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El Castillo.

Parte 1: Puente levadizo – Relato


erótico
Mimmi Kass | diciembre 3, 2019
Categoría: BDSM, RELATOS ERÓTICOS

Entra en un nuevo mundo de placer, con esta serie de cuatro relatos eróticos,
firmados por la grandiosa Mimmi Kass y acompañados por fotografías originales
de la Colección Aniversario de LELO. Cuatro historias para conmemorar
nuestros quince años de existencia; cuatro episodios en los que viajarás hacia el
deleite; a las entrañas de un castillo, que representa el muro que oculta nuestras
fantasías y que nos impide ver la senda de una erótica distinta, genuina, libre.
Pero también la fortaleza en la que guardamos nuestra privacidad, nuestros
deseos, nuestra capacidad de sentir el sexo de muchos otros modos, diferentes a
lo que nos han contado. Entra en el castillo, cruza el puente levadizo.

Sigue leyendo…

Puente levadizo – Relato erótico

Dubrovnik la tenía hechizada. El contraste de las aguas turquesas del Adriático,


las callejuelas de piedra dorada y la mezcla ecléctica de sus gentes eran un elixir
para su mente estresada y su cuerpo agotado. Siguió la muralla que hacía de la
ciudad una fortaleza inexpugnable mientras intentaba convocar la fantasía de un
asedio o una batalla encarnizada, pero el paisaje era tan bello que solo evocaba
paz.

Salió por la puerta de Place hacia el puerto viejo. Ya notaba los pies cansados y
su estómago rugía de hambre, pero el mar dálmata no era algo que pudiese
ignorar. Las pequeñas embarcaciones tradicionales no cedían terreno a las
lanchas y yates más lujosos. Sabía que Drago tenía una embarcación atracada
allí, pero no sabía cuál.
Drago.

Dragomir Horvat.

María se rio sola al paladear el nombre de aquel enigma encerrado en el cuerpo


de un hombre. Alto, severo. Se estremeció al pensar en los ojos negros, casi
opacos, y en el rictus déspota de su boca. Imponía ataviado en la bata blanca,
imponía más que su título de Doctor en Neurociencias, pero menos que su
desnudo entre las sábanas.

«Te espero para comer en el salón principal a una. No tardes.»

Echó un vistazo a su reloj de pulsera, aún faltaban dos horas. Ponderó si volver al
viejo castillo ya, pero quería visitar la playa de Banje y estaba muy cerca.

Al llegar a la arena se descalzó. No duró demasiado. Era gruesa y se clavaba en


las plantas de los pies. Pese al dolor, disfrutó del placer de pasear por fin en la
playa y soltó un suspiro satisfecho cuando el agua cristalina lamió sus pies. No
había mucha gente, todos estarían comiendo. Un pescador de tez morena y
poblada de mil arrugas sostenía una caña con desidia. Quizá dormitaba. Extendió
su pareo y, tras solo unos segundos de titubeo, se quitó el vestido por encima de
la cabeza. Su conjunto de algodón negro bien podía pasar por un bikini, así que
se dio un baño y se tumbó a tomar el sol. Hundió los dedos en la tierra áspera.
Dejaba el laboratorio lejos, muy lejos. Los plazos. Las investigaciones en curso.
El sol del Mediterráneo daba solaz a su piel. El sonido de las olas rompiendo en
la playa la acunaron.

Se durmió.

Despertó dos horas después.

Ay.
Mientras ascendía por la cuesta hacia el castillo, se dio cuenta de que no solo se
había quemado la espalda. También tenía las nalgas al rojo vivo y acabó por
descender de la bicicleta y empujarla. A Drago no le gustaba que le hicieran
esperar.

Por otro lado, María se preguntó si un poco de resistencia no vendría bien a su


ego inflamado. Adoptar aquella dinámica de dominación y sumisión resultaba
muy interesante, pese a que ella desconocía todo lo relacionado con el estilo de
vida del BDSM. Pero aprendía rápido, y él mismo la había invitado a probar sus
límites. Lo que significaba que también tenía derecho a poner a prueba los de él.

—Llegas tarde —Una voz profunda, con un acento marcado que hacía vibrar el
centro más candente de su cuerpo habló desde la oscuridad del salón.

Las contraventanas permanecían cerradas y agradeció el frescor del edificio de


piedra.

—Lo siento muchísimo, Drago. La ciudad es maravillosa y me he entretenido en


el centro y después en el puerto —dijo María, mientras se acercaba a la mesa—.
El tiempo se me ha pasado volando.

—Sin embargo, a mí se me ha hecho eterno. El concepto de tiempo es relativo —


replicó él. Todavía no había descubierto dónde estaba.

—El tiempo es el que es —María quería hacerlo hablar más para que delatase su
posición—. Una hora son sesenta minutos. Un minuto son sesenta segundos, son
medidas fijas.
—¿De verdad crees que un minuto o un segundo es exactamente lo mismo en
cualquier ocasión?

María soltó un suspiro impaciente que buscaba provocarlo. Estaba sentado en la


cabecera de la mesa, en el rincón más oscuro del salón.

—No te veo. Voy a abrir una ventana —advirtió. No esperó su respuesta. Empujó
las puertas batientes y un haz de luz la cegó por unos segundos.

La observaba desde la mesa con aquellos ojos negros de tiburón y María sintió en
la piel la intensidad de aquella mirada. Frente a él, reposaba un maletín de
aspecto clásico y elegante. De cuero negro.

—¿Has comido?

—No. —En cuanto escuchó la pregunta se dio cuenta de que estaba muerta de
hambre—. Me quedé dormida en la playa.

El destello de una risa relampagueó en su rostro y se levantó. Era alto,


imponente, más bien. Recordaba que la primera vez que le arrancó la ropa se
sorprendió de ver la fortaleza de sus músculos y la envergadura de su espalda. La
altura le daba una esbeltez engañosa. Era un cuerpo de guerrero, no de científico.
Y, al menos en las lides del sexo, se batía como tal.

—Ordenaré que te traigan algo de comer. Siéntate.

Aquel tono perentorio generó en ella las ganas de hacer exactamente lo contrario,
pero sabía que él esperaba la rebelión y se sentó.

El salón era sobrio, casi adusto. Piedra, madera y hierro forjado. Aroma a cuero y
a siglos. Un gobelino con una escena de campo presidía la pared mayor. ¿El
castillo sería propiedad de Drago?

«Si aceptas mi invitación, tendrás que aceptar también las reglas que vienen con
ella».

Ella había asentido. Jamás pensó que recibiría una Moleskine de tamaño pequeño
con instrucciones precisas sobre su comportamiento. Conocía las inclinaciones de
Drago, las había intuido en el sexo y él las había explicado con naturalidad,
cuando la curiosidad pudo más que el morbo y se lo preguntó de manera directa.

«—Soy dominante. EL sexo contigo es maravilloso, pero llegará un momento en


que te pediré más. Y ese será el momento en que decidas.
—¿Decidir qué cosa? —Ahora lo pensaba y se reía de lo obtusa e ingenua que
había sido.

—Decidir si quieres someterte o acabarlo aquí. Con el buen recuerdo de dos


mentes privilegiadas que retan la una a la otra, sin más.»

¿Quién sería capaz de resistirse a semejante órdago?

Además tenía razón. Pese a su cuerpo adictivo y la manera intoxicante con la que
follaba, Dragomir era todo lo que necesitaba una sapiosexual. Humor ácido, a
veces negro. Una inteligencia sublime. Arrogante, pero certero. Una mente
privilegiada, era verdad.

El entrechocar de platos de la cocina se escuchaba, lejano. Se acercó al gobelino


tras la cabecera para estudiar su dibujo. La escena bucólica de una comida
campestre la hechizó por la profusión de detalles en el tejido. Resistió la
tentación de tocar los hilos de oro que se mezclaban con los hilos de colores
otorgándoles luz. La sobriedad de la sala era engañosa, todo se revestía de la
pátina de lo antiguo, de lo auténtico.

Una vitrina de cristal guardaba unas armas de hierro forjado de aspecto medieval
junto a una armadura negra llamaron su atención. Tiró del pomo dorado para
verlas más de cerca, pero estaba cerrado. Aburrida por la espera, sin reloj que la
orientara, y con hambre, volvió a la mesa. Sobre ella reposaba aquella maleta
negra.

Su presencia insistente la sacó de sus pensamientos. Deslizó un índice por la


costura bien acabado de un borde.

¿Qué habría dentro? Consciente de que esa misma pregunta había llevado a
muchos al cadalso, se sentó en la silla de Dragomir.

—Maldito croata… —masculló al ver la pequeña nota escrita de su mano


insertada en el hueco que dejaba el asa.

«Si la abres, lo sabré.»

Frotó las yemas de los dedos contra las palmas. ¿Se enteraría si echaba un
vistazo? Se mordió el labio inferior y lanzó una mirada circular. Se escuchaba el
trajinar de platos en la cocina, aún tenía un par de minutos.
Estudió durante unos segundos la
posición de la tarjeta y la quitó. También memorizó la posición exacta de los
tiradores de las cremalleras que la cerraban. Hasta se fijó en las vetas de la
madera para dejarla exactamente en la misma posición.

Tenía treinta y dos años, pero se sentía como si tuviera doce, a punto de robar
una golosina deliciosa.
Abrió la cremallera con sumo cuidado mientras su corazón se desbocaba, preso
de la expectación. La adrenalina cosquilleaba en su lengua, la ansiedad por abrir
el maletín se disparó. Se relamió al levantar la tapa…

—¡Maldito cabrón!

La maleta estaba vacía. El interior, de un suave terciopelo de color púrpura,


tachonado con presillas que sujetaban… ¿qué? ¿Qué sujetaban? ¿Una cubertería,
quizá? Bajó la tapa con cuidado, mascullando insultos contra toda la Dalmacia, y
se encontró de frente con los ojos de su anfitrión.

—¿Algo que vea que le guste, señorita? —preguntó, burlón.

El rubor inundó sus mejillas y titubeó. Empezaba a conocer lo que ocurría


cuando la trataba de usted y bajó la mirada.

—Lo siento, Señor.

—¿No sabes que la curiosidad mató al gato? No tenías que ver el interior de la
maleta.

—No había nada en ella, Señor. Así que, en realidad, he visto nada.
Y alzó la vista y sonrió, provocadora. Sabía que se aprovechaba de su
desconocimiento de aquellas sutilezas del español.

Él asintió con determinación. Terminó de cerrar el maletín y lo sostuvo en la


mano derecha. Con la izquierda, su mano dominante, hizo un gesto hacia la
escalera estrecha de caracol que subía hacia la torre. Hacia su habitación.
María negó con la cabeza, desconcertada.

—¿Vas a premiar mi desobediencia?

Aquellos eran sus dominios. Sus aposentos, como él los llamaba. Llevaba allí
cinco días y, aunque habían tenido sexo en los rincones más inverosímiles del
castillete, todavía no había entrado en su habitación.

—No. Voy a enseñarte algo sobre la relatividad —respondió él con paciencia.

—¿Sobre la relatividad del tiempo?

Dragomir alzó las cejas, aceptando su propuesta, y le tendió la mano.

—En cierto modo. Voy a enseñarte sobre la relatividad del placer y el dolor. Y en
ello también va involucrado el tiempo.

