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Camino de Auschwitz

EDITH STEIN
*****

María Mercedes Álvarez Pérez


A mi padre,
Miguel Álvarez,
por sus buenos consejos
en la elaboración de
esta biografía.
1. La mimada de la casa

Empiezan a sentirse los primeros fríos del otoño en la


industriosa localidad de Bresláu [1], que en tiempos de nuestra
historia pertenece a Prusia, al este del Imperio alemán.
Es un singular 12 de octubre de 1891, en que los Stein
celebran un día de doble fiesta: la solemnidad judía de la
expiación [2]… y el nacimiento de la más pequeña de la
familia.
Todos hablan a la vez:
–¡Qué bonita es!
–Dejádmela coger…
–No, que está durmiendo.
–¿Qué nombre le vamos a poner?
–Edith. Se va a llamar Edith.
Edith Stein Courant es la menor de once hermanos, de los
cuales sólo viven siete. Los seis mayores –Pablo, Elsa,
Arnoldo, Federica, Rosa y Ernestina– se arremolinan en torno
a la cama de la madre, Augusta Courant, que mira a la recién
nacida y al resto de los chicos con una cansada sonrisa.
Enseguida, son empujados suavemente fuera del pequeño
dormitorio.
La casa está llena de gente, aunque hace pocos meses que
los Stein han tenido que dejar su pueblo polaco de Lublinitz,
en la alta Silesia, porque el negocio maderero familiar no iba
bien. En esta nueva ciudad de Bresláu había mejores
oportunidades, gracias a su industria metalúrgica, favorecida
por su puerto fluvial sobre el Oder.
La familia Stein es de raza y religión judía. Los judíos, que
no poseían aún estado propio [3], estaban entonces
diseminados entre Estados Unidos y Europa, particularmente
en los países centrales del viejo continente. Son ciudadanos
pacíficos e integrados, pero viven de forma separada de los
demás, a causa de su religión y sus costumbres.
La sinagoga de Bresláu ha acogido a los Stein con cariño.
Pero ¡cuánto les ha costado dejar su tierra natal y a los
queridos parientes! Echan de menos al abuelo, cantor y
director de los rezos de la familia, y a la bisabuela –ya
fallecida– que, mientras encendía las velas del candelabro
ritual ante la mirada atenta de los niños, rezaba:
–Señor, no nos envíes demasiado, sino sólo lo que podamos
sobrellevar.
El padre, Siegfried Stein, conversa ahora fumando su larga
pipa en el comedor, con los amigos y vecinos que han acudido
a felicitarle.
La señora Stein aprieta con ternura a su pequeña. Piensa si
Dios se llevará también a esta preciosa niña, porque ya ha
sufrido la pérdida de cuatro de sus hijos, que murieron muy
pequeños. Pero intuye que esta niña, nacida en día tan
señalado, en el que el rabino ofrece un solemne sacrificio
anual por los pecados del pueblo y éste ayuna con severidad,
va a estar especialmente unida a ella.
Pasa el tiempo, y parece que las cosas no van del todo mal
en la familia. Edith se va criando muy sana entre los mimos de
sus padres y de sus hermanos.
Un día caluroso de verano los niños están jugando cerca del
bosque, no lejos de la casa. Todo está tranquilo. Rosa
entretiene a la pequeña Edith que, con casi dos años, ya
corretea con bastante soltura. Elsa, la hermana mayor, está
ayudando a su madre en las tareas de la casa. De pronto, llega
un carro conducido por uno de los jefes de la sinagoga y entra
en la casa toda prisa.
–Augusta, vengo a comunicarte una gran calamidad: tu
marido ha sido encontrado muerto…
–¿Cómo?, ¿qué ha pasado?, ¿dónde está? –grita la señora
Stein, que se pone lívida.
–Lo traerán al caer la tarde. No hemos podido hacer nada.
El señor Stein, que estaba fuera de la ciudad, ha muerto a
causa de una fulminante insolación, mientras seleccionaba la
madera de los árboles del bosque.
La muerte, para los judíos, es siempre especialmente
traumática y dolorosa, pues creen que las desgracias son
consecuencia del abandono de Dios, de Yavhé. Por eso hacen
un largo duelo y las lamentaciones y llantos duran muchos
días.
Tras los ocho días de luto prescritos por la ley, la señora
Stein, que ya siempre vestirá de negro, se encuentra de pronto
lejos de su ciudad natal, con siete hijos y un negocio que no da
casi ingresos. A causa de su viudez y soledad, Augusta se une
más a Edith, por la que siente una especial debilidad, pues se
parece mucho a su marido muerto. La pequeña huérfana
apenas ha conocido a su padre.
Los parientes le aconsejan que abandone esa actividad llena
de deudas y que transforme su casa en una pensión. Pero ella
decide mantener el negocio e ir introduciendo a los chicos
varones en diversas tareas del oficio. Alquila un local junto a
la pequeña vivienda para ubicar el almacén de maderas.
En los años de finales del XIX, la industria naval alemana
está en alza, propiciada por la política imperialista del Kaiser
Guillermo II, que fomenta el comercio exterior como vía para
aumentar su poder económico y político. Todo ello, acaba
favoreciendo el negocio maderero familiar.
2. El regalo más deseado

