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ETEMENANKI, LA TORRE DE BABEL Cuando Nínive ascendió de simple ciudad provinciana al

rango de residencia real y empezó a hacer historia, Babilonia había sido ya capital durante trece
siglos, y desde la época de su máximo esplendor, en tiempos de Hamurabi, el gran legislador,
habían transcurrido 1.250 años. Y cuando Nínive fue destruida, no lo fue como Babilonia, que
después de arrasada surgió de nuevo, sino de modo tan absoluto que Luciano pudo hacer decir
a Mercurio, hablando con Caronte: «Pero Nínive, mi buen barquero, está ya destruida, y no ha
quedado de ella huella alguna; ni siquiera es posible asegurar dónde estaba». El general
Nabopolasar fundó en Babilonia el nuevo Imperio babilónico y su hijo Nabucodonosor II lo elevó
otra vez al máximo esplendor y poderío. Pasaron setenta y tres años desde la destrucción de
Nínive hasta que el persa Ciro conquistó Babilonia. El día 26 de marzo de 1899, Koldewey mandó
excavar el lado oriental del Kasr, el castillo de Babilonia; pero, a diferencia de Botta y de Layard,
él conocía a grandes rasgos la historia que ocultaban estos escombros. Las excavaciones de
Korsabad, de Nemrod y de Kuyunjik, y sobre todo la monumental biblioteca de Asurbanipal, que
en su mayor parte contenía copias de originales babilónicos mucho más antiguos, le habían
informado también sobre la región de la desembocadura de los grandes ríos, de su historia, de
sus pueblos y de sus gobernantes. Pero ¿qué Babilonia surgiría ahora al conjuro de su pico? ¿La
antiquísima Babel de Hamurabi y de los once reyes de la dinastía de Amurru? ¿O una Babilonia
más reciente, reconstruida después de la terrible destrucción de Senaquerib? Koldewey
sospechaba esto último en enero de 1898, cuando aún no era seguro que le encargaran de las
excavaciones y sólo había examinado superficialmente los distintos lugares de exploración y
mandado un informe a la dirección de los museos de Berlín. «Bien es verdad —decía en esta
época desde Bagdad, respecto a Babilonia— que allí se hallarán principalmente obras de la
época de Nabucodonosor.» Parecía no esperar gran cosa. Pero su gran alegría al recibir tal
encargo demuestra lo contrario, pues los últimos hallazgos no dejaban lugar a dudas. El 5 de
abril de 1890, escribe: «Llevo trabajando dos semanas, ¡y ya he triunfado!» La primera cosa que
halló fueron las inmensas murallas babilónicas. A lo largo de ellas encontró restos de relieves,
aunque por el momento no eran más que fragmentos, trozos de piel y dientes de león, colas,
garras, patas delgadas de aves, ojos, pies humanos, barbas, ojos humanos, algo semejante a
gacelas, y dientes de jabalí. Todo esto se veía en los fragmentos hallados. En un lienzo de muro,
de unos ocho metros, encontró cerca de mil fragmentos, por lo que calculó la longitud del relieve
completo en unos trescientos metros, y dice en la misma carta: «¡Por eso calculo que haya unos
37.000 fragmentos!» Tal era el balance a los quince días. Las descripciones antiguas más claras
que tenemos de Babilonia son debidas a Heródoto, el viajero griego, y a Ctesias, médico de
cabecera de Artajerjes II. La mayor maravilla de que hablan era la muralla de la ciudad, de la cual
Heródoto da unas medidas que durante dos mil años se han considerado exageradas y propias
de un simple viajero. La tradición pretende que dicha muralla era tan ancha que por encima
podían cruzarse dos carros tirados por cuatro caballos. Koldewey dio inmediatamente con esta
muralla, aunque su trabajo se veía dificultado constantemente y era mucho más duro que en
cualquier otro lugar. En casi todas partes los escombros alcanzaban unos dos o tres metros de
altura, y máximo seis, sobre las capas de los hallazgos. Aquí, en cambio, se encontraban masas
de tierra de doce metros de profundidad y frecuentemente era preciso levantar incluso masas
de hasta veinticuatro metros de profundidad. Durante más de quince años, en verano y en
invierno, Koldewey estuvo trabajando con más de doscientos obreros. Celebró su primer triunfo
al demostrar que las noticias de Heródoto apenas si habían sido exageradas. ¿No es esta la
conclusión a que han llegado todos los arqueólogos después de su trabajo? Schliemann
demostró bien claramente la exactitud de los datos de Homero y de Pausanias; Evans comprobó
