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Arteterapia en la tercera edad.

Salud y patología.

1.

Antes de comenzar quiero hacer algunas aclaraciones respecto


de una serie de preguntas que se me hacen con relación a la
arteterapia. Es algo que salta a la vista el hecho de que se trata, a
priori, de un espacio de intersección entre el arte y algo del orden
de lo terapéutico, del orden de lo que podría curar.

La primera pregunta que me hago es si el arte es un


instrumento que puede ser puesto al servicio de la terapia, al
servicio de la salud, y creo que no, porque pareciera que el arte
conlleva cierta dimensión terapéutica en sí. Me cuesta imaginar al
arte subsumido a esa finalidad de sanar, de hacer el bien. En
cualquier caso ese es un efecto intrínseco al arte mismo ya que
desde los orígenes de la humanidad ha tenido desde finalidades
religiosas, siendo un instrumento para comunicarse con los dioses,
hasta fines de curación, en todo tipo de rituales que se remontan a
las prácticas más ancestrales de la cultura. Sin necesidad de ir tan
lejos, hace poco más de dos años se publicó un estudio de la
universidad de Cardiff, en el Reino Unido, que concluye que
escuchar la canción Comfortably Numb, de Pink Floyd, durante una
intervención quirúrgica, provocó, en el grupo de pacientes
estudiados, una sensible reducción de la ansiedad y mejor evolución
en el proceso post operatorio.

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El arte pareciera tener propiedades curativas que van de suyo y
no ha esperado a la ciencia para ponerlas en práctica. El arte es
sano, tanto para quien lo realiza como para quien lo recibe como
espectador, y esa eficacia abarca tanto al proceso creativo en quien
lo produce como a la recepción sensorial en quienes son sus
destinatarios. Si esto es así, mal podría ser utilizado como
herramienta para ninguna terapia porque esa dimensión terapéutica
ya está presente en él desde el vamos.

La intersección entre arte y terapia, entonces, no creo que esté


demarcada sobre la utilización del primero por la segunda sino en la
implementación de técnicas y procedimientos que promuevan la
eventual aparición del hecho artístico, instrumentación que va a
hacer de la técnica una apuesta a la espera de que se produzca, de
vez en cuando y como un relámpago, la eventual irrupción del acto
creativo. En el horizonte del arte podemos entonces aspirar a que su
efecto terapéutico, o al menos uno de sus efectos terapéuticos, esté
en relación a que aparezca algo de la singularidad y de la potencia
expresiva de cada sujeto, que es eso que se ha dado en llamar
estilo. Entiendo que la apuesta debe estar dirigida a que esa
expresión de la singularidad ha de tener un efecto organizador y
liberador en aquel que tiene la fortuna de producirlo. El espacio de
encuentro entre arte y terapia estaría entonces, si esto es así,
determinado por la técnica, y deberá ser este trabajo técnico el que
trazará una de las vías para el posible (y no siempre probable)
encuentro del sujeto con algo de su verdad.

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2.

Dicho esto, pasaremos a considerar algunas cuestiones respecto


a lo específico de la tercera edad, que es el tema para el cual he
sido convocado. Quiero aclarar que yo no soy arteterapeuta. Soy
psicólogo, practico el psicoanálisis y, además, hago música desde
muy chico. Además de ello soy, desde hace unos diez años,
coordinador del servicio de internación de la clínica San Michele, que
es una clínica psiquiátrica en donde además atendemos pacientes
de PAMI, lo cual supongo que me convierte, si no en un
especialista, al menos en alguien que puede dar testimonio de la
terapéutica en un lugar en el que frecuentemente se dan cita la
vejez, la demencia, la locura y muchísimas veces la marginalidad,
encarnada en personas que por una razón u otra han sido
declaradas prescindibles por el capitalismo y la sociedad de
producción y consumo. Quiero aclarar también que la vejez puede
ser abordada (como cualquier otro objeto de estudio) desde
múltiples ángulos y que de todos ellos, que incluyen lo biológico, lo
familiar, lo médico, lo sexual, etc., yo he optado en esta ocasión por
ceñirme a cierto sesgo que va a tratar de permitirnos pensar a la
vejez en relación con el lugar que ocupa en el régimen capitalista en
el que vivimos, dentro del cual desarrollamos nuestras vidas y en el
que están confinados, nos guste o no, todos nuestros paradigmas y
nuestro sistema de creencias que culminan en la producción de esa
suerte de monstruosidad que habitualmente damos en llamar
sentido común.