Edith va siendo educada por su madre con mucho cariño,


pero con firmeza. Pasan los años y va destacando en la niña un
fuerte carácter, que contrasta con sus rasgos dulces y
agradables: grandes ojos grises y vivaces, piel muy blanca y
cabello liso y castaño. Tiene un simpático hoyuelo en la
barbilla. Es muy delgada, con cierta tendencia a pillar
resfriados durante los crudos inviernos prusianos.
Con sólo tres o cuatro años, su madre debe reñirla con
cierta frecuencia, a lo que la niña responde con terribles
rabietas y cabezonadas. Augusta pasa poco tiempo en casa por
el exceso de trabajo y Elsa, la mayor, que tiene unos
diecinueve años, hace un poco de madre de Edith y Erna, las
dos pequeñas, que, como sólo se llevan quince meses, se han
hecho inseparables. Erna secunda todas las ocurrencias de su
hermanita.
Un día, el de la preparación de la Pascua, previo a la gran
fiesta anual, el Sabbat más importante del año judío, Edith
propone:
–Vamos a ver qué hay preparado en la despensa para la
fiesta.
–Mamá nos tiene prohibido entrar…
–¡Venga, que no se va a enterar!
Se cuelan en una pequeña habitación adyacente a la amplia
cocina, la fresquera, donde se almacenan los alimentos y las
hortalizas y frutas. Pero Elsa las sorprende probando algunos
dulces recién horneados por ella misma.
Las niñas son castigadas. Su hermana las encierra en una
habitación oscura hasta el momento de la cena familiar. Erna
llora sentada en un rincón, pero Edith golpea con sus puños la
puerta hasta que ésta casi se viene abajo y acaba con los
nervios de todos.
En otra ocasión, a principios del verano, los hermanos
mayores van a reunirse en el campo con otros chicos y chicas
del barrio, pero a Edith no le permiten ir porque aún es muy
pequeña. Disfruta mucho estando con los mayores y
entrometiéndose en las conversaciones. Ha estado todo el día
tratando de convencer a sus hermanos para que «cuiden» de
ella, con argumentos de todo tipo. Cuando ve que no puede
conseguir nada, se deshace en lágrimas y en lamentos bastante
ruidosos. Todos están hartos de sus rabietas y terminan por
llevársela con ellos con tal de no oírla.
Es muy curiosa y todo lo pregunta. Le encanta pasear por la
zona antigua de Bresláu, corretear por su gran plaza cuadrada,
contemplar el puerto fluvial, y que le expliquen el porqué de
un monumento, de una placa conmemorativa o de las obras de
expansión de la ciudad.
Un día dice a su hermana Elsa, que ha estudiado para
maestra:
–Enséñame a leer, por favor. Así leeré las cosas yo sola, y
no os molestaré tanto…
–Pero si irás muy pronto a la escuela…
–¡Pero no quiero esperar…! Anda, enséñame tú y me
portaré bien.
Con su despierta inteligencia y su afán por saber, Edith
aprende enseguida. Su memoria retiene poesías muy largas,
que lee ya sin dificultad en los libros de sus hermanos. Y no le
importa nada recitar algunas a los vecinos que visitan a su
madre. Al revés: le complace mucho recibir halagos por su
talento.
Erna ha comenzado ya la escuela, pero Edith aún no puede
asistir. De nuevo sus gritos desesperan a la familia. La
inscriben entonces en la guardería, pero ella se niega en
redondo a ir con los párvulos. Cada mañana es una pesadilla
arrastrarla a un lugar que, según ella, «es para bebés». A veces
tienen que convencerla con chucherías para que se conforme,
como el gran cucurucho de deliciosas ciruelas que le compró
un día una tía suya.
Se acerca su sexto cumpleaños. Suele recibir bonitos
regalos de sus vecinos y de su familia, pero esta vez anda un
poco cabizbaja y nadie sabe qué le pasa.
–Edith, ¿no estás contenta? Dentro de una semana es tu
cumpleaños –le dice su madre.
–Es que no sé si me vais a regalar lo que quiero.
–Dínoslo, y veremos.
–Pues… lo que más deseo es ir a la escuela grande.
–Pero Edith –dice su madre–, ¿no sabes que eres pequeña
aún? ¡Es imposible!
–Entonces –replica la niña enfurruñada–, no quiero que me
hagáis otros regalos, porque nada me haría tanta ilusión.
Quedan un par de días, y ella sigue insistiendo en ir a la
escuela, rehusando otros regalos. Cuando le preguntan qué es
lo que desea, comenta siempre con firmeza:
–¡Lo único que quiero es ir a la escuela de mayores!
Su hermana Elsa es maestra de la Escuela Vitoria, un centro
educativo estatal protestante, y por fin consigue que admitan a
su hermanita, a pesar de que el curso está empezado y no tiene
aún los años reglamentarios.
Cuando se lo comunican, la alegría de Edith es inmensa.
La Escuela Victoria es un antiguo palacete que domina la
plaza principal de Bresláu. Cada vez que pasa con su madre
por la plaza, mira intensamente el edificio gótico,
imaginándose el interior lleno del alegre bullicio de las
alumnas, los pupitres, los libros, los encerados… Le gusta
también sonsacar a su hermana, cuando llega a casa, detalles y
anécdotas ocurridas ese día en la escuela.
Por eso, el primer día de clase es para Edith como un día de
fiesta. Además, el severo director de la escuela, a quien le ha
hecho gracia el tesón de Edith, le regala una cajita de pastillas
de chocolate.
En poco tiempo se pone a la altura, y aún supera, a sus
compañeros.
–¿Qué tal en la escuela? –le preguntan con frecuencia sus
hermanos mayores.
–Estoy muy, muy contenta –responde–. Allí me toman en
serio. ¡No como vosotros, que pensáis que sigo siendo
pequeña!
Sus hermanos, para meterse con ella, la llaman la lista
Edith. Y a ella le da mucha rabia.
3. Una pelea entre borrachos

