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García Arriola Kenya María

Problemas de filosofía de la historia y las ciencias sociales

Sobre el poder y el desarraigo a la luz de la ruptura en la modernidad

Hannah Arendt y Simone Weil son dos pensadoras de la crisis, el rasgo común que define a
ambas es el hecho de no haber pensado la crisis desde la posición de un espectador, sino
que se sintieron atravesadas en carne propia por ella. Estudiar a estas dos filósofas es
siempre relevante en momentos de ruptura, en los que el presente nos reclama pensarlo
críticamente, ya que nos ofrecen claves para pensar conscientemente nuestro presente a la
luz de análisis críticos sobre el poder y sus consecuencias. En el presente trabajo se
recorrerán los momentos más importantes de dichos análisis, así como su desembocadura
en problemas como el desarraigo y la pérdida de la tradición, preocupaciones en donde el
pensamiento de Arendt y Weil recorren una ruta común.
La principal preocupación de Hannah Arendt con respecto al poder de los
totalitarismos tiene que ver con la encarnación de una ley abstracta en el cuerpo de los seres
humanos. En efecto, señala que las leyes configuradas por el pensamiento moderno del sigo
XIX, como la ley de la historia o la ley de la naturaleza (Hegel y Darwin), daban cuenta de
un mecanismo que estaba fundamentado en investigaciones empíricas que lograban
explicar una serie de eventos a partir de la teoría resultante de dichos estudios. Esto quiere
decir que dicha ley fungía como un parámetro que decidía la relevancia entre una serie de
eventos sociales o naturales con el fin de darles una forma lógica, esto es, llegaba siempre
después a explicar la contingencia de la vida. De este modo, la ley en cuestión partía de la
vida misma para después llegar a cobijarla de nuevo, explicándola. El problema con los
sistemas totalitarios analizados por Arendt, radica en la pérdida del elemento empírico que
dota de cuerpo a la ley social, convirtiéndose, entonces, en una ley abstracta susceptible de
ser usada para cualquier tipo de fines. Esta ley sin cuerpo es encarnada en el de los
individuos para ser manejada por medios exteriores:
El tremendo cambio intelectual que tuvo lugar a mediados del siglo pasado consistió en la negativa a ver
o a aceptar nada «como es» y en la consecuente interpretación de todo como base de una evolución
ulterior. Es relativamente secundario el que la fuerza impulsora de esta evolución pueda denominarse
Naturaleza o Historia. En estas ideologías, el término mismo de «ley» cambia de significado: de
expresar el marco de estabilidad dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los movimientos
humanos, se convierte en expresión del movimiento mismo1.
1
Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, p. 372.
La ley ya no es el resultado de un análisis de la vida, marco de referencia que dota de forma
la contingencia, sino que pretende ser la expresión de la vida misma, una especie de vector
que encausa la dirección de todo lo humano y que excluye lo contingente, dictando así, el
camino inevitable hacia el perfeccionamiento de la condición humana, cuya tendencia
necesaria es el progreso. Las acciones de los seres humanos, por tanto, se encuentran
sujetas a un destino fijo, previamente apropiado al funcionamiento del mecanismo a través
del cual se expresa la ley emancipadora de la humanidad.
Podemos ver, entonces, cómo los totalitarismos sacaron sólo el esqueleto de las teorías
fundamentadas empíricamente para aplicarlo, sin un adecuado consenso previo, a sus
propuestas políticas. Este esqueleto es el proceso lógico a través del cual se encadenan las
evidencias que conforman la teoría:
La preparación de las víctimas y de los ejecutores que requiere el totalitarismo en lugar del principio de
la acción de Montesquieu no es la misma ideología —el racismo o el materialismo dialéctico—, sino su
lógica inherente. El argumento más persuasivo al respecto, un argumento del que tanto Hitler como
Stalin se sentían muy orgullosos, es: «Usted no puede decir A, sin decir B y C y etcétera», hasta llegar al
final del alfabeto homicida. Aquí parece hallar su fuente la fuerza coactiva de la lógica; surgen de
nuestro propio temor a contradecirnos. Hasta el punto de que la purga bolchevique logró que sus
víctimas confesaran crímenes que jamás habían cometido, descansa en ese temor básico […] Más
importante que hallarse seguro acerca de los criminales es castigar los crímenes, porque sin tal castigo la
Historia no progresará, sino que puede verse incluso obstaculizada en su curso2.

