es desconocer que la psicología y las circunstancias de cada


ser humano son diferentes, y que la gracia de Dios no trabaja al
mismo ritmo ni en la misma forma en todas las almas. Para una
persona escrupulosa el examen de conciencia diario puede ser

197
causa de serios trastornos espirituales, en tanto que para otra puede
ser un medio de santificación. Y, sin embargo, la primera puede ser
más santa que la segunda. Para una persona distraída el rosario
puede ser una forma muy poco apta de oración, en tanto que para
otra puede ser una forma muy eficaz. Para una persona o un
director espiritual puede ser una gran ayuda, en tanto que para otra
puede ser nocivo. Para una persona el ir diariamente a Misa puede
significar el tener que sacrificar una parte del descanso del que
tiene necesidad para su equilibrio humano, en tanto que para otra
puede ser un verdadero descanso. Para una persona el comulgar
diariamente puede convertirse en una rutina sin sentido, en tanto
que para otra puede ser imprescindible. En una palabra, si la Iglesia
deja una amplia libertad en las prácticas religiosas es por algo. Y si
hay un punto en el que la libertad humana merezca y exija respeto,
ese punto es el que se refiere a las relaciones personales con Dios,
precisamente porque se trata de relaciones personales, que
dependen de las gracias personales que Dios da a cada uno y
porque la manifestación externa de la vida interior y los medios de
desarrollarla están en parte ligados a la psicología personal. Dios y
la Iglesia respetan la libertad humana. Las mujeres casadas también
están obligadas a respetarla. Y respetarla significa no forzarla por
ningún medio. Hay maneras de hacer presión sin decir una
palabra, que equivalen a un verdadero “chantaje” afectivo sobre el
marido. Y el “chantaje” por razones dizque espirituales no es más
cristiano que otra forma cualquiera de “chantaje”.

Decir esto no equivale a negar la importancia de las prácticas


religiosas cristianas, ni a negar que la Misa y la comunión
frecuentes están normalmente ligadas a una vida espiritual intensa
y que tiene por eso mismo una importancia que no se puede
comparar con la de ninguna “devoción”. Tampoco equivale a decir
que el examen de conciencia y el rosario y los primeros viernes

198
carezcan de importancia o de sentido. Simplemente se trata de
poner en su lugar lo esencial y lo accidental, lo más conveniente y
lo menos conveniente, el deseo de ayudar espiritualmente al
marido y la tentación de presionar contra su legítima libertad.

Finalmente, la tercera confusión que suele cometerse en este


aspecto es entre espiritualidad conyugal y espiritualidad uniforme
de los dos cónyuges. Este error no sólo es frecuente entre las
mujeres, sino también entre los hombres que se interesan
seriamente por la espiritualidad conyugal.

Tal error es muy explicable. Se insiste tanto actualmente sobre la


necesidad de vivir la espiritualidad conyugal, sin explicar
claramente en qué consiste eso, que los cónyuges bien
intencionados sacan fácilmente la conclusión de que consiste
forzosamente en orar juntos, en ir a Misa y comulgar juntos y en
practicar juntos las mismas formas de apostolado.

En realidad, la espiritualidad conyugal, como lo dijimos en el


capítulo destinado a este tema, no consiste en ninguna práctica
religiosa o ejercicio de piedad particulares, sino en una manera
propia y peculiar de los cristianos casados de aprovechar las
riquezas de santificación de la Iglesia. Concretamente, la
espiritualidad conyugal consiste en que los cristianos casados
tomen conciencia de que su vocación en la Iglesia es una vocación
al amor humano sobrenaturalizado por el sacramento del
Matrimonio, de que sus medios de santificación peculiares se
encuentran precisamente en la vivencia cotidiana del amor
conyugal sobrenaturalizado por el sacramento, y de que por razón
de su vocación en la Iglesia todos los otros medios de santificación
no obligatorios y todas las formas de apostolado están
subordinados al amor conyugal. Esto no quiere decir

199
evidentemente que los cónyuges estén excluidos de los medios de
santificación comunes a todos los cristianos, que son
particularmente la oración y los sacramentos de la confesión y la
comunión, ni que estén excluidos de la participación en el acto
cristiano por excelencia, que es la Misa. Tampoco quiere decir que
no sea muy conveniente que oren juntos y que vayan juntos a Misa
y comulguen juntos. Pero a cada pareja toca juzgar, en caso
concreto y a la luz de la jerarquía de valores que les da el
sacramento del Matrimonio, si conviene hacerlo o no, y en qué
medida conviene hacerlo. Lo que para unos es conveniente, para
otros será inconveniente, según las circunstancias particulares de
temperamento, de horario, de nivel espiritual, etcétera.

