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Platón, La República

Libro III

X. -Después de esto -seguí- nos queda aún lo referente al carácter del canto y melodía, ¿no?
-Evidentemente.
-Ahora bien, ¿no está al alcance de todo el mundo el adivinar lo que vamos a decir, si hemos de ser consecuentes con lo ya
hablado, acerca de cómo deben ser uno y otra?
Entonces Glaucón se echó a reír y dijo: -Por mi parte, Sócrates, temo que no voy a hallarme incluido en ese mundo de que
hablas; pues por el momento no estoy en condiciones de conjeturar qué es lo que vamos a decir, aunque lo sospecho.
-De todos modos -contesté-, supongo que esto primero sí estarás en condiciones de afirmarlo: que la melodía se compone de tres
elementos, que son letra, armonía y ritmo [213].
-Sí -dijo-. Eso al menos lo sé.
-Ahora bien, tengo entendido que las palabras de la letra en nada difieren de las no acompañadas con música en cuanto a la
necesidad de que unas y otras se atengan a la misma manera y normas establecidas hace poco.
-Es verdad -dijo.
-Por lo que toca a la armonía y ritmo, han de acomodarse a la letra.
-¿Cómo no?
-Ahora bien, dijimos que en nuestras palabras no necesitábamos para nada de trenos y lamentos.
-No, efectivamente.
-¿Cuáles son, pues, las armonías lastimeras? Dímelas tú, que eres músico [214]
-La lidia mixta -enumeró-, la lidia tensa y otras semejantes.
-Tendremos, por tanto, que suprimirlas, ¿no? -dije-. Porque no son aptas ni aun para mujeres de mediana condición, cuanto
menos para varones.
-Exacto.
-Tampoco hay nada menos apropiado para los guardianes que la embriaguez, molicie y pereza.
-¿Cómo va a haberlo?
-Pues bien, ¿cuáles de las armonías son muelles y convivales?
-Hay variedades de la jonia y lidia -dijo- que suelen ser calificadas de laxas.
-¿Y te servirías alguna vez de estas armonías, querido, ante un público de guerreros?
-En modo alguno -negó-. Pero me parece que omites la doria y frigia.
-Es que yo no entiendo de armonías -dije-; mas permite aquella que sea capaz de imitar debidamente la voz y acentos de un
héroe que, en acción de guerra u otra esforzada empresa, sufre un revés o una herida o la muerte u otro infortunio semejante y,
sin embargo, aun en tales circunstancias se defiende firme y valientemente contra su mala fortuna. Y otra que imite a alguien
que, en una acción pacífica y no forzada, sino espontánea, intenta convencer a otro de algo o le suplica, con preces si es un dios o
con advertencias o amonestaciones si se trata de un hombre; o al contrario, que atiende a los ruegos, lecciones o reconvenciones
de otro y, habiendo logrado, como consecuencia de ello, lo que apetecía, no se envanece, antes bien, observa en todo momento
sensatez y moderación y se muestra satisfecho con su suerte. Estas dos armonías, violenta y pacífica, que mejor pueden imitar
las voces de gentes desdichadas o felices, prudentes o valerosas, son las que debes dejar.
-Pues bien -dijo-; las armonías que deseas conservar no son otras que las que yo citaba ahora mismo.
-Entonces -seguí-, la ejecución de nuestras melodías y cantos no precisará de muchas cuerdas ni de lo panarmónico [215] .
-No creo -dijo.
-No tendremos, pues, que mantener constructores de triángulos, péctides y demás instrumentos policordes y
poliarmónicos [216] .
-Parece que no.
-¿Y qué? ¿Admitirás en la ciudad a los flauteros y flautistas? ¿No es la flauta el instrumento que más sones distintos [217] ofrece,
hasta el punto de que los mismos instrumentos panarmónicos son imitación suya?
-En efecto, lo es -dijo.
-No te quedan, pues -dije-, más que la lira y cítara como instrumentos útiles en la ciudad; en el campo, los pastores pueden
emplear una especie de zampoña.
-Así al menos nos lo muestra la argumentación -dijo.
-Y no haremos nada extraordinario, amigo mío -dije-, al preferir a Apolo y los instrumentos apolíneos antes que a Marsias y a los
suyos [218] .
-No, por Zeus -exclamó-, creo que no.
-¡Por el can [219] ! -exclamé a mi vez-. Sin darnos cuenta de ello estamos purificando de nuevo la ciudad que hace
poco [220] llamábamos ciudad de lujo.
-Y hacemos bien -dijo él.

