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El regreso del oso.

Era mediados de abril cuando Sandra notó que las cosas dentro de su casa, se perdían. Ella
sólo era una niña de nueve años, pero tenía la inteligencia suficiente como para darse
cuenta de que había objetos, que, una vez que se les perdía de vista, jamás volvían a
aparecer. Así pasó con su oso de peluche: Teddy, a quien, después de dejarlo sentado en el
sillón más cómodo de la sala, con su tasa de té en la mano, desapareció.
—¿Qué? —se preguntó cuando volvió. La taza de té estaba en intacta en el sillón,
como si Teddy la hubiera acomodado antes de marcharse. —¡Abuela! —chilló la niña.
—¿Qué sucede? —Su abuela, la señora Liz, apareció desde el pasillo
—¡Teddy no está! —. La voz de Sandra se le escuchaba temblorosa, parecía estar a
punto de llorar.
—Tranquila, Sandy —le dijo la anciana de ochenta años—búscalo, a lo mejor se
cayó debajo del sillón.
La pequeña buscó no sólo debajo del sillón, sino también detrás de él, en el
comedor, la alacena, el horno, el baño, el estudio, su armario, su cama, y hasta en la basura.
Nunca halló ni la más mínima pista, y aquel día terminó llorando, segura de que Teddy ya
no la amaba y había huido de casa.
—Si se fue por eso, entonces es un oso muy malagradecido —la consoló su abuela
— le has dado los mejores cuidados que cualquier oso pudo desear.
—¿De verdad?
—Claro que sí, mi niña. Si se fue es porque no te merece.
Conforme pasó el tiempo, Sandra olvidó a Teddy; tenía otros juguetes, y ese oso la
había abandonado, era un ingrato. Sin embargo, los problemas regresaron a los pocos días,
cuando, al detener su juego de muñecas para ir al baño, desapareció la casa de las mismas.
—¡Imposible! —gritó. Era una mansión rosa de tres pisos, con cuatro baños y cinco
recamaras… ¡y traía accesorios! ¿Cómo se había podido ir sin más?
La historia se repitió en las semanas siguientes, con el resto de sus peluches, sus
bloques para armar y hasta con su ropa. Ya no creía que Teddy la había abandonado, era
claro que alguien se lo había llevado, un malvado secuestrador, a quien su abuela se refería
como Ladrón. Así es, la señora Liz se preocupó desde el momento en el que se percató de
que a su nieta sólo le quedaban dos vestidos, y que su pijama había desaparecido. Habló a
la policía para contar lo sucedido, pero estos le dijeron que no existía prueba alguna de que
alguien hubiera irrumpido en la casa, y no hicieron nada. Fue entonces cuando planearon
mudarse, pero como eso llevaría tiempo, y tenían que protegerse, trajeron un perro. Era uno
mestizo, adoptado del refugio, y un poco grande, tenía el pelo rojizo y los ojos oscuros,
además, era muy enérgico: le gustaba saltar de un lado a otro y constantemente corría como
loco, ladraba a todo lo que se movía y le encantaba jugar a la pelota. Su nombre del refugio
era Carlos, pero a Sandra no le gustó y se lo cambió a Jitomate, por el pelo escarlata.
Desde la llegada de Jitomate, las cosas dejaron de desaparecer, y tanto Sandra como
su abuela pudieron regresar a la normalidad, al menos por un tiempo. Habían conseguido
una bonita casa al sur de la ciudad, y la señora Liz planeaba abrir un negocio. Todo iba a la
perfección, hasta ese día, el catorce de agosto.
Era una mañana soleada, y, por primera vez, en algún tiempo, la lluvia no
amenazaba con aparecer. La pequeña Sandra comía arroz con leche, mientras su abuela
tomaba café con pan dulce.
—Hoy tendré que salir por un momento —dijo la señora Liz— ¿Estarás bien tú
sola?
—Estaré bien, aquí está jitomate —. La niña acarició al perro que tenía echado al
lado, y quien esperaba un poco de sobras de comida por parte de sus dueñas. — ¿tardarás
mucho?
—No, sólo tengo que arreglar unas cosas de la mudanza, estaré afuera máximo dos
horas, espero.
—Está bien —dijo Sandra con una sonrisa pícara. Se imaginaba que, en cuanto su
abuela se marchara, podría jugar con el perro a la princesa guerrera que va montada a
caballo; Jitomate sería el corcel.
—¿Sabes mi número? Me llevaré el celular
—Sí, me lo sé de memoria, soy muy inteligente —le dedicó a su abuela una amplia
y hermosa sonrisa, sin saber, que sería la última.
La señora Liz se machó tan pronto dieron las dos de la tarde, y Sandra, no perdió el
tiempo: cerró la puerta de su habitación, construyó una pequeña tienda de campaña con
toallas de baño y ropa de su abuela y se vistió con el vestido más hermoso que tenía, uno
azul con bordes dorados. Luego le colocó a Jitomate una tiara y una capa, y ambos se
metieron al escondite que ella había preparado.
—Oh sir Jitomate ¿Sería usted tan amable de ser mi corcel? —le dijo la pequeña
niña a su perro, quien, como única respuesta, gimió y se echó.
Ella continuó su actuación, agradeciéndole al can por aceptar tan arduo trabajo, y le
besó la frente.
