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Entra en un nuevo mundo de placer, con esta serie de cuatro relatos eróticos,
firmados por la grandiosa Mimmi Kass y acompañados por fotografías originales
de la Colección Aniversario de LELO. Cuatro historias para conmemorar
nuestros quince años de existencia; cuatro episodios en los que viajarás hacia el
deleite; a las entrañas de un castillo, que representa el muro que oculta nuestras
fantasías y que nos impide ver la senda de una erótica distinta, genuina, libre.
Pero también la fortaleza en la que guardamos nuestra privacidad, nuestros
deseos, nuestra capacidad de sentir el sexo de muchos otros modos, diferentes a
lo que nos han contado. Entra en el castillo, cruza el puente levadizo.
Sigue leyendo…
Salió por la puerta de Place hacia el puerto viejo. Ya notaba los pies cansados y
su estómago rugía de hambre, pero el mar dálmata no era algo que pudiese
ignorar. Las pequeñas embarcaciones tradicionales no cedían terreno a las
lanchas y yates más lujosos. Sabía que Drago tenía una embarcación atracada
allí, pero no sabía cuál.
Drago.
Dragomir Horvat.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera, aún faltaban dos horas. Ponderó si volver al
viejo castillo ya, pero quería visitar la playa de Banje y estaba muy cerca.
Se durmió.
Ay.
Mientras ascendía por la cuesta hacia el castillo, se dio cuenta de que no solo se
había quemado la espalda. También tenía las nalgas al rojo vivo y acabó por
descender de la bicicleta y empujarla. A Drago no le gustaba que le hicieran
esperar.
—Llegas tarde —Una voz profunda, con un acento marcado que hacía vibrar el
centro más candente de su cuerpo habló desde la oscuridad del salón.
—El tiempo es el que es —María quería hacerlo hablar más para que delatase su
posición—. Una hora son sesenta minutos. Un minuto son sesenta segundos, son
medidas fijas.
—¿De verdad crees que un minuto o un segundo es exactamente lo mismo en
cualquier ocasión?
—No te veo. Voy a abrir una ventana —advirtió. No esperó su respuesta. Empujó
las puertas batientes y un haz de luz la cegó por unos segundos.
La observaba desde la mesa con aquellos ojos negros de tiburón y María sintió en
la piel la intensidad de aquella mirada. Frente a él, reposaba un maletín de
aspecto clásico y elegante. De cuero negro.
—¿Has comido?
—No. —En cuanto escuchó la pregunta se dio cuenta de que estaba muerta de
hambre—. Me quedé dormida en la playa.
Aquel tono perentorio generó en ella las ganas de hacer exactamente lo contrario,
pero sabía que él esperaba la rebelión y se sentó.
El salón era sobrio, casi adusto. Piedra, madera y hierro forjado. Aroma a cuero y
a siglos. Un gobelino con una escena de campo presidía la pared mayor. ¿El
castillo sería propiedad de Drago?
«Si aceptas mi invitación, tendrás que aceptar también las reglas que vienen con
ella».
Ella había asentido. Jamás pensó que recibiría una Moleskine de tamaño pequeño
con instrucciones precisas sobre su comportamiento. Conocía las inclinaciones de
Drago, las había intuido en el sexo y él las había explicado con naturalidad,
cuando la curiosidad pudo más que el morbo y se lo preguntó de manera directa.
Además tenía razón. Pese a su cuerpo adictivo y la manera intoxicante con la que
follaba, Dragomir era todo lo que necesitaba una sapiosexual. Humor ácido, a
veces negro. Una inteligencia sublime. Arrogante, pero certero. Una mente
privilegiada, era verdad.
Una vitrina de cristal guardaba unas armas de hierro forjado de aspecto medieval
junto a una armadura negra llamaron su atención. Tiró del pomo dorado para
verlas más de cerca, pero estaba cerrado. Aburrida por la espera, sin reloj que la
orientara, y con hambre, volvió a la mesa. Sobre ella reposaba aquella maleta
negra.
¿Qué habría dentro? Consciente de que esa misma pregunta había llevado a
muchos al cadalso, se sentó en la silla de Dragomir.
Frotó las yemas de los dedos contra las palmas. ¿Se enteraría si echaba un
vistazo? Se mordió el labio inferior y lanzó una mirada circular. Se escuchaba el
trajinar de platos en la cocina, aún tenía un par de minutos.
Estudió durante unos segundos la
posición de la tarjeta y la quitó. También memorizó la posición exacta de los
tiradores de las cremalleras que la cerraban. Hasta se fijó en las vetas de la
madera para dejarla exactamente en la misma posición.
Tenía treinta y dos años, pero se sentía como si tuviera doce, a punto de robar
una golosina deliciosa.
