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Acuerdos internacionales sobre comercio e inversión: apuntalando la

globalización neoliberal*

Patxi Zabalo y Eduardo Bidaurratzaga

patxi.zabalo@ehu.eus
eduardo.bidaurratzaga@ehu.eus

Hegoa, Instituto de estudios sobre desarrollo y cooperación internacional


Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea, UPV/EHU

Resumen
La globalización neoliberal es un proyecto de las élites económicas mundiales que pasa
por construir un terreno de juego lo más favorable posible para las grandes empresas
privadas. Cuentan para ello con la colaboración de las élites políticas, que desregulan y
liberalizan ciertas actividades al tiempo que diseñan y aplican nuevas reglas a otras
muchas. Y en este afán desempeñan un papel fundamental los acuerdos internacionales
sobre comercio e inversión, cuya principal referencia es la Organización Mundial de
Comercio (OMC). Esta ha dado lugar a numerosas secuelas plurilaterales y bilaterales,
que en conjunto pretenden profundizar y consolidar el proyecto neoliberal, y entre las que
ahora destacan las asociaciones transpacífica (TPP) y transatlántica (TTIP).

Resaltar su complementariedad e importancia, tanto económica como política y social, es


el principal objetivo de esta ponencia. Para ello se estudian algunos de los rasgos
comunes de esos acuerdos, como su impronta marcadamente neoliberal, que abarca
multitud de temas que van mucho más allá que la liberalización comercial e imposibilitan
la puesta en marcha de políticas alternativas en favor de las mayorías sociales, la
carencia de participación democrática que caracteriza sus negociaciones, o la dificultad
que entraña revertirlos. Y, en consonancia con la relevancia que se les otorga, se insiste
en la necesidad de combatirlos abiertamente, recordando al respecto algunos éxitos
recientes que pueden servir de guía.

Palabras clave:
Acuerdos internacionales de comercio e inversión, OMC, TPP, TTIP

Clasificación JEL: F53

Área temática: Aspectos de la economía mundial

___________________________
* Ponencia presentada en la XV Jornadas de Economía Crítica, celebradas en la Universidad Complutense
de Madrid del 10 al 12 de marzo de 2016.

Introducción
Para interpretar adecuadamente el papel de los acuerdos internacionales sobre comercio
e inversión en el contexto de la globalización neoliberal, el primer apartado los relaciona
con algunas claves del pensamiento neoliberal y los sitúa como un componente esencial
de la lex mercatoria, que facilita la expansión mundial de las grandes empresas. El
segundo apartado centra su atención en la Organización Mundial de Comercio (OMC),
considerando que marca un hito en el proceso de implantación de esa armadura jurídica,
lo que se refleja en los acuerdos internacionales subsiguientes. El tercer apartado analiza
el mecanismo de solución de controversias inversor-estado, presente en casi todos los
acuerdos internacionales sobre comercio e inversión, y la cooperación reguladora,
prevista en el tratado que actualmente negocian la Unión Europea y Estados Unidos. Y en
el cuarto y último apartado se discuten algunas implicaciones que derivan de la progresiva
consolidación de este tipo de acuerdos internacionales, que apuntalan la globalización
neoliberal.

1. Globalización neoliberal y lex mercartoria


Comprender el significado de los acuerdos internacionales sobre comercio e inversión
requiere ubicarlos en el marco del proyecto neoliberal que rige el proceso de globalización
económica en el que nos hayamos inmersos durante los últimos cuarenta años. Para ello
conviene tener presente algunos rasgos definitorios del neoliberalismo y de la escuela
neoclásica de pensamiento económico sobre la que se sustenta.

Frente al ideario neoliberal, hay que recordar que los mercados libres no surgen
espontáneamente. Son el fruto de un largo proceso de mercantilización planeado, que se
impone a lo que Polanyi (1944) llama contramovimientos de resistencia social. De hecho,
los mercados realmente existentes ni se autorregulan, ni son eficientes. Antes bien,
requieren la presencia de instituciones que los regulen, hasta el punto de que cuando
estas no son adecuadas funcionan de manera muy deficiente, como ha ocurrido durante
las últimas décadas, particularmente en los mercados financieros (Guerrien y Gun, 2011;
Lobejón, 2011; Vilariño, 2013).

Y también hay que tener presente que esa fantasiosa recreación de la realidad ni siquiera
encuentra respaldo teórico suficiente en el equilibrio económico general, al que deberían
conducir unos mercados autorregulados de acuerdo con la escuela neoclásica. En efecto,
a pesar del ingente esfuerzo analítico realizado con una aplicación extrema del método
deductivo, el modelo Arrow-Debreu no garantiza la estabilidad del equilibrio en
competencia perfecta. Además, resulta que la forma de organización social que subyace
en ese modelo no se parece en nada a una economía capitalista de mercado libre como
la idealizada por el neoliberalismo. Se trata, en realidad, de un sistema muy centralizado:
el subastador actúa como un centro de planificación1 del que surge la información, en
forma de precios dados, y en el que se recogen las solicitudes de cada agente, que ese
mismo centro hace compatibles bajo condiciones muy estrictas (Guerrien, 2008; Keen,
2015).


1
De hecho, en su debate en los años 1930 con Ludwig von Mises sobre las posibilidades de cálculo
económico en economías no capitalistas, Oskar Lange ya mostraba que la asignación de recursos en una
economía socialista podía hacerse de manera similar a la del equilibrio competitivo, sustituyendo al
subastador por una oficina de planificación central. Y la versión más sofisticada de la teoría neoclásica
necesita recurrir a una autoridad central benevolente.

