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Néstor Luis Cordero (ed.)

El filósofo griego
frente a la sociedad
de su tiempo
 

Editorial Rhesis
Sociedad democrática y cultura sofística

Giovanni CASERTANO
(Universidad de Nápoles)

1. Desde un punto de vista histórico, ¿quién fue sofista? Si quisiéramos


responder de un modo paradójico, pero paradójico sólo en apariencia,
podríamos decir que nadie fue sofista, o bien que fueron sofistas todos
los filósofos, sabios, poetas, científicos, técnicos, de la antigua Grecia,
clásica o no, y esto porque el ámbito al cual el término fue aplicado en la
historia de la cultura griega fue muy amplio. Una investigación sobre el
término sophistés nos diría que originariamente fue utilizado como
sinónimo de sophós, sabio, y eran sabios todos quienes poseían una
técnica particular, desde Homero y Hesíodo.70 En el siglo V, en Atenas,
el término comienza a ser utilizado con un sentido más “técnico” para
indicar un tipo especial de sabio, de intelectual; pero es recién en el siglo
IV, con Platón y Arstóteles, que el “sofista” adquiere cierta fisonomía
propia, que será conservada luego prácticamente hasta nuestros días. Es
la fisonomía de un hombre astuto, capaz de sostener una tesis o, sin
diferencia alguna, la tesis contraria; discutidor, más o menos pedante,
más o menos de mala fe; personaje que “adultera” los discursos con
excesiva sutilidad; personaje engañador, que echa mano de todos los
trucos que le ofrece el lenguaje para imponerse en la discusión, o incluso
solamente para que el público lo aplauda; personaje fastidioso, en
resumen, que no tiene nada que decir y que, no obstante, se la pasa
hablando. Pero también en este caso, la caracterización negativa del
“sofista” iniciada por Platón y Aristóteles, es válida paradójicamente más
para los modernos, incluso para nuestros días, que para los antiguos,
incluso para los mismos que la establecieron.
Por consiguiente, distinguir cuánto tiene de histórica esta imagen
negativa y cuánto obedece a la polémica que contra los sofistas llevaron
a cabo Platón y Aristóteles, y, siguiendo sus huellas, todos los autores
                                                                                                                       
70
Sobre este punto, véase F. Ueberweg-K. Praechter, Grundriss der Geschichte
der Philosophie, Band I: Die Philosophie des Altertums, Basel-Stuttgart 1967, p.
1; B. Snell, Die Ausdrücke für den Begriff des Wissens in der vorplatonischen
Philosophie, Göttingen 1922, passim.

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posteriores hasta el día de hoy, fue un largo trabajo para los historiadores
de la filosofía antigua a partir de fines del siglo pasado. Se puede decir
que el resultado de estos estudios fue, generalmente, una valoración
positiva de la filosofía de los sofistas que hizo justicia respecto de
algunos lugares comunes que, incluso sobre la base de la presentación
platónico-aristotélica, los habían maltratado al presentarlos como
corruptores de las costumbres, disgregadores del orden social,
individualistas, y cosas por el estilo. Es necesario comprender, por
consiguiente, en qué sentido los sofistas representaron una “novedad” en
el ámbito cultural de la Grecia del siglo V, particularmente en Atenas,
que recién hacia la mitad de dicho siglo conquistó su estatuto de “capital
cultural” de Grecia, después de que la cultura filosófica y científica
habían conocido una consagración más bien en la “periferia” del mundo
griego: los jónicos y Heráclito en Asia Menor, los pitagóricos en Jonia y
en la Magna Grecia, los eleáticos en la Campania, Empédocles en Sicilia,
por citar sólo las figuras más significativas del siglo V. En Atenas, por
entonces, confluyeron las figuras intelectuales más importantes,
incluidas, justamente, los sofistas, y para comprender el sentido histórico
de su acción es necesario esbozar las transformaciones de la sociedad
griega en aquel período y de qué manera los sofistas supieron interpretar
el espíritu de estas transformaciones.
Óptimas descripciones de la sociedad griega y, por ende, de la
ateniense en el siglo V, en la cual operaron lo sofistas, se encuentran de
Levi a Untersteiner, de Lanza a Capizzi.71 Se ha subrayado en especial
que la constitución en Atenas de un nuevo espacio político y cultural,
que hizo de la misma la “ciudad” por antonomasia de la Grecia del siglo
V, estuvo ligada a la crisis de la antigua sociedad agrícola y aristocrática,
crisis caracterizada por la gradual privatización de la tierra, la expansión
demográfica, el florecimiento del comercio, factores todos estos que
contribuyeron a superar el aislamiento de las antiguas poleis y crearon
una unidad económica más amplia. Figuras ciudadanas tales como los
comerciantes, los empresarios, incluso auténticos “industriales”
(propietarios de minas, canteras, etc.) adquirieron importancia. La ciudad
llegó a ser el corazón de una nueva vida económica que, sin reemplazar
completamente el campo, redimensionó su importancia.
Naturalmente, también desde el punto de vista político, Atenas
devino el modelo del nuevo espacio político, el modelo de la

                                                                                                                       
71
A. Levi, Storia della sofistica, Napoli, Morano, 1966; M. Untersteiner, Sofisti.
Testimonianze e Frammenti, Firenze, La nuova Italia, 1948; D. Lanza, Lingua e
discorso nell’Atene delle professioni, Nápoles, 1979 y A. Capizzi, I sofisti ad
Atene. L'uscita retorica dal dilemma trágico, Bari, Levante, 1990.

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“democracia”, lo cual subsistirá durante siglos en el imaginario europeo,


con sus instituciones y sus costumbres. En primer lugar, la instauración
del nomos, de la “ley”, la norma impersonal y colectiva que permite la
convivencia pacífica de todos en la ciudad, y la existencia de sus
instituciones: la asamblea, el lugar donde todos los ciudadanos concurren
para determinar las normas de la convivencia, y el tribunal, el lugar en
donde todos los ciudadanos, por turnos, concurren a aplicar y a hacer
respetar aquellas normas codificadas. La exaltación de la ley, incluso de
la ley escrita, es la exaltación de la igualdad sancionada por la ley que se
impone al capricho de unos pocos, característico de la antigua sociedad
oligárquica: todos los ciudadanos pueden hacer uso de la palabra en la
asamblea y así contribuir a las decisiones políticas más importantes para
la ciudad, todos los ciudadanos pueden formar arte de los tribunales, que
constituyen el espacio en el cual las leyes viven concretamente.
Hay dos palabras que en este período se privilegian y que consolidan
la verdadera y propia “ideología” democrática: isegoría y parrhesía,
términos exaltados en la Atenas democrática y que la distinguen de las
ciudades con regímenes aristocrático u oligárquico. La primera, que, por
otra parte, no es un término específico de la democracia, y que puede
indicar también la paridad entre familias aristocráticas, sirve para indicar
la igualdad plena en el derecho a la palabra, el hecho de que cada
ciudadano tiene derecho a intervenir en la asamblea, sea cual fuere el
"peso" que su intervención pueda tener. La parrhesía, en cambio, que
aparece probablemente por primera vez en Eurípides, indica la
posibilidad concreta de decir libremente lo que se quiere, y, en este
sentido, es el término que caracteriza con mayor propiedad el orden
constitucional democrático en Atenas.72
Si es verdad que las instituciones de la democracia ateniense
representan el espacio político en el cual se debaten las tensiones y las
luchas económicas y sociales de la sociedad griega de este siglo,73 este
debate político impone nuevas búsquedas y una nueva habilidad: la
demanda de hombres capaces de sostener y de concretar una tesis,
imponiéndola a la mayoría de los asambleístas, y, por consiguiente, la
demanda de individuos que posean una “técnica” del discurso, una
“habilidad” no dependiente forzosamente de determinada clase social.
Los sofistas se presentan entonces, en primer lugar, como “nuevos

