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La noche tenía una luna baja enmarcada en espesas nubes de tormenta. Los truenos
lejanos habían puesto nerviosa a Mariquena, la yegua blanca que montaba y se le
escuchó bufar y sacudir la cabeza. Las hermosas crines blancas relampaguearon bajo
la tenue luz lunar. El paso se convirtió en trote. A pesar de la oscuridad, nosotras
conocíamos bien el camino y anduvimos un largo trecho entre chañares y espinillos.
Una rama arañó mi brazo izquierdo y comenzó a sangrar. Sin detenerme, rasgué un
trozo de tela de mi enagua y me vendó atándose con la mano derecha y con los dientes.
El camino se hacía sinuoso y áspero, descendía por una barranca algo escarpada y
temí que Mariquena resbalase. Los cascos se apoyaron firmes entre piedras y raíces,
las herraduras eran buenas y estaban muy bien colocadas.
tiré de las riendas cuando llegamos abajo y nos detuvimos, solo para orientarnos y
continuar hacia el destino. La yegua olisqueó el viento húmedo de la noche tormentosa
y su cuero cimbró bajo la montura. La tormenta se aproximaba, las primeras y gordas
gotas empezaron a caer. Comenzamos a galopar, el pelo se me había soltado y ahora
se movía al viento tanto como las crines del caballo. ¿Caballo? Ahora no es
Mariquena, es Matrero el que estoy montando, el colorado que trajeron los indios y
que aún no está del todo domado. Siento una presión en el pecho y un vacío en el
estómago. El galope se ha hecho carrera y temo no poder contenerlo. Un rayo cae muy
cerca y la luz resplandece en el cuero sudado del animal.
Aquella mañ ana no se levantó contenta. El sueñ o que había tenido la había
perturbado, pero el verdadero motivo de su pesar era que sería el ú ltimo desayuno
junto a Juan Manuel. Era el 20 de marzo de 1832. Rosas partía a encabezar la
campañ a del desierto.
Los dos eran de familias aristocrá ticas, de aquellos conquistadores españ oles de
noble cuna que entraron en América matando y muriendo, pero má s matando que
muriendo y se fueron adueñ ando de todo y de todos, lenta pero inexorablemente,
porque hay cosas que no pueden detenerse.
Los abuelos de ella, habían llegado ricos de Europa, uno de Francia y el otro de
Españ a y se habían dedicado al comercio con el viejo continente. La casa,
propiedad de la familia, era tal vez la má s grande de la ciudad y en esa casa se
conocieron Juan Manuel y Encarnació n.
Sin embargo las cosas no habían sido fá ciles. Diecinueve añ os él, diecisiete ella y el
noviazgo ardiente, rechazado por Doñ a Agustina. Brava mujer la madre de Juan
Manuel, que aducía una excesiva juventud en los novios como para encarar el
matrimonio, cuando él ya llevaba tiempo administrando los campos de la familia y
la de sus primos, los Anchorena.
Se hacía tan difícil la espera con tanta sangre en las venas golpeando las paredes
del cuerpo, que fue necesario preparar una astucia. Ella escribió una nota y él la
llevó a su casa dejá ndola en aparente descuido sobre un mueble. Contaban con
que la curiosa suspicacia de Doñ a Agustina no podía permitirle dejar de leerla. El
embarazo del que informaba la carta a Juan Manuel no existía, pero el casamiento
se arregló a la brevedad. El escá ndalo no era posible en esas familias.
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Vivimos por un tiempo en su casa, la de los Rozas y Osornio, hasta que un día Juan
Manuel regresó del campo entrando como siempre, por las caballerizas y subió al
piso alto, donde está n las habitaciones, para asearse y cambiar de ropas. Luego
descendió y sin querer escuchó a su madre, que no sabía que él estaba en la casa,
decirle a una amiga que ella no soportaba ya la presencia de su nuera en la casa.
Decir y hacer fue una sola cosa. Salimos de la casa con lo puesto. Juan Manuel dejó
su poncho sobre la cama. No quiso a llevá rselo porque había sido un regalo de
Doñ a Agustina. Ni siquiera quiso cobrar varios meses que se le adeudaban por su
trabajo de administrador.
A partir de allí, por mucho tiempo, la casa de mis padres fue nuestra morada en la
ciudad. Los primeros añ os pasamos muchas temporadas en el campo, en Los
Cerrillos, Las Higueritas, San Miguel del Monte, La Independencia, estancias que
administraba y que poco a poco fue organizando y modernizando.
Juan Manuel no era como esos típicos españ oles que le escapaban al trabajo en el
campo y para quienes trabajar era denigrante y humillante. É l, desde chico nomas
apreció el trabajo como algo que le da dignidad al hombre y aplicó ese criterio para
si, tanto como para sus peones. Nada era má s importante que el trabajo.
Juan Manuel fue comprando, en sociedad con sus amigos Juan Terrero y Luis
Dorrego, hermano del desgraciado Manuel, grandes fracciones de tierra. En la
sociedad, Terrero se encargaba de los quehaceres de la ciudad y Juan Manuel de los
del campo.
Vivir en el campo era vivir a lo salvaje, ranchos en medio del desierto, sin
comodidades ni sociedad, en lucha permanente con el indio y rodeados de gauchos
matreros, de negros ladinos y de indios “mansos”. Para mí no era un problema,
siempre me entendí con esa gente y en ningú n momento extrañ aba la ciudad. Juan
Manuel está allí en su elemento, es uno má s y es el mejor en todo, malonquea
mejor que cualquier indio, enlaza y bolea mejor que cualquier gaucho, y jinetea
mejor que nadie. Le tienen respeto hasta la veneració n, impone las reglas y las
cumple primero él. Perdona al que llega cargando un crimen, pero mejor que no
vuelva a cometer un delito porque le espera el azote y la estaqueada.
Mientras tanto llegaron los hijos. Primero Juan Bautista el primogénito, muchacho
timorato que nunca se acomodó la ciudad y prefirió vivir su vida en el campo,
luego María de la Encarnació n, la pobre niñ a que murió en mis brazos el mismo día
de ver la luz, y finalmente Manuelita, la dulce Manuelita.
Los hijos crecieron y me fui haciendo la vida en contacto con mi gente, mi familia,
mis amigos, las familias patricias de este país, pero nunca, al igual que Juan Manuel,
perdimos contacto con los humildes, con los negros, los gauchos, los indios, los
carniceros, los matarifes, los carreros, los piasanos, porque ellos son los que dieron
la sangre necesaria para expulsar a los ingleses y a los godos y no recibieron nada
a cambio.
Muchos hombres vieron esa cualidad en él, y vinieron los acontecimientos que lo
llevaron a la Gobernació n. Puso orden. Pero para conseguirlo y mantenerlo hace
falta tener la suma del poder, ejercer una dictadura si es necesario, una dictadura
con una ley justa que se cumpla hasta las ú ltimas consecuencias. Lo aclamaron y lo
llamaron “El Restaurador de las Leyes”. Pero hay muchos que no lo entienden así y
fue necesario que Juan Manuel renunciara a su reelecció n porque no se le otorgaba
ese poder. Entonces planificó y puso en marcha esta campañ a contra el indio. Era
una necesidad impostergable. Muchos caciques no aceptaban las condiciones de la
civilizació n y continuaban maloneando, asolando las estancias má s alejadas,
causando mucha muerte y destrucció n. Allí se encuentra él ahora y es necesario
que actú e yo, para preparar las condiciones necesarias para que a su regreso
pueda volver a gobernar.
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La mayoría de los unitarios que habían causado los estragos de 1828 se habían
exiliado en Montevideo, los menos comprometidos se habían quedado en sus casas
y casi no asomaban la nariz. Pero aun así, el clima político de la ciudad no estaba
tranquilo. Los federales se habían dividido en los que habían apoyado las
facultades extraordinarias para Rosas y los que las habían rechazado. Gobernaba la
provincia Juan Ramó n Balcarce, un héroe de la independencia y un federal tibio. Un
hombre indeciso, sin cará cter, fá cil presa de cualquier espíritu fuerte que tuviera
cerca. Hasta su mujer Doñ a Trinidad, mandaba en su casa y a veces en su
escritorio. Y él gobernando una provincia en crisis. !Pobre Balcarce¡
Encarnació n comenzó por hacer publicar en los diarios, todos los partes del
ejército en campañ a contra el indio. Las pá ginas de los perió dicos se llenaban con
las “operaciones” contra el bá rbaro y eso hacía que le gente no olvidara la eficacia
con que emprendía cada Juan Manuel.
Los cismá ticos ganaron la elecció n. Aprovecharon la confusió n que emanaba del
nombre de Rosas en ambas listas, para que sus emisarios convencieran al pueblo
ingenuo que los votaran. Pero esto no era todo. En la elecció n, los que oficiaban de
fiscales eran los primeros votantes en llegar que supieran leer y escribir, así que
los cismá ticos madrugaron y coparon la mayoría de las mesas. El votante, que
generalmente no sabía ni leer ni escribir, decía en voz alta y clara el nombre del
candidato y el fiscal lo anotaba en una lista, por supuesto entonces que lo hacía en
la lista de su propia preferencia. También ocurrían atrocidades má s groseras. En
una parroquia irrumpe el batalló n de un regimiento y exige que los votos de
determinado candidato sean reemplazados por los de otro, un par de hombres
quiso evitarlo y fueron asesinados. Hubo otros crímenes atroces que la policía no
supo o no quiso esclarecer.