Todo eso conecta con la pretensión de cientificidad aséptica de un análisis


extremadamente formalista y con la desconfianza neoliberal sobre la eficacia de la
deliberación colectiva en asuntos económicos, que también se refleja en un
cuestionamiento general de la democracia. Y se traduce en la propuesta de mecanismos
de pura competencia mercantil que, en su visión, coordinan espontánea y eficazmente la
economía (Rendueles, 2015).

Esos rasgos característicos del neoliberalismo y del análisis neoclásico nos proporcionan
algunas pistas interesantes para comprender la connivencia de las élites políticas con las
económicas en el contexto de la globalización neoliberal2. Por un lado, ayudan a entender
la coexistencia de privatización, flexibilización, liberalización y desregulación con la
creación y aplicación de nuevas reglas: no se trata tanto de una retirada del estado como
de una transformación en su forma de intervenir (Laval y Dardot, 2013; Bakan, 2015).
Porque una cosa es el discurso neoliberal, contrario a la intervención pública en la
economía, y otra la realidad, que busca la concentración de la riqueza en pocas manos3,
lo que requiere la presencia de unas reglas de juego que favorezcan ese objetivo. Y, por
otro, explican la señalización de un solo camino correcto para el progreso –el marcado por
las reglas de juego de la globalización neoliberal– por parte de una tecnocracia que,
desde su atalaya, actúa con secretismo y elude el control democrático.

Los principales instrumentos utilizados por la oligarquía económica para hacer efectiva
esa relación son la insistente difusión de la doctrina por parte de los think tanks –
laboratorios de ideas–, la labor de lobby –cabildeo– y las puertas giratorias (Uharte, 2012;
Garay, 2012; Marsahall, 2014; George, 2015). Con ellos se ha constituido lo que Susan
George ha llamado la clase de Davos, en la que se encarna una élite que bajo la
cobertura de compartir una gobernanza global multipartita –gobiernos, empresas,
ciudadanía– se ha puesto al frente de la economía y la política mundial (Buxton, 2014).
Así, las grandes empresas, impulsoras y principales beneficiarias de la globalización
neoliberal, han conseguido que la casta política establecida defienda sus intereses con
cada vez menor recato. Y eso se ha traducido en normativas estatales e internacionales
de muy diverso tipo que conforman una armadura jurídica que les permite actuar por todo
el mundo con casi total impunidad para maximizar sus beneficios en detrimento de las
mayorías sociales y la naturaleza (Teitelbaum, 2010).

De este modo ha surgido un Derecho Corporativo Global, o lex mercatoria, que es un


elemento esencial de esa arquitectura jurídica de la impunidad. Sus principales
componentes son los contratos de explotación y comercialización, los acuerdos
internacionales de comercio e inversión, las políticas de ajuste y otras normas de las
instituciones multilaterales, y los laudos de los tribunales de arbitraje. Esta lex mercatoria
es imperativa, coercitiva y ejecutiva –derecho duro–, por lo que blinda los derechos de las
grandes empresas multinacionales. En cambio, sus obligaciones remiten a los
ordenamientos jurídicos nacionales, sometidos a la lógica neoliberal, al Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, frágil y que solo les resulta aplicable a través de

2
Analizando el reciente resurgir de la obra de Karl Polanyi, César Rendueles (2015: 183) sostiene que “la
potencia de la perspectiva polanyiana no tiene tanto que ver con su denuncia de la irracionalidad del
capitalismo de casino o de la pérdida de soberanía que entraña, como con su capacidad para iluminar el
entramado de complicidades políticas y económicas soterradas que subyacen a esos procesos.”
3
Desde sus orígenes, el neoliberalismo argumenta contra el igualitarismo, acusado de restar eficacia a la
libre competencia, defendiendo explícitamente las virtudes de la desigualdad como fuente de prosperidad
(Hayek, 1944 y 1960; Friedman, 1966; Friedman y Friedman, 1987). Otra cuestión bien diferente es cómo se
vende al público, sobre todo cuando se trata de ganar elecciones.

los estados, y a la llamada Responsabilidad Social Corporativa, que es voluntaria,


unilateral y carece de exigibilidad jurídica –derecho blando (Hernández Zubizarreta y
Ramiro, 2015).

En definitiva, los acuerdos internacionales sobre comercio e inversión son un elemento


fundamental de la lex mercatoria que los gobiernos neoliberales y las organizaciones
económicas internacionales que dominan han ido elaborando para diseñar un terreno de
juego global cada vez más favorable a los intereses de las grandes empresas privadas
(Malig, 2013).

2. La Organización Mundial de Comercio y sus secuelas


La OMC representa un hito en la implantación de la armadura jurídica reclamada por la
élite económica, por lo que es una referencia imprescindible para estudiar los demás
acuerdos internacionales sobre comercio e inversión. Su creación en 1995 fue un gran
paso adelante en el camino hacia la construcción del tipo de mercado mundial que
interesa a las empresas transnacionales, lo que no es de extrañar ya que sus estatutos se
redactaron en la Ronda Uruguay (1986-94), en pleno apogeo del neoliberalismo.

