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iCP1 CÁTEDRA SALDAÑA, CBC, UBA.

TPII. HABITAT, CULTURA Y SOCIEDAD


DEFOE, DANIEL (1719) Robinson Crusoe

Capítulo 4 - Instalación en la isla

Desentendiéndome, pues, del barco y su recuerdo, sólo me ocupé de aquellos


pedazos que la tormenta había arrastrado a la playa, pero pronto supe que serían de
muy poca utilidad. Mis pensamientos estaban consagrados ahora a encontrar los
medios de asegurarme contra los salvajes o las bestias que pudiera haber en la isla;
vacilé mucho acerca de las medidas que debía tomar, si me convenía construir una
choza o cavar un abrigo en la profundidad de la tierra. Por fin, luego de meditarlo bien,
me resolví por ambas cosas. Y se me ocurre que puede ser interesante la descripción
de cómo las llevé a cabo. Había advertido que el lugar en que estaba no era
conveniente para establecerme, en especial porque se hallaba sobre terrenos
pantanosos e insalubres próximos al mar, y cerca de allí no había agua dulce. Me
resolví, por tanto, a buscar un sitio más saludable y apropiado para construir mi
vivienda. Calculé aquello que necesitaba de manera indispensable: en primer lugar
agua dulce y aire saludable, como ya he dicho; luego abrigo de los ardores solares y
seguridad contra posibles atacantes, fueran hombres o animales. Finalmente quería
tener frente a mí el horizonte marino, para que, si Dios me enviaba algún barco por las
cercanías, no perdiera yo esa oportunidad de salvarme, ya que tal esperanza no había
perecido todavía en mí. En busca del lugar que reuniera tales condiciones, hallé una
pequeña explanada al costado de una colina cuya ladera era tan escarpada como un
muro y me evitaba, por tanto, todo peligro de ese lado. En un lugar de la roca había un
hueco, semejante a la entrada de una caverna, pero en realidad no se trataba de
ninguna cueva ni entrada. Decidí instalar mi choza en la explanada, justamente
delante de ese hueco; noté que la parte llana tenía unas cien yardas de ancho y el
doble de largo, y que se extendía como un parque delante de mi puerta, descendiendo
luego irregularmente hacia las tierras bajas del lado del mar. Estaba hacia el N-NO de
la colina, de modo que me protegía de los calores diurnos hasta que el sol
descendiera al O cuarto SO, que en aquellas latitudes ocurre casi al crepúsculo. Antes
de principiar mi tienda tracé un semicírculo delante de la parte hueca, cuyo diámetro a
partir de la roca era de unas diez yardas, y veinte en el diámetro total desde uno a otro
extremo. En este semicírculo clavé dos hileras de fuertes estacas, hundiéndolas en
tierra hasta que quedaron absolutamente firmes, sobresaliendo de la tierra hasta unos
cinco pies y medio, y las agucé en la punta. Las dos hileras no estaban separadas
más de seis pulgadas entre sí. Tomando entonces los pedazos de cable que me había
procurado en el barco, los apilé en el interior del círculo apretándolos hasta que
cubrieron el espacio entre las estacas, y sostuve mi empalizada con otras estacas de
unos dos pies y medio que coloqué inclinadas por el lado de adentro, a manera de
puntales. Tan fuerte quedó el vallado que ningún animal o ser humano hubiera podido
derribarlo, ni siquiera pasar por encima. Tuve mucho que trabajar en él, especialmente
cortando la madera de los bosques, llevándola al lugar y clavándola en tierra. Decidí
que la entrada no sería una puerta sino una corta escalera para trepar a la
empalizada, puesta de tal modo que una vez dentro fuera fácil retirarla, con lo cual me
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encontraba perfectamente amurallado y defendido contra todo el mundo y podía