Ella. Al igual que su marido, sabía conocer a los hombres. Rá pidamente se dio
cuenta que Anchorena, Guido o Arana no tenían el apoyo de las masas porque no
sabían có mo tratar con los humildes. Que Cuitiñ o o Parra en cambio, no tenían
cultura ni sentido político, entonces cada cual a lo suyo.
Agustina y Manuela, tia y sobrina tenían casi la misma edad, Manuela 16, Agustina
17, pero Agustina llevaba ya dos añ os de casada con el general Mansilla. Entendían
que era peligroso, pero no se iban a atrever a ofender a una señ ora de alta clase.
Los lomos negros y los liberales sabían que un crimen así no tendría perdó n.
Todas las mujeres estaban también bajo las ó rdenes de Encarnació n. Concurrían a
las tertulias de las ilustres familias, con el exclusivo objetivo de hacer proselitismo
y examinar las opiniones de las esposas, porque éstas suelen ser las de sus
maridos. Pero no se quedaron con eso, también, como decíamos, embarraron sus
faldas en los barrios pobres de negros y orilleros. Llevaban regalos, pequeñ os
presentes, hablaban con las mujeres, madres y esposas que sabrían conducir a sus
hijos y maridos. Muchos de ellos estaban acompañ ando a Juan Manuel en la lucha
contra el indio, les prometían entonces, que a su regreso de la campañ a, Rosas les
daría de baja a los que quisieran, para poder así atender con su trabajo a la familia.
Llegó el día de la elecció n. Pronto se supo que en la parroquia San Nicolá s, los
fiscales que eran cismá ticos rechazaban a los votantes colorados, pero los
colorados levantaron la mesa y se la llevaron a un lugar tranquilo…donde se
pudiera votar entre amigos.
A media tarde los cismá ticos lomos negros iban perdiendo claramente la elecció n.
Doñ a Trinidad entró en el despacho de su marido, el gobernador y trinaba insultos
y agravios de todo tipo. Balcarce decidió entonces, solo para no oírla, anular la
elecció n, dados los tumultos acontecidos. Emitió un decreto en el que prometía
mejorar el sistema electoral a fin de terminar con los disturbios. La prensa rosista
puso en funcionamiento todos sus cañ ones criticando al gobierno por su
parcialidad, Encarnació n escribía las notas, que los editores después, publicaban
como propias.
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Recuerdo los días inocentes y felices en que gozaba de la paz doméstica en la
dichosa soledad del campo. Entonces ni yo ni ninguna de las mujeres de la casa,
que éramos muchas, hablá bamos de política. Pero llegó la hora desgraciada del
fusilamiento de Dorrego y desde ese infausto día no nos fue posible privarnos del
desahogo natural. El corazó n amante, puro y delicado de una mujer no puede ser
insensible a lo que se escribe en el día a día. Los ataques y ofensas que se le hace
cada jornada en la prensa a mi compañ ero, mi amigo, mi amante Juan Manuel no
puede pasar sin respuesta.
Un día viene a verme el amigo García de Zú ñ iga, ministro del gobierno a decirme
que el gobernador Balcarce me sabe inquieta y me ha preguntado lo que quiero y
me ofrece hacer callar a Olazabal y a los perió dicos cismá ticos. Le contesté que
inquieta no, inquietos pueden estar los que tienen mala conciencia y que la mía era
buena, pues nada me remuerde y no creo que ese sea el caso del gobernador y por
lo tanto le compadezco. Olazá bal y su gavilla no me preocupa, tengo recursos para
enfrentar cualquier maquinació n, no le temo a nada ni a nadie. García de Zú ñ iga
intentó apaciguarme, y le dije entonces.-Ud. Mismo puede contar conmigo si
necesita que le cuiden las espaldas.-
Han venido a verme varios federales netos con miedo de salir a la calle, ni siquiera
quieren leer “El Restaurador de las Leyes”. El doctor Arana lo compra en la
imprenta y lo esconde para leerlo en su casa. Es tal el terror de estos pobres
infelices que el perió dico no cuenta hoy con má s de sesenta suscriptores.
Le escribí a Juan Manuel contá ndole de estos hechos, le dije, “Creo que todas las
cosas emanan de Dios y que estamos obligados, todas las clases sociales, a trabajar
por el bien general. Muchos paisanos está n dispuestos a hacer lo que haga falta. Se
dicen las cosas má s atroces de mí. Trinidad va de casa en casa. Lo mejor que dice es
que siempre he vivido en la disipació n y en los vicios, que soy una borracha y que
tú me miras con la mayor indiferencia, pobrecita, si supiera…Pero a nada le temo,
aquí no me pisan má s que los decididos, les hago frente a todos y lo mismo me
peleo con los cismá ticos como con los apostó licos débiles, pues los que me gustan
son los de hacha y chuza. Ya no se puede vivir, esta pobre ciudad ya no es má s que
un laberinto en el que toda reputació n es juguete de esos facinerosos, te envío
algunos de esos pasquines para que veas con tus propios ojos en qué anda el lustre
de tu mujer y el de tus mejores amigos, pero a mi nada me intimida, yo me sabré
hacer superior a la perfidia de estos malvados y pagará n bien caro por sus
crímenes. Todo esto se lo lleva el diablo, no hay paciencia que aguante para sufrir a
estos brutos, en cualquier momento se matan a puñ aladas los hombres en las
calles. Esos pasquines liberales me llaman la “negra Toribia” porque voy a los
barrios de los negros, ¿creen que eso me ofende? No tienen idea de quién soy. No
me ofende no, pero no se la van a llevar gratis. Yo también tengo lengua, y si no
alcanza mandaré una partida para que tengan de qué hablar”
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La reunió n era en la casa de los Ezcurra. La gente se había llegado en coches, a
caballo o a pié. Un grupo vigilaba la calle y cada tanto rotaba el puesto con otro,
para ir al interior y no perderse las palabras de Encarnació n. Ella los fascinaba,
sabía arengar, sermonear o amedrentar segú n fuera necesario.
-Tu, Tomá s.-le dijo a Guido.- Eres un extraordinario diplomá tico, serviste a San
Martín, a Bolivar, conseguiste por dos veces la rendició n del Callao y la de un
regimiento realista, negociaste la paz con el Imperio del Brasil, deberías ser capaz
de rendir la voluntad de Balcarce y de cualquiera, será s el enlace con el gobierno,
les hablaras de nuestras buenas intenciones y de nuestro aprecio por la legalidad,
planteará s una tregua y asegurará s que el regreso de Juan Manuel será solo para
poner orden y para aceptar la decisió n del pueblo, cosa que por otra parte es
cierto.-
Tu, Felipe, - dirigiéndose a Arana.- Nadie puede dudar de tus condiciones políticas,
dime quién puede ocupar el cargo de Balcarce hasta que regrese Juan Manuel.
Alguien que sea manejable y que a la vez no despierte demasiado recelo en los
cismá ticos y en los liberales unitarios.-
.Entonces hablará s con él ofreciéndole nuestro apoyo para que sea nombrado
gobernador pero sin alertarlo de nuestros planes.-
Esa noche le escribió a Juan Manuel: “Ya has visto lo que vale la amistad de los
pobres y por ello cuá nto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus
voluntades. No cortes pues sus correspondencias, escríbeles con frecuencia,
má ndales cualquier regalo. No repares en visitar a quien lo merezca, llévalos a tus
distracciones rurales y socó rrelas en lo que puedas en sus desgracias. A los amigos
fieles que te han servido, déjales que jueguen al villar en casa y obséquialos con lo
que puedas…”
Calunga gueeeé,
oye ya yumba,
yumba ueeeeé.
Suenan las marimbas y las mazacayas. Las mujeres se colocan frente a los hombres
y cada pareja empezaba a hacer contorsiones lú bricas, movimientos ondulantes, en
los que la cabeza queda inmó vil y culebrean el cuerpo sin cesar. La mú sica y la
propia animació n los embriaga; el negro del tambor aumentaba el ritmo y se agita
bajo su paroxismo má s intenso y las mujeres enloquecidas, pierden todo pudor.
Cada oscilació n es una invitació n a la sensualidad, que aparece allí bajo la forma
má s brutal que he visto en mi vida; menean la barriga y las caderas con absoluta
deshonestidad, se acercan al compañ ero, se estrechan, se restriegan contra él
haciendo gestos ridículos que atrapan la imaginació n. El negro, como los animales
enardecidos, levanta la cabeza al aire y echá ndola atrá s, muestra su doble fila de
dientes blancos y agudos. Gritan, gruñ en, se estremecen y por momentos se cree
que esas fieras van a tomarse a mordiscos. No solo es increíble que Doñ a
Encarnació n asista a estas bacanales dionisíacas, sino que peor aú n, concurre a
ellas con su joven hija y su casi tan joven cuñ ada, que es ya una mujer casada. No
comprendo có mo Rosas y Mansilla permiten que sus mujeres concurran a estas
orgías. ¿Con que cara se presentan luego ante sus maridos?”
Al mismo tiempo, en los diarios rosistas, iban desde suaves consignas verseadas a
otras terribles que incitaban al crimen.
Luego se andenojar
De levita y cajetillas.
O esta otra:
Alerta federales
Mientras no se cuelguen
Doñ a Trinidad otra vez trinaba. Entró en el despacho de su marido dando portazos,
empujando guardias y pateando sillas.
