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NOS FUIMOS QUEDANDO EN SILENCIO

La agonía del Chile de la transición


Daniel Mansuy
De la presente edición
© Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016
© Daniel Mansuy Huerta

Primera edición, mayo de 2016

Instituto de Estudios de la Sociedad


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Índice
Capítulo 1. Nuestra crisis
Capítulo 2. Jaime Guzmán y la refundación de Chile
Los nuevos órdenes
Subsidiariedad y neutralización de la política
Capítulo 3. La transición (i): la izquierda en su jaula
El nudo gordiano
No lo podíamos reconocer
Capítulo 4. La transición (ii): la ruptura de los consensos
La nostalgia de la transición
El binominal y la ruptura del consenso político
La ruptura del consenso económico
Capítulo 5. Fernando Atria y el regreso de la Historia
El Régimen de lo Público
Dificultades del nuevo paradigma
Un mundo uniformado
Capítulo 6. Más allá del individualismo
La derecha y el economicismo
Un liberalismo estrecho
El mercado como liberador: las paradojas de Atria
Educación como transmisión
Capítulo 7. Política y modernización en Chile
La modernidad como diferenciación
La experiencia chilena y sus dificultades
Rehabilitar las comunidades
Un problema político
Bibliografía
Hemos guardado un silencio bastante parecido a la
estupidez.
“Proclama de la ciudad de La Plata a los valerosos
habitantes de la ciudad de La Paz” (1809)

Nos fuimos quedando en silencio


nos fuimos perdiendo en el tumulto
nos fuimos acostumbrando
a aceptar lo que dijeran
Schwenke y Nilo
“Nos fuimos quedando en silencio”
A la memoria de mis abuelos,
con gratitud por todo lo recibido.
1
Capítulo 1. Nuestra crisis
Decir que Chile vive una crisis se ha transformado en un lugar común. Por
supuesto, un lugar común no es necesariamente falso; sino más bien un
concepto cuyo contenido, al ser trivializado, tiende a diluirse. Tal es nuestro
caso: si bien hay acuerdo en que vivimos un momento crítico, el consenso
estalla en pedazos a la hora de intentar acotar —aunque sea tímidamente—
esa realidad. Resulta difícil determinar en qué consiste la crisis, cuál es su
naturaleza y sus ramificaciones. En otros términos, todavía no hay siquiera
un principio de acuerdo sobre el diagnóstico de nuestra enfermedad, que es
la condición indispensable para sugerir (con un mínimo de rigor) cualquier
tipo de tratamiento. Dicho trabajo de delimitación es particularmente
complicado, en parte, porque el país ha dado señales equívocas, difíciles de
leer desde la coherencia: marchamos por las calles sin dejar de consumir
con avidez; votamos a la izquierda y a la vez nos endeudamos para no
quedar abajo del “modelo”; rechazamos toda clase de generación eléctrica
sin estar dispuestos a asumir las consecuencias; aborrecemos el lucro y
paseamos en el mall; y así podríamos continuar indefinidamente.
¿Cómo circunscribir entonces esta crisis y salir de la perplejidad? Una
alternativa es aproximarnos a ella desde un momento especialmente
llamativo, que tuvo lugar hace pocos años, cuando viejos próceres de la
Concertación empezaron a renegar de su pasado. Los mismos cuyas voces
escuchaba de niño en Cooperativa, en un ambiente rodeado de tensión, y
cuyos rostros aparecían envueltos de épica en Apsi o Análisis; los mismos
que, pasados los años, respeté como arquitectos de una operación política
sumamente delicada, no trepidaron en asumir, a partir de las movilizaciones
del 2011, un discurso que echaba por la borda buena parte de sus propias
vidas: el rechazo a la transición se convirtió en parte del lenguaje corriente
incluso para quienes la habían protagonizado. Dicho de otro modo, algo de
la mayor importancia ocurrió cuando políticos serios y responsables
abandonaron la defensa de sus biografías. Desde luego, esta actitud guarda
relación (al menos en algunos casos) con motivaciones electorales, pero eso
no alcanza a explicarlo todo. ¿Por qué una generación que había conducido
al país durante dos decenios abjuró de todo ello para conformarse al lirismo
de un puñado de dirigentes juveniles? ¿Cómo explicar que aquellos que
venían de vuelta de la historia y de sus decepciones pudieran renunciar con
tanta rapidez a la moderación que los comprometía vitalmente?
Por más que haya revestido apariencias de vociferación, esa renuncia
fue, en el fondo, una manifestación de cierto silencio, un silencio que
seguirá resonando por largo tiempo porque toca tanto el pasado (no quieren
asumir lo que hicieron) como sobre el futuro (no tienen nada relevante que
decir sobre él). Ahora bien, la abdicación fue tan repentina que parece haber
tenido antecedentes previos: una claudicación de esa naturaleza hunde
necesariamente sus raíces en procesos anteriores. De alguna manera, este
libro intenta interrogar ese fenómeno, en sus causas tanto históricas como
conceptuales, pues en él parece encontrarse una clave importante de nuestra
crisis. No es trivial que buena parte de la clase gobernante cambie así de
discurso, sin mediar mayor explicación ni reflexión, pues este tipo de
cortocircuitos suele tener consecuencias políticas insospechadas. Si el
hombre es, según el decir de MacIntyre, un animal que cuenta historias, el
político lo es en grado especialmente elevado. Por lo mismo, cuando sus
historias ya no son coherentes y pierden la conexión con nuestras vidas,
cunde la desorientación. No es imposible pensar que los problemas que
vivimos se deben, al menos en parte, a la incapacidad de nuestros políticos
(de lado y lado) para contarnos historias con sentido. Nuestra crisis es
también una crisis de narración: los políticos hablan, y mucho, pero tienen
poco que decir.
Con todo, es menester reconocer que abundan las interpretaciones
sobre nuestro momento: si los políticos no hablan, hay otros que sí han
intentado hacerlo. Sin embargo, muchas de esas interpretaciones son
víctimas de aquello que Camus llamaba el registro polémico, en cuanto
asumen una lógica de trinchera que tiende a esterilizar cualquier discusión y
2
a impedir un diálogo auténtico . Nos interesa alejarnos de ese tono pues, si
acaso deseamos comprender nuestras crisis, debemos distanciarnos de las
disposiciones reflejas, que ven en toda concesión o acuerdo un signo de
derrota política; o que conceden demasiado buscando simplemente
acomodarse a la opinión dominante. No se trata de buscar la quimera de una
neutralidad pura (que, sobra decir, no existe en estos asuntos), sino de tomar
alguna distancia respecto de las aproximaciones partisanas, que persiguen
anotarse un triunfo táctico antes que comprender y reflexionar.
Pero, ¿cómo y desde dónde hacerlo? La primera premisa que subyace
a este trabajo es que tenemos pocos desafíos más urgentes que avanzar en
ese esfuerzo comprensivo. Por cierto, el apuro en esta materia puede
pagarse caro; y cualquier intento de traducción práctica debe ser precedido
por un auténtico esfuerzo capaz de orientar políticamente, si acaso no
queremos caer en la mera agitación, o en la aceptación simplona del ruido
ambiente. No es fácil comprender al Chile de hoy, y quien quiera resumirlo
en dos o tres consignas seguramente se equivoca (y si es medianamente
inteligente, seguramente lo sabe). Los problemas políticos son siempre, en
alguna medida, problemas intelectuales; y no es casual que los grandes
políticos siempre hayan basado su acción en diagnósticos certeros y en
comprensiones sofisticadas de la realidad, a partir de los cuales han podido
proyectar una acción fructífera (el ejemplo más claro es el de Churchill).
Desde luego, no se trata de pedirles a los políticos que se conviertan en
intelectuales (ni menos a los intelectuales que se conviertan en políticos),
pero sí cabe esperar que nuestros líderes sean capaces de percibir que no
hay acción política efectiva si antes no existe un esfuerzo reflexivo por
comprender dónde estamos. Por eso, la primera pregunta política es
precisamente una pregunta de orientación. Quizás resulta paradójico, pero
no hay otro camino para salir de la perplejidad que la reflexión, y tanto las
claudicaciones como los silencios de nuestros políticos guardan relación
con esto: les cuesta admitir que hay algo así como un problema que merece
una atención detenida.
El esfuerzo de comprensión exige, eso sí, algunas condiciones previas.
La primera es que, si quiere tener relevancia pública, debe ser una
comprensión propiamente política. ¿Qué quiere decir esto? Pues bien, que
no es posible ignorar las opiniones y percepciones de los ciudadanos. Una
comprensión puramente técnica, o estadística, puede ser muy útil para
algunas disciplinas, pero en política tiene un alcance limitado (es
indispensable como insumo, pero incapaz de orientar de modo efectivo).
Por eso, como veremos en detalle más adelante, son tan insuficientes las
respuestas provenientes de cierta derecha, según las cuales el problema
reside en que las percepciones públicas no estarían alineadas con los “datos
3
duros” . Quizás la monarquía francesa podría haber dicho algo similar en
1788, pero difícilmente un argumento de esa índole hubiera persuadido a
mucha gente. De hecho, cuando estudia esta cuestión, Tocqueville llega a la
misma conclusión: los últimos decenios de la monarquía francesa, antes de
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la Revolución, fueron excepcionalmente prósperos . ¿Cómo explicar
entonces que en pocos años la monarquía haya caído estrepitosamente? La
dificultad estuvo precisamente en que las instituciones políticas no supieron
adaptarse a una sociedad que se estaba moviendo a gran velocidad y, por
tanto, sufriendo cambios muy profundos. Así, Tocqueville advierte que la
justificación del progreso por el progreso es tautológica: el desarrollo trae
consigo nuevas interrogantes que no deben ser desdeñadas (y que no
pueden ser respondidas a partir de la situación anterior). Volviendo a
nuestro caso, todo esto implica lo siguiente: responder las preguntas en
torno a la justicia de nuestras instituciones, limitándose a afirmar que los
números indican que hemos crecido, es negar a priori la pertinencia misma
de la pregunta. Por cierto, no se pretende sugerir que estemos viviendo algo
así como un momento prerrevolucionario, sino solo recordando que el
desarrollo no es autoexplicativo. En cualquier caso, si acaso buscan ser
relevantes, los datos técnicos deben ser traducidos a un lenguaje político,
con lo que dejan de ser puramente técnicos. La derecha, en general, ha
fallado por este lado. En efecto, encuentra dificultades enormes para
siquiera reconocer la existencia de esas percepciones, pues en muchos
sentidos son contradictorias con los esquemas intelectuales que la dominan;
y eso explica su extraño silencio político. Con todo, esta necesidad de
traducción política conlleva el deber recíproco de aceptar que la realidad
impone límites a la acción: el hecho de que los datos técnicos sean
insuficientes no nos autoriza a ignorarlos. La izquierda (¿habrá que
decirlo?) ha fallado por acá: en la medida en que no supo poner distancia
crítica frente a las demandas del movimiento estudiantil, renunció a su
deber de mediación, contentándose con una extraña actitud ventrílocua (que
es una forma de silencio). Así, algunos han claudicado porque creen que
negando todos los problemas ellos dejarán de existir; mientras que otros
claudican eligiendo doblegarse antes consignas sin reflexionar
políticamente sobre ellas.
Esto nos conduce a otra consideración relevante. Decir que la materia
prima de la política está constituida por las opiniones produce
consecuencias sobre el lenguaje utilizado: las explicaciones sobre el
fenómeno político no deben alejarse en demasía de la comprensión del
ciudadano. Querámoslo o no, los conceptos utilizados en el habla cotidiana
reflejan la realidad, al menos en cierta medida. Es verdad que suelen
hacerlo de modo parcial e incompleto, pero en rigor son las únicas vías de
acceso con las que contamos. Habrá luego que rectificar, matizar o añadir,
pero una explicación política que no pueda ser comprendida por el
ciudadano responsable sencillamente no merece ese calificativo. Desde
luego, esto es algo que las modernas ciencias sociales han olvidado:
mientras más sabemos del hombre, sugería Rousseau, menos sabemos de
5
él . En efecto, la especialización del conocimiento ha llevado a que cada
disciplina constituya una jerga desde donde pretende dar cuenta de los
fenómenos sociales. Sin duda es posible encontrar allí elementos valiosos,
pero, en general, esa perspectiva también conlleva una pérdida, que guarda
relación con la importancia vital del lenguaje común. Si la política busca ser
la articuladora de la sociedad —Aristóteles la llamaba ciencia
arquitectónica— entonces no puede renunciar al hablar del ciudadano sin
abandonar su vocación originaria. Cuando se pierde la vinculación con el
lenguaje común, la política pierde su capacidad de traducción y de
mediación, y se vuelve incapaz de enfrentar (ni hablar de resolver)
problemas serios. Este fenómeno conduce directamente a que otros
lenguajes busquen apropiarse de lo político: técnicos, profetas y juristas
intentan llenar ese vacío. Un buen síntoma ocurre cuando, frente a la
impotencia de los políticos (que no logran articular respuestas a nuestros
problemas), los tribunales empiezan a tomar esas decisiones (utilizando,
desde luego, un lenguaje jurídico). La judicialización de los asuntos
políticos puede ser leída como la última etapa en la desintegración del
lenguaje común: cuando la política no puede mediar, lo hacen los jueces,
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pero lo hacen con instrumentos radicalmente antipolíticos .
De este modo, el primer requisito para una comprensión política de
nuestra situación pasa por tomarse en serio aquellos conceptos que han
dominado la discusión, cualquiera que sea la opinión que ellos nos
merezcan. Y la primera idea presente en el ambiente consiste en una crítica
bastante severa a la lógica de la transición: guste o no, hay una ambición de
romper radicalmente con ella. La transición se caracterizó por una incesante
búsqueda de consensos, y por la convicción según la cual el crecimiento
económico podría resolver buena parte de nuestros problemas. No obstante,
a partir del 2011 las categorías empezaron a cambiar: el lucro fue
demonizado, el “modelo” pasó a ser objeto de crítica y, en general, la
confianza en las instituciones políticas, económicas y religiosas se dañó
gravemente (aunque muchos síntomas son previos, y no haberlo advertido
es parte de la crisis actual). Más allá de las opiniones de cada cual, ese es el
primer elemento de la crisis política que vive Chile. Cualquier intento por
comprenderla debe partir por asumir este hecho, en lugar de negarlo; todo
esfuerzo por saber dónde estamos debe empezar por preguntarse por qué
esos conceptos y esas ideas penetraron tan profundamente en nuestra
autocomprensión colectiva. Los otros caminos terminan, con mayor o
menor intención, en una esterilidad que es vana en el mejor de los casos, o
derechamente frívola en el peor. Por lo mismo, la repetición de las viejas
fórmulas, hoy en día, se vuelve cada vez más irrelevante. Una de las
características más deplorables de nuestra discusión, y que en parte es
responsable de la sensación de estancamiento, guarda relación precisamente
con esto: nuestros discursos siguen anclados en realidades que agonizan, y
siguen justificándose a partir de mundos pasados. Así, no es exagerado
afirmar que parte de nuestra elite ha perdido la capacidad de atender la vida
común del Chile de hoy. Esto es grave, pues pone seriamente en duda la
capacidad de quienes enuncian estos discursos para conducir al país.
En este difícil contexto, estas páginas buscan ofrecer un ensayo
cartográfico de nuestra situación: nuestro propósito ha sido intentar
elaborar —en la medida de lo posible— un mapa que pueda ayudar a
orientarnos. Ahora bien, las labores cartográficas son difíciles, y por eso
este trabajo tiene un carácter de ensayo: es una aproximación, sometida a
correcciones y mejoras. No hay aquí por tanto pretensión de exhaustividad;
solo se intenta mostrar un camino que, complementado y profundizado,
podría llegar a ser fructífero. El esquema de este mapa es el que sigue. El
próximo capítulo atiende al origen del llamado modelo chileno y, en
particular, a la figura de Jaime Guzmán. La aplicación del liberalismo
económico (con su correlato político) fue tan singular que exige una mirada
atenta, en la medida en que contribuye a explicar algunas de las tensiones
posteriores. Luego, los capítulos tercero y cuarto constituyen una tentativa
por trazar el itinerario de la transición, en sus virtudes y defectos. La tesis
subyacente es que nuestra crisis responde, en gran medida, a una transición
que no supo consolidarse políticamente, y que por lo mismo terminó
aceptando la neutralización política. Hay allí un desajuste, que abrió más
tarde el espacio a reivindicaciones bastante radicales, que están en el centro
de nuestra crisis: ¿por qué un régimen que es, al menos en apariencia,
próspero y ordenado, recibe un fuego cruzado tan intenso? Para intentar
aclarar esa cuestión, el capítulo quinto analiza con cierto detalle la
propuesta de Fernando Atria. Todo indica que el esfuerzo de Atria
constituye, con independencia de sus defectos, la crítica más sofisticada al
régimen de la transición. Sus argumentos son cualquier cosa menos banales,
y merecen una atención detenida (por eso esta parte es más abstracta que el
resto). El capítulo sexto revisa otros conceptos que tienden a dominar
nuestra discusión pública, pero que se vislumbran —por distintas razones—
insuficientes. Por último, el capítulo séptimo propone un marco conceptual
que podría servirnos para enfrentar nuestra crisis. La idea es pensar nuestros
problemas desde las tensiones propias de la modernización, lejos de
cualquier visión maniquea de la realidad. La hipótesis subyacente es que no
saldremos de nuestra perplejidad (que alimenta el sentimiento de crisis)
mientras no realicemos este (urgente) trabajo cartográfico. Al lector le cabrá
juzgar al final si hemos logrado o no, y en qué medida, el propósito que
inspira las líneas que siguen.
Capítulo 2. Jaime Guzmán y la refundación de Chile

Los nuevos órdenes


Un esfuerzo de orientación como el que nos proponemos debe partir,
necesariamente, por volver la vista hacia atrás. No como lo haría el
anticuario: a éste, como bien denunciara Nietzsche, no le interesa el pasado
para iluminar desde allí los problemas del presente, que es precisamente
nuestra intención. La perspectiva aquí asumida, en efecto, busca cumplir la
tarea urgente de determinar con la mayor claridad posible nuestra ubicación
actual. Para situarnos en el laberinto, debemos considerar atentamente el
itinerario recorrido. El propósito es, entonces, interrogar el pasado reciente,
con sus vaivenes y dificultades, esperando que éste nos dé algunas luces
sobre el momento presente.
En ese sentido, es difícil poner en duda que los procesos vividos por
nuestro país en las últimas décadas encuentran su origen mediato en la
crisis de 1973. De un modo u otro, seguimos bajo la sombra de esa fecha.
Buena parte de la discusión en torno a la nueva Constitución, por ejemplo,
puede entenderse desde allí: quizás el principal motivo para desear una
nueva Carta Fundamental —al menos el de mayor fuerza retórica— es,
justamente, tratar de dar vuelta la hoja de una vez por todas. De más está
decir que un esfuerzo de ese tipo, si solo se queda en eso, está condenado a
la esterilidad, pues a fin de cuentas obedece a la ley del péndulo. La
superación de 1973 exige algo más que su negación (nos encontraremos
con esta extraña lógica en más de una ocasión).
En cualquier caso, 1973 tampoco puede comprenderse cabalmente sin
una mirada general sobre nuestro siglo XX. El quiebre de 1973 condensa en
sí todas las tensiones y conflictos que el país había vivido en varios
decenios, acaso desde el surgimiento de la cuestión social y la primera
7
elección de Arturo Alessandri en 1920 . Allí, en la primera parte del siglo,
se dibujan líneas y fisuras que perdurarán, y cuyas consecuencias son de
muy largo alcance. En términos muy esquemáticos, puede decirse que, a lo
largo del siglo, los sistemas político y económico nunca lograron procesar
adecuadamente algunas tensiones sociales y culturales que, acumuladas
unas sobre otras, terminarían provocando a la larga la confrontación brutal
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que conocemos . Eso explica, en parte, por qué la carga simbólica que posee
aquella mañana es tan pesada, y probablemente sin parangón en nuestra
historia. En cualquier caso, para la generación que la vivió, e incluso para la
posterior, es un punto de referencia ineludible. Bien lo demuestra el hecho
de que todavía no seamos capaces de pensar ese día al margen de la
discusión partisana. En efecto, cuarenta años más tarde la política todavía se
estructura en torno a ese momento. En otras palabras, el 11 de septiembre se
jugaron cosas tan decisivas que se hace muy difícil reflexionar serenamente
sobre él. La fecha todavía nos apasiona y nos interpela, todavía nos dice
cosas sobre nuestra vida pública, y también sobre la vida íntima de cada
cual. De hecho, es tal su fuerza que solemos pensar el 11 exclusivamente
como el inicio de algo nuevo, olvidando que es también el fin de otra cosa
(y este aspecto no es menos relevante que el anterior). Es cierto que esa
mañana un Chile nuevo empezó a ver la luz, pero para que ese nacimiento
repentino fuera posible, también fue necesaria la muerte del anterior. Si se
quiere, parte de nuestros desacuerdos arrancan aquí: no parece haber
consenso sobre las causas de esa defunción; y efectivamente varios la
calificarían sin dudarlo como un asesinato a sangre fría. Así, muchas de
nuestras diferencias son en verdad sobre el 10. ¿Ese viejo Chile estaba ya
muerto el 10 de septiembre, o los militares lo mataron el 11? Si acaso
estaba muerto, ¿cuáles fueron las causas? ¿Qué lo condujo a ese
despeñadero? Y si se trató de un homicidio deliberado, ¿qué lo motivó y
qué fuerzas se conjuraron para el crimen? Por motivos comprensibles, estas
preguntas han quedado en una relativa oscuridad, pero están lejos de ser
triviales. En rigor, todas las interrogantes están conectadas, y cualquier
perspectiva que asumamos sobre el Chile que nace en ese momento está
inevitablemente teñida por nuestro juicio sobre la defunción de aquel que
quedó atrás.
Un modo de aproximarse al problema es preguntarse si acaso, a la hora
de hacerse con el poder, los militares tenían algo así como un programa
político. Si es verdad que las decisiones que se tomaron desde el 12 de
septiembre de 1973 comenzaron a configurar un Chile radicalmente distinto
del anterior, resulta imprescindible pensar en el tipo de diseño que condujo
a tales decisiones. En este sentido, y aunque hay quienes lo discuten, existe
cierto consenso en torno al hecho de que los militares no tenían nada
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parecido a un plan elaborado el día del golpe . Naturalmente circulaban
intuiciones, y quizás también hubo algunas conversaciones, pero éstas
nunca se dieron ex ante entre los miembros de la Junta. Estos últimos no
tenían nada semejante a un acuerdo sobre lo que ocurriría después. Tanto es
el caso que la misma participación de Pinochet fue un enigma hasta pocas
10
horas antes del 11 ; y la intención primera fue hacer un gobierno breve, con
11
el objetivo de restaurar el orden democrático . La pregunta entonces puede
formularse en los términos que siguen. Sabemos que, con el tiempo, la
dictadura fijó las reglas del juego y dibujó un régimen de contornos muy
bien definidos, con objetivos claros e instituciones coherentes con éstos.
Más allá de las dificultades y las oscilaciones, es posible identificar un hilo
que constituye el nervio visible de la dictadura. ¿En qué momento se tomó
esa decisión? ¿En virtud de qué razones y de qué modo? ¿Por qué los
militares optaron por un programa de largo aliento (con todos los riesgos
involucrados en un proyecto de esa naturaleza) en lugar de una
administración de continuidad y acotada en el tiempo como, al parecer, se
buscó en un principio?
Aunque ninguna de estas preguntas admite una respuesta unívoca,
podemos intentar dar algunas luces sobre las motivaciones que tuvieron los
militares para asumir una perspectiva más bien refundacional. En este
punto, nos encontramos inevitablemente con una figura cuyo papel es
decisivo en ese paso dado por la Junta, desde la intervención del 11
(decidida en función de una urgencia política, o al menos de una situación
que justificaba —a ojos de los altos mandos— una intervención militar)
hacia la elaboración de un proyecto específico, que exigía plazos que nadie
en Chile podía imaginar ni prever. Se trata de Jaime Guzmán, quien, como
apunta Renato Cristi, parece haber sido el auténtico arquitecto del régimen
12
militar . En efecto, es difícil sobreestimar la influencia del líder gremialista
desde el principio mismo del proceso. Tal vez la mejor prueba viene dada
por un hecho que no parece haber recibido toda la atención que merece:
algunas semanas después del golpe, Guzmán escribe un memorándum (a
nombre del “Comité creativo”) dirigido a la Junta, donde, como veremos en
13
seguida, se permite dar algunos consejos de no poca envergadura .
El texto parte exponiendo las principales posibilidades que se abren a
la Junta tras la ruptura del orden institucional, posibilidades que tienen
directa relación con el “destino histórico” del nuevo régimen. La primera
alternativa es limitarse “a ser un paréntesis histórico en la vida nacional”,
para restituir luego el poder a los conglomerados partidistas tradicionales.
La segunda es asumir “la misión de abrir una nueva etapa en la historia
nacional”, proyectando la acción “en un régimen que prolongue por largo
tiempo la filosofía, el espíritu y el estilo de las Fuerzas Armadas”
(destacados en el original). Si el gobierno militar argentino de la época
encarna la primera alternativa, la gestión de Portales en los albores de la
república representa la segunda (cabe notar que los ejemplos están
cuidadosamente escogidos). A renglón seguido, Guzmán pasa a detallar los
múltiples inconvenientes de la primera propuesta. Por un lado, si la Junta
pretende ser solo un paréntesis, “debe tener presente que sus actos van a ser
juzgados relativamente pronto de acuerdo a criterios democráticos”. Esto
constituye un problema objetivo, porque los uniformados deberán hacer
frente a una responsabilidad histórica bastante pesada, cuyos elementos
Guzmán se encarga de enumerar: bombardeo de La Moneda, suicidio de
Allende, numerosas ejecuciones dictadas por consejos de guerra, presos
políticos en islas y cárceles, disolución del Congreso, proscripción de los
partidos, censura de prensa, entre muchos otros. Tales medidas, sigue el
texto, “no serían fáciles de defender si la Junta solo representara un
paréntesis histórico”. La gravedad de lo ocurrido obliga a preguntarse si
acaso este escenario no implica algo así como “la quema de las naves de
Cortés”. En otras palabras, Guzmán sugiere que no hay regreso posible,
pues un escenario como el descrito fuerza a los militares a justificar sus
acciones ante la historia de un modo inédito. Todo esto solo podrá
explicarse “como el costo que fue necesario para introducir a Chile en una
nueva y promisoria etapa del destino nacional”: solo algo radicalmente
nuevo puede dar cuenta de la tragedia. Guzmán va todavía más lejos, al
afirmar que “la necesidad de corregir males preexistentes no es nunca
argumento suficiente para justificar medidas de esta envergadura
conflictiva” (destacado en el original). En otras palabras, no basta con
convencer al país de que la experiencia socialista fue una catástrofe total
para justificar lo realizado. El problema se plantea en un nivel distinto de
radicalidad: “Es la creación nueva lo único que puede darles sentido
suficiente, a la vez que modificar los criterios con arreglo a los cuales se
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enjuician los hechos” (destacados en el original) .
Estas líneas contienen una audacia bien impresionante. Después de
todo, Guzmán es solo un abogado de 27 años, con una experiencia política
tan exitosa como limitada (aunque sabemos que la fortuna sonríe a quienes
quieren dominarla). El fundador del gremialismo es perfectamente
consciente de la brutalidad implícita en el golpe de Estado, y de lo que
representa en la historia de Chile, tanto en términos simbólicos como
prácticos. El carácter radical de la intervención impide pensar en un
régimen de mera transición. En rigor, y esta es una idea crucial, la
naturaleza de la ruptura no permite hablar de “normalidad”, pues no hay
explicación posible desde los criterios conocidos. El carácter excepcional
del golpe exige pensarlo desde criterios extraordinarios: el 11 inaugura un
nuevo ciclo. Se vuelve entonces imprescindible estar dispuestos a fundar
una nueva categoría política, un nuevo criterio que permita justificar los
sucesos. Si la historia de la república no permite dar cuenta de lo ocurrido,
entonces la novedad habrá de encarnar una radicalidad de tal tipo que se
justifique a sí misma. El 11 funda su propia categoría; es más, el 11 es una
nueva categoría. Con todo, los motivos no son solo tácticos ni
jurisdiccionales (respecto de quién y cómo juzgará en el futuro la
intervención del 11), sino que también hay algo más profundo, que guarda
relación con la naturaleza de la crisis. Sobre esta última, Guzmán tiene un
diagnóstico elaborado. Para él resulta evidente que la institucionalidad no
supo ni pudo responder a la agresión marxista, y eso obliga a formular un
proyecto de largo aliento, que sea capaz de brindar protección frente a
cualquier intento futuro de aplicación del socialismo en Chile. Como fuere,
un escenario así descrito conduce a una conclusión inequívoca: solo la
refundación es capaz de responder a una tragedia de tales dimensiones. Si
se quiere, la naturaleza del momento dicta la naturaleza de la respuesta:
volver a lo mismo implicaría correr el riesgo de hundir nuevamente al país,
ya que las mismas causas conducirían al mismo desenlace. El golpe encarna
un quiebre, un quiebre violento, y cualquier acción debe corresponderse con
esa realidad y ser proporcional a lo sucedido. Si el 11 representa una ruptura
radical, entonces lo que venga después no puede serlo menos, no puede
contener menos radicalidad. Por lo mismo, se hace necesario emprender
una nueva creación, imaginar algo que esté completamente fuera de los
márgenes conocidos. Aquí no caben la moderación ni la prudencia (por eso
el texto se permite insistir en que la Junta debe actuar con “energía y
dureza”, afirmando al mismo tiempo que “todo complejo o vacilación a este
propósito sería nefasto”), porque el tipo de novedad que Guzmán quiere
introducir exige ciertas condiciones muy singulares. Si no se toma este
camino, parece sugerir el fundador del gremialismo, no hay posteridad
posible para la Junta; fuera de él, solo habrá oprobio.
La reflexión de Guzmán sobre la necesidad de volver a fundar no ha
sido ajena al horizonte del pensamiento político. La idea, por ejemplo, está
muy presente en Maquiavelo. Según el secretario florentino, una acción
política digna de ese nombre debe tener un carácter fundacional y, por lo
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mismo, solo puede llevarse a cabo en medio de la violencia y la soledad .
La instauración de aquello que Maquiavelo llama los nuevos órdenes
implica el reemplazo de los antiguos, lo que exige a su vez un grado
elevado de radicalidad y, por ende, violencia: nadie se acomoda
pacíficamente a los cambios bruscos. Además, el fundador (como Rómulo)
debe estar solo, porque la institución de nuevos órdenes nunca es colectiva.
Con el talento propio de los políticos que ven mucho más lejos que el resto,
Guzmán da pruebas de conocer muy bien este aspecto de la realidad, al
menos en un sentido, pues tiene claro que la violencia desatada en Chile
aquella mañana permite pensar en una refundación, porque esa violencia se
caracteriza por generar unas condiciones políticas inéditas, y muy difíciles
(o derechamente imposibles) de replicar. Por decirlo de algún modo, esas
condiciones se definen precisamente por la ausencia de condiciones: en
esos raros momentos es posible fundar, porque las limitaciones propias de
la acción política en tiempos ordinarios han sido abolidas. Maquiavelo se
admira frente a la violencia política no porque sea un sádico, sino porque
percibe con mucha claridad que solo ella permite la emergencia de un
momento originario, solo ella constituye la instancia desde donde puede
pensarse una política pura, una fundación que no esté sometida a las
vicisitudes y mezquindades propias de la vida ordinaria. Es exactamente allí
donde Guzmán descubre un espacio, una grieta; en definitiva, un momento
único para crear algo nuevo. En efecto, el golpe de Estado brinda la
oportunidad de instaurar nuevos órdenes que rompan de una buena vez con
los antiguos. Si el Chile del 10 de septiembre no estaba todavía
completamente muerto, entonces hay que rematarlo. De allí la radicalidad y
la audacia de la propuesta guzmaniana. Ésta, más allá de la opinión que nos
merezca, no tiene nada de caprichosa, sino que hunde sus raíces en una
comprensión particularmente fría y lúcida de un momento político propicio
para un desafío de esa naturaleza. El líder gremialista logra penetrar, en
caliente, un momento histórico, y establecer a partir de esa percepción un
plan de acción. Nótese que, hasta ahora, no hay ningún contenido específico
de aquello en lo que debería consistir dicha refundación, sino que solo se
insiste en la necesidad imperativa de refundar. Si Guzmán era, según
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cuenta su hermana, un asiduo lector de Lenin , quizás pueda decirse que
este breve texto es su propio ¿Qué hacer?
De más está decir que estas ideas, y la tesis subyacente, fueron bien
recogidas por los militares. En parte por lo mismo, los uniformados siempre
compararon los sucesos de 1973 con la independencia, y por eso Pinochet
se sentía tan cómodo usando de referente a Bernardo O’Higgins o Diego
Portales. Durante años la dictadura habría de recurrir con mucha frecuencia
a este tipo de retórica para justificar su obra y la excepcional duración del
régimen. El trabajo es de tal calado y alcance, que no se le pueden exigir
plazos. Este parece ser el marco que inspira las decisiones que va tomando
la Junta (y Pinochet en particular): era urgente sacar el 11 de septiembre de
la vida política rutinaria del país, era urgente que los puntos de comparación
fueran rupturas análogas —como la independencia o la instalación de la
república— capaces de justificar la salida del marco institucional. En el
fondo, y por paradójico que parezca, los militares terminan apelando a la
idea de revolución, y por eso a nadie debiera sorprender la afirmación de
Mario Góngora según la cual el régimen emprendió —como Frei y Allende
— una planificación global. Bien miradas las cosas, eso era precisamente lo
que deseaba desde muy temprano Jaime Guzmán.
Este telón de fondo puede ayudar a comprender por qué Pinochet
decide asumir y aplicar un programa económico liberal, con el cual no
tenía, en principio, mayor afinidad especial. Recordemos que este mismo
programa había sido rechazado en 1970 por el entonces candidato Jorge
Alessandri, pues sus autores exigían una aplicación integral imposible de
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realizar en democracia . Alessandri había comprendido bien aquello que
Raymond Aron señalara en los años 50: un programa íntegramente liberal
solo puede ser concretado en dictadura, pues la vida corriente de un
régimen democrático impide, o al menos hace muy difícil, tomar las
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medidas necesarias para ello . Sabemos que Pinochet no tiene ese
problema, y también que necesita un programa así de radical, capaz de darle
contenido a la exigencia refundacional formulada por Guzmán. Además, el
consejo guzmaniano calza perfectamente con una aspiración que Pinochet
despliega incansablemente a partir del 11 de septiembre de 1973; aquello
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que Gonzalo Vial llama “un formidable e ilimitado apetito de mando” y
que Góngora, por su parte, califica como una “voluntad desmesurada de
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durar” . Si Pinochet buscaba acumular y conservar poder —por los motivos
que fuera—, el propósito de refundar Chile era coherente con ese deseo.
Eso explica que haya apartado rápidamente a todos los generales que habían
participado en la gestación del golpe (que podrían hacerle sombra), y que
haya renunciado rápidamente a la voluntad inicial de rotar la presidencia de
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la Junta . A cambio, Pinochet asentó un mando unipersonal sobre dicho
cuerpo colegiado, que debió conformarse con un papel secundario. A la
larga, este proceso provocaría la destitución del general Gustavo Leigh, uno
de los principales gestores del 11 (ya sabemos que la fundación ha de ser
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solitaria) . Todas las disputas internas del régimen deben examinarse a
partir de estos hechos: el Comandante en Jefe del Ejército fue el garante de
la unidad de una dictadura que tuvo luchas intestinas muy rudas entre
grupos que se disputaban la hegemonía, y que tenían programas de acción
bien divergentes respecto de cuestiones muy variadas (el tema de los
derechos humanos, por ejemplo, produjo serias dificultades internas, y esto
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desde bastante temprano ). No es extraño entonces que la relación de
Pinochet y Guzmán haya conocido fricciones y vaivenes de importancia;
aunque el joven abogado siempre se las ingenió para conservar vías
indirectas de acceso hacia el general (a través, por ejemplo, del general
Covarrubias o de Sergio Fernández). Con todo, en lo fundamental, los
objetivos de ambos fueron coincidentes en el tiempo: Pinochet quería
concentrar el poder indispensable para (re)fundar, mientras que Guzmán le
proveyó los instrumentos conceptuales y políticos para cumplir esa
aspiración. En muchos sentidos, sus destinos quedaron inextricablemente
ligados; y el acto de Chacarillas (realizado el 9 de julio de 1977) es quizás
el mejor símbolo de esa unión.
Todo lo anterior nos conduce a considerar la política de shock llevada a
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cabo por el régimen a partir de 1975 (aspecto esencial del programa
refundacional y que, al decir de Gonzalo Vial, fue “verdaderamente
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brutal” ) como uno de los hechos históricos de mayor alcance en nuestra
historia, pues sus efectos fueron irreversibles en el largo plazo, afectando
casi todas las dimensiones de la vida social. Si Chile había transitado el
siglo XX intentando resolver sus problemas sociales desde el diseño estatal,
la Corfo y la substitución de importaciones, la decisión tomada por los
militares rompe abruptamente con esa herencia. El objetivo fue ampliar en
el mayor grado posible las libertades económicas: la convicción inicial de la
economía liberal consiste en que privilegiar la iniciativa personal fomenta
la prosperidad, el crecimiento y el desarrollo; mientras que las soluciones
venidas del Estado solo aumentan las dificultades, pues restringen el
despliegue de la energía individual.
Ahora bien, el proyecto no es solo económico, sino que también tiene
una dimensión política. Recordemos que el diagnóstico es global: el Chile
del siglo XX no solo tuvo un desarrollo económico mediocre, sino que
además sus instituciones políticas terminaron por colapsar. Esto obliga al
nuevo régimen a hacerse cargo de esta doble dificultad, económica y
política, de un modo rupturista. Por lo mismo, la segunda vertiente del
proyecto implica una limitación severa de las libertades políticas, porque
los efectos de esa libertad son potencialmente peligrosos (en función de la
amenaza marxista). En pocas palabras, amplia libertad en el ámbito
económico y fuertes restricciones en el plano político. Es importante
comprender que ambas dimensiones son caras de la misma moneda, ya que
intentan responder la misma pregunta, que está en el corazón del régimen:
¿cómo evitar el regreso del socialismo, y alejar para siempre de Chile el
espectro marxista? Las dos respuestas —la política y la económica— están
intrínsecamente unidas, pues constituyen partes de un mismo proyecto; y de
hecho cada una de ellas pierde buena parte de su fuerza si es vista de modo
aislado. Hay, entonces, una necesidad recíproca en el proyecto. Mientras la
libertad económica requiere de importantes limitaciones políticas para
garantizar su preservación en el tiempo, las limitaciones políticas conducen
a los particulares a ejercer intensamente esas libertades económicas, en la
medida en que lo político pierde relevancia.
Ahora bien, una pregunta surge de modo natural respecto del programa
económico: ¿cómo los militares llegan a la convicción de que este camino
es el más apropiado? ¿Acaso no había otras alternativas disponibles? Aquí
nos encontramos nuevamente con el genio de Guzmán, quien, a lo largo de
los años, logró articular una síntesis capaz de procurar una justificación
política del modelo. Desde el primer momento, el fundador del gremialismo
parece captar a la perfección que la combinación de economía liberal con
democracia protegida puede ser funcional a muchos objetivos a la vez. Por
de pronto, es claro que el nuevo programa no podía ser un reciclado de
intentos anteriores, ni una reformulación de los ensayos que Chile ya había
experimentado a lo largo del siglo XX (y no está de más recordar que la
mentalidad de los militares era más bien centralizadora, planificadora y
desarrollista antes que liberal). Los Chicago ofrecieron un programa que
cumpliera con ese requisito, y Guzmán ofreció la indispensable articulación
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política . Además, el diseño económico que se impuso contaba con otra
ventaja relevante: sus principales figuras eran economistas jóvenes, de
perfil técnico, sin agendas vinculadas a la política tradicional. Para
Pinochet, todo esto constituía un dato importante, pues el general, más allá
de sus constantes ires y venires, siempre buscó rodearse de jóvenes que
pudieran encarnar una nueva generación, y una nueva etapa en la historia
nacional. Dicho de otro modo, Pinochet estaba mucho más inclinado a
confiar en una nueva camada de técnicos sin filiación política, que en
cualquier propuesta proveniente del viejo mundo parlamentario más o
menos cercano al Partido Nacional. El programa liberal parecía apolítico, y
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en cualquier caso no estaba contaminado con los vicios de la vieja política ;
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en ese sentido, su “pureza” era vista con buenos ojos por Pinochet . A
mayor abundamiento, este programa poseía, a ojos de los militares, otra
virtud: encarnaba, a primera vista, una oposición radical al marxismo. Si se
buscaba refutar a este último, en los hechos y en su propia cancha, nada
más útil que aplicar dosis importantes de liberalismo económico.
Naturalmente, la lista no pretende ser exhaustiva, pero estos factores
ayudan a explicar por qué Pinochet, más allá de los repliegues tácticos y los
legendarios juegos de piernas, apoyó de modo constante un programa al que
no parecía espontáneamente inclinado. Sabemos que hubo resistencias
internas fuertes, y también críticas severas desde el interior del régimen, o
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al menos desde quienes se sentían próximos a él . Por paradójico que
parezca, el régimen militar estuvo lejos de ser monolítico, y la lucha interna
entre los llamados “duros” y “blandos” no fue precisamente trivial; y
durante largos períodos Pinochet mantuvo deliberada ambigüedad en torno
al dilema. Las aproximaciones eran diametralmente opuestas tanto respecto
del problema económico (¿economía abierta o protegida?) como de la
cuestión política (¿instituciones democráticas o sistema cerrado cercano,
por ejemplo, al franquismo?).
Desde un principio, Jaime Guzmán toma partido en esas discusiones, y
se gana por tanto más de un enemigo interno. Es importante tener estos
hechos a la vista, entre otras razones porque sus decisiones políticas están
siempre teñidas de contingencia, en la medida en que constituyen modos de
responder a situaciones singulares, y en función de relaciones de fuerza
bien específicas. Es innegable, como decíamos, que Guzmán posee un
programa, pero lo adapta constantemente a las múltiples necesidades
tácticas que enfrenta (y, de hecho, muchas veces tiene que ceder en función
de los vaivenes internos del régimen). Si se lee a Guzmán haciendo
abstracción de los escenarios en los que se mueve, sus propuestas pierden
buena parte de su consistencia: es un hombre de acción antes que un
intelectual. En otras palabras, Guzmán siempre está dando cierto tipo de
respuestas a determinada clase de preguntas, lo que implica que aquellas
solo cobran sentido en función de contextos variables. En ese sentido, no
resulta sensato leerlo hoy como si hubiera sido un catedrático europeo de
teoría política, completamente abstraído de relaciones de poder —como lo
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ha hecho alguno de sus críticos —. Por otro lado, tampoco resulta
aconsejable dogmatizar sus enseñanzas, como si hubieran sido dictadas
desde una cátedra intemporal y perenne. Guzmán fue, ante todo, un político
extremadamente hábil, que no titubeó en modificar profundamente sus
respuestas con el pasar del tiempo, para ajustarlas a las siempre cambiantes
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condiciones prácticas . En ese sentido, cabe recordar que su propuesta fue
considerada al interior del régimen como una salida abiertamente liberal, y
en convergencia con la modernidad, por más conservadora que aparezca
frente a los ojos contemporáneos: en aquella época, los adversarios de
Guzmán estaban a su derecha.
Subsidiariedad y neutralización de la política
Con todo, hay un concepto que acompaña a Jaime Guzmán en casi toda su
trayectoria: la subsidiariedad. Si en el fundador del gremialismo hay un
punto de Arquímedes, está sin duda aquí. A lo largo de su vida (y para
defender posiciones bastante distintas entre sí), Guzmán recurre a la
subsidiariedad como pieza maestra de su elaboración antimarxista. Se trata
de una noción presente en la enseñanza social del catolicismo, y cuyos
orígenes pueden rastrearse hasta Aristóteles y Altusio, pero que está ausente
de los manuales de economía neoclásica. A partir de este concepto, Guzmán
intenta conciliar el conservadurismo católico con el liberalismo económico
(y dicha combinación es todavía la nota dominante en la UDI, partido
fundado por Guzmán en los años 80). Si se quiere, dicha síntesis constituye
el corazón del régimen y de sus instituciones políticas. Conviene, por tanto,
detenerse un momento en este asunto. Veamos.
Más allá de Guzmán, el principio de subsidiariedad es, en primer
término, un reconocimiento a la naturaleza social del hombre: lo humano
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adquiere su sentido pleno en la relación con otros . Si esto es plausible,
todo modo de organización social debe hacerse cargo de ese hecho
elemental, a partir del cual las distintas formas de sociabilidad humana
deben ser respetadas, protegidas y promovidas. Esto tiene, naturalmente,
una traducción económica, pero el principio no se reduce a eso (y aquí está
la raíz de una comprensión errada del concepto en nuestro país). La
subsidiariedad excede el ámbito económico, o las relaciones entre el Estado
y el mercado, pues su finalidad consiste en proteger la vitalidad propia de la
sociedad civil. Naturalmente, el mercado manifiesta en algún sentido dicha
vitalidad, y en esa estricta medida el principio de subsidiariedad converge
con la libertad económica. El principio, en general, establece que las
sociedades mayores no deben invadir el ámbito de acción propio de las
menores si éstas cumplen bien las finalidades que les son propias; y, a la
inversa, que las mayores pueden y deben ayudar (subsidiar, de subsidium)
cada vez que así lo requieran las sociedades menores para alcanzar
adecuadamente sus fines. El principio busca ciertamente proteger la
vitalidad social, pero por sociedades mayores no cabe entender solo
“Estado”, porque las amenazas también provienen del propio mercado, que
puede afectar esa sociabilidad si no cumple con algunas condiciones (la
existencia de sindicatos fuertes, por ejemplo, es un elemento fundamental).
Por lo mismo, no sorprende la relativa distancia de la enseñanza social del
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cristianismo con las versiones más ortodoxas del liberalismo económico .
Es importante recordar que, según decíamos, Guzmán utiliza este
principio con objetivos variados. En un primer momento, en los años 60,
recurre a la subsidiariedad para oponerse al marxismo: el Estado no debe
centralizar todas las decisiones, sino que debe dejar que la sociedad civil
tenga grados importantes de autonomía. En esta época, sin embargo,
Guzmán vincula la subsidiariedad con la necesidad de una sociedad
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orgánica: su pensamiento todavía está teñido de cierto tradicionalismo . De
hecho, en 1972, el fundador del gremialismo critica con dureza el modo
capitalista de organizar la empresa, y sugiere que debe pensarse en nuevas
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estructuras que den mayor espacio a la participación de los trabajadores .
Como puede verse, antes de acercarse al liberalismo económico, el
pensamiento de Guzmán transluce una distancia marcada con dicha
tradición, y piensa la subsidiariedad en conexión con un corporativismo
social (no estatista). Sin embargo, esa concepción orgánica va a desaparecer
progresivamente de su pensamiento, dando paso a una visión más
abiertamente liberal. En efecto, después del golpe, Guzmán defiende la
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liberalización total de los gremios —que constituyen la encarnación
eminente de cualquier concepción orgánica—, deja de criticar la
organización vertical de la empresa (al punto de ser hostil respecto de la
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existencia misma del derecho de huelga ) y asume un punto de vista
cercano al liberalismo más ortodoxo en materias económicas. Lo curioso es
que el fundador del gremialismo avanza por esta vía sin abandonar nunca la
referencia estructural al principio de subsidiariedad. Esto tiene, desde luego,
un costo: la subsidiariedad leída por Guzmán pasa a significar,
crecientemente, la prioridad de los particulares respecto del Estado en la
vida económica, dejando de lado otros aspectos. Dicho en otros términos, la
sociabilidad humana va a tender a identificarse con el mercado, como si
éste fuera el cauce exclusivo de aquella, e ignorando todas las tensiones y
dificultades generadas por esa institución. El criterio dominante de la
subsidiariedad así entendida parece consistir en que allí donde el mercado
se “autorregula” de modo adecuado, el Estado debe abstenerse; y allí donde
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los privados tienen falencias, el Estado ha de intervenir . En cualquier caso,
lo más interesante viene dado por la naturaleza de esa intervención. Ya que
lo deseable es lograr que las sociedades menores, asimiladas al mercado,
puedan desplegarse de manera autónoma, la intervención estatal debe ser
realizada con una disposición esencialmente pasajera, pues el objetivo
confesado es retirarse apenas desaparezcan las dificultades que hicieron
necesaria aquélla. Este es el motivo por el cual, bajo este esquema, la
actividad estatal tiende a ser de baja calidad y de poca intensidad, pues la
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disposición no es de largo plazo, sino contingente . Hay que actuar
entonces mientras haya una deficiencia muy notoria que cubrir (por lo
mismo, la subsidiariedad tiende a confundirse con mera suplencia). Desde
luego, hoy sabemos que esto produce ciertas distorsiones, sobre todo en
sectores como salud o educación, ya que condena a los más vulnerables a
una atención de baja calidad. Por lo mismo, cuesta suponer que en una
moderna sociedad de masas la intervención pública directa pueda
proyectarse como prescindible, incluso en el largo plazo.
En cualquier caso, hay buenos motivos para pensar que, en Guzmán, la
adhesión al liberalismo económico —a diferencia de los técnicos formados
en Chicago— no es rigurosa ni doctrinaria, sino que responde más bien a un
imperativo político. Esto significa que el liberalismo económico es una de
las piezas que le permiten a Guzmán elaborar un programa político capaz
de constituirse en respuesta operativa y eficaz al marxismo, y en garantía
contra él. Nada de lo dicho implica que su liberalismo económico sea
accidental, porque ve en él una respuesta muy sólida contra el marxismo,
pero está intrínsecamente vinculado a su anticomunismo, y no puede
comprenderse fuera de esa lógica.
A partir de esta interpretación sumamente singular del principio de
subsidiariedad, Guzmán defiende su concepción del mercado desde la
Doctrina Social de la Iglesia; y esta alquimia está en el centro de su síntesis.
Digámoslo así: a estas alturas es indudable que el fundador del gremialismo
fuerza un poco los términos para hacer posible esta convergencia, pero se
anota un mérito político difícil de cuestionar: articular en un frente común a
católicos y liberales en su oposición al marxismo. Debemos notar que los
términos de la propuesta guzmaniana resultan aceptables para sectores con
inspiraciones intelectuales distintas y, a veces, divergentes. En cualquier
caso, cabe recordar que, en tiempos de Guerra Fría, dicha alianza era
moneda corriente en el mundo (baste mencionar, por ejemplo, la cercanía de
Ronald Reagan con Juan Pablo II, o el relativo éxito de un autor como
Michael Novak). Como fuere, una síntesis de esta naturaleza está expuesta a
varias dificultades, y no es claro que Guzmán escape a ellas (dado que es
una respuesta contingente a una pregunta históricamente situada). Por de
pronto, tiende a desdeñar que la subsidiariedad es un principio que requiere
de una autoridad política y deliberativa más o menos fuerte, porque alguien
debe tener la autoridad necesaria para fijar, prudencialmente, cuándo es
necesaria la intervención o la abstención. Sin embargo, el papel de la
política en el modelo diseñado por Guzmán es más bien limitado. Por otro
lado, y esto es más complicado, Guzmán se refiere crecientemente a la
subsidiariedad para aludir a las relaciones entre el Estado y el mercado.
Esto, por supuesto, tiene sus matices, y Guzmán los realiza cada vez que los
considera políticamente necesarios; pero, en general, tiende a converger con
los economistas liberales (que hacían pocos matices). No obstante, la
subsidiariedad es difícilmente reducible a la antinomia entre Estado y
mercado. Dado que, como dijimos arriba, el objetivo primero es proteger la
vitalidad propia de la sociedad civil, la subsidiariedad puede aplicarse tanto
al Estado como al sector privado. Por un lado, el Estado tiene múltiples
niveles de acción, y no es imposible que choquen entre sí (un Estado
excesivamente centralizado, por ejemplo, tiende a asfixiar la autonomía
propia de regiones y municipios); y, en lo que respecta al mercado, basta
reparar en los efectos de una gran concentración económica sobre la
vitalidad de la sociedad civil. Nada de esto figura entre las preocupaciones
centrales de Guzmán, que, influido por sus circunstancias, se inclina por
identificar la subsidiariedad con el programa del liberalismo económico, sin
hacerse mayores problemas ni insistir demasiado en los mentados matices.
De hecho, puede pensarse que su articulación política está basada en dicha
40
ambigüedad .
En virtud de lo anterior, el concepto mismo de subsidiariedad, o de
Estado subsidiario, tiene en Chile un significado muy singular, y en
cualquier caso distinto del que ha adquirido en otras latitudes. Una
subsidiariedad rigurosamente entendida tiene una relación efectiva pero
limitada con el liberalismo económico, pues (solo) exige la libertad
económica que requiera la vitalidad propia de la sociedad civil. Pero,
tomada en serio, va mucho más allá (y más acá) del programa liberal, en la
medida en que obliga no solo a garantizar el derecho de propiedad y la
libertad económica necesaria para resguardar las agrupaciones sociales, sino
también a respetar ciertos niveles de descentralización, a proteger las
comunidades organizadas, a crear espacios públicos y, en definitiva, a
promover todas las formas de sociabilidad, que no se limitan (aunque las
requieren) a las relaciones de intercambio comercial. Es innegable que la
subsidiariedad puede, bajo algunos respectos, ser compatible con la doctrina
liberal, pero también entra en tensión; y Guzmán tiende a ver solo una cara
de la moneda (en función de sus objetivos políticos dictados por el
contexto). En cualquier caso, y como vimos, el dato interesante es que, a
partir de su particular lectura del principio de subsidiariedad, Jaime
Guzmán converge con los economistas formados en Chicago: el Estado
debe tender a retirarse de la actividad económica; y si acaso debe asumir
algún papel en áreas estratégicas, debe ser de modo temporal y con un
compromiso de baja intensidad (y esta es la versión de la subsidiariedad que
indigna a la izquierda).
De cara al esfuerzo que nos hemos propuesto en estas páginas,
debemos advertir que el cambio de paradigma es profundo y, más allá de las
críticas que admite, no puede negarse que este cambio liberó una enorme
cantidad de energías sociales y produjo una expansión económica que
ninguna otra receta había podido ofrecer durante el siglo XX. En rigor, el
Chile que surgió a partir de la liberalización económica guarda poca
relación con el anterior. Es evidente que ambos tienen virtudes y defectos,
pero son realidades difícilmente comparables. El acceso masivo a muchos
bienes, tanto materiales como culturales —aun con todas las dificultades
que un cambio de esta magnitud supone—, le abrió a buena parte de la
población oportunidades que eran completamente insospechadas hace tan
solo cuatro décadas. También ayudó a superar problemas endémicos y
graves, como la mortalidad y la desnutrición infantil. En otras palabras, el
liberalismo económico permitió un indesmentible progreso, que ni la más
severa de las críticas puede negar sin caer en una evidente mala fe. Desde
luego, estos avances pueden evaluarse de muchas maneras y, según dijimos
al principio, el progreso no se justifica a sí mismo; pero de todos modos se
trata de un hecho macizo y contundente: el desarrollo de Chile no es un
invento “neoliberal”. Los niveles de abundancia son impresionantes para
quienes conocieron —o, como el autor de estas líneas, apenas alcanzaron a
vislumbrar— lo que Chile había sido antes. Esto nos lleva a la siguiente
consideración: el país actual tiene muchos defectos, pero nada de eso
debería llevarnos a idealizar el Chile anterior. Ese viejo Chile tenía,
ciertamente, muchas virtudes —era, por ejemplo, un país mucho más dado
a la sobriedad y a la austeridad, y quizás también más integrado—. Pero
también era un país que escondía injusticias y carencias manifiestas,
algunas de ellas muy profundas. Era un mundo en el que, bajo una clase
ilustrada y articulada en torno al Estado, se escondían enormes bolsones de
miseria. Resulta cuando menos curioso que cierta izquierda tienda a negar
todo esto, o a presentar un cuadro idílico de ese Chile, cuando fueron
precisamente esas injusticias las que condujeron a tantos a afirmar el
camino revolucionario como única vía de salida. En otras palabras, en los
años 60 la izquierda consideró que ese país era tan injusto que bien merecía
ser descuajado. Desde luego, no es casual que ese llamado tuviera algún
éxito, pues, así como los avances materiales del Chile actual no son un
invento de los liberales, tampoco las miserias de ese Chile eran fruto de la
imaginación izquierdista.
En este escenario, conviene añadir algo más. La intención política de
Guzmán, que explica su adhesión al programa liberal, parece haber sido la
siguiente: si los individuos se acostumbran a ejercer grados crecientes de
responsabilidad personal, la libertad se irá consolidando como principio de
organización social, lo que constituye la garantía más segura contra el
socialismo. En otras palabras, una sociedad acostumbrada a la libertad
difícilmente permitirá el retorno de recetas centralizadoras de inspiración
marxista. Más allá de las justificaciones filosóficas (que las hay), este
parece ser el centro de la defensa guzmaniana del mercado como
institución: una vez que las libertades personales se hayan incorporado al
ethos nacional, será virtualmente imposible volver atrás. Si esta lectura es
plausible, entonces Guzmán fue plenamente consciente del carácter
irreversible de las transformaciones que impulsó; es más, deseó
fervientemente esa irreversibilidad. Una sociedad liberalizada —más allá de
sus defectos y tensiones internas— vuelve imposible la empresa marxista, y
ese es un triunfo de primera importancia. Naturalmente, buena parte del
actual disgusto con el modelo guarda relación con que una decisión de esta
naturaleza haya sido tomada en un contexto autoritario, sin la debida
deliberación democrática; y que parezca tener un carácter efectivamente
irreversible. Por supuesto, también hay que agregar un dato de psicología
colectiva. En Chile, para muchos el miedo formó parte de su experiencia
vital durante la dictadura, y eso juega un papel en esta historia. Como fuera,
la reivindicación no debe ser ignorada, pues alimenta un sentimiento de
impotencia política muy presente en algunos intelectuales. Con todo, no
debe perderse de vista —nuevamente— el adversario que Guzmán tiene en
mente. En un contexto de Guerra Fría, el líder gremialista tiene la
convicción de que hay un imperativo moral superior, y no es seguro que en
esa batalla la democracia químicamente pura fuera el arma más eficiente.
Por lo mismo, este tipo de disquisiciones —que pueden parecer válidas y
sensatas en un país pacificado— habrían dejado un poco impávido a
Guzmán; en su esquema mental, hay que buscar un antídoto efectivo contra
la tentación marxista —que de alguna manera encarna el mal—, y todo el
resto debe subordinarse a esa finalidad. Quien no entienda esto, no entiende
el tipo específico de amenaza que constituye el marxismo.
Esta visión tuvo sus consecuencias. Por de pronto, contribuyó a que
una parte muy importante de la derecha hiciera vista gorda en lo que
respecta a las violaciones a los derechos humanos, renunciando así a
principios morales y políticos que están en la base de la civilización
occidental. Hubo allí, según el decir de Joaquín Fermandois, un error moral
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que —cabe agregar— todavía no ha sido aquilatado en toda su dimensión .
Dicho de otro modo, la adhesión a ciertos principios se supeditó a una serie
de circunstancias que, por muy excepcionales que fueran, exigían una
actitud distinta. Así, la derecha renunció, durante largos años, a hacerse
cargo de una cuestión seria e ineludible. Desde luego, Guzmán no es el
único ni el principal responsable de esto. De hecho, él mismo parece haber
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ayudado en muchos casos, y se enfrentó duramente con Manuel Contreras ,
pero el problema excede el plano personal: se trata de una cuestión
conceptual y, en ese sentido, no es imposible pensar que la aproximación
antes descrita haya influido en el gravísimo error moral al que alude
Fermandois.
La segunda vertiente del régimen guzmaniano guarda relación con el
aspecto propiamente político de las nuevas instituciones. Para Guzmán, la
libertad económica debe estar acompañada de una “democracia protegida”,
o limitada por elementos de clara inspiración no democrática. Esto implica
el establecimiento de una serie de mecanismos contramayoritarios, en una
cantidad e intensidad tal, que tienen el poder de bloquear a una mayoría
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tentada con el cambio en las reglas del juego . Si se quiere, la idea que
inspira la Constitución de 1980 es que el sufragio universal debe ser
aceptado como principio, pero que sus efectos deben ser limitados del modo
más estricto posible: ése es el equilibrio que busca, en su origen, la Carta
fundamental. Aquí, nuevamente, Guzmán está muy influido por su lectura
del Chile del 10 de septiembre. Además, conviene volver a recordar que, en
aquella época, amplios sectores cercanos al régimen se inclinaban por un
esquema sin sufragio universal, a partir de concepciones corporativistas (y
en muchos momentos Pinochet pareció inclinarse por una salida de ese
tipo). Guzmán —en esto, un “blando”, un “liberal”— logró imponer la idea
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de que un régimen sin sufragio universal carecía de viabilidad política .
Nada de esto significa estar de acuerdo con la propuesta guzmaniana, pero
sí comprender —nos guste o no— que ella no surge de la nada.
Ahora bien, ¿qué significa que los efectos del sufragio universal deban
ser limitados? La tesis subyacente es que éste supone algunos riesgos que
más vale prevenir. Una libertad política demasiado extendida es peligrosa
en la medida en que se expone al marxismo: la democracia es presa fácil de
la demagogia socialista. Para evitar deslizarse en esa pendiente, es menester
imponer una serie de restricciones al ejercicio de la voluntad popular, de
modo de impedir —en la medida de lo posible— que ésta se acerque al
despeñadero encarnado por la alternativa marxista. Eso explica que, en un
principio, el Senado haya tenido miembros no elegidos democráticamente y
que el Consejo de Seguridad Nacional (integrado mayoritariamente por
uniformados en la versión original de la Constitución) haya tenido tanta
preponderancia. La libertad política debía estar sumamente restringida, y la
minoría siempre debía estar en condiciones de bloquear —de un modo u
otro— los eventuales afanes revolucionarios de la mayoría. Así, Guzmán no
hace sino extremar, en una lógica de Guerra Fría, aquella idea de
Montesquieu según la cual la mejor garantía para la libertad es un sistema
de pesos y contrapesos que impide el movimiento del sistema si no hay un
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consenso más o menos generalizado . En este sentido, los críticos de hoy
advierten correctamente el mecanismo: el régimen de Guzmán trata de
neutralizar la instancia política, en cuanto se la considera generadora de
conflictos, o derechamente peligrosa (dinámica que, insistimos, no surge de
la nada).
Cabe preguntarse por la coherencia interna de esto. ¿Por qué se confía
en las decisiones individuales cuando se trata de economía, y se desconfía
tan rotundamente cuando se trata de política? ¿Por qué el mercado ha de ser
liberado de todos sus obstáculos, y la política ha de ser tan severamente
restringida? Aunque no hay una respuesta simple, es posible sugerir algunas
pistas. Por un lado, los doctrinarios del libre mercado le atribuyen cierta
prioridad a la dimensión económica de la vida humana; para ellos, es allí
donde se juega el partido más decisivo. La política, en esa lógica, no es más
que un mal necesario, pero no es allí donde la vida humana puede elevarse
o alcanzar su plenitud. Esto es más o menos claro, por ejemplo, en el
pensamiento de Hayek, que tiende a reducir la libertad humana a su aspecto
económico (ya sea desde la perspectiva del consumidor o del
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emprendedor) . Guzmán tiende a adherir a esta visión, aunque parece
hacerlo por motivos más estratégicos que filosóficos. Como vimos un poco
más arriba, su idea es que la carencia relativa de libertad política debe ser
compensada con una amplia libertad económica, probablemente porque
asume que las decisiones que toman los individuos en el ámbito del
mercado tienen una relevancia mayor que las decisiones políticas, en la
medida en que dichas decisiones implican que cada uno debe hacerse cargo
de su destino individual. En otras palabras, la libertad económica está
menos sometida a distorsiones que la libertad política, pues la
responsabilidad personal es más nítida y más visible que la colectiva: no
necesita intermediación, pues sus efectos son instantáneos. Guzmán intenta
así elevar la dignidad de las decisiones económicas, atribuyéndoles de
hecho un sentido directamente político. Por eso es crítico de aquellos que
creen que la principal instancia de participación sea el sufragio, pues hay
muchos otros momentos relevantes en la constitución de la vida social. La
idea final de Guzmán es que, una vez que las libertades económicas estén lo
suficientemente arraigadas, la libertad política ni siquiera se echará
demasiado en falta. Y, en cualquier caso, si hubiera de ejercerse, los
individuos no estarían dispuestos a renunciar a los espacios de libertad ya
incorporados en sus hábitos. En ese sentido, puede decirse nuevamente que
la libertad económica es anterior a la política, porque el ejercicio de la
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segunda exige la consolidación efectiva de la primera .
En suma, no es exagerado afirmar que el esquema de la dictadura
implica una neutralización deliberada de la instancia política: se trata de
evitar que ésta pueda siquiera intentar generar cambios demasiado
importantes al interior de la sociedad. Guzmán logra, a partir de este
programa, articular a buena parte de quienes apoyaban al régimen,
ofreciendo un futuro de prosperidad económica alejado del marxismo. Al
mismo tiempo, ofrecía a los militares un programa refundacional, que
satisfacía las ambiciones históricas de Pinochet, y daba garantías de una
transición ordenada con la Constitución de 1980. Por último, les otorgaba a
los economistas formados en Chicago la oportunidad inédita de poder
aplicar su programa sin las desagradables limitaciones que supone un
cuadro democrático. Como puede verse, la síntesis cumple diversos
objetivos. Es normal, en esa lógica, que la coherencia intelectual no hubiera
sido la prioridad: la síntesis guzmaniana está plagada de tensiones internas,
y nunca pretendió estar exenta de ellas: es una articulación política cuya
mochila conceptual es más bien flexible. La alianza entre católicos y
liberales a partir del principio de subsidiariedad, por ejemplo, es
estructuralmente frágil (como lo muestra de hecho el abandono de los
48
liberales de la referencia al principio de subsidiariedad ). Por otro lado, es
difícil suponer que las libertades económicas puedan efectivamente
reemplazar a las libertades políticas en las aspiraciones de un pueblo, pues
ambas se refieren a órdenes cualitativamente distintos. En seguida, las
libertades económicas —al menos del modo en que fueron desplegadas en
Chile— conllevan algunas tensiones relevantes que Guzmán tiende a
49
ignorar sistemáticamente . Quizás la respuesta adecuada a las objeciones es
que nada de esto le importaba demasiado, pues había un objetivo político
prioritario: evitar el regreso del marxismo, articulando un apoyo amplio y
diverso al régimen en torno a un programa común. Al mismo tiempo, y en
un hecho completamente inédito, Guzmán proveyó a la derecha chilena de
un programa propositivo, logrando dibujar la cancha donde se jugaría el
partido; nunca antes y, hasta ahora, nunca después, la derecha tendría el
privilegio de fijar los términos de la discusión pública. Por eso Guzmán,
más allá de las dificultades internas de su articulación, es sin duda una de
las figuras más relevantes en la historia de la derecha nacional.
Capítulo 3. La transición (i): la izquierda en su jaula