María se estremeció. Una corriente de excitación viajó hasta su sexo y su piel se


erizó. Identificó la traza de temor, que resultaba el aliciente perfecto para que sus
pezones se anudaran y su vientre se prendiera en llamas.
Tomó sus dedos con delicadeza y caminó junto a él. Altiva, fingió indiferencia
para no dejar ver su nerviosismo casi infantil. Pero la sonrisa ladeada de su boca
le decía que no lo engañaba y buscó, desesperada, otra estrategia. La escalera
hacía que subieran muy cerca, se volvió hacia él y lo acorraló. Sin piedad, llevó
la mano al bulto de su entrepierna, apoyó sus pechos en su torso. Su lengua buscó
la manera de abrir sus labios. Y sonrió con lascivia cuando él correspondió.

No tardó en tener su erección entre los dedos. Su piel caliente se perlaba en


sudor. Los jadeos sustituían ya la respiración pausada. Cometió el error de
apartarse para tomar aire y Dragomir la frenó cuando quiso volver al abrazo de
sus besos.

—Buen intento —le murmuró, con una sonrisa que dejaba entrever admiración
—. Pero no nos distraigamos de la lección de hoy.

—La relatividad —dijo María, con cierto enojo.


—La relatividad del placer y el dolor.

Abrió la pesada puerta de madera y entraron en la alcoba. Abandonó su enfado


por el cambio de marchas y estudio con interés la habitación. Sobria, casi
monacal. Una cama grande y antigua, con columnas de madera torneada, donde
debía haber un dosel que ya no existía. Una alfombra turca con motivos florales
muy sencillos, un escritorio con una silla, que era la única concesión a la
modernidad, y una biblioteca. Una maravillosa biblioteca.

—Puedes entrar aquí siempre que quieras —dijo Drago, cuando vio su
embelesamiento al tocar los libros. Deslizó el índice por los lomos hasta dar con
un tomo en concreto. Buscó una página en concreto y leyó—: «Solamente a
través del dolor puede alcanzarse el placer» —Alzó los ojos, esperando.

—Marqués de Sade.

—Três bien, mademoiselle!

María no contestó. Acababa de descubrir unos objetos, alineados con su precisión


de un neurocirujano, sobre la mesa de madera.

Unos grilletes de acero, que parecían de otra época.

Un plumero con mango de madera y el remate de una borla de plata en su


extremo.

Una fusta de cuero, con el mismo remate en plata.


—¿Vas a utilizar eso conmigo?

Él ignoró el tono tembloroso y suplicante que se había escapado de entre sus


labios.

—Elije palabra de seguridad.

El cambio en su tono de voz obró el sortilegio de una corriente de deseo. Tragó


saliva y entreabrió los labios para dejar escapar el aire. Se tomó un par de
segundos para ocultar su desazón.

—Banje.

Él dejó que una sonrisa tenue se deslizara en sus labios severos y bajó la guardia.
Retuvo la respiración cuando sus dedos comenzaron a desabotonar el vestido
veraniego.

—Has ido a la playa de Banje.

Cerró los ojos. Los labios masculinos se posaron en su hombro. María sabía que
aquella suavidad presagiaba que después se desataría la tormenta. Cuando dibujó
la línea de su hombro ya desnudo con la lengua y remató la caricia con un beso
en lo alto del cuello, su cabeza se ladeó sin control.

—Sabes a sal. Y el sol te ha quemado la piel —Abrió los ojos al ver que se
alejaba de ella y buscó los objetos sobre la mesa. Un escalofrío la recorrió al ver
que cogía uno de ellos entre las manos. Temor. Excitación. A veces eran lo
mismo.

Suspiró con cierto alivio al ver que llevaba el plumero en la mano izquierda. La
derecha, la mantenía en el bolsillo en una postura displicente.

—Me he dado un baño en la playa.

El vestido pendía de sus caderas, sus pechos se alzaban con el ritmo agitado de su
respiración. Dragomir describía círculos en torno a su figura, de pie y desvalida.
Un tiburón que rodea y estudia su presa. Se cubrió con los antebrazos para
fortalecer sus defensas.

—¿Desnuda?

No había reproche en sus palabras, tan solo una curiosidad desapasionada.


Se sonrojó y dio un respingo al ver que él le retiraba las manos de delante de los
pechos y le bajaba de un tirón el sujetador. Deslizó las plumas sobre ellos en un
roce tenue que evitaba los pezones erectos. La suavidad de su tacto generó un
cosquilleo que viajó al centro de su sexo. Negras, con un toque tornasolado a la
luz. La respuesta de su piel, magnificada por estar sensible y quemada por el sol
la instó a apartarlas.

—Quieta —ordenó Dragomir.

Sus dedos se detuvieron sobre las plumas y las acarició. Untuosas, delicadas.

—Me molesta. Estoy quemada —protestó. Abandonó el plumero y dejó caer las
manos a ambos lados de sus caderas. Incapaz de mantenerlas quietas, tironeó del
vestido para que cayese al suelo y sonrió. La determinación de Dragomir
flaqueaba.

—No. Me he bañado en ropa interior. Aun estoy mojada —provocó.

Su agilidad la pilló por sorpresa. En un segundo, sus muñecas estaban retenidas


en la garra férrea de su mano. El plumero había caído al suelo con el sonido seco
del pomo de zinc contra la madera. La estrechaba de frente contra su cuerpo y la
otra mano se deslizó en el interior de sus bragas.

—Así veo. Estás mojada —Sus largos dedos de neurocirujano incursionaron


entre sus nalgas y alcanzaron su sexo desde atrás. Jadeó. Describió un círculo
firme en su entrada e introdujo el dedo en su interior. El latigazo de placer la hizo
tambalearse y apoyó las palmas en sus pectorales.

—Dragomir, por favor.

Acarició sus pezones a través de la tela de la camisa y el la sujetó de las muñecas


de nuevo. Alzó las cejas negras y tupidas.

—He dicho quieta.

—No soy capaz. Sabes que no puedo mantener las manos lejos de ti —dijo con
voz mimosa. Era una confesión estudiada, que buscaba aplacarlo. Lo miró a los
ojos, entornó levemente los suyos… y encerró con avidez el dedo que
incursionaba en su interior. Un suave gemido, un pequeño ladeo de su cara, una
sutil sonrisa entre el desafío y el placer, entre la relatividad de quién domina y
quién es dominado.

—Tengo el remedio perfecto para eso.

Abandonó su sexo sin ceremonias y María inspiró con brusquedad. Imprimió a su


mirada toda la furia y ofensa de la que fue capaz, odiaba cuando la dejaba a
medias. No pudo reprimir un jadeo al verlo introducir aquel dedo en su boca y
saborear la esencia de su sexo, mientras con la otra mano cogía los grilletes sobre
la mesa. ¿Dónde estaba la fusta que había visto al llegar?

La esposó cuidando que el metal no se hundiera en la piel sensible y María alzó


las muñecas. Eran pesadas, de un color plata envejecido, con arabescos tallados
en la parte más ancha.

—Parecen un instrumento de tortura —murmuró al tensar la cadenilla y


comprobar que no eran un juguete.

—En cierto modo, lo son. Porque facilitan la tortura al verdugo.

Alzó la mirada, escandalizada. No había en su expresión ni rastro de hilaridad.


De nuevo la balanza se inclinó hacia el temor, aunque de sus muslos emanaba un
fuego que siquiera el miedo podía disipar.

—Sabes que no me gusta que me aten.

—En las ataduras encontrarás liberación, slatka djevojka –hizo una pausa, y


repitió en perfecto castellano—, linda niña. —Se acercó de nuevo a ella, posó los
labios en los suyos y la besó con una dulzura imposible para su cuerpo de
guerrero—. Déjate llevar —susurró sobre ellos.

Y así lo hizo. Sus muñecas se alzaron cuando él atrapó la cadenilla de los


grilletes con un mosquetón, oculto en el baldaquín de la cama. Incómoda, prefirió
arrodillarse sobre el colchón a alzarse de puntillas. La expectación la empujaba a
hiperventilar, mientras las plumas recorrían los arcos de sus costillas, los pezones
duros y erectos, la piel de las espalda enrojecida por el sol.

La lentitud de sus caricias de porcelana la estaba volviendo loca y se retorció


contra los grilletes.

—Fóllame, Dragomir.

—Así no se piden las cosas.

—Fóllame, por favor —jadeó. Las plumas se agitaron sobre el vello que cubría
su monte de Venus y abrió las rodillas para exponer la carnada.

—Pídemelo bien —insistió. La tortura continuaba entre sus muslos abiertos. El


plumero rozaba y tentaba su sexo al límite de la desesperación.

María abrió los ojos y los clavó en la mirada oscura de su verdugo.

—Necesito correrme, Señor —dijo, imprimiendo cierta sorna al apelativo, al


recordar las instrucciones de la Moleskine.

Él detuvo el movimiento del plumero. Se diría que estudiaba la situación.


Ponderaba si darle lo que le pedía. Volvió a meter la mano en el bolsillo y María
resopló con irritación. Como por arte de magia, la fusta apareció frente a ella
entre sus manos.

—Te daré lo que pides. Abre más las piernas.


Se aferró a los grilletes y cerró los ojos, esperando el impacto. Todo su cuerpo se
envaró. Se balanceaba mecida por la fuerza de sus jadeos. Tal vez fueron poco
segundos, pero duraron una eternidad.

—¡Drago! —gritó.

El fustazo sobre su sexo hizo que las contracciones involuntarias se cebaran con
su interior.

El segundo, certero sobre su clítoris, la enmudeció al absorber la mezcla de


placer y dolor.

El tercero generó un orgasmo abrasador y refulgente que la hizo colgar de las


muñecas como si fuera de trapo. Todo su cuerpo clamaba por el contacto y él la
abrazó, sosteniéndola como si fuera etérea, mientras abría los grilletes. Se
permitió derrumbarse en su pecho, mientras la humedad empapaba sus muslos
entumecidos, renovando el ardor.

Más tarde, en el comedor, mientras devoraba la Pasticada bajo la mirada atenta


de Dragomir, se dio cuenta de que él tomaba su café. Conocedora de sus rutinas
después de cinco días juntos, frunció la nariz con curiosidad. Mientras la
torturaba con el plumero, habría jurado que habían pasado horas.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegué? Siempre tomas el café a las
cuatro. No puede ser.

“La lección está aprendida”.

Él solo sonrió.

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Ya puedes leer la segunda parte aquí: El Castillo. Parte 2: Barbacana – Relato
erótico

El Castillo. Parte 2: Barbacana – Relato erótico


Mimmi Kass | diciembre 3, 2019
Categoría: BDSM, RELATOS ERÓTICOS

Esta es la segunda parte de la tetralogía de Mimmi Kass, El Castillo. El viaje


BDSM de María progresa en la negación del orgasmo y la conciencia del
sometimiento, con un látigo, un vibrador, un antifaz y un escenario increíble.