                                                                                                                       
72
Véase L. Spina, Il cittadino alla tribuna. Diritto e libertà di parola nell'Atene
democratica, Napoli, 1986, pp. 27-31; D. Lanza, Lingua e discorso…, op. cit., p.
54.
73
Véase D. Lanza-M. Vegetti, “L’ideologia della città”, in D. Lanza-M. Vegetti-
G. Caiani-F. Sircana, L’ideologia della città, Napoli, 1977, pp. 14-21.

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maestros”, capaces de satisfacer a esta demanda de “saber hablar”, que


no es una exigencia meramente retórica sino que tiene una clara
relevancia política y social: expresarse de manera convincente, obtener
un consenso, y hacer valer sus propias razones significaba liberarse de un
complejo de inferioridad respecto de las clases aristocráticas,
tradicionalmente detentadoras del poder y del consenso.
Tras los sofistas estuvieron más tarde los jóvenes de las clases en
ascenso social que se prepararon para entrar en la vida política; las
fuentes (Platón, en primer lugar) concuerdan en mostrar a Protágoras,
Gorgias, Hipias o Pródico rodeados de alumnos contentos con pagar altas
sumas de dinero (lo cual suscitaba la ironía y la indignación de Platón)
para aprender la cultura y los instrumentos indispensables para entrar
activamente en la vida de la ciudad.
Quien mejor comprendió la importancia de este movimiento cultural
para la nueva Atenas, y por ello favoreció su auge, fue Pericles:
alrededor suyo se reunieron –y gracias a ellos su “círculo” tuvo gran
renombre– filósofos y “sofistas” de toda clase que estaban de paso por
Atenas. Los filósofos Anaxágoras, Protágoras, Zenón, el discípulo de
Parménides; los arquitectos Ictino y Calícrates, que hicieron el proyecto
del Partenón; el escultor Fidias y sus alumnos, que trabajaron en los
frescos del templo; Damón, el músico amigo de Sócrates y compañero de
Pródico; el autor trágico Sófocles; Lampón, experto en mántica; el
médico Hipón; el arquitecto Hipodamo de Mileto, que había ya ampliado
el Pireo, transformándolo en un gran puerto comercial, y lo había puesto
en relación con Atenas gracias a los Largos Muros. Es a él que Pericles
confió el proyecto de la planta urbanística de Thurium (444-3). Thurium
era la colonia “pan-helénica” deseada por Pericles en la Magna Grecia,
cuyos nómoi (constitución) fueron elaborados por el mismo Protágoras.74
Pero este papel de la sofística al mismo tiempo como educadora de
una nueva clase que entraba en la escena política75 y, por consiguiente, la
importancia que asumía con ella la nueva figura social del intelectual que
interviene en un círculo cada vez más amplio de circunstancias y de
ocasiones,76 constituyen apenas uno de los aspectos característicos del
movimiento sofístico.
No hay que menospreciar el hecho de que la técnica del discurso
enseñada por los sofistas, incluso si aparentemente se valía de los

                                                                                                                       
74
Véase DL, IX.50 = DK, 80A1.
75
Compárese con aquello que Platón, en Prot. 317b-318e, pone en boca de
Protágoras: "convengo en que soy un 'sofista' y en que educo a los hombres...en
los asuntos domésticos…y en los políticos".
76
Véase D. Lanza-M. Vegetti, “L’ideologia della città”, op. cit., pp. 22-23.

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mismos instrumentos que la educación tradicional (Homero, los poetas),


no era una técnica “neutral”, un simple expediente retórico, sino que de
hecho vehiculaba una nueva cultura y una nueva concepción de la
cultura. Algunos elementos de esta novedad serán tratados más adelante;
acá recordaremos que, en general, aquello que se ponía en evidencia
claramente y por primera vez en la obra de los sofistas era la conciencia
de la relatividad de los valores, la conciencia de que no es posible hablar
en términos de verdad absoluta, porque ya no es posible conservar la
vieja figura del sabio investido de un saber divino, transmitido a los
mortales. La relación entre el hombre y la realidad que lo circunda, y, por
consiguiente, la misma vida humana –sus tensiones, su organización– no
se conciben más según un esquema fijo e inmutable, sino que son
concebidas como una creación continua, con sentido no unívoco, como
una obra que exige una tarea difícil de mejoramiento.
En la formación de esta conciencia “relativística” contribuyó
ciertamente también el amor por los viajes y el descubrimiento de
pueblos y costumbres diferentes, factor constante de la cultura griega
(basta pensar en el personaje homérico de Ulises), pero que fue
fuertemente acelerado en la época de las guerras contra los persas. El
historiador Herodoto, que dedica gran parte de su obra a la descripción
de los usos y las costumbres de los pueblos “bárbaros”, es decir, no
griegos, como los egipcios o los persas, es una fuente importantísima en
este aspecto, lo cual no es simple, ya que se esconde algo complejo en su
interior. Por un lado se adquiere el conocimiento de que los usos y las
costumbres, en pueblos diferentes, e incluso entre diversas ciudades
griegas, pueden ser distintos y hasta opuestos sin que esto implique en sí
un juicio de valor; por otra parte, queda siempre un apego de “psicología
social”, podría decirse, que, a pesar de todo, establece una suerte de
juego entre “normalidad” (la propia) y “extrañeza”, incluso
“anormalidad” (la del otro). Heródoto es una fuente que nos aclara todo
esto.77 Por otro lado, como decía, existe un componente de “psicología
                                                                                                                       
77
En un pasaje famoso del libro tercero de las Historias, después de haber
hablado de la locura de Cambises, que solo ella podía explicar a sus ojos el
grave ultraje perpetrado por dicho rey respecto de las cosas sagradas y de las
costumbres tradicionales, dice lo siguiente: “Ya que si se propusiese a todo
hombre elegir entre las distintas tradiciones y se le invitase a elegir las más
bellas, cada uno, después de una profunda reflexión, preferiría las de su país:
tanto mejores les parecen a cada uno sus propias costumbres” (III.38). Y en el
libro séptimo, en un pasaje en el que está hablando de la relación entre los
embajadores atenienses y persas, y dudando de la realidad de ese encuentro,
confirma lo siguiente: “Sólo sé esto: si todos los hombres llevasen al mismo
lugar sus desgracias personales, para cambiarlas con las del vecino, después de