Así, con la vida operando de una manera rigurosamente lógica y con el temor humano a la
contradicción, se erige la autoridad de una serie de regímenes cuyas ideologías pretendieron
generar una aparente e ilusoria estabilidad en la pugna constante inherente a la fragilidad de
la vida humana (la lucha de clases o la relación metabólica con la naturaleza). Esta
búsqueda de estabilidad obedece a una pretensión autoridad fija e incuestionable. Dado que,
como ya vimos, la estructura sobre la que se encontraba basada dicha autoridad no había
pasado por un proceso previo de consenso grupal, de análisis de la contingencia, esto
implicaría que, en sentido estricto, no se tratara de poder, ya que éste siempre se encuentra
configurado de manera grupal, a partir del diálogo entre sus integrantes y el representante
del grupo se encuentra sostenido siempre por éste, no puede prescindir de él3. Los
totalitarismos, una vez más, buscan saltarse dicho proceso de construcción argumentativa,
cuya configuración se nutre necesariamente de la exploración de las contradicciones, sobre

2
Ibid., pp. 378 – 379.
3
Cfr. Arendt, Hannah, Crisis de la república, p.146.
el que debería asentarse una autoridad representativa 4, para partir abruptamente tanto de
una lógica preestablecida, como de una pretendida estabilidad que se desprendería
necesariamente de ella.
Puesto que se pretende introducir una nueva ley emancipadora de carácter casi divina,
en tanto que se concibe incuestionable, no es necesario apelar a la voluntad de las personas,
sino tan sólo a su obediencia:
Los poderosos, sean sacerdotes, jefes militares, reyes o capitalistas, creen dominar siempre en virtud de
un derecho divino; los que están sometidos a ellos se sienten aplastados por un poder (puissance) que les
parece divino o diabólico, pero, en todo caso, sobrenatural. Toda sociedad opresora esta cimentada por
esta religión del poder (pouvoir) que falsea todas las relaciones sociales, al permitir a los poderosos
ordenar más allá de lo que pueden imponer5.

Esto es lo que se desprende del hecho de que el sistema implementado se encuentra


cerrado, dado que, como ya vimos, no hay espacio para el consenso, en el cual es posible
hallar contradicciones que permitan redireccionar argumentos, abrir diversas posibilidades
de pensar las conexiones de éstos y, en general, dar paso a la renovación constante. Esto
provoca que los límites de la autoridad sean tremendamente estrechos incluso para su
propio funcionamiento adecuado, porque las bases que sostienen la autoridad de unos
cuantos deberían ser lo suficientemente amplios como para cubrir tanto la pugna contra
aquellos que los acechan, como las necesidades mínimas de aquellos a quienes oprimen. La
estrechez de la lógica con que opera dicha autoridad no alcanza a cubrir estos aspectos,
pero “hay que contar siempre en este balance con las artimañas gracias a las cuales los
poderosos obtienen por persuasión lo que sería imposible obtener por coacción 6”. En
efecto, estos dos son los métodos por excelencia utilizados por la autoridad totalitaria para
suplantar los cimientos necesarios que lograrían sostener la estructura para abarcar a la
población necesaria por medio de una relación horizontal a través del consenso y no de una
lógica impuesta desde arriba. Se gesta así, un movimiento que se jacta de una lógica
perfecta con pretensiones de divinidad, pero que se contradice a sí misma suplantando su
pretendida omnipotencia con propaganda. Ésta tiene la función de construirle una fachada
convincente al esqueleto de la lógica vacía y elitista.
Se necesitan, entonces, dos tipos de movimientos para completar el poder totalitario:
uno restrictivo y uno extensivo. El primero funciona de forma oculta, al interior de las

