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PAZ Y BIEN

XXIV Domingo durante el año


12–IX– 2021

Pastoral de la Salud y la Vida - Diócesis de Lomas de Zamora


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Textos:
Is. 50, 5-9a
Sant. 2, 14-18
Mc. 8, 27-35

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga”

El diálogo que el Señor tiene con sus discípulos, y que nos trasmite el
evangelio de Marcos, toca el tema de la verdad sobre Cristo y el
cristianismo.
A la pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy Yo?”, Pedro
responde: “Tú eres el Mesías”; y es lícito que nos preguntemos: ¿cómo
concebía Pedro al Mesías? Evidentemente lo imaginaba como la mayoría de
los discípulos y sus contemporáneos, como un taumaturgo que liberaría a
Israel del yugo de los romanos. Había entonces en Israel una pujante
teología de la liberación difundida no sólo entre los celotes, que combatían
activamente a los romanos. En el mismo momento en que oye por primera
vez el título de Mesías, Jesús interrumpe su discurso y prohíbe
terminantemente a sus discípulos decírselo a nadie; en lugar de esto les
anuncia, de nuevo por primera vez, la suerte que correrá el Mesías: mucho
padecimiento, condena a muerte, ejecución y resurrección.
El Señor sabe que Pedro piensa como los demás y esto queda de
manifiesto en el gesto del Apóstol al reprender a Jesús. El Apóstol no había
comprendido la verdad sobre Jesucristo, todavía no había comprendido que
la liberación que el Señor traía era mucho más importante y profunda, que
no vino a liberarlos del yugo de Roma, sino del pecado.
Jesús responde duramente a Pedro porque sus pensamientos no eran
los de Dios sino de los hombres. Y luego el Señor hace una catequesis sobre
“el camino” (así se llamó al comienzo el cristianismo), diciéndoles: “El que
quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz
y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda
su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.
Pedro finalmente lo comprenderá, asumiendo él mismo la muerte de
cruz. Bellamente lo expresa Caravaggio (1573-1610) en su cuadro sobre “la
crucifixión de san Pedro”, donde el Apóstol, en el momento de ser
crucificado, nos mira y parece decirnos: “así se sigue a Cristo”.

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Hermanos, bien podemos preguntarnos, ¿por qué esta exigencia?, y
la respuesta es porque es el camino por donde pasó Jesús, y cuanto más
queramos estar unidos a Él, tanto más debemos asemejarnos a Él en lo más
profundo e íntimo de su misterio, la Cruz.
San Pablo desde las páginas de sus cartas nos habla con frecuencia
de aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza,
experimentada de manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con
él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos de Cristo.
Pablo afirma: “Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé a
quién me he confiado” (II Tim. 1, 12); y “Todo lo puedo en aquel que me
conforta” (Flp. 4, 13) (cfr. Juan Pablo II, “Salvifici Doloris, 23”). Pablo experimenta la
fragilidad, y al pedirle a Cristo que lo libere, éste le responde: “Te basta mi
gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad” (2 Cor. 12, 9).
El Señor nos llama a seguirlo por el estrecho camino de la cruz, para
que también participemos de su gloria y de la vida eterna.
En este tiempo, contradiciendo el evangelio, se exalta la posesión
del mundo como si fuera por sí misma liberadora. Contrariamente, “el
despliegue de la persona (su plena realización) implica como condición
interna una desposesión de sí y de sus bienes que despolarice el
egocentrismo. La persona sólo se encuentra perdiéndose” (E. Mounier).
El gran desafío que afronta la Iglesia es: cómo transmitir el mensaje
evangélico a los adolescentes, a los jóvenes, cuando algunos dirigentes de
nuestro país les proponen un estilo y modelo para sus vidas fundamentado
en el puro placer, y del placer más bajo, con propuestas que ofenden la
inteligencia de los jóvenes, algo en verdad patético. ¿Dónde ha quedado
aquel ideal que afirmaba que “la juventud está para el heroísmo y no para
el placer”?
Todos buscamos la felicidad, pero como decíamos el pasado domingo
y hoy lo quiero repetir: “la felicidad que se busca para sólo uno mismo no
puede ser encontrada nunca: porque una felicidad que disminuye al ser
compartida, no es suficientemente grande para ser feliz.
Existe una felicidad falsa y momentánea en la autosatisfacción, pero
ella siempre conduce al dolor, porque encoge y mata el espíritu. La
verdadera felicidad se encuentra en el amor desinteresado, en el amor que
aumenta en la medida que es compartido” (Tomás Merton, “Los hombres no son
islas”).
Todos, pero especialmente los más jóvenes, están desarrollándose en
un clima cultural que los impulsa hacia un estilo de vida individualista,

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hiperconsumista; esta propuesta de vida está relacionada directamente con
la felicidad. O al menos con la búsqueda de la felicidad mediante el placer
inmediato, algo tan típico de nuestra sociedad digital. Pero esa felicidad que
más bien deberíamos llamar placer o gratificación instantánea, es amiga de
la inmediatez (somos la generación del “click”) y por lo tanto, de lo efímero.
A esta cultura, al hombre de esta cultura debemos comunicarle lo que
el Señor nos propone: “El que quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Este es el gran desafío del
cristianismo en este tiempo.
Frente a esta cultura hedonista que proclama al placer como el mejor
camino para nuestra realización, nuestra plenitud, Jesús nos enseña que el
dolor y el sufrimiento, no buscados pero asumidos desde la fe cuando
irrumpen en nuestra vida, son los instrumentos más eficaces de salvación y
de redención, y nos exhorta para que los abracemos si deseamos ser
verdaderos seguidores suyos.
Es importante y saludable que nos preguntemos sobre la idea que
tenemos del Señor: ¿Quién es Él para nosotros? ¿De qué Cristo hablamos y
damos testimonio? ¿Qué significa ser cristiano? Hoy Jesús nos dirige su
pregunta a cada uno de nosotros: ¿Quién soy yo para vos?
El Señor que nos llama a seguirlo “es nuestro pastor, nuestro guía,
nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él como nosotros y
más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo,
oprimido, paciente” (Pablo VI, Manila, 29. XI. 1970, en L. H., III, 458).
Hermanos, quiera el buen Dios que nunca nos enojemos ni
reneguemos del Señor, cuando aparezca la cruz de nuestra vida.

Amén.

G. in D.

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