Abrió la cremallera con sumo cuidado mientras su corazón se desbocaba, preso
de la expectación. La adrenalina cosquilleaba en su lengua, la ansiedad por abrir
el maletín se disparó. Se relamió al levantar la tapa…
—¡Maldito cabrón!
—¿No sabes que la curiosidad mató al gato? No tenías que ver el interior de la
maleta.
—No había nada en ella, Señor. Así que, en realidad, he visto nada.
Y alzó la vista y sonrió, provocadora. Sabía que se aprovechaba de su
desconocimiento de aquellas sutilezas del español.
Aquellos eran sus dominios. Sus aposentos, como él los llamaba. Llevaba allí
cinco días y, aunque habían tenido sexo en los rincones más inverosímiles del
castillete, todavía no había entrado en su habitación.
—En cierto modo. Voy a enseñarte sobre la relatividad del placer y el dolor. Y en
ello también va involucrado el tiempo.
—Buen intento —le murmuró, con una sonrisa que dejaba entrever admiración
—. Pero no nos distraigamos de la lección de hoy.
—Puedes entrar aquí siempre que quieras —dijo Drago, cuando vio su
embelesamiento al tocar los libros. Deslizó el índice por los lomos hasta dar con
un tomo en concreto. Buscó una página en concreto y leyó—: «Solamente a
través del dolor puede alcanzarse el placer» —Alzó los ojos, esperando.
—Marqués de Sade.
—Banje.
Él dejó que una sonrisa tenue se deslizara en sus labios severos y bajó la guardia.
Retuvo la respiración cuando sus dedos comenzaron a desabotonar el vestido
veraniego.
Cerró los ojos. Los labios masculinos se posaron en su hombro. María sabía que
aquella suavidad presagiaba que después se desataría la tormenta. Cuando dibujó
la línea de su hombro ya desnudo con la lengua y remató la caricia con un beso
en lo alto del cuello, su cabeza se ladeó sin control.
—Sabes a sal. Y el sol te ha quemado la piel —Abrió los ojos al ver que se
alejaba de ella y buscó los objetos sobre la mesa. Un escalofrío la recorrió al ver
que cogía uno de ellos entre las manos. Temor. Excitación. A veces eran lo
mismo.
Suspiró con cierto alivio al ver que llevaba el plumero en la mano izquierda. La
derecha, la mantenía en el bolsillo en una postura displicente.
El vestido pendía de sus caderas, sus pechos se alzaban con el ritmo agitado de su
respiración. Dragomir describía círculos en torno a su figura, de pie y desvalida.
Un tiburón que rodea y estudia su presa. Se cubrió con los antebrazos para
fortalecer sus defensas.
—¿Desnuda?
Sus dedos se detuvieron sobre las plumas y las acarició. Untuosas, delicadas.
—Me molesta. Estoy quemada —protestó. Abandonó el plumero y dejó caer las
manos a ambos lados de sus caderas. Incapaz de mantenerlas quietas, tironeó del
vestido para que cayese al suelo y sonrió. La determinación de Dragomir
flaqueaba.
—No soy capaz. Sabes que no puedo mantener las manos lejos de ti —dijo con
voz mimosa. Era una confesión estudiada, que buscaba aplacarlo. Lo miró a los
ojos, entornó levemente los suyos… y encerró con avidez el dedo que
incursionaba en su interior. Un suave gemido, un pequeño ladeo de su cara, una
sutil sonrisa entre el desafío y el placer, entre la relatividad de quién domina y
quién es dominado.
—Fóllame, Dragomir.
—Fóllame, por favor —jadeó. Las plumas se agitaron sobre el vello que cubría
su monte de Venus y abrió las rodillas para exponer la carnada.
—¡Drago! —gritó.
El fustazo sobre su sexo hizo que las contracciones involuntarias se cebaran con
su interior.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegué? Siempre tomas el café a las
cuatro. No puede ser.
Él solo sonrió.
El sol de la mañana en aquella región tenía una cualidad que no había apreciado
en ninguna parte del mundo. Y había viajado mucho. Era una claridad intensa
que hacía daño a los ojos y portaba en sus rayos el aroma a la tierra seca y al
sabor del mar. Una brisa fresca aleteó los visillos de gasa, dibujando formas
juguetonas sobre ellos. Las persiguió con la punta de los dedos sobre el pecho
Dragomir, que dormía a su lado. Se acercó más a él, con cuidado, y se amoldó a
su cuerpo con suavidad.
La abrazó por los hombros y apartó el pelo desordenado que cubría su rostro.
María sonrió, al saberlo atrapado en sus redes, y cerró los ojos para recibirlo en
los labios entreabiertos.
—Vamos. Hoy tenemos mucho que hacer. Quiero llevarte a Makarska, la playa
te encantará.
Y se levantó con aquella determinación enérgica que la agotaba. Ella tragó saliva
en un intento baldío de calmar su desazón. Otro día más que se quedaba con las
ganas.