En la ampliación de la cobertura de la OMC a la protección de la propiedad intelectual la


labor de los lobbies empresariales resultó decisiva y se llevó a cabo con un cierto
descaro. En efecto, el Acuerdo sobre Derechos de la Propiedad Intelectual relacionados
con el Comercio (ADPIC) fue impulsado por el estadounidense Comité de la Propiedad
Intelectual (IPC por sus siglas en inglés), constituido con el explícito objetivo de incluir
este tema en la agenda de la Ronda Uruguay. El IPC formó una coalición con las
principales organizaciones empresariales europea, UNICE, y japonesa, Keidanren, que
presentó en 1988 un documento –Basic Framework for GATT Provision on Intellectual
Property– que, con el apoyo de los gobiernos de Europa, Estados Unidos y Japón, se
convirtió en el borrador del ADPIC, ya que en él figuran todas sus previsiones esenciales
(CEO, 1999).

Algo parecido ocurrió con la otra gran novedad de la OMC, el Acuerdo General sobre
Comercio de Servicios (AGCS). Desde Estados Unidos, primero presionó el sector
financiero, al que se unieron la Coalición de Industrias de Servicios, creada en 1982, y la
Cámara de Comercio –USCC, el mayor lobby del mundo–, para promover la inclusión del
comercio internacional de servicios en la Ronda Uruguay. Al otro lado del Atlántico, en
1986 surgió, a instancias de la propia Comisión Europea, el Grupo de Servicios de la
Comunidad Europea. Y en 1999 el entonces comisario europeo de comercio, Leon Brittan,
impulsó la creación del Foro Europeo de Servicios para continuar esa labor de lobby en
posteriores negociaciones. Esto pone de relieve la especial relación que se da entre la
Comisión Europea y el mundo empresarial, lo que ha llegado a denominarse “lobby
inverso”, ya que la autoridad pública cabildea con las empresas para que le hagan lobby a
ella (Deckwirth, 2005; Marchetti y Mavroidis, 2011; Fritz, 2015).

De este modo, las reglas de la OMC suponen un gran avance en la liberalización del
comercio internacional de mercancías –salvo para los productos agrícolas– y de servicios
–con la notable excepción de las migraciones internacionales–, al tiempo que protegen
más la propiedad intelectual. Favorecen así la irrupción de las empresas transnacionales
en territorios antes vedados y la ampliación de lo mercantil, de aquello que es objeto de
negocio, privatizando lo que antes era de dominio público. Y además esas reglas de juego

están respaldadas por un eficaz sistema de solución diferencias que permite sancionar
efectivamente a un estado si las incumple y es demandado por otro estado4, capacidad de
la que no goza ninguna otra organización económica de ámbito mundial.

Sin embargo, aunque sigue resultándoles muy útil, la OMC no logra avanzar en la
realización del proyecto neoliberal al ritmo que desean sus principales beneficiarias, las
grandes empresas transnacionales. En efecto, en 1999 fracasó en Seattle el lanzamiento
de la que iba a denominarse Ronda de negociaciones del Milenio ante su bloqueo por
parte de algunos países del Sur económico. Conviene recordar que esto ocurrió en un
ambiente de potente protesta contra la mercantilización del mundo, en lo que supuso la
presentación pública del movimiento altermundista. Y la Ronda de Doha, que comenzó en
2002 con la intención de concluir en tres años, se ha devaluado con la exclusión de tres
de los nuevos temas que pretendían incluirse en la OMC –inversión, compras del sector
público y política de competencia– tras el fracaso de la cumbre de Cancún en 2003. Y se
eterniza sin que se atisbe su fin, a pesar del acuerdo sobre facilitación del comercio
logrado en la Conferencia Ministerial de Bali en 2013.

En este contexto, para completar la labor de la OMC, los gobiernos del Norte impulsan
acuerdos que incluyen una regulación reforzada de los asuntos ya abordados por la
Organización Mundial de Comercio, que se han llamado OMC-plus (OMC+), y/o de otros
temas todavía no regulados por esa organización, denominados OMC-extra (OMCx). Con
ello, las economías del Norte tratan de exportar sus regímenes reglamentarios sobre los
más diversos aspectos, si bien su interés se centra en la política de competencia, los
derechos de propiedad intelectual y la inversión extranjera (OMC, 2011).

En primer lugar, las potencias del Norte se lanzaron desde los años 1990 a suscribir
Tratados de Libre Comercio (TLC) con países y grupos regionales del Sur. Su primer y
más notable resultado fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte –TLCAN, o
NAFTA por sus siglas en inglés–, firmado por Estados Unidos, Canadá y México, que
entró en vigor en 1994. Interesa destacar que, aunque su nombre solo hace referencia al
comercio, el TLCAN consagra un capítulo a la liberalización y protección de la inversión
extranjera, que además contempla las demandas inversor-estado (Public Citizen, 2005).
El posterior intento de Estados Unidos para extenderlo al resto del continente de un solo
golpe bajo la denominación de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) sucumbió
definitivamente en 2005 (León, 2015). Luego han venido otros muchos que han seguido el
mismo modelo, aunque en el caso de la Unión Europea se encubran bajo el nombre de
acuerdos de asociación.

