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Reseña
Sobre el autor: John Rogers Searle (Denver, Colorado, 31 de Julio de 1932) es profesor de Filosofía en
la Universidad de California y ha realizado algunas de las más importantes contribuciones del siglo XX al
ámbito de la filosofía del lenguaje (desde un punto de vista pragmatista, anti-chomskyano), así como al de
filosofía de la mente, atacando duramente al conductismo y a los teóricos de la Inteligencia Artificial
desde su particular naturalismo biológico. Es mundialmente conocido por su experimento mental de la
habitación china y fue escogido en el 2013 para impartir la cátedra Profesor Alberto Magno, de la
Universidad de Colonia, compartiendo así el destino de otros filósofos de renombre como Giorgio
Agamben, Jean-Luc Nancy y Noam Chomsky.
Sobre la obra: SEARLE, John, (2001), Mentes, cerebros y ciencia, Madrid, Ediciones Cátedra.
John Searle facilita, desde las primeras páginas de su libro, no sólo la tarea del lector,
sino también aquella que aquí nos ocupa, la del reseñista. La labor de toda reseña se
desglosa en dos partes principales. La primera de ellas es recoger las pretensiones del
autor a la hora de escribir sobre X tema, así como la forma en que este tema y la obra
que habla del mismo se comprenden dentro de la carrera del autor. La segunda es
comprobar si las pretensiones se han cumplido de hecho, si el libro ha sido llevado a
buen puerto y si, a grandes rasgos, ofrece un recorrido coherente a ojos de aquel que
reseña. En resumen, una reseña ha de avisar al lector de qué habla el libro y de si el
mismo va, desde el punto de vista siempre falible del reseñista, a satisfacerle.
Forma parte del argumento de la segunda de estas partes reconocer, como avisábamos,
lo fácil que resulta no sólo para el lector, sino también para el reseñista, explicar cuáles
son las pretensiones, el tema, y la conexión con el resto de su carrera, de Mentes,
cerebros y ciencia. Y es que el libro proviene de las Reith Lectures de 1984, seis
conferencias breves cuya realización ha de cumplir dos requisitos básicos: ofrecer
resultados novedosos acerca del núcleo de problemas en que el conferenciante haya
estado trabajando, y ofrecerlos de forma asequible al público de a pie. Así, como
transcripción directa de estas conferencias, el libro que nos ocupa tiene la virtud de
recoger de forma sumaria y brillante las tesis básicas del naturalismo biológico del
autor, al tiempo que da respuesta a las siguientes preguntas, cuyo nexo temático son las
relaciones de los seres humanos, tal y como nos comprendemos usualmente a nosotros
mismos, con el resto del universo, tal y como solemos comprenderlo (es decir, desde
paradigmas fisicalistas): ¿cuál es la relación de la mente con el cerebro?, ¿pueden los
computadores digitales tener mente?, ¿es plausible y en qué grado el modelo de mente
como programa de computación?, ¿cuál es la naturaleza de la estructura de la acción
humana? ¿cuál es el estatus de las ciencias sociales en cuanto ciencias? ¿qué decir,
entonces, del problema libertad-determinismo? (p.12)
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Cabe destacar que el desarrollo de las respuestas a estos problemas es acumulativo: en
la medida en que problematizan el mismo tuétano de autocomprensiones cotidianas,
cada sección se apoya en los resultados extraídos de las precedentes para dotar de
credibilidad y unidad a las tesis propuestas. Esto nos obliga, por ende, a mantener el
mismo orden de exposición que Searle en su obra.
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El capítulo concluye reflexionando sobre el sentido en que se habla de una causación de
lo mental por parte del cerebro, de cara a evitar cualquier posible malentendido, así
como a entender el porqué de los malentendidos previos. La forma de alcanzar un
concepto de causación más sofisticado (p.25) pasa por renunciar al prejuicio que
requiere, para que A cause B, que A y B constituyan dos eventos discretos, uno
identificado como causa, otro como efecto. Antes bien el concepto de causación que
está en juego responde a la forma como los microprocesos de una estructura (por
ejemplo la velocidad de las partículas) causan macrorrasgos en la misma estructura
(estado líquido, sólido o gaseoso, en el ejemplo mencionado). Bajo esta comprensión
del sentido en que hablamos de causación de lo mental por procesos cerebrales evitamos
la disyuntiva entre aceptar un dualismo en sentido fuerte o aceptar una “causa sui”
filosóficamente dañina, metafísica, en la que la mente se “causaría” a sí misma, (a modo
de donación teológica).