el fondo cierto de la leyenda del Minotauro; Layard, la autenticidad de ciertos párrafos de la
Biblia. Koldewey descubrió un muro de ladrillos secos de siete metros de anchura. Delante del
mismo, a unos doce metros de distancia, se elevaba otra muralla de ladrillos cocidos de siete
metros ochenta centímetros, acompañada por la muralla de la escarpa, que medía tres metros
treinta, y era también de ladrillo cocido. Probablemente, debajo de la escarpa que formaban
estos muros estaba el foso lleno de amarillentas aguas cuando amenazaba algún peligro
exterior. El espacio entre murallas estaba lleno de tierra, probablemente hasta la altura de las
almenas de la muralla exterior, que era la de circunvalación, permitía el paso de un carro de
cuatro caballos, y tenía varias torres para la guardia situadas a unos cincuenta metros de
distancia una de otra. En la muralla interior, Koldewey calcula que había unas trescientas sesenta
torres, mientras que Ctesias cita para la exterior el número de doscientas cincuenta, cosa
admisible. Al liberar esta muralla, Koldewey había descubierto la mayor fortificación urbana que
jamás se había visto, y esto permitía afirmar que Babilonia había sido la ciudad más grande de
todo el Oriente, incluso mayor que Nínive. Y dando a la palabra ciudad la significación medieval,
considerándola como «conjunto de viviendas circundado por una muralla», Babilonia, hasta hoy,
ha sido la mayor de todas las ciudades construidas por los hombres. Así lo escribió el mismo
Nabucodonosor: «...Hice cercar a Babilonia con una muralla gigantesca, cavé un foso y las
pendientes las recubrí con ladrillos y pez; construí en su orilla interior, alta como una montaña,
un muro poderoso; hice unas puertas anchas, cuyos batientes eran de madera de cedro,
recubiertas con planchas de cobre, y, por si el enemigo mal intencionado quería atacar por los
costados, llené el foso con aguas tan potentes por su abundancia como las olas del mar. Y como
el agua del gran mar, era salada. Para que nadie pudiera perforar las defensas, amontoné tierra
ante ellas y las circundé con diques de ladrillos. Hice bastiones trazados con arte y así convertí a
la ciudad de Babilonia en una fortaleza.» Era, en efecto, una fortaleza inexpugnable para los
medios ofensivos de aquella época. Mas, a pesar de todo, Babilonia fue expugnada. No quedaba
más que un recurso, y fue empleado: el enemigo triunfó primero en el interior, pues entonces,
como siempre, cuando el enemigo se establece ante las murallas, la política interior de la ciudad
se torna confusa y surgen los bandos que —un día con razón, otro sin ella— desean que acuda
el enemigo como liberador. De este modo, cayó también un día la más poderosa fortaleza de la
tierra. Así, pues, Koldewey descubrió, en efecto, la Babilonia de Nabucodonosor, al que Daniel
apostrofaba «rey de todos los reyes» y «cabeza de oro». Nabucodonosor había empezado la
monumental reconstrucción de la ciudad y la de los templos de Emac, en el palacio de E-sagíla,
de Ninurta y del más antiguo de Istar en Merkes. Reconstruyó también la muralla de Arachtu,
hizo el primer puente de piedra sobre el Eufrates, el canal de Libilhigalla, terminó la parte
meridional de su palacio, y adornó la puerta de Istar con bellos relieves de cerámica barnizados
en brillantes colores. Mientras que los antecesores de Nabucodonosor habían construido los
edificios con ladrillos simplemente secos, que pronto quedaron deshechos por el viento y la
intemperie, él empleó, sobre todo en las fortificaciones, ladrillos auténticos. El hecho de que
hayan quedado tan pocas huellas de los edificios más antiguos en el país de los dos ríos, y que
pronto se redujeran a montañas de escombros, es debido a que los materiales empleados no
resistían. En cambio, si los edificios de Nabucodonosor, a pesar de su material mucho más
reciente, han dejado pocos restos completos a la posteridad, es porque durante siglos enteros
la población los arrancaba empleándolos para nuevas construcciones, así como más tarde, en la
Edad Media cristiana, fueron saqueados los templos de la Roma pagana. La moderna ciudad de
Hilleh y varios pueblos más de los alrededores de la antigua Babilonia, se han construido con
ladrillos de la época de Nabucodonosor, como nos consta exactamente por llevar sus sellos.
