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Beber en rojo: sobre el concepto de realismo

delirante de Alberto Laiseca1


Ilona C. Aczel2
Facultad de Filosofía y Letras, UBA

Esta ponencia es parte de un artículo titulado “La lección olvidada de Lukács”. Uno de
los debates recientes en la crítica literaria argentina fue sobre el realismo. En 2002 se
publicó El imperio realista, coordinado por María Teresa Gramuglio, tomo VI de la
Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik. En 2005, se desarrolló la
Jornada de Discusión “Realismo” en Rosario. Esta problemática parece haber cobrado
fuerza en el presente y se ha diseminado en múltiples artículos que tratan de discernir cuáles
de los actuales narradores argentinos pueden llamarse apropiadamente realistas. Esta
ponencia pretende aportar a este debate comenzando con la revisión del concepto de
realismo de Georg Lukács para, finalmente, confrontarlo con el de realismo delirante
propuesto por Laiseca, específicamente en una de sus novelas: Beber en rojo.
Una de las cosas que tienden a olvidarse cuando se habla de Lukács, especialmente
cuando se retoma la discusión sobre el realismo, es que fue un político antes que un esteta,
aunque desarrolló un modo muy particular de leer y apropiarse del marxismo porque llegó a
esta teoría desde una fuerte formación y reflexión estética. En el prólogo de 1962 a Teoría
de la novela, uno de sus primeros libros, publicado en 1916, señala a la Revolución rusa
como la gran inflexión de su pensamiento ya que para él fue “una respuesta a cuestiones
que hasta entonces me habían parecido irresolubles”. Un año después de ocurrido este
suceso histórico, Lukács se afilió al Partido Comunista de Hungría, a días de ser fundado. A
partir de este momento se involucró políticamente de diversas maneras con los problemas
de su presente. En el prólogo del año 1967 a Historia y conciencia de clase, su primer libro
marxista aparecido en 1923, llama a su evolución intelectual juvenil “un camino hacia
Marx”. En este sentido, si bien es cierto que los trabajos de Lukács son en su mayoría sobre
literatura y estética, se producen en cada momento histórico como un modo de pensar y
buscar respuestas a su presente, incluso antes de adscribir al marxismo. Solo por citar un
ejemplo se lee en el prólogo mencionado a Teoría de la novela:
Es evidente sin más que esta contraposición entre Teoría de la novela y su general ins-
pirador metodológico, Hegel, tiene un carácter primariamente social, no estético-
filosófico. (Lukács, 1985: 288) [La cursiva es mía.]
Un poco más adelante explicita:
El hecho de que el libro culmine con el análisis de Tolstoi, así como su alusión a Dos-
toievski, el cual “no ha escrito ya novelas”, muestra claramente que lo esperado no era
una nueva forma literaria, sino explícitamente un “mundo nuevo”. (Lukács, 1985:
290) [La cursiva es mía.]
Lukács pertenecía a una familia rica judía. Su padre era director del banco más impor-
tante de Budapest y su madre, noble. En 1890 su apellido original, Löwinger, fue cambiado
por Lukács, y en 1901 su familia recibió un título nobiliario. Hasta los 26 años fue conocido
como Georg von Lukács. Su crecimiento en la alta burguesía europea implicó una

1
Ponencia presentada en la I Jornadas de Historia de la Crítica en la Argentina, organizada por el Departamento de
Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y desarrollada en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires el 3 y 4 de Diciembre de 2009.
2
Es profesora de la cátedra de Teoría y Análisis Literario C de la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de BuenosAires. Becaria de doctorado de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora y activista
en el Área Queer de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Airesy en la Federación Argentina
de Lesbianas, Gays, Bisexualesy Trans.