-No puedes dejar que esos pasquines hablen así de la familia,- dijo en voz muy
alta.-Ahora han amenazado con “publicar secretos que guardamos celosamente”-
No sé cuá les será n esos secretos ni có mo se habrá n enterado, pero cualquiera de
ellos que publiquen nos pondrá en una situació n muy incó moda. Una afrenta que
ni el exilio en el Janeiro podrá ocultar. Ah, ya sé. Ha sido la Francisca, - continuó .-
Esa negra rosista de seguro ha sido la que llevó los chismes a los perió dicos,
buenos azotes se va a llevar.-
Paralelamente, una noche el general Mansilla, casado con Agustinita Rosas, recibió
la visita de una de sus cuñ adas, Andrea Rosas, para rogarle que impidiera la
publicació n de la vida escandalosa de Mercedes Rosas, la ú nica hermana soltera de
Juan Manuel, “Mercedes entrega generosamente sus mercedes” decía un pasquín. A
primera hora de la mañ ana Mansilla fue hasta el fuerte y entrando furioso al
despacho de Balcarce, lo tomó de las solapas y le exigió que hiciera algo o lo
pagaría con la vida.
Solo unos días duró la calma. Pronto volvieron los improperios, los insultos y las
calumnias. Balcarce mandó a la policía a cerrar todos los perió dicos, tanto
cismá ticos como apostó licos. Fueron cerrados por infringir la ley El Defensor, El
Rayo, El Restaurador de las Leyes, El Relá mpago, el Dime con quién andas, La
Gaceta, El Amigo del País y el Con los Cueritos al sol. Luego puso fecha a los juicios.
Publicó un nuevo edicto. El día 11 de Octubre la ciudad amaneció llena de carteles
con grandes caracteres rojos que decían que a las diez de la mañ ana sería
enjuiciado “El Restaurador de las Leyes”.
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Me enteré muy temprano. Inmediatamente llamé a los hombres y los envié a los
barrios del Tambor, a Monserrat, a las orillas de Barracas y a los cuarteles a
difundir la noticia textual de que sería enjuiciado el restaurador. A la hora señ alada
una multitud de negros, gauchos, orilleros, y soldados se aglutinó frente a la Casa
de Justicia. No estaban allí para defender un perió dico, estaban allí para defender
al Restaurador de las Leyes, al propio Don Juan Manuel de Rosas que suponían
injustamente acusado y encarcelado.
Adentro del recinto, el abogado defensor del diario le reclamaba al fiscal el hecho
de haber sido los primero de tan larga lista de acusados, a lo que el fiscal respondió
que había sido simple casualidad. Pero afuera, en la calle, la conmoció n crecía
porque algunos de mis hombres agitaban y porque no había nadie que explicase
qué estaba sucediendo en realidad. Má s y má s gente del bajo llagaba para dilatar el
nú mero de manifestantes que pugnaba por irrumpir en el recinto y terminar con la
infamia.
La policía intentó disolverlos sin éxito, un gaucho gritó “Viva el restaurador de las
leyes” y la multitud vociferó , ¡VIVA!. La situació n se desbordaba, la multitud era
incontenible cuando oportunamente aparecieron Cuitiñ o y Benavente y gritaron -
¡A Barracas! ¡A Barracas ¡ - La multitud entonces los siguió dirigiéndose al
Riachuelo. La revolució n había comenzado y yo movía los hilos.
Se labró un acta en la que se exponía que todo era de cará cter legal. Pinedo decía
que el pueblo solo quería hacer ejercicio de su derecho de petició n. La comisió n
respondía que eso no correspondía hacerse por la fuerza. Pinedo decía que estaban
dispuestos a dialogar sin ejercer presió n, y los representantes decían que Rosas
desaprobaría cualquier medida que no estuviese dentro del marco legal.
Un nuevo triunfo con la deserció n del coronel Roló n, comandante del cuartel del
Retiro y una nueva derrota para el gobierno. Pinedo lo nombró segundo jefe del
ejército restaurador y dio ó rdenes de estrechar el sitio a la ciudad.
Las fuerzas del gobierno, al mando de coronel Olazabal efectuaron algunas salidas
a los efectos de conseguir alimentos para la ciudad en las chacras de los
alrededores. Se producen algunos enfrentamientos casi sin bajas por ningunas de
las partes. Se combate en el arroyo Maldonado, en las Chacritas de los Colegiales y
en Puente de Má rquez. El día 2 un grupo de los restauradores se llega hasta cerca
de la Parroquia del Socorro y otro hasta el hueco de Lorea y el 25 se produce un
combate má s serio con muertos de ambos lados.
Mantuve el entusiasmo de la tropa con algunos “vivas” para cada día: “defendemos
los derechos del pueblo”, “Gratitud eterna al restaurador” “viva el general Rosas y
el general Quiroga”, eran algunos de ellos.
Hubo actos de verdadera fidelidad a Juan Manuel. Por ejemplo el coronel Juan
Isidro Quesada intentó pasarse junto a un pequeñ o grupo de soldados al lado
restaurador, pero fue sorprendido por Olazabal y tomado prisionero lo confinaron
en un buque de guerra. Quesada consiguió sublevar a todos los prisioneros
incluido a un oficial de marina. Condujeron el barco hasta el puerto del Tigre y allí
se unieron a las fuerzas del coronel Roló n.
Extraordinariamente Balcarce hacía gala de una firmeza que no había tenido antes
y se resiste a claudicar. Ya nadie obedecía sus ó rdenes. Llama a las milicias civiles a
defender la ciudad de un posible saqueo y ni un solo ciudadano se presenta al
servicio.
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A pesar del compromiso de los jefes, hubo algunos descalabros, algunos saqueos y
tiroteos. Los hombres má s comprometidos con los cismá ticos salieron de Buenos
Aires en la Fragata Sarandí y se exiliaron en Montevideo. Los héroes de la jornada
eran Pinedo, Roló n, Cuitiñ o, Benavente y Prudencio, pero las felicitaciones las
recibía Encarnació n. Se llenó la casa de personajes de todo nivel y hubo, carneada y
fiesta para todos. Esa noche le escribió a Juan Manuel, como lo venía haciendo cada
día. Y le dijo en tono de broma “cuando vuelvas a ser gobernador has de cuidarte
de mí, pues te puedo hacer una revolució n”
Poco tiempo después Rosas volvió ser gobernador, sin embargo, esa Encarnació n
que todos admiraron por su tesó n, valor y energía, poco tiempo pudo disfrutar
viendo el resultado de su obra, tres añ os después enfermó gravemente. Juan
Manuel puso una muchacha, Eugenia Castro, para que esté a su servicio las
veinticuatro horas y convocó a los mejores médicos del momento, el doctor
Antonio Argerich, el doctor Claudio Cuenca y fundamentalmente por el doctor
James Lepper, una eminencia que había sido incluso, médico de Napoleó n.
Ella había muerto a finales de Octubre, una tibia noche de primavera. Al día
siguiente, llovió todo el día.
Rosas dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y regresó a su
casa. Jamá s le había parecido tan grande la casa ni tan absurdo su destino.
Juan Manuel se retiró a la soledad sin dejarse ver por nadie durante varios días. Su
primo y amigo, Manuel Anchorena lo fue a ver, preocupado. Rosas lo recibió y
Manuel le pregunta.
-¿Qué quieres, amigo? Todos estamos con un pie en la luz y otro en la oscuridad. Es
que pensé que no debía quitarme el cintillo federal que me había colocado de
acuerdo con mi amada Encarnació n, podría ofenderla. Creí que si me lo quitaba le
haría un desaire, que no le habría de gustar. Creí que oía su voz que me decía basta
con el luto, dejando el cintillo abajo. Y que tampoco le gustaría que me sacase el
chaleco colorado. Dirá s que estoy azorado. Tal vez así sea. Pero como no todos los
hombres hemos sido cortados por la misma tijera, yo me consuelo con mi
desgracia eterna. Otros alejan de sí sus penas para confortar su espíritu creyendo
que las alivian y en realidad las aumentan. ¿Y qué quieren algunos hombres
remediar lo que Dios dispone? Yo pienso de distinto modo respecto del
fallecimiento. Quizá muera yo mismo de desesperado.
BIBLIOGRAFÍA:
Mujeres de Rosas, María Sá ez Quesada, Editorial Planeta, 5ta ed, 1995, Buenos
Aires
Vida de Juan Manuel de Rosas, Manuel Gá lvez, Editorial Eliasta, 1991, Buenos Aires
Curiosa Monserrat.com.ar
Cró nica Histó rica Argentina. Tomo III Ed, Codex 1979
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No es de ninguna utilidad.
La lucha contra el indio fue feroz, Pacheco, Lagos, y Costa se destacaron al mando
de sus divisiones. A Pedro Pablo, Tatita no lo dejó combatir.
É l los siguió , caminando entre las carpas hasta un gran toldo, casi redondo, que
observo con atenció n. Illampu nota su curiosidad, es el má s cristiano de todos
porque fue criado en un convento, hasta que a los catorce añ os escapó y caminó
catorce leguas hasta encontrar una toldería. Ankalli, también habla buen españ ol.
Es hijo de una cautiva blanca.
-Este toldo grande- dice.- está hecho con 16 varas de sauce que se unen en el
centro y se atan con cuero de yegua madrina. Se divide en cuatro lados que son los
cuatro mundos.-
-Si, Las rocas, las plantas, los animales y los hombres. También son el cuerpo, el
pensamiento, el alma y lo sagrado. Allí dentro se hará la ceremonia.- Sigue Ankalli
mientras le alcanza un cuenco con un líquido oscuro y espeso.
