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LATINOAMERICA

CUADERNOS DE CULTURA LATINOAMERICANA

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ALCIDES ARGUEDAS
PUEBLO ENFERMO
(fragmento)

C O O R D IN A C IO N D E H U M A N ID A D E S
C E N T R O D E E S T U D IO S L A T IN O A M E R IC A N O S /
Facultad de Filosofía y Letras
U N IO N D E U N IV E R S ID A D E S
D E A M E R IC A L A T IN A UNAM
ALCIDES ARGUEDAS
PUEBLO ENFERMO
(fragmento)

U N IV E R S ID A D N A C IO N A L A U T Ó N O M A DE M É X IC O

C O O R D IN A C IÓ N D E H U M A N ID A D E S

C E N T R O D E ESTUDIOS L A T IN O A M E R IC A N O S

Facultad de Filosofía y Letras

UNIÓN DE U N IV E R SID A D E S DE A M É R IC A L A T IN A
A L C ID E S A R G U E D A S (1879-1946), escritor y sociólogo
boliviano. Es una amarga expresión e hijo de la generación re­
sentida por la derrota que, ju n to con el Perú, sufriera Bolívar
en su guerra contra Chile en 1879. G uerra mas dura para Boli­
via que perdió las tierras que le daban salida al mar. Los boli­
vianos, al igual que los peruanos se volverán sobre sí mismos,
buscando en su realidad la explicación de su derrota. Los pe­
ruanos, como es el caso de Manuel González Prada, reivindi­
caron esa ineludible realidad de la que forma parte el indígena
y, con la cual tendría que contarse para que no se repitiese el
fracaso de la G u erra del Pacífico (Cf. L A T IN O A M E R IC A
29). Los bolivianos, en general se apoyan en las ideas positivis­
tas de Comte, Taine y Le Bon. Tal es el caso de Arguedas, en­
contrando en el indígena la explicación del fracaso de la gue­
rra. U na raza que impedía, dado su número, el que Bolivia se
incorporase a la Civilización.
Pueblo Enf ermo titula Alcides Arguedas al libro que publica
en 1909; libro aplaudido en Europa por quienes veían en esta
América a un conjunto de pueblos condenados a un eterno
aprendizaje y coloniaje. Al sur de Bolivia había otro pueblo, la
Argentina que había m ostrado lo que tendría que ser hecho para
ponerse fin a las lacras de un pasado que impedía la in corpora­
ción de esta América a la civilización. La Argentina había
mostrado como podría ser vencida la barbarie. Había acorra­
lado y eliminado a los cerriles indígenas, a los nóm adas y una
gran cam paña encaminada a cam biar la sangre de estos pueblos
mediante la inmigración de europeos. En este trabajo, del que
publicamos unos fragmentos, resuena la prédica del argentino
Domingo Faustino Sarmiento explicando, como lo hace des­
pués Arguedas, el origen de los males de América. (Cf. Sar­
miento, L A T IN O A M E R IC A 27).
PU E BLO E N F E R M O

Alcides Arguedas

P SIC O L O G IA DE LA RA ZA I N D I G E N A

“ La distribución étnica de la población boliviana —dicen los


autores del censo levantado en 1900— puede hacerse en cuatro
zonas principales:
1a. La indígena.
2a. La blanca, descendiente de la extranjera, principalmente
de la española.
3a. La m estiza, que es el fruto de las dos anteriores; y
4a. La negra, cuya proporción es bastante reducida” .
El término raza, usado así de m odo tan categórico para de­
terminar la ligera variación que existe entre los grupos pobla­
dores del suelo boliviano, parece fuera de lugar, y mucho más
si se tienen en cuenta las restricciones y reservas que hoy día
suscita su uso p or no conceptuársele categóricamente valori­
zado por la ciencia ni creer que determine de m anera concreta
sus alcances, pues —según N o vicow — “ nadie ha podido decir
jamás cuáles rasgos establecían las características de la raza" .1
En Bolivia, por ejemplo, salvo la extremada perspicacia de
los autores de dicho Censo, no se sabría precisar, ni aun deslin­
dar, las diferencias existentes entre las llamadas raza blanca y
raza mestiza. Físicamente am bas se parecen, o mejor, son una.
El cholo (raza mestiza), en cuanto se encum bra en su medio, ya
es señor, y, por lo tanto, pertenece a la raza blanca. Ni aun en
la color puede notarse esta diferencia, pues la color parece de­
pender del clima exclusivamente. Los mestizos de las regiones
de tem peratura baja (La Paz, O ruro, Potosí) son morenos,
acaso cobrizos, y de igual color son los blancos, salvo rarezas
que forman la excepción; los de tem peratura alta (Sucre, Coc­
habam ba, Tarija, etcétera) son más blancos, pero esto no im­
pide que los de cierta categoría social entren a form ar parte de
la raza m estiza; esto es, allí la calidad étnica de un individuo es
la resultante de su figuración social. La clase predom inante so­
bre las otras es la mestiza, y los mestizos no encuentran gran
oposición cuando invaden el círculo arbitrario y convencional
creado por un pequeño grupo que se considera superior en