Edith es muy sensible hacia todo lo desagradable. No


consiente que se maltrate a nadie, ni al más pequeño animal.
Un suceso que le ocurre la marca profundamente en esos
años e, incluso, para toda su vida.
Un día, regresa de la escuela a casa y en una de las calles se
topa de repente con una pelea entre borrachos, en la que oye
blasfemias y palabras soeces. Muchos que pasan por allí se
ríen de ellos. Han sacado unos cuchillos y ve cómo corre la
sangre. Edith se apresura hacia su casa por otro camino en
medio de un gran nerviosismo. Llega con un ataque de fiebre y
se tiene que acostar.
No cuenta apenas el suceso ni su conmoción y esa noche no
puede dormir. En el silencio y la oscuridad de su cuarto
pondera las consecuencias del hecho: aquellos hombres eran
como bestias, habían perdido su dignidad humana. ¡Qué
importante era dominarse, no dejarse llevar por la ira, sujetar a
voluntad los propios sentimientos e instintos! Decide desde
aquella noche conseguir el autodominio como expresión de
libertad, ser dueña de sí misma. Le resultaría difícil, pero lo
haría. También se hace el propósito de no probar nunca una
gota de alcohol.
En otra ocasión la llevan al teatro. La obra es María
Estuardo, de Schiller. La historia de la desgraciada reina
católica escocesa, a quien Isabel I de Inglaterra cortó la
cabeza, conmociona tanto a Edith que le da fiebre alta en el
mismo teatro y tienen que llevársela a casa, casi delirando.
Los accesos de fiebre le dan con frecuencia cuando ve algo
desagradable. Es como una autodefensa hacia lo que no
comprende, pero a medida que se hace mayor van
desapareciendo.
Edith tiene ya siete años y desde que asiste al colegio
parece que su personalidad se va asentando. Ya no es tan
caprichosa y testaruda como antes. Se vuelve más callada, más
soñadora, medita mucho las cosas que le ocurren, lo que oye a
los mayores. Como ella dice en sus memorias, se construye un
«mundo oculto».
La madre, después de la agotadora jornada de trabajo en el
almacén de maderas, sube a la habitación de Edith todas las
noches y rezan juntas las oraciones de acción de gracias por
los beneficios recibidos durante el día. A veces Edith
aprovecha para hacerle preguntas. Pero en ellas no hay nada de
piedad o devoción religiosa, sino sólo curiosidad:
–Mamá, ¿de dónde venimos los judíos?
–Somos el pueblo escogido por Dios desde la creación del
mundo. De nuestro pueblo surgirá el Mesías, el Salvador.
–Pero, ¿quién es Yahvé?
– Yahvé es Dios. Él hizo un pacto con nuestro padre
Abraham y dio a Moisés las leyes por las que se debía regir
nuestro pueblo. Ése es nuestro tesoro.
–¿Y cuándo vendrá el Mesías?
–No lo sé, Edith. Los cristianos dicen que ya ha venido, que
era Jesús de Nazaret, un profeta poderoso que murió
crucificado por los romanos en la ciudad santa. Pero estas
cosas sólo las saben los sabios… Nosotros debemos creer y
esperar en la promesa de Yahvé.
Augusta quiere que Edith se dé por satisfecha, pero estas
respuestas no la convencen. La señora Stein, judía muy
devota, trata de inculcar a sus hijos la fe judaica. Como Edith
es la más pequeña de la casa, durante algunos años le toca, en
la fiesta de los Ázimos, preguntar al mayor de la familia el
porqué de aquellas tradiciones. Y así se expone cada año la
historia de Moisés, la liberación de Egipto y la Pascua judía
narrada en el libro del Éxodo.
Toda la familia va a la sinagoga los sábados y recitan juntos
las oraciones familiares, dirigidas por Pablo, el hermano
mayor. Conocen desde pequeños la Torá, la Ley y la Tradición
judías, y el Talmud, las enseñanzas rabínicas. Augusta Stein
educa a sus hijos con firmeza y cariño a la vez.
La fuerza de voluntad y la intuición para los negocios de la
señora Stein hace que éstos prosperen. En esos años últimos
del siglo XIX, tienen una vida más desahogada
económicamente, aunque no abandonan nunca la austeridad
que siempre marcó su hogar.
El almacén de maderas, junto a la casa, es un sitio
«mágico» para los niños. ¡Qué bien huele allí a madera y a
resina! Suelen jugar entre los troncos y las carretas de tablones
apilados. A veces, tienen que acudir a alguno de los obreros
para que les saque las astillas que se les clavan en las rodillas o
en los dedos…
Edith recuerda también de estos años que su madre llegaba
a casa, durante los fríos inviernos, con las manos calientes. Y a
la niña le parecía que las manos de su madre irradiaban todo el
calor del amor.
Los familiares de los Stein eran muy numerosos y como
buenos judíos se veían con mucha frecuencia en las fiestas
religiosas y familiares.
En una de estas fiestas, con motivo del ochenta cumpleaños
de una tía abuela, Erna y Edith tienen que bailar, vestidas de
época, con otras primas de su edad y sus hermanos, bajo las
órdenes de una profesora de baile francesa. Las parejas se
forman: Erna y Edith bailan juntas. Erna, que es muy alta,
hace de hombre.
–¡Mirad qué bien lo hace Edith!
–¡Qué elegancia de movimientos, qué soltura!
–Pero, ¿es posible que nunca haya dado clases de baile?
Con estas exclamaciones todos admiran a Edith, que lo hace
realmente bien. Tanto, que se convierte en la estrella de la
velada. La profesora la toma aparte y le dice:
–Si quieres, hablo con tu madre para enseñarte a ti sola, con
una clase privada, porque puedes convertirte en una famosa
artista. ¡Tienes mucho talento!
–¿Usted cree –contesta como si se tratara de una broma–
que me gustaría dedicarme al baile? No, no, a mí lo que me
gusta es estudiar.
A esa corta edad ya tiene claro lo que quiere. A pesar de
todo, le encanta ser el centro de la fiesta y que todo el mundo
la alabe. Su tía abuela le regala dulces. Pero esa noche, sus
hermanos la regañan:
–Te has portado como una presumida…
–¡Vaya miraditas tan lánguidas y coquetonas echabas aquí y
allá! ¿Querías engatusar a tu caballero?
Y se burlan de ella. Edith se enfurece:
–¡Es ridículo! Si mi caballero era Erna…
Edith ha bailado lo mejor que sabía, sin afán de convertirse
en protagonista. Se va a su cuarto sin dirigirles la palabra.
Sueña a menudo que el futuro le tiene reservadas una gran
felicidad y gloria. Sí, está destinada a algo grande.
En apenas seis meses desde que empezó en la escuela se ha
situado entre las primeras de la clase. Pero no es una chica
pedante. Simplemente, le encanta aprender. Sigue las clases de
sus profesores con sumo interés, sobre todo la historia y
literatura alemanas, que es lo que más le gusta. A veces, se
acerca hasta las salas donde se reúnen los profesores. Le
gustaría saber lo que hablan también allí.
Con sus compañeras es servicial y alegre: les explica algo
de las lecciones si no las han entendido bien. Ya desde esos
años sabe que la bondad es mejor que la sabiduría…
4. Una crisis y un cambio de aires