El nudo gordiano
La cuestión que exige una explicación es por qué ese esquema —articulado
por Jaime Guzmán— fue conservado una vez terminado el régimen militar,
cuando la centroizquierda logró conquistar (aunque fuera en términos
relativos) el poder. Porque esta es, sin lugar a dudas, una de las principales
características de la transición chilena: el modelo pensado por el líder
gremialista se mantuvo inalterado en lo grueso después del retorno a la vida
democrática. Un primer motivo, desde luego, es que uno de los objetivos de
la institucionalidad de 1980 era precisamente impedir —o al menos volver
muy difícil— cualquier desmantelamiento, cualquier regreso a la “vieja
política”; había que cerrar todas las puertas y ventanas al marxismo y a
aquello que Pinochet llamaba “politiquería” (y que los gremialistas también
despreciaban). En este sentido, si la idea era dejarlo todo bien amarrado,
hay que reconocer el mérito del trabajo bien hecho. Es más, puede incluso
pensarse que el esquema fue demasiado exitoso en el cumplimiento de ese
objetivo. Aunque su triunfo político es difícil de desmentir, éste debe ser
evaluado en conexión con otros factores. En efecto, la combinación de
democracia protegida con amplia libertad económica solo puede justificarse
en las excepcionales circunstancias propias de la Guerra Fría, al menos en
Occidente (el caso chino, debido a sus complejidades culturales e históricas,
merece un examen particular que no podemos realizar aquí). En otros
términos, una limitación de ese tipo al ejercicio de la democracia solo cobra
sentido (eventualmente) si se cierne sobre ella una amenaza particularmente
grave. La pregunta que debe ser formulada entonces consiste en saber
cuánto sentido sigue teniendo un esquema de esa naturaleza una vez
esfumada esa amenaza, particularmente después de la caída del Muro.
Dicho muy brevemente —pero esto necesitaría múltiples explicaciones
adicionales—, la generación que condujo la transición (marcada a fuego por
la tragedia de 1973) aceptó este esquema sin mayores modificaciones, y sin
hacerse tampoco demasiadas preguntas. Sin embargo, algunos años más
tarde, llegó una generación que encontró menos motivos para dar cuenta de
ese orden, y que no recibió explicaciones satisfactorias sobre el modo de
realizar la transición: el silencio dejó de operar como motivo político. Allí
se gestó una tensión importante entre dos mundos, que antecede y en cierta
medida constituye el nudo de nuestros problemas actuales.
¿Cómo se gesta la extraña transición chilena? De alguna manera, ésta
se inicia cuando —más allá de los corcoveos— la oposición a la dictadura
acepta jugar el partido bajo las condiciones dictadas por Pinochet y su
50
Constitución, que así pasaba a ser un poco la Constitución de todos . Aquí
reside el principal triunfo estratégico del régimen, que logra imponer sus
instituciones y mecanismos como condición no negociable de cualquier
salida pacífica. La oposición, pese a haber tenido muchas reticencias,
termina aceptando esa exigencia. Naturalmente, hay distintos juicios sobre
este mismo hecho: mientras que para algunos constituye el gran mérito
histórico de la transición (pues sectores en principio irreconciliables
encuentran un terreno común sobre el cual entenderse); para otros se trata
de una imperdonable traición, que juega el papel de pecado original del que
51
se siguen todos los entreguismos y renuncias posteriores . Como sea, no se
trató de una historia fácil ni expedita. A ojos de la oposición de entonces,
aceptar las reglas de Pinochet era asumir la legitimidad de algo que
consideraba puro factum y pura fuerza, era aceptar que el régimen militar
podía fundar instituciones políticas y dar paso a la democracia; era, en
definitiva, aceptar recibir el poder conforme a las normas dictadas por la
misma persona que había derrocado a Allende. Muchos de nuestros dilemas
actuales están contenidos en el modo en que se generó ese acuerdo, o esa
aceptación. Por lo mismo, resulta relevante y útil mirar más de cerca ese
proceso, que puede ayudarnos a comprender cómo se produjo ese
acercamiento que, a la larga, permitiría un retorno pacífico e institucional a
la democracia.
La cuestión más representativa en esta materia es indudablemente la
discusión constitucional. Como vimos en el capítulo anterior, la Carta de
1980 contenía algunos mecanismos y procedimientos extremadamente
difíciles de aceptar para la oposición de entonces, además de plazos que —a
principios de los años 80— parecían simplemente eternos. En otro plano, la
crisis económica de 1982 tuvo efectos devastadores, y debilitó al régimen,
que perdió la relativa sensación de seguridad que había tenido en los años
anteriores. De allí que, en aquellos años, los opositores dirigieran sus
esfuerzos a lograr modificaciones muy sustantivas en el itinerario trazado
en la Constitución de 1980. Aprovechando los efectos de la crisis
económica, la idea era presionar con toda la fuerza posible a través de una
política amplia y masiva de movilizaciones, y lograr que el gobierno —
puesto contra la pared— aceptara negociar una salida abreviada, que
incluyera un retiro de la escena del mismo Pinochet. Se buscaba alterar
entonces la correlación de fuerzas, y obligar así al gobierno a variar los
plazos y las condiciones. En otros términos, la oposición apostaba a
debilitar al régimen, al punto de dejarlo en una situación de inviabilidad
política. En dicho escenario, la única alternativa del oficialismo sería
negociar bajo condiciones fijadas por la oposición. Y el camino disponible
en la época para avanzar en esa dirección residía en la ampliación de las
protestas callejeras, que en algún momento parecieron tener un formidable
52
potencial político .
Tomás Moulian ha criticado severamente la estrategia basada en la
política de movilizaciones crecientes de los años 80. Según él, se cometió
un error grave al elegir una estrategia maximalista, que equivalía a fijar un
elevado precio para el diálogo. Eso, a la larga, habría de facilitarle la vida al
régimen, pues Pinochet no podía negociar con quienes exigían su salida
inmediata como condición inicial. Esto explica también el fracaso del
diálogo iniciado por Jarpa, que fue nombrado en Interior en agosto de 1983,
precisamente para descomprimir el ambiente político y darle aire a la
53
política económica alejándose de la ortodoxia de Chicago . Al no haber
oposición moderada, el ministro se quedó sin interlocutores efectivos:
¿cómo podía negociar con quienes exigían la salida de la autoridad que lo
había nombrado? Al final, de hecho, el propio gobierno le quitaría el apoyo
54
al titular de Interior . Según Moulian, esta actitud maximalista asumida por
55
la entonces oposición marca a fuego “el destino de la transición” : allí
habría estado la última posibilidad de escribir una historia distinta. La
oportunidad no se volvería a repetir, porque solo en ese momento las
circunstancias permitían una negociación con cartas en mano para la
oposición: nunca la correlación de fuerzas le volvería a ser favorable. Por
un lado, con la llegada de Büchi a Hacienda, en 1985, el gobierno vuelve a
56
tomarle el pulso a la economía y cierra así uno de sus flancos más débiles .
Por otro lado, en el plano político, los plazos se fueron acortando, lo que
beneficiaba al régimen. Puede decirse que, en esta compleja guerra de
posiciones, el reloj fue uno de los mejores aliados de Pinochet. Mientras
más se acercaba la fecha del plebiscito, más absurda y desconectada parecía
cualquier posición maximalista (que implicaba abstenerse de participar en
él y de inscribirse en los registros electorales).
La crítica de Moulian es severa (y quizás algo exagerada), pero ayuda
a percibir un elemento fundamental: en el momento más débil del
oficialismo, en medio de protestas y profunda crisis económica, la
oposición cometió un garrafal error de cálculo, al fundar su acción en una
supuesta debilidad estructural del gobierno. En otras palabras, se pensaba
que el régimen caería con cierta facilidad, que bastaba agravar un poco la
crisis para ahogarlo definitivamente. El tiempo demostró cuán errada era
esta hipótesis. En efecto, la dictadura de Pinochet no era una pantomima
que fuera a caer con el primer temporal, sino que tenía fundamentos más
57
sólidos . En cualquier caso, buena parte de la izquierda pasó años
extraviada en este laberinto. En un seminario organizado por el Centro de
Estudios del Desarrollo (CED) en agosto de 1984, cuando la discusión
estaba al rojo vivo, Ricardo Núñez criticaba la postura de aquellos que
sugerían aceptar, aunque fuera de modo tácito, las instituciones de la
dictadura:
Relacionado con lo anterior, está el tema de la ruptura pactada planteado por ambos
expositores [Gutenberg Martínez y Patricio Aylwin]. Desde nuestra perspectiva
pensamos que, en los términos en que está planteado, entendiendo que hay matices que
uno puede considerar, por ahí podemos llegar a un compromiso de tal naturaleza con los
actuales detentadores del poder, que la mayor parte de ese poder quede incólume. Y
quedando incólume, será factor inevitable de inestabilidad y de falta de perspectiva y
58
desarrollo de la democracia. Será una amenaza constante a dicha democracia .

Admitir que el partido debe jugarse en la cancha de la dictadura, implica


para Núñez un compromiso de tal naturaleza con los militares, que su
resultado será que ese poder quede incólume. Núñez afirma, en 1984, que la
transición negociada no es sino la conservación del poder por parte de los
militares. Según él, la conclusión es evidente: el socialismo no puede
aceptar ese hecho, pues sería negarse a sí mismo. Su diagnóstico es digno
de notar porque logra ser, al mismo tiempo, lúcido y descaminado. Por un
lado, percibe fenómenos que se materializarán años después: cualquier
compromiso con los militares lleva inevitablemente a instituir una
democracia limitada, y tutelada de hecho por los uniformados. En estas
breves líneas, Núñez expresa con precisión quirúrgica la frustración de
tantos militantes de izquierda con el curso que tomaría la transición. ¿Cómo
explicar que tantos años de sacrificios desemboquen en la aceptación de las
condiciones de Pinochet? ¿Cómo dar cuenta biográficamente de una
decisión así? ¿Cómo aceptar ex ante y voluntariamente la imposición del
silencio? Sin embargo, la precisión del diagnóstico contrasta brutalmente
con la total ausencia de sentido político en las vías alternativas que propone
(porque al final la política se trata de eso, de sugerir cursos viables de
acción):
Estamos, como hemos dicho, mucho más por la idea de la acumulación de fuerzas
democráticas que nos permita desde hoy ir rompiendo todas las barreras que se han ido
objetivamente creando al amparo del autoritarismo o subjetivamente entre nosotros (…)
Actualmente las ideas de insurrección popular, guerra popular prolongada, guerrilla
urbana o guerrilla rural son absolutamente inviables, impracticables y alargan los plazos
en nuestro país (…) También es muy importante el factor Fuerzas Armadas. Todos lo
consideramos así. Nosotros no estamos por la derrota militar de las Fuerzas Armadas,
sino por convencerlas de que están poniendo en peligro a Chile como nación, que están
poniendo a Chile en un trance histórico que lo puede llevar a su desintegración como
país y Estado. Convencer a las Fuerzas Armadas chilenas presupone una derrota política
y social de aquéllas. Y nosotros estamos por convencer a las Fuerzas Armadas. No por
59
propinarles cualquier derrota .

Nos encontramos frente a la vieja idea marxista de acumulación de fuerzas.


Núñez comprende bien que la insurrección militar (predicada por los
comunistas) no tiene destino, y que el régimen no será depuesto por esa vía.
Pero, ¿a dónde diablos conduce entonces la acumulación de fuerzas
democráticas que enuncia? ¿Cómo podría esa acumulación romper aquello
que él llama barreras objetivas y subjetivas, todo esto en plazos
relativamente acotados? Aquí, la misma mente capaz de prever con lucidez
el destino de la transición cae, sin apenas darse cuenta, en la más tierna de
las ilusiones. Intentemos explicar esto. Lo primero, según el líder socialista,
es convencer a las Fuerzas Armadas, porque no habrá triunfo de la
oposición por la fuerza. Sin embargo, sigue, las FF.AA. no serán
convencidas sin una derrota; pero no puede tratarse de cualquier tipo de
derrota (¿?). El laberinto de Núñez es particularmente oscuro, pero la tesis
parece ser la siguiente: los militares deben sufrir una derrota más política
que militar, que los obligaría a negar todo lo realizado (incluyendo la
Constitución), y esa derrota solo tendrá lugar si hay una auténtica
“acumulación de fuerzas democráticas”. El dirigente socialista piensa que
esa acumulación progresiva puede alcanzar un nivel tal que obligue
(convenciéndolos) a los uniformados a entregar el poder según las
condiciones exigidas por la oposición.
En el fondo, el dirigente socialista quiere escapar a la transición
regulada por los militares, y por eso se ve obligado a elaborar una
argumentación alambicada hasta el absurdo: esa acumulación de fuerzas
podría tomar muchos años en hacerse carne, mientras que el plebiscito
estaba allí, a la vuelta de la esquina. Núñez cree que será posible eludir la
pregunta del plebiscito, pero el tiempo lo obligará a asumirla primero, y
responderla después. Sobra decir que el pulso fue ganado por Pinochet,
cuya principal virtud fue manejar los tiempos a la perfección: aguantó
cuando había que aguantar (mientras la oposición estaba en una postura
intransigente), y luego simplemente obligó a los actores, por la fuerza de los
hechos, a someterse al itinerario (¿cómo negarse a participar en el plebiscito
y regalarle a Pinochet una victoria democrática?). El texto pronunciado por
Núñez en 1984 simboliza bien el callejón sin salida de la izquierda pasados
once años de dictadura. Hay una renuncia explícita a la vía armada (que es
síntoma de una renovación muy profunda), pero también una resistencia
frontal a aceptar la institucionalidad de Pinochet y sus tímidas aperturas.
Sin embargo, no había un espacio efectivo entre esas dos opciones; y ni
toda la creatividad de Ricardo Núñez pudo encontrarlo. Frente a esta
alternativa, el pragmatismo frío y distanciado de un Boeninger tenía —
como veremos— una ventaja indiscutible.
La argumentación de Núñez intenta obviar —sin mucho éxito— un
hecho macizo al que ya aludimos: el régimen era algo más que un castillo
de naipes. Este es quizás el dato que más llama la atención cuando uno
revisa la historia de aquellos años, cuando la oposición se debatía si aceptar
o no, qué aceptar y en qué medida, y bajo qué modalidades jugar el partido
de Pinochet. Si el afán de debilitar al gobierno era certero en uno de sus
objetivos —forzar cambios institucionales sustantivos—, podía también ser
muy lento: ¿cuánto tiempo podría tomar ese debilitamiento? Por mientras,
Pinochet conducía con habilidad un gobierno que —a pesar de sus múltiples
dificultades— contaba con un respaldo que era cualquier cosa menos
insignificante (como de hecho lo demostraría el resultado del 5 de octubre).
Ni las protestas, ni el año decisivo proclamado por el Partido Comunista
(1986), ni la presión internacional, ni la Iglesia ni nadie logró poner en
riesgo efectivo esa línea de flotación del régimen. Es más, incluso puede
decirse que la actividad terrorista (Carrizal Bajo, atentado contra Pinochet,
60
entre otras acciones) reforzó más que debilitó al régimen . Por lo mismo, el
horizonte del plebiscito fue catalizando progresivamente todas las
tensiones, concentrándolas en torno a él, y obligando a los actores a
participar.
En resumen, debilitar al gobierno hasta el punto de obligarlo a
negociar podía tomar mucho, demasiado tiempo. Patricio Aylwin fue uno de
los primeros en comprender la naturaleza del problema. Pero no solo lo
comprendió, sino que —y esto es lo relevante políticamente— estuvo
dispuesto a romper el nudo gordiano para salir del laberinto. En un célebre
seminario organizado por el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos en
julio de 1984 (un mes antes que el seminario del CED), el líder falangista
formula por primera vez su tesis. Su posición es heterodoxa al interior de la
oposición (ya vimos qué piensa Núñez sobre ella), pero el tiempo la
terminaría imponiendo. Desde su punto de vista, hay que abandonar la idea
61
peregrina según la cual un gran paro nacional podría derribar a Pinochet .
Al régimen, dice, hay que ganarle con sus propias armas, eludiendo
62
deliberadamente la pregunta de la legitimidad . Si la Constitución de 1980
ha previsto un itinerario, pues bien, no queda otra que aceptarlo y hacer
todo lo posible para ganar el partido en esa cancha. Al régimen se le gana
desde dentro, y el entuerto no tiene otra salida pacífica.
Con todo, la tesis de Aylwin tiene sus propias contradicciones difíciles
de obviar. Veamos. En su famosa alocución de julio de 1984, Aylwin
sostiene (i) que una salida jurídico-política es indispensable; luego (ii), que
esa salida exige prescindir de la pregunta por la legitimidad, y, finalmente,
63
(iii) que no hay salida posible sin la participación de las Fuerzas Armadas .
En rigor, desde ese preciso momento, Aylwin se introduce con plena
conciencia en una camisa de once varas, básicamente por dos motivos. En
primer término, ¿cómo eludir impunemente la cuestión de la legitimidad?
Todo indica que se trata de un argumento con un grado importante de
retórica, que busca persuadir a los más refractarios de sumarse a ese
camino, tranquilizando sus conciencias (como diciendo: no se preocupe,
64
esto no implica aceptar la legitimidad de la dictadura ). Sin embargo, y
como el tiempo lo mostró, eludir el problema de la legitimidad es aceptar la
legitimidad sin explicitarlo, es quedar en silencio ante el factum. El segundo
motivo es que Aylwin admite que cualquier salida debe contar con el
concurso de los uniformados. En esto, Aylwin no es víctima de ninguna
ilusión romántica (como la que parece afectar a Núñez), y su lucidez lo
conduce a reconocer que, en este proceso, Pinochet tiene la manija. De allí
en adelante, se asumirá que cualquier avance requiere necesariamente el
acuerdo del general (que es exactamente lo que temía Ricardo Núñez). Pero
Aylwin también tiene sus razones. Por un lado, pretende simplemente tomar
nota del hecho de que no hay salida pacífica sin el acuerdo de Pinochet.
Según él, una vez abandonada la vía armada, hay que asumir una cuota de
realismo político para actuar con alguna posibilidad de éxito (y aquí Núñez
queda muy por debajo de Aylwin). Es más, desde su perspectiva, la
situación solo permite dos salidas, una violenta y otra pacífica. Aylwin
quiere excluir a toda costa la primera alternativa (y eso explica la distancia
65
radical de la DC de la época a cualquier acercamiento con los comunistas ).
Según él, hay un imperativo ético en realizar todos los esfuerzos necesarios
66
para permitir una transición lo menos traumática posible . Aylwin va
incluso más lejos, pues señala que la transición debe evitar la polarización,
que puede afectar gravemente la estabilidad de la futura democracia:
La posibilidad de una democracia estable en el futuro será menor en la medida que haya
mayor polarización, es decir, mientras no se logre un acuerdo o una salida negociada. Si
la salida es negociada y pacífica, la democracia que nazca de ese acuerdo, de esa
negociación, tiene muchas más posibilidades de estabilidad que la democracia que
surja, si es que surge democracia, de una confrontación en que haya vencedores y
vencidos, lo que probablemente llevaría a la polarización a extremos incompatibles con
67
la democracia .

Aylwin quiere evitar a toda costa la confrontación, quiere darle la paz a


Chile; en 1984, ya vislumbra cuál será su legado. Dado que ése es su
imperativo, estará dispuesto a transar muchas cosas para lograrlo. Allí
reside su generosidad, en virtud de la cual merece ser llamado, sin mayor
exageración, padre de nuestra democracia. Aylwin cede en cuestiones que
considera muy importantes, pues comprende que hay bienes superiores en
juego (de allí su insistencia posterior en la noción de reconciliación, dejada
68
hoy de lado ). Es notorio que habla, en 1984, como si estuviera preocupado
de su futuro gobierno. Sin embargo, reconocer la grandeza de su posición
no debe impedirnos tomar nota también de las ambigüedades contenidas
allí. De hecho, toda la discusión sobre la transición gira en torno a esto:
¿qué tipo de concesiones justifica ese anhelo de paz social? En el futuro,
esta exigencia funcionará, durante mucho tiempo, como una pesada
hipoteca (los más críticos hablarán de simple chantaje) sobre la democracia.
De más está decir que Pinochet utiliza astutamente todo esto, logrando
sacar el mejor partido posible de la situación. Como sea, el hecho es que el
líder de la oposición se ve obligado a aceptar (y luego a gobernar con)
ciertas instituciones que él mismo había calificado como inadmisibles en
1984. En ese año, Aylwin afirmaba sin ambages que no había democracia
posible ni transición a ella en el esquema constitucional y político del
69
régimen . Naturalmente, sus actos negarán todo esto más tarde, en virtud de
los principios que él mismo había enunciado: dado que no hay salida
pacífica sin el acuerdo de los uniformados, no hay más remedio que aceptar
sus condiciones.
La tesis de Aylwin —sobra decirlo— no era nada de pacífica al interior
de la oposición, que llevaba tiempo trabajando en categorías distintas. Sin
embargo, con el paso de los años, se fue imponiendo como una pesada
necesidad. Si se quiere, este es el origen de nuestra transición: una
determinada lectura de la realidad que muestra un camino doloroso pero
pacífico para volver a la democracia, fundada en la convicción de que no
existía alternativa viable. En otras palabras, Aylwin entiende que operar en
el presente implicaba aceptar ese cuadro. Dada esa configuración, cualquier
otra salida podría implicar una nueva ruptura, muy probablemente violenta,
o que al menos radicalizaría la división entre los chilenos. Aylwin, en el
fondo, toma nota del hecho siguiente: el régimen tiene sus fortalezas, y
cualquier reflexión política debe asumir ese dato, salvo que se quiera
insistir en la tesis de la confrontación directa, de resultados tan inciertos
como indeseables. Ya en 1986, cuando el Frente despliega su poderío
armado, la posición de Aylwin se hace cada vez más inevitable. Edgardo
Boeninger —¿quién otro?— fue el encargado de teorizarla. En un
documento fundamental, éste reconoce la vital importancia de las
movilizaciones, pero afirma que resulta indispensable tener plena
conciencia de los límites de dicha estrategia: al gobierno no se le derriba
con más o menos protestas, con más o menos desorden en las calles. Para
producir una transición efectiva —sigue Boeninger— es indispensable
cumplir con algunas condiciones: aislar al PC (que fomenta de algún modo
la vía armada), aceptar el hecho de la Constitución de 1980, no reproducir
las polarizaciones del pasado y, por último, admitir que es indispensable el
acuerdo con los uniformados (en sus palabras, la salida exige “la
participación de los militares en el proceso sucesorio con el poder efectivo
70
que le otorgaba la normativa vigente” ). Boeninger va más lejos que
Aylwin, porque se da la molestia de especificar en qué consiste ese acuerdo:
hay que aceptar el poder que la Constitución otorga a las FF.AA. La
consecuencia es que cualquier modificación a las reglas requiere del
consentimiento de Pinochet. La oposición acepta (aunque según Boeninger
el verbo correcto sería “reconoce” o “constata”) de modo explícito que los
uniformados tienen poder de veto. En otras palabras, el futuro ministro de
Aylwin admite la hipoteca que pesa sobre la transición chilena. Poco y nada
se podrá hacer sin el acuerdo de Pinochet y su gente.
Aquí reside el secreto de la transición, con sus grandezas y miserias.
La decisión tiene nobleza, por varios motivos. Por un lado, permite darle al
país una salida pacífica a un conflicto en virtud del cual ya se había
derramado suficiente sangre. Por otro, revela una extraordinaria lucidez
política en un momento en que la épica opositora estaba al tope. Lejos de
todo utopismo y de toda búsqueda maximalista, Aylwin y Boeninger
entienden mejor que nadie que la política es el arte de lo posible, y que más
vale democracia limitada que continuación de la dictadura durante otros
ocho largos años. Pero también tiene sus dificultades, porque esa aceptación
le daba a Pinochet una formidable fuerza de negociación que no dudaría en
aprovechar hábilmente. Si sus más fieros opositores aceptaban sus reglas,
entonces él no tenía ninguna necesidad de moverse ni medio milímetro. Las
reglas de la transición —hasta sus últimos detalles, incluyendo, como
veremos, la reforma de 1989— fueron fijadas por el régimen, y los
opositores habrían de adaptarse a ellas. Nos encontramos entonces con el
origen de ese sentimiento de impotencia política que recorrió durante años a
la Concertación: se podía hacer solo aquello que la correlación de fuerzas
fácticas —no electorales— permitiera hacer, y eso generalmente era muy
poco; en cualquier caso, mucho menos de aquello que la izquierda
71
anhelaba .
No lo podíamos reconocer
Lo que viene solo se comprende desde esta contradicción vital entre una
correlación de fuerzas que obligaba a negociarlo todo, y una aspiración
elevada que no podía conformarse con esa realidad. ¿Cuán conscientes
fueron los ideólogos de la transición de la existencia (y de la fuerza) de esta
contradicción? ¿Previeron las tensiones involucradas? ¿Es posible “eludir
deliberadamente” la cuestión de la legitimidad sin generar problemas
virtualmente insolubles de cara al futuro? Tomás Moulian apunta que
Aylwin y Boeninger trabajaban con una hipótesis que el tiempo demostraría
equivocada. Para ellos, resultaba indispensable poner todas las fichas en el
plebiscito de 1988 —en las condiciones que fueran— porque un triunfo del
No conllevaría un derrumbe político y moral del régimen, derrumbe que
permitiría fijar nuevas condiciones al proceso. Dicho de otro modo, el
triunfo del No dejaría a la oposición con tal fuerza que Pinochet se vería
72
obligado a ceder a sus demandas, o a parte importante de ellas . Como
fuere, el hecho es que la oposición se integra definitivamente al sistema,
aceptando competir en el plebiscito. Cabe recordar que el referendo de
octubre de 1988 pudo desarrollarse en condiciones relativamente
competitivas por la intervención del Tribunal Constitucional. Éste, forzando
la letra de la ley, obligó a efectuarlo con algunas condiciones mínimas,
como la entrada en vigencia del Tribunal Calificador de Elecciones y con
73
registros electorales . La dictadura no tuvo más remedio que aceptar el
fallo: si su principal triunfo era haber obligado a todos a ceñirse a la nueva
74
institucionalidad, ¿desde dónde explicar un eventual desacato? . La
oposición llega así al 5 de octubre en medio de la incertidumbre (pues duda
de que el régimen esté efectivamente dispuesto a admitir una derrota
electoral), pero con una esperanza: el triunfo del No podría significar no
solo la derrota de Pinochet en las urnas, sino que también podría marcar una
modificación sustantiva en la correlación de fuerzas.
Sin embargo, el 5 de octubre no produjo precisamente el desplome del
régimen. Pinochet aceptó —con dificultades— la derrota, pero a cambió
exigió ajustarse estrictamente al famoso itinerario constitucional, no
aceptando modificar los plazos ni apurar el proceso. Muy por el contrario,
decidió ejercer sus funciones hasta el último día, blindando las instituciones
del modo más sólido posible. Ese amarre tuvo dos dimensiones
aparentemente contradictorias, pero que a la larga formaron parte de un
mismo diseño. Por un lado, un entramado normativo denso y
particularmente difícil de deshacer. Como apunta Rafael Otano, los últimos
17 meses de Pinochet fueron estratégicamente magistrales:
A cambio de dejar el poder, el régimen pasaba facturas innumerables y abultadísimas,
endosadas al haber de los posteriores gobiernos, creando situaciones de facto que
hicieran imposible cualquier reversión sustancial del modelo económico y de los
75
fundamentos de la constitucionalidad del régimen .

Carlos Huneeus identifica 69 leyes de amarre cuya finalidad era dejar


escaso margen al nuevo gobierno para realizar cualquier modificación de
importancia al sistema político, al modelo económico y al estatuto de las
76
Fuerzas Armadas . Pero el esfuerzo tuvo una segunda dimensión,
indispensable para consagrar lo obrado. Porque al mismo tiempo que se
intentaba dejar todo atado, y bien atado, el régimen acordó con la oposición
una reforma constitucional, que fue luego aprobada mediante plebiscito en
julio de 1989, con un 91% de votos a favor. La negociación fue
particularmente ruda, pero se logró un consenso en torno a algunos puntos
esenciales. Así, la reforma de 1989 modificó algunos aspectos polémicos de
la Carta fundamental, pero dejó la estructura general intocada, lo que
77
molestó a muchos (Ricardo Lagos se enfrentó a Aylwin por este motivo ).
Con todo, la doctrina aylwinista no varió un ápice: debían aceptarse todas
las imposiciones de Pinochet como parte del negocio. Incluso la
negociación de 1989 debe entenderse como una transacción concedida por
el régimen para proteger mejor su legado. Recordemos que el imperativo
inicial de Aylwin era evitar cualquier atisbo de polarización que pusiera en
riesgo la salida pacífica y ordenada. Esa exigencia llevó a la Concertación a
una pendiente de la que nunca supo muy bien cómo salir.
En este sentido, la negociación de 1989 es en alguna medida el
epítome de la transición, porque allí el régimen se anotó varios puntos. Por
un lado, como dijimos, mantuvo intacto el andamiaje institucional en sus
78
puntos fundamentales, más allá de algunas concesiones de importancia . En
seguida, corrigió —con el acuerdo de la oposición— un error grosero de la
versión original de la Constitución de 1980, que no contemplaba quórums
especiales para modificar el capítulo relativo a las reformas
constitucionales, lo que dejaba toda la construcción en un estado de extrema
79
vulnerabilidad . También se modificó la norma que le permitía al Ejecutivo
aprobar leyes contando solo con la mayoría absoluta de una cámara y el
tercio de la otra (que había sido pensada en función de una prolongación de
la presidencia de Pinochet, con senadores designados por él mismo). La
Concertación entregó así una poderosa llave que le habría permitido,
eventualmente, superar los cerrojos; prefiriendo (¿?) obligarse a negociar
80
todo con una derecha sobrerrepresentada . Incluso el arma que los
negociadores opositores creían tener de su lado (la duración del primer
período presidencial) se invirtió. En efecto, los uniformados percibieron
pronto que la presión por rebajar ese plazo era más fuerte al interior de la
propia Concertación (había muchos impacientes) que en las filas
oficialistas. Como se daba por descontado que la elección de 1989 sería
ganada por el candidato de la oposición, la rebaja de ese primer período a
cuatro años en lugar de los ocho previstos fue en verdad fruto de la propia
Concertación, y de su pléyade de aspirantes postergados a la primera
magistratura. Por último, Pinochet logró que la Concertación legitimara la
Carta fundamental, al aceptar esas reformas como terreno común. En rigor,
a partir de 1989 la Concertación quedó atrapada por esta decisión: su
reclamo respecto de la ilegitimidad de la Constitución perdió parte
importante de su consistencia. Esto tendría sus consecuencias, pues la
Concertación volvió a vivir una enésima discusión luego del triunfo de
Aylwin en diciembre de 1989. Mientras los más duros (Lagos incluido)
abogaban por una política rápida y agresiva para desmantelar el orden
institucional —fundada en la fuerza que daba un sólido triunfo electoral—,
la dupla Aylwin-Boeninger terminó imponiendo (nuevamente) un punto de
vista moderado y gradualista. Esto tiene su lógica, pues era muy difícil,
desde el punto discursivo, deshacer en marzo de 1990 lo que se había hecho
en julio de 1989; en cualquier caso, implicaba asumir un riesgo que estaba
81
fuera del horizonte de Aylwin . Pero, volviendo a la reforma de 1989, no
puede sino llamar la atención la abundante cosecha que obtuvo Pinochet a
cambio de concesiones que no tocaron los elementos fundamentales de su
82
diseño . Inversamente, Aylwin entregó mucho, y recibió a cambio una
83
posterior tranquilidad constitucional . El líder de la oposición se consoló
con un supuesto compromiso de Renovación Nacional para modificar en
1990 algunos puntos fundamentales de la Constitución. Sin embargo, esa
84
posibilidad se desvaneció al correr del tiempo .
¿Por qué se esfumó esa supuesta promesa? Aquí nos volvemos a
encontrar con un error de cálculo de Aylwin: esa posibilidad se esfumó
porque en los primeros años de la transición Pinochet siguió haciendo gala
de una influencia decisiva. Mientras permaneció en la Comandancia en
Jefe, la transición fue siempre inacabada y parcial. El general gozaba de
inamovilidad en su cargo, contaba con un nutrido cuerpo de generales para
85
asesorarlo políticamente (el Comité Asesor ), y conservaba muy buena
llegada con casi todos los parlamentarios de derecha. Además, no vaciló en
utilizar los medios de presión que tenía a su disposición (por decirlo de un
modo elegante) si las cosas se orientaban en una dirección poco
convergente con sus intereses. En el fondo, el empate de la transición —
más allá de sus defectos— es el producto de una correlación real de fuerzas
que Pinochet supo conservar durante buena parte de los 90. Visto desde hoy,
todo esto parece un poco absurdo, pero en esos años la influencia de
Pinochet era cualquier cosa menos ficticia (aunque fue decreciente con el
pasar de los años). En efecto, tenía parlamentarios, tenía un respaldo
confirmado por el plebiscito, y tenía sobre todo un tesoro: la aceptación de
sus reglas (que lo protegían) por parte de la Concertación, cuestión que
supo utilizar hasta el final. En el fondo, Pinochet fue quien mejor
comprendió la camisa de once varas en la que se metió Aylwin en 1984, y
tuvo una habilidad suprema para manejar siempre las situaciones en su
favor. Dado que el gobierno quería evitar a toda costa la confrontación (que
podía perjudicar a la democracia naciente), pudo estirar muchas cuerdas. A
esto hay que agregar otro factor. Uno de los principales motivos aylwinistas
es proveer a Chile de un retorno pacífico a la democracia, y en función de
ese objetivo, estuvo dispuesto a pagar muchos costos. Pues bien, también es
menester reconocer que ese anhelo del líder falangista conectaba mucho
con las aspiraciones que, en ese momento, tenía la población. De hecho,
86
todo indica que los chilenos no querían proseguir la confrontación . Se trata
de un dato que debe ser tomado en cuenta a la hora de evaluar el período: el
87
deseo de Aylwin era también, de algún modo, un deseo nacional .
En cualquier caso, nada de lo anterior niega las ambigüedades propias
de la transición. Es cierto que cualquier juicio realizado desde la comodidad
que ofrece el paso del tiempo puede ser tildado de facilista, en la medida en
que estima mal la fuerza de las circunstancias, o las exigencias de un
determinado momento histórico. Aun asumiendo ese riesgo inevitable, es
posible afirmar que la naturaleza de la transición tiene un desajuste
estructural en su discurso, y que es difícil de obviar, más allá de sus
innegables logros y de la falta de alternativas efectivas. Se trata de un
período de paz y prosperidad, pero con una frustración contenida, con una
impotencia política que no podía sino tener efectos, aunque fuera a largo
plazo. La Concertación nunca supo —o nunca pudo— deshacer el entuerto,
ni generar las condiciones para un acuerdo amplio que permitiera salir del
embrollo. Como se ha dicho, esencializó un estado de cosas que no tenía
una necesidad metafísica: la transición pudo haber adoptado otras
88
modalidades . Tanto es el caso, que la Concertación varió el discurso
relativo a los cambios institucionales al asumir el gobierno Eduardo Frei,
cuyo programa estaba orientado a las modernizaciones económicas y
89
sociales, y no a las reformas políticas . Tampoco puede olvidarse que fue la
misma Concertación la que realizó un esfuerzo por desmovilizar a la
población, lo que fue dejando de lado las cuestiones más candentes: la paz
90
social pregonada por el nuevo oficialismo tenía también ese precio . La
derecha no lo hizo mucho mejor, y solo se allanó a realizar modificaciones
constitucionales de importancia el 2005, cuando las instituciones ya no le
resultaban convenientes, o cuando ciertos enclaves se habían convertido en
irrelevantes.
¿En qué consiste aquello que hemos llamado desajuste estructural?
Este se caracteriza principalmente por una marcada distancia entre el
discurso y la acción, entre la palabra y lo realizado; y esto vale para los
planos político y económico. Escuchemos a Edgardo Boeninger, un actor de
primera línea, refiriéndose a la política económica del gobierno de Aylwin:
Las propuestas del programa comprometieron un marco para el orden económico que,
sin perjuicio de sus evidentes propósitos electorales, tuvo el sentido más profundo de
reducir el temor y la desconfianza del empresariado y de la clase media propietaria,
condición necesaria para poder sostener, en democracia, el crecimiento sostenido de la
economía logrado a partir de 1985. De este modo indirecto, el éxito económico postrero
del régimen militar influyó significativamente en las propuestas de la Concertación,
generando de hecho una convergencia que políticamente el conglomerado opositor no
91
estaba en condiciones de reconocer .