4
Cfr. Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro, p. 147.
5
Weil, Simone, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, p. 87.
6
Ibid., p. 85.
élites, como una estructura lógica perfectamente cerrada, pero, en tanto que es limitada,
necesita de otro movimiento que funcione hacia el exterior 7, a manera de fachada, para
convencer a las masas de que la lógica propuesta en efecto funciona a la perfección y que
por ello tiene tintes divinos. Esta fachada pretende adoptar el cuerpo de la realidad y, para
ello, se sirve tanto del lenguaje prestigioso del que goza la ciencia entre las masas, como de
su método basado en hipótesis y predicciones que ayuda a nutrir la idea de divinidad, de
una salvación profética que cobijará a los necesitados, ofreciéndoles la posibilidad de ser
integrados a una realidad que traerá necesariamente una mejora:
El método de predicción infalible, más que cualquier otro medio propagandístico totalitario, denota su
objetivo último de conquista mundial, dado que sólo en un mundo por completo bajo su control puede el
dominador totalitario hacer posiblemente realidad todas sus mentiras y lograr que se cumplan todas sus
profecías. El lenguaje del cientifismo profético correspondía a las necesidades de las masas que habían
perdido su hogar en el mundo y estaban ya preparadas para reintegrarse a las fuerzas eternas y
todopoderosas que por sí mismas conducen al hombre, nadador en las olas de la adversidad, hasta las
costas de la seguridad8.

Pero, como ya vimos, el elemento empírico no está presente en la estructura totalitaria, por
lo que se pretende tomar el cuerpo de los individuos para suplantarlo. Es por esto que la
propaganda se encuentra sustentada en pura ficción, ya que se pretende acomodar la
azarosa vida de las masas en el esqueleto lógico, creando la ilusión de formar conexiones
efectivas en el azar de sus vidas, haciéndoles creer son parte de un destino divino, del
sistema emancipador, cuando en realidad, este sistema se encuentra basado tan sólo en
coincidencias que pretenden pasar por verdades absolutas gracias al consistente tratamiento
lógico que se les da:
Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino sólo la
consistencia del sistema del que son presumiblemente parte. La repetición, cuya importancia ha sido
algo sobreestimada en razón de la extendida creencia en la capacidad inferior de las masas para captar y
recordar, es importante sólo porque las convence de la consistencia del tiempo. Lo que las masas se
niegan a reconocer es el carácter fortuito que penetra a la realidad. Están predispuestas a todas las
ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las
coincidencias inventando una omnipotencia que lo abarca todo y de la que se cree que se halla en la raíz
de cualquier accidente. La propaganda totalitaria medra en esta huida de la realidad a la ficción, de la
coincidencia a la consistencia9.

Vemos entonces que una lógica argumentativa bien construida no es suficiente para apelar
a la voluntad de las masas, pues recordemos que éstas no fueron partícipes de consenso
alguno; este movimiento previo a la autoridad, en el que verdaderamente radica el poder, es

7
Cfr. Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, p. 281.
8
Ibid., p. 286.
9
Ibid., p. 287.
suprimido y suplantado con la repetición de la propaganda, pretendiendo describir y darle
consistencia a una realidad lejana que nada tiene que ver con las circunstancias presentes.
Todas las estrategias descritas anteriormente sólo son posibles debido a que se apoyan
en una polarización entre los doctos y los manipulados, quienes requieren de la repetición y
el adoctrinamiento porque no son capaces de pensar por sí mismos. Arendt y Weil señalan
al menos tres campos en los que este fenómeno se observa con mayor intensidad y cabe
resaltar que el papel de la ciencia juega un papel muy importante en cada uno de ellos: el
primero se da a un nivel práctico y tiene que ver con el desarrollo de la técnica. En efecto,
es preciso tomar en cuenta el perfeccionamiento de la tecnología, el cual trajo la creación
de máquinas multiusos que pudieran superar la eficacia del trabajo humano, mientras éstos
se limitaran a manejarlas desde arriba, reduciendo así, el campo de su acción concreta, así
como el número de individuos necesarios para la realización de las actividades laborales. Se
pretende, de esta forma, eficientizar la producción, que es lo realmente importante, pero se
pierden de vista las vidas humanas que se toman como una parte del engranaje de la
máquina, destinada a producir cada vez más rápido y más barato:
Cuando se habla de los intereses de la producción de lo que se trata es de producir más y menos caro; es
decir: tales intereses son en realidad los del consumo. Y es que estos dos términos se emplean sin cesar
el uno por el otro. Nadie piensa en los obreros que aplicarán sus fuerzas a las máquinas. Nadie piensa ni
siquiera que sea posible pensar en ello. De vez en cuando se prevén, a lo sumo, vagos mecanismos de
seguridad, aunque sean harto frecuentes los dedos cercenados y las escaleras de fábrica cotidianamente
húmedas de sangre fresca10.

