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LA CASA DE LOS ENSUEÑOS

Tiempos difíciles, crean hombres fuertes.

Hombres fuertes, crean buenos tiempos.

Buenos tiempos, crean hombres débiles.

Hombres débiles, crean tiempos difíciles.

Encarnación, heroína federal- 1833

La noche tenía una luna baja enmarcada en espesas nubes de tormenta. Los truenos
lejanos habían puesto nerviosa a Mariquena, la yegua blanca que montaba y se le
escuchó bufar y sacudir la cabeza. Las hermosas crines blancas relampaguearon bajo
la tenue luz lunar. El paso se convirtió en trote. A pesar de la oscuridad, nosotras
conocíamos bien el camino y anduvimos un largo trecho entre chañares y espinillos.
Una rama arañó mi brazo izquierdo y comenzó a sangrar. Sin detenerme, rasgué un
trozo de tela de mi enagua y me vendó atándose con la mano derecha y con los dientes.
El camino se hacía sinuoso y áspero, descendía por una barranca algo escarpada y
temí que Mariquena resbalase. Los cascos se apoyaron firmes entre piedras y raíces,
las herraduras eran buenas y estaban muy bien colocadas.

tiré de las riendas cuando llegamos abajo y nos detuvimos, solo para orientarnos y
continuar hacia el destino. La yegua olisqueó el viento húmedo de la noche tormentosa
y su cuero cimbró bajo la montura. La tormenta se aproximaba, las primeras y gordas
gotas empezaron a caer. Comenzamos a galopar, el pelo se me había soltado y ahora
se movía al viento tanto como las crines del caballo. ¿Caballo? Ahora no es
Mariquena, es Matrero el que estoy montando, el colorado que trajeron los indios y
que aún no está del todo domado. Siento una presión en el pecho y un vacío en el
estómago. El galope se ha hecho carrera y temo no poder contenerlo. Un rayo cae muy
cerca y la luz resplandece en el cuero sudado del animal.

Aquella mañ ana no se levantó contenta. El sueñ o que había tenido la había
perturbado, pero el verdadero motivo de su pesar era que sería el ú ltimo desayuno
junto a Juan Manuel. Era el 20 de marzo de 1832. Rosas partía a encabezar la
campañ a del desierto.

Veinte añ os de matrimonio habían pasado, veinte añ os de pasió n, de


compañ erismo, de hermandad. ¿Có mo definir veinte añ os de matrimonio? ¿Veinte
añ os de lucha? Sí, pero no de lucha de uno contra el otro. O por momento sí. Porque
ambos eran pasionales, decididos, incontenibles, diná micos, ambos eran exigentes,
empedernidos. Nacidos para mandar. Pero esa fuerza rara vez era para con el
compañ ero, esa fuerza era para afuera, para con los otros.

Los dos eran de familias aristocrá ticas, de aquellos conquistadores españ oles de
noble cuna que entraron en América matando y muriendo, pero má s matando que
muriendo y se fueron adueñ ando de todo y de todos, lenta pero inexorablemente,
porque hay cosas que no pueden detenerse.

Y se fueron enriqueciendo porque a lo largo de los añ os no fue tan difícil


enriquecerse, el comercio, el contrabando, el ganado, el oro y la plata le había dado
a esas familias la oportunidad de hacerse ricos, pero siempre matando y muriendo.
É l era de familia de hacendados. Don Clemente Ló pez de Osornio, el abuelo, había
sido, sin dudas, uno de los primeros estancieros. Era dueñ o del “Rincó n de Ló pez”,
en la Magdalena, sobre la desembocadura del Salado.

Los abuelos de ella, habían llegado ricos de Europa, uno de Francia y el otro de
Españ a y se habían dedicado al comercio con el viejo continente. La casa,
propiedad de la familia, era tal vez la má s grande de la ciudad y en esa casa se
conocieron Juan Manuel y Encarnació n.

Sin embargo las cosas no habían sido fá ciles. Diecinueve añ os él, diecisiete ella y el
noviazgo ardiente, rechazado por Doñ a Agustina. Brava mujer la madre de Juan
Manuel, que aducía una excesiva juventud en los novios como para encarar el
matrimonio, cuando él ya llevaba tiempo administrando los campos de la familia y
la de sus primos, los Anchorena.

Se hacía tan difícil la espera con tanta sangre en las venas golpeando las paredes
del cuerpo, que fue necesario preparar una astucia. Ella escribió una nota y él la
llevó a su casa dejá ndola en aparente descuido sobre un mueble. Contaban con
que la curiosa suspicacia de Doñ a Agustina no podía permitirle dejar de leerla. El
embarazo del que informaba la carta a Juan Manuel no existía, pero el casamiento
se arregló a la brevedad. El escá ndalo no era posible en esas familias.

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Vivimos por un tiempo en su casa, la de los Rozas y Osornio, hasta que un día Juan
Manuel regresó del campo entrando como siempre, por las caballerizas y subió al
piso alto, donde está n las habitaciones, para asearse y cambiar de ropas. Luego
descendió y sin querer escuchó a su madre, que no sabía que él estaba en la casa,
decirle a una amiga que ella no soportaba ya la presencia de su nuera en la casa.

Decir y hacer fue una sola cosa. Salimos de la casa con lo puesto. Juan Manuel dejó
su poncho sobre la cama. No quiso a llevá rselo porque había sido un regalo de
Doñ a Agustina. Ni siquiera quiso cobrar varios meses que se le adeudaban por su
trabajo de administrador.

A partir de allí, por mucho tiempo, la casa de mis padres fue nuestra morada en la
ciudad. Los primeros añ os pasamos muchas temporadas en el campo, en Los
Cerrillos, Las Higueritas, San Miguel del Monte, La Independencia, estancias que
administraba y que poco a poco fue organizando y modernizando.

Juan Manuel no era como esos típicos españ oles que le escapaban al trabajo en el
campo y para quienes trabajar era denigrante y humillante. É l, desde chico nomas
apreció el trabajo como algo que le da dignidad al hombre y aplicó ese criterio para
si, tanto como para sus peones. Nada era má s importante que el trabajo.

Juan Manuel fue comprando, en sociedad con sus amigos Juan Terrero y Luis
Dorrego, hermano del desgraciado Manuel, grandes fracciones de tierra. En la
sociedad, Terrero se encargaba de los quehaceres de la ciudad y Juan Manuel de los
del campo.

Vivir en el campo era vivir a lo salvaje, ranchos en medio del desierto, sin
comodidades ni sociedad, en lucha permanente con el indio y rodeados de gauchos
matreros, de negros ladinos y de indios “mansos”. Para mí no era un problema,
siempre me entendí con esa gente y en ningú n momento extrañ aba la ciudad. Juan
Manuel está allí en su elemento, es uno má s y es el mejor en todo, malonquea
mejor que cualquier indio, enlaza y bolea mejor que cualquier gaucho, y jinetea
mejor que nadie. Le tienen respeto hasta la veneració n, impone las reglas y las
cumple primero él. Perdona al que llega cargando un crimen, pero mejor que no
vuelva a cometer un delito porque le espera el azote y la estaqueada.

Mientras tanto llegaron los hijos. Primero Juan Bautista el primogénito, muchacho
timorato que nunca se acomodó la ciudad y prefirió vivir su vida en el campo,
luego María de la Encarnació n, la pobre niñ a que murió en mis brazos el mismo día
de ver la luz, y finalmente Manuelita, la dulce Manuelita.

No me pesa vivir en el campo, sé entenderme con el gaucho y con el indio, pero


Juan Manuel prefirió apartarme de los peligros. É l pasa una temporada aquí y otra
en allá . Nació en esta ciudad, ama esta ciudad, pero su alma es del campo.

Los hijos crecieron y me fui haciendo la vida en contacto con mi gente, mi familia,
mis amigos, las familias patricias de este país, pero nunca, al igual que Juan Manuel,
perdimos contacto con los humildes, con los negros, los gauchos, los indios, los
carniceros, los matarifes, los carreros, los piasanos, porque ellos son los que dieron
la sangre necesaria para expulsar a los ingleses y a los godos y no recibieron nada
a cambio.

Después en el país vinieron los añ os de caos, de Juntas, triunviratos y Directores,


de marchas y contramarchas, de moná rquicos y republicanos y de Unitarios y
Federales, y vino la Constitució n espuria del señ or Rivadavia, y el rechazo de las
provincias y vino una guerra con el Imperio del Brasil. Pero Juan Manuel fue
siempre amante de la legalidad y del orden y se opuso a toda revolució n que quiera
remover un gobierno legal. Porque el orden para él, es lo ú nico que puede sacar a
este país adelante.

Muchos hombres vieron esa cualidad en él, y vinieron los acontecimientos que lo
llevaron a la Gobernació n. Puso orden. Pero para conseguirlo y mantenerlo hace
falta tener la suma del poder, ejercer una dictadura si es necesario, una dictadura
con una ley justa que se cumpla hasta las ú ltimas consecuencias. Lo aclamaron y lo
llamaron “El Restaurador de las Leyes”. Pero hay muchos que no lo entienden así y
fue necesario que Juan Manuel renunciara a su reelecció n porque no se le otorgaba
ese poder. Entonces planificó y puso en marcha esta campañ a contra el indio. Era
una necesidad impostergable. Muchos caciques no aceptaban las condiciones de la
civilizació n y continuaban maloneando, asolando las estancias má s alejadas,
causando mucha muerte y destrucció n. Allí se encuentra él ahora y es necesario
que actú e yo, para preparar las condiciones necesarias para que a su regreso
pueda volver a gobernar.

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La mayoría de los unitarios que habían causado los estragos de 1828 se habían
exiliado en Montevideo, los menos comprometidos se habían quedado en sus casas
y casi no asomaban la nariz. Pero aun así, el clima político de la ciudad no estaba
tranquilo. Los federales se habían dividido en los que habían apoyado las
facultades extraordinarias para Rosas y los que las habían rechazado. Gobernaba la
provincia Juan Ramó n Balcarce, un héroe de la independencia y un federal tibio. Un
hombre indeciso, sin cará cter, fá cil presa de cualquier espíritu fuerte que tuviera
cerca. Hasta su mujer Doñ a Trinidad, mandaba en su casa y a veces en su
escritorio. Y él gobernando una provincia en crisis. !Pobre Balcarce¡

Encarnació n comenzó por hacer publicar en los diarios, todos los partes del
ejército en campañ a contra el indio. Las pá ginas de los perió dicos se llenaban con
las “operaciones” contra el bá rbaro y eso hacía que le gente no olvidara la eficacia
con que emprendía cada Juan Manuel.

Se aproximaban las elecciones legislativas, Rosas permitió , a la distancia, que su


nombre encabezara ambas listas y de esa manera no quedar como un divisor del
partido federal, pero los nombres que continuaban debajo eran adversarios entre
sí y con el pasar del tiempo se fue acrecentando la enemistad. Una de las listas, la
colorada, llevaba a todos los fieles, la otra, la negra, llevaba a los federales tibios, a
los liberales y hasta a algú n unitario disfrazado. A los rosistas se los empezó a
llamar “apostó licos”, a los contras, “cismá ticos” o lomos negros, como les decía
Encarnació n, por el color de la lista.
Se llegó a las peores matufias de ambos lados, algunos pasquines se repartían en
los cuarteles tergiversando la realidad para sacar provecho de la ignorancia.

Los cismá ticos ganaron la elecció n. Aprovecharon la confusió n que emanaba del
nombre de Rosas en ambas listas, para que sus emisarios convencieran al pueblo
ingenuo que los votaran. Pero esto no era todo. En la elecció n, los que oficiaban de
fiscales eran los primeros votantes en llegar que supieran leer y escribir, así que
los cismá ticos madrugaron y coparon la mayoría de las mesas. El votante, que
generalmente no sabía ni leer ni escribir, decía en voz alta y clara el nombre del
candidato y el fiscal lo anotaba en una lista, por supuesto entonces que lo hacía en
la lista de su propia preferencia. También ocurrían atrocidades má s groseras. En
una parroquia irrumpe el batalló n de un regimiento y exige que los votos de
determinado candidato sean reemplazados por los de otro, un par de hombres
quiso evitarlo y fueron asesinados. Hubo otros crímenes atroces que la policía no
supo o no quiso esclarecer.

Encarnació n aprendió la lecció n.

A partir de allí, si antes había participado en la contienda, ahora sería quien


manejara a propios y extrañ os.

Pronto hubo revancha.

Fueron necesarias unas elecciones complementarias porque muchos de los


candidatos habían sido elegidos simultá neamente por distritos de la ciudad y de la
campañ a. Se les exigió que optasen por una u otra representació n, entonces fue
necesario cubrir las representaciones vacantes.

Ella. Al igual que su marido, sabía conocer a los hombres. Rá pidamente se dio
cuenta que Anchorena, Guido o Arana no tenían el apoyo de las masas porque no
sabían có mo tratar con los humildes. Que Cuitiñ o o Parra en cambio, no tenían
cultura ni sentido político, entonces cada cual a lo suyo.

Encarnació n comenzó a mover a su gente, los comisarios Parra, Cuitiñ o y


Chanteiro, el general Vidal, el coronel Pueyrredon y a su cuñ ado Prudencio Rosas.
También las mujeres debieron movilizarse, embarraron sus faldas en las calles de
los barrios pobres, los barrios de los negros, los barrios de los orilleros. Allí fueron
sus hermanas Margarita, Dolores y María Josefa Ezcurra que era la má s
encarnizada. También a sus cuñ adas, Gregoria, Dominga, Mercedes y Agustina y a
su hija Manuela.

Agustina y Manuela, tia y sobrina tenían casi la misma edad, Manuela 16, Agustina
17, pero Agustina llevaba ya dos añ os de casada con el general Mansilla. Entendían
que era peligroso, pero no se iban a atrever a ofender a una señ ora de alta clase.
Los lomos negros y los liberales sabían que un crimen así no tendría perdó n.
Todas las mujeres estaban también bajo las ó rdenes de Encarnació n. Concurrían a
las tertulias de las ilustres familias, con el exclusivo objetivo de hacer proselitismo
y examinar las opiniones de las esposas, porque éstas suelen ser las de sus
maridos. Pero no se quedaron con eso, también, como decíamos, embarraron sus
faldas en los barrios pobres de negros y orilleros. Llevaban regalos, pequeñ os
presentes, hablaban con las mujeres, madres y esposas que sabrían conducir a sus
hijos y maridos. Muchos de ellos estaban acompañ ando a Juan Manuel en la lucha
contra el indio, les prometían entonces, que a su regreso de la campañ a, Rosas les
daría de baja a los que quisieran, para poder así atender con su trabajo a la familia.

Bajo su direcció n, Encarnació n creó la Sociedad Popular Restauradora y puso como


presidente a Juliá n Gonzá lez Salomó n, un sin vueltas. Era una sociedad
conformada por personajes de importantes familias, activos, decididos y
fundamentalmente leales. Allí figuraban apellidos como, Terrero, Arana, Mansilla,
Riglos, Pinedo y Anchorena. Sus actividades habituales consistían en realizar
reuniones para discutir sobre política, informar de todas las actividades opositoras
a Rosas y realizar manifestaciones en contra de políticos de la oposició n,
generalmente frente a sus casas. No eran ellos los que se comprometían en estos
menesteres, enviaban a sus hombres, cuanto peor entrazados mejor. Se disparaban
algunos tiros, se rompían algunos cristales y se espantaban caballos. Así
amedrentaban al opositor, que si hacía falta, también se llevaba alguna zurra.

Llegó el día de la elecció n. Pronto se supo que en la parroquia San Nicolá s, los
fiscales que eran cismá ticos rechazaban a los votantes colorados, pero los
colorados levantaron la mesa y se la llevaron a un lugar tranquilo…donde se
pudiera votar entre amigos.

En la parroquia de la Concepció n, fue má s grave la cosa. Un oficial de justicia


llamado Juan José Ferná ndez se entretenía rompiendo boletas coloradas cuando
llegó el comisario Parra con algunos de sus hombres y lo increpó . Ferná ndez no
tuvo peor idea que golpear a Parra, Entonces el sargento Cabrera, hombre de la
partida de Cuitiñ o, sacó su espada y lo hirió . Encarnació n le escribiría después a
Rosas contá ndole que fue solo un “arañ ito”. Sin duda fue algo má s arduo porque de
no intervenir el cura de la parroquia Ferná ndez no contaba el cuento.

A media tarde los cismá ticos lomos negros iban perdiendo claramente la elecció n.
Doñ a Trinidad entró en el despacho de su marido, el gobernador y trinaba insultos
y agravios de todo tipo. Balcarce decidió entonces, solo para no oírla, anular la
elecció n, dados los tumultos acontecidos. Emitió un decreto en el que prometía
mejorar el sistema electoral a fin de terminar con los disturbios. La prensa rosista
puso en funcionamiento todos sus cañ ones criticando al gobierno por su
parcialidad, Encarnació n escribía las notas, que los editores después, publicaban
como propias.

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Recuerdo los días inocentes y felices en que gozaba de la paz doméstica en la
dichosa soledad del campo. Entonces ni yo ni ninguna de las mujeres de la casa,
que éramos muchas, hablá bamos de política. Pero llegó la hora desgraciada del
fusilamiento de Dorrego y desde ese infausto día no nos fue posible privarnos del
desahogo natural. El corazó n amante, puro y delicado de una mujer no puede ser
insensible a lo que se escribe en el día a día. Los ataques y ofensas que se le hace
cada jornada en la prensa a mi compañ ero, mi amigo, mi amante Juan Manuel no
puede pasar sin respuesta.