Este texto contiene varias lecciones indispensables sobre la transición. Por


un lado, se percibe con claridad la prioridad otorgada a la estabilidad y el
crecimiento económico. El primer gobierno de la Concertación no debe ser
vivido por los agentes económicos como si encarnara una ruptura. Al
mismo tiempo, Boeninger reconoce que el éxito de la gestión económica de
la última parte del gobierno militar influyó en sus propias propuestas: ¿por
qué cambiar algo que funciona bien? Este hecho, a su vez, genera una
convergencia indesmentible, pero una convergencia que la Concertación no
está en condiciones políticas de reconocer. ¿Qué quiere decir esto? Que,
desde el principio, la coalición liderada por Patricio Aylwin se vio obligada
(al menos así lo explica Boeninger) a asumir una postura doble, rayana en
la hipocresía: se convergía con el régimen sin reconocerlo; se seguía una
política económica en continuidad con la de Büchi, pero eso era negado en
el discurso. Ningún régimen político puede sobrevivir demasiado tiempo en
un desequilibrio de esta naturaleza. Hay en ese desajuste algo
profundamente extraño, una tensión imposible de ocultar indefinidamente.
Cuando, durante el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, Guido Girardi se entretenía
llevando ataúdes a La Moneda en señal de protesta (sin renunciar, sobra
decirlo, a ninguno de los beneficios propios de ser miembro de la coalición
gobernante), se aprovechaba de esa brecha abierta, y quizás imposible de
cerrar.
En este sentido, lo menos que puede decirse es que la Concertación no
tuvo el coraje suficiente para explicar públicamente sus decisiones. Esta
actitud tiene varios motivos posibles. Por de pronto, podemos suponer que
las bases, profundamente críticas de Pinochet, difícilmente hubieran
aceptado tal situación de modo pacífico. Además, no hay que olvidar que la
unidad interna de la coalición venía dada precisamente por el rechazo a la
dictadura; resultaba, pues, más conveniente guardar en el armario las
diferencias en la materia. Se produjo entonces una distancia más o menos
considerable entre por un lado un discurso de rechazo total al pasado y, por
otro, una acción que aceptaba las instituciones heredadas, a veces no sin
entusiasmo. De hecho, muchos personeros fueron cooptados por el sector
privado, y se convirtieron en piezas claves del engranaje económico, pues
cumplían el papel de articuladores entre mundos que se miraban con
distancia. Así, los opositores de los años 80 fueron poco a poco cumpliendo
la profecía de aquella canción de Schwenke y Nilo: se fueron quedando en
silencio, se fueron acomodando a una realidad que, al final, no parecía tan
molesta. Después de todo, los tiempos épicos habían quedado atrás. La
paradoja reside en que el diseño del austero y republicano Patricio Aylwin
hizo posible que muchos confundieran los planos, y se convirtieran en
hábiles operadores público-privados (volveremos sobre esto en el próximo
capítulo, porque tiene consecuencias bien específicas). En cualquier caso,
es difícil negar que el proyecto fue exitoso durante unos veinte años,
entregándole al país —en términos generales— una conducción política
digna de ese nombre. Pero el discurso mantuvo una excusa constante: las
instituciones políticas bloquean aquello que realmente quisiéramos hacer.
O: la derecha, en función de los mecanismos contramayoritarios, cuenta con
un insoportable poder de veto que impide la aplicación de nuestro auténtico
programa. Utilizando ese tipo de argumentos, la coalición gobernante logró
mantener a raya sus divisiones internas y acallar sus propios escrúpulos a la
hora de administrar un modelo económico y político originado y pensado en
dictadura. Los correctivos aplicados fueron más bien mínimos, y muchas
veces fueron realizados profundizando las lógicas de mercado (fue bajo la
Concertación, por ejemplo, que se consagró el copago en la educación
subvencionada, o que se formuló el modelo de concesiones). El problema es
que el esquema reposaba sobre una ilusión óptica difícilmente sostenible en
el tiempo: una acción política que quiera proyectarse requiere de mayores
niveles de coherencia interna. Dicho en otros términos: ninguna política
puede estar fundada en el silencio, no al menos en ese tipo de silencio.
Este es el contexto que permite comprender cómo y por qué las
movilizaciones del 2011 tuvieron el éxito que tuvieron, tanto en términos de
apoyo masivo, como de poder político. Esas movilizaciones condensaron,
en un momento, muchas de estas tensiones, encarnando un punto de
quiebre. Por de pronto, había un problema objetivo que la transición nunca
se tomó demasiado en serio: la educación. Sin embargo, el movimiento
estudiantil, y los denominados movimientos sociales en general, asumieron
progresivamente una postura más amplia, que excedía la mera
reivindicación sectorial. Así, el momento terminó significando un rechazo
generalizado al modelo, al lucro, a la Constitución y, en definitiva, a la
Concertación y a las lógicas propias de la transición. Esto explica que la
Concertación —defensora de las libertades republicanas y forjada en la
oposición a un régimen autoritario— haya tenido tantas dificultades para
aceptar un fenómeno tan rutinario en una democracia como la alternancia.
Es un hecho que la oposición al gobierno de Sebastián Piñera fue, en
general, muy mezquina. La coalición de centro-izquierda se sumó
alegremente a todo aquello que pudiera debilitar al gobierno de Piñera y
agravar la crisis de confianza, sin preguntarse por los efectos a largo plazo
de una actitud de esa naturaleza.
De algún modo, la Concertación (que en ese preciso momento empezó
a mutar hacia la Nueva Mayoría) arrojó sobre el gobierno de Sebastián
Piñera toda la rabia acumulada contra sí misma, contra su propia manera de
gobernar, contra su manera de asumir las reglas heredadas del régimen
militar, contra su propia aceptación silenciosa (y profundización) de los
mecanismos de mercado: el no lo podíamos reconocer de Edgardo
Boeninger empezó a hacer agua. Ese momento fue devastador, tanto para el
gobierno como para ella misma y, en términos más generales, también para
las instituciones. En otras palabras, el ataúd de Girardi se generalizó y
banalizó. Para el gobierno de aquel momento, porque tuvo que enfrentarse,
desde la minoría parlamentaria y con un manejo político muy deficiente, a
una oposición que actuó sistemáticamente con la convicción de que el
fracaso del gobierno equivalía a su propio éxito y que, por tanto, tuvo
escasos gestos de cooperación con el Ejecutivo. Fue devastador para la
propia Concertación porque, al asumir esa perspectiva, la oposición de
entonces inició un camino —cuyo fin estamos lejos de conocer todavía—
de abandono de sus convicciones, de su trayectoria y de su ideario
fundacional. Fue, si se quiere, el momento de gloria de los llamados
92
autoflagelantes, que Frei y Lagos habían silenciado discretamente en 1998 :
ya que no tenían la responsabilidad de gobernar y administrar el poder,
aquellos dirigentes con problemas de conciencia por lo obrado durante
veinte años pudieron dar rienda suelta a sus instintos primarios, que habían
sido dejados de lado durante dos largos decenios. Este fenómeno también
fue devastador para el andamiaje general, porque los mismos responsables
del sistema, quienes lo habían gobernado y administrado, empezaron a
rodear de un espeso manto de dudas la legitimidad general. Esto nos
conecta con nuestra pregunta formulada en el primer capítulo, pues aquí
ocurrió algo muy extraño. Incluso el más ilustre de nuestros tribunos abjuró
de su propia obra en el calor del 2011 y culpó de todas sus insuficiencias a
93
los amarres heredados de la dictadura . Si Lagos (el mismo que había
acallado a los autoflagelantes) cayó en esa trampa, ¿qué esperar del resto?
¿Qué esperar de los hijos de Lagos, aquella generación perdida que pasó sin
intermedio alguno de la sombra de sus padres a la adulación irreflexiva de
los más jóvenes? ¿Cómo se pasa así de la adultez al lirismo, cómo se
gobierna un país donde sus dirigentes no son capaces de coherencia
narrativa, ni de asumir sus propios actos? ¿Cómo extrañarse luego de que
los índices de confianza en el sistema sean tan bajos? En esta actitud de
negar la propia responsabilidad, cargando todas las culpas a “otros”, reside
buena parte de nuestra perplejidad actual (aunque dicha crisis estaba, de
algún modo, implícita en el diseño de Boeninger).
Con todo, tampoco puede obviarse que esta crisis tiene motivos
eminentemente políticos, que guardan relación con los discursos que han
configurado nuestra discusión pública desde el retorno a la democracia.
Guste o no, el origen de nuestras dificultades reside en algunas
incoherencias y ambigüedades a partir de las cuales se construyó la
transición. En el próximo capítulo intentaremos mirar más de cerca algunos
de estos elementos, pero por ahora interesa destacar dos puntos importantes.
El primero es que la transición acumuló cierta sensación de crisis al vivir
sobre una distancia entre el discurso y aquello que Maquiavelo llamaba la
94
verdad efectiva de la cosa . Esto es, la desorientación adviene cuando la
palabra pierde su correlato directo con la realidad. El segundo punto que
debe tenerse a la vista es el siguiente: la transición conservó, en sus grandes
líneas, el esquema ideado por Jaime Guzmán, que se funda en una
disposición negativa, en una reacción. Esto no debe entenderse de modo
peyorativo, sino que (como vimos en el capítulo anterior) fue una respuesta
a una situación objetiva de temor e incertidumbre que son paralizantes en la
95
vida política . La tragedia nacional de 1973 fue de tal magnitud que llevó a
casi todos quienes la experimentaron en carne propia a una actitud de
autocontención. El miedo —como lo viera tan claramente Hobbes— es un
motivo político muy fuerte, y tanto el régimen militar como la primera parte
de la transición estuvieron dominados por él. Algunos temían al marxismo,
otros a los militares o al eventual regreso de la dictadura. No faltaban
aquellos que temían simplemente a los conflictos políticos demasiado
marcados, que habían dividido al país en los años anteriores, lo que explica
la distancia con una política demasiado intensa. En casi todos hubo la
convicción de que la prioridad otorgada a la economía, sumada a las
instituciones propias de la democracia protegida, podía neutralizar los
efectos más perversos de la política. El hecho es que ese temor compartido
produjo una situación objetiva tendiente al consenso. Desde luego, esto
también puede expresarse en términos positivos: los actores más destacados
de este proceso eran muy conscientes de la fragilidad inherente a la
democracia, de lo importante que es cuidar las formas y el lenguaje, y de la
relevancia de intentar alcanzar acuerdos antes que atizar los conflictos. El
miedo lleva a evitar la confrontación; y ese hecho funda la transición, con
todo lo bueno y lo malo que eso supone.
Digamos que la generación marcada por el miedo no quiso forzar la
democracia naciente más allá de lo prudente, ni estimó indispensable el
desmantelamiento general del esquema guzmaniano. Simplemente, aceptó
jugar en una cancha cuyas reglas habían sido diseñadas en otro momento, y
se acomodó a ellas; es lo que podemos llamar la pax romana de la
transición chilena, donde los bandos que se habían disputado el poder en los
decenios precedentes llegaron a acuerdos sustantivos sobre el modo de
convivir; acuerdos insuficientes desde luego, pero acuerdos, al fin y al cabo.
Aunque es fácil mirar desde el presente ese período con ojos críticos, no
debe olvidarse que ese espíritu constituye un hecho histórico de la mayor
trascendencia: en pocos períodos de nuestra historia se han registrado
grados tan elevados de consenso político. A fin de cuentas, esa generación
construyó una transición pacífica a la democracia, que es una operación
política extremadamente compleja y delicada. Con todo, resulta inevitable
advertir las fragilidades de ese consenso. Por un lado, el acento puesto en
los acuerdos fue provocando el olvido de la dimensión épica de la política,
que también requiere de algunos grados de confrontación, y de horizontes
menos estrechos que el crecimiento económico y la estabilidad. Al mismo
tiempo, se suponía que la economía podía procesar fenómenos propiamente
políticos, sin percibir que esa lógica pierde de vista amplias zonas de la
realidad. Al mismo tiempo, la neutralización de la política generó la
sensación de que esta actividad era irrelevante, lo que resulta riesgoso.
Como bien dice Maquiavelo, cuando las instituciones no otorgan cauces
ordinarios para procesar los conflictos, estos se manifiestan de modo
96
extraordinario, con todas las consecuencias que eso puede tener . Se asumió
un marcado presidencialismo, dejando marginado al Congreso, que se
convirtió en una institución más bien irrelevante. Con el tiempo, todas y
cada una de estas debilidades se fueron haciendo visibles: los consensos de
la transición se fueron rompiendo poco a poco, sin que los protagonistas de
la historia apenas se enteraran. En política, el silencio nunca es impune; y la
regla también vale para Boeninger.
Capítulo 4. La transición (ii): la ruptura de los consensos

La nostalgia de la transición

¿Cómo dar cuenta del quiebre del orden de la transición? ¿Cómo y por qué
se rompió aquello que parecía ser el summum de la estabilidad y la
prosperidad? Estas preguntas tienen muchas respuestas posibles (y, de
hecho, ya hemos vislumbrado algunas). Por de pronto, hay cierto acuerdo
en señalar el año 2011 como un momento clave del proceso en el que hoy
estamos inmersos. Ese año se produjeron vastas movilizaciones de los
estudiantes universitarios, una de cuyas motivaciones era cuestionar
severamente algunas lógicas de mercado aplicadas a sectores
particularmente sensibles, como la educación escolar y universitaria. Al
mismo tiempo, salieron a la luz algunos escándalos financieros que
pusieron un gran signo de interrogación sobre el funcionamiento efectivo de
los mercados. El mismo 2011, Alberto Mayol habló en la Enade, intentando
dar forma al descontento con tono profético. A esto hay que sumarle que el
gobierno estaba liderado por un empresario exitoso que intentó llevar el
lenguaje del management a la política. Sin embargo, ninguno de estos
factores explica por sí solo el éxito de estos movimientos. A estos hechos se
sumaron otros fenómenos cuyos orígenes se remontan más hacia atrás y que
hicieron posible que las movilizaciones estudiantiles (que, después de todo,
son rutinarias en una democracia) se convirtieran en otra cosa, y pasaran al
primer plano de la discusión política, al punto de dictar el tempo de la
discusión y de las políticas públicas.
Un modo de aproximarse a esta cuestión es mirar las respuestas
provenientes de la derecha, pues ellas permiten ver muy nítidamente las
fisuras del orden de los noventa. La idea central de las explicaciones
provenientes de ese sector consiste en que la crisis pasa por una
desafortunada confluencia de factores que no corresponden a cuestiones
estructurales. Luis Larraín, por ejemplo, en su libro dedicado a analizar el
fenómeno del 2011 (El regreso del modelo), identifica dos tipos de motivos
que explicarían la supuesta crisis del “modelo”. En primer término, dice, el
gobierno de Sebastián Piñera generó expectativas demasiado elevadas, cuyo
resultado inevitable era algún grado de decepción. Además, y este sería el
segundo motivo, los partidarios del libre mercado no supieron defenderlo,
97
ni enfrentar la crítica, que venía con artillería pesada desde la izquierda .
Desde luego, nada de esto es falso. Es innegable que el gobierno de Piñera
tuvo serios problemas de expectativas, pues no supo calibrarlas ni
aterrizarlas. Así, su administración estuvo siempre atrapada entre una
pretensión muy elevada (ligada a una excelencia que nunca se definió) y
una rutina política más bien prosaica. Sin embargo, es posible que esta
situación haya sido más efecto que causa. Aunque es cierto que el gobierno
de Piñera no contó con herramientas que le permitieran hacerse cargo de la
cuestión, esto sucedió —en buena medida— porque la derecha no se había
preparado para gobernar, y lo interesante sería saber por qué luego de veinte
años en la oposición un sector político se encuentra desnudo y silencioso
una vez que llega al poder. Dicho de otro modo, es difícil que una
decepción de expectativas, por más aguda que sea, pueda generar por sí
misma una crisis de tales dimensiones. Cabe agregar que el segundo motivo
al que alude Luis Larraín tampoco se basta a sí mismo. Si los partidarios del
libre mercado no supieron articular una defensa de dicho sistema, esto
también tiene una causa bien específica: el régimen estaba diseñado para
que dicho modelo no necesitara de defensa propiamente política. Las causas
de aquello, por ende, sí son estructurales; y si uno quisiera tener un
panorama completo del fenómeno debería detenerse en ellas, pues de lo
contrario, el análisis es necesariamente insuficiente. En otros términos, es
cualquier cosa menos casual que los defensores del libre mercado no
contaran con armas para defenderse y que, por tanto, sucumbieran en la
discusión pública; ni que un gobierno de derecha careciera de proyecto
político, más allá de la manida excelencia. Al intentar reducir el malestar de
Chile a causas político-contingentes, Larraín cree conjurar el maleficio, sin
advertir que las causas exigen un examen en un nivel distinto.
El libro escrito por Marcel Oppliger y Eugenio Guzmán (El malestar
de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?) tiene un propósito análogo al de Luis
Larraín, pero, lamentablemente, exhibe también las mismas dificultades. La
idea que guía este texto es que la tesis del malestar descansa más en
98
“aseveraciones que argumentos” y en “más teoría que evidencia” . Los
autores piensan que los “datos objetivos” no respaldan la existencia del
malestar, sino que, por el contrario, la refutan: no hay evidencia disponible
que pueda dar cuenta de la supuesta crisis. Aunque esto suena atractivo, no
es nada claro qué se quiere significar con esa afirmación. ¿Cuáles serían los
datos duros propios de la política? ¿Quién los determina? Si los datos
objetivos lo niegan, ¿entonces tenemos que hacer como si el sentimiento de
malestar no existiera? ¿Éste deviene eo ipso en políticamente irrelevante?
Si se quiere, la dificultad estriba en que la ciencia política —esto es, el
conocimiento relativo a los fenómenos sociales— no es reductible a una
ciencia exacta, pues no hay un método que nos permita acceder a una
evidencia no controvertida. Por un lado, una misma evidencia puede dar
lugar a más de una hipótesis plausible; y la diferencia solo puede zanjarse
apelando a elementos teóricos. Por otro lado, en la selección de datos
relevantes siempre hay presupuestos teóricos imposibles de soslayar. En
otras palabras, no existe, ni puede existir, una evidencia “no contaminada”
por la teoría, porque todo “dato” proviene de métodos y procedimientos que
99
no pueden ser puramente empíricos . Como fuere, estas consideraciones
nos llevan a recordar aquella tesis aristotélica según la cual lo político está
constituido, primariamente, por las opiniones y las percepciones de los
ciudadanos y, por eso, no tiene mucho sentido oponer lo que Oppliger y
Guzmán llaman la “teoría” a una supuesta “evidencia”. Una reflexión
acabada tiene el deber ineludible de articular ambas dimensiones;
contentarse con oponerlas resulta algo ocioso (además de sesgado; después
de todo, es posible pensar que este tipo de argumentación solo busca hacer
pasar premisas filosóficas —necesariamente discutibles— como verdades
reveladas no sujetas a discrepancia). En cualquier caso, el libro realiza un
esfuerzo digno de encomio en recopilar datos objetivos, cifras y estadísticas
que respalden la idea de que el malestar no sería más que una construcción
teórica sin correspondencia con la realidad; pero eso es (de nuevo)
completamente insuficiente. En efecto, las opiniones de los ciudadanos no
pueden refutarse sin más desde un conocimiento técnico, sino que son
materia intrínseca de lo político. Los datos presentados —o, mejor, la
interpretación de los datos propuesta por Oppliger y Guzmán— han de ser
formulados políticamente, y ése es precisamente el trabajo que parte de la
derecha ha preferido evitar, escudándose en la negación de la existencia
100
misma del problema .
La principal dificultad de estos discursos es que no logran percibir la
especificidad de lo político: tras ellos subyace, en mayor o menor medida,
la tesis peregrina según la cual la política no es más que una extensión de la
economía, por lo que basta con aplicar los instrumentos de dicha disciplina
para comprenderla. Si los números afirman tal cosa, entonces la política
debe ajustarse a ese dato, pues lo político carece de autonomía efectiva. Por
lo mismo, no logran captar el desequilibrio entre ambas dimensiones. En el
fondo, al atribuirle la primacía a la economía pierden de vista los
fenómenos que no caben allí. No obstante, cualquier análisis sobre nuestra
crisis debe integrar variables específicamente políticas. Esto implica que no
deben ignorarse algunas aspiraciones colectivas, pues las personas tienden
naturalmente a buscar cierto tipo de bienes en la dimensión pública. Esto
incluye, desde luego, la justicia, que puede a su vez incluir la demanda por
algún tipo de igualdad, aunque fuera relativa. El desajuste que los chilenos
sienten entre el relativo bienestar de sus vidas privadas y la desafección con
101
el ámbito público guarda relación con este tipo de realidades . Si se quiere,
nuestra deuda no está tanto en los índices individuales de bienestar, sino en
la manera en que los articulamos en la vida social. El problema puede verse
así: dado que las estructuras intelectuales dominantes en parte importante
de la derecha chilena provienen de la economía clásica, que es
metodológicamente individualista (esto es: trabaja a partir de la
consideración de preferencias individuales), dicho sector no logra captar los
fenómenos políticos, porque carece de las herramientas conceptuales para
102
ello (volveremos sobre esto en el capítulo sexto) .
Quizás el caso más notorio de este déficit sea el de Axel Kaiser, autor
de La tiranía de la igualdad. Este texto postula que la derecha tiene ante
todo un problema intelectual, en la medida en que no entiende que los
discursos doctrinarios son los que generan, a la larga, hegemonías políticas.
Por lo mismo, el autor entiende su propio trabajo como una defensa
argumentada de la libertad económica, fundada en razones morales más que
técnicas. En ese sentido, su intuición inicial es correcta: el mercado no
103
puede defenderse por motivos meramente económicos ni de eficiencia .
Pero el análisis falla luego, al construir su razonamiento de modo
104
puramente polémico (cuestión que el mismo autor admite ). Por lo mismo,
su discurso tiene un sabor inevitablemente parcial. Kaiser pretende elaborar
una alternativa a las ideas expuestas en El otro modelo (libro que, a su vez,
pretende ser una respuesta a El Ladrillo), pero parte de una premisa
partisana según la cual absolutamente nada ha de ser concedido al
diagnóstico contrario. Según él, cualquier concesión equivale a deslizarse
en la peligrosa pendiente del socialismo estatista. Pero esa actitud lo deja
encerrado en las mismas categorías que dice combatir, y que fueron
definidas — aunque le pese— por sus adversarios. En el fondo, su
argumentación no es ajena al socialismo que critica, porque es incapaz de
pensar con independencia de él: el registro polémico es, al mismo tiempo,
la gran virtud y defecto de su libro. Es tan radical su oposición a las ideas
de izquierda, que él mismo queda desprovisto de medios para percibir
aquello que la reivindicación socialista podría tener de razonable, al menos
en principio. Buscando oponerse al diagnóstico de El otro modelo, Kaiser
extrema su individualismo, y se niega de plano a considerar la existencia de
demandas colectivas o de fenómenos políticos; en el mundo según Kaiser,
solo existen el individuo y sus deseos. Así, el autor de La tiranía de la
igualdad ignora la dimensión política de la vida humana, porque en su
lógica solo existe el mercado como procesador de nuestras preferencias
individuales libremente elegidas, y cualquier interferencia en ese
mecanismo es considerada como atentatoria contra la libertad individual.
De hecho, su caracterización de la libertad es paradigmática en este sentido.
Según él, la libertad “dice relación con la acción humana y sus límites
105
respecto a la vida y acción de otros seres humanos en sociedad, punto” . En
esta lógica, no hay concepción republicana de la libertad, ni ejercicio
colectivo de ella: la libertad solo atañe al individuo y su metro cuadrado.
Pero, ¿no hay allí una grave pérdida de perspectiva? ¿Puede explicarse la
existencia misma de una sociedad a partir de esas premisas? ¿En qué
medida un individualismo de ese tipo resulta útil para enfrentar la realidad?
En ese sentido, el programa de Kaiser no es tanto una hermenéutica
como un programa pedagógico, que posee ex ante todas las respuestas
correctas, y cuyo fin es eliminar de nuestro horizonte cualquier
consideración propiamente política: La tiranía de la igualdad busca
explicarnos que, dado que solo hay átomos aislados, todo aquello que
exceda las consideraciones individuales es una ilusión (en este caso, una
ilusión muy bien orquestada por algunos intelectuales de izquierda). Pero
allí no habría nada más. El mejor ejemplo es el tratamiento que hace Axel
Kaiser de la desigualdad. Según él, si ésta es fruto de intercambios
libremente consentidos, entonces no hay nada que decir respecto de ella, no
hay ningún juicio político ni moral que sea pertinente (el razonamiento le
106
debe mucho a Nozick ). Esto tiene, para explicarlo brevemente, varios
tipos de problemas. Por un lado, ¿en qué consisten esos intercambios
libremente consentidos? ¿Es efectivamente el mercado chileno una
institución que siempre cumple con esos requisitos? Los mercados también
pueden ser lugares de asimetrías muy poderosas, o de concentración
excesiva de capital, o de explotación; dicho de otro modo: el mercado no
está libre de toda coerción. Por otro lado, Kaiser es completamente ciego
frente a las tensiones políticas que produce la desigualdad, y prefiere
ignorarlas antes que hacerse cargo de ellas (volveremos sobre todas estas
107
cuestiones en el capítulo sexto) .
Al mismo tiempo, la comprensión que Kaiser tiene del Estado no es en
ningún caso menos simplista que la presentada en El otro modelo. Si en este
último libro el Estado es pensado desde un angelismo ingenuo, La tiranía
de la igualdad lo presenta como un organismo necesariamente violento y
opresor. Torturando alegremente la conocida afirmación de Max Weber
108
(según la cual el Estado tiene el monopolio de la violencia) , Kaiser
concluye lo siguiente:
En efecto, si el Estado es el que detenta la violencia, entonces cada vez que el socialista
—o cualquier persona— dice que el “Estado” debe hacer algo, lo que está diciendo es
que hay que aplicar la violencia sobre alguien, pues ése es el medio específico a través
del cual actúa el Estado. De ahí que todo proyecto igualitarista repose sobre el uso de la
109
violencia y sea militarista en el más puro sentido del término .

Esta comprensión de la actividad estatal, sobra decirlo, es de un


reduccionismo tan delirante como infantil. Es evidente que la acción del
aparato público tiene múltiples riesgos y dificultades; pero, por otro lado,
tampoco puede ignorarse tan olímpicamente que —durante varios siglos—
el Estado ha sido el instrumento que las sociedades se han dado para
articular la vida colectiva, y que ha implicado avances genuinos. Además,
aunque es obvio que en último término la potestad estatal reposa sobre el
monopolio en el uso de la violencia, su legitimidad no se reduce a eso: si
puede usar la violencia, es precisamente porque entendemos que bajo
ciertas condiciones posee la legitimidad debida para hacerlo. El Estado de
bienestar podrá tener muchos defectos, pero describirlo como “militarista”
no nos acerca a una auténtica comprensión del fenómeno. Por lo demás,
tanto el Estado como la nación constituyen los modos específicamente
modernos de organizar la sociedad y —salvo que se suscriban tesis
abiertamente anarquistas— hasta ahora no hemos dado con alternativas
viables. La paradoja es mayor todavía si recordamos que la expansión del
mercado (que tanto alaba Kaiser) no es independiente del desarrollo del
Estado. De hecho, es solo al interior de reglas jurídicas de una comunidad
nacional (fijadas ambas por la autoridad estatal) que los intercambios
110
económicos pudieron expandirse . En ese sentido, la historia es mucho más
compleja de lo que La tiranía de la igualdad —fiel a su intención
puramente polémica— quiere hacernos creer.
En suma, el diagnóstico de Kaiser también parece insuficiente, en la
medida en que prefiere ignorar problemas políticos efectivos, como si
negando su existencia éstos dejaran de existir. Sin embargo, es un hecho
que los consensos de la transición se rompieron, y ya no es posible volver a
ellos como si nada hubiera ocurrido. Se hace necesario, por tanto, un
esfuerzo intelectual menos cargado de polémica, que intente comprender
qué motivos indujeron la ruptura, acaso definitiva, de ese orden. La tesis
según la cual el derrumbe de la transición se debe exclusivamente a motivos
exógenos es estrecha, porque asume que la crisis es fruto casi exclusivo de
la vociferación de algunos grupos de izquierda particularmente
insatisfechos con el mercado y el modelo, o de alguna coyuntura política sin
mayor trascendencia. Con todo, no es difícil comprender el razonamiento
que orienta este tipo de diagnósticos. A fin de cuentas, si los índices son
buenos, si el país ha tenido un período extraordinario de paz y de
prosperidad, ¿de qué nos quejamos? ¿Dónde está el malestar? Sin embargo,
estas preguntas no toman en cuenta que el progreso también tiene sus
desilusiones, según la expresión de Aron, y que ellas merecen una atención
un poco más detenida. No obstante, resulta indispensable guardar el
equilibrio: una cosa es querer hacerse cargo de esas desilusiones y otra muy
distinta es suscribir íntegramente las propuestas provenientes de la
izquierda más radical. El autor de estas líneas cree que lo primero debe
analizarse con independencia de lo segundo. Es obvio que ambas cosas
están conectadas, y según cómo se describa el malestar, se deducirá luego
una tesis operativa. Pero, como hemos visto, negarlo todo (porque en la más
mínima aceptación del diagnóstico estaría contenida en germen el
“militarismo socialista”) no parece razonable ni compatible con una
aspiración honesta a conocer la realidad.
Es, de hecho, la postura típica de cierta derecha, reactiva y defensiva,
que no intenta comprender. Por eso el registro polémico es tan insuficiente:
solo busca conservar algunas posiciones, sin atender al entorno ni al cambio
en las estructuras. En otras palabras, no hay allí un intento serio por mirar el
mundo antes de hacer política. Es innegable que la izquierda intentó sacar
provecho (con una cuota de mala fe) de la tesis del malestar,
particularmente durante el gobierno de Sebastián Piñera; pero hay que
reconocer que dicha vociferación conectó con fenómenos efectivos y reales,
salvo que uno quiera condenarse definitivamente a la irrelevancia y al
silencio (intención que, en el caso de la derecha chilena, no puede
111
descartarse del todo) . El hecho es que se rompió un equilibrio que había
durado un buen tiempo, y los equilibrios no se quiebran sin motivos.
El binominal y la ruptura del consenso político
En lo que se refiere al aspecto político de la ruptura, ya aludimos a las
tensiones ocultas de la transición, que se manifiestan bien en aquella frase
de Boeninger (no lo podíamos reconocer). Por motivos políticos, la
Concertación no podía admitir lo que hacía ni asumir verbalmente que
asumía muchas herencias de la dictadura. Esta distancia entre la palabra y la
acción supone una grieta, que podía ocultarse durante algún tiempo, pero no
eternamente. Si el secreto de la Concertación está en la afirmación de
Boeninger, allí también reside su crisis terminal: esa distancia sostenida
durante años no pudo sino acumular frustración entre quienes esperaban
otra cosa, porque nunca recibieron una explicación honesta de la realidad.
En este sentido, la lógica binominal funcionaba como perfecta excusa para
las cúpulas oficialistas, pues siempre podían culpar al bloqueo de la derecha
por el hecho de no poder avanzar más. Es posible que esta excusa haya sido
sincera en un principio, al menos en algunos líderes, pero es menester decir
que conforme pasaban los años se fue volviendo cada vez más dudosa, por
112
más que funcionara en el plano público .
Por lo mismo, hay buenas razones para pensar que la paz
concertacionista, que reinó durante unos quince años sin demasiados
sobresaltos, descansaba —al menos parcialmente— sobre algunas ilusiones.
Así, muchos aceptaron la receta guzmaniana, y creyeron que los consensos
podían durar eternamente, pues el país estaba pacificado a partir del libre
mercado y la democracia protegida. Sin embargo, ese horizonte se debilitó
lenta pero inexorablemente, pues muchos de sus supuestos se fueron
derrumbando. Desde luego, está aquello que ya hemos visto: ese esquema
respondía a una amenaza que se difuminó una vez caído el Muro. Se olvidó
luego que ni las culpas ni los miedos se transmiten generacionalmente, sino
que —por el contrario— tienden a diluirse con el paso del tiempo. Por
tanto, esa lógica fue quedando cada vez más desconectada de la realidad.
Los más jóvenes ya no tenían miedo —al menos no el mismo miedo—, ni
tenían tampoco las mismas aspiraciones ni los mismos traumas. El modelo
de la transición tenía una dimensión extremadamente contingente; fue
construido por quienes habían tenido la experiencia del quiebre de la
democracia, y de allí su prudencia y moderación. Si se quiere, habían vivido
en carne propia los efectos de la desmesura política y concebían sus deberes
justamente a partir de allí: su mayor responsabilidad histórica era impedir
que la historia se repitiera y legar una democracia pacificada. Más allá de
las críticas, huelga reconocer que tenemos una deuda con todos ellos (y
negarla es signo inequívoco de frivolidad).
Para hacerse carne, esa prudencia iba acompañada de un tipo de
neutralización política, cuyo fin era imposibilitar cualquier desborde. ¿Qué
entendemos por neutralización política? Pues bien, en Chile consistió
básicamente en un acuerdo tácito de no discutir cosas muy profundas, ni de
cuestionar los aspectos fundamentales del régimen. Dicho de otro modo: en
reducir los desacuerdos a aspectos cosméticos o laterales. No pretendo decir
con esto que durante la transición no haya habido ningún tipo de discusión
política —lo que es evidentemente falso—, sino que ella siempre se
mantuvo, ex profeso, al interior de cauces más o menos controlados. Esto
era también producto del orden constitucional, ya que los mecanismos
supramayoritarios de la Carta Fundamental —dada su cantidad e intensidad
— imponían un horizonte de acuerdos, dándole a la minoría un cúmulo de
herramientas para oponerse a las decisiones de la mayoría. Esto tuvo varios
efectos. Por un lado, fue generando un creciente sentimiento de impotencia
(e irrelevancia) política. ¿De qué sirve ser mayoría si cualquier cambio
relevante exige el acuerdo de la minoría? Más profundamente, ¿de qué sirve
la política si desde allí no es posible impulsar cambios importantes? Es
obvio que cualquier régimen constitucional que se precie de tal no puede
dejarlo todo a merced de mayorías circunstanciales; pero es difícil
desconocer que Chile se acercó un poco al extremo opuesto, donde pocas
cosas de importancia estaban dejadas al arbitrio de las “mayorías
circunstanciales”. Esto no es necesariamente malo, pero puede tener
consecuencias perversas si no es fruto de un acuerdo del conjunto de los
actores y, por ende, es asumido como tal. Esas consecuencias guardan
estrecha relación con nuestra situación presente: a medida que la política y
las elecciones han perdido trascendencia, los actores mismos dejan de creer
en su propio papel y tienden naturalmente a abandonar sus
responsabilidades.
Naturalmente, el mecanismo más simbólico de este período fue el
binominal, sistema electoral que tiende, aunque con excepciones, al empate,
y que durante su vigencia favoreció a los dos principales bloques de modo
113
más o menos parecido . El binominal tuvo varios efectos, algunos de ellos
paradójicos, en el panorama político. Por un lado, y más allá de las
apariencias, el binominal le proporcionó una posición muy cómoda a la
Concertación. En efecto, la centro-izquierda suele enfrentar el problema
siguiente: su teoría se construye a partir de aspiraciones elevadas de
justicia, fundadas en cierto optimismo que cree posible introducir cambios y
mejoras profundos en el mundo. Sin embargo, al asumir tareas de gobierno,
tiende a chocar con una realidad más rebelde y rocosa que lo esperado. Allí
empieza una seguidilla de renuncias, de acomodos o de explicaciones que
—en general— tienden a culpar al entorno de sus propios fracasos; la
114
historia es conocida y sobran los ejemplos para ilustrarla . Pero el
binominal (además de los otros enclaves) le ofreció en bandeja la excusa
perfecta a la Concertación para explicar que no era la realidad la que se
resistía a sus deseos, sino la derecha y su poder de veto. Así, la coalición
gobernante más duradera en la historia de Chile basó buena parte de ese
éxito en una excusa útil pero infantil. Eso impidió que la izquierda
reflexionara seriamente sobre los límites de la política democrática, más
115
allá de las cuestiones constitucionales . Pero, ¿qué hacer el día en que haya
una mayoría efectiva disponible? En rigor, el binominal ni siquiera permitió
que se formulara honestamente esa pregunta incómoda y heterodoxa. Por
eso puede decirse que el binominal no es un accidente fastidioso en la
historia de la Concertación, sino más bien condición de su existencia, en la
medida en que permitió una convivencia relativamente pacífica entre
sensibilidades muy distintas, unidas contra ese enemigo común encarnado
116
en la derecha y el binominal .
Hay algunos momentos en la historia de la Concertación que permiten
comprender el uso —a veces perverso— de esta lógica. En 1999, entre las
dos vueltas de la elección presidencial en la que Joaquín Lavín competía
codo a codo con Ricardo Lagos, el gobierno de Frei envió al Congreso una
reforma laboral, sin creer en ella, y esperando que la derecha la votara en
contra. La idea era, desde luego, ganar en la refriega algunos votos que bien
podían ser decisivos. El caso es digno de estudio, por cuanto refleja bien el
extraño equilibrio producido por el binominal, donde un gobierno puede
enviar un proyecto que considera malo, porque sabe que los adversarios —
utilizando su capacidad de bloqueo— lo rechazarán. La derecha funcionó
como chivo expiatorio, permitiéndole a la Concertación eludir sus
responsabilidades; ella tenía la culpa de todo aquello que no podía hacerse.
Un segundo ejemplo se dio algunos años después, tras la elección de
Michelle Bachelet. En esas elecciones parlamentarias, la Concertación
117
obtuvo por primera vez una mayoría indiscutida en ambas cámaras .
Después de tantos años de asfixia autoritaria, uno hubiera esperado que la
Concertación desplegara todas sus energías y plataformas programáticas,
haciendo uso de la anhelada mayoría. Y aunque es cierto que la
modificación de las leyes orgánicas requiere quórums supramayoritarios,
hay una multitud de disposiciones que es posible modificar con mayoría
simple. ¿Qué hizo entonces el oficialismo para usar esa mayoría inédita
desde el retorno a la democracia? Pues nada. Nada de nada. De hecho, tan
poco hizo que esa mayoría no le duró mucho tiempo, ya que algunos
parlamentarios abandonaron sus filas. La Concertación no hizo nada porque
era estructuralmente incapaz de gobernar con mayoría, porque siempre
había eludido sus diferencias internas culpando a la derecha. La Nueva
Mayoría, entonces, puede ser vista como un intento por romper esta lógica
inmovilizadora (intento que, a su vez, genera nuevas tensiones).
En lo que respecta a la derecha, el binominal también tuvo efectos
paradójicos. En rigor, y más allá de los subsidios electorales (que, como
vimos, no fueron muy distintos de los recibidos por la Concertación), el
sistema tuvo consecuencias desastrosas para su consistencia política. La
garantía de tener la mitad de los cargos con un tercio de los votos la dejó en
una situación demasiado confortable. Es irónico, pero el mundo más
identificado con el mercado no aceptó nunca que también en política la
competencia puede tener algunas virtudes, y que su ausencia alimenta
disposiciones perezosas. Al llegar protegido al juego democrático, el sector
118
(al menos en su vertiente parlamentaria ) renunció a tener vocación
mayoritaria sin mediar explicación. Sin embargo, ninguna derecha
medianamente exitosa del mundo funciona con esa lógica, que —por más
que garantice algunos escaños durante algún tiempo— la condena
irremediablemente a la esterilidad política. La derecha solo tuvo capacidad
de bloqueo y de veto, pero ningún proyecto político puede articularse en
torno a la pura negación y al silencio. Para peor, hubo escasa conciencia
(por no decir ninguna) de que esto representaba algo así como un problema.
En ese sentido, quizás el principal efecto del binominal fue producir
una fragilidad estructural en la derecha chilena, que se contentó con una
actitud de negación. No necesitaba darse el trabajo de persuadir o
argumentar seriamente, porque eso solo lo hace quien arriesga algo en la
discusión. Sin embargo, la derecha nunca puso en juego nada relevante,
pues las instituciones le aseguraban un derecho de veto con relativa
independencia de los resultados electorales. Este es uno de los motivos que
explican la profunda apoliticidad que hasta el día de hoy corroe a la derecha
chilena, que —salvo honrosas excepciones— no puede disimular su
incomodidad cada vez que debe argumentar en un contexto democrático. En
efecto, el sector ha oscilado entre dos alternativas, igualmente perniciosas:
o bien asume una actitud puramente antagónica y negativa, o bien asume
acríticamente los ejes conceptuales del adversario, debilitando aún más su
posición; pero no tiene nada específico ni original que proponer ni
proyectar. El motivo es que durante veinte años no tuvo necesidad de
hacerlo para conservar sus cuotas de poder. Esto es, desde luego, una
anomalía muy dañina: ¿qué hace en política aquel que no necesita
argumentar ni persuadir y que prefiere conformarse con el silencio y la
119
minoría ?
Esta situación ha tenido resultados graves. Quizás el síntoma más claro
fue la puesta en escena del gobierno de Sebastián Piñera. Luego de más de
50 años sin haber llegado democráticamente al poder, en lugar de proponer
un discurso político o algún tipo de proyecto, la nueva administración
utilizó un lenguaje empresarial, llenó a los ministros —casi todos con
posgrados en prestigiosas universidades sajonas— de pendrives,
instructivos y exigencias ajenas a la política, y eligió el concepto de
“excelencia” como eje conceptual (sin hacer el más mínimo intento de
especificar el contenido de dicha excelencia; ¿excelencia para qué? ¿Para la
autocontemplación de las propias virtudes?). Así, mientras miles de jóvenes
marchaban por las calles exigiendo respuestas sustantivas a sus demandas,
el primer mandatario se paseaba por el mundo mostrando el papelito de los
mineros. El otro eje utilizado por Sebastián Piñera fue precisamente el de la
primera transición: su gobierno quiso volver a los consensos dorados de
principios de los 90, como si fuese posible retroceder el tiempo. Esto no es
raro, porque —en el fondo— ese fue un momento dorado de la derecha;
pero Piñera no entendió que el tiempo no pasa en vano ni brinda segundas
oportunidades. Desde luego, el diseño no podía sino fracasar, porque la
política tiene códigos específicos que no pueden ser ignorados sin más.
Pero nada de esto ocurrió por mera casualidad, ni tampoco por
responsabilidad exclusiva de Sebastián Piñera. La derecha no realizó mayor
reflexión mientras estuvo en la oposición, contentándose con bloquear o
negociar con cartas marcadas. Por eso su posición se fue desnudando, hasta
reducirse a una eficiencia muda e incapaz de orientar (ni hablar de motivar)
hasta al más obtuso de los tecnócratas. Solo había una Línea Maginot, tan
útil para defenderse como estéril para proponer. Esto explica que, en
términos políticos, la derecha haya salido tan balcanizada del gobierno, sin
ninguna proyección: el ejercicio del poder no hizo más que cristalizar todas
y cada una de estas dificultades.
A todo esto hay que sumarle el progresivo derrumbe de cualquier tipo
de legitimidad moral vinculada a la dictadura. Durante los años noventa
todavía había sectores relevantes que defendían lo obrado por el régimen
militar (mientras Pinochet observaba desde la Comandancia en Jefe), pero
eso se fue tornando cada vez más inviable desde el punto de vista político.
Las causas de este proceso son múltiples (ya hemos encontrado algunas),
pero baste recordar las más relevantes. Por un lado, la detención de
Pinochet en Londres lo obligó a defenderse en un plano más jurídico que
político, lo que constituyó una derrota objetiva. El arresto londinense
también tuvo el efecto de impedirle utilizar su vasta red de influencia: el día
que lo toman preso, el general pierde buena parte del poder que ostentaba.
Más tarde, se inaugura la mesa de diálogo, convocada por Edmundo Pérez
Yoma en 1999 (mientras Pinochet estaba en Londres). A partir de esta
instancia, las Fuerzas Armadas admiten, en un informe entregado en enero
del 2001, haber arrojado cuerpos al mar: ¿cómo seguir, después de eso,
120
haciendo caso omiso de las violaciones a los DD.HH.? En fin, el caso
Riggs, conocido el 2004, permitió conocer los bienes poseídos por la
familia Pinochet, que no eran pocos. En estas condiciones, defender
públicamente a la dictadura se convirtió en una tarea cada vez más ardua.
Mal que mal, pesaban sobre ella cuentas muy abultadas, y los mismos que
habían sido partidarios del régimen empezaron a sentir algo de vergüenza.
Así, se vino abajo el último mecanismo psicológico de defensa de la
dictadura, cuya exigencia consiste precisamente en que sus partidarios
deben defenderla sin complejos. Este proceso (indispensable para
comprender nuestra historia reciente, pues toca el eje ordenador de nuestro
mapa político) tiene consecuencias específicas: dado que la dictadura
encarna aquello que rechazamos, entonces todo lo que encuentre su origen
en ella también debe ser rechazado. Y fue así como las instituciones o
reglas instauradas en dicho régimen (que no son pocas) han ido quedando
en una situación particularmente precaria: todas son sospechosas, todas
carecerían de legitimidad democrática, todas estarían al servicio exclusivo
de la agenda guzmaniana. Criticar tal o cual institución porque proviene de
la dictadura se ha transformado en un deporte popular, y es de hecho un
argumento político de cierta relevancia, más allá del simplismo
involucrado. Sobra decir que el movimiento estudiantil navegó sobre este
sentimiento, y supo usarlo en su provecho, sin que la derecha tuviera un
argumento elaborado al respecto (la frase relativa a los cómplices pasivos
no es, por supuesto, un argumento elaborado). Joaquín Fermandois —uno
de los más lúcidos observadores de nuestra situación, al que ya hemos
aludido— escribía ya en 2007 que “la llamada centroderecha cree que
ignorando la necesidad de tener una interpretación de la historia va a
121
convertir en innecesaria a la historia. Hasta el momento, se pisa la cola” .
El pasaje tiene el mérito de poner el dedo en la llaga: si la derecha carece de
discurso de futuro, es porque ha reflexionado poco sobre su pasado.
Este es el tipo de consecuencias que produce la neutralización de la
política: la contención puede durar algún tiempo, incluso bastante tiempo,
pero no para siempre. Las movilizaciones del 2011 revelaron todas las
ambigüedades de la transición, tanto en la izquierda como en la derecha. A
la larga, la política siempre vuelve a ser requerida. En esto, quizás nos falta
asumir que la vida social supone algún grado de confrontación y que no
siempre estaremos de acuerdo. Si bien es cierto que los consensos son
importantes, no pueden servir de excusa para ocultar o disimular
sistemáticamente todo diferendo. Dicho de otro modo, y tal como intuía
Maquiavelo, el conflicto contenido dentro de límites institucionales, es
fructífero para la vida política, pues obliga a argumentar, a convencer, a
interrogarse y a dejar la comodidad del statu quo. La aversión al conflicto
no permite medir bien qué está ocurriendo en la sociedad. En muchos
sentidos, puede decirse que este es uno de los factores que precipitaron el
derrumbe del orden de la transición, que no tenía los mecanismos
necesarios para procesar algunas inquietudes o insatisfacciones. La
transición tenía poca capacidad de traducción política, no era capaz de
administrar el cambio. En otras palabras, los códigos por los que discurría
este orden eran sumamente estrechos y no aceptaban mucho descuadre, ni
cuestionamientos profundos. La transición, al final, fue muy útil y meritoria
en cuanto logró una salida pacífica de la dictadura, pero al quedar atada a
esa lógica, no fue capaz de procesar la diversidad política, ya que estaba
diseñada para impedir la expresión de esa diversidad.
La ruptura del consenso económico
En lo referido al plano económico, el consenso también se fue rompiendo.
Sus causas son, en algún sentido, análogas a las del proceso político. En
efecto, la progresiva erosión de las bases del modelo económico está
íntimamente conectada con la dimensión política. La economía nunca
puede estar muy desalineada de la política, pues en el fondo todo orden
económico descansa de modo más o menos consciente en un orden político
que lo excede. De hecho, la frase de Boeninger está directamente vinculada
al aspecto económico: aquello que la Concertación no podía reconocer
abiertamente era que su manejo de las finanzas estaba en plena continuidad
con la gestión de Hernán Büchi. El consenso era, por tanto, esencialmente
frágil, pues ni siquiera se hizo el esfuerzo de traducirlo políticamente. En
ese sentido, fue una decisión cupular, asumida como tal. Esto nos da una
primera pista sobre la naturaleza del problema: los actores económicos
nunca se tomaron demasiado en serio los fenómenos políticos, pues la
conexión entre ambos mundos se hizo un poco invisible. Este error, como
veremos, habría de costar caro.
El proceso, en términos muy esquemáticos, puede explicarse así. La
economía chilena, en los años noventa, creció a un ritmo exponencial. Esto
provocó una nueva prosperidad (se hablaba del jaguar chileno, y de hecho
era recurrente la comparación con las potencias asiáticas) y fue también la
base de algunas correcciones socialdemócratas que fue introduciendo la
Concertación (como bien nota Schumpeter, la paradoja de toda política
redistributiva es que requiere generación capitalista de riqueza para tener
122
algo que distribuir ). Ese éxito fue generando cierta autonomía del sistema
económico respecto del político. Esto tiene que ver con lo siguiente: el
mundo de la empresa pensó, durante muchos años, que estaba justificado
123
por sí mismo, lo que equivale a creer que no hay nada que justificar . Es el
momento dorado de los empresarios, que ocupan la cúspide simbólica de la
sociedad. En un país próspero y tranquilo, los empresarios dan empleo,
generan riqueza y son fuente importante de legitimidad social. Pero esa
posición es un poco precaria, por cuanto descansa sobre supuestos que
serían, poco a poco, dejados de lado. El supuesto básico de esa legitimidad
es, desde luego, que el régimen económico (como cualquier institución
social) debe validarse todos los días, y que los ciudadanos deben percibir
que hay en él cierta justicia. Esto exige no solamente esfuerzos pedagógicos
(como parece pensar Axel Kaiser), sino muchas otras cosas. Por de pronto,
una clara conciencia de que las externalidades negativas deben ser asumidas
por quienes las generan, que debe primar la buena fe en las relaciones
contractuales y que la responsabilidad de la empresa para con la sociedad es
algo más que una consigna publicitaria. En la lúcida terminología de
Polanyi, esto implica que el sistema económico debe estar encastrado (esto
es: encajado) en las prácticas sociales e integrado vitalmente a la sociedad
124
donde se despliega . Cuando eso no ocurre, el mismo sistema económico
se pone en peligro, pues sin esa conexión íntima no tiene ningún soporte
efectivo y queda suspendido en el vacío. La dificultad estriba en que el
desarrollo económico, y en particular aquel fundado en el libre mercado,
tiende de algún modo a reclamar una autonomía creciente y a operar con
lógicas específicas que suelen ser ajenas a los hábitos sociales más
ordinarios.
Estos fenómenos pueden ilustrarse de forma muy sencilla, y basta
observar un poco más de cerca algunos procesos pedestres de la economía
de mercado. La concentración económica, por ejemplo, tiende a producir
estructuras anónimas, que están poco integradas en la sociedad. La
panadería de la esquina, por ejemplo, forma parte del tejido social de un
modo cualitativamente distinto que un gran supermercado. La
concentración es, quizás, un hecho inevitable en las modernas economías de
masas, pero no podemos darnos el lujo de no tener conciencia de las
pérdidas que produce, si acaso queremos corregirlas o atenuarlas, y
conservar así la estabilidad del conjunto. Volveremos sobre estos problemas
más adelante (capítulo séptimo), pero esto requiere, por dar un ejemplo, una
atención al cliente especialmente cuidadosa, para que esa pérdida social
inherente a la concentración no se convierta en una amenaza. También
exige que los contratos no contengan “letra chica” ni cláusulas imposibles
de descifrar para el ciudadano corriente. La concentración produce
naturalmente oligopolios, que dejan poco margen de elección al
consumidor. Cuando eso ocurre, las asimetrías tanto de información como
de posición pueden ser muy fuertes, por lo que se hace necesario proteger a
125
los consumidores contra tentaciones naturales .
Digamos que la autonomía del sistema económico lo va enajenando
progresivamente de la vida social, y la pendiente es tan rápida como
peligrosa. Si se quiere, la economía de mercado debe saber luchar contra
una de sus tendencias, que es el imperialismo: el mercado tiende
naturalmente a ampliar sus límites, a querer maximizar los beneficios yendo
más allá, o colonizando cada día nuevas esferas de la vida colectiva. Pero
esa lógica es perniciosa, por cuanto se empieza a percibir una alteridad muy
marcada entre los distintos bienes en juego, como si fueran completamente
antinómicos. Por eso la gente percibe a las empresas como adversarios que
quieren perjudicarlos. Cuestiones tan elementales y silvestres como lo
engorroso que puede resultar rescindir cualquier tipo de contrato, o que para
cualquier reclamo o consulta haya que dirigirse a un infernal call center;
todo eso produce un sentimiento espontáneo de frustración y de
126
incomprensión frente al sistema . En otras palabras, si cada cual tiene, en
su vida cotidiana, experiencias ingratas cada vez que debe ponerse en
contacto con empresas proveedoras de servicios o con grandes compañías,
pues bien, no hay que extrañarse si luego surgen gérmenes de indignación.
Para decirlo de un modo simple: la empresa debe estar integrada a la
sociedad, y eso quiere decir que debe esforzarse por tratar a los
consumidores no como enemigos, sino como miembros de una misma
comunidad (cosa que a veces no se cumple ni siquiera en lugares donde
debiera ser natural, como en los colegios); y los consumidores tienen desde
luego el mismo deber recíproco. En nuestras relaciones mercantiles no
deberíamos tratarnos de modo muy distinto a como lo hacemos en nuestra
relación con nuestros vecinos; esto es, con benevolencia y buena fe.
Naturalmente, esto es particularmente difícil en una sociedad de masas,
pero la dificultad solo comprueba que se trata de una cuestión de primera
importancia, que tiene que ver incluso con la sobrevivencia misma del
mercado.
Cuando se despliegan las lógicas menos amables de la competencia
capitalista, los escándalos financieros o empresariales se vuelven
fenómenos más bien normales, que forman parte del paisaje. Si el único
incentivo válido es la maximización de las propias ganancias, la ley pierde
su valor intrínseco y se respeta por motivos meramente instrumentales.
Desprovisto de fundamentos morales, el sistema económico pierde
rápidamente de vista los motivos del buen actuar. No se trata de condenar
per se al mercado —no existe el modelo perfecto, y la maldad humana está
presente en todos los sistemas—, pero deberíamos estar muy atentos a sus
debilidades, para saber dónde hay que poner el acento, o en qué dirección
dirigir los esfuerzos, y volver a situar así a la empresa en el lugar del que
nunca debió haber salido: como parte de una comunidad política que existe
en virtud de algunos presupuestos éticos que hacen posible la vida
colectiva.
El tema de la ley es particularmente interesante para captar la
naturaleza de este problema. Cabe notar que los principales actores del
sistema se escudaron durante años en el cumplimiento estricto de la ley.
¿Cuántas veces no escuchamos a empresarios defenderse de sus críticos
afirmando que cumplían con la ley? Pues bien, la sola formulación de ese
argumento es un signo claro de degradación, y esto por varios motivos. En
primer lugar, porque la ley suele ser un mínimo, que no alcanza a proveer
de sentido ni justificación a ninguna actividad. Limitarse a cumplir con la
letra de la ley es una excusa pobre, además de sociológicamente peligrosa,
porque implica admitir cierta irresponsabilidad respecto de todo aquello que
exceda la norma (interpretada, por supuesto, del modo más laxo posible).
En el fondo, es un intento (vano) por reducir la relación entre la empresa y
la comunidad a una cuestión de pura formalidad jurídica; y por eso es el
mejor símbolo de esa autonomía creciente, pues se busca decir: nuestra
127
única vinculación con ustedes está dada por la ley . Sin embargo, una
empresa auténticamente integrada a la comunidad no solo cumple con la
ley, sino que contribuye al bienestar general de la comunidad, porque está
sinceramente interesada en ella puesto que forma parte de la misma
comunidad: allí no hay ni debe haber alteridad. La diferenciación producida
por el desarrollo económico hace perder de vista esta realidad elemental y,
por lo mismo, cuando es llevada al extremo, produce resultados
especialmente nocivos.
Por otro lado, la mera apelación a la ley es insuficiente porque, al
reducir la relación a una cuestión jurídico-contractual, no comprende la
naturaleza del vínculo, asumiendo que es solamente instrumental. En sus
interacciones, los miembros de una comunidad deben hacer algo más que
cumplir con la ley para tener una vida más o menos armónica, pues se
128
requiere algo de aquello que Aristóteles llamaba amistad política . Esto
puede percibirse claramente si consideramos lo siguiente: cada vez que un
agente económico se escuda tras el cumplimiento estricto de la ley, no hace
más que dar testimonio de su radical incapacidad de autorregulación. Lo
paradójico es que esa defensa termina convirtiéndose (contra la voluntad de
quienes la enuncian) en una incitación directa a una (mucho) mayor
129
regulación legal . Como es sabido, la regulación por medio de la ley suele
ser, para todos los actores, mucho más costosa que la autorregulación, y por
eso el argumento es muy contra-intuitivo. Sirva un ejemplo a modo de
ilustración: a más de 30 años de instaurado el actual sistema de salud, las
isapres todavía no logran que una persona normal pueda comparar o
comprender sus planes (que es la condición indispensable de cualquier
competencia) ni han resuelto el tema de las preexistencias y de los clientes
cautivos. Además, siguen embarcadas en una lógica de integración vertical
que les resta credibilidad a la hora de subir sus precios. Mientras las mismas
aseguradoras no hagan esfuerzos por hacerse cargo de estas dificultades, se
verán enfrentadas a un cuestionamiento constante, que puede desembocar
—en un futuro no muy lejano— en una regulación que podría poner en
riesgo toda la industria. Este esquema se repite en más de un sector y
muestra bien que, durante muchos años, el mundo empresarial hizo pocos
esfuerzos por tener una interacción sana con la sociedad, incluso en
cuestiones tan sensibles como la salud. Sin embargo, la sociedad es algo
más que una gran masa de consumidores, y en la comprensión de esa
realidad las empresas se juegan —les guste o no— buena parte de su
prestigio y viabilidad.
El fenómeno que acabamos de describir se vio agravado por un
sospechoso cruce con el mundo político, y que fue, cuando menos, poco
prolijo. Como dijimos en el capítulo anterior, durante los años noventa
surgió un impúdico pasadizo entre los mundos público y privado, incluso en
áreas reguladas, y también desde y hacia las primeras agencias de lobby.
Figuras importantes de la Concertación pasaban desde ministerios y
superintendencias hacia la empresa privada, y luego de vuelta. Que algo así
ocurra en Chile es un poco inevitable; después de todo, la elite es pequeña,
y es natural que el mercado valore algunas experiencias y talentos. Sin
embargo, y dado que el límite entre la legítima actividad profesional y el
tráfico de influencias puede llegar a ser muy tenue, uno hubiera esperado
mayor prudencia tanto desde el mundo político como desde el empresarial,
antes de activar este tráfico. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que una persona
de centro izquierda pase de la Superintendencia de Seguridad Social al
130
directorio de una AFP, y de ahí al gabinete ? Dado que la mujer del César
no solo tiene que serlo, sino también parecerlo, la extensión de esas
prácticas también fue horadando lentamente la legitimidad del sistema,
porque al final los políticos —que son los encargados de poner límites
adecuados al capitalismo— parecían haber sido cooptados por los grandes
131
grupos empresariales . Cuando la derecha llegó al poder, esta fue una de
las grandes banderas de la izquierda, pero no era sino un esfuerzo por
ocultar sus propios pecados: al final, es sabido que la derecha es cercana a
los grupos económicos (para ella es un costo hundido), pero se espera algo
distinto de una coalición de centroizquierda. Este es, en parte, el origen de
la rabia de la Nueva Mayoría respecto de la Concertación: la
centroizquierda sintió horror al mirarse en el espejo. Si Camus dice que hay
132
una edad a partir de la cual somos responsables de nuestro rostro , pues
bien, la centro izquierda chilena rehuyó esa responsabilidad, y se
desconoció, negándose a sí misma hasta el hartazgo. Es innegable que, en
muchas materias, la transición —en su lógica por conciliarlo todo—
terminó siendo excesiva, al no saber distinguir los distintos niveles de
acción ni comprender que la actividad pública tiene una dignidad que exige
algunos deberes. Dado que todo esto es muy difícil de legislar, solo depende
del buen sentido de los actores, que en este caso brilló por su ausencia.
Al mismo tiempo, fue emergiendo una clase media cada vez más
exigente con el propio sistema y con sus promesas. Aquí reside una de las
principales paradojas de nuestro proceso de modernización. Si el orden de
la transición puede ser leído como un acuerdo entre las élites para no
romper el proceso de desarrollo del capitalismo que había iniciado el
régimen militar, esas mismas élites no fueron capaces de procesar el cambio
que el sistema iba a producir inevitablemente al interior de la sociedad. Una
sociedad más educada y más acostumbrada a los mecanismos de mercado
tiene una exigencia correlativa para con los actores principales del orden; su
discurso y sus prácticas han de sofisticarse junto con el desarrollo
económico. De lo contrario, se produce un nuevo desajuste entre aquello
que los consumidores exigen y aquello que los dirigentes están en
condiciones de comprender. No se puede jugar el año 2016 con las mismas
reglas que en los años 80 o 90. Aunque esto sea una evidencia, hay muchos
que aún no están dispuestos a asumirla. En otras palabras, el cambio en las
condiciones materiales de existencia genera cambios profundos, en virtud
de los cuales deben modificarse los dispositivos intelectuales a partir de los
133
cuales nos aproximamos a la realidad .
Todos estos factores fueron haciendo que la legitimidad de la
economía de mercado fuera más bien a la baja. Este proceso, desde luego,
no es irreversible, pero sí exige hacerse cargo de las exigencias propias de
la nueva situación. La economía de mercado no puede justificarse en la pura
eficiencia, ni en la idea según la cual no hay alternativas disponibles; esas
son explicaciones muy pobres. Como dijimos más arriba, cualquier sistema
de relaciones humanas funciona y perdura en el tiempo cuando los agentes
que viven al interior de ese sistema lo perciben como justo, aunque sea en
términos generales. Cuando esa sensación se desvanece, los fundamentos
morales del sistema se diluyen y, sin ellos, es imposible seguir en marcha.
Si el mercado, por ejemplo, produce desigualdades (que es un hecho
134
indesmentible ), entonces debe proveer una explicación sofisticada que
permita explicar que dichas desigualdades son el fruto de un mecanismo
justo y aceptado por todos. El problema, si se quiere, se produce cuando la
desigualdad está poco o mal justificada, y parece asociada a ciertas
condiciones contingentes. Dado que la demanda por igualdad es propia de
las sociedades democráticas —el fenómeno está muy bien explicado en los
trabajos de Tocqueville— los agentes del mercado deben ser especialmente
cuidadosos en este aspecto. Actualmente, lo menos que puede decirse es
que no hay nada parecido a un discurso articulado en torno a estos
problemas, y eso plantea un manto de dudas sobre el futuro del mercado en
Chile. En otras palabras, si el consenso de la transición que sustentó durante
años la economía de mercado se rompió, entonces se hace imprescindible
formular una defensa razonada de los mecanismos de mercado, que pueda
servir de base política para proyectarlo hacia el futuro. Pero esa defensa
debe, necesariamente, tomar nota de que los viejos consensos (políticos y
económicos) se rompieron definitivamente, y que no volverán. Uno de los
síntomas del carácter definitivo de la ruptura está en el éxito que han tenido
los trabajos de Fernando Atria, cuyo objetivo explícito es sepultar de una
buena vez lo que llama el modelo neoliberal.
Capítulo 5. Fernando Atria y el regreso de la Historia

