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familia numerosa de ocho hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y
Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la grandeza del futuro emperador
Napolione (así lo llamaban en su idioma vernáculo), todos ellos iban a acumular honores, riqueza y
fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los hermanos Bonaparte (o, con su apellido
italianizado, Buonaparte) se llamaba María Leticia Ramolino y era una mujer de notable
personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter firme y ardiente en su Vida de Napoleón
(1829).
Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la
abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes
para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de
Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia. Congregados en torno a un héroe nacional, Pasquale
Paoli, Carlos María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían la independencia con las armas
y que terminaron siendo derrotados por los franceses en la batalla de Ponte Novu, encuentro que
tuvo lugar en 1769, el mismo año en que nació Napoleón.
Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a
constituir en él una especie de segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura especialidad
castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí salió a los
diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de
Valence. En aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto semisalvaje y apenas hablaba otra
cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus compañeros, hijos de la aristocracia francesa,
veían en él a un extranjero raro y mal vestido, al que hacían blanco de toda clase de burlas; no
obstante, su carácter indómito y violento imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus
profesores. Lo que más llamaba la atención era su temperamento y su tenacidad; uno de sus
maestros en Brienne diría de él: «Este muchacho está hecho de granito, y además tiene un volcán
en su interior».
Juventud revolucionaria
Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado de Napoleón a
Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y
venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez en Auxonne), la vorágine de la
Revolución Francesa (cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en París) y los
conflictos independentistas de Córcega.
Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas,
que en algunos momentos rozaron el filo de la miseria; el horizonte de las disponibilidades
familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían de coraje ni
recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió en amante de un comerciante
acomodado, François Clary. El hermano mayor, José Bonaparte, se casó con una hija del mercader,
Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée Clary, no prosperó.
Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustín,
le deparó su protección. Napoleón consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y
adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón (1793), donde logró
sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses. Suyo fue el plan de asalto
propuesto a unos inexperimentados generales, basado en una inteligente distribución de la
artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito final.
En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la
comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos
contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino el 27
de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario republicano): Napoleón fue encarcelado por un
tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por
mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con
veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.
Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca, Josefina
de Beauharnais, quien colmó también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la Pagerie (tal era
su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica que tenía dos hijos, Hortensia y
Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por
los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por
nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, cinco años
mayor que él.
Entre los amantes de Josefina Bonaparte se contaba Paul Barras, el hombre fuerte del Directorio
surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces a la búsqueda de
una espada (según su expresión literal) a la que manejar convenientemente para defender el
repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de Estado de
los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795, la elección de Napoleón
fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de París, a la que se
sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla,
Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital
anegada en sangre.
Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le encomendó en 1796 dirigir la
guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los franceses
peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes de su partida, Napoleón se casó
con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse
a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, Napoleón terminó
por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.
El militar exitoso
Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven Buonaparte se puso de
manifiesto en la península italiana; Lodi (mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y Rivoli
(enero de 1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales batallas en las que
derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y Alvinczy fueron los más destacados mariscales cuyas
tropas fueron barridas por las de Napoleón.
El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos los
maestros en estrategia de la época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los ejércitos
de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los primeros días pronto se transformó
en entusiasmo: comenzaron a llamarle admirativamente «le petit caporal» y a corear su nombre
antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando Napoleón varió la ortografía de su
apellido en sus informes al Directorio: Buonaparte dejó paso definitivamente a Bonaparte.
El rayo de la guerra se revelaba así simultáneamente como el genio de la paz. Lo más inquietante
era el carácter autónomo de su gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no
según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse. Cuando Austria se vio forzada a
pedir la paz en 1797, ya no era posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categoría
de héroe legendario. Napoleón mostraba una amenazadora propensión a ser la espada que
ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza que planifica y dirige: tres personas en una misma
naturaleza de inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de alejar esa
amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del poderío británico (concretamente, la que
unía el Mediterráneo y la India) con una expedición a Egipto.
Así, el 19 de mayo de 1798, Napoleón embarcaba rumbo a Alejandría, y dos meses después, en la
batalla de las Pirámides, dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el país en
nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego en el desierto sirio. Pero todas sus
posibilidades de éxito se vieron colapsadas cuando la escuadra francesa fue hundida en Abukir por
el almirante Horacio Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los escenarios navales.
El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las fragmentarias noticias que
recibía del continente. En Europa, la segunda coalición de las potencias monárquicas había
recobrado las conquistas de Italia, y la política interior francesa hervía de conjuras y candidatos a
asaltar un Estado en el que la única fuerza estabilizadora que restaba era el ejército. Finalmente,
Napoleón se decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse al bloqueo de
Nelson. Nadie se atrevió a juzgarle por deserción y abandono de sus tropas; recaló de paso en su
isla natal y repitió una vez más el trayecto de Córcega a París, ahora como héroe indiscutido.
Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre de de 1799 (el 18 de Brumario
según la nomenclatura del calendario republicano), para el que contó con la colaboración, entre
otros, de Emmanuel Joseph Sieyès y de su hermano Luciano, el cual le ayudó a disolver la
Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos, en la que figuraba como presidente. El golpe
barrió al Directorio, a su antiguo protector Paul Barras, al Consejo de Ancianos, a los últimos
clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró el Consulado: un gobierno
provisional compartido en teoría por tres titulares, pero en realidad cobertura de su régimen
autocrático, sancionado por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.
El Consulado terminó con una larga etapa de anarquía y desórdenes. En cuanto tuvo todo el poder
en sus manos, Napoleón demostró que no era solamente un general audaz, preocupado por
manipular mediante la diplomacia o la guerra los complejos resortes de la política internacional,
sino que también estaba interesado por procurar bienestar a sus súbditos y podía actuar como un
brillante legislador y administrador. En los años inmediatamente posteriores a su proclamación
como cónsul, la obra de reforma, recuperación y reparación que realizó fue espectacular y
admirable. Bonaparte introdujo cambios en la administración (dando a Francia instituciones que
han llegado hasta hoy, como el Consejo de Estado, las prefecturas y la organización judicial), acabó
con las guerras civiles que asolaban la zona oeste del país e instauró una política financiera eficaz
que permitió poner fin al déficit acumulado durante la Revolución.
A estos logros en el interior se sumaron nuevos éxitos en el exterior. El 14 de junio de 1800 volvió
a hacer un derroche de su genialidad como militar al aplastar de nuevo a los austríacos en la
renombrada batalla de Marengo, obligándolos a firmar la paz de Lunéville al año siguiente.
Además firmó con el papa el concordato de 1801, que preveía la reorganización de la Iglesia de
Francia y favorecía el resurgimiento de la vida religiosa tras los desmanes cometidos en los
momentos culminantes del período revolucionario. Napoleón no se contentó con alargar la
dignidad de Primer Cónsul a una duración de diez años; apenas dos años después, en 1802, la
convirtió en vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que embriagaba a Francia de
triunfos (después de haber destruido militarmente a la segunda coalición en Marengo) y
emprendía una deslumbrante reconstrucción interna.
Napoleón, Emperador
La historia de la mayor parte del Imperio (1804-1814) es una recapitulación de sus victorias sobre
las monarquías europeas, aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en último
término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de Austerlitz, de 1805, Bonaparte abatió
la tercera coalición; en la de Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo
reorganizar todo el mapa de Alemania en torno a la Confederación del Rin, mientras que los rusos
eran contenidos en Friendland (1807). Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a
destrozarla en Wagram en 1809.
Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el 'Gran Ejército'), y a su
mando operativo, que, en sus propias palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos de
miles de cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias guerreras; cientos de miles de
soldados supervivientes y sus bien adiestrados funcionarios esparcieron por Europa los principios
de la Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran abolidos junto con los mil
particularismos económicos, aduaneros y corporativos, y se creaba un mercado único interior.
Del mismo modo quedó implantada por todos los dominios del Imperio la igualdad jurídica y
política según el modelo del Código Civil francés, al que dio nombre: el Código de Napoleón o
Napoleónico se convertiría en la matriz de los derechos occidentales, excepción hecha de los
anglosajones; se secularizaban igualmente en todas partes los bienes eclesiásticos, se establecía
una administración centralizada y uniforme y se reconocía la libertad de cultos y de religión, o la
libertad de no tener ninguna. Con estas y otras medidas se reemplazaban las desigualdades
feudales (basadas en el privilegio y el nacimiento) por las desigualdades burguesas (fundadas en el
dinero y la situación en el orden productivo), y buena parte de las sociedades europeas entraban
en la Edad Contemporánea.
A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta
los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras
fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al conocer a la condesa polaca
María Walewska en 1806, en el transcurso de una campaña contra los rusos. El intermitente pero
largamente mantenido amor con la condesa dio a Bonaparte un hijo, León; el ansia de paternidad
y de rematar su obra con una legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos políticos para decidirle
a divorciarse de Josefina y a solicitar la mano de la hija de Francisco II de Austria, la archiduquesa
María Luisa de Austria o de Habsburgo-Lorena, emparentada con uno de los linajes más antiguos
del continente.
Sin otro especial relieve que su estirpe, María Luisa de Austria cumplió lo que se esperaba del
enlace al dar a luz en 1811 a Napoleón II (de corta y desvaída existencia, pues murió en 1832), que
sería proclamado heredero y sucesor por su padre en sus dos sucesivas abdicaciones (1814 y
1815), pero que nunca llegó a reinar. Con el tiempo, María Luisa de Austria proporcionaría al
emperador una secreta amargura al no compartir su caída; en 1814 regresó con el pequeño
Napoleón II al lado de sus progenitores, los Habsburgo, y en la corte vienesa se hizo amante de un
general austriaco, Adam Adalbert von Neipperg, con quien contrajo matrimonio en terceras
nupcias a la muerte de Napoleón.
