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DERECHOS VITALES, PUEBLOS INDÍGENAS, INSTANCIAS INTERNACIONALES

(a propósito del caso Mina Marlin)

Bartolomé Clavero

El 26 de julio del año pasado, el 2010, la Asamblea General de las Naciones


Unidas reconoció “el derecho al agua potable y el saneamiento como un derecho
humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de todos los derechos humanos”.
Bien está, quién puede ponerlo en duda, pero lo que debe extrañar es que sólo tras más
de seis décadas de desarrollo de un cuerpo internacional de instrumentos de derechos
humanos por parte de las Naciones Unidas vengan éstas a apercibirse de que el derecho
al agua es un derecho básico para el disfrute de todos los derechos humanos. ¿Cómo ha
podido tardarse tanto tiempo para este reconocimiento explícito? ¿Es que los derechos
humanos han sido hasta hace poco cosa de gente acomodada o tal vez inconsciente que
daba por hecho el suministro y la salubridad de agua, atmósfera y alimento, el agua
potable, la atmósfera limpia y el alimento apropiado? ¿O tal vez de gente con una
cultura tan ciega que no aprecia unos derechos humanos tan básicos?
El derecho a la vida es el primer derecho que está desde 1948 individualizado
por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 3: “Todo individuo tiene
derecho a la vida...”; los dos primeros artículos son de carácter general sobre igualdad y
no discriminación). A menudo se lamenta que este reconocimiento no haya servido
hasta ahora ni siquiera para la proscripción universal de la pena de muerte. Ni lo ha
hecho ni parece que vaya a hacerlo. Tan asumido se tiene esto en el seno de las
Naciones Unidas que se ha acuñado la expresión de ejecuciones extrajudiciales, para
prevenirlas y sancionarlas, como si hubiera otras, las judiciales, que fueran en cambio
legítimas. ¿Pueden serlo ante el reconocimiento del derecho a la vida como primer
derecho humano? Si este derecho no ha servido ni tan siquiera para proscribir la pena de
muerte, ¿para qué sirve entonces?
La propia Declaración Universal no ofrece esclarecimiento. En el mismo artículo
tercero, al derecho a la vida se le añaden acto seguido otros dos: “Todo individuo tiene
derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Bien está también, quién
puede ponerlo en duda. Bienvenida sea la libertad de acceso libre, valga la repetición, al
agua potable. Igual de bienvenidas sean la protección del medio ambiente y la seguridad
alimentaria. Mas estas especificaciones básicas no hacen acto de comparecencia en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. ¿Va a alegarse que no eran ideas de la
época la de protección del medio ambiente o la de seguridad alimentaria? Alto ahí. Eso
no explica nada. Necesidades como el agua o el alimento no se sentían ni social ni
culturalmente como derechos por quienes no sufrían privaciones o que sólo las habían
experimentando en circunstancias extraordinarias para ellos y ellas como las bélicas.
Estoy pensando por supuesto en quienes elaboraron la Declaración Universal. Su
principal impulsor, John P. Humphrey, pensaba que el primer derecho humano es el de
libertad de expresión. No tendría problemas de agua, ambiente ni alimento.
El derecho a la vida, derecho realmente reconocido como primero por la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, viene siendo un derecho vacío, sin
entidad propia, en el ámbito internacional. Si hubiera sido de otro modo, no habría
habido necesidad de reconocimiento del derecho al agua potable como derecho
humano esencial a estas alturas. El síntoma más claro de la inanidad internacional del