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3.

Hechas todas estas aclaraciones introductorias vamos a


comenzar entonces con el abordaje del tema que nos convoca. La
última vez que fui invitado a este curso de arteterapia para hablar
también de tercera edad, me extendí con el tema que me interesaba
resaltar (y que es bastante similar al que quiero abordar hoy), que
pone el acento en el aspecto saludable de la tercera edad y en su
posición de ventaja, si se quiere, respecto de la edad adulta
mediana que la precede, y quedó sin tratar un tema importante a la
hora de trabajar con pacientes de este grupo etario que es el de las
patologías más comunes de la vejez. Aunque abordemos el tema
desde la salud y desde las posibilidades de esa etapa vital, es un
hecho tangible que la mayor parte de las veces somos convocados a
intervenir cuando aparece algo del orden de lo patológico. De modo
que vamos a hacer un breve pantallazo sobre las patologías más
frecuentes en este grupo de personas, tan frecuentes que se han
convertido en un estigma, y que son el grupo de las demencias.

El cerebro humano puede ser comparado, en tanto que órgano,


a una computadora; de hecho funciona bastante parecido a una
computadora (decimos, mientras nos asombramos de que los ríos
pasen justo por las ciudades, ya que es exactamente al revés).
Como todo órgano, con el correr del tiempo y de su uso va teniendo
errores y fallas funcionales acordes, esperables y normales. Así
como los celulares, las computadoras, las laptops y otros aparatos
electrónicos van funcionando cada vez más lentamente y con más
dificultad, deterioro que no se soluciona con la re instalación de
software alguno, hasta que es necesario reemplazarlos en virtud de
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esa fecha de caducidad que le imprimen los fabricantes y que se
llama obsolescencia programada, pareciera que la naturaleza
contemplara un desgaste similar del hardware que es el cerebro con
el paso del tiempo (nuevamente asombrándonos de cómo la vida
imita a la tecnología). Este desgaste por el paso del tiempo hace
que nuestro cerebro, conforme avanza su edad, vaya arrojando una
serie de errores que son perfectamente normales y esperables. Así,
con el correr de los años tiene tendencia a fatigarse más rápido y a
presentar alguna merma en áreas tales como la memoria y la
atención. El cerebro de una persona de veinte años se espera que
sea mucho más plástico y más ágil que el de una persona de
sesenta en términos generales, siempre haciendo la salvedad de
que cuanto más fue utilizado, cuantas más redes de trabajo
neuronales fueros establecidas en él, mucho mejor será su
rendimiento a lo largo de la vida y mucho menos será su desgaste
funcional a la hora de ser evaluado en rangos etarios diferenciados.
Así, por ejemplo, se pueden establecer baremos de cómo debe
responder a ciertas evaluaciones estandarizadas un cerebro de
veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta o setenta años, siendo
aceptados como normales una cantidad de fallos que van
aumentando con el avance de la edad.

Cuando en un testeo descubrimos que una persona presenta


fallos significativamente superiores a los que son esperables para su
edad cronológica, esto es cuando, por ejemplo, una persona de
sesenta años arroja fallos que son compatibles con alguien de
setenta, lo que equivale a decir que ese cerebro responde como si

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hubiese envejecido más de lo que debiera, entonces decimos que
estamos frente a una demencia.

