Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Daniel Mansuy - Nos Fuimos Quedando en Silencio - La Agonía Del Chile de La Transición ( (2016)
Daniel Mansuy - Nos Fuimos Quedando en Silencio - La Agonía Del Chile de La Transición ( (2016)
ISBN: 978-956-8639-28-0
Diseño de interior y de portada: Huemul Estudio
El nudo gordiano
La cuestión que exige una explicación es por qué ese esquema —articulado
por Jaime Guzmán— fue conservado una vez terminado el régimen militar,
cuando la centroizquierda logró conquistar (aunque fuera en términos
relativos) el poder. Porque esta es, sin lugar a dudas, una de las principales
características de la transición chilena: el modelo pensado por el líder
gremialista se mantuvo inalterado en lo grueso después del retorno a la vida
democrática. Un primer motivo, desde luego, es que uno de los objetivos de
la institucionalidad de 1980 era precisamente impedir —o al menos volver
muy difícil— cualquier desmantelamiento, cualquier regreso a la “vieja
política”; había que cerrar todas las puertas y ventanas al marxismo y a
aquello que Pinochet llamaba “politiquería” (y que los gremialistas también
despreciaban). En este sentido, si la idea era dejarlo todo bien amarrado,
hay que reconocer el mérito del trabajo bien hecho. Es más, puede incluso
pensarse que el esquema fue demasiado exitoso en el cumplimiento de ese
objetivo. Aunque su triunfo político es difícil de desmentir, éste debe ser
evaluado en conexión con otros factores. En efecto, la combinación de
democracia protegida con amplia libertad económica solo puede justificarse
en las excepcionales circunstancias propias de la Guerra Fría, al menos en
Occidente (el caso chino, debido a sus complejidades culturales e históricas,
merece un examen particular que no podemos realizar aquí). En otros
términos, una limitación de ese tipo al ejercicio de la democracia solo cobra
sentido (eventualmente) si se cierne sobre ella una amenaza particularmente
grave. La pregunta que debe ser formulada entonces consiste en saber
cuánto sentido sigue teniendo un esquema de esa naturaleza una vez
esfumada esa amenaza, particularmente después de la caída del Muro.
Dicho muy brevemente —pero esto necesitaría múltiples explicaciones
adicionales—, la generación que condujo la transición (marcada a fuego por
la tragedia de 1973) aceptó este esquema sin mayores modificaciones, y sin
hacerse tampoco demasiadas preguntas. Sin embargo, algunos años más
tarde, llegó una generación que encontró menos motivos para dar cuenta de
ese orden, y que no recibió explicaciones satisfactorias sobre el modo de
realizar la transición: el silencio dejó de operar como motivo político. Allí
se gestó una tensión importante entre dos mundos, que antecede y en cierta
medida constituye el nudo de nuestros problemas actuales.
¿Cómo se gesta la extraña transición chilena? De alguna manera, ésta
se inicia cuando —más allá de los corcoveos— la oposición a la dictadura
acepta jugar el partido bajo las condiciones dictadas por Pinochet y su
50
Constitución, que así pasaba a ser un poco la Constitución de todos . Aquí
reside el principal triunfo estratégico del régimen, que logra imponer sus
instituciones y mecanismos como condición no negociable de cualquier
salida pacífica. La oposición, pese a haber tenido muchas reticencias,
termina aceptando esa exigencia. Naturalmente, hay distintos juicios sobre
este mismo hecho: mientras que para algunos constituye el gran mérito
histórico de la transición (pues sectores en principio irreconciliables
encuentran un terreno común sobre el cual entenderse); para otros se trata
de una imperdonable traición, que juega el papel de pecado original del que
51
se siguen todos los entreguismos y renuncias posteriores . Como sea, no se
trató de una historia fácil ni expedita. A ojos de la oposición de entonces,
aceptar las reglas de Pinochet era asumir la legitimidad de algo que
consideraba puro factum y pura fuerza, era aceptar que el régimen militar
podía fundar instituciones políticas y dar paso a la democracia; era, en
definitiva, aceptar recibir el poder conforme a las normas dictadas por la
misma persona que había derrocado a Allende. Muchos de nuestros dilemas
actuales están contenidos en el modo en que se generó ese acuerdo, o esa
aceptación. Por lo mismo, resulta relevante y útil mirar más de cerca ese
proceso, que puede ayudarnos a comprender cómo se produjo ese
acercamiento que, a la larga, permitiría un retorno pacífico e institucional a
la democracia.
La cuestión más representativa en esta materia es indudablemente la
discusión constitucional. Como vimos en el capítulo anterior, la Carta de
1980 contenía algunos mecanismos y procedimientos extremadamente
difíciles de aceptar para la oposición de entonces, además de plazos que —a
principios de los años 80— parecían simplemente eternos. En otro plano, la
crisis económica de 1982 tuvo efectos devastadores, y debilitó al régimen,
que perdió la relativa sensación de seguridad que había tenido en los años
anteriores. De allí que, en aquellos años, los opositores dirigieran sus
esfuerzos a lograr modificaciones muy sustantivas en el itinerario trazado
en la Constitución de 1980. Aprovechando los efectos de la crisis
económica, la idea era presionar con toda la fuerza posible a través de una
política amplia y masiva de movilizaciones, y lograr que el gobierno —
puesto contra la pared— aceptara negociar una salida abreviada, que
incluyera un retiro de la escena del mismo Pinochet. Se buscaba alterar
entonces la correlación de fuerzas, y obligar así al gobierno a variar los
plazos y las condiciones. En otros términos, la oposición apostaba a
debilitar al régimen, al punto de dejarlo en una situación de inviabilidad
política. En dicho escenario, la única alternativa del oficialismo sería
negociar bajo condiciones fijadas por la oposición. Y el camino disponible
en la época para avanzar en esa dirección residía en la ampliación de las
protestas callejeras, que en algún momento parecieron tener un formidable
52
potencial político .
Tomás Moulian ha criticado severamente la estrategia basada en la
política de movilizaciones crecientes de los años 80. Según él, se cometió
un error grave al elegir una estrategia maximalista, que equivalía a fijar un
elevado precio para el diálogo. Eso, a la larga, habría de facilitarle la vida al
régimen, pues Pinochet no podía negociar con quienes exigían su salida
inmediata como condición inicial. Esto explica también el fracaso del
diálogo iniciado por Jarpa, que fue nombrado en Interior en agosto de 1983,
precisamente para descomprimir el ambiente político y darle aire a la
53
política económica alejándose de la ortodoxia de Chicago . Al no haber
oposición moderada, el ministro se quedó sin interlocutores efectivos:
¿cómo podía negociar con quienes exigían la salida de la autoridad que lo
había nombrado? Al final, de hecho, el propio gobierno le quitaría el apoyo
54
al titular de Interior . Según Moulian, esta actitud maximalista asumida por
55
la entonces oposición marca a fuego “el destino de la transición” : allí
habría estado la última posibilidad de escribir una historia distinta. La
oportunidad no se volvería a repetir, porque solo en ese momento las
circunstancias permitían una negociación con cartas en mano para la
oposición: nunca la correlación de fuerzas le volvería a ser favorable. Por
un lado, con la llegada de Büchi a Hacienda, en 1985, el gobierno vuelve a
56
tomarle el pulso a la economía y cierra así uno de sus flancos más débiles .
Por otro lado, en el plano político, los plazos se fueron acortando, lo que
beneficiaba al régimen. Puede decirse que, en esta compleja guerra de
posiciones, el reloj fue uno de los mejores aliados de Pinochet. Mientras
más se acercaba la fecha del plebiscito, más absurda y desconectada parecía
cualquier posición maximalista (que implicaba abstenerse de participar en
él y de inscribirse en los registros electorales).
La crítica de Moulian es severa (y quizás algo exagerada), pero ayuda
a percibir un elemento fundamental: en el momento más débil del
oficialismo, en medio de protestas y profunda crisis económica, la
oposición cometió un garrafal error de cálculo, al fundar su acción en una
supuesta debilidad estructural del gobierno. En otras palabras, se pensaba
que el régimen caería con cierta facilidad, que bastaba agravar un poco la
crisis para ahogarlo definitivamente. El tiempo demostró cuán errada era
esta hipótesis. En efecto, la dictadura de Pinochet no era una pantomima
que fuera a caer con el primer temporal, sino que tenía fundamentos más
57
sólidos . En cualquier caso, buena parte de la izquierda pasó años
extraviada en este laberinto. En un seminario organizado por el Centro de
Estudios del Desarrollo (CED) en agosto de 1984, cuando la discusión
estaba al rojo vivo, Ricardo Núñez criticaba la postura de aquellos que
sugerían aceptar, aunque fuera de modo tácito, las instituciones de la
dictadura:
Relacionado con lo anterior, está el tema de la ruptura pactada planteado por ambos
expositores [Gutenberg Martínez y Patricio Aylwin]. Desde nuestra perspectiva
pensamos que, en los términos en que está planteado, entendiendo que hay matices que
uno puede considerar, por ahí podemos llegar a un compromiso de tal naturaleza con los
actuales detentadores del poder, que la mayor parte de ese poder quede incólume. Y
quedando incólume, será factor inevitable de inestabilidad y de falta de perspectiva y
58
desarrollo de la democracia. Será una amenaza constante a dicha democracia .
La nostalgia de la transición
¿Cómo dar cuenta del quiebre del orden de la transición? ¿Cómo y por qué
se rompió aquello que parecía ser el summum de la estabilidad y la
prosperidad? Estas preguntas tienen muchas respuestas posibles (y, de
hecho, ya hemos vislumbrado algunas). Por de pronto, hay cierto acuerdo
en señalar el año 2011 como un momento clave del proceso en el que hoy
estamos inmersos. Ese año se produjeron vastas movilizaciones de los
estudiantes universitarios, una de cuyas motivaciones era cuestionar
severamente algunas lógicas de mercado aplicadas a sectores
particularmente sensibles, como la educación escolar y universitaria. Al
mismo tiempo, salieron a la luz algunos escándalos financieros que
pusieron un gran signo de interrogación sobre el funcionamiento efectivo de
los mercados. El mismo 2011, Alberto Mayol habló en la Enade, intentando
dar forma al descontento con tono profético. A esto hay que sumarle que el
gobierno estaba liderado por un empresario exitoso que intentó llevar el
lenguaje del management a la política. Sin embargo, ninguno de estos
factores explica por sí solo el éxito de estos movimientos. A estos hechos se
sumaron otros fenómenos cuyos orígenes se remontan más hacia atrás y que
hicieron posible que las movilizaciones estudiantiles (que, después de todo,
son rutinarias en una democracia) se convirtieran en otra cosa, y pasaran al
primer plano de la discusión política, al punto de dictar el tempo de la
discusión y de las políticas públicas.
Un modo de aproximarse a esta cuestión es mirar las respuestas
provenientes de la derecha, pues ellas permiten ver muy nítidamente las
fisuras del orden de los noventa. La idea central de las explicaciones
provenientes de ese sector consiste en que la crisis pasa por una
desafortunada confluencia de factores que no corresponden a cuestiones
estructurales. Luis Larraín, por ejemplo, en su libro dedicado a analizar el
fenómeno del 2011 (El regreso del modelo), identifica dos tipos de motivos
que explicarían la supuesta crisis del “modelo”. En primer término, dice, el
gobierno de Sebastián Piñera generó expectativas demasiado elevadas, cuyo
resultado inevitable era algún grado de decepción. Además, y este sería el
segundo motivo, los partidarios del libre mercado no supieron defenderlo,
97
ni enfrentar la crítica, que venía con artillería pesada desde la izquierda .
Desde luego, nada de esto es falso. Es innegable que el gobierno de Piñera
tuvo serios problemas de expectativas, pues no supo calibrarlas ni
aterrizarlas. Así, su administración estuvo siempre atrapada entre una
pretensión muy elevada (ligada a una excelencia que nunca se definió) y
una rutina política más bien prosaica. Sin embargo, es posible que esta
situación haya sido más efecto que causa. Aunque es cierto que el gobierno
de Piñera no contó con herramientas que le permitieran hacerse cargo de la
cuestión, esto sucedió —en buena medida— porque la derecha no se había
preparado para gobernar, y lo interesante sería saber por qué luego de veinte
años en la oposición un sector político se encuentra desnudo y silencioso
una vez que llega al poder. Dicho de otro modo, es difícil que una
decepción de expectativas, por más aguda que sea, pueda generar por sí
misma una crisis de tales dimensiones. Cabe agregar que el segundo motivo
al que alude Luis Larraín tampoco se basta a sí mismo. Si los partidarios del
libre mercado no supieron articular una defensa de dicho sistema, esto
también tiene una causa bien específica: el régimen estaba diseñado para
que dicho modelo no necesitara de defensa propiamente política. Las causas
de aquello, por ende, sí son estructurales; y si uno quisiera tener un
panorama completo del fenómeno debería detenerse en ellas, pues de lo
contrario, el análisis es necesariamente insuficiente. En otros términos, es
cualquier cosa menos casual que los defensores del libre mercado no
contaran con armas para defenderse y que, por tanto, sucumbieran en la
discusión pública; ni que un gobierno de derecha careciera de proyecto
político, más allá de la manida excelencia. Al intentar reducir el malestar de
Chile a causas político-contingentes, Larraín cree conjurar el maleficio, sin
advertir que las causas exigen un examen en un nivel distinto.
El libro escrito por Marcel Oppliger y Eugenio Guzmán (El malestar
de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?) tiene un propósito análogo al de Luis
Larraín, pero, lamentablemente, exhibe también las mismas dificultades. La
idea que guía este texto es que la tesis del malestar descansa más en
98
“aseveraciones que argumentos” y en “más teoría que evidencia” . Los
autores piensan que los “datos objetivos” no respaldan la existencia del
malestar, sino que, por el contrario, la refutan: no hay evidencia disponible
que pueda dar cuenta de la supuesta crisis. Aunque esto suena atractivo, no
es nada claro qué se quiere significar con esa afirmación. ¿Cuáles serían los
datos duros propios de la política? ¿Quién los determina? Si los datos
objetivos lo niegan, ¿entonces tenemos que hacer como si el sentimiento de
malestar no existiera? ¿Éste deviene eo ipso en políticamente irrelevante?
Si se quiere, la dificultad estriba en que la ciencia política —esto es, el
conocimiento relativo a los fenómenos sociales— no es reductible a una
ciencia exacta, pues no hay un método que nos permita acceder a una
evidencia no controvertida. Por un lado, una misma evidencia puede dar
lugar a más de una hipótesis plausible; y la diferencia solo puede zanjarse
apelando a elementos teóricos. Por otro lado, en la selección de datos
relevantes siempre hay presupuestos teóricos imposibles de soslayar. En
otras palabras, no existe, ni puede existir, una evidencia “no contaminada”
por la teoría, porque todo “dato” proviene de métodos y procedimientos que
99
no pueden ser puramente empíricos . Como fuere, estas consideraciones
nos llevan a recordar aquella tesis aristotélica según la cual lo político está
constituido, primariamente, por las opiniones y las percepciones de los
ciudadanos y, por eso, no tiene mucho sentido oponer lo que Oppliger y
Guzmán llaman la “teoría” a una supuesta “evidencia”. Una reflexión
acabada tiene el deber ineludible de articular ambas dimensiones;
contentarse con oponerlas resulta algo ocioso (además de sesgado; después
de todo, es posible pensar que este tipo de argumentación solo busca hacer
pasar premisas filosóficas —necesariamente discutibles— como verdades
reveladas no sujetas a discrepancia). En cualquier caso, el libro realiza un
esfuerzo digno de encomio en recopilar datos objetivos, cifras y estadísticas
que respalden la idea de que el malestar no sería más que una construcción
teórica sin correspondencia con la realidad; pero eso es (de nuevo)
completamente insuficiente. En efecto, las opiniones de los ciudadanos no
pueden refutarse sin más desde un conocimiento técnico, sino que son
materia intrínseca de lo político. Los datos presentados —o, mejor, la
interpretación de los datos propuesta por Oppliger y Guzmán— han de ser
formulados políticamente, y ése es precisamente el trabajo que parte de la
derecha ha preferido evitar, escudándose en la negación de la existencia
100
misma del problema .
La principal dificultad de estos discursos es que no logran percibir la
especificidad de lo político: tras ellos subyace, en mayor o menor medida,
la tesis peregrina según la cual la política no es más que una extensión de la
economía, por lo que basta con aplicar los instrumentos de dicha disciplina
para comprenderla. Si los números afirman tal cosa, entonces la política
debe ajustarse a ese dato, pues lo político carece de autonomía efectiva. Por
lo mismo, no logran captar el desequilibrio entre ambas dimensiones. En el
fondo, al atribuirle la primacía a la economía pierden de vista los
fenómenos que no caben allí. No obstante, cualquier análisis sobre nuestra
crisis debe integrar variables específicamente políticas. Esto implica que no
deben ignorarse algunas aspiraciones colectivas, pues las personas tienden
naturalmente a buscar cierto tipo de bienes en la dimensión pública. Esto
incluye, desde luego, la justicia, que puede a su vez incluir la demanda por
algún tipo de igualdad, aunque fuera relativa. El desajuste que los chilenos
sienten entre el relativo bienestar de sus vidas privadas y la desafección con
101
el ámbito público guarda relación con este tipo de realidades . Si se quiere,
nuestra deuda no está tanto en los índices individuales de bienestar, sino en
la manera en que los articulamos en la vida social. El problema puede verse
así: dado que las estructuras intelectuales dominantes en parte importante
de la derecha chilena provienen de la economía clásica, que es
metodológicamente individualista (esto es: trabaja a partir de la
consideración de preferencias individuales), dicho sector no logra captar los
fenómenos políticos, porque carece de las herramientas conceptuales para
102
ello (volveremos sobre esto en el capítulo sexto) .
Quizás el caso más notorio de este déficit sea el de Axel Kaiser, autor
de La tiranía de la igualdad. Este texto postula que la derecha tiene ante
todo un problema intelectual, en la medida en que no entiende que los
discursos doctrinarios son los que generan, a la larga, hegemonías políticas.
Por lo mismo, el autor entiende su propio trabajo como una defensa
argumentada de la libertad económica, fundada en razones morales más que
técnicas. En ese sentido, su intuición inicial es correcta: el mercado no
103
puede defenderse por motivos meramente económicos ni de eficiencia .
Pero el análisis falla luego, al construir su razonamiento de modo
104
puramente polémico (cuestión que el mismo autor admite ). Por lo mismo,
su discurso tiene un sabor inevitablemente parcial. Kaiser pretende elaborar
una alternativa a las ideas expuestas en El otro modelo (libro que, a su vez,
pretende ser una respuesta a El Ladrillo), pero parte de una premisa
partisana según la cual absolutamente nada ha de ser concedido al
diagnóstico contrario. Según él, cualquier concesión equivale a deslizarse
en la peligrosa pendiente del socialismo estatista. Pero esa actitud lo deja
encerrado en las mismas categorías que dice combatir, y que fueron
definidas — aunque le pese— por sus adversarios. En el fondo, su
argumentación no es ajena al socialismo que critica, porque es incapaz de
pensar con independencia de él: el registro polémico es, al mismo tiempo,
la gran virtud y defecto de su libro. Es tan radical su oposición a las ideas
de izquierda, que él mismo queda desprovisto de medios para percibir
aquello que la reivindicación socialista podría tener de razonable, al menos
en principio. Buscando oponerse al diagnóstico de El otro modelo, Kaiser
extrema su individualismo, y se niega de plano a considerar la existencia de
demandas colectivas o de fenómenos políticos; en el mundo según Kaiser,
solo existen el individuo y sus deseos. Así, el autor de La tiranía de la
igualdad ignora la dimensión política de la vida humana, porque en su
lógica solo existe el mercado como procesador de nuestras preferencias
individuales libremente elegidas, y cualquier interferencia en ese
mecanismo es considerada como atentatoria contra la libertad individual.
De hecho, su caracterización de la libertad es paradigmática en este sentido.
Según él, la libertad “dice relación con la acción humana y sus límites
105
respecto a la vida y acción de otros seres humanos en sociedad, punto” . En
esta lógica, no hay concepción republicana de la libertad, ni ejercicio
colectivo de ella: la libertad solo atañe al individuo y su metro cuadrado.
Pero, ¿no hay allí una grave pérdida de perspectiva? ¿Puede explicarse la
existencia misma de una sociedad a partir de esas premisas? ¿En qué
medida un individualismo de ese tipo resulta útil para enfrentar la realidad?
En ese sentido, el programa de Kaiser no es tanto una hermenéutica
como un programa pedagógico, que posee ex ante todas las respuestas
correctas, y cuyo fin es eliminar de nuestro horizonte cualquier
consideración propiamente política: La tiranía de la igualdad busca
explicarnos que, dado que solo hay átomos aislados, todo aquello que
exceda las consideraciones individuales es una ilusión (en este caso, una
ilusión muy bien orquestada por algunos intelectuales de izquierda). Pero
allí no habría nada más. El mejor ejemplo es el tratamiento que hace Axel
Kaiser de la desigualdad. Según él, si ésta es fruto de intercambios
libremente consentidos, entonces no hay nada que decir respecto de ella, no
hay ningún juicio político ni moral que sea pertinente (el razonamiento le
106
debe mucho a Nozick ). Esto tiene, para explicarlo brevemente, varios
tipos de problemas. Por un lado, ¿en qué consisten esos intercambios
libremente consentidos? ¿Es efectivamente el mercado chileno una
institución que siempre cumple con esos requisitos? Los mercados también
pueden ser lugares de asimetrías muy poderosas, o de concentración
excesiva de capital, o de explotación; dicho de otro modo: el mercado no
está libre de toda coerción. Por otro lado, Kaiser es completamente ciego
frente a las tensiones políticas que produce la desigualdad, y prefiere
ignorarlas antes que hacerse cargo de ellas (volveremos sobre todas estas
107
cuestiones en el capítulo sexto) .
Al mismo tiempo, la comprensión que Kaiser tiene del Estado no es en
ningún caso menos simplista que la presentada en El otro modelo. Si en este
último libro el Estado es pensado desde un angelismo ingenuo, La tiranía
de la igualdad lo presenta como un organismo necesariamente violento y
opresor. Torturando alegremente la conocida afirmación de Max Weber
108
(según la cual el Estado tiene el monopolio de la violencia) , Kaiser
concluye lo siguiente:
En efecto, si el Estado es el que detenta la violencia, entonces cada vez que el socialista
—o cualquier persona— dice que el “Estado” debe hacer algo, lo que está diciendo es
que hay que aplicar la violencia sobre alguien, pues ése es el medio específico a través
del cual actúa el Estado. De ahí que todo proyecto igualitarista repose sobre el uso de la
109
violencia y sea militarista en el más puro sentido del término .