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derecho a la vida, no digo de la vida humana misma, sino del derecho humano
correspondiente, se tiene en la institucionalización de una categoría tan contraria como
la de ejecución extrajudicial. Desde hace ya cerca de veinte años existe en Naciones
Unidas un Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias
(extralegales se les dijo en un principio) como si se pudieran salvar las restantes bajo un
ordenamiento que tiene el derecho a la vida como primer derecho. Y la expresión de
ejecución extrajudicial, con su corolario de considerar legítima la ejecución no
extrajudicial, valga la doble negación, se ha convertido en una categoría pacífica en el
orden internacional, pese cuanto pese a los derechos humanos. Las organizaciones
tienen esta tendencia a crear una normalidad institucional que se sobrepone a la propia
normatividad explícita. No echemos esto último en saco roto pues, como vamos a ver,
puede que interese a los derechos específicos de los pueblos indígenas de una forma
igualmente negativa.
Los pueblos indígenas tienen que ver con el último giro del derecho
internacional de los derechos humanos hacia un terreno que se toma por fin en serio el
derecho a la vida como primer derecho humano y base de todo el resto. El Estado que
propuso en las Naciones Unidas el reconocimiento del derecho al agua fue Bolivia, el
Estado Plurinacional de Bolivia, y quienes a su vez previamente impulsaron el
reconocimiento interno de tal derecho como derecho humano merecedor así de
proclamarse internacionalmente fueron los medios indígenas. Es derecho que figura por
partida doble en la Constitución boliviana: “Toda persona tiene derecho al agua” (art.
16.I); “El agua constituye un derecho fundamentalísimo para la vida” (art. 373.I). Su
origen es indígena, aunque no se registre con toda la fuerza de la propuesta indígena.
Conforme a la concepción característicamente indígena, si se habla de derecho
con el agua como objeto no ha de tratarse tan sólo de un derecho humano, sino también
e incluso antes de un derecho de la naturaleza, derecho del agua misma a mantener su
estado genuino, sin contaminación ni envenenamiento por parte de la humanidad que a
su vez necesita la simbiosis con la naturaleza en general y el agua muy en particular. La
Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia no asume esta concepción, sino que
tan sólo la reconoce como propia de indígenas, asignándoles en exclusiva el derecho a
“la definición de su desarrollo de acuerdo a sus criterios culturales y principios de
convivencia armónica con la naturaleza” (art. 403.I). El Estado Plurinacional no
reconoce este derecho como un derecho humano, así de no indígenas como de
indígenas, aunque asuma la armonía con la naturaleza como un principio para políticas
públicas y para relaciones internacionales (arts. 311.II.3 y 255.II.7).
Haciendo honor a la Constitución o más bien a sus fuentes indígenas, Bolivia
está impulsando en las Naciones Unidas una Declaración sobre los Derechos de la
Madre Tierra. De momento, granjeándose el apoyo suficiente de otros Estados, ha
logrado el 21 de diciembre de 2009 la adopción por la Asamblea General de una
Declaración sobre la Armonía con la Naturaleza, aun vinculándosele de entrada a la
agenda ya existente de Desarrollo Sostenible que no viene precisamente garantizando
tal armonía, algo que, según esta misma Declaración, merece promocionarse por parte
de las instancias internacionales: “La humanidad puede y debería vivir en armonía con
la naturaleza”. No hay en esta Declaración enfoque de derechos, pero las culturas
indígenas de las que en último término procede la concepción que ha llegado a la
Naciones Unidas a través del Estado Plurinacional de Bolivia vinculan estrechamente el
derecho a la vida a los derechos de la naturaleza, la Madre Tierra o Pachamama en el
caso. Dicho de otro modo, el cuerpo internacional de instrumentos de derechos

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humanos sigue resistiéndose a la interculturalidad, una interculturalidad que tendrá
entonces que venir por vía de la práctica.
Decisivo puede ser entonces que el derecho internacional de los derechos
humanos haya venido recientemente a reconocer como sujetos de derechos, no ya
objetos de protección, a unos Pueblos junto a los Estados, a los pueblos indígenas por
medio de la Declaración de 2007, la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos
Indígenas naturalmente. El espacio que ahora se abre para un replanteamiento de los
derechos humanos de una forma más, en definitiva, humana, valga la necesaria
redundancia, por acción de una diplomacia directamente indígena está todavía por
explorar a fondo. Tal actividad se plantea hoy de cara no sólo a los organismos
intergubernamentales de las Naciones Unidas, sino también a sus instancias formadas
por expertas y expertos independientes entre las que se encuentran el Foro Permanente
para las Cuestiones Indígenas, el Relator Especial sobre Derechos de los Pueblos
Indígenas y el Mecanismo de Expertos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
Estas instancias por sí mismas y por cuanto que cuentan con participación indígena
constituyen hoy el espacio institucional más apropiado para que la interculturalidad se
active en el mismo terreno de los derechos humanos y en su propio beneficio para que
sean por fin en plenitud eso, humanos.
Precisamente el Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, a
propósito de un extremo clave para los mismos, está empleando un concepto del
derecho a la vida como conjunto de derechos vitales básicos. Se trata del derecho
indígena al consentimiento respecto a las medidas del Estado, sean disposiciones
generales o actos administrativos particulares, que puedan directamente afectarles. El
Congreso no puede legislar o el Gobierno no puede ejecutar en materias de dicha
afectación sin recabar previamente el consentimiento indígena mediante los
procedimientos adecuados al caso, consentimiento que puede por supuesto prestarse
condicionado a requerimientos culturales como los de respeto a la naturaleza, un respeto
que por sí garantiza sus propios derechos vitales. El derecho internacional de derechos
de los pueblos indígenas es categórico en cuanto a la exigencia de la consulta que pueda
llevar al consentimiento, pero no sienta criterios definitivos respecto a los supuestos
para los que el mismo ha de ser inexcusable, supuestos en los que el Estado no pudiera
proceder sin el consentimiento indígena con todos sus condicionamientos.
Cierto es que la regla va hoy en la dirección de necesidad del consentimiento
como se refleja en el momento de formularse un derecho a la compensación por
acciones no consensuadas: “Los Estados proporcionarán reparación por medio de
mecanismos eficaces, que podrán incluir la restitución, establecidos conjuntamente con
los pueblos indígenas, respecto de los bienes culturales, intelectuales, religiosos y
espirituales de que hayan sido privados sin su consentimiento libre, previo e informado
o en violación de sus leyes, tradiciones y costumbres”; en términos directos: “Los
Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas
interesados por medio de sus instituciones representativas antes de adoptar y aplicar
medidas legislativas o administrativas que los afecten, a fin de obtener su
consentimiento libre, previo e informado” (Declaración sobre los Derechos de los
Pueblos Indígena, arts. 11.2 y 19). Si se tiene un derecho tan general a la compensación,
se tiene derecho igual de general al consentimiento, pero obsérvese que entre los objetos
de dicho derecho no se comprenden expresamente los territorios y recursos, esto es la
naturaleza si de parte indígena se pensase que puede ser objeto de dominio. Tampoco es
que se registre la exclusión. Territorios y recursos pueden ser bienes culturales para la
perspectiva indígena, la perspectiva que debiera concurrir en la lectura de la