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social” o “grupal”, que existe aun hoy en el interior de los habitantes de


una región o de una ciudad o de un pueblo, e incluso entre grupos
precisos al interior de la misma ciudad; podríamos llamarlo un apego de
características psicológicas definido por la “distancia”, que puede
degenerar fácilmente, como puede ocurrir incluso hoy, en
manifestaciones de intolerancia. Y es siempre el espíritu lúcido y distante
de Heródoto quien lo atestigua.78

2. Desde cierto punto de vista se puede decir que los sofistas fueron uno
de los tantos ejemplos de “perdedores” en la historia de la cultura; y ello
no tanto por el hecho de que en su tiempo no tuvieron éxito ni
seguidores, sino porque su imagen tuvo, desde un comienzo, una
connotación negativa, que luego fue heredada por la tradición. Ejemplos
de esta consideración negativa por parte de la cultura tradicional se
encuentran ya sea en Aristófanes,79 ya sea en Platón,80 pues ambos
                                                                                                                                                                                                                                                                         
haber observado atentamente los males del prójimo, seguramente cada uno
conservaría los que llevó consigo” (VII.152).
78
Heródoto, I.134: “Entre todos, estiman en primer lugar a sí mismos y a
quienes viven en regiones vecinas; en segundo lugar, a quienes están a una
distancia media; y luego, gradualmente, miden la estima en proporción a la
distancia. En el último grado de la consideración están quienes habitan en
lugares muy remotos”. Heródoto está hablando de los persas, pero, como
dijimos, su observación tiene carácter universal.
79
En su comedia Nubes, Aristófanes había asimilado a Sócrates con los sofistas,
representándolo como un exponente de la “cultura” ateniense, bastante lejana
del cuadro tradicional de los valores y de los intereses del pasado. La
asimilación de Sócrates a los sofistas operada por Aristófanes es un serio
problema historiográfico, puesto que otras fuentes (Platón, Jenofonte,
Aristóteles) los contrastan duramente. Sobre este tema, véase G. Casertano, Le
filosofie antiche, Napoli, 1994, pp. 98-107. En Nubes es clásica la presentación
del “pensadero de almas sabias” (verso 94) en el cual están recluidos los
sofistas. Para la caricatura del sofista y de sus doctrinas naturalistas, véanse en
particular los versos 95-104, 144-164, 441-451, 882-884, 961-1111.
80
Una crítica, y también una deformación, de la actividad de los sofistas se
encuentra en la obra de Platón. No es que Platón quisiese defender la cultura
tradicional, como otros críticos de los sofistas, contemporáneos o posteriores. En
efecto, toda la crítica platónica a la cultura tradicional abarcaba también la
“nueva” cultura representada por los sofistas, en la cual Platón veía
inteligentemente ciertos peligros debidos en especial a su “popularización”. El
proyecto político y cultural de Platón iba en realidad mucho más allá de la
cultura de su tiempo y abría perspectivas insospechadas y absolutamente
originales, ya sea en el campo epistemológico como en el filosófico y en el
político. En efecto, si bien toda la obra platónica puede entenderse como una
polémica contra la cultura tradicional y contra la sofística, a menudo en sus

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ofrecen una deformación “cómica” de la novedad y de los intereses de


los sofistas, y no de su método de discusión. Es un hecho que el
contenido de la novedad que comportaban los sofistas, tanto en el campo
cultural como en el político, más que engrandecer ha devaluado su
imagen, y esto por dos razones: la característica particular de la
“democracia” ateniense y la manera en la cual sus doctrinas fueron
atacadas por la cultura dominante.
Cuando se habla de la Atenas del siglo V como modelo de
democracia y se tiene en cuenta el desarrollo de las artes, de la cultura,
de la vida civil, se dice algo sólo parcialmente verdadero: la
“democracia” concernía sólo un círculo muy reducido de personas,
aquellas que gozaban de la ciudadanía plena, las cuales constituían una
pequeña minoría. Se calcula que en el momento de su auge máximo, la
ciudadanía ateniense, sin los esclavos (incluyendo mujeres y menores,
que no participaban de la vida política) estaba constituida por alrededor
de 90.000 personas, junto a las cuales había alrededor de 365.000
esclavos de ambos sexos, y 50.000 “protegidos”, es decir, extranjeros y
esclavos libertos.81 La democracia ateniense se apoyaba entonces sobre
la esclavitud, sobre la servidumbre de la mayor parte de la gente que
vivía en la ciudad: no era entonces ni una pura democracia igualitaria, ni
un régimen basado directamente en la voluntad de la masa, incluso
porque los mecanismos de poder no habían “hecho justicia a cada grupo
de poder, partido o sector, ya que las grandes familias conservaban la
influencia que las reformas que Clístenes les habían quitado”.82
La maravillosa perfección de la “ciudad” del siglo V era entonces
                                                                                                                                                                                                                                                                         
diálogos puso de relieve dos aspectos del nuevo ambiente cultural en el cual se
inscribía la obra de los sofistas: por un lado, aludiendo a la consideración
negativa que en general se tenía en Atenas respecto de estos “extranjeros” que
venían a perturbar el cuadro de la vida tradicional, y, por otro lado, poniendo en
escena parodias de los debates sofísticos. Para el primer aspecto, véase el
Protágoras, uno de sus diálogos más cuidadosos desde el punto de vista
estilístico y “teatral”, en el cual pone en escena un “combate” entre Protágoras y
Sócrates; para el aspecto teatral del diálogo, A. Capra, Agôn lógôn. Il
“Protagora” di Platone tra eristica e commedia, Milano, 2001; G. Casertano,
La struttura del dialogo (o di quando la filosofia si fa teatro), en G. Casertano
(ed.), Il Protagora di Platone: struttura e problematiche, Napoli, 2004, pp. 729-
766. Para el segundo de estos aspectos, véase el Eutidemo, donde Platón pone en
escena un encuentro entre Sócrates y dos “sofistas”, Eutidemo y Dionisodoro,
pero cuidando de distinguir la figura de Sócrates de la de los “extranjeros”.
81
Véase L. H. Morgan, La società antica, tr. it., Milano, 1970, pp. 200-215, y
también capp. VIII-IX; H. Berve, Storia greca, tr. it., Bari, 1966, cap. III parte
V.
82
D. Lanza, Lingua e discorso…, op. cit., p. 64.