-¿Qué es?-
-¿Qué ceremonia?-
Illampu le toma del codo y lo conduce hasta una pequeñ a entrada del gran toldo.
Pedro Pablo solo puede entrar gateando. Hace un intenso calor. Le cuesta respirar.
Al principio no consigue ver nada, luego su vista se acostumbra a la penumbra, y
distingue en el centro un gran hoyo lleno de piedras calentadas al rojo. Hay siete
indios sentados alrededor del hueco, uno de ellos arroja agua de un cuenco que
tiene a su lado, sobre las piedras incandescentes y una nube de vapor se eleva
chispeante. Miró hacia arriba, entre las ramas de sauce hay una gran estrella roja
de ocho puntas.
-Has entrado por la puerta del Oeste, la de la muerte, saldrá s por la del Este, la del
nacimiento. La estrella- le explica Illampu.- representa a los planetas y el hoyo en el
suelo a la Madre Tierra, la Pacha Mama. Aquí dentro es volver al vientre de la Gran
Madre. El Machi convocará al Gran Epíritu que gobierna a los piyanes buenos y
expulsa a los malos-
Ankalli continú a.
Por la mañ ana despierta en su tienda. No recuerda có mo llegó hasta allí. Sale algo
tambaleante. La luz del sol lo enceguece. Entrecierra los ojos hasta acostumbrar la
vista.
Tatita toma mate bajo un ombú mientras chascarrea con un par de soldados,
bromean como jó venes inconscientes que solo piensan en el juego. Cuando lo ve,
despide a los soldados y le hace señ as para que entren a su tienda. Rosas tiene una
extrañ a sonrisa en los labios finos, como si supiera cuá nto le pasó la noche
anterior. Sin muchas vueltas, tal como él es, le larga.
-Ya lo sé, m´hijo, por eso es que te regalaré una estancia, aquí, en estas tierras de
Azul, para que te establezcas, formes una familia y prosperes.-
-Muchas gracias Tata, pero porqué ha dicho usted que no sería gratis.-preguntó .
-Pues, porque tendrá s que realizar un trabajo que te voy a encomendar. Mi plan lo
requiere. Yo creo que si permitimos a los indios amigos establecerse en los
alrededores de las poblaciones, ellos mismos servirá n de contenció n contra los
indios ladrones.-
Este hombre que tengo frente a mi, piensa Pedro Pablo, es mi padre, es Juan
Manuel de Rosas, el hombre que má s admiro, el má s respetado del país. Es el
hombre que gobernó la provincia, el que restauró las leyes, el que organizó y
realizó esta campañ a extraordinaria contra el indio cuatrero, asesino y ladró n de
mujeres.
-Veras Pedrito, hay algo má s que tengo que decirte que es má s importante que la
estancia, que los indios, el ganado y que cualquier otra cosa con la que hayas
estado pensando. Vea m´hijo, tengo que decirle… que yo, en verdad, no soy su
Tata.-
-No es lo que piensas. –le dice.-Tampoco eres hijo de Encarnació n. Tu padre fue el
General Belgrano y tu tía Pepa, es en realidad tu madre.-
Las piernas le temblaron, penso que iba a caerse, peroRosas lo abraza tan fuerte
que le impide caer y lo deja sin aliento- Usted seguirá siendo siempre mi hijo.- le
dice. Y él no puedo dejar de pensarlo “Tatita”.
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–Eres tan parecido a tu padre, a tu verdadero padre.- le dice y llora. Nunca la había
visto llorar. Llora sobre su hombro y él no sabe qué hacer. Es tan menuda, tan
frá gil, tan hermosa.
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El noviazgo no prosperó . Don Juan Ignacio Ezcurra decidió casar a su hija con su
sobrino recién llegado de Españ a con mucho dinero. María Josefa lloró encerrada
durante una semana. Manuel, para apartar los pensamientos, se dedicó a poner en
marcha sus fantá sticas ideas.
María Josefa tenía 25 añ os, no era soltera, ni viuda. Era casada con un hombre que
no amaba y que vivía a 2.000 leguas, océano de por medio. Manuel así la
reencontró .
Un par de encuentros furtivos para aliviar la sangre en una casita que Belgrano
tenía en un barrio tranquilo. No alcanzaba, pero no había otra cosa.
La separació n fue ahora má s dolorosa para ella. A los pocos meses él se convirtió
en jefe del Ejército del Norte por obra y gracia del Triunvirato, y debe partir de
inmediato. A Salta, para hacerse cargo de un puñ ado de hombres derrotados y
perseguidos por el ejército españ ol.
La familia se opuso, pero quién se lo podía impedir. Ya era una mujer emancipada.
En el viaje se podía ser atacado por indios o asaltantes, o por indios y asaltantes.
Las postas eran generalmente un pobre rancho de adobe en las que
corrientemente se podía comer un magro puchero, dormir ordinariamente en
colchones con chinches y pulgas y habitualmente ser bastante maltratados por los
maestros de Posta. Pero nada de eso la detuvo.
Al llegar a Salta se enteró que Manuel estaba en Jujuy. Si había recorrido 293
leguas, ¿Qué eran 25 leguas má s?
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Cuando llegó a Jujuy, el encuentro con Manuel compensó todas las penurias del
viaje. Vivieron momentos de pasió n y ternura. Lo encontró justo cuando llegaban
las tropas derrotadas en Huaqui. Era una calamidad ver a esos hombres sin armas,
semidesnudos, sin recursos, afectados de paludismo y totalmente desmoralizados.
Manuel se dispuso a reorganizarlos. Impuso estricta disciplina y reanimó a la tropa
de tal manera que en poco tiempo tuvo un ejército de 1500 hombres en
condiciones de combatir. Ella estaba allí cuando recibió de Buenos Aires el pliego
en que se lo ascendía a General del Ejército del Norte. Sin embargo no todo era
alegría. Ese hombre ruin, Rivadavia, que dominaba la Junta, le ordenó retirarse
hasta Có rdoba. Manuel maldijo en silencio. É l quería enfrentar cuanto antes al
general españ ol que avanzaba despiadadamente desde el norte. No podía
abandonar a los jujeñ os a la suerte del invasor. Entonces fue que decidió un éxodo
masivo. Los españ oles se venían y no quería dejarles nada que pudiera servirles de
sostén. Allí ella conoció a otro Manuel y le gustó aú n má s, Un hombre decidido,
firme y seguro de sí mismo que tuvo que tomar duras medidas. Ordenó quemar
pastizales y trigales, arrear todo ganado y caballada, llevar lo indispensable y
destruir el resto, no dejar nada que pueda servir de sustento al enemigo. Algunos
quisieron resistirse pero las ó rdenes eran inapelables. Tuvieron que abandonar la
ciudad y sus campos.
Cuando despertó una mañ ana vio que en torno a ella, una aldea que estaba a punto
de ponerse en marcha. La gente cerraba sus casas con lá grimas en los ojos,
cargaban los pocos trastos que podían llevar en desvencijadas carretas. Casi nadie
hablaba. Hacían lo que tenían que hacer en absoluto silencio. Ella miró a su
alrededor largo rato. Nadie levantaba la vista. Vio los rostros demudados que tiene
la gente cuando es gente que huye.
El pueblo se ponía en marcha y ella alcanzó a oír solamente, como lejano, el bullicio
de aquella procesió n que desfilaba rozá ndole por el camino. El hombre había sido
descubierto favoreciendo al enemigo. ¿Favoreciéndolo có mo? Preguntó . El soldado
no supo la respuesta.
Belgrano la vio entre la multitud y se acercó llevá ndole un caballo. Ella montó en
silencio.
-Este es un pueblo muy antiguo.- dijo él.- Es difícil para algunos entender que
Españ a ya no es su patria.-
La retaguardia del ejército, a cargo de Díaz Vélez se retira lentamente conteniendo
a los españ oles en La Quiaca. Deben proteger al resto de un ataque en plena
marcha y quemando los campos y arrastrando animales a su paso, se retiran.
Los españ oles pierden en la batalla 453 hombres y 680 caen prisioneros, tres
banderas, trece cañ ones, 358 fusiles, 183 bayonetas, 39 lanzas, 38 carretas, 70
cajones de municiones y 87 tiendas de campañ a. Entre los criollos muere un oficial
y 64 hombres de tropa.
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-Un mes después de la batalla me enteré que estaba embarazada de ti-. Contaba
María Josefa a Pedro Pablo.
Pedrito escuchaba, deslumbrado, una historia que le parecía fantá stica y que antes,
jamá s hubiera creído posible que su madre pudiera haber vivido.
-El destino no nos permitió afianzar nuestro amor. Primero la guerra, después
debió partir a Europa en misió n diplomá tica. En esa oportunidad conseguimos
vernos a su paso por Buenos Aires y pudo conocerte. Tú tenías tres añ os y
probablemente no lo recuerdes. Má s tarde hubo de ir otra vez a Tucumá n, cuando
la declaració n de la independencia. Allí Manuel conoció a una muchacha tucumana
que fue su respiro de los ú ltimos añ os, ya estaba muy enfermo. Allí nació Manuela,
es tu media hermana y tendrá s que conocerla algú n día, vive muy cerca de aquí,
fue criada por una hermana de Manuel. É l regresó ya dolorido como un penitente,
yo fui a verlo en su agonía. No quise llevarte para que no tengas que verlo en ese
triste estado. Murió solo, pobre y olvidado.-
A partir de ese día Pedrito fue Pedro Pablo Rosas y Belgrano. Llevó el resto de su
vida con gran orgullo los apellidos de dos hombres que consideraba, de los má s
importantes en la historia de la Patria.