Un día viene a verme el amigo García de Zú ñ iga, ministro del gobierno a decirme
que el gobernador Balcarce me sabe inquieta y me ha preguntado lo que quiero y
me ofrece hacer callar a Olazabal y a los perió dicos cismá ticos. Le contesté que
inquieta no, inquietos pueden estar los que tienen mala conciencia y que la mía era
buena, pues nada me remuerde y no creo que ese sea el caso del gobernador y por
lo tanto le compadezco. Olazá bal y su gavilla no me preocupa, tengo recursos para
enfrentar cualquier maquinació n, no le temo a nada ni a nadie. García de Zú ñ iga
intentó apaciguarme, y le dije entonces.-Ud. Mismo puede contar conmigo si
necesita que le cuiden las espaldas.-

Han venido a verme varios federales netos con miedo de salir a la calle, ni siquiera
quieren leer “El Restaurador de las Leyes”. El doctor Arana lo compra en la
imprenta y lo esconde para leerlo en su casa. Es tal el terror de estos pobres
infelices que el perió dico no cuenta hoy con má s de sesenta suscriptores.

Le escribí a Juan Manuel contá ndole de estos hechos, le dije, “Creo que todas las
cosas emanan de Dios y que estamos obligados, todas las clases sociales, a trabajar
por el bien general. Muchos paisanos está n dispuestos a hacer lo que haga falta. Se
dicen las cosas má s atroces de mí. Trinidad va de casa en casa. Lo mejor que dice es
que siempre he vivido en la disipació n y en los vicios, que soy una borracha y que
tú me miras con la mayor indiferencia, pobrecita, si supiera…Pero a nada le temo,
aquí no me pisan má s que los decididos, les hago frente a todos y lo mismo me
peleo con los cismá ticos como con los apostó licos débiles, pues los que me gustan
son los de hacha y chuza. Ya no se puede vivir, esta pobre ciudad ya no es má s que
un laberinto en el que toda reputació n es juguete de esos facinerosos, te envío
algunos de esos pasquines para que veas con tus propios ojos en qué anda el lustre
de tu mujer y el de tus mejores amigos, pero a mi nada me intimida, yo me sabré
hacer superior a la perfidia de estos malvados y pagará n bien caro por sus
crímenes. Todo esto se lo lleva el diablo, no hay paciencia que aguante para sufrir a
estos brutos, en cualquier momento se matan a puñ aladas los hombres en las
calles. Esos pasquines liberales me llaman la “negra Toribia” porque voy a los
barrios de los negros, ¿creen que eso me ofende? No tienen idea de quién soy. No
me ofende no, pero no se la van a llevar gratis. Yo también tengo lengua, y si no
alcanza mandaré una partida para que tengan de qué hablar”

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La reunió n era en la casa de los Ezcurra. La gente se había llegado en coches, a
caballo o a pié. Un grupo vigilaba la calle y cada tanto rotaba el puesto con otro,
para ir al interior y no perderse las palabras de Encarnació n. Ella los fascinaba,
sabía arengar, sermonear o amedrentar segú n fuera necesario.

Cuitiñ o, Parra, Benavente y otros hombres de armas fueron designados para ir a


los cuarteles de los diferentes regimientos a convencer a los oficiales y a la tropa
de seguir y apoyar a la lista colorada si hubiese elecciones o de estar listos para la
acció n si fuese necesario. No era tarea fá cil. Muchos oficiales estaban con los
cismá ticos y si no se conseguía su apoyo por las buenas tendrían que usar otros
métodos.

Después, la reunió n interna. La de las decisiones importantes, que se llevó a cabo


puertas adentro.

-Tu, Tomá s.-le dijo a Guido.- Eres un extraordinario diplomá tico, serviste a San
Martín, a Bolivar, conseguiste por dos veces la rendició n del Callao y la de un
regimiento realista, negociaste la paz con el Imperio del Brasil, deberías ser capaz
de rendir la voluntad de Balcarce y de cualquiera, será s el enlace con el gobierno,
les hablaras de nuestras buenas intenciones y de nuestro aprecio por la legalidad,
planteará s una tregua y asegurará s que el regreso de Juan Manuel será solo para
poner orden y para aceptar la decisió n del pueblo, cosa que por otra parte es
cierto.-

Tu, Felipe, - dirigiéndose a Arana.- Nadie puede dudar de tus condiciones políticas,
dime quién puede ocupar el cargo de Balcarce hasta que regrese Juan Manuel.
Alguien que sea manejable y que a la vez no despierte demasiado recelo en los
cismá ticos y en los liberales unitarios.-

-Tal vez Viamonte sea la persona indicada.- Respondió .

.Entonces hablará s con él ofreciéndole nuestro apoyo para que sea nombrado
gobernador pero sin alertarlo de nuestros planes.-

Tu, Manuel.- le tocó el turno a Anchorena,- fuiste secretario de Belgrano y


congresista en el Congreso de Tucumá n que nos dio la independencia. Haz de
ablandar la voluntad de los representantes de la legislatura, los tibios, los indecisos
y de ser posible también a los decididos Lomos Negros. En la legislatura no se
puede perder má s una votació n. –

Esa noche le escribió a Juan Manuel: “Ya has visto lo que vale la amistad de los
pobres y por ello cuá nto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus
voluntades. No cortes pues sus correspondencias, escríbeles con frecuencia,
má ndales cualquier regalo. No repares en visitar a quien lo merezca, llévalos a tus
distracciones rurales y socó rrelas en lo que puedas en sus desgracias. A los amigos
fieles que te han servido, déjales que jueguen al villar en casa y obséquialos con lo
que puedas…”

La sociedad porteñ a se escandalizaba con lo que hacía y decía Encarnació n, antes


que ella ninguna otra mujer de buena familia había frecuentado el barrio del
Tambor en el vivían los pardos y los negros. Los perió dicos de los cismá ticos
comentaban con desprecio “Mujer vulgar sin educació n ni costumbres, se pone en
contacto con los hombres má s oscuros y degradados, no desdeñ a a los má s
corrompidos e inmorales perseguidos por sus crímenes en épocas muy recientes”
Otro ilustraba: “En mi afá n de hacer periodismo me rebajé a concurrir a una de
esas fiestas paganas para certificar por mí mismo la degradació n en la que ha caído
cierta parte de nuestra sociedad. Los carruajes de Doñ a Encarnació n la trajeron a
ella junto a su hija, su cuñ ada y otros familiares. Los reyes de las naciones negras
Banguela, Angola, y Cabunda les dieron asientos preferenciales que parecían
rú sticos tronos africanos. Después de unos “cariñ osos” saludos se inició el baile. El
tambor comenzó lento y cadencioso. Algunas parejas de negros se lanzaron a bailar
mientras que los que no bailaban susurraban una lasciva melopea

Calunga gueeeé,

oye ya yumba,

yumba ueeeeé.

Toca Tango toca tangoooó

Tocan los negros con el tambooor

Viva mandinga, viva shangoooó

Viva la patria y el restauradooor

Suenan las marimbas y las mazacayas. Las mujeres se colocan frente a los hombres
y cada pareja empezaba a hacer contorsiones lú bricas, movimientos ondulantes, en
los que la cabeza queda inmó vil y culebrean el cuerpo sin cesar. La mú sica y la
propia animació n los embriaga; el negro del tambor aumentaba el ritmo y se agita
bajo su paroxismo má s intenso y las mujeres enloquecidas, pierden todo pudor.
Cada oscilació n es una invitació n a la sensualidad, que aparece allí bajo la forma
má s brutal que he visto en mi vida; menean la barriga y las caderas con absoluta
deshonestidad, se acercan al compañ ero, se estrechan, se restriegan contra él
haciendo gestos ridículos que atrapan la imaginació n. El negro, como los animales
enardecidos, levanta la cabeza al aire y echá ndola atrá s, muestra su doble fila de
dientes blancos y agudos. Gritan, gruñ en, se estremecen y por momentos se cree
que esas fieras van a tomarse a mordiscos. No solo es increíble que Doñ a
Encarnació n asista a estas bacanales dionisíacas, sino que peor aú n, concurre a
ellas con su joven hija y su casi tan joven cuñ ada, que es ya una mujer casada. No
comprendo có mo Rosas y Mansilla permiten que sus mujeres concurran a estas
orgías. ¿Con que cara se presentan luego ante sus maridos?”

Al mismo tiempo, en los diarios rosistas, iban desde suaves consignas verseadas a
otras terribles que incitaban al crimen.

“Asi es que por despreciarnos

A los que usamos chaqueta

Nos han puesto “compadritos”

Mire si será n trompetas

Luego se andenojar

Si en saliendo de las orillas

Algú n paisano les grita:

De levita y cajetillas.

O esta otra:

Alerta federales

Que está visto

Mientras no se cuelguen

Una docena de unitarios

No se acabaran los males.

El clima de tensió n fue creciendo, el ambiente se tornó irrespirable. La agitació n de


la prensa recurrió a todo medio para denigrar al oponente. De los insultos má s
terribles y la publicació n de secretos familiares se pasó a la amenaza de la vida o de
quemar las propiedades de los opositores. La angustia pronto dominó los hogares.

Todo había comenzado cuando la legislatura derogó un decreto de Rosas que


exigía a los perió dicos que las notas llevaran la firma del autor y que los
propietarios se harían responsables de lo publicado. Esta medida fue festejada en
nombre de la libertad de prensa, pero allí comenzó una escalada de infamias
amparados en el anonimato.

Unas papeletas pegadas con engrudo en las paredes de la recova anunciaba la


salida de un nuevo perió dico que se llamaría “Con los cueritos al sol” y solicitaba
material sobre la vida privada de los Anchorena, Zú ñ iga, Maza, Guido, Mansilla,
Arana, Ezcurra y Rosas y cualquier otra persona del círculo indecente de los
apostó licos.
Pero en la otra vereda también se guisaban habas.

Doñ a Trinidad otra vez trinaba. Entró en el despacho de su marido dando portazos,
empujando guardias y pateando sillas.

-No puedes dejar que esos pasquines hablen así de la familia,- dijo en voz muy
alta.-Ahora han amenazado con “publicar secretos que guardamos celosamente”-
No sé cuá les será n esos secretos ni có mo se habrá n enterado, pero cualquiera de
ellos que publiquen nos pondrá en una situació n muy incó moda. Una afrenta que
ni el exilio en el Janeiro podrá ocultar. Ah, ya sé. Ha sido la Francisca, - continuó .-
Esa negra rosista de seguro ha sido la que llevó los chismes a los perió dicos,
buenos azotes se va a llevar.-

Paralelamente, una noche el general Mansilla, casado con Agustinita Rosas, recibió
la visita de una de sus cuñ adas, Andrea Rosas, para rogarle que impidiera la
publicació n de la vida escandalosa de Mercedes Rosas, la ú nica hermana soltera de
Juan Manuel, “Mercedes entrega generosamente sus mercedes” decía un pasquín. A
primera hora de la mañ ana Mansilla fue hasta el fuerte y entrando furioso al
despacho de Balcarce, lo tomó de las solapas y le exigió que hiciera algo o lo
pagaría con la vida.

Balcarce entonces, tomó la decisió n de derogar la derogació n del decreto de Rosas,


enjuiciar y encarcelar a los propietarios de todos los perió dicos que falten a la
norma. Hizo publicar el edicto que también fue leído en la plaza pú blica.

Solo unos días duró la calma. Pronto volvieron los improperios, los insultos y las
calumnias. Balcarce mandó a la policía a cerrar todos los perió dicos, tanto
cismá ticos como apostó licos. Fueron cerrados por infringir la ley El Defensor, El
Rayo, El Restaurador de las Leyes, El Relá mpago, el Dime con quién andas, La
Gaceta, El Amigo del País y el Con los Cueritos al sol. Luego puso fecha a los juicios.
Publicó un nuevo edicto. El día 11 de Octubre la ciudad amaneció llena de carteles
con grandes caracteres rojos que decían que a las diez de la mañ ana sería
enjuiciado “El Restaurador de las Leyes”.

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Me enteré muy temprano. Inmediatamente llamé a los hombres y los envié a los
barrios del Tambor, a Monserrat, a las orillas de Barracas y a los cuarteles a
difundir la noticia textual de que sería enjuiciado el restaurador. A la hora señ alada
una multitud de negros, gauchos, orilleros, y soldados se aglutinó frente a la Casa
de Justicia. No estaban allí para defender un perió dico, estaban allí para defender
al Restaurador de las Leyes, al propio Don Juan Manuel de Rosas que suponían
injustamente acusado y encarcelado.

Adentro del recinto, el abogado defensor del diario le reclamaba al fiscal el hecho
de haber sido los primero de tan larga lista de acusados, a lo que el fiscal respondió
que había sido simple casualidad. Pero afuera, en la calle, la conmoció n crecía
porque algunos de mis hombres agitaban y porque no había nadie que explicase
qué estaba sucediendo en realidad. Má s y má s gente del bajo llagaba para dilatar el
nú mero de manifestantes que pugnaba por irrumpir en el recinto y terminar con la
infamia.

La policía intentó disolverlos sin éxito, un gaucho gritó “Viva el restaurador de las
leyes” y la multitud vociferó , ¡VIVA!. La situació n se desbordaba, la multitud era
incontenible cuando oportunamente aparecieron Cuitiñ o y Benavente y gritaron -
¡A Barracas! ¡A Barracas ¡ - La multitud entonces los siguió dirigiéndose al
Riachuelo. La revolució n había comenzado y yo movía los hilos.

En un comienzo, desde el gobierno, no le dieron importancia. Un movimiento sin


coherencia ni coordinació n, dijeron, pero a las pocas horas comenzaron a
alarmarse. La gente se iba sumando y sumando. Se convirtió en un acto de cará cter
serio y alarmante y no supieron qué hacer. Los asesores de Balcarce no le sirvieron
y quedó demostrada su propia ineptitud al enviar a parlamentar al coronel Pinedo,
un hombre del que se conocía su fidelidad a Juan Manuel. Pinedo no solo se pasó al
bando rebelde, sino que también, como lo tenía previsto, se convirtió en su
cabecilla.

El gobernador pensó entonces en reprimir a los sediciosos, pero temió que


también se desobedecieran los regimientos que pudiera enviar y estaba en lo
cierto. Yo ya había ablandado la voluntad de algunos de esos jefes. Ante su
indecisió n, prefirió entonces consultar a la legislatura. Se decidió enviar una
comisió n a negociar con Pinedo, pero los hombres elegidos fueron todos federales
netos, apostó licos. Anchorena, Guido, García y Cernadas.

Llovió torrencialmente esos días y se hicieron intransitables los caminos. Se


reunieron con Pinedo del otro lado del puente Barracas recién el día catorce.
Llevaban mis instrucciones.

Se labró un acta en la que se exponía que todo era de cará cter legal. Pinedo decía
que el pueblo solo quería hacer ejercicio de su derecho de petició n. La comisió n
respondía que eso no correspondía hacerse por la fuerza. Pinedo decía que estaban
dispuestos a dialogar sin ejercer presió n, y los representantes decían que Rosas
desaprobaría cualquier medida que no estuviese dentro del marco legal.

En esos días mi casa se convirtió , si no lo era ya, en un cuartel general. Nuevos


campamentos se levantaron alrededor de la ciudad y sus jefes enviaban emisarios
todo el tiempo para ponerse a mis ó rdenes y para pedir instrucciones. No daba
abasto para responder y Manuelita y Agustina me sirvieron de escribientes.

Pero no todos se portaron como yo esperaba, el supuesto fracaso de las


negociaciones hizo que el temor corriera por mis filas, se temió que ante la
ausencia de Juan Manuel, las autoridades tomaran medidas extremas contra ellos.
Anchorena y Arana se escondieron, nadie los podía encontrar, Maza solo actuó
cuando ya estaba todo resuelto, Guido se refugió en casa del có nsul Mendeville y
los otros diputados se mantuvieron en una posició n enigmá tica y de relaciones
amables con Balcarce. Tenían motivos para estar asustados, la casa de varios
federales netos había sido apedreada y algunos de ellos habían sido atropellados
por jinetes o carruajes y habían tiroteado la redacció n de algunos perió dicos. Pero
cada día llagaba de la campañ a nuevas adhesiones al movimiento y cada día un
nuevo escuadró n pasa a engrandecer las filas de los sitiadores.

Un nuevo triunfo con la deserció n del coronel Roló n, comandante del cuartel del
Retiro y una nueva derrota para el gobierno. Pinedo lo nombró segundo jefe del
ejército restaurador y dio ó rdenes de estrechar el sitio a la ciudad.

Las fuerzas del gobierno, al mando de coronel Olazabal efectuaron algunas salidas
a los efectos de conseguir alimentos para la ciudad en las chacras de los
alrededores. Se producen algunos enfrentamientos casi sin bajas por ningunas de
las partes. Se combate en el arroyo Maldonado, en las Chacritas de los Colegiales y
en Puente de Má rquez. El día 2 un grupo de los restauradores se llega hasta cerca
de la Parroquia del Socorro y otro hasta el hueco de Lorea y el 25 se produce un
combate má s serio con muertos de ambos lados.

Mantuve el entusiasmo de la tropa con algunos “vivas” para cada día: “defendemos
los derechos del pueblo”, “Gratitud eterna al restaurador” “viva el general Rosas y
el general Quiroga”, eran algunos de ellos.