Así llegamos al punto concreto de la armonía conyugal en las


prácticas religiosas. Armonía no significa forzosamente
uniformidad en las prácticas religiosas, ni ejercicios de piedad en
común, sino acuerdo profundo de dos personas diferentes, que
tienen cada una gustos, aptitudes, gracias y psicologías diferentes.
La reflexión conyugal serena es el único medio de llegar a la
armonía. Y si en algún punto es necesario el respeto de la libertad
del otro entre los cónyuges, es en éste. Pero respetar no equivale a
no tratar el punto en la reflexión conyugal, sino a tratarlo
respetando la libertad del cónyuge, sin querer imponerle el punto
de vista propio. Lo que se refiere a la vida espiritual de los
cónyuges cristianos no puede quedar sistemáticamente excluido de
la reflexión conyugal, porque forma también parte del camino
hacia el diálogo total.

200
notas
[1] Sobre esta idea volveremos más despacio en el capítulo VII.
[2] Como todos los lectores saben, el matrimonio natural y el sacramento no se
distinguen, tratándose de los bautizados. Un bautizado no puede contraer válidamente
matrimonio sin recibir el sacramento.
[3] A este propósito, me parece oportuno hacer notar que, aun en los casos en que el
matrimonio fracasa (por incompatibilidad total de caracteres, o por irresponsabilidad
de uno de los cónyuges), la santidad del cristiano casado sigue consistiendo en tratar de
vivir plenamente su amor humano. Es decir, en no cerrarse al amor, en poner cuanto
está de su parte por entenderse con su cónyuge, en serle plenamente fiel a pesar de su
infidelidad, en saber perdonarlo, en saber volver a empezar como si nada hubiera
pasado, en seguir queriendo a su cónyuge aún sin encontrar correspondencia de su
parte. Un amor así, que resiste a todas las dificultades y no desespera ante el fracaso,
puede ser de las formas más altas de santidad conyugal. Sólo un amor transfigurado
por el sacramento es capaz de esa fidelidad total.
[4] Sobre la armonía conyugal y los conflictos cotidianos hablaremos detalladamente
en los tres últimos capítulos de este libro.
[5] Feminismo: tendencia a aumentar los derechos sociales y políticos de la mujer.
[6] Dr. Marcel Eck, Autorité et liberté entre époux, en “Etudes”, mayo de 1957, p. 190.
[7] Dr. Noel Lamare, Connaissance Sensuelle de la Femme, Editions Correa,
Buchet/Chastel, París, 1952, p. 190.
[8] V Ibíd, p. 192.

201
202
Matrimonio en crisis
Orozco A., Juan Manuel
9786079459284
102 Páginas

En la actualidad, uno de cada tres matrimonios terminan en divorcio.


Con tantas familias en crisis, ¿Cómo es posible que se dé una sociedad
justa y respetuosa?

Este libro nos lleva a reflexionar sobre las causas y posible soluciones de
los desencuentros más comunes que originan tantas familias
disfuncionales.

203
Índice
Diálogo conyugal 2
Índice 5
Prólogo 18
Introducción 19
I. EL AMOR CONYUGAL 21
Capítulo I: El amor adulto 22
Del niño al adulto 23
¿Qué significa ser adulto? 27
Enamoramiento y amor adulto 30
Capítulo II: Amor y Matrimonio 37
¿Qué es el matrimonio? 40
El amor libre 43
La libertad del amor 51
Capítulo III: El sacramento del Matrimonio 55
Matrimonio y sacramento 56
El sentido sagrado del Matrimonio cristiano 58
La gracia sacramental del Matrimonio 62
Las gracias cotidianas 65
La cooperación humana 67
Capítulo IV: La espiritualidad conyugal 73
¿Qué es una espiritualidad? 74
La oportunidad de la espiritualidad conyugal 78
Los elementos esenciales de la espiritualidad conyugal 83
II. EL AMOR INMADURO 90
Capítulo V: La desilusión infantil 91
“Y fueron muy felices”... 93
La explicación de la crisis 96
La desilusión infantil 98
La superación adulta de la crisis 102
204
Capítulo VI: Las actitudes infantiles 106
El infantilismo sexual 108
Los celos 115
Capítulo VII: Autoritarismo y autoridad 119
Autoridad y libertad 121
Autoridad y libertad en el matrimonio 129
La Iglesia y la autoridad conyugal 136
III. HACIA EL AMOR ADULTO 139
Capítulo VIII: Armonía conyugal y reflexión conyugal 140
La verdadera armonía 141
La reflexión conyugal 148
Reflexión conyugal e incompatibilidad de caracteres 152
La reflexión en equipo 159
Capítulo IX: La armonía en las relaciones sexuales 160
La base de la armonía sexual 162
El ideal de la armonía sexual 165
Armonía sexual y “técnica sexual” 169
Continencia periódica y armonía conyugal 172
Capítulo X: La armonía en la vida cotidiana 175
La armonía en el empleo del dinero 176
La armonía en las actividades de los cónyuges 181
La armonía conyugal en las relaciones con los otros 188
La armonía en la educación de los hijos 192
La armonía conyugal en las prácticas religiosas 195
Notas 201

205

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