Con algunas variantes, todos esos TLC incluyen asuntos OMC+, como la liberalización del
comercio internacional de servicios y la mayor protección de los derechos de la propiedad
intelectual, y OMCx, como la liberalización y protección de la inversión extranjera, la
apertura de las compras del sector público a las empresas extranjeras y la política de
competencia. A este fenómeno se le ha llamado regionalismo abierto, dando a entender
que es un avance parcial en la integración de mercados compatible con la vía multilateral
de la OMC. Pero no deja de ser una imposición de marcado carácter neoliberal de las
economías del Norte sobre las del Sur, dada la asimetría de poder negociador que existe
entre las partes que suscriben los acuerdos (Bidaurratzaga y Zabalo, 2012).

4
Conviene subrayar que el Órgano de Solución de Diferencias de la OMC resuelve disputas entre estados
(estado-estado), que son los que participan en la institución, no demandas entre una empresa y un estado
(inversor-estado), asunto que se aborda más adelante.

Paralelamente, ha proliferado la suscripción de Tratados Bilaterales sobre Inversión (TBI),


también llamados Acuerdos de Protección y Promoción de Inversiones, que han pasado
de ser cerca de cuatrocientos en 1990 a 2.926 al finalizar 2014 (UNCTAD, 2015). Esta
nueva generación de TBI contempla casi sin excepción un mecanismo de solución de
controversias inversor-estado (SCIE) –a menudo citado por sus siglas en inglés, ISDS–
que permite a las empresas transnacionales demandar directamente a los estados
receptores ante instancias supranacionales de arbitraje.

Lo mismo ocurre con los TLC con capitulo dedicado a la inversión y con otros acuerdos
internacionales que incluyen disposiciones sobre inversión, entre los que destaca la Carta
de la Energía. Firmado en 1994 y en vigor desde 1998, el oficialmente conocido como
Tratado sobre la Carta de la Energía surgió en el contexto de la transición al capitalismo
del antiguo bloque soviético con el propósito de proteger las inversiones, facilitar el
comercio, promover la eficiencia y minimizar el impacto ambiental en el sector energético.
Sus firmantes son fundamentalmente países de Europa Oriental5 y Occidental, junto a la
Unión Europea, aunque también la han suscrito Japón y Australia, pero ni Estados Unidos
ni Canadá. A pesar de su carácter sectorial, el SCIE de la Carta de la Energía es el más
utilizados para interponer demandas inversor-estado, al principio contra países del antiguo
bloque soviético, pero durante los últimos años también contra estados pertenecientes a
la Unión Europea. De hecho, en 2014, con 60 demandas basadas en ella, suponía casi el
10% de las 608 que se conocen desde la primera registrada en 1987, y ya había
superado a las 53 demandas inversor-estado interpuestas al amparo del TLCAN
(UNCTAD, 2015).

Todos esos acuerdos sobre inversiones establecen normas de trato nacional –no se
puede exigir al inversor extranjero más que al local–, nación más favorecida –ningún
inversor externo puede recibir mejor trato que otro–, de manera que si en otro acuerdo
hay una norma más favorable para el inversor se puede aplicar, y trato justo y equitativo,
que requiere un escenario legal estable y compatible con las expectativas del inversor
extranjero. Esta última cláusula es la que más se ha utilizado para conceder
indemnizaciones multimillonarias a los inversores demandantes. Y también protegen al
inversor frente a la expropiación, directa o indirecta, y garantizan la repatriación de
beneficios (Zabalo, 2012; Malig, 2013; Hernández Zubizarreta, 2014).

A medida que avanza el siglo XXI, las economías del Norte han abierto dos nuevos
frentes para ir más allá de una OMC cuyas negociaciones permanecen estancadas. Por
un lado, promover acuerdos sobre temas específicos y, por otro lado, impulsar tratados
megarregionales, cuya peculiaridad reside en estar suscritos por varias potencias del
Norte, aunque también participen países del Sur (Rosales et al., 2013; Bouzas y
Zelicovich, 2014).

Así, en 2006 Estados Unidos y Japón impulsaron el Acuerdo Comercial contra la


Falsificación, más conocido por su acrónimo en inglés, ACTA (Anti-Counterfeiting Trade
Agreement). Aunque su nombre no lo sugiere, este acuerdo OMC+ refuerza la protección
de la propiedad intelectual mucho más allá de la proporcionada por la OMC mediante el
ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de la Propiedad Intelectual
relacionados con el Comercio). De hecho, además de combatir los productos falsificados,


5
Rusia, aunque la firmó, no la ha ratificado.

se centra en defender los derechos de autor en el entorno digital –internet–, incluyendo


disposiciones civiles, para compensar los daños y perjuicios ocasionados, y penales, tanto
para personas físicas como jurídicas, con posibles sanciones pecuniarias y/o penas de
prisión. En 2011 suscribieron el ACTA en Tokio sus impulsores, la Unión Europea y 22 de
sus países miembros, y cuatro economías del Sur. Pero no ha entrado en vigor porque de
momento solo lo ha ratificado Japón y hacen falta otras cinco ratificaciones para ello.
Ahora bien, parece poco probable que lo haga en los próximos años, tras su rechazo por
el Parlamento Europeo en 2012 en un contexto de importante rechazo social, por haberse
negociado en secreto pero con activa participación de grandes empresas y poderosos
lobbies, y por amenazar la libertad de expresión y la privacidad de las comunicaciones.