BIBLIOGRAFÍA:
Vida del Creador de la Bandera, Instituto Nacional Belgraniano, Buenos Aires, 1995
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El cielo estaba limpio. Ella caminaba sola por la alameda frente al río. El sol rielaba
en la superficie del agua hiriéndole los ojos. Desde un barco, situado en balizas, se
hacían señas de anclado y desembarco. Los carros de transporte de ruedas
gigantescas, comenzaron a adentrarse en el agua. Una bandada de pájaros se lanzó al
aire desde las ramas de un árbol con un ruido de explosión. Se despertó agitada
enredada en las sábanas y se levantó descalza para caminar hasta la galería. El día
brillaba con toda ostentación. Vio a su esposo echado en la hamaca y se acercó para
ver si dormía. La camisa blanca estaba manchada de sangre. Perecía dormido. La
sangre le invadía todo el pecho, chorreaba por los costados y caía a través de la tela de
la hamaca, formando un charco en el suelo. Ella pisó la sangre con sus pies descalzos,
lo agitó para comprobar si vivía. Él salió como de un sueño profundo, la miró
horrorizado, se bajó de la hamaca a los tropiezos y corrió por el parque de la casa
desapareciendo en la fronda. Ella quiso llamarlo a los gritos, pero no le salía la voz.
Despertó cubierta de sudor. Apenas amanecía y la claridad comenzaba a entrar por la
ventana. Lucio dormía plácido a su lado. Sus hijos debían ir a la escuela. Quiso
levantarse para llegarse a la cocina y ordenar que se hiciera el desayuno pero estaba
encadenada a la cama. Una cadena gruesa como un brazo le apretaba un tobillo y
metiéndose entre las sábanas, como una serpiente, se extendía hasta apresarse a la
pata del lecho. Tironeó la pierna intentando soltarse pero la cadena se enroscaba como
si tuviera vida propia subiendo y subiendo por su pierna, sin poder detenerla, hasta
invadirla por completo. Despertó. Se pellizcó un brazo para comprobar que ya no
dormía.
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Aquella madrugada de primavera, soplaba un aire apá tico del río. Martina Agustina
del Corazó n de Jesú s Ortiz de Rozas y Ló pez de Osornio de Mansilla, o simplemente
Agustina, abrazó a su marido y le dijo suavemente al oído, “cuídate”. É l después
besó a sus hijos y montó a caballo, alejá ndose al paso pero sin mirar atrá s. Lucio,
que ya era un mozo de 14 añ os y Eduardita que tenía 10, agitaron sus manos en el
aire tibio de la mañ ana y dijeron adió s con lá grimas en los ojos. Agustina, sin
embargo, se mostró con una entereza impasible. No quería mostrarse débil delante
de sus hijos. Una garra fría oprimía su corazó n y otra estrujaba su garganta, pero
no lo dejaría traslucir. Ella era la hermana de Juan Manuel de Rosas y no podía
mostrar flojedad alguna.
Juan Manuel la miró y sonrió , la quería como a una hija, ya que tenía casi la misma
edad que Manuelita.
Los gringos eran los franceses y los ingleses. Desde hacía meses bloqueaban los
puertos de la confederació n y ahora pretendían subir por el Paraná para llegarse
hasta el Paraguay. Alguien tenía que detener el ultraje al territorio nacional. Y ese
alguien solo podía ser Mansilla.
Rosas había recurrido a un informe que Hipó lito Vieytes había elevado a la Junta de
Gobierno 34 añ os antes. El informe detallaba en aquel entonces, que el lugar má s
apropiado para contener una flota extranjera era la Vuelta de Obligado, un recodo
de río en el que solo había 700 metros entre costa y costa, al norte de la provincia,
cercano a la localidad de San Pedro.
Mansilla partió con 170 hombres, solicitó al juez de paz de pueblo todo armamento
disponible y todo hombre entre 15 y 70 añ os. Pidió a Buenos Aires que le envíen
30 tirantes de madera para la contenció n de las baterías.
A las 8 de la mañ ana, con los gringos a la vista, Mansilla arengó a sus hombres.
“¡Allá los tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra Patria al
navegar, sin má s título que la fuerza, las aguas de un río que corre por el territorio
de nuestro país. ¡Pero no lo conseguirá n impunemente! ¡Tremola en el Paraná el
pabelló n azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde
flamea! ¡Viva la Patria!”
Desde la flota empezaron a cañ onear las posiciones argentinas, a las 10 y media, la
mayoría de los barcos enemigos disparaba sus cañ ones indiscriminadamente
causando graves dañ os. Los cañ ones argentinos, de menor alcance y mayor tiempo
de recarga estaban en clara desventaja.
La nave capitana francesa se colocó frente a las baterías y mientras una banda
militar hacía sonar el Himno Nacional, los cañ ones argentinos dispararon
simultá neamente causando 28 bajas en un instante y destruyendo casi toda la
arboladura del barco enemigo. Aun así, eran también muchas las bajas argentinas.
-Che Alberti, ¿Qué es eso que echan al agua de aquel barco?- Le pregunto Mansilla
al italiano que estaba a su lado. El hombre tomó su catalejo y miró atentamente.
-¿Cuerpos?-
Un par de barcos mercantes son alcanzados por las baterías criollas y sufren tanto
dañ o que casi toda su carga queda flotando en el río.
El buque Firebrand se arroja sobre las cadenas y sus hombres a yunque y partillo,
intentan cortarlas. El barco argentino y las cañ oneras, pretenden evitarlo pero
está n bajo el cañ oneo enemigo que incendia los lanchones y corta las cadenas.
250 muertos y casi 400 heridos patriotas, pero son incontables los cuerpos del
enemigo que flotan en el río.
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Eran pasadas las once de la noche. Juan Manuel, junto a Manuelita y a Agustina,
esperaba noticias.
Se había casado a los 16 añ os con ese hombre, cuando él contaba con 45 de edad.
El llevaba ya casi 30 de guerra y ella consideró que él a su edad no tendría que
volver a luchar. Las guerras de la independencia, la guerra con el Brasil, las guerras
civiles; a ella le parecía que eso era demasiado para un solo hombre. Y ahora esto.
Los ingleses y los franceses juntos. Unidos en contra de nuestro pobre y
desangrado país.
Ella temía por sus hijos. Intuía que a Juan Manuel no le quedaba mucho tiempo en
el poder. Confiaba en la habilidad de su hermano y en las fuerzas de la
Confederació n pero ya era mucho el desgaste. Se había enfrentado primero a Paz,
después a Lavalle y los franceses, continuos levantamientos en el interior, ahora
los ingleses y los franceses junto a los uruguayos de Rivera. Era demasiado. Se
podía resistir, ¿pero por cuá nto tiempo? Por eso contaba con su esposo para
protegerlos. É l era respetado hasta por los salvajes unitarios.
-Lucio fue herido pero está bien.- dijo. Le alcanzó el parte médico a Manuelita y se
encerró en su despacho con el resto de los papeles.
“El Sr. General Mansilla, recibió en la tarde del 20, un golpe de metralla (la que
hemos extraído en su totalidad y sopesada, pesa má s de una libra) en el lado
izquierdo del estó mago y sobre varias costillas, y segú n hemos reconocido,
fracturada una de estas. Cayó sin sentido y sufrió por varias horas desmayos,
vó mitos y otros dolorosos y molestos accidentes que fueron calmando
gradualmente. Se le ha practicado un vendaje apropiado para remediar la fractura
de la costilla y se emplean los medios que aconseja el arte“. Dr. Sabino O´Donnell .
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Al día siguiente recibieron otras cartas. Mansilla, un poco recuperado les escribió a
su esposa y a Rosas. En ambas intentaba tranquilizarlos respecto a su salud y
confirmaba que apenas se encuentre mejor, continuaría con lo planeado.
Agustina entró en el despacho del gobernador. Aun con los ojos acuosos, le
preguntó a su hermano.
- ¡Me habías prometido que nada le pasaría y ya ves lo que pasó ¡ Y me prometiste
que volvería después de Obligado y resulta que aun herido va a continuar
luchando.-
Agustina, roja de furia, salió con un portazo y descargó su llanto en los brazos de
Manuelita.
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BIBLIOGRAFÍA.
Historia de la Confederació n Argentina T III- Adolfo Saldías.- El Ateneo, Buenos
Aires.-1951.
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“En este tiempo de guerras, donde el hombre es enemigo del hombre, la injusticia
no existe”. Thomas Hobbes.
La música suena muy fuerte en el salón, Manuelita me habla pero no entiendo lo que
dice. Veo que todos llevan máscaras menos ella. Yo mismo llevo una máscara que
oprime mi rostro, pero no puedo ni quiero sacármela. La fiesta es grande, son los
carnavales, una multitud ha venido a Palermo. El negro Eusebio se ha disfrazado de
Obispo y el obispo se disfrazó de Eusebio. Camino entre todos, palmean mis hombros a
mi paso, los militares, los abogados, los curas y los comerciantes. Reconozco al
gobernador de una provincia, no me acuerdo de cual, disfrazado de almirante francés.
Todos comienzan a bailar, giran y giran en un baile mareante como olas de mar en una
tormenta. La danza se hace lúbrica, carnal. Las máscaras me muestran rostros
sonrientes, complacientes, serviciales y otros, llenos de ira, cargados de ironía y de
odio. Todos me señalan, primero a mí, luego a una puerta tras la cual, algo está
pasando, se siente que algo malo está pasando. Siento que me empujan hacia la puerta.