El Régimen de lo Público
La ruptura de los consensos, que pocos supieron aquilatar en su minuto y
que marca el fin de la transición, volvió urgente una tarea que nuestra elite
apenas había considerado: ¿sobre qué principios fundar algo así como un
nuevo orden? Incluso si el afán era preservar en sus líneas gruesas el
régimen de la transición, ese desafío exigía una elaboración capaz de
justificarla más allá de los miedos y las condiciones contingentes que, como
vimos, la fundaron. En la medida en que nadie estuvo dispuesto a defender
ese orden por motivos intrínsecos (era un hijo que nadie asumía realmente
como propio), éste estaba condenado a volar por los aires apenas los
motivos extrínsecos se esfumaran. Esto podía tomar más o menos tiempo,
pero inevitablemente ocurriría. En cualquier caso, quien primero intentara
trazar nuevas coordenadas tendría una ventaja considerable sobre aquellos
que descansaban en la ilusión de una transición eterna, sin nunca darse el
trabajo de sustentarla. Desde luego, este no es un problema puramente
teórico. Ya vimos qué ocurrió cuando la Concertación se encontró con una
mayoría parlamentaria en ambas cámaras: simplemente no supo qué hacer
con ella, pues dicha coalición no estaba concebida desde una auténtica
vocación mayoritaria (y eso no es responsabilidad de Pinochet). Pero
cuando la Concertación fue derrotada en las urnas, pudo descargar toda la
rabia contra su pasado. Así, renegó de él, invitó a los comunistas a la mesa,
obstruyó en todo lo que pudo al gobierno de Piñera y asumió para sí las
consignas del movimiento estudiantil del 2011, sin mediar mayor reflexión
ni distancia crítica.
Con todo, esas consignas estaban lejos de ser fruto de la
improvisación. El movimiento estudiantil del 2011 no se erigió sobre la
nada, sino que basó buena parte de sus reivindicaciones en una determinada
comprensión de la realidad (y por eso tuvo cierta continuidad en el tiempo).
El autor intelectual más relevante de dicha comprensión es Fernando Atria,
quien de algún modo anticipó el escenario. De hecho, Giorgio Jackson
admite sin ambages que, en la época de las movilizaciones, andaba “con
135
Atria en la mochila” . En este sentido, no es exagerado decir que el
académico captó con perspicacia que el fin de la transición abría un
momento histórico, y fue capaz de proponer principios sobre los cuales
pensar el futuro. Así como Brunner, Flisfisch y Boeninger habían sentado
las bases de la Concertación en los años ochenta, Fernando Atria fue uno de
los primeros en pensar, de modo integral, un orden postransición. A Atria,
entonces, le corresponde el mérito —nos guste o no— de haber sido uno de
los pocos que comprendieron la naturaleza del momento, mientras la
mayoría de los intelectuales y políticos ni siquiera vislumbraban la
importancia de la pregunta postransición. Ya en el 2007 (esto es, cuatro
años antes de las movilizaciones, pero un año después de la “revolución
pingüina”), Atria formula sus primeros cuestionamientos al modelo
136
educativo chileno en un libro que pasó más bien inadvertido . Luego, el
mismo 2011, publica una serie de columnas en Ciper donde vuelve a
exponer sus tesis principales, que más tarde serían publicadas en un libro,
La mala educación. Estos textos tuvieron una influencia considerable, pues
proveyeron a los sectores más críticos de un discurso sofisticado: el
descontento latente encontró en él una articulación seria y capaz de fundar
con solidez la retórica de los dirigentes estudiantiles. El diagnóstico
fundamental de Atria, de hecho, es que, si dicho descontento no logra un
cauce político efectivo, alcanzará tal magnitud inorgánica que hará “saltar
por los aires los dispositivos con los que Jaime Guzmán creía poder atar” el
malestar (ése es el fondo de su célebre frase según la cual la Constitución
137
debe cambiar “por las buenas o por las malas” ). La idea es, entonces,
elaborar un dispositivo intelectual que pueda reemplazar el esquema
guzmaniano, antes de que se produzca una desbandada mayor.
Quizás el libro de Atria que mejor refleja aquella ambición de formular
un proyecto alternativo al modelo guzmaniano conservado por la transición
sea Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público. Este
libro, que vio la luz en el año 2014, intenta darle contenido sistemático a
aquello que debería ser un nuevo esquema de organización colectiva. En sus
propias palabras, la pretensión es “articular un paradigma político, una
comprensión de lo público”, capaz de dar cuenta “del sentido profundo de
138
lo que ha estado ocurriendo en Chile desde 2011” . Dicho de otro modo, el
año 2011 representa un punto de quiebre, cuya proyección exige un
discurso que se haga cargo de las aspiraciones manifestadas en ese
momento. La labor tiene su magnitud, pero entre los defectos de Atria no se
cuenta la pereza intelectual: en dicho libro (que es la continuación de
Neoliberalismo con rostro humano), el autor emprende un auténtico
esfuerzo de comprensión, que intenta dotar de contenido al actual proceso
histórico. Atria quiere captar los cambios de la sociedad chilena, al mismo
tiempo que intenta darles forma y orientarlos. Dado que su propuesta es sin
duda una de las elaboraciones más acabadas de aquello que podríamos
llamar la post-transición, las páginas que siguen se detendrán con algún
detalle en ella, tratando de precisar cuánta razonabilidad hay en este
discurso que ocupa un lugar dominante de nuestra discusión pública, y que
fue de hecho una de las inspiraciones directas del programa de Michelle
Bachelet. Dicho de otro modo, determinar bien los méritos e insuficiencias
del proyecto atriano es, hoy por hoy, una tarea ineludible para cumplir
nuestro propósito inicial de ofrecer una cartografía (aunque fuera
aproximada) de nuestra situación actual.
El concepto central a partir del cual Atria inicia su esfuerzo de
articulación es el de paradigma, que se encuentra ya en el título de su
trabajo. El libro recurre a esta noción, cuya formulación más célebre fue
ofrecida por Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas.
El autor de Derechos sociales y educación busca explicar el momento
actual desde dicha noción: estamos inmersos en un proceso de cambio de
paradigma, y eso podría explicar por qué muchos se sienten tan
desorientados. En todo caso, el procedimiento puede sorprender al lector
atento, porque no es claro en qué medida es posible aplicar este concepto —
ideado para dar cuenta de la evolución de las ciencias exactas y naturales—
a las cosas del hombre. Este dato no es inocuo porque, como insistía
Aristóteles, la investigación en torno a los asuntos humanos tiene su propio
método, que es distinto del que utilizan las otras disciplinas: lo humano, en
139
virtud de la libertad, debe ser estudiado asumiendo esa especificidad .
Como sea, Atria utiliza el concepto en el sentido siguiente: un
paradigma es una especie de cosmovisión o de lente a través del cual
observamos la realidad y en función del cual la intervenimos. Es un
esquema que nos gobierna sin que seamos plenamente conscientes, y eso de
algún modo predetermina, o al menos condiciona severamente, las
respuestas que damos frente a algunos problemas. En cualquier caso, los
paradigmas no son, propiamente hablando, respuestas a determinadas
preguntas, sino más bien —en palabras de Atria— “teorías que estructuran
de una determinada manera una parcela del mundo”, “y lo hacen por la vía
de solucionar unos pocos problemas que en un momento determinado
140
fueron entendidos por la comunidad científica respectiva” . Un paradigma
nos provee un marco desde el cual enfrentamos las dificultades e
intentamos dar soluciones. Pero lo interesante es que en situaciones
normales (aquello que Kuhn llama “ciencia normal”), el paradigma no sufre
cuestionamientos. Hay momentos, eso sí, que se caracterizan por la crisis
del paradigma, y allí se abre un período de transición y de cambio. En esto
consiste lo que Kuhn llama “revolución científica”: el paradigma tradicional
ya no responde todas las preguntas y, por tanto, emergen alternativas. Si
seguimos la explicación de Kuhn, aquí nos encontramos con una
interrogante difícil de soslayar. En efecto, los paradigmas son
inconmensurables, esto es, no hay criterio externo a ellos que permita
compararlos y decidir cuál está en lo correcto. En otras palabras, todo
paradigma es autoexplicativo, y no puede entrar en diálogo directo con otro
porque tal diálogo exigiría contar con un tercer paradigma incuestionado
141
desde el cual evaluar . ¿Cómo decidir entonces cuando tenemos dos o más
paradigmas en competencia? Kuhn ofrece dos pistas muy interesantes en
torno a esta cuestión. La primera es que la decisión sobre el paradigma tiene
que ver menos con “las realizaciones pasadas” que con “las promesas
142
futuras” . Esto significa que, por más exitoso que haya sido un paradigma
resolviendo problemas en el pasado, eso no garantiza nada: si acaso quiere
conservar su validez al interior de la comunidad científica, debe convencer
de que puede seguir haciéndolo. Pero dado que los paradigmas nacientes se
legitiman solo sobre una promesa, tampoco puede darse por descontado su
éxito: al final, no parece haber criterio racional para comparar paradigmas,
ya que solo podemos evaluar promesas necesariamente inciertas. Esto
conecta con la otra pista sugerida por Kuhn, quien no cree que la evolución
de paradigmas siga un progreso lineal, ni que se acerque necesariamente
por grados a la verdad. La evolución de paradigmas no tiende, según él,
143
hacia ningún objetivo (en otros términos: la ciencia puede retroceder) .
Kuhn se aparta así de la visión decimonónica, caracterizada por la
confianza en que el desarrollo científico seguiría un progreso unívoco e
indefinido.
Por supuesto, cabe preguntar qué relación guarda esta discusión
abstracta, propia de la filosofía de la ciencia, con nuestra situación. Pues
bien, Atria utiliza el concepto de paradigma para dar cuenta de lo que
ocurre en Chile desde 2011. Según él, a partir de ese año se empezó a
cuestionar la hegemonía neoliberal, dominante durante décadas en Chile. El
144
neoliberalismo , como todo paradigma, ofrecería un determinado cuadro
para enfrentar los problemas y propondría soluciones a partir del modo en
que ellos se definen. Esto explicaría que algunas maneras de proceder se
hayan naturalizado, al punto de parecer obvias e indiscutibles al sentido
común, sin que nos hayamos hecho muchas preguntas. La focalización del
gasto social, por ejemplo, constituye según Atria un típico dogma
145
neoliberal . Dicho principio conduce al Estado a otorgar prestaciones
mínimas, con la consecuente segregación: servicios pagados de buena
calidad para ricos, servicios mínimos de baja calidad para pobres (ya vimos
en qué sentido la subsidiariedad guzmaniana conecta con esto). En virtud de
la hegemonía neoliberal, tal solución ha parecido evidente, por mucho
tiempo, a todos los sectores políticos. Incluso los gobiernos de la
Concertación, dice Atria, adoptaron el esquema, sin percibir claramente que
146
estaban siguiendo las recetas de sus adversarios . En este sentido, el
objetivo de Atria es explícito: reemplazar el paradigma neoliberal, lo que
implica modificar nuestros hábitos intelectuales y nuestra manera de
aproximarnos a la realidad. Desde su perspectiva, algo se está incubando,
pues las soluciones neoliberales ya no aparecen como evidentes, sino más
bien como problemáticas; y en cualquier caso las tensiones que producen se
manifiestan de modo cada vez más visible. Debemos entonces avanzar
hacia un nuevo paradigma, que Atria bautiza como el Régimen de lo
Público (las mayúsculas son de él). Este régimen busca, principalmente,
sacarnos de las relaciones colectivas fundadas en el egoísmo propio del
neoliberalismo, para permitirnos acceder a un ideal de realización recíproca,
donde pueda emerger un interés genuino por el otro.
Atria no ignora que, en este plano, la noción de paradigma enfrenta
dificultades serias. La primera de ellas guarda relación con la
inconmensurabilidad a la que aludimos antes. Si los paradigmas son marcos
conceptuales que están imposibilitados de dialogar entre sí, ¿cómo saber
que el nuevo paradigma es superior al anterior? ¿Cómo podríamos ser
persuadidos de algo semejante? Desde luego, a Atria le parece evidente la
superioridad de lo público sobre el neoliberalismo, pero eso no constituye
un argumento desde su óptica ni desde ninguna (y él lo sabe). El autor de
Derechos sociales y educación salva (o cree salvar) esta objeción
recurriendo a la idea de historia. Si Kuhn asevera que no hay criterio
independiente para dirimir una competencia entre paradigmas alternativos,
para Atria “la cuestión nunca se plantea de este modo, sino históricamente
147
situada” . Esto es muy interesante y se encuentra en el centro de su
proyecto: la competencia entre paradigmas nunca es abstracta, sino que
siempre está encarnada en un determinado contexto histórico. Esa
dimensión permite formular la pregunta de si acaso el paso de un paradigma
a otro reduce el error contenido en el primero; o “si es posible dar cuenta de
una teoría desde la otra”. La idea subyacente es que, en general, la nueva
teoría permite dar cuenta de la antigua, “pero no al revés”: el tiempo corre
en un solo sentido, y acá Atria cree descubrir un criterio. Así, lo nuevo
148
posee una prioridad intrínseca (¿ontológica?) sobre lo antiguo . Esto
implica la existencia de una sucesión histórica y, eventualmente, de una
dirección (pre)definida en tal proceso, la del progreso. Atria lo explica del
modo siguiente: así como la lógica de los derechos civiles es superada por
la idea de derechos políticos, luego ha de advenir la época de los derechos
149
sociales, en una sucesión tan lógica como irresistible . Se resuelve así la
pregunta que Kuhn se negó sistemáticamente a responder: el nuevo
paradigma es superior porque es posterior. En otras palabras, el desarrollo
histórico es aquel criterio que Kuhn no supo (o conscientemente resistió)
ver. Empero, el autor de La estructura de las revoluciones científicas
rechaza formalmente la idea de que la sucesión histórica sea, en sí, un
criterio de corrección. Pero Atria no está para ese tipo de sutilezas, e
introduce así una lógica hegeliana, donde los nuevos paradigmas están
destinados a superar a los antiguos, al mismo tiempo que dan cuenta de
150
ellos (por eso Atria habla de superación más que de negación ). Lo
importante, como en Hegel, es la idea de movimiento, “en la cual cada paso
151
desarrolla más plenamente el sentido del paso anterior” . El autor de
Derechos sociales y educación tampoco considera las reflexiones que sobre
este asunto realizara Alasdair MacIntyre. Este último sugiere que la
supuesta inconmensurabilidad entre distintas doctrinas no hace imposible
de suyo el debate racional, ya que la admisión de una incomparabilidad
significativa bien podría ser el principio de una discusión fundada en
razones que, por ende, podría permitir alcanzar cierto tipo de
152
conclusiones .
Dificultades del nuevo paradigma
La tesis de Atria (sobre la cual edifica toda su propuesta) posee varios
problemas. Por de pronto, supone asumir una filosofía de la historia que
nunca se formula explícitamente, pero que subyace en toda su
argumentación: ¿de verdad cabe suponer que el futuro está necesariamente
más alejado del error que el pasado? Se trata de una afirmación filosófica
muy sustantiva, pero que no está debidamente explicada ni razonada. Por
eso es interesante la frase de Kuhn que citamos más arriba: en el nuevo
paradigma hay una promesa, pero nada más que eso. Atria pretende, sin
mediar explicación, transformar esa promesa en certidumbre. Sin embargo,
la creencia progresista no ha sido confirmada por el curso de la historia, ni
menos acreditada racionalmente. Una de las principales dificultades
presentes en esta argumentación es que, al afirmar la superioridad del punto
de vista presente sobre el pasado (y del futuro sobre el presente), se asume
para sí la posesión de un conocimiento que está fuera de nuestro alcance.
Como decía Aron, quienes trabajan desde esa hipótesis creen ser
confidentes de la Providencia, pretenden saber aquello que nadie más
153
sabe . El progresismo al que adscribe Atria exige algún tipo de ciencia del
futuro; la certeza de que la historia devela progresivamente su sentido, en la
medida en que avanza hacia un objetivo predeterminado. No obstante, y
como lo han mostrado convincentemente los trabajos de Karl Löwith,
154
Kostas Papaioannou o John Gray , a fin de cuentas se trata de una
perspectiva religiosa (e irracional) más que propiamente política o
filosófica, en cuanto pretende reducir la incertidumbre propia de la acción
humana.
Hay otro modo de aproximarse a esta cuestión. Atria nos dice que las
teorías nuevas pueden dar cuenta de las antiguas, “pero no al revés”. Es
muy posible que esto sea cierto en las ciencias naturales, pero, ¿ocurre lo
mismo en el conocimiento del hombre? ¿La ética kantiana puede dar cuenta
de la ética aristotélica exactamente del mismo modo que la física de Galileo
puede dar cuenta de la física griega (pues la supera incorporando aquello
que posee de verdadero)? Resulta cuando menos discutible que podamos
hablar de ese tipo de progreso en cuestiones morales y políticas, y Atria no
se molesta siquiera en tematizar la pregunta. Como lo ha mostrado Leo
Strauss, asumir en filosofía práctica el punto de vista histórico es altamente
155
problemático . Si la filosofía política griega tiene pretensión de verdad, no
es posible descartar dicha pretensión por la mera afirmación de superioridad
de aquello que viene después. Este punto de vista impide tomarse en serio
lo que decían Aristóteles o Maquiavelo sobre la polis, pues estaría
necesariamente superado. Lo único razonable en esta lógica es estudiar a
los autores contemporáneos, cuyas teorías “darían cuenta” de todas las
anteriores. Eso hace que el estudio de los clásicos pierda cualquier interés
que exceda el plano estrictamente histórico: Platón o Spinoza nos dirían
poco sobre nuestra propia situación y sobre nuestros propios problemas,
pues sus principales planteamientos habrían sido superados por nuevos
paradigmas que —de un modo misterioso— envuelven todo lo precedente.
Lo menos que debe decirse es que, en aquello que respecta a la filosofía
156
política y moral, dicha tesis es simplemente falsa . Si queremos sostener,
por ejemplo, que Kant es superior a Aristóteles, solo es posible llegar a esa
conclusión analizando lo que dicen ambos autores, y eso exige tomar en
serio las respectivas pretensiones de verdad y no pensar que el curso de la
historia nos ha ahorrado ese trabajo. El paradigma formulado por Atria
busca imponerse por la vía del mero factum histórico: dado que llegó
después, sería intrínsecamente superior al anterior, y la orientación del
devenir (que él sabe ascendente) así lo demostraría. Volveremos sobre esto
luego, pero cabe pensar —al menos hipotéticamente, y con los resguardos
del caso— que la propuesta de Atria solo puede ser evaluada teniendo a la
vista la filosofía de la historia que subyace (que no se explicita), y
considerando también el punto de llegada final, que permitiría juzgar todo
157
lo anterior (y que Atria tampoco devela) .
Sin perjuicio de lo anterior, Atria hace explícita la orientación que
debería tener el proceso de reemplazo de la hegemonía neoliberal. Para el
autor de Derechos sociales y educación, la idea es movernos desde “formas
158
más inhumanas a formas más humanas de vida en común” . En rigor, Atria
cree que el (neo)liberalismo tiene un déficit de “humanidad”. La
explicación es que mientras el liberalismo contractualista (que es, según él,
el fundamento del neoliberalismo) supone que la plenitud humana es una
cuestión individual y prepolítica, el nuevo paradigma se funda en la
afirmación contraria: en su lógica, la realización humana es necesariamente
recíproca, lo que exige superar la idea de derechos individuales y
159
subjetivos . Dicho de otro modo, tenemos que avanzar hacia una nueva
comprensión de la ciudadanía, “una nueva manera de entendernos en
160
público” (que es el Régimen de lo Público) .
Cabe entonces realizar una pregunta: ¿dónde reside el carácter
inhumano del paradigma neoliberal? Para Atria, se trata de algo evidente,
que no requiere mayor explicación; digamos que argumenta con viento a
favor. Esto es importante, porque le da la razón al menos en un punto: los
ejes de la discusión se modificaron. Si la célebre frase de Aylwin (“el
mercado es cruel”) parece reflejar el sentido común dominante en la
actualidad, es precisamente porque aquello que llama la hegemonía
neoliberal se ha trizado. Para desgracia de Kaiser, son pocos los que hoy
estarían dispuestos a defender, por ejemplo, que la noción de justicia social
es un mero espejismo, o un atavismo de eras primitivas, como sugiere
Hayek. Cada cual podrá sacar distintas conclusiones del fenómeno, pero
todo indica que el mercado ya no puede defenderse en 2016 como se
defendía en 1996. Algo pasó en el intertanto, y el trabajo de Atria consiste
precisamente en intentar hacerse cargo de ese algo. El movimiento del 2011
habría sido el primer desafío frontal a la hegemonía dominante y al
paradigma que la contiene: ya nadie fuera de la derecha (y por momentos ni
161
siquiera eso) defiende los principios de ese paradigma . Por lo mismo, hoy
no nos podemos contentar con atenuar los efectos perversos del mercado,
intención que constituyó el programa de la Concertación (de allí la
expresión “neoliberalismo con rostro humano”). En este, nuestro momento
histórico, correspondería, según Atria, pasar a otro estado, el de superación
definitiva de esa hegemonía. Esto supone dejar de conformarnos con
mitigar —vía focalización y subsidios— la crueldad del modelo, para poner
en el horizonte su reemplazo definitivo, a través de un nuevo modo de
162
relación colectiva .
Ahora bien, para responder la pregunta sobre el supuesto déficit de
humanidad propio del “neoliberalismo” en el ideario de Atria, podría
decirse algo así: el mercado encarna algún tipo de inhumanidad, en cuanto
nos conduce a consideraciones puramente individuales, sin que nunca
quede integrado en nuestro horizonte el bienestar del otro. Eso explica que
Atria rechace con tanta fuerza todas las versiones del contractualismo
liberal, cuya idea común es concebir la realización humana desde una
perspectiva estrictamente individual. Para él, en esa lógica incluso el
subsidio al pobre está concebido más desde el bienestar del rico que desde
la dignidad del necesitado. La ayuda que recibe el desvalido lo deja
automáticamente incluido en el contrato, obligándolo por tanto a obedecer
al Estado y al derecho, aunque obtenga escasa utilidad de esas
163
instituciones . Además, dado que lo propio del mercado es producir
164
diferenciación —toda la diferenciación que sea necesaria—, los pobres
están condenados, en la medida en que se desarrollan algunos mecanismos,
a vivir entre ellos, quedando encerrados en sus propios círculos de pobreza;
consolidando aquello que se ha llamado el “efecto Mateo”, de Merton (el
rico se hace progresivamente más rico; y el pobre, más pobre).
Naturalmente, la salida de la hegemonía neoliberal no es cosa fácil.
Pero Atria se interesa por la orientación más que por los detalles.
¿Queremos continuar agudizando el individualismo, la segregación y todas
las formas inhumanas contenidas por el neoliberalismo? ¿O no será quizás
más razonable tomar otra dirección, que nos permita pensar en nuevas
formas de acción colectiva, abandonando por de pronto el criterio del
interés individual como principio ordenador de la sociedad? En algún
sentido, esta es la principal pregunta de Derechos sociales y educación.
Desde luego, ningún cambio es automático: para Atria, no hay que hacerse
ilusiones cortoplacistas ni caer en el infantilismo tan propio de cierta
izquierda. Tampoco puede pretenderse volver a modelos que han dejado de
ser pertinentes históricamente hablando. Atria es muy severo en esto: la
izquierda no debe conformarse con proponer la repetición de esquemas del
pasado, sino que debe ser capaz de sugerir soluciones que asuman los
profundos cambios que ha vivido el mundo.
Intentemos describir el nuevo paradigma. Éste, por paradójico que
suene, busca usar el autointerés con el objetivo de fundar un orden capaz de
superar la sola consideración del mismo. En otras palabras, para Atria no se
trata tanto de negar el autointerés como de admitirlo, y lograr así la
alquimia anhelada por casi todo el pensamiento político moderno. Cabe
advertir que, en este punto, Atria se aleja del liberalismo contractualista
(que intenta usar el autointerés) mucho menos de lo que estaría dispuesto a
reconocer. Para ilustrar su argumento, Atria realiza una analogía con el
procedimiento de quiebra, que obliga a todos los acreedores a considerar no
solo su propio interés, sino también el de los demás. La idea, como en la
165
quiebra, es lograr identificar el interés de cada uno con el interés de todos .