Lo primero que salta a la vista luego de estas consideraciones


es que si nombramos como demencias a un conjunto de fallos
deficitarios del funcionamiento del cerebro que no son acordes con
su edad biológica, entonces es erróneo e impropio hablar de
demencia senil. Este es un término nosológico que aún se escucha,
sobre todo en diagnósticos hechos por médicos clínicos pero que es
absolutamente incorrecto: La demencia senil no existe como entidad
porque el cuadro demencial no es producto de la vejez sino de una
o de varias patologías. Que estas patologías sean comunes en la
vejez (aunque no excluyentes, dado que hay muchísimos casos de
demencias en adultos y adultos jóvenes) no nos autoriza a utilizar al
adjetivo senil como parte de lo patognomónico de la enfermedad
porque, llegado el caso, también entonces deberíamos hablar de
infarto senil o de cáncer senil y así con todas las enfermedades de
alta prevalencia en la tercera edad. La demencia es entonces una
enfermedad que se produce con cierta prevalencia en la vejez pero
la vejez no es una enfermedad y mucho menos es una demencia.
Esto viene a cuento con lo que veremos más adelante y que está en
relación a la exclusión social del anciano, exclusión que ha llegado al
punto de hacernos confundir o identificar a esta una fase de la vida
con una enfermedad.

Vamos a enumerar a continuación a las demencias más


comunes, junto a algunas de sus características distintivas:

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La demencia de Alzheimer

Es una enfermedad degenerativa del cerebro que causa la


muerte de sus células. La enfermedad de Alzheimer es la causa más
común de demencia, y provoca una disminución continua de las
habilidades de pensamiento, comportamiento y sociales que altera
la capacidad de una persona para funcionar de manera
independiente. Su curso es incisivo, progresivo e irreversible,
aunque el deterioro clínico puede enlentecerse con algunos
tratamientos farmacológicos y con estímulos del área cognitiva. La
pérdida de la memoria es el síntoma clave de la enfermedad de
Alzheimer. Uno de los signos precoces de la enfermedad suele ser la
dificultad para recordar eventos o conversaciones recientes. A
medida que avanza, las alteraciones de la memoria empeoran y se
manifiestan otros síntomas.

Comúnmente el paciente comienza presentando problemas de


la memoria de trabajo, que incluye lo que se llama memoria a corto
plazo. Continuando con la comparación entre el cerebro y una
computadora, es el equivalente a la memoria RAM. Luego, las fallas
se irán extendiendo progresivamente hasta finalmente afectar a
todas las áreas del cerebro.

Algunos de los síntomas subsiguientes pueden ser:

 Repetir expresiones y preguntas una y otra vez.


 Olvidarse de conversaciones, turnos o eventos, y no
recordarlos más tarde.
 Perder habitualmente las posesiones, a menudo cuando las
ponen en lugares ilógicos.
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 Perderse en lugares conocidos.
 Eventualmente olvidar los nombres de los miembros de la
familia y los objetos cotidianos. (anomias)
 Tener problemas para encontrar las palabras adecuadas para
identificar objetos, expresar pensamientos o participar en
conversaciones. (afasias)

Las demencias vasculares

La demencia vascular es un término general que describe


problemas con el razonamiento, la planificación, el juicio, la
memoria y otros procesos mentales provocados por el daño
cerebral a causa de la disminución del flujo sanguíneo al
cerebro.

Las causas de las demencias vasculares son los infartos


cerebrales que provocan un bloqueo y el estrechamiento de
los vasos sanguíneos debido a su deterioro que responde a
múltiples causas, tales como el tabaquismo, la
hipercolesterolemia, la diabetes, la obesidad, etc.