Hubo actos de verdadera fidelidad a Juan Manuel. Por ejemplo el coronel Juan
Isidro Quesada intentó pasarse junto a un pequeñ o grupo de soldados al lado
restaurador, pero fue sorprendido por Olazabal y tomado prisionero lo confinaron
en un buque de guerra. Quesada consiguió sublevar a todos los prisioneros
incluido a un oficial de marina. Condujeron el barco hasta el puerto del Tigre y allí
se unieron a las fuerzas del coronel Roló n.

Ocurrió incluso un acontecimiento insó lito. Un visitante imprevisible llegó al


campamento de Roló n. Desembarcó en Las Conchas un científico inglés que venía
de un recorrido por el Paraná . Se llamaba Carlos Darwin o algo así. Se encontraba
algo alterado por su urgencia de llagar a la ciudad donde debía embarcarse en el
Beagle, el barco que lo había traído de Europa, para continuar su viaje. Yo no
entiendo porque en lugar de desembarcar en Las Conchas no lo hizo directamente
en Buenos Aires y probablemente Roló n, suspicaz como es, debe haber pensado lo
mismo y le presentó algunas dificultades, incluso consideró ponerlo prisionero,
pero el inglés sacó inesperadamente un pase que el mismo Juan Manuel de Rosas le
había dado cuando, segú n él, se habían encontrado en el sur, cerca del río Colorado.
Roló n puso entonces a uno de sus oficiales para que acompañ e al inglés hasta el
puerto.
Al gobierno casi no le quedaban oficiales fieles, el general Izquierdo, después de
varios días de silencio resolvió unirse a los restauradores, igual sucedió con el
comandante Cortinas. La ú ltima esperanza era el general Espinoza, que se
encontraba en Lujan, pero antes de poder acudir en auxilio de los sitiados fue
derrotado por el “carancho” Gonzá lez, hombre de indudable fidelidad a Rosas.

El 23, Prudencio, el hermano de Juan Manuel que se encontraba en Dolores, llega


para sumarse a los rebeldes, con má s de 600 milicianos y Pinedo le sede el mando
del sector sur del sitio. Ya casi 7000 hombres rodeaban la ciudad.

Extraordinariamente Balcarce hacía gala de una firmeza que no había tenido antes
y se resiste a claudicar. Ya nadie obedecía sus ó rdenes. Llama a las milicias civiles a
defender la ciudad de un posible saqueo y ni un solo ciudadano se presenta al
servicio.

Era el momento oportuno. Envié instrucciones a Pinedo para que le diera un


ultimatun al gobernador. Realmente era increíble lo de Balcarce. Creyó que Rosas
vendría desde el Colorado a defender al gobierno y le llamó a tal efecto. Juan
Manuel le respondió que sabía del descontento del pueblo y que había trabajado
denodadamente para calmar los á nimos, pero que no lo había conseguido y que ya
era tarde para cualquier acció n.

La suerte de Balcarce estaba echada y la legislatura, como les tenía instruido, le


pidió la renuncia el día 3 de Noviembre. Pero el gobernador no tuvo dignidad al
irse. En principio le comunicó a la legislatura su temor de que al renunciar los
restauradores ingresasen a la ciudad a sangre y fuego y saquearan las casas de los
cismá ticos y liberales. La legislatura intentó tranquilizarlo diciendo lo que por otra
parte era sabido, los restauradores eran hombres fieles a Rosas, lo conocían bien y
sabían que Juan Manuel no perdona desmanes, si cometieran alguno saben que
luego tendrían que verse con la justicia que Rosas les impondría y que no sería
blanda.

La legislatura entonces, luego de un breve debate, decidió exonerarlo, término que


consideraron adecuado, o sea, quitarlo del cargo con el eufemismo de liberarlo de
sus duras responsabilidades, pero antes de irse, Balcarce distribuyó los caudales
pú blicos entre sus hombres y dio ascensos a casi todos sus oficiales.

Al día siguiente, a primera hora fue elegido gobernador el general Viamonte. La


revolució n de los restauradores había terminado. El día seis de Noviembre, Roló n y
Pinedo con todos sus hombres entraron en la ciudad, marcharon triunfantes por la
plaza de la Victoria y fueron saludados por el nuevo gobernador.

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A pesar del compromiso de los jefes, hubo algunos descalabros, algunos saqueos y
tiroteos. Los hombres má s comprometidos con los cismá ticos salieron de Buenos
Aires en la Fragata Sarandí y se exiliaron en Montevideo. Los héroes de la jornada
eran Pinedo, Roló n, Cuitiñ o, Benavente y Prudencio, pero las felicitaciones las
recibía Encarnació n. Se llenó la casa de personajes de todo nivel y hubo, carneada y
fiesta para todos. Esa noche le escribió a Juan Manuel, como lo venía haciendo cada
día. Y le dijo en tono de broma “cuando vuelvas a ser gobernador has de cuidarte
de mí, pues te puedo hacer una revolució n”

Poco tiempo después Rosas volvió ser gobernador, sin embargo, esa Encarnació n
que todos admiraron por su tesó n, valor y energía, poco tiempo pudo disfrutar
viendo el resultado de su obra, tres añ os después enfermó gravemente. Juan
Manuel puso una muchacha, Eugenia Castro, para que esté a su servicio las
veinticuatro horas y convocó a los mejores médicos del momento, el doctor
Antonio Argerich, el doctor Claudio Cuenca y fundamentalmente por el doctor
James Lepper, una eminencia que había sido incluso, médico de Napoleó n.

La noche del 20 de Octubre de 1838, cuando se cumplían cinco añ os de aquellas


triunfales jornadas, era cuidada por una de sus hermanas, Juanita, por una amiga,
Mariquita Sá nchez, y por Eugenia. Ella manifestó sufrimiento y pidió una bacinilla
por sentir nauseas, hubo un magro arrojo y luego se recostó . Pronto les alarmó su
inmovilidad, llamaron de inmediato a Juan Manuel que trabajaba en su despacho.
Llegó sin tardanza, pero llegó tarde.

Rosas hace salir a las mujeres, se encierra en la habitació n donde Encarnació n


acaba de morir, tranca la puerta, cierra los postigos de las ventanas y llora sin
consuelo. No quiere que nadie lo vea. Esto es verdaderamente cruel, dice, pero así
lo dispuso Dios y mi espíritu miserable no puede conformarse. Ella era la esencia
de la virtud sublime y del valor sin ejemplo. No se quejó ni una vez durante su
enfermedad, era la digna compañ era de mis cansados días, era mi fina esposa y
amiga. Con cuá nta intensidad la amé desde los primeros días. ¿Qué debe hacer un
hombre cuando pierde lo má s quiere? Solo le queda solazarse en los recuerdos de
tantos añ os felices.

Ella había muerto a finales de Octubre, una tibia noche de primavera. Al día
siguiente, llovió todo el día.

Los funerales de Doñ a Encarnació n Ezcurra y Argibel, de 42 añ os de edad, fueron


los má s fantá sticos que se hubiera visto ni volvería a ver por má s de cien añ os.
Primero por la alameda y luego por las calles de la ciudad, todo el pueblo la
acompañ ó en silencio. Había sido una mujer que se supo ganar algunos enemigos,
pero el resto del pueblo la adoraba.

La Legislatura decretó honores militares. Se dieron má s de 180 misas. Rosas hace


vestir de negro a los criados y hasta a los bufones. En la casa de los Ezcurra, donde
se la veló , las habitaciones fueron enlutadas y los patios cubiertos con toldos
suntuosos con negros decorados. Asistieron los má s altos funcionarios, civiles y
eclesiá sticos, el presidente de Uruguay, Manuel Oribe, el có nsul inglés Mandeville,
los encargados de negocios de Chile y del Brasil, Los capitanes de los buques
norteamericanos e ingleses que se encontraban en la rada, el ex gobernador de
Salta, el Almirante Brown, los generales, Guido, Mansilla, Pacheco, y Soler. Llevan
señ al de luto todos los regimientos militares con una cinta negra junto a la roja
punzó en el quepí o en el morrió n. El ataú d es llevado a pulso hasta la iglesia de San
Francisco donde será enterrado. En medio de una calle con tropas a la izquierda y
notables federales a la derecha que se turnan para portar el féretro, lo acompañ a
una multitud de má s de 25.000 personas, cantidad formidable en una ciudad que
no llegaba a los 60.000 habitantes. En la iglesia, sobre la capilla ardiente construida
a los efectos por el arquitecto Senillosa, se leía “Fue una buena madre, fiel esposa,
ardiente y federal patriota”.

Rosas dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y regresó a su
casa. Jamá s le había parecido tan grande la casa ni tan absurdo su destino.

Los ritos fú nebres solemnes se repitieron al cumplirse un mes del fallecimiento,


con misa en todas las capillas de la ciudad y de la campañ a.

Juan Manuel se retiró a la soledad sin dejarse ver por nadie durante varios días. Su
primo y amigo, Manuel Anchorena lo fue a ver, preocupado. Rosas lo recibió y
Manuel le pregunta.

-¿Piensas mantenerte alejado por mucho tiempo?-

-¿Qué quieres, amigo? Todos estamos con un pie en la luz y otro en la oscuridad. Es
que pensé que no debía quitarme el cintillo federal que me había colocado de
acuerdo con mi amada Encarnació n, podría ofenderla. Creí que si me lo quitaba le
haría un desaire, que no le habría de gustar. Creí que oía su voz que me decía basta
con el luto, dejando el cintillo abajo. Y que tampoco le gustaría que me sacase el
chaleco colorado. Dirá s que estoy azorado. Tal vez así sea. Pero como no todos los
hombres hemos sido cortados por la misma tijera, yo me consuelo con mi
desgracia eterna. Otros alejan de sí sus penas para confortar su espíritu creyendo
que las alivian y en realidad las aumentan. ¿Y qué quieren algunos hombres
remediar lo que Dios dispone? Yo pienso de distinto modo respecto del
fallecimiento. Quizá muera yo mismo de desesperado.

Puesto que la desesperació n era un exceso que no le pertenecía, resolvió ocuparse


de nuevo de su vida, con la tenacidad de un jardinero que comienza su trabajo, la
mañ ana siguiente a la tempestad.

BIBLIOGRAFÍA:
Mujeres de Rosas, María Sá ez Quesada, Editorial Planeta, 5ta ed, 1995, Buenos
Aires

Vida de Juan Manuel de Rosas, Manuel Gá lvez, Editorial Eliasta, 1991, Buenos Aires

Revista “Todo es Historia” Nro 34 Nota “Encarnació n y los restauradores –María


Sá enz Quesada

Curiosa Monserrat.com.ar

Las Cinco Mujeres de Rosas-Jorge O. Sule, Ediciones Fabro, 2014. C.A.B.A

Historia de la Confederació n Argentina: Adolfo Saldías Ed Clio Bs As 1975

Cró nica Histó rica Argentina. Tomo III Ed, Codex 1979

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Aprender y observar, porqué

la realidad sin el sueño,

No es de ninguna utilidad.

MARÍA JOSEFA, DEL ÉXODO AL OLVIDO 1834

En la pampa, el calor de Febrero puede ser fulminante. Cientos de caballos, miles


de vacas, el parque de artillaría, las carretas de maestranza, algunos médicos, un
par de naturalistas, tres divisiones de soldados, dos de infantería y uno de
caballería, unos tres cientos indios amigos y otro tantos prisioneros. Era los que
volvían. Muchos quedaron en guarniciones en Bahía Blanca, otros en Choele Choel,
en Napostá y algunos en má s alejados lugares. La nube de polvo se extiende por la
rastrillada má s de un par de leguas, los pá jaros desorientados se alejan, los
ñ andú es y los guanacos se apartan temerosos.

La lucha contra el indio fue feroz, Pacheco, Lagos, y Costa se destacaron al mando
de sus divisiones. A Pedro Pablo, Tatita no lo dejó combatir.

Después de cinco días de marcha se tomaron uno de descanso. Acamparon en los


pagos de Azul, a orillas de la laguna de Burgos. El lado norte de la laguna se cubrió
de tiendas de campañ a y en el lado sur, los indios extendieron sus tolderías.
Muchos aprovecharon a bañ arse. Se carnea, se guitarrea y hasta se baila. Clima de
fiesta por el regreso a Buenos Aires. Se va haciendo la noche y los fogones se
encienden. Illampu y Ankalli, dos jó venes Pampas con los que Pedro Pablo hizo
amistad lo vienen a buscar.

-El Machi quiere verte.- le dijo Ankalli.

É l los siguió , caminando entre las carpas hasta un gran toldo, casi redondo, que
observo con atenció n. Illampu nota su curiosidad, es el má s cristiano de todos
porque fue criado en un convento, hasta que a los catorce añ os escapó y caminó
catorce leguas hasta encontrar una toldería. Ankalli, también habla buen españ ol.
Es hijo de una cautiva blanca.

-Este toldo grande- dice.- está hecho con 16 varas de sauce que se unen en el
centro y se atan con cuero de yegua madrina. Se divide en cuatro lados que son los
cuatro mundos.-

-¿Los cuatro mundos?- pregunta Pedro Pablo

-Si, Las rocas, las plantas, los animales y los hombres. También son el cuerpo, el
pensamiento, el alma y lo sagrado. Allí dentro se hará la ceremonia.- Sigue Ankalli
mientras le alcanza un cuenco con un líquido oscuro y espeso.

-¿Qué es?-

-Sangre de yegua recién degollada.-

-¿Qué ceremonia?-

Illampu le toma del codo y lo conduce hasta una pequeñ a entrada del gran toldo.
Pedro Pablo solo puede entrar gateando. Hace un intenso calor. Le cuesta respirar.
Al principio no consigue ver nada, luego su vista se acostumbra a la penumbra, y
distingue en el centro un gran hoyo lleno de piedras calentadas al rojo. Hay siete
indios sentados alrededor del hueco, uno de ellos arroja agua de un cuenco que
tiene a su lado, sobre las piedras incandescentes y una nube de vapor se eleva
chispeante. Miró hacia arriba, entre las ramas de sauce hay una gran estrella roja
de ocho puntas.

-Has entrado por la puerta del Oeste, la de la muerte, saldrá s por la del Este, la del
nacimiento. La estrella- le explica Illampu.- representa a los planetas y el hoyo en el
suelo a la Madre Tierra, la Pacha Mama. Aquí dentro es volver al vientre de la Gran
Madre. El Machi convocará al Gran Epíritu que gobierna a los piyanes buenos y
expulsa a los malos-

Ankalli continú a.

- Las piedras calientes representan al sol que libera la memoria ancestral de la


Tierra y el agua.-
Luego le señ ala un espacio entre los indios que está n sentados alrededor del
agujero para que se siente allí. Le obedece sin poder evitarlo. Cuando quiere
mirarlo, lo ve salir y cerrar la entrada con un cuero. Lo ú nico que ilumina el lugar
son las piedras ardientes. Pedro Pablo reconoce con esfuerzo al indio que arroja el
agua. Es el Machi, el brujo de la tribu. El calor es insoportable pero a nadie, salvo a
él, parece importarle. Los indios comienzan a cantar una melopea monó tona y
cadenciosa mientras golpean suavemente unos tamboriles en un ritmo lento. El
Machi arroja má s agua sobre las piedras y el vapor ardiente quema el rostro de
Pedro Pablo. Está bañ ado en sudor y no encuentra una posició n có moda. Le duelen
la espalda y las piernas. El Machí pronuncia unas palabras incomprensibles. La
cabeza comienza a darle vueltas. El Machi arroja unas hierbas sobre las piedras y
un humo espeso y penetrante se eleva y él no puede evitar respirarlo. Le invade los
pulmones, el pecho todo y siente como si el humo se extendiera por sus piernas,
sus brazos y su cabeza, adormeciéndolo. Ya no concibe su cuerpo.

Me encuentro vagando en un monte denso y oscuro. Árboles inmensos me rodean, sus


ramas se mueven como si tuvieran vida y quisieran abrazarme. Escucho a lo lejos el
canto de los indios. Repiten “imbunche, imbunche, imbunche” una y otra vez y los
tambores suenan profundos y pesados como pasos distantes. Una gran lechuza vuela
cerca de mi cabeza y emite un graznido pavoroso y una tropilla de caballos sale de
entre los árboles y va a atropellarme pero pasan a mi lado sin dañarme. Puede decirse
que pasan a través de mí. “imbunche, imbunche”, escucho a la distancia.

Un ser extraño sale de la oscuridad y avanza violentamente hacia mí. Es deforme,


monstruoso. Tiene un inmenso miembro que arrastra por la tierra dejando la huella de
un arado y camina grotescamente pronunciando palabras que no entiendo. Tomo una
gran piedra del suelo y le parto en dos la cabeza. Ahora corro entre los árboles, las
ramas lastiman mi piel y sangro por varias heridas. Una luz intensa me cubre y caigo
en un suelo barroso.

Por la mañ ana despierta en su tienda. No recuerda có mo llegó hasta allí. Sale algo
tambaleante. La luz del sol lo enceguece. Entrecierra los ojos hasta acostumbrar la
vista.

Tatita toma mate bajo un ombú mientras chascarrea con un par de soldados,
bromean como jó venes inconscientes que solo piensan en el juego. Cuando lo ve,
despide a los soldados y le hace señ as para que entren a su tienda. Rosas tiene una
extrañ a sonrisa en los labios finos, como si supiera cuá nto le pasó la noche
anterior. Sin muchas vueltas, tal como él es, le larga.