Si no has leído la primera parte, te recomendamos que te deleites con ella


aquí: El Castillo. Parte 1: Puente levadizo

Si ya la leíste, continúa gozando con esta historia…

Barbacana – Relato erótico

El sol de la mañana en aquella región tenía una cualidad que no había apreciado
en ninguna parte del mundo. Y había viajado mucho. Era una claridad intensa
que hacía daño a los ojos y portaba en sus rayos el aroma a la tierra seca y al
sabor del mar. Una brisa fresca aleteó los visillos de gasa, dibujando formas
juguetonas sobre ellos. Las persiguió con la punta de los dedos sobre el pecho
Dragomir, que dormía a su lado. Se acercó más a él, con cuidado, y se amoldó a
su cuerpo con suavidad.

María notó el calor de su piel y se hundió en un estado de frustración. Hacía dos


días que no se tocaban. No más allá de un abrazo tierno o un beso que, más que
el de un amante, parecía el de un padre o un protector. Ella no quería eso. Lo
quería salvaje, apasionado, dominante. Su guerrero en la cama.

Un latido molesto y a la vez delicioso comenzó a pulsar entre sus muslos.

Se aprovechó de su inconsciencia y hundió con delicadeza la nariz en su cuello.


Adoraba el olor de su perfume, almizclado y varonil, mezclado con el punto
picante del sudor de un cuerpo en descanso. Rodeó su torso con un brazo,
arrastrando la palma por la piel caliente. Metió una pierna entre sus muslos y
apretó su abrazo con un suspiro anhelante…

—Estoy despierto —murmuró, con la voz aún atenazada por el sueño.

La abrazó por los hombros y apartó el pelo desordenado que cubría su rostro.
María sonrió, al saberlo atrapado en sus redes, y cerró los ojos para recibirlo en
los labios entreabiertos.

Dragomir le dio un beso casto en la frente.

—Vamos. Hoy tenemos mucho que hacer. Quiero llevarte a Makarska, la playa
te encantará.

Y se levantó con aquella determinación enérgica que la agotaba. Ella tragó saliva
en un intento baldío de calmar su desazón. Otro día más que se quedaba con las
ganas.

Él se preparaba, ajeno al deseo frustrado de María. Cantaba ópera con su voz


preciosa de barítono, señalaba la belleza de la ciudad a sus pies desde la ventana
de piedra, se desplazaba por la habitación con elegancia, transformando lo
cotidiano en un espectáculo fascinante.

***

Ella estaba bastante cabreada. Aún así, logró disfrutar del viaje de ciento
cincuenta kilómetros que bordeaba la rivera dálmata. El Adriático refulgía entre
rocas y arena dorada, y el verde de los pinos. El aroma de la resina caliente se
fundía con el mar, el pescado frito, el humo de los tubos de escape de los coches
desfasados y el tabaco oriental que, muy de vez en cuando, se permitía fumar
Dragomir.

Ese olor le recordaba la primera vez


que lo acorraló, tras una reunión informal, en un pub con el resto de los becados
de la universidad. Desesperada por desentrañar aquellas miradas encendidas,
esperó su oportunidad para estar solas con él. No sabía si esas ojeadas eran
reprobadoras o lujuriosas. Aquella mezcla de su perfume, el tabaco y el whiski en
su boca le dio el valor para un ataque frontal en la estrechez del pasillo de los
cuartos de baño.

«—¿Qué pretendes, niña? —Había preguntado, severo y acusador, al verse


encerrado entre su cuerpo menudo y los tablones de la pared. Aquel acento la
ponía cachonda, no podía negarlo.

—Que dejes de jugar conmigo de una vez.»

Y entonces fue ella quien terminó contra la pared.

Soltó un jadeo seguido de una risita ante el recuerdo del peso de su cuerpo, y
Dragomir alzó las cejas con curiosidad, pero no preguntó nada. Ella tampoco dijo
nada y volvió a beberse el paisaje marítimo desde la ventana del coche.

No era un pueblo muy grande. Caminaron por la playa, desgranando los


resultados de sus últimas investigaciones. Encontraron una terraza de la que
emanaba un delicioso aroma a marisco y se sentaron a comer. Reposaron bajo un
toldo y se dieron un baño entre las aguas azules y turquesa. María no volvió a
insinuarse, percibía el ánimo distante aunque siempre amable de él. Conocieron
el monasterio franciscano de Santa Cruz, agradecidos al cobijarse entre los muros
de piedra en las horas de más calor, y tomaron un ferri para visitar la isla de Brac.

—¿Pretendes agotarme? —rio María al subir hasta el mirador del islote, mientras
trotaba tras la zancada de las largas piernas de su mentor.

—Tengo la sensación de que necesitas disipar energía, niña.

Sonrió, con aquella sonrisa que tan solo se esbozaba en sus labios, revestida de
una perversidad que solo una mente privilegiada como la suya podía poseer.

Y ella lo supo. Supo que la hacía esperar. Que la frustraba a propósito. Que
jugaba con ella. Bajó la mirada, en un recato fingido, para esconder el gesto de
triunfo. Ya se vería quién resultaba ganador…

***

De vuelta en el castillo, la jornada agotadora rendía sus frutos. Dragomir parecía


mostrar por fin algo de interés en ella, en forma de miradas que dejaban entrever
algo parecido a la impaciencia. Tras una cena suculenta con aperitivos de kulen,
aquel salchichón picante al que todavía no se acostumbraba, el queso de cabra
regado con aceite de oliva y brodet, la paella con toques orientales, por fin
desveló el siguiente destino.

—Vamos. Hay un sitio de la casa que aún no has visto.

—¿Casa? ¿Este castillo es tu casa? —preguntó María con estupor.

—Es la casa de mi familia. Ha conocido tiempos mejores, aún quedan secuelas


de los bombardeos —reconoció él, señalando la mampostería descascarada de la
zona, apartada de la que se dirigían—. Cuando la ciudad sufrió el asedio del
ejército yugoslavo, abandonamos el castillo. Me llevé a mi familia conmigo a
Estados Unidos. Yo tenía una beca para especializarme en neurocirugía y
pudimos vivir decentemente. Muchos de mis compatriotas no tuvieron tanta
suerte.

El tono amargo de su voz, la mirada velada y opaca de sus ojos oscuros


detuvieron el ánimo travieso y las ganas de jugar de María.

—¿Bombardeos? —balbuceó, desconcertada ante el rostro serio de Dragomir.

—¿No conoces la historia de la guerra de Croacia?


María se mordió el labio inferior y negó
con la cabeza. ¿Cuántos años tenía ella hace veinticinco? ¿Seis, siete años?
Recordaba vagamente haber estudiado algo sobre ello, pero, en general, no tenía
ni idea.

—Mucha guía turística y no sabes la historia del país que te recibe. Muy bonito
—gruñó Dragomir—. Ven. Te daré algo para leer.

Abrió una puerta pesada con el barniz aún nuevo y reforzada con hierro forjado.
Una bocanada de aire frío con olor a tierra mojada y humedad, a vegetales en
descomposición y a herrumbre, la pilló desprevenida. Se frotó los brazos al sentir
que su piel se erizaba y, de manera instintiva, se acercó a Dragomir. Trastabilló y
soltó una imprecación, el suelo era muy irregular y estaba lleno de cascotes de
piedra.

—Tengo que mandar limpiar esta zona, está muy deteriorada. Debimos entrar
desde fuera —murmuró él, sosteniéndola del brazo—. No hay luz y es peligroso.
Ven.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y distinguió unas habitaciones


socavadas en los muros. No tardó en darse cuenta de que eran celdas. Pequeñas,
de techo bajo, casi nichos. Estaban construidas con crueldad. Unas rejas
oxidadas, muy rudimentarias, cubrían algunas de las celdas y quiso asomarse a
una de ellas para distinguir algo más.

—¿Es un calabozo?
—Sí, es la mazmorra del castillo. No hace tanto que sirvió para designios bélicos,
en la guerra, se usaron…como cuartel general.

La pausa y el cambio rápido en la cadencia de su explicación la hicieron


estremecerse. Se imaginó torturas y presos encadenados, apenas de pie,
carcomidos por el frio y la humedad, pasando hambre y sed.

El contraste cuando llegaron a la biblioteca fue brutal. El cristal grueso que


cerraba la bóveda de la sala parpadeó al encenderse unas luces indirectas, que
derramaron calidez sobre miles, quizá decenas de miles, de volúmenes
encuadernados de las maneras más variopintas, y conservados en aquella
atmósfera protectora, que generaban dos climatizadores disimulados en la pared.

—Pensé que…pensé que con biblioteca te referías a la de tu habitación —


tartamudeó, cuando creía haber salido de su asombro.

Recorrió, envuelta en un hechizo, las estanterías. Algunas estaban encerradas en


vitrinas. Unos tomos antiguos, de hojas en cuero fino y con una caligrafía antigua
e indescifrable, algunos en cirílico, provocaron que apoyara las palmas sobre
ellas con la fascinación de una niña pequeña.

Dragomir permitió que deambulara abriendo ejemplares aquí y allá, hasta que
puso un libro sobre la mesa en el centro de la estancia, uno no muy grande y en
inglés, con el título de Croatia: A nation forged in war.

—Basta de corretear por mi biblioteca. Ponte a estudiar —dijo, y señaló con el


índice la primera página del libro.

Se sentó de mala gana. Odiaba aquel tono, que era el que utilizaba cuando la
pillaba en el laboratorio riendo con alguna compañera o con el móvil entre los
dedos. La hacía sentir como si tuviera doce años.
Él se acomodó en una butaca en el
rincón más apartado de la biblioteca. Se calzó las gafas tecnológicas sin montura
y se sumergió en la valoración de unos artículos, que debían pasar el visto bueno
para su publicación en una revista científica.

La pasión que le ponía a todo era un rasgo definitorio de su carácter: en las


cirugías, en el laboratorio, en el sexo. Y la revestía de una contención
involuntaria que lo convertían en un volcán… siempre a punto de estallar. María
leía en las venas de sus antebrazos, en el tatuaje tribal que tanto le había chocado
al verlo por primera vez, en los músculos bien cincelados, en su mirada negra e
intensa, aquella necesidad de dominar. No. No de dominar. De someter. Un
desafío continuo al espíritu rebelde y libre que la definía a ella.

—Estudia.

Volvió con fastidio a su lectura. Bastante densa, por cierto. Y en inglés…

Suspiró.

Se empapó de la guerra cruenta que había desmembrado la antigua Yugoslavia.


Pronto se vio sumergida entre conflictos étnicos y religiosos, la violencia de una
guerra moderna y sangrienta, junto con todas las consecuencias de las guerras
desde que el mundo el mundo: la muerte, las violaciones, los refugiados, la
pobreza, los abusos. La maldad humana.

***

—Vamos. Ya has estudiado suficiente por hoy.


¿Cuánto tiempo había pasado?

Alzó el rostro y un dolor intenso se apoderó de su cuello. Arqueó la espalda con


cuidado y humedeció los labios agrietados, echando en falta una barra de
manteca de cacao. Al ponerse de pie, un calambre molesto atenazó sus muslos.

La condujo fuera de la biblioteca. Justo enfrente, una de las celdas, más amplia y
de techo alto, apareció antes ellos iluminada tenuemente por el fulgor que salía
de la otra habitación. De una viga gruesa de madera colgaba una cadena con un
aro de acero.

—Coge la argolla con las manos —indicó Dragomir.

María tuvo que ponerse de puntillas para rozarla con los dedos, y él la ajustó.
Probó de nuevo. Ahora los codos podían flexionarse un poco y se sostuvo del aro
con comodidad.

Él asintió con un gesto aprobador.