¿Cómo se instala el experimento de la habitación china dentro del capítulo? Pues bien,
lo que éste trata de demostrar es que cuando hablamos de que alguien “sabe” algo – esto
es, cuando piensa acerca de ese algo correctamente – no nos referimos exclusivamente a
que es capaz de manejar de forma satisfactoria ciertos símbolos. El argumento contra
aquellos que pretenden reducir el pensar al mero proceder sintáctico pasa por demostrar
al lector que ni siquiera él se maneja en la vida como si esto fuese así, sería catastrófico:
el pensamiento no sólo maneja símbolos, no es simple estructura formal, sino que
además versa sobre algo. (p.37) Así, Searle empieza por situar al lector (“Imaginemos
que usted, (como yo) no entiende chino”, p.38) en el centro mismo del experimento: se
nos encierra en una habitación con cestas llenas de símbolos chinos y un manual en
castellano para manipularlos adecuadamente. De lo que disponemos dentro de la
habitación es, en definitiva, de un algoritmo que, para cada conjunto de signos que nos
introduzcan en la habitación, nos permite seleccionar otros tantos en orden correcto de
cuantos tenemos en las cestas. Sin embargo, quien ha introducido los símbolos en la
habitación (que corresponden a preguntas), ignorante de cuanto sucede dentro, cree que
dentro habita un perfecto conocedor del chino, porque los símbolos que ha obtenido a
cambio efectivamente responden a las preguntas. Nunca aceptaremos que la creencia de
aquel que ha introducido los símbolos es correcta, describe adecuadamente la realidad,
porque nosotros (que nos hallamos dentro de la habitación) no tenemos ni pajolera idea
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de chino. Lo irrenunciable es, en todo momento, el necesario contenido semántico de
todo pensamiento.
Siguiendo este argumento, Searle acaba por desmantelar algunos experimentos triviales
que se suelen observar en este contexto de discusión, dando así paso a una
especificación de qué es lo que en verdad se quiere preguntar y cuál es la respuesta que,
según el argumento, obtenemos. No estamos preguntando “¿pueden las máquinas
pensar?” pues la vaguedad de la cuestión, así como de lo que comprendemos por
“máquina” nos lleva a contestar “sí”, por cuanto somos máquinas (vivas1, intencionales,
nunca neutrales, pero máquinas al fin y al cabo). Pero es éste un sí trivial, tan trivial
como cualquier experimento que empiece por suponer una máquina que efectivamente
sea indistinguible de un humano para acabar deduciendo que “piensa” como éste. Que
algo pueda ser descrito “como si” fuese x no lo convierte en ese x. En cambio, si la
pregunta es si es suficiente para pensar el poner en funcionamiento un sistema
sintáctico, la respuesta es un rotundo no, y es que el pensamiento humano no maneja
signos por relación a otros signos exclusivamente, sino que, además, los maneja por
relación a significados posibles, que arrastran pautas de acción correctas: todo un
sistema semántico-moral irreductible al simple manejo satisfactorio de símbolos.
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No se hace específica referencia en el texto al problema de la vida. Sin embargo, nosotros creemos
fundamental en la correcta descripción de la intencionalidad de la conciencia humana el hecho de que
ésta sea una conciencia viva, es decir, el hecho de que se ponga en juego a sí misma en cada acción, en
cada pensamiento, en cada comprensión de sí misma. En la necesidad de la vida de vérselas para su
supervivencia con el mundo, de responder a su hospedaje o a su hostilidad, encontramos la base de la
intencionalidad de todo sistema vivo y, con ello, de la conciencia en cuanto que producto de un cerebro
biológico. La vida se importa a sí misma, la vida no es nunca neutral, y ahí es donde arraiga la
intencionalidad, es éste el hecho por el que al mundo le brotan las palabras. Creemos conveniente
mencionar esto aquí, porque creemos que es lo que se halla operante al relacionar el naturalismo
biológico ya mencionado con el ataque a toda comprensión meramente sintáctica de la conciencia: la
conciencia posee intencionalidad, el pensamiento opera semánticamente, porque es bio-lógico, sigue la
lógica de la vida. Un índice de lo mismo se observa al final del libro cuando Searle ata la sensación
inalienable de libertad que uno posee siempre con la evolución de la especie, es decir, con fines
biológicos. Sería, por hacer algún apunte acerca de cómo sería posible proseguir con este argumento,
conveniente hacer alusión a las investigaciones de Canguilhem y los fragmentos póstumos de Nietzsche,
de cara a ahondar en el problema vida-lenguaje-valor(moral). Asimismo Heidegger y, sobre todo,
Gadamer, pueden ayudarnos a comprender cómo, de hecho, opera una conciencia en cuanto que
semánticamente competente. El metaforismo fundamental de Gadamer ofrece un modelo para la
formación viva de un lenguaje significativo que comprende, a una, el movimiento de un organismo vivo,
finito e intencional, que busca significar hechos siempre en cierta medida nuevos mediante símbolos
heredados y el movimiento propio de esos símbolos en su ser usados, legados o desechados. Así, su
crítica al modelo clásico de formación de conceptos sirve de crítica también para todos aquellos que
pretendan explicar la conciencia humana como computación de símbolos pre-programados para
referirse a x fenómenos. El computador digital puede ser programado para decir “verde” ante x longitud
de onda, o “azul” ante tal otra, así como para llamar verde a todo el espectro hasta cierto límite z a
partir del cual comienza a hablar de “azul”. Sin embargo nunca se verá envuelto en una discusión acerca
de si tal tono es verde agua o azul verdoso, porque esa cuestión sólo puede surgirle a un ser vivo que
encuentra un cierto desajuste entre el fenómeno a describir y las palabras que ha heredado para
describirlo. Es éste un ejemplo de la plasticidad del lenguaje en cuanto herramienta de una conciencia
intencional, plasticidad bio-lógica de la que carecerá todo sistema de símbolos bajo las órdenes de un
programa no-vivo, es decir, indiferente al mundo que pretende describir.