Pasan los años y Edith se convierte en una chica bastante


guapa, callada aunque no tímida. Conserva un rico y exclusivo
mundo interior sólo para ella.
–Piensas demasiado, eres muy sesuda –le dice Arno con un
poco de sorna–. ¡Mira qué distinta es Erna: cuenta todo lo que
le pasa!
Ha terminado la educación básica para niñas con excelentes
notas. Ahora, puede seguir los cursos del instituto –el
gimnasio, como se llama en alemán a la educación
secundaria– que se imparten en un centro adyacente a la
Escuela Victoria.
Por entonces, Edith está muy desencantada con la fe judía.
Ve sólo ritos que no conducen a nada. No entiende la Biblia.
No le resuelve la existencia de las cosas, de la gente, el porqué
del dolor. Pregunta a su madre. Pero ésta quiere, con la mejor
de las intenciones, que rece y confíe en Yahvé. Pero ella ya no
puede seguir creyendo a ciegas como cuando era niña. Su
mente racional y lógica exige la razón de todo. También se
encuentra un poco sola, por su carácter reservado.
Ha cumplido ya los catorce años cuando cae muy enferma.
Y es que se encuentra agotada física y mentalmente. Los
médicos dicen:
–Le conviene un cambio de aires, reposar de tanto ajetreo.
Una mañana, estando ya Edith un poco mejor, le dice a su
madre:
–Mamá, quisiera dejar de estudiar una temporada. Estoy tan
cansada…
–Hija, ¿estás segura?
–Sí, se me ha ocurrido que quizás pueda irme algunas
semanas con Elsa. Además, le podría echar una mano con los
niños. ¡Me hace tanta ilusión verlos!
–Muy bien, hija, puedes dejar de estudiar por el momento,
si quieres. Le escribiré a tu hermana, y en cuanto te pongas
buena del todo te vas con ella unos días.
Elsa se ha casado hace pocos años y vive en Hamburgo con
su marido, Max Gordon, que es médico. Tienen tres hijos, uno
de ellos una niña, pero Elsa echa mucho de menos a Erna y a
Edith, sus hermanas pequeñas. También se han casado sus
hermanos Paul, Arno y Federica.
A los quince días, su madre la deja instalada en el tren, con
una gran bolsa de equipaje y algunas golosinas para sus
sobrinos.
Es la primera vez que sale de casa y al principio siente
mucha nostalgia de su madre. Aunque va para seis semanas,
pasa casi diez meses con Elsa, y ese tiempo constituye una
verdadera cura para ella.
En casa de su hermana se dedica a los tres pequeños. Las
tareas domésticas le parecen engorrosas y difíciles, aunque las
realiza con agrado y afán de ser útil a su hermana. También se
aficiona mucho a leer y repasa la biblioteca de su cuñado en
busca de libros interesantes.
Su hermana está encantada de tenerla en casa y los
domingos la invita a los exquisitos pasteles de una de las
confiterías más elegantes de Hamburgo, cerca del muelle
turístico.
Hamburgo le parece una ciudad imponente. Se encuentra
asentada sobre zonas pantanosas y atravesada por dos
afluentes del río Elba, el Alster y el Bille. Con Elsa, y a veces
sola, Edith pasea por las concurridas calles de esta floreciente
ciudad comercial del norte de Alemania, sobre todo por el
casco viejo. Le gusta observar el trasiego de barcazas en los
canales fluviales y contemplar la antigua universidad de
gastados muros.
Un día recibe un telegrama de su madre, que le ordena que
debe volver ya, porque otro de sus sobrinos está muy enfermo.
Edith tiene mucha mano con los niños y los enfermos de la
familia y sabe cuidar de ellos.
Así pues, Edith vuelve a casa. Está ya hecha una mujer y
muy cambiada. Esos meses dedicados a tareas domésticas la
han robustecido y la han descargado de la tensión emocional
que provocó su crisis nerviosa. No obstante, ha perdido la fe
religiosa y abandona por completo las prácticas judaicas.
El negocio va bien y la señora Stein ha comprado una casa
muy bonita y mucho más grande, con espacio incluso para dos
familias completas. Tiene un pequeño y cuidado jardín
delante, separado de la calle por una verja.
Durante un tiempo Edith está en casa sin estudiar, ayudando