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Declaración si la interculturalidad rigiese, como debiera, en el derecho internacional de
derechos humanos. Para ella, para la Declaración, la lectura intercultural ha de ser
naturalmente inexcusable.
Respecto al alcance de la calificación de cultura, una lectura intercultural ya se
ha sentado en el seno de las Naciones Unidas por parte de una instancia de derechos
humanos, la del Comité de Derechos Humanos que entiende sobre el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos y por lo tanto sobre su reconocimiento del
derecho a la propia vida cultural de las minorías étnicas (art. 27). El Pacto es de
tiempos en los que las Naciones Unidas no reconocían todavía a los pueblos indígenas.
Pues bien, ante la aparente restricción de la vida cultural a religión y lengua por dicho
artículo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, pues de forma explícita
sólo se refiere a religión y lengua, el Comité de Derechos Humanos sentó que,
tratándose de indígenas, el concepto de cultura ha de ser integral, esto es que ha de
integrar la dimensión inmaterial (lengua, religión…) y la material (territorios,
recursos…). Aplíquese al citado artículo 11 de la Declaración sobre los Derechos de los
Pueblos Indígenas, en el que bienes materiales debe entonces entenderse en dicho
sentido integral, con lo cual se tiene derecho a compensación por cualquier afectación a
territorios y recursos indígenas sin el debido consentimiento.
En cuanto al Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el
mismo emplea, con base en la jurisprudencia interamericana, la noción de derechos
vitales como derechos humanos fundamentales para identificar los supuestos en los que
el consentimiento indígena debe ser necesario de toda necesidad. Siguiendo a dicha
jurisprudencia (sentencia del caso Pueblo Saramaka versus Surinam en particular), lo
hace con un estilo perifrástico: “El consentimiento es exigido (por el derecho de los
derechos humanos) en la medida en que existe el riesgo de afectar a la supervivencia
física y cultural de un pueblo”, debiendo por ello quedar plenamente en manos
indígenas “la toma de decisiones que afecten directamente a sus vidas” (Observaciones
sobre la situación de los derechos de los pueblos indígenas en relación con los
proyectos extractivos, y otro tipo de proyectos, en sus territorios tradicionales, marzo,
2011, párs. 41 y 86). Para concretar el alcance de la supervivencia física y cultural
como noción para identificar los supuestos de necesidad del consentimiento debe
atenderse a las culturas indígenas, pues de ellas se trata. Debe activarse la
interculturalidad y por ende, en su caso, la consideración de la naturaleza como matriz
de los derechos vitales.
El actual Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, James
Anaya, no recurre a planteamientos indígenas ni a métodos interculturales para la
interpretación de sus derechos. Entiende en cambio que debe atenerse a la hermenéutica
propia del ordenamiento internacional, de un ordenamiento que sólo recientemente ha
reconocido a los pueblos indígenas, y comportarse en conformidad con las prácticas
establecidas en la organización internacional, en una organización que no ha tomado
aún en cuenta la novedad del reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos
internacionales, lo que acontece con la Declaración de 2007. Si hay instancias en las
Naciones Unidas con capacidad, por sí mismas y por la concurrencia de la diplomacia
indígena, para hacer presente perspectivas multiculturales y para activar así la
interculturalidad, una de ellas es la del Relator Especial; las otras, las del Foro
Permanente y el Mecanismo de Expertos. El primero no está viniendo a este terreno
multicultural e intercultural que los derechos humanos necesitan para ser
definitivamente humanos. Ni siquiera está otorgando a los pueblos indígenas el
tratamiento distintivo que les corresponde como sujetos de derecho internacional junto a

