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927

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Fabián Coleman despierta. Hoy tiene un día triste. Una temprana meada alivia su cargada
vejiga. Entra a la cocina. En la mesa quedaron restos de la cena, una porción y algunos
tronquitos de pizza de Ugi’s junto a tres latas de cerveza Quilmes vacías. Junto a ellas un vaso
medio lleno y la marca grasosa de los labios, que no se limpió antes de beber como bien le
enseñara alguna vez su madre. El cenicero desbordante de colillas deja en el ambiente un
olor rancio y desagradable. Coloca en la pava el calentador de inmersión. Siempre tuvo (y aún
la mantiene) la manía de vaciarla y volver a llenarla antes de calentar el agua. Echa una
ojeada a la mesa. El vaso se ve tentador aún con la cerveza tibia y da un buen trago casi hasta
acabarla. La pava comienza a silbar. Tres cucharadas abundantes de café instantáneo caen en
la taza y luego vierte el agua hirviente. Un café fuerte y negro con dos aspirinas lo ayudan a
despejar la mente y comenzar la rutina diaria. Los tronquitos que sobraron de la pizza son el
complemento ideal para completar el desayuno.
En la ventana, una película de humedad no deja que se vea el exterior. Limpia un círculo con
el anverso de su mano para ver como amaneció hoy. El día sigue opaco, con nubes
abundantes y una llovizna casi imperceptible, de las que molestan. Hora de la ducha. En el
baño, la rajadura del espejo traza una diagonal que parte la imagen de su desaliñado aspecto,
como reflejo de su estado actual.
Agua fría cae sobre su cuerpo. La empresa de gas le cortó el suministro por no haber pagado.
Un baño rápido, los minutos pasan y no puede llegar tarde. Se pone un Wrangler Montana
gastado, con el bolsillo trasero agujereado y desflecado por llevar siempre las llaves, y una
remera verde que le regaló un amigo para su cumpleaños. Le tira un poco de desodorante
para disimular ese ácido olor a ropa transpirada de varios días. Por último calza sus
zapatillas, no sin antes olerlas para comprobar si necesitan talco y, por supuesto, lo
necesitan, pero las agujas de su reloj avanzan más rápido de lo que debieran.
Sale de su casa. El reflejo del sol tras el tinte gris del cielo hace que frunza el ceño. No trajo
sus lentes opacos. En la parada del colectivo parece estar esperándolo el interno 927. Sube,
saca un boleto y se sienta en el último asiento del medio. Mira hacia su izquierda y con
asombro ve un rostro que no tiene rostro, una mirada penetrante que no deja de perforarle
las retinas. Siente una punzada en la base del cráneo, parece que se le va a partir la cabeza. Y
en un segundo ya no estaba ahí. Una habitación vacía lo rodea. La tenue luz de una lámpara
de 25 watt lo ilumina. En las paredes está escrito el número 927, aquel que viera en el
colectivo. Está totalmente desorientado. Va hacia la puerta y está cerrada. Da unos tirones a
la manija, de bronce y bien lustrada, hasta quedarse con la misma en su mano. La cosa se
complica cada vez más. Se encuentra encerrado, sin saber dónde, ni por qué, ni como llegó
hasta ahí. Cree estar soñando, no puede ser real, estas cosas no ocurren así porque sí. Se
restrega los ojos, trata de despertar de un sueño que no es sueño. Trata de salir de una
situación incomprensible.

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Los nervios comienzan a traicionarlo. De a poco va perdiendo la paciencia. Su mirada se
pierde en las paredes blancas, descascaradas por el paso del tiempo. En un rincón del techo,
una araña encierra con su tela a una polilla en lenta agonía. Cerrando los ojos esa imagen se
traslada a su realidad. Él es la polilla atrapada esperando su fin.
927… 927… 927… ¿Qué significado tendrá?, ¿porqué ese número? La mente de Fabián
divaga. Se siente como si lo hubiesen drogado. De hecho debe estarlo porque no puede
concentrar la atención en nada.
Un chispazo en la lámpara acabó con lo poco que se veía. Sus fuerzas lo abandonan. Las
piernas comienzan a aflojarse, como si se transformaran en gelatina. Cae al suelo. Está muy
frío, casi helado. Una sensación gélida abraza a su cuerpo. No puede parar de temblar, quiere
abrir la boca para gritar y no lo consigue. Quiere golpear el suelo con sus puños y tampoco lo
logra. Una parálisis general lo envuelve. Y luego… Nada. Silencio. Oscuridad…
- ¡Otro shock desfibrilatorio, rápido!
- ¡No responde, intentémoslo de nuevo!
- ¿Seguimos tratando? Creo que ya es inútil.
- Solo una vez más.
- No hay ninguna reacción Doctor, lo perdimos.
- ¿Donde dijeron que sufrió el ataque?
- En un colectivo.
- ¿Tienen idea si encontraron algún pariente o amigo?
- No por ahora.
- Y… Alcohol, tabaco, café en exceso… Revientan a cualquiera.
- Sep.
- ¿Hora del deceso?
- 9:27

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