—¿Cuál es tu conclusión? Has leído más de dos horas.

María intentó concentrarse y destilar las ideas al tiempo que él la despojaba de la


camiseta. Cerró los ojos. El análisis en su mente sobre lo absurdo de las guerras
estriaba el deseo y la expectación que crecía en su cuerpo en una mezcla
incómoda. Los dedos de Drago ahora rozaban su cintura al quitarle el
pantaloncito corto y aumentaban la desazón.

—Las guerras son un sinsentido. Buscan libertad, independencia y un futuro


mejor… —Se detuvo unos segundos cuando Dragomir deslizó el tanga por sus
caderas y lo dejó caer. Levantó un pie y otro pie, y la liberó también de las
zapatillas de tela. Los toques fortuitos sobre su piel iniciaron un incendio en su
interior—. Y lo único que consiguen es muerte, dolor, pobreza y devastación…
Uhm. Por fin te dignas a tocarme. ¿Qué es para ti la guerra?
Drago estaba detrás de ella. La abrazó y
las palmas cobijaron sus pechos. Los pezones se transformaron en botones
redondos y duros, y desde ellos se trianguló una corriente de placer que culminó
en su sexo. Separó un poco los muslos para disipar el calor.

—Sugiero que te agarres de la argolla —murmuró él, soslayando la pregunta


sobre la guerra.

—No es necesario —desafió ella, y permaneció de pie con las palmas apoyadas
en los muslos.

—¿Seguro? —tentó él.

Fue entonces cuando reparó en la mesa de madera, rudimentaria, en una esquina


de la celda. Sobre ella estaba la maleta negra de cuero, y esta vez no sabía qué
escondía en su interior. Reprimió el impulso de sostenerse de la argolla, solo para
no contradecirse de manera tan flagrante.

—¿Qué es la guerra para ti? —insistió.

Él abrió la maleta. De espaldas como estaba, tapaba el interior y no pudo ver


nada pese a que lo intentó. Cuando se volvió, portaba entre las manos un extraño
látigo. Reconoció de inmediato el color negro y el pomo de plata que coronaba la
empuñadura, a juego con el plumero y la fusta de la sesión anterior. Trago saliva.

—¿Puedo verlo?
Dragomir se acercó a ella y dejó caer las múltiples colas de ante sobre uno de sus
hombros. Las tiras eran suaves, pesadas, y se derramaron sobre sus pechos en una
caricia inesperada. El ante estaba frío y sus pezones se contrajeron en un nudo de
dolor. Se sostuvo de la argolla y cerró los ojos.

El chasquido de la cadena, cuando su cuerpo se tensó ante el primer impacto en


la espalda, quebró el silencio de la celda en penumbra.

—La guerra me ha enseñado a disfrutar de la vida. —Dejó caer de nuevo el


látigo, sin excesiva dureza, sobre sus nalgas; múltiples alfileres ribetearon de
placer y dolor su piel—. De los pequeños placeres de la vida —María emitió un
quejido desgarrado por lo excelso de la sensación y frotó sus muslos, que
comenzaban a impregnarse de su dulzona humedad—. Me ha enseñado a gozar
del trabajo bien hecho. También, de hacer feliz a una mujer.

—Drago, por favor —suplicó, cuando las tiras continuaron besando su piel, en
oleadas de intensidad cambiante. A veces eran una caricia de seda. Otras, la
picadura de mil abejas. Cerró los ojos para absorber las sensaciones, incapaz de
concentrarse en la disertación. El placer y el dolor se acumulaban tras unas
compuertas imaginarias que no sabía cómo abrir.

—… la guerra es la caída al abismo. Yo pude tan solo rozarlo con los dedos…

María abrió los ojos y se revolvió, aferrada a la argolla, su tabla de salvación. Los
azotes continuaban. Quería que parase. Quería que siguiese. Volvió a
desconectarse del discurso porque sus sentidos se habían agudizado y parecía
percibir todo con mayor nitidez: el relieve de la piedra cubierta de un musgo fino
y verdoso, las pequeñas arrugas en torno a los ojos de Dragomir, el suelo de
tierra apisonada que cosquilleaba la planta de sus pies descalzos. Y no se dio
cuenta de que los azotes, de pronto, habían cesado. Necesitaba ese orgasmo, pero
cuando creía que iba a alcanzarlo, Dragomir ralentizaba la sesión.
—¿Por qué prestas atención a lo que no
debes?

—Necesito…necesito algo —murmuró, clavando sus ojos de miel en los negros e


insondables—. Pero no sé lo que es.

—Necesitas aislarte de lo que te rodea. Necesitas dejar de analizar.

—Soy bióloga. Y científica. —Su voz cobró seguridad al aferrarse a lo tangible.


A lo incuestionable—. El análisis es mi vida.

Dragomir se echó a reír. Las carcajadas resonaron en el centro de su sexo y


aumentaron la tensión. Volvió a la maleta y cuando regresó, lo hizo portando un
extraño antifaz. De cuero negro y acabados lujosos, una cadenilla unía las dos
anteojeras en color plata y producían un leve tintineo al moverse.

—Escucha tu cuerpo desde dentro, no busques respuestas fuera porque no las


hay.

Ciñó el antifaz, privándola por completo de la vista, y volvió a su deliciosa


tortura. Las tiras caían sobre sus pechos, sobre su vientre, sobre las nalgas, sobre
la espalda. Sin ver lo que ocurría a su alrededor, el tacto se magnificó. Rendida,
pues no podía hacer otra cosa, rogó por que le concediera el privilegio de ese
orgasmo. Las palabras salieron inconexas de entre sus labios trémulos.

—Drago…Señor —El tsunami de emociones no le permitía seguir con el juego.


El látigo había cesado su trabajo, y ahora notó una nueva sensación entre sus
piernas. Un zumbido continuo, que crecía en intensidad, electrizó su sexo y sus
caderas se movieron sin control. Una necesidad acuciante de que apagara su
fuego la hizo suplicar. Estaba muy cerca, muy cerca…

—La guerra es la antítesis perfecta para hacerte entender lo que es el éxtasis de la


felicidad.

Manipuló el vibrador entre sus piernas, el zumbido se tornó insoportable y el


clímax asoló su cuerpo por fin. Pero después de negárselo con aquel juego de
tanteo, no lo apagó…

Se corrió de nuevo. Sus piernas temblaron, espasmódicas. Y se corrió otra vez.

—Por favor, Señor —sollozó, incapaz de manejar el placer.

Drago apagó el vibrador por fin y lo retiró con delicadeza. Sus dedos se habían
acalambrado en torno a la argolla de acero y él los abrió con suavidad. La
despojó del antifaz y la abrazó desde atrás. María dejó caer la cabeza, con el
cuello inerte, sobre su hombro.

—La guerra ayuda a entender el concepto de petit mort de Georges Bataille. La


muerte es placer, porque es su cara opuesta. Solo la oscuridad nos enseña la Luz.

—No hay placer sin dolor —susurró María mientras se dejaba caer en sus brazos
y él la llevaba de vuelta a las habitaciones del castillo.

«Lección aprendida», pensó Dragomir.

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Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.

Ya puedes leer la tercera parte aquí: El Castillo. Parte 3: La Capilla – Relato


erótico

El Castillo. Parte 3: La Capilla – Relato erótico


Mimmi Kass | diciembre 3, 2019
Categoría: BDSM, RELATOS ERÓTICOS
Descubre el siguiente episodio del viaje BDSM de María. En este relato, Mimmi
Kass promete estimulación anal, spanking y, quizá, algo más, como hitos
sexuales de una tetralogía elegantísima, que ya están disfrutando decenas de
miles de hispanohablantes.

Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:

El Castillo. Parte 1: Puente levadizo

El Castillo. Parte 2: Barbacana

Sigue leyendo…

La Capilla – Relato erótico

Cada vez que Dragomir se ausentaba del castillo, María aprovechaba para
recorrer cada rincón de piedra y descubrir sus secretos. Desde la zona
rehabilitada para su uso, que encerraba tesoros en los lugares más inesperados —
una fuente de piedra en lugar de la tina de un lavabo, una lámpara de hierro
forjado que, en lugar de velas, iluminaba con unos modernos leds—, hasta el área
en la que se habían iniciado los trabajos de restauración.

Dragomir había confesado que su sesión en el calabozo le había servido para


asumir por fin la tarea de recuperar la fortaleza de su familia.
«—Si no hago algo, terminará por caerse a pedazos —gruñó ante la pregunta de
María de cuál era el futuro que le esperaba a aquella zona tan deteriorada del
castillo—. Mañana contactaré a la empresa de restauración».

Tenía una labor titánica por delante. Y María estaba feliz por haber sido parte del
cambio.

Lo cierto era que Dragomir compartía con ella cada vez más parcelas de su
intimidad. Ya no restringía sus idas y venidas ni coartaba su libertad a la hora de
comer, vestirse o incluso buscar sexo con él. Llevaba tres semanas junto a su
mentor, y jamás pensó que unas vacaciones que se prometían formativas tendrían
todo tipo de aprendizaje salvo la neurociencia.

Entró al sótano apenas iluminado por unas ventanas estrechas en el que estaba la
cocina y sonrió a la mujer que siempre la gobernaba.

—Dobro poslijepodne, Antonija! —dio las buenas tardes con una pronunciación


casi perfecta, tras tres semanas de hacer casi siempre lo mismo a aquella hora:
buscar el café para compartirlo con Dragomir en el salón.

—Kasat ćeš, djevojka! —respondió la anciana, señalándola con un dedo índice


acusador. María solo captó el vocablo «djevojka», niña, porque Dragomir lo
utilizaba a menudo con ella, y compuso una expresión de desconcierto—.
Tarrrde, es tarrrde —dijo con énfasis, mientras empujaba sobre la mesa la
bandeja con el café y los dulces.

María sonrió ante el alegato airado de la mujer, que cuidaba de Dragomir como si
fuera una abuela consentidora. Se dirigió al salón, pero estaba vacío. Él no estaba
allí. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Antonija tenía razón, eran pasadas las
cinco. Se había retraso en su tarea, y no tenía demasiadas, más de una hora. Sabía
que Dragomir la disciplinaría de algún modo por aquella tardanza. Sonrió. No
podía desearlo más.

Aferró la bandeja con ambas manos y subió por la estrecha escalera de caracol
que accedía a su alcoba. La puerta estaba entornada y el silencio, normalmente
ocupado por música clásica o alguna aria, llenaba todo el torreón. Un murmullo
repetitivo, que ululaba en una lengua desconocida y que no era croata, llamó su
atención. Empujó tan solo unos centímetros la puerta, lo justo para mirar en el
interior de la habitación.
Dragomir estaba arrodillado sobre una
alfombrilla de color tostado que destacaba sobre la piedra. Con los ojos cerrados,
se inclinó hasta que su frente tocó el suelo y seguía murmurando, como en trance,
aquella letanía. Se sentó sobre sus rodillas antes de ponerse de pie.

María tardó aún unos minutos en darse cuenta de que estaba rezando.

Lo observó tras la puerta entreabierta, inmóvil con la bandeja entre las manos,
que ya comenzaba a embotarle los músculos de los brazos. Dragomir volvió a
inclinarse al menos cuatro veces más, antes de quedar sentado sobre sus talones y
mirar primero a la derecha y después a la izquierda. Se incorporó y caminó hacia
la ventana por donde entraba a raudales el sol de la tarde.

