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Arteterapia en La Tercera Edad.: Salud y Patología
Arteterapia en La Tercera Edad.: Salud y Patología
Salud y patología.
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El arte pareciera tener propiedades curativas que van de suyo y
no ha esperado a la ciencia para ponerlas en práctica. El arte es
sano, tanto para quien lo realiza como para quien lo recibe como
espectador, y esa eficacia abarca tanto al proceso creativo en quien
lo produce como a la recepción sensorial en quienes son sus
destinatarios. Si esto es así, mal podría ser utilizado como
herramienta para ninguna terapia porque esa dimensión terapéutica
ya está presente en él desde el vamos.
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hubiese envejecido más de lo que debiera, entonces decimos que
estamos frente a una demencia.
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La demencia de Alzheimer
planificar
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Las diferencias fundamentales entre la clínica de las demencias
de Alzheimer y las vasculares se pueden observar sobre todo en el
curso de la enfermedad, dado que mientras el paciente con
alzheimer tiende a involucionar de forma pareja y sostenida, como si
se tratase de una pendiente o de la ladera de una montaña, el
paciente con demencia vascular tiene una involución que presenta
un curso escalonado, haciendo mesetas y de vez en cuando
presentando una caída abrupta, coincidente con un nuevo evento
vascular. Las demencias vasculares tienen entonces muchas veces
ese factor sorpresivo que hace que el paciente pierda habilidades de
un día para el otro, mientras que las demencias de alzheimer
presentan un deterioro sostenido y regular. A nivel de las imágenes
(RMN o TAC) la enfermedad de alzheimer mostrará una atrofia
cortical difusa, con ensanchamiento de surcos y cavidades y la
demencia vascular mostrará unos puntitos brillantes que marcan los
sitios en los que se produjeron los eventos vasculares (ACV).
Otras demencias
Luego hay otras demencias que son menos comunes que estas
dos, tales como la Demencia con cuerpos de Lewy, (que suele
presentar un inicio muy agresivo y que puede incluir alucinaciones
visuales, parkinsonismo y alteraciones del sueño entre sus
síntomas), la demencia secundaria a enfermedad de Parkinson
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(también insidiosa y muy agresiva), la demencia fronto temporal
(que habitualmente debuta con severas alteraciones del estado de
ánimo, depresión ansiosa, impulsividad, etc.).
Tengo entendido que esta descripción nosográfica ya la han
trabajado en otras reuniones de modo que me he limitado a hacer
un repaso somero. De todos modos es importante tenerlas en
cuenta porque, aunque nos centremos en las posibilidades de un
paciente, posibilidades creativas en este caso, es inevitable que uno
tenga que vérselas habitualmente con alguna de estas
enfermedades para complicar aún más la tarea.
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placentera y altamente gratificante. En ese marco creo que la
arteterapia puede encontrar un lugar privilegiado como
complemento del estímulo de las operaciones matemáticas, lógicas
y lingüísticas.
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dentro de un sistema en el cual la fuerza de trabajo es entendida
como una posesión, como una mercancía más. El jubilado es
entonces parte de la clase pasiva porque está fuera de ese
intercambio de fuerza laboral por dinero. Obsérvese por ejemplo
que no pensamos como parte de la clase pasiva a los accionistas de
las multinacionales sin importar la edad que tengan, porque ellos no
tienen necesidad de vender su tiempo a un amo y por lo tanto
tampoco dejan de hacerlo dado que nunca lo han hecho. No, la
pasividad es una prerrogativa del trabajador asalariado que ya no
tiene dónde vender su fuerza de trabajo, lo que equivale a decir que
ha quedado fuera del sistema como un resto, un resto que se
resiste a desaparecer aunque se lo confine en instituciones que
parecen muchas veces tener como fin (hay que decir que existen
excepciones) el esperar que la vida de esa persona que ya no
produce riquezas finalmente se apague. Suena cruel, pero es sólo la
descripción de lo que en nuestra sociedad de consumo es el lugar
que el capitalismo reserva a los viejos, no muy diferente que el que
reserva para la locura.
Y claro, como se le ha comprado su tiempo, ocho, diez o doce
horas por día y muchas veces a precio vil durante sus años
productivos, como ese tiempo ha sido la mercancía con la que ha
negociado su sustento diario, al quedar excluido del mercado, el
tiempo, del que ahora dispone de nuevo, parece ya no tener sentido
y parece haber dejado de ser oro, como reza el dicho, para
convertirse en algo que hay que matar, que dejar pasar (¿no es ese
el sentido de los pasatiempos?) hasta que finalmente se termine de
agotar.