XI. -¡Ea, pues! -dije-. ¡Purifiquemos también lo que nos queda! A continuación de las armonías hemos de tratar de lo referente a
los ritmos, no para buscar en ellos complejidad ni gran diversidad de elementos rítmicos [221] , sino para averiguar cuáles son
los ritmos propios de una vida ordenada y valerosa; y, averiguado esto, haremos que sean forzosamente el pie y la melodía los
que se adapten al lenguaje de un hombre de tales condiciones y no el lenguaje a los otros dos. En cuanto a cuáles sean estos
ritmos, es cosa tuya el designarlos, como hiciste con las armonías.
-Pues, por Zeus -replicó- que no sé qué decirte. Porque que hay tres tipos rítmicos con los cuales se combinan los distintos
elementos, del mismo modo que existen cuatro tipos tonales de donde proceden todas las armonías [222] , eso lo sé por haberlo
observado. Pero lo que no puedo decir es qué clase de vida refleja cada uno de ellos.
-En este punto -dije-, Damón [223] nos ayudará a decidir cuáles son los metros que sirven para expresar vileza, desmesura,
demencia u otros defectos semejantes y qué ritmos deberán quedar reservados a las cualidades opuestas. Porque recuerdo
vagamente haberle oído hablar de un metro compuesto al que llamaba enoplio y de un dáctilo y un heroico que arreglaba no sé
cómo, igualando la sílaba de arriba y la de abajo y haciéndolo terminar ya en breve, ya en larga; también citaba, si no me
equivoco, un yambo y otro que llamaba troqueo, a cada uno de los cuales atribuía cantidades largas o breves [224] . Con respecto
a algunos de ellos creo que censuraba o elogiaba la vivacidad del pie no menos que el ritmo en sí [225] . O tal vez se tratase de la
combinación de uno y otro; no recuerdo bien. En fin, todo esto, como decía, quede reservado a Damón, pues el discutirlo nos
llevaría no poco tiempo. ¿O acaso piensas de otro modo?
-No, por Zeus, yo no.
-¿Pero puedes contestarme si lo relativo a la gracia o carencia de ella depende de la eurritmia o arritmia del movimiento?
-¿Cómo no?
-Ahora bien, lo eurrítmico tomará modelo y seguirá a la bella dicción y lo arrítmico a la opuesta a ella; lo mismo ocurrirá
también con lo armónico e inarmónico si, como decíamos hace poco, el ritmo y la armonía han de seguir a las palabras, no éstas
o aquéllos.
-Efectivamente -dijo-, han de seguir a las palabras.
-¿Y la dicción -seguí preguntando- y las palabras? ¿No dependerán de la disposición espiritual?
-¿Cómo no?
-¿Y no sigue lo demás a las palabras?
-Sí.
-Entonces, la bella dicción, armonía, gracia y eurritmia no son sino consecuencia de la simplicidad del carácter; pero no de la
simplicidad que llamamos así por eufemismo, cuando su nombre verdadero es el de necedad, sino de la simplicidad propia del
carácter realmente adornado de buenas y hermosas prendas morales.
-No hay cosa más cierta -dijo.
-¿No será, pues, necesario que los jóvenes persigan por doquier estas cualidades si quieren cumplir con el deber que les
incumbe?
-Deben perseguirlas, en efecto.
-Pues pueden hallarlas fácilmente, creo yo, en la pintura o en cualquiera de las artes similares o bien en la tejeduría, el arte de
recamar, el de construir casas o fabricar toda suerte de utensilios y también en la disposición natural de los cuerpos vivos y de
las plantas; porque en todo lo que he citado caben la gracia y la carencia de ella. Ahora bien, la falta de gracia, ritmo o armonía
están íntimamente ligadas con la maldad en palabras y modo de ser y, en cambio, las cualidades contrarias son hermanas y
reflejos del carácter opuesto, que es el sensato ybondadoso.
-Tienes toda la razón -dijo.