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En continuidad, el siguiente capítulo parte de los resultados anteriores para impugnar el
cognitivismo, si bien no refutándolo por completo, sí dando argumentos más que
convincentes acerca de su falibilidad (llega a decir que sus posibilidades de éxito son
cero en la página 63). Estos argumentos son tres: 1) los presupuestos básicos en los que
se funda el cognitivismo sin implausibles, pese a que están tan arraigados en nuestra
cultura intelectual que los aceptamos, junto con sus consecuencias, sin alzar palabra ni
sospecha alguna en contra, 2) no hay suficiente evidencia empírica para validar el
modelo (ni tampoco para refutarlo por completo, de ahí la necesidad de estos
argumentos), hecho imbricado con el uso reiterado, y crucial, de ciertas nociones
intrínsecamente ambiguas, problemáticas, y aceptadas por principio, tales como
procesamiento de información y seguir una regla (pp. 58-61). Por último, 3) existen
modelos alternativos, tales como el del naturalismo biológico que defiende el autor, que
permiten explicar los mismos fenómenos sin caer en los fallos 1) y 2): el naturalismo
biológico no sólo no es implausible, sino que permite reducir la complejidad del
planteamiento típico del problema mente-cuerpo a la de otros fenómenos biológicos
tales como el de la digestión o la secreción de bilis (p.62), y evita caer en el uso de
nociones ambiguas apoyándose en el vocabulario de la biología.
Expuesto esto, en los tres capítulos que restan el autor aplica sus resultados a cuestiones
de ciencias sociales tales como el estatuto de las mismas, la estructura de la acción y el
problema libertad-determinismo. Así, comprender la estructura de la acción humana a
partir de la especificidad de su componente mental, pero también del arraigo de éste en
lo biológico, servirá a la comprensión de aquellos estudios que se encargan de ésta
misma y sus productos histórico-concretos.
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Searle habla aquí de identidad entre el contenido que, mediante causación intencional, causó la
conducta, y el contenido de la explicación de la conducta, como requisito para que la explicación sea
“realmente explicativa” (p.77). Sin embargo, creemos que esta afirmación no ha de tomarse en el
sentido fuerte de la palabra identidad, sino más bien en el sentido de “remisión a”: el objeto principal de
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quien la llevó a cabo, y 3) se elude todo unilateralismo, tanto en la estructura de la
acción como en su posible explicación, por cuanto todo estado intencional se halla
inmerso en una “malla” de estados intencionales, en una red de remisiones mutuas que
da sentido a cada uno de sus nodos, y que funcionan sobre el fondo posibilitador de
nuestras capacidades físicas y las estructuras biológicas que las soportan (pp. 78 – 79).
El último capítulo ofrece una lectura coherente de nuestro sabernos libres, una
conciencia de libertad irrenunciable, que resiste frente a los embistes del avance de la
física y la química. La concepción fisicalista del universo, aceptada mundialmente, es
incompatible con nuestra concepción de la libertad humana como hecho irrenunciable y
condición de posibilidad de nuestros planteamientos ético-morales. El autor aquí es, en
cierta medida, desalentador. Reconoce abiertamente que no puede menos que reconocer
que la visión fisicalista está en lo cierto, y que efectivamente en su cadena causal no
cabe libertad alguna. No obstante, este hecho, nuestro imposible renunciar a la libertad
pese a cualquier prueba científica, juega en favor de su argumento: Searle lo explica
apelando a la evolución. “La evolución nos ha dado una forma de experiencia de la
acción voluntaria donde la experiencia de libertad, es decir, la experiencia del sentido de
la explicación de la acción será el contenido mental, intencional, aunque la complejidad de éste (por el
punto 3) sea tal que la identidad completa se torne imposible.
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posibilidades alternativas, está empotrada en la misma estructura de la conducta humana
intencional, voluntaria, consciente. Por esta razón, creo que ni esta discusión ni ninguna
otra nos convencerá jamás de que nuestra conducta no es libre”.
Allen Ginsberg
1997
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“La mente es como una mariposa / que se posa en una rosa / o aletea hasta un montón de apestosa
mierda / se abate sobre el humeante escape de un bus / o descansa en la silla de un porche, flor
respirando / - abierta y cerrada, meciendo la brisa de Tennessee - / vuela a Texas a un congreso / a las
hierbas primaverales en los campos petrolíferos: / hay quien dice que esas alas arcoíris no tienen alma /
otros que son cerebro vacío / pequeñas, automáticas, alas de grandes ojos / que se fijan sobre la
página.” (Traducción propia)