La aplicación de esa lógica nos permitirá ir descubriendo progresivamente
nuevas formas de relación que no estarán basadas exclusivamente en el
interés individual. El ejemplo preferido de Atria proviene del ámbito
educativo: si los ricos estuvieran obligados a ir escuelas integradas con
pobres, entonces pondrían —aun sin desearlo— su poder e influencia al
servicio del desposeído. Eso se lograría no en virtud de razones morales o
jurídicas, sino simplemente apelando al mismo autointerés al que recurre el
166
contractualismo liberal . Aunque la pedagogía será necesariamente lenta, a
largo plazo también será necesariamente fructífera. En rigor, estamos tan
inmersos en la hegemonía neoliberal, que apenas podemos sospechar cómo
es vivir en el paradigma de lo público, allí donde los intereses pueden
167
unirnos en lugar de dividirnos . Como fuere, no es fácil entender de qué
modo Atria pretende lograr la emergencia de lo público a partir del
autointerés. ¿Es realmente posible salir de él utilizándolo? ¿Estamos
seguros de que la pedagogía lenta generará un mundo mejor y que el
remedio no resultará peor que la enfermedad? ¿Podrá el paradigma de lo
público, desde su abstracción, desterrar el individualismo y el autointerés?
¿O no cabría pensar que dichas disposiciones guardan más relación con la
condición humana que con un determinado sistema?
Un mundo uniformado
Miremos el problema desde otra perspectiva. El modo en que Atria formula
la pregunta asume una separación del mundo, cuya inspiración remota se
encuentra (de nuevo) en Hegel: la sociedad civil se articula en torno al
autointerés particular, mientras que el Estado (en este caso: el Régimen de
168
lo Público) nos permite acceder a lo universal . Atria opera siempre con
esta premisa, según la cual el mercado es el lugar donde prima sola y
exclusivamente el autointerés, mientras que en el Régimen de lo Público
169
éste es superado . El autor de Derechos sociales y educación se ve
obligado a forzar al máximo esta oposición, pues en el fondo solo ella
puede (eventualmente) justificar su teoría. Solo si el mercado es la
manifestación del egoísmo, y nada más que eso, tiene sentido asumir el
inevitable riesgo contenido en el paradigma de lo Público. Atria ilustra su
punto con el ejemplo del pago a 150 días de los supermercados a los
proveedores . En la lógica propia del mercado, dice Atria, no hay nada
ilegítimo en pactar cualquier tipo de condiciones siempre y cuando ambas
partes consientan y la ley lo permita. Quien crea que el agente más
poderoso carece de derecho a pagar en 150 días, afirma nuestro autor, no
170
entiende la naturaleza del mercado . Por lo mismo, las relaciones reguladas
171
por el mercado naturalmente dan lugar al abuso . Es más, si un
supermercado paga antes de esos 150 días (mientras otros lo hacen y sacan
provecho de esa situación), porque quiere, por ejemplo, “construir
relaciones de confianza”, simplemente “no ha entendido bien lo que va en
172
su interés” (¡Fernando Atria es también profesor de finanzas
corporativas!). El razonamiento (y esto tiene que ver con algo que ya
vislumbramos en el capítulo anterior) no es enteramente falso: el mercado,
cuando sale de ciertos marcos, se desliza con facilidad por una pendiente
peligrosa. Como de hecho lo notaba Marx, esto no guarda relación
únicamente con las cualidades personales de los agentes. Para sobrevivir en
la competencia, incluso aquellos que no quisieran “ser crueles”, se ven
173
obligados a hacerlo ante el riesgo de desaparecer . Por lo mismo, Atria se
permite decir que “los agentes del mercado tienen derecho a perseguir sus
propios intereses perjudicando a los demás, en la medida en que lo hagan a
174
través de medios legales” . El mercado es entonces aquel lugar donde
todos son mis enemigos, y mi única obligación viene constituida por el
mínimo legal: tal es la descripción que justifica el cambio de paradigma. No
es de extrañar que, en esta oposición, el Régimen de lo Público salga
abiertamente favorecido. ¿Cómo no preferir la generosidad al egoísmo y la
fraternidad frente al abuso?
La dificultad estriba en que la argumentación atriana contiene
simplificaciones algo groseras. En efecto, su teoría es ciega frente a las
complejidades propias del mundo humano, que nunca se ordena de modo
tan unívoco, ni responde exclusivamente a un solo principio. Es innegable
que muchos comportamientos de agentes del mercado parecen darle la
razón a Atria. En efecto, cuando el utilitarismo y el autointerés se
convierten en reglas últimas, resulta difícil esperar que los agentes tengan
un respeto intrínseco por la ley, esto es, que la respeten aun cuando los
175
“perjudique”, y aun cuando nadie los vaya a sancionar . En esta lógica,
tampoco deberíamos esperar que los agentes económicos tomen en cuenta
el bienestar del otro al tomar sus decisiones. El mercado se define solo por
la consideración exclusiva del interés de los agentes, cualquier otro
horizonte es ajeno a él y, de hecho, puede implicar un autoengaño (como en
el caso de que alguien pague al día buscando construir “relaciones de
confianza”). El mercado de Atria está completamente desencastrado, para
utilizar nuevamente la terminología de Polanyi. Se produce, en este punto,
un curioso acuerdo entre Friedman, Marx, Hayek y Atria: los cuatro autores
comprenden al mercado solo desde el autointerés. Recordemos la famosa
frase de Milton Friedman:
Si hay una cosa que ciertamente puede destruir nuestra sociedad libre, y horadar sus
fundamentos mismos, sería la aceptación general por la dirección [de la empresa] de
asumir responsabilidades sociales distintas de aquella que consiste en ganar el mayor
176
dinero posible. Esta es una doctrina fundamentalmente subversiva .
Este pasaje es crucial para una adecuada comprensión del proyecto de Atria
(y tiene relación con la cuestión de la educación privada). Dado que hay
que abolir todos los privilegios, es necesario preguntarse por la fuente de
esos privilegios. Como gran parte de la sociología crítica, Atria no puede
sino llegar a la conclusión de que la gran institución transmisora de
privilegios es la familia. Por eso la educación privada es intrínsecamente
injusta: porque es un modo en el que los más afortunados logran transmitir
sus privilegios, reservando para sí sus cuotas de capital económico, cultural
y simbólico. En este sentido, no es raro que no podamos utilizar la
excelencia académica como criterio de selección, pues ésta tiende a estar
determinada por factores ajenos al mérito (como, por ejemplo, la
escolaridad de la madre). Pero llevemos la lógica hasta al final (lo que
Atria, tan audaz en otros planos, no se atreve a hacer). Resulta que buena
parte de lo que somos es, de algún modo, el resultado de lo que nuestros
padres o nuestro entorno familiar hicieron o dejaron de hacer. A la larga,
distinguir concretamente qué es mérito y qué es simplemente aquello que
recibimos en herencia es difícil, por no decir imposible. Desde luego, esto
no quita (al contrario: lo exige) que tengamos que estar muy atentos, para
identificar dónde no hay ningún mérito sino pura fortuna, y —sobre todo—
para premiar a las personas que salen adelante a pesar de un entorno
desfavorable. Pero el hecho es que nunca podremos saber en cada caso
cuánto hay de familia, de aprendizaje doméstico, y cuánto de mérito, pues
en el hombre ambas dimensiones están intrínsecamente unidas, y es
imposible separarlas, aunque fuera para fines puramente analíticos. Al final
de esta lógica, como lo notara Aron, siempre está la sugestión (más o menos
implícita) según la cual es necesario limitar severamente la posibilidad de
que las familias puedan realizar transmisión cultural, puesto que eso
186
equivale a transmitir privilegios de forma indebida . Así, la familia es
también un obstáculo para la “uniformidad de la calidad” a la que aspira
187
Fernando Atria . Pero, ¿qué queda de la familia si se le impide realizar
dicha transmisión? ¿Qué queda de la sociedad si asumimos tal perspectiva?
Estas preguntas pueden parecer exageradas, pero en el fondo Atria nos
obliga a formularlas, en la medida en que no explicita nunca cuál es el
188
horizonte final desde el cual debe evaluarse el paradigma de lo público .
En cualquier caso, aunque sofisticada, su propuesta tampoco logra escapar
al registro puramente polémico: la teoría de Atria está marcada a fuego por
su peculiar concepción del neoliberalismo. Esto lo hace caer en una visión
maniquea de la realidad: Atria tiende a concentrar todo el mal humano en
un sistema (caracterizado, además, del modo que más conviene a su
perspectiva). Sin embargo, cabe pensar que el neoliberalismo no es tan
poderoso. Atria da por hecho que su negación permitirá el advenimiento de
la realización recíproca, asumiendo al mismo tiempo que dicha negación
constituye una superación histórica, al interior de una narración progresista
dotada de necesidad. De más está decir que, como tantos cursos de acción
ya sugeridos por aquellos que creen conocer el designio de los tiempos, el
remedio bien podría resultar peor que la enfermedad. Dicho de otro modo:
el mundo construido por Atria tiene tantos o más defectos que la peor
versión de lo que llama neoliberalismo.
Capítulo 6. Más allá del individualismo
La derecha y el economicismo
La radicalidad presente en la propuesta de Atria (que, con matices
relevantes, ha sido asumida por la Nueva Mayoría) nos deja frente a un
escenario muy particular, que tiene mucho de callejón sin salida. Por un
lado, tenemos a un amplio sector nostálgico de la tranquilidad y prosperidad
de la transición. Este mundo quisiera regresar a dicho esquema, pero —
como hemos visto— no ha realizado un esfuerzo serio de justificación
política de un orden de esa naturaleza, que pueda constituirse en motivo
político para el futuro. En el extremo contrario del arco, nos encontramos
con una sofisticada propuesta, que propone un nuevo paradigma de lo
público que debe reemplazar (y sacar de cuajo a) la hegemonía neoliberal.
Por cierto, no queremos decir aquí que todos los actores políticos se
encuentren en una u otra posición, pues hay muchos que intentan ubicarse
en un lugar intermedio o moderado. Sin embargo, ese lugar carece hoy de
fundamento político-intelectual, y por eso tiene tantas dificultades para
existir, o pesar. El síntoma más efectivo de este fenómeno es la situación de
la Democracia Cristiana: su alianza histórica con la izquierda le pesa más
que nunca pues, al desdibujarse su proyecto político, se quedó sin soporte
para ser un contrapeso efectivo de la izquierda (y está condenada a ello
mientras no formule este tipo de preguntas). El escenario tiene entonces
algo de paralizante, ya que ofrece alternativas muy limitadas de acción
política: ¿cómo elegir entre el inmovilismo miope de aquellos que se niegan
a asumir los cambios que ha vivido el país y el mesianismo desatado de
aquellos que buscan remover los cimientos de lo que llaman el orden
neoliberal? ¿A tal punto habremos perdido la perspectiva propia de las
cosas humanas que estamos condenados al encierro en torno a ese dilema?
El problema no debe ser minimizado, porque deja al país expuesto a un
péndulo que nos puede costar caro. Dicho de otro modo, estos puntos de
vista no nos ayudarán a salir de la crisis; más bien, debe decirse que ambas
perspectivas la terminarán agudizando, en la medida en que procesan solo
algunos elementos de la realidad política, silenciando otros tanto o más
importantes.
En cualquier caso, el dilema no es completamente simétrico. En efecto,
y puestas así las cosas, es menester reconocer que la izquierda cuenta, en el
largo plazo, con una ventaja sustantiva sobre cualquier propuesta
proveniente de la derecha o del centro. Algunos detractores de Michelle
Bachelet piensan que los innumerables inconvenientes técnicos que ha
enfrentado la izquierda a la hora de aplicar su programa les abren un futuro
esplendor. Esto es un poco inevitable en política contingente, donde los
errores del adversario suelen equivaler a ganancias propias. Es innegable
también que, al sacar provecho de esas dificultades, se pueden obtener
ventajas tácticas (e incluso electorales) de alguna importancia. Sin embargo,
nada de eso debe oscurecer un hecho central: la izquierda tiene un proyecto
político, que ofrece auténticos motivos de acción (aunque los consideremos
equivocados). En otras palabras, ella ha logrado dibujar un horizonte
distinto al mero statu quo. Es sabido que, en política, quien logra rayar la
cancha ha ganado (al menos) la mitad de la batalla, más allá de los
resultados electorales puntuales; quien impone los términos de la discusión
logra ordenar a todo el sistema en torno a sus ejes conceptuales.
Extremando un poco las cosas, puede decirse que el objetivo de la actividad
política es precisamente ese: ser capaz de introducir líneas que articulen la
conversación pública. Ese trabajo, en los últimos años, ha sido realizado
casi exclusivamente por la izquierda. Además, dado que la política
contemporánea gira, en buena medida, en torno a la administración del
cambio, cualquier postura inmovilista está condenada de antemano al
fracaso. Una propuesta política debe hacerse cargo de la necesidad de
cambio, ya que el mero continuismo no alcanza. Solo el esquema
neutralizador de la transición chilena permitió que muchos de nuestros
políticos se contentaran, durante años, con posiciones estáticas o de
cambios puramente cosméticos. En virtud de todo lo anterior, se hace
imperativo elaborar un discurso que pueda ser contraparte efectiva de la
propuesta de la izquierda, sin eludir ninguna de los inconvenientes objetivos
189
de nuestro modelo de desarrollo . La narración de izquierda seguirá siendo
predominante, y quizás por mucho tiempo, mientras no se emprenda ese
esfuerzo (cuya principal dificultad parece consistir en que muchos actores
públicos que no comparten el proyecto de la izquierda no comprenden la
naturaleza ni la profundidad del problema, más allá de captar los
inconvenientes electorales de la situación).
Con todo, el aspecto realmente problemático del escenario viene dado
porque ambas perspectivas utilizan categorías insuficientes para
comprender la realidad. Si tenemos la impresión de que, al menos por
momentos, nuestra discusión pública gira en banda, es precisamente porque
tenemos tendencia a utilizar instrumentos conceptuales poco adaptados para
percibir la realidad. ¿Qué significa que las categorías sean insuficientes?
Pues bien, quiere decir que los lentes que usamos para aproximarnos a la
realidad deforman o distorsionan en lugar de mejorar la vista. Lo que
percibimos a través de ellas no es completamente falso, pero tienden a caer
en reduccionismos peligrosos. En otras palabras, nuestros análisis suelen ser
unidimensionales: nos obsesionamos fácilmente con un aspecto de las
cosas, en lugar de mirarlas en su integralidad. Los problemas que nos
afectan son multicausales y multidimensionales y, por lo mismo, no
podemos sino errar el tiro cuando el análisis privilegia una sola perspectiva.
Quizás el ejemplo más nítido de lo que se intenta describir sea la discusión
en torno a la educación. El tema lleva años ocupando un lugar central en el
debate público, pero en verdad hemos hablado poco de ella. Nuestra
atención se ha centrado más bien en cuestiones anexas, cuando no
accidentales; y es bastante posible que todas las grandilocuentes reformas
estructurales no cambien en nada la calidad de la educación ni lo que ocurre
efectivamente al interior de la sala de clases (y esto vale para los niveles
escolar y superior). Esto sucede porque estamos obsesionados con
cuestiones estructurales, de carácter económico o jurídico. Nuestra pregunta
es cómo se organiza y financia la educación, pues estamos convencidos de
que allí se juega lo más decisivo. Por otro lado, vivimos bajo la ilusión de
que la educación podrá resolver (casi) todos nuestros problemas sociales:
desigualdad, desintegración social, segmentación urbana, falta de civismo y
delincuencia, entre otros. Sin embargo, estas perspectivas no resultan
adecuadas a la hora de abordar el asunto, porque ninguna de ellas agota el
fenómeno. Pueden ser relevantes, desde luego, pero no están en el centro
del proceso educativo. Una perspectiva correcta para tratar esta cuestión
quizás debería partir por preguntarse, por ejemplo, qué queremos transmitir
a través de la educación, cómo queremos hacerlo y qué papel juegan las
familias en dicha transmisión. Después de eso, vienen las cuestiones
burocráticas y políticas (que, en cualquier caso, están lejos de ser
indiferentes, pues condicionan todo lo que viene). La inversión es peligrosa
porque se corre (como veremos) el serio riesgo de instrumentalizar la labor
educativa, que posee un valor intrínseco. Así, las categorías dominantes de
la discusión sobre educación (que opone básicamente a tecnócratas de
derecha contra utopistas de izquierda) pierden dimensiones esenciales de la
realidad, y por eso el debate suele convertirse en mera vociferación de
posturas incapaces de establecer diálogo alguno.
Entre las principales categorías insuficientes se encuentra, desde luego,
la utilizada por la derecha economicista, heredera de la versión más
ortodoxa del discurso de Chicago. Ya vimos (en el capítulo cuarto) que
resulta problemático asumir que la desigualdad no constituye un problema,
por cuanto supone ignorar la dimensión política de la vida humana. Buena
parte de la derecha piensa que la desigualdad no es relevante, pues lo
prioritario (o más bien lo único importante) sería atender la pobreza y la
190
miseria . Esta respuesta tiene un punto importante a su favor: es obvio que
en Chile hay un nivel de marginalidad que es urgente atender, y muchas
veces las legítimas demandas mesocráticas nos impiden ocuparnos como es
191
debido de cuestiones dramáticas que ocurren a nuestro alrededor . Sin
embargo, ese hecho no quita que la respuesta sea profundamente
insuficiente, en la medida en que ignora cuestiones bien elementales: la
sociedad es algo más que una masa de consumidores que se segmentan en
un mercado según su nivel de ingresos. De hecho, si dichas desigualdades
son percibidas como injustas, es evidente que el modelo económico pierde
buena parte de su legitimidad. Esto último no es ajeno a la realidad
nacional, puesto que nuestra elite tiene cierta tendencia a la endogamia, lo
que muchas veces hace dudar del carácter efectivamente meritocrático de la
distribución de la riqueza. Pero más allá de eso, toda sociedad requiere
necesariamente de alguna unidad, sin la cual se debilita y queda expuesta a
crisis que pueden ser más o menos graves según el caso. La desigualdad,
cuando es muy fuerte y carece de justificación razonable, fragmenta y hace
perder cohesión al cuerpo social. Esto no es un problema de capricho, ni
192
menos de envidia, como suele decirse , sino una dificultad objetiva de
configuración del orden social, en la medida en que produce inestabilidad.
Una polis dividida, decía Aristóteles, es vulnerable e inestable. Por lo
mismo el filósofo griego insistía tanto en fortalecer la clase media, pues ésta
193
le otorga una quilla estable al conjunto social .
¿Qué niveles de desigualdad, y en virtud de qué principios, son
aceptables en nuestra sociedad? No nos haría mal tener una discusión de
este tipo en Chile, donde no es raro que un gerente gane unos veinte sueldos
promedio, y unos cuarenta sueldos mínimos. ¿Qué comunidad efectiva
puede haber allí donde hay tanta diferencia? ¿Qué tipo de acción común,
qué tipo de política, puede fundarse desde distancias tan marcadas? ¿Qué
soporte tiene esa comunidad para enfrentar una crisis grave? Es tan grande
la segmentación, que suele decirse que los chilenos no vivimos en el mismo
país, pues nuestras experiencias vitales están radicalmente escindidas,
desconectadas unas de otras (quizás el fútbol constituye una de las raras
excepciones a este fenómeno). Negar que esto constituya un problema
objetivo revela simplemente un desconocimiento de la condición política
del hombre: si acaso somos algo más que individuos que consumen,
entonces no podemos sino organizarnos en cuerpos sociales que hacen
posible una vida auténticamente humana. Toda nuestra experiencia
individual está mediada por nuestra relación con otros y, en definitiva, por
el orden de la polis (y allí reside el gran descubrimiento aristotélico). Cuidar
el equilibrio de esos cuerpos sociales es, por tanto, un imperativo que
guarda estrecha relación con nuestras propias vidas.
El documental Chicago Boys (dirigido por Carola Fuentes y Rafael
Valdeavellano) manifiesta bien este problema. Al ser consultados algunos
de los padres del modelo económico chileno sobre la crisis actual, sus
respuestas no pueden sino dejar perplejos al espectador. Uno alude a la
envidia, otro afirma que está impedido de responder porque no es psiquiatra
y un tercero nos regala una referencia coprológica cuando le preguntan por
las demandas sociales. ¿Cómo es posible que personas de inteligencia
probada, que promovieron y realizaron transformaciones tan profundas en
la sociedad chilena, sean completamente incapaces de dar cuenta o de
hacerse cargo de los efectos de las mismas? ¿Cómo explicar ese silencio
inaudito? ¿Dónde reside la raíz de esa ceguera intelectual? Pues bien,
194
cometieron un error elemental al olvidar la primacía de lo político .
Creyeron que estaban haciendo transformaciones puramente técnicas
cuando estaban haciendo algo más: el discurso económico no puede
esconderse bajo una falsa neutralidad técnica para evitar asumirlo
195
políticamente . En otras palabras, cuando la categoría económica se vuelve
dominante y hegemónica, corremos el riesgo de perder de vista porciones
enormes del fenómeno humano. De hecho, acudimos al psiquiatra cuando
carecemos de instrumentos conceptuales para dar cuenta de algo, cuando un
comportamiento está completamente fuera de nuestros parámetros
habituales. Por eso la frase es tan significativa: refleja una inequívoca
claudicación intelectual.
La hegemonía de la categoría económica, en definitiva, impide percibir
que los problemas económicos nunca son solo eso, sino que también tienen
una dimensión política; y por eso no pueden decir nada relevante sobre la
situación actual. La tesis subyacente en esta categoría es que, a la larga, el
mercado produce armonía, pero se trata de una idea cuando menos
196
discutible . Por lo mismo, a la derecha economicista le cuesta captar todos
los aspectos de la realidad que no son directamente procesables por el
mercado. En esta lógica, aquello que queda fuera de los intercambios
económicos se convierte en irrelevante y no merece ser tomado en cuenta.
Desde luego, la derecha política también ha sido víctima de esta
enfermedad, en la medida en que durante años ha estado subordinada (al
menos parcialmente) en términos doctrinarios a la derecha economicista, lo
que tiene sus consecuencias. Como bien lo ha notado Hugo Herrera, dicho
sector ha desdeñado sistemáticamente otras fuentes intelectuales, que
fueron importantes en el pasado; el empobrecimiento de la perspectiva ha
197
sido bien notorio . El carácter sui generis de nuestra derecha puede
explicarse a partir de esto: después de todo, no deja de ser excéntrico que
dicho sector no haya tenido nada que decir, durante décadas, sobre la
ciudad, ni sobre la articulación entre territorio y población, ni sobre la
importancia de la nación como cuadro y soporte de lo anterior. Tampoco
posee ningún discurso elaborado sobre la familia, ni sobre la educación
como problema antropológico antes que técnico. Ni hablar de cuestiones
laborales, que en otros países son centrales en el discurso de derecha
(Sarkozy ganó la elección presidencial en 2007 sobre ese eje). Como sea, el
silencio es bien impresionante. Quizás el ejemplo más decidor sea el de la
natalidad. En una cuestión tan delicada como esta (y que es primera
prioridad para gran parte del mundo desarrollado), la derecha tiende a
fijarse solo en los inconvenientes que los pocos nacimientos generan a largo
plazo en el mercado laboral: “Nos faltará mano de obra”, parece ser la única
198
conclusión posible que se obtiene desde esta óptica . Y dado que el
fenómeno es mirado desde allí, entonces se piensa que la inmigración es la
solución perfecta. Si tenemos “escasez” de mano de obra, entonces hay que
importarla (lo que implica echar mano a aquello que Marx llamaba ejército
industrial de reserva, que, además, mantiene bajos los salarios, sin que la
199
izquierda lo advierta ). La dificultad estriba en que ni la baja natalidad ni la
inmigración son fenómenos exclusivamente económicos. La categoría
utilizada es, a todas luces, descaminada, porque no permite captar el
contenido de la cuestión, al reducirla a uno solo de sus aspectos e ignorando
al mismo tiempo las profundas preguntas culturales, sociológicas,
territoriales o familiares que están involucradas (nada de lo dicho, desde
luego, implica tener una posición per se contraria a la inmigración —lo que
sería absurdo—; se trata solamente de integrarla a una reflexión más amplia
que la acostumbrada).