importante educación, orientada al humanismo, al clasicismo, al idealismo y al
romanticismo alemán. El mundo en el que nació y creció estaba todavía procesando las
consecuencias de la Revolución francesa y de la Revolución industrial. El debilitamiento de
la religión, producido por los avances científicos, tecnológicos y políticos, mostró que la
verdad estaba atada al punto de vista del hombre, con lo que se socava la idea misma de
Dios. Su conciencia histórica tiene como contexto, entonces, el avance del capitalismo y la
consolidación de la moderna sociedad industrial, con los abruptos cambios que generó la
modernización. Estos cambios fueron inteligidos por la mayoría de los intelectuales
alemanes y húngaros prominentes de la época desde una perspectiva trágica. Lukács adoptó
al principio de sus conceptualizaciones esta perspectiva anticapitalista romántica de la
alienación que percibía el desmembramiento social y el aislamiento humano como
inevitables, como procesos que tenían como correlato una experiencia fragmentada del
presente. Simmel, maestro de Lukács, condensa esta situación en el concepto de “tragedia
de la cultura”; concibe al mundo como una serie de potencias caóticas que el hombre, al
experimentarlas, fija y ordena en un determinado sentido, generando formas. Estas formas
son, a su vez, espirituales porque son una solidificación de experiencias del hombre, y
objetivas porque sobreviven a los individuos que las generaron. Las formas constituyen la
cultura y hacen que las cosas y los hombres se desarrollen ya no en el sentido natural, sino
en relación con las necesidades sociales del hombre. Así el hombre transforma, “cultiva” al
mundo y a sí mismo, volviéndose muy lábil, desde esta perspectiva, el límite entre
naturaleza y cultura. La acelerada expansión cultural, la división del trabajo y la
especificación de las esferas de conocimiento producen un problema: no siempre una forma
espiritual tiene valor cultural, sino que, a veces, posee solo valor objetivo. El valor cultural
implica que la mayor parte de los miembros de una sociedad debe poder alcanzar una
comprensión y un enriquecimiento a partir de esas formas. Pero a veces una obra, un objeto
o un conocimiento, aunque sean revolucionarios para su campo, para su disciplina o serie,
no consiguen ser comprendidos por la mayoría, no producen enriquecimiento social. Por
eso tienen solo valor objetivo. A partir de estas consideraciones Simmel plantea que el
avance científico, técnico y de todos los nuevos conocimientos y disciplinas produce un
mejoramiento acelerado de la cultura objetiva en detrimento de la subjetiva. El crecimiento
geométrico en la capacidad de producción de objetos y conocimientos desatados por el
capitalismo deja a los hombres cada vez más aislados y más ignorantes, y reduce su
comprensión sobre la totalidad del proceso productivo y sobre su lugar dentro del
funcionamiento social ya que solo accede a esos conocimientos fragmentariamente. El
hombre se aliena. Para Simmel esta relación entre cultura subjetiva y cultura objetiva no
tiene salida, por eso es una tragedia. La gran pregunta a resolver es, entonces, ¿cómo se
construye una cultura, un sentido de comunidad, que nos permita salir de la alienación? El
problema de la desaparición del sentido de comunidad y su necesidad de reconstrucción es
el motor del pensamiento de Lukács desde sus primeros escritos. Ya en su primer libro, El
alma y las formas de 1910, Lukács toma la idea de perfectibilidad cultural que producen las
formas espirituales de Simmel y hace una relectura cultural del platonismo: lo esencial no
es lo dado por Dios o por la naturaleza, es lo construido por el hombre. La esencia no es
aquello primero, verdadero, ontológico, sino lo que cada cultura señala, tanto para el
hombre como para las cosas, como el modelo, el deber-ser, que nos permite volvernos los
mejores dentro de nuestro lugar social en una cultura históricamente determinada, ya que
los valores cambian con el tiempo. Ser esencial, dirá, es ser necesario y ese ser necesario es
inseparable de la idea de sociedad, de comunidad. Lukács homologa, así, las “formas
espirituales” de Simmel a la “esencia” platónica. Por eso, si para el último Platón el
problema fue la cosa singular, ya que su construcción ontológica era una definición de
valores (el bien, la belleza, etc.), Lukács invierte el problema y dice que lo real es la cosa, el
fenómeno concreto, y no la idea, los valores. Entonces el problema será el inverso: no cómo
se llega degradadamente de la idea a la cosa, sino cómo desde lo concreto, lo empírico, se
formulan las ideas, los valores sociales que ordenan y dan sentido, forma, a las potencias
multiformes y contradictoras del mundo, formulando “lo real”. Esto real, obviamente, es
diferente en cada cultura y se transforma históricamente.