a sus hermanas y cuñadas en las tareas domésticas y
atendiendo a sus cada vez más numerosos sobrinos. Los niños
se llevan muy bien con ella.
Están todos un poco preocupados, porque no habla nunca
de su futuro. Un día su madre aprovecha para abordar la
cuestión mientras le cepilla el cabello:
–Hija, ¿no tienes ilusión por hacer alguna cosa? Tienes casi
dieciséis años… Has de hacer algo.
–Pues, la verdad es que echo de menos el instituto, pero soy
ya un poco mayor para volver a empezar.
–¡Eso no es problema! Nunca es tarde. Hay quienes
comienzan a estudiar a los treinta años… ¿Por qué no intentas
ponerte al día?
Y lo hace. Con ayuda de unos profesores particulares se
aplica con renovadas energías al latín, a las matemáticas y al
resto de las asignaturas.
Un día, su madre la sorprende estudiando por la noche bajo
la luz de la lámpara de gas:
–Edith, descansa. Al menos de noche.
–Es que debo recuperar el tiempo perdido. Si me sacrifico
un poco ahora, podré presentarme al examen de reválida
dentro de dos semanas junto al resto de mis compañeras.
–Pero ellas llevan varios cursos preparándose…
–Por eso debo estudiar intensamente, mamá.
Pero a la mañana siguiente, a su madre le extraña que ni
Edith ni Erna se hayan despertado aún. Piensa que han
estudiado hasta muy tarde y las deja un poco más en la cama.
Al final, envía a Federica a que las levante.
Al abrir la puerta del dormitorio sale una oleada de olor a
gas. Edith y Erna no responden: están sin sentido y
palidísimas.
–¡Mamá corre! –grita Federica–. ¡Están medio muertas!
Resulta que se ha apagado la llama de la lámpara de gas y
éste ha seguido saliendo con todo cerrado. Se apresura
Federica a abrir la ventana y a reanimar a sus hermanas, que
han estado a punto de morir por asfixia.
Edith recuerda este episodio sin temor alguno a la muerte,
como un dulce sueño.
Llega el día del examen de reválida, y lo supera fácilmente.
Edith empieza a pensar en su futuro: ha descubierto que le
encanta aprender cosas; disfruta ayudando a amigas más
retrasadas en los estudios y comprobar cómo avanzan. ¡Sí, será
maestra! Como su querida hermana Elsa.
También ha llegado al convencimiento de que el judaísmo
no puede ser la verdadera fe, pero por no enfadar a su madre la
sigue acompañando a la sinagoga. Edith decide que si alguna
vez descubre dónde está la Verdad, con mayúsculas, la vivirá
imitando la integridad, bondad y honradez que ha visto en su
madre. En eso sí que es todo un ejemplo para ella.
Con el final de curso, se organizan los actos solemnes de
entrega de premios y diplomas honoríficos. Edith recibe los
suyos, que no son pocos. Le complace el justo merecimiento
de los galardones, pero le aterra subir al estrado y sentir en ella
la mirada de todos; se sonroja al recibir las alabanzas y los
aplausos y baja a toda prisa a su asiento. Quisiera no tener que
pasar por ese «trago» de ser el centro de atención, pero no
tiene más remedio.
Una compañera le susurra al oído:
–Edith, ¿por qué te pones tan colorada? Deberías estar
encantada… ¡Ya me gustaría a mí estar en tu lugar!
–Es que tanta alabanza me abruma. Creo que no es para
tanto. Además, debemos ser como el cristal de una ventana:
que deja pasar toda la luz, pero a él no se le ve.
Hasta ese punto se va configurando su sencillez y humildad
ante los éxitos: hacer las cosas lo mejor posible, pero sin
buscar destacar por ello.
Para celebrar el final del curso y el inicio del verano, sus
amigas organizan una excursión. Deciden ir a bañarse al Oder
y merendar en la orilla. Insisten en que Edith no falte. Su
jovialidad y su conversación, siempre amables e interesantes,
dan un ambiente alegre a todas las reuniones adonde va. Edith
jamás habla mal de nadie ni su charla tiene tono pesimista.
Pasan un día realmente estupendo.
Al atardecer se despiden hasta el otoño, pues muchas de
ellas se irán de la ciudad para pasar el verano fuera. Edith es
una de ellas.
5. El trébol de cinco hojas