—No quería interrumpirte —dijo María, algo cohibida, cuando por fin decidió
entrar a la habitación. Las cejas negras e hirsutas de Dragomir se irguieron con
sorpresa y una sonrisa tenue se deslizó de sus labios—. Ha sido precioso.

—¿Estabas espiándome? —dijo él con tono divertido. María le devolvió la


sonrisa y se encogió de hombros.

—Parecías estar meditando —Sirvió el café y le llevó la taza junto a una pequeña
servilleta de tela. Él agradeció el gesto con un beso breve en sus labios—. ¿O
estabas rezando?

—Rezar…meditar…a veces es lo mismo —respondió Dragomir tras dar un sorbo


al líquido ya tibio—. Lo importante es conseguir cierta paz en el espíritu.

María dejó escapar un ronquido incrédulo.


—¿Paz en el espíritu? Jamás hubiese creído que un científico, además cirujano,
de tu calibre —dijo ella con cierto cinismo—, fuese religioso.

Dragomir se sentó en el alféizar de la ventana con la taza de café entre las manos.
María se fijó en lo juvenil de su postura y en aquellos pies descalzos sobre la
piedra. Nunca había pensado en que fuesen una parte atractiva del cuerpo
masculino, hasta que estuvo postrada ante los de él. Sonrió. Besar sus empeines
como signo de devoción y sumisión había marcado un antes y un después entre
ellos.

—Justamente es el exceso de ciencia, lo tangible, lo asible con los dedos, lo


reproducible en un experimento, lo basado en la evidencia, lo que me empuja a
buscar un equilibrio con algo más —dijo él, interrumpiendo su arrobamiento—.
¿Tú no sientes esa necesidad?

La contemplaba con curiosidad, se diría que quería conocer aquella faceta tan
íntima de ella. María meditó por unos minutos su respuesta mientras se
acomodaba junto a él en la ventana. Se asomó, agarrada a su brazo, la caída sería
considerable.

—No lo sé. Cuando era pequeña, estudié en un colegio de monjas. Hice la


comunión y estaba metida en un grupo de oración —Intentó componer una
respuesta completa y sincera—. Pero a medida que crecía, fui cuestionando todo
lo aprendido y no hice la confirmación. Y cuando salí del colegio, no volví a
pisar una iglesia… salvo para las bodas de los amigos.

—¿No cultivas nada tu lado espiritual?


—No —Se encogió de hombros—.
Salvo que consideres las clases de yoga kundalini como cultivo de lo espiritual
—bromeó, trazando con los brazos la figura del saludo al sol—. ¿Tú eres
musulmán?

Ahora fue él quien se encogió de hombros.

—Me considero musulmán porque fue la religión en la que fui criado. Mi madre
era bosnia musulmana, bastante devota. Mi padre, croata y católico mediocre —
la señaló a ella—, como tú. El salat me aporta paz y quietud. Momentos de
recogimiento.

—Parece mentira que, con el animal sexual que eres, le des tanta importancia a lo
espiritual.

—Ah, pero no hay carne sin espíritu —dijo Dragomir con una sonrisa perversa.
María se estremeció con la expectación de saber que había apretado un botón de
ignición en su mente privilegiada—. Y eso ocurre en todas las religiones.

—No en el catolicismo —aseguró ella, entre risas.

—¿Seguro? —insistió Dragomir. Al ver que ella no añadía nada más, se acercó
hasta la pequeña biblioteca de su habitación y deslizó el índice por los lomos
hasta dar con un tomo de tapas duras, con una encuadernación en cuero rojizo
delineado en oro.

—¿Me vas a hacer estudiar? —protestó María. Puso los ojos en blanco. Hacía
poco que había acabado por fin el libro sobre la guerra de Croacia.
—No. Vamos a cultivar tu lado espiritual. Ven conmigo.

Salieron del castillo. El sol de la tarde picaba aún con fuerza en la piel. La tierra
seca de color ocre emitía un resplandor que desdibujaba el paisaje como si fuera
un espejismo y crujía bajo sus pies. Descendieron por un camino lateral hacia una
pequeña capilla de piedra.

—¿Románica? —preguntó María al ver la rudimentaria estructura, que, sin


embargo, encerraba una belleza sencilla en los arcos ojivales de la puerta y una
única ventana.

Dragomir asintió. Abrió la puerta con una pesada llave de bronce y la dejó entrar
primero. María caminó hasta el centro de la pequeña iglesia vacía. No tenía
bancos, ni imágenes, ni flores. Una cruz rústica de cantería, con los bordes
desgastados por el paso del tiempo, se alzaba solitaria en el ábside. A sus pies, un
altar también de piedra recibía estratégicamente el haz de luz que entraba por la
ventana.

—Es maravillosa —dijo en un susurro, que se amplificó como en una cámara de


resonancia.

—Desnúdate, slatka djevojka.

—¿Aquí? —respondió ella, con un parpadeo sorprendido.

—No significa nada para ti, ¿no es así? —dijo él con una sonrisa perversa—.
Desnúdate para mí.

María se descalzó y avanzó unos pasos. Fue en ese momento cuando advirtió que
la maleta de cuero negro, que siempre los acompañaba en sus sesiones, reposaba
junto a los pilares del altar. Se relamió. Dragomir la abrió sobre el altar y la sola
visión del cuero negro, junto con el chasquido de la cremallera al abrirse,
hicieron que su sexo se tensara. El silencio sacro del lugar la hizo estremecerse
mientras de desprendía del vestidito de verano y lo dejaba caer, intimidada
porque los convencionalismos de su educación todavía la restringían. María se
detuvo un momento para que él admirase el conjunto de encaje blanco que
llevaba, pero Dragomir parecía buscar algo en el libro y no le prestaba ninguna
atención.
Abandonó las bragas y el sujetador
sobre el vestido y avanzó un poco más. Siempre que ella estaba desnuda y él
completamente vestido sentía una extraña vulnerabilidad. Un punto de
humillación que la excitaba sobremanera. Le otorgaba a su mentor un peldaño
más en la dominación de su cuerpo y de su mente. Y ella ya se había rendido a
aquella superioridad.

Aunque eso no quería decir que dejase de provocarlo. Subió, con un contoneo de
sus caderas, los cuatro peldaños que los separaban y, con el índice apoyado en el
libro, lo bajó hasta descubrir los ojos negros de Dragomir. Él se apoyaba en el
altar con las piernas abiertas y se hizo un hueco entre sus muslos. Se estrechó
contra él, de manera que el libro quedó apretado por sus pechos contra el torso
masculino.

—Ya estoy desnuda, Señor.

Imprimía a ese «Señor» todo el descaro, la lascivia y la provocación que residía


en su espíritu. Posó sus labios en los de él y lo incitó a besarla lamiéndolos con
suavidad. Él la besó con devoción durante unos segundos y la apartó.

—No nos distraigamos de la lección. Lee aquí —Dispuso del libro de tal manera
que tuvo que inclinarse sobre el altar de piedra para alcanzarlo.

—¿Qué es? —preguntó María, al ver las hojas amarillentas.

—Es El éxtasis de Santa Teresa. Quiero que leas desde aquí —Su dedo marcó la
primera línea de un párrafo—. Pero empezarás cuando yo te lo indique.
María aprovechó para leer la página inmediatamente anterior y sonrió. La
religiosa advertía que iba a describir uno de sus trances, y se disculpaba por
escribir con tanto detalle, pero prefería hacerlo así al no tener ninguna indicación.
Cuando ya llegaba al párrafo en cuestión, que se ponía de lo más interesante, se
recostó sobre los codos sin importar que sus pechos rozaran la piedra fría. Casi se
agradecía después del calor del exterior.

—¡Ay! —gritó tras el impacto inesperado en el trasero de un azote. El golpe


resonó amplificado por la bóveda de piedra. Se volvió ultrajada—. ¿A qué viene
eso?

Dragomir sostenía entre las manos una paleta de cuero. Reconoció al instante ese
pomo labrado en plateado de aquella maleta infernal, que terminaría por hacerle
perder la cordura.

—Ya sabes que no me gusta que me hagan esperar. ¿O es que has olvidado la
lección de la relatividad del tiempo? —preguntó, con aquella sonrisa que
humedecía su sexo. Ella apretó los labios y negó con la cabeza. ¿Cómo olvidarla?

—Vuélvete. Y lee —ordenó.

El cuerpo de María se inflamó en rebelión y lujuria, pero obedeció. Se inclinó y


apoyó los antebrazos sobre el altar, a ambos lados del libro, y se aferró a la
piedra. La aspereza del borde hizo que las yemas de los dedos ardieran. Sus
pechos ahora estaban casi aplastados sobre la superficie basta y rugosa.

—¡Drago! —gritó, al recibir un nuevo impacto. Y otro más.

—Lee. María —indicó él, con paciencia—. En alto.

Un gemido escapó de los labios femeninos al sentir el mordisco de cuero, justo


sobre el encuentro de los glúteos. Su ano y su sexo palpitaron al ritmo de los
latidos de su corazón desbocado.
—«Quiso el Señor que viese aquí
algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma
corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla…» —recitó María, con la voz
entrecortada por la excitación. Su voz se ralentizó al creer que iba a recibir un
nuevo azote, pero Dragomir había detenido su deliciosa tortura y escuchaba
atento su dicción.

—«[…] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía
tener un poco de fuego». Vaya con Santa Teresa —barbotó María, al visualizar al
ángel descrito no con una lanza, sino con una poderosa erección—. ¡Joder! —
gritó de nuevo, cuando Dragomir aplicó un nuevo correctivo.

—No interrumpas la lectura, mi dulce niña, lo estás haciendo muy bien.

María no continuó. Volvió la cabeza al ver que estudiaba el contenido de la


maleta y se asomó ella también. Unas bolas de silicona suave, de diámetro
creciente, desde la punta hasta la empuñadura plateada que sujetaba él entre los
dedos, le hicieron arrugar la nariz.

—¿Qué es?

—Son unas bolas tailandesas. Anales —aclaró al ver que ella no se deshacía de
su gesto extrañado—. Un límite que derribaremos hoy.

María apretó las nalgas en un gesto inconsciente. Aún le ardían por el tratamiento
anterior, pero Dragomir sabía lo que hacía y siempre tuvo curiosidad por explorar
aquel orificio prohibido. Él la miraba a los ojos, esperando su consentimiento.
María asintió.
—Lee, entonces.

Había perdido por completo el hilo de la descripción de Santa Teresa. Se aclaró


la garganta, porque Dragomir estaba justo tras ella, y le masajeaba ambas nalgas,
abriéndolas con las palmas de sus manos, y rozando su ano y su sexo con los
dedos impregnados con un lubricante de aroma dulzón. La paleta y las bolas
anales reposaban muy cerca del libro, y le costaba concentrarse en él. Con un
esfuerzo, retomó su lectura en la frase anterior.

—«Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener
un poco de fuego». —Dragomir extendía con delicadeza la humedad sobre su
ano y una corriente rabiosa de placer recorrió su cuerpo, y tensó su sexo hasta el
punto del dolor—. «Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me
llegaba a las entrañas». —Notó cómo introducía la primera bola, pequeña y dura,
pero no por el corazón, no. Su culo comenzaba a tragar las esferas. Y lo hacía con
ansia. Con hambre. Con gula. Arqueó la espalda y gimió.