El Régimen de lo Público
La ruptura de los consensos, que pocos supieron aquilatar en su minuto y
que marca el fin de la transición, volvió urgente una tarea que nuestra elite
apenas había considerado: ¿sobre qué principios fundar algo así como un
nuevo orden? Incluso si el afán era preservar en sus líneas gruesas el
régimen de la transición, ese desafío exigía una elaboración capaz de
justificarla más allá de los miedos y las condiciones contingentes que, como
vimos, la fundaron. En la medida en que nadie estuvo dispuesto a defender
ese orden por motivos intrínsecos (era un hijo que nadie asumía realmente
como propio), éste estaba condenado a volar por los aires apenas los
motivos extrínsecos se esfumaran. Esto podía tomar más o menos tiempo,
pero inevitablemente ocurriría. En cualquier caso, quien primero intentara
trazar nuevas coordenadas tendría una ventaja considerable sobre aquellos
que descansaban en la ilusión de una transición eterna, sin nunca darse el
trabajo de sustentarla. Desde luego, este no es un problema puramente
teórico. Ya vimos qué ocurrió cuando la Concertación se encontró con una
mayoría parlamentaria en ambas cámaras: simplemente no supo qué hacer
con ella, pues dicha coalición no estaba concebida desde una auténtica
vocación mayoritaria (y eso no es responsabilidad de Pinochet). Pero
cuando la Concertación fue derrotada en las urnas, pudo descargar toda la
rabia contra su pasado. Así, renegó de él, invitó a los comunistas a la mesa,
obstruyó en todo lo que pudo al gobierno de Piñera y asumió para sí las
consignas del movimiento estudiantil del 2011, sin mediar mayor reflexión
ni distancia crítica.
Con todo, esas consignas estaban lejos de ser fruto de la
improvisación. El movimiento estudiantil del 2011 no se erigió sobre la
nada, sino que basó buena parte de sus reivindicaciones en una determinada
comprensión de la realidad (y por eso tuvo cierta continuidad en el tiempo).
El autor intelectual más relevante de dicha comprensión es Fernando Atria,
quien de algún modo anticipó el escenario. De hecho, Giorgio Jackson
admite sin ambages que, en la época de las movilizaciones, andaba “con
135
Atria en la mochila” . En este sentido, no es exagerado decir que el
académico captó con perspicacia que el fin de la transición abría un
momento histórico, y fue capaz de proponer principios sobre los cuales
pensar el futuro. Así como Brunner, Flisfisch y Boeninger habían sentado
las bases de la Concertación en los años ochenta, Fernando Atria fue uno de
los primeros en pensar, de modo integral, un orden postransición. A Atria,
entonces, le corresponde el mérito —nos guste o no— de haber sido uno de
los pocos que comprendieron la naturaleza del momento, mientras la
mayoría de los intelectuales y políticos ni siquiera vislumbraban la
importancia de la pregunta postransición. Ya en el 2007 (esto es, cuatro
años antes de las movilizaciones, pero un año después de la “revolución
pingüina”), Atria formula sus primeros cuestionamientos al modelo
136
educativo chileno en un libro que pasó más bien inadvertido . Luego, el
mismo 2011, publica una serie de columnas en Ciper donde vuelve a
exponer sus tesis principales, que más tarde serían publicadas en un libro,
La mala educación. Estos textos tuvieron una influencia considerable, pues
proveyeron a los sectores más críticos de un discurso sofisticado: el
descontento latente encontró en él una articulación seria y capaz de fundar
con solidez la retórica de los dirigentes estudiantiles. El diagnóstico
fundamental de Atria, de hecho, es que, si dicho descontento no logra un
cauce político efectivo, alcanzará tal magnitud inorgánica que hará “saltar
por los aires los dispositivos con los que Jaime Guzmán creía poder atar” el
malestar (ése es el fondo de su célebre frase según la cual la Constitución
137
debe cambiar “por las buenas o por las malas” ). La idea es, entonces,
elaborar un dispositivo intelectual que pueda reemplazar el esquema
guzmaniano, antes de que se produzca una desbandada mayor.
Quizás el libro de Atria que mejor refleja aquella ambición de formular
un proyecto alternativo al modelo guzmaniano conservado por la transición
sea Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público. Este
libro, que vio la luz en el año 2014, intenta darle contenido sistemático a
aquello que debería ser un nuevo esquema de organización colectiva. En sus
propias palabras, la pretensión es “articular un paradigma político, una
comprensión de lo público”, capaz de dar cuenta “del sentido profundo de
138
lo que ha estado ocurriendo en Chile desde 2011” . Dicho de otro modo, el
año 2011 representa un punto de quiebre, cuya proyección exige un
discurso que se haga cargo de las aspiraciones manifestadas en ese
momento. La labor tiene su magnitud, pero entre los defectos de Atria no se
cuenta la pereza intelectual: en dicho libro (que es la continuación de
Neoliberalismo con rostro humano), el autor emprende un auténtico
esfuerzo de comprensión, que intenta dotar de contenido al actual proceso
histórico. Atria quiere captar los cambios de la sociedad chilena, al mismo
tiempo que intenta darles forma y orientarlos. Dado que su propuesta es sin
duda una de las elaboraciones más acabadas de aquello que podríamos
llamar la post-transición, las páginas que siguen se detendrán con algún
detalle en ella, tratando de precisar cuánta razonabilidad hay en este
discurso que ocupa un lugar dominante de nuestra discusión pública, y que
fue de hecho una de las inspiraciones directas del programa de Michelle
Bachelet. Dicho de otro modo, determinar bien los méritos e insuficiencias
del proyecto atriano es, hoy por hoy, una tarea ineludible para cumplir
nuestro propósito inicial de ofrecer una cartografía (aunque fuera
aproximada) de nuestra situación actual.
El concepto central a partir del cual Atria inicia su esfuerzo de
articulación es el de paradigma, que se encuentra ya en el título de su
trabajo. El libro recurre a esta noción, cuya formulación más célebre fue
ofrecida por Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas.
El autor de Derechos sociales y educación busca explicar el momento
actual desde dicha noción: estamos inmersos en un proceso de cambio de
paradigma, y eso podría explicar por qué muchos se sienten tan
desorientados. En todo caso, el procedimiento puede sorprender al lector
atento, porque no es claro en qué medida es posible aplicar este concepto —
ideado para dar cuenta de la evolución de las ciencias exactas y naturales—
a las cosas del hombre. Este dato no es inocuo porque, como insistía
Aristóteles, la investigación en torno a los asuntos humanos tiene su propio
método, que es distinto del que utilizan las otras disciplinas: lo humano, en
139
virtud de la libertad, debe ser estudiado asumiendo esa especificidad .
Como sea, Atria utiliza el concepto en el sentido siguiente: un
paradigma es una especie de cosmovisión o de lente a través del cual
observamos la realidad y en función del cual la intervenimos. Es un
esquema que nos gobierna sin que seamos plenamente conscientes, y eso de
algún modo predetermina, o al menos condiciona severamente, las
respuestas que damos frente a algunos problemas. En cualquier caso, los
paradigmas no son, propiamente hablando, respuestas a determinadas
preguntas, sino más bien —en palabras de Atria— “teorías que estructuran
de una determinada manera una parcela del mundo”, “y lo hacen por la vía
de solucionar unos pocos problemas que en un momento determinado
140
fueron entendidos por la comunidad científica respectiva” . Un paradigma
nos provee un marco desde el cual enfrentamos las dificultades e
intentamos dar soluciones. Pero lo interesante es que en situaciones
normales (aquello que Kuhn llama “ciencia normal”), el paradigma no sufre
cuestionamientos. Hay momentos, eso sí, que se caracterizan por la crisis
del paradigma, y allí se abre un período de transición y de cambio. En esto
consiste lo que Kuhn llama “revolución científica”: el paradigma tradicional
ya no responde todas las preguntas y, por tanto, emergen alternativas. Si
seguimos la explicación de Kuhn, aquí nos encontramos con una
interrogante difícil de soslayar. En efecto, los paradigmas son
inconmensurables, esto es, no hay criterio externo a ellos que permita
compararlos y decidir cuál está en lo correcto. En otras palabras, todo
paradigma es autoexplicativo, y no puede entrar en diálogo directo con otro
porque tal diálogo exigiría contar con un tercer paradigma incuestionado
141
desde el cual evaluar . ¿Cómo decidir entonces cuando tenemos dos o más
paradigmas en competencia? Kuhn ofrece dos pistas muy interesantes en
torno a esta cuestión. La primera es que la decisión sobre el paradigma tiene
que ver menos con “las realizaciones pasadas” que con “las promesas
142
futuras” . Esto significa que, por más exitoso que haya sido un paradigma
resolviendo problemas en el pasado, eso no garantiza nada: si acaso quiere
conservar su validez al interior de la comunidad científica, debe convencer
de que puede seguir haciéndolo. Pero dado que los paradigmas nacientes se
legitiman solo sobre una promesa, tampoco puede darse por descontado su
éxito: al final, no parece haber criterio racional para comparar paradigmas,
ya que solo podemos evaluar promesas necesariamente inciertas. Esto
conecta con la otra pista sugerida por Kuhn, quien no cree que la evolución
de paradigmas siga un progreso lineal, ni que se acerque necesariamente
por grados a la verdad. La evolución de paradigmas no tiende, según él,
143
hacia ningún objetivo (en otros términos: la ciencia puede retroceder) .
Kuhn se aparta así de la visión decimonónica, caracterizada por la
confianza en que el desarrollo científico seguiría un progreso unívoco e
indefinido.
Por supuesto, cabe preguntar qué relación guarda esta discusión
abstracta, propia de la filosofía de la ciencia, con nuestra situación. Pues
bien, Atria utiliza el concepto de paradigma para dar cuenta de lo que
ocurre en Chile desde 2011. Según él, a partir de ese año se empezó a
cuestionar la hegemonía neoliberal, dominante durante décadas en Chile. El
144
neoliberalismo , como todo paradigma, ofrecería un determinado cuadro
para enfrentar los problemas y propondría soluciones a partir del modo en
que ellos se definen. Esto explicaría que algunas maneras de proceder se
hayan naturalizado, al punto de parecer obvias e indiscutibles al sentido
común, sin que nos hayamos hecho muchas preguntas. La focalización del
gasto social, por ejemplo, constituye según Atria un típico dogma
145
neoliberal . Dicho principio conduce al Estado a otorgar prestaciones
mínimas, con la consecuente segregación: servicios pagados de buena
calidad para ricos, servicios mínimos de baja calidad para pobres (ya vimos
en qué sentido la subsidiariedad guzmaniana conecta con esto). En virtud de
la hegemonía neoliberal, tal solución ha parecido evidente, por mucho
tiempo, a todos los sectores políticos. Incluso los gobiernos de la
Concertación, dice Atria, adoptaron el esquema, sin percibir claramente que
146
estaban siguiendo las recetas de sus adversarios . En este sentido, el
objetivo de Atria es explícito: reemplazar el paradigma neoliberal, lo que
implica modificar nuestros hábitos intelectuales y nuestra manera de
aproximarnos a la realidad. Desde su perspectiva, algo se está incubando,
pues las soluciones neoliberales ya no aparecen como evidentes, sino más
bien como problemáticas; y en cualquier caso las tensiones que producen se
manifiestan de modo cada vez más visible. Debemos entonces avanzar
hacia un nuevo paradigma, que Atria bautiza como el Régimen de lo
Público (las mayúsculas son de él). Este régimen busca, principalmente,
sacarnos de las relaciones colectivas fundadas en el egoísmo propio del
neoliberalismo, para permitirnos acceder a un ideal de realización recíproca,
donde pueda emerger un interés genuino por el otro.
Atria no ignora que, en este plano, la noción de paradigma enfrenta
dificultades serias. La primera de ellas guarda relación con la
inconmensurabilidad a la que aludimos antes. Si los paradigmas son marcos
conceptuales que están imposibilitados de dialogar entre sí, ¿cómo saber
que el nuevo paradigma es superior al anterior? ¿Cómo podríamos ser
persuadidos de algo semejante? Desde luego, a Atria le parece evidente la
superioridad de lo público sobre el neoliberalismo, pero eso no constituye
un argumento desde su óptica ni desde ninguna (y él lo sabe). El autor de
Derechos sociales y educación salva (o cree salvar) esta objeción
recurriendo a la idea de historia. Si Kuhn asevera que no hay criterio
independiente para dirimir una competencia entre paradigmas alternativos,
para Atria “la cuestión nunca se plantea de este modo, sino históricamente
147
situada” . Esto es muy interesante y se encuentra en el centro de su
proyecto: la competencia entre paradigmas nunca es abstracta, sino que
siempre está encarnada en un determinado contexto histórico. Esa
dimensión permite formular la pregunta de si acaso el paso de un paradigma
a otro reduce el error contenido en el primero; o “si es posible dar cuenta de
una teoría desde la otra”. La idea subyacente es que, en general, la nueva
teoría permite dar cuenta de la antigua, “pero no al revés”: el tiempo corre
en un solo sentido, y acá Atria cree descubrir un criterio. Así, lo nuevo
148
posee una prioridad intrínseca (¿ontológica?) sobre lo antiguo . Esto
implica la existencia de una sucesión histórica y, eventualmente, de una
dirección (pre)definida en tal proceso, la del progreso. Atria lo explica del
modo siguiente: así como la lógica de los derechos civiles es superada por
la idea de derechos políticos, luego ha de advenir la época de los derechos
149
sociales, en una sucesión tan lógica como irresistible . Se resuelve así la
pregunta que Kuhn se negó sistemáticamente a responder: el nuevo
paradigma es superior porque es posterior. En otras palabras, el desarrollo
histórico es aquel criterio que Kuhn no supo (o conscientemente resistió)
ver. Empero, el autor de La estructura de las revoluciones científicas
rechaza formalmente la idea de que la sucesión histórica sea, en sí, un
criterio de corrección. Pero Atria no está para ese tipo de sutilezas, e
introduce así una lógica hegeliana, donde los nuevos paradigmas están
destinados a superar a los antiguos, al mismo tiempo que dan cuenta de
150
ellos (por eso Atria habla de superación más que de negación ). Lo
importante, como en Hegel, es la idea de movimiento, “en la cual cada paso
151
desarrolla más plenamente el sentido del paso anterior” . El autor de
Derechos sociales y educación tampoco considera las reflexiones que sobre
este asunto realizara Alasdair MacIntyre. Este último sugiere que la
supuesta inconmensurabilidad entre distintas doctrinas no hace imposible
de suyo el debate racional, ya que la admisión de una incomparabilidad
significativa bien podría ser el principio de una discusión fundada en
razones que, por ende, podría permitir alcanzar cierto tipo de
152
conclusiones .
Dificultades del nuevo paradigma
La tesis de Atria (sobre la cual edifica toda su propuesta) posee varios
problemas. Por de pronto, supone asumir una filosofía de la historia que
nunca se formula explícitamente, pero que subyace en toda su
argumentación: ¿de verdad cabe suponer que el futuro está necesariamente
más alejado del error que el pasado? Se trata de una afirmación filosófica
muy sustantiva, pero que no está debidamente explicada ni razonada. Por
eso es interesante la frase de Kuhn que citamos más arriba: en el nuevo
paradigma hay una promesa, pero nada más que eso. Atria pretende, sin
mediar explicación, transformar esa promesa en certidumbre. Sin embargo,
la creencia progresista no ha sido confirmada por el curso de la historia, ni
menos acreditada racionalmente. Una de las principales dificultades
presentes en esta argumentación es que, al afirmar la superioridad del punto
de vista presente sobre el pasado (y del futuro sobre el presente), se asume
para sí la posesión de un conocimiento que está fuera de nuestro alcance.
Como decía Aron, quienes trabajan desde esa hipótesis creen ser
confidentes de la Providencia, pretenden saber aquello que nadie más
153
sabe . El progresismo al que adscribe Atria exige algún tipo de ciencia del
futuro; la certeza de que la historia devela progresivamente su sentido, en la
medida en que avanza hacia un objetivo predeterminado. No obstante, y
como lo han mostrado convincentemente los trabajos de Karl Löwith,
154
Kostas Papaioannou o John Gray , a fin de cuentas se trata de una
perspectiva religiosa (e irracional) más que propiamente política o
filosófica, en cuanto pretende reducir la incertidumbre propia de la acción
humana.
Hay otro modo de aproximarse a esta cuestión. Atria nos dice que las
teorías nuevas pueden dar cuenta de las antiguas, “pero no al revés”. Es
muy posible que esto sea cierto en las ciencias naturales, pero, ¿ocurre lo
mismo en el conocimiento del hombre? ¿La ética kantiana puede dar cuenta
de la ética aristotélica exactamente del mismo modo que la física de Galileo
puede dar cuenta de la física griega (pues la supera incorporando aquello
que posee de verdadero)? Resulta cuando menos discutible que podamos
hablar de ese tipo de progreso en cuestiones morales y políticas, y Atria no
se molesta siquiera en tematizar la pregunta. Como lo ha mostrado Leo
Strauss, asumir en filosofía práctica el punto de vista histórico es altamente
155
problemático . Si la filosofía política griega tiene pretensión de verdad, no
es posible descartar dicha pretensión por la mera afirmación de superioridad
de aquello que viene después. Este punto de vista impide tomarse en serio
lo que decían Aristóteles o Maquiavelo sobre la polis, pues estaría
necesariamente superado. Lo único razonable en esta lógica es estudiar a
los autores contemporáneos, cuyas teorías “darían cuenta” de todas las
anteriores. Eso hace que el estudio de los clásicos pierda cualquier interés
que exceda el plano estrictamente histórico: Platón o Spinoza nos dirían
poco sobre nuestra propia situación y sobre nuestros propios problemas,
pues sus principales planteamientos habrían sido superados por nuevos
paradigmas que —de un modo misterioso— envuelven todo lo precedente.
Lo menos que debe decirse es que, en aquello que respecta a la filosofía
156
política y moral, dicha tesis es simplemente falsa . Si queremos sostener,
por ejemplo, que Kant es superior a Aristóteles, solo es posible llegar a esa
conclusión analizando lo que dicen ambos autores, y eso exige tomar en
serio las respectivas pretensiones de verdad y no pensar que el curso de la
historia nos ha ahorrado ese trabajo. El paradigma formulado por Atria
busca imponerse por la vía del mero factum histórico: dado que llegó
después, sería intrínsecamente superior al anterior, y la orientación del
devenir (que él sabe ascendente) así lo demostraría. Volveremos sobre esto
luego, pero cabe pensar —al menos hipotéticamente, y con los resguardos
del caso— que la propuesta de Atria solo puede ser evaluada teniendo a la
vista la filosofía de la historia que subyace (que no se explicita), y
considerando también el punto de llegada final, que permitiría juzgar todo
157
lo anterior (y que Atria tampoco devela) .
Sin perjuicio de lo anterior, Atria hace explícita la orientación que
debería tener el proceso de reemplazo de la hegemonía neoliberal. Para el
autor de Derechos sociales y educación, la idea es movernos desde “formas
158
más inhumanas a formas más humanas de vida en común” . En rigor, Atria
cree que el (neo)liberalismo tiene un déficit de “humanidad”. La
explicación es que mientras el liberalismo contractualista (que es, según él,
el fundamento del neoliberalismo) supone que la plenitud humana es una
cuestión individual y prepolítica, el nuevo paradigma se funda en la
afirmación contraria: en su lógica, la realización humana es necesariamente
recíproca, lo que exige superar la idea de derechos individuales y
159
subjetivos . Dicho de otro modo, tenemos que avanzar hacia una nueva
comprensión de la ciudadanía, “una nueva manera de entendernos en
160
público” (que es el Régimen de lo Público) .
Cabe entonces realizar una pregunta: ¿dónde reside el carácter
inhumano del paradigma neoliberal? Para Atria, se trata de algo evidente,
que no requiere mayor explicación; digamos que argumenta con viento a
favor. Esto es importante, porque le da la razón al menos en un punto: los
ejes de la discusión se modificaron. Si la célebre frase de Aylwin (“el
mercado es cruel”) parece reflejar el sentido común dominante en la
actualidad, es precisamente porque aquello que llama la hegemonía
neoliberal se ha trizado. Para desgracia de Kaiser, son pocos los que hoy
estarían dispuestos a defender, por ejemplo, que la noción de justicia social
es un mero espejismo, o un atavismo de eras primitivas, como sugiere
Hayek. Cada cual podrá sacar distintas conclusiones del fenómeno, pero
todo indica que el mercado ya no puede defenderse en 2016 como se
defendía en 1996. Algo pasó en el intertanto, y el trabajo de Atria consiste
precisamente en intentar hacerse cargo de ese algo. El movimiento del 2011
habría sido el primer desafío frontal a la hegemonía dominante y al
paradigma que la contiene: ya nadie fuera de la derecha (y por momentos ni
161
siquiera eso) defiende los principios de ese paradigma . Por lo mismo, hoy
no nos podemos contentar con atenuar los efectos perversos del mercado,
intención que constituyó el programa de la Concertación (de allí la
expresión “neoliberalismo con rostro humano”). En este, nuestro momento
histórico, correspondería, según Atria, pasar a otro estado, el de superación
definitiva de esa hegemonía. Esto supone dejar de conformarnos con
mitigar —vía focalización y subsidios— la crueldad del modelo, para poner
en el horizonte su reemplazo definitivo, a través de un nuevo modo de
162
relación colectiva .
Ahora bien, para responder la pregunta sobre el supuesto déficit de
humanidad propio del “neoliberalismo” en el ideario de Atria, podría
decirse algo así: el mercado encarna algún tipo de inhumanidad, en cuanto
nos conduce a consideraciones puramente individuales, sin que nunca
quede integrado en nuestro horizonte el bienestar del otro. Eso explica que
Atria rechace con tanta fuerza todas las versiones del contractualismo
liberal, cuya idea común es concebir la realización humana desde una
perspectiva estrictamente individual. Para él, en esa lógica incluso el
subsidio al pobre está concebido más desde el bienestar del rico que desde
la dignidad del necesitado. La ayuda que recibe el desvalido lo deja
automáticamente incluido en el contrato, obligándolo por tanto a obedecer
al Estado y al derecho, aunque obtenga escasa utilidad de esas
163
instituciones . Además, dado que lo propio del mercado es producir
164
diferenciación —toda la diferenciación que sea necesaria—, los pobres
están condenados, en la medida en que se desarrollan algunos mecanismos,
a vivir entre ellos, quedando encerrados en sus propios círculos de pobreza;
consolidando aquello que se ha llamado el “efecto Mateo”, de Merton (el
rico se hace progresivamente más rico; y el pobre, más pobre).
Naturalmente, la salida de la hegemonía neoliberal no es cosa fácil.
Pero Atria se interesa por la orientación más que por los detalles.
¿Queremos continuar agudizando el individualismo, la segregación y todas
las formas inhumanas contenidas por el neoliberalismo? ¿O no será quizás
más razonable tomar otra dirección, que nos permita pensar en nuevas
formas de acción colectiva, abandonando por de pronto el criterio del
interés individual como principio ordenador de la sociedad? En algún
sentido, esta es la principal pregunta de Derechos sociales y educación.
Desde luego, ningún cambio es automático: para Atria, no hay que hacerse
ilusiones cortoplacistas ni caer en el infantilismo tan propio de cierta
izquierda. Tampoco puede pretenderse volver a modelos que han dejado de
ser pertinentes históricamente hablando. Atria es muy severo en esto: la
izquierda no debe conformarse con proponer la repetición de esquemas del
pasado, sino que debe ser capaz de sugerir soluciones que asuman los
profundos cambios que ha vivido el mundo.
Intentemos describir el nuevo paradigma. Éste, por paradójico que
suene, busca usar el autointerés con el objetivo de fundar un orden capaz de
superar la sola consideración del mismo. En otras palabras, para Atria no se
trata tanto de negar el autointerés como de admitirlo, y lograr así la
alquimia anhelada por casi todo el pensamiento político moderno. Cabe
advertir que, en este punto, Atria se aleja del liberalismo contractualista
(que intenta usar el autointerés) mucho menos de lo que estaría dispuesto a
reconocer. Para ilustrar su argumento, Atria realiza una analogía con el
procedimiento de quiebra, que obliga a todos los acreedores a considerar no
solo su propio interés, sino también el de los demás. La idea, como en la
165
quiebra, es lograr identificar el interés de cada uno con el interés de todos .
La aplicación de esa lógica nos permitirá ir descubriendo progresivamente
nuevas formas de relación que no estarán basadas exclusivamente en el
interés individual. El ejemplo preferido de Atria proviene del ámbito
educativo: si los ricos estuvieran obligados a ir escuelas integradas con
pobres, entonces pondrían —aun sin desearlo— su poder e influencia al
servicio del desposeído. Eso se lograría no en virtud de razones morales o
jurídicas, sino simplemente apelando al mismo autointerés al que recurre el
166
contractualismo liberal . Aunque la pedagogía será necesariamente lenta, a
largo plazo también será necesariamente fructífera. En rigor, estamos tan
inmersos en la hegemonía neoliberal, que apenas podemos sospechar cómo
es vivir en el paradigma de lo público, allí donde los intereses pueden
167
unirnos en lugar de dividirnos . Como fuere, no es fácil entender de qué
modo Atria pretende lograr la emergencia de lo público a partir del
autointerés. ¿Es realmente posible salir de él utilizándolo? ¿Estamos
seguros de que la pedagogía lenta generará un mundo mejor y que el
remedio no resultará peor que la enfermedad? ¿Podrá el paradigma de lo
público, desde su abstracción, desterrar el individualismo y el autointerés?
¿O no cabría pensar que dichas disposiciones guardan más relación con la
condición humana que con un determinado sistema?
Un mundo uniformado
Miremos el problema desde otra perspectiva. El modo en que Atria formula
la pregunta asume una separación del mundo, cuya inspiración remota se
encuentra (de nuevo) en Hegel: la sociedad civil se articula en torno al
autointerés particular, mientras que el Estado (en este caso: el Régimen de
168
lo Público) nos permite acceder a lo universal . Atria opera siempre con
esta premisa, según la cual el mercado es el lugar donde prima sola y
exclusivamente el autointerés, mientras que en el Régimen de lo Público
169
éste es superado . El autor de Derechos sociales y educación se ve
obligado a forzar al máximo esta oposición, pues en el fondo solo ella
puede (eventualmente) justificar su teoría. Solo si el mercado es la
manifestación del egoísmo, y nada más que eso, tiene sentido asumir el
inevitable riesgo contenido en el paradigma de lo Público. Atria ilustra su
punto con el ejemplo del pago a 150 días de los supermercados a los
proveedores . En la lógica propia del mercado, dice Atria, no hay nada
ilegítimo en pactar cualquier tipo de condiciones siempre y cuando ambas
partes consientan y la ley lo permita. Quien crea que el agente más
poderoso carece de derecho a pagar en 150 días, afirma nuestro autor, no
170
entiende la naturaleza del mercado . Por lo mismo, las relaciones reguladas
171
por el mercado naturalmente dan lugar al abuso . Es más, si un
supermercado paga antes de esos 150 días (mientras otros lo hacen y sacan
provecho de esa situación), porque quiere, por ejemplo, “construir
relaciones de confianza”, simplemente “no ha entendido bien lo que va en
172
su interés” (¡Fernando Atria es también profesor de finanzas
corporativas!). El razonamiento (y esto tiene que ver con algo que ya
vislumbramos en el capítulo anterior) no es enteramente falso: el mercado,
cuando sale de ciertos marcos, se desliza con facilidad por una pendiente
peligrosa. Como de hecho lo notaba Marx, esto no guarda relación
únicamente con las cualidades personales de los agentes. Para sobrevivir en
la competencia, incluso aquellos que no quisieran “ser crueles”, se ven
173
obligados a hacerlo ante el riesgo de desaparecer . Por lo mismo, Atria se
permite decir que “los agentes del mercado tienen derecho a perseguir sus
propios intereses perjudicando a los demás, en la medida en que lo hagan a
174
través de medios legales” . El mercado es entonces aquel lugar donde
todos son mis enemigos, y mi única obligación viene constituida por el
mínimo legal: tal es la descripción que justifica el cambio de paradigma. No
es de extrañar que, en esta oposición, el Régimen de lo Público salga
abiertamente favorecido. ¿Cómo no preferir la generosidad al egoísmo y la
fraternidad frente al abuso?
La dificultad estriba en que la argumentación atriana contiene
simplificaciones algo groseras. En efecto, su teoría es ciega frente a las
complejidades propias del mundo humano, que nunca se ordena de modo
tan unívoco, ni responde exclusivamente a un solo principio. Es innegable
que muchos comportamientos de agentes del mercado parecen darle la
razón a Atria. En efecto, cuando el utilitarismo y el autointerés se
convierten en reglas últimas, resulta difícil esperar que los agentes tengan
un respeto intrínseco por la ley, esto es, que la respeten aun cuando los
175
“perjudique”, y aun cuando nadie los vaya a sancionar . En esta lógica,
tampoco deberíamos esperar que los agentes económicos tomen en cuenta
el bienestar del otro al tomar sus decisiones. El mercado se define solo por
la consideración exclusiva del interés de los agentes, cualquier otro
horizonte es ajeno a él y, de hecho, puede implicar un autoengaño (como en
el caso de que alguien pague al día buscando construir “relaciones de
confianza”). El mercado de Atria está completamente desencastrado, para
utilizar nuevamente la terminología de Polanyi. Se produce, en este punto,
un curioso acuerdo entre Friedman, Marx, Hayek y Atria: los cuatro autores
comprenden al mercado solo desde el autointerés. Recordemos la famosa
frase de Milton Friedman:
Si hay una cosa que ciertamente puede destruir nuestra sociedad libre, y horadar sus
fundamentos mismos, sería la aceptación general por la dirección [de la empresa] de
asumir responsabilidades sociales distintas de aquella que consiste en ganar el mayor
176
dinero posible. Esta es una doctrina fundamentalmente subversiva .

Según Friedman, el fundamento del mercado (y de la sociedad libre) pasa


por considerar que el único y exclusivo fin de las empresas debe ser ganar
dinero. Curiosamente, Atria comparte la descripción, y solo discrepa en la
valoración. Asumiendo entonces que las empresas buscan eso (y solo eso),
resulta indispensable pensar en formas de convivencia que nos permitan
superar el egoísmo implícito en la frase de Friedman. El problema de esta
tesis es que reduce la diversidad natural de motivos humanos a uno solo, el
lucro. Ya que las empresas solo buscan ganar dinero, y dado que los abusos
son una consecuencia natural del sistema, entonces es razonable movernos
hacia un paradigma que pueda modificar radicalmente esos motivos. Pero el
hecho es que los hombres nos movemos por una multitud de motivos, uno
de los cuales —pero no el único— es el lucro. Esto lleva a Atria (como a
Friedman y Marx) a simplificar el mundo, reduciéndolo a motivos
demasiado unívocos, que no parecen dar cuenta de la vida en común: en el
mundo humano, los motivos no se reducen al interés pecuniario. Desde
luego que el orden del mercado tiene —como hemos visto— patologías
específicas, algunas de ellas bastante graves, pero la lectura de Atria es
excesiva; y, de hecho, todo indica que tiene como única función justificar el
paso al Régimen de lo Público. Como fuere, el hecho es que las acciones
humanas pueden tener, al mismo tiempo, múltiples motivos, y no es para
nada fácil saber cuánto pesa cada uno en un caso concreto. Querer ganar
dinero no es necesariamente incompatible con dar trabajo digno o con tener
buenas relaciones con la comunidad, porque éstos también son bienes que
mueven (al menos en principio) a las personas. Una sociedad sana debe
aceptar (y fomentar) esa pluralidad de motivos en su seno, porque ella es
condición de libertad. Además, ¿quién podría sondear con nitidez el
misterio implícito en cada decisión humana?
Por otro lado, subsiste la duda de si acaso el Régimen de lo Público es
una manera razonable de enfrentar nuestros problemas. Uno puede
preguntarse, insistimos, si una propuesta con tal nivel de abstracción (en la
medida en que ignora la complejidad del mundo) tiene correspondencia con
la realidad. Dado que el diagnóstico de Atria simplifica la vida social, es
posible que su solución cometa un error simétrico. Quizás si el mundo fuera
dominado unívocamente por el mercado, podríamos pensar en substituir “lo
público” en las relaciones humanas. Pero, ¿qué ocurre si la realidad es
menos plana de lo que Atria supone? ¿Qué pasará con las otras
motivaciones que Atria o bien no considera, o bien reduce al mercado, o
bien califica simplemente de “errores” (como la voluntad de construir
relaciones de confianza)? Esto queda más claro si miramos otro aspecto de
su propuesta. Ya vimos que Atria no parece dispuesto a valorar la pluralidad
177
de la vida común . Eso lo lleva a pensar, ilusoriamente, que la
homogeneización (exigida necesariamente por el Régimen de lo Público) no
tendrá costos relevantes: no habría ninguna pérdida involucrada allí. Sin
embargo, en su mundo, el conjunto de los agentes debe responder a
determinados parámetros fijados por la autoridad, ya que todo lo que ocurra
fuera de ellos responde necesariamente al autointerés y al lucro. Fuera de lo
Público, no hay motivos humanos legítimos; fuera de lo Público solo se
esconde codicia y egoísmo. Su pesimismo antropológico lo conduce al
extremo de excluir, a priori, cualquier motivación que no se conforme
estrictamente al Régimen de lo Público: entre lo Público y el mercado no
hay nada relevante, nada digno de ser tomado en cuenta ni de ser
conservado. Este problema puede verse más claro si consideramos el
tratamiento otorgado por Atria a las universidades con ideario. Para él, no
hay diferencias relevantes entre fondos de inversión “que buscan formas de
extraer utilidades” y “congregaciones religiosas que buscan defender una
178
ortodoxia”, o “familias que quieren promover una ideología” . Nótese bien:
los privados que solo buscan ganar dinero son puestos en el mismo plano
que aquellos que, por ejemplo, buscan defender ideas (sea esto en forma de
ortodoxia religiosa o “ideología”), y éstas son todas iguales entre sí (no
habría, por ejemplo, ninguna diferencia específica entre la Universidad
Católica de Valparaíso y un centro orientado a fomentar el nazismo). Esto
implica que la perversión inherente al mercado no reside en el afán de lucro
económico, sino en que los particulares, en cuanto particulares, están
condenados a perseguir fines egoístas, que entran necesariamente en tensión
con la comunidad. En otras palabras, si un grupo de personas funda una
universidad para lucrar, es sospechoso; y si la funda porque quiere buscar la
verdad en un determinado marco, es igual de sospechoso que el caso
anterior: lo particular es necesariamente impuro. Por eso es tan vana
aquella repetida queja de que los privados “solo buscan ganar plata”,
179
porque cuando buscan otra cosa, la crítica es exactamente análoga . A todo
esto, hay que sumarle una dificultad práctica que no debe ser desdeñada:
por más que lo niegue, el esquema de Atria le atribuye al funcionario estatal
un poder discrecional que puede amenazar más de una libertad pública: en
definitiva, serán esos funcionarios quienes deberán determinar las
modalidades de lo público y quiénes caben allí. ¿Por qué habríamos de
confiarle a un puñado de personas tamaña responsabilidad? Si estamos de
acuerdo en que la concentración del poder es peligrosa en el mercado, ¿por
qué aceptarla sin más cuando viene del Estado? ¿Por qué esas personas, por
el solo hecho de trabajar en una repartición pública, estarían exentas de
perseguir fines particulares? Es difícil pensar que allí no hay ningún riesgo
para la vitalidad de la sociedad civil; y más difícil aún es suponer que
dichos funcionarios estarán completamente libres de la maldad intrínseca
180
que Fernando Atria les atribuye al resto de los agentes .
Dado que el mundo debe ser uniformado bajo un Régimen unívoco, no
es de extrañar que Atria justifique también la homogeneización de la
calidad. La diferencia y la pluralidad presentes en el mundo deben ser al
menos neutralizadas, porque son expresión del régimen del mercado. En
este sentido, más allá de las múltiples distancias prácticas, puede decirse
que el programa de la Nueva Mayoría —tal y como ha sido aplicado— está
181
inspirado en esta idea . Recordemos una idea central de Atria: lo relevante
a la hora de cambiar el paradigma es la orientación. O bien se sigue
profundizando el neoliberalismo (aunque tenga rostro humano); o bien nos
decidimos a realizar modificaciones de otro calado, que implican una
transición hacia el Régimen de lo Público. Pues bien, más allá de las
distinciones obvias que hay entre las políticas efectivamente aplicadas por
el gobierno de Michelle Bachelet y las propuestas presentes en los textos de
Atria, resulta que el principal empeño del gobierno es iniciar un
movimiento en esa precisa dirección. Esto explica también que a la Nueva
Mayoría le importe poco lo que efectivamente ocurre en el mundo a partir
de estos cambios; el problema es de orientación. Hay un mundo mejor
después de las reformas estructurales, y eso justifica todas y cada una de las
dificultades prácticas (y reales) que pueda suponer hoy el cambio de
paradigma; lo cual implica que los inconvenientes técnicos son
completamente secundarios. Es esta misteriosa fe en los beneficios del
progreso histórico lo que parece explicar la indolencia más o menos radical
de la Nueva Mayoría hacia todas las injusticias o arbitrariedades que
conlleva la aplicación de su programa. Nadie se hace responsable de eso,
simplemente porque es irrelevante comparado con aquello que emergerá
luego, cuando la pedagogía lenta del Régimen de lo Público nos haga
182
descubrir otro modo de relacionarnos . Si se quiere, la Nueva Mayoría
encarna el fin de los técnicos, pero éstos no han sido reemplazados por
políticos, sino por profetas que anuncian un mundo nuevo.
Esta aproximación hacia la realidad presenta dos tipos de problemas
difíciles de soslayar. Por un lado, y tal como ya lo adelantamos,
instrumentaliza el presente en función del futuro descrito por aquellos que
poseen el don de la profecía. Los inconvenientes que sufre el presente no se
justifican por necesidades técnicas, ni por un programa cuyo horizonte uno
pueda siquiera vislumbrar, sino que se explican a partir de una concepción
progresista de los paradigmas kuhnianos. Esto es discutible, entre otras
razones, porque supone tomar a las personas que habitan el presente como
183
medio para lograr algunos fines en el futuro . El segundo tipo de
dificultades, estrechamente vinculado con el primero, guarda relación con la
finalidad última implicada en una teoría de esta naturaleza. Como dijimos
antes, Atria es muy prudente en este punto, pero es imprescindible al menos
formular una pregunta: ¿cuál es su auténtico horizonte histórico? ¿La
historia ha de agotarse en el nuevo paradigma que describe? ¿O más bien
cabría pensar que luego vendrán otros paradigmas, cuya misión será superar
los inevitables defectos de “lo Público”? En rigor, las tesis de Atria solo
pueden evaluarse en función de ese horizonte último que —eventualmente
— le daría sentido al recorrido que quiere iniciar. Y en esta materia las
escasas señales que Atria ofrece no dejan de ser inquietantes. En un
momento, por ejemplo, dice que las actuales circunstancias políticas hacen
imposible prohibir toda educación privada, pero sugiere que, en abstracto,
184
tal cosa le parecería deseable . Esto tiene su lógica: si la educación privada
no es más que una manifestación de egoísmo y de acumulación indebida de
privilegios, entonces parece obvio que habría que tender, a la larga, hacia su
eliminación —más allá de que esto sea inviable en la actualidad—. Pero, ¿a
qué se parecería un mundo donde estuviera prohibida la educación privada?
Es obvio que el principio de libertad de educación debe ser equilibrado con
algunos mínimos necesarios y con las necesidades propias de la forma
nacional, pero terminar con ella —so pretexto de que esconde privilegios
puramente fácticos— es entrar en una pendiente que, al menos, merecería
185
ser explicitada honestamente .
Esto puede verse más claro con lo siguiente: al discutir sobre el mérito
y el ranking de notas, Atria se pregunta sobre la pertinencia de incluir, en un
sistema de selección universitaria, la predicción de éxito académico como
criterio relevante. La cuestión es, desde luego, en virtud de qué principios
deberíamos seleccionar a los estudiantes para ingresar a la universidad.
Nuestro autor tiene serias dudas de que la predicción de éxito académico
sea un criterio justo, pues éste guarda directa relación con otros factores
como, por ejemplo, la escolaridad de la madre. Si esto es así, entonces ese
éxito académico puede predecirse (al menos parcialmente) tomando en
cuenta esos factores ajenos a una consideración estricta del mérito (nadie
“merece” el nivel de escolaridad de su madre). Esto implica que el mérito
no sirve para dar cuenta de los buenos resultados, pues existen otros
factores tanto o más determinantes, y sobre los cuales no se tiene ninguna
responsabilidad. Démosle la palabra al autor de Derechos sociales y
educación:
La razón por la que incluso asumiendo que es un buen predictor, la escolaridad de la
madre no puede ser un criterio de selección universitaria es que es incompatible con la
igual consideración a la que cada uno de los postulantes a la universidad tiene derecho.
Esto basta, a mi juicio, para mostrar que, aunque desde el punto de vista particular de
cada institución universitaria el intento por predecir el desempeño futuro puede ser útil,
como criterio de selección solo puede ser un criterio de segundo orden; es decir, un
criterio aplicable solo en la medida en que sea compatible con que a cada estudiante se
le reconozca el mismo derecho (149).