Escucho risas sarcásticas y prédicas elocuentes y floridas, pero falsas. Abro la puerta,
la habitación está a oscuras, la puerta se cierra detrás de mí, nada puedo ver, La
oscuridad es tan cerrada que es como estar ciego. Tanteo las paredes rugosas y
húmedas. El piso es de ladrillos. Tengo solo doce años. Mi madre me ha encerrado por
haberme escapado a caballo sin su permiso. Estoy sentado en el suelo en medio de la
oscuridad y lloro de bronca, de indignación. Siento que es injusto que me hayan
encerrado. Algo camina por mi mano. Pequeñas patitas ásperas se desplazan por mi
piel. Me sacudo y cae. Ahora lo siento en los pies, en los brazos. Por todos lados. Me
caminan por todos lados. Me sacudo pero no puedo expulsarlos a todos. El piso de
ladrillos... Comienzo a aflojarlos con mis manos. Me duelen los dedos. Los bichos
caminan sobre mí. Arranco los ladrillos del piso y los lanzo contra la puerta, uno tras
otro. Uno tras otro hasta quedar agotado. La puerta no se ha movido. En el silencio de
la noche escucho las campanas de la catedral, Han dado las doce.
Se sentó en la cama. Eugenia, que dormía plácida a su lado, despertó y consiguió
verlo a la luz leve de la luna que entraba por la ventana. Él estaba quieto,
transpirado, sentado en la cama con la mirada fija en el vacío. Ella acarició su
espalda y él se relajó. Volvió a acostarse. Entonces ella notó su tremenda erección. El
gallo del carbonero cantó tres veces.
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Una noticia preocupante tiene conmovida a la ciudad desde hace unos días. Ha
desaparecido la niñ a de 22 añ os de edad Camila O´Gorman, hija del respetable
médico, el doctor Adolfo O´Gorman y de la augusta señ ora Joaquina Ximénez Pinto.
Nos ha llegado una noticia de Buenos Aires que de ser cierta no haría má s que
confirmar el grado de decadencia y corrupció n en que allí se vive, bajo la tutela del
tirano Rosas. Parece ser que una joven de respetable familia, Camila O´Gorman ha
huido con un sacerdote jesuita tucumano llamado Gutiérrez y que lleva por
nombre de pila el de Uladislao o Ladislao. El sacerdote, capellá n de la familia
contaba con la absoluta confianza del Obispo Medrano, hombre que pretende
defender la moral y las buenas costumbres con un discurso procaz. A su vez, la
joven Camila formaba parte del círculo íntimo de Manuelita Rosas y ya sabemos el
grado de promiscuidad que se vive en Palermo, donde son seducidos hasta los
diplomá ticos extranjeros provenientes de la culta y adelantada Europa.
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¿Cuá ntas veces se me ha reclamado la institucionalizació n del país? ¿Cuá ntas veces
he dicho que no era el momento? ¿Có mo puede ser el momento cuando nos atacan
enemigos de afuera y de adentro? ¿Qué soy un Dictador? Seguramente que sí. ¿Qué
soy un Tirano? Decididamente que no. A Esos señ oritos unitarios, liberales y
masones que reclaman por la repú blica, lo ú nico que pretenden en comerciar con
los ingleses. Me reclaman que no haya participado de los agitados días de 1810.
Por supuesto que no. Soy un amante del orden. Y aquellos señ ores revolucionarios,
salvo unos pocos y honrosos, procuraban exactamente lo mismo que hoy,
comerciar con el inglés. Yo enfrenté a los ingleses siendo un niñ o, durante las
invasiones y lo hago ahora que bloquean nuestros puertos junto a los franceses.
Buena zurra les dimos en aquel entonces y también ahora, en Obligado, en
Quebracho y en Tonelero. Puedo tenerlos de amigos, puedo comerciar con ellos,
pero siempre bajo nuestras condiciones. No quieran meterse en nuestros ríos
libremente y no me vengan a apurar con tratados espurios.
Y el provisor de la iglesia del Socorro: “Un suceso tan inesperado como lamentable
ha tenido lugar en estos ú ltimos días. El suceso es horrendo y tiene penetrada mi
alma al má s acerbo sentimiento. Yo veo en él establecida la ruina y el deshonor, no
só lo del que lo ha cometido sino también de la familia a que la joven pertenece;
pero lo má s lamentable es la infamia y vilipendio que trae aparejado para el Estado
Eclesiá stico. Por el amor que V. E. tiene a la religió n (…) yo le ruego quiera
ocuparse de esta desgraciada ocurrencia, digná ndose adoptar las medidas que
estime convenientes, para averiguar el paradero de aquellos dos inconsiderados
jó venes (…) para que su atentado tenga la menor trascendencia por el honor de la
Iglesia y de la clase Sacerdotal” Presbítero Miguel García.
Que puede haber pasado por la cabeza de estos jó venes para cometer semejante
desatino. ¿Qué se enamoraron? Otro nombre le pondría yo. Pero eso aú n no los
justifica. Muchas formas existen para sobrellevar esa situació n.
Y el lame botas del Obispo Medrano ha venido a exigirme a mí, ¡a exigirme¡, que
tome los recaudos necesarios para que se encuentre de inmediato a los pró fugos.
Hubiesen ellos cuidado mejor de sus criaturas y esto no hubiera sucedido. Ya lo
puse en manos de la policía. Que se encarguen. Yo, má s no pienso hacer. Si los
encuentran, deberá n pagar las consecuencias de sus actos, y si no, mejor para ellos.
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Parece ser que la pareja había cambiado sus nombres por los de Valentina Desá n y
Má ximo Brandier respectivamente. Decían provenir de Salta donde se habían
dedicado al comercio. En Goya fundaron, en su propia casa, la primera escuela del
pueblo y parece ser que tuvieron tanto éxito que debieron mudarse a una casa má s
espaciosa para albergar a todos los alumnos.
No existe justificació n alguna para tamañ os actos. El celibato que se impone a los
sacerdotes tiene valor de ley y quien lo rompe, rompe también con los principios
bá sicos de la sociedad y de la Santa Iglesia. Este sacerdote, no solo abandonó esos
principios, traicionó también a una comunidad que creyó en él depositando su fe
en el há bito que portaba y en la institució n que lo cobijaba.
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¿Debo preguntarme qué es justo en estos casos? ¿A qué justicia debo remitirme?
¿Es que la justicia existe? ¿Es justo acaso, que los salvajes unitarios hayan
intentado asesinarme con esa… “má quina infernal” que me enviaron, simulando un
regalo otorgado por diplomá ticos del Janeiro y que solo porqué el Todopoderoso
inutilizó su mecanismo no se disparó matando a mi inocente niñ a Manuelita?
¿Fueron justas todas las muertes de uno y otro bando en esta guerra absurda?
En este tiempo de guerra del hombre contra el hombre, nada es injusto. Acosado
por el fanatismo extremista, por la insensatez democrá tica de algunos, la mayoría
de este pueblo ha sostenido mi mandato y me ha conferido la totalidad del Poder
Pú blico. ¿Y eso que significa en este caso? ¿No es democracia? Creer, confiar y
apoyarse en otro, pedirle su consejo, es honrarle. Desconfiar o no creer es
deshonrar. En mi se ha confiado, se ha creído en mi capacidad para gobernar y
ordenar a este pueblo, para alejarlos del caos y de la guerra. Cuando la barbarie
nos rodea, cuando la anarquía nos asedia, todo queda en manos del Estado. Y en
este caso, el Estado soy yo. Y para evitar que la sociedad que me ha otorgado este
poder, caiga en el caos y el desgobierno, solo le cabe al Estado imponer el
cumplimiento de las leyes. Ahora es cuando debo hacer honor al honor que se me
ha conferido. Siempre he sido partidario de la Dictadura. La democracia formal es
perversa, es corrupta. Una dictadura con una ley justa que se cumpla hasta las
ú ltimas consecuencias. Solo nos resta definir qué es una ley justa.
Esos impíos masones, con sus falsos argumentos con los que pretenden
endulzarnos, quieren hacernos creer que es posible una repú blica en la que impere
la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. O son muy ingenuos o son muy malvados,
y yo me inclino por lo segundo.
Si cada uno viviese segú n su voluntad, viviría en una libertad completa pero
infructuosa, porque así como tiene el poder de hacer cuanto quiere, también los
demá s tendrá n el poder de hacerle padecer cuanto les parezca. Y el má s fuerte o el
má s despabilado se abusará n de inmediato del débil y del tonto. Solo el miedo a
que algo así pueda sucederle, es lo que le empuja a otorgarle al Estado el poder de
protegerlo, aunque con ello pierda esa pretendida libertad. Y es el estado que
tendrá , en el miedo, la herramienta para evitar que los hombres se maten entre sí.
Solo la fraternidad, segú n ellos, conseguiría unificar libertad con igualdad, pero la
fraternidad es una ficció n, es un sueñ o que desde el martirio y sacrificio de nuestro
señ or Jesucristo se viene propugnando sin que en mil ochocientos añ os de historia
se haya conseguido ni siquiera por un corto tiempo.
Mi querida hija, Manuela, ha abogado durante horas con intensidad por su amiga
Camila.