Un liberalismo estrecho
Esta postura (que tiende a darle la primacía a la dimensión económica en el
tratamiento de los temas públicos) tiene un correlato filosófico en la
distinción, que buena parte de nuestra derecha intelectual ha elevado a la
categoría de principio sagrado, entre libertad negativa y positiva. Esta
distinción, formulada por Isaiah Berlin en una conferencia pronunciada en
200
1958 , advierte sobre los peligros involucrados en cualquier concepción
positiva de libertad; esto es, cualquier definición de libertad que no se
remita exclusivamente a la ausencia de coacción. La prioridad
correspondería así a la libertad negativa: soy libre en la medida en que
nadie me obligue ni me fuerce a algo. La contracara de dicha afirmación es
que el consentimiento individual es la medida última de todas las cosas.
Berlin expone esta idea con un adversario claro en su horizonte, que es el
comunismo (y volvemos al problema de siempre: las categorías de la
201
Guerra Fría ). En ese sentido, se trata de un texto históricamente situado; y,
de hecho, el mismo Berlin siempre insistió en las limitaciones de su
202
distinción .
Es innegable que la definición negativa de libertad tiene una larga
tradición en la historia del pensamiento político, desde Hobbes hasta
203
Hayek, pasando por Constant y Mill . Más allá de sus virtudes, esta
definición enfrenta un problema serio. En efecto, llevada hasta sus últimas
consecuencias, impide pensar cualquier realidad que exceda al individuo (y,
204
por ende, cualquier realidad social) . No podemos detenernos en esto aquí,
pero la noción pasa por alto una pregunta filosófica tan compleja como la
cuestión del consentimiento (y la voluntad), en la medida en que asume,
invariablemente, que el consentimiento individual es el único criterio válido
de libertad. Sin embargo, esto plantea algunas interrogantes que no pueden
despacharse sin más: ¿todos los consentimientos son igualmente válidos?
¿Es posible establecer distinciones cualitativas entre ellos? ¿Existe
efectivamente consentimiento fuera de ciertos condicionamientos sociales
que no dominamos? ¿En qué medida el consentimiento individual conlleva
siempre una dimensión colectiva? Más complicado aún: ¿cómo pensar el
fenómeno de la alienación desde esta perspectiva? ¿No hay ocasiones en
que la libertad negativa no basta para garantizar que haya efectivo
consentimiento? ¿No hay grados, por ejemplo, en el consentir? ¿Cómo
medir estos fenómenos? Desde luego, estos problemas son muy
complicados, y es imposible responderlos de forma definitiva, menos aún
en el cuadro de este trabajo. Con todo, la sola formulación de las preguntas
permite vislumbrar la complejidad de la cuestión: dado que no existe el
individuo aislado, entonces su libertad individual no puede ser pensada al
margen de ese contexto. Como bien apunta Aron, no hay libertad humana
efectiva fuera de la sociedad (y allí reside el gran punto ciego del
205
contractualismo) . Es lo que intentan hacer ver los republicanos cuando
definen la libertad como ausencia de dominación, integrando un aspecto
político a la definición: el consentimiento solo vale en un contexto donde
206
no hay opresión de ninguna especie . Esto implica que debemos poner
mayor atención a la dimensión social, y que el libre consentimiento a la
hora de firmar contratos no constituye el criterio último de justicia o de
corrección social.
Todo esto puede parecer muy abstracto, pero conecta directamente con
algunas de nuestras discusiones. Por dar un ejemplo muy sencillo, cada vez
que se ha propuesto limitar el trabajo los domingos, la derecha ha
reaccionado afirmando que se trata de una medida paternalista y contraria a
la libertad individual. Más aún, no solo ha reaccionado, sino que también ha
207
fomentado dichas medidas . Mirado desde el estricto consentimiento
individual, es completamente lógico: ¿qué podríamos objetar al hecho de
que dos personas contraten libremente determinados días y horarios de
trabajo, más aún cuando ambos se benefician en términos monetarios? ¿Por
qué habríamos de intervenir en esa relación y en esa decisión? Sin embargo,
la vida humana también tiene otros códigos, otros ritmos y otros motivos.
Por un lado, las negociaciones entre empleadores y empleados no siempre
son simétricas (esto explica que haya un Código del Trabajo, cuya
existencia es difícil de defender conceptualmente desde el puro
consentimiento); y, por otro, resulta relevante intentar preservar ciertas
lógicas de vida familiar y comunitaria que son obstaculizadas por el trabajo
dominical, sobre todo en un contexto de creciente despersonalización.
¿Cómo no comprender, por ejemplo, que una madre que trabaja los fines de
semana en un mall, lejos de su casa y con transporte público de mala
calidad, tendrá dificultades para educar a sus hijos? ¿Nos interesa cuidar
esos espacios o nos es indiferente? ¿Qué tipo de efectos sociales tiene que
muchas familias no puedan disponer de tiempo común? ¿Puede la televisión
o la calle reemplazar esas instancias? Este es exactamente el tipo de
problemas que no vemos con las categorías dominantes: no hay involucrada
una cuestión económica (¿cómo medir económicamente el impacto
colectivo del tiempo familiar?) ni guarda relación exclusiva con el
208
consentimiento individual .
Desde luego, el caso particular ha de ser decidido prudencialmente, y
antes de tomar una decisión será necesario mirar múltiples factores. Eso sí,
interesa destacar lo siguiente: si analizamos este caso desde la pura libertad
negativa, tendremos siempre una respuesta mecánica, que se priva de
pensar la realidad humana en su dimensión social. En otras palabras, una
comprensión estrecha de la libertad negativa no permite aceptar la
pertinencia de ninguna de estas cuestiones. Esto no quita que la noción
puede ser útil, pero al emplearla debemos ser muy conscientes de sus
profundas limitaciones, pues al poner el acento en el puro factum desnudo
del consentimiento, dejamos de ver los fenómenos colectivos. Es, si se
quiere, una distinción apolítica, porque ignora los condicionamientos
sociales que juegan un papel relevante en cada decisión individual; el puro
hecho del consentimiento desnudo no existe como tal, porque la sociedad
no está constituida de átomos aislados. La libertad humana es más un
resultado de la interacción entre los hombres que un hecho susceptible de
ser aislado en su aspecto puramente individual. Por lo mismo, privilegiar
sistemáticamente la consideración de la libertad negativa sobre cualquier
otro dato resulta altamente problemático cuando se busca asumir una
perspectiva política, que necesariamente debe ser más amplia. Dicho de
otro modo, un discurso político que asuma el principio de la libertad
negativa como algo sagrado está condenado a tener una visión castrada de
lo social que será también, inevitablemente, estéril: el individualismo así
entendido no constituye ni puede constituir una auténtica política. Por lo
mismo, Aron prefiere sistemáticamente hablar de libertades, en plural,
porque cualquier consideración demasiado unívoca del concepto tiende a
ser problemática, en cuanto reduce considerablemente el horizonte visual.
No es descabellado pensar que muchos de los problemas que enfrenta el
país guardan relación con que el triunfo de estas categorías apolíticas al
interior de la derecha fue demasiado rotundo, y por eso no tiene nada (digo
bien: nada) que decir sobre la situación actual, que es definitivamente
imposible de percibir desde esta óptica. La derecha se quedó en silencio,
porque la adhesión irrestricta al mercado y a la libertad negativa permite
decir poco, muy poco, sobre los fenómenos propiamente políticos.
El mercado como liberador: las paradojas de
Atria
En cualquier caso, las categorías dominantes de la izquierda no siempre son
mucho más iluminadoras y, de hecho, tienden a converger con algunas
premisas libertarias. Pese a que hay un esfuerzo intelectual más sofisticado,
la perspectiva de Atria cae —por más que le pese— en errores análogos. En
efecto, su caso es bien sintomático de nuestra situación intelectual. Por un
lado, es innegable que su trabajo contiene un valioso esfuerzo de
diagnóstico y que posee aspectos rescatables. La descripción que ofrece de
las patologías del mercado no es enteramente errada. Atria ve claramente
aquello que buena parte de la derecha se ha negado a enfrentar: el mercado
produce tensiones serias que no dejarán de existir porque las ignoremos.
Dichas tensiones tienen que ver con la creciente segmentación que se va
produciendo al interior de la sociedad, que plantea preguntas sobre la
justicia y la cohesión de la comunidad política. Las interrogaciones no son
triviales y —según vimos— no es necesario suscribir todas y cada una de
sus conclusiones para compartir, al menos parcialmente, algunos elementos
de su diagnóstico. Sin embargo, sus categorías explicativas tampoco son
suficientes, ni nos permiten aproximarnos adecuadamente a la realidad. Ya
vimos, por ejemplo, sus dificultades para aceptar la pluralidad propia de la
sociabilidad humana. En esto, su sistema no es en ningún caso menos
uniformador que la economía global que le provoca tanta antipatía.
Nada de esto es casual. En rigor, su crítica al mercado es mucho menos
radical de lo que parece. Por ejemplo, El otro modelo —libro escrito como
réplica explícita a El Ladrillo, en el que Atria participa como coautor—
reconoce algunos méritos del mercado: “el nuevo modelo” debe
radicalizarlo más que negarlo. Lo complicado no son (desde esta
perspectiva) los principios neoliberales, sino el hecho de que sus defensores
no están dispuestos a llevar sus premisas hasta las últimas consecuencias.
La dimensión problemática del neoliberalismo no está entonces en sus
conceptos, sino en su velocidad, o en sus límites autoimpuestos. En otras
palabras, el neoliberalismo es insuficiente porque no se atreve a desplegarse
enteramente y sin complejos. Pero, ¿qué quiere decir, desde una perspectiva
de izquierda, que el mercado deba ser radicalizado más que negado? Los
autores lo explican en un pasaje que tiene, al menos, el mérito de la
claridad:
Es un error mirar al mercado solo como un criterio de distribución; es también un
espacio de libertad, en la medida en que supone que los agentes no tienen deberes
anteriores al contrato. En particular, no están vinculados ni por la naturaleza ni por la
tradición. Esta dimensión del mercado es liberadora, algo que ha sido destacado una y
otra vez por quienes ven en la expansión del consumo durante los últimos veinte años
209
una forma de emancipación .
[←1]
Este texto tiene carácter de ensayo y, por tanto, las referencias bibliográficas y notas al pie son
solo indicativas. Ellas no pretenden agotar los temas tratados, sino más bien complementar y
profundizar algunos aspectos. Aprovecho de agradecer muy especialmente a todos quienes me
ayudaron a mejorar este trabajo con sus comentarios y conversaciones: Manfred Svensson,
Joaquín García-Huidobro, Hugo Herrera, Pablo Ortúzar, Juan Manuel Garrido, Claudio
Alvarado, Catalina Siles, Josefina Araos, Joaquín Castillo, Matías Petersen, Juan Ignacio
Brito, Roberto Munita, Marcela Miranda, Tomás Villarroel y Santiago Ortúzar (desde luego,
todos los errores y omisiones son de exclusiva responsabilidad del autor). Agradezco también
a la Universidad de los Andes y al Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), instituciones que
permiten desarrollar un trabajo intelectual en condiciones privilegiadas. Por último, aunque es
por lejos lo más importante, mi gratitud también a María José y nuestros hijos, por su
indefectible apoyo y paciencia.
[←2]
Camus, Albert, Œuvres complètes (París: Gallimard, 2006), vol. II, 490.
[←3]
Ver, por ejemplo, Larraín, Luis, El regreso del modelo (Santiago: Libertad y Desarrollo, 2012);
y Guzmán, Eugenio, y Marcel Oppliger, El malestar de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?
(Santiago: RIL editores, 2012). En cualquier caso, Oppliger parece haber matizado su posición
(ver, por ejemplo, su columna “La derecha sin ideas”, disponible en
http://ellibero.cl/opinion/la-derecha-sin-ideas/).
[←4]
Tocqueville, Alexis de, El antiguo régimen y la revolución (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 2006).
[←5]
Rousseau, Jean-Jacques, prefacio al Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres (Madrid: Tecnos, 1998).
[←6]
Ver Glendon, Mary Ann, “El lenguaje de los derechos”, en Estudios Públicos, nº 70 (1988),
77-150.
[←7]
Gonzalo Vial lo lleva todavía más lejos, hasta la guerra civil de 1891: véase Vial, Gonzalo,
Historia de Chile 1891-1973 (Santiago: Zig-Zag, 1981), vol. 1.
[←8]
Sobre la crisis de 1973, ver Valenzuela, Arturo, El quiebre de la democracia en Chile
(Santiago: Universidad Diego Portales, 2013); Véliz, Claudio, “Continuidades y rupturas en la
historia: otra hipótesis sobre la crisis chilena de 1973”, en Estudios Públicos, nº 12 (1983), 41-
64; y Fermandois, Joaquín, La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la
Unidad Popular (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 2013).
[←9]
Manuel Antonio Garretón sugiere que había un plan (“La crisis de la democracia, el golpe
militar y el proyecto contrarrevolucionario”, en Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del
régimen militar (Universidad Finis Terrae, 2008), 33-41, p. 40. Para una opinión distinta, ver
Gárate, Manuel, La revolución capitalista de Chile (1973-2003) (Santiago: Universidad
Alberto Hurtado, 2012), 182; Valdivia, Verónica, El golpe después del golpe. Leigh vs.
Pinochet. Chile 1960-1980 (Santiago: LOM, 2003), 12; y Arancibia, Patricia, Conversando
con Roberto Kelly V. Recuerdos de una vida (Santiago: Biblioteca Americana, 2005), 180. De
hecho, como veremos, la política de los Chicago tarda algún tiempo en consolidarse al interior
del régimen; aunque naturalmente los economistas corrían con cierta ventaja: tenían un
programa elaborado en El Ladrillo, y vínculos con la Armada a través de Roberto Kelly (ver
Fontaine Aldunate, Arturo, Los economistas y el presidente Pinochet (Santiago: Zig-Zag,
1988), 38 y passim; y Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo. Artículos y
ensayos sobre Chile (Santiago: Bicentenario, 2015), 78; para la historia de El Ladrillo, ver
Arancibia, Patricia, Conversando con Roberto Kelly, 138-142.
[←10]
Vial, Gonzalo, Chile. Cinco siglos de historia. Desde los primeros pobladores prehispánicos
hasta el año 2006 (Santiago: Zig-Zag, 2010), 1.292; y del mismo autor, Pinochet. La biografía
(Santiago: Aguilar, 2002), 191 (“Pinochet nunca conspiró con nadie contra Allende, hasta
inicios de septiembre de 1973”). El mismo Pinochet dice algo distinto en El día decisivo: 11
de septiembre de 1973 (Santiago: Andrés Bello, 1979). Ver también Cavallo, Ascanio, Manuel
Salazar y Óscar Sepúlveda, La historia oculta del régimen militar (Santiago: Grijalbo, 1997),
28.
[←11]
Recordemos que el bando nº 5, emitido el 11 de septiembre, señala que las FF. AA. estarían en
el poder “por el solo lapso de tiempo que las circunstancias lo permitan”, en Huneeus, Carlos,
El régimen de Pinochet (Santiago: Sudamericana, 2000), 215.
[←12]
Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime Guzmán (Santiago: LOM, 2000), 34. Cavallo,
Salazar y Sepúlveda le atribuyen ese papel más bien al general Sergio Covarrubias (La historia
oculta del régimen militar, 82).
[←13]
En un primer momento, Guzmán fue asesor de Leigh. Moncada, Belén, Jaime Guzmán: una
democracia contrarrevolucionaria. El político de 1964 a 1980 (Santiago: RIL editores, 2006),
73; Vial, Gonzalo, Pinochet. La biografía, 270. Sobre el memorándum, ver Huneeus, El
régimen de Pinochet, 216; y el texto citado de Belén Moncada, 74-76.
[←14]
El documento está en el Archivo de la Fundación Jaime Guzmán, c/129. Agradezco muy
especialmente a Jorge Jaraquemada y Jorge Soto haberme facilitado el acceso a él.
[←15]
El Príncipe, VI y Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 9.
[←16]
Guzmán, Rosario, Mi hermano Jaime (Santiago: Ver, 1991), 115.
[←17]
Ver la introducción de Sergio de Castro a El ladrillo: Bases de la política económica del
gobierno militar chileno (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 1992), 9.
[←18]
Aron, Raymond, Introduction à la philosophie politique (París: Fallois, 1997), 50-53.
[←19]
Vial, Gonzalo, Cinco siglos de historia, 1.321.
[←20]
Mario Góngora, entrevista de Raquel Correa, reproducida en Ensayo histórico sobre la noción
de Estado en Chile (Santiago: Universitaria, 1986), 306.
[←21]
“La Junta trabaja como una sola entidad; yo fui elegido presidente por ser el más viejo; en
realidad es porque el Ejército es la institución más antigua (…) pero no solo seré yo Presidente
de la Junta; después de un tiempo lo será el Almirante Merino, luego el General Leigh y así
sucesivamente; soy un hombre sin ambiciones, no quiero aparecer como el detentador del
poder” (Revista Qué Pasa, 27 de septiembre de 1973). El 2 de enero de 1974, Pinochet declara
que “la Presidencia de la Junta no es rotativa”. Para todo esto, véase Rojas, Gonzalo, Chile
escoge la libertad. La presidencia de Augusto Pinochet Ugarte (Santiago: Zig-Zag, 1998),
tomo I, 21-22.
[←22]
Vial, Gonzalo, Cinco siglos de historia, 1.322. La ambición desarrollada por Pinochet a partir
de 1973 es bien impresionante y constituye además uno de los hechos más misteriosos de
nuestra historia, porque hasta antes del 11 nada indicaba que tuviera tales tendencias. Como
dice nuevamente Gonzalo Vial, Pinochet acumuló “una suma de atribuciones como jamás tuvo
antes un gobernante chileno, exceptuados hombres y momentos efímeros” (Pinochet. La
biografía, 221). No contento con obtener la presidencia de la Junta, en junio de 1974 se dictó
el decreto nº 527, que lo nombra “Jefe Supremo de la Nación”, en virtud del cual se le atribuye
el poder ejecutivo (los otros miembros de la Junta conocieron el texto que debían firmar
faltando minutos para la ceremonia de promulgación; y Leigh solo aceptó visarlo tras una
violentísima discusión con Pinochet). Luego, en diciembre de 1974, el general fue nombrado
Presidente de la República. Sobre todo esto, ver Vial, Gonzalo, Pinochet. La biografía, 221-
230 y 281-282; ver también Maira, Luis, La transición política chilena (Morelia: Universidad
Michoacana, 2001). Cabe añadir que el memorándum de Jaime Guzmán también hace ver, con
prudencia (pues estaba dirigido a la Junta), las dificultades que supone un ejecutivo colegiado.
[←23]
La curiosa forma jurídica de la DINA, según la cual su director era responsable
exclusivamente frente al presidente de la Junta, generó muchas fricciones internas al interior
del Ejército, pues el entonces coronel Contreras solo aceptaba reportarle a Pinochet
(saltándose la línea de mando), lo que indignaba a los otros generales. El general Bonilla,
enterado de los métodos utilizados por el organismo de seguridad, bregó en varias ocasiones
para lograr la destitución de su director, sin éxito. Fue traspasado luego del Ministerio de
Interior al de Defensa, y poco después murió en un accidente de helicóptero. Los técnicos
franceses que estudiaban las causas de la falla de la nave también murieron en un accidente…
de helicóptero. El general Lutz, que había manifestado aprensiones respecto del cariz que
estaba tomando el régimen y respecto de la DINA, fue enviado a Punta Arenas, y murió al
poco tiempo en extrañas circunstancias. El general Arellano, por su parte, le escribió una carta
a Pinochet en noviembre de 1974, donde advierte los peligros que entraña la actividad de la
DINA (“Se han olvidado de lo que significan los derechos humanos fundamentales (…) Se
está hablando de una verdadera Gestapo”). Al poco tiempo sería pasado a retiro (para todo
esto, ver Cavallo, Salazar y Sepúlveda, capítulos 6 y 7).
[←24]
Las vacilaciones respecto de la política económica solo cesan definitivamente en 1976, cuando
Sergio Fernández reemplaza en el Ministerio del Trabajo al general FACH Nicanor Díaz
Estrada. Este último —con el apoyo del general Leigh— había seguido una política de
fortalecimiento de los sindicatos, logrando convertir en decreto ley (en 1975) el estatuto social
de la empresa, que promovía la integración entre empresarios y trabajadores, e incorporaba a
los trabajadores en las decisiones empresariales (Huneeus, Carlos, El régimen de Pinochet,
356; Gárate, Manuel, La revolución capitalista de Chile, 193; Arancibia, Patricia,
Conversando con Roberto Kelly, 203; Fontaine Aldunate, Arturo, Los economistas y el
presidente Pinochet, 109-110). En cualquier caso, el estatuto no fue aplicado, pues su vigencia
debía ser simultánea con la de un nuevo Código del Trabajo, que nunca llegó a ser promulgado
(ver Vial, Pinochet. La biografía, 273). El mismo Díaz Estrada había intentado bloquear la
primera versión de la reforma previsional, defendida por Miguel Kast (Huneeus, Carlos, El
régimen de Pinochet, 456).
[←25]
Vial, Gonzalo, Chile. Cinco siglos de historia, 1.326.
[←26]
Así lo cuenta Roberto Kelly: “[Jaime Guzmán] fue muy importante para nosotros. Si bien al
comienzo no era un libremercadista, con el tiempo se fue haciendo cada vez más partidario y
se convirtió en una especie de escudo para el equipo económico, pese a ser ajeno a él. Además,
siempre fue muy amigo de los economistas (…) Hubo muchas cosas sobre las cuales nosotros
no podíamos convencer al Presidente, y usábamos a Jaime para que intercediera a favor
nuestro. Especialmente cuando se producían los cambios de gabinete, que eran importantes”
(Arancibia, Patricia, Conversando con Roberto Kelly, 202).
[←27]
De hecho, aquí reside buena parte de la convergencia entre Pinochet y Guzmán: la común
aversión a la “política tradicional”.
[←28]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin de mundo, 82; y Fontaine Talavera,
Arturo, “Sobre el Pecado Original de la Transformación Capitalista Chilena", en Levine, Barry
(ed.), El Desafío Neoliberal, El Fin del Tercermundismo en América Latina (Santafé de
Bogotá: Norma, 1992), 107-116.