***
Ella estaba bastante cabreada. Aún así, logró disfrutar del viaje de ciento
cincuenta kilómetros que bordeaba la rivera dálmata. El Adriático refulgía entre
rocas y arena dorada, y el verde de los pinos. El aroma de la resina caliente se
fundía con el mar, el pescado frito, el humo de los tubos de escape de los coches
desfasados y el tabaco oriental que, muy de vez en cuando, se permitía fumar
Dragomir.
Soltó un jadeo seguido de una risita ante el recuerdo del peso de su cuerpo, y
Dragomir alzó las cejas con curiosidad, pero no preguntó nada. Ella tampoco dijo
nada y volvió a beberse el paisaje marítimo desde la ventana del coche.
—¿Pretendes agotarme? —rio María al subir hasta el mirador del islote, mientras
trotaba tras la zancada de las largas piernas de su mentor.
Sonrió, con aquella sonrisa que tan solo se esbozaba en sus labios, revestida de
una perversidad que solo una mente privilegiada como la suya podía poseer.
Y ella lo supo. Supo que la hacía esperar. Que la frustraba a propósito. Que
jugaba con ella. Bajó la mirada, en un recato fingido, para esconder el gesto de
triunfo. Ya se vería quién resultaba ganador…
***
—Mucha guía turística y no sabes la historia del país que te recibe. Muy bonito
—gruñó Dragomir—. Ven. Te daré algo para leer.
Abrió una puerta pesada con el barniz aún nuevo y reforzada con hierro forjado.
Una bocanada de aire frío con olor a tierra mojada y humedad, a vegetales en
descomposición y a herrumbre, la pilló desprevenida. Se frotó los brazos al sentir
que su piel se erizaba y, de manera instintiva, se acercó a Dragomir. Trastabilló y
soltó una imprecación, el suelo era muy irregular y estaba lleno de cascotes de
piedra.
—Tengo que mandar limpiar esta zona, está muy deteriorada. Debimos entrar
desde fuera —murmuró él, sosteniéndola del brazo—. No hay luz y es peligroso.
Ven.
—¿Es un calabozo?
—Sí, es la mazmorra del castillo. No hace tanto que sirvió para designios bélicos,
en la guerra, se usaron…como cuartel general.
Dragomir permitió que deambulara abriendo ejemplares aquí y allá, hasta que
puso un libro sobre la mesa en el centro de la estancia, uno no muy grande y en
inglés, con el título de Croatia: A nation forged in war.
Se sentó de mala gana. Odiaba aquel tono, que era el que utilizaba cuando la
pillaba en el laboratorio riendo con alguna compañera o con el móvil entre los
dedos. La hacía sentir como si tuviera doce años.
Él se acomodó en una butaca en el
rincón más apartado de la biblioteca. Se calzó las gafas tecnológicas sin montura
y se sumergió en la valoración de unos artículos, que debían pasar el visto bueno
para su publicación en una revista científica.
—Estudia.
Suspiró.
***
La condujo fuera de la biblioteca. Justo enfrente, una de las celdas, más amplia y
de techo alto, apareció antes ellos iluminada tenuemente por el fulgor que salía
de la otra habitación. De una viga gruesa de madera colgaba una cadena con un
aro de acero.
María tuvo que ponerse de puntillas para rozarla con los dedos, y él la ajustó.
Probó de nuevo. Ahora los codos podían flexionarse un poco y se sostuvo del aro
con comodidad.
—No es necesario —desafió ella, y permaneció de pie con las palmas apoyadas
en los muslos.
—¿Puedo verlo?
Dragomir se acercó a ella y dejó caer las múltiples colas de ante sobre uno de sus
hombros. Las tiras eran suaves, pesadas, y se derramaron sobre sus pechos en una
caricia inesperada. El ante estaba frío y sus pezones se contrajeron en un nudo de
dolor. Se sostuvo de la argolla y cerró los ojos.
—Drago, por favor —suplicó, cuando las tiras continuaron besando su piel, en
oleadas de intensidad cambiante. A veces eran una caricia de seda. Otras, la
picadura de mil abejas. Cerró los ojos para absorber las sensaciones, incapaz de
concentrarse en la disertación. El placer y el dolor se acumulaban tras unas
compuertas imaginarias que no sabía cómo abrir.
—… la guerra es la caída al abismo. Yo pude tan solo rozarlo con los dedos…
María abrió los ojos y se revolvió, aferrada a la argolla, su tabla de salvación. Los
azotes continuaban. Quería que parase. Quería que siguiese. Volvió a
desconectarse del discurso porque sus sentidos se habían agudizado y parecía
percibir todo con mayor nitidez: el relieve de la piedra cubierta de un musgo fino
y verdoso, las pequeñas arrugas en torno a los ojos de Dragomir, el suelo de
tierra apisonada que cosquilleaba la planta de sus pies descalzos. Y no se dio
cuenta de que los azotes, de pronto, habían cesado. Necesitaba ese orgasmo, pero
cuando creía que iba a alcanzarlo, Dragomir ralentizaba la sesión.