Por otra parte, desde 2012 las economías del Norte y 17 países del Sur están negociando
un Acuerdo sobre Comercio de Servicios –ACS, o TISA por sus siglas en inglés–,
compatible con el Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (AGCS) que forma parte
de la OMC. El TISA avanza rápido, porque para finales de 2015 ya se han celebrado trece
rondas de negociación, y cuando culminen proporcionará mayores facilidades para que
las multinacionales que prestan servicios se hagan con nuevos mercados (AK, 2015). En
este sentido es otro claro ejemplo de acuerdo OMC+, que, a pesar del secretismo que
rodea su negociación, preocupa particularmente por lo que pueda suponer de
profundización en la privatización de los servicios públicos (Sinclair y Mertins-Kirkwood,
2014; Fritz, 2015).

Y en abril de 2014 ha entrado en vigor la revisión y ampliación del Acuerdo plurilateral6


sobre Contratación Pública (ACP), que funciona en el seno de la OMC y cuenta entre
otros con la participación de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Esto supone un
mayor acceso para las empresas extranjeras al importante mercado de las compras y
contratos del sector público, que representan entre el 10% y el 15% del PIB de los países
miembros.

Por lo que a acuerdos megarregionales se refiere, destacan los dos impulsados desde
2008 por Estados Unidos, el transpacífico y el transatlántico. El Trans-Pacific Partnership
(TPP), negociado por Estados Unidos desde 2010 con Perú, Australia, Nueva Zelanda,
Brunei, Singapur, Malasia y Vietnam, ha sido finalmente suscrito en septiembre de 2015,
con la participación adicional de Canadá, México y Japón. Además de temas OMC+,
como el comercio internacional de servicios o la protección de la propiedad intelectual, el
TPP incluye asuntos OMCx, como la política de competencia, las condiciones de trabajo y
la protección del medioambiente, que implican armonización reglamentaria, cuestión
sobre la que se vuelve en el siguiente apartado. Al respecto, hay que señalar que China
no participa en este acuerdo porque ha sido intencionadamente excluida por Estados
Unidos, que trata de imponer sus reglas antes de que la potencia emergente pueda
imponer las suyas.

Por su parte, la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI), más conocida


por su acrónimo en inglés, TTIP –Transatlantic Trade and Investment Partnership–, está
siendo negociada en secreto por Estados Unidos y la Unión Europea desde junio de 2013.
De hecho, hubo que esperar más de un año hasta que la Comisión Europea hiciera
público el mandato negociador y varios meses más para que, desde enero de 2015,

6
En la jerga de la Organización Mundial de Comercio se califica como plurilateral a un acuerdo que no han
suscrito todos sus miembros. Se contrapone a lo multilateral, que indica su asunción por todos los miembros
de la OMC.

facilitara alguna información sobre las negociaciones en curso. Con todo, el secretismo
sigue imperando, ya que solo se va conociendo por cauces oficiales lo que la Comisión
Europea quiere transmitir –un resumen sobre lo tratado en las sucesivas rondas de
negociación y los textos de algunas propuestas de la UE–, acompañado de mucha
propaganda favorable al TTIP. Y esto se debe a la creciente contestación de parte de la
sociedad civil, que entre otras cosas se plasmó en la tremenda derrota obtenida por la
Comisión Europea en la consulta que ella misma organizó durante el verano de 2014 en
su página web sobre la inclusión del mecanismo de solución de controversias inversor-
estado en el tratado7.

De acuerdo con lo conocido por fuentes oficiales y las filtraciones que se van
produciendo, el TTIP contempla tres pilares: 1) acceso a mercados, 2) cooperación
reguladora, y 3) normas. El primero, componente tradicional de un TLC, es el menos
relevante en este caso, ya que los tipos arancelarios son muy bajos, si bien no hay
desdeñar su posible impacto, sobre todo en a agricultura, donde la protección actual es
más alta. Del tercero cabe destacar el mecanismo SCIE, nuevamente sin despreciar
asuntos como las normas de origen o la protección de la propiedad intelectual. Porque la
principal novedad se encuentra en el segundo pilar (Akhtar y Jones, 2014; Guamán,
2015), sobre el que se vuelve en el siguiente apartado.

El panorama de los acuerdos de comercio e inversión entre economías del Norte se


completa con el TLC que está negociando la Unión Europea con Japón desde 2013 y con
el Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG), más conocido por su acrónimo en
inglés (CETA), que ya han suscrito Canadá y la Unión Europea en septiembre de 2014, y
cuya entrada en vigor solo está pendiente de su ratificación por ambas partes. Como en
los otros casos, ambos tratados incluyen numerosos asuntos OMC+ y OMCx, pero lo más
llamativo e inquietante es que el CETA ya incorpora el mecanismo de solución de
controversias inversor-estado, que se trata con más detalle en el siguiente apartado.

3. Demandas inversor-estado y cooperación reguladora


Consentir que las grandes empresas transnacionales puedan demandar a los estados
ante instancias de arbitraje privado supranacional y que, a través de la cooperación
reguladora, participen directamente en la elaboración de nuevas normas supone un
enorme retroceso de la soberanía nacional y un ataque a la democracia.

3.1. El mecanismo de solución de controversias inversor-estado (SCIE)


Conseguir que los inversores extranjeros pudieran demandar directamente a los estados
que los acogen ante instancias supranacionales de arbitraje ha sido una aspiración de las
grandes empresas transnacionales desde hace décadas, que cuando ha contado con el
apoyo de los gobiernos del Norte se ha convertido en realidad. De hecho, la idea ya la
plasmaron por escrito en 1959 un prominente empresario alemán, Herman Abs, y un
destacado jurista, empresario y político británico, Lord Shawcross, en lo que se conoce
como Convenio Abs-Shawcross. Este fue utilizado como borrador por la OCDE
(Organización de Cooperación y Desarrollo Económico) para elaborar una propuesta que
hizo circular desde 1962 y cuyo resultado final fue el Convenio de la OCDE sobre
Protección de la Propiedad Extranjera, publicado en 1967 (Lowe, 2007).