Los síntomas son similares a los de la enfermedad de


Alzheimer y pueden incluir:

planificar

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Las diferencias fundamentales entre la clínica de las demencias
de Alzheimer y las vasculares se pueden observar sobre todo en el
curso de la enfermedad, dado que mientras el paciente con
alzheimer tiende a involucionar de forma pareja y sostenida, como si
se tratase de una pendiente o de la ladera de una montaña, el
paciente con demencia vascular tiene una involución que presenta
un curso escalonado, haciendo mesetas y de vez en cuando
presentando una caída abrupta, coincidente con un nuevo evento
vascular. Las demencias vasculares tienen entonces muchas veces
ese factor sorpresivo que hace que el paciente pierda habilidades de
un día para el otro, mientras que las demencias de alzheimer
presentan un deterioro sostenido y regular. A nivel de las imágenes
(RMN o TAC) la enfermedad de alzheimer mostrará una atrofia
cortical difusa, con ensanchamiento de surcos y cavidades y la
demencia vascular mostrará unos puntitos brillantes que marcan los
sitios en los que se produjeron los eventos vasculares (ACV).

Otras demencias

Luego hay otras demencias que son menos comunes que estas
dos, tales como la Demencia con cuerpos de Lewy, (que suele
presentar un inicio muy agresivo y que puede incluir alucinaciones
visuales, parkinsonismo y alteraciones del sueño entre sus
síntomas), la demencia secundaria a enfermedad de Parkinson

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(también insidiosa y muy agresiva), la demencia fronto temporal
(que habitualmente debuta con severas alteraciones del estado de
ánimo, depresión ansiosa, impulsividad, etc.).
Tengo entendido que esta descripción nosográfica ya la han
trabajado en otras reuniones de modo que me he limitado a hacer
un repaso somero. De todos modos es importante tenerlas en
cuenta porque, aunque nos centremos en las posibilidades de un
paciente, posibilidades creativas en este caso, es inevitable que uno
tenga que vérselas habitualmente con alguna de estas
enfermedades para complicar aún más la tarea.

Es importante tener en cuenta que si bien estas enfermedades


afectan de modo más o menos severo a las funciones cognitivas,
pueden dejar en gran medida menos dañadas las capacidades
creativas. Por ejemplo, si bien es cierto que en el curso de muchas
demencias aparecen agnosias o apraxias, que pueden hacer olvidar
el uso de un cepillo de dientes o de un lápiz, también lo es que no
son del tipo de síntomas más frecuentes en las primeras fases de la
enfermedad, lo cual permite que habilidades ejecutivas tales como
la de bailar, ejecutar un instrumento o dibujar puedan quedar un
poco a resguardo de la devastación que se cierne sobre el paciente.
Habitualmente se trabaja sobre los cuadros demenciales de inicio
abordándolos con talleres de estimulación cognitiva, lo cual tiene un
papel fundamental para aplanar la pendiente del deterioro, pero es
igualmente importante el estímulo artístico y la promoción de
procesos creativos ya que, además de cumplir una función similar a
la del estímulo cognitivo, va a aportar el plus de ser una actividad

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placentera y altamente gratificante. En ese marco creo que la
arteterapia puede encontrar un lugar privilegiado como
complemento del estímulo de las operaciones matemáticas, lógicas
y lingüísticas.

4.

Habiendo hecho este breve pantallazo sobre las demencias que,


como dijimos, nos interesan porque en general la demanda suele
estar generada por personas con dificultades y no por personas
sanas, que son las más. En cualquier caso, la generación de
demanda de arteterapia por parte de personas sanas será trabajo
de los propios arteterapeutas y comporta el desafío de generar
espacios y propuestas en las que la actividad artística sea una
oportunidad de curarse en salud y no sólo de reparar procesos que
se han dañado.
Pensando en este abordaje desde una perspectiva de la salud
en lo que hace a la vejez y retomando acá lo que mencioné antes
acerca del lugar marginal que esta ocupa en nuestra sociedad
capitalista occidental, voy a hacer algunas observaciones que tal vez
nos permitan entender algunas cosas que damos por sentadas, y
deconstruir un poco algunos supuestos con los que convivimos
como verdades aceptadas.
La vejez, por ejemplo, es nombrada como clase pasiva, y es
interesante detenerse en ello porque si es clase pasiva lo es en
contraposición a la clase activa, por lo cual es una nominación que
está sustentada en la concepción del ser humano como trabajador