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profundamente contradictoria. Antes que nada, desde un punto de vista


social y político: junto a las clases emergentes, grandes comerciantes,
empresarios, “industriales” propietarios de minas, de astilleros navales,
etc., que encontraban en el nuevo orden democrático el espacio vital para
la defensa de su propia posición social, las viejas clases aristocráticas
continuaban aún ejerciendo su poder, aceptando, de mayor o menor
grado, abandonar las antiguas formas de dominio para disfrutar de los
nuevos instrumentos “técnicos” ofrecidos por la democracia para ampliar
las bases del consenso. Es precisamente por esta razón que Platón hará
decir a Sócrates: “hay quien la llama democracia, y hay quien la llama
con el nombre que más le gusta, pero es, en realidad, una aristocracia con
el consenso de la masa” (Menexeno, 238C-d).
Estaba después el dêmos de quienes eran libres, pero pobres, y que
debían defender, a pesar de todo, su papel privilegiado de ciudadanos
atenienses, quienes, gracias a la igualdad formal garantizada por el
régimen democrático, defendían en realidad su posición propia de
rentiers de la ciudad, en una óptica en la cual la ciudad debía retribuir al
ciudadano por las funciones típicas del ciudadano, es decir, por su
trabajo político y por las actividades conexas, únicos elementos que lo
distinguían del esclavo.83
Un ejemplo clásico de esta contradicción social es, precisamente, el
domino “imperialista” de Atenas, ciudad aparentemente “democrática”
en su interior, pero que ejerce un dominio violento sobre las otras
ciudades griegas que dudan en someterse. El historiador Tucídides ofrece
un ejemplo luminoso de esta política de dominio y al mismo tiempo de
su “cobertura” ideológica. Se trata de un discurso impresionante por la
lucidez con que se reconocen las razones de una dominación
imperialista, de una guerra que tiene sus raíces en las exigencias
imprescindibles de un orden económico y político, más allá de cualquier
tipo de justificación –o mistificación– ideológica o religiosa. Nos
referimos al discurso que los atenienses dirigieron a los habitantes de
Melos en el año 416, décimosexto año de la guerra del Peloponeso.84
Sobre esta contradicción social, que veía conjugarse, ayer como hoy,
formas de democracia política con una praxis imperialista, se insertaba
luego una contradicción cultural que se expresaba a menudo en una
auténtica “polarización” de las mentalidades: por un lado, la búsqueda,
los análisis, la filosofía de unos pocos, y, por el otro, las creencias
tradicionales, el fanatismo, las supersticiones religiosas de la masa. En

                                                                                                                       
83
Véase R. Müller, La sofistica e la democrazia, en “Discorsi” VI (1986) pp. 7-
23, p. 7, pp. 17-18; D. Lanza-M. Vegetti, L’ideologia…, op. cit., pp. 17-20.
84
En Tucídides, V, 84-114.

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este contraste, como ha sucedido a menudo en la historia, los estratos


más pobres del dêmos eran a menudo aliados de la cultura tradicional,
hostiles a todo tipo de innovación, para los cuales la religión de estado
era un sostén importante del sistema político: poner a los dioses en tela
de juicio, como hacían efectivamente los sofistas, significaba atacar las
bases del orden constituido
Allá por el 432, dudar de lo sobrenatural y enseñar astronomía era
pasible de persecución penal: fue en ese año que se dictó el decreto
propuesto por el adivino Diopites, que inició toda una serie de
procedimientos y de procesos políticos y culturales contra los mayores
exponentes de las nuevas ideas.85 Anaxágoras, Diágoras, Protágoras,
Sócrates, Aspasia y Eurípides se encontraron entre los hombres de
cultura más ilustres acusados de “impiedad”; la situación era
aparentemente paradójica, porque una posición políticamente
democrática se aliaba a un rígido conservadurismo cultural y, viceversa,
posiciones innovadoras en el campo cultural se asociaban a tendencias
políticamente conservadoras o, a veces, reaccionarias.
Si damos fe a Diógenes Laercio,86 a causa de su escrito Sobre los
dioses, todos los libros de Protágoras fueron directamente requisados a
quienes los poseían y quemados públicamente en el ágora, mientras que
el propio sofista fue obligado a huir rumbo a Sicilia, y pereció en un
naufragio en medio de su viaje.87 Quedan algunos testimonios –que
veremos más adelante– de este “ateísmo” de Protágoras, que hoy quizá
llamaríamos agnosticismo, y que estaba ciertamente relacionado con su
concepción del relativismo del conocimiento humano.
Los sofistas suscitaron entonces desconfianza y hostilidad entre el
gran público: por sus críticas de las creencias tradicionales, como ocurrió
a menudo en la historia, e incluso hoy, fueron considerados responsables,
y no sólo la expresión, de la decadencia de la moral tradicional y de la
situación de dificultad y de malestar en la cual se encontró la ciudad de
Atenas después de la guerra del Peloponeso. Llegamos así a la otra razón
que antes adelantamos sobre la “desconfianza” que la cultura dominante
tenía respecto de los sofistas. Y cuando decimos cultura dominante en el
siglo IV, y no sólo en éste, queremos decir especialmente Platón y
Aristóteles. Es un hecho: hoy poseemos no sólo muy pocos fragmentos
de las obras originales de los sofistas, sino que todos los otros textos que

                                                                                                                       
85
Sobre este punto, cfr. K.J. DOVER, The Freedom of the Intellectual in Greek
Society, en “Talanta” 7 (1975) pp. 24-54.
86
IX 52-54 = DK80A1.
87
La noticia se encuentra también en Sexto Empírico, adv. m. IX 55, 56 =
DK80A12.

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constituyen la fuente de nuestro conocimiento, justamente, Platón y


Aristóteles y otros autores antiguos que remiten a éstos, constituyen, al
mismo tiempo, la fuente de nuestra incomprensión, desde el momento en
que su intención es precisamente la de hacer de la sofística algo
inadmisible.88 Desde el punto de visa técnico es fácil explicarse por qué
los textos de los sofistas se han perdido para nosotros: Aristóteles los
excluye del grupo de los filósofos, los doctos helenísticos, por
consiguiente, los ignoraron, la tradición doxográfica se limitó en general
a repetir el juicio de Platón, de Aristóteles y de sus escuelas, y
finalmente, en la época del “rescate” manuscrito de obras antiguas,
fueron considerados indignos de consideración y, por ello, ignorados.
Pero si nos interrogamos sobre las razones de esta exclusión, el discurso
se hace más difícil, especialmente si tomamos en consideración a Platón
como la fuerte primaria de la deformación de la imagen del sofista.
No es éste el lugar para analizar la compleja posición platónica en su
enfrentamiento con los sofistas; bastará por el momento con esbozar sólo
algunos aspectos generales. Puede decirse que toda la obra platónica es
una polémica contra los sofistas, si bien algunas ambigüedades subsisten,
como ya hemos dicho. Son numerosos los pasajes, del Gorgias al Fedro,
del Fedón al Protágoras, a la República, al Teeteto, al Filebo y al
Político, en los cuales Platón trata de establecer la diferencia entre el
sofista y el filósofo, ensayando de tiempo en tiempo de remitirla a la
distinción entre retórica o erística y dialéctica, entre saber aparente y
saber real.
El esfuerzo de Platón se basa fundamentalmente en su tentativa por
fundar objetivamente –ontológicamente– la contraposición clara entre
verdadero y falso, y esta fundación es posible sólo si se admite la
existencia de entes ideales que no dependen de la subjetividad de
discursos que se oponen, sino que, por el contrario, son el fundamento de
todo discurso. Hablar diciendo la verdad significa construir un discurso
que refleja la existencia de estos entes ideales, independientes del flujo
de las sensaciones y, por eso, no contradictorios: las ideas inmóviles son
el metro con el cual se mide y se comprende la movilidad; lo eterno sirve
para medir a lo temporal, lo objetivo a lo subjetivo, el ser al devenir. Esto
es justamente lo que hace el filósofo, el dialéctico.
El sofista, por el contrario, el erístico, es todo aquel que queda unido
a la fenomenicidad, que no posee un criterio seguro para distinguir las
cosas; por ello, sus discursos no son sino puras palabras sin referente
objetivo, que cambian continuamente de referente, que son, entonces,
tesis que no buscan el descubrimiento de la verdad, sino la obtención de
                                                                                                                       