En Teoría de la novela retoma y reformula, desde Hegel, estos problemas. Allí expone
una teoría del modo en que la Grecia clásica pasa de ser un mundo orgánico, completo,
construido en el sentido dado y nunca reflexionado de la religión, a crear la filosofía, que es
la posibilidad de la reflexión en sí. La aparición del arte (primero de la épica y después de la
tragedia) producirá este pasaje ya que, al ser duplicación concreta de la realidad, formulará
la posibilidad de una primera reflexión material, no abstracta, generando los primeros
modelos sociales subjetivos para el hombre con la aparición de los héroes. Con Platón el
hombre dejará de medirse con esos moldes culturales y empezará a buscar sus propios
valores, a buscarse a sí mismo. Eso producirá la desaparición progresiva del sentido de
comunidad con la deslegitimación de la religión como parámetro único de valoración y
construcción del mundo. El arte sustituirá a la religión, volviéndose el encargado de
producir los valores culturales. Lukács ofrece este relato como un paralelo, un reflejo de su
presente para buscar y proponer salidas a la desintegración cultural y social en la que se
encuentra. Desde estos primeros textos producirá, entonces, una apuesta humanista que
pone al hombre en primer plano, en una posición activa en relación con el mundo,
intentando hacerlo consciente de su lugar de productor de la cultura para, así, superar a Dios
y a la religión, cumpliendo con la exigencia de Kant de que el hombre aprenda a pensar por
sí mismo, y obtenga, así, la mayoría de edad.
El hombre debe asumir, entonces, el lugar de Dios. Si la religión ordenaba las potencias
múltiples y caóticas del mundo a partir de la formulación de valores y reglas, el arte debe
ofrecer al hombre la posibilidad de abstraerse de lo inmediato, de lo empírico, construir una
perspectiva que le permita poner límites y distancias para, desde allí, ordenar, jerarquizar,
dar sentido social a la multiplicidad informe, construir y/o adoptar los nuevos valores,
evitando caer, así, en la anarquía y la individualidad alienada. Por eso, la obra, exige Lukács
metamorfoseado en Sócrates, debe producirse desde una perspectiva ética, desde una
cosmovisión consciente del autor en relación con lo que considera el destino de su sociedad,
que es lo que le asegurará el necesario distanciamiento de lo empírico, ofreciéndole una
perspectiva estética para la consolidación de la forma en la obra. En el artículo “El espíritu
burgués y l’art pour l’art” de El alma y las formas dice:
Las exigencias que tiene que ponerse [el artista] son, pues, éticas (…). La ética no exige
solo aplicación artística, sino también la reflexión de si el arte va a aportar a la humani-
dad utilidad o perjuicio. (Lukács, 1985: 108)
La forma es otro modo de decir “destino” porque escribir siempre es decidir; es selec-
cionar de todas las potencias múltiples y contradictorias del mundo solo algunas para plas-
marlas en un orden temporal, seguirlas consecuentemente hasta el final. La forma es lo que
hace que la obra se presente como un ámbito diferente a la realidad. No solo porque es algo
terminado (a diferencia de la vida que siempre está abierta hacia el futuro), sino porque
permite una experiencia diferente al hombre en relación con la vivencia empírica, cotidiana,
que lo sumerge en lo caótico, en la alienación. Aquí se comprende, entonces, la necesidad
de mantener la autonomía del arte y el rechazo de Lukács hacia las vanguardias, que se hace
creciente con la adopción del marxismo. La forma se produce en la reflexión del artista
individual, desde sus propias experiencias y emociones, sobre el destino social y, por tanto,
sobre el lugar que su sociedad asigna a los hombres. La obra debe mostrar el destino social
a partir de desarrollar vidas humanas que, en su evolución, permitan la aparición de los
valores sociales de su época. Lo individual, surgido de una experiencia histórico-cultural
concreta, al alcanzar la forma puede ser experimentado por el resto, volviéndose social.
Toda obra ofrece, entonces, una imagen o una concepción de mundo que puede deducirse y
que descubre a su autor: su posición ética y su carácter individual. Por eso será importante
preguntarse quién está detrás de la construcción de una obra, cuál es su ética, su visión del
mundo. Desde el primer ensayo de El alma y las formas se coloca al arte por encima de la
ciencia, ya que mientras la ciencia parte de lo elaborado y estabilizado culturalmente, el arte
trabaja con las potencias. Por eso, Lukács en distintos momentos equipara el artista al héroe.