1 L ’avenir de la race blanche.

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sangre, no p orque la calidad de ésta sea distinta de la otra in­
jertada, sino por la nominación, el solo distintivo que allí p a ­
rece caracterizar esa diferencia que se pretende ver en la pobla­
ción indígena boliviana. Una familia X o Z, por ejemplo, sa­
lida de las clases bajas y mezclada a la que dispone de prestigio
por serie de causas políticas o económicas llega a crearse una
situación especial y de hecho entra a formar parte de las altas
clases sociales, y su descen dencia ya pertenecerá a la nobleza y
aun no dejará de vanagloriarse por ello, siendo así que Bolivia,
acaso menos que ningún otro pueblo, ha recibido poco contin­
gente de sangre extraña. Su mediterraneidad fue causa de su
no cruzamiento, y lleva mucha razón Onésimo Reclus cuando
asegura que “ una gran parte de este pueblo dícese de descen­
dencia española, aunque en el fondo sea de origen indígena
con poco o casi nada de sangre azul en las venas; la sangre
latina no dom ina más que en T a n j a . . . ”
Para c om prob ar la verdad de esa aserción no hay que recurrir
a las estadísticas, hechas de ligero y muy arbitrariam ente, sino al
m odo de ser colectivo, anormal, curioso, raro. De no haber
predominio de sangre indígena, desde el comienzo habría
dado el país orientación consciente a su vida, ad o p ta n d o toda
clase de perfecciones en el orden material y moral, y estaría
hoy al mismo nivel que muchos pueblos más favorecidos por
corrientes inmigratorias venidas del viejo continente. Esto es
fácil de observar no sólo en Bolivia, donde una gran parte de la
población ha conservado casi puros sus principales rasgos et­
nológicos, sino, y con mucha mayor razón, en pueblos someti­
dos por motivos de vecindad, o comercio, o cualesquiera otras
causas, al influjo de otros de distinta conformación psico­
lógica, que, en suma y según las tendencias de la m ayor parte
de los sociólogos modernos, parece ser el principal distintivo
de las razas. En pueblos así, aunque persistan muchos de los
caracteres propios al primitivo de sus manifestaciones de o r­
den moral, son más coherentes y están mejor orientados.
Ejemplos: Chile, Argentina, Uruguay.
Las causas del hibridismo y sus fatales consecuencias las ha
señalado con bastante acierto un curioso tipo de estudioso ina­
daptado, natural de Santa Cruz de la Sierra, Nicomedes An-
telo, cuya figura moral pintó con rasgos inolvidables otro tipo
ilustre de esa tierra, René Moreno, hasta hoy la cumbre insu-
perada en la intelectualidad altoperuana y también reñido con
su clima moral, todavía hostil a los hombres de estudio, de
conciencia libre, o sea, sin prejuicios de religión, de patria o de
fortuna, un poco desligado de estas cosas o de estas fuerzas, si
se quiere.
Las razas, por otra parte y com o lo han hecho notar Novi-
cow, Lacombe, C olajanni, Finot y otros, han podido existir

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puras en tiempos de la prehistoria; hoy, sea por la pacífica pe­
netración, por conquista o cualesquiera otras causas, se han
fundido, hecho una, por decirlo así, y sólo quedan resabios en
sitios aún no invadidos por la actividad de los pueblos coloni­
zadores, y su cultura es poco menos que rudimentaria. Evi­
dente prueba de esto es, entre nosotros, por ejemplo, el estado
cultural de los pueblos que más desarrollo alcanzaron entre los
muchos pobladores de esa parte del continente: el quechua y el
aymara. Los dos no sólo no han conservado la adelantadísima
civilización que poseían en tiempos de la conquista, sino que la
han perdido en absoluto, y bien que esta pérdida sea explicada
por causas fáciles de establecerse no deja de sorprender que
hoy día permanezcan irreductibles al contacto de otros pue­
blos y no guarden ni la más remota noción de sus instituciones.
Es, pues, entonces a este solo precio, es decir, al de conside­
rar las razas sólo desde el punto de vista psicológico y para
mayor facilidad expositiva, que, con pequeña variación,
acepto la clasificación establecida por los autores del censo.
Por consiguiente y variando el orden fijado, se ha de hablar,
con alguna detención, de la raza indígena, raza pura y madre, y
poco de las otras, especialmente de la negra y de la blanca,
pues la primera, por su número, no juega papel activo en el
conjunto, y la segunda, salvo detalles de orden moral, puede
ser perfectamente incorporada a la mestiza.
Para proceder con orden y antes de entrar, someramente, en
su análisis, necesario se hace publicar algunos cuadros esta­
dísticos que hagan comprender y expliquen mejor lo que diga
después, aunque los publico con natural desconfianza, porque
es casi imposible determinar de m anera rigurosa, en Bolivia,
los resultados dependientes de un censo. El indio y aun el
mismo cholo creen que los censos se levantan sólo para im po­
ner obligaciones de carácter personal, y por eso su afán de es­
quivar toda ayuda a las operaciones censísticas, hechas
siempre por cálculo y no por rigurosa observación. Esto ori­
gina el lenguaje ambiguo usado en documentos oficiales al de­
terminar puntos de dependencia numérica y explica los saltos
bruscos que se observan en el siguiente cuadro, no justificados
por ninguna razón de orden normal, pero sí reveladores de la
imperfección con que dichos censos se llevan a cabo:

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D IVER SO S C E N SO S

Años
Habitantes

1831...................................................................................... 1.088,768
1835 ...................................................................................... 1.060,777
1845 ...................................................................................... 1.378,896
1854 ...................................................................................... 2.326,126
1882 ...................................................................................... 1.172,156
1900 ...................................................................................... 1.816,271
1931...................................................................................... 2.911,283
Indígenas ........................................................................... 1.586,649
M e s t iz o s ............................................................................. 898,422
B la n c o s ............................................................................... 426,212
T o t a l ............................................................................... 2.911,283