—¿Por qué prestas atención a lo que no
debes?
Drago apagó el vibrador por fin y lo retiró con delicadeza. Sus dedos se habían
acalambrado en torno a la argolla de acero y él los abrió con suavidad. La
despojó del antifaz y la abrazó desde atrás. María dejó caer la cabeza, con el
cuello inerte, sobre su hombro.
—No hay placer sin dolor —susurró María mientras se dejaba caer en sus brazos
y él la llevaba de vuelta a las habitaciones del castillo.
Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.
Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:
Sigue leyendo…
Cada vez que Dragomir se ausentaba del castillo, María aprovechaba para
recorrer cada rincón de piedra y descubrir sus secretos. Desde la zona
rehabilitada para su uso, que encerraba tesoros en los lugares más inesperados —
una fuente de piedra en lugar de la tina de un lavabo, una lámpara de hierro
forjado que, en lugar de velas, iluminaba con unos modernos leds—, hasta el área
en la que se habían iniciado los trabajos de restauración.
Tenía una labor titánica por delante. Y María estaba feliz por haber sido parte del
cambio.
Lo cierto era que Dragomir compartía con ella cada vez más parcelas de su
intimidad. Ya no restringía sus idas y venidas ni coartaba su libertad a la hora de
comer, vestirse o incluso buscar sexo con él. Llevaba tres semanas junto a su
mentor, y jamás pensó que unas vacaciones que se prometían formativas tendrían
todo tipo de aprendizaje salvo la neurociencia.
Entró al sótano apenas iluminado por unas ventanas estrechas en el que estaba la
cocina y sonrió a la mujer que siempre la gobernaba.
María sonrió ante el alegato airado de la mujer, que cuidaba de Dragomir como si
fuera una abuela consentidora. Se dirigió al salón, pero estaba vacío. Él no estaba
allí. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Antonija tenía razón, eran pasadas las
cinco. Se había retraso en su tarea, y no tenía demasiadas, más de una hora. Sabía
que Dragomir la disciplinaría de algún modo por aquella tardanza. Sonrió. No
podía desearlo más.
Aferró la bandeja con ambas manos y subió por la estrecha escalera de caracol
que accedía a su alcoba. La puerta estaba entornada y el silencio, normalmente
ocupado por música clásica o alguna aria, llenaba todo el torreón. Un murmullo
repetitivo, que ululaba en una lengua desconocida y que no era croata, llamó su
atención. Empujó tan solo unos centímetros la puerta, lo justo para mirar en el
interior de la habitación.
Dragomir estaba arrodillado sobre una
alfombrilla de color tostado que destacaba sobre la piedra. Con los ojos cerrados,
se inclinó hasta que su frente tocó el suelo y seguía murmurando, como en trance,
aquella letanía. Se sentó sobre sus rodillas antes de ponerse de pie.
María tardó aún unos minutos en darse cuenta de que estaba rezando.
Lo observó tras la puerta entreabierta, inmóvil con la bandeja entre las manos,
que ya comenzaba a embotarle los músculos de los brazos. Dragomir volvió a
inclinarse al menos cuatro veces más, antes de quedar sentado sobre sus talones y
mirar primero a la derecha y después a la izquierda. Se incorporó y caminó hacia
la ventana por donde entraba a raudales el sol de la tarde.
—No quería interrumpirte —dijo María, algo cohibida, cuando por fin decidió
entrar a la habitación. Las cejas negras e hirsutas de Dragomir se irguieron con
sorpresa y una sonrisa tenue se deslizó de sus labios—. Ha sido precioso.
—Parecías estar meditando —Sirvió el café y le llevó la taza junto a una pequeña
servilleta de tela. Él agradeció el gesto con un beso breve en sus labios—. ¿O
estabas rezando?
Dragomir se sentó en el alféizar de la ventana con la taza de café entre las manos.
María se fijó en lo juvenil de su postura y en aquellos pies descalzos sobre la
piedra. Nunca había pensado en que fuesen una parte atractiva del cuerpo
masculino, hasta que estuvo postrada ante los de él. Sonrió. Besar sus empeines
como signo de devoción y sumisión había marcado un antes y un después entre
ellos.
La contemplaba con curiosidad, se diría que quería conocer aquella faceta tan
íntima de ella. María meditó por unos minutos su respuesta mientras se
acomodaba junto a él en la ventana. Se asomó, agarrada a su brazo, la caída sería
considerable.
—Me considero musulmán porque fue la religión en la que fui criado. Mi madre
era bosnia musulmana, bastante devota. Mi padre, croata y católico mediocre —
la señaló a ella—, como tú. El salat me aporta paz y quietud. Momentos de
recogimiento.