[←29]
Sobre este punto, resulta muy ilustrativa la intervención de Enrique Pascal en la Comisión de
Estudios para una nueva Constitución (sesión nº 27 del 28 de marzo de 1974), y el texto de
Carlos Cruz-Coke “¿Bases para una nueva Constitución para Chile o para los políticos
criollos?”, que fuera discutido en la sesión nº 20 del 15 de enero de 1974 y que está adjunto
como anexo en las actas (las actas de dicha comisión se encuentran disponibles en
http://www.bcn.cl/lc/cpolitica/actas_oficiales-r).
[←30]
Renato Cristi suele caer en este problema: “Su obra [de Jaime Guzmán] está marcada por una
notable unidad y armonía conceptuales”. Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime
Guzmán. Autoridad y libertad (Santiago: LOM, 2000), 7; aunque el mismo Cristi matiza (un
poco) su posición en el prólogo a la segunda edición (Santiago: LOM, 2011), 17.
[←31]
Una perspectiva distinta, que pone el acento en la aparente continuidad del pensamiento
guzmaniano, en el documentado trabajo de José Manuel Castro Jaime Guzmán. Ideas y
política en tiempos de transformaciones. Chile 1964-1980, tesis para optar al grado de
magíster en Historia, Universidad Católica, 2015.
[←32]
Sobre el principio de subsidiariedad, ver Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del
Estado y el mercado (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015), en particular el
artículo de Gonzalo Letelier, “Dos conceptos de subsidiariedad. El caso de la educación”, 113-
138. Ver también la lúcida reseña de Jorge Fábrega al libro recién citado (“Subsidiariedad, el
eslabón olvidado”, en Estudios Públicos, nº 140, 2015, 165-174, y los libros de Michelle
Evans y Augusto Zimmermann (eds.), Global Perspectives on Subsidiarity (Dordrecht:
Springer, 2014), y de Chantal Delsol, L’État subsidiaire: ingérence et non ingérence de l’État.
Le principe de subsidiarité aux fondements de l’histoire européenne (París: Karéline, 2013).
Véase también, aunque desde una perspectiva más general, Simon, Yves, Philosophy of
Democratic Government (University of Notre Dame Press, 1993).
[←33]
Véase, por ejemplo, la aproximación de Benedicto XVI: “El principio de subsidiariedad debe
mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la
subsidiariedad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que
la solidaridad sin la subsidiariedad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado”
(Caritas in Veritate, nº 58; destacado en el original).
[←34]
“De esta honda raíz filosófica recoge su savia la teoría del ‘subsidiarismo estatal’. Si el
hombre es el centro y fin de toda la sociedad, las asociaciones en que se agrupe solo tienen por
campo específico de acción aquél que el hombre no puede desarrollar por sí solo. Esta ley rige,
por analogía, entre las mismas sociedades o asociaciones. Así, el Estado es subsidiario no solo
respecto del hombre en cuanto tal, sino también respecto de la familia, de los municipios, de
los gremios y de todas las llamadas ‘sociedades intermedias’. En el respeto y la adhesión a este
principio reside la única posibilidad de conformar una sociedad realmente orgánica”. Guzmán,
Jaime, “El miedo y otros escritos”, en Estudios Públicos, nº 42 (1991), 251-570, p. 256.
Nótese que es tal el rechazo guzmaniano a todo tipo de estatismo que queda muy cerca de
premisas individualistas (aunque sea de modo inconsciente, pues no parece ser esa su
intención). ¿Qué tipo de acciones puede, en rigor, realizar el hombre “por sí solo”? Sobre los
presupuestos individualistas presentes, desde muy temprano, en el pensamiento de Guzmán,
ver Cristi, Renato, El pensamiento político de Jaime Guzmán, 59-68.
[←35]
Guzmán, Jaime, “El miedo y otros escritos”, 295-296. Guzmán parece tomar estas ideas de
Pablo Rodríguez Grez, ver su libro Entre la democracia y la tiranía (s/e, 1972), 110-121.
Sobre esto, ver también el trabajo de Verónica Valdivia, El golpe después del golpe, 374-375.
Cabe señalar que son exactamente las ideas formuladas en 1972 por Rodríguez Grez y
Guzmán las que están detrás del estatuto social de la empresa, impulsado por Díaz Estrada y
(según vimos) bloqueado luego por Sergio Fernández —este último, muy cercano a Guzmán
—. De hecho, Rodríguez Grez sigue teniendo idéntico discurso en 1989, cuando intenta
elaborar su propia alternativa política. Ver Vásquez, Luciano, Transición a la chilena
(Santiago: Dirección Biblioteca Archivos y Museos, 1989), 138 y 142-143)
[←36]
Sobre este punto, ver su discusión con Enrique Pascal (sesión nº 27 de la CENC del 28 de
marzo de 1974).
[←37]
Ver sesión n. º 209 de la CENC, 11 de mayo de 1976.
[←38]
Ver Petersen, Matías, “Subsidiariedad, liberalismo y el régimen de lo público”, en Ortúzar,
Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado, 139-167.
[←39]
Ver, por ejemplo, las sesiones de la CENC nº 143 (5 de agosto de 1975), nº 187 (10 de marzo
de 1976), nº 192 (23 de marzo de 1976) y nº 205 (28 de abril de 1976), en las cuales Guzmán
explicita sus puntos de vista en estas materias.
[←40]
No es claro el momento en que Guzmán adhiere al liberalismo económico. Durante el
gobierno de la Unidad Popular, Guzmán se acerca a los economistas liberales. Ver Arancibia,
Patricia y Francisco Balart, Sergio de Castro. El arquitecto del modelo económico chileno
(Santiago: Biblioteca Americana, 2007), 156, y Gárate, Manuel, La revolución capitalista de
Chile, 144-154. En cualquier caso, su adhesión (que nunca fue total) al programa liberal
parece haberse producido más tarde, hacia 1975 (Vial, Gonzalo, Pinochet, La biografía, 373).
Como fuere, y valga la insistencia en este punto, estos cambios solo pueden ser comprendidos
a la luz de un contexto polémico: la primera intuición de Guzmán es la oposición frontal a
todo tipo de marxismo. Luego, simplemente va eligiendo los mejores instrumentos para servir
ese objetivo. Lo dicho hasta acá implica que es inútil buscar en Guzmán algo así como una
reflexión sistematizada, porque su respuesta es política. Nada de raro entonces que Guzmán
también haya rescatado por momentos la “subsidiariedad positiva” (la discusión sobre este
punto es recurrente; ver, por ejemplo, Jaraquemada, Jorge, “Guzmán y los intelectuales”, en El
Mercurio, 1 de abril de 2016); y que se haya encargado de marcar sus distancias con Hayek
cuando éste visitó Chile (ver “La fuerza de la libertad”, entrevista a Hayek efectuada en
Santiago el 24 de abril de 1981, en Realidad, nº 24, 27-35). Con todo, si Guzmán insiste
mayormente en la “subsidiariedad negativa” (con los debidos matices) es básicamente porque
eso le permite converger con los economistas, que son pieza indispensable de su diseño
político (convergencia que ha sido la clave doctrinaria de la UDI). No hay en Guzmán una
respuesta teórica desvinculada de la praxis política. En cualquier caso, es innegable que la
falta de una edición de los textos completos de Guzmán hace más difícil la tarea de especificar
mejor estos asuntos (para todo esto, ver Mansuy, Daniel, “Notas sobre política y
subsidiariedad en Jaime Guzmán”, Revista de Ciencia Política, en prensa).
[←41]
Fragmentos acerca del fin del mundo, 88.
[←42]
Sobre la disputa entre Guzmán y Contreras, ver Salazar, Manuel, Las letras del horror. Tomo I:
la DINA (Santiago: LOM, 2011), 257-261.
[←43]
Desde luego, los mecanismos supramayoritarios son propios de cualquier democracia
constitucional sana. El problema no es tanto su existencia, sino su multiplicación, variedad e
intensidad. Ver García, José Francisco, “Minimalismo e incrementalismo constitucional”, en
Revista Chilena de Derecho, vol. 41 n° 1 (2014), 294.
[←44]
Jaime Guzmán afirma desde muy temprano, en el memorándum al que aludimos más arriba,
que el retorno a la democracia deberá efectuarse siguiendo las reglas de la democracia
occidental.
[←45]
Montesquieu, El espíritu de las leyes, XI, 6.
[←46]
Sobre esto, ver Mansuy, Daniel, “Liberalismo y política. La crítica de Aron a Hayek”, en
Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado, 53-75.
[←47]
“Si queremos una democracia auténticamente libertaria, y no estatista o socializante, es
menester arraigar en los chilenos el ejercicio de las libertades económico-sociales,
identificadas con los derechos cotidianos que más gravitan en la efectiva decisión de cada
persona respecto de su destino personal y familiar. El ejercicio por varios años de aquellos
espacios de creciente libertad que el actual gobierno ha generado en el ámbito educacional, de
la salud, de la libertad de trabajo y sindicación, de la previsión social y, en general, de todas las
actividades económicas o empresariales, resulta imprescindible para que ellas se hagan carne
en todos los chilenos, de modo que resulte muy difícil revertimos hacia esquemas estatistas
que supongan cercenar libertades que ya se habrán apreciado e incorporado a su vida por cada
persona” (“El miedo y otros escritos”, 438). También: “Hay otro modo aún más básico de
participar socialmente, pero que no suele valorarse como tal. Me refiero a la participación
individual o familiar. A las múltiples decisiones que cada persona adopta diariamente respecto
de su propio destino personal y familiar” (Guzmán, “Participación. ¿Cuál es su expresión
básica?”, en La Segunda, 3 de abril de 1981. Para todo esto, ver Moncada, Belén, Jaime
Guzmán, 208). Estos textos pueden ayudar a responder una pregunta relevante: ¿en qué
medida las restricciones políticas ideadas por Guzmán deben ser entendidas como temporales,
o inspiradas por cierto espíritu portaliano? El fundador del gremialismo tiende a creer que
dichas restricciones ya no serán sentidas como tales una vez que la libertad económica haya
desplegado todos sus efectos.
[←48]
Un buen testimonio de esa alianza en Matte, Eliodoro (ed.), Cristianismo, sociedad libre y
opción por los pobres (Santiago: Centro de Estudios Públicos, 1988). Ver también el
comentario escrito en 1982 por Arturo Fontaine Talavera al Ensayo histórico de Góngora (“Un
libro inquietante”), donde Fontaine defiende la coherencia del liberalismo económico con la
doctrina tomista. En aquella época, era relevante justificar ese liberalismo en sede católica (el
texto de Fontaine está publicado en las ediciones posteriores del Ensayo). El año 2003, el
mismo CEP organizó un coloquio a partir de la siguiente pregunta: ¿Se puede ser liberal y
católico?: el eje ya se había modificado profundamente; los textos presentados en el seminario
pueden encontrarse en Estudios Públicos, nº 93 (2000).
[←49]
Ver Guzmán, Jaime, “El miedo y otros escritos”, 297, 300 y 460.
[←50]
Ver Godoy, Óscar, “La transición chilena a la democracia: pactada”, en Estudios Públicos, nº
74 (1999), 79-106, p. 93. Para todo esto, ver también el imprescindible libro de Alfredo
Jocelyn-Holt El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al avanzar sin parar (Santiago:
Planeta, 1999).
[←51]
El libro indignado de Felipe Portales encarna a la perfección este segundo sentimiento: Chile:
una democracia tutelada (Santiago: Sudamericana, 2000). Carlos Ominami es otro de los
representantes de esta sensibilidad, aunque más moderado: “[La] transición, hay que
reconocerlo, enfrentaba un límite difícil de remover, resultado de la decisión política de haber
confrontado al régimen militar dentro de sus propias reglas. Esto hizo que, a diferencia de
otros procesos, como el argentino, las Fuerzas Armadas chilenas no tuvieran que
desenvolverse en la condición de fuerzas derrotadas, propia de otras transiciones. Esta suerte
de empate marcaría fuertemente la transición desde los inicios. Sería, sin embargo, impropio,
asumir estas limitaciones como algo inamovible. La verdad es que los acontecimientos
pudieron haber sido distintos, con una dirección política menos traumatizada por los diecisiete
años de dictadura y con algo menos de aversión al riesgo y de disposición a una mínima
intransigencia democrática. Esta mezcla de debilidad e ingenuidad terminaría pagándose
caro”. En Ominami, Carlos, Secretos de la Concertación. Recuerdos para el futuro (Santiago:
La Tercera Ediciones, 2011), 115; ver también Maira, Luis, La transición política chilena, 44-
45.
[←52]
Según relata Gonzalo Vial, tras los primeros éxitos de las protestas de 1983, sus organizadores
“se hallaban eufóricos”. Incluso, sigue, “quienes, entre ellos, repudiaban la desatada violencia
nocturna, creían hallar a su alcance paralizar de manera pacífica Chile, sumiéndolo en una
ingobernabilidad (Andrés Zaldívar dixit) que forzara la salida incruenta —o relativamente
incruenta— de Pinochet” (Pinochet, 487; ver también 479-480).
[←53]
Recordemos algunas declaraciones de Jarpa al día siguiente de haber jurado, dirigidas
directamente contra los Chicago boys: “Iniciamos una nueva etapa en la conducción
económica del país. Los gremios volverán a tener el significado que siempre han tenido en la
vida de Chile. Una etapa de confusión, de predominio de los sectores financieros, ha
terminado por voluntad del Presidente de la República. No necesitamos recetas de
universidades, ni de gobiernos, ni de partidos políticos extranjeros. Como dice Domingo
Durán, ¡aquí vamos a topear con los caballos que tenemos! ¡Y si todos topeamos pa’l mismo
lado, vamos a salir adelante!” (Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 46).
[←54]
Ver Vial, Gonzalo, Pinochet, 490; y Arancibia, Patricia et al., Jarpa. Confesiones políticas
(Santiago: La Tercera Ediciones, 2002), 317 y 320-321, donde el líder de derecha le atribuye la
responsabilidad del fracaso del diálogo a Gabriel Valdés (ver Arancibia, Patricia, Cita con la
historia, 570).
[←55]
Moulian, Tomás, “El régimen militar. Del autoritarismo a la transición a la democracia”, en
Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del régimen militar, 251-260, 256. Ver también, del
mismo autor, Chile actual. Anatomía de un mito (Santiago: LOM, 1997), tercera parte.
Edmundo Eluchans lo explicaba así: “El mérito de la oposición es haber remecido el árbol; el
error es querer botarlo”, en Allamand, Andrés, La travesía del desierto (Santiago: Aguilar,
1999), 46; ver también 66.
[←56]
Jocelyn-Holt, Alfredo, et al., Historia del siglo XX chileno (Santiago: Sudamericana, 2001),
330. Esto también da cuenta de la habilidad de Pinochet, que más tarde calificaría el ministerio
Jarpa de “juego de piernas” (Allamand, 82); Edgardo Boeninger habla de un “interludio
populista”, en Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad (Santiago: Andrés
Bello, 1997), 304.
[←57]
Ver Fontaine T., Arturo, “Revolución desde arriba y mediación horizontal: el caso de la
transición chilena a la democracia”, en Berger, Peter (ed.), Los límites de la cohesión social.
Conflicto y mediación en las sociedades pluralistas (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999),
227-259, p. 231; y Maira, Luis, La transición política chilena, 43 (“La transición chilena se
explica no por la falta de coraje de los líderes sociales y políticos chilenos, sino más bien por
la fortaleza enorme de esta dictadura que fue capaz de desbaratar diversos, valiosos y heroicos
esfuerzos que hizo el mundo social”).
[←58]
VV. AA., El futuro democrático de Chile. Cuatro visiones políticas (Santiago: CED, 1985),
111.
[←59]
El futuro democrático de Chile, 111-113.
[←60]
Otano, Rafael, Crónica de la transición (Santiago: Planeta, 1995), 31.
[←61]
Cavallo, Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja. 14 lecciones de la vida
política de Patricio Aylwin (Santiago: Uqbar, 2013), 134.
[←62]
Varas, José, y Ana María Torres (eds.), Una salida político-constitucional para Chile
(Santiago: ICHEH, 1985), 145.
[←63]
Una salida político-constitucional para Chile, 145.
[←64]
“Un camino como el que sugiero no significa, en modo alguno, que la disidencia entre en el
sistema” (Una salida político-constitucional para Chile, 148). Lo paradójico es que Aylwin
sugiere precisamente que es indispensable entrar en el sistema para oponerse a él.
[←65]
Ver la entrevista a Aylwin de octubre de 1984 en revista Apsi, nº 154, 15 de octubre de 1984,
donde el líder falangista explicita su posición respecto del PC (“El pacto debe ser suscrito por
quienes quieran vivir en democracia”).
[←66]
Gutenberg Martínez insiste en plantear así el dilema en agosto de 1984: paz o violencia
(Gutenberg Martínez, “Las definiciones políticas e institucionales”, en El futuro democrático
de chile, 57-75).
[←67]
Aylwin, Patricio, “Comentario”, en El futuro democrático de Chile, 160.
[←68]
Sobre este tema, ver Larraín, Hernán, y Ricardo Núñez (eds.), Las voces de la reconciliación
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2013); particularmente los artículos de José
Joaquín Brünner y Francisco Javier Urbina.
[←69]
Aylwin, Patricio, El futuro democrático de Chile, 159. También: “no hay verdadero gobierno
representativo en un sistema como el que programa esa Constitución, en que dos organismos
burocráticos generados sin ninguna intervención del pueblo, el TC y el Cosena, tienen
atribuciones que prevalecen sobre las de cualquiera otra autoridad, incluso sobre el Jefe de
Estado, sobre el Congreso Nacional y sobre la Corte Suprema, convirtiéndose de este modo en
los supremos árbitros de la vida nacional” (Una salida político constitucional para Chile,
151).
[←70]
Boeninger, Edgardo, Democracia en Chile, 328-330. A esto hay que sumar la expresa
voluntad de romper con los tradicionales tres tercios, a partir de una gran alianza de centro
izquierda (esto ya lo ve claramente, por ejemplo, el socialista Ángel Flisfisch a principios de
1984 (ver “Con utopías no se hace política”, en revista Apsi, nº 137, 21 de febrero de 1984).
[←71]
Sobre el modo en que esta tesis se impuso en el mundo socialista, ver Ominami, Carlos,
Secretos de la Concertación, 200-201; ver también Arancibia, Patricia, Cita con la historia,
576.
[←72]
Moulian, Tomás, “El régimen militar. Del autoritarismo a la transición a la democracia”, en
Vial, Gonzalo (ed.), Análisis crítico del régimen militar, 259.
[←73]
“La Constitución era más que clara al señalar que el Tribunal debía entrar en funciones para la
primera elección de parlamentarios, esto es, después del plebiscito presidencial. Ello
significaba, ni más ni menos, que este plebiscito, al igual que el del año 1980, se efectuaría sin
registros electorales, el más elemental requisito para hacer confiable cualquier acto electoral.
Después de varias discusiones en las comisiones legislativas, así lo determinó la Junta de
Gobierno. Sin embargo, se topó con un obstáculo imprevisto que, pese a los denodados
esfuerzos que personeros del régimen efectuaron, fue imposible remover. A un miembro del
Tribunal Constitucional [Eugenio Valenzuela] que debía revisar la ley, se le puso entre ceja y
ceja que ello no podía ser y estirando con elástico las normas constitucionales, se las arregló
para redactar y aprobar un fallo (apenas cuatro a tres) ordenando que el plebiscito se efectuara
con registros electorales”, en Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 105; ver también la
explicación de Patricio Zapata en Justicia constitucional. Teoría y práctica en el derecho
chileno comparado (Santiago: Editorial Jurídica, 2008), 203-209.
[←74]
Ver Otano, Rafael, Crónica de la transición, 44; y la interesante tesis de Samuel Valenzuela
“La Constitución de 1980 y el inicio de la redemocratización en Chile”, Working Paper n°
242, Universidad de Notre Dame, Kellogg Institute, 12 y ss.
[←75]
Otano, Rafel, Crónica de la transición, 99-100.
[←76]
Huneeus, Carlos, El régimen de Pinochet, 611; ver también Valenzuela, Samuel, “La
Constitución de 1980 y el inicio de la redemocratización en Chile”, 35-37.
[←77]
Cavallo, Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja, 140, y Aylwin, Patricio, El
reencuentro de los demócratas: del golpe al triunfo del No (Santiago: Ediciones B, 1998), 265.
[←78]
Supresión del artículo octavo; supresión de las inhabilidades político-sindicales; supresión de
la facultad presidencial de disolver la cámara baja; incorporar al contralor como miembro del
Cosena para equilibrar en él al número de civiles y uniformados; aumentar los senadores
elegidos para disminuir el peso proporcional de los designados, entre otras (Vial, Gonzalo,
Chile. Cinco siglos de historia, 1.354).
[←79]
Allamand, Andrés, La travesía del desierto, 180; esto es quizás lo que más indigna a Felipe
Portales (Chile. Una democracia tutelada, capítulos 2 y 3).
[←80]
Ominami, Carlos, Secretos de la Concertación, 113.
[←81]
Otano, Rafel, Crónica de la transición, 114-116.
[←82]
“Aunque probablemente no habrá nunca un reconocimiento formal de parte de Carlos Cáceres,
el principal negociador de Pinochet, este terminó su cometido con la convicción total de que lo
que había tenido enfrente eran negociadores débiles, que no habían puesto en tensión toda la
fuerza de la movilización democrática de amplísimos sectores de la ciudadanía” (Ominami,
Carlos, Secretos de la Concertación, 112). De algún modo, Boeninger le da la razón a
Ominami. Cuando Patricia Arancibia le pregunta cuáles fueron las concesiones de la
Concertación en la negociación con Cáceres, la respuesta es la siguiente: “En realidad, nada.
¿Qué podíamos ceder si la Constitución era un hecho, estaba vigente y se aplicaba (…)?
Algunos de nosotros se resistían a aceptar un acuerdo (…) En el fondo se resistían a aceptar la
realidad. Pero el argumento que les dijimos fue, miren, si nosotros no aceptamos esto y
ganamos las elecciones y nos instalamos en La Moneda, para alcanzar lo que ahora se nos
ofrece tendríamos que salir a la calle de nuevo, y hacer una movilización social para cambiar
la Constitución, y si no fuimos capaces de lograrlo en la etapa más épica del enfrentamiento
político, menos lo vamos a hacer cuando la gente lo que va a querer es que les resuelvan sus
problemas”, en Arancibia, Patricia, Cita con la historia (Santiago: Biblioteca Americana,
2006), 576. De algún modo, en este desacuerdo original entre los mundos de Boeninger y de
Ominami están contenidas las dificultades de la Concertación.
[←83]
Lo más llamativo es que Pinochet vaciló mucho sobre este punto, e incluso Cáceres estuvo a
punto de salir del ministerio al percibir que las negociaciones que llevaba no tenían respaldo:
en un principio, el general parece haberse negado a cualquier tipo de concesión, para luego
convencerse de su utilidad. Tampoco cabe descartar que se tratara de una maniobra para
mejorar (aún más) su posición negociadora. Fernando Matthei, miembro de la Junta en la
época, atribuye al almirante Merino el haber convencido a Pinochet de seguir avanzando en la
reforma. Ver Arancibia, Patricia, e Isabel de la Maza, Matthei. Mi testimonio (Santiago: La
Tercera Ediciones, 2003), 413; y Arancibia, Patricia, Cita con la historia, 521. Sobre las
negociaciones para la reforma, ver Godoy, Óscar, “La transición chilena a la democracia:
pactada”.