II

En la región llamada interandina vegeta, desde tiempo inme­


morial, el indio aymara, salvaje y huraño como bestia de bos­
que, entregado a sus ritos gentiles y al cultivo de ese suelo es­
téril en que, a no dudarlo, concluirá pronto su raza.
La pam pa y el indio no forman sino una sola entidad. No se
comprende la pam pa sin el indio, así como éste sentiría nostal­
gia en otra región que no fuera la pampa.
En esta región —ya se ha d icho— nada convida a las expan­
siones ni a la alegría. El alma se encierra en ella misma, busca
en sus propios elementos refugio a sus afanes y aspiraciones.
El maridaje entre el azul intenso del cielo y el gris barroso del
suelo no incita al ensueño ni a la poesía. Se busca necesaria­
mente el hogar, la comunión con la gente, se ansia el timbre de
voz humana. El cielo, puro y limpio en los meses de invierno,
cuando la aridez y desolación de la llanura son tremendas, se
cubre de nubes bajas e informes en primavera, estación en que
la llanura muestra, en partes, la simpática nota del verde; hay
intercambio estacional sombrío, perverso, y dijérase haberse
creado de intento esa región para que perpetuamente ofreciese
visión desoladora. Allí lo único bello es el cielo; pero no a la
claridad solar, sino de noche, cuando en el suelo, de lejos p ar­
padea el fuego de los hogares indígenas y en el firmamento sal­
tan a lucir los astros. Adquieran un brillo extraordinario y se
presentan, en tal número, que los ojos, ávidos de contempla-
r los, siéntense poseídos de vértigo. Al decir de Mr. Dereims,
sólo el cielo del Africa, intenso, luminoso, puro, es comparable
a l de esa región. Tiene de día un azul que choca y hiere; de

H
noche, una oscuridad profunda y aterciopelada, y saltan en él
claras, vibrantes, intensamente fúlgidas, las estrellas.
Siéntese el hom bre en esa región aband o n a d o por todas las
potencias, solo en medio de un clima y un suelo inclementes; y
este sentimiento, en todas partes generador de hábitos de so­
ciabilidad y economía, allí, no sé por qué causas, separa y de­
sune a los hom bres, acaso porque en la dura labor del terreno
hay que emplear gran perseverancia e inmensa energía para sa­
car mezquino fruto, fruto que se hace necesario economizar,
consumir parcamente, si se quieren evitar las torturas del
ham bre canina, frecuentes desde tiempo inmemorial.
El aspecto físico de la llanura, el género de ocupaciones, la
m onotonía de éstas, ha moldeado el espíritu de m anera
extraña. N ótase en el hombre del altiplano la dureza de ca­
rácter, la aridez de sentimientos, la absoluta ausencia de afec­
ciones estéticas. El ánimo no tiene fuerza para nada, sino para
fijarse en la persistencia del dolor. Llégase a una concepción si­
niestramente pesimista de la vida. No existe sino el dolor y la
lucha. Todo lo que nace del hom bre es pura ficción. La condi­
ción natural de éste es ser malo y también de la naturaleza.
Dios es inclemente y vengativo; se complace en enviar toda
suerte de calamidades y desgracias...
Tal es la ética que se desprende en una región así y entre
hombres que han perdido lo mejor de sus cualidades; por eso
la constante preocupación en éstos es aplacar, con prácticas
curiosas, el enojo de Dios, ofreciéndole sacrificios, haciendo
de m anera que se muestre más clemente, más generoso...
Antes, cuando las grandes conquistas de los incas no se ha­
bían extendido todavía a esas zonas altas e inmisericordes, los
naturales no ado rab an —al decir del inca Garcilaso de la
Vega— ningún dios, y vivían com o bestias, guarecidos en cue­
vas, sin orden ni policía. Se m ataban entre ellos sin motivo y su
vida era de batalla perpetua, bien entre si o con las tribus veci­
nas. Fueron los incas quienes les inculcaron nociones de divi­
nidad y llegaron a aceptar fácilmente toda suerte de creencias,
pues la rudeza de su vida, sus labores penosas, las injusticias
que se veían obligados a so portar muchas veces predisponían
su ánimo a aceptar un ser o potencia reguladora que distri­
buyese premios o castigos. Y cayeron en el fetichismo abso­
luto, pues llegaron a adorar toda clase de seres vivos o imagi­
narios, pero siempre sosteniendo la idea primordial de que la
muerte era una especie de transición a otro estado más per­
fecto en que el hom bre gozaría de toda clase de bienes. Y de se­
mejante creencia ese su sistema de em balsamamiento, algo
análogo al de los egipcios, y el afán de proveer al difunto de
toda suerte de utensilios y cosas necesarias de regular uso.
De esta concepción procede también esa ausencia com pleta