Destaca la necesidad de una gran fuerza espiritual para entregarse al trabajo estético y
advierte sobre la importancia de que el artista no se entregue patológicamente a su
interioridad. Es imperativo, entonces, que asuma su lugar ético, que lo distanciará de la
multiplicidad de lo real, permitiéndole asumir su misión social: formar los valores de la
comunidad. Una obra que no tiene forma, porque sus problemas y posibilidades no se
desarrollaron hasta el final por falta de perspectiva ética, de selección, es una obra mala ya
que ofrece una imagen distorsionada (exclusivamente subjetiva) del mundo. Por eso, el
joven Lukács sostiene, siguiendo la división kantiana, que para que una obra adquiera forma
el yo que debe funcionar como mediador, proporcionando sus emociones y experiencias, no
es el “yo empírico” sino el “yo inteligible” (el yo del deber-ser, el de los valores).
En esta crítica, que desarrolla particularmente contra Sterne, puede verse planteado ya,
completamente, el problema de la perspectiva con el que el Lukács marxista recusará las
obras de vanguardia en textos como “Narrar o describir” y “Franz Kafka y Thomas Mann”.
El problema de estas obras nunca es estético, sino ético. Los autores vanguardistas
construyen sus obras desde una perspectiva subjetiva alienada y, por eso, no logran plasmar
más que la realidad inmediata, deformada. Pero la teoría marxista que adopta Lukács
reordenó y complejizó los problemas anteriores con la introducción del concepto de
ideología. La ideología para Lukács en Historia y conciencia de clase es un velo que evita
que los hombres entiendan su lugar social, el papel que verdaderamente cumplen en la
totalidad del sistema económico. Por eso los hombres muchas veces obran creyendo hacer
cosas por su bien y, en realidad, están perjudicándose. Mediante el problema de la ideología
se complejiza la cuestión de la “elección” individual, porque este concepto presupone que el
mundo está formulado a partir de los valores de la clase hegemónica, la burguesía, que los
naturalizó como los valores del conjunto de la sociedad. Lukács explica que hasta la
Revolución de 1848 la burguesía no producía ideología ya que, efectivamente, representaba
los intereses de toda la sociedad; basta con recordar las consignas de la Revolución
francesa: “Libertad, igualdad y fraternidad”. Cuando la burguesía consolida su posición
política se deshace de sus aliados, los proletarios. En ese momento empieza a hacer pasar
sus actos y valores como valores para toda la sociedad cuando, en realidad, benefician solo
a una clase. A partir de este momento comienza a producirse ideología en el capitalismo.
No hay que olvidar que la disputa sobre el realismo que sostiene Lukács con Brecht en los
años 30 tiene como marco la discusión política sobre cuál sería la tradición literaria y
estética adecuada para crear obras que permitan, simultáneamente, producir conciencia de
clase, constituir una tradición adecuada y legítima para la sociedad comunista y enfrentarse
con el nazismo. Lukács propone la tradición realista del siglo XVIII y XIX porque son esos
textos los que circularon durante la época previa a la Revolución francesa y ayudaron, por
lo tanto, a constituir un concepto de humanidad que suponía, por primera vez en la historia,
la idea de igualdad real entre todos los seres humanos. El objetivo de Lukács es, entonces,
recrear esas condiciones culturales para lograr retrotraer estéticamente a los hombres a un
momento previo a la formulación de la ideología, de manera que logren obtener conciencia
de clase para poder producir un cambio político real. Con el concepto de ideología vuelve a
producirse, entonces, una distancia entre el “yo empírico” (el yo en relación con sus
condiciones materiales de existencia, el yo que está en una posición social determinada) y el
“yo inteligible” (el yo del deber-ser, de los valores) para retomar las clasificaciones de El
alma y las formas. Pero el problema pasa de ser subjetivo a ser objetivo, ya que la categoría
de ideología implica la existencia de una realidad empírica (inmediata, alienada) y de una
objetiva (verdadera). El mundo ya no es meramente un caos multiforme, como lo definía el
joven Lukács.
En Historia y conciencia de clase explica que Marx descubrió, gracias a su método, el
materialismo histórico, una relación entre fenómenos del mundo que aparecían como
desvinculados, al comprender que las distintas esferas de la praxis social, que se desarrollan
autónomamente, están regidas y vinculadas por la estructura económica. Así permite
inteligir la realidad objetiva en su transformación a partir de entender la historia como el
desarrollo de las fuerzas productivas, lo que reubica de manera verdadera (objetiva) los
cambios sociales que, pensados en conjunto, adquieren una dimensión exacta. Lo que debe
reflejar el arte, entonces, es la realidad objetiva, no la empírica. El arte ofrece un espacio
que permite recrear las prácticas humanas, por lo tanto, reflexionar sobre ellas. Entonces,
además de exigirle al autor una perspectiva ideológica que produzca una visión distanciada
del mundo que permita mostrar la realidad objetiva, la obra debe exhibir al hombre en su
acción sobre el mundo, poniendo en primer plano a los personajes, de manera que las
acciones y los objetos de la trama cobren sentido en relación con el destino humano que
vemos desenvolverse. La obra debe mostrar al hombre haciéndose a sí mismo y al mundo
en su praxis vital para ofrecer una experiencia no alienada que no puede tenerse en la
realidad.