En los meses estivales, los Stein suelen visitar a diversos


parientes y, a veces, viajan hasta Lublinitz, en Silesia. Los
veranos en el campo entusiasman a Edith. Le encanta el
contacto con la naturaleza, realizar largas caminatas con sus
hermanos y primos, bañarse en los ríos, pescar. Casi siempre
propone explorar sitios nuevos, recorrer lugares donde nunca
han estado antes.
Le gusta mucho Lublinitz. La pequeña ciudad es bonita y
sus parientes son muy acogedores. Erna y Edith hacen tanta
amistad con unos primos lejanos, gemelos, que los parientes
piensan que habrá en el futuro boda entre ellos.
Pero cuando Edith se hace mayor, se van espaciando las
visitas al pueblo natal de sus padres. La señora Stein cree que
el carácter derrochador y demasiado frívolo de los gemelos no
beneficia a sus hijas. Ella es una mujer de principios morales y
religiosos muy arraigados y sus hijos han sido educados en un
ambiente austero que les prepara para la dureza de la vida.
A Edith no le importa mucho esa separación mientras
cuente con sus queridas amigas. Sobre todo, en la escuela ha
hecho amistad con Rose. Otra de sus amigas es Lilli. Junto a
su hermana Erna, forman un cuarteto alegre e inseparable.
Durante los veranos en Bresláu hacen planes divertidos, a
los que se suele unir un chico, Hans Biberstein, quien un poco
más adelante será el novio de Erna, que es muy guapa, y se
casará con ella. Edith dice que el grupo es un «trébol de cinco
hojas».
Les encanta a los cinco jugar al tenis, pasear en barca, dar
largas caminatas por los alrededores y sentarse a descansar
bajo la sombra de los árboles para hablar del futuro:
–Edith, ¿qué piensas hacer cuando termines el bachillerato?
–le preguntan sus amigos.
–Seguir estudiando. Iré a la universidad.
–Pero casi ninguna chica va a la universidad. Y las que van
lo hacen para buscar novio. Vas a ser un bicho raro…
–¡Yo no voy a buscar marido en la universidad! Lo único
que me importa es estudiar. Convenceré a mamá para que me
dé permiso. Aunque fuera la única mujer en la universidad,
iría.
–Pero cuando te cases no podrás trabajar –contesta Rose–,
las mujeres casadas deben cuidar de su hogar y de sus hijos.
–Yo creo –tercia Erna– que no se pueden hacer las dos
cosas a la vez. O una cosa o la otra. Si decides casarte y
formar una familia, no tendrás tiempo para dar clases…
–También puede decidirse por ejercer su profesión, ¿verdad,
Edith? –intenta echarle una mano Hans, que está a favor de la
igualdad de derechos de las mujeres.
–Lo único que os puedo decir –contesta Edith– es que no
concibo la vida como la viven hoy la mayoría de las mujeres,
que apenas reciben educación, no tienen derecho a votar en las
elecciones, y cuyo único futuro es casarse y depender de un
marido.
–¿Te parece mal casarse?
–No, yo no digo que casarse esté mal, pero por nada del
mundo renunciaría a mi profesión. Aunque me case. Además,
las mujeres tenemos una vocación que cumplir, podemos hacer
lo que nos propongamos si nos preparamos bien. Y debemos
aportar a la sociedad toda nuestra capacidad, de igual manera
que lo hacen los hombres.
–Bueno, bueno, ya veremos –se ríen sus amigos ante el
calor con que defiende sus sueños–. Con esas ideas tan
avanzadas te vas a hacer «famosa» muy pronto…
–¡No busco la fama! –salta Edith–, sino la justicia… y la
verdad.
En sus opiniones políticas, Edith va siempre por delante,
defendiendo a la mujer, su derecho a la educación integral, a la
igualdad jurídica con respecto al hombre. Pero no cae en los
extremismos, porque cree firmemente que la mujer tiene su
misión específica y es complementaria del hombre; es decir
que no está ni por encima ni por debajo del varón, sino a su
lado.
Por esos años, hacia 1910, estaba en pleno apogeo la lucha,
a veces violenta, del sufragismo [4], movimiento político que
defendía el derecho de las mujeres a votar en las elecciones y a
participar en las decisiones de gobierno. Pero el talante del
sufragismo era muy radical, ya que pretendía que la mujer se
«masculinizara», anulando su identidad femenina, y eso no era
lo que deseaba Edith.
Sobre estos temas giran las conversaciones que llenan las
tardes de ocio del «trébol de cinco hojas». Otras veces hacen
excursiones de varios días y pasan la noche en albergues.
También acuden al teatro y a la ópera. A Edith le
entusiasma el teatro, así como la música y la lectura de autores
clásicos y contemporáneos.
Durante los últimos años del bachillerato, Edith comienza a
dar clases particulares a amigas y conocidas para ayudarlas a
repasar las materias que no entendían bien. A Edith se le da
muy bien el latín y le gusta mucho la literatura y la historia.
Pero, sobre todo, siente pasión por la filosofía, con la que
precisamente sus compañeras tropiezan a menudo y se
encasquillan a la hora de asimilar los conceptos abstractos.
Edith es paciente y comprende las dificultades de sus amigas.
Poco a poco, se corre la voz de su fama. Los profesores la
ponen como ejemplo ante todos, y en casa están encantados
con sus buenas notas.
Un día, estando en clase de dibujo, recibe un aviso del
director. Se produce un gran revuelo. «¿Qué habrá hecho Edith
para que el director la saque de clase?», se preguntan todos.
Sube Edith hasta el despacho del director un poco nerviosa
y, al entrar, lo encuentra con un señor desconocido.
–Dígame, señor director.
–Señorita Edith, perdone que haya interrumpido su clase.
Este caballero es el padre de una alumna de cuarto. La chica
necesita ayuda urgente para poder aprobar y pasar curso. Va
muy mal. Se le pagará lo que pida.
–Por favor, acepte esta tarea –añade el padre–. Me han
hablado muy bien de usted.
Edith accede porque, aunque su madre le costea los
estudios, le vendrá muy bien poder pagarse algunos de sus
gastos.
Luego, fueron llegando otras muchas alumnas.
6. El tío David

