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El Cuento

Todavía recuerdo, Valentina, el día que Johann nos puso a leer un cuentito. Cuentito, pensé, cuando
cogí la hoja sepia, escrita en courier. La llevé hasta donde estábamos reunidos y me dijiste que querías
verla.
Ese día hacía frío, y todos habíamos llegado al salón pensando que seguiríamos con las
exposiciones. Pero Johann tenía preparado otra cosa. Primero nos dijo que veríamos la biografía de
un cuentista uruguayo, de Horacio Quiroga, respondió a la pregunta de una compañera; luego agregó
que hiciéramos grupos de tres, que las exposiciones quedaban para la siguiente clase. Nadie de
nosotros sabía quién era. Yo creí haberlo escuchado en mis años de colegio, pero estaba seguro de
que nunca había leído nada de él. Te miré esperando que dijeras algo. Hubo un silencio. Miré al
frente: tú tampoco lo habías leído. Me hundí en la silla.
Su vida fue muy dura. Incluso recuerdo que me llegó a conmover. Durante esos años, la vida
de cualquier escritor maldito nos deslumbraba, como si hubiera algo en su sufrimiento que nosotros
anhelábamos o creíamos necesario para ser buenos escritores. Qué ingenuos.
Acabó y formamos grupos. Nuestros movimientos fueron automáticos: uno corrió el puesto
al lado del otro. Diego se unió a nosotros algunos minutos después, completando el grupo. Johann
levantó el paquete de hojas y comenzó a repartirlas. La instrucción fue clara:
—Lean el texto y me dicen de qué trata.
Todos empezamos a leer. Al comienzo, tuvimos problemas con el lenguaje. Era natural; tú
subrayabas las palabras y yo las buscaba. Johann salió. Terminamos de leer y nos pusimos a hablar
sobre el texto. La historia era simple: un hombre, mordido por una serpiente, se embarca a través del
río y la tupida selva del Alto Paraná en Paraguay. Quiere salvarse y va a un poblado con la esperanza
de ser atendido, pero no llega y muere. En el final nunca se dice que muere, uno lo intuye porque
comienza a delirar. Ese recurso nos asombró. Realmente, todo el texto lo hizo. Sin embargo, admito
que no entendíamos nada, quiero decir, nosotros estábamos convencidos de que esa cuartilla se trataba
de un hombre mordido por una serpiente y que quería salvarse. Nada más. Luego, con lo de la muerte,
recuerdo que hasta nosotros empezamos a delirar.
Johann entró al salón y preguntó que qué nos había parecido. Hubo un silencio y algunos se
animaron a hablar. El comentario más interesante lo hizo Fredy, el mayor del grupo y, hasta cierto
punto, el más infantil:
—A mí me parece que el texto está severo. El final me gustó mucho, porque no sé si el man
murió o no. Yo creo que no. —se quedó pensando un momento. —Pienso que todo fue un sueño. La
verdad no sé porqué lo terminó tan rápido. Yo lo hubiera desarrollado un poco más. —Agregó con
tono altivo.
Su teoría nos convenció a todos. Creo que llegué a asentir con la cabeza, como si hubiera
dicho una idea que, muy en el fondo, yo también pensé. Luego te miré y sólo veías el papel. No sé
si releías, porque a veces levantabas la mirada y, nuevamente, regresabas al texto.
Pero todavía no me dicen de qué trata, escuché decir a Johann. Todo quedó en silencio y
empezamos a vernos las caras. Fredy se había puesto un poco colorado. Sentí un escalofrío. El salón
se oscureció, como si todos nos hubiéramos apagado:
—Léanlo otra vez. Y acuérdense que el autor va dejando migajas por todo el texto —agitaba
el marcador contra la mano y, a veces, lo recuerdo bien, las movía hacia el frente como si nos
señalara—. Nada es adrede. Todo está calculado —agregó caminando hasta la puerta y volvió a
salir—.
Me acomodé en la silla y te dije que lo leyéramos nuevamente. Me dio la impresión de que
todos leían más fuerte. No sé qué esperábamos con eso. Una revelación, supongo. Pero nunca llegó.
A veces pienso que todo pudo ser más sencillo, alguien (tú, por ejemplo) pudo levantarse y decir,
profe, mire, el cuento se trata de tal o cual cosa, porque lo asocio con este aspecto de mi vida. Fredy
era el que más años tenía (casi la misma edad que Johann) y, por consiguiente, él pudo haberlo dicho.
Yo también pude, claro, por lo que sucedió con mi abuela. Pero tengo que admitirlo, no se me ocurrió
nada. El cuento me gustó, sí. Pero no se me ocurrió nada. Sin duda, nos superó.
Lo leímos unas tres veces. Escuché algunas gotas de agua en la ventana. Los tres hablamos;
no llegamos a ninguna conclusión. Los demás grupos se habían unido para tratar de resolverlo:
tampoco llegaron a nada. Johann abrió la puerta y caminó al frente. Fredy fue el primero en hablar:
—No, profe, ese texto está muy difícil. Yo sigo diciendo que le hace falta desarrollo. No
sabemos qué pasó con la esposa o con el compadre.
—Sí, profe. Todos los personajes son muy planos. —Dijo una de las compañeras que estaba
al lado de Fredy.
Los demás también replicaron. Nosotros mirábamos a Johann. Noté que su boca hacía una
sonrisa pequeña y rígida; nos miraba con ternura y desaprobación. Es un texto fácil, dijo, y abrió las
manos como dos abanicos. Todos volvieron a replicar. Hagamos una cosa, dijo Johann, esta vez, con
una postura más relajada, vuélvanlo a leer, y si no lo entienden, lo charlamos. Se sentó en el escritorio
y todos agacharon la cabeza.
Debió pasar unos quince o veinte minutos. La llovizna había parado. En mi cabeza, Valentina,
retumbaba el nombre del cuento, y ese eco persiste; supongo que como solo lo hacen las grandes
obras. Podíamos ver las imágenes de la serpiente, de la selva, de la pierna convertida en morcilla, del
hombre pidiendo ayuda a su compadre y bajando por el río con destino a Tacurú Pucú. Ahora estoy
seguro de que yo me sentía igual que ese hombre.
Johann se levantó enérgico del escritorio:
—¿Qué pasó? ¿Sí pudieron? —Tenía la misma sonrisa rígida.
—No, profe. ¿Seguro que este es todo el texto? A mí se me hace que hace falta una parte, un
cierre. —Dijo Fredy con cara de fastidio.
Todo se quedó en silencio.
—A ver, comencemos por el título. Léanlo.
Todos bajamos la cabeza. A la Deriva, escuché.
Han pasado algunos años y aun no logro descifrar la cara de quien leyó el título. Mi memoria
la borró por completo. Muchas veces, pienso que fui yo, y que lo dije como reafirmándome algo. No
estoy seguro. Quizá, por eso te escribo, Valentina. Estuviste ahí, al lado mío. Eres la única que puede
despejarme la memoria. Debo admitir que sigo frecuentando el cuento de Quiroga. Tengo que leerlo
una o dos veces en el mes, porque sigo encontrando cosas, migajas. Tal vez nunca descifre su
significado total, pero por algo se sigue leyendo, ¿no?

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