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Este panorama, bastante desolador, está atado a la idea del ser
humano realizado como tal en el trabajo, en su aspecto de homo
faber. No en la obra sino en el trabajo; palabra con etimología
curiosa si las hay, ya que “trabajar”, proviene del latín popular
tripalliare, que significa atormentar, torturar con el tripallium, que
era una herramienta parecida a un cepo con tres puntas o pies que
se usaba inicialmente para sujetar caballos o bueyes y también
como instrumento de tortura para castigar esclavos o reos. Bien,
pareciera que los humanos hemos llegado a un estado de alienación
tal que cuando la tortura cesa ya no sabemos qué hacer con nuestro
tiempo y nos dirigimos sin escalas hacia la depresión.
Es mucho más interesante a mi entender la denominación de
tercera edad, y su interés radica en el plus de sentido que nos
permite pensar algunas cosas en un curso distinto y, si se quiere,
nos permite también ser un poco más optimistas.
Si hay una tercera edad entonces también debemos admitir que
debe haber también una primera y una segunda edad que la
preceden.
Como es obvio, la primera edad no es otra que la de la niñez, y
se caracteriza por ser una etapa de la vida en la que el humano se
comporta como una suerte de esponja, donde hasta las cosas
nimias del mundo son capaces de revestir un carácter asombroso
ante el observador. Es la edad del aprendizaje, pero también es la
edad de la creatividad sin límites, sin ataduras a las exigencias
sociales, en la cual los pequeños pintores ejercen su tarea sin saber
siquiera lo que es una galería de arte y prescindiendo de la idea
adulta de que esa obra tenga un precio o de que directamente
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pueda ser realizada en función de ese precio como única finalidad,
como único horizonte teleológico. La primera edad es también la
edad del juego, del juego libre y con reglas mínimas y flexibles,
siempre al servicio del placer de los jugadores y no al revés. Esta
capacidad lúdica y despojada de todo finalismo que no sea el placer
creativo, tan presente en el niño, es condición excluyente para el
ejercicio de toda actividad artística. La plasticidad de esta
percepción incluye además cierta elasticidad del tiempo, regido por
pulsaciones propias, por el hambre, el sueño, la luz, la oscuridad (se
hizo de noche, hay que ir a tomar la leche, es hora de dormir, etc.).
La medición del tiempo en el cuadrante de un reloj se le antoja al
niño como una actividad innecesaria sólo justificada por el asombro
que le produce ese artilugio mecánico o electrónico con que se lo
mide y que traduce el transcurrir de las horas en el plano del
desplazamiento espacial de dos agujas sobre un cuadrante. La
primera edad es la edad del asombro, del descubrimiento y de la
creación, lo que la convierte, al menos en nuestros recuerdos, en
una edad de oro en toda regla.
Y como no puede ser de otra manera, transición de la
adolescencia mediante, será seguida por la segunda etapa, la
mediana edad o, más propiamente, la edad media. Y al igual que en
la historia de la humanidad, se constituirá en la edad del
oscurantismo, la edad de la ignorancia en la que los valores clásicos
son olvidados cuando no perdidos para siempre. Este oscurantismo,
al menos en nuestra cultura occidental, supone la represión o
directamente el borramiento o la eliminación de todos esos valores
de la infancia. De ahí en más la preocupación será la de la
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subsistencia dentro de los parámetros y las normativas del trabajo,
que es la operación mediante la cual el común de la gente (salvo
honrosas excepciones) se embarca en el alquiler de su tiempo para
vender su fuerza de trabajo en pos de obtener el dinero necesario
para sobrevivir y luego en una carrera alocada para, a través de la
acumulación de cierta cantidad de ese dinero, soñar con una vida en
la cual ya no haga falta continuar midiendo ese tiempo alienado
porque se habrá arribado ya a un estado de perpetuas vacaciones.
Es curioso que ese ideal en el horizonte coincida en gran parte con
el paraíso perdido de la niñez en pos de la versión de cada uno de lo
que en el país del norte llaman el sueño americano.
“La madurez del hombre es haber vuelto encontrar la seriedad
con la que jugaba cuando era niño”, dice Friedrich Nietzsche con
punzante acierto en su “Más allá del bien y del mal”. Esa sola
aserción debiera bastar para que nos detengamos a pensar qué es
lo que estamos haciendo con nuestro tiempo durante toda la edad
adulta. Obsérvese la cantidad de veces que un adulto promedio, a la
espera de que llegue el día de cobro, el día de tal fiesta, el día en
que calzan los cheques en el banco, a la espera del viernes, a la
espera de las vacaciones o a la espera de lo que sea, no pierde
oportunidad de desear que el tiempo pase rápido, que se
desvanezca y, cuando esta premura no lo acucia entonces es libre
de dedicarse a todo tipo de “pasa tiempos” y otras actividades
superfluas e intrascendentes a las que impúdicamente se las llama
“matar el tiempo”. Ese tiempo que tanto apreciamos, que siempre
nos parece escaso, que sentimos que se nos escurre entre las
manos, es el mismo que pasamos corriendo en pos de no sabemos
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bien qué, mientras dilapidamos cualquier resto que nos quede de él
en lo que sea que sea de utilidad para gastarlo con eficacia y sin
pena ni gloria. Eso es lo que llamamos edad adulta en occidente:
una edad oscura en la cual nuestra realidad de seres temporales, de
seres para la muerte, pierde su sentido heideggeriano y se convierte
en una existencia gris y sin rumbo.