—«Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en


amor grande de Dios» —soltó un jadeo, cuando él tiró bruscamente de las dos
bolas introducidas, y se aferró a la piedra. Su propia esencia se deslizaba por el
interior de sus muslos con un calor abrasador.

—Sigue leyendo.

—«Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos» —gimió de
nuevo al sentir otra vez las esferas, esta vez hasta un diámetro mayor,
introducirse en su interior—, «y tan excesiva la suavidad que me pone este
grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con
menos que Dios».

Dragomir se había detenido, su respiración también era acelerada y errática.


María sabía que esperaba su aquiescencia para seguir y abrió las piernas. Tuvo
que alzarse de puntillas para acomodarse sobre el altar. Un anhelo intenso por
profundizar la penetración, abrazarlo en su sexo, hizo que su boca se hiciera
agua. Siguió leyendo. Si las palabras de Santa Teresa lo impelían a continuar,
estaba dispuesta a leer el tomo completo.
—«No es dolor corporal sino espiritual,
aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto» —Se identificaba por
completo con el relato de la santa. Las bolas dilataban su ano y la ahogaban en
placer y dolor. La sensación de plenitud la sofocaba y su boca se anegó en saliva
—. «Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su
bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento».

Las últimas palabras quedaron flotando en el silencio de la capilla, al tiempo que


las última esfera se deslizaba en su interior. Un anhelo inconcluso, un deseo
descarnado y violento, un dolor delicioso y ardiente emanaba de aquel punto de
su anatomía, que no le había generado sino cierto rechazo, hasta hoy.

Frotó los muslos uno contra otro, empapados en lubricante y su propia humedad.
La necesidad por tener un orgasmo hizo crecer un sentimiento de rencor. Su ano
palpitaba. Su sexo vibraba con contracciones involuntarias. Tenía la piel perlada
por el sudor.

—Quítame las bolas, Drago —murmuró, con los labios trémulos. Dejó caer el
rostro sobre el libro abierto—. No puedo esperar. ¡Fóllame!

—No.

El encanto se rompió. La voz cortante de Dragomir le hizo regresar bruscamente


del prenirvana.

—¿No?
—No, María. A mí tampoco me gusta que me hagan esperar —Rodeó el altar y
se situó frente a ella—. Tienes que aprender que toda desobediencia tendrá
consecuencias tarde o temprano, cuando menos te lo esperes y en el lugar menos
pensado.

Con un tirón, recuperó el libro de bajo uno de sus antebrazos y lo cerró con un
golpe seco. También cerró la maleta, metiendo en ella la paleta de cuero.

—Lección aprendida —dijo Dragomir. Salió de la capilla y cerró la puerta. María


lo escuchó canturrear mientras se alejaba hacia el castillo.

—¡Maldito cabrón! —gritó, furiosa.

Desnuda, ensartada en las bolas, y con un calentón descomunal, bajó las


escaleras y recuperó su vestido. Se lo puso y estrujó el sujetador y las bragas
entre sus dedos imaginando que eran el cuello de Dragomir. Caminó hasta la
puerta, pero el escozor en su ano y la sensación de pujo al andar le hicieron
entender que no llegaría muy lejos con las bolas en su interior.

—Esta me la va a pagar —murmuró.

Respiró hondo, cerró los ojos y tiró de la bola plateada entre sus glúteos. Gimió
cuando su ano se dilató para dejar salir la primera esfera, de un tamaño
considerable. Los pezones le molestaban con el roce del vestido y su coño, tenso,
palpitó de nuevo.

Tragó saliva para controlar la excitación.

Tiró un poco más. Salió otra. Las sensaciones en su cuerpo se exacerbaron y


pensó seriamente en masturbarse y acabar con todo aquello de un tirón. No se
atrevió y, en su lugar, extrajo con delicadeza otra de las bolas tailandesas. Ahora
resultaba un poco más fácil, porque las esferas eran de menor diámetro. Con un
jadeo, sacó lo que quedaba de aquel rosario de lujuria y percibió el vacío de su
cuerpo con una extraña sensación de abandono.
Volvió al castillo con el objeto balanceándose en su mano, le importaba un carajo
si alguien la veía o le preguntaba por él.

—¡Dragomir! —llamó, furiosa, al entrar de nuevo en el castillo. Allí no había


nadie. Quiso gritar de la rabia.
Optó por marcharse a su habitación. Se daría una ducha. Se sentía pegajosa,
sucia, con ganas de ir al baño… y caliente como una chimenea. Necesitaba follar.
En realidad, no sabía que necesidad satisfacer primero.
Un objeto negro sobre su almohada llamó su atención y la distrajo de su enojo.
Una cuartilla con la letra angulosa, ilegible y apresurada de la pluma de
Dragomir reposaba junto a un vibrador doble, un conejito rampante sofisticado
que, pese a todo, la hizo sonreír.

«Perdóname, mi niña. En mi plan estaba saciarte como te mereces. Aquí, en tu


cama, y bajo tus condiciones. Pero una neurocirugía me reclama en el hospital de
Dubrovnik. No sé cuándo volveré. Mientras… puedes esperarme junto a este
amigo».

Ya se ducharía después.

Mientras se masturbaba sobre la cama y los gemidos la acunaban hacia el clímax,


no pudo dejar de pensar que Dragomir lo tenía todo calculado.

Quizá tendría que dar gracias a Dios por su suerte.

Soltó una carcajada al llegar al orgasmo.

Como siempre, Dragomir tenía razón.

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Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.

Ya puedes leer la última parte aquí: El Castillo. Parte 4: Vatra – Relato erótico

El Castillo. Parte 4: Vatra – Relato erótico


Mimmi Kass | diciembre 3, 2019
Categoría: BDSM, RELATOS ERÓTICOS

Todo lo bueno termina, pero no todo lo bueno termina con tanta exquisitez como
esta increíble serie de relatos BDSM de Mimmi Kass.

Disfruta leyendo…
Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:

El Castillo. Parte 1: Puente levadizo

El Castillo. Parte 2: Barbacana

El Castillo. Parte 3: La Capilla

Vatra – Relato erótico

Un vestido ceñido de seda, un precioso conjunto de lencería con liguero, las


medias de costura trasera y unos vertiginosos stilettos la esperaban sobre la cama.
María alzó la mirada hacia Dragomir, apoyado en el quicio de la puerta con una
sonrisa torcida en su boca perversa.

―Esta noche vamos a salir.

―Imagino que no vamos a ir de excursión ―replicó María, algo más cáustica de


lo que pretendía. La visión de aquellas prendas no le gustó. Prefería mil veces un
vaporoso vestidito de verano y unas zapatillas de tela. O una bata blanca de
laboratorio.

―Hoy vamos a celebrar las lecciones aprendidas y a derribar un nuevo límite


―prosiguió Drago, sin hacer caso de su tono mordaz―. Te llevaré a cenar a un
lugar que te gustará, y después… iremos a un club.
―¿Un club?

María abandonó su suspicacia y lo miró con curiosidad. Drago era muy


reservado, nada amigo de los sitios concurridos, más bien dado a actividades
introspectivas. Un lobo solitario.

―Un club. Vamos, arréglate. Nos vemos en media hora en el salón ―se acercó a
ella y tomó su barbilla entre los dedos. María se derritió ante el gesto de
ternura―. No tardes.

Se duchó con cierto fastidio. Al salir, se dio cuenta de que había consumido la
mitad del tiempo que tenía y su enojo aumentó. ¿Media hora para arreglarse? Lo
había hecho a propósito, sabía que era imposible, así que se dedicó a disfrutar su
ritual de belleza, alisando su larga melena castaña y mimando su piel.

―¿María? ¿Estás lista? ―Drago llamó a la puerta. No entraría jamás si ella no lo


autorizaba y, por un segundo, dudó si emplear aquella ínfima arma de control
sobre él.

―Pasa, aún no estoy lista.

Al entrar, Dragomir contuvo la respiración. María se cubría con aquel delicado


conjunto de encaje y tul, que abrazaba su cuerpo como si estuviera hecho a
medida. Sus pequeños pechos, realzados por las copas del sujetador, eran una
invitación más tentadora aún; una tira ancha de arabescos circundaba sus caderas
y el triángulo de su sexo quedaba tan solo velado por una capa de tul que parecía
líquido.

―¿Te gusta? ―María se dio la vuelta lentamente sobre los zapatos de tacón. Sus
movimientos se hicieron más sinuosos. Lánguidos. Ladeó el cuello y su gloriosa
melena barrió su espalda en un ondular hipnotizante. Dragomir carraspeó.

—Me encanta, pero… —dejó la palabra flotando en el aire durante unos


segundos. María lo observó, inmóvil, consciente del poder que tenía sobre él—.
Pero otra vez me has hecho esperar. Y mereces un castigo.

María dibujó una sonrisa traviesa en sus labios y caminó hacia él. Con los
estiletos, sus ojos quedaban casi a la misma altura. Deslizó las manos por la
camisa blanca, impecable, y rodeó su cuello.

—¿Qué tengo que hacer, señor?


Él no contestó. Dibujó la silueta de su cuerpo con las manos, trazó la línea de su
hombro con besos que terminaron sobre su boca y se sumergió en ella hasta
dejarla sin aliento. Dejaba claro quién tenía el control. María jadeó. Su piel se
erizó, sus pezones se contrajeron en un nudo de placer, su sexo se licuaba en lava
caliente.

—Abre las piernas.

María obedeció. Drago posó la mano sobre su abdomen y ella se tensó en alerta.
La mano se deslizó justo sobre la línea del encaje, y jugueteó sobre su piel sin
tocar entre sus piernas.

—¿Sabes qué es esto?

María tragó saliva y alzó la mirada con dificultad. Dragomir sostenía entre los
dedos un finísimo cordón negro del que pendían dos bolas idénticas de metal.
Reconoció el grabado arabesco que definía todos los objetos de placer de la
maleta y sonrió.

—Son unas bolas chinas.

—Abre la boca. Chúpalas.

—No es necesario —dijo María, al notar como sus bragas estaban ya empapadas
en su esencia.

—Haz lo que te digo.


María se lamió los labios y los
entreabrió, esperando. Dragomir apoyó la primera esfera entre ellos como si de
una cereza madura se tratara. Empujó con suavidad, pero ella se resistió y
comenzó a juguetear con ella. La besó, la chupó y la succionó, con los ojos fijos
en los negros de Drago, provocándolo en un juego incitante. Sus manos no se
movían de los hombros masculinos y notaba la tensión que los atenazaba.
También la erección que se alzaba entre ellos, apoyada en su vientre, le decía que
si jugaba bien sus cartas, no tendrían por qué salir a ninguna parte.

Acogió en su boca las dos bolas con maestría y Dragomir las retiró recubiertas en
su saliva.

—Muy bien, mi pequeña niña. Ahora, abre las piernas un poco más.

La mano cálida y experta se internó bajo el encaje de sus bragas y María cerró los
ojos en éxtasis. Se dejó caer hacia atrás, colgando del cuello de Dragomir,
mientras él la masturbaba con pericia.