Este pasaje es crucial para una adecuada comprensión del proyecto de Atria
(y tiene relación con la cuestión de la educación privada). Dado que hay
que abolir todos los privilegios, es necesario preguntarse por la fuente de
esos privilegios. Como gran parte de la sociología crítica, Atria no puede
sino llegar a la conclusión de que la gran institución transmisora de
privilegios es la familia. Por eso la educación privada es intrínsecamente
injusta: porque es un modo en el que los más afortunados logran transmitir
sus privilegios, reservando para sí sus cuotas de capital económico, cultural
y simbólico. En este sentido, no es raro que no podamos utilizar la
excelencia académica como criterio de selección, pues ésta tiende a estar
determinada por factores ajenos al mérito (como, por ejemplo, la
escolaridad de la madre). Pero llevemos la lógica hasta al final (lo que
Atria, tan audaz en otros planos, no se atreve a hacer). Resulta que buena
parte de lo que somos es, de algún modo, el resultado de lo que nuestros
padres o nuestro entorno familiar hicieron o dejaron de hacer. A la larga,
distinguir concretamente qué es mérito y qué es simplemente aquello que
recibimos en herencia es difícil, por no decir imposible. Desde luego, esto
no quita (al contrario: lo exige) que tengamos que estar muy atentos, para
identificar dónde no hay ningún mérito sino pura fortuna, y —sobre todo—
para premiar a las personas que salen adelante a pesar de un entorno
desfavorable. Pero el hecho es que nunca podremos saber en cada caso
cuánto hay de familia, de aprendizaje doméstico, y cuánto de mérito, pues
en el hombre ambas dimensiones están intrínsecamente unidas, y es
imposible separarlas, aunque fuera para fines puramente analíticos. Al final
de esta lógica, como lo notara Aron, siempre está la sugestión (más o menos
implícita) según la cual es necesario limitar severamente la posibilidad de
que las familias puedan realizar transmisión cultural, puesto que eso
186
equivale a transmitir privilegios de forma indebida . Así, la familia es
también un obstáculo para la “uniformidad de la calidad” a la que aspira
187
Fernando Atria . Pero, ¿qué queda de la familia si se le impide realizar
dicha transmisión? ¿Qué queda de la sociedad si asumimos tal perspectiva?
Estas preguntas pueden parecer exageradas, pero en el fondo Atria nos
obliga a formularlas, en la medida en que no explicita nunca cuál es el
188
horizonte final desde el cual debe evaluarse el paradigma de lo público .
En cualquier caso, aunque sofisticada, su propuesta tampoco logra escapar
al registro puramente polémico: la teoría de Atria está marcada a fuego por
su peculiar concepción del neoliberalismo. Esto lo hace caer en una visión
maniquea de la realidad: Atria tiende a concentrar todo el mal humano en
un sistema (caracterizado, además, del modo que más conviene a su
perspectiva). Sin embargo, cabe pensar que el neoliberalismo no es tan
poderoso. Atria da por hecho que su negación permitirá el advenimiento de
la realización recíproca, asumiendo al mismo tiempo que dicha negación
constituye una superación histórica, al interior de una narración progresista
dotada de necesidad. De más está decir que, como tantos cursos de acción
ya sugeridos por aquellos que creen conocer el designio de los tiempos, el
remedio bien podría resultar peor que la enfermedad. Dicho de otro modo:
el mundo construido por Atria tiene tantos o más defectos que la peor
versión de lo que llama neoliberalismo.
Capítulo 6. Más allá del individualismo

La derecha y el economicismo
La radicalidad presente en la propuesta de Atria (que, con matices
relevantes, ha sido asumida por la Nueva Mayoría) nos deja frente a un
escenario muy particular, que tiene mucho de callejón sin salida. Por un
lado, tenemos a un amplio sector nostálgico de la tranquilidad y prosperidad
de la transición. Este mundo quisiera regresar a dicho esquema, pero —
como hemos visto— no ha realizado un esfuerzo serio de justificación
política de un orden de esa naturaleza, que pueda constituirse en motivo
político para el futuro. En el extremo contrario del arco, nos encontramos
con una sofisticada propuesta, que propone un nuevo paradigma de lo
público que debe reemplazar (y sacar de cuajo a) la hegemonía neoliberal.
Por cierto, no queremos decir aquí que todos los actores políticos se
encuentren en una u otra posición, pues hay muchos que intentan ubicarse
en un lugar intermedio o moderado. Sin embargo, ese lugar carece hoy de
fundamento político-intelectual, y por eso tiene tantas dificultades para
existir, o pesar. El síntoma más efectivo de este fenómeno es la situación de
la Democracia Cristiana: su alianza histórica con la izquierda le pesa más
que nunca pues, al desdibujarse su proyecto político, se quedó sin soporte
para ser un contrapeso efectivo de la izquierda (y está condenada a ello
mientras no formule este tipo de preguntas). El escenario tiene entonces
algo de paralizante, ya que ofrece alternativas muy limitadas de acción
política: ¿cómo elegir entre el inmovilismo miope de aquellos que se niegan
a asumir los cambios que ha vivido el país y el mesianismo desatado de
aquellos que buscan remover los cimientos de lo que llaman el orden
neoliberal? ¿A tal punto habremos perdido la perspectiva propia de las
cosas humanas que estamos condenados al encierro en torno a ese dilema?
El problema no debe ser minimizado, porque deja al país expuesto a un
péndulo que nos puede costar caro. Dicho de otro modo, estos puntos de
vista no nos ayudarán a salir de la crisis; más bien, debe decirse que ambas
perspectivas la terminarán agudizando, en la medida en que procesan solo
algunos elementos de la realidad política, silenciando otros tanto o más
importantes.
En cualquier caso, el dilema no es completamente simétrico. En efecto,
y puestas así las cosas, es menester reconocer que la izquierda cuenta, en el
largo plazo, con una ventaja sustantiva sobre cualquier propuesta
proveniente de la derecha o del centro. Algunos detractores de Michelle
Bachelet piensan que los innumerables inconvenientes técnicos que ha
enfrentado la izquierda a la hora de aplicar su programa les abren un futuro
esplendor. Esto es un poco inevitable en política contingente, donde los
errores del adversario suelen equivaler a ganancias propias. Es innegable
también que, al sacar provecho de esas dificultades, se pueden obtener
ventajas tácticas (e incluso electorales) de alguna importancia. Sin embargo,
nada de eso debe oscurecer un hecho central: la izquierda tiene un proyecto
político, que ofrece auténticos motivos de acción (aunque los consideremos
equivocados). En otras palabras, ella ha logrado dibujar un horizonte
distinto al mero statu quo. Es sabido que, en política, quien logra rayar la
cancha ha ganado (al menos) la mitad de la batalla, más allá de los
resultados electorales puntuales; quien impone los términos de la discusión
logra ordenar a todo el sistema en torno a sus ejes conceptuales.
Extremando un poco las cosas, puede decirse que el objetivo de la actividad
política es precisamente ese: ser capaz de introducir líneas que articulen la
conversación pública. Ese trabajo, en los últimos años, ha sido realizado
casi exclusivamente por la izquierda. Además, dado que la política
contemporánea gira, en buena medida, en torno a la administración del
cambio, cualquier postura inmovilista está condenada de antemano al
fracaso. Una propuesta política debe hacerse cargo de la necesidad de
cambio, ya que el mero continuismo no alcanza. Solo el esquema
neutralizador de la transición chilena permitió que muchos de nuestros
políticos se contentaran, durante años, con posiciones estáticas o de
cambios puramente cosméticos. En virtud de todo lo anterior, se hace
imperativo elaborar un discurso que pueda ser contraparte efectiva de la
propuesta de la izquierda, sin eludir ninguna de los inconvenientes objetivos
189
de nuestro modelo de desarrollo . La narración de izquierda seguirá siendo
predominante, y quizás por mucho tiempo, mientras no se emprenda ese
esfuerzo (cuya principal dificultad parece consistir en que muchos actores
públicos que no comparten el proyecto de la izquierda no comprenden la
naturaleza ni la profundidad del problema, más allá de captar los
inconvenientes electorales de la situación).
Con todo, el aspecto realmente problemático del escenario viene dado
porque ambas perspectivas utilizan categorías insuficientes para
comprender la realidad. Si tenemos la impresión de que, al menos por
momentos, nuestra discusión pública gira en banda, es precisamente porque
tenemos tendencia a utilizar instrumentos conceptuales poco adaptados para
percibir la realidad. ¿Qué significa que las categorías sean insuficientes?
Pues bien, quiere decir que los lentes que usamos para aproximarnos a la
realidad deforman o distorsionan en lugar de mejorar la vista. Lo que
percibimos a través de ellas no es completamente falso, pero tienden a caer
en reduccionismos peligrosos. En otras palabras, nuestros análisis suelen ser
unidimensionales: nos obsesionamos fácilmente con un aspecto de las
cosas, en lugar de mirarlas en su integralidad. Los problemas que nos
afectan son multicausales y multidimensionales y, por lo mismo, no
podemos sino errar el tiro cuando el análisis privilegia una sola perspectiva.
Quizás el ejemplo más nítido de lo que se intenta describir sea la discusión
en torno a la educación. El tema lleva años ocupando un lugar central en el
debate público, pero en verdad hemos hablado poco de ella. Nuestra
atención se ha centrado más bien en cuestiones anexas, cuando no
accidentales; y es bastante posible que todas las grandilocuentes reformas
estructurales no cambien en nada la calidad de la educación ni lo que ocurre
efectivamente al interior de la sala de clases (y esto vale para los niveles
escolar y superior). Esto sucede porque estamos obsesionados con
cuestiones estructurales, de carácter económico o jurídico. Nuestra pregunta
es cómo se organiza y financia la educación, pues estamos convencidos de
que allí se juega lo más decisivo. Por otro lado, vivimos bajo la ilusión de
que la educación podrá resolver (casi) todos nuestros problemas sociales:
desigualdad, desintegración social, segmentación urbana, falta de civismo y
delincuencia, entre otros. Sin embargo, estas perspectivas no resultan
adecuadas a la hora de abordar el asunto, porque ninguna de ellas agota el
fenómeno. Pueden ser relevantes, desde luego, pero no están en el centro
del proceso educativo. Una perspectiva correcta para tratar esta cuestión
quizás debería partir por preguntarse, por ejemplo, qué queremos transmitir
a través de la educación, cómo queremos hacerlo y qué papel juegan las
familias en dicha transmisión. Después de eso, vienen las cuestiones
burocráticas y políticas (que, en cualquier caso, están lejos de ser
indiferentes, pues condicionan todo lo que viene). La inversión es peligrosa
porque se corre (como veremos) el serio riesgo de instrumentalizar la labor
educativa, que posee un valor intrínseco. Así, las categorías dominantes de
la discusión sobre educación (que opone básicamente a tecnócratas de
derecha contra utopistas de izquierda) pierden dimensiones esenciales de la
realidad, y por eso el debate suele convertirse en mera vociferación de
posturas incapaces de establecer diálogo alguno.
Entre las principales categorías insuficientes se encuentra, desde luego,
la utilizada por la derecha economicista, heredera de la versión más
ortodoxa del discurso de Chicago. Ya vimos (en el capítulo cuarto) que
resulta problemático asumir que la desigualdad no constituye un problema,
por cuanto supone ignorar la dimensión política de la vida humana. Buena
parte de la derecha piensa que la desigualdad no es relevante, pues lo
prioritario (o más bien lo único importante) sería atender la pobreza y la
190
miseria . Esta respuesta tiene un punto importante a su favor: es obvio que
en Chile hay un nivel de marginalidad que es urgente atender, y muchas
veces las legítimas demandas mesocráticas nos impiden ocuparnos como es
191
debido de cuestiones dramáticas que ocurren a nuestro alrededor . Sin
embargo, ese hecho no quita que la respuesta sea profundamente
insuficiente, en la medida en que ignora cuestiones bien elementales: la
sociedad es algo más que una masa de consumidores que se segmentan en
un mercado según su nivel de ingresos. De hecho, si dichas desigualdades
son percibidas como injustas, es evidente que el modelo económico pierde
buena parte de su legitimidad. Esto último no es ajeno a la realidad
nacional, puesto que nuestra elite tiene cierta tendencia a la endogamia, lo
que muchas veces hace dudar del carácter efectivamente meritocrático de la
distribución de la riqueza. Pero más allá de eso, toda sociedad requiere
necesariamente de alguna unidad, sin la cual se debilita y queda expuesta a
crisis que pueden ser más o menos graves según el caso. La desigualdad,
cuando es muy fuerte y carece de justificación razonable, fragmenta y hace
perder cohesión al cuerpo social. Esto no es un problema de capricho, ni
192
menos de envidia, como suele decirse , sino una dificultad objetiva de
configuración del orden social, en la medida en que produce inestabilidad.
Una polis dividida, decía Aristóteles, es vulnerable e inestable. Por lo
mismo el filósofo griego insistía tanto en fortalecer la clase media, pues ésta
193
le otorga una quilla estable al conjunto social .
¿Qué niveles de desigualdad, y en virtud de qué principios, son
aceptables en nuestra sociedad? No nos haría mal tener una discusión de
este tipo en Chile, donde no es raro que un gerente gane unos veinte sueldos
promedio, y unos cuarenta sueldos mínimos. ¿Qué comunidad efectiva
puede haber allí donde hay tanta diferencia? ¿Qué tipo de acción común,
qué tipo de política, puede fundarse desde distancias tan marcadas? ¿Qué
soporte tiene esa comunidad para enfrentar una crisis grave? Es tan grande
la segmentación, que suele decirse que los chilenos no vivimos en el mismo
país, pues nuestras experiencias vitales están radicalmente escindidas,
desconectadas unas de otras (quizás el fútbol constituye una de las raras
excepciones a este fenómeno). Negar que esto constituya un problema
objetivo revela simplemente un desconocimiento de la condición política
del hombre: si acaso somos algo más que individuos que consumen,
entonces no podemos sino organizarnos en cuerpos sociales que hacen
posible una vida auténticamente humana. Toda nuestra experiencia
individual está mediada por nuestra relación con otros y, en definitiva, por
el orden de la polis (y allí reside el gran descubrimiento aristotélico). Cuidar
el equilibrio de esos cuerpos sociales es, por tanto, un imperativo que
guarda estrecha relación con nuestras propias vidas.
El documental Chicago Boys (dirigido por Carola Fuentes y Rafael
Valdeavellano) manifiesta bien este problema. Al ser consultados algunos
de los padres del modelo económico chileno sobre la crisis actual, sus
respuestas no pueden sino dejar perplejos al espectador. Uno alude a la
envidia, otro afirma que está impedido de responder porque no es psiquiatra
y un tercero nos regala una referencia coprológica cuando le preguntan por
las demandas sociales. ¿Cómo es posible que personas de inteligencia
probada, que promovieron y realizaron transformaciones tan profundas en
la sociedad chilena, sean completamente incapaces de dar cuenta o de
hacerse cargo de los efectos de las mismas? ¿Cómo explicar ese silencio
inaudito? ¿Dónde reside la raíz de esa ceguera intelectual? Pues bien,
194
cometieron un error elemental al olvidar la primacía de lo político .
Creyeron que estaban haciendo transformaciones puramente técnicas
cuando estaban haciendo algo más: el discurso económico no puede
esconderse bajo una falsa neutralidad técnica para evitar asumirlo
195
políticamente . En otras palabras, cuando la categoría económica se vuelve
dominante y hegemónica, corremos el riesgo de perder de vista porciones
enormes del fenómeno humano. De hecho, acudimos al psiquiatra cuando
carecemos de instrumentos conceptuales para dar cuenta de algo, cuando un
comportamiento está completamente fuera de nuestros parámetros
habituales. Por eso la frase es tan significativa: refleja una inequívoca
claudicación intelectual.
La hegemonía de la categoría económica, en definitiva, impide percibir
que los problemas económicos nunca son solo eso, sino que también tienen
una dimensión política; y por eso no pueden decir nada relevante sobre la
situación actual. La tesis subyacente en esta categoría es que, a la larga, el
mercado produce armonía, pero se trata de una idea cuando menos
196
discutible . Por lo mismo, a la derecha economicista le cuesta captar todos
los aspectos de la realidad que no son directamente procesables por el
mercado. En esta lógica, aquello que queda fuera de los intercambios
económicos se convierte en irrelevante y no merece ser tomado en cuenta.
Desde luego, la derecha política también ha sido víctima de esta
enfermedad, en la medida en que durante años ha estado subordinada (al
menos parcialmente) en términos doctrinarios a la derecha economicista, lo
que tiene sus consecuencias. Como bien lo ha notado Hugo Herrera, dicho
sector ha desdeñado sistemáticamente otras fuentes intelectuales, que
fueron importantes en el pasado; el empobrecimiento de la perspectiva ha
197
sido bien notorio . El carácter sui generis de nuestra derecha puede
explicarse a partir de esto: después de todo, no deja de ser excéntrico que
dicho sector no haya tenido nada que decir, durante décadas, sobre la
ciudad, ni sobre la articulación entre territorio y población, ni sobre la
importancia de la nación como cuadro y soporte de lo anterior. Tampoco
posee ningún discurso elaborado sobre la familia, ni sobre la educación
como problema antropológico antes que técnico. Ni hablar de cuestiones
laborales, que en otros países son centrales en el discurso de derecha
(Sarkozy ganó la elección presidencial en 2007 sobre ese eje). Como sea, el
silencio es bien impresionante. Quizás el ejemplo más decidor sea el de la
natalidad. En una cuestión tan delicada como esta (y que es primera
prioridad para gran parte del mundo desarrollado), la derecha tiende a
fijarse solo en los inconvenientes que los pocos nacimientos generan a largo
plazo en el mercado laboral: “Nos faltará mano de obra”, parece ser la única
198
conclusión posible que se obtiene desde esta óptica . Y dado que el
fenómeno es mirado desde allí, entonces se piensa que la inmigración es la
solución perfecta. Si tenemos “escasez” de mano de obra, entonces hay que
importarla (lo que implica echar mano a aquello que Marx llamaba ejército
industrial de reserva, que, además, mantiene bajos los salarios, sin que la
199
izquierda lo advierta ). La dificultad estriba en que ni la baja natalidad ni la
inmigración son fenómenos exclusivamente económicos. La categoría
utilizada es, a todas luces, descaminada, porque no permite captar el
contenido de la cuestión, al reducirla a uno solo de sus aspectos e ignorando
al mismo tiempo las profundas preguntas culturales, sociológicas,
territoriales o familiares que están involucradas (nada de lo dicho, desde
luego, implica tener una posición per se contraria a la inmigración —lo que
sería absurdo—; se trata solamente de integrarla a una reflexión más amplia
que la acostumbrada).
Un liberalismo estrecho
Esta postura (que tiende a darle la primacía a la dimensión económica en el
tratamiento de los temas públicos) tiene un correlato filosófico en la
distinción, que buena parte de nuestra derecha intelectual ha elevado a la
categoría de principio sagrado, entre libertad negativa y positiva. Esta
distinción, formulada por Isaiah Berlin en una conferencia pronunciada en
200
1958 , advierte sobre los peligros involucrados en cualquier concepción
positiva de libertad; esto es, cualquier definición de libertad que no se
remita exclusivamente a la ausencia de coacción. La prioridad
correspondería así a la libertad negativa: soy libre en la medida en que
nadie me obligue ni me fuerce a algo. La contracara de dicha afirmación es
que el consentimiento individual es la medida última de todas las cosas.
Berlin expone esta idea con un adversario claro en su horizonte, que es el
comunismo (y volvemos al problema de siempre: las categorías de la
201
Guerra Fría ). En ese sentido, se trata de un texto históricamente situado; y,
de hecho, el mismo Berlin siempre insistió en las limitaciones de su
202
distinción .
Es innegable que la definición negativa de libertad tiene una larga
tradición en la historia del pensamiento político, desde Hobbes hasta
203
Hayek, pasando por Constant y Mill . Más allá de sus virtudes, esta
definición enfrenta un problema serio. En efecto, llevada hasta sus últimas
consecuencias, impide pensar cualquier realidad que exceda al individuo (y,
204
por ende, cualquier realidad social) . No podemos detenernos en esto aquí,
pero la noción pasa por alto una pregunta filosófica tan compleja como la
cuestión del consentimiento (y la voluntad), en la medida en que asume,
invariablemente, que el consentimiento individual es el único criterio válido
de libertad. Sin embargo, esto plantea algunas interrogantes que no pueden
despacharse sin más: ¿todos los consentimientos son igualmente válidos?
¿Es posible establecer distinciones cualitativas entre ellos? ¿Existe
efectivamente consentimiento fuera de ciertos condicionamientos sociales
que no dominamos? ¿En qué medida el consentimiento individual conlleva
siempre una dimensión colectiva? Más complicado aún: ¿cómo pensar el
fenómeno de la alienación desde esta perspectiva? ¿No hay ocasiones en
que la libertad negativa no basta para garantizar que haya efectivo
consentimiento? ¿No hay grados, por ejemplo, en el consentir? ¿Cómo
medir estos fenómenos? Desde luego, estos problemas son muy
complicados, y es imposible responderlos de forma definitiva, menos aún
en el cuadro de este trabajo. Con todo, la sola formulación de las preguntas
permite vislumbrar la complejidad de la cuestión: dado que no existe el
individuo aislado, entonces su libertad individual no puede ser pensada al
margen de ese contexto. Como bien apunta Aron, no hay libertad humana
efectiva fuera de la sociedad (y allí reside el gran punto ciego del
205
contractualismo) . Es lo que intentan hacer ver los republicanos cuando
definen la libertad como ausencia de dominación, integrando un aspecto
político a la definición: el consentimiento solo vale en un contexto donde
206
no hay opresión de ninguna especie . Esto implica que debemos poner
mayor atención a la dimensión social, y que el libre consentimiento a la
hora de firmar contratos no constituye el criterio último de justicia o de
corrección social.
Todo esto puede parecer muy abstracto, pero conecta directamente con
algunas de nuestras discusiones. Por dar un ejemplo muy sencillo, cada vez
que se ha propuesto limitar el trabajo los domingos, la derecha ha
reaccionado afirmando que se trata de una medida paternalista y contraria a
la libertad individual. Más aún, no solo ha reaccionado, sino que también ha
207
fomentado dichas medidas . Mirado desde el estricto consentimiento
individual, es completamente lógico: ¿qué podríamos objetar al hecho de
que dos personas contraten libremente determinados días y horarios de
trabajo, más aún cuando ambos se benefician en términos monetarios? ¿Por
qué habríamos de intervenir en esa relación y en esa decisión? Sin embargo,
la vida humana también tiene otros códigos, otros ritmos y otros motivos.
Por un lado, las negociaciones entre empleadores y empleados no siempre
son simétricas (esto explica que haya un Código del Trabajo, cuya
existencia es difícil de defender conceptualmente desde el puro
consentimiento); y, por otro, resulta relevante intentar preservar ciertas
lógicas de vida familiar y comunitaria que son obstaculizadas por el trabajo
dominical, sobre todo en un contexto de creciente despersonalización.
¿Cómo no comprender, por ejemplo, que una madre que trabaja los fines de
semana en un mall, lejos de su casa y con transporte público de mala
calidad, tendrá dificultades para educar a sus hijos? ¿Nos interesa cuidar
esos espacios o nos es indiferente? ¿Qué tipo de efectos sociales tiene que
muchas familias no puedan disponer de tiempo común? ¿Puede la televisión
o la calle reemplazar esas instancias? Este es exactamente el tipo de
problemas que no vemos con las categorías dominantes: no hay involucrada
una cuestión económica (¿cómo medir económicamente el impacto
colectivo del tiempo familiar?) ni guarda relación exclusiva con el
208
consentimiento individual .
Desde luego, el caso particular ha de ser decidido prudencialmente, y
antes de tomar una decisión será necesario mirar múltiples factores. Eso sí,
interesa destacar lo siguiente: si analizamos este caso desde la pura libertad
negativa, tendremos siempre una respuesta mecánica, que se priva de
pensar la realidad humana en su dimensión social. En otras palabras, una
comprensión estrecha de la libertad negativa no permite aceptar la
pertinencia de ninguna de estas cuestiones. Esto no quita que la noción
puede ser útil, pero al emplearla debemos ser muy conscientes de sus
profundas limitaciones, pues al poner el acento en el puro factum desnudo
del consentimiento, dejamos de ver los fenómenos colectivos. Es, si se
quiere, una distinción apolítica, porque ignora los condicionamientos
sociales que juegan un papel relevante en cada decisión individual; el puro
hecho del consentimiento desnudo no existe como tal, porque la sociedad
no está constituida de átomos aislados. La libertad humana es más un
resultado de la interacción entre los hombres que un hecho susceptible de
ser aislado en su aspecto puramente individual. Por lo mismo, privilegiar
sistemáticamente la consideración de la libertad negativa sobre cualquier
otro dato resulta altamente problemático cuando se busca asumir una
perspectiva política, que necesariamente debe ser más amplia. Dicho de
otro modo, un discurso político que asuma el principio de la libertad
negativa como algo sagrado está condenado a tener una visión castrada de
lo social que será también, inevitablemente, estéril: el individualismo así
entendido no constituye ni puede constituir una auténtica política. Por lo
mismo, Aron prefiere sistemáticamente hablar de libertades, en plural,
porque cualquier consideración demasiado unívoca del concepto tiende a
ser problemática, en cuanto reduce considerablemente el horizonte visual.
No es descabellado pensar que muchos de los problemas que enfrenta el
país guardan relación con que el triunfo de estas categorías apolíticas al
interior de la derecha fue demasiado rotundo, y por eso no tiene nada (digo
bien: nada) que decir sobre la situación actual, que es definitivamente
imposible de percibir desde esta óptica. La derecha se quedó en silencio,
porque la adhesión irrestricta al mercado y a la libertad negativa permite
decir poco, muy poco, sobre los fenómenos propiamente políticos.
El mercado como liberador: las paradojas de
Atria
En cualquier caso, las categorías dominantes de la izquierda no siempre son
mucho más iluminadoras y, de hecho, tienden a converger con algunas
premisas libertarias. Pese a que hay un esfuerzo intelectual más sofisticado,
la perspectiva de Atria cae —por más que le pese— en errores análogos. En
efecto, su caso es bien sintomático de nuestra situación intelectual. Por un
lado, es innegable que su trabajo contiene un valioso esfuerzo de
diagnóstico y que posee aspectos rescatables. La descripción que ofrece de
las patologías del mercado no es enteramente errada. Atria ve claramente
aquello que buena parte de la derecha se ha negado a enfrentar: el mercado
produce tensiones serias que no dejarán de existir porque las ignoremos.
Dichas tensiones tienen que ver con la creciente segmentación que se va
produciendo al interior de la sociedad, que plantea preguntas sobre la
justicia y la cohesión de la comunidad política. Las interrogaciones no son
triviales y —según vimos— no es necesario suscribir todas y cada una de
sus conclusiones para compartir, al menos parcialmente, algunos elementos
de su diagnóstico. Sin embargo, sus categorías explicativas tampoco son
suficientes, ni nos permiten aproximarnos adecuadamente a la realidad. Ya
vimos, por ejemplo, sus dificultades para aceptar la pluralidad propia de la
sociabilidad humana. En esto, su sistema no es en ningún caso menos
uniformador que la economía global que le provoca tanta antipatía.
Nada de esto es casual. En rigor, su crítica al mercado es mucho menos
radical de lo que parece. Por ejemplo, El otro modelo —libro escrito como
réplica explícita a El Ladrillo, en el que Atria participa como coautor—
reconoce algunos méritos del mercado: “el nuevo modelo” debe
radicalizarlo más que negarlo. Lo complicado no son (desde esta
perspectiva) los principios neoliberales, sino el hecho de que sus defensores
no están dispuestos a llevar sus premisas hasta las últimas consecuencias.
La dimensión problemática del neoliberalismo no está entonces en sus
conceptos, sino en su velocidad, o en sus límites autoimpuestos. En otras
palabras, el neoliberalismo es insuficiente porque no se atreve a desplegarse
enteramente y sin complejos. Pero, ¿qué quiere decir, desde una perspectiva
de izquierda, que el mercado deba ser radicalizado más que negado? Los
autores lo explican en un pasaje que tiene, al menos, el mérito de la
claridad:
Es un error mirar al mercado solo como un criterio de distribución; es también un
espacio de libertad, en la medida en que supone que los agentes no tienen deberes
anteriores al contrato. En particular, no están vinculados ni por la naturaleza ni por la
tradición. Esta dimensión del mercado es liberadora, algo que ha sido destacado una y
otra vez por quienes ven en la expansión del consumo durante los últimos veinte años
209
una forma de emancipación .

El texto es absolutamente formidable por la cantidad de tensiones no


resueltas que pueden contener unas pocas líneas. Dado que no es posible
enumerarlas todas, nos limitaremos a las más relevantes para nuestro
propósito. Es digno de notar, en primer término, que se reivindique la
dimensión puramente contractual del mercado: su virtud consiste en que
exige siempre y necesariamente el consentimiento individual. En otras
palabras, el mercado nos libera y emancipa de todas aquellas limitaciones
que no hayamos consentido previamente. Esto es sumamente paradójico,
porque ya vimos la severidad con la que Atria critica las diversas
formulaciones del contractualismo liberal, por cuanto éste no es capaz de
concebir ninguna obligación social al margen del contrato. Pues bien,
resulta que uno de los grandes instrumentos del contractualismo, al menos
desde Locke, es el mercado, pues (como bien explica Hayek una y otra vez)
se trata de una institución que permite la interacción pacífica sin acuerdo
respecto de los fines. Aquí reside, según sus defensores, la ventaja
indudable de este modo de relación: protege la plena autonomía en la
determinación de los fines individuales, lo que garantiza el respeto por la
libertad (negativa). Cada uno fija los objetivos que quiere perseguir, y el
mercado permite una coordinación pacífica entre la infinita diversidad de
fines. El mundo como un gran supermercado.
No obstante, resulta difícil obviar que Atria tiene (o al menos dice
tener) una intención ligeramente distinta: salir del egoísmo exige fundar un
mundo donde las relaciones fuera del contrato sean posibles. El ideal de
realización recíproca (que debe ser impuesto a través del Régimen de lo
Público) supone obligaciones que no son ni pueden ser reconducibles al
consentimiento individual (salvo que queramos dar vueltas indefinidamente
en círculos). Atria logra la curiosa hazaña de alabar la dimensión liberadora
y contractualista del mercado al mismo tiempo que critica sin piedad todos
sus efectos. Por más que le sobre el talento, éste no le alcanza para justificar
una contradicción de este calado: o bien celebramos el aspecto liberador del
mercado (y nos hacemos cargo de todas sus consecuencias), o bien
buscamos que la economía se integre a una lógica colectiva más amplia que
sea capaz de limitarlo en sus excesos. Si el mercado permite liberarnos de
“la naturaleza y la tradición”, entonces las patologías que la izquierda no se
210
cansa de denunciar no son tan patológicas ni tan indeseables . En otras
palabras, ¿cómo erigir el ideal de realización recíproca prescindiendo de la
naturaleza y la tradición? ¿La idea sería liberarnos de las relaciones
naturales y tradicionales por el mercado para luego construir una
comunidad de individuos que no tienen nada específico en común ni nada
efectivo que compartir, pero que deben “realizarse recíprocamente” desde
211
esa situación desvinculada, todo esto dirigido por una necesidad histórica ?
La abstracción de una propuesta de esa naturaleza salta inmediatamente a la
vista: si se celebran los efectos disolventes del mercado sobre la
comunidad, entonces resulta difícil rehabilitar esta última más tarde. ¿Desde
dónde hacerlo? ¿Puede darse la realización recíproca desde una autonomía
a tal punto desanclada de las comunidades efectivas y alejada de la
experiencia humana? Si el mercado no está integrado a una comunidad que
lo sostenga (y que excede necesariamente el mero consentimiento
individual), entonces se producen las tensiones y los desajustes que ya
hemos analizado en el capítulo cuatro. En el fondo, si fuera coherente, Atria
no solo debería considerar normal que los supermercados paguen a 150,
500 o 1.000 días, sino que también deseable. Después de todo, si no lo
hacen, es porque siguen obedeciendo a la “tradición” o a la “naturaleza”: el
empresario debe liberarse de esas ataduras arcaicas. En el fondo, querer
construir “relaciones de confianza” es un atavismo del pasado (sabemos que
Hayek y Atria están de acuerdo en este punto).
No cabe negar que, en determinados contextos, el mercado tiene una
dimensión liberadora, y que ésta puede valorarse positivamente. Con todo,
resulta cuando menos excéntrico celebrar —desde la izquierda— per se
todas las liberaciones producidas por el mercado. Aceptar esta lógica deja a
los autores en una pendiente tan peligrosa como irreversible. Por ejemplo,
¿cómo negarse desde esta óptica al comercio de órganos libremente
consentido, defendido abiertamente por los libertarios? ¿Qué motivos
habría para oponerse, al margen de “la tradición” y “la naturaleza”?
¿Permitir el comercio de órganos sería también un paso adelante en la
emancipación de la condición humana? ¿Qué decir del vientre de alquiler,
practicado en varios lugares del mundo? ¿No cabría considerar todo esto
como una insoportable forma de explotación del cuerpo (no hace falta ser
un genio para saber que los ricos terminarán comprando los órganos de los
212
pobres, y las mujeres más desvalidas portando niños )? En el fondo, la
perspectiva asumida por los autores es la de consumar el
“desencastramiento” del mercado. Así tendremos un individuo libre y
solitario, desanclado de las comunidades, dueño absoluto de sus decisiones
y sin ninguna obligación no consentida respecto de otros. Esto conecta
directamente con el ideal hedonista de mayo de 1968, que consagra al
individuo y su consentimiento como único criterio de ordenamiento; todos
213
los límites han de ser abolidos, porque encarnan estructuras opresivas . ¿Es
esa la dirección que nos permitirá acercarnos a un ideal de realización
recíproca? ¿No hay aquí una contradicción difícil de soslayar?
Es en este punto exacto donde se produce el encuentro intelectual entre
la derecha economicista y la izquierda progresista. Al tomar como
referencia última el consentimiento individual, ambas posturas piensan que
cualquier límite a ese consentimiento debe ser abolido. Unos realizan esta
tarea desde el mercado, que es —como bien viera Marx— el mejor agente
214
subversivo de las costumbres sociales ; mientras otros lo hacen desde la
“acción cultural”, cuya finalidad es precisamente derribar todas aquellas
barreras que nos impiden (supuestamente) el pleno ejercicio de nuestra
autonomía. La convergencia entre ambos mundos es evidente para quien
quiera verla. En cualquier caso, para lograr algo semejante, es necesario
darle rienda suelta a ciertos instintos que no necesariamente representan lo
mejor del hombre. El mercado es un formidable liberador de nuestros
deseos e impulsos, que se convierten en regla de acción. El mejor síntoma
de esto viene dado por la publicidad, que no trepida en intentar
convencernos de que todos nuestros apetitos merecen ser satisfechos
inmediatamente, y que no debemos admitir ninguna limitación extrínseca:
consume, y serás feliz.
Sin embargo, cabe al menos sugerir que las limitaciones a nuestros
deseos e impulsos, cuando son bien entendidas, no constituyen normas
opresivas y coercitivas de libertad, sino que son modos de orientarnos hacia
nuestras posibilidades más elevadas, son condiciones del despliegue de lo
humano. En lo que respecta al mercado, éste nos libera de las reglas no
consentidas, pero no lo hace para entregarnos a una exigencia kantiana de
autonomía y de racionalidad práctica, sino que nos orienta más bien hacia la
satisfacción inmediata de nuestros deseos, sin mediación racional: el
consumidor es, en el fondo, un niño que quiere que todos sus deseos se
215
cumplan inmediatamente: quiere su cuarto de libra ahora . Ni el niño ni el
consumidor tienen, en cuanto tipos morales, paciencia para aceptar la
inevitable distancia entre la realidad y nuestros impulsos (sabemos que el
paso a la adultez consiste precisamente en comprender ese dato elemental,
constitutivo de lo humano). La gran interrogante es cómo generar desde
esas disposiciones un lugar donde la deliberación pública sea posible, a
sabiendas de que la política es, por excelencia, aquel espacio de mediación
entre aspiraciones aparentemente irreconciliables. En efecto, la política es la
negación de lo inmediato y, por lo mismo, la disposición moral del
ciudadano es opuesta a la del consumidor. Cabe examinar, por ejemplo, si
las reivindicaciones estudiantiles del 2011 no están calcadas sobre el
modelo del consumidor que exige que se cumpla su aspiración sin aceptar
ningún tipo de mediación: sus verbos preferidos fueron exigir, emplazar y
216
reivindicar, más que escuchar, deliberar o comprender . Llegados a este
punto, uno bien puede preguntarse en qué medida El otro modelo propone
un dispositivo efectivamente distinto al propugnado por el economicismo;
las coincidencias entre la derecha que exalta el consentimiento individual y
la izquierda progresista que alaba el carácter liberador del mercado son
demasiado llamativas como para ignorarlas. La antropología subyacente a
ambas perspectivas es análoga. Por eso resulta tan perturbador que Atria et
al. celebren sin más la emancipación producida por el mercado. Como
sugería Bossuet, Dios se ríe de las creaturas que deploran los efectos cuyas
217
causas fomentan .
Educación como transmisión
Lo anterior puede ayudarnos a comprender por qué Atria logra la extraña
proeza de escribir cientos de páginas sobre educación, derechos sociales y
ciudadanía sin considerar nunca un solo vínculo comunitario efectivo: los
derechos sociales reposan sobre una sociabilidad completamente abstracta.
Tampoco menciona la configuración de la ciudad como factor que incide en
la formación de los ciudadanos, ni de la familia como primera instancia
educativa. Todo eso le importa poco, porque las comunidades efectivas son
un lastre para su paradigma. Por un lado, limitan nuestra libertad
(recordemos que el mercado nos permite emanciparnos de ellas); y, por
otro, exudan privilegios (la pertenencia a comunidades es, inevitablemente,
generadora de desigualdades). La conclusión inequívoca es que, al final, la
sociabilidad humana no se aviene bien con un paradigma abstracto de
justicia, porque no puede ser completamente inmune a la transmisión de
privilegios. Esto queda claro en un caso que advertimos hacia el final del
capítulo anterior: el papel que le asigna a la familia en el proceso educativo.
Si buscamos un ideal de realización recíproca, uno podría pensar que la
familia es el primer lugar donde algo así podría darse, pues es precisamente
aquel lugar donde se vive intrínsecamente la gratuidad (y por eso es tan
complejo exponerla sin más a los vaivenes del mercado o del
consentimiento individual comprendido de modo hedonista). Los
ciudadanos preocupados por la comunidad no nacen debajo de los árboles,
sino que son educados por otras personas capaces de transmitir algunos
bienes. En este plano, es indudable que el primer papel corresponde a la
familia, pero también son fundamentales todas aquellas instancias de
socialización capaces de vincularnos con un bien colectivo que nos permita
salir de la consideración narcisista de nuestra individualidad. Lo menos que
puede decirse es que el paradigma atriano casi no toma en cuenta todo esto,
porque sus categorías se lo impiden. Su afán mesiánico por realizar —aquí
y ahora— la justicia en el mundo le impide ver los límites de la acción
política que guardan relación con la condición humana: es cierto que la
familia (y las comunidades) puede transmitir privilegios (entre muchas otras
cosas), pero esa es la contracara indispensable de los bienes que procura
(volveremos sobre esto más adelante).
Ahora bien, lo más llamativo es que si hay un ámbito en que todo esto
es relevante, ese es la educación. La visión según la cual el fin principal (y,
para algunos, exclusivo) de la educación es la integración y la justicia social
tiende a ser reduccionista. Este es uno de los motivos en virtud de los
cuales, como ya dijimos, toda nuestra discusión sobre este tema ha sido un
poco estéril. Desde luego que la educación puede servir a esos fines, y es
particularmente importante, por ejemplo, en la generación de un ethos
común. Pero antes de ser aquello, la educación es sobre todo transmisión de
una herencia: educando transmitimos aquello que antes recibimos de otros y
218
que consideramos fundamental para el despliegue de lo humano . Si
olvidamos ese dato fundamental (que desdeñan por igual tanto los
tecnócratas de derecha como los utopistas de izquierda), entonces la
educación se convierte en algo meramente instrumental, que debe orientarse
a cumplir fines ajenos a ella misma, como la igualdad social o la
219
satisfacción de las necesidades del mercado laboral . Desde luego, no se
pretende decir que estas dos dimensiones deban estar completamente
ausentes del proceso educativo, pero sí que deben estar integradas a un
cuadro donde la prioridad le pertenece a la transmisión de una herencia a las
nuevas generaciones. Por lo mismo, si el Régimen de lo Público se da el
lujo de ignorar el papel de las familias, es porque asume que la educación
no es, en primer término, una cuestión de transmisión. Esto le permite no
solo ignorarla, sino que considerarla como una amenaza seria para su
concepción de justicia. El problema es que considerar que los fines del
proceso educativo no guardan relación con la indispensable labor
transmisora puede terminar eliminando cualquier atisbo de verdadera
educación. Esto tiene sus efectos, porque si hay algo claro es que no
podremos avanzar en la solución de nuestras dificultades si no hacemos
algo por rehabilitar las primeras comunidades, pues solo desde ellas puede
emerger una vida auténticamente pública.
Este punto es interesante también por otros motivos. La tesis según la
cual la transmisión no es un componente fundamental de la educación (y
que incluso debe ser descartada como fuente de desigualdades) es coherente
con la visión del mercado como liberador de las tradiciones y de la
naturaleza. Si la educación no debe buscar transmitir, es porque la
transmisión es herencia, y la herencia es una carga que oprime: nos obliga a
recibir algo sin mediar previo acuerdo. En rigor, esta visión busca negar el
concepto mismo de herencia cultural. La idea antropológica subyacente es
que el hombre puede (y debe) emanciparse efectivamente de todo aquello
que no haya consentido; y en esta óptica, la libertad humana crece en la
medida en que somos capaces de liberarnos de todas las ataduras impuestas.
Por eso para algunos es tan importante, por ejemplo, incluir la enseñanza de
la teoría de género en la educación. Desde esta óptica, incluso la sexualidad
humana debe ser vivida con independencia de los datos biológicos, que no
son más que eso, un dato con el cual podemos hacer lo que mejor nos
parezca. La sexualidad no tendría una dimensión recibida, sino que sería
220
algo que construimos enteramente en el ejercicio de nuestra libertad . Al
hombre contemporáneo se le hace insoportable incluso la dependencia para
con su cuerpo, que exige una nueva emancipación. Desde luego, esto vale
para todas las dimensiones de la vida: hay que emanciparse de la
sexualidad, de la familia, de la sociedad, de la nación, de los códigos
morales, de las tradiciones y costumbres, porque al final del camino, el
paradigma promete (recordemos a Kuhn) una autonomía que constituye el
auténtico destino de lo humano. La educación es vista entonces como un
instrumento decisivo en esa promesa emancipadora, como si el hombre no
fuera, en definitiva, un ser finito, cuyas posibilidades son necesariamente
221
limitadas .
Subsiste entonces la legítima pregunta de si acaso el hombre admite
ser tratado de ese modo. En efecto, puede pensarse que lo propio del
fenómeno humano, como bien lo notaba Aristóteles, es precisamente su
carácter limitado. El hombre es aquel ser que se ubica entre lo divino y lo
animal, y que está condenado a acomodarse en esa instancia intermedia.
Esto implica que nuestra acción posee ciertamente un aspecto libre, que es
una nota distintiva de lo que somos. Pero, al mismo tiempo, esa libertad
está en constante interacción con la dimensión heredada: no elegimos lo que
somos. No elegimos nuestro sexo, ni nuestros padres, ni donde nacimos, así
como tampoco muchos rasgos de nuestro carácter. La paradoja es que la
auténtica libertad solo puede ejercerse asumiendo aquellos planos donde
carecemos de decisión: la libertad solo existe en ese frágil intersticio. Al fin
y al cabo, el ideal de una humanidad desvinculada de cualquier tradición y
liberada de todos los compromisos corresponde exactamente a aquello que
222
Marx llamaba “cosmopolitismo burgués” , y es exactamente aquí donde
vuelven a encontrarse los economicistas (que se vuelven libertarios) con los
progresistas venidos de la izquierda (que también se vuelven, a la larga,
libertarios). Ambas posturas suscriben una visión desanclada de lo humano,
que no hace sino agravar los problemas propios de la modernidad, que
tienen que ver precisamente con la necesidad urgente de vincularnos a
comunidades efectivas capaces de proveer sentido.
Capítulo 7. Política y modernización en Chile