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de aspiraciones, la limitación hórrida de su campo espiritual.
N ada se desea, a nada se aspira. C ua n do más anhélase la satis­
facción plena de las necesidades orgánicas, y entre éstas, la
principal, antes que el am or, el vino. El alcohol es lujo en esos
hombres. Quien tiene, bebe; esto es lógico. Y, al fin hombres,
la vanidad posesiva es particularidad suya también.
Las pasiones no alcanzan su intensidad máxima. Se ama, se
aborrece, se desea, pero con m oderación. Jam ás se llega a la
exaltación pasional. El lenguaje afectivo es parco, p obre y frío;
la mujer seduce, pero no hasta el extremo de conducir al sacri­
ficio.
Consiguientemente, el arte no nace viable, ni menos seduce
por su exterioridad armónica. La llanura de la sensación del
infinito, de lo enorme, de lo inconmensurable. La línea recta
predomina, y pues no hay visión esplendente y reconfortante
de paisajes variados y comunicativos, y además la atención
toda está em bargada por el grave problema de la nutrición, el
espíritu permanece impasible, acaso frío, y ja m á s vibra ni se
exalta hasta crear la arm onía de la curva o la frondosidad so­
nora de la frase. Es un arte rudimentario, tosco, en que las p ro ­
porciones desaparecen y se impone la línea recta y rígida: así
Tiahuanacu.
La música, igualmente, sólo se sostiene en el tono menor y es
m onótona, gimiente, melopeica: un sollozo interminable.
La conformación física de esta región solemne y desolada ha
impreso, repito, rasgos duros en el carácter y constitución del
indio.
De regular estatura, quizá más alto que bajo, de color co­
brizo pronunciado, de greña áspera y larga, de ojos de mirar
esquivo y huraño, labios gruesos, el conjunto de su rostro, en
general, es poco atrayente y no acusa ni inteligencia ni bondad;
al contrario, aunque por lo común el rostro del indio es im pa­
sible y mudo, no revela todo lo que en el interior de su alma se
agita. En ese conjunto de líneas ásperas, de angulosidades
acentuadas, encuéntranse algunas veces, y en ciertos sitios
líneas más suaves, más puras y tez más clara, conform e se va
saliendo de estas regiones altas y entrando a climas mejores y
más clementes. Ya en los valles la misma raza adquiere aspecto
simpático; se ven rostros graciosos, y hasta bonitos, en las m u­
jeres.
Su carácter tiene la dureza y la aridez del yermo. También
sus contrastes, porque es duro, rencoroso, egoísta, cruel, ven­
gativo y desconfiado, cuando odia. Sumiso y afectuoso,
cuando ama. Le falta voluntad, persistencia de ánimo y siente
profundo aborrecimiento por todo lo que se le diferencia.
Su vida es parca y dura, hasta lo increíble. N o sabe ni de la
comodidad ni del reposo. No gusta placeres, ignora lujos. Para

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él ser dueño de una ropa llena de bordados con la que pueda
presentarse en la fiesta del pueblo o de la parroquia y em bria­
garse lo mejor que le sea permitido y el mayor tiempo posible,
es el colmo de la dicha. U na fiesta le parecerá tanto más lucida
cuantos más días se prolongue. Bailar, beber, es su sola satis­
facción; no conoce otras. Es animal expansivo con los de su es­
pecie; fuera de su centro, mantiénese reservado y hosco. En su
casa huelga la miseria absoluta, el aband ono completo. En la
casa del indio no hay nada sino suciedad, y es —según una nota
anónim a consignada en la citada E stadística— “ una miserable
y pequeña choza hecha con barro, piedras y con techadura de
paja. D entro de esta lóbrega y deseada habitación vive toda
una familia, en la que se recoge por la noche recostándose so­
bre la desnuda tierra o sobre vellones de cordero carcomidos.
En toda la extensión de la República se ven ranchos de indios
diseminados por los campos, por los montes, por los valles y
quebradas, en terrenos pertenecientes, en su m ayor parte, a los
señores propietarios” .
Resignada víctima de toda suerte de fatalidades lo es desde
que nace, pues muchas veces, como las bestias, nace en el
campo, porque el ser que lo lleva en sus entrañas labora las de
la tierra dura, expuesto al frío que abre grietas en los labios y
agarrota los dedos, imposibilitando manejar las herramientas
de labranza. Allí en la alta meseta, a los 3 700 y tantos metros
sobre el nivel del mar, no siempre el sol calienta, por mucho
que luzca en todo su esplendor. El viento sopla incansable y
viene trayendo todo el horrendo frío que duerm e en las
cumbres perpetuam ente nevadas de los Andes; y es a ese frío, a
ese viento, a ese sol radioso en invierno, pero fr ío , que las m a­
dres indias exponen a sus hijos recién nacidos, colgándoselos de
sus senos con una tira de lienzo que se pasan por las espaldas y
mirándolos como retazos de carne animada que gruñe y huele
mal. C u a n d o apenas el niño puede sostenerse sobre sus gor­
dinflonas piernas comienza a utilizársele, porque el indio tra­
baja desde los dos años hasta que revienta. Se le deja encerrado
en los patios de las casas, ju n to con las gallinas, los conejos y
las ovejas recién paridas; y en su compañía, a p a rta n d o a los
unos que se les meten bajo las piernas; luchando con los otros
que amenazan picotearles los ojos y les roban, en leal combate,
su almuerzo, compuesto de un p uñado de maíz tostado; revol­
cándose en sus propios excrementos y en el de los animales, al­
canzan los cuatro o cinco años de edad, y es cuando comienzan
a luchar con la hostil naturaleza pastoreando diminutos reba­
ños de cerdos, ju n to a las lagunillas de aguas podridas. Sin más
abrigo que la burda camisa de lana abierta por delante y por
detrás y ceñida a la cintura con una soga; protegida la cabeza
de larga greña por un gorro hecho andrajos y que sirve de pa ­