7
Más del 97% de las cerca de 150.000 respuestas rechazaron la inclusión del SCIE en el acuerdo. Pero la
Comisión Europea, lejos de escuchar esas voces, así como las miembros de la academia, el parlamento,
sindicatos y otros colectivos sociales, solo se comprometió a reformar su propuesta inicial (CEO, 2015).

A partir de ahí fue progresivamente incorporándose a un creciente número de tratados


bilaterales de inversión 8 , que antes solo recogían la solución de controversias entre
estados, como ocurre en la OMC. Así que los inversores extranjeros que se sintieran
perjudicados debían acudir al sistema judicial del país de acogida o convencer al gobierno
de su país de origen para que interpusiera una demanda al amparo del correspondiente
TBI. La SCIE recibió su gran espaldarazo al convertirse en un elemento esencial del
Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), aunque éste nunca llegó a entrar en vigor. Y
es que el AMI se negoció en secreto en el seno de la OCDE entre 1995 y 1998, y solo fue
conocido al ser filtrado por organizaciones de la sociedad civil. La opinión pública de
varios países del Norte consideró inaceptable tanto su contenido como el secretismo en
su elaboración. Esto, junto al rechazo del gobierno francés y al impacto de la crisis
financiera asiática –desatada el verano de 1997 y en cuyo origen se encontraba la
liberalización indiscriminada de los movimientos de capital–, determinó su fracaso
(UNCTAD, 1999). Sin embargo, el contenido del AMI se refleja claramente en los TBI y
otros acuerdos internacionales que incluyen previsiones sobre inversión.

Y al amparo de alguno de esos acuerdos, las demandas inversor-estado se interponen en


instancias supranacionales de arbitraje, como el CIADI –Centro Internacional para el
Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones–, que depende de Banco Mundial y es la
única institución expresamente creada para este fin. Otros litigios se dirimen ante
tribunales privados, que surgieron para atender disputas comerciales entre empresas,
como la Cámara de Comercio Internacional o la Cámara de Comercio de Estocolmo, o en
instancias creadas ad hoc, que a menudo se rigen por las reglas de arbitraje elaboradas
por la CNUDMI –Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional.

En general, estos litigios los resuelven paneles de tres expertos, que también suelen
intervenir en otros casos como defensores o consultores, y que a menudo están ligados a
grandes bufetes de abogados y/o relacionados con empresas multinacionales o fondos de
inversión. La mayoría son hombres, provienen de países del Norte y muestran un
marcado sesgo a favor de los inversores demandantes. Y están muy bien remunerados,
ya que en promedio cada pleito cuesta unos 8 millones de dólares, aunque alguno casos
superan los 30 millones, lo que supone un fuerte incentivo para fomentar la interposición
de demandas (Eberhardt y Olivet, 2012).

Por ello, el estado demandado puede no perder, pero nunca gana, dado el alto coste de
los procesos. Además, la mera amenaza de tener que afrontar grandes sanciones
económicas limita la soberanía de los estados para adoptar medidas de política
económica en favor de su ciudadanía o el medio ambiente, en lo que se ha llamado
enfriamiento regulatorio. Prueba de la importancia que las élites económicas dan a las
demandas inversor-estado es que la mayoría de los tratados que les proporcionan la
cobertura legal contienen una cláusula que prolonga su vigencia entre cinco y veinte años
después de su denuncia por alguna de las partes (Zabalo, 2012). Así, aunque una de las
partes denunciara el CETA entre la Unión Europea y Canadá y éste dejara de estar en
vigor, todo lo referido a la protección de las inversiones extranjeras seguiría plenamente
vigente otros 20 años (Eberhartdt et al., 2014).

8
El primer TBI lo suscribió en 1959 Alemania –que sigue siendo hoy el país que más TBI ha firmado– con
Pakistán. Después otros países europeos firmaron numerosos TBI, muchos de ellos con antiguas colonias.
En cambio, Estados Unidos no lanzó su programa de TBI hasta 1981, firmando el primero en 1982 con
Panamá. Y Japón, tras firmar uno con Egipto en 1977 y otro con Sri Lanka en 1982, no suscribió su tercer
TBI hasta 1989 con China (UNCTAD, 2006).

De hecho, para comprender la novedad que supone la inclusión de sistema de SCIE en el


CETA y eventualmente en el TTIP, conviene tener presente dos cuestiones. En primer
lugar, como ya se ha indicado, que el poderoso sistema de solución de diferencias de la
OMC solo permite las demandas entre estados, no de una empresa a un estado. En
segundo lugar, que salvo los firmados con algunos países del Este, normalmente durante
los años 1990, y en el caso de Alemania con Grecia y Portugal antes de su entrada en la
Unión Europea, hasta ahora ningún país europeo ha suscrito tratados de inversión con
otra economía del Norte9. Y fuera de Europa solo hay otra excepción, el TLCAN10.