La modernidad como diferenciación


El capítulo anterior intentó mostrar que los instrumentos conceptuales que
utilizamos habitualmente para tratar de comprender nuestra situación son
insuficientes pues, en el mejor de los casos, oscurecen tanto como iluminan.
Si dicha tesis es plausible, entonces tenemos una tarea urgente: la de
recuperar la capacidad de aproximarnos a la realidad asumiendo su carácter
multiforme. En otras palabras, tenemos que escapar de los reduccionismos
que se disputan la hegemonía en la discusión pública. Esto exige un cambio
de perspectiva más o menos profundo. No se trata de darle (o no) la razón a
uno u otro bando en tal o cual punto, sino de asumir un punto de vista que
busque, en primer término, comprender. Esto resulta difícil, porque nuestros
hábitos intelectuales están, en general, orientados a corresponderse con el
régimen (en general) binario de la política. En efecto, una de las preguntas
que se escucha con frecuencia cuando se intenta realizar este esfuerzo es:
bueno, pero ¿de qué lado estás? Así, incluso aquellos que piden más
alternativas en la arena política terminan frustrando su emergencia al
intentar encasillarlas en los parámetros tradicionales. No se trata de predicar
una imparcialidad tan imposible como indeseable, pero sí de intentar
cambiar el lugar de la pregunta. Dicho de otro modo, más que preocuparnos
por ubicar a cada cual en estereotipos que nos ahorran el trabajo de
reflexionar sobre el presente, deberíamos interrogar ese presente, con la
finalidad de aprender antes que de fijar una posición. Se trata de un trabajo
previo e indispensable a cualquier definición política; de hecho, toda
definición política es caprichosa, o simplemente mecánica, si no viene
respaldada por esta reflexión.
Ahora bien, ¿desde dónde emprender la indispensable reflexión sobre
el presente? ¿Qué referencias utilizar en el esfuerzo de aprehenderlo? Las
alternativas son múltiples, pero es fundamental escoger alguna que nos aleje
de los manidos reduccionismos. En este sentido, un marco conceptual que
puede resultar provechoso guarda relación con el concepto de
modernización. En las últimas décadas, Chile ha sufrido un proceso
modernizador muy acelerado, sin que nos hayamos detenido mucho a
pensar seriamente sobre él, sobre sus consecuencias, sobre sus posibles
variantes y modalidades. Tampoco hemos puesto demasiada atención en la
especificidad propia de nuestra proceso, siendo que éste ha tenido sus
singularidades. Solemos olvidar que no resulta aconsejable replicar, sin
más, categorías sajonas o europeas a un proceso que —nos guste o no—
tiene mucho de latinoamericano. Naturalmente, esto exige un esfuerzo de
reflexión cuyas dimensiones exceden largamente los límites de este trabajo.
Con todo, quizás sea posible ofrecer un cuadro general, o algunas
indicaciones, que pueden servir de instrumento para empezar a utilizar esta
perspectiva. Desde luego, nuestro objetivo no es proponer soluciones
prácticas ni de política pública, sino solo intentar esbozar un marco
conceptual que pueda ayudarnos a comprender el lugar que ocupamos en la
actualidad.
La primera dificultad que enfrenta un desafío de esta naturaleza es
definir la modernización. De más está decir que no hay (ni puede haber)
una definición unívoca de tal concepto, ni de la modernidad en general, y de
223
hecho la discusión sobre la materia es bastante extensa . No obstante, tal
vez sea posible identificar algunos rasgos comunes a las múltiples
aproximaciones que se han ofrecido: todo proceso de modernización parece
caracterizarse por una continua diferenciación social en función de un
acelerado desarrollo técnico. Manent afirma que la modernidad es el
régimen de las separaciones, esto es: donde la existencia humana se
224
segmenta ad infinitum . En este sentido, la modernidad representa
ciertamente una pérdida de unidad, ya que las condiciones modernas no
permiten (o al menos dificultan gravemente) que las distintas dimensiones
de nuestras vidas estén articuladas de modo unitario. Esto produce un
sentimiento de nostalgia; y muchos añoran, por ejemplo, algunos aspectos
del viejo Chile, donde habría existido mayor integración social, o donde la
225
unidad nacional se habría vivido de forma más concreta .
¿En qué consiste exactamente aquello que la modernidad separa? ¿En
qué dimensiones y cómo se produce esa diferenciación constante? La
respuesta más precisa para esta pregunta sería: en todo. En rigor, casi no
hay porción de la existencia que quede ajena al proceso. La religión, por
ejemplo, que fue tradicionalmente la instancia articuladora de sentido,
queda reducida en la modernidad al ámbito privado, o es al menos una
práctica pública nítidamente circunscrita (lo que tiene efectos considerables
226
en su propia naturaleza ). A su vez, lo privado se distingue de lo público; el
Estado, de la sociedad; la representación política divide a los ciudadanos de
sus gobernantes, y así. El trabajo queda separado de la familia, y esta última
también pierde progresivamente su carácter unificador. De este modo, se
despliega un proceso de racionalización que divide poco a poco la vida
humana en parcelas separadas, cuya comunicación no es evidente ni
inmediata, hasta el punto de que puede ser difícil ubicarse en la compleja
madeja de lógicas y procesos propia del mundo. Nuestra experiencia
cotidiana tiene que ver con esto: no solo cumplimos muchas funciones a la
vez, sino que también nos vinculamos día a día con un sinfín de
organizaciones y estructuras que nos exigen cosas difíciles de conciliar. El
individuo pierde los puntos de referencia que tradicionalmente le habían
ayudado a orientarse y, de alguna manera, queda desamparado en un mundo
anónimo, desprovisto de sentido, y desencantado, para utilizar la expresión
de Weber. Si se quiere, la modernidad consiste en la progresiva toma de
conciencia de esta nueva situación, donde el hombre debe enfrentarse a un
mundo que no se deja aprehender por la conciencia (es el gran tema, por
ejemplo, de las novelas de Kafka y de Broch). La diferenciación de la
sociedad no permite pensar ni concebir la vida de forma unitaria, ni
tampoco las relaciones sociales: cada sistema despliega su código, lenguaje
y exigencias específicas, lo que tiende a diluir progresivamente los vínculos
sociales prerreflexivos. Al mismo tiempo, cada uno de esos sistemas
desarrolla una pretensión totalizante, es decir, busca explicar toda la
realidad a partir de un principio o de un aspecto (quizás este último
fenómeno no sea sino la expresión patológica de un anhelo de recuperar la
integración unitaria de la vida).
El proceso modernizador tiene muchos puntos de partida. Uno de ellos
es, por ejemplo, el principio de especialización del trabajo, defendido por
Adam Smith: mientras más avanza el mundo, más se especializan las
distintas funciones, y menos perspectivas generales posee cada individuo,
encerrado en una pequeña lógica que no le permite ver mucho más lejos.
Hoy por hoy, estamos ya acostumbrados a este fenómeno que, según
algunos, es el síntoma más claro de la desintegración del mundo, porque
deja al hombre separado del fruto de su trabajo, para transformarlo en
227
simple engranaje de un proceso anónimo . Otro punto de partida es el
cambio en la relación con la naturaleza: a partir de Descartes y Bacon, el
hombre se vincula con la naturaleza para dominarla, para hacerse amo y
señor del mundo. Dominar la naturaleza supone desarrollar el conocimiento
técnico, que es el gran instrumento de poder sobre ella. Así, la modernidad
es también una progresiva racionalización técnica. Se produce entonces una
nueva separación, entre el hombre y su entorno, separación que indignará a
Rousseau y a la conciencia ecológica. El objetivo general de este vasto
movimiento es, como ya lo sugería Hobbes, hacer más confortable la vida
del hombre: la paz y la prosperidad se convierten en objetivos últimos de la
228
vida social, cuya consecución exige grados crecientes de racionalización .
Este proceso —que hemos intentado describir muy esquemáticamente
— puede ser evaluado de distintas maneras. Por un lado, figuran quienes
suscriben posiciones reaccionarias: son aquellos que rechazan la
modernidad en cuanto tal, y quisieran por tanto volver —de uno u otro
modo— a un momento anterior. Otra perspectiva es la asumida por aquellos
que critican el proceso sin querer retroceder, pues creen que la
radicalización del movimiento podría resolver los dilemas modernos.
Rousseau es quizás el más insigne representante de esta forma de pensar:
buena parte de su filosofía puede ser leída como un desesperado intento por
recuperar la unidad de la conciencia humana, que la modernidad divide
incansablemente una y otra vez; aunque sus soluciones no consisten nunca
en volver hacia atrás, sino en acelerar. Otro autor que pertenece a esta
tradición es, por supuesto, Marx, cuya filosofía de la historia busca romper
229
definitivamente con la división hegeliana entre lo universal y lo particular .
Luego están quienes aceptan de buen grado la modernidad y los bienes que
conlleva, y que además afirman que es completamente inútil luchar contra
ella. Benjamin Constant y su célebre defensa de la libertad de los modernos
puede ubicarse en esta posición. Otro ejemplo, importante en nuestra
discusión, es el de Hayek, que alaba la diferenciación en la medida en que
permite el pleno despliegue individual: la modernidad permite, a través del
mercado, que cada uno elija sus fines, y que éstos se coordinen
pacíficamente. Para Hayek, este es el modo en que la modernidad supera el
orden tribal, cuyo principal rasgo viene dado por la obligación que tienen
los individuos de someterse a los dictámenes colectivos no consentidos.
En rigor, ninguna de estas posiciones parece demasiado útil. Los
reaccionarios se parapetan en una pura negación carente de toda
operatividad política; los críticos como Rousseau y Marx suelen ser presas
de una filosofía de la historia que los deja más cerca de la fe que de la
filosofía; mientras que los complacientes quedan ciegos frente a las
tensiones o dificultades producidas por la modernización (y, en este sentido,
también son víctimas de una filosofía de la historia: hay que alabar lo
moderno porque es moderno, sin mediar ninguna reflexión crítica sobre el
230
contenido de dicha modernidad ). Con todo, hay una cuarta alternativa, que
consiste en mirar la modernidad como un hecho tan macizo como imposible
de negar, pero que puede (y debe) ser analizado con independencia de
juicio. Nadie encarna mejor esta posición que Tocqueville, el aristócrata
francés que visita la naciente democracia norteamericana en la primera
mitad del siglo XIX. Tocqueville se interroga por el sentido de un fenómeno
nuevo que, según él, supone una ruptura fundamental en la historia de la
humanidad; la democracia moderna, dice, no tiene precedentes, no admite
ser pensada en función de categorías pasadas; y por eso intenta elaborar una
nueva ciencia política capaz de dar cuenta de dicha novedad. A la hora de
elegir, Tocqueville es más favorable que contrario al movimiento moderno;
y, sin embargo, no silencia sus críticas: el auténtico amigo de la democracia,
dice, no es quien calla sus defectos, sino quien dice la verdad sobre ella, por
231
más dolorosa que sea .
Esta perspectiva exige cierta honestidad, pues requiere formular
algunas preguntas incómodas, pero imprescindibles en nuestro propósito de
comprender. Dicho de otro modo, es imprescindible, desde una mirada
tocquevilliana, intentar determinar las tensiones y riesgos implícitos en la
modernidad. Un texto brillante de Peter Berger y Thomas Luckmann puede
232
servirnos de guía en esta cuestión delicada . Para ellos, la principal
dificultad que enfrenta todo proceso de modernización es la (eventual)
233
crisis de sentido , que se produce cuando los individuos no encuentran
sentido final a sus existencias (lo que tiene efectos muy complejos). Estas
crisis se producen porque la diferenciación moderna también toca los
sistemas normativos: aquellas convicciones que, en el pasado, servían para
orientar la vida humana de modo integral, se disuelven, dejando al hombre
sin coordenadas estables ni seguras. Dicho de otra manera, los hombres
modernos recibimos orientaciones tan múltiples como contradictorias,
provenientes de los diversos subsistemas que se hacen cargo de áreas
234
diferenciadas de nuestras vidas . Aron, en una de sus últimas
intervenciones, no decía algo muy distinto: es cierto que las sociedades
contemporáneas han garantizado dosis de paz y prosperidad que eran
impensables hasta hace no tanto tiempo, pero dejan sin responder la
cuestión del sentido. ¿Dónde reside, se interrogaba Aron, la virtud en las
235
sociedades contemporáneas ? La pregunta subyacente era, desde luego, si
acaso una sociedad puede subsistir en el largo plazo ahorrándose el trabajo
de responder esas dudas.
La experiencia chilena y sus dificultades
Naturalmente, ninguna de estas cuestiones puede aplicarse mecánicamente
a nuestra realidad. Aquí hay que intentar conservar un difícil equilibrio. Por
un lado, es innegable que nuestra modernización tiene especificidades que
exigen una mediación reflexiva. Pero al evocarlas tampoco debemos perder
de vista que nuestro país está integrado en un movimiento muy vasto y que,
por tanto, dichas singularidades son tan reales como limitadas. Esto es
importante, porque algunas de nuestras indignaciones penden de aquella
singularidad. De hecho, nos encanta decir que Chile es el país más desigual
del mundo, o que es el único país que permite el lucro en la educación, o
que es el más conservador, o el de mayor segregación; o el de la bandera
más linda: afirmamos constantemente nuestro carácter absolutamente
excepcional. Quizás hay motivos justificados para algunas de esas
afirmaciones, pero no podemos olvidar que también revelan algún
provincianismo crónico. Hecha esta prevención, es posible afirmar que
efectivamente el caso chileno tiene algún grado de singularidad. En primer
término, el último tramo del proceso fue acelerado, muy acelerado: nosotros
recorrimos, en pocas décadas, un camino que otros países tomaron mucho
tiempo en andar. En una generación, el país cambió de punta a cabo. Fue,
además, un proceso de modernización impuesto desde arriba sin matices ni
pausas relevantes: el país fue objeto de una transformación radical en sus
condiciones de vida y en la manera de ordenar sus relaciones colectivas.
Para utilizar los términos de Mario Góngora, la liberalización económica
fue una planificación global, en algún sentido pariente de las otras
planificaciones globales que se habían disputado la hegemonía en Chile en
236
los decenios anteriores . Esto es un poco paradójico, pero la auténtica
revolución modernizadora en Chile fue obra de los economistas de Chicago.
Con todo, fue llevada a cabo de tal modo que nos dejó poco (o nada de)
tiempo para reflexionar (ni hablar de deliberar) sobre su naturaleza y sus
efectos: es como si lo hubiéramos soportado de forma puramente pasiva,
más que haberlo gobernado políticamente. Hasta cierto punto, esto es
normal y esperable en un régimen autoritario. El problema es que, en rigor,
el regreso a la democracia no modificó sustancialmente esta dimensión de
las cosas. El estilo de gobierno de la primera Concertación adoleció —
como vimos en el capítulo tercero— de un grave defecto: no asumir la
primacía del factor político, no asumir plenamente las decisiones que se
tomaron, culpando con frecuencia a factores extrínsecos. En el fondo, el no
lo podemos reconocer equivale a no lo podemos deliberar. Por paradójico
que suene, el fin de la dictadura no permitió una mayor reflexión sobre el
proceso iniciado por los Chicago boys. La crisis actual es, de algún modo,
una reacción a todo aquello. La reacción tiene desde luego una insoportable
dimensión adolescente en muchas de sus manifestaciones, pero es también
una respuesta a ese desajuste: nadie quiso asumir en buena lid los costos
asociados a la modernización, y esto la dejó en un curioso estado de
vulnerabilidad política. En esa omisión está incubada nuestra crisis, en la
medida en que impidió cualquier reflexión serena sobre sus efectos.
Nuestro proceso posee, además, otra singularidad: se realizó casi
237
exclusivamente por medio de la expansión del mercado . Ese fue el gran
instrumento introducido en muchos ámbitos de la vida social, en los que
antes habían imperado otras lógicas. Este cambio profundo tampoco ha sido
objeto de una evaluación razonada: ¿hasta dónde queremos que llegue el
mercado? ¿Debe la lógica económica gobernar todos los aspectos de la vida
social? ¿Dónde funciona bien y donde menos bien? ¿Qué límites ha de
tener? ¿En qué medida y cómo el mercado erosiona algunos vínculos
sociales? Estas preguntas, de carácter esencialmente político, merecen ser
explicitadas del mejor modo posible. En ese sentido, se hace urgente
rehabilitar la sede política con el fin de ser capaces, al menos, de
formularlas debidamente. Por último, la modernización chilena también
conserva rasgos propiamente latinoamericanos, lo que está lejos de ser un
detalle marginal. En efecto, buena parte de nuestras élites suele admirar
bobamente las categorías y modelos extranjeros, buscando imitarlos en todo
238
lo que sea posible . Hay allí un profundo equívoco, porque en América
Latina estos procesos tienen una caracterización específica, pues la
modernización opera sobre cultura católica, y el resultado está
inevitablemente teñido por ese dato (con los bemoles y consideraciones que
uno pudiera hacer luego). Cousiño y Valenzuela —en un texto muy lúcido
que trata este tema— intentan caracterizar esa diferencia con la noción de
presencia: en América Latina, los grados de despersonalización son
necesariamente menos profundos que en otros lugares, porque nuestra
cultura está marcada por la presencia (y basta acercarse a cualquier plaza de
239
provincia para notarlo) . Por eso resulta tan perturbador que tantos
políticos, columnistas e intelectuales tiendan a admirar unívocamente la
modernidad inglesa o norteamericana, casi como lamentándose de no haber
nacido allá. Esto revela alguna falta de reflexión sobre el fenómeno, pues,
en el fondo, quieren escapar antes de comprender; y buscan copiar
mecánicamente allí donde habría que cuidar especialmente la emergencia
240
de lo propio .
Esta caracterización es, por supuesto, muy breve y general, y cabría
realizar muchos comentarios adicionales para precisar mejor la cuestión.
Sin embargo, ella nos permite identificar mejor los nudos problemáticos de
nuestro propio proceso. Hemos vislumbrado ya la relevancia de esto: si
nuestra crisis tiene que ver con cierto malestar frente a algunos efectos de la
modernización, se hace indispensable saber cuáles son esas tensiones, si
acaso queremos formularlas adecuadamente. De lo contrario, andaremos a
ciegas buscando soluciones para problemas que no hemos terminado de
conocer. Por eso decíamos que este es un trabajo necesariamente anterior a
cualquier programa político concreto. Pero, ¿cuáles son esos nudos
problemáticos? Me parece que podemos identificar, al menos en principio,
tres grandes tipos de dificultades. La primera tiene que ver con la falta de
política que ha rodeado nuestro itinerario. Dado que la política es una de
aquellas instancias que pretenden articular la diversidad de lo humano, en
épocas de diferenciación su labor es por lo mismo más compleja y más
indispensable. Más compleja porque la sociedad está cada vez más
diferenciada, y por tanto el esfuerzo de mediación entre distintos intereses y
aspiraciones es cada vez más arduo; y más indispensable, porque la
sociedad va perdiendo progresivamente sus referencias tradicionales, y por
tanto la pérdida de la política se vuelve grave. La cuestión es
particularmente difícil, porque la calidad de nuestra política se ha ido
degradando. No puede negarse que aquello que podríamos llamar el punto
de vista sociológico tiende a afirmar que la modernización niega la primacía
241
del factor político ; y es innegable también que el lugar de la política ha
cambiado conforme pasa el tiempo. Con todo, es posible pensar —
siguiendo a Aristóteles— que la política sigue siendo, a pesar de sus
dificultades, la actividad que mejor da cuenta del fenómeno humano: si el
hombre es un animal político (esto es, orientado a una realización que solo
se alcanza en la interacción con otros al interior de la polis), entonces no
puede prescindirse de ella impunemente. El segundo tipo de problemas son
las posibles crisis de sentido advertidas por Berger y Luckmann. Este es un
riesgo latente que no debe ser desdeñado, más allá de que la especificidad
latinoamericana nos otorgue alguna resistencia en este plano (que, en
cualquier caso, es cada vez más frágil). Un tercer tipo de inconvenientes
tiene que ver con los fundamentos morales del orden político y económico.
En Chile la aplicación del liberalismo económico fue de tal velocidad, y en
muchos sentidos tan exitosa, que olvidamos por completo que el mercado
autorregulado es una ficción que solo existe en la mente de algunos
teóricos, pues en la realidad siempre reposa sobre un complejo entramado
de costumbres y hábitos que lo hacen posible. Nuestras sucesivas crisis de
confianza guardan relación, en mayor o menor medida, con este aspecto que
nunca hemos tomado en serio.
En algún sentido, cada una de estas dificultades es inherente a la
modernización, o al menos la acompañan de uno u otro modo. Es
importante tener este dato en mente, pues se equivocaría quien buscara un
antídoto perfecto contra estas amenazas. De hecho, la mentalidad según la
cual podríamos superar definitivamente estos riesgos es un poco peligrosa,
pues nos lleva a concebir soluciones teóricas tan radicales como
desencarnadas. Al final, el proyecto de Atria se explica desde allí: en su
lógica, la diferenciación moderna operada por el mercado puede ser
superada a través de la exclusión del mercado de algunos bienes, luego de
lo cual podríamos acercarnos al ideal de la realización recíproca (y esta
última también podría entenderse como un estado de unidad). Sin embargo,
una mirada atenta a la realidad lleva a admitir que eso no es posible, ya que
el mundo tiene códigos y resistencias que no pueden ser violentados
impunemente. En ese sentido, y aun concediendo que el mercado tiende
necesariamente a segmentar (y que, como hemos dicho, hay que tomarse en
serio las patologías implícitas), el fenómeno no puede ser reducido a un
solo factor (o bien: la modernización no está constituida solo por el
mercado).
Estos nudos problemáticos no tienen, en consecuencia, ninguna
solución milagrosa: la modernidad conlleva algún tipo de decepción y
consiste, en alguna medida, en aprender a convivir del mejor modo posible
con ella: por eso Aron hablaba de las desilusiones del progreso. No
obstante, tampoco debemos contentarnos con una postura complaciente,
que tiende a esencializar los procesos de modernización, negando que
podamos intervenir sobre ellos. Ciertamente, las intervenciones han de ser
cuidadosas, pues deben tomar en cuenta y asumir la lógica de cada una de
las realidades; pero no podemos renunciar a tratar de neutralizar sus riesgos.
En otros términos, convivir de la mejor manera posible con esos peligros
implica la pregunta sobre cuáles tipos de convivencia son más razonables
que otros. La modernización no es un proceso unívoco, sino que admite
múltiples manifestaciones y maneras de encarnarse. No querer orientarla es
tan poco sensato como negarla en bloque. Pero la primera condición es
ponernos de acuerdo en el diagnóstico, pues resulta imposible intentar curar
la enfermedad de alguien que dice no tener ninguna. En otras palabras, hay
que volver a formular la interrogante que planteara Bernardo Subercaseaux:
242
¿qué modernidad queremos ?
Dado que nuestra modernización se hizo por medio de la
monetarización, la primera pregunta guarda relación con el mercado y sus
243
fundamentos morales . El mercado químicamente puro es un régimen de
intercambio donde cada agente intenta maximizar sus ganancias. En el largo
plazo, el juego solo funciona si dicha maximización se produce dentro de
un cuadro común: no hay intercambio allí donde no hay ninguna confianza
en que el otro cumplirá con su palabra, tendrá mínimos grados de
honestidad y no intentará engañarme apenas pueda. En suma, el mercado
solo funciona (y este es quizás el gran punto ciego del sistema hayekiano)
en la medida en que hay algún tipo de comunidad moral, por mínima que
sea. Además, esos contenidos morales, aunque sean mínimos, exceden lo
que pueda indicar la letra de la ley, pues descansan sobre una reserva de
costumbres que hace posible que haya contratos e interacciones
económicas. En la medida en que el afán maximizador le gana terreno a esa
reserva de costumbres, entonces el capitalismo tiende a horadar sus propias
condiciones de existencia; la búsqueda del propio bienestar a la que alude
Adam Smith en su célebre ejemplo del panadero solo puede comprenderse
en referencia a un contexto que indica cuáles son los límites donde eso
244
puede darse . El capitalismo ruso contemporáneo —dominado por
oligarquías vinculadas con el antiguo régimen soviético— es quizás el
mejor ejemplo de un sistema económico aplicado allí donde las costumbres
simplemente no lo soportaban; y el resultado inevitable es una plutocracia
concentrada que tiene muy poco de “economía libre”, como quiera que
entendamos el sentido de la expresión.
Pero hay más: como bien insisten autores tan disímiles como
Castoriadis y Schumpeter, para funcionar correctamente, el mercado
requiere de una serie de tipos humanos que por definición es incapaz de
producir: jueces íntegros, policías con sentido del deber, funcionarios
honestos, profesores con vocación por transmitir, por nombrar algunos. El
hecho es que hay una larga lista de funciones que la lógica maximizadora
245
no puede proveer . En otras palabras: esperamos de muchos actores
sociales que no estén movidos principalmente por el afán de maximizar sus
ganancias, pues necesitamos que tengan una vocación auténtica, que
responda a otros parámetros. La pregunta que surge inmediatamente es cuán
cuidadosos somos de estimular esas disposiciones morales indispensables,
pero alejadas del núcleo del capitalismo. Si acaso es verdad, como nota el
mismo Castoriadis una y otra vez, que las sociedades funcionan
necesariamente en torno a imaginarios colectivos, cabe formular una
interrogación: ¿qué tipo de modelos humanos erige nuestra sociedad?
¿Cabe esperar que surjan vocaciones de jueces, profesores y policías en una
sociedad que valora el éxito ante todo y que prioriza ideales más bien
hedonistas? ¿O éstas son más bien excepciones, sobrevivencias extrañas de
una ética que ya no tiene lugar?
La generación de confianza social —ese bien tan intangible como
indispensable— requiere de esos tipos humanos, que de algún modo le
devuelven cierta unidad al cuerpo social. Mientras más se diluye el vínculo
personal, y más se pierden estas disposiciones humanas, más cuesta recrear
confianzas al interior del espacio público. En Chile, este fenómeno se ha
visto agravado por una serie de escándalos que han afectado a aquellas
legitimidades sociales que, de algún modo, articularon el país hasta los años
noventa: empresarios, políticos e Iglesia. Reconstruir los vínculos cuando se
ha perdido la confianza no es tarea fácil, pero eso no la hace menos urgente.
La exigencia implícita es volver a valorar debidamente algunas actitudes,
pero no solo cuando ha surgido algún escándalo (lo que no tiene demasiado
valor), sino antes, cuando parece difícil: la sociedad no le debe menos al
funcionario honesto que al empresario exitoso. Este desafío enfrenta una
dificultad conceptual que no es trivial, pues implica rehabilitar, en algún
sentido, la noción de virtud. Sin embargo, sabemos que el mundo moderno
tiende a negar la pertinencia del concepto mismo, porque llevaría envuelta
una actitud moralizante. ¿Cómo y desde dónde predicar la virtud en el
mundo contemporáneo? La moral dominante tiende a disolver los conceptos
tradicionales de bien y mal, remitiéndolos a una cuestión de puras
decisiones individuales, que no admiten intervención de terceros. Al mismo
tiempo, exacerba el lenguaje de los derechos, dejando en la penumbra la
contracara de los deberes: hoy se habla mucho del ciudadano empoderado,
con plena conciencia de sus derechos, pero se habla poco y nada de los
deberes que debe cumplir ese ciudadano para que esos derechos puedan
existir. Tanto es así, que creemos que la democracia, por ejemplo, es un
régimen que garantiza derechos, cuando es sobre todo un régimen muy
exigente, que supone dosis elevadas de virtud cívica; la democracia fundada
en el hedonismo narcisista tiene muy poco de democrática, y tiene también
muy poco futuro como tal, porque carece de vitalidad interna. En el fondo,
el mundo contemporáneo tiende a menospreciar aquello que Orwell llamaba
la decencia ordinaria, esto es, contenidos morales sustantivos que poseen
espontáneamente los hombres corrientes (como la solidaridad, la
cooperación, la generosidad y la benevolencia, que son virtudes corrientes,
pero al mismo tiempo constituyen un catálogo distinto de las éticas mínimas
con que liberales contemporáneos tienden a resolver el problema del
246
sustrato moral común) .
Sin embargo, una economía de mercado sana no puede desarrollarse
sin esa decencia ordinaria. En la medida en que se diluyen algunos
contenidos morales sustantivos y se debilitan ciertas nociones éticas, el
mercado encuentra serias dificultades, porque se desconecta del
metabolismo de la comunidad. Desde luego, aquí no hay ninguna salida
mágica que proponer, pero deberíamos partir al menos por tomar conciencia
de la cuestión: no podemos actuar en nuestra vida cotidiana olvidando que,
en buena medida, el orden está sostenido en disposiciones que el mercado
es incapaz de reproducir por sí solo (como, por ejemplo, las vocaciones que
mencionamos más arriba). Aquí nuestro problema principal, me temo, es
que ni siquiera sospechamos dónde reside la dificultad. Nos sorprendemos
con los escándalos, sin interrogar si nuestros propios comportamientos
cotidianos no guardan relación con ellos. Dicho de otro modo, la pregunta
interesante de formular es si acaso dichos escándalos no son la
consecuencia más o menos esperable del mundo que hemos construido, o si
247
corresponden a patologías ajenas a él . Es difícil caracterizar
adecuadamente estos fenómenos, porque en ellos confluyen varios factores.
Con todo, puede pensarse que hay elementos que no van en la dirección
correcta. Por un lado, en muchos sentidos, el sistema llama constantemente
a subvertir ciertos contenidos morales (recordemos la enseñanza de Marx:
no hay nada más subversivo que el mercado desplegado hasta sus últimas
consecuencias). Por otro lado, la publicidad (como ya vimos) nos invita a
satisfacer nuestros apetitos del modo más veloz posible: vivimos sumidos
en la dictadura de lo inmediato y del presente, donde toda espera equivale a
248
una frustración . En fin, como hemos visto, se exalta la lógica de los
derechos, y se habla poco de los deberes que exige la vida común. En ese
contexto, y dados esos estímulos, ¿debemos sorprendernos realmente de
que se produzca abuso cuando un agente se encuentra en posición de sacar
provecho indebido de alguna situación? ¿Qué significa, en rigor, “indebido”
al interior de la lógica contemporánea? ¿Por qué dicho agente debería
respetar las reglas del juego? ¿Tenemos algún motivo sustantivo que
ofrecerle, o nuestro razonamiento solo se basa en motivos instrumentales y
de eficiencia?
Con todo, los escándalos no son la parte más grave del asunto. Son la
más visible, y también aquella que nos permite dar con responsables de
nuestros males, en esa lógica sacrificial que tan bien explicara Girard: así,
249
el mal queda concentrado fuera de nosotros . Pero los escándalos son
síntomas de asuntos más profundos que debemos asumir como tales si
acaso queremos ir más allá de la pura (e inútil) indignación. En efecto,
como señalábamos más arriba, la disolución progresiva de los sistemas
normativos capaces de orientar la vida humana deja a las sociedades
particularmente expuestas a las crisis de sentido. En otras palabras, un
cuerpo colectivo se disloca cuando pierde las referencias morales
compartidas. Después de todo, aquella afirmación aristotélica que
caracteriza a la comunidad política como aquella instancia donde ponemos
en común nuestras concepciones sobre lo justo y lo bueno no ha perdido
250
nada de su pertinencia . Aunque la modernidad rechaza pensarse a sí
misma desde esa óptica, existe un fenómeno contemporáneo que confirma
la tesis del filósofo griego: el imperio de lo políticamente correcto. Por
paradójico que resulte, el hecho es que nosotros, modernos, valoramos la
diversidad y afirmamos sin titubear que el respeto a la libertad de
pensamiento y de palabra ha de ser absoluto; y, sin embargo, imponemos
límites invisibles a aquello que puede o no decirse, que puede o no
pensarse. El imperio de lo políticamente correcto —esto es, de un lenguaje
que respete puntillosamente todos y cada uno de los prejuicios del mundo
contemporáneo— es una muestra de que la sociedad no soporta (y condena
al ostracismo) a quienes exceden los márgenes del conformismo ambiente.
Es un modo algo torpe de mantener la unidad (básicamente porque lo
políticamente correcto atenta directamente contra la libertad de espíritu),
pero cumple el objetivo de dibujar márgenes fuera de los cuales no debemos
salir; lo políticamente correcto es el postrero esfuerzo de las sociedades
251
contemporáneas por conservar al menos alguna apariencia de unidad .
Como sea, la polis comprendida desde la comunidad de (algunos) principios
morales no debe ser pensada en antinomia radical con el pluralismo propio
de la modernidad. Este es, sin duda, un problema mayor. ¿Cómo hacerse
cargo, desde una perspectiva propiamente política (esto es, articuladora de
unidad al interior de la comunidad) del pluralismo moderno? Cabe recordar,
en todo caso, que el mismo Aristóteles crítica severamente el anhelo
platónico de unidad absoluta, porque considera que las comunidades
252
humanas son necesariamente polícromas y diversas . Esto nos da una pista
que podría permitir avanzar en esta cuestión: la política busca articular
ciertas diferencias, pero articular supone aceptarlas y acogerlas, no
suprimirlas. Es, si se quiere, una unidad relativa, o una unidad en la
253
diversidad . Para llevar esto directamente a nuestra realidad: si los
consensos se quebraron, se vuelve relevante pensar en elaborar otros, que
permitan la existencia de la pluralidad en la comunidad. Esta es, sin duda,
una de nuestras tareas más urgentes.
El hecho es que las crisis de sentido crean dificultades objetivas al
interior de la sociedad. Éstas, que han sido bien descritas por la sociología,
tienden a agudizarse con el debilitamiento progresivo de la nación como
forma política, que, de alguna forma, ha sido la gran solución moderna al
problema de la unidad. En efecto, la forma nacional ha sido la proveedora
de unidad en un contexto de diferenciación: el Estado soberano surge como
un modo de unificar lo diverso y enfrentar así la dispersión medieval de la
autoridad política. Pero sabemos que la modernidad tampoco cree en la
nación, y de hecho los sentimientos nacionales son ridiculizados con
frecuencia, como si fueran algo propio de un pasado arcaico y felizmente
254
superado . Como fuere, es innegable que las crisis de sentido son, en algún
grado, consustanciales a sociedades plurales y diversas como las nuestras.
Cuando tratan esta cuestión, Berger y Luckmann proponen una vía para
intentar atenuar el impacto de dichas crisis. Esta vía pasa fundamentalmente
por el fortalecimiento y el fomento de aquello que llaman asociaciones
intermedias, que son capaces de proveer sentido a pequeñas comunidades.
Berger y Luckmann insisten mucho en este punto: el sentido es siempre un
fenómeno compartido; la búsqueda de sentido siempre se manifiesta de
modo social —el sentido se busca con otros y para otros— y, por lo mismo,
estas asociaciones cumplen una función indispensable al interior de la
colectividad. Asimismo, señalan que es responsabilidad del Estado y de los
medios de comunicación el proteger, preservar y fomentar la existencia de
tales comunidades, siempre que cumplan con algunas condiciones mínimas.
Las personas suelen encontrar en esas comunidades pequeñas un sentido
compartido para sus vidas, en ausencia del cual su integración social es muy
255
precaria (y constituyen por tanto una fuente potencial de problemas) . Todo
esto es particularmente relevante en América Latina, por algo que dijimos
más arriba: nuestra vida común se ordena en torno a la presencia, en
comunidades efectivas.
Lo anterior puede ayudarnos a comprender cuán descaminado es el
proyecto de reducir o menospreciar la importancia de estas asociaciones
(que es el proyecto de Atria, inscrito, en último término, en la tradición
rousseauniana), para aumentar proporcionalmente las atribuciones del
Estado. Es cierto que en Chile también hemos sido víctimas de un equívoco
algo grosero, que tiende a identificar automáticamente los cuerpos
intermedios con los agentes económicos, pero en verdad son mucho más
que eso, aunque los incluyen. Una auténtica subsidiariedad debe ser
pensada desde esta óptica: el desafío es fortalecer las comunidades
existentes, donde las personas se integran naturalmente a algo que sienten
propio, a algo que les permite salir de su propio yo. La modernidad
encuentra aquí uno de los antídotos más potentes para sus patologías.
Mientras el mundo se vuelve anónimo en función de la racionalización
burocrática y de la diferenciación constante, este tipo de asociaciones tiene
la capacidad de convertirse en fuente de sentido e instancia de encuentro
personal, que es la forma más básica del tejido social. Estas fuentes de
sentido son, desde luego, diversas, y por lo mismo no admiten
homogeneización ni estandarización: respetarlas en su propia lógica supone
no intervenirlas desde códigos que les son ajenos (como sería, por ejemplo,
obligarlas a todas a adscribir a un abstracto Régimen de lo Público). De
aquí el peligro de concebir lo público como sinónimo de estatal, o de
atribuirle al poder central un derecho de tutela sobre estas asociaciones.
Hannah Arendt es muy lúcida a la hora de explicar esto: una caracterización
correcta de lo público no puede pasar por alto que éste surge y se constituye
a partir del encuentro entre diversas perspectivas y puntos de vista,
encuentro que hace posible un diálogo auténtico (que no podría darse entre
256
posturas idénticas) . Lo público no es aquello que podamos crear desde el
diseño centralizado luego de que todos los vínculos humanos auténticos
hayan sido diluidos por el mercado; lo público es precisamente aquello que
emerge de la diversidad de lo humano, y a partir de lo cual es posible crear
y recrear un mundo común, un mundo compartido en el que podamos
encontrarnos desde nuestras diferencias. Lo público, por ejemplo, no puede
anular todas las desigualdades, sino que las articula en cierta unidad. Una
visión demasiado rígida de este concepto termina inevitablemente por
anular esa diversidad y, en consecuencia, neutraliza las fuentes de vida
pública. Así, es posible que se agraven aquellas patologías que se quieren
superar, en la medida en que se carece de una reflexión adecuada sobre la
modernidad. Al mismo tiempo, cualquier defensa razonada del mercado
como institución debería partir desde acá: la libertad económica es
importante no solo porque permite alcanzar mayor eficiencia, sino sobre
todo porque el mercado es soporte indispensable de esa pluralidad: allí
donde el Estado uniforma, un mercado bien entendido permite el despliegue
de lo plural (así como uno mal concebido también tiende a uniformar).
Rehabilitar las comunidades
Estas reflexiones en torno a la importancia de las formas básicas de
sociabilidad pueden parecer un poco abstractas, pero en rigor están
directamente conectadas con muchos de nuestros problemas (o de los nudos
problemáticos que identificamos más arriba). Aquella vida pública, por
ejemplo, solo puede emerger en espacios físicos que la incluyan en su
horizonte. Dicho de otro modo, estas consideraciones nos obligan a
interrogarnos por el orden concreto de nuestras ciudades: ¿en qué medida
ellas están pensadas en función de la preservación de un espacio público?
Todas las discusiones en torno a la construcción de malls, por ejemplo,
deberían tomar en cuenta este marco. Es obvio que, en sí mismo, el mall no
tiene nada de malo (¿cómo podría tenerlo?). No obstante, existe un motivo
muy serio en virtud del cual muchos países restringen su construcción a la
periferia de las ciudades, prohibiendo que estén en su interior. Dicha
limitación no se debe a un capricho anticapitalista, sino a una comprensión
de que los centros urbanos cumplen una función que excede largamente el
mero consumo y que, por tanto, su vitalidad debe ser protegida: son un
espacio de encuentro, donde se tejen relaciones personales y de confianza.
Cuando el mall es construido cerca de esos centros, tiende a arrasar con
ellos (el caso de Viña del Mar, por dar un solo ejemplo, es paradigmático).
Hay allí una pérdida que está lejos de ser banal, pues se pierde aquel
espacio de encuentro, donde el consumo está presente, pero conviviendo de
modo integrado con otras dimensiones de la vida; los malls son
complicados por el lugar que ocupan, y por cómo afectan el metabolismo
propio de la vida común. Por eso, su instalación exige una deliberación
sobre estas cuestiones, que no son marginales ni accidentales. Este eje
debería, al menos, ser considerado a la hora de abordar este tipo de temas.
Por supuesto, si solo consideramos el consentimiento individual como
criterio, no tenemos nada que decir respecto del mall (y en rigor no tenemos
casi nada que decir respecto de nada), que sería algo así como un no-
problema, porque la lógica de la vida pública es colectiva, y no se puede
siquiera percibir desde el individualismo. En el mismo sentido, tanto las
plazas como los parques también son instancias que permiten emerger al
mundo que no se deja aprehender ni desde la consideración individual ni
desde el Estado: ¿hemos privilegiado en nuestras ciudades la creación de
espacios que puedan permitir el despliegue de lo humano en su dimensión
social? ¿Tenemos conciencia de que esos espacios no pueden ser
desechables, sino que deben tener cierta duración y estabilidad para lograr
257
crear un mundo común ? Es innegable que en los últimos años hemos
tomado conciencia de que aquí hay una cuestión (lo que constituye un
avance importante), pero aún nos falta mucho por aquilatar.
Una ciudad con espacios verdes y compartidos es un lugar que permite
y fomenta ese tipo de encuentro. Hay incluso un detalle muy pedestre, pero
que revela bien nuestra inconciencia respecto de algunos problemas: el
ancho de las veredas. Allí donde no hay veredas, o éstas son tan estrechas
que no permiten caminar, se nos está diciendo que ni el paseo ni la caminata
son bienvenidos: la vía pública existe solo para el automóvil, esto es, solo
para el movimiento entre lugares distantes, sin que se valore aquello que
puede producirse en el trayecto. Otro factor que incide en esta
configuración guarda relación con los efectos de la concentración
económica. Esta última tiende a convertir toda relación comercial en algo
anónimo, ya que el imperio de las grandes cadenas hace difícil la creación
de vínculos humanos en torno al mercado. Es posible que todo esto parezca,
a más de alguno, un poco nimio frente a las grandes temáticas nacionales
(¿qué hace un señor preocupado de las veredas en lugar de, digamos, la
triestamentalidad del gobierno universitario?), pero nuestro error de
perspectiva reside, al menos en parte, precisamente allí: la fuente primaria
de nuestras dificultades tiene que ver con que nuestro modelo de desarrollo
dificulta la emergencia de este tipo de espacios.
Ahora bien, hablar de sociabilidades primarias como sustento del
orden político y como antídoto frente a las patologías de la modernidad nos
obliga a considerar un tema que ha estado más bien ausente del debate (al
menos desde esta perspectiva): el orden familiar. La sociabilidad que
mencionamos más arriba no es posible sin familias, que es desde donde
surge todo lo otro; la familia es el primer espacio de sociabilidad, en
ausencia del cual el resto se vuelve impensable. Hay muchas formas de
explicar su importancia. Uno de ellos es el siguiente: cuando la familia, por
el motivo que sea, no logra cumplir su papel, entonces las dificultades
posteriores en materia de integración social no pueden sino agravarse. En
otras palabras, la familia es la primera proveedora de sentido, y cumple ese
258
papel de un modo necesariamente prerreflexivo . No es descabellado
pensar que nuestro desafío político más urgente pasa por aquí (aunque el
tema no exista en la agenda de nadie): debemos generar las condiciones
259
para que las familias puedan cumplir sus funciones indispensables . Ya
vimos cuán absurdo era pretender negar el papel educativo de la familia
porque sería transmisora de privilegios, ya que su papel es irreemplazable
(si no son las familias las primeras encargadas de educar, ¿quién podría, y
debería, hacerlo?).
Desde luego, la primera tarea propia de la familia tiene que ver con el
aprendizaje de ese primer vínculo social, que Marcel Mauss llamaba “don”,
y que también podemos llamar gratuidad: la familia es el espacio donde
puede vivirse la gratuidad, porque los afectos no son (al menos en
260
principio) condicionados . Ningún ideal de realización recíproca puede
prescindir de esta enseñanza, que no es abstracta, sino que se vincula
directamente con nuestra experiencia vital. Al mismo tiempo, la familia es
la instancia que transmite algunos bienes indispensables, que son muy
difíciles (o virtualmente imposibles) de transmitir fuera de ella. Como
recuerda Chesterton, una sociedad que logra que las familias cumplan con
sus funciones básicas tiene mucha menos necesidad de recurrir luego a
261
jueces, fiscales, policías o —en otro nivel— inspectores de colegio . Por
supuesto, no se trata de una cuestión económica, sino que de tipos de
sociabilidad: las familias son el gran dique de contención contra lo que
hemos llamado las patologías de la modernidad. Si todo esto es plausible,
entonces deberíamos ser capaces de empezar a considerarla como una
auténtica categoría política, y de primera importancia, pues allí se juega
buena parte de nuestro futuro. En otros términos, la decencia ordinaria que
predicaba Orwell solo existe, a la larga, porque hay familias donde se
transmite. El valor del trabajo bien hecho, el respeto por el otro, la
puntualidad, la honestidad, la generosidad son virtudes cuyo primer espacio
solo puede ser el contexto familiar. La pregunta que debemos formular
entonces es si acaso en Chile están dadas las condiciones para que todo esto
pueda ocurrir, y si el tema está en algún lugar de nuestras prioridades. Aquí
tienden a converger nuevamente economicistas (para quienes cada cual
debe rascarse con sus propias uñas: ¿por qué habríamos de apoyar a las
familias?) y progresistas (que rechazan cualquier política dirigida a la
262
familia, por estar supuestamente fundada en ideas “conservadoras” ). En
cualquier caso, los mismos conservadores chilenos tienen sus culpas: por un
lado, han sido incapaces de elaborar un discurso sobre la importancia de la
familia; y, por otro, han sido de algún modo cómplices al proyectar un ideal
de “familia tradicional chilena” que es irreal, y que también por momentos
puede ser indeseable y excluyente. Es indudable que también hay algo de
responsabilidad allí en el hecho de que no pueda hablarse públicamente de
estos temas sin cierto bochorno. En ese contexto, el cuadro final no es
demasiado estimulante.
En rigor, y considerando que este tema casi no existe en nuestra
discusión, trasladamos todas estas preocupaciones a la escuela, hasta
extremos delirantes: esperamos de ella que venga a subsanar un sinnúmero
de carencias, que responden a otras causas. De más está decir que dicha
pretensión es completamente ilusoria, más allá de los innegables logros que
puede tener un buen colegio. Por lo mismo, urge preocuparse por las
condiciones de una vida familiar que se corresponda con el bienestar de sus
miembros. Esto supone varias exigencias. Por de pronto, debemos volver a
valorar y promover la estabilidad, cuya ausencia hace muy difícil la
transmisión de la gratuidad: la vida familiar no puede entenderse desde el
paradigma del consumidor ni de lo desechable. Naturalmente, esto no puede
implicar una noción excluyente de familia; pero ello tampoco debe
impedirnos fijarnos en aspectos centrales. Por ejemplo, si la estadística de
263
niños nacidos fuera del matrimonio debe preocuparnos, no es por un afán
moralizante ni puritano, sino porque eso implica cierta precariedad, tanto
económica como afectiva, que incide inevitablemente en el proceso
educativo (y cualquier profesor puede dar testimonio de cuánto influye un
ambiente estable en las disposiciones del alumno). Esto nos obliga también
a acudir en auxilio de esas madres (y padres) que educan sola(o)s a sus
niños, porque su tarea es tan crucial como difícil. Pero, ¿la(o)s ayudamos
realmente? En términos más generales, ¿cuánto coopera el entorno social a
la tarea educativa de los padres?
Pensemos, por ejemplo, en el papel de la televisión: ¿qué estereotipos
transmite, qué criterios de éxito propone, cuán coherente intenta ser con
aquellos bienes que los padres comunes y silvestres intentan transmitir? El
abandono del papel educativo de la televisión —reconocido explícitamente
264
por algunos de sus dirigentes más influyentes — no ha sido inocuo: en el
fondo, la televisión (salvo excepciones) tiende a ordenarse en torno a la
figura del consumidor, llamándonos constantemente a adaptarnos a esa
265
disposición moral . Dado que sabemos a ciencia cierta que los niños pasan
muchas horas frente a la TV, resulta completamente absurdo que nunca
hayamos reflexionado sobre lo que queremos transmitir a través de ella,
dejando que el mercado opere libremente (pues solo él manifestaría de
modo transparente las preferencias individuales… ¡como si no hubiera un
problema social involucrado!). La dificultad obvia estriba en que el
mercado puede fomentar algunas actitudes antinómicas con cualquier
proyecto educativo medianamente serio. Como ha recordado Spaemann,
educar consiste principalmente en mostrar al educando la distancia que
existe entre nuestros deseos y la realidad, que no se amolda fácilmente a
ellos: eso es precisamente lo que forma el carácter, y lo que permite superar
el egotismo, abriéndose a la consideración del otro en cuanto otro, y no
266
como mero instrumento para cumplir mis deseos . El imaginario propio del
mercado es más bien contrario, y nos llama a satisfacer inmediatamente
nuestras inclinaciones. Es en este sentido que se ha dicho que el capitalismo
nos infantiliza: la lógica del consumo quiere evitar tanto la espera como la
267
mediación racional de nuestros apetitos . ¿Cómo esperar que las familias
inculquen virtudes en un contexto dominado por aquella ética? ¿Hemos
pensado alguna vez sobre los efectos de la publicidad en los niños? Más
aún, ¿sobre los objetivos de la publicidad dirigida al público infantil?
Otra tarea pendiente guarda relación con la natalidad: actualmente
Chile tiene una tasa de natalidad más baja que muchos países europeos, por
debajo de la tasa de reposición. Según los datos disponibles, uno de los
motivos que explican esto es la falta de recursos, y las dificultades para
compatibilizar los horarios de trabajo con los familiares. Tener hijos en
268
Chile se ha convertido en un lujo caro, accesible a pocos . Esto es
problemático por muchos motivos. En primer término, hay una cuestión
existencial: una sociedad que no quiere conservarse en el tiempo a través de
la natalidad tiene un problema serio. ¿Queremos que siga existiendo Chile,
creemos que hay algo valioso involucrado allí? La natalidad, decía Arendt,
269
es el milagro que salva al mundo de su ruina natural . Sin embargo, en
Chile faltan muchos niños. Aunque algunos consideran que no se trata de
algo negativo, sino de un signo de modernización, es difícil negar que aquí
hay algo que merece atención (y, de hecho, es dudoso que sea signo de
270
modernización ). En este sentido, se hace indispensable ir en ayuda de las
familias y de sus hijos, porque en el fondo ellas están, con su esfuerzo,
construyendo Chile. Esta es quizás una de las dimensiones menos amables
de la modernización a la chilena: llevamos tan lejos el mercado, que los
costos asociados a la maternidad deben ser asumidos individualmente. Las
declaraciones de impuestos, por ejemplo, son individuales y no familiares,
como ocurre en otros países; al fin y al cabo, el ingreso que generan la
inmensa mayoría de los chilenos está destinado a financiar gastos
271
familiares . En esta materia, el sistema de isapres no lo hace mucho mejor:
al cargar exclusivamente a las mujeres por el riesgo económico asociado a
la maternidad se utiliza una categoría individual para dar cuenta de la
natalidad. No obstante, es evidente cuán absurdo resulta algo así. Por un
lado, en la concepción de un niño deben participar necesariamente dos; y,
luego, se trata de un problema que en verdad le compete a toda la sociedad.
En cada nacimiento que ocurre en Chile, de algún modo estamos todos
involucrados. Por lo mismo, debe haber pocas cosas tan injustas en Chile
como ese sobreprecio cargado a las mujeres (y que ningún gobierno de
ningún signo ha tenido la voluntad de cambiar). En términos más generales,
cabe preguntarse también por el apoyo efectivo a la maternidad, en lo que
respecta a las condiciones laborales y a los horarios; o a las facilidades para
cuidar a los niños tanto en períodos escolares como de vacaciones, y así
podríamos enumerar una larga lista de necesidades que existen poco en el
debate.
Por otro lado, las condiciones para una vida familiar adecuada
implican pensar también sobre aquel espacio donde ésta se desarrolla: las
viviendas y sus entornos deben estar diseñados no solo en función de
abaratar costos, sino en permitir el despliegue de las primeras comunidades.
Lo otro es simplemente un muy mal negocio, porque es mucho más caro ir
más tarde en auxilio de aquello que no ha funcionado y que, en
272
consecuencia, puede producir desviaciones más o menos graves . En este
sentido, otro aspecto importante es el transporte público y los horarios de
trabajo, que deben estar adaptados a estas necesidades. En el capítulo
anterior, mencionamos la cuestión del trabajo dominical, que guarda
relación con esto; si esperamos de las familias que transmitan ciertas cosas,
pues bien, debemos permitir que lo hagan: nadie puede hacerlo si pasa más
de dos horas (de pie) en el transporte público, si sus días de descanso no
coinciden con los del resto de su entorno, y así. Uno podría alargar
indefinidamente esta lista de condiciones necesarias para que pueda
desarrollarse una vida familiar en buenas condiciones, pero interesa
simplemente destacar que si nuestros problemas tienen que ver con la
confianza y el sentido, no podemos seguir ignorando esta dimensión. Es
fundamental fortalecer el primer núcleo de sociabilidad, desde el que
emergen las restantes formas de asociación que configura al cuerpo
273
colectivo . En esta materia tampoco debemos ser ingenuos: la lógica propia
del mercado —como lo vieron hace mucho tiempo Schumpeter y
Chesterton— tiene a veces efectos devastadores sobre la vida familiar y sus
274
posibilidades de acción (con todas las consecuencias de algo así) .
Un problema político
Hasta aquí hemos visto que una vía de acción que puede resultar fructífera
es proteger, preservar y fomentar la vitalidad de las asociaciones
intermedias, que son fundamentales para intentar superar —en la medida de
lo posible— los nudos problemáticos que identificamos más arriba. En
efecto, tanto las crisis de sentido como el progresivo debilitamiento de los
órdenes político y económico, pueden ser contrarrestados de este modo.
Pero en rigor todo esto posee una correspondencia propiamente política
(recordemos que la degradación de la política es el otro nudo problemático
de nuestra modernización). Permitir que las familias desplieguen sus
potencialidades de la mejor manera posible y lograr que la sociedad esté
constituida por un tejido denso de asociaciones intermedias capaces de
proveer sentido, es un primer paso indispensable. Pero luego es imperativo
vincular esos niveles de sociabilidad con el bien del todo, y esa es tarea de
la política, entendida en un sentido amplio. Naturalmente, esa vinculación
no puede realizarse desde la pura abstracción, sino que requiere una
delicada articulación de niveles. La pregunta central es cómo lograr que los
miembros de la sociedad perciban que aquello que afecta a la sociedad los
afecta también a ellos. Volvemos al problema de la unidad, que de algún
modo debe ser preservada, o recuperada, si acaso ya fue perdida. No es,
desde luego, una unidad que absorba la totalidad, sino una unidad política
de carácter arquitectónico (según el decir de Aristóteles). Sabemos que la
diferenciación moderna es el principal obstáculo para esa identificación: el
proceso mismo de modernización hace cada vez más difícil que podamos
percibir esa unidad; el bien del todo nos es más bien indiferente, pues solo
vemos (e interactuamos) con pequeñas partes de ese todo.
La crisis de la representación política es uno de los grandes síntomas
de este problema. Los representantes, quienes deberían suplir este vacío, ya
275
no tienen nuestra confianza, ni se comportan a la altura . Los
representantes ya no nos vinculan con el todo, y su lenguaje nos suena
inevitablemente falso (de hecho, muchos parlamentarios han optado
simplemente por homologarse con la figura del alcalde, pues se sienten
incapaces de operar otro tipo de articulación). En cualquier caso, se trata de
una dificultad típica de las sociedades de masas, donde las estructuras
políticas se vuelven demasiado anónimas para ser reconocibles y
apropiables por el ciudadano común: ya no vemos personas, sino sistemas;
ya no vemos a la nación, sino intereses ocultos. Según Tocqueville, esta es
una de las grandes amenazas a las sociedades modernas: la combinación de
individualismo con masificación puede generar una situación donde los
ciudadanos dejan de serlo, para convertirse en individuos únicamente
interesados por la satisfacción de sus “pequeños placeres”; ya no hay ánimo
ni disposición para emprender grandes aventuras, ni para ocuparse del
276
todo . Un nuevo despotismo emerge entonces: el de un Estado tutelar que
impone sus condiciones a una masa de individuos carentes de toda
277
organización . El pensador francés también ofrece pistas para intentar al
menos atenuar los síntomas más preocupantes de este mal. Según él, es
indispensable fomentar primero las asociaciones civiles; ya vimos cuán
importantes son si se busca repersonalizar una sociedad que parece avanzar
en la dirección opuesta, y Tocqueville insiste mucho en este punto. Una
segunda medida recomendada por el autor de La democracia en América es
descentralizar, de modo de acercar las estructuras de poder a las personas, y
romper la distancia que se produce entre el bien individual y el bien
278
público . Uno de los caminos para romper esa alteridad es contar con
instituciones de representación política que no sean demasiado lejanas, y
279
que de alguna forma guarden relación con la vida cotidiana . No se trata de
abogar por una democracia directa (sueño de cierta izquierda), que solo
otorga poder a las minorías más vociferantes; pero es innegable que
debemos afinar mucho nuestros actuales mecanismos de representación
política para intentar superar las consecuencias más perversas de la
centralización. Esto es fundamental, y de hecho nuestros indicadores en esta
materia están más bien al debe: Chile es un país que no solo es brutalmente
centralizado, sino que, además —salvo honrosas y escasas excepciones—
esa centralización nunca ha estado realmente en la agenda. Como fuere, las
grandes ciudades son un obstáculo para todo lo que hemos venido diciendo:
las concentraciones urbanas excesivas solo agravan las patologías de la
modernidad, dado que en ellas es muy difícil recuperar el contacto personal.
Descentralizar, en este contexto, se vuelve un imperativo de primer orden,
porque eso podría —eventualmente— ir recuperando un tejido sociopolítico
que nuestro país ha perdido. Acercar las decisiones a las personas las
involucra y las compromete en proyectos comunes, las hace parte de una
comunidad más amplia que puede permitirles salir de su comodidad
individual.
Esta observación de Tocqueville nos conecta con nuestro propósito
inicial, cuando decíamos que nuestra crisis requiere de una mirada
propiamente política, y nos permite precisarlo un poco más. Si el lector ha
tenido la paciencia de seguirnos hasta acá, podrá constatar que hemos
enumerado una serie de desafíos que nos parecen prioritarios para enfrentar
aquello que hemos llamado la situación postransición. Pero en rigor, estos
280
desafíos tienen un requisito indispensable: la rehabilitación de la política .
Ésta debe ser entendida en su sentido original, como aquella actividad
capaz de mediar entre distintas aspiraciones humanas y de articular la
unidad de algo que tiende a una diversidad muy extendida. La intención no
ha sido aquí elaborar un programa, sino mostrar aquellas categorías y
aquellos aspectos de la realidad en los que parecen ubicarse nuestras
dificultades más relevantes. Pero debe operar sobre ellos una mediación
política, esto es, una deliberación razonada que concierne tanto al
diagnóstico como a las eventuales maneras de tratar las patologías que se
hayan identificado. Todo esto requiere una política de buena calidad, capaz
de procesar las diferencias naturales (y sanas) que se producen en la
discusión pública.
Por otro lado, en sociedades tan divididas como la nuestra en
cuestiones fundamentales, solo ella puede intentar mediar entre distintos
bienes que son aparentemente inconmensurables: la política es el arte de la
traducción (por eso tampoco tiene vocación totalitaria: no le interesa
reemplazar a las partes, ni substituirse a ellas). Como hemos visto
largamente, hay otras categorías que le han disputado la hegemonía. La más
relevante, pero no la única, es por cierto la mirada económica; otra es la
abstracción atriana, que es antipolítica en la medida en que niega la
consideración de bienes humanos efectivos en la elaboración de su
paradigma y le atribuye a la historia la solución de nuestros problemas. La
política también se ve amenazada por el lenguaje jurídico, que intenta
imponer a través de una doctrina expansiva de los derechos una
determinada concepción de lo bueno, que además no ha de ser defendida en
el Parlamento, sino en tribunales (cuando los políticos abdican de su tarea,
los jueces no ven inconveniente en tomar la posta). Por último, otra
amenaza (convergente con las anteriores) es la que proviene del
individualismo radical, que se niega siquiera a concebir la existencia de
fenómenos colectivos: solo existe el individuo, dicen, no la sociedad, como
si hubiera algún tipo de realización humana relevante que pueda producirse
al margen de otros. Se hace urgente, entonces, recuperar la perspectiva
propiamente política para mirar los problemas humanos, esto es, una
aproximación que, tomando en cuenta las aspiraciones de los ciudadanos,
logre generar las condiciones para un despliegue efectivo de las
potencialidades del hombre, que solo pueden desarrollarse al interior de la
polis. En otras palabras, la única manera seria y razonable de enfrentar
nuestra crisis es hacerlo políticamente; recuperando un lenguaje, una
aproximación y una mirada que nos permitan comprender que nuestras
dificultades son comunes y que, por tanto, solo podremos avanzar en un
sentido correcto si antes hemos comprendido y asumido esa dimensión
comunitaria efectiva. Como ha dicho Javier Gomá, a nuestra polis
281
contemporánea “le urge encontrar vías para constituirse en comunidad” .
La pregunta es, desde luego, cómo dar con los resortes indispensables que
permitan lograrlo. El mismo Gomá nos da una pista al respecto: es
indispensable recuperar la noción de ejemplaridad pública. En ese sentido,
rehabilitar la política no es solo una cuestión institucional ni de mecanismos
jurídicos, sino que es ante todo volver a tomar conciencia de que cada uno
de nuestros actos tiene incidencia sobre los otros, en cuanto puede
constituirse en ejemplo (bueno o malo) para otras personas; e implica por
tanto volver a poner en primer plano nuestra naturaleza política: toda acción
y toda decisión de cada individuo posee efectos públicos. Mientras la
libertad se siga situando en aquello que Aron llamaba la mera liberación de
los deseos individuales, más que en nuestras responsabilidades como
ciudadanos de una república democrática, permaneceremos encerrados en
282
los laberintos que hemos intentado describir a lo largo de este trabajo . La
democracia es un régimen exigente, pues demanda un modelo de
ciudadanía que no puede reducirse a la figura del consumidor en la medida
en que requiere de un ideal mucho más elevado, y del cual todos somos
responsables. Ser ejemplares (o al menos querer serlo) supone que somos
plenamente conscientes de este aspecto de la realidad y que no estamos
dispuestos a encerrarnos en un yo desvinculado tan ficticio como nocivo
para la polis: hay familias, hay ciudades, hay una nación, y nos debemos a
cada una de esas realidades en la medida en que formamos parte de ellas, y
en la medida en que nuestro propio bien está intrínsecamente ligado al suyo.
La ejemplaridad, desde luego, es también una forma de intentar recuperar
algo de unidad: una vida ejemplar no puede ser una vida dividida, es una
vida que debe tener coherencia entre la palabra y la acción. Mientras los
ciudadanos (porque esto no es un problema que ataña solo a los políticos
profesionales) no estemos dispuestos a tomarnos en serio esta exigencia que
emana de nuestra politicidad natural, difícilmente podremos diagnosticar ni
afrontar nuestra crisis que es, en definitiva, una crisis de comunidad.
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Notas