[←84]
Cavallo, Ascanio, La historia oculta de la transición (Santiago: Grijalbo, 1998), 161; Cavallo,
Ascanio, y Margarita Serrano, El poder de la paradoja, 47; Arancibia, Patricia, Cita con la
historia, 577. Existe también otra posibilidad sobre todo este proceso, que es más
maquiavélica, pero no por eso falsa: puede pensarse que Edgardo Boeninger se sentía muy
cómodo con los cerrojos, porque le daban un argumento muy poderoso para enfrentar al ala
más radical de la Concertación (de hecho, también le convenía la presencia de Pinochet en la
Comandancia en Jefe). Todo esto es coherente, como veremos luego, con su diseño general.
[←85]
Cavallo, Ascanio, La historia oculta de la transición, capítulo 3.
[←86]
De hecho, los partidos que apoyaban el consenso fueron mayoritarios en esos primeros años de
la transición.
[←87]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo, 227.
[←88]
Lahera, Eugenio y Cristián Toloza, “Balance y perspectivas de la Concertación”, en Lahera y
Toloza (eds.), Chile en los noventa (Santiago: Presidencia de la República, 1998), 705-720, p.
709.
[←89]
“A fines de junio [de 1994], en una de las circunspectas sesiones de gabinete donde el
Presidente suele leer algunos documentos, Genaro Arriagada presenta una exposición sobre la
orientación general del gobierno. Se trata, dice, de no insistir más en los temas de la transición
y asumir el desafío de la modernización, un objetivo con el que este gobierno llevará al país de
la mano hacia el siglo XXI. En verdad, se trata de un esfuerzo por dar una mística a los
alicaídos componentes del gabinete; el propósito heroico, cree Arriagada, puede ser sustituido
por una épica de las realizaciones. El aire moral de los primeros años de la Concertación puede
ser cambiado por la ética mesiánica de una nación que progresa” (Cavallo, La historia oculta
de la transición, 256; ver también Ominami, Carlos, Los secretos de la Concertación, 154).
[←90]
Otano, Rafael, Crónica de la transición, 235 (“El éxito de esa desmovilización inducida fue
más allá de lo deseado”). También: “La gestión posterior de los gobiernos de la Concertación
no ha hecho otra cosa que corroborar este propósito matriz. En concreto, el oficialismo
concertacionista, a fin de cumplir su parte en los acuerdos, se ha empeñado todos estos años en
desmovilizar a la ciudadanía” (Jocelyn-Holt, Alfredo et al., Historia del siglo XX chileno,
339).
[←91]
Boeninger, Edgardo, Democracia en Chile, 368-369 (el destacado es nuestro).
[←92]
Frei no quiere problemas en su gobierno, y Lagos no quiere turbulencias en su anhelado
camino a La Moneda (ver Ominami, Carlos, Los secretos de la Concertación, 106).
[←93]
“Las movilizaciones son el resultado de 20 años donde —de una u otra manera— se impidió
hacer lo que debía hacerse. Aquí tenemos una camisa de fuerza en nuestro sistema
institucional, y eso es porque durante 20 años no se pudo hacer lo que al menos nosotros
pensábamos que había que hacer: cambiar un sistema binominal (…) [La derecha impidió
hacer] lo que debía hacerse (…) Ese es el veto de la derecha” (La Tercera, “Las
movilizaciones son una oportunidad para terminar con un veto de 20 años de la derecha”, 7 de
agosto de 2011; volveremos sobre el problema del binominal, que es crucial para comprender
todo esto). Lagos también abjuró de la reforma constitucional de 2005, que lleva su firma:
aunque dijo en su momento que ese texto constitucional era plenamente democrático (“este es
un día muy grande para Chile. Tenemos razones para celebrar. Tenemos hoy por fin una
Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile, es
nuestro mejor homenaje a la independencia, a las glorias patrias, a la gloria y a la fuerza de
nuestro entendimiento nacional (…) hoy despunta la primavera en el país”, El Mercurio, 18 de
septiembre de 2005). Más tarde cambió de opinión, sin ofrecer razones contundentes. Cabe
añadir que, en un texto escrito en 1998, Joaquín Fermandois decía que “el peor panorama que
podría acaecer sobre el país sería que su clase dirigente llegara a avergonzarse de lo alcanzado
en su esencia, y no solo de las lacras identificables”, que es precisamente lo que ocurrió a
partir de 2011 (Fragmentos acerca del fin del mundo, 173).
[←94]
El Príncipe, XV.
[←95]
Ver Ruiz-Tagle, Pablo, y Renato Cristi, El constitucionalismo del miedo. Propiedad, bien
común y poder constituyente (Santiago: LOM, 2014).
[←96]
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 7.
[←97]
Larraín, Luis, El regreso del modelo, 25.
[←98]
Oppliger, Marcel, y Eugenio Guzmán, El malestar de Chile. ¿Teoría o diagnóstico?, 9. Para
todo esto, ver las agudas críticas de Hugo Herrera a los libros de Larraín y de Oppliger-
Guzmán, La derecha en la crisis del Bicentenario (Santiago: UDP, 2014), 160-165 y 172-181.
[←99]
Para todo esto, ver por ejemplo Hayek, Friedrich, “The Facts of the Social Sciences”, en
Ethics, nº 54 (1943), 1-13.
[←100]
En ese sentido, es llamativa la siguiente afirmación del libro sobre el sistema binominal: “Por
ejemplo, el debate sobre la idoneidad del sistema electoral binominal ¿refleja una crisis de la
democracia o, por el contrario, confirma la posibilidad siempre abierta de perfeccionarla a
través del debate informado y la negociación política? Un perfeccionamiento demostrado,
entre otras cosas, en la eliminación (tal vez tardía, pero definitiva) de fórmulas institucionales
heredadas del gobierno militar”, 78. Desde luego, en 2012 (año de publicación del libro) el
binominal todavía no había sido eliminado, pero el problema es precisamente si acaso el
sistema político permitía ese tipo de discusiones, y si la derecha estuvo dispuesta a entrar
honestamente en ellas. La aceptación posterior a la crisis de ese tipo de reformas es, desde
luego (y como lo reconocen los autores), tardía, y eso tiene efectos políticos que no pueden
obviarse.
[←101]
Ver el informe del PNUD de 2012 que se refiere al tema, disponible en el vínculo siguiente:
http://www.cl.undp.org/content/chile/es/home/library/human_development/publication_3/.
[←102]
La descripción más precisa (y sintética) de la crisis de la derecha puede encontrarse en la
columna de Pablo Ortúzar “Almas vacías” (La Tercera, 9 de marzo de 2016).
[←103]
“Lo que hace falta en toda América Latina, especialmente en Chile, es un programa
genuinamente liberal con capacidad de proyectarse políticamente. Un núcleo de ideas capaces
de contrarrestar el asalto igualitarista-populista que hoy nos está hundiendo en la mediocridad
(…) Desgraciadamente, muy pocos creen en esos valores (…) Hay, a lo sumo, frente al
proyecto igualitarista de la izquierda, un ingenieril concepto de eficiencia, como si la libertad
fuera deseable en la medida en que la eficiencia lo permite”, en La tiranía de la igualdad
(Santiago: Ediciones El Mercurio, 2015), 234.
[←104]
“Los que queremos preservar y profundizar la libertad, por lo tanto, no podemos eludir nuestro
deber más fundamental: contraatacar” (Kaiser, Axel, La tiranía de la igualdad, 25).
[←105]
La tiranía de la igualdad, 136.
[←106]
Ver Nozick, Robert, Anarquía, Estado y utopía (Ciudad de México: Fondo de Cultura
Económica, 1988).
[←107]
José Ramón Valente comete errores análogos al de Kaiser: en su descripción, el mercado es el
reino armónico de las decisiones libres de cada individuo, sin considerar nunca las dificultades
que naturalmente introduce la monetarización. Ver La rebelión del sentido común. Por qué la
gente sabe más que los economistas y los políticos (Santiago: RIL editores, 2015).
[←108]
Sobre esto, ver la reseña de Pablo Ortúzar a La tiranía de la igualdad, disponible en:
http://ellibero.cl/opinion/la-tirania-de-la-igualdad/.
[←109]
La tiranía de la igualdad, 86-87.
[←110]
Ver Polanyi, Karl, La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro
tiempo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2004); y Mansuy, Daniel, “Historia
y política en el pensamiento de Friedrich Hayek. Una aproximación a Law, Legislation and
Liberty”, en ESE, Cuadernos de empresa y humanismo, 2015.
[←111]
Sobre el origen y los antecedentes del malestar, resulta muy interesante leer el texto de Carlos
Catalán y Jorge Manzi, publicado en 1998, donde describen algunas manifestaciones
incipientes de todo esto, aunque nadie parece haberlos tomado muy en serio: “La variante
moderada de opinión negativa prevalece en los sectores bajos y en parte importante de los
sectores medios. Básicamente, ella se articula en torno a la percepción dominante de que en el
país aún subsisten elevados niveles de pobreza y de desigualdad que no se condicen con el
desarrollo y el crecimiento alcanzado en el último tiempo (…) Debe dejarse en claro que en
esta variante de opinión se reconoce el progreso y crecimiento del país (…) Sin embargo, la
admisión de este crecimiento no ha implicado para estos grupos cambiar el juicio global sobre
la situación económica del país, en la medida que perciben que el mayor progreso y
crecimiento solo beneficia a la minoría más privilegiada de la sociedad (…) Otro factor que
incide (…) es la percepción que se tiene del consumo y del endeudamiento (…) Finalmente, en
lo que concierne a los actores, los sectores que expresan esta visión reclaman un papel más
activo del Estado y del gobierno en el quehacer económico (…); en relación con los
empresarios, si bien aceptan su papel central en el desenvolvimiento del país, critican su falta
de sensibilidad social”. Ver “Los cambios en la opinión pública”, en Lahera y Toloza (eds.),
Chile en los noventa, 523-555, p. 532.
[←112]
Ver la columna de Héctor Soto “¿Hasta aquí no más llegamos?”, en La Tercera, 9 de julio de
2011.
[←113]
Para todo esto, ver Auth, Pepe, “El sistema electoral chileno y los cambios necesarios”, en
Hunneus, Carlos (ed.), La reforma al sistema binominal en Chile: propuestas para el debate
(Santiago: Catalonia, 2006), 155-184 (“Lo ocurrido en las cinco elecciones de diputados desde
1989 al 2005 nos muestra que la Alianza está solo levemente más sobrerrepresentada que la
Concertación”, 161). Aunque es verdad que el binominal tendía a cierto empate, tampoco
puede olvidarse que garantiza la totalidad de los escaños a repartir a la lista que obtenga más
de dos tercios de los votos en algún distrito. En cualquier caso, quizás su principal efecto
político fue trasladar la competencia al interior de cada bloque: en el binominal, el adversario a
vencer está mucho más dentro que fuera.
[←114]
El caso de Mitterrand es quizás el más emblemático: llegó al poder en 1981 envuelto en un
halo místico y con la promesa de cambiar el mundo. Sin embargo, al poco andar debió
renunciar y acomodarse a las exigencias prosaicas de todo gobierno.
[←115]
Esto explica el fulminante éxito de MEO en 2009: su promesa —tan adolescente como
atractiva— consistía precisamente en romper esas barreras invisibles.
[←116]
Cabe recordar que, en su primer mandato, Michelle Bachelet quiso modificar el sistema
binominal y nombró incluso una comisión —presidida por Edgardo Boeninger— para estudiar
el tema, de la que surgió una propuesta en agosto de 2006. Sin embargo, el proyecto se
encontró con una férrea oposición al interior de la Concertación: sus propios parlamentarios se
negaron a ceder cuotas de poder electoral (pues la propuesta implicaba modificar el diseño de
los distritos). Esto provocó la indignación del entonces diputado Álvaro Escobar, que renunció
al PPD por este motivo. Lo explicaba así: “La propuesta era cambiar parte de los distritos para
que la misma torta se repartiera entre más actores. Y la bancada se opuso por lo mismo que
fracasó la inscripción automática y el voto voluntario: porque significaba cambiar tu padrón
electoral, tu ‘cartera de clientes’, y empezar a competir por una demanda que no tienes
captada. La discusión fue bien vulgar, del tipo: yo no conozco esa comuna, he hecho todo mi
trabajo en esta otra, no puede ser” (The Clinic, 20 de agosto de 2008). Sin ir más lejos, cuando
finalmente el gobierno obtuvo los votos para la tan esperada reforma a la ley electoral, ésta no
hizo sino respetar la repartición de la torta anterior, manteniendo la idea de la “cartera de
clientes”: en ningún punto, los nuevos distritos significaron la división de las comunas de los
distritos anteriores. En algunos casos, los nuevos distritos o circunscripciones fueron la copia
calcada de los anteriores (muchas veces con aumento de parlamentarios electos) y, en otros,
fueron la suma de dos o tres distritos antiguos. Así se le aseguró, a cada parlamentario en
ejercicio, que al menos no perdería a su “clientela”. Dicho sea de paso, es posible que la
reforma al binominal agudice la crisis: al agrandar groseramente los distritos, los
representantes quedarán más lejos de los representados, y las campañas serán más caras.
[←117]
Ricardo Lagos había tenido una mayoría más frágil, porque dependía de senadores designados
nombrados por la Corte Suprema.
[←118]
Los alcaldes, al ser elegidos en un sistema uninominal, constituyen una excepción en este
sentido.
[←119]
Sobre la derecha chilena, ver Correa, Sofía, Con las riendas del poder. La derecha chilena en
el siglo XX, Sudamericana, 2004.
[←120]
Sobre la mesa de diálogo, ver Zalaquett, José, “La mesa de diálogo sobre derechos humanos y
el proceso de transición política en Chile”, en Estudios Públicos, nº 79 (2000), 5-30. En la
misma edición de la revista Estudios Públicos hay interesantes entrevistas a dos actores
destacados de la mesa, Pamela Pereira y el brigadier general Juan Carlos Salgado.
[←121]
Fragmentos acerca del fin del mundo, 89.
[←122]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia (Barcelona: Orbis, 1968), vol. 1,
175-176.
[←123]
Quien quiera detenerse en el punto, puede dar una mirada a los libros que intentaron justificar,
en términos relativamente masivos, el “modelo” chileno: Lavín, Joaquín, La revolución
silenciosa (Santiago: Zig-Zag, 1988); Larraín, Luis y Joaquín Lavín, Chile. Sociedad
emergente (Santiago: Zig-Zag, 1989); y Benítez, Andrés, Chile al ataque (Santiago: Zig-Zag,
1991). En estos textos hay un esfuerzo persuasivo por mostrar que Chile se convertía en un
país próspero, feliz y lleno de armonía. Sin embargo, no hay allí mayor conciencia de las
tensiones producidas por ese progreso y, sobre todo, no hay tampoco una argumentación
propiamente política ni medianamente sofisticada que permitiera justificar ese orden. A la
larga, esa falta de auténtica justificación intelectual le terminaría costando muy caro a la
derecha. Para explicarlo en términos gráficos: esos libros le daban la razón, sin ser muy
conscientes de ello sus autores, a la acidez presente en la canción “Lo estamos pasando muy
bien”, de Los Prisioneros, que ironiza brutalmente esa autocomplacencia.
[←124]
Polanyi, Karl, La gran transformación.
[←125]
Un panorama crítico e interesante del Chile post liberalización económica y sus efectos sobre
las distintas capas sociales en Ruiz, Carlos, y Giorgio Boccardo, Los chilenos bajo el
neoliberalismo. Clases y conflicto social, Nodo XXI, 2014.
[←126]
Esto también puede explicar, al menos parcialmente, el éxito de los movimientos sociales.
Mientras la experiencia en el sistema económico suele ser anónima —pues tiende a no
considerar la individualidad—, los movimientos dan un espacio para existir, para pesar, para
mostrar que es posible incidir, aunque fuera indirectamente.
[←127]
Esto es explícito en el pensamiento de Hayek, quien considera que la gran virtud del mercado
es permitir a los hombres perseguir pacíficamente fines diversos (sobre este punto, ver
Mansuy, Daniel, Historia y política en el pensamiento de Friedrich Hayek).
[←128]
Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII-IX.
[←129]
“Actuar en lo privado de manera absolutamente apolítica, sin conciencia ciudadana, acaba
siempre incrementando la necesidad de medidas públicas de control y fiscalización de lo
privado. Contra sus propias expectativas, el orden liberal tiene una endémica tendencia hacia
su progresiva burocratización”, en Cruz Prados, Alfredo, Ethos y Polis. Bases para una
reconstrucción de la filosofía política (Pamplona: Eunsa, 1999), 302.
[←130]
Es el caso de Ximena Rincón, pero es uno entre muchos.
[←131]
Esto se ha visto agravado con el destape de casos de financiamiento irregular de la política.
[←132]
Camus, Albert, La chute, en Œuvres complètes, vol. III, 722.
[←133]
Sobre este problema, ver Marx, Karl, La ideología alemana (Madrid: Emesa, 1976).
[←134]
Ver, por ejemplo, los clásicos trabajos de Jean Baudrillard, La société de consommation (París:
Gallimard, 1996), y de Thorsten Veblen, The Theory of the Leisure Class (Oxford: Oxford
University Press, 2009).
[←135]
Es el título de su prólogo a Atria, Fernando, La mala educación. Ideas que inspiran al
movimiento estudiantil en Chile (Santiago: Catalonia-Ciper, 2012).
[←136]
Atria, Fernando, Mercado y ciudadanía en la educación (Santiago: Flandes Indiano, 2007).
[←137]
La mala educación, 29. Un poco más tarde: “Los cerrojos que han mantenido en la derecha el
poder han sido eficaces para salvaguardar el orden de Pinochet por veinte años, y es probable
que sigan siéndolo por algún tiempo, hasta que la negatividad del pueblo actuando sin
mediación institucional alcance una magnitud tan intensa que ninguna regla será capaz de
resistirle. Entonces la verdad se vengará” (el destacado es nuestro), 30.
[←138]
Atria, Fernando, Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público (Santiago:
LOM, 2014), 15.
[←139]
Ética a Nicómaco, 1094b, 19-26. Ver Aubenque, Pierre, La prudencia en Aristóteles
(Barcelona: Grijalbo, 1999) y Vigo, Alejandro, Aristóteles. Una introducción (Santiago:
Instituto de Estudios de la Sociedad, 2007).
[←140]
Derechos sociales, 93. De algún modo, se trata de una reformulación de una vieja idea
marxista: “Por eso la humanidad no se plantea sino los problemas que puede resolver:
considerando las cosas más de cerca se verá siempre que el problema mismo solo se presenta
cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o están en trance de crearse”. Ver
Contribución a la crítica de la economía política (Medellín: Oveja negra, 1971), 10.
[←141]
Kuhn, Thomas, La estructura de las revoluciones científicas (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 1993), 175.
[←142]
Ibid., 244.
[←143]
Reale, Giovanni y Dario Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico (Barcelona:
Herder, 1995), vol. 3, 911.
[←144]
Para una historia del concepto de neoliberalismo —que puede ser muy equívoco—, ver Audier
Serge, Néo-libéralisme(s). Une archéologie intellectuelle (París: Grasset, 2012).
[←145]
Véase Alvarado, Claudio, “Atria, Finnis y Nozick. Una crítica a nuestras prioridades
políticas”, en Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social
dejaron de ser prioridad (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016).
[←146]
A fines de los años noventa, Arnold Harberger (uno de los principales inspiradores de los
Chicago boys) podía decir que el principal éxito del proyecto chileno no era tanto la adopción
del programa por los militares, sino que la Concertación lo prolongara por una década
(Gonzalo Vial, Chile. Cinco siglos de historia, 1.385).
[←147]
Derechos sociales, 97. Y por eso el contenido de los derechos no pueden ser especificados en
abstracto, sino que se desarrollan “en la historia” (65). Más tarde: “la idea de humanidad es
una meta de la historia, una meta cuyo valor no reside en que vaya a ser alcanzada” (73-74).
[←148]
Ibid., 97.
[←149]
Para explicar esto, Atria recurre a la teoría de la evolución de los derechos de T. H. Marshall
(Ibid., 46).
[←150]
Ibid., 16.
[←151]
Ibid., 46. Quizás en el único momento en que Atria enfrenta esta objeción es cuando trata la
noción de “pedagogía lenta”, como camino de aprendizaje de los derechos sociales. Allí Atria
admite que esta idea “parece aludir a una suerte de marcha panglossiana hacia un mundo
mejor”. Sin embargo, la única conclusión que deduce es la siguiente: “Pero precisamente por
eso es importante enfatizar que se trata de una pedagogía lenta, expuesta siempre a ser
secuestrada, usurpada y mal aplicada. La manera más evidente de hacerlo es el apresuramiento
(…), que lleva a ignorar la necesidad de la pedagogía y por eso termina (terminó) en alguna
versión de los socialismos reales” (75). El problema de cierto izquierdismo, según Atria, es
haber visto a esta pedagogía lenta como una cuestión puramente instrumental, sin comprender
que ese camino es parte integral del fin perseguido: no se pueden separar fines y medios. En
este punto, Atria pareciera ser presa de la misma ilusión que Kant, quien afirmó que su nuevo
milenarismo no sería fanático como los anteriores. Kant, Immanuel, Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia (Madrid: Tecnos,
1987), 17-18. Así, cada nueva formulación del progresismo quiere hacernos creer que no caerá
en los pecados del anterior, sin hacerse la pregunta de si acaso esas dificultades no están
inscritas en la configuración de todo progresismo filosófico; en política, la idea según la cual
algunos conocen el futuro y pueden, por tanto, guiarnos en la dirección correcta, suele ser
peligrosa.
[←152]
MacIntyre, Alasdair, Tres versiones rivales de la ética (Madrid: Rialp, 1992), 28.
[←153]
Aron, Raymond, Machiavel et les tyrannies modernes (París: Fallois, 1993), 262.
[←154]
Löwith, Karl, Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la
historia (Buenos Aires: Katz, 2007); Papaioannou, Kostas, La consécration de l’histoire
(París: Ivrea, 1996) y Gray, John, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la
utopía (Barcelona: Paidós, 2008).
[←155]
Ver Strauss, Leo, Derecho natural e historia (Buenos Aires: Prometeo, 2015) y, del mismo
autor, ¿Qué es filosofía política? (Madrid: Alianza, 2014).
[←156]
Atria siempre podrá defenderse arguyendo que su fundamentación está referida a instituciones
y no a ideas. Sin embargo, las instituciones que propone descansan —guste o no— sobre
ciertas ideas destinadas a superar a sus antecesoras.
[←157]
Esto queda claro si consideramos este pasaje: “Visto desde la perspectiva del punto de llegada
(por ahora, el de los derechos sociales), afirmar en el siglo XVIII que los derechos civiles
debían ser respetados era un paso en el camino que llevaba hasta los derechos sociales. Pero
afirmar que los derechos relevantes son solo los civiles hoy, cuando ya hemos avanzado, es en
realidad un retroceso. Una teoría liberal que insiste en que lo político se explica desde lo
prepolítico era un paso adelante cuando el adversario era el absolutismo, pero es un paso atrás
cuando el adversario es la idea de derechos sociales” (Derechos sociales, 99). Hay que mirarlo
todo desde el punto de llegada, que por ahora son los derechos sociales. La humanidad
avanza hacia un mundo mejor. La pregunta es cuál será el punto de llegada final, porque solo
conociéndolo se podrá evaluar globalmente el proceso. Mientras no lo conozcamos, todo esto
guarda más relación con cierta fe de carácter irracional. Por otro lado, el progresismo implícito
hace difícil tomarse en serio los conceptos utilizados, que solo son funcionales a un
determinado momento histórico. Hay algo intelectualmente extraño en esa aproximación, que
pone la filosofía al servicio de un itinerario ignoto.