Eso significa que, con la notable salvedad del TLCAN, las economías del Norte han
venido considerando hasta ahora que sus sistemas judiciales eran lo suficientemente
fiables como para no tener que establecer medios alternativos para resolver disputas
entre inversores extranjeros y estados receptores de la inversión. Y que, en cambio, es la
falta de confianza en los aparatos judiciales de las economías del Sur y del Este la que
aconseja proteger a los inversores extranjeros mediante acuerdos de inversión que
contengan la posibilidad de plantear demandas inversor-estado ante instancias
supranacionales de arbitraje. En este sentido, el CETA ha abierto la puerta para que la
Unión Europea también contemple un SCIE en el TTIP, como así ha ocurrido. Pero es
que, además, aunque la TTIP no incluyera un SCIE o no llegara a ser aprobado y/o
ratificado, el propio CETA permite a las empresas transnacionales estadounidenses
demandar a la Unión Europea o sus estados miembros a través de las filiales que
prácticamente todas ellas tienen en Canadá. Y es que, con el CETA, incluso las empresas
de origen europeo pueden demandar a la Unión Europea o sus estados miembros desde
sus filiales canadienses (Eberhardt et al., 2014).

La creación de un régimen jurídico especial para proteger a los inversores extranjeros los
sitúa por encima de los inversores locales, obligados a recurrir al sistema judicial de su
país, y los equipara con los estados, que se ven obligados a defenderse de sus
demandas en instancias supranacionales, donde pueden ser condenados a pagar
indemnizaciones multimillonarias. Esto solo se explica por ser parte de la armadura
jurídica que la globalización neoliberal proporciona a sus grandes impulsoras y
beneficiarias, las empresas transnacionales.

Al respecto, el maquillaje a la SCIE que la Comisión Europea ha propuesto para el TTIP


en noviembre de 2015, transformándola en un Sistema Judicial de Inversión –SJI, o ICS
por sus siglas en inglés– no cambia la esencia del sistema, que, más allá de los
eufemismos, sigue vivo. Sigue siendo un sistema totalmente desequilibrado, en el que los
inversores extranjeros no tienen obligaciones, solo más derechos que los nacionales; el
invocado derecho a regular queda desmantelado por la propia letra pequeña de la
propuesta; y la propuesta de promover una corte internacional para inversiones carece de
credibilidad cuando el CETA, ya firmado, tiene un SCIE y este asunto todavía está
pendiente de ser negociado con Estados Unidos en el TTIP (Van Harten, 2016; Eberhardt,
2015). Y es que, como ya señalara Van Harten (2014) respecto a la consulta sobre el
SCIE realizada por la Comisión Europea, faltaba la pregunta esencial: ¿por qué es
necesario el arbitraje inversor-estado en el CETA o el TTIP? Y la Comisión Europea sigue

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Nada sustancial cambia porque ahora, en el CETA y en el TTIP, quien suscriba el acuerdo sea la Unión
Europea en nombre de sus 28 estados miembros, debido a que en virtud del el Tratado de Lisboa ostenta
esa competencia.
10
Para más detalles, puede consultarse la base de datos de la UNCTAD sobre acuerdos internacionales de
inversión: http://investmentpolicyhub.unctad.org/IIA

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sin plantearse seriamente esa pregunta. Sin duda, porque conoce perfectamente la
respuesta y no tiene ninguna intención de dejar de servir a los interese de las élites
económicas.

3.2. Cooperación reguladora
La cooperación reguladora es la piedra angular del TTIP. A pesar de su nombre, con ella
se trata en realidad de profundizar en la desregulación de la economías de ambos lados
del Atlántico, eliminando todas las barreras al comercio que se encuentran una vez
traspasadas las fronteras. Para ello hay que armonizar las reglamentaciones de Estados
Unidos y la Unión Europea, de manera que los productos puedan circular libremente por
el espacio económico transatlántico sin tener que adaptarse a unos requisitos diferentes
en cada orilla.

En principio, eso se puede conseguir adoptando unas normas comunes, o con un


reconocimiento mutuo de las normativas que haga efectivo el principio de aprobado una
vez, aceptado en todas partes. Ahora bien, para lograr que esa armonización sea efectiva
ahora y en el futuro, lo que se propone es establecer una cooperación reguladora que
consiste en un conjunto de procedimientos que permiten a ambas partes arreglar sus
diferencias en el largo plazo. Para ello se va a crear un Órgano de Cooperación
Reguladora (OCR) que con ayuda de diversos grupos de trabajo armonice los sistemas
reglamentarios europeo y estadounidense, a base de ir eliminando sus incoherencias
(Haar et al., 2016).

En la práctica eso va a suponer una armonización a la baja y con reajuste perpetuo de las
normas que protegen el interés público y los derechos de la ciudadanía. Porque, a pesar
de las repetidas afirmaciones en sentido contrario de la Comisión Europea, en el OCR y
sus grupos de trabajo, además de altos funcionarios europeos y estadounidenses, van a
participar preferentemente representantes de los lobbies empresariales, resultando
meramente simbólica la presencia del las organizaciones que defienden los intereses de
las mayorías sociales. Estas predicciones se basan sobre todo en la historia que está
detrás de la inclusión de la cooperación reguladora en el TTIP, protagonizada desde hace
más de veinte años por una coalición de hecho entre funcionarios de alto nivel y políticos
con empresarios y organizaciones empresariales.