El ocaso
El matrimonio con María Luisa en 1810 pareció señalar el cenit napoleónico. Los únicos estados
que todavía quedaban a resguardo eran Rusia y Gran Bretaña. El almirante Horacio Nelson había
sentado de una vez por todas la hegemonía marítima inglesa en la batalla de Trafalgar (1805),
arruinando los proyectos del emperador. Como réplica, Napoleón había intentado asfixiar
económicamente a Gran Bretaña decretando el bloqueo continental (1806), es decir, prohibiendo
el comercio entre la isla y el continente y cerrando los puertos europeos a las manufacturas
británicas.
A la larga, la medida resultaría no sólo estéril, sino también contraproducente. Era una guerra
comercial perdida de antemano, en la que todas las trincheras se mostraban inútiles por el
activísimo contrabando y frente al hecho de que la industria europea, por entonces en mantillas
respecto a la británica, era incapaz de surtir la demanda. Colapsada la circulación comercial,
Napoleón se perfiló ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las
restricciones mutuas se extendieron a los países neutrales.
El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal, el satélite británico, y su llave
de paso, España. Los Borbones españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su
hermano, José Bonaparte, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil. Ambos pueblos se levantaron en
armas y comenzaron una doble guerra de Independencia que los dejaría destrozados para muchas
décadas; pero, a la vez, obligaron a permanecer en la península a una parte de la Grande Armée y
la diezmaron en una agotadora lucha de guerrillas que se extendió hasta 1814, sin contar el
desgaste de las batallas a campo abierto que hubo de librar contra un moderno ejército enviado
por Gran Bretaña. Por primera vez, el ejército napoleónico se mostró incapaz de controlar la
situación; acostumbrados a rápidas contiendas contra tropas de mercenarios, sus soldados no
pudieron acabar con aquellos guerrilleros que peleaban en grupos reducidos y conocían a la
perfección el terreno.
La otra parte del ejército francés, en la que Napoleón había enrolado a contingentes de las
diversas nacionalidades vencidas, fue tragada por las inmensidades rusas en la campaña de 1812
contra el zar Alejandro I. Al frente de un ejército de más de medio millón de hombres, Napoleón se
adentró en las llanuras de Polonia al tiempo que sus enemigos se replegaban a marchas forzadas,
obligándole a penetrar profundamente en las estepas rusas. Tras las victorias pírricas de
Smolensko y Borodino, las tropas francesas entraron en Moscú, pero Bonaparte no pudo
permanecer en la ciudad a causa de la falta de víveres y el desaliento de sus soldados. La retirada
fue un completo desastre: el hambre y el crudo invierno se abatieron sobre los hombres y
causaron aún más estragos que el acoso selectivo a que se vieron sometidos por el ejército del zar.
El 16 de diciembre, tan sólo 18.000 hombres extenuados regresaban a Polonia; el emperador,
cabizbajo sobre su caballo blanco, parecía una triste sombra de sí mismo.
La magnitud de la catástrofe acaecida en Rusia propició que todos sus enemigos se levantasen
contra él al unísono. Europa se levantó contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional
de los pueblos se rebeló dando apoyo al desquite de las monarquías; en Francia, fatigada de la
interminable tensión bélica y de una creciente opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de
su amo. El combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró en Leipzig en 1813.
También llamada «la batalla de las Naciones», la de Leipzig fue una de las grandes y raras derrotas
de Napoleón, y el prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en París y la
abdicación del emperador en Fontainebleau (abril de 1814), forzada por sus mismos generales. Las
potencias vencedoras le concedieron la soberanía plena sobre la minúscula isla italiana de Elba y
restablecieron en el trono francés la misma dinastía que había sido expulsada por la Revolución,
los Borbones, en la figura de Luis XVIII.
Pero muy pronto, en junio de 1815, fue completamente derrotado en la batalla de Waterloo por
los vigilantes Estados europeos (que no habían depuesto las armas, atentos a una posible
revigorización francesa) y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así concluyó su segundo
período imperial, que por su corta duración es llamado el Imperio de los Cien Días (de marzo a
junio de 1815). Napoleón se entregó a los ingleses, que lo deportaron a un perdido islote africano,
Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe.
Antes de morir el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias, el Memorial de Santa Elena, en las
que se describió a sí mismo tal como deseaba que lo viese la posteridad. La historia aún no se ha
puesto de acuerdo ni siquiera en el retrato de su singular personalidad y en el peso relativo de sus
múltiples facetas: el bronco espadón cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe
de la antigüedad obsesionado por la gloria. Convertido en héroe de epopeya por escritores de la
talla de Victor Hugo, Balzac, Stendhal, Heine, Manzoni o Pushkin, su leyenda alcanzó la apoteosis
en 1840, cuando sus cenizas regresaron a París para ser depositadas bajo la cúpula de la iglesia del
Hôtel des Invalides, fundado dos siglos antes por el Rey Sol Luis XIV para acoger a los viejos
soldados maltrechos por la guerra. Él había sido, sin lugar a dudas, uno de ellos.