—Parece mentira que, con el animal sexual que eres, le des tanta importancia a lo
espiritual.
—Ah, pero no hay carne sin espíritu —dijo Dragomir con una sonrisa perversa.
María se estremeció con la expectación de saber que había apretado un botón de
ignición en su mente privilegiada—. Y eso ocurre en todas las religiones.
—¿Seguro? —insistió Dragomir. Al ver que ella no añadía nada más, se acercó
hasta la pequeña biblioteca de su habitación y deslizó el índice por los lomos
hasta dar con un tomo de tapas duras, con una encuadernación en cuero rojizo
delineado en oro.
—¿Me vas a hacer estudiar? —protestó María. Puso los ojos en blanco. Hacía
poco que había acabado por fin el libro sobre la guerra de Croacia.
—No. Vamos a cultivar tu lado espiritual. Ven conmigo.
Salieron del castillo. El sol de la tarde picaba aún con fuerza en la piel. La tierra
seca de color ocre emitía un resplandor que desdibujaba el paisaje como si fuera
un espejismo y crujía bajo sus pies. Descendieron por un camino lateral hacia una
pequeña capilla de piedra.
Dragomir asintió. Abrió la puerta con una pesada llave de bronce y la dejó entrar
primero. María caminó hasta el centro de la pequeña iglesia vacía. No tenía
bancos, ni imágenes, ni flores. Una cruz rústica de cantería, con los bordes
desgastados por el paso del tiempo, se alzaba solitaria en el ábside. A sus pies, un
altar también de piedra recibía estratégicamente el haz de luz que entraba por la
ventana.
—Desnúdate, slatka djevojka.
—No significa nada para ti, ¿no es así? —dijo él con una sonrisa perversa—.
Desnúdate para mí.
María se descalzó y avanzó unos pasos. Fue en ese momento cuando advirtió que
la maleta de cuero negro, que siempre los acompañaba en sus sesiones, reposaba
junto a los pilares del altar. Se relamió. Dragomir la abrió sobre el altar y la sola
visión del cuero negro, junto con el chasquido de la cremallera al abrirse,
hicieron que su sexo se tensara. El silencio sacro del lugar la hizo estremecerse
mientras de desprendía del vestidito de verano y lo dejaba caer, intimidada
porque los convencionalismos de su educación todavía la restringían. María se
detuvo un momento para que él admirase el conjunto de encaje blanco que
llevaba, pero Dragomir parecía buscar algo en el libro y no le prestaba ninguna
atención.
Abandonó las bragas y el sujetador
sobre el vestido y avanzó un poco más. Siempre que ella estaba desnuda y él
completamente vestido sentía una extraña vulnerabilidad. Un punto de
humillación que la excitaba sobremanera. Le otorgaba a su mentor un peldaño
más en la dominación de su cuerpo y de su mente. Y ella ya se había rendido a
aquella superioridad.
Aunque eso no quería decir que dejase de provocarlo. Subió, con un contoneo de
sus caderas, los cuatro peldaños que los separaban y, con el índice apoyado en el
libro, lo bajó hasta descubrir los ojos negros de Dragomir. Él se apoyaba en el
altar con las piernas abiertas y se hizo un hueco entre sus muslos. Se estrechó
contra él, de manera que el libro quedó apretado por sus pechos contra el torso
masculino.
—No nos distraigamos de la lección. Lee aquí —Dispuso del libro de tal manera
que tuvo que inclinarse sobre el altar de piedra para alcanzarlo.
—Es El éxtasis de Santa Teresa. Quiero que leas desde aquí —Su dedo marcó la
primera línea de un párrafo—. Pero empezarás cuando yo te lo indique.
María aprovechó para leer la página inmediatamente anterior y sonrió. La
religiosa advertía que iba a describir uno de sus trances, y se disculpaba por
escribir con tanto detalle, pero prefería hacerlo así al no tener ninguna indicación.
Cuando ya llegaba al párrafo en cuestión, que se ponía de lo más interesante, se
recostó sobre los codos sin importar que sus pechos rozaran la piedra fría. Casi se
agradecía después del calor del exterior.
Dragomir sostenía entre las manos una paleta de cuero. Reconoció al instante ese
pomo labrado en plateado de aquella maleta infernal, que terminaría por hacerle
perder la cordura.
—Ya sabes que no me gusta que me hagan esperar. ¿O es que has olvidado la
lección de la relatividad del tiempo? —preguntó, con aquella sonrisa que
humedecía su sexo. Ella apretó los labios y negó con la cabeza. ¿Cómo olvidarla?
—«[…] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía
tener un poco de fuego». Vaya con Santa Teresa —barbotó María, al visualizar al
ángel descrito no con una lanza, sino con una poderosa erección—. ¡Joder! —
gritó de nuevo, cuando Dragomir aplicó un nuevo correctivo.