XII. -Por consiguiente, no sólo tenemos que vigilara los poetas y obligarles o a representar en sus obras modelos de buen
carácter o a no divulgarlas entre nosotros, sino que también hay que ejercer inspección sobre los demás artistas e impedirles que
copien la maldad, intemperancia, vileza o fealdad en sus imitaciones de seres vivos o en las edificaciones o en cualquier otro
objeto de su arte [226] ; y al que no sea capaz de ello no se le dejará producir entre nosotros, para que no crezcan nuestros
guardianes rodeados de imágenes del vicio, alimentándose de este modo, por así decirlo, con una mala hierba que recogieran y
pacieran día tras día, en pequeñas cantidades, pero tomadas éstas de muchos lugares distintos, con lo cual introducirían, sin
darse plena cuenta de ello, una enorme fuente de corrupción en sus almas. Hay que buscar, en cambio, a aquellos artistas cuyas
dotes naturales les guían al encuentro de todo lo bello y agraciado; de este modo los jóvenes vivirán como en un lugar sano,
donde no desperdiciarán ni uno solo de los efluvios de belleza que, procedentes de todas partes, lleguen a sus ojos y oídos, como
si se les aportara de parajes saludables un aura vivificadora que les indujera insensiblemente desde su niñez a imitar, amar y
obrar de acuerdo con la idea de belleza. ¿No es así?
-Ciertamente -respondió-, no habría mejor educación.
-¿Y la primacía de la educación musical -dije yo- no se debe, Glaucón, a que nada hay más apto que el ritmo y armonía para
introducirse en lo más recóndito del alma y aferrarse tenazmente allí, aportando consigo la gracia y dotando de ella a la persona
rectamente educada, pero no a quien no lo esté? ¿Y no será la persona debidamente educada en este aspecto [227] quien con más
claridad perciba las deficiencias o defectos en la confección o naturaleza de un objeto y a quien más, y con razón, le desagraden
tales deformidades, mientras, en cambio, sabrá alabar lo bueno, recibirlo con gozo y, acogiéndolo en su alma, nutrirse de ello y
hacerse un hombre de bien; rechazará, también con motivos, y odiará lo feo ya desde niño, antes aún de ser capaz de razonar; y
así, cuando le llegue la razón, la persona así educada la verá venir con más alegría que nadie, reconociéndola como algo familiar?
-Creo -dijo- que sí, que por eso se incluye la música en la educación.
-Pues bien -seguí-, así como al aprender las letras [228] no nos hallábamos suficientemente instruidos mientras no conociésemos
todas ellas, que, por lo demás, son pocas, en todas las combinaciones en que aparecen, sin despreciar ninguna, pequeña o
grande, como indigna de que nos fijásemos en ella, antes bien, aplicándonos con celo a distinguir todas y cada una de las letras,
convencidos de que no sabríamos leer mientras no obrásemos de aquel modo...
-Es verdad.
-¿Y no lo es que no reconoceremos las imágenes de las letras si aparecen reflejadas, por ejemplo, en el agua o en un espejo
mientras no conozcamos las propias letras, pues uno y otro son conocimientos de la misma arte y disciplina?
-Absolutamente cierto.
-Pues entonces, ¿no es verdad, por los dioses, que, como digo, tampoco podremos llegar a ser músicos, ni nosotros ni los
guardianes que decimos haber de educar, mientras no reconozcamos, dondequiera que aparezcan, las formas esenciales [229] de
la templanza, valentía, generosidad, magnanimidad y demás virtudes hermanas de éstas, e igualmente las de las cualidades
contrarias, y nos demos cuenta de la existencia de ellas o de sus imágenes en aquellos que las poseen, sin despreciarlas nunca en
lo pequeño ni en lo grande, sino persuadidos de que el conocimiento de unas y otras es objeto de la misma arte y disciplina?
-Gran fuerza es -dijo- que así suceda.
-Por lo tanto -dije-, si hay alguien en quien coincidan una hermosa disposición espiritual y cualidades físicas del mismo tipo que
respondan y armonicen con ella, ¿no será éste el más hermoso espectáculo para quien pueda contemplarlo?
-Claro que sí.
-¿Y lo más bello no es lo más amable?
-¿Cómo no ha de serlo?
-Entonces el músico amará a las personas que se parezcan lo más posible a la que he descrito. En cambio, no amará a la persona
inarmónica.
-No la amará-objetó- si sus defectos son de orden espiritual. Pero, si atañen al cuerpo, los soportará tal vez y se mostrará
dispuesto a amarla.
-Ya comprendo -repliqué-. Hablas de ese modo porque tienes o has tenido un amante así. Y te disculpo. Pero respóndeme a esto:
¿tiene algo de común el abuso del placer con la templanza?
-¿Qué ha de tenerlo -dijo-, si perturba el alma no menos que el dolor?
-¿Y con la virtud en general?
-En absoluto.
-¿Entonces qué? ¿Acaso con la desmesura e incontinencia?
-Más que con ninguna otra cosa.
-¿Y puedes citarme algún otro placer mayor ni más vivo que el placer venéreo?
-No lo hay -respondió-, ni ninguno tampoco más parecido ala locura.
-¿Y no es el verdadero amor un amor sensato y concertado de lo moderado y hermoso?
-Efectivamente -respondió.
-¿Entonces no hay que mezclar con el verdadero amor nada relacionado con la locura o incontinencia?
-No hay que mezclarlo.
-¿No se debe, pues, mezclar con él el placer de que hablábamos, ni debe intervenir para nada en las relaciones entre amante y
amado que amen y sean amados como es debido?
-No, por Zeus -convino-, no se debe mezclar, ¡oh, Sócrates!
-Por consiguiente, tendrás, según parece, que dar a la ciudad que estamos fundando una ley que prohiba que el amante bese al
amado, esté con él y le toque [230] sino como a un hijo, con fines honorables y previo su consentimiento, y prescriba que, en
general, sus relaciones con aquel por quien se afane sean tales que no den jamás lugar a creer que han llegado a extremos
mayores que los citados [231] . Y, si no, habrá de sufrir que se le moteje de ineducado ygrosero.
-Así será -dijo.
-Pues bien, ¿no te parece a ti -concluí- que con esto finaliza nuestra conversación sobre la música? Por cierto, que ha terminado
por donde debía terminar; pues es preciso que la música encuentre su fin en el amor de la belleza.
-De acuerdo -convino.

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