El trabajo obrero es considerado como una operación de la máquina misma, lo cual provoca
que se abra una brecha entre las vidas humanas relevantes, que son las encargadas de dirigir
desde arriba su gran creación tecnológica y las vidas obreras, que, al ser consideradas más
bien como refacciones, no son merecedoras de dignidad humana. La situación precaria de
estas personas genera en ellos el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar en el mundo,
ya que no se relacionan de manera libre y voluntaria con las actividades que ejercen, no son
dueños de su propia actividad, sino que se encuentran enajenados en los dirigentes;
mientras, éstos ganan a costa suya.
El segundo de ellos se da a nivel epistémico, y se genera a partir de la relación de la
autoridad y la ciencia, quien, con sus cada vez más finas conquistas, construye saberes cada
vez más especializados, generando así, una escisión entre la élite científica, que trabaja con
leyes matemáticas e instrumentos especializados y la gente común que se mueve en el
10
Weil, Simone, Echar raíces, p. 60.
mundo de la practicidad y el sentido común e interactúa sensiblemente con su mundo
circundante:
Ideas como vida, hombre, ciencia o conocimiento son precientíficas por definición, y la cuestión es si el
verdadero desarrollo científico que ha llevado a la conquista del espacio terrestre y a la invasión del
espacio estelar ha cambiado o no esas ideas hasta el punto de que ya no tengan sentido […] La ciencia
moderna –sean cuales sean sus orígenes y objetivos originales– ha cambiado y reconstruido el mundo en
el que vivimos de un modo tan radical que podría decirse que el lego y el humanista, aunque confíen en
su sentido común y aunque se comuniquen en el lenguaje cotidiano, no están en contacto con la
realidad; que ambos entienden sólo lo que se ve pero no lo que está detrás de las apariencias (como si se
tratara de entender lo que es un árbol sin tomar en cuenta sus raíces), y que sus preguntas y ansiedades
nacen simplemente de la ignorancia y son, por tanto, irrelevantes11.

Es por ello que la gente que se mueve en el espacio de la mundanidad no es capaz de


acceder a ese espacio que mueve los hilos de la estructura social que los sostiene, es un
espacio que les está vedado; mientras tanto, los intelectuales científicos continúan
satisfaciendo su necesidad por hacer visible para sí, hasta el más oscuro rincón tanto en el
microcosmos, como en el espacio exterior, así como para hacer manipulable cada ente
existente en la tierra.
La sensación de omnipotencia que proporciona la fineza de la certeza científica, al
saberse capaz de manipular cualquier cosa que le sea posible, y de omnipresencia, al
adquirir la capacidad de visualizar y tener bajo su control cada vez más rincones de su
entorno llevaron al ser humano a perder noción de su lugar en el mundo. Esta pérdida de
dimensión resulta paradójica, ya que podría pensarse que a medida que se va ampliando el
campo del conocimiento humano, necesariamente se reduce cada vez más su estatura, pues
sería capaz de entenderse como una parte mínima del mundo que lo rodea, sin embargo,
esto no ha sucedido así debido a la necesidad de la búsqueda de verdades objetivas y la
inferioridad que se le otorga al mundo de las apariencias con respecto a aquellas, lo cual
crea la ilusión de que los científicos se encuentran presenciando con cada vez más claridad
los mecanismos de un mundo con respecto al cual, en tanto que se concibe como puramente
objetivo, se comportan como espectadores, es decir, testigos totalmente separados del
funcionamiento de las leyes que lo rigen. En esta concepción de la ciencia se pierden de
vista las estrategias mediante las cuales los científicos derivan sus leyes, se olvidan de los
métodos de observación, de los instrumentos utilizados en la generación de aquellas que, en
efecto, influyen notablemente en la forma en que se aparece la naturaleza ante ellos, así