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ñuelo de sonarse; desnudos los pies, ennegrecida, sucia la vul­
gar cara por muchas capas de sudor y polvo petrificado y per­
cudido, véseles perseguir a los cerdos que se ap artan del hato
lanzando agudos chillidos. Y desde que sale el sol hasta que se
pone, solos en medio de la pam pa triste, se la pasan con­
templando la naturaleza agreste del país, en quietud mo-
miesca.
Más tarde, sus ocupaciones se doblan. Ya son pastores de
ovejas y tienen obligación de llevar su ganado a los cerros d o n ­
de verdea la paja recién salida o a los pantanos donde las ga­
viotas anidan. Allí se hacen prácticos para distinguir, en fuer­
za de trajinar, las aguadas que en su fondo ocultan el cieno y
son especie de cisternas, donde si se cae pocas veces se sale con
vida, de las que corren sobre un suelo firme, y van provistos de
sus quenas y de sus sicus2 para aprender a m odular los melan­
cólicos aires de la tierra y a ponerse en contacto íntimo con la
naturaleza, que después ya para ellos no tiene ningún encanto.
Entonces se sirven de la honda, no como objeto de recreo, sino
como arm a de combate. Y comienza a ser hombre, a saber que
la vida es triste y a sentir germinar dentro de sí el odio contra
los blancos, ese odio inextinguible y consciente, porque nace
de la crueldad que éstos usan con los suyos. Se hacen supersti­
ciosos oyendo narrar los prodigios que realizan los yatiris,
personalidades extraordinarias en comunión constante con
los seres que pueblan el siniestro m u nd o de la fantasía... Lue­
go, sus labores son aún más rudas. G uián al arado; trasportan,
a lomo de burro, sus miserables mercancías y recorren distan­
cias inverosímiles; se inician en el pongueaje; esto es, a servir de
domésticos en la casa del patrón, donde refinan su gusto, ad­
quieren ciertos modales y se enteran de la lengua castellana,
que nunca la hablan.
Parco y frugal, el indio, cuando no tiene que comer, puede
pasar días enteros con algunos puñados de coca y maíz tosta­
do. Para dorm ir le basta el suelo duro, y si a m ano encuentra
una piedra utilizable a guisa de alm ohada, duerme sobre ella
tranquilamente, teniendo por cobertor el inmenso horizonte
del cielo. Siempre anda descalzo; sólo usa ojotas cuando el te­
rreno es muy pedregoso, y nunca se queja de su aspereza, por­
que la costra que cubre la planta de sus pies es dura como cas­
co de caballo. Calor, frío, todo le es igual; su cuerpo casi no es
sensible a las variaciones atmosféricas. Andariego empecina­
do, la distancia no le acobarda ni para emprender sus viajes
toma precauciones; sabe que ha de volver al punto de partida,
y vuelve, sea cual fuere el tiempo trascurrido. Si no, es que
algo le ha sucedido; seguramente el río se lo ha llevado, un to ­

2 Z am p oñas

12
rrente lo ha cogido, o lo ha pulverizado una centella. La fami­
lia sólo se preocupa de recobrar los efectos perdidos, recupe­
rar las bestias de carga, las ropas del difunto, su dinero, lo
poco que haya podido dejar.
A m ante del terruño, del retazo donde nació, ja m á s a b a n d o ­
na su hogar, aun sufriendo en él toda clase de miserias. Si a
orillas del lago ha nacido, oyendo los rumores del viento ha de
morir; si el sol de los valles ha puesto fuego en sus venas, bajo
ese sol ha de acabar sus días. N unca uno que es del yermo se
aviene con los trópicos, y si a ello se le obliga, le invade pronto
una nostalgia sombría. Receloso y desconfiado, feroz por a ta ­
vismo, cruel, parco, miserable, rapiñesco, de nada llega a a p a ­
sionarse de veras. Todo lo que personalmente no le atañe lo
mira con la pasividad sumisa del bruto, y vive sin entusiasmos,
sin anhelos, en quietismo netamente animal. C ua nd o se siente
muy a b ru m ad o o se atacan sus mezquinos intereses, entonces
protesta, se irrita y lucha con extraordinaria energía.
La mujer observa la misma vida y, en ocasiones, sus faenas
son más rudas. En sus odios es tan exaltada como el varón. N o
concibe ni gusta de las exquisiteces propias del sexo. R uda y
torpe, se siente am ada cuando recibe golpes del macho; de lo
contrario, para ella no tiene valor un hombre. Hipócrita y so­
lapada, quiere como la fiera y arrostra por su am ante todos los
peligros. En los combates lucha a su lado, incitándole con el
ejemplo, dándole valor para resistir. La primera en dar cara al
enemigo y la última en retirarse en la derrota, jam ás se mues­
tra ufana del triunfo. C uand o crueles inquietudes turban la
paz de su hogar no se queja, no dem anda consuelo ni piedad a
nadie y sufre y llora sola. Fuerte, aguerrida, sus músculos elás­
ticos tienen la solidez del bronce batido. Desconoce esas enfer­
medades de que están llenas nuestras mujeres por el abuso del
corsé y el desmedido gasto de perfumes y polvos. Sus nervios
no vibran ni con el dolor ni con el placer. Engendra casi cada
año y da a luz sin tom ar precauciones y sin que jam ás se dislo­
quen sus entrañas, forjadas para concebir fruto sólido y fuerte.
Hacendosa, diligente, emprende viajes continuos y va en pos
de su caravana haciendo 40 o 50 kilómetros diarios, sin fatigas
ni alarde.
La principal ocupación del indio aymara es la agricultura y
la ganadería. El procedimiento que usa para el laboreo de sus
campos es primitivo. N o conoce ni se) da cuenta de las m od er­
nas máquinas agrícolas; para él, el arado patriarcal es la últi­
ma perfección mecánica. Ferozm ente conservador, jam ás
acepta innovación alguna en sus hábitos y costumbres hereda­
dos. Es peor que el chino en este punto. Labora la tierra ruda,
penosamente y tras esfuerzos inauditos; sólo cosecha algo de
patatas, un poco de quinua y otro de cebada y ocas. La p ro ­