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los Estados. El Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas tiene el
mismo Código de Conducta con reglas de deferencia para con los Estados que todos los
otros relatores especiales de las Naciones Unidas, pero también tiene el mandato
específico de promocionar la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
El derecho internacional sobre los derechos de los pueblos indígenas se debilita
si no se le sitúa en el terreno multicultural e intercultural que tales mismos derechos
necesitan. Las Observaciones citadas proceden de una visita a Guatemala del Relator
Anaya por un asunto urgente, el de Mina Marlin, en el que no se ha contado con el
consentimiento indígena y que afecta vitalmente a indígenas comenzándose por la
violación del derecho al agua potable. Ante la constancia, conforme a la jurisprudencia
referida de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana
tiene dictadas medidas cautelares de suspensión de los trabajos en Mina Marlin
encontrándose con que el Gobierno de Guatemala le desafía a un pulso. La
recomendación del Relator es contemporizadora: “Tomando en cuenta el hecho de que
las operaciones de la mina ya se encuentran en un estado avanzado de construcción y
actividad (…), las operaciones de la mina deberían basarse en un acuerdo
consensuado con las comunidades afectadas” (pár. 70), un acuerdo así al margen de las
medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana ante las evidencias de que
se afectan derechos vitales. Si éstos derechos se situasen en el contexto intercultural de
la relación con la naturaleza, tal contemporización sería impensable. No sólo no se
hubieran ignorado en el momento decisivo las medidas cautelares, sino que se hubiese
recomendado la anulación de la concesión y la compensación de los daños con bastante
más que la devolución de las ganancias. Lo que es ilegal no debe beneficiar y menos
aún si hay víctimas de la ilegalidad.
Para dictaminar la flagrante ilegalidad, basta con acusar la violación del
requerimiento de consulta del Convención de la Organización Internacional del Trabajo
sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes que Guatemala tiene
ratificado desde hace quince años. En todo caso, aunque no se proceda a una
interpretación intercultural, la contemporización del Relator Especial en el caso Mina
Marlin choca frontalmente con la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos
Indígenas y con el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales. ¿Cómo cabe? Ha de
esperarse de las instancias internacionales que se atengan a su función. La del Relator
Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas no es una instancia de resolución
alternativa de conflictos ni de forma alguna de amigable composición. Y se debe ante
todo, por los mismos términos explícitos de su mandato, a la Declaración sobre los
Derechos de los Pueblos Indígenas, en cuya perspectiva no cabe tal contemporización.
Bastaría con la alegación del citado artículo 11: “Los Estados proporcionarán
reparación por medio de mecanismos eficaces, que podrán incluir la restitución,
establecidos conjuntamente con los pueblos indígenas” por privaciones sufridas “sin su
consentimiento libre, previo e informado o en violación de sus leyes, tradiciones y
costumbres”. ¿Qué consentimiento además sería el que pudieran prestar las
comunidades indígenas ante los hechos consumados de Mina Marlin? Sería forzado,
posterior y con información inutilizada, no libre, previo e informado.
El caso de Mina Marlin no es por desgracia singular. Recordemos tan sólo otro.
El asalto de las empresas extractivas a la Amazonía peruana afectando derechos vitales
de los pueblos indígenas se ha encontrado con una recomendación de suspensión por
parte de la Comisión de Expertos en la Aplicación de Convenios y Recomendaciones de
la Organización Internacional del Trabajo. Lo mismo que Guatemala, Perú mantiene un
pulso con la instancia internacional con posibilidades de ganarlo. Dicha iniciativa de la

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Comisión de Expertos, la de solicitud de suspensión, se encuentra con la resistencia de
la propia Organización Internacional del Trabajo y con la falta de apoyo de instancias
internacionales de derechos humanos. En el fondo de estos y tantos casos se encuentra
la persistente debilidad de un derecho internacional que no se toma totalmente en serio
sus propias normas cuando son de derechos humanos. Ha aprendido a invocar la
Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas sin hacerse mínimamente
cargo de requerimientos suyos como el del consentimiento indígena y el de la
concurrencia intercultural.
Pagado de sí mismo, el derecho internacional sigue alimentando su impenitente
tradición adversa a los derechos integral y verdaderamente humanos. Sin representación
indígena, aparte instancias sucedáneas, las Naciones Unidas siguen sin ser íntegra y
realmente plurinacionales. Así las cosas, parece que procede exigir al máximo de las
instancias de derechos humanos de las Naciones Unidas y muy especialmente de las que
tienen competencia específica en relación a los pueblos indígenas.

(Originalmente publicado en http://clavero.derechosindigenas.org)

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