En efecto, en 1995 surgía el Diálogo Comercial Transatlántico –TABD, por sus siglas en
inglés–, promovido desde la Comisión Europea por Leon Brittan y Martin Bangemann,
comisarios de comercio e industria respectivamente, y formado por dirigentes de grandes
empresas estadunidenses y europeas así como altos funcionarios y cargos políticos de
Estados Unidos y la Unión Europea. Desde entonces, la mayoría las recomendaciones del
TABD se han ido transformando en parte de la agenda de las cumbres oficiales entre
ambas potencias económicas. Entre ellas se encuentra el lema que, a su entender, debe
regir la cooperación reguladora: aprobado una vez, aceptado en todas partes; es decir, el
reconocimiento mutuo de las reglamentaciones. En 2008 el TABD se junta con otros
lobbies transatlánticos y constituyen el Consejo Empresarial Transatlántico –TABC, por su
acrónimo en inglés–, en el que participan directamente las dos grandes patronales,
BusinessEurope y la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Y el TABC se autodefine
como “un cuerpo político para supervisar y acelerar la cooperación intergubernamental, a
efectos de favorecer la integración económica entre la unión Europea y los Estados
Unidos” (George, 2015; Haar et al., 2016).

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Por eso no debe extrañar que en octubre de 2012, cuando aun faltaba casi un año para
que comenzaran las negociaciones oficiales del TTIP, las grandes patronales europea y
estadounidense elaboran un detallado documento titulado Cooperación Reguladora en el
Acuerdo Económico UE-EEUU, en el que se encuentran la líneas maestras del pilar
básico del acuerdo que actualmente se está negociando. Entre ellas, el de que sea “un
proceso permanente con una agenda continua hacia el progreso” para así contribuir a
solventar las diferencias “tanto en el actual conjunto de regulaciones como en futuras
medidas reguladoras” (BussinesEurope y US Chamber of Commerce, 2012).


4. Apuntalan la globalización neoliberal, ¿qué hacer?
Lo visto hasta ahora ha pretendido poner de manifiesto que, en su diversidad, los
acuerdos internacionales sobre comercio e inversión son un instrumento importante para
afianzar la globalización neoliberal, que es un proyecto de las élites económicas
mundiales para construir un terreno de juego favorable a las empresas transnacionales en
detrimento de las mayorías sociales. Y para ello que cuentan con la connivencia, cuando
no la sumisión, de las élites políticas, en lo que constituye un ataque frontal al principio
democrático. Por eso se negocian en secreto y se sitúan al margen de los controles
democráticos habituales. Para poder imponer unas reglas de juego al servicio de las
grandes empresas encubriéndolas como las mejores soluciones técnicas, asépticas, que
promueven el bien común.

Es más, de acuerdo con los informes presentados ante el Consejo de Derechos Humanos
de la ONU por Alfred-Maurice de Zayas, estos acuerdos conllevan una regresión en la
protección de los derechos humanos y cabe la posibilidad de que agraven la situación de
los grupos más vulnerables. Y respecto a los tribunales de arbitraje del mecanismo SCIE,
plantea se han dado muchos ejemplos de sentencias arbitrales sin escrúpulos que no solo
han dado lugar a violaciones de los derechos humanos, sino que han generado una
parálisis normativa, impidiendo que los estados adopten normativas sobre la eliminación
de desechos o el control del tabaco por temor a ser demandados ante ellos. Por ello
considera que ponen en peligro el actual concepto de justicia, el equilibrio de poderes y la
esencia del estado de derecho (Zayas, 2105a y 2015b; Hernández Zubizarreta, 2016).

Y es que esas reglas de juego de carácter marcadamente neoliberal una vez plasmadas
en acuerdos internacionales vinculantes resultan muy difíciles de revertir, condicionando
seriamente la futura aplicación de otro tipo de políticas económicas favorables a las
mayorías sociales. En este sentido profundizan pero también consolidan, apalancan la
globalización neoliberal.

Así que, en la medida de que la ciudadanía y las organizaciones de la sociedad civil han
ido siendo conscientes de lo que realmente está en juego con estos acuerdos
internacionales sobre comercio e inversión, han surgido iniciativas para detenerlos, como
el Manifiesto ¡NO al TTIP! Las personas, el medio ambiente y la democracia antes que los
beneficios y los derechos de las corporaciones, el Mandato de Comercio Alterativo, o el
Tratado internacional de los pueblos para el control de las empresas transnacionales
(Hernández Zubizarreta et al., 2014).

Y cara la TTIP y el TISA, que están en fase de negociación, e incluso el CETA, que
todavía debe ser aprobado por el Parlamento Europeo, hay antecedentes como las
paralizaciones del AMI y del ACTA que permiten un cierto optimismo, dadas las

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similitudes. De hecho, el ACTA fue rechazado por el Parlamento Europeo tras una
campaña ciudadana denunciando su negociación en secreto, carente de control
democrático pero con activa participación de las ETN y los lobbies empresariales, y la
amenaza que suponía para la libertad de expresión y la privacidad de las comunicaciones.
Y en el fracaso del AMI también desempeño un papel relevante la denuncia de su
secretismo, el mismo argumento que ha llevado en 2015 a que Uruguay abandone las
negociaciones del TISA. Pero de esos ejemplos también hay que extraer otra lección: no
se puede bajar la guardia, porque las élites económicas que promueven esos acuerdos
tienen muchos medios y no cejan en su empeño hasta introducir sus contenidos en
cualquier otro tratado internacional.

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