[←158]
Derechos sociales, 30.
[←159]
Ibid., 45.
[←160]
Ibid., 15.
[←161]
Ibid., 90.
[←162]
Ibid., 25.
[←163]
Ibid., 26.
[←164]
Ibid., 114.
[←165]
Ibid., 60.
[←166]
Ver Derechos sociales, 221; y Atria, Fernando, Guillermo Larraín, José Miguel Benavente,
Javier Couso y Alfredo Joignant, El otro modelo. Del orden neoliberal al régimen de lo
público (Santiago: Debate, 2013), 25 y 35.
[←167]
Derechos sociales, 115.
[←168]
Aquello que Hegel llama sociedad civil (que es distinto a lo que comprendemos hoy con el
término) es una instancia que divide a los particulares, porque allí solo vale el interés privado
y egoísta de los individuos: funcionan como átomos separados, que no constituyen una
comunidad donde prima la deliberación, sino que es un “Estado externo”, condenado a la
dislocación por su contingencia extrema. Ver Principios de la filosofía del derecho (Barcelona:
Edhasa, 1998), § 183 y 185; ver también Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Madrid:
Alianza, 1999), § 523. El Estado es, por su parte, “la efectividad de la idea ética” (§ 257), “lo
racional en sí y por sí” (§ 258) y “la marcha de Dios en el mundo que hace que el Estado
exista” (§ 258, add.). En definitiva, el Estado, en su versión afirmativa, es “la idea universal en
tanto que género y potencia absoluta al encuentro de Estados individuales, es el espíritu que da
su efectividad en el proceso de historia del mundo” (§ 259, el destacado es de Hegel). Nada de
raro, en ese contexto, que el Estado deba ser venerado como algo divino (§ 272, add.). Desde
luego, Atria no identifica sin más al Estado con el Régimen de lo Público (lo Público no es lo
estatal, sino lo uniformado por rigurosas reglas dictadas por el Estado), pero al final este
último se define por su oposición a lo particular.
[←169]
Una perspectiva distinta en Bruni, Luigino, La ferita dell’altro. Economia e relazioni umane
(Trento: Il Margine, 2007). Bruni es consciente de que el mercado tiende a erosionar algunos
vínculos humanos, pero no cree que la respuesta a ese problema pase por atribuir mayores
poderes al Estado (en parte porque el mercado también sirve, bajo ciertas circunstancias, como
vehículo de cohesión social).
[←170]
Derechos sociales, 135.
[←171]
Ibid., 135.
[←172]
Ibid., 234.
[←173]
Marx aborda este problema en el primer libro de El Capital: según él, es verdad que las
condiciones del mercado no dependen “de la buena o mala voluntad de cada capitalista”, ya
que “la libre concurrencia impone al capitalista individual, como leyes exteriores inexorables,
las leyes inmanentes de la producción capitalista”. El capital. Crítica de la economía política
(Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1972), I, 8, 5, 212. Como Marx, Atria
piensa que el capitalista en cuanto tal no tiene ningún valor histórico: solo existe como
“capital personificado” (o, dicho de otro modo: solo es un agente de fuerzas que lo exceden y
sobre las cuales carece de todo control; El Capital, I, 22, 3, p. 499, el destacado es de Marx).
[←174]
Derechos sociales, 135.
[←175]
En la óptica de Atria, incluso es absurdo esperar de un agente económico que respete la ley,
porque su comprensión del mercado excluye cualquier relación no instrumental con la norma.
[←176]
Citado en Hayek, Friedrich, “The Corporation in a Democratic Society”, en id., Studies in
Philosophy, Politics and Economics, 300-312, p. 312. Es una versión distinta de la clásica
frase de Marx: “¡Acumulad, acumulad! ¡He ahí la ley y los profetas!” (El capital, I, 22, 3).
[←177]
Sobre el problema del pluralismo social, ver Svensson, Manfred, “Subsidiariedad y
ordopluralismo”, en Ortúzar, Pablo (ed.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y el mercado,
77-94.
[←178]
Derechos sociales, 267.
[←179]
En Derechos sociales, 304, se pone en el mismo plano el “adoctrinamiento”, la “propaganda
ideológica” y el “enriquecimiento personal”. Sobre las instituciones con ideario, ver García-
Huidobro, Joaquín, y Manfred Svensson, “Sentido de las universidades con ideario en una
sociedad pluralista”, Estudios Públicos, nº 140 (2015), 33-54.
[←180]
Sobre este problema, ver la lúcida reseña de Pablo Ortúzar al libro de Fernando Atria: “El
sueño de la razón”, en Estudios Públicos, nº 139 (2015), 211-230.
[←181]
La célebre frase del ministro Eyzaguirre alusiva a los patines calza perfectamente en esta
lógica. Como Atria lo reconoce explícitamente, lo importante es que la calidad sea uniforme
(Derechos sociales, 64). Esto no es extraño: si no fuera homogénea, entonces los ricos siempre
podrían aprovechar su poder e influencia para concentrarse en escuelas de buen rendimiento,
que es exactamente lo que ocurre en la educación pública de muchos países. Más adelante
veremos cuán problemática es dicha homologación de la calidad. Las palabras de Nicolás
Eyzaguirre fueron: “Voy a hacer una metáfora, que son siempre peligrosas en esto (sic). Lo
que tenemos actualmente es en una cancha enlosada un competidor corriendo con patines de
alta velocidad y otro descalzo. El descalzo es la educación pública. Entonces me dicen, ¿por
qué no entrenas más y le das más comida al que va descalzo? Primero tengo que bajar al otro
de los patines”; ver http://www.latercera.com/noticia/nacional/2014/06/680-582564-9-
ministro-eyzaguirre-no-es-cierto-que-la-educacion-subvencionada-tenga-mejores.shtml.
[←182]
Cabe mencionar otra dificultad de la propuesta atriana: ésta compara constantemente un
mundo real (con todas sus dificultades y miserias) a un mundo ideal, donde la realidad refleja
de modo prístino ciertos conceptos. En otras palabras, Atria nunca integra en su reflexión las
(previsibles) dificultades que enfrentaría la eventual aplicación de un Régimen de lo Público, y
por eso el mundo que describe siempre parece superior al mundo real: Atria utiliza todo su
talento y meticulosidad para construir un espejismo (que se explica porque tiende a atribuir la
maldad humana a un sistema económico). Por más atractivos que sean los sueños, quizás vale
más la pena tomarse en serio el mundo y su complejidad (ver Ortúzar, Pablo, “El sueño de la
razón”).
[←183]
Arendt, Hannah, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, 2003, 142. Atria
intenta salvar el punto recurriendo a la idea de pedagogía lenta. Sin embargo, la pedagogía
lenta, tal como la entiende Atria, solo funciona al interior de un relato progresista, cuyo
fundamento final es religioso (de hecho, para dar cuenta de ella, Atria se refiere a las
reflexiones de Taylor sobre la pedagogía divina, 70). ¿Qué puede querer decir, si no, la
afirmación según la cual “la idea de humanidad es una meta de la historia”? (Derechos
sociales, 74).
[←184]
“Si la educación particular pagada ha de continuar existiendo, no es porque pagar
privadamente por la educación sea un derecho de los que pueden hacerlo: es porque su poder
fáctico es suficiente para mantener ese privilegio; aunque se trate de un privilegio
injustificable” (Derechos sociales, 160). Más tarde: “En nuestras circunstancias actuales (…)
la abolición de toda forma de educación provista por agentes privados no es una meta
políticamente realizable” (247). La pregunta que queda es si la educación provista por la
familia es o no una “educación provista por agentes privados”.
[←185]
Sobre el problema de libertad educativa, ver Alvarado, Claudio, y Pablo Varas, ¿Un bien de
consumo? Diagnóstico y perspectivas sobre libertad de educación (Santiago: Instituto de
Estudios de la Sociedad, 2015).
[←186]
Aron, Raymond, Les désillusions du progrès. Essai sur la dialectique de la modernité (París:
Calmann-Lévy, 1969), 115
[←187]
Derechos sociales, 64.
[←188]
Atria intenta defenderse de esta posible objeción. Así, afirma que “organizar la educación
como un derecho social implica acabar con la libertad de mercado, no con la libertad de
proyectos educativos”. La distinción, desde luego, es un poco especiosa: más allá de sus
múltiples problemas y defectos, el mercado es de hecho uno de los mecanismos por los cuales
se manifiesta la libertad de proyectos educativos.
[←189]
No faltan quienes dicen que aceptar esas dificultades es precisamente aceptar el diagnóstico de
la izquierda y, por tanto, asumir sus categorías y su rayado de cancha. Una respuesta adecuada
consistiría entonces en refutar todos y cada uno de los elementos del diagnóstico de la
izquierda. Como vimos al referirnos al trabajo de Axel Kaiser, esta posición tiene la dificultad
propia de toda tesis puramente polémica: queda atrapada en las categorías que quiere combatir,
al negarle todo al diagnóstico contrario. El primer problema no reside por tanto en aceptar o no
el rayado de cancha contrario, sino en determinar si algunos aspectos de ese diagnóstico
poseen o no correspondencia en la realidad. Porque si existe correspondencia, la pura negación
solo conducirá al fracaso. Lo que cabe aquí entonces es (i) preguntarse con honestidad qué
dimensiones de ese diagnóstico son acertadas, o recogen algo real, y, a partir de eso, (ii)
elaborar una respuesta política alternativa a esos problemas (intentando fijar los términos de la
discusión). La auténtica creación política no es nunca una pura negación, sino que desde la
consideración de la realidad es capaz de elaborar un discurso que se conecta con ella y la
orienta en un sentido determinado. Lo otro es ceguera y sordera, que son los peores defectos
del político.
[←190]
Un argumento muy repetido al interior de cierta derecha se refiere a Alexis Sánchez: ¿acaso no
es justo que Sánchez gane millones y millones utilizando su talento y trabajo? ¿Qué hay de
malo en esa desigualdad? El argumento es un poco tramposo, porque ignora precisamente una
de las principales causas del malestar chileno: en el caso de Sánchez, no cabe ninguna duda de
que llegó donde llegó por méritos propios, sin mediar padrinos ni influencia familiar, y sin
recurrir tampoco a malas artes. Es, si se quiere, un caso de desigualdad químicamente pura en
su origen. En cualquier caso, nada de lo anterior quita que la pregunta por la justicia de los
salarios de los deportistas de alto rendimiento sea pertinente, aunque —desde luego— sea muy
difícil de responder.
[←191]
Ver Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser
prioridad (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016).
[←192]
Kaiser, Axel, “La igualdad y la envidia”, en Diario financiero, 17 de junio de 2011; ver
también La tiranía de la igualdad, 188.
[←193]
Política, 1295b2-1296a36.
[←194]
Por lo mismo, Cousiño y Valenzuela han podido decir que “los procesos de monetarización se
despliegan con perfecta independencia de las fantasías ideológicas que algunas veces los
impulsan o los acompañan”. En Cousiño, Carlos, y Eduardo Valenzuela, Politización y
monetarización en América Latina (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2012), 115.
[←195]
O, como lo explicaba Carl Schmitt: “Un dominio sobre seres humanos que reposa sobre un
fundamento económico, si se mantiene apolítico en el sentido de sustraerse a toda
responsabilidad y supervisión políticas, tiene que aparecer justamente como un terrible
engaño. El concepto de cambio no excluye como tal concepto en modo alguno que una de las
partes quede en desventaja, ni que un sistema de contratos recíprocos acabe por convertirse en
un sistema de la más salvaje explotación y represión. Y si los explotados y sometidos intentan
defenderse en la situación en la que se encuentran, es evidente que no podrán hacerlo con
medios económicos. No menos evidente es, sin embargo, que quienes detentan el poder
económico considerarán cualquier intento extraeconómico de modificar su posición de poder
como un acto de violencia criminal, y que intentarán impedirlo. Pero claro está que con esto se
derrumba aquella construcción ideal de una sociedad que reposaría sobre el intercambio y los
contratos recíprocos y que sería por eso mismo pacífica y justa”. En El concepto de lo político
(Madrid: Alianza, 2014), 107.
[←196]
Es imposible explicar de otro modo, por ejemplo, la extraña polémica que se generó en torno
al célebre libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 2014). La tesis de Piketty, en términos esquemáticos, sugiere que el
rendimiento del capital es superior al rendimiento del trabajo, y que por tanto el capitalismo
tiende a acentuar las desigualdades, produciendo así inevitables tensiones sociales. La tesis
debe, desde luego, ser sometida a discusión, pero no faltaron quienes se sintieron virtualmente
ofendidos por ella. Sin embargo, aquellos que aprecian el mercado deberían ser los primeros
en intentar protegerlo de sus propios peligros, y eso exige ser consciente de ellos, antes que
ignorarlos suponiendo a priori que su formulación tiene motivos puramente “ideológicos”
(ver, por ejemplo, José Ramón Valente, La rebelión del sentido común, 29).
[←197]
Herrera, Hugo, La derecha en la crisis de bicentenario, capítulo 4.
[←198]
Ver Bellolio, Álvaro, y Hernán Felipe Errázuriz, Migraciones en Chile. Oportunidad ignorada
(Santiago: Libertad y Desarrollo, 2014). Ver también Maldonado, Emilio, “A la caza del
trabajo extranjero”, en revista Qué Pasa, 7 de febrero de 2013.
[←199]
Marx, Karl, El capital, I, 23, 3, p. 537.
[←200]
Berlin, Isaiah, “Dos conceptos de libertad”, en id., Cuatro ensayos sobre la libertad (Madrid:
Alianza, 1998), 215-280. Para una crítica a Berlin, ver Taylor, Charles, “What’s Wrong with
Negative Liberty”, en Philosophy and the Human Sciences. Philosophical Papers 2
(Cambridge: Cambridge University Press, 1985), 211-229; y Strauss, Leo, “Relativism”, en
The Rebirth of Classic Political Rationalism (Chicago: University of Chicago Press, 1989),
13-26.
[←201]
Un poco por lo mismo, Aron se lamentaba de que el liberalismo se definiera esencialmente por
su oposición al totalitarismo. En Aron, Raymond, Liberté et égalité. Cours au Collège de
France (París: EHESS, 2013), 48.
[←202]
“Debería haber sido más claro con respecto a que la libertad positiva es una ideal tan noble y
fundamental como la libertad negativa”, citado en Fermandois, Joaquín, “Isaiah Berlin. La
libertad compleja”, en Estudios Públicos, nº 80 (2000), 312-335, p. 327. El mismo Fermandois
considera que se le puede reprochar a Berlin “su desatención de la libertad interior, esa fuerza
que se encuentra siempre en toda respuesta libertaria” (334). Ver también las precisiones que
ofrece Berlin en Jahanbegloo, Ramin, Conversations with Isaiah Berlin (Nueva York:
McArthur, 1991), capítulo 1; e Isaiah Berlin, “In conversation with Steven Lukes”, en
Salmagundi, nº 120 (1998), 52-134, p. 93. Una defensa del valor de la distinción berliniana en
Santa Cruz, Lucía, “Isaiah Berlin”, en Anuario de filosofía jurídica y social, nº 15 (1997),
Homenaje a Isaiah Berlin, 325-334.
[←203]
“Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo
impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e
inanimadas como a las racionales”. En Hobbes, Leviatán (Ciudad de México: Fondo de
Cultura Económica, 1998), XXI, 171; en el mismo sentido, dice Hayek aludiendo a su propia
concepción: “Esta obra hace referencia a aquella condición de los hombres por la que la
coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida, en el ámbito social, al mínimo.
Tal estado lo describiremos a lo largo de nuestra investigación como estado de libertad”.
Hayek, Los fundamentos de la libertad (Madrid: Unión Editorial, 2008), 31.
[←204]
A este respecto, fue muy ilustrativa la discusión que se generó en nuestro país a propósito del
voto voluntario. Para muchos, el voto obligatorio es ilegítimo porque, al forzarnos a concurrir
a los comicios, atenta contra nuestra libertad individual. Este punto de vista olvida, desde
luego, que la libertad individual solo se da en un cuadro político que también tiene sus
exigencias: ir a votar no es un acto análogo a consumir y, por eso, no es necesariamente injusto
instituir legalmente un deber (mínimo) de participación en el orden colectivo.
[←205]
Ver Aron, Raymond, “La définition libérale de la liberté”, en id., Les sociétés modernes (París:
Puf, 2006), 627-646.
[←206]
Ver Pettit, Philip, Republicanism. A Theory of Freedom and Government (Oxford: Oxford
University Press, 1999) y Spitz, Jean-Fabien, La liberté politique. Essai de généalogie
conceptuelle (París: Puf, 1995).
[←207]
Ver http://www.cooperativa.cl/noticias/pais/lavin-continuara-con-idea-de-apertura-dominical-
del-comercio-capitalino/2003-05-25/152400.html
[←208]
Véase Spaemann, Robert, “El atentado contra el domingo”, en id., Límites. Acerca de la
dimensión ética del actuar (Madrid: Eiunsa, 2003), 261-267.
[←209]
El otro modelo, 174.
[←210]
Este problema ha sido advertido por Jean-Claude Michéa, uno de los intelectuales más lúcidos
de la izquierda contemporánea. Según él, la dificultad de la izquierda es haber asumido un
relato progresista que le impide criticar radicalmente las lógicas del mercado. Desde luego,
Marx es la primera víctima de esto, en la medida en que su visión histórica lo obliga en el
fondo a celebrar (y querer acelerar) el movimiento de la libertad económica, porque el
comunismo solo puede advenir después de ese momento, nunca antes. Ver Michéa, Jean-
Claude, Les mystères de la gauche. De l’idéal des Lumières au triomphe du capitalisme absolu
(París: Climats, 2013).
[←211]
Al proyecto de Atria le calza a la perfección la siguiente frase de Albert Camus, uno de los
más lúcidos críticos del progresismo del siglo XX: “Liberar al hombre de toda limitación para,
en términos prácticos, enjaularlo luego en una necesidad histórica equivale (…) a quitarle
primero sus motivos de lucha para arrojarlo finalmente a cualquier partido, siempre y cuando
éste no tenga otra regla que la eficacia”. Ver en Œuvres complètes, vol. III, 427.
[←212]
Recordemos que Fantine, la madre de Cosette en Los miserables, se ve obligada a vender pelo,
dientes y otras cosas para satisfacer sus necesidades básicas. ¿Es ese un ejercicio auténtico de
libertad? ¿Será necesario explicitar la alienación implícita en decisiones de ese tipo?
[←213]
Ver la ácida crítica de Pier Paolo Pasolini a la moral del 68 en Cartas luteranas (Madrid:
Trotta, 2013).
[←214]
Sobre esto, ver Michéa, Jean-Claude, The Realm of Lesser Evil (Cambridge, Malden: Polity,
2009).
[←215]
Es innegable que el comercio también puede fomentar virtudes (ver Montesquieu, El espíritu
de las leyes, V, 6) pero, para lograrlo, se requieren condiciones culturales bien específicas. Por
otro lado, la alusión al cuarto de libra se refiere a un video que se hizo muy popular en nuestro
país, en septiembre de 2010, en el que un cliente exigía a gritos que le dieran un sándwich en
un local comercial, sin aceptar ningún tipo de explicación. Esa actitud, si se quiere, simboliza
la disposición moral del consumidor: no quiere deliberar, no quiere escuchar, solo quiere que
se cumpla un contrato, que es el único vínculo efectivo con el otro.
[←216]
Sobre este punto, resulta muy ilustrativa la comparación realizada por Milan Kundera entre la
Primavera de Praga y Mayo del 68: “Mayo del 68 era una revuelta juvenil. La iniciativa de la
Primavera de Praga estaba en las manos de adultos, que fundaban su acción en su experiencia
y decepción históricas (…) El Mayo parisino fue una explosión de lirismo revolucionario. La
Primavera de Praga era la explosión de un escepticismo postrevolucionario. Por esto el
estudiante parisino miraba hacia Praga con desconfianza (o más bien con indiferencia), y el
praguense solo tenía una sonrisa para las ilusiones parisinas (una paradoja sobre la que se
debería reflexionar: la única realización acabada, aunque efímera, de un socialismo en libertad
no fue alcanzada en el entusiasmo revolucionario, sino que en la lucidez escéptica…). El
Mayo parisino era radical. Lo que, durante largos años, había preparado la explosión de la
Primavera de Praga, era una revuelta popular de los moderados (…) El Mayo parisino
cuestionaba lo que llamamos la cultura europea y sus valores tradicionales. La Primavera de
Praga era una defensa apasionada de la tradición cultural europea en su sentido más amplio y
tolerante (defensa tanto del cristianismo como del arte moderno, ambos negados por el
poder)”. Prefacio a Josef Skvorecky, Miracle en Bohème (París: Gallimard, 1978), 4. Kundera
opone así el lirismo adolescente a la moderación propia de la edad adulta. El dilema no ha
perdido su actualidad. Un análisis muy fino de Mayo del 68 en Aron, Raymond, La révolution
introuvable. Réflexions sur la révolution de Mai (París: Fayard, 1968).
[←217]
Desde luego, para completar el cuadro hace falta añadir una observación relevante. Si este
punto de vista es tan dominante en la discusión es porque, al menos parcialmente, quienes no
comparten sus premisas (y esto vale para conservadores, socialcristianos y miembros de una
izquierda fiel a su vocación originaria, entre otros) han tenido enormes dificultades, en los
últimos decenios, para elaborar una propuesta política digna de ese nombre, y se han limitado
más bien a contemplar con cierta indolencia el despliegue de estas lógicas.
[←218]
Sobre este problema crucial, ver el excelente trabajo de Bellamy, François-Xavier, Les
déshérités ou l’urgence de transmettre (París: Plon, 2014). Bellamy muestra cómo buena parte
de la filosofía moderna y contemporánea (a partir de Descartes, Rousseau y Bourdieu)
considera que la transmisión es opresiva, porque atentaría contra la libertad del individuo. Sin
embargo, sugiere Bellamy, la educación sin transmisión se convierte en manipulación o en
transmisión encubierta. Sobre esta cuestión, ver también el brillante ensayo de C. S. Lewis La
abolición del hombre (Barcelona: Andrés Bello, 2007) y Spaemann, Robert, “¿Es la
emancipación un objetivo de la educación?”, en Límites, 453-465. Quizás el mejor testimonio
literario de aquello en lo que consiste la educación se encuentre en Camus, Albert, El primer
hombre (Barcelona: Tusquets, 1994): la vida de Camus es la historia de un encuentro entre un
alumno (que tiene un horizonte limitado por la precariedad económica de su familia) y un
profesor (cuya vocación es transmitir algo que consideraba muy importante). Si se quiere, ese
encuentro (en todas sus modalidades posibles) constituye el núcleo invisible de cualquier
proceso educativo. Atria, por supuesto, nunca lo menciona.
[←219]
Sobre esto, ver Michéa, Jean-Claude, La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas
(Madrid: Machado, 2009). Es curioso cómo el mismo Bourdieu termina cayendo en este
contrasentido: el insigne crítico del liberalismo económico en todas sus manifestaciones
rechaza la educación tradicional (pues solo transmitiría privilegios), y se ve entonces obligado
a aceptar que la educación debe transmitir habilidades laborales, o sea, ajustarse
completamente a las necesidades del mercado (para esto, ver Bellamy, François-Xavier, Les
déshérités…, cap. 3).