—Ahora, de pie —le pidió al animal, quien no obedeció. —Vamos, levántate —
intentó convencerlo acariciándole la cabeza, pero no funcionó. Procedía, entonces, a un
abrazo, si alguien no hubiera tocado la puerta…de su cuarto.
El perro se levantó de golpe y salió del escondite hecho toda una fiera. Se paró
frente a la puerta cerrada y comenzó a rugir y a ladrar. La niña sintió que el corazón se le
aceleraba, y comenzó a temblar.
—¿Abuela? —preguntó indecisa— ¿Eres tú? —. No hubo respuesta, y el perro no
dejaba de mostrar los dientes.
Volvieron a llamar a la puerta y Sandra no se atrevía ni siquiera a pararse. De,
pronto, el perro se calmó y volvió a ella jadeando. La pequeña estaba muy asustada y
deseaba que su abuela volviera de inmediato, pero no había pasado ni media hora desde que
la señora Liz había salido de la casa; era muy probable que tardara un rato más y la niña no
sabía si aguantaría el estrés por mucho tiempo o si quien fuera que había tocado, volvería
hacerlo, o si estaba en la sala, esperándola. Pensó entonces en llamarle por teléfono, pero si
hacía eso, tendría que salir de la habitación, porque el aparato estaba en la cocina. Con las
piernas temblorosas y sin pensar muy bien lo que estaba haciendo, se puso de pie y se
dirigió a la puerta; el perro la siguió. Con las manos sudando y la respiración acelerada giró
el picaporte y entreabrió la puerta, lo suficiente como para que pudiera ver de reojo.
Fue toda una sorpresa cuando lo que observó fue a Teddy, sentado en el suelo e
intacto. Estaba tal como se había ido.
—¡Teddy! —gritó de felicidad, y, olvidándose por completo de todo el miedo que la
había invadido antes, abrazó al muñeco de felpa —¿Por qué te fuiste?
Luego notó que no sólo era Teddy, todos sus juguetes y ropa desaparecida estaba
ahí, formando un camino entre su cuarto y el baño. También se percató de que algo andaba
mal, porque el cuarto de baño tenía la luz encendida y la puerta abierta, además de que, de
ahí, provenían sonidos extraños, como si alguien estuviera armando algo con una lata.
El miedo volvió a invadir a la niña, y al perro también, que comenzó a ladrar hacia
el cuarto de baño, al final del pasillo. Sandy tenía dos opciones, encerrarse en su cuarto, o
correr a la cocina y tratar de tomar el teléfono. Por alguna razón, la segunda le pareció más
razonable, pero cuando intentó correr, Jitomate la tomó por el vestido y no le dejó ir, lo que
la sobresaltó.
—¿Qué haces? — le susurró al can, este la soltó.
—No vayas, es un demonio —habló el perro. La niña quedó boquiabierta, no sabía
que su fiel amigo podía hablar. —Ha estado acechándote, debemos salir de la casa y
esperar afuera.
La niña sólo pudo asentir, estaba perpleja. Ya iban dirigiéndose a la puerta, cuando
en el baño se escuchó un estruendo.
—¡Quédate detrás de mí! — le gritó el perro mientras se giraba para enfrentar a la
cosa que había salido de su escondite. Era una especie de lagarto con forma humanoide y
grandes dientes. Su piel brillaba como el oro y tenía unos grandes ojos amarillos.
—¡Huye! — le gritó Jitomate mientras se lanzaba a enfrentarse con el hombre-
lagarto.
La niña salió corriendo por la puerta principal de la casa, gimoteando y llorando.
Llegó al jardín y cayó en la tierra, sintiendo que no podía respirar. Pudo escuchar golpes y
quejidos, a veces parecía que Jitomate había logrado herir al lagarto, y de repente, la
situación cambiaba cuando se escuchaban los quejidos de dolor del perro. Parecía que un
huracán estaba dentro de su hogar, arrasando con todo. Se cubrió los oídos, para no
escuchar el terrible suceso, mientras lloraba y pedía ayuda a gritos. Nadie la escuchaba,
como era natural, ya que sus vecinos más cercanos estaban a doscientos metros cuadrados
de distancia. Su voz se volvió más insistente cuando el edificio se prendió en llamas.
—¡Ayuda! ¡Abuela!
Quería rescatar a Jitomate de ese horrible episodio, pero no se atrevía a entrar a la
casa, ni siquiera se atrevía a correr a buscar ayuda, estaba paralizada, y hecha un mar de
lágrimas. Se habría desmayado en poco tiempo si no hubiera sentido el lamido del perro en
su brazo. Se volvió enseguida y lo vio ahí, sentado, ensangrentado, pero jadeando como
siempre. Lo abrazó de inmediato
—¿Lo venciste?
—Sí —Le dijo el perro —Ya estás a salvo.
Ella se soltó a llorar, desconsolada.
—¿Puedes hacerme un favor? —Le habló el can
—Dime
—No mires la casa, hasta que llegué más gente, no la voltees a ver.
Y ella obedeció, sin darse cuenta de que, adentro de la casa, su abuela, que había
entrado por la puerta trasera para tratar de rescatarla, pedía ayuda. Quizá, no se había
percatado de que la niña ya estaba afuera cuando ella llegó, aunque eso ya no era
importante, porque ya no podían salvarla. Eso fue lo que pensó el perro, que siguió
lamiendo a la pequeña, para calmarla.

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