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PAZ Y BIEN

XXXI Domingo durante el año


31–X–2021
Textos:
Deut. 6, 1-6.
Heb. 7, 23-28.
Mc. 12, 28b-34.

“Amarás al Señor, tu Dios.


Amarás a tu prójimo”

El Señor nos enseña que el mandamiento del amor es uno solo, pero
se realiza en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo. Jesús, sumo y
eterno sacerdote, sacrificándose en la cruz nos ha dado el ejemplo más
evidente, porque amando al Padre, se ha sacrificado por todos nosotros.
El Evangelio es el cumplimiento y la plenitud de lo enseñado en el
Antiguo Testamento. Jesús confirma lo enseñado en el Deuteronomio y
nos enseña que “amar a Dios de verdad es amarlo con todo lo que eres
como cuerpo, alma y espíritu” (San Agustín). “Amar a Dios –dice San
Basilio– con todo el corazón no se puede compartir con el amor a las
distintas criaturas”; es un amor que no permite “rivales”. “Confesar a
Dios verdadero y único es renunciar a todos los falsos dioses” (Orígenes).
El amor a Dios se honra con el servicio humilde al prójimo; así el
amor a Dios y el amor al prójimo son los mandamientos más grandes.
En este tiempo, marcado por el neopaganismo y las novedades
idolátricas, “hay que saber que la decisión de guardar lo que ordena el
precepto de repudiar a otros dioses y señores, excepto al único Dios y
Señor, y no tener a ninguna persona (viva o muerta) por dios o señor, es
declarar una guerra sin tregua a todos los otros” (Orígenes, Homilías sobre el
Éxodo, 8, 4). En definitiva el amor a Dios es un amor por encima de todo.
Debemos cultivar –como hacía y hace el pueblo judío– la memoria,
y recordar que con el bautismo renunciamos a todos los otros dioses y
señores, y confesamos al único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Hoy son muchos y diversos los factores que atentan contra este
precepto. Ante todo, el ateísmo práctico –es decir, el secularismo– que va
socavando creencias, actitudes y costumbres que nutrieron a nuestra
civilización durante siglos.
Poco a poco fue penetrando en nuestra cultura el error de considerar
que la afirmación de Dios supone una penalización para el hombre: si
Dios existe, entonces no seríamos libres, ni gozaríamos de plena
autonomía en la existencia terrena. Este enfoque ignora que la dependencia
de la criatura de Dios fundamenta la libertad y la autonomía de la
criatura (cfr. Concilio Vaticano II. Gaudium et spes, 19-21). La verdad es que cuando
se niega a Dios se termina negando también al hombre y su dignidad
trascendente.
Otros sostienen que la religión, específicamente el cristianismo,
representa un obstáculo al progreso humano porque es fruto de la
ignorancia y la superstición. Esta falacia se combate si nos preguntamos
qué valores tiene hoy nuestra cultura que no tenga raíces judeo-cristiana.
Otra causa que afecta al precepto evangélico es la indiferencia
religiosa, también llamada irreligiosidad. El tema de Dios no se toma en
serio, o no se toma con absoluta consideración porque es sofocado en la
práctica por una vida que, orientada a los bienes materiales, todo lo
frivoliza. La indiferencia religiosa –entre los católicos– coexiste con una
cierta simpatía por lo sacro, y tal vez por lo pseudo-religioso, como si la
religión fuese un bien de consumo.
Por todo lo dicho, el desafío que la Iglesia afronta es el de
evangelizar la cultura, esto es lo que supone la nueva evangelización,
porque “con la palabra cultura se indica el modo particular como, en un
pueblo, los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí
mismos y con Dios” (G. S. 53 b) de modo que puedan llegar a “un nivel
verdadero y plenamente humano (G. S. 53a)” (D.P. 386).
Ciertamente que para emprender una nueva evangelización, la
Iglesia se debe hacer diálogo: “… debe ir hacia el diálogo con el mundo
en el que le toca vivir” (Eccl. suam, 67).
En este diálogo con el mundo se nos dice que la Iglesia debe
adaptarse, debe “renovarse” según las exigencias de este mundo.
Ante esta cuestión, Pablo VI se preguntaba: “¿Hasta qué punto
debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en las
que se desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un
relativismo que llega a afectar su fidelidad dogmática y moral? ¿Pero
cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos
a todos, según el ejemplo del Apóstol: «Me he hecho todo a todos para
salvarlos a todos» (I Cor. 9, 22)? Porque desde fuera no se puede salvar
al mundo” (Eccl. Suam, 90).
Es fundamental evangelizar la cultura porque ella “abarca la
totalidad de la vida de un pueblo, es decir, el conjunto de valores que la
animan y desvalores que la debilitan” (D.P. 387).
La religiosidad del pueblo, en su núcleo, es un acervo de valores
que responden con sabiduría cristiana a los grandes interrogantes de la
existencia; debemos cuidar, cultivar y purificar esta religiosidad que es
afectada de muchas maneras, como es esta nueva y foránea celebración de
Halloween, que genera una auténtica deformación de la inteligencia, del
corazón y del sentido religioso de los más pequeños; los santos deben ser
los modelos para ellos, y no los zombis. Todo esto no es inocuo e inocente,
sino que responde a una sistemática y diabólica “limpieza” de nuestra
cultura; no es accidental, sino intencional.
La Nueva Evangelización supone inculturar “sin miedo –nos decía
San Juan Pablo II– la Persona de Jesucristo”; esto es hacer cultura, esto es
evangelizar.
Las culturas se deterioran, se corrompen y decaen. Un signo de
decadencia es el imperio de la violencia que destruye el tejido social y la
fraternidad entre los hombres.
Pidamos al buen Dios que los discípulos de Cristo crezcamos en la
conciencia que “la Iglesia existe para evangelizar y podamos aprender
(…) la lección más sencilla y fundamental del Concilio, es decir, que el
cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor
Trinitario, y en el encuentro personal y comunitario, con Cristo que
orienta y guía la vida: todo lo demás se deduce de ello” (Benedicto XVI. 10. X.
2012).

Amén.

G. in D.

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