Incluso un dique moderno que retiene las aguas del Eufrates, desviándolas hacia el canal de
Hindije, está en su mayor parte hecho con ladrillos que antaño cobijaron a los antiguos
babilonios, de tal modo que cuando este dique haya desaparecido otros excavadores podrán
pensar muy bien que se hallan ante una fortaleza de Nabucodonosor. El palacio, mejor dicho, el
conjunto de palacios, esa ciudad-fortaleza de extensión inmensa que Nabucodonosor, siempre
descontento, estaba ampliando constantemente porque lo construido «no bastaba a la alta
dignidad de Su Majestad real», este palacio, con sus ricos adornos, sus relieves de cerámica
maravillosamente vidriada, brillante, de vivos colores, puede considerarse como un milagro; un
milagro de un esplendor bárbaro, extraño. (Nabucodonosor pretendía haberlo construido en
quince días; noticia que se creyó durante varios siglos y así fue transmitida.) Pero eran tres,
sobre todo, las construcciones cuyo descubrimiento tanto sorprendió al mundo. Se trataba de
un jardín, una torre y una carretera, ninguno de los cuales tenía igual en toda la tierra. Un día,
Koldewey halló en el ángulo nordeste del palacio meridional una construcción abovedada que
tuvo que registrar como muy extraña, incluso como única en su género por varios motivos.
Primero, porque era la única construcción con sótano que se había descubierto hasta entonces
en Babilonia; segundo, por no haberse visto en todo el país de los dos ríos ninguna obra
semejante, de bóveda; tercero, por existir allí una fuente que consistía en tres pozos dispuestos
de forma muy extraña; y porque después de reflexionar mucho, y no con gran seguridad,
Koldewey adivinó que aquello podía ser un pozo de noria que debía haber servido para asegurar
un riego continuo; y cuarto, porque en esta bóveda se habían empleado, no solamente ladrillos,
sino también piedra sillar. Esta clase de piedra sólo se había encontrado en otro lugar de
Babilonia, en la muralla norte del Kasr. Estudiando todas las características de tan extraño
edificio, resaltaba la notable perfección técnica y arquitectónica de su construcción, sobre todo
habida cuenta de la época en que fue erigido. De todo ello se deduce que debía haber servido
para una finalidad especialísima. En un minuto feliz se le ocurrió la solución a Koldewey. En toda
la literatura respecto a Babilonia, en Josefo, en Diodoro, en Ctesias, en Estrabón y en todas las
escrituras cuneiformes que se habían descifrado hasta entonces referentes a la ciudad
«pecadora», sólo se citan dos párrafos, que destacan notablemente, en los que se alude al
empleo de la piedra sillar: se trata de la muralla septentrional del Kasr (donde Koldewey la había
encontrado ya) y los legendarios «jardines colgantes de Semíramis». ¿Acaso Koldewey había
descubierto aquellos jardines espléndidos, de cuya belleza se hablaba en todo el mundo antiguo
considerándolos como una de las siete maravillas del mundo y relacionándolos con el nombre
de la Semíramis legendaria? Tal hallazgo, tal hipótesis, nacida de una intuición feliz, provocó una
tensión febril en cuantos removían la tierra, una excitación sin límites en todos los que
participaban en la excavación. Las discusiones de los entendidos se hacían interminables, y tanto
en el lugar de las excavaciones como ante las tiendas o en las viviendas, se sucedían los debates
violentos de los profesionales de poder asistir al momento en que se iba a aclarar lo que durante
miles de años había sido un enigma. Koldewey examinaba constantemente las noticias de los
escritores antiguos. Cotejaba cada frase, cada línea, cada palabra; estudió incluso filología
comparada, que hasta entonces desconocía, y cada vez se afirmaba más en su hipótesis. Sí,
aquello no podía ser otra cosa sino la bóveda que sostenía los «pensiles», regándolos con una
perfección entonces desconocida y casi inconcebible, lo cual les daba florecimiento constante.