Mi cuñ ada María Josefa me escribe: “Querido hermano Juan Manuel: Esta se dirige
a pedirte el favor de Camila. Esta desgraciada, es cierto, ha cometido un crimen
gravísimo contra Dios y la sociedad. Pero debes recordar que es mujer y ha sido
indicado por quien sabe má s que ella en el camino del mal. El gran descuido de su
familia al permitirle esas relaciones tiene muchísima parte en lo sucedido; ahora se
desentienden de ella. Si quieres que entre recluida en la Santa Casa de Ejercicios,
yo hablaré con doñ a Rufina Díaz y estoy segura de que se hará cargo de ella y no se
escapará de allí. Con mejores advertencias y ejemplos virtuosos, entrará en sí y
enmendará sus yerros, ya que los ha cometido por causa de quien debía ser un
remedio para no hacerlos. Espera una respuesta en su favor, tu hermana. María
Josefa”
La prensa opositora, que había incitado con insistencia que se aplicara un “castigo
ejemplar”, inmediatamente reprochó la barbarie del “Tirano”.
BIBLIOGRAFÍA:
Rozas. Ensayo histó rico-psicoló gico, Lucio V. Mansilla. Anaconda, Buenos Aires,
1933.
No podía detenerse, los perros estaban muy cerca, debía encontrar la manera de
borrar el rastro, tenía que despistarlos. Se detuvo un momento, olisqueó el aire, había
agua cerca, un arroyo salvador. Corrió sin aliento hasta llegar al riachuelo, lo cruzó
rauda y corrió por la otra margen rio arriba más de cien metros y volvió a cruzar.
Ahora fue rio abajo como tres cientos metros y volvió a cruzar, siguió rio abajo por la
margen contraria, se internó en un monte de acacias negras. En la última tormenta
habían dejado caer muchas ramas cuajadas de largas y afiladas espinas. Salió del
monte, retornó al arroyo, lo volvió a cruzar y ahora remontó el rio, pasó entre medio
de unos espinillos y ascendió una cuesta larga hasta la cima de un cerro. Allí se sentó a
descansar. Desde la altura pudo primero oir el ladrido de los perros acercarse,
después los pudo ver llegar hasta el arroyuelo. Algunos lo cruzaron, otros buscaron el
rastro sin encontrarlo. Los que habían cruzado encontraron el rastro y ladraron para
avisar al resto. Todos fueron rio arriba hasta que volvieron a perder el huella.
Ella comenzó a descender lentamente la colina por el otro lado, sabía que los perros
estarían mucho tiempo perdidos, sin poder encontrarla. Nunca la encontrarían.
Mientras bajaba escuchó a lo lejos el aullido de dolor de los perros, seguramente en el
monte de las acacias. No dejó de tomar precauciones y dio varias vueltas para llegar a
la madriguera. Mientras andaba pensó en no regresar nunca más a la casa. Durante
mucho tiempo se sirvió del gallinero. Muchos pollos, huevos y hasta una gallina grande
se llevó una vez. Había que alimentar la cría. Llagó a la madriguera, bien oculta bajo
unos arbustos bajos. Cuatro zorritos la esperaban. Habían crecido. Podía enseñarles a
vivir. Ella estaba preñada otra vez.
Ha cantado el gallo del carbonero, los faroles de aceite de la galería han consumido
su aceite y terminaron apagá ndose. El paso del caballo del sereno sobresaltó a
Eugenia. Algunos gatos en celo que maú llan a la madrugada parecen bebes
llorando. La luna, entre algunas nubes, comienza a palidecer pero aun roza en las
ventanas y le da a todo un tinte de plata y azul. El caballo del herrero, piafa de vez
en cuando. Sonidos de una noche que termina cundo la campana de la capilla toca a
las seis.
No había salido el sol cuando ella se levanta despacio para no despertarlo, se viste
en silencio y va hasta la cocina donde la negra Kande ya tiene el agua casi a la
temperatura justa para el mate. Ella prepara la yerba, la bombilla de plata y el
porongo, toma la pava y retorna a su habitació n. Allí Juan, como ella le llama en la
intimidad, aun duerme profundamente. Se había quedado trabajando, como cada
noche, hasta muy tarde, pero aun así es de levantarse temprano. Ese hombre
adorado que la ha salvado de vaya a saber qué cruel destino.
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Eugenia había quedado huérfana cuando tenía quince añ os, ella y su hermano
Vicente de catorce. Su madre había fallecido cuando ellos eran muy pequeñ os y su
padre, Gregorio, que había sido capitá n de milicias y ponía su vida en peligro con
frecuencia. No quiso correr el riesgo de dejar a sus hijos abandonados, por si
muriese en algú n entrevero y recurrió al gobernador, al que bien conocía, ya que
de joven había trabajado en sus estancias.
-Don Juan Manuel, - le dijo.- he venido hasta usted porque necesito pedirle un gran
favor.-
-Hable, hombre, siéntese y hable, que si está a mi alcance, sabe que puede contar
conmigo.-
- Vea, usted sabe que tengo dos hijos pequeñ os, mi mujer murió hace muchos añ os
y yo, usted sabe, puedo partir en cualquier momento.-
-¿Entonces?-
-Entonces quiero pedirle que usted sea, no sé, un protector pa´ mis hijos, por si
algo me pasa, ¿Vio? Tengo una casita en el barrio de Concepció n que quedaría pa´
ellos, eso y mi alazá n son mis ú nicas pertenencias y no conozco a naides con la
confianza pa´ pedirle esto.-
-No se preocupe mi amigo. Ya mismo llamamos a un notario para que haga un acta
en la que disponga lo que usted quiera. Yo estoy a su disposició n.-
Sin embargo, seis meses má s tarde, a Rosas, que de todo se enteraba sin moverse
de su escritorio, le llega la noticia de que Eugenia era maltratada.
Desde ese día, Eugenia Castro estuvo al servicio día y noche de la señ ora
Encarnació n Ezcurra, la enferma esposa del Gobernador.
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Eugenia le deja la pava, él seguirá tomando mate mientras se viste, ella sale, para
ver si aú n duermen sus hijos. En un cuarto duermen Á ngela y Nicanora, las
mayores. Á ngela duerme con la cara vuelta hacia la ventana donde un par de
palomas arrullan sin cesar. Juan Manuel la llama la “soldadito” porque a ella le
gusta disfrazarse como un gaucho de la Guardia del Monte y juega con una cañ a a
que arremete con la lanza. Nicanora, está boca arriba y sus cachetes gorditos se le
mueven al respirar, Eugenia la acomoda arropá ndola y poniéndola de costado. Juan
Manuel le dice la “galleguita” porque se entretiene siempre entre los gallegos que
trabajan en los montes de naranjos de Palermo. En la habitació n contigua duermen
Emilio y Justina, los má s pequeñ os. Justina aun duerme pero suele ser la primera
en despertar, solo tiene dos añ os de edad, pero habla como una persona adulta.
Habla con seriedad, frunce el ceñ o y levanta la manito con el dedito en alto como si
se dirigiera a una gran audiencia. Juan Manuel dice que imita al doctor Anchorena
en sus alocuciones grandilocuentes. Emilio, el varoncito, que tiene seis añ os,
corretea los pasillos y las galerías de la casa montado en una escoba con una
espadita de madera que le regaló el general Mansilla.
Eugenia sale sin ruido y se dirige a la cocina para ayudarle a Kande con el
desayuno de domingo con la familia. Kande es una hermosa negra, es alta y
delgada, sonríe todo el tiempo y sus blancos dientes hacen que todo sea má s claro
alrededor. Juan Manuel la compró cuando era niñ a recién llegada de Á frica y en el
añ o 13 le dio la libertad pero ella no se quiso ir, ¿a dó nde iba a ir, la pobre? Kande
es su nombre africano, significa princesa, porque eso es lo que era en su tierra. En
las fiestas y los bailes del barrio del Mondongo, ella es reina. Juan Manuel le hizo
bautizar como Candelaria y así se le puede llamar Kande con todas las de la ley.
Calentar leche, hacer café, el té, el pan con chicharron recién salido del horno,
preparar la natilla con canela, la mazamorra, también arroz con leche, mantequilla,
mermeladas y jaleas de naranjas y ciruelas. Hay muchos naranjos en Palermo.
Eugenia despierta a sus niñ os y les ayuda a vestirse. Les pone su mejor ropa
porque ellos querrá n lucirse ante los concurrentes que también llegará n con sus
hijos.
Suele haber mucha gente en los desayunos porqué para Juan Manuel es la ú nica y
má s importante comida del día. Suele leer los perió dicos de Montevideo y los de
Buenos Aires casi simultá neamente. Se dice de él que es un tirano sanguinario. Se
dice también que es el salvador de la patria. Se dice que es un estafador de su
pueblo. También que es la felicidad de los pobres y la rienda de los ricos. Había
quien decía que llevaba dentro, una suerte de infelicidad. Trabaja el resto del día.
No almorzará y por la noche se arregla solo con algú n bocadillo y mucho mate.
Quienes quieran verlo de manera informal, entonces, acuden a Palermo por la
mañ ana temprano.
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Aquel día, Rosas la lleva a la vieja casa de los Ezcurra, donde vive con su familia. La
casa de Palermo aú n no está terminada. Eugenia, tímida muchacha de quince añ os,
sin conocimientos previos para cuidar un enfermo, velozmente se hace cargo con
comedida disposició n: Manuelita la quiere de entrada y Pepa como le decían a la tía
Josefa la mira primero con recelo pero luego rá pidamente también, le toma cariñ o.