88
Véase B. Cassin (ed.), Positions de la sophistique, Paris, 1986, pp. 10-11.

37
Néstor Luis Cordero (ed.)

un consenso pasajero, es decir, una simple victoria verbal sobre el


interlocutor: hablan, en definitiva, para no decir nada: este aspecto será
vehementemente subrayado por Aristóteles89 cuando dirá que los sofistas
hablan por hablar, sólo por “el placer de hablar”, logou charin.90
Pero si bien éstos son los términos en los cuales, en general, Platón
ubica su polémica contra la sofística (y, de paso, “crea” una sofística
unitaria, que históricamente no existió, ya que no hay un denominador
común para todos sofistas),91 no debe creerse que en la obra misma de
Platón no haya elementos contradictorios. En la última etapa de su
producción, fundamentalmente a partir del Parménides, Platón somete a
una crítica radical a su teoría de las ideas sobre la base de una
reelaboración de teorías pitagóricas y eleáticas, pero con el
convencimiento de que las teorías de los sofistas no son tan fácilmente
descartables como él había creído. El Sofista representa el intento mayor,
y al mismo tiempo más problemático, de fundamentar definitivamente la
separación entre el sofista y el filósofo.
Este diálogo, una de las obras más complejas no sólo de Platón, sino
de toda la historia de la filosofía, toca varios registros: lingüístico,
conceptual, político. Comienza con una imagen emblemática: la “caza”.
Hay que encarar la caza del sofista porque se trata de una fiera
multiforme que se esconde donde uno menos se lo espera, lista para
asumir todo tipo de aspectos para no dejarse descubrir. Intenta
camuflarse, fundamentalmente, bajo la figura justamente del cazador, el
filósofo; y existe el riesgo, para éste, de confundirse con su adversario en
el curso de la caza.
La habilidad del sofista consiste precisamente en hacer posible algo
imposible: es imposible hablar de todo, porque es imposible poseer todas
las técnicas, tener una “sabiduría” que abarque todos los campos. Y, no
obstante, el sofista posee una técnica que le permite hacerlo posible, que
le permite aparecer en posesión de todas las técnicas; es la técnica de la
imitación, gracias a la cual con el instrumento de la refutación, aparece
como lo que no es (como su nombre lo indica: sophistés, que tiene la
misma raíz que “sabio”, sophós).
El problema consiste en que tanto la imitación como la refutación son
también las técnicas del filósofo, que imita con su discurso los entes
ideales en sus relaciones y refuta lo falso. La diferencia entonces debe

                                                                                                                       
89
Met., IV.5.1009a16-22.
90
Véase B. Cassin, Du faux ou du mensonge a la fiction (de pseudos a plasma),
en B. Cassin (ed.), Le plaisir de parler, Paris, 1986, pp. 6-7.
91
Sobre este punto, véase G.W. Most, Sophistique et hermeneutique, en B.
Cassin (ed.), Positions…, op. cit., pp. 236-237.

38
El filósofo griego frente a la sociedad de su tiempo  

buscarse, parece, en el plano de la distinción entre lo verdadero y lo


falso, pero también acá es difícil de separar la distinción lingüística de la
conceptual. Si el discurso verdadero es aquel que dice las cosas que son
tal como son (o las cosas que no son, como si fueran),92 aparece
claramente, por un lado, la posibilidad de establecer lingüísticamente la
distinción entre lo verdadero y lo falso al interior del discurso, pero, por
el otro, surge la dificultad de trasladar esta distinción propia del discurso,
a una distinción ontológica, real, más allá del nivel discursivo, desde el
momento en que la fundación de un nivel ontológico se basa no obstante
sobre el discurso que la afirma.
La distinción entre verdadero y falso, fundada sobre la que hay entre
ser y no ser, entre ser y aparecer, se resuelve en el Sofista, por un lado,
con la atribución de un “ser ontológico” incluso al aparecer: si lo falso es
decir cosas que “no son”, y si es posible decirlas, entonces debe
concluirse que también el “no ser” existe. La existencia del no ser es
justamente la del "ser diferente de", parecer algo que no se es; lo falso
existe, entonces, como aquello que es diferente del ser, no como lo
contrario de éste; existe como lo que “parece” verdadero pero “no es”
verdadero, incluso “siendo”.
Con esta distinción genial, Platón respondía no sólo al relativismo de
Protágoras, para quien “todo es verdadero”, sino también a posiciones
que se habían originado en algunas escuelas socráticas, como la de
Antístenes, para quien “no es posible contradecir”. Pero, por otro lado,
esta distinción no podía sino llegar a la conclusión de la inseparabilidad
de aquellos dos terminus, lo cual conduce a la inseparabilidad del sofista
y del filósofo: el primero ya no podrá ser definido filosóficamente de
manera independiente del segundo, y, viceversa, porque verdadero y
falso, como ser y no ser, están siempre dialécticamente unidos
recíprocamente y se necesitan mutuamente; no se puede establecer un
“ser” si no es relación con un “no ser”, una verdad si no es en relación a
una falsedad; y siempre queda abierta la posibilidad de su inversión.
Queda entonces un único criterio posible para operar esta distinción:
el político. Es sólo en el interior de la ciudad que el sofista se distingue
del filósofo. El criterio lógico y conceptual, en vez de separarlos,
conduce a su inseparabilidad, mientras que el criterio político los coloca
en las antípodas. Sofista y filósofo se distinguen entonces realmente por
el puesto diverso que ocupan en la sociedad, ya que sus discursos sobre
el bien de la ciudad, el bien para la vida humana, sobre cómo debe
vivirse o sobre cómo puede alcanzarse la felicidad, están realmente
alejados el uno del otro y el sofista deviene entonces un filósofo
                                                                                                                       
92
Sofista, 263a-b.

39
Néstor Luis Cordero (ed.)

“malo”.93 Toda esta complejidad y dramaticidad del análisis platónico se


perderá en nuestra tradición cultural, que se fundará en la simplificación
de la contraposición “el sofista” y “Platón”, es decir, “el filósofo”, que
quedarán, en nuestro imaginario filosófico, emblemáticamente, como dos
figuras opuestas para siempre.