Pero ahora, aclarado el enigma, la maravilla menguaba y perdía toda su aureola de leyenda.
¿Qué significaban esos «jardines colgantes», si la hipótesis de Koldewey era acertada?
Seguramente se trataba de unos jardines espléndidos, majestuosos, situados en la azotea de un
edificio habitado, y desde luego constituían una maravilla técnica para aquella época; pero, ¿no
parecen pobres comparados con otros edificios babilónicos a los que el autor griego no citaba
como dignos de figurar entre las maravillas del mundo? Por otra parte, todas nuestras noticias
sobre la Semíramis legendaria son problemáticas. Vienen en general de Ctesias, que se
caracteriza por su fantasía. Por ejemplo, la gigantesca estatua de Darío en Behistún, según sus
afirmaciones, representaba a Semíramis ¡rodeada de los cien hombres de su guardia personal!
Semíramis, según Diodoro, abandonada de niña, fue criada por las palomas y luego casó con un
consejero real, hasta que el propio rey se la arrebató al esposo. Semíramis llevaba un vestido
«que no permitía distinguir si era hombre o mujer», y después de haber entregado el gobierno
a su hijo, convertida en paloma voló del palacio hacia el reino de la inmortalidad. ¡La torre de
Babel! El edificio del cual se dice en el primer libro de Moisés, capítulo XI, versículos 3 y 4: «Y se
dijeron unos a otros: Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos
en lugar de piedras, y de betún en vez de argamasa, y dijeron: Vamos a edificar una ciudad y una
torre cuya cumbre llegue hasta el cielo; y hagamos célebre nuestro nombre antes de esparcirnos
por toda la faz de la tierra.» Lo que Koldewey descubrió no eran más que los enormes cimientos,
pero las inscripciones atestiguaban que la torre había existido. Bien es verdad que la torre de
que nos habla la Biblia, cuya existencia está hoy fuera de dudas, debió de ser destruida ya en
tiempos de Hamurabi, pero otra torre posterior fue erigida en aquel lugar, y precisamente en
recuerdo de la primera. Nabopolasar dejó estas palabras. «En aquella época me ordenó Marduk
echar los cimientos de otra torre de Babel, análoga a la que en época anterior a la mía fuera
destruida, asentándolos en el mismo seno de los infiernos, mientras que su cima debía alcanzar
al cielo.» Y Nabucodonosor, su hijo, continuaba: «Me dispuse a colocar la cima de Etemenanki,
para que desafiase al cielo.» La torre se levantaba formando terrazas inmensas. Heródoto indica
«ocho torres colocadas una encima de la otra, cada vez más estrechas, hasta que en la más alta
se hallaba el templo». (Eran siete en realidad.) Se hallaba asentada en una llanura denominada
Sachn, que literalmente significa «la sartén». «Nuestra Sachn —escribe Koldewey— no es sino
la forma del antiguo recinto sagrado donde se elevaba el zigurat llamado Etemenanki, «la piedra
fundamental del cielo y de la tierra», la torre de Babel circundada por una muralla junto a la cual
había una gran cantidad de edificios relacionados con el culto.» Zakurrat, zigura, ziggurah o
zigurat son solamente distintas maneras de escribir el nombre genérico de las torres o pirámides
escalonadas sumerio-babilónicas. Sus cimientos medían noventa metros de anchura y la altura
de la torre era también la misma. El primer piso alcanzaba treinta y tres metros, el segundo
dieciocho; y unos seis metros cada uno de los siguientes, excepto el séptimo, que medía quince
metros, y en él se hallaba el templo de Marduk, el dios de Babilonia, cubierto de oro y adornado
de azulejos que deslumbraban a gran distancia y que saludaban a cuantos viajeros se acercaban
a la gran ciudad. «Pero ¿qué valor tienen estos datos escritos en comparación con la sorpresa
que produce la contemplación de las ruinas mismas aunque se hallen deterioradas?», se
preguntaba Koldewey. La gigantesca fábrica de la torre, que los judíos consideraban como