-Pedrito,- le dice.- has cumplido veinte añ os y no pudimos festejarlo porque


está bamos en plena campañ a. Pero, bueno, hoy recibirá s tu regalo. Tu regalo no es
gratis, pues obedece a un plan que he establecido como para pacificar
definitivamente estas tierras. Sé que te gusta la vida de campo tanto como a mí y
estoy seguro que sabrá s apreciarlo.-
-Cualquier cosa que de usted provenga, Tata, tenga por seguro que lo sabré
apreciar.-

-Ya lo sé, m´hijo, por eso es que te regalaré una estancia, aquí, en estas tierras de
Azul, para que te establezcas, formes una familia y prosperes.-

-Muchas gracias Tata, pero porqué ha dicho usted que no sería gratis.-preguntó .

-Pues, porque tendrá s que realizar un trabajo que te voy a encomendar. Mi plan lo
requiere. Yo creo que si permitimos a los indios amigos establecerse en los
alrededores de las poblaciones, ellos mismos servirá n de contenció n contra los
indios ladrones.-

-Es buena idea, Tata. ¿Y dó nde entro yo?-

-No se me apresure. Usted ha sido mi secretario durante la gobernació n, conozco


su inteligencia y su criterio. Usted va a servirme de ligadura para con los indios
amigos. Ha visto los tratados que hemos fijado con los caciques. Usted será el
encargado de distribuirles el ganado que le voy a enviar, el alcohol y las vacunas
contra la viruela. Para que sigan siendo amigos y no se les ocurra volver a
malonear. –

Este hombre que tengo frente a mi, piensa Pedro Pablo, es mi padre, es Juan
Manuel de Rosas, el hombre que má s admiro, el má s respetado del país. Es el
hombre que gobernó la provincia, el que restauró las leyes, el que organizó y
realizó esta campañ a extraordinaria contra el indio cuatrero, asesino y ladró n de
mujeres.

Rosas chasquea los dedos.

-¿Qué pasa m´hijo, se me ha perdido baya saber en qué pensamientos.-

-No es nada Tata, - contestó volviendo en sí.- prosiga usted.-

-Veras Pedrito, hay algo má s que tengo que decirte que es má s importante que la
estancia, que los indios, el ganado y que cualquier otra cosa con la que hayas
estado pensando. Vea m´hijo, tengo que decirle… que yo, en verdad, no soy su
Tata.-

En la seriedad de su rostro Pedro Pablo se da cuenta que no es otra de las bromas


su Tata. Mil pensamientos pasan por su cabeza en un instante. Descarta
rá pidamente la idea que su madre pueda haber engañ ado a su padre. También la
de pensar que pudiera haber tenido otra relació n antes de conocerlo, porque no le
dan los nú meros.

-No es lo que piensas. –le dice.-Tampoco eres hijo de Encarnació n. Tu padre fue el
General Belgrano y tu tía Pepa, es en realidad tu madre.-
Las piernas le temblaron, penso que iba a caerse, peroRosas lo abraza tan fuerte
que le impide caer y lo deja sin aliento- Usted seguirá siendo siempre mi hijo.- le
dice. Y él no puedo dejar de pensarlo “Tatita”.

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Llega a Buenos Aires y va directamente a la calle San Carlos, a la casa de su tía


Pepa, María Josefa Ezcurra, su madre. Entró por los fondos para dejar el caballo en
las caballerizas, cruzo el patio andaluz, el aljibe, las glicinas, la pajarera, lo ve todo
distinto, como si fuera la primera vez. Los perfumes son má s penetrantes, las
plantas brillan, los colores má s intensos, el canto de los pá jaros es magnífico.

La encuentra sentada en una gran butaca junto a la ventana. Viste un vestido


completamente blanco de una tela muy ligera. Contempla abstraída a través de la
ventana mientras cepilla su cabello negro, reluciente. La luz que penetra, la
envuelve en una luminosidad tornasolada. La ve ahora mucho má s hermosa de lo
que la había visto antes. Ella lo mira y sonríe. É l cree que solo al ver su rostro, ella
se daría cuenta que ya lo sabe todo. Bueno, no todo. Ella no dice una sola palabra.
Solo se acerca, toma su cara entre sus manos y lo besa y lo abraza, y él empieza a
recordar las numerosas veces que lo besó y lo abrazó y empezó a entender con
cuanto cariñ o lo había hecho.

–Eres tan parecido a tu padre, a tu verdadero padre.- le dice y llora. Nunca la había
visto llorar. Llora sobre su hombro y él no sabe qué hacer. Es tan menuda, tan
frá gil, tan hermosa.

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Juan Ignacio Ezcurra, envuelto en un grave pleito comercial debía concurrir al


consulado de comercio para que el secretario del mismo, dirimiera las diferencias
que mantenía con Manuel Antonio del Barquín. Lo acompañ ó en una oportunidad
su hija María Josefa. Fue en ese oscuro y burocrá tico lugar que Manuel José Joaquín
del Corazó n de Jesú s Belgrano conoció a María Josefa Ezcurra. Ella tenías 17 añ os,
el 32. Se vieron nuevamente en un sarao, en casa de los Usandivaras y poco
después en la tertulia de los Sá nchez Trillo. La mirada de él no dejaba de posarse
en el rostro pá lido y en los ojos grandes y negros de ella. Ella solo veía los rasgos
suaves y los ojos claros de él. Sin embargo, lo que los enamoró fueron la
determinació n del cará cter de ella y las ideas fantá sticas de él.

El noviazgo no prosperó . Don Juan Ignacio Ezcurra decidió casar a su hija con su
sobrino recién llegado de Españ a con mucho dinero. María Josefa lloró encerrada
durante una semana. Manuel, para apartar los pensamientos, se dedicó a poner en
marcha sus fantá sticas ideas.

Ella se casó con su primo. É l nunca se casó .


Siete añ os después llegó la Revolució n de Mayo. Manuel Belgrano era uno de los
revolucionarios. Juan Esteba Ezcurra era ayudante del Virrey Cisneros.

Se volvió a Españ a en el mismo barco en el que marchó Cisneros. Ella no lo


acompañ ó .

María Josefa tenía 25 añ os, no era soltera, ni viuda. Era casada con un hombre que
no amaba y que vivía a 2.000 leguas, océano de por medio. Manuel así la
reencontró .

Un par de encuentros furtivos para aliviar la sangre en una casita que Belgrano
tenía en un barrio tranquilo. No alcanzaba, pero no había otra cosa.

Manuel partió en misió n militar al Paraguay y casi un añ o sin verse. Un añ o agitado


para Manuel, sereno para María Josefa. De regreso en Buenos Aires a Manuel se le
encomendó organizar el regimiento de Patricios. Nuevos encuentros furtivos
interrumpidos ahora por el “motín de las trenzas”. Resultó que ante la orden de
cortarse las trenzas, los soldados, molestos por el alejamiento forzoso de su jefe
natural, Saavedra, decidieron revelarse ante el nuevo y negarse a la amputació n.
Cuando se calmaron los á nimos, represió n y cincuenta muertos mediante, a
Belgrano lo enviaron a defender las costas del Paraná , allí creó la bandera con lo
que se ganó el resentimiento del secretario de gobierno, un señ or llamado
Rivadavia.

La separació n fue ahora má s dolorosa para ella. A los pocos meses él se convirtió
en jefe del Ejército del Norte por obra y gracia del Triunvirato, y debe partir de
inmediato. A Salta, para hacerse cargo de un puñ ado de hombres derrotados y
perseguidos por el ejército españ ol.

Ella no soportó tanta lejanía. No era soltera ni viuda y su amante se encontraba a


293 leguas de distancia, solo tierra de por medio. Se decidió a ir por él.

La familia se opuso, pero quién se lo podía impedir. Ya era una mujer emancipada.

Má s de treinta días en diligencia, de posta en posta para cambio de caballo y


descanso de pasajeros. A veces para intercambio de pasajeros y descanso de
caballos.

En el viaje se podía ser atacado por indios o asaltantes, o por indios y asaltantes.
Las postas eran generalmente un pobre rancho de adobe en las que
corrientemente se podía comer un magro puchero, dormir ordinariamente en
colchones con chinches y pulgas y habitualmente ser bastante maltratados por los
maestros de Posta. Pero nada de eso la detuvo.

Al llegar a Salta se enteró que Manuel estaba en Jujuy. Si había recorrido 293
leguas, ¿Qué eran 25 leguas má s?
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Cuando llegó a Jujuy, el encuentro con Manuel compensó todas las penurias del
viaje. Vivieron momentos de pasió n y ternura. Lo encontró justo cuando llegaban
las tropas derrotadas en Huaqui. Era una calamidad ver a esos hombres sin armas,
semidesnudos, sin recursos, afectados de paludismo y totalmente desmoralizados.
Manuel se dispuso a reorganizarlos. Impuso estricta disciplina y reanimó a la tropa
de tal manera que en poco tiempo tuvo un ejército de 1500 hombres en
condiciones de combatir. Ella estaba allí cuando recibió de Buenos Aires el pliego
en que se lo ascendía a General del Ejército del Norte. Sin embargo no todo era
alegría. Ese hombre ruin, Rivadavia, que dominaba la Junta, le ordenó retirarse
hasta Có rdoba. Manuel maldijo en silencio. É l quería enfrentar cuanto antes al
general españ ol que avanzaba despiadadamente desde el norte. No podía
abandonar a los jujeñ os a la suerte del invasor. Entonces fue que decidió un éxodo
masivo. Los españ oles se venían y no quería dejarles nada que pudiera servirles de
sostén. Allí ella conoció a otro Manuel y le gustó aú n má s, Un hombre decidido,
firme y seguro de sí mismo que tuvo que tomar duras medidas. Ordenó quemar
pastizales y trigales, arrear todo ganado y caballada, llevar lo indispensable y
destruir el resto, no dejar nada que pueda servir de sustento al enemigo. Algunos
quisieron resistirse pero las ó rdenes eran inapelables. Tuvieron que abandonar la
ciudad y sus campos.

Cuando despertó una mañ ana vio que en torno a ella, una aldea que estaba a punto
de ponerse en marcha. La gente cerraba sus casas con lá grimas en los ojos,
cargaban los pocos trastos que podían llevar en desvencijadas carretas. Casi nadie
hablaba. Hacían lo que tenían que hacer en absoluto silencio. Ella miró a su
alrededor largo rato. Nadie levantaba la vista. Vio los rostros demudados que tiene
la gente cuando es gente que huye.

A un costado del camino un hombre era fusilado. Durante unos instantes


permaneció mirá ndole, como hipnotizada. No podía apartar los ojos de aquel
rostro. Se arrodilló al lado del cuerpo y lo miró extasiada. La sangre, su ú ltima
sangre, le brotaba del pecho sin continencia.

El pueblo se ponía en marcha y ella alcanzó a oír solamente, como lejano, el bullicio
de aquella procesió n que desfilaba rozá ndole por el camino. El hombre había sido
descubierto favoreciendo al enemigo. ¿Favoreciéndolo có mo? Preguntó . El soldado
no supo la respuesta.

Belgrano la vio entre la multitud y se acercó llevá ndole un caballo. Ella montó en
silencio.

-Este es un pueblo muy antiguo.- dijo él.- Es difícil para algunos entender que
Españ a ya no es su patria.-
La retaguardia del ejército, a cargo de Díaz Vélez se retira lentamente conteniendo
a los españ oles en La Quiaca. Deben proteger al resto de un ataque en plena
marcha y quemando los campos y arrastrando animales a su paso, se retiran.

Belgrano le indica a Balcarce que se adelante hasta Tucumá n para preparar la


defensa de la ciudad. A pesar de las ó rdenes recibidas de Buenos Aires, está
decidido a detenerse allí para enfrentar al enemigo. Ordena al grueso de su ejército
que hostilicen a los españ oles día y noche. Escribe a la Junta diciéndoles que cada
legua abandonada sería luego mucho má s difícil de recuperar.

Al llegar a Tucumá n fortalece aú n má s la ciudad, allí queda María Josefa y él se


retira a corta distancia, hacia el sur. El enemigo rodea la ciudad y avanza por el
camino del Perú , paralelo al camino Real por el que marcha Belgrano, con la idea
de rodearlo y atacarlo por la retaguardia. Manuel advierte la maniobra y decide
atacar a los españ oles por el flanco. A pesar de la inferioridad en hombres y en
armas, él considera que es una oportunidad ú nica e irrepetible. Ordena a la
caballería que ataque en batalla ya que no estaba disciplinada para tá cticas y a la
infantería, en tres columnas, que se despliegue por la izquierda, era la ú nica
maniobra que habían conseguido aprender en los días anteriores y que podían
cumplir con cierta seguridad de no equivocarse. La artillería, a tiro de cañ ó n, abre
fuego a discreció n.

En la ciudad, María Josefa y algunas autoridades, con expectació n y angustia, ven


la batalla desde los campanarios de las iglesias. La infantería realiza su maniobra
mejor que en un día de ejercicio, la artillería abre algunos claros en las filas
enemigas y mientras la caballería choca con la españ ola estruendosamente, la
infantería calaba bayonetas tal como acababa de aprender, carga al enemigo
ordenadamente y lo desarticula por completo. Belgrano observaba en silencio,
concentrado lo que estaba aconteciendo en el campo de batalla, escucha las
indicaciones de sus oficiales y sigue las que le parecen razonables, pero siempre
con la idea de no retroceder y si era el enemigo el que avanzaba, las ó rdenes que
enviaba eran de hacer alto y rechazarlo. Triunfo completo.

En su parte de guerra, lacó nicamente expresa “La Patria puede gloriarse de la


completa victoria que han obtenido sus armas el 24 del corriente, día de Nuestra
Señ ora de la Merced, bajo cuya protecció n nos pusimos”

Los españ oles pierden en la batalla 453 hombres y 680 caen prisioneros, tres
banderas, trece cañ ones, 358 fusiles, 183 bayonetas, 39 lanzas, 38 carretas, 70
cajones de municiones y 87 tiendas de campañ a. Entre los criollos muere un oficial
y 64 hombres de tropa.

En los días siguientes, Manuel y María Josefa gozan de las satisfacciones de la


victoria en numerosos bailes y agasajos.

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-Un mes después de la batalla me enteré que estaba embarazada de ti-. Contaba
María Josefa a Pedro Pablo.

– Fuiste el fruto dorado de nuestro amor. Y un par de meses má s tarde, Manuel


debía volver al Norte para completar su triunfo en Salta. Yo ya no podía seguirlo,
no queríamos correr el riesgo de perderte. Fueron ocho meses juntos, ocho meses
de felicidad que, a pesar de todas las dificultades, nunca olvidaré. –

Pedrito escuchaba, deslumbrado, una historia que le parecía fantá stica y que antes,
jamá s hubiera creído posible que su madre pudiera haber vivido.

-Fue cruel la despedida. La incertidumbre nos embargaba el alma. No sabíamos


cuá l sería nuestro destino de allí en má s. É l podía perder su vida en un
enfrentamiento cualquiera y yo debía enfrentar a una sociedad conservadora y
puritana que me juzgaría adú ltera a mí y bastardo a ti. En mi regreso, me detuve en
Santa Fe para que nacieras allí, lejos de miradas y comentarios maliciosos. Le
escribí a Encarnació n. Ella estaba en ese momento acompañ ando a Juan Manuel, en
una estancia, en el campo y a ella se le ocurrió la idea de anotarte como suyo. Nadie
desconfiaría, en su regreso a Buenos Aires que tú no fueses su hijo. Era la solució n
perfecta. Yo te tendría cerca de mí casi todos los días y tú crecerías rodeado de
hermanos y lleno de protecció n y cariñ o.-

-¿Qué pasó luego con mi padre?-

-El destino no nos permitió afianzar nuestro amor. Primero la guerra, después
debió partir a Europa en misió n diplomá tica. En esa oportunidad conseguimos
vernos a su paso por Buenos Aires y pudo conocerte. Tú tenías tres añ os y
probablemente no lo recuerdes. Má s tarde hubo de ir otra vez a Tucumá n, cuando
la declaració n de la independencia. Allí Manuel conoció a una muchacha tucumana
que fue su respiro de los ú ltimos añ os, ya estaba muy enfermo. Allí nació Manuela,
es tu media hermana y tendrá s que conocerla algú n día, vive muy cerca de aquí,
fue criada por una hermana de Manuel. É l regresó ya dolorido como un penitente,
yo fui a verlo en su agonía. No quise llevarte para que no tengas que verlo en ese
triste estado. Murió solo, pobre y olvidado.-

A partir de ese día Pedrito fue Pedro Pablo Rosas y Belgrano. Llevó el resto de su
vida con gran orgullo los apellidos de dos hombres que consideraba, de los má s
importantes en la historia de la Patria.

BIBLIOGRAFÍA:

María Josefa Ezcurra. El amor prohibido de Belgrano, Carmen Verlichak, Ed.


Sudamericana, Buenos Aires 1999
Manuela Belgrano, La hija del general, Isaías José García Enciso, Ed. Sudamericana,
Buenos Aires 2003

Historia de Manuel Belgrano y de la Independencia Argentina, T II, Bartolomé


Mitre, EUDEBA, Buenos Aires, 1968

Memorias Pó stumas del General D. José María Paz, Vol. I,

Vida del Creador de la Bandera, Instituto Nacional Belgraniano, Buenos Aires, 1995

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Los sueños son sueños de

sueños de un mundo real.