11
Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro, p. 407.
como la forma de discernimiento, esto es, aquellos aspectos de ella que resultan relevantes
o desechables para la ley en cuestión.
La investigación moderna que busca la “realidad verdadera” detrás de las meras apariencias –
investigación que configuró al mundo en que vivimos y dio por resultado la Revolución Atómica–
condujo a una situación dentro de las ciencias mismas en la que el hombre la propia objetividad del
mundo material, porque en su búsqueda de la “realidad objetiva” de pronto descubrió que siempre “se
enfrenta consigo mismo”12.

Es por esto que, a pesar de las pretensiones de espectadores que tienen los científicos,
siempre se encuentran atestiguando un mundo parcialmente construido por su propia mano.
Asimismo, la implementación de las nuevas y cada vez más perfeccionadas tecnologías en
la vida práctica humana, aunada a la falta de acceso de la gran mayoría de la gente al
mundo tan misterioso de la ciencia, hacen de ésta, más que una herramienta para la
extensión de la inteligencia y la práctica humana, un experimento biológico impredecible
implementado contra la humanidad misma:
Hemos hallado una manera de actuar sobre la tierra como si dispusiéramos de la naturaleza terrestre
desde fuera, desde el punto que ocupaba ese einsteniano “observador que flota libremente en el
espacio”. Si desde ese lugar dejamos caer nuestra mirada sobre la tierra y sobre las diversas actividades
humanas, es decir, si nos aplicamos a nosotros mismos el punto de Arquímedes, esas actividades se nos
mostrarán como una simple “conducta abierta”, que podemos estudiar con los mismos métodos usados
para estudiar el comportamiento de las ratas. Vistos desde una distancia suficiente, los coches en que
viajamos y que, lo sabemos muy bien, nosotros mismos construimos se ven como si fueran, dicho en
palabras de Heisenberg, “una parte tan indivisible de nosotros como la concha de un caracol lo es de su
ocupante”. Todo nuestro orgullo por lo que podemos hacer desaparecerá en una especie de mutación de
la raza humana: el conjunto de la tecnología, observado desde este lugar, en realidad ya no se ve “como
el resultado de un esfuerzo humano consciente para extender los poderes materiales del hombre, sino
más bien, como un proceso biológico a gran escala”13.

Según Arendt la humanidad ha alcanzado el punto en el que nos hemos convertido en


mutaciones más especializadas y eficaces y, sin embargo, no somos dueños de nuestros
propios movimientos y acciones, no tenemos control de los procesos a través de los cuales
nos desenvolvemos, sino que simplemente somos observados y controlados desde fuera. Se
abre, así, otra brecha entre el grueso de la población y unos cuantos.
Aunada a estas dos problemáticas, es importante destacar la experiencia y las
consecuencias de la guerra y los campos de concentración que, según Arendt, también
provocaron una ruptura importante en la estructura social, generando un desplazamiento de
ciertos grupos y, con ello, una polarización que sigue la misma tendencia que las que ya
hemos visto, esto es, entre los poderosos y sus pretensiones de omnipresencia y los
oprimidos, cuya falta de acceso al campo controlado por aquellos, sea epistemológico,
12
Ibid., p. 422.
13
Ibid., p. 425.
técnico o, en general, su imposibilidad por habitar en el mundo, la falta de pertenencia
producto del desplazamiento y las condiciones precarias los ha llevado a un estado de
desesperanza14. Podríamos ver entonces, dicha polarización como un síntoma de la ruptura
que los mecanismos del poder y la ciencia han generado en la sociedad moderna occidental,
en la que los oprimidos tienen desventaja. Arendt atribuye esta ruptura, sobre todo a la
pérdida de la autoridad
Asentada en la piedra angular de los cimientos del pasado, la autoridad brindó al mundo la permanencia
y la estabilidad que los humanos necesitan justamente porque son seres mortales, los seres más
inestables y triviales que conocemos. Si se pierde la autoridad, se pierde el fundamento del mundo, que
sin duda desde entonces empezó a variar, a cambiar, y a pasar con una rapidez cada día mayor de una
forma otra, como si estuviéramos viviendo en un universo proteico y lucháramos contra él, un universo
en el que todo, en todo momento, se puede convertir en cualquier otra cosa15.