símbolo del orgullo humano, en medio de los arrogantes palacios de los sacerdotes, de los
amplios almacenes, de las innumerables estancias para los huéspedes —paredes blancas,
puertas de bronce, recias murallas amenazadoras alrededor; pórticos muy elevados y, sobre
todo ello, un bosque de mil torres— debió de haber producido una tremenda impresión de
magnitud, de poder y de riqueza como jamás se viera en el vasto Imperio. Todas las ciudades
babilónicas de cierta importancia tenían su zigurat; pero ninguno de éstos se parecía a la «torre
de Babel», para cuya construcción se habían empleado ochenta y cinco millones de ladrillos, por
lo que su mole destacaba con gigantesco orgullo sobre el llano paisaje. También la torre de Babel
es una obra levantada por esclavos; y en torno a ella, como en la construcción de las pirámides
egipcias, restallaron los látigos de los capataces. Pero había una cosa esencialmente distinta. Las
pirámides eran construidas por un príncipe para sí, en el transcurso de su vida generalmente
breve, y la construcción estaba destinada a su momia, a contener su ka; pero estas torres
escalonadas mesopotámicas eran erigidas por varias generaciones de gobernantes. Cuando las
pirámides egipcias se derrumbaban o eran destruidas y saqueadas por los profanadores de
tumbas, nadie se molestaba en reconstruirlas o llenarlas con nuevos tesoros. Pero el zigurat
babilónico, derruido varias veces, fue reconstruido siempre y de nuevo decorado; porque los
reyes que emprendían la reconstrucción del zigurat no lo hacían para ellos, sino para todos. El
zigurat era un santuario del pueblo, la meta de la peregrinación de todos los que adoraban a
Marduk como al primero de los dioses. Maravilloso debía ser el espectáculo de la ofrenda de
sacrificios cuando se llevaban al templo innumerables animales adornados y rodeados por la
muchedumbre enfervorizada. Delante de la estatua de Marduk había un trono, un sitial, y una
mesa o cama que, según las indicaciones de Heródoto, tenían un peso de ochocientos talentos
y eran de oro puro —en las estancias de los sacerdotes se conservaba la unidad de medida de
peso, el «talento base», por así decir, un plato de piedra, «un talento auténtico», según la
inscripción en él cincelada, cuyo peso era de 29,68 kilogramos—. Por lo tanto, la estatua de
Marduk, aparte de los otros objetos que la acompañaban, a juzgar por lo que dice Heródoto,
tenía un peso de 23.700 kilogramos de oro puro. ¡Qué brillante aspecto debían de ofrecer los
cortejos que subían la gigantesca rampa exterior de piedra que rodeaba la torre hasta el primer
piso, mientras que por las escaleras centrales los sacerdotes llegaban al segundo piso y luego,
por escaleras ocultas, ascendían a lo alto de la torre, al santuario de Marduk! Los azulejos
vidriados tenían tonalidades muy brillantes y su característico color azul oscuro. Heródoto vio el
santuario hacia el año 458 antes de J. C., es decir, unos ciento cincuenta años después de
haberse terminado todo el zigurat, y seguramente estaba aún bien conservado. A diferencia del
«templo bajo» para el público, este «templo alto» o santuario no estaba adornado con estatua
alguna. No había en él más que una cama o diván «bien preparado» para comer —recordemos
que tanto los orientales como los griegos y los romanos solían comer echados— y delante del
diván sólo una mesa cuadrada. A este santuario no tenía acceso el pueblo, pues el mismo
Marduk se presentaba aquí, y su espíritu no podía soportarlo ningún mortal común. Allí
permanecía noche tras noche, dispuesta para el placer del dios. «Dicen también —cuenta
Heródoto, quien añade su helénica duda a este respecto— que el dios mismo visita el templo y
reposa en el diván preparado, pero esto me parece inverosímil.» Alrededor del zigurat y