Llega el final de curso. Los estudiantes que dejan el


instituto, entre ellos Edith, que tiene veinte años, celebran una
divertida fiesta de despedida. Se toman refrescos, se recitan
poemas y se hacen bromas cariñosas sobre cada alumno. A
Edith le dedican un himno sobre su feminismo y su empeño
por ir a la universidad.
Doña Augusta también le da vueltas al futuro de sus hijas
pequeñas. Los hermanos mayores de Edith se han incorporado
desde hace tiempo al negocio familiar, aunque la madre sigue
supervisando el trabajo. Las cosas van bien. Las hermanas,
sobre todo Federica y Rosa, son las que llevan la casa.
Un día de finales de primavera, Augusta habla con ellas:
–Hijas mías, he pensado que mientras no os caséis debéis
prepararos para trabajar en alguna profesión… Ya sabéis que
debéis colaborar con la familia.
–Claro que sí, mamá –contesta Erna alegremente–. Estamos
dispuestas a trabajar con ganas. Ya sabes que nuestra ilusión es
dedicarnos a la enseñanza.
–Muy bien, pero no os precipitéis. Tú, Erna, te deberías
dedicar a la medicina. Y a Edith le vendría muy bien estudiar
leyes por su forma de ser. Tenéis aún varios meses para pensar
cuál va a ser vuestra profesión.
–Sí, mamá –responden–, lo pensaremos.
–Ahora –continúa la madre– tengo una noticia que daros:
vuestro tío David, el farmacéutico, me ha escrito para invitaros
a pasar el verano en su casa. Ya sabéis que es muy rico y no
tiene hijos, y creo que piensa en vosotras para un gran
proyecto suyo.
–¿Qué clase de proyecto? –pregunta Edith con
desconfianza, pues no le gusta que tomen decisiones por ella.
–Prefiero que él os lo cuente –dice con precaución la señora
Stein, pues conoce a su hija–. De momento, escribiré a
vuestros tíos y les confirmaré que iréis en agosto.
Edith recuerda vagamente a su tío David como una persona
muy buena y a su tía como una señora elegante y risueña,
siempre pendiente de las buenas maneras y de quedar bien.
Las dos hermanas no los ven desde hace algunos años, pues
viven en otra ciudad. La verdad es que la última vez que
estuvieron con ellos lo pasaron estupendamente. Recuerdan
los paseos en barca y las meriendas campestres bajo el cálido
sol del verano. Esta vez, les han dicho que acudirán a algunos
bailes, y ambas hermanas están ilusionadas.
Esas semanas antes del viaje, su madre, a la que ayuda una
modista, les confecciona un bonito vestido a cada una, les
compra un sombrero y les prepara el equipaje con lo mejor que
tienen, pues van a residir entre personas elegantes.
Chemnitz, la ciudad donde viven sus tíos, no está
demasiado lejos, pero pasan varias horas de cansado trayecto
en un incómodo coche de postas. Al final del viaje, ambos las
recogen y las llevan a su confortable casa junto a la botica, en
plena calle principal.
Su tía, una señora encantadora y amable, las quiere mucho.
Está deseando presentar a sus guapas sobrinas ante sus
amistades y, para ello, organiza animadas meriendas y tés en
su casa. Todos quedan encantados con las chicas, tan
inteligentes y educadas.
No tarda el tío David en hablar con ellas y contarles su
acariciado proyecto:
–Mirad, la botica va muy bien, da dinero y he pensado
construir en las afueras del pueblo un sanatorio. La gente no
tendrá así que irse tan lejos cuando deba ser atendida por
alguna enfermedad grave. Pero necesitaré ayuda. Y he
pensado en vosotras, que sois estudiosas y trabajadoras.
–¿En nosotras? –se sorprende Edith–, si no tenemos ni idea
de medicina…
–Yo os pagaré los estudios necesarios, y en la mejor
universidad. Luego, aprenderéis en mi botica todas mis
fórmulas. Vosotras dos, como enfermeras, seréis mi brazo
derecho en mi hospital. ¿Qué os parece?
–Sí, tío –habla Edith con resolución–, es una buena oferta.
Pero nuestros planes van por otro lado. Erna quiere estudiar
idiomas y yo deseo dedicarme a la enseñanza… A mí no me
gusta la medicina.
–Bueno, eso no importa –contesta con optimismo el tío
David–. Os acabará gustando. ¡Nada, no se hable más! De los
detalles me encargo yo.
–No, tío, verás… yo no puedo aceptar tu idea –dice Edith
bastante confusa, pues no quiere hacer enfadar a su tío–.
Tengo otros proyectos…
Erna ha permanecido callada. No sabe qué decir. –Bueno,
pensadlo bien, no me tenéis que contestar ahora. Os dejo que
lo asimiléis –dice su tío, comprensivo, aunque extrañado de
que le hayan puesto reparos–. Seguiremos hablando de ello.
Durante los siguientes días, Erna empieza a dudar, pero
Edith se mantiene firme como una roca. ¡No piensa estudiar
medicina!
–Creo que voy a aceptar el ofrecimiento de tío David –le
confiesa Erna a Edith–. Es una buena oportunidad. Me
aseguraré el futuro y para nuestra madre será un alivio que me
ponga bajo la protección del tío.
Edith le argumenta:
–Tú verás lo que haces. Pero creo que debes seguir tu
propio camino, sin que nadie te imponga su criterio.
A pesar de esta cuestión tan espinosa, las dos hermanas lo
pasan muy bien con sus tíos. No han parado en todo el verano:
excursiones, paseos en barca, excitantes viajes en el flamante
automóvil azul del tío David –entonces poca gente poseía un
automóvil–, meriendas casi todas las tardes, y hasta un par de
bailes, en los que conocen a algunos chicos.
A punto de volver ya a Bresláu, Edith habla claro, pero con
respeto, a su tío David:
–Tío, creo que no tengo aptitudes para la medicina. No me
gusta. No sería nunca una buena doctora. Mi verdadera
vocación es la docencia: quiero dedicarme a la enseñanza, al
estudio, a la investigación. Espero que lo comprendas y que
me perdones.
Su tío se da cuenta, por fin, de que ha sido vencido.
Acariciando la barbilla de Edith, le asegura con ternura:
–Sí, sí, te comprendo. Me parece bien que sigas tu propia
vocación… aunque no sea nada rentable. Serás una excelente
filósofa. ¡Quizás algún día te vea en la cima de la cultura!
7. Por fin, la universidad