—¿Qué es?
—Son unas bolas tailandesas. Anales —aclaró al ver que ella no se deshacía de
su gesto extrañado—. Un límite que derribaremos hoy.
María apretó las nalgas en un gesto inconsciente. Aún le ardían por el tratamiento
anterior, pero Dragomir sabía lo que hacía y siempre tuvo curiosidad por explorar
aquel orificio prohibido. Él la miraba a los ojos, esperando su consentimiento.
María asintió.
—Lee, entonces.
—«Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener
un poco de fuego». —Dragomir extendía con delicadeza la humedad sobre su
ano y una corriente rabiosa de placer recorrió su cuerpo, y tensó su sexo hasta el
punto del dolor—. «Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me
llegaba a las entrañas». —Notó cómo introducía la primera bola, pequeña y dura,
pero no por el corazón, no. Su culo comenzaba a tragar las esferas. Y lo hacía con
ansia. Con hambre. Con gula. Arqueó la espalda y gimió.
—Sigue leyendo.
—«Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos» —gimió de
nuevo al sentir otra vez las esferas, esta vez hasta un diámetro mayor,
introducirse en su interior—, «y tan excesiva la suavidad que me pone este
grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con
menos que Dios».
Frotó los muslos uno contra otro, empapados en lubricante y su propia humedad.
La necesidad por tener un orgasmo hizo crecer un sentimiento de rencor. Su ano
palpitaba. Su sexo vibraba con contracciones involuntarias. Tenía la piel perlada
por el sudor.
—Quítame las bolas, Drago —murmuró, con los labios trémulos. Dejó caer el
rostro sobre el libro abierto—. No puedo esperar. ¡Fóllame!
—No.
—¿No?
—No, María. A mí tampoco me gusta que me hagan esperar —Rodeó el altar y
se situó frente a ella—. Tienes que aprender que toda desobediencia tendrá
consecuencias tarde o temprano, cuando menos te lo esperes y en el lugar menos
pensado.
Con un tirón, recuperó el libro de bajo uno de sus antebrazos y lo cerró con un
golpe seco. También cerró la maleta, metiendo en ella la paleta de cuero.
Respiró hondo, cerró los ojos y tiró de la bola plateada entre sus glúteos. Gimió
cuando su ano se dilató para dejar salir la primera esfera, de un tamaño
considerable. Los pezones le molestaban con el roce del vestido y su coño, tenso,
palpitó de nuevo.
Ya se ducharía después.
Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.
Ya puedes leer la última parte aquí: El Castillo. Parte 4: Vatra – Relato erótico
Todo lo bueno termina, pero no todo lo bueno termina con tanta exquisitez como
esta increíble serie de relatos BDSM de Mimmi Kass.
Disfruta leyendo…
Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:
―Un club. Vamos, arréglate. Nos vemos en media hora en el salón ―se acercó a
ella y tomó su barbilla entre los dedos. María se derritió ante el gesto de
ternura―. No tardes.
Se duchó con cierto fastidio. Al salir, se dio cuenta de que había consumido la
mitad del tiempo que tenía y su enojo aumentó. ¿Media hora para arreglarse? Lo
había hecho a propósito, sabía que era imposible, así que se dedicó a disfrutar su
ritual de belleza, alisando su larga melena castaña y mimando su piel.
―¿Te gusta? ―María se dio la vuelta lentamente sobre los zapatos de tacón. Sus
movimientos se hicieron más sinuosos. Lánguidos. Ladeó el cuello y su gloriosa
melena barrió su espalda en un ondular hipnotizante. Dragomir carraspeó.
María dibujó una sonrisa traviesa en sus labios y caminó hacia él. Con los
estiletos, sus ojos quedaban casi a la misma altura. Deslizó las manos por la
camisa blanca, impecable, y rodeó su cuello.
María obedeció. Drago posó la mano sobre su abdomen y ella se tensó en alerta.
La mano se deslizó justo sobre la línea del encaje, y jugueteó sobre su piel sin
tocar entre sus piernas.
María tragó saliva y alzó la mirada con dificultad. Dragomir sostenía entre los
dedos un finísimo cordón negro del que pendían dos bolas idénticas de metal.
Reconoció el grabado arabesco que definía todos los objetos de placer de la
maleta y sonrió.
—No es necesario —dijo María, al notar como sus bragas estaban ya empapadas
en su esencia.
Acogió en su boca las dos bolas con maestría y Dragomir las retiró recubiertas en
su saliva.
—Muy bien, mi pequeña niña. Ahora, abre las piernas un poco más.
La mano cálida y experta se internó bajo el encaje de sus bragas y María cerró los
ojos en éxtasis. Se dejó caer hacia atrás, colgando del cuello de Dragomir,
mientras él la masturbaba con pericia.