13
ducción de estos frutos no depende, como natural es suponer,
del buen abono de los campos o de su calidad, sino, y no hay
que olvidar semejante circunstancia, de las variaciones atm os­
féricas o cambios estelares. Para que una cosecha sea buena en
la altiplanicie es necesaria la concurrencia de mil circunstan­
cias dependientes exclusivamente del estado atmosférico. Si en
determinados meses llueve mucho, la cosecha se pudre; si no
llueve, se agusana; si hiela, se seca; si graniza, se pierde... In­
dispensable es que llueva poco y sólo en ciertos meses; que no
hiele sino cuando ha m a d urado el fruto; que no granice, etcé­
tera. Y como no siempre estas condiciones se reúnen, los m a­
los años a bundan, el ham bre cunde y acrecienta ese malestar
social, ya patente en ciertas regiones de Bolivia. Y el indio, ser
débil, pobre e imprevisor, es la principal y única víctima de se­
mejantes fatalidades meteorológicas.
Aún no se han olvidado las crisis agrícolas de 1898 a 1905.
Las malas cosechas se sucedían con espantosa regularidad,
año tras año, igual a las de la bíblica leyenda. Los indios,
como no tienen la precaución de almacenar sus cosechas en
previsión de malos años y sólo producen lo estrictamente in­
dispensable, lentamente, con pasividad heroica, cayeron en
vergonzante indigencia, hasta el punto de que, huraños como
son, se vieron forzados a refugiarse en la ciudad en busca de
trabajo, que no había y en último término a mendigar por ca­
lles y plazas, m ostrando sus cuerpos enflaquecidos en largos
años de privaciones. Hubo necesidad de crear la olla del pobre,
es decir, dar de comer en las calles a los indigentes. Y no deja­
ba de ser chocante el espectáculo que por entonces ofrecía el
país, pues mientras en unas localidades se morían de ham bre y
pagaban a dos francos el kilo de patatas, en otras la a b u n d a n ­
cia de artículos de consumo era tal que no sabía que hacerse de
ellos. Las mismas clases bajas del pueblo dejaron de consumir
el chuño, artículo de general uso en algunos departam entos,
porque la carga de 46 kilogramos llegó a pagarse a 50 pesos, o
sean, 100 francos; las clases ricas abastecían sus despensas con
artículos traídos de Chile y el Perú... Fue la falta de lluvias lo
que ocasionó semejante desastre, y dicha falta era atribuida
por los indios a confabulaciones sobrehumanas. Aun los blan­
cos de cierta categoría dijeron de maldiciones divinas, y los cu­
ras de pueblos y aldeas propalaron, entre sus ignorantes feli­
greses indios, enojos de Dios contra la decaída raza y su deseo
de hacerla desaparecer por inobediente, poco sumisa y poco ob­
sequiosa. Y todos, en el colmo del asom bro y la consternación,
preguntábanse por qué el cielo, antes generosamente pródigo
en lluvias, permanecía ahora seco e inclemente; por qué el lago
Titicaca, a bundante en pesca, disminuía de caudal y se retira­
ba poco a poco en franco deseo de evaporarse o consumirse. Y

14
pocos se aco rdaban de que desde que la p a m p a es pam pa, y el in­
dio indio, nadie se ha preocupado de renovar la escasa vegeta­
ción de la puna, desaparecida p or cientos y cientos de años de ser
rum iada por ovejas, bueyes, llamas y asnos, y ja m á s culti­
vada ni menos renovada artificialmente; que la desvegetación
trae falta de condensación y que un cam po desnudo y constan­
temente removido por patas de bestias y acero de arado no
produce nada, ni siquiera vapor de agua, y que las lluvias son
sinónimo de verdura, de remansos, de superficies líquidas, en
fin. Tenerlas abundantes no es cuestión sino de estancar las
aguas de los ríos que surcan la vasta altiplanicie, reglar el pas­
toreo, form ar lagos artificiales y, por último, sem brar pastales
a propiados al clima, todo lo que recientemente se va haciendo
en estos días.
Dichas veleidades atmosféricas no las toma el indio como
fenómeno natural em anado de leyes físicas, sino como resolu­
ciones divinas a las que no es posible oponer resistencia algu­
na, y menos, por consiguiente, remedio.
Es supersticioso y crédulo; lo que sus y a tiris3predicen ha de
suceder fatal e irremediablemente. No sabe determ inar de m a ­
nera lógica su respeto y sumisión a los hombres superiores o a
las divinidades. Su concepción del Dios cristiano es en absolu­
to fetichista y no deja de a d ora r ciertas fuerzas inconscientes
que juzga todopoderosas, sin escapar a una especie de fatalis­
mo desconsolador, el cual em ana, más que de la esencia de sus
primitivas creencias, de ese Dios lo quiere de sacerdotes poco
escrupulosos y diestros en dom eñar la raza y conseguir así be­
neficios personales. Se puede asegurar, por punto general, que
el indio no tiene creencias determ inadas. Venera un retazo de
carne pod rid a dejada por un ya tiri a la vera de un camino, e
igual fervor siente por la bestia que juzga propicia a sus desti­
nos e intereses. Los objetos o seres que despiertan su supersti­
ción varían según las regiones, e ignoro si conforme éstas se h a ­
llan más o menos alejadas de los centros adelantados. La ga­
viota, p or ejemplo, en las regiones de A raca —pequeño c antón
distante unos 150 kilómetros de La P a z —, es ave sagrada y na­
die atentará contra su vida, so pena de provocar malas cose­
chas. Tan grande es el respeto por estos animales que han lle­
gado a form ar plaga por su abundancia. Son dóciles, confia­
dos del hombre. En tiempos de labranza siguen tras el surco
abierto por el arado en busca de gusanillos, como si estuvieran
domesticados, y hasta se aventuran a posarse sobre las astas
de los toros, y los indios labradores los apartan respetuosa­
mente con el pie para evitar hacerles daño. En el lago Titicaca,
distante algunas horas de cam ino de la misma ciudad, los m o ­