3. Para concluir, quisiera esbozar brevemente sólo dos posiciones


culturales y filosóficas de la sofística que se han podido reconstruir sin
recurrir a las “deformaciones” operadas por Platón, Aristóteles y de sus
seguidores antiguos.
Hemos hecho alusión al descubrimiento de la relatividad de los
valores como una de las conquistas más importantes de los sofistas. El
mérito de haber planteado y demostrado el discurso sobre la relatividad
corresponde a Protágoras de Abdera, una de las figuras de mayor brillo
del siglo V, a pesar de los escasos fragmentos de sus obras que han
llegado hasta nosotros. Su libro La Verdad (o Discursos demoledores –o
innovadores: katabállontes–) comenzaba muy probablemente con esta
frase: “Cada uno es medida de todas las cosas, de las que son, de cómo
son, de las que no son, de cómo no son”. La frase fue repetida por
Platón94 y por Sexto Empírico,95 y fue retomada y comentada por
Aristóteles y otros más. Su interpretación fue y es objeto de discusiones.
No nos interesa acá examinar su significado filosófico, que tanto ayer
como hoy está lejos de alcanzar la unanimidad, sino ver cómo se traduce
en un comportamiento político
La filosofía protagorea, lejos de ser una invitación al quietismo y a la
indiferencia, o, peor, una especie de anarquismo moral, se presenta al
contrario como una auténtica y verdadera filosofía de la praxis. Ya la
teoría de la homo-mensura, que puede interpretarse tanto en el sentido
del hombre como género humano, o en el sentido del hombre como
individuo singular, se presta también a interpretaciones “intermedias”,
que ponen en evidencia el papel activo de una colectividad particular, de

                                                                                                                       
93
Para la justificación detallada de nuestra lectura del Sofista platónico, véase G.
Casertano, Il nome della cosa. Linguaggio e realtà negli ultimi dialoghi
platonici, Napoli, 1996, capítulo 2; y, para una lectura diferente, los bellos
ensayos de M. Canto, “Politiques de la réfutation. Entre chien et loup: le
philosophe et le sophiste”, en B. Cassin (ed.), Positions…, op. cit., y de L.
Palumbo, Il non essere e l’apparenza. Sul Sofista di Platone, Napoli, 1994.
94
Teeteto, 151e-152a.
95
Adv. math., VII.60 = DK, 80B1; Pyrrh. hip., I.216 = DK, 80A14.

40
El filósofo griego frente a la sociedad de su tiempo  

un grupo social cuyos miembros otorgan el mismo valor a la existencia.96


Pero dos testimonios platónicos, uno en el Teeteto y otro en el
Protágoras, combinados con otras dos tesis de Protágoras, a saber, que
“sobre cada hecho hay dos discursos contrapuestos entre sí” (DK 80A1),
y que es necesario “hacer mejor el discurso peor” (DK80A21), nos
permiten establecer una reconstrucción de su discurso ético y político
original. En el Teeteto, después de haber recordado la teoría de la homo-
mensura, Platón pone en boca de Protágoras el famoso discurso conocido
como Apología de Protágoras, en el cual, después del famoso
paralelismo entre el sofista y el médico, el uno que opera con remedios y
el otro con la palabra, se dice que “los sabios y los autores capaces
hacen aparecer como justas para la ciudad las opiniones útiles en lugar
de las dañosas, puesto que cuanto aparece como justo y bello para cada
ciudad, lo es para ella y en tanto así lo considera. Pero el sabio, en vez de
opiniones particulares dañosas para los ciudadanos, hace ser y aparecer
las útiles”.97 No hay contradicción alguna entre el relativismo
gnoseológico y esta visión ético-política de Protágoras: bien y útil son
conceptos ciertamente relativos, porque no existe el bien ni lo útil, sino
sólo aquello que puede ser bueno para algunos, pero que puede ser malo
para otros; así, los discursos de los hombres, contrapuestos entre sí, son
relativos, porque no existe un discurso más verdadero que otro. Pero un
discurso más útil sí es posible: si cada individuo, o cada grupo di
individuos, tiene su verdad, no por ello todas las verdades son
igualmente útiles para la vida en sociedad. El “discurso mejor” no es
entonces el discurso lógico, sino el discurso político que se muestra más
idóneo para un acuerdo, para un pacto de aceptabilidad para la
colectividad,98 porque es mejor que otros para considerar –incluso
provisoriamente, hasta que la ciudad lo cambie–; el discurso mejor es el
nómos, la ley, la realización dinámica de un consenso humano buscado e
impuesto a la ciudad gracias a la persuasión del sabio, del sofista, que es
como el médico para la sociedad. Al sofista le espera entonces una tarea
muy elevada, la de realizar un tipo de sociedad que actualice la
“sociabilidad” del hombre, la de armonizar las diferentes e irreductibles
individualidades en un “cuerpo” social que sea el mejor possible.99
                                                                                                                       
96
Para este punto, véase E. Dupréel, Les sophistes, Neuchâtel, 1948; F.
Caujolle-Zaslawsky, “Sophistique et scepticisme. L’image de Protagoras dans
l’oeuvre de Sextus Empiricus”, en B. Cassin (ed.), Positions…, op. cit., p. 157.
97
Teet., 166d-e ss. = DK, 80A21a.
98
Véase G. Martano, Contrarietà e dialettica nel pensiero antico. I. Dai Milesii
ad Antifonte, Nspoli-Firenze, 1972, pp. 237-243.
99
Platón pone en boca de Protágoras, en el diálogo homónimo (en un extenso
pasaje conocido como "El mito de Protágoras", 320c ss. = DK 80C1) una