—Estás perfecta, María —susurró. Notó cómo separaba sus pliegues con
delicadeza y, con la otra mano, insinuó la primera esfera, pesada y dura, en su
entrada.
—Uhm. Necesito más —rogó ella. De su cuerpo caliente emanaba aquel aroma
que volvía loco a Drago… María contoneó sus caderas para profundizar la
penetración, pero él no se apresuró. Jugaba con las bolas describiendo círculos,
una ya dentro de su sexo y la otra por fuera, sumiéndola en un estado febril de
desesperación.
—No me hagas esperar —pidió de nuevo.
—Parece mentira que todavía te pille por sorpresa —dijo él con una expresión
traviesa en el rostro—. Yo estoy listo, así que me voy.
—Sí, señor —dijo con la cabeza algo gacha. Reconocía una derrota cuando la
sentía en carne viva.
Drago le dio un beso casto sobre la frente. Ella contuvo las ganas de abofetearlo.
Permaneció quieta hasta que traspasó el umbral de la puerta.
—¡Oh, una cosa más! —Se volvió en el último momento. El marco de la puerta
encuadraba una imagen de pura lujuria y brillantez—. Tienes prohibido quitarte
las bolas. Yo mismo te las quitaré en el Vatra.
—¿Vatra? —dijo María con dificultad. Sus labios aún estaban hinchados.
*****
El viaje en taxi fue de unos veinte minutos desde el castillo. Serpenteó entre los
grupos de turistas que reían y hablaban a gritos, y la animación de los comercios
aún abiertos pese a que eran más de las diez de la noche.
Y entonces lo vio.
—Volim te, slatka djevojka —murmuró Dragomir sobre sus labios, y la besó con
agresividad, sin importarle las miradas indiscretas, el murmullo escandalizado y
las sonrisas condescendientes que arrancó del resto del comedor.
María caminó tras él con las piernas temblorosas y el sexo rugiendo de hambre.
—No tiene ninguna importancia. Solo expresaba mi admiración por lo bella que
estás esta noche —respondió él, sin mirarla a los ojos, ocupado en extender la
servilleta de algodón egipcio sobre su regazo.
Ella no insistió.
Por supuesto, Dragomir ya había pedido la comida. Las ostras estaban soberbias
y María disfrutó con las manos de aquellos golpes de mar en su boca, siguió
después un pescado con hierbas cuyo nombre se le hizo ininteligible, pero comió
poco. Jugueteó después con la copa de frutos rojos, incapaz de seguir la
conversación por más tiempo. Necesitaba quitarse las bolas. Y necesitaba un
buen polvo. Ya.
Sonrió, halagada. Dragomir era muy parco en elogios, tanto en el quirófano como
en el laboratorio… como en la cama.
—Te escucho.
—El Vatra tiene una zona reservada. Es accesible a unos pocos privilegiados. En
ella, se desarrollan las más diversas actividades —comenzó Dragomir con
precaución, bajando el tono de voz—. Esta noche, por ejemplo, hay una fiesta
especial.
—Una fiesta donde no hay límites. Puedes ir desnudo o vestido. Puedes tan solo
tomar una copa o participar en una orgía. Puedes observar y ser observado o
puedes ser protagonista.
—Ya lo verás.
—¿Tengo alternativa?
Drago asintió.
—Vamos ya.
Dragomir hizo una señal al camarero que los atendía, que asintió y los condujo a
una puerta disimulada tras la barra del bar. Caminó con ellos un pasillo en el que,
cada pocos metros, había una antorcha que iluminaba su recorrido con fuego.
Fuego real.
El mozo los dejó frente a una puerta negra de cuero. María deslizó los dedos
sobre el tapizado decadente de capitoné. Dragomir la retuvo del brazo cuando iba
a entrar, decidida a entregarse a su suerte.
—Eso aún no lo sabes —replicó él, con una sonrisa que era una invitación.
Entraron del brazo. Una música envolvente y sensual, que mezclaba jazz con
sonidos electrónicos, los acompañó al centro del salón. El aroma punzante del
sexo se mezclaba con el de unos inciensos repartidos estratégicamente por la
estancia. Puertas cerradas y entreabiertas, también vestidas de capitoné, invitaban
a descubrir secretos. Sofás y butacas acogían en sus asientos a parejas tríos o
grupos, repartidos en torno a una larga mesa central.
—¿Por qué los hombres están vestidos y las mujeres desnudas o en lencería?
—No es así en todos los casos. Mira allí —dijo Dragomir, y señaló con disimulo
a una mujer, ataviada en látex, recibiendo vino en una copa que servía un hombre
desnudo por completo si no fuera por un llamativo collar—. Aunque es cierto
que, en este caso, el número de dominantes masculinos es mayor. Vamos a
pasear un poco.