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dentro de un sistema en el cual la fuerza de trabajo es entendida
como una posesión, como una mercancía más. El jubilado es
entonces parte de la clase pasiva porque está fuera de ese
intercambio de fuerza laboral por dinero. Obsérvese por ejemplo
que no pensamos como parte de la clase pasiva a los accionistas de
las multinacionales sin importar la edad que tengan, porque ellos no
tienen necesidad de vender su tiempo a un amo y por lo tanto
tampoco dejan de hacerlo dado que nunca lo han hecho. No, la
pasividad es una prerrogativa del trabajador asalariado que ya no
tiene dónde vender su fuerza de trabajo, lo que equivale a decir que
ha quedado fuera del sistema como un resto, un resto que se
resiste a desaparecer aunque se lo confine en instituciones que
parecen muchas veces tener como fin (hay que decir que existen
excepciones) el esperar que la vida de esa persona que ya no
produce riquezas finalmente se apague. Suena cruel, pero es sólo la
descripción de lo que en nuestra sociedad de consumo es el lugar
que el capitalismo reserva a los viejos, no muy diferente que el que
reserva para la locura.
Y claro, como se le ha comprado su tiempo, ocho, diez o doce
horas por día y muchas veces a precio vil durante sus años
productivos, como ese tiempo ha sido la mercancía con la que ha
negociado su sustento diario, al quedar excluido del mercado, el
tiempo, del que ahora dispone de nuevo, parece ya no tener sentido
y parece haber dejado de ser oro, como reza el dicho, para
convertirse en algo que hay que matar, que dejar pasar (¿no es ese
el sentido de los pasatiempos?) hasta que finalmente se termine de
agotar.

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Este panorama, bastante desolador, está atado a la idea del ser
humano realizado como tal en el trabajo, en su aspecto de homo
faber. No en la obra sino en el trabajo; palabra con etimología
curiosa si las hay, ya que “trabajar”, proviene del latín popular
tripalliare, que significa atormentar, torturar con el tripallium, que
era una herramienta parecida a un cepo con tres puntas o pies que
se usaba inicialmente para sujetar caballos o bueyes y también
como instrumento de tortura para castigar esclavos o reos. Bien,
pareciera que los humanos hemos llegado a un estado de alienación
tal que cuando la tortura cesa ya no sabemos qué hacer con nuestro
tiempo y nos dirigimos sin escalas hacia la depresión.
Es mucho más interesante a mi entender la denominación de
tercera edad, y su interés radica en el plus de sentido que nos
permite pensar algunas cosas en un curso distinto y, si se quiere,
nos permite también ser un poco más optimistas.
Si hay una tercera edad entonces también debemos admitir que
debe haber también una primera y una segunda edad que la
preceden.
Como es obvio, la primera edad no es otra que la de la niñez, y
se caracteriza por ser una etapa de la vida en la que el humano se
comporta como una suerte de esponja, donde hasta las cosas
nimias del mundo son capaces de revestir un carácter asombroso
ante el observador. Es la edad del aprendizaje, pero también es la
edad de la creatividad sin límites, sin ataduras a las exigencias
sociales, en la cual los pequeños pintores ejercen su tarea sin saber
siquiera lo que es una galería de arte y prescindiendo de la idea
adulta de que esa obra tenga un precio o de que directamente