[←1]
Este texto tiene carácter de ensayo y, por tanto, las referencias bibliográficas y notas al pie son
solo indicativas. Ellas no pretenden agotar los temas tratados, sino más bien complementar y
profundizar algunos aspectos. Aprovecho de agradecer muy especialmente a todos quienes me
ayudaron a mejorar este trabajo con sus comentarios y conversaciones: Manfred Svensson,
Joaquín García-Huidobro, Hugo Herrera, Pablo Ortúzar, Juan Manuel Garrido, Claudio
Alvarado, Catalina Siles, Josefina Araos, Joaquín Castillo, Matías Petersen, Juan Ignacio
Brito, Roberto Munita, Marcela Miranda, Tomás Villarroel y Santiago Ortúzar (desde luego,
todos los errores y omisiones son de exclusiva responsabilidad del autor). Agradezco también
a la Universidad de los Andes y al Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), instituciones que
permiten desarrollar un trabajo intelectual en condiciones privilegiadas. Por último, aunque es
por lejos lo más importante, mi gratitud también a María José y nuestros hijos, por su
indefectible apoyo y paciencia.
[←2]
Camus, Albert, Œuvres complètes (París: Gallimard, 2006), vol. II, 490.
[←3]
Ver, por ejemplo, Larraín, Luis, El regreso del modelo (Santiago: Libertad y Desarrollo, 2012);
y Guzmán, Eugenio, y Marcel Oppliger, El malestar de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?
(Santiago: RIL editores, 2012). En cualquier caso, Oppliger parece haber matizado su posición
(ver, por ejemplo, su columna “La derecha sin ideas”, disponible en
http://ellibero.cl/opinion/la-derecha-sin-ideas/).
[←4]
Tocqueville, Alexis de, El antiguo régimen y la revolución (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 2006).
[←5]
Rousseau, Jean-Jacques, prefacio al Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres (Madrid: Tecnos, 1998).
[←6]
Ver Glendon, Mary Ann, “El lenguaje de los derechos”, en Estudios Públicos, nº 70 (1988),
77-150.
[←7]
Gonzalo Vial lo lleva todavía más lejos, hasta la guerra civil de 1891: véase Vial, Gonzalo,
Historia de Chile 1891-1973 (Santiago: Zig-Zag, 1981), vol. 1.
[←8]
Sobre la crisis de 1973, ver Valenzuela, Arturo, El quiebre de la democracia en Chile
(Santiago: Universidad Diego Portales, 2013); Véliz, Claudio, “Continuidades y rupturas en la
historia: otra hipótesis sobre la crisis chilena de 1973”, en Estudios Públicos, nº 12 (1983), 41-
64; y Fermandois, Joaquín, La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la
Unidad Popular (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 2013).
[←9]
Manuel Antonio Garretón sugiere que había un plan (“La crisis de la democracia, el golpe
militar y el proyecto contrarrevolucionario”, en Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del
régimen militar (Universidad Finis Terrae, 2008), 33-41, p. 40. Para una opinión distinta, ver
Gárate, Manuel, La revolución capitalista de Chile (1973-2003) (Santiago: Universidad
Alberto Hurtado, 2012), 182; Valdivia, Verónica, El golpe después del golpe. Leigh vs.
Pinochet. Chile 1960-1980 (Santiago: LOM, 2003), 12; y Arancibia, Patricia, Conversando
con Roberto Kelly V. Recuerdos de una vida (Santiago: Biblioteca Americana, 2005), 180. De
hecho, como veremos, la política de los Chicago tarda algún tiempo en consolidarse al interior
del régimen; aunque naturalmente los economistas corrían con cierta ventaja: tenían un
programa elaborado en El Ladrillo, y vínculos con la Armada a través de Roberto Kelly (ver
Fontaine Aldunate, Arturo, Los economistas y el presidente Pinochet (Santiago: Zig-Zag,
1988), 38 y passim; y Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo. Artículos y
ensayos sobre Chile (Santiago: Bicentenario, 2015), 78; para la historia de El Ladrillo, ver
Arancibia, Patricia, Conversando con Roberto Kelly, 138-142.
[←10]
Vial, Gonzalo, Chile. Cinco siglos de historia. Desde los primeros pobladores prehispánicos
hasta el año 2006 (Santiago: Zig-Zag, 2010), 1.292; y del mismo autor, Pinochet. La biografía
(Santiago: Aguilar, 2002), 191 (“Pinochet nunca conspiró con nadie contra Allende, hasta
inicios de septiembre de 1973”). El mismo Pinochet dice algo distinto en El día decisivo: 11
de septiembre de 1973 (Santiago: Andrés Bello, 1979). Ver también Cavallo, Ascanio, Manuel
Salazar y Óscar Sepúlveda, La historia oculta del régimen militar (Santiago: Grijalbo, 1997),
28.
[←11]
Recordemos que el bando nº 5, emitido el 11 de septiembre, señala que las FF. AA. estarían en
el poder “por el solo lapso de tiempo que las circunstancias lo permitan”, en Huneeus, Carlos,
El régimen de Pinochet (Santiago: Sudamericana, 2000), 215.
[←12]
Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime Guzmán (Santiago: LOM, 2000), 34. Cavallo,
Salazar y Sepúlveda le atribuyen ese papel más bien al general Sergio Covarrubias (La historia
oculta del régimen militar, 82).
[←13]
En un primer momento, Guzmán fue asesor de Leigh. Moncada, Belén, Jaime Guzmán: una
democracia contrarrevolucionaria. El político de 1964 a 1980 (Santiago: RIL editores, 2006),
73; Vial, Gonzalo, Pinochet. La biografía, 270. Sobre el memorándum, ver Huneeus, El
régimen de Pinochet, 216; y el texto citado de Belén Moncada, 74-76.
[←14]
El documento está en el Archivo de la Fundación Jaime Guzmán, c/129. Agradezco muy
especialmente a Jorge Jaraquemada y Jorge Soto haberme facilitado el acceso a él.
[←15]
El Príncipe, VI y Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 9.
[←16]
Guzmán, Rosario, Mi hermano Jaime (Santiago: Ver, 1991), 115.
[←17]
Ver la introducción de Sergio de Castro a El ladrillo: Bases de la política económica del
gobierno militar chileno (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 1992), 9.
[←18]
Aron, Raymond, Introduction à la philosophie politique (París: Fallois, 1997), 50-53.
[←19]
Vial, Gonzalo, Cinco siglos de historia, 1.321.
[←20]
Mario Góngora, entrevista de Raquel Correa, reproducida en Ensayo histórico sobre la noción
de Estado en Chile (Santiago: Universitaria, 1986), 306.
[←21]
“La Junta trabaja como una sola entidad; yo fui elegido presidente por ser el más viejo; en
realidad es porque el Ejército es la institución más antigua (…) pero no solo seré yo Presidente
de la Junta; después de un tiempo lo será el Almirante Merino, luego el General Leigh y así
sucesivamente; soy un hombre sin ambiciones, no quiero aparecer como el detentador del
poder” (Revista Qué Pasa, 27 de septiembre de 1973). El 2 de enero de 1974, Pinochet declara
que “la Presidencia de la Junta no es rotativa”. Para todo esto, véase Rojas, Gonzalo, Chile
escoge la libertad. La presidencia de Augusto Pinochet Ugarte (Santiago: Zig-Zag, 1998),
tomo I, 21-22.
[←22]
Vial, Gonzalo, Cinco siglos de historia, 1.322. La ambición desarrollada por Pinochet a partir
de 1973 es bien impresionante y constituye además uno de los hechos más misteriosos de
nuestra historia, porque hasta antes del 11 nada indicaba que tuviera tales tendencias. Como
dice nuevamente Gonzalo Vial, Pinochet acumuló “una suma de atribuciones como jamás tuvo
antes un gobernante chileno, exceptuados hombres y momentos efímeros” (Pinochet. La
biografía, 221). No contento con obtener la presidencia de la Junta, en junio de 1974 se dictó
el decreto nº 527, que lo nombra “Jefe Supremo de la Nación”, en virtud del cual se le atribuye
el poder ejecutivo (los otros miembros de la Junta conocieron el texto que debían firmar
faltando minutos para la ceremonia de promulgación; y Leigh solo aceptó visarlo tras una
violentísima discusión con Pinochet). Luego, en diciembre de 1974, el general fue nombrado
Presidente de la República. Sobre todo esto, ver Vial, Gonzalo, Pinochet. La biografía, 221-
230 y 281-282; ver también Maira, Luis, La transición política chilena (Morelia: Universidad
Michoacana, 2001). Cabe añadir que el memorándum de Jaime Guzmán también hace ver, con
prudencia (pues estaba dirigido a la Junta), las dificultades que supone un ejecutivo colegiado.
[←23]
La curiosa forma jurídica de la DINA, según la cual su director era responsable
exclusivamente frente al presidente de la Junta, generó muchas fricciones internas al interior
del Ejército, pues el entonces coronel Contreras solo aceptaba reportarle a Pinochet
(saltándose la línea de mando), lo que indignaba a los otros generales. El general Bonilla,
enterado de los métodos utilizados por el organismo de seguridad, bregó en varias ocasiones
para lograr la destitución de su director, sin éxito. Fue traspasado luego del Ministerio de
Interior al de Defensa, y poco después murió en un accidente de helicóptero. Los técnicos
franceses que estudiaban las causas de la falla de la nave también murieron en un accidente…
de helicóptero. El general Lutz, que había manifestado aprensiones respecto del cariz que
estaba tomando el régimen y respecto de la DINA, fue enviado a Punta Arenas, y murió al
poco tiempo en extrañas circunstancias. El general Arellano, por su parte, le escribió una carta
a Pinochet en noviembre de 1974, donde advierte los peligros que entraña la actividad de la
DINA (“Se han olvidado de lo que significan los derechos humanos fundamentales (…) Se
está hablando de una verdadera Gestapo”). Al poco tiempo sería pasado a retiro (para todo
esto, ver Cavallo, Salazar y Sepúlveda, capítulos 6 y 7).
[←24]
Las vacilaciones respecto de la política económica solo cesan definitivamente en 1976, cuando
Sergio Fernández reemplaza en el Ministerio del Trabajo al general FACH Nicanor Díaz
Estrada. Este último —con el apoyo del general Leigh— había seguido una política de
fortalecimiento de los sindicatos, logrando convertir en decreto ley (en 1975) el estatuto social
de la empresa, que promovía la integración entre empresarios y trabajadores, e incorporaba a
los trabajadores en las decisiones empresariales (Huneeus, Carlos, El régimen de Pinochet,
356; Gárate, Manuel, La revolución capitalista de Chile, 193; Arancibia, Patricia,
Conversando con Roberto Kelly, 203; Fontaine Aldunate, Arturo, Los economistas y el
presidente Pinochet, 109-110). En cualquier caso, el estatuto no fue aplicado, pues su vigencia
debía ser simultánea con la de un nuevo Código del Trabajo, que nunca llegó a ser promulgado
(ver Vial, Pinochet. La biografía, 273). El mismo Díaz Estrada había intentado bloquear la
primera versión de la reforma previsional, defendida por Miguel Kast (Huneeus, Carlos, El
régimen de Pinochet, 456).
[←25]
Vial, Gonzalo, Chile. Cinco siglos de historia, 1.326.
[←26]
Así lo cuenta Roberto Kelly: “[Jaime Guzmán] fue muy importante para nosotros. Si bien al
comienzo no era un libremercadista, con el tiempo se fue haciendo cada vez más partidario y
se convirtió en una especie de escudo para el equipo económico, pese a ser ajeno a él. Además,
siempre fue muy amigo de los economistas (…) Hubo muchas cosas sobre las cuales nosotros
no podíamos convencer al Presidente, y usábamos a Jaime para que intercediera a favor
nuestro. Especialmente cuando se producían los cambios de gabinete, que eran importantes”
(Arancibia, Patricia, Conversando con Roberto Kelly, 202).
[←27]
De hecho, aquí reside buena parte de la convergencia entre Pinochet y Guzmán: la común
aversión a la “política tradicional”.
[←28]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin de mundo, 82; y Fontaine Talavera,
Arturo, “Sobre el Pecado Original de la Transformación Capitalista Chilena", en Levine, Barry
(ed.), El Desafío Neoliberal, El Fin del Tercermundismo en América Latina (Santafé de
Bogotá: Norma, 1992), 107-116.
[←29]
Sobre este punto, resulta muy ilustrativa la intervención de Enrique Pascal en la Comisión de
Estudios para una nueva Constitución (sesión nº 27 del 28 de marzo de 1974), y el texto de
Carlos Cruz-Coke “¿Bases para una nueva Constitución para Chile o para los políticos
criollos?”, que fuera discutido en la sesión nº 20 del 15 de enero de 1974 y que está adjunto
como anexo en las actas (las actas de dicha comisión se encuentran disponibles en
http://www.bcn.cl/lc/cpolitica/actas_oficiales-r).
[←30]
Renato Cristi suele caer en este problema: “Su obra [de Jaime Guzmán] está marcada por una
notable unidad y armonía conceptuales”. Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime
Guzmán. Autoridad y libertad (Santiago: LOM, 2000), 7; aunque el mismo Cristi matiza (un
poco) su posición en el prólogo a la segunda edición (Santiago: LOM, 2011), 17.
[←31]
Una perspectiva distinta, que pone el acento en la aparente continuidad del pensamiento
guzmaniano, en el documentado trabajo de José Manuel Castro Jaime Guzmán. Ideas y
política en tiempos de transformaciones. Chile 1964-1980, tesis para optar al grado de
magíster en Historia, Universidad Católica, 2015.
[←32]
Sobre el principio de subsidiariedad, ver Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del
Estado y el mercado (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015), en particular el
artículo de Gonzalo Letelier, “Dos conceptos de subsidiariedad. El caso de la educación”, 113-
138. Ver también la lúcida reseña de Jorge Fábrega al libro recién citado (“Subsidiariedad, el
eslabón olvidado”, en Estudios Públicos, nº 140, 2015, 165-174, y los libros de Michelle
Evans y Augusto Zimmermann (eds.), Global Perspectives on Subsidiarity (Dordrecht:
Springer, 2014), y de Chantal Delsol, L’État subsidiaire: ingérence et non ingérence de l’État.
Le principe de subsidiarité aux fondements de l’histoire européenne (París: Karéline, 2013).
Véase también, aunque desde una perspectiva más general, Simon, Yves, Philosophy of
Democratic Government (University of Notre Dame Press, 1993).
[←33]
Véase, por ejemplo, la aproximación de Benedicto XVI: “El principio de subsidiariedad debe
mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la
subsidiariedad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que
la solidaridad sin la subsidiariedad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado”
(Caritas in Veritate, nº 58; destacado en el original).
[←34]
“De esta honda raíz filosófica recoge su savia la teoría del ‘subsidiarismo estatal’. Si el
hombre es el centro y fin de toda la sociedad, las asociaciones en que se agrupe solo tienen por
campo específico de acción aquél que el hombre no puede desarrollar por sí solo. Esta ley rige,
por analogía, entre las mismas sociedades o asociaciones. Así, el Estado es subsidiario no solo
respecto del hombre en cuanto tal, sino también respecto de la familia, de los municipios, de
los gremios y de todas las llamadas ‘sociedades intermedias’. En el respeto y la adhesión a este
principio reside la única posibilidad de conformar una sociedad realmente orgánica”. Guzmán,
Jaime, “El miedo y otros escritos”, en Estudios Públicos, nº 42 (1991), 251-570, p. 256.
Nótese que es tal el rechazo guzmaniano a todo tipo de estatismo que queda muy cerca de
premisas individualistas (aunque sea de modo inconsciente, pues no parece ser esa su
intención). ¿Qué tipo de acciones puede, en rigor, realizar el hombre “por sí solo”? Sobre los
presupuestos individualistas presentes, desde muy temprano, en el pensamiento de Guzmán,
ver Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime Guzmán, 59-68.
[←35]
Guzmán, Jaime, “El miedo y otros escritos”, 295-296. Guzmán parece tomar estas ideas de
Pablo Rodríguez Grez, ver su libro Entre la democracia y la tiranía (s/e, 1972), 110-121.
Sobre esto, ver también el trabajo de Verónica Valdivia, El golpe después del golpe, 374-375.
Cabe señalar que son exactamente las ideas formuladas en 1972 por Rodríguez Grez y
Guzmán las que están detrás del estatuto social de la empresa, impulsado por Díaz Estrada y
(según vimos) bloqueado luego por Sergio Fernández —este último, muy cercano a Guzmán
—. De hecho, Rodríguez Grez sigue teniendo idéntico discurso en 1989, cuando intenta
elaborar su propia alternativa política. Ver Vásquez, Luciano, Transición a la chilena
(Santiago: Dirección Biblioteca Archivos y Museos, 1989), 138 y 142-143)
[←36]
Sobre este punto, ver su discusión con Enrique Pascal (sesión nº 27 de la CENC del 28 de
marzo de 1974).
[←37]
Ver sesión n. º 209 de la CENC, 11 de mayo de 1976.
[←38]
Ver Petersen, Matías, “Subsidiariedad, liberalismo y el régimen de lo público”, en Ortúzar,
Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado, 139-167.
[←39]
Ver, por ejemplo, las sesiones de la CENC nº 143 (5 de agosto de 1975), nº 187 (10 de marzo
de 1976), nº 192 (23 de marzo de 1976) y nº 205 (28 de abril de 1976), en las cuales Guzmán
explicita sus puntos de vista en estas materias.
[←40]
No es claro el momento en que Guzmán adhiere al liberalismo económico. Durante el
gobierno de la Unidad Popular, Guzmán se acerca a los economistas liberales. Ver Arancibia,
Patricia y Francisco Balart, Sergio de Castro. El arquitecto del modelo económico chileno
(Santiago: Biblioteca Americana, 2007), 156, y Gárate, Manuel, La revolución capitalista de
Chile, 144-154. En cualquier caso, su adhesión (que nunca fue total) al programa liberal
parece haberse producido más tarde, hacia 1975 (Vial, Gonzalo, Pinochet, La biografía, 373).
Como fuere, y valga la insistencia en este punto, estos cambios solo pueden ser comprendidos
a la luz de un contexto polémico: la primera intuición de Guzmán es la oposición frontal a
todo tipo de marxismo. Luego, simplemente va eligiendo los mejores instrumentos para servir
ese objetivo. Lo dicho hasta acá implica que es inútil buscar en Guzmán algo así como una
reflexión sistematizada, porque su respuesta es política. Nada de raro entonces que Guzmán
también haya rescatado por momentos la “subsidiariedad positiva” (la discusión sobre este
punto es recurrente; ver, por ejemplo, Jaraquemada, Jorge, “Guzmán y los intelectuales”, en El
Mercurio, 1 de abril de 2016); y que se haya encargado de marcar sus distancias con Hayek
cuando éste visitó Chile (ver “La fuerza de la libertad”, entrevista a Hayek efectuada en
Santiago el 24 de abril de 1981, en Realidad, nº 24, 27-35). Con todo, si Guzmán insiste
mayormente en la “subsidiariedad negativa” (con los debidos matices) es básicamente porque
eso le permite converger con los economistas, que son pieza indispensable de su diseño
político (convergencia que ha sido la clave doctrinaria de la UDI). No hay en Guzmán una
respuesta teórica desvinculada de la praxis política. En cualquier caso, es innegable que la
falta de una edición de los textos completos de Guzmán hace más difícil la tarea de especificar
mejor estos asuntos (para todo esto, ver Mansuy, Daniel, “Notas sobre política y
subsidiariedad en Jaime Guzmán”, Revista de Ciencia Política, en prensa).
[←41]
Fragmentos acerca del fin del mundo, 88.
[←42]
Sobre la disputa entre Guzmán y Contreras, ver Salazar, Manuel, Las letras del horror. Tomo I:
la DINA (Santiago: LOM, 2011), 257-261.
[←43]
Desde luego, los mecanismos supramayoritarios son propios de cualquier democracia
constitucional sana. El problema no es tanto su existencia, sino su multiplicación, variedad e
intensidad. Ver García, José Francisco, “Minimalismo e incrementalismo constitucional”, en
Revista Chilena de Derecho, vol. 41 n° 1 (2014), 294.
[←44]
Jaime Guzmán afirma desde muy temprano, en el memorándum al que aludimos más arriba,
que el retorno a la democracia deberá efectuarse siguiendo las reglas de la democracia
occidental.
[←45]
Montesquieu, El espíritu de las leyes, XI, 6.
[←46]
Sobre esto, ver Mansuy, Daniel, “Liberalismo y política. La crítica de Aron a Hayek”, en
Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado, 53-75.
[←47]
“Si queremos una democracia auténticamente libertaria, y no estatista o socializante, es
menester arraigar en los chilenos el ejercicio de las libertades económico-sociales,
identificadas con los derechos cotidianos que más gravitan en la efectiva decisión de cada
persona respecto de su destino personal y familiar. El ejercicio por varios años de aquellos
espacios de creciente libertad que el actual gobierno ha generado en el ámbito educacional, de
la salud, de la libertad de trabajo y sindicación, de la previsión social y, en general, de todas las
actividades económicas o empresariales, resulta imprescindible para que ellas se hagan carne
en todos los chilenos, de modo que resulte muy difícil revertimos hacia esquemas estatistas
que supongan cercenar libertades que ya se habrán apreciado e incorporado a su vida por cada
persona” (“El miedo y otros escritos”, 438). También: “Hay otro modo aún más básico de
participar socialmente, pero que no suele valorarse como tal. Me refiero a la participación
individual o familiar. A las múltiples decisiones que cada persona adopta diariamente respecto
de su propio destino personal y familiar” (Guzmán, “Participación. ¿Cuál es su expresión
básica?”, en La Segunda, 3 de abril de 1981. Para todo esto, ver Moncada, Belén, Jaime
Guzmán, 208). Estos textos pueden ayudar a responder una pregunta relevante: ¿en qué
medida las restricciones políticas ideadas por Guzmán deben ser entendidas como temporales,
o inspiradas por cierto espíritu portaliano? El fundador del gremialismo tiende a creer que
dichas restricciones ya no serán sentidas como tales una vez que la libertad económica haya
desplegado todos sus efectos.
[←48]
Un buen testimonio de esa alianza en Matte, Eliodoro (ed.), Cristianismo, sociedad libre y
opción por los pobres (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 1988). Ver también el
comentario escrito en 1982 por Arturo Fontaine Talavera al Ensayo histórico de Góngora (“Un
libro inquietante”), donde Fontaine defiende la coherencia del liberalismo económico con la
doctrina tomista. En aquella época, era relevante justificar ese liberalismo en sede católica (el
texto de Fontaine está publicado en las ediciones posteriores del Ensayo). El año 2003, el
mismo CEP organizó un coloquio a partir de la siguiente pregunta: ¿Se puede ser liberal y
católico?: el eje ya se había modificado profundamente; los textos presentados en el seminario
pueden encontrarse en Estudios Públicos, nº 93 (2000).
[←49]
Ver Guzmán, Jaime, “El miedo y otros escritos”, 297, 300 y 460.
[←50]
Ver Godoy, Óscar, “La transición chilena a la democracia: pactada”, en Estudios Públicos, nº
74 (1999), 79-106, p. 93. Para todo esto, ver también el imprescindible libro de Alfredo
Jocelyn-Holt El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al avanzar sin parar (Santiago:
Planeta, 1999).
[←51]
El libro indignado de Felipe Portales encarna a la perfección este segundo sentimiento: Chile:
una democracia tutelada (Santiago: Sudamericana, 2000). Carlos Ominami es otro de los
representantes de esta sensibilidad, aunque más moderado: “[La] transición, hay que
reconocerlo, enfrentaba un límite difícil de remover, resultado de la decisión política de haber
confrontado al régimen militar dentro de sus propias reglas. Esto hizo que, a diferencia de
otros procesos, como el argentino, las Fuerzas Armadas chilenas no tuvieran que
desenvolverse en la condición de fuerzas derrotadas, propia de otras transiciones. Esta suerte
de empate marcaría fuertemente la transición desde los inicios. Sería, sin embargo, impropio,
asumir estas limitaciones como algo inamovible. La verdad es que los acontecimientos
pudieron haber sido distintos, con una dirección política menos traumatizada por los diecisiete
años de dictadura y con algo menos de aversión al riesgo y de disposición a una mínima
intransigencia democrática. Esta mezcla de debilidad e ingenuidad terminaría pagándose
caro”. En Ominami, Carlos, Secretos de la Concertación. Recuerdos para el futuro (Santiago:
La Tercera Ediciones, 2011), 115; ver también Maira, Luis, La transición política chilena, 44-
45.
[←52]
Según relata Gonzalo Vial, tras los primeros éxitos de las protestas de 1983, sus organizadores
“se hallaban eufóricos”. Incluso, sigue, “quienes, entre ellos, repudiaban la desatada violencia
nocturna, creían hallar a su alcance paralizar de manera pacífica Chile, sumiéndolo en una
ingobernabilidad (Andrés Zaldívar dixit) que forzara la salida incruenta —o relativamente
incruenta— de Pinochet” (Pinochet, 487; ver también 479-480).
[←53]
Recordemos algunas declaraciones de Jarpa al día siguiente de haber jurado, dirigidas
directamente contra los Chicago boys: “Iniciamos una nueva etapa en la conducción
económica del país. Los gremios volverán a tener el significado que siempre han tenido en la
vida de Chile. Una etapa de confusión, de predominio de los sectores financieros, ha
terminado por voluntad del Presidente de la República. No necesitamos recetas de
universidades, ni de gobiernos, ni de partidos políticos extranjeros. Como dice Domingo
Durán, ¡aquí vamos a topear con los caballos que tenemos! ¡Y si todos topeamos pa’l mismo
lado, vamos a salir adelante!” (Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 46).
[←54]
Ver Vial, Gonzalo, Pinochet, 490; y Arancibia, Patricia et al., Jarpa. Confesiones políticas
(Santiago: La Tercera Ediciones, 2002), 317 y 320-321, donde el líder de derecha le atribuye la
responsabilidad del fracaso del diálogo a Gabriel Valdés (ver Arancibia, Patricia, Cita con la
historia, 570).
[←55]
Moulian, Tomás, “El régimen militar. Del autoritarismo a la transición a la democracia”, en
Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del régimen militar, 251-260, 256. Ver también, del
mismo autor, Chile actual. Anatomía de un mito (Santiago: LOM, 1997), tercera parte.
Edmundo Eluchans lo explicaba así: “El mérito de la oposición es haber remecido el árbol; el
error es querer botarlo”, en Allamand, Andrés, La travesía del desierto (Santiago: Aguilar,
1999), 46; ver también 66.
[←56]
Jocelyn-Holt, Alfredo, et al., Historia del siglo XX chileno (Santiago: Sudamericana, 2001),
330. Esto también da cuenta de la habilidad de Pinochet, que más tarde calificaría el ministerio
Jarpa de “juego de piernas” (Allamand, 82); Edgardo Boeninger habla de un “interludio
populista”, en Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad (Santiago: Andrés
Bello, 1997), 304.
[←57]
Ver Fontaine T., Arturo, “Revolución desde arriba y mediación horizontal: el caso de la
transición chilena a la democracia”, en Berger, Peter (ed.), Los límites de la cohesión social.
Conflicto y mediación en las sociedades pluralistas (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999),
227-259, p. 231; y Maira, Luis, La transición política chilena, 43 (“La transición chilena se
explica no por la falta de coraje de los líderes sociales y políticos chilenos, sino más bien por
la fortaleza enorme de esta dictadura que fue capaz de desbaratar diversos, valiosos y heroicos
esfuerzos que hizo el mundo social”).
[←58]
VV. AA., El futuro democrático de Chile. Cuatro visiones políticas (Santiago: CED, 1985),
111.
[←59]
El futuro democrático de Chile, 111-113.
[←60]
Otano, Rafael, Crónica de la transición (Santiago: Planeta, 1995), 31.
[←61]
Cavallo, Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja. 14 lecciones de la vida
política de Patricio Aylwin (Santiago: Uqbar, 2013), 134.
[←62]
Varas, José, y Ana María Torres (eds.), Una salida político-constitucional para Chile
(Santiago: ICHEH, 1985), 145.
[←63]
Una salida político-constitucional para Chile, 145.
[←64]
“Un camino como el que sugiero no significa, en modo alguno, que la disidencia entre en el
sistema” (Una salida político-constitucional para Chile, 148). Lo paradójico es que Aylwin
sugiere precisamente que es indispensable entrar en el sistema para oponerse a él.
[←65]
Ver la entrevista a Aylwin de octubre de 1984 en revista Apsi, nº 154, 15 de octubre de 1984,
donde el líder falangista explicita su posición respecto del PC (“El pacto debe ser suscrito por
quienes quieran vivir en democracia”).
[←66]
Gutenberg Martínez insiste en plantear así el dilema en agosto de 1984: paz o violencia
(Gutenberg Martínez, “Las definiciones políticas e institucionales”, en El futuro democrático
de chile, 57-75).
[←67]
Aylwin, Patricio, “Comentario”, en El futuro democrático de Chile, 160.
[←68]
Sobre este tema, ver Larraín, Hernán, y Ricardo Núñez (eds.), Las voces de la reconciliación
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2013); particularmente los artículos de José
Joaquín Brünner y Francisco Javier Urbina.
[←69]
Aylwin, Patricio, El futuro democrático de Chile, 159. También: “no hay verdadero gobierno
representativo en un sistema como el que programa esa Constitución, en que dos organismos
burocráticos generados sin ninguna intervención del pueblo, el TC y el Cosena, tienen
atribuciones que prevalecen sobre las de cualquiera otra autoridad, incluso sobre el Jefe de
Estado, sobre el Congreso Nacional y sobre la Corte Suprema, convirtiéndose de este modo en
los supremos árbitros de la vida nacional” (Una salida político constitucional para Chile,
151).
[←70]
Boeninger, Edgardo, Democracia en Chile, 328-330. A esto hay que sumar la expresa
voluntad de romper con los tradicionales tres tercios, a partir de una gran alianza de centro
izquierda (esto ya lo ve claramente, por ejemplo, el socialista Ángel Flisfisch a principios de
1984 (ver “Con utopías no se hace política”, en revista Apsi, nº 137, 21 de febrero de 1984).
[←71]
Sobre el modo en que esta tesis se impuso en el mundo socialista, ver Ominami, Carlos,
Secretos de la Concertación, 200-201; ver también Arancibia, Patricia, Cita con la historia,
576.
[←72]
Moulian, Tomás, “El régimen militar. Del autoritarismo a la transición a la democracia”, en
Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del régimen militar, 259.
[←73]
“La Constitución era más que clara al señalar que el Tribunal debía entrar en funciones para la
primera elección de parlamentarios, esto es, después del plebiscito presidencial. Ello
significaba, ni más ni menos, que este plebiscito, al igual que el del año 1980, se efectuaría sin
registros electorales, el más elemental requisito para hacer confiable cualquier acto electoral.
Después de varias discusiones en las comisiones legislativas, así lo determinó la Junta de
Gobierno. Sin embargo, se topó con un obstáculo imprevisto que, pese a los denodados
esfuerzos que personeros del régimen efectuaron, fue imposible remover. A un miembro del
Tribunal Constitucional [Eugenio Valenzuela] que debía revisar la ley, se le puso entre ceja y
ceja que ello no podía ser y estirando con elástico las normas constitucionales, se las arregló
para redactar y aprobar un fallo (apenas cuatro a tres) ordenando que el plebiscito se efectuara
con registros electorales”, en Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 105; ver también la
explicación de Patricio Zapata en Justicia constitucional. Teoría y práctica en el derecho
chileno comparado (Santiago: Editorial Jurídica, 2008), 203-209.
[←74]
Ver Otano, Rafael, Crónica de la transición, 44; y la interesante tesis de Samuel Valenzuela
“La Constitución de 1980 y el inicio de la redemocratización en Chile”, Working Paper n°
242, Universidad de Notre Dame, Kellogg Institute, 12 y ss.
[←75]
Otano, Rafel, Crónica de la transición, 99-100.
[←76]
Huneeus, Carlos, El régimen de Pinochet, 611; ver también Valenzuela, Samuel, “La
Constitución de 1980 y el inicio de la redemocratización en Chile”, 35-37.
[←77]
Cavallo, Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja, 140, y Aylwin, Patricio, El
reencuentro de los demócratas: del golpe al triunfo del No (Santiago: Ediciones B, 1998), 265.
[←78]
Supresión del artículo octavo; supresión de las inhabilidades político-sindicales; supresión de
la facultad presidencial de disolver la cámara baja; incorporar al contralor como miembro del
Cosena para equilibrar en él al número de civiles y uniformados; aumentar los senadores
elegidos para disminuir el peso proporcional de los designados, entre otras (Vial, Gonzalo,
Chile. Cinco siglos de historia, 1.354).
[←79]
Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 180; esto es quizás lo que más indigna a Felipe
Portales (Chile. Una democracia tutelada, capítulos 2 y 3).
[←80]
Ominami, Carlos, Secretos de la Concertación, 113.
[←81]
Otano, Rafel, Crónica de la transición, 114-116.
[←82]
“Aunque probablemente no habrá nunca un reconocimiento formal de parte de Carlos Cáceres,
el principal negociador de Pinochet, este terminó su cometido con la convicción total de que lo
que había tenido enfrente eran negociadores débiles, que no habían puesto en tensión toda la
fuerza de la movilización democrática de amplísimos sectores de la ciudadanía” (Ominami,
Carlos, Secretos de la Concertación, 112). De algún modo, Boeninger le da la razón a
Ominami. Cuando Patricia Arancibia le pregunta cuáles fueron las concesiones de la
Concertación en la negociación con Cáceres, la respuesta es la siguiente: “En realidad, nada.
¿Qué podíamos ceder si la Constitución era un hecho, estaba vigente y se aplicaba (…)?
Algunos de nosotros se resistían a aceptar un acuerdo (…) En el fondo se resistían a aceptar la
realidad. Pero el argumento que les dijimos fue, miren, si nosotros no aceptamos esto y
ganamos las elecciones y nos instalamos en La Moneda, para alcanzar lo que ahora se nos
ofrece tendríamos que salir a la calle de nuevo, y hacer una movilización social para cambiar
la Constitución, y si no fuimos capaces de lograrlo en la etapa más épica del enfrentamiento
político, menos lo vamos a hacer cuando la gente lo que va a querer es que les resuelvan sus
problemas”, en Arancibia, Patricia, Cita con la historia (Santiago: Biblioteca Americana,
2006), 576. De algún modo, en este desacuerdo original entre los mundos de Boeninger y de
Ominami están contenidas las dificultades de la Concertación.
[←83]
Lo más llamativo es que Pinochet vaciló mucho sobre este punto, e incluso Cáceres estuvo a
punto de salir del ministerio al percibir que las negociaciones que llevaba no tenían respaldo:
en un principio, el general parece haberse negado a cualquier tipo de concesión, para luego
convencerse de su utilidad. Tampoco cabe descartar que se tratara de una maniobra para
mejorar (aún más) su posición negociadora. Fernando Matthei, miembro de la Junta en la
época, atribuye al almirante Merino el haber convencido a Pinochet de seguir avanzando en la
reforma. Ver Arancibia, Patricia, e Isabel de la Maza, Matthei. Mi testimonio (Santiago: La
Tercera Ediciones, 2003), 413; y Arancibia, Patricia, Cita con la historia, 521. Sobre las
negociaciones para la reforma, ver Godoy, Óscar, “La transición chilena a la democracia:
pactada”.
[←84]
Cavallo, Ascanio, La historia oculta de la transición (Santiago: Grijalbo, 1998), 161; Cavallo,
Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja, 47; Arancibia, Patricia, Cita con la
historia, 577. Existe también otra posibilidad sobre todo este proceso, que es más
maquiavélica, pero no por eso falsa: puede pensarse que Edgardo Boeninger se sentía muy
cómodo con los cerrojos, porque le daban un argumento muy poderoso para enfrentar al ala
más radical de la Concertación (de hecho, también le convenía la presencia de Pinochet en la
Comandancia en Jefe). Todo esto es coherente, como veremos luego, con su diseño general.
[←85]
Cavallo, Ascanio, La historia oculta de la transición, capítulo 3.
[←86]
De hecho, los partidos que apoyaban el consenso fueron mayoritarios en esos primeros años de
la transición.
[←87]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo, 227.
[←88]
Lahera, Eugenio y Cristián Toloza, “Balance y perspectivas de la Concertación”, en Lahera y
Toloza (eds.), Chile en los noventa (Santiago: Presidencia de la República, 1998), 705-720, p.
709.
[←89]
“A fines de junio [de 1994], en una de las circunspectas sesiones de gabinete donde el
Presidente suele leer algunos documentos, Genaro Arriagada presenta una exposición sobre la
orientación general del gobierno. Se trata, dice, de no insistir más en los temas de la transición
y asumir el desafío de la modernización, un objetivo con el que este gobierno llevará al país de
la mano hacia el siglo XXI. En verdad, se trata de un esfuerzo por dar una mística a los
alicaídos componentes del gabinete; el propósito heroico, cree Arriagada, puede ser sustituido
por una épica de las realizaciones. El aire moral de los primeros años de la Concertación puede
ser cambiado por la ética mesiánica de una nación que progresa” (Cavallo, La historia oculta
de la transición, 256; ver también Ominami, Carlos, Los secretos de la Concertación, 154).
[←90]
Otano, Rafael, Crónica de la transición, 235 (“El éxito de esa desmovilización inducida fue
más allá de lo deseado”). También: “La gestión posterior de los gobiernos de la Concertación
no ha hecho otra cosa que corroborar este propósito matriz. En concreto, el oficialismo
concertacionista, a fin de cumplir su parte en los acuerdos, se ha empeñado todos estos años en
desmovilizar a la ciudadanía” (Jocelyn-Holt, Alfredo et al., Historia del siglo XX chileno,
339).
[←91]
Boeninger, Edgardo, Democracia en Chile, 368-369 (el destacado es nuestro).
[←92]
Frei no quiere problemas en su gobierno, y Lagos no quiere turbulencias en su anhelado
camino a La Moneda (ver Ominami, Carlos, Los secretos de la Concertación, 106).
[←93]
“Las movilizaciones son el resultado de 20 años donde —de una u otra manera— se impidió
hacer lo que debía hacerse. Aquí tenemos una camisa de fuerza en nuestro sistema
institucional, y eso es porque durante 20 años no se pudo hacer lo que al menos nosotros
pensábamos que había que hacer: cambiar un sistema binominal (…) [La derecha impidió
hacer] lo que debía hacerse (…) Ese es el veto de la derecha” (La Tercera, “Las
movilizaciones son una oportunidad para terminar con un veto de 20 años de la derecha”, 7 de
agosto de 2011; volveremos sobre el problema del binominal, que es crucial para comprender
todo esto). Lagos también abjuró de la reforma constitucional de 2005, que lleva su firma:
aunque dijo en su momento que ese texto constitucional era plenamente democrático (“este es
un día muy grande para Chile. Tenemos razones para celebrar. Tenemos hoy por fin una
Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile, es
nuestro mejor homenaje a la independencia, a las glorias patrias, a la gloria y a la fuerza de
nuestro entendimiento nacional (…) hoy despunta la primavera en el país”, El Mercurio, 18 de
septiembre de 2005). Más tarde cambió de opinión, sin ofrecer razones contundentes. Cabe
añadir que, en un texto escrito en 1998, Joaquín Fermandois decía que “el peor panorama que
podría acaecer sobre el país sería que su clase dirigente llegara a avergonzarse de lo alcanzado
en su esencia, y no solo de las lacras identificables”, que es precisamente lo que ocurrió a
partir de 2011 (Fragmentos acerca del fin del mundo, 173).
[←94]
El Príncipe, XV.
[←95]
Ver Ruiz-Tagle, Pablo, y Renato Cristi, El constitucionalismo del miedo. Propiedad, bien
común y poder constituyente (Santiago: LOM, 2014).
[←96]
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 7.
[←97]
Larraín, Luis, El regreso del modelo, 25.
[←98]
Oppliger, Marcel, y Eugenio Guzmán, El malestar de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?, 9. Para
todo esto, ver las agudas críticas de Hugo Herrera a los libros de Larraín y de Oppliger-
Guzmán, La derecha en la crisis del Bicentenario (Santiago: UDP, 2014), 160-165 y 172-181.
[←99]
Para todo esto, ver por ejemplo Hayek, Friedrich, “The Facts of the Social Sciences”, en
Ethics, nº 54 (1943), 1-13.
[←100]
En ese sentido, es llamativa la siguiente afirmación del libro sobre el sistema binominal: “Por
ejemplo, el debate sobre la idoneidad del sistema electoral binominal ¿refleja una crisis de la
democracia o, por el contrario, confirma la posibilidad siempre abierta de perfeccionarla a
través del debate informado y la negociación política? Un perfeccionamiento demostrado,
entre otras cosas, en la eliminación (tal vez tardía, pero definitiva) de fórmulas institucionales
heredadas del gobierno militar”, 78. Desde luego, en 2012 (año de publicación del libro) el
binominal todavía no había sido eliminado, pero el problema es precisamente si acaso el
sistema político permitía ese tipo de discusiones, y si la derecha estuvo dispuesta a entrar
honestamente en ellas. La aceptación posterior a la crisis de ese tipo de reformas es, desde
luego (y como lo reconocen los autores), tardía, y eso tiene efectos políticos que no pueden
obviarse.
[←101]
Ver el informe del PNUD de 2012 que se refiere al tema, disponible en el vínculo siguiente:
http://www.cl.undp.org/content/chile/es/home/library/human_development/publication_3/.
[←102]
La descripción más precisa (y sintética) de la crisis de la derecha puede encontrarse en la
columna de Pablo Ortúzar “Almas vacías” (La Tercera, 9 de marzo de 2016).
[←103]
“Lo que hace falta en toda América Latina, especialmente en Chile, es un programa
genuinamente liberal con capacidad de proyectarse políticamente. Un núcleo de ideas capaces
de contrarrestar el asalto igualitarista-populista que hoy nos está hundiendo en la mediocridad
(…) Desgraciadamente, muy pocos creen en esos valores (…) Hay, a lo sumo, frente al
proyecto igualitarista de la izquierda, un ingenieril concepto de eficiencia, como si la libertad
fuera deseable en la medida en que la eficiencia lo permite”, en La tiranía de la igualdad
(Santiago: Ediciones El Mercurio, 2015), 234.
[←104]
“Los que queremos preservar y profundizar la libertad, por lo tanto, no podemos eludir nuestro
deber más fundamental: contraatacar” (Kaiser, Axel, La tiranía de la igualdad, 25).
[←105]
La tiranía de la igualdad, 136.
[←106]
Ver Nozick, Robert, Anarquía, Estado y utopía (Ciudad de México: Fondo de Cultura
Económica, 1988).
[←107]
José Ramón Valente comete errores análogos al de Kaiser: en su descripción, el mercado es el
reino armónico de las decisiones libres de cada individuo, sin considerar nunca las dificultades
que naturalmente introduce la monetarización. Ver La rebelión del sentido común. Por qué la
gente sabe más que los economistas y los políticos (Santiago: RIL editores, 2015).
[←108]
Sobre esto, ver la reseña de Pablo Ortúzar a La tiranía de la igualdad, disponible en:
http://ellibero.cl/opinion/la-tirania-de-la-igualdad/.
[←109]
La tiranía de la igualdad, 86-87.
[←110]
Ver Polanyi, Karl, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro
tiempo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2004); y Mansuy, Daniel, “Historia
y política en el pensamiento de Friedrich Hayek. Una aproximación a Law, Legislation and
Liberty”, en ESE, Cuadernos de empresa y humanismo, 2015.
[←111]
Sobre el origen y los antecedentes del malestar, resulta muy interesante leer el texto de Carlos
Catalán y Jorge Manzi, publicado en 1998, donde describen algunas manifestaciones
incipientes de todo esto, aunque nadie parece haberlos tomado muy en serio: “La variante
moderada de opinión negativa prevalece en los sectores bajos y en parte importante de los
sectores medios. Básicamente, ella se articula en torno a la percepción dominante de que en el
país aún subsisten elevados niveles de pobreza y de desigualdad que no se condicen con el
desarrollo y el crecimiento alcanzado en el último tiempo (…) Debe dejarse en claro que en
esta variante de opinión se reconoce el progreso y crecimiento del país (…) Sin embargo, la
admisión de este crecimiento no ha implicado para estos grupos cambiar el juicio global sobre
la situación económica del país, en la medida que perciben que el mayor progreso y
crecimiento solo beneficia a la minoría más privilegiada de la sociedad (…) Otro factor que
incide (…) es la percepción que se tiene del consumo y del endeudamiento (…) Finalmente, en
lo que concierne a los actores, los sectores que expresan esta visión reclaman un papel más
activo del Estado y del gobierno en el quehacer económico (…); en relación con los
empresarios, si bien aceptan su papel central en el desenvolvimiento del país, critican su falta
de sensibilidad social”. Ver “Los cambios en la opinión pública”, en Lahera y Toloza (eds.),
Chile en los noventa, 523-555, p. 532.
[←112]
Ver la columna de Héctor Soto “¿Hasta aquí no más llegamos?”, en La Tercera, 9 de julio de
2011.
[←113]
Para todo esto, ver Auth, Pepe, “El sistema electoral chileno y los cambios necesarios”, en
Hunneus, Carlos (ed.), La reforma al sistema binominal en Chile: propuestas para el debate
(Santiago: Catalonia, 2006), 155-184 (“Lo ocurrido en las cinco elecciones de diputados desde
1989 al 2005 nos muestra que la Alianza está solo levemente más sobrerrepresentada que la
Concertación”, 161). Aunque es verdad que el binominal tendía a cierto empate, tampoco
puede olvidarse que garantiza la totalidad de los escaños a repartir a la lista que obtenga más
de dos tercios de los votos en algún distrito. En cualquier caso, quizás su principal efecto
político fue trasladar la competencia al interior de cada bloque: en el binominal, el adversario a
vencer está mucho más dentro que fuera.
[←114]
El caso de Mitterrand es quizás el más emblemático: llegó al poder en 1981 envuelto en un
halo místico y con la promesa de cambiar el mundo. Sin embargo, al poco andar debió
renunciar y acomodarse a las exigencias prosaicas de todo gobierno.
[←115]
Esto explica el fulminante éxito de MEO en 2009: su promesa —tan adolescente como
atractiva— consistía precisamente en romper esas barreras invisibles.
[←116]
Cabe recordar que, en su primer mandato, Michelle Bachelet quiso modificar el sistema
binominal y nombró incluso una comisión —presidida por Edgardo Boeninger— para estudiar
el tema, de la que surgió una propuesta en agosto de 2006. Sin embargo, el proyecto se
encontró con una férrea oposición al interior de la Concertación: sus propios parlamentarios se
negaron a ceder cuotas de poder electoral (pues la propuesta implicaba modificar el diseño de
los distritos). Esto provocó la indignación del entonces diputado Álvaro Escobar, que renunció
al PPD por este motivo. Lo explicaba así: “La propuesta era cambiar parte de los distritos para
que la misma torta se repartiera entre más actores. Y la bancada se opuso por lo mismo que
fracasó la inscripción automática y el voto voluntario: porque significaba cambiar tu padrón
electoral, tu ‘cartera de clientes’, y empezar a competir por una demanda que no tienes
captada. La discusión fue bien vulgar, del tipo: yo no conozco esa comuna, he hecho todo mi
trabajo en esta otra, no puede ser” (The Clinic, 20 de agosto de 2008). Sin ir más lejos, cuando
finalmente el gobierno obtuvo los votos para la tan esperada reforma a la ley electoral, ésta no
hizo sino respetar la repartición de la torta anterior, manteniendo la idea de la “cartera de
clientes”: en ningún punto, los nuevos distritos significaron la división de las comunas de los
distritos anteriores. En algunos casos, los nuevos distritos o circunscripciones fueron la copia
calcada de los anteriores (muchas veces con aumento de parlamentarios electos) y, en otros,
fueron la suma de dos o tres distritos antiguos. Así se le aseguró, a cada parlamentario en
ejercicio, que al menos no perdería a su “clientela”. Dicho sea de paso, es posible que la
reforma al binominal agudice la crisis: al agrandar groseramente los distritos, los
representantes quedarán más lejos de los representados, y las campañas serán más caras.
[←117]
Ricardo Lagos había tenido una mayoría más frágil, porque dependía de senadores designados
nombrados por la Corte Suprema.
[←118]
Los alcaldes, al ser elegidos en un sistema uninominal, constituyen una excepción en este
sentido.
[←119]
Sobre la derecha chilena, ver Correa, Sofía, Con las riendas del poder. La derecha chilena en
el siglo XX, Sudamericana, 2004.
[←120]
Sobre la mesa de diálogo, ver Zalaquett, José, “La mesa de diálogo sobre derechos humanos y
el proceso de transición política en Chile”, en Estudios Públicos, nº 79 (2000), 5-30. En la
misma edición de la revista Estudios Públicos hay interesantes entrevistas a dos actores
destacados de la mesa, Pamela Pereira y el brigadier general Juan Carlos Salgado.
[←121]
Fragmentos acerca del fin del mundo, 89.
[←122]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia (Barcelona: Orbis, 1968), vol. 1,
175-176.
[←123]
Quien quiera detenerse en el punto, puede dar una mirada a los libros que intentaron justificar,
en términos relativamente masivos, el “modelo” chileno: Lavín, Joaquín, La revolución
silenciosa (Santiago: Zig-Zag, 1988); Larraín, Luis y Joaquín Lavín, Chile. Sociedad
emergente (Santiago: Zig-Zag, 1989); y Benítez, Andrés, Chile al ataque (Santiago: Zig-Zag,
1991). En estos textos hay un esfuerzo persuasivo por mostrar que Chile se convertía en un
país próspero, feliz y lleno de armonía. Sin embargo, no hay allí mayor conciencia de las
tensiones producidas por ese progreso y, sobre todo, no hay tampoco una argumentación
propiamente política ni medianamente sofisticada que permitiera justificar ese orden. A la
larga, esa falta de auténtica justificación intelectual le terminaría costando muy caro a la
derecha. Para explicarlo en términos gráficos: esos libros le daban la razón, sin ser muy
conscientes de ello sus autores, a la acidez presente en la canción “Lo estamos pasando muy
bien”, de Los Prisioneros, que ironiza brutalmente esa autocomplacencia.
[←124]
Polanyi, Karl, La gran transformación.
[←125]
Un panorama crítico e interesante del Chile post liberalización económica y sus efectos sobre
las distintas capas sociales en Ruiz, Carlos, y Giorgio Boccardo, Los chilenos bajo el
neoliberalismo. Clases y conflicto social, Nodo XXI, 2014.
[←126]
Esto también puede explicar, al menos parcialmente, el éxito de los movimientos sociales.
Mientras la experiencia en el sistema económico suele ser anónima —pues tiende a no
considerar la individualidad—, los movimientos dan un espacio para existir, para pesar, para
mostrar que es posible incidir, aunque fuera indirectamente.
[←127]
Esto es explícito en el pensamiento de Hayek, quien considera que la gran virtud del mercado
es permitir a los hombres perseguir pacíficamente fines diversos (sobre este punto, ver
Mansuy, Daniel, Historia y política en el pensamiento de Friedrich Hayek).
[←128]
Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII-IX.
[←129]
“Actuar en lo privado de manera absolutamente apolítica, sin conciencia ciudadana, acaba
siempre incrementando la necesidad de medidas públicas de control y fiscalización de lo
privado. Contra sus propias expectativas, el orden liberal tiene una endémica tendencia hacia
su progresiva burocratización”, en Cruz Prados, Alfredo, Ethos y Polis. Bases para una
reconstrucción de la filosofía política (Pamplona: Eunsa, 1999), 302.
[←130]
Es el caso de Ximena Rincón, pero es uno entre muchos.
[←131]
Esto se ha visto agravado con el destape de casos de financiamiento irregular de la política.
[←132]
Camus, Albert, La chute, en Œuvres complètes, vol. III, 722.
[←133]
Sobre este problema, ver Marx, Karl, La ideología alemana (Madrid: Emesa, 1976).
[←134]
Ver, por ejemplo, los clásicos trabajos de Jean Baudrillard, La société de consommation (París:
Gallimard, 1996), y de Thorsten Veblen, The Theory of the Leisure Class (Oxford: Oxford
University Press, 2009).
[←135]
Es el título de su prólogo a Atria, Fernando, La mala educación. Ideas que inspiran al
movimiento estudiantil en Chile (Santiago: Catalonia-Ciper, 2012).
[←136]
Atria, Fernando, Mercado y ciudadanía en la educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007).
[←137]
La mala educación, 29. Un poco más tarde: “Los cerrojos que han mantenido en la derecha el
poder han sido eficaces para salvaguardar el orden de Pinochet por veinte años, y es probable
que sigan siéndolo por algún tiempo, hasta que la negatividad del pueblo actuando sin
mediación institucional alcance una magnitud tan intensa que ninguna regla será capaz de
resistirle. Entonces la verdad se vengará” (el destacado es nuestro), 30.