3 Adivinos.

15
radores de la costa no creen lo mismo de dicha ave y la persi­
guen, tenaces y crueles, sin provecho alguno, porque cuando el
indio siente antipatía por un animal que juzga dañoso a los
sembrados o a la salud de su alma es vengativo con él.
Sojuzgado, pues, el indio por diferentes creencias contradic­
torias, enteramente sometido al influjo material y moral que
sus yatiris, de los curas, patrones y funcionarios públicos, su
alma es depósito de rencores acumulados de muy atrás, desde
cuando encerrada la flor de la raza, contra su voluntad, en el
fondo de las minas, se agotará rápidamente, sin prom over cle­
mencia en nadie. Y ese odio ha venido acum ulándose confor­
me perdía la raza sus caracteres y rasgos predom inantes y au­
mentaba en el d om inador la confianza en sus facultades domi-
natrices. Hoy día, ignorante, m altratado, miserable, es objeto
de la explotación general y de la general antipatía. C uando di­
cha explotación, en su forma agresiva y brutal, llega al colmo y
los sufrimientos se extreman hasta el punto de que padecer
más sale de las lindes de la h u m ana abnegación, entonces el in­
dio se levanta, olvida su manifiesta inferioridad, pierde el ins­
tinto de conservación y, oyendo a su alma repleta de odios,
desfoga sus pasiones y roba, mata, asesina con saña atroz. A u­
toridad, patrón, poder, cura, nada existe para él. La idea de la
represalia y del castigo apenas si le atemoriza y obra igual que
el tigre de feria escapado de la jaula. Después, cuando ha expe­
rim entado ampliamente la voluptuosidad de la venganza, que
vengan soldados, curas y jueces y que también maten y ro­
ben... ¡no importa!
Y efectivamente, van.
Van soldados bien municionados; fusilan a cuantos pueden;
roban, violan, siembran pavor y espanto por donde pasan. A
los escapados en la m atanza los cogen y, cargándolos de cade­
nas y barras, condúcenlos a la capital frente a abogados y ju e ­
ces bien leídos, cuya ocupación consiste en desplegar todo el
fastuoso ap a ra to de sus códigos; los encierran en oscuros cala­
bozos, para sacarlos de vez en cuando bajo la vigilancia a rm a ­
da de soldados, instruidos de tirar al bulto en cuanto noten en
ellos conato de liberación, y los hacen trabajar diez horas al
día, dándoles alimentación suficiente para sostener en punto
sus cuerpos enflaquecidos por tantas privaciones...
Esto ha sucedido hace más de treinta años, con ocasión de la
guerra civil que conmovió tan de raíz la vida nacional.4
Provocada en La Paz la revuelta dicha fed era l, buscaron los
insurgentes federalistas apoyo indirecto en la clase indígena, la
cual, inconsciente y sin com prender de lo que se trataba, p ro ­
metió prestar servicios en lo que pudiera y fuera de su alcance.

4 1898-1902 ( L . A .S )