—Estás perfecta, María —susurró. Notó cómo separaba sus pliegues con
delicadeza y, con la otra mano, insinuó la primera esfera, pesada y dura, en su
entrada.

—Uhm. Necesito más —rogó ella. De su cuerpo caliente emanaba aquel aroma
que volvía loco a Drago… María contoneó sus caderas para profundizar la
penetración, pero él no se apresuró. Jugaba con las bolas describiendo círculos,
una ya dentro de su sexo y la otra por fuera, sumiéndola en un estado febril de
desesperación.
—No me hagas esperar —pidió de nuevo.

Y Dragomir hundió las bolas en su interior con un movimiento súbito.

—¡Sí! —exclamó María en triunfo. Pero él se alejó unos pasos.

—Parece mentira que todavía te pille por sorpresa —dijo él con una expresión
traviesa en el rostro—. Yo estoy listo, así que me voy.

—¿Qué? Barbotó María, aún perdida en el prenirvana.

—Mandaré que un taxi venga por ti, exactamente…—Consultó su reloj de


pulsera con un gesto que, de varonil y elegante, la excitó aún más— dentro de
media hora. ¿Recuerdas la calle Stradun? —María asintió, acongojada. Era difícil
no ubicar la calle más importante del casco antiguo, con sus tiendas lujosas y sus
locales llenos de glamour—. Tendrás que caminar hasta el número 55. ¿Has
entendido?

—Sí, señor —dijo con la cabeza algo gacha. Reconocía una derrota cuando la
sentía en carne viva.

Drago le dio un beso casto sobre la frente. Ella contuvo las ganas de abofetearlo.
Permaneció quieta hasta que traspasó el umbral de la puerta.

—¡Oh, una cosa más! —Se volvió en el último momento. El marco de la puerta
encuadraba una imagen de pura lujuria y brillantez—. Tienes prohibido quitarte
las bolas. Yo mismo te las quitaré en el Vatra.

—¿Vatra? —dijo María con dificultad. Sus labios aún estaban hinchados.

—El nombre del club. Fuego en croata.

La sonrisa lasciva que acompañó su aclaración la alertó aún más que la


traducción de la palabra.

*****

El viaje en taxi fue de unos veinte minutos desde el castillo. Serpenteó entre los
grupos de turistas que reían y hablaban a gritos, y la animación de los comercios
aún abiertos pese a que eran más de las diez de la noche.

—Solo hasta aquí —dijo el conductor, en un precario inglés y con un


encogimiento de hombros resignando—. Stari grad, no puedo pasar.
Sí, la ciudad vieja tenía varias zonas restringidas a la circulación de vehículos;
cosa que se agradecía cuando la visitabas en modo turista, sin preocuparte de que
te atropellaran. Pero ahora, caminando en aquellos vertiginosos stilettos negros
de charol, y con las bolas chinas recordándole a cada paso que estaba excitada, se
convertía en un más que molesto inconveniente. Esperaba que Drago no la
hiciese esperar demasiado.

Llegó al número cincuenta y cinco. Una discreta placa de bronce en el muro de


vieja piedra, con una sola palabra escrita en letras góticas, señalaba el lugar.
Intrigada, empujó la enorme puerta de madera reforzada con hierro forjado y
entró a un vestíbulo iluminado de manera muy tenue, en el que solo había un
mostrador alto de madera, un libro de cuero y una pluma. Un obsequioso
camarero, vestido con un traje gris, elegante y sobrio, le dio la bienvenida en
croata e inmediatamente después en inglés.

—Dragomir Horvat me espera.

El hombre asintió con una pequeña


reverencia y la condujo fuera de la penumbra. Atravesaron un jardín con senderos
rastrillados y luces indirectas. Las bolas chinas seguían haciendo su trabajo y
notaba la humedad descender por el interior de sus muslos, pero apartó todo para
admirar el paisaje que se extendía ante ella. Entre los arriates de flores coloridas
se intercalaban pequeños surtidores de agua. Desde luego, no se había imaginado
así el lugar. En su mente había dibujado una discoteca enorme, de estilo ibicenco,
como tantas había en el mediterráneo, con música atronadora y bailarines
entrelazados en las pistas, entregados con fervor a la música, con ayuda de
estupefacientes y alcohol.
Aquello era lujo y ostentación. Oriente y occidente en equilibrio perfecto.
Mobiliario moderno de inspiración escandinava sobre alfombras persas. Espejos
de líneas rectas y puras, y lámparas otomanas que colgaban del techo. María
advirtió que las cabezas se volvían a su paso, pero ella estaba fascinada por el
lugar.

Y entonces lo vio.

Dragomir estaba de pie, frente a una mesa estratégicamente apartada. Distinguió


en sus ojos la adoración, el orgullo, el amor. Un vértigo indescriptible la embargó
al saber que ella sentía lo mismo y sonrió. Caminaron el uno hacia el otro, sin
prisas, para regodearse de la visión del otro.

—Volim te, slatka djevojka —murmuró Dragomir sobre sus labios, y la besó con
agresividad, sin importarle las miradas indiscretas, el murmullo escandalizado y
las sonrisas condescendientes que arrancó del resto del comedor.

María caminó tras él con las piernas temblorosas y el sexo rugiendo de hambre.

—¿Qué significa? —dijo una vez se hubieron sentado.

—No tiene ninguna importancia. Solo expresaba mi admiración por lo bella que
estás esta noche —respondió él, sin mirarla a los ojos, ocupado en extender la
servilleta de algodón egipcio sobre su regazo.

Ella no insistió.

Por supuesto, Dragomir ya había pedido la comida. Las ostras estaban soberbias
y María disfrutó con las manos de aquellos golpes de mar en su boca, siguió
después un pescado con hierbas cuyo nombre se le hizo ininteligible, pero comió
poco. Jugueteó después con la copa de frutos rojos, incapaz de seguir la
conversación por más tiempo. Necesitaba quitarse las bolas. Y necesitaba un
buen polvo. Ya.

Dragomir advirtió su desazón, porque dejó la servilleta a un lado sobre la mesa,


apoyó los codos en ella y cruzó los dedos frente a su boca.

—María, nuestro tiempo juntos en Dubrovnik llega a su fin —dijo de manera


frontal. Ella se envaró en la silla. Lo sabía tan bien como él, pero no habían
hablado de ello de manera directa en ningún momento. Inspiró lentamente para
controlar su respiración—. Han sido unas semanas maravillosas, y tú… —Se
detuvo, indeciso. María esperó, intrigada por sus titubeos. No eran propios de él
—. Tú, sin duda, eres una mujer extraordinaria.

Sonrió, halagada. Dragomir era muy parco en elogios, tanto en el quirófano como
en el laboratorio… como en la cama.

—Me gustaría plantearte un último reto —prosiguió, recuperada ya la seguridad


que lo caracterizaba—. Algo que sé que no te gustará cuando te lo cuente, pero si
confías en mí, te prometo que será sublime.

María apretó los labios.

—Te escucho.

—El Vatra tiene una zona reservada. Es accesible a unos pocos privilegiados. En
ella, se desarrollan las más diversas actividades —comenzó Dragomir con
precaución, bajando el tono de voz—. Esta noche, por ejemplo, hay una fiesta
especial.

—¿Qué clase de fiesta?

—Una fiesta donde no hay límites. Puedes ir desnudo o vestido. Puedes tan solo
tomar una copa o participar en una orgía. Puedes observar y ser observado o
puedes ser protagonista.

—Protagonista, ¿de qué?

—Ya lo verás.

—Drago, ¿qué quieres de mí exactamente? —María hablaba en serio, necesitaba


más información o acabaría por levantarse de la mesa y marcharse.

—Quiero que te despojes de ese vestido maravilloso y me acompañes a la fiesta.


Que te exhibas frente a todos y juegues conmigo al placer. Que estudies lo que
otras parejas practican y, si quieres, prestarte a sus juegos. Quiero que pruebes el
sexo sin la seguridad que da la intimidad. Quiero que te liberes —sentenció
Dragomir.

La intensidad de su discurso la dejó clavada en el sitio. En su mente, el morbo


por lo prohibido y los convencionalismos de su educación pugnaban en un
equilibrio perfecto. Él esperaba, paciente.

—¿Tengo alternativa?
Drago asintió.

—Terminaremos de cenar, tomaremos una copa juntos y brindaremos por tu feliz


retorno a España. No tienes que hacer nada que no quieras hacer.

Para reafirmar su respuesta, empezó a comer las frambuesas y arándanos de la


copa con los dedos y una sonrisa amable en su rostro.

Ella no tocó el postre. Tardó varios


minutos en decidirse. Así como no era amiga de tacones, vestidos sofisticados ni
lencería cara, tampoco lo era de compartir su intimidad. Jamás había
experimentado nada que no estuviera encerrado en lo más estricto de una pareja
normativa. Y, sin embargo, la proposición de Drago la seducía, la intrigaba, la
desafiaba a ir más allá. Dragomir casi había terminado con los frutos rojos y se
levantó de la silla.

—Vamos. Y rápido. No quiero pensarlo más o me echaré atrás.

—¿Estás segura? —insistió Dragomir.

—Vamos ya.

Dragomir hizo una señal al camarero que los atendía, que asintió y los condujo a
una puerta disimulada tras la barra del bar. Caminó con ellos un pasillo en el que,
cada pocos metros, había una antorcha que iluminaba su recorrido con fuego.
Fuego real.
El mozo los dejó frente a una puerta negra de cuero. María deslizó los dedos
sobre el tapizado decadente de capitoné. Dragomir la retuvo del brazo cuando iba
a entrar, decidida a entregarse a su suerte.

—Un momento, María. Quítate el vestido y dame tu bolso.

Ella no dudó. Si analizaba, se echaría atrás. Tenía que dejarse llevar.

Dragomir abrió la cremallera y la seda negra cayó al suelo. Dragomir se arrodilló


para recogerlo y deslizó su mano por las medias hasta el encuentro de sus
muslos.

—Estás empapada —murmuró, complacido.

—Estoy un poco incómoda —corrigió María, sorprendida por lo acongojada que


sonaba su voz.

Sus dedos apartaron a un lado la tela de la entrepierna de las bragas y buscó el


hilo de las bolas. Con delicadeza las extrajo. María reprimió una exclamación de
sorpresa cuando se las metió en la boca y las saboreó. Las secó en un pañuelo de
tela que obtuvo del bolsillo de su esmoquin, y las metió dentro de su bolso.

—Eres un pervertido —dijo ella, riendo para disipar la tensión.

—Eso aún no lo sabes —replicó él, con una sonrisa que era una invitación.

Entraron del brazo. Una música envolvente y sensual, que mezclaba jazz con
sonidos electrónicos, los acompañó al centro del salón. El aroma punzante del
sexo se mezclaba con el de unos inciensos repartidos estratégicamente por la
estancia. Puertas cerradas y entreabiertas, también vestidas de capitoné, invitaban
a descubrir secretos. Sofás y butacas acogían en sus asientos a parejas tríos o
grupos, repartidos en torno a una larga mesa central.

—¿Por qué los hombres están vestidos y las mujeres desnudas o en lencería?

—No es así en todos los casos. Mira allí —dijo Dragomir, y señaló con disimulo
a una mujer, ataviada en látex, recibiendo vino en una copa que servía un hombre
desnudo por completo si no fuera por un llamativo collar—. Aunque es cierto
que, en este caso, el número de dominantes masculinos es mayor. Vamos a
pasear un poco.