María se olvidó de que estaba semidesnuda. Nadie les prestaba atención. Las
parejas conversaban con tranquilidad, bebían y reían o se entregaban al frenesí en
cada rincón. Dos mujeres se besaban con suavidad en los labios al tiempo que sus
dedos replicaban exactamente los movimientos de la otra sobre los pezones en
una caricia sensual y María se detuvo frente a ellas. Una de las mujeres la miró,
invitadora, y lanzó una pregunta al aire que no entendió.
—¡No!, no —se apresuró ella en contestar. ¿Por qué? ¿Por qué había dicho que
no, si en sus pechos creía sentir los dedos de aquellas dos mujeres como si fuera
real? ¿Si su sexo palpitaba en placer hasta el punto del dolor?
Siguió caminando junto a Drago, aferrada a su brazo, bebiéndose con los ojos
todo aquel desenfreno, todo aquel deleite. Se detuvo de nuevo, embelesada, ante
dos hombres que, con toda naturalidad, pasaron de brindar con una mujer con
estilizadas copas de champán, a despojarla de la lencería que llevaba, tumbarla
sobre una plataforma mullida y adorarla con sus bocas, sus manos, cuerpos, hasta
estrecharla entre ambos y penetrarla. Uno por delante. El otro por detrás. María
no podía dejar de mirarlos. Anhelaba ser aquella mujer, verse venerada de ese
modo, complacida por dos hombres.
María asintió y se acomodó sobre el sofá. Solo tuvo que declinar una oferta
educada de compañía, cuando él ya había vuelto. María dio un respingo al ver la
maleta de cuero negro en manos de Dragomir.
—Ya lo verás.
Se sentó junto a ella y la reclamó sobre su regazo. María se sentó en sus piernas,
pero estaba tensa, nerviosa, aunque el dolor por la necesidad de sentirlo dentro
delataba su excitación.
—Relájate, tócame. Haz lo que quieras —susurró Drago en su cuello—. Olvídate
del resto, solo importamos tú y yo. Dame un último recuerdo para coronar estas
semanas contigo. No las olvidaré jamás.
La pasión de sus palabras acabó por derribar sus defensas. Descifró la confesión
velada en sus ojos, «Volim te, slatka djevojka». ¿Podía existir entre ellos algo
parecido al amor?
Encerró su rostro entre las manos y besó sus ojos oscuros. Mordió el hoyuelo de
su mentón. Devoró sus labios hasta encender su cuerpo en una deflagración
súbita, que se delataba justo debajo de ella.
María tragó saliva. Por supuesto que quería eso. Pero de nuevo dijo que no. Cerró
los ojos, enojada consigo misma por su cobardía.
Sostuvo «el hacha» frente a sus ojos y María la estudió con curiosidad. En lugar
de una hoja afilada, tenía una paleta redondeada y aplanada de silicona negra y
satinada. En la mitad del mango que sostenía Dragomir, un resalte ribeteado en
plata llamó su atención. Y de pronto, el sonido de un zumbido vibrante le dio la
clave de lo que sostenía entre las manos.
—¿Qué vas a hacer con eso? —dijo con un destellos de temor, pese a la
excitación que sentía.
—Ya lo verás.
Primero deslizó las copas bajo los pechos. Sus pezones saltaron con insolencia
fuera de ellas, y María reprimió el impulso de cubrirse con las manos. Dragomir
lo advirtió.
—Alza los brazos y pon las manos sobre el respaldo.
María obedeció. Era más fácil si se ceñía a sus instrucciones. Una pareja se
acercó discretamente a ver lo que estaban haciendo y, por un segundo, centró su
atención en ella. Dragomir la llamó al orden de nuevo.
—Entendido.
Estuvieron así largo rato, hasta que María recuperó el resuello y su corazón
comenzó a latir a un ritmo normal.
—Muy bien —aceptó María. Se dio la vuelta y flexionó una rodilla sobre el sofá
para darle acceso. Cerró los ojos cuando primero los dedos y luego el juguete
anal, se sumergieron en su sexo para empaparse en su esencia—. Pero no quiero
que me ayudes a subir. Quiero que me esperes en la cabecera de la mesa, al final.
Drago asintió y deslizó el plug en su ano tenso y violáceo. María jadeó de nuevo,
deseando mucho más. Pero aquello podía esperar.
Dragomir sonrió.
*****
Tan metódico, tan disciplinado, tan pasional y ardiente. María sonrió con el
recuerdo de aquellas semanas. Tocó la anilla de acero de su cuello y pensó si, al
pasar la enorme maleta que llevaba de vuelta a España, sería escogida para un
registro. Sonrió al imaginar qué pensarían los agentes al ver las esposas, el látigo,
las fustas y los vibradores, y dejó escapar una risita divertida. No sabía cuándo
iban a volver a verse, pero no le faltaría entretenimiento
Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.