Pensar a la vejez como la tercera edad permite concebirla no
como el tiempo de decrepitud del productor de mercancías, de
pasividad de quien es ya prescindible para el mercado, sino como
una etapa de la vida que, finalmente liberada de esa alienación, al
menos en gran parte, nos impone afrontar el desafío de llevar a
cabo ese renacimiento que puede a hacer re surgir los valores y
placeres olvidados durante esa suerte de oscurantismo medieval.
Si esto es así, entonces nos brinda una muy buena respuesta a
ese estado de angustia que con tanta frecuencia sobreviene en la
tercera edad. Si la tercera edad es la convocatoria a re encontrarse
con el tener todo el tiempo (o gran parte de él) a disposición es
lógico que produzca angustia, no por el tiempo perdido sino tal vez
por la percepción, a posteriori, de ese profundo deseo de pérdida de
tiempo que nos habitó durante años. El malestar no es tanto por la
percepción de la cercanía de la muerte como por el hecho de
advertir todo el tiempo muerto que se ha dejado atrás, porque el
asumirse como ser-para-la-muerte tiene como condición que la
muerte como horizonte nos permita disfrutar del placer de la vida,
imprimiendo a este placer un imperativo y una urgencia; perdida la
urgencia de tal horizonte todo sentido entonces se desvanece.
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Este horizonte angustia, eso es cierto, tan cierto como que la
angustia es el único afecto eficaz para sacarnos del aletargamiento.
Y el acto que reclama la angustia es siempre un acto de creación.
Ahí es en donde entra el arte en escena, porque el artista crea para
dar un paso más allá de la angustia que no lo lleve al remanido
refugio de la neurosis; el arte es el bien-hacer con la angustia. Si es
bello tanto mejor, pero en el origen de la creación artística no está
el imperativo de la belleza sino el de hacer algo con esa angustia
que finalmente se va a convertir en su motor y en su energía eficaz.
¿Qué mejor momento que la tercera edad, cuando esa angustia
puede estar a la orden del día muy frecuentemente (salvo cuando
asume algunas de sus formas más degradadas tales como la
depresión), cuando el tiempo produce vértigo y el juego seduce de
nuevo con su premisa de no servir para nada más que para ser
jugado, para asumir frente a la vida esa seriedad de la que habla
Nietzsche?
Nótese que hablo de arte y de acto creador, evitando en forma
deliberada ese término espantoso que es el de “hobbie”, que
describe tan bien a la parodia de tratar de hacer del arte una
ocupación, otro pasatiempo más, en el que se hacen manualidades
sin pasión. La tarea del arteterapeuta creo que está mucho mejor
orientada cuando centra el esfuerzo en poner a disposición la
técnica. La técnica y, por supuesto, el deseo de que algo del orden
de la creación se produzca en la experiencia que comanda, porque,
hay que decirlo, sin ese deseo es muy difícil que nada funcione.
Quiero compartir, para terminar, un cortometraje que realizaron
los pacientes de la clínica. Ellos escribieron el guión y ellos actuaron.
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Fue un trabajo que se hizo con la colaboración de la Universidad
Nacional de Lanús que les brindó todo el apoyo técnico y que
además nos permitió proyectarlo en el cine teatro Tita Merello. Esos
diez minutos les llevó muchos meses de trabajo, no sólo en lo
artístico sino en lo personal, y en ese proceso fue fundamental el
acompañamiento de los profesionales, una musicoterapeuta y un
periodista, quienes les aportaron los instrumentos y el auxilio
técnico necesario pero, sobre todo, quienes los motivaron con su
deseo. El día del estreno uno de los actores contó que en ese
proceso de filmación todo el tiempo había tenido que luchar
tenazmente para diferenciar la historia del corto de su propio delirio
y que muchas veces tuvo que convivir con esa confusión, pero que
ese parto que fue el estreno del corto (el habérselo sacado de
encima, el habérselo entregado a los otros para que se arreglen con
ello, agrego yo) le había hecho muy bien. Y doy fe de ello porque,
sobre todo, se lo veía feliz.
A continuación les comparto el link para quien quiera verlo.
Muchas gracias y será hasta la próxima.
https://www.youtube.com/watch?v=AVgNRgQg70s&feature=youtu.
be
Agosto de 2020.
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