En “Franz Kafka o Thomas Mann” se especifica y desplaza ligeramente el problema: el
autor, para no producir una obra que presente una realidad distorsionada, debe tener una
visión esperanzadora del futuro. Para Lukács el socialismo es la única salida histórica del
capitalismo que ha logrado elaborarse. Por eso, aunque no sea necesario que el artista
simpatice con esta corriente, basta con que no se oponga terminantemente a ella. En este
texto afirma:
Es lógicamente comprensible que la experiencia vivida en la sociedad capitalista
actual provoque, especialmente en los intelectuales, sentimientos de angustia, de
repugnancia, de perdición, de desconfianza hacia sí mismos y hacia los demás, de
desprecio y autodesprecio, de desesperación, etc. Es cierto que una descripción de la
realidad en que no se evocaran estas emociones haría falso, teñido de color de rosa,
todo reflejo del mundo actual. No se trata, pues, de preguntarnos ¿existe realmente
todo esto en la realidad?, sino simplemente: ¿es esta toda la realidad? No se trata de
interrogarnos: ¿debe describirse todo esto?, sino simplemente: ¿debe dejarse que
todo esto siga existiendo? (Lukács, 1977: 21) [La cursiva es mía.]
Así entendemos, entonces, que el arte no debe reflejar nunca la realidad inmediata.
Desde el primer ensayo de El alma y las formas, Lukács se separa del naturalismo. Su
realismo es heredero de una concepción humanista y romántica del arte que supone que el
hombre tiene una relación creativa y productiva con el mundo. Por eso, un cambio en la
cultura produce un cambio en el destino humano. El arte debe poner al sujeto en primer
plano, mostrando cómo adquiere su humanidad en la confrontación y desarrollo con el
mundo. En ese sentido el artista no debe plasmar lo que es, sino lo que debería ser. Por eso
lo que se exige al artista y al intelectual es que imaginen el mejor futuro posible para que
nos guíe a partir de las configuraciones del presente. Esa es la importancia de la perspectiva,
el verdadero mensaje: los intelectuales tienen la misión de soñar ese sueño y compartirlo
para que, colectivamente, pueda volverse realidad.
En 2001, un año políticamente denso a nivel nacional e internacional, Laiseca publicó
Beber en rojo. El texto se inicia con Harker, el personaje principal, viajando hacia el castillo
de Drácula. Harker se ha presentado al anuncio de pedido de bibliotecario que ha publicado
Drácula y ha sido aceptado. Como buen lector, conoce la novela de Stoker. Va al castillo
especialmente para matar a Drácula por el bien de la humanidad. Pero cuando conoce a
Drácula se da cuenta de que un ser que tiene esa cantidad de años no puede ser más que
estremecedoramente sabio, lo que lo convierte en un ser inevitablemente encantador.
Además de ordenar y leer los miles de textos del Conde durante el día, Harker debate
largamente con Drácula por la noche. Al tiempo Drácula empieza a darle lecciones de
astrología. Fascinado, Harker se obsesiona con el tema y Drácula, mucho más adulto y
responsable, deja de enseñarle. Esto provoca la ira de Harker que decide retomar su plan
original, pero al clavarle la estaca en el corazón descubre que en el ataúd hay un muñeco de
cera. Drácula le ha tendido una trampa. Conocía las intensiones de Harker desde el
principio porque todo el tiempo le leyó el pensamiento. A pesar de este episodio, los dos se
confiesan que lamentarían separarse, por lo que deciden no solo seguir juntos sino llevar a
vivir al castillo a Lucy, la esposa de Harker. Es importante recordar que Lucy es la amiga
casquivana de Mina, la verdadera mujer de Harker en el texto de Stoker. A partir de su
llegada, Lucy se adueña de la escena y empieza a dirigirla. Exhibe prontamente sus dotes de
mujer fatal, protagonizando (desencadenando) una orgía con su marido y el propio Drácula,
pero a la vez se muestra a la altura de ambos en las discusiones tanto sobre libros como
sobre el mundo. A causa de la orgía Lucy dictamina que el problema de Drácula es que está
solo. Por eso, seduce y entrena sexualmente a Sofía, la criada, y la manda a conquistar a
Drácula. Pronto nace el amor entre ambos. Drácula pasa así de la más extrema soledad a
integrarse lentamente en una comunidad que crece paulatinamente. Para convertirse en
humano la última prueba que debe afrontar es enfrentar la misoginia. Humano, concibe
varios hijos con Sofía y Rosette, un personaje que extrae de Los ciento veinte días de
Sodoma de Sade, y muere de viejo.