AGUSTINA DE LAS ANGUSTIAS

El cielo estaba limpio. Ella caminaba sola por la alameda frente al río. El sol rielaba
en la superficie del agua hiriéndole los ojos. Desde un barco, situado en balizas, se
hacían señas de anclado y desembarco. Los carros de transporte de ruedas
gigantescas, comenzaron a adentrarse en el agua. Una bandada de pájaros se lanzó al
aire desde las ramas de un árbol con un ruido de explosión. Se despertó agitada
enredada en las sábanas y se levantó descalza para caminar hasta la galería. El día
brillaba con toda ostentación. Vio a su esposo echado en la hamaca y se acercó para
ver si dormía. La camisa blanca estaba manchada de sangre. Perecía dormido. La
sangre le invadía todo el pecho, chorreaba por los costados y caía a través de la tela de
la hamaca, formando un charco en el suelo. Ella pisó la sangre con sus pies descalzos,
lo agitó para comprobar si vivía. Él salió como de un sueño profundo, la miró
horrorizado, se bajó de la hamaca a los tropiezos y corrió por el parque de la casa
desapareciendo en la fronda. Ella quiso llamarlo a los gritos, pero no le salía la voz.
Despertó cubierta de sudor. Apenas amanecía y la claridad comenzaba a entrar por la
ventana. Lucio dormía plácido a su lado. Sus hijos debían ir a la escuela. Quiso
levantarse para llegarse a la cocina y ordenar que se hiciera el desayuno pero estaba
encadenada a la cama. Una cadena gruesa como un brazo le apretaba un tobillo y
metiéndose entre las sábanas, como una serpiente, se extendía hasta apresarse a la
pata del lecho. Tironeó la pierna intentando soltarse pero la cadena se enroscaba como
si tuviera vida propia subiendo y subiendo por su pierna, sin poder detenerla, hasta
invadirla por completo. Despertó. Se pellizcó un brazo para comprobar que ya no
dormía.

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Aquella madrugada de primavera, soplaba un aire apá tico del río. Martina Agustina
del Corazó n de Jesú s Ortiz de Rozas y Ló pez de Osornio de Mansilla, o simplemente
Agustina, abrazó a su marido y le dijo suavemente al oído, “cuídate”. É l después
besó a sus hijos y montó a caballo, alejá ndose al paso pero sin mirar atrá s. Lucio,
que ya era un mozo de 14 añ os y Eduardita que tenía 10, agitaron sus manos en el
aire tibio de la mañ ana y dijeron adió s con lá grimas en los ojos. Agustina, sin
embargo, se mostró con una entereza impasible. No quería mostrarse débil delante
de sus hijos. Una garra fría oprimía su corazó n y otra estrujaba su garganta, pero
no lo dejaría traslucir. Ella era la hermana de Juan Manuel de Rosas y no podía
mostrar flojedad alguna.

Dos días antes, en Palermo, le había preguntado a su hermano.

- ¿Por qué no envías a Pacheco en esta misió n? Lucio ya es un hombre grande y


hace tiempo que no está en campañ a.-

Juan Manuel la miró y sonrió , la quería como a una hija, ya que tenía casi la misma
edad que Manuelita.

-No temas- le dijo,- no le pasará nada, es el militar má s experimentado que


dispongo. Pacheco está a 200 leguas de aquí combatiendo a los ranqueles que se
han soliviantado. No tengo tiempo de mandarlo a llamar, los gringos se nos vienen
y hay que frenarlos. Lucio es el ú nico que puede hacerlo. –

Los gringos eran los franceses y los ingleses. Desde hacía meses bloqueaban los
puertos de la confederació n y ahora pretendían subir por el Paraná para llegarse
hasta el Paraguay. Alguien tenía que detener el ultraje al territorio nacional. Y ese
alguien solo podía ser Mansilla.

Rosas había recurrido a un informe que Hipó lito Vieytes había elevado a la Junta de
Gobierno 34 añ os antes. El informe detallaba en aquel entonces, que el lugar má s
apropiado para contener una flota extranjera era la Vuelta de Obligado, un recodo
de río en el que solo había 700 metros entre costa y costa, al norte de la provincia,
cercano a la localidad de San Pedro.

Mansilla partió con 170 hombres, solicitó al juez de paz de pueblo todo armamento
disponible y todo hombre entre 15 y 70 añ os. Pidió a Buenos Aires que le envíen
30 tirantes de madera para la contenció n de las baterías.

La flota anglo francesa trepaba ya el río y no quedaba mucho tiempo para


preparativos. Mansilla hizo colocar 24 lanchones de costa a costa para que
sostuvieran tres gruesas cadenas que deberían contener a los enemigos, un italiano
llamado Alberti fue el encargado de la construcció n. Cuatro baterías sobre el
margen derecho del río. Una a cargo del propio Mansilla, las otras al mando de los
marinos, Alzogaray, Eduardo Brown, el hijo del almirante y la tercera, aguas arriba
de las cadenas, al mando del capitá n Thorne. No contaban má s que con 35 viejos
cañ ones, la mayoría de bronce y de escaso calibre. Un barco argentino, el
“Republicano” y dos lanchas cañ oneras cuidaban las cadenas y al mando del
coronel Ramó n Rodríguez, 2000 hombres de caballería, la mayoría gauchos sin
instrucció n militar, en la costa, estaban dispuestos a repeler cualquier intento de
desembarco.

Los gringos se venían con el armamento má s moderno. 11 barcos de guerra, la


mayoría a vapor y má s de 60 mercantes. Disponían de má s de 400 cañ ones de alto
calibre, obuses de bombas fragmentarias y cohetes Congrave.

Mansilla dispuso las baterías en unas barrancas a 20 metros de altura sabiendo


que eso dificultaría la puntería enemiga y facilitaría la propia.

A las 8 de la mañ ana, con los gringos a la vista, Mansilla arengó a sus hombres.

“¡Allá los tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra Patria al
navegar, sin má s título que la fuerza, las aguas de un río que corre por el territorio
de nuestro país. ¡Pero no lo conseguirá n impunemente! ¡Tremola en el Paraná el
pabelló n azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde
flamea! ¡Viva la Patria!”

Desde la flota empezaron a cañ onear las posiciones argentinas, a las 10 y media, la
mayoría de los barcos enemigos disparaba sus cañ ones indiscriminadamente
causando graves dañ os. Los cañ ones argentinos, de menor alcance y mayor tiempo
de recarga estaban en clara desventaja.

La nave capitana francesa se colocó frente a las baterías y mientras una banda
militar hacía sonar el Himno Nacional, los cañ ones argentinos dispararon
simultá neamente causando 28 bajas en un instante y destruyendo casi toda la
arboladura del barco enemigo. Aun así, eran también muchas las bajas argentinas.

A pesar de la desigualdad de fuerzas, la precisió n de los artilleros argentinos, en


poco tiempo, dejaron fuera de combate a los bergantines Dolphin y Pandour y
obligaron a retroceder al Comus, silenciando su poderoso cañ ó n del 80.

-Che Alberti, ¿Qué es eso que echan al agua de aquel barco?- Le pregunto Mansilla
al italiano que estaba a su lado. El hombre tomó su catalejo y miró atentamente.

-¡Sono corpi, usía!-

-¿Cuerpos?-

El italiano siguió mirando.

-Sembrano morti, alcuni vivono.-


Estaban arrojando los muertos al río, pero con ellos, para disimularlo, bajaban
algunos marinos para nadar hasta las cadenas he intentar cortarlas. Mansilla
ordenó que se les disparara metralla.
Las municiones patriotas comenzaron a escasear y con ello también la frecuencia
de los disparos. Los gringos se animaron a enviar tropas de desembarco, entonces
mansilla se pone al frente de un grupo de gauchos y ataca para repeler la invasió n.
Pero una descarga de metralla le derriba del caballo, Rodríguez toma su lugar y
continú a el ataque. Mientras tanto, a Thorne, que se ocupa de la batería dejada por
Mansilla, le explota muy cerca una granada y lo deja totalmente sordo.

Un par de barcos mercantes son alcanzados por las baterías criollas y sufren tanto
dañ o que casi toda su carga queda flotando en el río.

El buque Firebrand se arroja sobre las cadenas y sus hombres a yunque y partillo,
intentan cortarlas. El barco argentino y las cañ oneras, pretenden evitarlo pero
está n bajo el cañ oneo enemigo que incendia los lanchones y corta las cadenas.

Má s marinos ingleses y franceses y franceses desembarcan y atacan una de las


baterías patriotas y consiguen inutilizar má s de 20 cañ ones, Rodríguez los embiste
y los hace reembarcar.

El “Republicano” es incendiado por su propio capitá n para que no caiga en manos


del enemigo. Después de casi 11 horas de lucha, finalmente la flota logra pasar
aunque varios de sus barcos deben regresar para ser reparados.

250 muertos y casi 400 heridos patriotas, pero son incontables los cuerpos del
enemigo que flotan en el río.

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Eran pasadas las once de la noche. Juan Manuel, junto a Manuelita y a Agustina,
esperaba noticias.

En la galería, Rosas cebaba el mate, amargo, como le gustaba, pero mucho má s


amargo le parecía a Agustina que no podía dominar el temblor de sus manos.
Manuelita acariciaba su espalda con su sabia dulzura, pero eso no alcanzaba para
contener las lá grimas de la tía que resbalaban por sus mejillas.

Se había casado a los 16 añ os con ese hombre, cuando él contaba con 45 de edad.
El llevaba ya casi 30 de guerra y ella consideró que él a su edad no tendría que
volver a luchar. Las guerras de la independencia, la guerra con el Brasil, las guerras
civiles; a ella le parecía que eso era demasiado para un solo hombre. Y ahora esto.
Los ingleses y los franceses juntos. Unidos en contra de nuestro pobre y
desangrado país.

Ella temía por sus hijos. Intuía que a Juan Manuel no le quedaba mucho tiempo en
el poder. Confiaba en la habilidad de su hermano y en las fuerzas de la
Confederació n pero ya era mucho el desgaste. Se había enfrentado primero a Paz,
después a Lavalle y los franceses, continuos levantamientos en el interior, ahora
los ingleses y los franceses junto a los uruguayos de Rivera. Era demasiado. Se
podía resistir, ¿pero por cuá nto tiempo? Por eso contaba con su esposo para
protegerlos. É l era respetado hasta por los salvajes unitarios.

El galope de un caballo se escuchó a lo lejos. Todos se incorporaron para ver quién


llegaba.

-Parte para el general Rosas.- gritó el soldado mientras sujetaba el animal.

Juan Manuel arrancó con violencia el cartucho de la correspondencia y


desenrollá ndolo comenzó a leer. Las mujeres, abrazadas, lo miraban expectantes.

-Lucio fue herido pero está bien.- dijo. Le alcanzó el parte médico a Manuelita y se
encerró en su despacho con el resto de los papeles.

Manuelita leyó en voz alta:

“El Sr. General Mansilla, recibió en la tarde del 20, un golpe de metralla (la que
hemos extraído en su totalidad y sopesada, pesa má s de una libra) en el lado
izquierdo del estó mago y sobre varias costillas, y segú n hemos reconocido,
fracturada una de estas. Cayó sin sentido y sufrió por varias horas desmayos,
vó mitos y otros dolorosos y molestos accidentes que fueron calmando
gradualmente. Se le ha practicado un vendaje apropiado para remediar la fractura
de la costilla y se emplean los medios que aconseja el arte“. Dr. Sabino O´Donnell .

Agustina ya no pudo contener el llanto.

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Al día siguiente recibieron otras cartas. Mansilla, un poco recuperado les escribió a
su esposa y a Rosas. En ambas intentaba tranquilizarlos respecto a su salud y
confirmaba que apenas se encuentre mejor, continuaría con lo planeado.

Agustina entró en el despacho del gobernador. Aun con los ojos acuosos, le
preguntó a su hermano.

-¿Qué quiere decir con, “continuar con lo planeado”?-

Rosas la miró con tristeza.

-Seguirá hostigando a los gringos.-

- ¡Me habías prometido que nada le pasaría y ya ves lo que pasó ¡ Y me prometiste
que volvería después de Obligado y resulta que aun herido va a continuar
luchando.-

-Tiene un deber con la Patria.-

-Y ¿Qué pasa con el deber que tiene para con su familia?-


-Primero la Patria.- Dijo Rosas.- Sin Patria no hay manera de defender la familia..-

Agustina, roja de furia, salió con un portazo y descargó su llanto en los brazos de
Manuelita.

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Pocos días después, Mansilla, sin estar repuesto aú n, no pudo mantenerse en


convalecencia. Las noticias que le llegaban del curso que seguían los barcos
enemigos, lo provocaban de tal manera, que no podía soportar la ansiedad.

A caballo, cubierto de vendaje recorría la costa del río buscando lugares


apropiados para hostigar a la flota anglo francesa.

Colocó convenientemente su artillería volante en la costa de San Nicolá s del


Rosario, San Lorenzo y Tonelero, y se vino a dirigir personalmente la resistencia al
pasaje del convoy. A principio de enero, cuando el calor y la humedad hacían
estragos en sus heridas aú n no cicatrizadas, llegaron los barcos de los gringos a la
altura del puerto de Acevedo. Mansilla apuntó contra ellos sus cañ ones. Cuatro
buques britá nicos y franceses fondearon a su frente y le respondieron con artillería
de pesada. Después se alejaron de la costa hacia una isla lo que impedía el ataque
de las fuerzas criollas. Mansilla fue siguiendo por tierra a los enemigos para
dispararles donde se pusiesen a tiro.