[←138]
Atria, Fernando, Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público (Santiago:
LOM, 2014), 15.
[←139]
Ética a Nicómaco, 1094b, 19-26. Ver Aubenque, Pierre, La prudencia en Aristóteles
(Barcelona: Grijalbo, 1999) y Vigo, Alejandro, Aristóteles. Una introducción (Santiago:
Instituto de Estudios de la Sociedad, 2007).
[←140]
Derechos sociales, 93. De algún modo, se trata de una reformulación de una vieja idea
marxista: “Por eso la humanidad no se plantea sino los problemas que puede resolver:
considerando las cosas más de cerca se verá siempre que el problema mismo solo se presenta
cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o están en trance de crearse”. Ver
Contribución a la crítica de la economía política (Medellín: Oveja negra, 1971), 10.
[←141]
Kuhn, Thomas, La estructura de las revoluciones científicas (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 1993), 175.
[←142]
Ibid., 244.
[←143]
Reale, Giovanni y Dario Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico (Barcelona:
Herder, 1995), vol. 3, 911.
[←144]
Para una historia del concepto de neoliberalismo —que puede ser muy equívoco—, ver Audier
Serge, Néo-libéralisme(s). Une archéologie intellectuelle (París: Grasset, 2012).
[←145]
Véase Alvarado, Claudio, “Atria, Finnis y Nozick. Una crítica a nuestras prioridades
políticas”, en Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social
dejaron de ser prioridad (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016).
[←146]
A fines de los años noventa, Arnold Harberger (uno de los principales inspiradores de los
Chicago boys) podía decir que el principal éxito del proyecto chileno no era tanto la adopción
del programa por los militares, sino que la Concertación lo prolongara por una década
(Gonzalo Vial, Chile. Cinco siglos de historia, 1.385).
[←147]
Derechos sociales, 97. Y por eso el contenido de los derechos no pueden ser especificados en
abstracto, sino que se desarrollan “en la historia” (65). Más tarde: “la idea de humanidad es
una meta de la historia, una meta cuyo valor no reside en que vaya a ser alcanzada” (73-74).
[←148]
Ibid., 97.
[←149]
Para explicar esto, Atria recurre a la teoría de la evolución de los derechos de T. H. Marshall
(Ibid., 46).
[←150]
Ibid., 16.
[←151]
Ibid., 46. Quizás en el único momento en que Atria enfrenta esta objeción es cuando trata la
noción de “pedagogía lenta”, como camino de aprendizaje de los derechos sociales. Allí Atria
admite que esta idea “parece aludir a una suerte de marcha panglossiana hacia un mundo
mejor”. Sin embargo, la única conclusión que deduce es la siguiente: “Pero precisamente por
eso es importante enfatizar que se trata de una pedagogía lenta, expuesta siempre a ser
secuestrada, usurpada y mal aplicada. La manera más evidente de hacerlo es el apresuramiento
(…), que lleva a ignorar la necesidad de la pedagogía y por eso termina (terminó) en alguna
versión de los socialismos reales” (75). El problema de cierto izquierdismo, según Atria, es
haber visto a esta pedagogía lenta como una cuestión puramente instrumental, sin comprender
que ese camino es parte integral del fin perseguido: no se pueden separar fines y medios. En
este punto, Atria pareciera ser presa de la misma ilusión que Kant, quien afirmó que su nuevo
milenarismo no sería fanático como los anteriores. Kant, Immanuel, Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia (Madrid: Tecnos,
1987), 17-18. Así, cada nueva formulación del progresismo quiere hacernos creer que no caerá
en los pecados del anterior, sin hacerse la pregunta de si acaso esas dificultades no están
inscritas en la configuración de todo progresismo filosófico; en política, la idea según la cual
algunos conocen el futuro y pueden, por tanto, guiarnos en la dirección correcta, suele ser
peligrosa.
[←152]
MacIntyre, Alasdair, Tres versiones rivales de la ética (Madrid: Rialp, 1992), 28.
[←153]
Aron, Raymond, Machiavel et les tyrannies modernes (París: Fallois, 1993), 262.
[←154]
Löwith, Karl, Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la
historia (Buenos Aires: Katz, 2007); Papaioannou, Kostas, La consécration de l’histoire
(París: Ivrea, 1996) y Gray, John, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la
utopía (Barcelona: Paidós, 2008).
[←155]
Ver Strauss, Leo, Derecho natural e historia (Buenos Aires: Prometeo, 2015) y, del mismo
autor, ¿Qué es filosofía política? (Madrid: Alianza, 2014).
[←156]
Atria siempre podrá defenderse arguyendo que su fundamentación está referida a instituciones
y no a ideas. Sin embargo, las instituciones que propone descansan —guste o no— sobre
ciertas ideas destinadas a superar a sus antecesoras.
[←157]
Esto queda claro si consideramos este pasaje: “Visto desde la perspectiva del punto de llegada
(por ahora, el de los derechos sociales), afirmar en el siglo XVIII que los derechos civiles
debían ser respetados era un paso en el camino que llevaba hasta los derechos sociales. Pero
afirmar que los derechos relevantes son solo los civiles hoy, cuando ya hemos avanzado, es en
realidad un retroceso. Una teoría liberal que insiste en que lo político se explica desde lo
prepolítico era un paso adelante cuando el adversario era el absolutismo, pero es un paso atrás
cuando el adversario es la idea de derechos sociales” (Derechos sociales, 99). Hay que mirarlo
todo desde el punto de llegada, que por ahora son los derechos sociales. La humanidad
avanza hacia un mundo mejor. La pregunta es cuál será el punto de llegada final, porque solo
conociéndolo se podrá evaluar globalmente el proceso. Mientras no lo conozcamos, todo esto
guarda más relación con cierta fe de carácter irracional. Por otro lado, el progresismo implícito
hace difícil tomarse en serio los conceptos utilizados, que solo son funcionales a un
determinado momento histórico. Hay algo intelectualmente extraño en esa aproximación, que
pone la filosofía al servicio de un itinerario ignoto.
[←158]
Derechos sociales, 30.
[←159]
Ibid., 45.
[←160]
Ibid., 15.
[←161]
Ibid., 90.
[←162]
Ibid., 25.
[←163]
Ibid., 26.
[←164]
Ibid., 114.
[←165]
Ibid., 60.
[←166]
Ver Derechos sociales, 221; y Atria, Fernando, Guillermo Larraín, José Miguel Benavente,
Javier Couso y Alfredo Joignant, El otro modelo. Del orden neoliberal al régimen de lo
público (Santiago: Debate, 2013), 25 y 35.
[←167]
Derechos sociales, 115.
[←168]
Aquello que Hegel llama sociedad civil (que es distinto a lo que comprendemos hoy con el
término) es una instancia que divide a los particulares, porque allí solo vale el interés privado
y egoísta de los individuos: funcionan como átomos separados, que no constituyen una
comunidad donde prima la deliberación, sino que es un “Estado externo”, condenado a la
dislocación por su contingencia extrema. Ver Principios de la filosofía del derecho (Barcelona:
Edhasa, 1998), § 183 y 185; ver también Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Madrid:
Alianza, 1999), § 523. El Estado es, por su parte, “la efectividad de la idea ética” (§ 257), “lo
racional en sí y por sí” (§ 258) y “la marcha de Dios en el mundo que hace que el Estado
exista” (§ 258, add.). En definitiva, el Estado, en su versión afirmativa, es “la idea universal en
tanto que género y potencia absoluta al encuentro de Estados individuales, es el espíritu que da
su efectividad en el proceso de historia del mundo” (§ 259, el destacado es de Hegel). Nada de
raro, en ese contexto, que el Estado deba ser venerado como algo divino (§ 272, add.). Desde
luego, Atria no identifica sin más al Estado con el Régimen de lo Público (lo Público no es lo
estatal, sino lo uniformado por rigurosas reglas dictadas por el Estado), pero al final este
último se define por su oposición a lo particular.
[←169]
Una perspectiva distinta en Bruni, Luigino, La ferita dell’altro. Economia e relazioni umane
(Trento: Il Margine, 2007). Bruni es consciente de que el mercado tiende a erosionar algunos
vínculos humanos, pero no cree que la respuesta a ese problema pase por atribuir mayores
poderes al Estado (en parte porque el mercado también sirve, bajo ciertas circunstancias, como
vehículo de cohesión social).
[←170]
Derechos sociales, 135.
[←171]
Ibid., 135.
[←172]
Ibid., 234.
[←173]
Marx aborda este problema en el primer libro de El Capital: según él, es verdad que las
condiciones del mercado no dependen “de la buena o mala voluntad de cada capitalista”, ya
que “la libre concurrencia impone al capitalista individual, como leyes exteriores inexorables,
las leyes inmanentes de la producción capitalista”. El capital. Crítica de la economía política
(Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1972), I, 8, 5, 212. Como Marx, Atria
piensa que el capitalista en cuanto tal no tiene ningún valor histórico: solo existe como
“capital personificado” (o, dicho de otro modo: solo es un agente de fuerzas que lo exceden y
sobre las cuales carece de todo control; El Capital, I, 22, 3, p. 499, el destacado es de Marx).
[←174]
Derechos sociales, 135.
[←175]
En la óptica de Atria, incluso es absurdo esperar de un agente económico que respete la ley,
porque su comprensión del mercado excluye cualquier relación no instrumental con la norma.
[←176]
Citado en Hayek, Friedrich, “The Corporation in a Democratic Society”, en id., Studies in
Philosophy, Politics and Economics, 300-312, p. 312. Es una versión distinta de la clásica
frase de Marx: “¡Acumulad, acumulad! ¡He ahí la ley y los profetas!” (El capital, I, 22, 3).
[←177]
Sobre el problema del pluralismo social, ver Svensson, Manfred, “Subsidiariedad y
ordopluralismo”, en Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado,
77-94.
[←178]
Derechos sociales, 267.
[←179]
En Derechos sociales, 304, se pone en el mismo plano el “adoctrinamiento”, la “propaganda
ideológica” y el “enriquecimiento personal”. Sobre las instituciones con ideario, ver García-
Huidobro, Joaquín, y Manfred Svensson, “Sentido de las universidades con ideario en una
sociedad pluralista”, Estudios Públicos, nº 140 (2015), 33-54.
[←180]
Sobre este problema, ver la lúcida reseña de Pablo Ortúzar al libro de Fernando Atria: “El
sueño de la razón”, en Estudios Públicos, nº 139 (2015), 211-230.
[←181]
La célebre frase del ministro Eyzaguirre alusiva a los patines calza perfectamente en esta
lógica. Como Atria lo reconoce explícitamente, lo importante es que la calidad sea uniforme
(Derechos sociales, 64). Esto no es extraño: si no fuera homogénea, entonces los ricos siempre
podrían aprovechar su poder e influencia para concentrarse en escuelas de buen rendimiento,
que es exactamente lo que ocurre en la educación pública de muchos países. Más adelante
veremos cuán problemática es dicha homologación de la calidad. Las palabras de Nicolás
Eyzaguirre fueron: “Voy a hacer una metáfora, que son siempre peligrosas en esto (sic). Lo
que tenemos actualmente es en una cancha enlosada un competidor corriendo con patines de
alta velocidad y otro descalzo. El descalzo es la educación pública. Entonces me dicen, ¿por
qué no entrenas más y le das más comida al que va descalzo? Primero tengo que bajar al otro
de los patines”; ver http://www.latercera.com/noticia/nacional/2014/06/680-582564-9-
ministro-eyzaguirre-no-es-cierto-que-la-educacion-subvencionada-tenga-mejores.shtml.
[←182]
Cabe mencionar otra dificultad de la propuesta atriana: ésta compara constantemente un
mundo real (con todas sus dificultades y miserias) a un mundo ideal, donde la realidad refleja
de modo prístino ciertos conceptos. En otras palabras, Atria nunca integra en su reflexión las
(previsibles) dificultades que enfrentaría la eventual aplicación de un Régimen de lo Público, y
por eso el mundo que describe siempre parece superior al mundo real: Atria utiliza todo su
talento y meticulosidad para construir un espejismo (que se explica porque tiende a atribuir la
maldad humana a un sistema económico). Por más atractivos que sean los sueños, quizás vale
más la pena tomarse en serio el mundo y su complejidad (ver Ortúzar, Pablo, “El sueño de la
razón”).
[←183]
Arendt, Hannah, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, 2003, 142. Atria
intenta salvar el punto recurriendo a la idea de pedagogía lenta. Sin embargo, la pedagogía
lenta, tal como la entiende Atria, solo funciona al interior de un relato progresista, cuyo
fundamento final es religioso (de hecho, para dar cuenta de ella, Atria se refiere a las
reflexiones de Taylor sobre la pedagogía divina, 70). ¿Qué puede querer decir, si no, la
afirmación según la cual “la idea de humanidad es una meta de la historia”? (Derechos
sociales, 74).
[←184]
“Si la educación particular pagada ha de continuar existiendo, no es porque pagar
privadamente por la educación sea un derecho de los que pueden hacerlo: es porque su poder
fáctico es suficiente para mantener ese privilegio; aunque se trate de un privilegio
injustificable” (Derechos sociales, 160). Más tarde: “En nuestras circunstancias actuales (…)
la abolición de toda forma de educación provista por agentes privados no es una meta
políticamente realizable” (247). La pregunta que queda es si la educación provista por la
familia es o no una “educación provista por agentes privados”.
[←185]
Sobre el problema de libertad educativa, ver Alvarado, Claudio, y Pablo Varas, ¿Un bien de
consumo? Diagnóstico y perspectivas sobre libertad de educación (Santiago: Instituto de
Estudios de la Sociedad, 2015).
[←186]
Aron, Raymond, Les désillusions du progrès. Essai sur la dialectique de la modernité (París:
Calmann-Lévy, 1969), 115
[←187]
Derechos sociales, 64.
[←188]
Atria intenta defenderse de esta posible objeción. Así, afirma que “organizar la educación
como un derecho social implica acabar con la libertad de mercado, no con la libertad de
proyectos educativos”. La distinción, desde luego, es un poco especiosa: más allá de sus
múltiples problemas y defectos, el mercado es de hecho uno de los mecanismos por los cuales
se manifiesta la libertad de proyectos educativos.
[←189]
No faltan quienes dicen que aceptar esas dificultades es precisamente aceptar el diagnóstico de
la izquierda y, por tanto, asumir sus categorías y su rayado de cancha. Una respuesta adecuada
consistiría entonces en refutar todos y cada uno de los elementos del diagnóstico de la
izquierda. Como vimos al referirnos al trabajo de Axel Kaiser, esta posición tiene la dificultad
propia de toda tesis puramente polémica: queda atrapada en las categorías que quiere combatir,
al negarle todo al diagnóstico contrario. El primer problema no reside por tanto en aceptar o no
el rayado de cancha contrario, sino en determinar si algunos aspectos de ese diagnóstico
poseen o no correspondencia en la realidad. Porque si existe correspondencia, la pura negación
solo conducirá al fracaso. Lo que cabe aquí entonces es (i) preguntarse con honestidad qué
dimensiones de ese diagnóstico son acertadas, o recogen algo real, y, a partir de eso, (ii)
elaborar una respuesta política alternativa a esos problemas (intentando fijar los términos de la
discusión). La auténtica creación política no es nunca una pura negación, sino que desde la
consideración de la realidad es capaz de elaborar un discurso que se conecta con ella y la
orienta en un sentido determinado. Lo otro es ceguera y sordera, que son los peores defectos
del político.
[←190]
Un argumento muy repetido al interior de cierta derecha se refiere a Alexis Sánchez: ¿acaso no
es justo que Sánchez gane millones y millones utilizando su talento y trabajo? ¿Qué hay de
malo en esa desigualdad? El argumento es un poco tramposo, porque ignora precisamente una
de las principales causas del malestar chileno: en el caso de Sánchez, no cabe ninguna duda de
que llegó donde llegó por méritos propios, sin mediar padrinos ni influencia familiar, y sin
recurrir tampoco a malas artes. Es, si se quiere, un caso de desigualdad químicamente pura en
su origen. En cualquier caso, nada de lo anterior quita que la pregunta por la justicia de los
salarios de los deportistas de alto rendimiento sea pertinente, aunque —desde luego— sea muy
difícil de responder.
[←191]
Ver Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser
prioridad (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016).
[←192]
Kaiser, Axel, “La igualdad y la envidia”, en Diario financiero, 17 de junio de 2011; ver
también La tiranía de la igualdad, 188.
[←193]
Política, 1295b2-1296a36.
[←194]
Por lo mismo, Cousiño y Valenzuela han podido decir que “los procesos de monetarización se
despliegan con perfecta independencia de las fantasías ideológicas que algunas veces los
impulsan o los acompañan”. En Cousiño, Carlos, y Eduardo Valenzuela, Politización y
monetarización en América Latina (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2012), 115.
[←195]
O, como lo explicaba Carl Schmitt: “Un dominio sobre seres humanos que reposa sobre un
fundamento económico, si se mantiene apolítico en el sentido de sustraerse a toda
responsabilidad y supervisión políticas, tiene que aparecer justamente como un terrible
engaño. El concepto de cambio no excluye como tal concepto en modo alguno que una de las
partes quede en desventaja, ni que un sistema de contratos recíprocos acabe por convertirse en
un sistema de la más salvaje explotación y represión. Y si los explotados y sometidos intentan
defenderse en la situación en la que se encuentran, es evidente que no podrán hacerlo con
medios económicos. No menos evidente es, sin embargo, que quienes detentan el poder
económico considerarán cualquier intento extraeconómico de modificar su posición de poder
como un acto de violencia criminal, y que intentarán impedirlo. Pero claro está que con esto se
derrumba aquella construcción ideal de una sociedad que reposaría sobre el intercambio y los
contratos recíprocos y que sería por eso mismo pacífica y justa”. En El concepto de lo político
(Madrid: Alianza, 2014), 107.
[←196]
Es imposible explicar de otro modo, por ejemplo, la extraña polémica que se generó en torno
al célebre libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 2014). La tesis de Piketty, en términos esquemáticos, sugiere que el
rendimiento del capital es superior al rendimiento del trabajo, y que por tanto el capitalismo
tiende a acentuar las desigualdades, produciendo así inevitables tensiones sociales. La tesis
debe, desde luego, ser sometida a discusión, pero no faltaron quienes se sintieron virtualmente
ofendidos por ella. Sin embargo, aquellos que aprecian el mercado deberían ser los primeros
en intentar protegerlo de sus propios peligros, y eso exige ser consciente de ellos, antes que
ignorarlos suponiendo a priori que su formulación tiene motivos puramente “ideológicos”
(ver, por ejemplo, José Ramón Valente, La rebelión del sentido común, 29).
[←197]
Herrera, Hugo, La derecha en la crisis de bicentenario, capítulo 4.
[←198]
Ver Bellolio, Álvaro, y Hernán Felipe Errázuriz, Migraciones en Chile. Oportunidad ignorada
(Santiago: Libertad y Desarrollo, 2014). Ver también Maldonado, Emilio, “A la caza del
trabajo extranjero”, en revista Qué Pasa, 7 de febrero de 2013.
[←199]
Marx, Karl, El capital, I, 23, 3, p. 537.
[←200]
Berlin, Isaiah, “Dos conceptos de libertad”, en id., Cuatro ensayos sobre la libertad (Madrid:
Alianza, 1998), 215-280. Para una crítica a Berlin, ver Taylor, Charles, “What’s Wrong with
Negative Liberty”, en Philosophy and the Human Sciences. Philosophical Papers 2
(Cambridge: Cambridge University Press, 1985), 211-229; y Strauss, Leo, “Relativism”, en
The Rebirth of Classic Political Rationalism (Chicago: University of Chicago Press, 1989),
13-26.
[←201]
Un poco por lo mismo, Aron se lamentaba de que el liberalismo se definiera esencialmente por
su oposición al totalitarismo. En Aron, Raymond, Liberté et égalité. Cours au Collège de
France (París: EHESS, 2013), 48.
[←202]
“Debería haber sido más claro con respecto a que la libertad positiva es una ideal tan noble y
fundamental como la libertad negativa”, citado en Fermandois, Joaquín, “Isaiah Berlin. La
libertad compleja”, en Estudios Públicos, nº 80 (2000), 312-335, p. 327. El mismo Fermandois
considera que se le puede reprochar a Berlin “su desatención de la libertad interior, esa fuerza
que se encuentra siempre en toda respuesta libertaria” (334). Ver también las precisiones que
ofrece Berlin en Jahanbegloo, Ramin, Conversations with Isaiah Berlin (Nueva York:
McArthur, 1991), capítulo 1; e Isaiah Berlin, “In conversation with Steven Lukes”, en
Salmagundi, nº 120 (1998), 52-134, p. 93. Una defensa del valor de la distinción berliniana en
Santa Cruz, Lucía, “Isaiah Berlin”, en Anuario de filosofía jurídica y social, nº 15 (1997),
Homenaje a Isaiah Berlin, 325-334.
[←203]
“Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo
impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e
inanimadas como a las racionales”. En Hobbes, Leviatán (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 1998), XXI, 171; en el mismo sentido, dice Hayek aludiendo a su propia
concepción: “Esta obra hace referencia a aquella condición de los hombres por la que la
coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida, en el ámbito social, al mínimo.
Tal estado lo describiremos a lo largo de nuestra investigación como estado de libertad”.
Hayek, Los fundamentos de la libertad (Madrid: Unión Editorial, 2008), 31.
[←204]
A este respecto, fue muy ilustrativa la discusión que se generó en nuestro país a propósito del
voto voluntario. Para muchos, el voto obligatorio es ilegítimo porque, al forzarnos a concurrir
a los comicios, atenta contra nuestra libertad individual. Este punto de vista olvida, desde
luego, que la libertad individual solo se da en un cuadro político que también tiene sus
exigencias: ir a votar no es un acto análogo a consumir y, por eso, no es necesariamente injusto
instituir legalmente un deber (mínimo) de participación en el orden colectivo.
[←205]
Ver Aron, Raymond, “La définition libérale de la liberté”, en id., Les sociétés modernes (París:
Puf, 2006), 627-646.
[←206]
Ver Pettit, Philip, Republicanism. A Theory of Freedom and Government (Oxford: Oxford
University Press, 1999) y Spitz, Jean-Fabien, La liberté politique. Essai de généalogie
conceptuelle (París: Puf, 1995).
[←207]
Ver http://www.cooperativa.cl/noticias/pais/lavin-continuara-con-idea-de-apertura-dominical-
del-comercio-capitalino/2003-05-25/152400.html
[←208]
Véase Spaemann, Robert, “El atentado contra el domingo”, en id., Límites. Acerca de la
dimensión ética del actuar (Madrid: Eiunsa, 2003), 261-267.
[←209]
El otro modelo, 174.
[←210]
Este problema ha sido advertido por Jean-Claude Michéa, uno de los intelectuales más lúcidos
de la izquierda contemporánea. Según él, la dificultad de la izquierda es haber asumido un
relato progresista que le impide criticar radicalmente las lógicas del mercado. Desde luego,
Marx es la primera víctima de esto, en la medida en que su visión histórica lo obliga en el
fondo a celebrar (y querer acelerar) el movimiento de la libertad económica, porque el
comunismo solo puede advenir después de ese momento, nunca antes. Ver Michéa, Jean-
Claude, Les mystères de la gauche. De l’idéal des Lumières au triomphe du capitalisme absolu
(París: Climats, 2013).
[←211]
Al proyecto de Atria le calza a la perfección la siguiente frase de Albert Camus, uno de los
más lúcidos críticos del progresismo del siglo XX: “Liberar al hombre de toda limitación para,
en términos prácticos, enjaularlo luego en una necesidad histórica equivale (…) a quitarle
primero sus motivos de lucha para arrojarlo finalmente a cualquier partido, siempre y cuando
éste no tenga otra regla que la eficacia”. Ver en Œuvres complètes, vol. III, 427.
[←212]
Recordemos que Fantine, la madre de Cosette en Los miserables, se ve obligada a vender pelo,
dientes y otras cosas para satisfacer sus necesidades básicas. ¿Es ese un ejercicio auténtico de
libertad? ¿Será necesario explicitar la alienación implícita en decisiones de ese tipo?
[←213]
Ver la ácida crítica de Pier Paolo Pasolini a la moral del 68 en Cartas luteranas (Madrid:
Trotta, 2013).
[←214]
Sobre esto, ver Michéa, Jean-Claude, The Realm of Lesser Evil (Cambridge, Malden: Polity,
2009).
[←215]
Es innegable que el comercio también puede fomentar virtudes (ver Montesquieu, El espíritu
de las leyes, V, 6) pero, para lograrlo, se requieren condiciones culturales bien específicas. Por
otro lado, la alusión al cuarto de libra se refiere a un video que se hizo muy popular en nuestro
país, en septiembre de 2010, en el que un cliente exigía a gritos que le dieran un sándwich en
un local comercial, sin aceptar ningún tipo de explicación. Esa actitud, si se quiere, simboliza
la disposición moral del consumidor: no quiere deliberar, no quiere escuchar, solo quiere que
se cumpla un contrato, que es el único vínculo efectivo con el otro.
[←216]
Sobre este punto, resulta muy ilustrativa la comparación realizada por Milan Kundera entre la
Primavera de Praga y Mayo del 68: “Mayo del 68 era una revuelta juvenil. La iniciativa de la
Primavera de Praga estaba en las manos de adultos, que fundaban su acción en su experiencia
y decepción históricas (…) El Mayo parisino fue una explosión de lirismo revolucionario. La
Primavera de Praga era la explosión de un escepticismo postrevolucionario. Por esto el
estudiante parisino miraba hacia Praga con desconfianza (o más bien con indiferencia), y el
praguense solo tenía una sonrisa para las ilusiones parisinas (una paradoja sobre la que se
debería reflexionar: la única realización acabada, aunque efímera, de un socialismo en libertad
no fue alcanzada en el entusiasmo revolucionario, sino que en la lucidez escéptica…). El
Mayo parisino era radical. Lo que, durante largos años, había preparado la explosión de la
Primavera de Praga, era una revuelta popular de los moderados (…) El Mayo parisino
cuestionaba lo que llamamos la cultura europea y sus valores tradicionales. La Primavera de
Praga era una defensa apasionada de la tradición cultural europea en su sentido más amplio y
tolerante (defensa tanto del cristianismo como del arte moderno, ambos negados por el
poder)”. Prefacio a Josef Skvorecky, Miracle en Bohème (París: Gallimard, 1978), 4. Kundera
opone así el lirismo adolescente a la moderación propia de la edad adulta. El dilema no ha
perdido su actualidad. Un análisis muy fino de Mayo del 68 en Aron, Raymond, La révolution
introuvable. Réflexions sur la révolution de Mai (París: Fayard, 1968).
[←217]
Desde luego, para completar el cuadro hace falta añadir una observación relevante. Si este
punto de vista es tan dominante en la discusión es porque, al menos parcialmente, quienes no
comparten sus premisas (y esto vale para conservadores, socialcristianos y miembros de una
izquierda fiel a su vocación originaria, entre otros) han tenido enormes dificultades, en los
últimos decenios, para elaborar una propuesta política digna de ese nombre, y se han limitado
más bien a contemplar con cierta indolencia el despliegue de estas lógicas.
[←218]
Sobre este problema crucial, ver el excelente trabajo de Bellamy, François-Xavier, Les
déshérités ou l’urgence de transmettre (París: Plon, 2014). Bellamy muestra cómo buena parte
de la filosofía moderna y contemporánea (a partir de Descartes, Rousseau y Bourdieu)
considera que la transmisión es opresiva, porque atentaría contra la libertad del individuo. Sin
embargo, sugiere Bellamy, la educación sin transmisión se convierte en manipulación o en
transmisión encubierta. Sobre esta cuestión, ver también el brillante ensayo de C. S. Lewis La
abolición del hombre (Barcelona: Andrés Bello, 2007) y Spaemann, Robert, “¿Es la
emancipación un objetivo de la educación?”, en Límites, 453-465. Quizás el mejor testimonio
literario de aquello en lo que consiste la educación se encuentre en Camus, Albert, El primer
hombre (Barcelona: Tusquets, 1994): la vida de Camus es la historia de un encuentro entre un
alumno (que tiene un horizonte limitado por la precariedad económica de su familia) y un
profesor (cuya vocación es transmitir algo que consideraba muy importante). Si se quiere, ese
encuentro (en todas sus modalidades posibles) constituye el núcleo invisible de cualquier
proceso educativo. Atria, por supuesto, nunca lo menciona.
[←219]
Sobre esto, ver Michéa, Jean-Claude, La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas
(Madrid: Machado, 2009). Es curioso cómo el mismo Bourdieu termina cayendo en este
contrasentido: el insigne crítico del liberalismo económico en todas sus manifestaciones
rechaza la educación tradicional (pues solo transmitiría privilegios), y se ve entonces obligado
a aceptar que la educación debe transmitir habilidades laborales, o sea, ajustarse
completamente a las necesidades del mercado (para esto, ver Bellamy, François-Xavier, Les
déshérités…, cap. 3).
[←220]
Sobre este problema, ver Bérénice Levet, La théorie du genre ou le monde rêvé des anges
(París: Grasset, 2014).
[←221]
Sobre esto, véase Finkielkraut, Alain, La seule exactitude (París: Stock, 2015), pp. 111-127; y
Flahault, François, El crepúsculo de Prometeo (Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2013).
[←222]
Esta es la fuerza y la debilidad de las demandas liberales en los temas mal llamados
“valóricos”. Por un lado, quienes defienden la ampliación irrestricta de las libertades
individuales suelen tener mucha influencia; sin embargo, esas aspiraciones conectan poco y
mal con la población, cuyas prioridades y experiencias vitales van por otro lado. Naturalmente,
esto constituye una constatación y no un argumento decisivo contra este tipo de
reivindicaciones. Sobre el problema del matrimonio homosexual, ver Mansuy, Daniel, “¿Un
cambio de civilización?”, en Svensson, Manfred y Mauro Basaure (eds.), Matrimonio en
conflicto. Visiones rivales sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, (Santiago:
Cuarto Propio, 2015), 99-122.
[←223]
Peter Berger formula esta idea de la siguiente manera: los procesos de modernización no son
idénticos entre sí porque cada uno de ellos deriva de la relación entre distintos “paquetes”
(packages) y “portadores” (carriers). La idea es que distintas combinaciones de portadores
(por ejemplo, burocracia, instituciones de desarrollo tecnológico, clase burguesa) y paquetes
(individualismo, motivo de búsqueda de ganancias, secularización) dan origen a procesos de
modernización diferentes. Esta explicación permite formular una teoría que no restrinja los
procesos de modernización solo a un cambio en nuestras creencias (“conciencia moderna”),
sino que los vincule con el desarrollo de instituciones particulares en cada contexto. Véase
Berger, Peter L., Brigitte Berger y Hansfried Kellner, The Homeless Mind (Nueva York:
Pelican Books, 1974), caps. 4 y 5.
[←224]
Manent, Pierre, Curso de filosofía política (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad,
2016), capítulo 1.
[←225]
Desde luego, no se trata solo de la integración social, sino de una vida integrada (encastrada,
habría dicho Polanyi) al interior de una lógica más unitaria (una de cuyas dimensiones es la
integración social, pero que viene dada por algo anterior).
[←226]
Esto, por supuesto, no implica que el hecho religioso sea irrelevante al momento de pensar los
problemas actuales. Ver Ratzinger, Joseph, “Cristianismo y democracia pluralista”, en Scripta
theologica, vol. 16 (1984): 815-829.
[←227]
Ver Weil, Simone, La condición obrera (Madrid: Trotta, 2014).
[←228]
Leviatán, XIII.
[←229]
Desde luego, Atria pertenece a este mundo. El nuevo paradigma que propone busca
precisamente restablecer la unidad social que el mercado ha roto.
[←230]
Ver Finkielkraut, Alain, Nosotros, los modernos. Cuatro ensayos (Barcelona: Encuentro,
2006). En palabras de Kundera: “El deseo de ser moderno es un arquetipo, esto es, un
imperativo irracional, profundamente anclado en nosotros, una forma insistente cuyo
contenido es cambiante e indeterminado: es moderno aquello que se declara moderno y es
aceptado como tal”, en L’art du roman, en Œuvre (París: Gallimard, 2011), 728.
[←231]
Tocqueville, Alexis de, La democracia en América (Ciudad de México: Fondo de Cultura
Económica, 1996), 387.
[←232]
Berger, Peter y Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido (Barcelona:
Paidós, 1997).
[←233]
Este diagnóstico se inscribe, de algún modo, en la tradición durkheimiana, que pone el
concepto de anomia en el centro de la reflexión sociológica. Ver Durkheim, Émile, El suicidio
(Buenos Aires: Losada, 2004).
[←234]
Una formulación temprana de este problema está en este formidable pasaje de Montesquieu:
“La mayor parte de los pueblos antiguos vivían en gobiernos que tenían por principio la virtud
(…) Su educación tenía otra ventaja sobre la nuestra: nunca se la desmentía. Epaminondas,
durante el último año de su vida, decía, escuchaba, veía, hacía, las mismas cosas que a la edad
en que habían comenzado a instruirlo. Hoy recibimos tres educaciones diferentes o contrarias:
la de nuestros padres, la de nuestros maestros, la del mundo. Lo que dicen en esta última
derriba todas las ideas de las dos primeras” (El espíritu de las leyes, IV, 4). Aunque
Montesquieu atribuye el fenómeno a la religión revelada, sabe que no se limita a ella: nuestras
educaciones diferentes o contrarias no nos permiten orientarnos en el mundo.
[←235]
Aron, Raymond, Liberté et égalité, 57. Javier Gomá plantea, en otros términos, la misma
pregunta “¿Qué puede ofrecer esta civilización para retener, refinar o sublimar las
inclinaciones estético-instintivas del yo cuando se ha renunciado a la religión y al patriotismo
y a las antiguas creencias colectivas? ¿Qué civiliza al yo, qué lo socializa, qué le hace virtuoso
en una sociedad secularizada?”. Ver Ejemplaridad pública (Madrid: Taurus, 2009), 15.
[←236]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo, 84.
[←237]
Ver Cousiño, Carlos y Eduardo Valenzuela, Politización y monetarización en América Latina.
[←238]
Este es, en todo caso, un síndrome de larga data. En el primer volumen de su Historia de Chile
1891-1973 (La sociedad chilena en el cambio de siglo), Gonzalo Vial insiste largamente en la
obsesión de las clases altas por imitar modelos extranjeros, afirmando que es una de las causas
de la decadencia de la primera parte del siglo XX (Santiago: Zig-Zag, 1981).
[←239]
Cousiño y Valenzuela ofrecen una explicación de las singularidades de la modernización
latinoamericana: según ellos, en esta parte del mundo el vínculo social nunca se rompió del
mismo modo que en Europa, que fue víctima de cruentas guerras religiosas (Politización y
monetarización en América Latina, capítulo II).
[←240]
Si se quiere, esta es la principal dificultad que enfrentan muchos liberales chilenos: al ignorar
esta dimensión, les cuesta mucho tener traducción política auténtica fuera de los sectores
acomodados y del “cosmopolitismo burgués” denunciado por Marx.
[←241]
Ver Montesquieu, El espíritu de las leyes, XIX, 4.
[←242]
Subercaseaux, Bernardo, Chile, ¿un país moderno? (Santiago: Zeta, 1996), 85.
[←243]
Sobre el problema más amplio de las complejas relaciones entre liberalismo y
conservadurismo, ver Mahoney, Daniel, Los fundamentos conservadores del orden liberal
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015).
[←244]
Sobre esto, ver el libro clásico de Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo
(Madrid: Alianza, 2004); y Lasch, Cristopher, The True and only Heaven. Progress and its
Critics (Nueva York: Norton, 1991). Ver también los trabajos de Wilhelm Rôpke, La crisis
social de nuestro tiempo (Madrid: El Buey Mudo, 2010) y Más allá de la oferta y la demanda
(Madrid: Unión Editorial, 1996).
[←245]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, 180-193; Castoriadis, Cornelius,
Une société à la dérive (París: Seuil, 2005), 240-241. Es otra formulación de la vieja paradoja
de Böckenförde: el Estado secularizado vive sobre premisas que ya no puede garantizar (y, en
términos globales, las tensiones que vive Europa con el mundo musulmán hacen cada vez más
visible esta dificultad).
[←246]
Ver Bégout, Bruce, De la décence ordinaire. Court essai sur une idée fondamentale de la
pensée politique de George Orwell (París: Allia, 2008).
[←247]
Ver la columna de Max Colodro, “Estándares”, en La Tercera, 29 de febrero de 2016.
[←248]
Por otro lado, la dictadura de lo inmediato plantea serios problemas de justicia
intergeneracional. Sobre este tema, véase Innerarity, Daniel, El futuro y sus enemigos
(Barcelona: Paidós, 2009); Thompson, Janna, Intergenerational justice. Rights and
Responsabilities in an Intergenerational Policy, (Nueva York: Routledge, 2009); y Ortúzar,
Pablo, “Exclusión intergeneracional. Notas para una previsión integral intergeneracional”, en
Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Sobre la publicidad, ver Ewen, Stuart, Captation of
Consciousness. Advertising and the Social Roots of the Consumer Culture (Nueva York:
McGraw Hill, 1976).
[←249]
Girard, René, El chivo expiatorio (Barcelona: Anagrama, 1986).
[←250]
Política, 1.253a, 17-18.
[←251]
Tocqueville es quien mejor describe este fenómeno en La democracia en América, I, 2, 9 y II,
1, 2; ver también Bénéton, Philippe, Les fers de l’opinion (París: Puf, 2000). Por su parte, la
excelente novela de Philip Roth La mancha humana (Debolsillo, 2009) muestra bien los
efectos que puede tener la higienización del lenguaje. En términos generales, el imperio de lo
políticamente correcto es peligroso para el diálogo democrático porque éste supone, como
decía Camus, que todos participamos de él desde nuestra identidad, sin renunciar a ella. No
hay diálogo si cada uno debe esconder lo que piensa. Pues bien, la opinión dominante opera
por intimidación y simplificación antes que por persuasión: intenta reducir al disidente al
silencio sin molestarse en argumentar, transformándolo en una especie de paria (desde luego,
Twitter encarna a la perfección este fenómeno). Si la democracia consiste (como insiste el
mismo Camus) en aquel régimen donde debemos admitir la posibilidad de estar equivocados y,
por lo mismo, estamos dispuestos a escuchar argumentos contrarios a los nuestros; entonces
este imperio de lo políticamente correcto (en la medida en que ignora la modestia intelectual)
representa una amenaza muy seria para el despliegue de una auténtica libertad política. Ver
Camus, Albert, Œuvres complètes, vol. II, 471 y 717.
[←252]
Política, II, 1261a21-1262a24.
[←253]
Ver sobre esto Griffioen, S., “Is a Pluralist Ethos Possible?”, en Philosophia Reformata, nº 59
(1994), 11-25; Descombes, Vincent, Philosophie du jugement politique (París: Seuil, 1995); y
los textos presentes en Tessitore, Aristide (ed.), Aristotle and Modern Politics. The Persistence
of Political Philosophy (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 2002).
[←254]
En términos generales, puede decirse que el Occidente posterior a la Segunda Guerra sospecha
de las naciones: nos encantaría entrar a una era posnacional. El problema es que nadie ha
descrito ni explicado cómo podría funcionar un mundo así. Sobre este problema, ver Manent,
Pierre, La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa (Madrid: Escolar
y Mayo, 2009).
[←255]
Sobre esto, véase también Norman, Jesse, La gran sociedad. Anatomía de la nueva política
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2014).
[←256]
Arendt, Hannah, La condición humana (Barcelona: Paidós, 2003), 59-67. Sobre el problema
del espacio púbico y su relación con la tolerancia, ver el excelente ensayo de Manfred
Svensson, Una disposición pasajera (Santiago: Universidad Diego Portales, 2013).
[←257]
La importancia crucial de este punto es bien percibida por Arendt en La condición humana,
158 y 173.
[←258]
Esto es particularmente cierto en el caso de la maternidad (Cousiño y Valenzuela, Politización
y monetarización en América Latina, 95).
[←259]
En Neoliberalismo con rostro humano, Fernando Atria admite la importancia de esto; sin
embargo, no deduce luego las conclusiones correspondientes. Veinte años después.
Neoliberalismo con rostro humano (Santiago: Catalonia, 2013), 70.
[←260]
Desde luego, no se trata de idealizar un entorno que —como todo lo humano— también tiene
sus problemas, dificultades y miserias (y basta leer cualquier novela del católico Mauriac para
conocer en detalle esos aspectos). No obstante, nada de eso quita que —aun con sus defectos
— sea el fundamento de toda vida colectiva.
[←261]
Ver Chesterton, G. K., “El éxodo de lo doméstico”, en Por qué soy católico (Madrid: El Buey
Mudo, 2010), 203-213.
[←262]
Por eso, solo hablan de familia cuando se refieren a la diversidad sexual. El resto simplemente
sale de su horizonte visual, y pocos estarían dispuestos a suscribir el documento programático
del partido socialista alemán del año 2007: “Nuestro modelo es la familia en la que madre y
padre son igualmente responsables por la provisión y el cuidado. Eso es lo que quiere la gran
mayoría de los jóvenes. Se corresponde con la necesidad de madre y padre que tienen los
niños, y asegura la independencia económica de la familia” (ver la página 65 del “Hamburger
Programm. Das Grundsatz Programm der SPD”, disponible en
https://www3.spd.de/linkableblob/1778/data/hamburger_programm.pdf).
[←263]
Ver Jocelyn-Holt, Alfredo, et al., Historia del siglo XX chileno (Santiago: Sudamericana,
2001), 359; y “Alza de hijos fuera del matrimonio muestra evolución de la familia en Chile”,
en La Tercera, 14 de julio de 2014.
[←264]
Jaime de Aguirre, quizás el más importante ejecutivo televisivo de la transición y ex militante
del Mapu, decía en 2012, cuando estaba a cargo de Chilevisión: “No creo que la TV tenga un
rol educativo. Ese es un concepto de los sesenta”. Y agregaba a renglón seguido: “Somos
factor de cambio cultural (…) Abrimos tema, y en ese sentido somos liberales y progresistas
(…) El rol de educadores está en la familia, en el Estado, en muchos lugares, más allá” (El
Mercurio, 1 de julio de 2012). La declaración es muy interesante por muchos motivos;
enunciaremos solo algunos. El primero es la evidente contradicción entre la negación de
cualquier responsabilidad educativa y la aspiración a ser factor de cambio cultural: tener
agenda liberal y progresista es, de algún modo, querer educar: aquí no hay neutralidad posible.
Lo segundo es la liviandad para rehuir cualquier responsabilidad educativa: eso corresponde a
las familias, al Estado, a otros. Aquí ya ha operado la total diferenciación de la industria
televisiva, que se siente liberada de cualquier deber social o cívico que no sea coherente con la
lucha por el rating: sabemos que los niños nos están mirando (y buscamos que nos miren),
pero no aceptamos ninguna responsabilidad vinculada a ese hecho (más sobre esto en la nota
siguiente). Nótese, por último, el criterio que utiliza para descartar una idea: decir que algo sea
“un concepto de los sesenta” (o de cualquier época) no constituye argumento alguno, más allá
de la falacia progresista involucrada. Naturalmente, el mundo de la Concertación no siempre
pensó así: en 1984, Claudia di Girolamo —ilustre representante del establishment cultural de
la centroizquierda— decía que “el problema de fondo es lograr una TV eminentemente
educativa” (Apsi, nº 144, 22 de mayo de 1984).
[←265]
Como dijo alguna vez —con un cinismo tan exquisito como inimitable— un ejecutivo
audiovisual francés: “Hay muchos modos de hablar de televisión. Pero, desde una perspectiva
de negocios, seamos realistas: básicamente, el oficio de TF1 [principal canal francés] es
ayudar a Coca-Cola (…) a vender su producto (…) Para que un mensaje publicitario sea
recibido, es necesario que el cerebro del telespectador esté disponible. La vocación de nuestros
programas es hacerlo disponible; esto es, divertirlo, distenderlo para prepararlo entre dos
mensajes. Lo que le vendemos a Coca-Cola es tiempo disponible del cerebro humano (…) No
hay nada más difícil que obtener esa disponibilidad. Allí está el cambio permanente. Hay que
buscar siempre los programas que funcionan, seguir las modas, surfear sobre las tendencias”.
En otras palabras, el objetivo último de la industria televisiva sería disponernos, del modo más
borrego posible, a los mensajes publicitarios. Al menos parcialmente, esto es lo que se esconde
tras el discurso televisivo sobre las “audiencias”. La cita está en VV. AA., Les dirigeants face
au changement (París: Huitième jour, 2004), 92. Ver también Lipovetsky, Gilles, La era del
vacío (Barcelona: Anagrama, 2015).
[←266]
Spaemann, Robert, Ética. Cuestiones fundamentales (Pamplona: Eunsa, 2010), capítulo 2.
[←267]
Hay también en todo caso, una ética del trabajo y del ahorro, pero que está vinculada a la
renuncia más que a la satisfacción inmediata de nuestros deseos. No es seguro que la estemos
fomentando del modo debido.
[←268]
Ver el informe de Ana María Stuven “La mujer ayer y hoy. Un recorrido de incorporación
social y política”, UC, 2013, disponible en: http://politicaspublicas.uc.cl/wp-
content/uploads/2015/02/serie-no-61-la-mujer-ayer-y-hoy-un-recorrido-de-incorporacion-
social-y-politica.pdf (11); y el reportaje de Cristina Espinoza, “Tasa global de fecundidad en
Chile alcanza el nivel más bajo de la historia”, en La Tercera, 26 de octubre de 2014.
[←269]
Arendt, Hannah, La condición humana, 266.
[←270]
Ver Svensson, Manfred y Catalina Siles, Vivir juntos. Reflexiones sobre la convivencia en
Chile (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2014), 36.
[←271]
Parece absurdo, por ejemplo, que un hombre soltero pague los mismos impuestos que uno
casado con hijos, que necesariamente gasta buena parte de sus ingresos en alimentar, vestir y
educar. Una familia, por ejemplo, que enfrenta una enfermedad grave, debe pagar los costos
asociados (que en Chile pueden ser estratosféricos) sin tener ninguna ventaja tributaria: el
fisco no es capaz de distinguir el dinero gastado en La Parva del dinero gastado en sanar niños.
Hay allí una injusticia manifiesta.
[←272]
Es digno de notar el trabajo realizado por el arquitecto Alejandro Aravena, que busca darle un
nuevo enfoque a la vivienda social (ver, por ejemplo, la entrevista en Capital, 13 de enero de
2016).
[←273]
Todo esto puede quedar mucho más claro con la lectura del libro de Rodrigo Fluxá, Solos en la
noche. Zamudio y sus asesinos (Santiago: Catalonia, 2014). El libro —cuya lectura requiere
cierto estómago— es una extraordinaria exploración por el Chile profundo, ese donde las
familias no tienen estabilidad ni alcanzan a ofrecer un marco a los niños que nacen en su seno.
Éstos se ven expuestos luego a estereotipos, transmitidos sobre todo por la televisión y la
publicidad, que producen mucha frustración: son jóvenes que están en la periferia de la
periferia, y el sistema se encarga de recordárselos día tras día. Así, carentes de horizonte vital
y sin estructuras de sentido, deambulan por la sociedad, que les niega posibilidades al mismo
tiempo que les exige ceñirse a normas determinadas. De más está decir que cada vez que un
organismo estatal intenta intervenir cuando se enciende alguna alarma, no logra nada, o casi;
son instrumentos muy torpes para tratar realidades tan delicadas. El libro presenta un
panorama imprescindible para quien quiera tomarse en serio los problemas que aquejan al
país. Por cierto —y no podía ser de otra manera—, la elite se aproximó al caso utilizando
únicamente la categoría de la homofobia (palabra central en nuestra novlang): lo relevante es
que Zamudio era homosexual, y por eso fue asesinado. Hoy sabemos que eso fue un dato más
de una situación que tenía muchos otros factores. Pero eso revela bien aquello que le interesa
al progresismo ambiente: si Zamudio no hubiera sido homosexual, el caso no le habría
importado a nadie, ni habría salido a la luz pública. Por otro lado, al utilizar exclusivamente el
lente de la diversidad sexual para analizar un caso así, el progresismo dominante —
nuevamente— se priva de los medios conceptuales para siquiera vislumbrar lo que ocurre en
Chile. En palabras de Michaels, Walter Benn, al reemplazar la diversidad por la igualdad, la
izquierda traiciona su vocación más originaria y termina aceptando los conceptos propios del
liberalismo más extremo. Ver Michaels, Walter Benn, The Trouble with Diversity. How we
Learned to Love Identity and Ignore Inequality (Nueva York: Holt Paperbacks, 2007). Por otro
lado, cabe agregar que nuestra ceguera frente a estos fenómenos es de larga data: Eduardo
Valenzuela, en un libro brillante publicado en 1984, ya vislumbraba los efectos de la
modernización chilena en los jóvenes. Valenzuela, Eduardo, La rebelión de los jóvenes (un
estudio sobre anomia social) (Santiago: Ediciones Sur, 1984).
[←274]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, 211-219; y Chesterton, G. K.,
“Tres enemigos de la familia”, en Por qué soy católico, 571-581.
[←275]
Quizás el mejor síntoma de esto es la reacción que ha tenido casi toda la clase política frente a
los casos de financiamiento irregular de la actividad. Lo más grave en esto no han sido los
escándalos (a fin de cuentas no es un misterio que las campañas se financiaban por medios
poco ortodoxos), sino la sistemática negación de este hecho por parte de los políticos, que no
dudan incluso en involucrar a miembros de sus familias en sus alambicadas versiones. La falta
de coraje para admitir las propias acciones, y pagar los costos políticos asociados a ellas, es
síntoma inequívoco de una degradación particularmente grave. Después de todo, como decía
Camus, “la libertad consiste en no mentir”, pues “allí donde la mentira prolifera, la tiranía se
anuncia o se perpetúa” (Œuvres complètes, vol. III, 391).
[←276]
Como dice Benjamin Constant, la libertad de los modernos consiste en el “disfrute apacible de
la independencia privada”. De la libertés des anciens comparée à celles des modernes, en
Constant, Benjamin, Écrits politiques (París: Gallimard, 1997), 602. Por lo mismo,
Montesquieu podía decir que en las sociedades modernas y comerciales ya no hay tantos
conciudadanos como confederados (El espíritu de las leyes, XIX, 26).
[←277]
La democracia en América, II, 2, 4-7.
[←278]
Que se traduce en cuestiones tan cotidianas como el cuidado (o no cuidado, como suele ser
nuestro caso) de los espacios compartidos.
[←279]
Por eso es complejo nuestro nuevo sistema electoral, al que aludimos en el capítulo tercero: al
agrandar los distritos, los políticos se alejarán aún más de sus electores. Todo indica que
deberíamos avanzar en una dirección distinta.
[←280]
Mansuy, Daniel, “Rehabilitar la política”, en Bellolio, Cristóbal (ed.), #dondeestáelrelato
(Santiago: Democracia y Mercado, 2011), 86-97.
[←281]
Ejemplaridad pública, 137.
[←282]
Aron, Raymond, Liberté et égalité, 55.
Table of Contents
Capítulo 1. Nuestra crisis
Capítulo 2. Jaime Guzmán y la refundación de Chile
Los nuevos órdenes
Subsidiariedad y neutralización de la política
Capítulo 3. La transición (i): la izquierda en su jaula
El nudo gordiano
No lo podíamos reconocer
Capítulo 4. La transición (ii): la ruptura de los consensos
La nostalgia de la transición
El binominal y la ruptura del consenso político
La ruptura del consenso económico
Capítulo 5. Fernando Atria y el regreso de la Historia
El Régimen de lo Público
Dificultades del nuevo paradigma
Un mundo uniformado
Capítulo 6. Más allá del individualismo
La derecha y el economicismo
Un liberalismo estrecho
El mercado como liberador: las paradojas de Atria
Educación como transmisión
Capítulo 7. Política y modernización en Chile
La modernidad como diferenciación
La experiencia chilena y sus dificultades
Rehabilitar las comunidades
Un problema político
Bibliografía

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