Como vimos anteriormente, los estados-naciones modernos no cuentan con una autoridad
sólida, dado que, en estricto, no hay poder efectivo que la sostenga y el fundamento que
ofrecía la tradición tanto religiosa como política en la historia occidental carece ahora de
vigor debido a la ruptura. Lo que resulta de esta pérdida de tradición es la pérdida de
memoria, lo cual no implica una añoranza del pasado, la necesidad por la restitución de
viejos regímenes y, en general, una nostalgia por el fundamento que antaño nos sostenía, ya
que ninguna potencial resistencia frente a la opresión podría resultar de los recuerdos
carentes de vigor que no dejan espacio a la transformación. Por otro lado, la transformación
que pretende la fe ciega en el progreso del poder político y la ciencia, a pesar de contener la
potencia necesaria que la sensación de omnipotencia y la curiosidad humana otorga, no
posee, sin embargo, una dirección que remita a una raíz que mantenga con los pies en la
tierra al ser humano y sus acciones. En efecto, este vigor sin dirección –o con dirección
hacia la aniquilación– ha resultado el movimiento más cómodo al que se ha sometido la
vida en la modernidad tardía debido a la inercia y a la falta de vida que hay en los valores
vacíos de la tradición occidental, debido a que éstos no significan nada ahora, no existe un
fundamento que los sustente:
Todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se disolvieron en un
conglomerado donde todo parece haber perdido su valor específico y tornándose irreconocible para la
comprensión humana, inútil para los fines humanos. Someterse al simple proceso de desintegración se
ha convertido en una tentación irresistible no sólo porque ha asumido la falsa grandeza de una
«necesidad histórica», sino porque todo lo que le era ajeno comenzó a parecer desprovisto de vida, de
sangre y de realidad16.
14
Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, p.4.
15
Óp. Cit., p. 150.
16
Óp. Cit., p. 4.
Así como la identidad de los propios individuos, los valores se han convertido en
fragmentos ligeros, que se mueven aceleradamente sin mirar atrás, al ritmo del progreso,
susceptibles de ser usados por cualquier tipo de ideología política que resulte
medianamente lógica –como ya vimos con los totalitarismos– porque no cuentan con el
anclaje que proporciona el sentimiento de identidad y de pertenencia a un lugar
determinado. Este sentimiento implica necesariamente una relación tangible, vital, con el
entorno natural, es una relación que conforma las acciones en tanto que la vida misma, la
carne, se encuentra comprometida con todos los elementos que la rodean y, en
consecuencia, cualquier decisión o acto humano se deben encontrar dirigidos por esta
estrecha relación que, en última instancia, constituye su vida misma, vida que está regida
por las raíces que la nutren, y que mediante esta nutrición da forma al cuerpo y, con ello, al
vigor de sus acciones. Esto quiere decir que la tradición está atravesada por una memoria
que remite a un lugar de procedencia, que otorga concreción cuando se manifiesta en los
actos humanos. Esta es una memoria que no está llena de recuerdos vacíos, sino de una
profundidad que le otorga la vida, por ello podemos decir que la tradición pinta ruta, dirige.
La globalización del conocimiento pretende crear la ilusión de que éste es accesible
ahora para todos, sin embargo, dicho conocimiento sólo es tangible para unos cuantos, para
la gran mayoría de la gente no posee significado alguno:
Se suele creer que un pequeño campesino de hoy, alumno de la escuela primaria, sabe más que Pitágoras
porque recita dócilmente que la tierra gira alrededor del sol. Pero, de hecho, ya no contempla las
estrellas. El sol del que se le habla en clase no tiene para él ninguna relación con el que ve. Se le arranca
del universo que le circunda de la misma forma que se arranca a los pequeños polinesios de su pasado
obligándoles a repetir: “Nuestros antepasados los galos tenían el cabello rubio”17.