María se olvidó de que estaba semidesnuda. Nadie les prestaba atención. Las
parejas conversaban con tranquilidad, bebían y reían o se entregaban al frenesí en
cada rincón. Dos mujeres se besaban con suavidad en los labios al tiempo que sus
dedos replicaban exactamente los movimientos de la otra sobre los pezones en
una caricia sensual y María se detuvo frente a ellas. Una de las mujeres la miró,
invitadora, y lanzó una pregunta al aire que no entendió.

—¿Quieres unirte a ellas? —tradujo Dragomir en voz baja.

—¡No!, no —se apresuró ella en contestar. ¿Por qué? ¿Por qué había dicho que
no, si en sus pechos creía sentir los dedos de aquellas dos mujeres como si fuera
real? ¿Si su sexo palpitaba en placer hasta el punto del dolor?

Siguió caminando junto a Drago, aferrada a su brazo, bebiéndose con los ojos
todo aquel desenfreno, todo aquel deleite. Se detuvo de nuevo, embelesada, ante
dos hombres que, con toda naturalidad, pasaron de brindar con una mujer con
estilizadas copas de champán, a despojarla de la lencería que llevaba, tumbarla
sobre una plataforma mullida y adorarla con sus bocas, sus manos, cuerpos, hasta
estrecharla entre ambos y penetrarla. Uno por delante. El otro por detrás. María
no podía dejar de mirarlos. Anhelaba ser aquella mujer, verse venerada de ese
modo, complacida por dos hombres.

—¿Te gustaría ser ella?

—No, no…—dijo, pero sus negativas eran débiles y perdían convicción.

—¿No? —presionó Dragomir.

Ella se mordió el labio inferior, rojo como la sangre, y bajó la mirada,


escondiendo los ojos tras las largas pestañas cubiertas de rímel.

—No lo entiendes. Yo nunca he hecho algo así. No puedo.

—¿Y qué tal algo más sencillo?


María lo miró de nuevo, esperanzada.
Dragomir la conduciría donde tenía que ir, pero donde jamás llegaría ella sola.
Tomó su mano extendida y lo siguió a un chéster de terciopelo burdeos, algo
apartado de la actividad frenética del salón y se sentó.

—Dame un segundo. Si alguien viene a tantearte, simplemente di «no». No


tardaré.

María asintió y se acomodó sobre el sofá. Solo tuvo que declinar una oferta
educada de compañía, cuando él ya había vuelto. María dio un respingo al ver la
maleta de cuero negro en manos de Dragomir.

—¿Qué quieres decir con algo más sencillo?

—Voy a acariciarte. A venerarte y darte placer aquí, en este sofá. Tu tendrás en


las manos decidir si quieres ir más allá —la tranquilizó él, abriendo las
cremalleras. Sacó un extraño instrumento, con la forma de un hacha. María
arrugó la nariz, intrigada.

—Nunca había visto algo así. ¿Qué es?

Dragomir lo dejó sobre el sofá, algo apartado.

—Ya lo verás.

Se sentó junto a ella y la reclamó sobre su regazo. María se sentó en sus piernas,
pero estaba tensa, nerviosa, aunque el dolor por la necesidad de sentirlo dentro
delataba su excitación.
—Relájate, tócame. Haz lo que quieras —susurró Drago en su cuello—. Olvídate
del resto, solo importamos tú y yo. Dame un último recuerdo para coronar estas
semanas contigo. No las olvidaré jamás.

La pasión de sus palabras acabó por derribar sus defensas. Descifró la confesión
velada en sus ojos, «Volim te, slatka djevojka». ¿Podía existir entre ellos algo
parecido al amor?

Encerró su rostro entre las manos y besó sus ojos oscuros. Mordió el hoyuelo de
su mentón. Devoró sus labios hasta encender su cuerpo en una deflagración
súbita, que se delataba justo debajo de ella.

—¿Quieres follarme? —preguntó entre besos pausados, acariciando su erección


con movimientos circulares de su pelvis.

—Quiero darte placer —dijo él.

—¿No quieres follar? —provocó, y mordió su labio inferior hasta arrancarle un


gruñido salvaje.

—No tengo inconveniente. Dímelo, y te arrancaré toda esa ridícula lencería


delante de todos. ¿Quieres eso? —dijo en un tono amenazador.

María tragó saliva. Por supuesto que quería eso. Pero de nuevo dijo que no. Cerró
los ojos, enojada consigo misma por su cobardía.

—No te preocupes, dulce niña. Tendrás tu placer.

Sostuvo «el hacha» frente a sus ojos y María la estudió con curiosidad. En lugar
de una hoja afilada, tenía una paleta redondeada y aplanada de silicona negra y
satinada. En la mitad del mango que sostenía Dragomir, un resalte ribeteado en
plata llamó su atención. Y de pronto, el sonido de un zumbido vibrante le dio la
clave de lo que sostenía entre las manos.

—¿Qué vas a hacer con eso? —dijo con un destellos de temor, pese a la
excitación que sentía.

—Ya lo verás.

Primero deslizó las copas bajo los pechos. Sus pezones saltaron con insolencia
fuera de ellas, y María reprimió el impulso de cubrirse con las manos. Dragomir
lo advirtió.
—Alza los brazos y pon las manos sobre el respaldo.

María obedeció. Era más fácil si se ceñía a sus instrucciones. Una pareja se
acercó discretamente a ver lo que estaban haciendo y, por un segundo, centró su
atención en ella. Dragomir la llamó al orden de nuevo.

—Cierra los ojos. La palabra de seguridad es «Banje». Dila si quieres que me


detenga, si algo no te gusta o no va bien. ¿Entendido?

Tardó unos segundos en contestar.

—Entendido.

Jadeó al notar la vibración sobre un pezón. Dragomir tanteó en uno y otro,


controlando la presión y el zumbido. Un cosquilleo delicioso y rítmico descendía
en oleadas hacia su sexo, anudado en placer y calor.

Detuvo la respiración al notar cómo la vibración recorría su abdomen, se detenía


en su ombligo y seguía hasta el encuentro de sus muslos.

—Abre las piernas, María.

Se centró en el timbre sonoro de su voz, y obedeció. Una corriente de aire fresco


confortó el interior de sus muslos, pero fue sustituida en el acto por una presión
vibrante que la hizo gemir.

Abrió los ojos con dificultad. Dragomir


sostenía el mango del hacha y la apretaba contra su sexo con movimientos
acompasados. Al movimiento cadencioso se unía la vibración insistente. Gimió
con intensidad creciente, su boca se anegó en saliva, su vagina y su ano
palpitaban sin control. De pronto, su clítoris pareció quebrarse en mil pedazos y
con un sollozo desgarrado, se corrió. Otra vez. Una vez más. Dragomir no tenía
piedad y apartó el hacha con un manotazo desfalleciente.

—Banje, Banje, ¡Banje! —acertó a murmurar entre jadeos. Dragomir la abrazó


con fuerza, cobijándola sobre su regazo. María se aferró a él con desesperación.

Estuvieron así largo rato, hasta que María recuperó el resuello y su corazón
comenzó a latir a un ritmo normal.

—Parece que tienes en un puño a tu público —susurró Dragomir en su cuello.

María despertó de su letargo y alzó el rostro escondido en el pecho de Drago.


Una pequeña multitud se había congregado en torno a su sofá. Ver las miradas de
admiración, de deseo y alguna que otra de envidia la hizo crecerse. Se enderezó
en el regazo de Dragomir y sonrió a todos. Primero con cierta timidez, y luego, al
darse cuenta de lo que había hecho, con descaro.

De pronto, como si hubiesen recibido una  orden secreta, comenzaron a


dispersarse, y se sentaron de manera ordenada en la larga mesa central. María
miró a Dragomir, interrogante.

—Quieren rendirte un homenaje. ¿Quieres recibirlo?

María no dudó esta vez.

—Sí. ¿Qué tengo que hacer?

—Yo te ayudaré a subir a la mesa. Debes desfilar hasta el final y recibir


cumplidos…y caricias.

—De acuerdo —dijo María. Se puso de pie y, para sorpresa de Dragomir, se


despojó de los zapatos, de las medias y la lencería—. Estoy lista —añadió,
correspondiendo a la sonrisa admirada de Drago.

—Un momento —dijo él. Sacó algo de la maleta y lo escondió en su mano—.


Me gustaría vestirte solo con una cosa. —Le mostró un plug anal, de un tamaño
considerable, coronado por la borla de plata que tan bien conocía.

—Muy bien —aceptó María. Se dio la vuelta y flexionó una rodilla sobre el sofá
para darle acceso. Cerró los ojos cuando primero los dedos y luego el juguete
anal, se sumergieron en su sexo para empaparse en su esencia—. Pero no quiero
que me ayudes a subir. Quiero que me esperes en la cabecera de la mesa, al final.

Drago asintió y deslizó el plug en su ano tenso y violáceo. María jadeó de nuevo,
deseando mucho más. Pero aquello podía esperar.

Todos aguardaban sentados, sumidos en una extraña quietud. Sin ayuda, se


encaramó sobre la mesa, pero no se puso de pie. A gatas, con los movimientos
sinuosos de una pantera, avanzó con los ojos fijos en Dragomir. Percibió las
caricias de las miradas, de las palabras suaves, de las yemas de dedos
desconocidos deslizarse sobre su piel. Su rostro enmarcado por la melena salvaje
y desordenada, la desnudez de su cuerpo, el roce del juguete anal mientras
gateaba, todo ello era liberación. Llegó hasta Dragomir. Consciente de la visión
que se tendría desde atrás, abrió las rodillas, alzó el trasero, y llevó la frente hasta
la mesa en muestra de sumisión.

—Estoy aquí, Amo —susurró, ignorando el murmullo que la visión de su culo


adornado levantó entre los asistentes—. Y soy tuya porque soy libre.

Dragomir sonrió.

—Has completado con honores la última lección.

*****

En el control de equipajes, tuvo que quitarse el collar de cuero y acero que la


adornaba y que llevaba con discreción, pero con orgullo. Ya en el avión, volvió a
colocárselo. Ignoró la mirada extrañada de la mujer, algo mayor que ella, a su
lado. Sacó la Moleskine que Dragomir le había dado al despedirse.

«—Nos esperan muchos cambios, slatka djevojka. Entre ellos, algunos están


recogidos aquí».

Tan metódico, tan disciplinado, tan pasional y ardiente. María sonrió con el
recuerdo de aquellas semanas. Tocó la anilla de acero de su cuello y pensó si, al
pasar la enorme maleta que llevaba de vuelta a España, sería escogida para un
registro. Sonrió al imaginar qué pensarían los agentes al ver las esposas, el látigo,
las fustas y los vibradores, y dejó escapar una risita divertida. No sabía cuándo
iban a volver a verse, pero no le faltaría entretenimiento

El avión iba a despegar y se ciñó el cinturón de seguridad. Un sopor la invadió al


cubrir sus ojos con el antifaz, empujando hasta ella nuevos recuerdos.
Se durmió con una sonrisa en los labios y un solo pensamiento en su mente:
«Dragomir».

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Todos los juguetes que ves y que se mencionan en estos relatos corresponden a
la Colección Aniversario de LELO.

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