16
Fiel a su promesa, apenas llegadas las tropas constitucionales
a las inmediaciones de la ciudad insurreccionada comenzaron
a exigir elementos comestibles a los indios, quienes, más avisa­
dos, habían ocultado una parte de sus cosechas y vendido la
otra en los mercados de La Paz y se encontraban imposibilita­
dos de verdad para prestar los auxilios pedidos. Creyendo que
esta negativa envolvía más bien acto de hostilidad, ordenóse
contra los indígenas persecución sangrienta. Todos los rigores
se pusieron en juego para atemorizarlos y convertirlos a una
causa que no era la suya. A rrasaron sus viviendas, destruyeron
sus campos, hicieron tabla rasa en muchas leguas a la redon­
da, sin descuidar de echar simiente de nuevas generaciones,
cultivo de la raza, y, si se ha de dar crédito a lo consignado en
los boletines que por ese entonces circulaban con profusión,
dichas tropas ensayaban su destreza en el manejo de las armas
descargándolas sobre blancos movibles, y de blanco hacían los
indios, y gustaban de las caídas que daban y de las muecas que
el dolor de perder la vida dejaba impresas en sus rostros enne­
grecidos; y lodo esto no tanto por maldad, sino por instinto de
imitación, pues cuentan antiguas crónicas que nuestros bue­
nos padres los chapetones tenían especial cuidado en ensayar el
temple de sus toledanos estoques introduciéndolos en el cuer­
po de los gentiles e irracionales.
Los indios, aterrorizados, buscaron ocasión de venganza y
la encontraron propicia en la derrota de una tracción del ejér­
cito constitucional en la “ heroica acción" de Ayoayo. Los de­
rrotados refugiáronse en el templo del lugar, absolutamente
convencidos de que los perseguidores indígenas respetarían la
santidad del sitio y la calidad de los refugiados, entre los que ha­
bía dos sacerdotes; pero los salvajes dieron fin con ellos, cruel­
mente, sin piedad para nadie, y menos por los representantes
de Dios, degollados sobre la piedra del altar. Cundió en el res­
to de la clase indígena de la región la noticia de esta m a ta n /a ,
y, seducida por el ejemplo, pensó llegado el instante de sacu­
dirse la tutela aplastante de la raza mestiza y vengar su larga
esclavitud. Púsose sobre las armas, nombró jefes y, aprove­
chando la imprudente confianza del jete de un escuadrón de
montoneros que merodeaba por apartadas regiones en busca
de gente, armas y dinero para servir "la sagrada causa de la re­
volución", desarmaron a los cientos y más hombres de que
contaba. Estos, al presentir el peligro, buscaron, como los sa­
crificados en las pampas de Ayoayo, refugio en el templo del
Cantón Mohoza, pero sufrieron, los infelices, la misma suerte
que aquéllos, fueron asesinados con saña atroz, en medio de
los alaridos feroces de la turba ebria. Necesariamente vino la
reacción, y en los desmanes que se ejercitan a raíz de un hecho
de esta índole, odiosos por su rigor, pero justificados, hasta

17
cierto punto, tom aron los blancos irritada venganza contra los
indios de la región convulsa. Fusilaron a cuantos pudieron, y
muchos, más de ciento, fueron conducidos a la cárcel, donde
los emplearon en rudas labores durante los siete años que duró
el proceso. Años después la corte superior de La Paz fallaba en
apelación este proceso, y a pesar de consignar en sus conside­
randos que “ la sublevación de la raza indígena tuvo lugar a
consecuencia del estado anormal en que se colocó el país en
1898” , condenó a pena capital diez revoltosos y a dieciséis
a la misma pena, pero “ con sorteo” .
Y volvió a caer, vencida, laza. Y hoy, sumisa, resignada,
triste, soporta sin quejarse la odiosa servidumbre que hacen
pesar sobre ella los mismos encargados de redimirla, como son
los frailes, los funcionarios públicos y los patrones.

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S i e n d o di r e c t o r g e n e ral de P u b l i c a c i o n e s Jos é D á v a l o s
se t e r m i n ó de i mp r i mi r en los ta l l e res de I m p re nt a M a d e r o . S A
A v e n a 1 0 2 , M é x i c o 1 3 , D . F. e n s e p t i e mb r e de 1979.
Se t ira ron 10. 0 0 0 e j e mp l a r e s
TOMO IV:
31. John L. Phelan, EL ORIGEN DE LA IDEA DE AMERICA. 32. José Gaos, ¿FILO­
SOFIA "AM ER IC A"? 33. Ezequiel Martínez Estrada, LA LITERATURA Y LA FOR­
MACION DE LA CONCIENCIA NACIONAL. 34. José Carlos M ariátegui, ¿EXISTE
UN PENSAMIENTO HISPANOAMERICANO? 35. João Cruz Costa, EL PENSA­
MIENTO BRASILEÑO. 36. Simón Rodríguez, DEFENSA DE BOLIVAR (fragmento).
37. María Elena Rodríguez de Magis, LATINOAMERICA EN LA CONCIENCIA AR­
GENTINA. 3 8 . Antonio Caso, MEXICO Y SUS PROBLEMAS. 39. Augusto Roa
Bastos, IMAGEN Y PERSPECTIVAS DE LA NARRATIVA LATINOAMERICANA
ACTUAL. 4 0 . Bernardo Monteagudo, ENSAYO SOBRE LA NECESIDAD DE UNA
FEDERACION GENERAL ENTRE LOS ESTADOS HISPANOAMERICANOS.

TOMO V:
41. José Figueres, LA AMERICA DE HOY. 42. Juan Bautista Alberdi. SOBRE LA
CONVENIENCIA DE UN CONGRESO GENERAL AMERICANO. 43. Guillermo
Francovich, SOBRE EL PORVENIR DE LA CULTURA BOLIVIANA. 44. Diego Por­
tales, CARTAS SOBRE CHILE. 4 5 . Frank Tannenbaum, ESTADOS UNIDOS Y
AMERICA LATINA.

RECTOR
Dr. Guillermo Soberón Acevedo
SECR ETA R IO GEN ERA L ACA D EM ICO
Dr. Fernando Pérez Correa
SECR ETA R IO GEN ERA L AD M INISTRATIVO
Ing. Gerardo Ferrando Bravo
DIRECTO R FACU LTAD DE FILOSOFIA Y LETRAS
Dr. Abelardo Villegas
CENTRO DE ESTU D IO S LATIN OAM ERICAN OS
Dr. Leopoldo Zea.
CO O RDINADOR DE H U M ANIDADES
Dr. Leonel Pereznieto Castro
CENTRO DE ESTU D IO S SO BRE LA U N IVERSID AD
Lic. Elena Jeannetti Dávila
UNION DE U N IVER SID A D ES DE AM ER ICA LATINA
Dr. Efrén C. del Pozo.

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