[←220]
Sobre este problema, ver Bérénice Levet, La théorie du genre ou le monde rêvé des anges
(París: Grasset, 2014).
[←221]
Sobre esto, véase Finkielkraut, Alain, La seule exactitude (París: Stock, 2015), pp. 111-127; y
Flahault, François, El crepúsculo de Prometeo (Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2013).
[←222]
Esta es la fuerza y la debilidad de las demandas liberales en los temas mal llamados
“valóricos”. Por un lado, quienes defienden la ampliación irrestricta de las libertades
individuales suelen tener mucha influencia; sin embargo, esas aspiraciones conectan poco y
mal con la población, cuyas prioridades y experiencias vitales van por otro lado. Naturalmente,
esto constituye una constatación y no un argumento decisivo contra este tipo de
reivindicaciones. Sobre el problema del matrimonio homosexual, ver Mansuy, Daniel, “¿Un
cambio de civilización?”, en Svensson, Manfred y Mauro Basaure (eds.), Matrimonio en
conflicto. Visiones rivales sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, (Santiago:
Cuarto Propio, 2015), 99-122.
[←223]
Peter Berger formula esta idea de la siguiente manera: los procesos de modernización no son
idénticos entre sí porque cada uno de ellos deriva de la relación entre distintos “paquetes”
(packages) y “portadores” (carriers). La idea es que distintas combinaciones de portadores
(por ejemplo, burocracia, instituciones de desarrollo tecnológico, clase burguesa) y paquetes
(individualismo, motivo de búsqueda de ganancias, secularización) dan origen a procesos de
modernización diferentes. Esta explicación permite formular una teoría que no restrinja los
procesos de modernización solo a un cambio en nuestras creencias (“conciencia moderna”),
sino que los vincule con el desarrollo de instituciones particulares en cada contexto. Véase
Berger, Peter L., Brigitte Berger y Hansfried Kellner, The Homeless Mind (Nueva York:
Pelican Books, 1974), caps. 4 y 5.
[←224]
Manent, Pierre, Curso de filosofía política (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad,
2016), capítulo 1.
[←225]
Desde luego, no se trata solo de la integración social, sino de una vida integrada (encastrada,
habría dicho Polanyi) al interior de una lógica más unitaria (una de cuyas dimensiones es la
integración social, pero que viene dada por algo anterior).
[←226]
Esto, por supuesto, no implica que el hecho religioso sea irrelevante al momento de pensar los
problemas actuales. Ver Ratzinger, Joseph, “Cristianismo y democracia pluralista”, en Scripta
theologica, vol. 16 (1984): 815-829.
[←227]
Ver Weil, Simone, La condición obrera (Madrid: Trotta, 2014).
[←228]
Leviatán, XIII.
[←229]
Desde luego, Atria pertenece a este mundo. El nuevo paradigma que propone busca
precisamente restablecer la unidad social que el mercado ha roto.
[←230]
Ver Finkielkraut, Alain, Nosotros, los modernos. Cuatro ensayos (Barcelona: Encuentro,
2006). En palabras de Kundera: “El deseo de ser moderno es un arquetipo, esto es, un
imperativo irracional, profundamente anclado en nosotros, una forma insistente cuyo
contenido es cambiante e indeterminado: es moderno aquello que se declara moderno y es
aceptado como tal”, en L’art du roman, en Œuvre (París: Gallimard, 2011), 728.
[←231]
Tocqueville, Alexis de, La democracia en América (Ciudad de México: Fondo de Cultura
Económica, 1996), 387.
[←232]
Berger, Peter y Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido (Barcelona:
Paidós, 1997).
[←233]
Este diagnóstico se inscribe, de algún modo, en la tradición durkheimiana, que pone el
concepto de anomia en el centro de la reflexión sociológica. Ver Durkheim, Émile, El suicidio
(Buenos Aires: Losada, 2004).
[←234]
Una formulación temprana de este problema está en este formidable pasaje de Montesquieu:
“La mayor parte de los pueblos antiguos vivían en gobiernos que tenían por principio la virtud
(…) Su educación tenía otra ventaja sobre la nuestra: nunca se la desmentía. Epaminondas,
durante el último año de su vida, decía, escuchaba, veía, hacía, las mismas cosas que a la edad
en que habían comenzado a instruirlo. Hoy recibimos tres educaciones diferentes o contrarias:
la de nuestros padres, la de nuestros maestros, la del mundo. Lo que dicen en esta última
derriba todas las ideas de las dos primeras” (El espíritu de las leyes, IV, 4). Aunque
Montesquieu atribuye el fenómeno a la religión revelada, sabe que no se limita a ella: nuestras
educaciones diferentes o contrarias no nos permiten orientarnos en el mundo.
[←235]
Aron, Raymond, Liberté et égalité, 57. Javier Gomá plantea, en otros términos, la misma
pregunta “¿Qué puede ofrecer esta civilización para retener, refinar o sublimar las
inclinaciones estético-instintivas del yo cuando se ha renunciado a la religión y al patriotismo
y a las antiguas creencias colectivas? ¿Qué civiliza al yo, qué lo socializa, qué le hace virtuoso
en una sociedad secularizada?”. Ver Ejemplaridad pública (Madrid: Taurus, 2009), 15.
[←236]
Ver Fermandois, Joaquín, Fragmentos acerca del fin del mundo, 84.
[←237]
Ver Cousiño, Carlos y Eduardo Valenzuela, Politización y monetarización en América Latina.
[←238]
Este es, en todo caso, un síndrome de larga data. En el primer volumen de su Historia de Chile
1891-1973 (La sociedad chilena en el cambio de siglo), Gonzalo Vial insiste largamente en la
obsesión de las clases altas por imitar modelos extranjeros, afirmando que es una de las causas
de la decadencia de la primera parte del siglo XX (Santiago: Zig-Zag, 1981).
[←239]
Cousiño y Valenzuela ofrecen una explicación de las singularidades de la modernización
latinoamericana: según ellos, en esta parte del mundo el vínculo social nunca se rompió del
mismo modo que en Europa, que fue víctima de cruentas guerras religiosas (Politización y
monetarización en América Latina, capítulo II).
[←240]
Si se quiere, esta es la principal dificultad que enfrentan muchos liberales chilenos: al ignorar
esta dimensión, les cuesta mucho tener traducción política auténtica fuera de los sectores
acomodados y del “cosmopolitismo burgués” denunciado por Marx.
[←241]
Ver Montesquieu, El espíritu de las leyes, XIX, 4.
[←242]
Subercaseaux, Bernardo, Chile, ¿un país moderno? (Santiago: Zeta, 1996), 85.
[←243]
Sobre el problema más amplio de las complejas relaciones entre liberalismo y
conservadurismo, ver Mahoney, Daniel, Los fundamentos conservadores del orden liberal
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015).
[←244]
Sobre esto, ver el libro clásico de Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo
(Madrid: Alianza, 2004); y Lasch, Cristopher, The True and only Heaven. Progress and its
Critics (Nueva York: Norton, 1991). Ver también los trabajos de Wilhelm Rôpke, La crisis
social de nuestro tiempo (Madrid: El Buey Mudo, 2010) y Más allá de la oferta y la demanda
(Madrid: Unión Editorial, 1996).
[←245]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, 180-193; Castoriadis, Cornelius,
Une société à la dérive (París: Seuil, 2005), 240-241. Es otra formulación de la vieja paradoja
de Böckenförde: el Estado secularizado vive sobre premisas que ya no puede garantizar (y, en
términos globales, las tensiones que vive Europa con el mundo musulmán hacen cada vez más
visible esta dificultad).
[←246]
Ver Bégout, Bruce, De la décence ordinaire. Court essai sur une idée fondamentale de la
pensée politique de George Orwell (París: Allia, 2008).
[←247]
Ver la columna de Max Colodro, “Estándares”, en La Tercera, 29 de febrero de 2016.
[←248]
Por otro lado, la dictadura de lo inmediato plantea serios problemas de justicia
intergeneracional. Sobre este tema, véase Innerarity, Daniel, El futuro y sus enemigos
(Barcelona: Paidós, 2009); Thompson, Janna, Intergenerational justice. Rights and
Responsabilities in an Intergenerational Policy, (Nueva York: Routledge, 2009); y Ortúzar,
Pablo, “Exclusión intergeneracional. Notas para una previsión integral intergeneracional”, en
Siles, Catalina (ed.), Los invisibles. Sobre la publicidad, ver Ewen, Stuart, Captation of
Consciousness. Advertising and the Social Roots of the Consumer Culture (Nueva York:
McGraw Hill, 1976).
[←249]
Girard, René, El chivo expiatorio (Barcelona: Anagrama, 1986).
[←250]
Política, 1.253a, 17-18.
[←251]
Tocqueville es quien mejor describe este fenómeno en La democracia en América, I, 2, 9 y II,
1, 2; ver también Bénéton, Philippe, Les fers de l’opinion (París: Puf, 2000). Por su parte, la
excelente novela de Philip Roth La mancha humana (Debolsillo, 2009) muestra bien los
efectos que puede tener la higienización del lenguaje. En términos generales, el imperio de lo
políticamente correcto es peligroso para el diálogo democrático porque éste supone, como
decía Camus, que todos participamos de él desde nuestra identidad, sin renunciar a ella. No
hay diálogo si cada uno debe esconder lo que piensa. Pues bien, la opinión dominante opera
por intimidación y simplificación antes que por persuasión: intenta reducir al disidente al
silencio sin molestarse en argumentar, transformándolo en una especie de paria (desde luego,
Twitter encarna a la perfección este fenómeno). Si la democracia consiste (como insiste el
mismo Camus) en aquel régimen donde debemos admitir la posibilidad de estar equivocados y,
por lo mismo, estamos dispuestos a escuchar argumentos contrarios a los nuestros; entonces
este imperio de lo políticamente correcto (en la medida en que ignora la modestia intelectual)
representa una amenaza muy seria para el despliegue de una auténtica libertad política. Ver
Camus, Albert, Œuvres complètes, vol. II, 471 y 717.
[←252]
Política, II, 1261a21-1262a24.
[←253]
Ver sobre esto Griffioen, S., “Is a Pluralist Ethos Possible?”, en Philosophia Reformata, nº 59
(1994), 11-25; Descombes, Vincent, Philosophie du jugement politique (París: Seuil, 1995); y
los textos presentes en Tessitore, Aristide (ed.), Aristotle and Modern Politics. The Persistence
of Political Philosophy (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 2002).
[←254]
En términos generales, puede decirse que el Occidente posterior a la Segunda Guerra sospecha
de las naciones: nos encantaría entrar a una era posnacional. El problema es que nadie ha
descrito ni explicado cómo podría funcionar un mundo así. Sobre este problema, ver Manent,
Pierre, La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa (Madrid: Escolar
y Mayo, 2009).
[←255]
Sobre esto, véase también Norman, Jesse, La gran sociedad. Anatomía de la nueva política
(Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2014).
[←256]
Arendt, Hannah, La condición humana (Barcelona: Paidós, 2003), 59-67. Sobre el problema
del espacio púbico y su relación con la tolerancia, ver el excelente ensayo de Manfred
Svensson, Una disposición pasajera (Santiago: Universidad Diego Portales, 2013).
[←257]
La importancia crucial de este punto es bien percibida por Arendt en La condición humana,
158 y 173.
[←258]
Esto es particularmente cierto en el caso de la maternidad (Cousiño y Valenzuela, Politización
y monetarización en América Latina, 95).
[←259]
En Neoliberalismo con rostro humano, Fernando Atria admite la importancia de esto; sin
embargo, no deduce luego las conclusiones correspondientes. Veinte años después.
Neoliberalismo con rostro humano (Santiago: Catalonia, 2013), 70.
[←260]
Desde luego, no se trata de idealizar un entorno que —como todo lo humano— también tiene
sus problemas, dificultades y miserias (y basta leer cualquier novela del católico Mauriac para
conocer en detalle esos aspectos). No obstante, nada de eso quita que —aun con sus defectos
— sea el fundamento de toda vida colectiva.
[←261]
Ver Chesterton, G. K., “El éxodo de lo doméstico”, en Por qué soy católico (Madrid: El Buey
Mudo, 2010), 203-213.
[←262]
Por eso, solo hablan de familia cuando se refieren a la diversidad sexual. El resto simplemente
sale de su horizonte visual, y pocos estarían dispuestos a suscribir el documento programático
del partido socialista alemán del año 2007: “Nuestro modelo es la familia en la que madre y
padre son igualmente responsables por la provisión y el cuidado. Eso es lo que quiere la gran
mayoría de los jóvenes. Se corresponde con la necesidad de madre y padre que tienen los
niños, y asegura la independencia económica de la familia” (ver la página 65 del “Hamburger
Programm. Das Grundsatz Programm der SPD”, disponible en
https://www3.spd.de/linkableblob/1778/data/hamburger_programm.pdf).
[←263]
Ver Jocelyn-Holt, Alfredo, et al., Historia del siglo XX chileno (Santiago: Sudamericana,
2001), 359; y “Alza de hijos fuera del matrimonio muestra evolución de la familia en Chile”,
en La Tercera, 14 de julio de 2014.
[←264]
Jaime de Aguirre, quizás el más importante ejecutivo televisivo de la transición y ex militante
del Mapu, decía en 2012, cuando estaba a cargo de Chilevisión: “No creo que la TV tenga un
rol educativo. Ese es un concepto de los sesenta”. Y agregaba a renglón seguido: “Somos
factor de cambio cultural (…) Abrimos tema, y en ese sentido somos liberales y progresistas
(…) El rol de educadores está en la familia, en el Estado, en muchos lugares, más allá” (El
Mercurio, 1 de julio de 2012). La declaración es muy interesante por muchos motivos;
enunciaremos solo algunos. El primero es la evidente contradicción entre la negación de
cualquier responsabilidad educativa y la aspiración a ser factor de cambio cultural: tener
agenda liberal y progresista es, de algún modo, querer educar: aquí no hay neutralidad posible.
Lo segundo es la liviandad para rehuir cualquier responsabilidad educativa: eso corresponde a
las familias, al Estado, a otros. Aquí ya ha operado la total diferenciación de la industria
televisiva, que se siente liberada de cualquier deber social o cívico que no sea coherente con la
lucha por el rating: sabemos que los niños nos están mirando (y buscamos que nos miren),
pero no aceptamos ninguna responsabilidad vinculada a ese hecho (más sobre esto en la nota
siguiente). Nótese, por último, el criterio que utiliza para descartar una idea: decir que algo sea
“un concepto de los sesenta” (o de cualquier época) no constituye argumento alguno, más allá
de la falacia progresista involucrada. Naturalmente, el mundo de la Concertación no siempre
pensó así: en 1984, Claudia di Girolamo —ilustre representante del establishment cultural de
la centroizquierda— decía que “el problema de fondo es lograr una TV eminentemente
educativa” (Apsi, nº 144, 22 de mayo de 1984).
[←265]
Como dijo alguna vez —con un cinismo tan exquisito como inimitable— un ejecutivo
audiovisual francés: “Hay muchos modos de hablar de televisión. Pero, desde una perspectiva
de negocios, seamos realistas: básicamente, el oficio de TF1 [principal canal francés] es
ayudar a Coca-Cola (…) a vender su producto (…) Para que un mensaje publicitario sea
recibido, es necesario que el cerebro del telespectador esté disponible. La vocación de nuestros
programas es hacerlo disponible; esto es, divertirlo, distenderlo para prepararlo entre dos
mensajes. Lo que le vendemos a Coca-Cola es tiempo disponible del cerebro humano (…) No
hay nada más difícil que obtener esa disponibilidad. Allí está el cambio permanente. Hay que
buscar siempre los programas que funcionan, seguir las modas, surfear sobre las tendencias”.
En otras palabras, el objetivo último de la industria televisiva sería disponernos, del modo más
borrego posible, a los mensajes publicitarios. Al menos parcialmente, esto es lo que se esconde
tras el discurso televisivo sobre las “audiencias”. La cita está en VV. AA., Les dirigeants face
au changement (París: Huitième jour, 2004), 92. Ver también Lipovetsky, Gilles, La era del
vacío (Barcelona: Anagrama, 2015).
[←266]
Spaemann, Robert, Ética. Cuestiones fundamentales (Pamplona: Eunsa, 2010), capítulo 2.
[←267]
Hay también en todo caso, una ética del trabajo y del ahorro, pero que está vinculada a la
renuncia más que a la satisfacción inmediata de nuestros deseos. No es seguro que la estemos
fomentando del modo debido.
[←268]
Ver el informe de Ana María Stuven “La mujer ayer y hoy. Un recorrido de incorporación
social y política”, UC, 2013, disponible en: http://politicaspublicas.uc.cl/wp-
content/uploads/2015/02/serie-no-61-la-mujer-ayer-y-hoy-un-recorrido-de-incorporacion-
social-y-politica.pdf (11); y el reportaje de Cristina Espinoza, “Tasa global de fecundidad en
Chile alcanza el nivel más bajo de la historia”, en La Tercera, 26 de octubre de 2014.
[←269]
Arendt, Hannah, La condición humana, 266.
[←270]
Ver Svensson, Manfred y Catalina Siles, Vivir juntos. Reflexiones sobre la convivencia en
Chile (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2014), 36.
[←271]
Parece absurdo, por ejemplo, que un hombre soltero pague los mismos impuestos que uno
casado con hijos, que necesariamente gasta buena parte de sus ingresos en alimentar, vestir y
educar. Una familia, por ejemplo, que enfrenta una enfermedad grave, debe pagar los costos
asociados (que en Chile pueden ser estratosféricos) sin tener ninguna ventaja tributaria: el
fisco no es capaz de distinguir el dinero gastado en La Parva del dinero gastado en sanar niños.
Hay allí una injusticia manifiesta.
[←272]
Es digno de notar el trabajo realizado por el arquitecto Alejandro Aravena, que busca darle un
nuevo enfoque a la vivienda social (ver, por ejemplo, la entrevista en Capital, 13 de enero de
2016).
[←273]
Todo esto puede quedar mucho más claro con la lectura del libro de Rodrigo Fluxá, Solos en la
noche. Zamudio y sus asesinos (Santiago: Catalonia, 2014). El libro —cuya lectura requiere
cierto estómago— es una extraordinaria exploración por el Chile profundo, ese donde las
familias no tienen estabilidad ni alcanzan a ofrecer un marco a los niños que nacen en su seno.
Éstos se ven expuestos luego a estereotipos, transmitidos sobre todo por la televisión y la
publicidad, que producen mucha frustración: son jóvenes que están en la periferia de la
periferia, y el sistema se encarga de recordárselos día tras día. Así, carentes de horizonte vital
y sin estructuras de sentido, deambulan por la sociedad, que les niega posibilidades al mismo
tiempo que les exige ceñirse a normas determinadas. De más está decir que cada vez que un
organismo estatal intenta intervenir cuando se enciende alguna alarma, no logra nada, o casi;
son instrumentos muy torpes para tratar realidades tan delicadas. El libro presenta un
panorama imprescindible para quien quiera tomarse en serio los problemas que aquejan al
país. Por cierto —y no podía ser de otra manera—, la elite se aproximó al caso utilizando
únicamente la categoría de la homofobia (palabra central en nuestra novlang): lo relevante es
que Zamudio era homosexual, y por eso fue asesinado. Hoy sabemos que eso fue un dato más
de una situación que tenía muchos otros factores. Pero eso revela bien aquello que le interesa
al progresismo ambiente: si Zamudio no hubiera sido homosexual, el caso no le habría
importado a nadie, ni habría salido a la luz pública. Por otro lado, al utilizar exclusivamente el
lente de la diversidad sexual para analizar un caso así, el progresismo dominante —
nuevamente— se priva de los medios conceptuales para siquiera vislumbrar lo que ocurre en
Chile. En palabras de Michaels, Walter Benn, al reemplazar la diversidad por la igualdad, la
izquierda traiciona su vocación más originaria y termina aceptando los conceptos propios del
liberalismo más extremo. Ver Michaels, Walter Benn, The Trouble with Diversity. How we
Learned to Love Identity and Ignore Inequality (Nueva York: Holt Paperbacks, 2007). Por otro
lado, cabe agregar que nuestra ceguera frente a estos fenómenos es de larga data: Eduardo
Valenzuela, en un libro brillante publicado en 1984, ya vislumbraba los efectos de la
modernización chilena en los jóvenes. Valenzuela, Eduardo, La rebelión de los jóvenes (un
estudio sobre anomia social) (Santiago: Ediciones Sur, 1984).
[←274]
Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, 211-219; y Chesterton, G. K.,
“Tres enemigos de la familia”, en Por qué soy católico, 571-581.
[←275]
Quizás el mejor síntoma de esto es la reacción que ha tenido casi toda la clase política frente a
los casos de financiamiento irregular de la actividad. Lo más grave en esto no han sido los
escándalos (a fin de cuentas no es un misterio que las campañas se financiaban por medios
poco ortodoxos), sino la sistemática negación de este hecho por parte de los políticos, que no
dudan incluso en involucrar a miembros de sus familias en sus alambicadas versiones. La falta
de coraje para admitir las propias acciones, y pagar los costos políticos asociados a ellas, es
síntoma inequívoco de una degradación particularmente grave. Después de todo, como decía
Camus, “la libertad consiste en no mentir”, pues “allí donde la mentira prolifera, la tiranía se
anuncia o se perpetúa” (Œuvres complètes, vol. III, 391).
[←276]
Como dice Benjamin Constant, la libertad de los modernos consiste en el “disfrute apacible de
la independencia privada”. De la libertés des anciens comparée à celles des modernes, en
Constant, Benjamin, Écrits politiques (París: Gallimard, 1997), 602. Por lo mismo,
Montesquieu podía decir que en las sociedades modernas y comerciales ya no hay tantos
conciudadanos como confederados (El espíritu de las leyes, XIX, 26).
[←277]
La democracia en América, II, 2, 4-7.
[←278]
Que se traduce en cuestiones tan cotidianas como el cuidado (o no cuidado, como suele ser
nuestro caso) de los espacios compartidos.
[←279]
Por eso es complejo nuestro nuevo sistema electoral, al que aludimos en el capítulo tercero: al
agrandar los distritos, los políticos se alejarán aún más de sus electores. Todo indica que
deberíamos avanzar en una dirección distinta.
[←280]
Mansuy, Daniel, “Rehabilitar la política”, en Bellolio, Cristóbal (ed.), #dondeestáelrelato
(Santiago: Democracia y Mercado, 2011), 86-97.
[←281]
Ejemplaridad pública, 137.
[←282]
Aron, Raymond, Liberté et égalité, 55.
Table of Contents
Capítulo 1. Nuestra crisis
Capítulo 2. Jaime Guzmán y la refundación de Chile
Los nuevos órdenes
Subsidiariedad y neutralización de la política
Capítulo 3. La transición (i): la izquierda en su jaula
El nudo gordiano
No lo podíamos reconocer
Capítulo 4. La transición (ii): la ruptura de los consensos
La nostalgia de la transición
El binominal y la ruptura del consenso político
La ruptura del consenso económico
Capítulo 5. Fernando Atria y el regreso de la Historia
El Régimen de lo Público
Dificultades del nuevo paradigma
Un mundo uniformado
Capítulo 6. Más allá del individualismo
La derecha y el economicismo
Un liberalismo estrecho
El mercado como liberador: las paradojas de Atria
Educación como transmisión
Capítulo 7. Política y modernización en Chile
La modernidad como diferenciación
La experiencia chilena y sus dificultades
Rehabilitar las comunidades
Un problema político
Bibliografía