La novela de Laiseca, como toda reflexión sobre lo monstruoso, es una reflexión sobre
lo humano, sobre cómo la sociabilidad, el contacto con otros, es lo que hace humanos a los
seres. Esta humanidad es la que observamos construirse desde el principio. Drácula, literal-
mente, cobra vida, siguiendo la exigencia épica de Lukács. La épica debe dar configuradora
respuesta a la pregunta ¿cómo volver esencial la vida?, produciendo la aparición del rasgo
humano, típico, en el desarrollo que el personaje genera en su confrontación con el mundo a
partir de sus peripecias. El Drácula de Laiseca dirá literalmente: “A veces (…) tengo la
sensación de que el único humano soy yo. El ex vampiro. Porque no hay como haber sido
vampiro para no volver a serlo” (Laiseca, 2001: 119). Así la novela se pliega a la inversión
platónica de Lukács: el vampiro es el único realmente humano porque es el único ser que no
tenía la humanidad como rasgo dado; esta cualidad la fue adquiriendo en el desarrollo de la
novela. Así vemos cómo, desde esta perspectiva, el “realismo delirante” de Laiseca puede
ser llamado, apropiadamente, realismo.
La idea de humanidad de Beber en rojo está fuertemente asociada con la de igualdad,
igualdad que se difunde tanto en el nivel del contenido como en el de la forma: no solo las
mujeres aparecen representadas como iguales (e incluso superiores) en términos intelectua-
les, afectivos y sexuales, sino que, procedimentalmente, la novela tiende a la igualación,
pero a una igualación en la que no desaparece, sino que se profundiza la diferencia. Esto se
puede ver, claramente, en la construcción de las fronteras entre realidad y ficción. Por un
lado, el texto de Laiseca, tomando como modelo el de Stoker, se construye a partir de
materiales diversos: fragmentos de diarios, citas literarias y cinematográficas, un largo
ensayo que escribe Harker para Drácula sobre lo monstruoso en literatura, entre otros
discursos. Pero, a pesar de estar tomando de ese texto ciertos procedimientos y personajes,
la novela de Laiseca no está dispuesta a seguir sumisamente a la original, sino que todo el
tiempo la transgrede a propósito (como el cambio mencionado de Mina por Lucy) y la
desarma, tomándola solo caprichosamente. Destruye así la diferencia jerárquica entre
original y copia y entre lo “clásico” y lo nuevo, y, a su vez, entre lo “clásico” y lo
“popular”, ya que trabaja explícitamente con materiales literarios considerados “bajos”
como textos llenos de sabiduría.
Además, desde el principio Harker describe y construye sus experiencias en su diario a
partir de confrontarlas con conocidos textos literarios y cinematográficos, desilusionándose
muchas veces porque su vivencia es diferente a la que se había imaginado. Con este
procedimiento, se ponen los pensamientos y vivencias propias, subjetivas, a la misma altura
que los modelos y experiencias externas, que nos proponen distintos dispositivos culturales
como el cine y la literatura. Parece explicitarse, así, que es a partir de estos dispositivos
culturales que se intelige el mundo en el presente, remarcando la interdependencia entre
pensamiento y cultura, con lo que se desjerarquiza la relación interior/exterior. También, se
produce una mutación permanente en la persona del narrador (el texto empieza en una
primera persona, Harker, que se alternará, caprichosamente, con una omnisciente) y en el
género literario en el que está escrito el texto (por momentos es novela, ensayo, biografía,
diario, etc.; dejando, en algunos fragmentos, incluso, de ser literario para convertirse en
guión cinematográfico). Así parece ponerse el acento en lo que se está escribiendo, en la
historia, como si el texto afirmara que para que una historia se plasme correctamente hay
que seguirla en la forma que adopte, borrando la idea de que el autor, en la selección,
somete y domina los materiales, al escenificar que es el artista el que debe entregarse a ellos
lo que, a la vez, en contra de la prescripción de Lukács, potencia fuertemente la narración.
