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6 de noviembre de 2020
en Opinión
Tiempo atrás fue publicado en esta misma columna, un artículo titulado “Las
redes del odio”. Hacía referencia, básicamente, a la polarización que con
frecuencia observamos en las redes “sociales”. En ellas, el enfrentamiento
brutal, los insultos y los agravios entre los “presuntamente malos” y los
“supuestamente buenos”, abundan por doquier.
Hace unos días, vi un documental sobre este asunto, que en parte explica el
problema. Tanto la polarización como la adicción y el consumismo que generan
las redes sociales –o mejor, las redes virtuales- se explican sobre todo por los
algoritmos. ¿Qué hacen los algoritmos? Juntan al dueño del celular, con los
dueños de otros celulares que tienen casi exactamente los mismos gustos,
intereses e ideas. Así, al sentirse respaldados por un grupo, algunos llegan a
creer que todo el mundo piensa como ellos. Y cuando aparece uno que no lo
El desastre provocado por las redes virtuales -en algunos aspectos, ya en otros
son maravillosas-, me llevó a pensar en las auténticas redes sociales. En las
redes de amigos y de parentesco. En las redes que, desde que el hombre es
hombre -y sobre todo desde que Cristo se hizo hombre-, han sido tejidas por el
amor. ¿Será posible recuperar o recrear “adicciones” positivas, como las
reuniones cara a cara con “eternos amigos”, para hablar de “viejos libros”,
“bebiendo viejos vinos” y “quemando madera vieja”, según el magnífico consejo
de Alfonso X El Sabio? ¿Seremos capaces los hombres y mujeres del siglo XXI
-y los que vienen detrás-, de restaurar lo que a la humanidad le va quedando
de humanidad? ¿Volveremos algún día a deleitarnos con una buena poesía, a
maravillarnos con un cielo estrellado durante una cabalgata a la luz de la luna?
¿Podremos asombrarnos ante algo que no sea el último automóvil o el último
celular? ¿Llegaremos a asombrarnos otra vez, como los viejos filósofos
griegos, ante el insondable misterio del hombre?
Quizá sea más sano leer a Platón, que sufrir durante noventa minutos la
estrategia del maestro Tabárez
¿Hay algo que podamos hacer para revertir este estado de cosas? Quizá
podamos cambiar algún hábito. Quizá podamos dedicar menos tiempo a las
redes virtuales y a la televisión y más tiempo a disfrutar de la vida con nuestra
familia y amigos. Quizá sea más sano leer a Platón, que sufrir durante noventa
minutos la estrategia del maestro Tabárez. Quizá sea más divertido leer a
Chesterton que mirar a Cristina Morán…
Por supuesto, lo que es bueno para nosotros, es bueno para nuestros hijos.
Fomentar en ellos el estudio de las denominadas artes liberales, puede ser un
paso importante para desenredar la “galleta” cultural actual, y para restaurar de
paso, el humanismo de raíz cristiana. Alentarlos en el estudio de las
humanidades, de la poesía, de la música, de las buenas historias de los
grandes libros clásicos; acompañarlos a contemplar y disfrutar la naturaleza,
puede despertar también en ellos, un deleite ordenado y un asombro sano y
sincero por las realidades nobles de la vida… y Dios mediante, el gusto por la
buena filosofía. Así, estarán bien preparados para conocer la Verdad. Y si
conocen la verdad, podrán serán libres y mejorar la sociedad.
Todo esto es posible. Pero en buena parte, depende de cada uno. Como
alguien dijo por ahí, “quizá si dejamos de mirar al piso, descubramos que
podemos mirar al cielo”.