41
Néstor Luis Cordero (ed.)

La otra posición que quería evocar, bien diversa del


“democraticismo” de Protágoras, es la de Antifonte, quien ve en el
nómos, en la ley democrática de la ciudad, un carácter de “exterioridad”
respecto de la naturaleza más profunda del hombre, y cuya violencia
represiva critica. Antifonte fue un hombre de una cultura y de una
sensibilidad considerables, como testimonian, entre otras cosas, la
cantidad de los términos de la lengua griega para los cuales construyó un
significado original.100 Se discutió en la antigüedad, y luego entre los
críticos modernos, si existieron dos Antifontes, un sofista y un profesor
de retórica, un orador, o si existió uno solo. La dificultad para los
estudiosos surgía del hecho de que parecía imposible conciliar la imagen
del sofista, tal como surgía de los testimonios y de los fragmentos
encontrados en los papiros, que parecía sostener la igualdad natural entre
todos los hombres, con la del retórico, que jugó un papel importantísimo
en la revuelta antidemocrática y oligárquica de los Cuatrocientos (junio-
septiembre 411 a.C.), según narra el historiador Tucídides.101
En realidad, una lectura de los documentos menos sujeta a
sistematizaciones y a oposiciones del tipo democracia/oligarquía que no
siempre tuvieron mucho sentido en la antigüedad (como hoy, por otra
parte), nos permite entrever la figura interesante de un hombre bastante
“esquivo” frente a la política, dedicado al ejercicio escrupuloso de su
profesión de abogado, que en cierto momento de la situación histórica
vivida en su propia ciudad cree encontrar la posibilidad de actuar
directamente en política. Atenas, en efecto, después de la desastrosa
                                                                                                                                                                                                                                                                         
verdadera y propia teoría de la civilización y de la organización social. En la
misma, después de de haber hablado de la fundación de las ciudades, primer
paso necesario para abandonar el estado animal, se exalta el valor de aidós y de
díke, respeto y justicia, que deben estar presentes en todos los ciudadanos, ya
que son la condición necesaria para que el animal de aspecto humano devenga
animal social.
100
Sobre este punto, véanse todos los términos incluidos en los antiguos léxicos
y recogidos en DK87.
101
Tuc., VIII.65 ss. Sobre la cuestión de los dos Antifontes y del significado de
su doctrina, según una perspectiva diferente de la mía, véase F. Decleva Caizzi,
Antiphontis Tetralogiae, Milano-Varese, 1968; Antifonte oratore e Antifonte
sofista, ed. B. Gentili-G. Morelli, Urbino, 1974; F. Decleva Caizzi, “Il nuovo
papiro di Antifonte”, en F. Adorno, F. Decleva Caizzi, F. Lasserre, F.
Vendruscolo, Protagora, Antifonte, Posidonio, Aristotele. Saggi su frammenti
inediti e nuove testimonianze, Firenze, 1986; I. Labriola, Introduzione ad
Antifonte, La verità, Palermo, 1992; M.Narcy, “Antiphon d’Athènes”, en
Dictionnaire des philosophes antiques, R. Goulet, (ed.) vol. I, París 1989; M.
Vegetti en Platone, La Repubblica, trad. y com. De M. Vegetti, vol. II (libros II
y III), Napoli, 1998, pp. 163-169.

42
El filósofo griego frente a la sociedad de su tiempo  

expedición a Sicilia contra Siracusa, se debatía en luchas intestinas y una


inseguridad desconocida hasta entonces.
Antifonte debió pensar que una intervención suya directa, junto con
otros personajes de alta posición cultural y moral,102 podía contribuir a
instaurar condiciones de vida más humanas, como las que teorizaba en
sus obras. Es la figura de un pensador “solitario”, entonces, que hasta el
instante supremo, cuando los Cuatrocientos fueron derrocados y él
mismo condenado a muerte, no dejó de asombrar a sus contemporáneos
por la nobleza de sus sentimientos. He aquí el testimonio de Tucídides:

...pero quien había organizado todo el complot para que se llegara a este
resultado, quien había dedicado al mismo desde hacía tiempo todas sus
energías, era Antifonte, un hombre que, entre los atenienses de su tiempo,
no era superado por nadie en cuanto a su estatura moral, el más profundo
tanto en el pensamiento como en la expresión del mismo; si bien no se
presentaba de buen grado para hablar en la Asamblea ni en otros lugares de
debate, era considerado con desconfianza por la masa por su fama de hábil
orador. No había nadie mejor que él para aconsejar a quien, perseguido en
los tribunales o en la asamblea popular, le pedía sus consejos. Y cuando [...]
los Cuatrocientos fueron derrocados y el pueblo los castigó duramente, fue
precisamente él, que había sido acusado de instaurar este régimen, quien
pronunció la mejor defensa, según mi opinión, pronunciada jamás en un
proceso por delitos capitales.103

Un hombre de sentimientos aristocráticos, entonces, ajeno a todo tipo


de demagogia, y que, con una mirada lúcida y apasionada, reflexiona
sobre la vida humana y capta con profundidad las contradicciones en un
período agitado de la vida social, con una perspectiva que podría ser
viable si se respetara en mayor grado la naturaleza humana. Sobre la base
de algunos fragmentos de Antifonte se ha hablado de un “pesimismo”,104

                                                                                                                       
102
Es obvio que esto no excluye que en el siglo IV hubiera individuos que
esperaban que la restauración del régimen oligárquico redundara en su
beneficio.
103
Tuc., VIII.68, 1-2.
104
“La vida se asemeja a una efímera vigilia, la extensión de una vida a la
duración de un día, en el cual miramos la luz para dejar de inmediato nuestro
puesto a otros, que han de seguir” (Estobeo, IV.34, 63 = DK, 87B50); “Es toda
la vida la que está en acusación, querido amigo, la cual no contiene nada de
elevado, ni de grande, ni de noble, sino que todo es pequeñeces, debilidades,
transitoriedad y mezcla de grandes Dolores” (Estobeo, IV.34, 56 = DK, 87B51);
“Hay hombres que no viven la vida presente, y que se preparan cuidadosamente
a vivir otra vida, y no ésta; entretanto, el tiempo perdido se les escapa para

43
Néstor Luis Cordero (ed.)

pero son justamente sus reflexiones sobre la vida humana y sobre aquello
que es lo mejor para el hombre lo que abre la puerta para las reflexiones
“políticas” de Antifonte. Y es acá donde el análisis de Antifonte muestra
toda su desesperada lucidez al denunciar el formalismo abstracto de las
leyes, que, incluso ahí donde deben imponerse para organizar bien o mal
una red de relaciones reguladoras de los comportamientos humanos en
sociedad, sólo son capaces de determinar un comportamiento
formalmente correcto, que solo roza en grado mínimo la “interioridad”
del hombre, su naturaleza más profunda, y que no consigue ofrecerle
ninguna motivación profunda para sus acciones. He aquí por qué el
sistema de las leyes vigentes representa una ofensa para la naturaleza
humana, al atacar y al mortificar las bases de sus exigencias vitales.
Estos lúcidos análisis se conservan en el famoso fragmento del papiro de
Oxyrhynco, que se encuentra en DK 87B44. La definición inicial de
Antifonte, desde el punto de vista formal, es perfecta:

Por consiguiente, 'justicia' es no transgredir las leyes de la ciudad de la


cual se es ciudadano. Es por esta razón que cada uno aplicará la justicia del
modo que, según él, es el más útil: cuando hay testigos, tendrá gran estima
por las leyes, pero, en ausencia de testigos, aplicará más bien las normas
naturales, ya que las normas de la ley son accesorias (epítheta) y las de la
naturaleza, necesarias (anankaîa); las de la ley son fruto de un acuerdo y no
generadas, las de la naturaleza son generadas y no acordadas. Es así como,
si se transgreden las normas de la ley a escondidas de quienes la acordaron,
no hay censura ni pena; si se las transgrede sin ocultamiento, no hay
impunidad. En cambio, si uno violenta más allá de lo posible las normas de
la naturaleza, incluso si nadie se da cuenta, el mal no es menor; y si todos lo
saben, no es mayor: se violenta no una opinión, sino la verdad. Es sobre esto
que se basa nuestra encuesta, ya que la mayor parte de aquello que es justo
según la ley, contradice a la naturaleza.105

El hombre justo, entonces, es un hombre profundamente dicotómico:


en lo social, es un ciudadano ejemplar y respetuoso de la ley; en lo
privado, al darse cuenta de que lo realmente “útil” no coincide con lo que
la ley dictamina, la transgrede si está seguro que esto no le acarreará
daño alguno. No se trata de “inmoralismo” por parte de Antifonte; por un
lado, el sofista “describe” lo que ocurre realmente en la sociedad; por el
otro, se dan razones: lo que ocurre, ocurre, en efecto, porque hay un
contraste esencial entre las normas de la ley y las de la naturaleza:
Antifonte llama convencionales a las primeras y necesarias a las
                                                                                                                                                                                                                                                                         
siempre” (Estobeo, III.16, 20 = DK, 87B53a); “No es posible desplazar la vida
como si fuese un peon” (Harpocr. anathésthai = 87B52).
105
DK, 87B44, A, coll. 1-2.

44
El filósofo griego frente a la sociedad de su tiempo  

segundas. La normatividad de la ley viene en efecto después de aquella


de la naturaleza: esto se demuestra por el hecho de que la pena que se
paga por transgredir una y otra es completamente diferente. En el primer
caso se trata de una consecuencia totalmente convencional, que depende
del tiempo y del lugar en el cual un hombre vive y actúa, y que Antifonte
llama “opinión”; en el segundo, la consecuencia es necesaria, y Antifonte
la llama “verdad”: no se trata de inmoralismo, entonces, sino, a lo sumo,
de una crítica de la inmoralidad de la ley.
En este punto la búsqueda de Antifonte revela una gran profundidad
en su crítica de un sistema de leyes y de normas que, con el pretexto de
reglamentar todo con códigos acordados abstractamente o impuestos
violentamente, sofocan y ofenden la naturalidad y la espontaneidad del
hombre: “las leyes prescriben, en efecto, lo que deben ver, o no ver, los
ojos; lo que deben escuchar, o no, los oídos; lo que debe decir, o no, la
lengua; lo que deben hacer, o no, las manos; donde deben ir, o no, los
pies; lo que la mente debe, o no, desear”.106 El “pesimismo” de Antifonte
se revela entonces como una denuncia del origen social del dolor. Vivir
y morir son ciertamente cosas naturales, pero una ley que no ofendiese la
naturaleza del hombre tendría que ser aquella que intentara asegurar al
hombre el máximo de placer y reducir al mínimo los dolores, asegurar al
hombre, a todos los hombres, en una palabra, las condiciones de una vida
humana, y no una simple supervivencia entre los intersticios de una red
de relaciones mortificantes y opresoras: “Vivir y morir, en efecto, son
cosas naturales, y la vida del hombre deriva de aquello que le es útil, y la
muerte de lo que es dañino. La utilidad prescripta por la ley es una
cadena (desmós) para la naturaleza; la prescripta por la naturaleza es
libre (eléphtera). Por consiguiente, para razonar correctamente, lo que
conlleva un dolor no puede agradar a la naturaleza más que aquello que
procura placer: en efecto, lo que es verdaderamente útil debe producir
placer, no daño. No obstante, lo que por naturaleza procura placer…”.107
Aquí el fragmento se interrumpe; pero el discurso de Antifonte sobre la
no-naturalidad de la ley, sobre las culpas de la ley –en concreto, de la
organización social– al mortificar la vida del hombre en lugar de
favorecer su expansión, se confirma en los pasajes siguientes, donde se
ve que la función del nómos, tal como se lo concibe actualmente, es sólo
la de reprimir los placeres y de aumentar los dolores: “...y entre estos
casos enumerados, la mayor parte son contrarios a la naturaleza, ya que
provocan un dolor mayor, mientras que uno menor sería posible, y un
placer menor, cuando un placer mayor sería posible, y un daño, cuando

                                                                                                                       
106
DK, 87B44, A, col. 3.
107
DK, 87B44, A, col.3.

45
Néstor Luis Cordero (ed.)

sería posible evitarlo”.108 En otros términos, el nómos, en su versión


“aseguradora de garantías” e “igualitaria”, codificada entre las redes de
una normativa que pretende defender la “justicia” más “igual” posible,
consagra en realidad desigualdad y “violencia”, que se oponen a la más
genuina “naturaleza humana”.109
Estos pasajes dejan entrever la gran experiencia del orador experto en
las prácticas y en las normas que regulan lo que los hombres llaman
“justicia”, y, al mismo tiempo, los indicios de una reflexión profunda
sobre estos importantes mecanismos de la vida social: mecanismos que,
al codificar una “igualdad” formal entre todos los ciudadanos, sancionan
en realidad la más profunda desigualdad, aquella que daña la naturalidad
de la vida humana. “Por naturaleza, todos somos absolutamente iguales,
tanto bárbaros como griegos. Esto se puede ver a partir de las
necesidades naturales de todos los hombres... Todos respiramos el aire
por la boca y por la nariz, y...”.110 Frente a una ley que se aleja cada vez
más de la naturaleza, de la naturalidad de una vida que se podría vivir
según otras normas, el principio que debería regular la vida humana es el
de la “concordia” (homónoia), lazo que une al hombre singular con la
comunidad, como se lee en otro bellísimo fragment.111 Es sólo una
humanidad “naturalmente” armonizada en su interior, sin fracturas ni
violencias, sin discriminaciones de ninguna especie, “en concordia”, la
que podrá satisfacer a las necesidades de todos: sólo en ella, “la ley” no
será la violencia legalizada e impuesta bajo el disfraz de una “igualdad”
formal de todos los ciudadanos, de todos los hombres, sino un
comportamiento espontáneo, consciente y libre, de todos.112

Traducción: N.L. Cordero

                                                                                                                       
108
DK, 87B44, A, col. 5.
109
Es éste, por ejemplo, el caso de “igualdad” ante la ley del ofendido y del
ofensor, recordado por Antifonte: DK, 87B44, A, col. 5-7.
110
DK, 87B44, B, col.2: en este punto se interrumpe el fragmento.
111
Jámblico, Ep. sobre la concordia [Estobeo, II.35, 15] = DK, 87B44a.
112
Véase G. Casertano, Il piacere, l’amore e la morte nelle dottrine dei
presocratici, cit., pp. 100-101 y G. Casertano, Sofista, Nápoles, 2004.

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