Esta inversión de la jerarquía (no importa el narrador sino lo narrado) llega al punto en que,
en un momento, Drácula (el personaje) afirma ser Laiseca para aclarar, enseguida, que no le
molestaría escribir como él; se destruye, así, completamente la relación jerárquica entre
personaje y autor (el personaje es el que elogia al autor) y, a la vez, se construye una
distancia que distingue al autor como persona real, personaje biográfico, y al autor como
escritura, estilo. Finalmente, la aparición de Laiseca como uno de los autores sobre los que
debaten Drácula y Harker (Drácula sostiene que es el mejor escritor del mundo), como un
dato existente y dado de la realidad de la novela, tensiona la trama hacia lo real, develando
al texto irremediablemente como ficción, como construcción, y a sus personajes como
personajes (ya referí que Drácula toma un personaje de otra novela para convertirlo en su
segunda mujer).
Pero a la vez, y paradójicamente, la irrupción de lo real como hecho en el texto
ficcional, como todo dato de la realidad en la ficción, le insufla verosimilitud, le otorga un
viso de realidad que lo tironea de este lado del espejo, hacia lo real, recusándolo como
ficción. Beber en rojo, al construir su realidad en una amplia mixtura entre datos reales y
ficcionales, disuelve, al volverla indiscernible, la diferencia entre realidad y ficción: una
acusa a la otra y, al hacerlo, se produce una comparación que las equipara, así se rompe y, a
la vez, profundiza, la separación entre estos mundos irreparablemente discretos y cerrados,
que como un espejo que se refleja en otro espejo, generan un juego de reversibilidades
infinito.
Desde el cruce que propone esta ponencia, Lukács y Laiseca se resucitan
recíprocamente: Laiseca devela a Lukács en su actualidad y Lukács le otorga fuerza
conceptual y política a Laiseca. La cruzada humanista de Lukács cobra forma en el Drácula
de Laiseca creado como símbolo, modelo, de lo humano. La humanidad, ausente en el
mundo real, deja de ser algo dado en la ficción y se transforma en meta a conseguir. En ese
sentido, podemos decir que la novela de Laiseca es un reflejo exacto de la realidad objetiva
del presente.
No tomar las normas, opiniones, reglas y valores del pasado ni del presente irreflexiva
y dogmáticamente, lo que es equivalente a recordar que la verdad no existe en sentido on-
tológico sino que es una construcción histórico-cultural en la que debemos involucrarnos, es
el mensaje claro que nos deja Lukács. Sus planteos cobran actualidad y vigencia si, en vez
de considerar solo a artistas e intelectuales, sumamos a periodistas, conductores de radio y
televisión, publicistas, especialistas de diferentes disciplinas, maestros y comunicadores en
general y, aún más, si nos pensamos cada uno en nuestra función de formadores en distintos
ámbitos, como profesores, padres, jefes, amigos, compañeros, esposos. No hay que olvidar
que la literatura durante varios siglos fue el primer medio masivo de comunicación, lo que
se volvió patente en el siglo XIX. Hasta casi finales del siglo XX, nadie dudaba sobre su
función y utilidad como formadora y transformadora de la conciencia social y, por lo tanto,
de la realidad política. En el presente, recuperar para el mundo su potencial social y político
ha quedado relegado a las pocas personas que, por motivos incomprensibles, nos dedicamos
a la literatura o al arte. Obligarnos a preguntarnos por nuestras prácticas (especialmente
nosotros que somos formadores de opinión y de cultura) y por nuestra posición política o
concepción del mundo, o sea, reflexionar acerca de la utilidad que tienen nuestras acciones
sobre el mundo para nosotros mismos y para la humanidad, en un mundo que funciona a
base de desigualdad e injusticia, es, creo, la lección más profunda que nos dejó el
marxismo. Releamos, entonces, sus problemas desde el presente y aprendamos, volvamos
útiles las experiencias del pasado. Es hora de que recobremos este legado y lo difundamos.

Bibliografía
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