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Heredera de la historia, existe una visión idealista que postula a la lengua francesa, por su
“intrínseca” pureza, precisión, sobriedad, rigor, claridad y elegancia, como sinónimo de
cultura, como la lengua de la cultura, depositaria de los valores humanistas occidentales.
Sin cuestionar los fundamentos de esta afirmación, conviene subrayar que tal aserto ha
dado pie a que algunos asocien al idioma valores morales y, con ello, operen una especie
de sacralización por el respeto y veneración que dichos valores imponen. Esta posición se
emparenta con la que atribuye a la lengua una dimensión “mágica” porque permite el acceso
a lo inefable, a la realidad que está más allá de las palabras. Un estudioso de estos temas
afirma que “se entra en francofonía como se entra religión”. Más allá o más acá de estas
investiduras, de código lingüístico destinado a la comunicación, el francés se convirtió en
instrumento ideológico cuyo halo mítico marcaba a los elegidos o marginaba a los iniciados.
Entran aquí una infinidad de textos de la política cultural francesa en materia lingüística,
tanto en los albores de la edificación del Estado-Nación, como durante las diversas
campañas colonialistas fuera de Europa. O, en otro sentido, esto también dio pie a la
aspiración a pertenecer al Olimpo de las letras francesas gracias a un manejo tan perfecto
de la lengua que no dejara traslucir ni el origen ni el color de la piel del forastero, fenómeno
frecuente en las antiguas colonias.
Considerar que una lengua por sus cualidades y características legitima la superioridad de
una cultura, de un pueblo y su derecho a descalificar a otros, es un enfoque que ya no
engaña ni a propios ni a extraños. Desde luego que esto tampoco supone el desconocimiento
o desprestigio de las virtudes de una lengua que, como la francesa, es portadora de una
tradición cultural incuestionable y de valores espirituales, estéticos e intelectuales cuya luz
hacia el exterior marcó profundamente a otros pueblos. Pero estaremos de acuerdo en que
no es la única con tales virtudes y en que existen otros casos similares o equivalentes.
Para André Malraux, quien supo calar hondo en la trascendencia de las expresiones
culturales de las antiguas civilizaciones como testimonio de la grandeza que la especie
humana entraña en sí misma, pero a veces ignora, apuntaba que Francia era grande cuando
se la sentía presente en todo el mundo. Para que la visión del autor del Museo imaginario y
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de La Condición humana no pierda su alcance y sentido es preciso ajustarla a las
circunstancias actuales, es decir a una dinámica lingüística y cultural policéntrica, que
rebasa las fronteras hexagonales.
Decíamos que la francofonía es una realidad, pese a lo movedizo del referente. Ese carácter
no fijo del referente obedece justamente a que se trata de una realidad diversa. Está fuera
de debate que, actualmente, cerca de 175 millones de individuos utilizan el idioma francés
para comunicarse y, entre otras definiciones, es ésa la realidad que se denomina como
francofonía. Empero, en la medida en que esos millones de hablantes recurren de diferente
manera, en diferentes circunstancias, y con diferentes propósitos a este idioma, los
componentes y los contornos de dicha realidad dejan de ser definitivos, sobre todo si no se
pierde de vista su naturaleza heterogénea. De esto deriva un tópico ampliamente debatido
en muchos foros sobre el tema, a saber, el de la existencia de una francofonía con Francia
como norma y patrón, o la de varias francofonías, enfoque que impondría una concepción
policéntrica.El discurso reciente sobre el particular traduce cada vez con mayor claridad la
convicción de que reivindicar una identidad en función de la lengua puede ser abusivo, en
cuyo caso sólo las regiones donde el francés es lengua materna podrían fundadamente
enarbolar esa bandera. Igualmente inoperante ha empezado a ser apelar al suelo en que se
nació como único factor determinante de la construcción de una identidad. Otro riesgo que
se ha denunciado es el de suponer que hablar de francofonía evoca en el acto una
sensibilidad común e intrínseca a la lengua de referencia. Aquí se reconoce en parte la
postura inicial de Léopold Sédar Senghor: concebir que la lengua equivale a un principio
totalizador de pertenencia y adhesión a una comunidad implica el riesgo de ignorar o
descalificar la existencia de las singularidades etnográficas y de los perfiles históricos
particulares de cada uno de los pueblos que recurren a la lengua francesa.
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En esta perspectiva, lo que procede es concebir una francofonía que no sólo tiene en común
el uso de un mismo código lingüístico, sino que abarca un conjunto cultural rico y complejo,
dinámico y capaz de asumir los retos del siglo XXI; que esta comunidad, definida por la
diversidad, es crisol de manifestaciones culturales que exigen su aprehensión y análisis
dentro del contexto específico que las produce y no en relación obligatoria con patrones
eurocentristas. Éste será quizá uno de los caminos que permitan identificar más
fundadamente las diferencias y, sobre todo, lo que realmente constituye el espacio común
con los demás pueblos francoparlantes. Retomamos las palabras de Jean-Louis Joubert
quien afirma al respecto: “La francophonie pourrait se définir comme la prise de conscience
récente de la multiplicité, de l’importance et de l’ambigüité des rôles du français dans le
monde. […elle] représente la découverte que des cultures différentes peuvent s’affirmer
dans leur diversité à travers une langue partagée : le français” (Chemins actuels, N°45,
México, 1992, p.34).