rodeados por una muralla, se levantaban los albergues donde los peregrinos, que en las grandes
solemnidades acudían desde muy lejos, se alojaban y preparaban para la procesión. También
había edificios destinados a viviendas de los sacerdotes de Marduk, que, como servidores del
dios que coronaba a los reyes, eran sin duda muy poderosos. Este patio oscuro, de un adusto
esplendor ciclópeo, en cuyo centro se erguía Etemenanki, era sin duda el centro religioso
babilónico. Tukulti-Ninurta, Sargón, Senaquerib y Asurbanipal atacaron a Babilonia, destruyendo
también el santuario de Marduk, Etemenanki y la torre de Babel. Nabopolasar y Nabucodonosor
la reconstruyeron de nuevo. Ciro, el rey persa, ocupó la ciudad después de la muerte de
Nabucodonosor, en el año 539 a. de J. C., y fue el primer conquistador que no la destruyó. A
Ciro, que era un admirador de lo enorme, lo colosal, le fascinó tanto la torre de Babel que no
solamente no la destruyó, sino que hizo construir su propio sepulcro en forma de un zigurat en
miniatura, algo así como una pequeña torre de Babel, una copia de Etemenanki. Pero la torre
respetada por Ciro fue otra vez destruida. Jerjes, rey persa, también la redujo a ruinas, que fue
lo que después llegó a ver Alejandro Magno. Y otra vez, un gran conquistador quedó
profundamente fascinado ante aquellas ruinas gigantescas. Durante dos meses hizo trabajar a
varias docenas de millares de hombres para quitar los escombros, y como no avanzaban todo lo
que anhelaba la inquietud de Alejandro, destinó allí un ejército entero. Estrabón nos habla de
600.000 obreros. Veintidós siglos más tarde se hallaba en el mismo sitio un investigador
occidental que no buscaba la fama ni el poder, sino sólo conocimientos, y no le acompañaban
diez mil hombres; sólo doscientos cincuenta. Pero al cabo de once años de actividad, con un
total de ochocientos mil jornales, pudo contemplar el aspecto que habían tenido aquellas
construcciones sin igual: los «jardines colgantes, alabados por los antiguos como una de las siete
maravillas del mundo», y la «torre de Babel», considerada aún hoy día como símbolo del orgullo
humano. Luego Koldewey descubría otra parte de la gran ciudad de que tanto se hablaba en los
escritos antiguos, pero que jamás se había logrado conocer exactamente. Esta tercera
construcción era sólo una carretera; pero cuando Koldewey la despejó revelóse como la más
espléndida del mundo, incluidas las famosas vías romanas y hasta las autopistas del mundo
actual, si el esplendor no se mide por la longitud. No se trataba de una vía de tráfico —o al
menos esto lo era en segundo lugar—, sino de la ruta procesional del gran dios Marduk, señor
de Babilonia, al que todo el mundo servía, incluso Nabucodonosor, el poderoso rey emperador
que durante sus cuarenta y tres años de reinado estuvo, sin duda, construyendo casi
ininterrumpidamente. Él mismo habla con detalle de tal carretera: «Aiburshabu, la carretera de
Babilonia, fue construida por mí para la procesión del gran señor Marduk. Con piedra de
Turminabanda y Shadu preparé yo convenientemente Aibur-shabu, desde la puerta de Illu hasta
Istar-sakipat-tebista. La uní con la parte construida por mi padre e hice pulir las piedras del
camino». Vía procesional del dios Marduk, sí, pero también parte principal en las fortificaciones
de la ciudad, pues esta carretera parecía un desfiladero. Ni a derecha ni a izquierda quedaba la
vista libre. Por ambas partes, la colosal trinchera está bordeada por grandes muros de
fortificaciones exteriores de la plaza hasta la puerta de Istar —el Istar-sakipat-tebista de la
inscripción—, entrada de la Babilonia propiamente dicha. El enemigo que pretendía asaltar la
puerta se veía obligado a avanzar por este camino, que se convertía en el camino de la muerte.