De la misma forma, como ya se vio, sucede con los trabajadores en las fábricas, para
quienes los resultados de su trabajo resultan inaccesibles porque les está vedada la vista
panorámica de la que gozan sus jefes. Asistimos, pues, a tres caracterizaciones de la
pérdida de tradición y el desarraigo que nos describen tanto Arendt como Weil, las cuales
tienen que ver con una falta de acceso: en un nivel epistémico, en un nivel práctico, así
como la falta de acceso a un determinado lugar con dimensiones específicas, debido al
desplazamiento. Podemos entender, entonces, estas tres características como las esenciales
para la adecuada conformación de una subjetividad, una verdadera forma de habitar el
mundo.

17
Weil, Simone, Echar raíces, p. 53.
Sin embargo, en todos estos casos, podemos ver que la restitución sin más de la
tradición no es suficiente debido a que todos estos grupos oprimidos se encuentran
atravesados por la tradición del desarraigo, la tradición de la desesperanza, por lo que
resulta insuficiente reivindicar a los grupos oprimidos ya que su existencia se encuentra
atravesada por el dolor y, por lo tanto, tan sólo contribuiría a revivirlo: “Es necesario
reencontrarse con la tradición; pero no se puede desear resucitarla. Por bella que pueda ser
la entonación de un grito de dolor, no se puede desear seguir oyéndolo; es más humano
desear curar el dolor18”.
El dolor y la desesperanza que evocan las experiencias de la opresión pasadas –cuyo
punto álgido ha estado en los estragos de la guerra, y que, algunas de ellas se extienden
hasta nuestros días– representa un gran peso que ha recaído sobre el cuerpo de los
oprimidos, así que es necesario no añorar nostálgicamente un pasado imposible de restituir,
tampoco se trata de reivindicar las condiciones de vida pasadas, pues los oprimidos no
conocen otra vida que aquella embargada por la desesperanza; mucho menos se trata de
dejarse llevar por la mano del progreso, de ese progreso sin memoria que nos abstrae de
nuestro entorno y nos provee de una arrogancia irresponsable. Se trata, en todo caso, de
comprender y reflexionar acerca de la realidad presente, con toda la carga que representan
los errores de nuestro pasado que no se pueden volver a repetir y cuyo adecuado análisis no
dará la pauta para direccionar nuestras acciones:
La comprensión no significa negar lo que resulta afrentoso, deducir de precedentes lo que no tiene tales
o explicar los fenómenos por tales analogías y generalidades que ya no pueda sentirse el impacto de la
realidad y el shock de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga
que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros — y no negar su existencia ni someterse mansamente a su
peso—. La comprensión, en suma, significa un atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un
soportamiento de ésta, sea como fuere19.

Esta comprensión resulta vital para, no sólo entender, sino sentir nuestro presente, para
vivir de manera consciente en él y no encaminar las acciones hacia el progreso, ni
únicamente con respecto a lo que dicte cualquier tradición, sino actuar respondiendo
conscientemente al reclamo del pasado y examinar las distintas alternativas que sirvan para
hacer más vivible el futuro.

Bibliografía:
Arendt, Hannah, Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.
18
Ibid., p. 58.
19
Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, p. 5.
Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 2016.
Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1998.
Weil, Simone, Echar raíces, Madrid, Trotta, 1996.
Weil, Simone, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, Barcelona,
Paidós, 2008.

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