En los barrancos de la costa comprendida entre el convento de San Lorenzo y la


punta del Quebracho, Mansilla colocó ocho cañ ones ocultos bajo montones de
maleza, 250 carabineros y 100 infantes en los barrancos de la costa.
A mediodía del 16 de enero aparecieron el vapor Gorgon, la corbeta Expeditive, los
bergantines Dolphin, King y dos goletas armadas en la Colonia, los que montaban
37 cañ ones de grueso calibre y acompañ aban 52 barcos mercantes. Al enfrentar a
San Lorenzo, la Expeditive y el Gorgon hicieron tres disparos a bala y metralla
sobre la costa para descubrir la fuerza de Mansilla. Los soldados argentinos
permanecieron ocultos en su puesto, segú n la orden recibida. Cuando todo el
convoy se encontraba en la angostura del río, Mansilla mandó romper el fuego de
sus cañ ones. El ataque fue certero; los buques mercantes rumbeaban
desmantelados hacia dos arroyos pró ximos, aumentando con el choque de los unos
con los otros las averías que les hacían los cañ ones de tierra.
A las cuatro de la tarde el combate continuaba recio todavía, y los barcos sufrían
enormes averías. 
El viento cambió y se les puso de popa, con el nuevo impulso se alejaron de allí
aproximá ndose a la curva del Quebracho, pero allí también estaban las tropas
argentinas esperá ndolos para recibirlos con fuego continuo y rasante. Mansilla
batalló hasta la caída de la tarde, cuando desmontados sus cañ ones y neutralizados
sus fuegos de fusil por el cañ ó n enemigo, el convoy pudo salvar la punta del
Quebracho, con grandes dañ os en los buques de guerra, pérdidas de consideració n
en las manufacturas y 50 hombres fuera de combate.
Esa noche Mansilla escribió a su mujer y envió el parte de batalla a Juan Manuel.
“Me ha tocado el honor de defender el pabelló n de la patria en el mismo lugar
donde San Martin condujo por primera vez a los granaderos a caballo” comentó
orgulloso.
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Los meses pasaban y Agustina solo tenía de su marido unas cuantas cartas que le
llegaban en las que solo contaba detalles de enfrentamientos y ninguna menció n
respecto a su salud. Ella sospechaba que le estaba ocultando la gravedad de las
heridas que había recibido y que en realidad, solo su fuerza de voluntad lo
mantenía en acció n.
Nunca habían estado tanto tiempo separados. En el pasado, en algunas
oportunidades, ella supo que él corría peligro, pero nunca como ahora y frente a
tan soberbios enemigos.
Rosas envío algunos hombres má s en apoyo de Mansilla, pero no podía descuidar
la ciudad y sus alrededores ya que había permanente amenaza de desembarco
enemigo.
Los reclamos de Agustina hacia su hermano eran cada vez má s virulentos, cada día
ella se introducía en su despacho totalmente fuera de sí y durante mucho tiempo
Juan Manuel recibía en silencio todo tipo de agravios.
Hasta que un día Agustina interrumpió una entrevista entre Rosas y el có nsul
francés, hombre arrogante y altanero que no cesaba en las absurdas pretensiones
que intentaba imponer al gobierno de la Confederació n Argentina.
Fue la gota que rebalsó el vaso.
Agustina y sus hijos, acompañ ados por Manuelita fueron enviados a la estancia del
Rincó n de Ló pez, la vieja estancia que había pertenecido a los padres de Rosas y
que ahora era de Gervasio, hermano de Agustina y de Juan Manuel.
Muchas veces habían hecho ese viaje. Nunca con tanta angustia.
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Los combates se suceden constantemente. Se repelen decididas tentativas de
desembarco enemigo. Los barcos averiados huyen a Montevideo, son reparados y
regresan con má s refuerzos. Se los vuelve a emboscar y vuelven a dañ arlos. Aun
así, los gringos consiguen remontar el Paraná hasta Corrientes donde entregan
armas a los enemigos de Rosas e hacen algunos pobres negocios. De regreso,
Mansilla los espera nuevamente.
El buque inglés Alecto pasa por Quebracho remolcando tres goletas averiadas,
recibe varias andanadas de los cañ ones del Coronel Thorne y sale con varios
muertos y bastante descalabrado. Una noche sin luna, Mansilla encabeza un grupo
de abordaje, en una distracció n de los ingleses nadan hasta un barco que pasa
silencioso y a sangre y fuego recupera el buque argentino “Federal”, que los
gringos habían tomado en Obligado. Le envía a Rosas la bandera inglesa tomada al
enemigo en esa acció n.
El Lizard intenta pasar también por Quebracho, Thorne lo acribilla a cañ onazos
durante dos horas, desarbolá ndolo, arrancá ndole de cuajo el pabelló n que
flameaba en el palo mayor y dejá ndolo inservible para nuevas operaciones, recibe
treinta y cinco cañ onazos de proa a popa.
Finalmente, seis meses después de aquella jornada en Vuelta de Obligado, la flota
completa de 95 barcos se anima a regresar hacia Montevideo. Emprende su
retorno rio abajo. Los patriotas los esperan en Quebracho con 17 cañ ones, 600
hombres de caballería y 150 carabineros dispuestos a repeler cualquier intento de
desembarco.
 Mansilla les recuerda a sus soldados el deber de defender los derechos de la
patria. Y tomando la bandera nacional y al grito de “¡Viva la soberana
independencia Argentina!” manda que por sus cañ ones tronase la voz de la patria,
cuando ya las escuadras aliadas habían enfilado contra él su poderosa artillería,
para que por detrá s de ellos pasen los barcos cargueros del convoy. El fuego
sostenido de los argentinos hace vacilar a los gringos y lleva el estrago a los barcos
mercantes, algunos de los cuales varan por ponerse a salvo, o se despedazan al
chocar entre sí en las angosturas del río por huir má s rá pido. Pasado el mediodía,
después de dos horas de combate, el convoy no puede todavía salvar los fuegos de
las baterías de Thorne.
El Firebrand, Gazendi, Gorgon, Harpy y Alecto retroceden para cubrir la línea de
barcos má s comprometidos. Pero, viendo, después de una hora má s de
encarnizado combate, que era infructuoso y que todos corrían gran riesgo,
incendian allí los que pueden y bajan el río precipitadamente con los restantes. Fue
una tremenda derrota para los aliados. No só lo sufrieron pérdidas má s
considerables que en Obligado, sino que casi no pudieron hacer dañ o a los
argentinos. Se convencieron de que no podían navegar impunemente por la fuerza
las aguas interiores de la Confederació n. Contaron cerca de 60 hombres fuera de
combate y perdieron una barca, cuatro goletas cargadas con mercaderías valor de
cien mil duros, parte de las cuales salvó Mansilla consiguiendo apagar el fuego de
una de las goletas. Entre los argentinos, Thorne, herido en la espalda por un casco
de metralla y algunos pocos soldados, también heridos, ninguno de gravedad.
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La noticia llegó a Buenos Aires esa misma noche. Rosas supo que era un triunfo
completo. – Se irá n con la cola entre las piernas. Le dijo a su secretario.
Pasaron todavía unos meses hasta que las misiones diplomá ticas, primero de los
ingleses y luego de los franceses terminan aceptando las condiciones argentinas y
reconociendo nuestra soberanía sobre los ríos interiores.
Casi un añ o después del combate en la Vuelta de Obligado, la fiesta en Palermo fue
como ninguna otra. Llegaron gobernadores de las provincias, militares, grandes
comerciantes, lo mejor de la sociedad porteñ a, diplomá ticos extranjeros y hasta los
propios có nsules de Inglaterra y de Francia fueron invitados.
Lucio N. Mansilla con su uniforme de gala, recuperado ya de sus heridas, del brazo
de la orgullosa Agustina, ocupó la cabecera de la mesa rodeado de sus oficiales.
Alzó su copa con buen vino mendocino y brindo por la patria y por el valor de sus
soldados.
La cena, por supuesto, se basó en asado criollo. Y el baile se prolongó hasta la
madrugada.
Afuera, en el parque, todos los soldados y gauchos que habían participado de los
combates, tomaron, comieron y bailaron con sus mujeres igual que dentro de los
salones lo hacían sus jefes.

BIBLIOGRAFÍA.
Historia de la Confederació n Argentina T III- Adolfo Saldías.- El Ateneo, Buenos
Aires.-1951.

Blog. Revisionistas.- Guerra del Paraná .- Oscar Turone.


Lucio Norberto Mansilla, El Heroe de Obligado.-Luis Launay.-Ediciones Fabro.-
Buenos Aires.-2011

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Los sueños pueden volverse realidad

Pero las pesadillas también son sueños.

210 DÍAS CON CAMILA

“En este tiempo de guerras, donde el hombre es enemigo del hombre, la injusticia
no existe”. Thomas Hobbes.

La música suena muy fuerte en el salón, Manuelita me habla pero no entiendo lo que
dice. Veo que todos llevan máscaras menos ella. Yo mismo llevo una máscara que
oprime mi rostro, pero no puedo ni quiero sacármela. La fiesta es grande, son los
carnavales, una multitud ha venido a Palermo. El negro Eusebio se ha disfrazado de
Obispo y el obispo se disfrazó de Eusebio. Camino entre todos, palmean mis hombros a
mi paso, los militares, los abogados, los curas y los comerciantes. Reconozco al
gobernador de una provincia, no me acuerdo de cual, disfrazado de almirante francés.
Todos comienzan a bailar, giran y giran en un baile mareante como olas de mar en una
tormenta. La danza se hace lúbrica, carnal. Las máscaras me muestran rostros
sonrientes, complacientes, serviciales y otros, llenos de ira, cargados de ironía y de
odio. Todos me señalan, primero a mí, luego a una puerta tras la cual, algo está
pasando, se siente que algo malo está pasando. Siento que me empujan hacia la puerta.
Escucho risas sarcásticas y prédicas elocuentes y floridas, pero falsas. Abro la puerta,
la habitación está a oscuras, la puerta se cierra detrás de mí, nada puedo ver, La
oscuridad es tan cerrada que es como estar ciego. Tanteo las paredes rugosas y
húmedas. El piso es de ladrillos. Tengo solo doce años. Mi madre me ha encerrado por
haberme escapado a caballo sin su permiso. Estoy sentado en el suelo en medio de la
oscuridad y lloro de bronca, de indignación. Siento que es injusto que me hayan
encerrado. Algo camina por mi mano. Pequeñas patitas ásperas se desplazan por mi
piel. Me sacudo y cae. Ahora lo siento en los pies, en los brazos. Por todos lados. Me
caminan por todos lados. Me sacudo pero no puedo expulsarlos a todos. El piso de
ladrillos... Comienzo a aflojarlos con mis manos. Me duelen los dedos. Los bichos
caminan sobre mí. Arranco los ladrillos del piso y los lanzo contra la puerta, uno tras
otro. Uno tras otro hasta quedar agotado. La puerta no se ha movido. En el silencio de
la noche escucho las campanas de la catedral, Han dado las doce.
Se sentó en la cama. Eugenia, que dormía plácida a su lado, despertó y consiguió
verlo a la luz leve de la luna que entraba por la ventana. Él estaba quieto,
transpirado, sentado en la cama con la mirada fija en el vacío. Ella acarició su
espalda y él se relajó. Volvió a acostarse. Entonces ella notó su tremenda erección. El
gallo del carbonero cantó tres veces.

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Perió dico “El Observador” Buenos Aires 22 de Diciembre de 1847.

Por Pedro De Angelis.

Una noticia preocupante tiene conmovida a la ciudad desde hace unos días. Ha
desaparecido la niñ a de 22 añ os de edad Camila O´Gorman, hija del respetable
médico, el doctor Adolfo O´Gorman y de la augusta señ ora Joaquina Ximénez Pinto.

Las primeras averiguaciones que ha realizado la policía llevan a figurar la


posibilidad de que la joven haya sido raptada o bien haya huido en la compañ ía y
complicidad del sacerdote Jesuita Uladislao Gutiérrez, lo que en caso de verificarse
se constituiría en un gravísimo escá ndalo para la sociedad porteñ a y para la iglesia
cató lica.

El clérigo Gutiérrez es sobrino del gobernador de la provincia de Tucumá n, el


general Celedonio Gutiérrez, de probada filiació n federal, lo que aun así, puede
generar un conflicto de intereses con la provincia de Buenos Aires. El joven
sacerdote es (o era) amigo de Eduardo O´Gorman, hermano de Camila, y había sido
nombrado capellá n de la familia, situació n en la cual frecuentaba la casa y por
consiguiente trabó relació n con la joven. Por su parte, Camila es íntima amiga de
Manuelita Rosas, la hija de nuestro gobernador, Brigadier General y Restaurador
de las Leyes, Don Juan Manuel de Rosas.

Perió dico “El Comercio del Plata” Montevideo, 27 de Diciembre de 1847.

Por Florencio Varela.

Nos ha llegado una noticia de Buenos Aires que de ser cierta no haría má s que
confirmar el grado de decadencia y corrupció n en que allí se vive, bajo la tutela del
tirano Rosas. Parece ser que una joven de respetable familia, Camila O´Gorman ha
huido con un sacerdote jesuita tucumano llamado Gutiérrez y que lleva por
nombre de pila el de Uladislao o Ladislao. El sacerdote, capellá n de la familia
contaba con la absoluta confianza del Obispo Medrano, hombre que pretende
defender la moral y las buenas costumbres con un discurso procaz. A su vez, la
joven Camila formaba parte del círculo íntimo de Manuelita Rosas y ya sabemos el
grado de promiscuidad que se vive en Palermo, donde son seducidos hasta los
diplomá ticos extranjeros provenientes de la culta y adelantada Europa.

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¿Cuá ntas veces se me ha reclamado la institucionalizació n del país? ¿Cuá ntas veces
he dicho que no era el momento? ¿Có mo puede ser el momento cuando nos atacan
enemigos de afuera y de adentro? ¿Qué soy un Dictador? Seguramente que sí. ¿Qué
soy un Tirano? Decididamente que no. A Esos señ oritos unitarios, liberales y
masones que reclaman por la repú blica, lo ú nico que pretenden en comerciar con
los ingleses. Me reclaman que no haya participado de los agitados días de 1810.
Por supuesto que no. Soy un amante del orden. Y aquellos señ ores revolucionarios,
salvo unos pocos y honrosos, procuraban exactamente lo mismo que hoy,
comerciar con el inglés. Yo enfrenté a los ingleses siendo un niñ o, durante las
invasiones y lo hago ahora que bloquean nuestros puertos junto a los franceses.
Buena zurra les dimos en aquel entonces y también ahora, en Obligado, en
Quebracho y en Tonelero. Puedo tenerlos de amigos, puedo comerciar con ellos,
pero siempre bajo nuestras condiciones. No quieran meterse en nuestros ríos
libremente y no me vengan a apurar con tratados espurios.

Justo ahora, digo, un momento tan inoportuno, tal vez en el minuto má s


comprometido de mi gestió n, má s aun que aquel del añ o treinta y nueve, cuando
tuve a Lavalle a las puertas de la ciudad y a los franchutes en el puerto. Justo ahora
viene a suceder lo de Camila O´Gorman.

¿Puede un padre escribirme esta carta? “… para elevar a su superior conocimiento


el acto má s atroz y nunca oído en el país, y convencido de la rectitud de V. E. hallo
un consuelo en participarle la desolació n en que está sumida toda la familia. (…)
pues la herida que este acto ha hecho es mortal para mi desgraciada familia que
tanto ha sufrido desde los tiempos de mi madre. El clero en general, por
consiguiente, no se creerá seguro en la Repú blica Argentina. Así, señ or, suplico a V.
E. dé orden para que se libren requisitorias a todos los rumbos para precaver que
esta infeliz joven, se vea reducida a la desesperació n y conociéndose perdida, se
precipite en la infamia (…). El individuo es de regular estatura, delgado de cuerpo,
color moreno, ojos grandes pardos y medios saltados, pelo negro y crespo, barba
entera pero corta, de doce a quince días; lleva dos ponchos tejidos (…). La niñ a es
muy alta, ojos negros y blanca, pelo castañ o, delgada de cuerpo, tiene un diente de
adelante empezado a picar. Buenos Aires a 21 de diciembre de 1847” Adolfo O
´Gorman.

Y el provisor de la iglesia del Socorro: “Un suceso tan inesperado como lamentable
ha tenido lugar en estos ú ltimos días. El suceso es horrendo y tiene penetrada mi
alma al má s acerbo sentimiento. Yo veo en él establecida la ruina y el deshonor, no
só lo del que lo ha cometido sino también de la familia a que la joven pertenece;
pero lo má s lamentable es la infamia y vilipendio que trae aparejado para el Estado
Eclesiá stico. Por el amor que V. E. tiene a la religió n (…) yo le ruego quiera
ocuparse de esta desgraciada ocurrencia, digná ndose adoptar las medidas que
estime convenientes, para averiguar el paradero de aquellos dos inconsiderados
jó venes (…) para que su atentado tenga la menor trascendencia por el honor de la
Iglesia y de la clase Sacerdotal” Presbítero Miguel García.

Que puede haber pasado por la cabeza de estos jó venes para cometer semejante
desatino. ¿Qué se enamoraron? Otro nombre le pondría yo. Pero eso aú n no los
justifica. Muchas formas existen para sobrellevar esa situació n.

Ese desagradable medicucho de O´Gorman hace menció n a su madre. Recuerdo


bien a su madre, sé que vive aú n por los pagos de San Isidro, recuerdo lo
escandalosa que fue su historia cuando era simultá neamente amante de Virrey
Liniers y del invasor general Beresford, trabajando de espía para los masones y
dando lugar en su casa para encuentros subversivos. El Doctor O´Gorman debe ser
presa hoy de un trauma familiar y pretende que yo lave sus trapos. Se refiere a su
hija como “esta infeliz “como si hablase de una extrañ a. Es má s fuerte el amor por
su buen nombre que el que tiene por su familia.

Y el lame botas del Obispo Medrano ha venido a exigirme a mí, ¡a exigirme¡, que
tome los recaudos necesarios para que se encuentre de inmediato a los pró fugos.
Hubiesen ellos cuidado mejor de sus criaturas y esto no hubiera sucedido. Ya lo
puse en manos de la policía. Que se encarguen. Yo, má s no pienso hacer. Si los
encuentran, deberá n pagar las consecuencias de sus actos, y si no, mejor para ellos.

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El Mercurio, Santiago de Chile, 3 de Marzo de 1848.

Por Domingo Faustino Sarmiento.

Ha llegado al extremo la horrible corrupció n de costumbres bajo la tiranía


espantosa del Calígula del Plata que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos
Aires huyen con las niñ as de la mejor sociedad, sin que el sá trapa infame adopte
medida alguna contra esas monstruosas inmoralidades.

El Observador, 28 de Junio de 1848. Buenos Aires.

Después de siete meses de bú squeda infructuosa, han sido descubiertos y


apresados en la ciudad de Goya, en la provincia de Corrientes, los pró fugos
amantes Camila O´Gorman y el sacerdote Uladislao Gutiérrez.

Parece ser que la pareja había cambiado sus nombres por los de Valentina Desá n y
Má ximo Brandier respectivamente. Decían provenir de Salta donde se habían
dedicado al comercio. En Goya fundaron, en su propia casa, la primera escuela del
pueblo y parece ser que tuvieron tanto éxito que debieron mudarse a una casa má s
espaciosa para albergar a todos los alumnos.

Camila ya ha declarado ante la policía y ha trascendido que en su exposició n dice


no haber sido violada, que ha sido la iniciadora del romance y la instigadora de la
fuga.

De su relato se reconstruye que huyeron de Buenos Aires a caballo con la idea de


llegar a Río de Janeiro, que se detuvieron en Goya a descansar y que decidieron
quedarse allí, en la suposició n de que no serían reconocidos. Luego de siete meses
en los que ya se habían integrado al pueblo, acudieron a una fiesta en casa de un
vecino, en donde Gutiérrez fue reconocido por un sacerdote llamado Miguel o
Michael Gannon quien los denunció al juez de Paz. Inmediatamente fueron
apresados por la policía y separados el uno del otro. Se espera el pronto traslado a
esta ciudad.

Algunas averiguaciones de este periodista nos han llevado a conocer un poco má s


de Camila: Artista y soñ adora, dada a las lecturas de esas que estimulan la ilusió n
hasta el devaneo, pero que no instruyen la razó n y el sentimiento para la lucha por
la vida; y librada a los impulsos de cierta independencia enérgica y desdeñ osa,
había llegado a creer que era demasiado estrecho el círculo fijado a las jó venes de
hoy, y no menos ridículos los escrú pulos de las costumbres y las imposiciones de la
moda. Continuamente se la veía dirigirse sola desde su casa a recorrer las librerías
de Ibarra, La Merced o de la Independencia, en busca de libros que devoraba con
ansias de sensaciones. Una verdadera descarriada.

El Comercio del Plata. Montevideo. 5 de Julio de 1848

Descubiertos en Goya, Corrientes, han sido atrapados y enviados a Buenos Aires


por orden del Gobernador de aquella provincia, Don Benjamín Virasoro, los
trá nsfugas Uladislao Gutiérrez y Camila O´Gorman.