La impresión de angustia que este desfiladero de piedra debía despertar en todo agresor era
aumentada, sin duda, por el cortejo de unos ciento veinte leones, cada uno de los cuales medía
unos dos metros, que adornaban la muralla como relieves de colores brillantes. Estas fieras
parecían ir al encuentro del enemigo —todos los contemporáneos solían animar el mundo de
su fantasía con estos seres fabulosos y otros espíritus malignos no menos fantásticos. Los leones
parecían caminar con majestuoso y altivo porte; con la boca abierta, mostrando los dientes, la
piel blanca o amarilla, y la melena amarilla o encarnada, sobre un fondo de color azul pálido o
azul oscuro. Esta carretera medía veintitrés metros de anchura. Sobre una capa de ladrillos,
asfaltada, había otra formada por enormes bloques cuadrados de piedra caliza de más de un
metro de costado en la parte central, y en los lados por losas de la mitad del tamaño, de dibujos
encarnados y blancos. Las hendiduras se habían tapado con asfalto. Todas las piedras llevaban
en su parte inferior la inscripción siguiente: «Yo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, hijo de
Nabopolasar, rey de Babilonia. Para lo procesión del gran señor Marduk he hecho empedrar esta
carretera de Babilonia con losas de piedra de Shadu. ¡Marduk, Señor, danos vida eterna!» La
puerta era proporcionada a la importancia de aquella carretera. Aún hoy día, con sus murallas
de doce metros de altura, es el más impresionante vestigio de Babilonia. En el fondo se
levantaban dos enormes pilones o gigantescos edificios con dos grandes torreones que
sobresalían de la puerta. Y dondequiera que el visitante o enemigo mirase, allí veía los animales
sagrados. Koldewey calcula en quinientos setenta y cinco los animales que por la terrible mezcla
de su brillante colorido sobre fondo azul habían de fascinar al espectador, causándole gran
angustia por el poderío la fortaleza que detrás de aquella puerta se encerraba. Aquí no era el
león, el animal sagrado de la diosa Istar, el que adornaba la puerta, sino el toro, el animal sagrado
de Rammán —también llamado Abad—, del dios del tiempo; y «Sirrusch», el dragón, grifo o
serpiente, denominaciones todas estas insuficientes para designar al ser fabuloso con que se
representaba el animal sagrado del mismo Marduk, el más alto de los dioses. Se trataba de un
cuadrúpedo de altas patas, pies traseros armados de garras, cuerpo escamado y largo cuello,
que tenía cabeza de serpiente con grandes ojos, sacaba una lengua hendida, y lucía un breve
cuerno en el cráneo... ¡Era el dragón de Babilonia! De nuevo, otra referencia de la Biblia quedaba
liberada de su anterior aire de leyenda. El profeta Daniel, que en Babilonia conoció la «fosa de
los leones», experimentando allí el milagro de Jehová, había demostrado la impotencia del
terrible dragón contra su Dios, más poderoso. «Uno puede imaginarse —dice Koldewey— que
los sacerdotes de E-sagila tenían un animal parecido, una serpiente, acaso un arval, que se criaba
salvaje en esta comarca y que en la penumbra de una sala del templo lo presentaban como un
Sirrush vivo.» ¿Cuál sería el aspecto de la gran procesión de año nuevo en la vía de Marduk?
Koldewey nos dice: «La imagen, llevada en procesión entre un solemne cortejo acompañado con
ruidosa música y vehementes oraciones de la multitud, sobresalía por encima de las cabezas del
pueblo turbulento. Así me figuro yo la procesión del dios Marduk cuando, saliendo de E-sagila,
acaso por el períbolos, iniciaba su marcha triunfal por la vía procesional de Babilonia.» Pero esta
comparación es una pálida imagen de aquella otra procesión que sería mucho más poderosa,
más suntuosa y bárbara —conocemos bastante bien sus ritos—; y mucho más que el habitual
traslado de los dioses secundarios desde «la estancia del destino», del templo de E-sagila, hasta
la orilla del Eufrates, lo sería su adoración, que tenía lugar tres veces al día, y su triunfal regreso.
Bajo el gobierno parto empezó el abandono de Babilonia. Los edificios se derrumbaban. En la
época de los sasánidas (226-636) se conservaban aún algunas viviendas esparcidas allí donde
antaño se erguían los orgullosos palacios; en la Edad Media árabe ya no había más que chozas,
hasta el siglo XII. Hoy día, la mirada vaga sobre la Babilonia en ruinas de fragmentos brillantes y
restos de un esplendor pasado, resurgida por Koldewey . Recordemos las palabras del profeta
Jeremías: «¡Por eso vivirán en ella los animales del desierto, perros salvajes y avestruces
pequeños; y nunca será habitada de nuevo y jamás vivirá nadie en ella!»

Bibliografía DIOSES, TUMBAS Y SABIOS

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