Pero es la propia Encarnació n quien mejor apreciaba la atenció n que recibe, la que
má s fervor demuestra y le prodiga má s cariñ o que a la propia Manuelita. Eugenia
pone todo su corazó n en la atenció n de la enferma, hace todo con un cariñ o
especial, parece que ha nacido para atender enfermos. Se encarga de calentar
ladrillos cuando Encarnació n tiene los pies fríos, le masajea la espalda y las piernas
con admirable dulzura cuando se le entumecen, Le coloca pañ os fríos en la frente
cuando levanta fiebre, le ayuda a sentarse en la cama cuando tiene un acceso de tos
y fundamentalmente sigue todas las indicaciones que los doctores le dan para el
cuidado de la enferma.
Una tarde de primavera en que Encarnació n está un poco mejor Juan Manuel las
lleva a dar un paseo en carruaje por la alameda. Las flores inundan de perfumes el
parque. Se detienen frente al río desde donde se pueden ver los barcos franceses
que bloquean la ciudad. El rostro de Juan Manuel se endurece pero nada dice para
no importunar a su esposa. De regreso a la casa, él las deja solas.
-Eso quisiera mi´jita, pero sé que no va a ser así. Lo que quiero decirte es que sé
que Manuelita podrá suplirme en algunas cosas de la política, pero también sé que
Juan Manuel no querrá volver a casarse y va a necesitar alguna buena muchacha
que lo acompañ e en la intimidad ¿Tú me entiendes, verdad?- le dijo tomá ndole
fuertemente un brazo y mirá ndola a los ojos con intensidad. Y Eugenia entendió .
Han pasado má s de diez añ os de aquel día y hoy Eugenia la recuerda con cariñ o.
Encarnació n murió poco tiempo después de aquella conversació n y Juan Manuel
fue una sombra durante meses.
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El desayuno es en familia. La mañ ana es cá lida, una leve brisa del río trae la
humedad necesaria, los pá jaros se dejan oír gloriosos, Pá nfilo, el gato gris de
Manuelita se hecha al sol junto a los malvones y no deja de mirarlos. Los carruajes
van llegando uno tras el otro. El general Mansilla y su hermosa esposa, Agustina, la
hermana preferida de Juan Manuel, son todo sonrisas. El general viste de paisano,
como acostumbra cuando no está de campañ a. Agustina tiene un vestido blanco, de
muselina y gasa con el cintillo punzó insertado en el pecho con un alfiler de plata, y
lleva un sombrero de ala ancha adornado con decenas de pequeñ as flores. Eugenia
admira su belleza y su elegancia, sin embargo ella carece de envidia. Manuelita le
ha regalado varios vestidos y ella usa siempre los má s sencillos. Considera
inadecuado ponerse algo que pueda hacer pensar que quiere competir en gracia y
elegancia con las damas que frecuentan la casa.
Los Mansilla llegan con sus hijos, Lucio, que ya es un muchachó n muy desenvuelto
en galanterías que tiene 17 añ os y su hermana Eduarda de 14 que es una
muchacha un poco retraída y que le da que pensar a Eugenia que se parece un poco
a ella cuando tenía su edad.
Otro carruaje trae a Pedro, que es hijo nada menos que del General Belgrano,
acompañ ado de su madre, Josefa, hermana de la fallecida Encarnació n y de su
esposa, Juanita Rodríguez. Vienen también con sus hijos, Pedrito de 6 y Dolores de
4 añ os.
Dolores, la hijita de Pedro quiere atrapar a Pá nfilo, pero el gato huye rá pidamente
trepá ndose a un á rbol. Otros niñ os corren a las hamacas que Juan Manuel hizo
colgar para ellos. Pero enseguida llaman a la mesa porque el desayuno está
servido.
Sin embargo, entre los adultos, sobreviene el tema de la huida de Camila, amiga de
Manuelita.
Por la tarde, después del asado que unos comen con fruició n y otros con simple
deleite, se suman al encuentro amigos y amigas de Manuelita, Juanita Sosa, Má ximo
Terrero, Francisco Arana y su hermana María Mercedes, Prilidiano Pueyrredó n,
recién llegado de Europa y otros jó venes de la mejor sociedad porteñ a. Algunos
duermen una corta siesta bajo los á rboles, otros emprenden caminatas o paseos a
caballo mientras los niñ os no dejan de jugar.
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Eugenia también tomó esa costumbre aunque ella lo hacía mucho má s entrada la
noche, porque hasta muy tarde atendía sus obligaciones en la casa. Quería al
gobernador como al padre que había perdido.
Durante cuatro días siguió con su vida habitual. Una mañ ana, Eugenia, que se
abocaba en algunas tareas domésticas, se tomó un descanso y, fue hasta su cuarto.
Una carta, de su hermano, estabn sobre la mesa. Le contaba que había conocido a
una joven y que estaba prendado de ella. Dejó la carta sobre la cama, se paró frente
al espejo y comenzó a arreglarse el pelo, pensando feliz, en la felicidad de su
hermano. El rayo de sol que penetraba por la ventana, se reflejaba en el espejo y se
derramaba sobre ella. Allí estaba, en su vestido verde. Una cesta de paja, herida por
la luz, propagaba tonos dorados en toda la estancia y el pequeñ o dije de plata que
le había dejado su madre chispeaba en su largo cuello.
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Dos días después de aquel domingo de fiesta, Eugenia encuentra a Manuelita sola,
caminando bajo los sauces llorones y su une a ella. Han sido confidentes una de la
otra. Eugenia conoce y guarda celosamente el secreto de Manuelita. Algunas
noches, Má ximo Terrero, su eterno pretendiente, la visita en su habitació n. Eugenia
sabe que Juan Manuel le ha prohibido que se case, pero también cree que Rosas
sabe de las visitas de Má ximo y calla.
-No puede ser Eugenia, debe ser un error. Juanita me lo hubiera contado.-
-No lo sé. Si eso sucede, ¿Dó nde quedaría yo? ¿Y mis hijos? Hace dos días que lloro
por los rincones para que él no me vea.-
-No te preocupes.-La consuela.- Yo voy a componer esto.- Y Llevá ndola del brazo la
acompañ a hasta sus habitaciones.
Manuelita, hecha una furia, entra en el despacho donde el gobernador dicta una
carta a uno de sus secretarios. El muchacho, un joven tímido y callado, al verla, sale
discretamente. Rosas la mira y sonríe, conocedor de las expresiones de su hija,
sabe que algo grave pasa.
Juan Manuel se pone serio. Todos los reclamos de su hija han sido siempre
relacionados con otras personas. Manuelita le pedía por algú n unitario que había
caído en desgracia y se le habían confiscado las tierras, o por otro, que por estar en
la cá rcel, su familia sufre grandes penurias. Nunca le había hecho un pedido
personal y eso lo toma por sorpresa.
Juan Manuel no se casó con Juanita Sosa…pero tampoco con Eugenia Castro.
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-Tú te vienes conmigo a Inglaterra, con Á ngela y con Emilio. Nica y Justina
quedará n con Terrero y luego enviaré por ellos.- Juan Manuel ve el rostro dolido de
Eugenia. – No podemos ir todos ahora, no es posible.
-Te enviaré a Palermo con una nota para Urquiza. É l te permitirá preparar el
equipaje.- Siguió Juan Manuel seguro de que ella cambiaría de opinió n.
En los siguientes tres o cuatro días que siguieron, Juan Manuel se ocupó de dejar
en manos de su socio, Juan Nepomuceno Terrero el título de propiedad de la casita
de Eugenia y de Vicente. É l la había hecho reparar y la había alquilado durante
quince añ os. Le dejó también los 20.000 pesos que esos alquileres habían
producido para que se los entregue a Vicente, y otros 42.000 pesos para que le dé a
Eugenia. Era casi todo lo que tenía.
Ella no fue al puerto a despedirlos. Nunca má s los vio. Eugenia estaba embarazada
de su quinto hijo. Se llamaría Adriá n. Rosas nunca lo supo.
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Muchas cartas fueron y vinieron entre Buenos Aires y Southtampton. Rosas le
reclamó amargamente que ella no lo acompañ ara “Si cuando quise traerte
conmigo, segú n te lo propuse en dos muy expresivas y tiernas cartas, hubieras
venido, no serías hoy tan desgraciada”. También con Manuelita se intercambiaron
cartas, cariñ os y algunos regalitos.
Eugenia vagó de casa en casa. Los familiares y amigos de Rosas, nada quisieron
saber de ella. Trabajó de lavandera, al igual que sus hijas, los varones, de peó n en el
campo. Emilio murió en la guerra del Paraguay.
Veinte añ os después, muerto Rosas, Nicanora inició un juicio por herencia. Los
Jueces en Buenos Aires se declaran fuera de jurisdicció n. No tenía sentido hacer un
juicio en Inglaterra. Todos los bienes de Juan Manuel de Rosas los había
expropiado el Estado Argentino.
Juanita Sosa; la amiga de Manuelita que siempre quiso visitar las habitaciones del
gobernador y que tal vez lo consiguió , algunos añ os después de Caseros fue
internada en el Hospital de Mujeres mentalmente alterada. Le gustaba convertirse
en estatua. Adoptaba una postura parecida a la de las estatuas griegas y se quedaba
en esa posició n durante horas, sin moverse. La gente bien de la ciudad iba a ver el
espectá culo. Una vez, fue Diana Cazadora, una mano elevada buscando una flecha
del morral y la otra que sostiene un arco imaginario y así se quedó hasta que la
muerte vino a buscarla.
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BIBLIOGRAFÍA:
Vida de Juan Manuel de Rosas, Manuel Gá lvez, Editorial Eliasta, 1991 Buenos Aires.