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pueda ser realizada en función de ese precio como única finalidad,
como único horizonte teleológico. La primera edad es también la
edad del juego, del juego libre y con reglas mínimas y flexibles,
siempre al servicio del placer de los jugadores y no al revés. Esta
capacidad lúdica y despojada de todo finalismo que no sea el placer
creativo, tan presente en el niño, es condición excluyente para el
ejercicio de toda actividad artística. La plasticidad de esta
percepción incluye además cierta elasticidad del tiempo, regido por
pulsaciones propias, por el hambre, el sueño, la luz, la oscuridad (se
hizo de noche, hay que ir a tomar la leche, es hora de dormir, etc.).
La medición del tiempo en el cuadrante de un reloj se le antoja al
niño como una actividad innecesaria sólo justificada por el asombro
que le produce ese artilugio mecánico o electrónico con que se lo
mide y que traduce el transcurrir de las horas en el plano del
desplazamiento espacial de dos agujas sobre un cuadrante. La
primera edad es la edad del asombro, del descubrimiento y de la
creación, lo que la convierte, al menos en nuestros recuerdos, en
una edad de oro en toda regla.
Y como no puede ser de otra manera, transición de la
adolescencia mediante, será seguida por la segunda etapa, la
mediana edad o, más propiamente, la edad media. Y al igual que en
la historia de la humanidad, se constituirá en la edad del
oscurantismo, la edad de la ignorancia en la que los valores clásicos
son olvidados cuando no perdidos para siempre. Este oscurantismo,
al menos en nuestra cultura occidental, supone la represión o
directamente el borramiento o la eliminación de todos esos valores
de la infancia. De ahí en más la preocupación será la de la

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subsistencia dentro de los parámetros y las normativas del trabajo,
que es la operación mediante la cual el común de la gente (salvo
honrosas excepciones) se embarca en el alquiler de su tiempo para
vender su fuerza de trabajo en pos de obtener el dinero necesario
para sobrevivir y luego en una carrera alocada para, a través de la
acumulación de cierta cantidad de ese dinero, soñar con una vida en
la cual ya no haga falta continuar midiendo ese tiempo alienado
porque se habrá arribado ya a un estado de perpetuas vacaciones.
Es curioso que ese ideal en el horizonte coincida en gran parte con
el paraíso perdido de la niñez en pos de la versión de cada uno de lo
que en el país del norte llaman el sueño americano.
“La madurez del hombre es haber vuelto encontrar la seriedad
con la que jugaba cuando era niño”, dice Friedrich Nietzsche con
punzante acierto en su “Más allá del bien y del mal”. Esa sola
aserción debiera bastar para que nos detengamos a pensar qué es
lo que estamos haciendo con nuestro tiempo durante toda la edad
adulta. Obsérvese la cantidad de veces que un adulto promedio, a la
espera de que llegue el día de cobro, el día de tal fiesta, el día en
que calzan los cheques en el banco, a la espera del viernes, a la
espera de las vacaciones o a la espera de lo que sea, no pierde
oportunidad de desear que el tiempo pase rápido, que se
desvanezca y, cuando esta premura no lo acucia entonces es libre
de dedicarse a todo tipo de “pasa tiempos” y otras actividades
superfluas e intrascendentes a las que impúdicamente se las llama
“matar el tiempo”. Ese tiempo que tanto apreciamos, que siempre
nos parece escaso, que sentimos que se nos escurre entre las
manos, es el mismo que pasamos corriendo en pos de no sabemos