dormir sin temor a enemigos, aunque más tarde vine a saber que mis precauciones no
eran necesarias. Con infinito trabajo reuní todos mis afectos en la fortaleza,
provisiones, armas y demás cuya lista es ya conocida, y armé una gran tienda; para
que me preservara de las lluvias, que en cierta estación caen allí con violencia, hice
una tienda doble, es decir, una pequeña y otra mayor tendida por encima, cubriendo
esta última con una tela embreada que traje del barco juntamente con las velas. Ya no
dormía en el colchón sino que instalé la hamaca que había pertenecido al piloto del
barco y era excelente. Puse en la tienda todas las provisiones y aquello que pudiera
estropearse con las lluvias, y habiendo comprobado que mis bienes estaban a salvo
cerré la entrada que hasta ese momento dejara abierta en la empalizada y desde
entonces utilicé la escalera para entrar y salir. A partir de ese día principié a excavar la
roca, de la que arranqué gran cantidad de piedras y tierra que fui apilando al pie de mi
empalizada a manera de terraplén de pie y medio de alto. Pronto tuve, pues, una
nueva cueva justamente detrás de mi tienda, que me servía de bodega y despensa.
(...)
Después de vivir allí diez o doce días se me ocurrió que por falta de calendarios, así
como de papel y tinta, perdería la cuenta del tiempo y no sería capaz de distinguir los
días de fiesta de los de trabajo. Para evitarlo hice un poste en forma de cruz, que clavé
en el sitio donde por primera vez había tocado tierra, y grabé en él con mi cuchillo y en
letras mayúsculas: LLEGUE A ESTA PLAYA EL 30 DE SETIEMBRE DE 1659 Sobre
los lados del poste practicaba diariamente un corte, y cada siete una marca algo
mayor; el primer día del mes hacía una señal aún más grande, y en esa forma llevé mi
calendario de semanas, meses, años.
Entre lo mucho que había traído del barco encallado en los viajes arriba mencionados
se encontraban diversas cosas muy útiles para mí, aunque menos que las otras, por lo
cual no las describí antes. En particular plumas* tinta y papel, y objetos pertenecientes
al capitán, piloto, artillero y carpintero, tales como tres o cuatro compases,
instrumentos matemáticos, cuadrantes, anteojos de larga vista, mapas y libros de
navegación, etc., todo lo cual traje a tierra sin saber si me serviría o no.
Como antes he dicho encontré plumas, tinta y papel, e hice lo indecible por
economizarlos; mientras duró la tinta pude llevar una crónica muy exacta, pero cuando
se terminó me hallé imposibilitado de continuarla, ya que no pude hacer tinta a pesar
de todo lo que probé. Esto vino a demostrarme que necesitaba muchas cosas fuera de
las que había acumulado; así como tinta, debo citar la falta que me hacían una azada,
pico y pala para roturar la tierra, y también agujas, alfileres e hilo; en cuanto al lienzo,
pronto me pasé fácilmente sin él. Tal falta de utensilios tornaba fatigosa toda tarea que
emprendía, y transcurrió casi un año antes de que hubiera terminado mi empalizada y
las demás obras. Las estacas, que eran tan pesadas como podía encontrar, llevaba
mucho tiempo cortarlas y aguzarlas en el bosque y otro tanto moverlas hasta la
explanada. A veces pasaba dos días entre cortar y trasladar uno de aquellos postes y
un tercer día en hundirlo firmemente en el suelo, para lo cual me valía de una pesada
maza de madera hasta que se me ocurrió emplear una de las palancas de hierro;
asimismo me daba mucho trabajo asegurar aquellos postes.
(...)
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He descrito ya mi vivienda, que era una tienda junto a la ladera rocosa, rodeada de un
fuerte vallado de estacas y cables al que puedo llamar ahora muro porque del lado
exterior le puse una base de tierra con césped que alcanzaba a dos pies de alto; más
tarde —pienso que un año y medio después— agregué unas vigas y cabrias que iban
de la empalizada hasta las rocas, e hice un techo con ramas de árbol y todo aquello
que pudiera protegerme mejor de las lluvias, que en ciertas épocas del año caían con
gran violencia.
Ya he dicho que había puesto todos mis efectos dentro de la empalizada y en la
caverna. Al principio estaban tan revueltos, apilados sin orden ni cuidado, que
ocupaban casi todo mi sitio, no dejándome lugar libre. Me puse entonces a agrandar la
caverna, siéndome fácil porque se trataba de una roca arenosa que cedía fácilmente.
Ya en aquel entonces estaba seguro de que no había fieras en la isla, y ahondando la
cueva hacia la derecha hice un túnel que formaba una salida más allá de la
empalizada, lo cual me permitiría salir y entrar de lo que llamaríamos la parte trasera
de mi casa y a la vez depósito de efectos. Pude luego dedicarme a fabricar aquellas
cosas que más falta me hacían, como por ejemplo una mesa y una silla, sin las cuales
no podría gozar de las pocas comodidades que tenía en el mundo, ya que era difícil
escribir o comer agradablemente sin una mesa.
Así que puse manos a la obra; y aquí debo advertir que, del mismo modo que la razón
es la sustancia y origen de las matemáticas, planteando y concordando todas las
cosas según la razón, y ateniéndose al juicio mas racional de las cosas, cualquiera
podría ser con el tiempo maestro en cualquier arte mecánica. Nunca había manejado
una herramienta en mi vida, pero con tiempo, aplicación y perseverancia descubrí que
si hubiera tenido los elementos necesarios habría podido fabricar cuanto me faltaba.
Así y todo hice muchas cosas sin herramienta alguna, y otras con la sola ayuda de una
azuela y un hacha, aunque con infinitas dificultades. Si, por ejemplo, necesitaba un
tablón, no me quedaba otro remedio que derribar un árbol, ponerlo en un caballete y
hacharlo por ambos lados hasta darle el espesor de un tablón, y lo pulía luego
convenientemente con la azuela. Con este método sólo sacaba un tablón por árbol,
pero como no encontraba otra manera de lograrlo me armaba de paciencia ante la
enormidad de tiempo que me llevaba la sola obtención de una tabla. Cierto que mi
tiempo y mi trabajo nada valían allí, y tanto me daba emplearlos de un modo que de
otro.
Así fabriqué en primer lugar una mesa y una silla, aprovechando los pedazos de tabla
que trajera del barco. Después, cuando obtuve algunos tablones de la manera ya
descrita, hice estantes de pie y medio de ancho, uno sobre otro, a lo largo de las
paredes de mi cueva, que servían para poner mis herramientas, clavos y herrajes
teniendo todo clasificado y puede decirse que al alcance de la mano. Clavé soportes
en las paredes para colgar mis escopetas y lo que en esa forma quedara cómodo,
tanto que si alguien hubiera podido ver mi cueva le hubiera parecido un depósito
general de objetos necesarios. Tenía todo tan al alcance de la mano que me
encantaba ver cada cosa en orden y, más que nada, descubrir que mi provisión era
tan abundante.

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