Criminales confesos, el cura apó stata y la mesalina seductora se encuentran ahora


bajo la potestad del Tirano Juan Manuel de Rosas. Se espera de él la má xima
rigurosidad que la situació n amerita si es que quiere y si esto fuera posible, de
algú n modo, limpiar su nombre. Es sabido y conocido el clima de distenció n que se
respira en la ciudad de Buenos Aires, la ciudad de la lujuria. Favorecidos por los
aires de concupiscencia y liviandad que soplan desde Palermo, es posible que el
ciudadano comú n se vea arrastrado por caminos insospechados, hacia el abismo de
la corrupció n de las costumbres.

No existe justificació n alguna para tamañ os actos. El celibato que se impone a los
sacerdotes tiene valor de ley y quien lo rompe, rompe también con los principios
bá sicos de la sociedad y de la Santa Iglesia. Este sacerdote, no solo abandonó esos
principios, traicionó también a una comunidad que creyó en él depositando su fe
en el há bito que portaba y en la institució n que lo cobijaba.

Y qué se puede decir de la joven Camila. ¿Seducida o seductora? Segú n su propia


confesió n fue ella quien arrastró al cura hasta el pie de la hoguera. Ahora solo le
cabe esperar el castigo de los hombres y el castigo de Dios, ya que no sedujo a un
hombre cualquiera sino que lo hizo, a un hombre de la Iglesia y le ha arrebatado
así, la posibilidad a él de hacer el bien y a la sociedad de recibirlo.

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¿Debo preguntarme qué es justo en estos casos? ¿A qué justicia debo remitirme?
¿Es que la justicia existe? ¿Es justo acaso, que los salvajes unitarios hayan
intentado asesinarme con esa… “má quina infernal” que me enviaron, simulando un
regalo otorgado por diplomá ticos del Janeiro y que solo porqué el Todopoderoso
inutilizó su mecanismo no se disparó matando a mi inocente niñ a Manuelita?
¿Fueron justas todas las muertes de uno y otro bando en esta guerra absurda?

En este tiempo de guerra del hombre contra el hombre, nada es injusto. Acosado
por el fanatismo extremista, por la insensatez democrá tica de algunos, la mayoría
de este pueblo ha sostenido mi mandato y me ha conferido la totalidad del Poder
Pú blico. ¿Y eso que significa en este caso? ¿No es democracia? Creer, confiar y
apoyarse en otro, pedirle su consejo, es honrarle. Desconfiar o no creer es
deshonrar. En mi se ha confiado, se ha creído en mi capacidad para gobernar y
ordenar a este pueblo, para alejarlos del caos y de la guerra. Cuando la barbarie
nos rodea, cuando la anarquía nos asedia, todo queda en manos del Estado. Y en
este caso, el Estado soy yo. Y para evitar que la sociedad que me ha otorgado este
poder, caiga en el caos y el desgobierno, solo le cabe al Estado imponer el
cumplimiento de las leyes. Ahora es cuando debo hacer honor al honor que se me
ha conferido. Siempre he sido partidario de la Dictadura. La democracia formal es
perversa, es corrupta. Una dictadura con una ley justa que se cumpla hasta las
ú ltimas consecuencias. Solo nos resta definir qué es una ley justa.

Esos impíos masones, con sus falsos argumentos con los que pretenden
endulzarnos, quieren hacernos creer que es posible una repú blica en la que impere
la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. O son muy ingenuos o son muy malvados,
y yo me inclino por lo segundo.

Si cada uno viviese segú n su voluntad, viviría en una libertad completa pero
infructuosa, porque así como tiene el poder de hacer cuanto quiere, también los
demá s tendrá n el poder de hacerle padecer cuanto les parezca. Y el má s fuerte o el
má s despabilado se abusará n de inmediato del débil y del tonto. Solo el miedo a
que algo así pueda sucederle, es lo que le empuja a otorgarle al Estado el poder de
protegerlo, aunque con ello pierda esa pretendida libertad. Y es el estado que
tendrá , en el miedo, la herramienta para evitar que los hombres se maten entre sí.

¿Creen estos, ingenuos o malvados, que soy un gaucho ignorante? Yo también he


leído a Voltaire y recuerdo que dijo “Dios no existe, pero no se lo digan a mi
sirviente, puede asesinarme mientras duermo” ¿Qué es lo que detiene al sirviente
para que no cometa un crimen sino es el temor de Dios? Estos dos, jó venes
inconscientes tal vez, han perdido el miedo a Dios y eso requiere remedio.

Solo la fraternidad, segú n ellos, conseguiría unificar libertad con igualdad, pero la
fraternidad es una ficció n, es un sueñ o que desde el martirio y sacrificio de nuestro
señ or Jesucristo se viene propugnando sin que en mil ochocientos añ os de historia
se haya conseguido ni siquiera por un corto tiempo.

Mi querida hija, Manuela, ha abogado durante horas con intensidad por su amiga
Camila.

Mi cuñ ada María Josefa me escribe: “Querido hermano Juan Manuel: Esta se dirige
a pedirte el favor de Camila. Esta desgraciada, es cierto, ha cometido un crimen
gravísimo contra Dios y la sociedad. Pero debes recordar que es mujer y ha sido
indicado por quien sabe má s que ella en el camino del mal. El gran descuido  de su
familia al permitirle esas relaciones tiene muchísima parte en lo sucedido; ahora se
desentienden de ella. Si quieres que entre recluida en la Santa Casa de Ejercicios,
yo hablaré con doñ a Rufina Díaz y estoy segura de que se hará cargo de ella y no se
escapará de allí. Con mejores advertencias y ejemplos virtuosos, entrará en sí y
enmendará sus yerros, ya que los ha cometido por causa de quien debía ser un
remedio para no hacerlos. Espera una respuesta en su favor, tu hermana. María
Josefa”

Pero el propio padre de Camila, Adolfo O’Gorman, reclama un castigo ejemplar. Y el


propio Deá n de la Catedral, Felipe Elortondo y Palacios, hipó crita farsante, a pesar
de su conocido concubinato con su sirvienta, por casi veinte añ os, se atreve a
reclamar justicia para mantener el buen nombre de la Iglesia.

Solo me quedaba consultar a quienes pueden saber má s que yo y pedí un dictamen


a los juristas má s prestigiosos, Lorenzo Torres, Eduardo Lahitte, Baldomero García
y Dalmacio Vélez Sarsfield y su fallo fue condenatorio.

Ninguno de los dos mostró el arrepentimiento que necesitaba la moralina


eclesiá stica, tampoco lo reclamado por los faná ticos liberales y masones que
demandan desde el exilio, pero má s infame aun es lo que exigen, salvo algunas
cercanas excepciones, el propio padre de Camila, el Obispo, y nuestros amigos,
adictos seguidores de la santa causa federal.

Camila y Uladislao ratificaron su amor en todos los términos posibles y se


conjuraron para perpetuarlo. Solo me queda dictar sentencia.
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Camila O´Gorman y Uladislao Gutiérrez fueron ejecutados en Santos Lugares,


cuartel general del ejército rosista, el 18 de Agosto de 1848.

La prensa opositora, que había incitado con insistencia que se aplicara un “castigo
ejemplar”, inmediatamente reprochó la barbarie del “Tirano”.

En este tiempo de guerra del hombre contra el hombre, nada es injusto.

 Voy a morir, y el amor que me arrastró al suplicio seguirá imperando en la


naturaleza toda. Recordará n mi nombre, má rtir o criminal, no bastará mi castigo a
contener una sola palpitació n en los corazones que sientan. Camila.

BIBLIOGRAFÍA:

Historia de la Confederació n Argentina. Tomo III, Adolfo Saldías, El Ateneo, Buenos


Aires.-1951.

Rozas. Ensayo histó rico-psicoló gico, Lucio V. Mansilla. Anaconda, Buenos Aires,
1933.

Camila O’Gorman, Julio Llanos.Buenos Aires, Ediciones  de la Patria Argentina,


1883.

Mujeres tenían que ser, Historia de nuestras desobedientes, incorrectas, rebeldes y


luchadoras. Desde los orígenes hasta 1930, Felipe Pigna. Ed, Planeta, Buenos Aires,
2011.

Leviatá n, Thomas Hobbes. Ed. Losada, Buenos Aires 2003,

No te tomes por el reflejo,

tras él está tu verdadero rostro.


EUGENIA, LA DE LAS TREGUAS 1848

No podía detenerse, los perros estaban muy cerca, debía encontrar la manera de
borrar el rastro, tenía que despistarlos. Se detuvo un momento, olisqueó el aire, había
agua cerca, un arroyo salvador. Corrió sin aliento hasta llegar al riachuelo, lo cruzó
rauda y corrió por la otra margen rio arriba más de cien metros y volvió a cruzar.
Ahora fue rio abajo como tres cientos metros y volvió a cruzar, siguió rio abajo por la
margen contraria, se internó en un monte de acacias negras. En la última tormenta
habían dejado caer muchas ramas cuajadas de largas y afiladas espinas. Salió del
monte, retornó al arroyo, lo volvió a cruzar y ahora remontó el rio, pasó entre medio
de unos espinillos y ascendió una cuesta larga hasta la cima de un cerro. Allí se sentó a
descansar. Desde la altura pudo primero oir el ladrido de los perros acercarse,
después los pudo ver llegar hasta el arroyuelo. Algunos lo cruzaron, otros buscaron el
rastro sin encontrarlo. Los que habían cruzado encontraron el rastro y ladraron para
avisar al resto. Todos fueron rio arriba hasta que volvieron a perder el huella.

Ella comenzó a descender lentamente la colina por el otro lado, sabía que los perros
estarían mucho tiempo perdidos, sin poder encontrarla. Nunca la encontrarían.
Mientras bajaba escuchó a lo lejos el aullido de dolor de los perros, seguramente en el
monte de las acacias. No dejó de tomar precauciones y dio varias vueltas para llegar a
la madriguera. Mientras andaba pensó en no regresar nunca más a la casa. Durante
mucho tiempo se sirvió del gallinero. Muchos pollos, huevos y hasta una gallina grande
se llevó una vez. Había que alimentar la cría. Llagó a la madriguera, bien oculta bajo
unos arbustos bajos. Cuatro zorritos la esperaban. Habían crecido. Podía enseñarles a
vivir. Ella estaba preñada otra vez.

Eugenia se ha movido entre sueñ os, ha girado en la cama y se ha arrebujado entre


los brazos del hombre, apreció su calor, sintió mucho placer y ha seguido
durmiendo profundamente.

Ha cantado el gallo del carbonero, los faroles de aceite de la galería han consumido
su aceite y terminaron apagá ndose. El paso del caballo del sereno sobresaltó a
Eugenia. Algunos gatos en celo que maú llan a la madrugada parecen bebes
llorando. La luna, entre algunas nubes, comienza a palidecer pero aun roza en las
ventanas y le da a todo un tinte de plata y azul. El caballo del herrero, piafa de vez
en cuando. Sonidos de una noche que termina cundo la campana de la capilla toca a
las seis.

No había salido el sol cuando ella se levanta despacio para no despertarlo, se viste
en silencio y va hasta la cocina donde la negra Kande ya tiene el agua casi a la
temperatura justa para el mate. Ella prepara la yerba, la bombilla de plata y el
porongo, toma la pava y retorna a su habitació n. Allí Juan, como ella le llama en la
intimidad, aun duerme profundamente. Se había quedado trabajando, como cada
noche, hasta muy tarde, pero aun así es de levantarse temprano. Ese hombre
adorado que la ha salvado de vaya a saber qué cruel destino.

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Eugenia había quedado huérfana cuando tenía quince añ os, ella y su hermano
Vicente de catorce. Su madre había fallecido cuando ellos eran muy pequeñ os y su
padre, Gregorio, que había sido capitá n de milicias y ponía su vida en peligro con
frecuencia. No quiso correr el riesgo de dejar a sus hijos abandonados, por si
muriese en algú n entrevero y recurrió al gobernador, al que bien conocía, ya que
de joven había trabajado en sus estancias.

-Don Juan Manuel, - le dijo.- he venido hasta usted porque necesito pedirle un gran
favor.-

-Hable, hombre, siéntese y hable, que si está a mi alcance, sabe que puede contar
conmigo.-

- Vea, usted sabe que tengo dos hijos pequeñ os, mi mujer murió hace muchos añ os
y yo, usted sabe, puedo partir en cualquier momento.-

-¿Entonces?-

-Entonces quiero pedirle que usted sea, no sé, un protector pa´ mis hijos, por si
algo me pasa, ¿Vio? Tengo una casita en el barrio de Concepció n que quedaría pa´
ellos, eso y mi alazá n son mis ú nicas pertenencias y no conozco a naides con la
confianza pa´ pedirle esto.-

-No se preocupe mi amigo. Ya mismo llamamos a un notario para que haga un acta
en la que disponga lo que usted quiera. Yo estoy a su disposició n.-

El notario confeccionó un acta en la que consignó que Juan Manuel de Rosas se


instituía como albaceas testamentario universal sobre todos los bienes de Juan
Gregorio Castro, así como tutor de sus hijos Eugenia y Vicente Castro.

El capitá n Castro murió dos añ os má s tarde en un enfrentamiento con los indios y


Rosas dispuso inmediatamente el destino de sus hijos.

A Vicente lo hizo ingresar como cadete del regimiento de Patricios y a Eugenia en


la casa de los Olavarrieta, una buena familia federal, donde serviría y se la cuidaría.

Sin embargo, seis meses má s tarde, a Rosas, que de todo se enteraba sin moverse
de su escritorio, le llega la noticia de que Eugenia era maltratada.

-Hasta la servidumbre se entretiene zurrá ndola con ferocidad.- le dijo alguien de su


absoluta confianza.
Don juan Manuel salió de inmediato. Entró en la casa de los Olivarrieta, sin llamar
ni pedir permiso. Exigió que prepararan las cosas de la muchacha porque se la
llevaría en el acto.

-Pero Don Juan Manuel.- quiso protestar doñ a Olivia.

-No quiero excusas ni explicaciones.- Interrumpió Rosas.- Está decidido. Y será


mejor que guarden las formas de un buen patriota y federal, porque si no, no sé
qué pueda sucederles.-

Desde ese día, Eugenia Castro estuvo al servicio día y noche de la señ ora
Encarnació n Ezcurra, la enferma esposa del Gobernador.

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Eugenia acaricia los rubios cabellos de su hombre y él comienza a desperezarse.


Ese es su hombre y ella lo sabe bien. Cada día él trabaja sin descanso de la mañ ana
hasta muy entrada la noche. Conflictos con los ingleses, problemas con los
unitarios, espías por todas partes, la administració n del Estado con escasos
recursos, traidores que vigilar, partidarios que recibir y favorecer. Tiene a sus
ministros y a sus secretarios, pero aun así el tiempo no alcanza. Ella lo sabe todo
pero nunca dice nada, no pregunta, no opina y si alguien le preguntara, ella sabe
decir sin decir y apartarse. Siempre está presente en las reuniones y cenas de la
familia, pero nunca en las que está n los señ ores de la política y la diplomacia, a
esas concurre siempre Manuelita, la dulce Manuelita. Manuelita la quiso desde el
primer día. Aquel día tan feliz para Eugenia porque el “señ or gobernador” había
ido a rescatarla de la garra cruel de aquella familia, pero una época triste para
Manuelita porque su madre yacía delicadamente enferma.

-¿Ha dormido bien, mi amor?- pregunta Eugenia.

É l sonríe tomando el primer mate de su mano y después la envuelve en sus brazos


y la besa en el cuello para hacerle cosquillas y le hace reír hasta quedar sin alieno.
É l nunca habla de amor, pero con nadie má s que con ella tiene palabras tiernas y
caricias dulces. Con ella sus ojos azules de acero se vuelven aguas calmas de un
mar pacífico. Solo con ella su cuello de toro se relaja y sus mú sculos grandes se
vuelven blandos.

Eugenia le deja la pava, él seguirá tomando mate mientras se viste, ella sale, para
ver si aú n duermen sus hijos. En un cuarto duermen Á ngela y Nicanora, las
mayores. Á ngela duerme con la cara vuelta hacia la ventana donde un par de
palomas arrullan sin cesar. Juan Manuel la llama la “soldadito” porque a ella le
gusta disfrazarse como un gaucho de la Guardia del Monte y juega con una cañ a a
que arremete con la lanza. Nicanora, está boca arriba y sus cachetes gorditos se le
mueven al respirar, Eugenia la acomoda arropá ndola y poniéndola de costado. Juan
Manuel le dice la “galleguita” porque se entretiene siempre entre los gallegos que
trabajan en los montes de naranjos de Palermo. En la habitació n contigua duermen
Emilio y Justina, los má s pequeñ os. Justina aun duerme pero suele ser la primera
en despertar, solo tiene dos añ os de edad, pero habla como una persona adulta.
Habla con seriedad, frunce el ceñ o y levanta la manito con el dedito en alto como si
se dirigiera a una gran audiencia. Juan Manuel dice que imita al doctor Anchorena
en sus alocuciones grandilocuentes. Emilio, el varoncito, que tiene seis añ os,
corretea los pasillos y las galerías de la casa montado en una escoba con una
espadita de madera que le regaló el general Mansilla.