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bien qué, mientras dilapidamos cualquier resto que nos quede de él
en lo que sea que sea de utilidad para gastarlo con eficacia y sin
pena ni gloria. Eso es lo que llamamos edad adulta en occidente:
una edad oscura en la cual nuestra realidad de seres temporales, de
seres para la muerte, pierde su sentido heideggeriano y se convierte
en una existencia gris y sin rumbo.
Pensar a la vejez como la tercera edad permite concebirla no
como el tiempo de decrepitud del productor de mercancías, de
pasividad de quien es ya prescindible para el mercado, sino como
una etapa de la vida que, finalmente liberada de esa alienación, al
menos en gran parte, nos impone afrontar el desafío de llevar a
cabo ese renacimiento que puede a hacer re surgir los valores y
placeres olvidados durante esa suerte de oscurantismo medieval.
Si esto es así, entonces nos brinda una muy buena respuesta a
ese estado de angustia que con tanta frecuencia sobreviene en la
tercera edad. Si la tercera edad es la convocatoria a re encontrarse
con el tener todo el tiempo (o gran parte de él) a disposición es
lógico que produzca angustia, no por el tiempo perdido sino tal vez
por la percepción, a posteriori, de ese profundo deseo de pérdida de
tiempo que nos habitó durante años. El malestar no es tanto por la
percepción de la cercanía de la muerte como por el hecho de
advertir todo el tiempo muerto que se ha dejado atrás, porque el
asumirse como ser-para-la-muerte tiene como condición que la
muerte como horizonte nos permita disfrutar del placer de la vida,
imprimiendo a este placer un imperativo y una urgencia; perdida la
urgencia de tal horizonte todo sentido entonces se desvanece.

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Este horizonte angustia, eso es cierto, tan cierto como que la
angustia es el único afecto eficaz para sacarnos del aletargamiento.
Y el acto que reclama la angustia es siempre un acto de creación.
Ahí es en donde entra el arte en escena, porque el artista crea para
dar un paso más allá de la angustia que no lo lleve al remanido
refugio de la neurosis; el arte es el bien-hacer con la angustia. Si es
bello tanto mejor, pero en el origen de la creación artística no está
el imperativo de la belleza sino el de hacer algo con esa angustia
que finalmente se va a convertir en su motor y en su energía eficaz.
¿Qué mejor momento que la tercera edad, cuando esa angustia
puede estar a la orden del día muy frecuentemente (salvo cuando
asume algunas de sus formas más degradadas tales como la
depresión), cuando el tiempo produce vértigo y el juego seduce de
nuevo con su premisa de no servir para nada más que para ser
jugado, para asumir frente a la vida esa seriedad de la que habla
Nietzsche?
Nótese que hablo de arte y de acto creador, evitando en forma
deliberada ese término espantoso que es el de “hobbie”, que
describe tan bien a la parodia de tratar de hacer del arte una
ocupación, otro pasatiempo más, en el que se hacen manualidades
sin pasión. La tarea del arteterapeuta creo que está mucho mejor
orientada cuando centra el esfuerzo en poner a disposición la
técnica. La técnica y, por supuesto, el deseo de que algo del orden
de la creación se produzca en la experiencia que comanda, porque,
hay que decirlo, sin ese deseo es muy difícil que nada funcione.
Quiero compartir, para terminar, un cortometraje que realizaron
los pacientes de la clínica. Ellos escribieron el guión y ellos actuaron.

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Fue un trabajo que se hizo con la colaboración de la Universidad
Nacional de Lanús que les brindó todo el apoyo técnico y que
además nos permitió proyectarlo en el cine teatro Tita Merello. Esos
diez minutos les llevó muchos meses de trabajo, no sólo en lo
artístico sino en lo personal, y en ese proceso fue fundamental el
acompañamiento de los profesionales, una musicoterapeuta y un
periodista, quienes les aportaron los instrumentos y el auxilio
técnico necesario pero, sobre todo, quienes los motivaron con su
deseo. El día del estreno uno de los actores contó que en ese
proceso de filmación todo el tiempo había tenido que luchar
tenazmente para diferenciar la historia del corto de su propio delirio
y que muchas veces tuvo que convivir con esa confusión, pero que
ese parto que fue el estreno del corto (el habérselo sacado de
encima, el habérselo entregado a los otros para que se arreglen con
ello, agrego yo) le había hecho muy bien. Y doy fe de ello porque,
sobre todo, se lo veía feliz.
A continuación les comparto el link para quien quiera verlo.
Muchas gracias y será hasta la próxima.

https://www.youtube.com/watch?v=AVgNRgQg70s&feature=youtu.
be

Lic. Norberto Pisano

Agosto de 2020.

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