Sentado pues el carácter múltiple de la francofonía, tanto los pueblos cuya lengua materna
es el francés como aquellos que a ella recurren por otros motivos históricos, convergen en
la necesidad de proclamar a través de esta lengua su arraigo a tradiciones que no son
necesariamente las de Francia.
Sobre esta base, es preciso que las acciones tendientes a fomentar y a difundir el francés
no excluyan la luz que arroja el conocimiento de las lenguas y las culturas locales, dentro
de un marco de respeto. La construcción de un espacio francófono tiene que pasar por la
conciencia y la aceptación de su naturaleza multilingüe —puesto que en la mayoría de los
casos el francés está en contacto obligado con otras lenguas nacionales— y por la voluntad
de aprovechar a fondo las potencialidades de esa pluralidad. Cabe añadir que, incluso en
Francia, las numerosas e importantes minorías de diversos orígenes allí asentadas imprimen
su huella particular a la cultura francesa actual. La experiencia de estos grupos de
inmigrantes nos hace recordar las palabras de Ibrahim, el médico judío de la familia de
Boabdil, el último sultán de Granada, en las maravillosas páginas de Antonio Gala: “Al fin
y al cabo […] un idioma ha de servir para entenderse con los otros, no para ocultarse detrás
de él” (El manuscrito carmesí, Planeta, Madrid, 1998, p. 81). Este sabio personaje, que
hablaba tanto el hebreo como el árabe y el castellano, se refería a la posibilidad privilegiada
de aderezar su discurso con términos de otros idiomas si resultaban más precisos y con ello
enriquecía el idioma.
En efecto, para nadie es un secreto que disponer de otra lengua evita la enajenación que
amenaza a todo monolingüismo; alguien dijo que quien habla la lengua del otro es superior
a ese otro. Más aún, ese puente hacia el otro, que permite salir de los propios límites, es
condición indispensable para las satisfacción de esa especie de “búsqueda de un suplemento
del ser” que el hombre experimenta pues sólo así se aprecia, en su verdadera dimensión,
el sabor de la diferencia, la que nos define y la del otro, ese suplemento que nos enriquece.
Este impulso es factor de acercamiento, puente, paso hacia el otro, no para que se convierta
en lo que somos, sino para que se convierta en lo que es en sí mismo.
No han faltado los análisis que apuntan más hacia la unidad del conjunto que hacia su
heterogeneidad; sin embargo, a nadie escapa que el terreno está sembrado de
ambigüedades porque si bien existe una voluntad de encuentro en el terreno común de la
lengua, también se reclama el derecho a la diferencia. Francia sigue ejerciendo un poder de
imantación que, en ocasiones, acarrea la descalificación de lo propio en el sentido opuesto.
Y entre esos dos polos no deja de generarse una multiplicidad de reacciones contradictorias.
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que cabe esperar de la virtual riqueza de la comunidad francófona podrán concretarse y
multiplicarse siempre y cuando se valorice y fomente el patrimonio cultural de cada uno de
sus miembros, mediante acciones simultáneas a las que persigan cultivar el diálogo con los
demás interlocutores francoparlantes. Nada se ganará con minimizar o devaluar las culturas
locales en favor de la aplicación de modelos a menudo inoperantes en contextos nacionales
muy diferentes.
Sin alejarnos de esta línea de reflexión, creemos oportuno subrayar que la noción de
Santiago García de la cultura como “entidad orgánica en la que múltiples elementos influyen
unos sobre otros” modifica la visión que plantea a la cultura del colonizador como única
donadora y a las culturas locales como simples receptoras, cuando en realidad éstas han
modificado profundamente a la cultura dominante. Los intercambios entre todos los puntos
de una red en la que cada nudo tiene que ser un centro, han de convertirse en tarea común.
El flujo debe correr en todas las direcciones para fincar una verdadera solidaridad, equitativa
y respetuosa.Para concluir, estoy convencida de que podría irse más lejos en esta voluntad
y aspiración hacia el fortalecimiento de una francofonía definida por su diversidad —como
la del mundo actual— y celosa de ella. Desde fuera pero no ajena, la mirada de,
llamémosles, terceros puede arrojar una luz no menos reveladora sobre la construcción de
lo que pretende ser una vasta comunidad unida por la lengua. Me refiero concretamente a
la percepción que los hispanohablantes, y en particular los de este lado del Atlántico,
podemos tener de ese complejo proceso de definición y afirmación de identidades para las
que la lengua es expresión de una cultura, la francesa, pero también vehículo de otras harto
diferentes.Dicho de otro modo, somos una suerte de tercera alteridad en quien la
experiencia de la colonización y del mestizaje representa una plataforma autorizada para
entender el conflicto de la desposesión, pero también el privilegio de que dos o más
manantiales junten sus aguas y alimenten el cauce en el que se gesta nuestra identidad.