Eugenia sale sin ruido y se dirige a la cocina para ayudarle a Kande con el
desayuno de domingo con la familia. Kande es una hermosa negra, es alta y
delgada, sonríe todo el tiempo y sus blancos dientes hacen que todo sea má s claro
alrededor. Juan Manuel la compró cuando era niñ a recién llegada de Á frica y en el
añ o 13 le dio la libertad pero ella no se quiso ir, ¿a dó nde iba a ir, la pobre? Kande
es su nombre africano, significa princesa, porque eso es lo que era en su tierra. En
las fiestas y los bailes del barrio del Mondongo, ella es reina. Juan Manuel le hizo
bautizar como Candelaria y así se le puede llamar Kande con todas las de la ley.
Calentar leche, hacer café, el té, el pan con chicharron recién salido del horno,
preparar la natilla con canela, la mazamorra, también arroz con leche, mantequilla,
mermeladas y jaleas de naranjas y ciruelas. Hay muchos naranjos en Palermo.

Eugenia despierta a sus niñ os y les ayuda a vestirse. Les pone su mejor ropa
porque ellos querrá n lucirse ante los concurrentes que también llegará n con sus
hijos.

Suele haber mucha gente en los desayunos porqué para Juan Manuel es la ú nica y
má s importante comida del día. Suele leer los perió dicos de Montevideo y los de
Buenos Aires casi simultá neamente. Se dice de él que es un tirano sanguinario. Se
dice también que es el salvador de la patria. Se dice que es un estafador de su
pueblo. También que es la felicidad de los pobres y la rienda de los ricos. Había
quien decía que llevaba dentro, una suerte de infelicidad. Trabaja el resto del día.
No almorzará y por la noche se arregla solo con algú n bocadillo y mucho mate.
Quienes quieran verlo de manera informal, entonces, acuden a Palermo por la
mañ ana temprano.

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Aquel día, Rosas la lleva a la vieja casa de los Ezcurra, donde vive con su familia. La
casa de Palermo aú n no está terminada. Eugenia, tímida muchacha de quince añ os,
sin conocimientos previos para cuidar un enfermo, velozmente se hace cargo con
comedida disposició n: Manuelita la quiere de entrada y Pepa como le decían a la tía
Josefa la mira primero con recelo pero luego rá pidamente también, le toma cariñ o.
Pero es la propia Encarnació n quien mejor apreciaba la atenció n que recibe, la que
má s fervor demuestra y le prodiga má s cariñ o que a la propia Manuelita. Eugenia
pone todo su corazó n en la atenció n de la enferma, hace todo con un cariñ o
especial, parece que ha nacido para atender enfermos. Se encarga de calentar
ladrillos cuando Encarnació n tiene los pies fríos, le masajea la espalda y las piernas
con admirable dulzura cuando se le entumecen, Le coloca pañ os fríos en la frente
cuando levanta fiebre, le ayuda a sentarse en la cama cuando tiene un acceso de tos
y fundamentalmente sigue todas las indicaciones que los doctores le dan para el
cuidado de la enferma.

Una tarde de primavera en que Encarnació n está un poco mejor Juan Manuel las
lleva a dar un paseo en carruaje por la alameda. Las flores inundan de perfumes el
parque. Se detienen frente al río desde donde se pueden ver los barcos franceses
que bloquean la ciudad. El rostro de Juan Manuel se endurece pero nada dice para
no importunar a su esposa. De regreso a la casa, él las deja solas.

-¿Has notado el rostro de Juan Manuel? Le pregunta Encarnació n.

-Si, estaba como ofuscado.- contesta Eugenia.

-Antes, cuando yo me encontraba bien de salud, - continua la señ ora.- Lo


acompañ aba en muchas decisiones de gobierno. Yo estaba al tanto de casi todo lo
que pasaba y eso para él era un alivio y un descanso. Es bueno tener siempre
alguien en quien se pueda confiar ciegamente. Ahora,-sigue Encarnació n con un
suspiro.- Ahora quedará solo y eso no será bueno para él ni para nadie alrededor.
Sé que su corazó n se endurecerá aú n má s si no encuentra có mo desahogar sus
preocupaciones.-

-No hable así, señ ora. Usted no va a morir.-

-Eso quisiera mi´jita, pero sé que no va a ser así. Lo que quiero decirte es que sé
que Manuelita podrá suplirme en algunas cosas de la política, pero también sé que
Juan Manuel no querrá volver a casarse y va a necesitar alguna buena muchacha
que lo acompañ e en la intimidad ¿Tú me entiendes, verdad?- le dijo tomá ndole
fuertemente un brazo y mirá ndola a los ojos con intensidad. Y Eugenia entendió .
Han pasado má s de diez añ os de aquel día y hoy Eugenia la recuerda con cariñ o.
Encarnació n murió poco tiempo después de aquella conversació n y Juan Manuel
fue una sombra durante meses.

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El desayuno es en familia. La mañ ana es cá lida, una leve brisa del río trae la
humedad necesaria, los pá jaros se dejan oír gloriosos, Pá nfilo, el gato gris de
Manuelita se hecha al sol junto a los malvones y no deja de mirarlos. Los carruajes
van llegando uno tras el otro. El general Mansilla y su hermosa esposa, Agustina, la
hermana preferida de Juan Manuel, son todo sonrisas. El general viste de paisano,
como acostumbra cuando no está de campañ a. Agustina tiene un vestido blanco, de
muselina y gasa con el cintillo punzó insertado en el pecho con un alfiler de plata, y
lleva un sombrero de ala ancha adornado con decenas de pequeñ as flores. Eugenia
admira su belleza y su elegancia, sin embargo ella carece de envidia. Manuelita le
ha regalado varios vestidos y ella usa siempre los má s sencillos. Considera
inadecuado ponerse algo que pueda hacer pensar que quiere competir en gracia y
elegancia con las damas que frecuentan la casa.

Los Mansilla llegan con sus hijos, Lucio, que ya es un muchachó n muy desenvuelto
en galanterías que tiene 17 añ os y su hermana Eduarda de 14 que es una
muchacha un poco retraída y que le da que pensar a Eugenia que se parece un poco
a ella cuando tenía su edad.

Otro carruaje trae a Pedro, que es hijo nada menos que del General Belgrano,
acompañ ado de su madre, Josefa, hermana de la fallecida Encarnació n y de su
esposa, Juanita Rodríguez. Vienen también con sus hijos, Pedrito de 6 y Dolores de
4 añ os.

Llega también Juan Bautista, el hermano de Manuelita, con su esposa, Mercedes


Fuentes y su hijo que se llama Juan Manuel, como el abuelo y que tiene 9 añ os.

Dolores, la hijita de Pedro quiere atrapar a Pá nfilo, pero el gato huye rá pidamente
trepá ndose a un á rbol. Otros niñ os corren a las hamacas que Juan Manuel hizo
colgar para ellos. Pero enseguida llaman a la mesa porque el desayuno está
servido.

Todos se sientan alrededor de la gran mesa y la conversació n versará sobre temas


triviales. Juan Manuel no quiere que los domingos, durante el desayuno se hable de
política ni de guerras a pesar de que aú n perdura el bloqueo anglo francés.

Sin embargo, entre los adultos, sobreviene el tema de la huida de Camila, amiga de
Manuelita.

Después del desayuno, todos se trasladan a la capilla donde se da la misa y má s


tarde comienzan los paseos por el parque, caminatas hasta el río, hasta el viejo
barco abandonado que una tormenta arrastró hasta la costa y que luego Juan
Manuel hizo acondicionar para diversió n de los invitados. Hasta una mesa de villar
le puso.

Por la tarde, después del asado que unos comen con fruició n y otros con simple
deleite, se suman al encuentro amigos y amigas de Manuelita, Juanita Sosa, Má ximo
Terrero, Francisco Arana y su hermana María Mercedes, Prilidiano Pueyrredó n,
recién llegado de Europa y otros jó venes de la mejor sociedad porteñ a. Algunos
duermen una corta siesta bajo los á rboles, otros emprenden caminatas o paseos a
caballo mientras los niñ os no dejan de jugar.

Entre las amigas de Manuelita se destaca Juanita Sosa. Juanita es bonita,


chispeante, inquieta y amiga de hacer bromas. Se las arregla siempre para estar
cerca del gobernador, le hace graciosos mohines y monerías ignorando por
completo la presencia de Eugenia y su relació n clandestina que todo el mundo
conoce. A Juan Manuel le agrada Juanita y no solo permite algunos abusos de
confianza sino que se satisface de los juegos de seducció n. Eugenia, la que no habla
lo que no debe, la que se mantiene siempre en la sombra, calla una vez má s, pero
muere de celos.

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Manuelita tenía la costumbre de saludar a su tatita antes de irse a dormir. Solía


entrar en su despacho sin pedir permiso y se inclinaba sobre su escritorio para
darle un beso en la mejilla.

-Hasta mañ ana m´hija.- decía él sin dejar la pluma.

-Hasta mañ ana tatita. No se acueste muy tarde.-

Eugenia también tomó esa costumbre aunque ella lo hacía mucho má s entrada la
noche, porque hasta muy tarde atendía sus obligaciones en la casa. Quería al
gobernador como al padre que había perdido.

Había pasado má s de un añ o desde la muerte de Encarnació n cuando una noche, al


saludar a Juan Manuel, se inclinó y se le abrió apenas el camisó n. É l vio que ella no
llevaba nada debajo y que sus senos eran pequeñ os y blancos y sus pezones
morenos.

Durante cuatro días siguió con su vida habitual. Una mañ ana, Eugenia, que se
abocaba en algunas tareas domésticas, se tomó un descanso y, fue hasta su cuarto.
Una carta, de su hermano, estabn sobre la mesa. Le contaba que había conocido a
una joven y que estaba prendado de ella. Dejó la carta sobre la cama, se paró frente
al espejo y comenzó a arreglarse el pelo, pensando feliz, en la felicidad de su
hermano. El rayo de sol que penetraba por la ventana, se reflejaba en el espejo y se
derramaba sobre ella. Allí estaba, en su vestido verde. Una cesta de paja, herida por
la luz, propagaba tonos dorados en toda la estancia y el pequeñ o dije de plata que
le había dejado su madre chispeaba en su largo cuello.

Rosas, en el pasillo, la puerta abierta, la estuvo observando largo tiempo en


silencio. Ella sintió , como otras veces, el calor de su mirada y giró la cabeza. Quiso
bajar la vista, pero Juan Manuel, se acercó , la tomó por la cintura con una mano y
con la otra en su mentó n la obligó a mirarlo. Ella se endureció , pero unos segundos
después, se aflojaron sus mú sculos y dejó que el peso de su cuerpo se sostuviera en
el brazo de él. Entonces la besó . Fue un suave rosar de labios que por sutil, terminó
con la débil resistencia que Eugenia hubiera podido oponer.

Aquella noche, en la habitació n sin luces, el sintió la belleza de su cuerpo y conoció


sus manos y su boca. La amó durante varias horas con movimientos que nunca
había hecho, dejá ndose llevar en una lentitud que desconocía.
Desde aquel día, que ella nunca olvidará , se convirtió en esclava, concubina,
barragana o manceba. No importaba el nombre. No podía ser otra cosa. En la
intimidad, ambos encontraron lo que les hacía falta, él la llamara “mi dulce cautiva”
y ella lo mirará y sonreirá en silencio.

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Dos días después de aquel domingo de fiesta, Eugenia encuentra a Manuelita sola,
caminando bajo los sauces llorones y su une a ella. Han sido confidentes una de la
otra. Eugenia conoce y guarda celosamente el secreto de Manuelita. Algunas
noches, Má ximo Terrero, su eterno pretendiente, la visita en su habitació n. Eugenia
sabe que Juan Manuel le ha prohibido que se case, pero también cree que Rosas
sabe de las visitas de Má ximo y calla.

-¡Que hermosos está n creciendo tus hijos¡- Dice Manuelita.

-Mis hijos son tus hermanos.- Contesta Eugenia. Manuelita se ruboriza.

-Ya lo sé. ¿Por qué me dices eso ahora?-

- Es por tu amiga, Juanita. Y por Juan Manuel.-

-No te preocupes, son solo juegos.-

-No, no lo son. Escuché a Mercedes comentarle al general Mansilla que Juanita le


había dicho, llena de satisfacció n, que piensan casarse.-

-No puede ser Eugenia, debe ser un error. Juanita me lo hubiera contado.-

-No lo sé. Si eso sucede, ¿Dó nde quedaría yo? ¿Y mis hijos? Hace dos días que lloro
por los rincones para que él no me vea.-

Manuelita la abrazó . Eugenia no puede contener las lá grimas.

-No te preocupes.-La consuela.- Yo voy a componer esto.- Y Llevá ndola del brazo la
acompañ a hasta sus habitaciones.

Manuelita, hecha una furia, entra en el despacho donde el gobernador dicta una
carta a uno de sus secretarios. El muchacho, un joven tímido y callado, al verla, sale
discretamente. Rosas la mira y sonríe, conocedor de las expresiones de su hija,
sabe que algo grave pasa.

-¿Qué sucede, mi niñ a?- le pregunta.

-¿Qué sucede?, a Ud. le pregunto. ¿Qué sucede con Juanita? –

Juan Manuel se pone serio. Todos los reclamos de su hija han sido siempre
relacionados con otras personas. Manuelita le pedía por algú n unitario que había
caído en desgracia y se le habían confiscado las tierras, o por otro, que por estar en
la cá rcel, su familia sufre grandes penurias. Nunca le había hecho un pedido
personal y eso lo toma por sorpresa.

-Bueno. Hemos tenido algunas conversaciones y...-

-Ya he oído de esas conversaciones.-Interrumpe Manuela amenazá ndolo con el


dedo. -Si Ud. ha de casarse con alguien será con Eugenia que es la madre de sus
hijos. De no ser así, le juro que le desobedeceré y me casaré con Má ximo. He de
huir si es necesario.-

El fantasma de Camila voló ante sus ojos.

Juan Manuel no se casó con Juanita Sosa…pero tampoco con Eugenia Castro.

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Unos pocos añ os después, llegará Urquiza y derrotará a Rosas en Caseros. Juan


Manuel se refugia en la casa del có nsul ingles Robert Gore y desde allí manda a un
asistente a su casa para informar a Manuelita y a Eugenia.

-Tú te vienes conmigo a Inglaterra, con Á ngela y con Emilio. Nica y Justina
quedará n con Terrero y luego enviaré por ellos.- Juan Manuel ve el rostro dolido de
Eugenia. – No podemos ir todos ahora, no es posible.

-No me iré sin todos mis hijos- dijo ella.

-Te enviaré a Palermo con una nota para Urquiza. É l te permitirá preparar el
equipaje.- Siguió Juan Manuel seguro de que ella cambiaría de opinió n.

Eugenia sintió en lo má s profundo de su amor propio, lo que aquella proposició n


excluyente significaba. Á ngela y Emilio eran los preferidos de Rosas.

En los siguientes tres o cuatro días que siguieron, Juan Manuel se ocupó de dejar
en manos de su socio, Juan Nepomuceno Terrero el título de propiedad de la casita
de Eugenia y de Vicente. É l la había hecho reparar y la había alquilado durante
quince añ os. Le dejó también los 20.000 pesos que esos alquileres habían
producido para que se los entregue a Vicente, y otros 42.000 pesos para que le dé a
Eugenia. Era casi todo lo que tenía.

Eugenia preparó sola, en Palermo, el equipaje de Manuelita y Juan Manuel y lo


envió a la casa del có nsul.

Juan Manuel y Manuelita debieron disfrazarse de marineros para conseguir


embarcar sin ser reconocidos.

Ella no fue al puerto a despedirlos. Nunca má s los vio. Eugenia estaba embarazada
de su quinto hijo. Se llamaría Adriá n. Rosas nunca lo supo.

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Muchas cartas fueron y vinieron entre Buenos Aires y Southtampton. Rosas le
reclamó amargamente que ella no lo acompañ ara “Si cuando quise traerte
conmigo, segú n te lo propuse en dos muy expresivas y tiernas cartas, hubieras
venido, no serías hoy tan desgraciada”. También con Manuelita se intercambiaron
cartas, cariñ os y algunos regalitos.

Eugenia vagó de casa en casa. Los familiares y amigos de Rosas, nada quisieron
saber de ella. Trabajó de lavandera, al igual que sus hijas, los varones, de peó n en el
campo. Emilio murió en la guerra del Paraguay.

Veinte añ os después, muerto Rosas, Nicanora inició un juicio por herencia. Los
Jueces en Buenos Aires se declaran fuera de jurisdicció n. No tenía sentido hacer un
juicio en Inglaterra. Todos los bienes de Juan Manuel de Rosas los había
expropiado el Estado Argentino.

Juanita Sosa; la amiga de Manuelita que siempre quiso visitar las habitaciones del
gobernador y que tal vez lo consiguió , algunos añ os después de Caseros fue
internada en el Hospital de Mujeres mentalmente alterada. Le gustaba convertirse
en estatua. Adoptaba una postura parecida a la de las estatuas griegas y se quedaba
en esa posició n durante horas, sin moverse. La gente bien de la ciudad iba a ver el
espectá culo. Una vez, fue Diana Cazadora, una mano elevada buscando una flecha
del morral y la otra que sostiene un arco imaginario y así se quedó hasta que la
muerte vino a buscarla.

Manuelita, contra la voluntad de su padre, se casó en Inglaterra con Má ximo


Terrero, el secreto amante de las noches de verano en la casa de Palermo.

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BIBLIOGRAFÍA:

Mujeres de Rosas, María Sá ez Quesada, Editorial Planeta, 1995, Buenos Aires

Vida de Juan Manuel de Rosas, Manuel Gá lvez, Editorial Eliasta, 1991 Buenos Aires.

Las Cinco Mujeres de Rosas-Jorge O. Sule, Ediciones Fabro, 2014. C.A.B.A.

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