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Si mañana resucitase Plutarco y se ofreciese a escribir mi biografía,

sólo le pediría que escribiese de forma paralela la de Mel Gibson, un artista


como la copa de un pino, un carca glorioso, un macho alfa sin parangón en
el globo terráqueo, un genio desembridado y sufriente al que han intentado
mil veces crucificar. Pero Gibson cuenta con un Dios que sabe cómo salir de
la tumba; y, aunque le lluevan ostias hasta en el carné de identidad, se
levanta una y otra vez, viril y tumefacto, carcajeándose de todos los
boquimuelles de la corrección política, meándose encima de todos los
moderaditos de corazón duro y polla blanda que ponen el grito en el cielo
cada vez que Gibson suelta una procacidad o un improperio. Va por vosotros
este artículo, patulea.

Cuando ya parecía muerto y enterrado, vuelve Mel Gibson a la


dirección con Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge), una película que
mientras escribo estas líneas aún no he visto; pero ni siquiera necesito verla
para intuir (¡para saber!) que será grandiosa, porque Gibson guarda en el
pecho la llama del arte, que ninguno de esos mequetrefes que lo detestan
podrá apagar jamás. Mel Gibson está inspirado por Dios, alumbrado y
calcinado por Dios; y aunque lo hayáis relegado al ostracismo, aunque lo
hayáis metido en todas vuestras apestosas listas negras, aunque hayáis
conseguido que las masas cretinizadas abominen de su figura y lo tachen de
machista, racista y no sé cuántas chuminadas más nunca podréis acallar su
genio, que es como un magma ardiente que anega vuestra insignificancia de
mingafrías, vuestra inepcia de eunucos que saben cómo se hace pero no
pueden hacerlo. Y Gibson, que sabe cómo se hace y puede hacerlo con la
misma facilidad con que se tira un pedo, os va a golpear de nuevo con su arte
hiperbólico de león rugiente que jamás podréis domesticar, con su
desmesura épica y su arrogancia de cisne negro que levanta majestuoso el
vuelo cuando ya creíais que lo habíais derrotado. Tendréis que inclinar
vuestra testuz de bueyes capones ante la apoteosis de este toro salvaje que
brama y embiste; tendréis que morderos los lagrimones de la rabia y la
impotencia, mientras os coméis atildadamente vuestra ración de alfalfa
posmoderna, mientras seguís escudriñando las cagarrutas del arte anémico,
asténico y sistémico que habéis entronizado. Y veréis de nuevo el humo de
las ofrendas de Gibson alzarse orgulloso hasta el cielo, como Caín veía el
humo de las ofrendas de Abel, mientras os corroe la envidia.

Nunca pudisteis perdonarle que fuera un católico acérrimo, de los que


rezan en latín y follan a chorro libre; nunca pudisteis soportar su versión
salvaje de la Pasión de Cristo, cuyos fotogramas caían sobre vuestra alma
lechuguina y bardaje como el agua bendita cae sobre la piel del poseso;
nunca pudisteis tolerar que se atreviera a filmar una película tan aguerrida y
desorbitada, tan crudamente humana, tan desvergonzadamente divina.
¡Estabais tan cómodos y satisfechos con ese catolicismo meapilas y
sentimentaloide, almibarado y mansurrón, que predican los curas
modositos! Y justo cuando parecía que la batalla la teníais ganada llegó
aquella película terrible, aquel insulto a vuestro humanismo sin Dios, aquel
chafarrinón de sangre eucarística cayendo sobre vuestro traje de domingo
sin misa. Pusisteis entonces a funcionar vuestra máquina de fango sobre
aquel australiano integrista y macho; y como el australiano era, además,
turbulento y asaltacamas, colérico y borrachuzo, conseguisteis convertirlo en
un apestado ante los ojos del mundo, incluidos los ojos de muchos católicos
puritanos que han olvidado que Dios se regocija llevando sobre sus hombros
a la oveja descarriada que llora y pide perdón por sus pecados. Pero mientras
el apestado Gibson era escarnecido y vituperado, mientras caía por los
despeñaderos del descrédito y la ignominia, mientras todos los cretinos del
planeta arrojaban paletadas de tierra, escándalo y olvido sobre el maldito
que había osado proferir tantas blasfemias contra la religión de la corrección
política, Dios seguía inspirándolo, alumbrándolo, calcinándolo con su beso
de amante y de padre. Y aquí lo tenéis de nuevo, raza de víboras, redimido
en la sangre del Cordero y dispuesto a seguir aturdiéndoos con su arte sin
parangón, su arte hiriente y montaraz como un látigo de fuego.

Y, además de estrenar película, Mel Gibson anuncia que está


preparando una continuación de la Pasión, para celebrar que cree en un Dios
que sabe salir de la tumba, y también sacar de ella a los apestados que el
mundo entierra. Preparaos, patulea, porque vuelve Gibson, y os va a partir la
jeta a pollazos.

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