Edith ha terminado con muy buenas notas el bachillerato,


que en aquellos tiempos era más largo, y se dispone a entrar en
la universidad de su ciudad. Corre el año 1911. Erna, que lleva
dos cursos de adelanto, se centra ahora en estudiar medicina.
Edith está muy contenta. Para ella, la universidad no sólo es
un lugar donde prepararse para ejercer una profesión, sino una
oportunidad para aprender y, luego, poder transmitir todo lo
aprendido a los demás y ayudarles a ser mejores personas. Ésa
es su verdadera vocación.
Al mismo tiempo, está muy orgullosa de ser una de las
primeras mujeres que en Alemania estudian una carrera
universitaria compartiendo aulas con los hombres.
En la universidad tiene libertad para elegir asignaturas y se
decide por las que más le gustan: historia, filosofía, literatura,
gramática, latín. También elige psicología, porque cree que le
ayudará en el futuro a conocer mejor a sus alumnos. Y por otra
razón más personal: piensa que la psicología, que trata del
estudio de la mente y el alma humanas, le conducirá a
descubrir la verdad pues, al perder la fe, no tiene dónde
resolver sus dudas sobre la vida.
Además de su hermana, sus amigas Rose y Lilli coinciden
con ella en algunas asignaturas, como la psicología, aunque
han elegido estudiar matemáticas y medicina. También ha
conocido a Kathe, una chica protestante, con la que se lleva
muy bien a pesar de la diferencia de religión, y muchas tardes
quedan para estudiar juntas y traducir pasajes de la Biblia y los
Evangelios. Este primer contacto con los textos cristianos no
supone aún para Edith nada importante.
A Edith le encanta el ambiente universitario y pasa muchas
horas, incluso de su tiempo libre, leyendo en algún aula vacía,
paseando pensativa por los corredores y repasando asignaturas
o escribiendo en la biblioteca.
Se ha apuntado, además, a algunos seminarios, donde los
grupos reducidos de alumnos permiten participar activamente
en las discusiones. Forma parte del Grupo Pedagógico,
formado por alumnos y profesores jóvenes.
A ella le gusta mucho hablar en los seminarios, pero sobre
todo escuchar. Hace preguntas, pone objeciones, incluso
intenta resolver las dudas «persiguiendo» por la calle al
profesor. Comienza a hacerse célebre por su inteligencia y
aplicación.
Un día en que su grupo de amigos se reúne como todos los
domingos en un café para hablar de temas de estudio y de
política, llega Edith un poco abatida:
–¿Qué te pasa, Edith? –le preguntan.
–Pues… llevo varios meses estudiando psicología y, la
verdad, pensaba que sería otra cosa.
–¿Cómo otra cosa? –se asombran sus amigos.
–Sí, veréis: si la psicología estudia el alma humana, su
modo de ser, sus motivos, sus reacciones, todo eso debería
llevar a algo más, pero sólo se queda ahí, en lo material. ¡No
tiene contenido!
–¿Y qué crees que puede ser ese «algo más» que buscas?
–Pues no lo sé –reconoce Edith–, pero no me aclara quién
es el ser humano, de dónde venimos y por qué existimos. E
incluso si realmente tenemos alma. Todo parece que se queda
en la opinión de cada cual. Nada tiene sentido.
Ya hay discusión para buena parte de la tarde. Pero no se
aclaran las dudas de Edith sobre la existencia de una verdad
única para todo el mundo, y ningún argumento la deja
satisfecha.
Mientras tanto, no puede permanecer inactiva. Además de
los estudios y de las reuniones en los seminarios
universitarios, se ha apuntado a la Asociación Prusiana para el
Voto de la Mujer, en la que su papel fundamental es escribir
discursos y cartas para defender la igualdad política y jurídica
de la mujer con respecto al hombre.
Sin embargo, Edith no es una de esas feministas llenas de
rencor que actúan con violencia y son capaces de incendiar un
almacén, como ha visto con sus propios ojos. No. Apoya sus
ideas con buenos argumentos llenos de sentido común, que
defienden a la mujer junto con el hombre.
Su carácter es afable y alegre, aunque exigente con sus
amigos, y todos se dan cuenta de que a pesar de su juventud
posee una gran autoridad. Además, le gusta que se la respete y
no admite chistes verdes ni bromas de mal gusto delante de
ella.
Su relación con los chicos es tan natural que a veces
necesita aclarar a alguno, a punto de enamorarse de ella, que
sus sentimientos son sólo de amistad y compañerismo.
Uno de ellos, Popp, la suele acompañar hasta su casa
después de las clases y, delante de la verja, pasean durante
mucho tiempo de arriba abajo a lo largo de la acera, mientras
hablan de las clases de ese día. A su madre, que a veces los ve
por la ventana, no le gustan nada esos paseos nocturnos
delante de la casa, por lo que un día le dice:
–Edith, ¿qué pasa con ese chico?, ¿estás saliendo con él?
–¡Mamá, de ninguna manera! Es un compañero,
simplemente. Hablamos de estudios.
–Pues los vecinos no pensarán eso ni mucho menos…
–¡Lo que piense la gente me trae al fresco!
La verdad es que Edith pensaba que algunos vecinos eran
unos cotillas y que podían ocuparse de sus asuntos.
En otra ocasión, después de una excursión, pidió ella misma
con gran naturalidad a un compañero, llamado Eduardo Metis,
que la acompañase para no ir sola. Este chico se hizo muchas
ilusiones, pues al fin y al cabo Edith no sólo era una chica
inteligente y culta, sino también muy atractiva…
Después de ese paseo, Eduardo comienza a llamarla por
teléfono y a enviarle notas para invitarla a salir con él. Al
principio Edith acepta las invitaciones, hasta que se da cuenta
de que él quiere que sea su novia. Contestando a una de esas
notas le tuvo que aclarar que sólo era su amiga y que no se
imaginara otro sentimiento. Y el chico tuvo que desistir de
conquistarla.
Y es que en estos meses de universidad, Edith está centrada
totalmente en sus estudios y no piensa para nada en salir con
chicos ni en casarse.
Con frecuencia el grupo de estudiantes repasa lecciones en
la biblioteca. Para memorizar bien las materias se preguntan
unos a otros y debaten sobre ellas. A Edith le dan la tarea de
poner en «aprietos», con preguntas incisivas, a los demás. De
este modo, se dan cuenta de si de verdad han estudiado.
En una ocasión, advierte que uno de sus compañeros no ha
prestado atención en clase. A la salida, lo toma aparte y le
dice:
–Mira, no puedo menos que decirte como amiga tuya lo mal
que me ha parecido que desaproveches el tiempo durante las
clases. ¿Por qué te dejas llevar por lo que te apetece en cada
momento? Date cuenta del esfuerzo que hacen nuestras
familias por pagarnos los estudios. Debemos dar de sí todo lo
que podamos.
El chico, que se acuerda ahora de todas las veces que ha
perdido el tiempo, asiente sonrojado.
–Mañana, si te parece bien –continúa Edith–, quedamos a la
salida de clase y te explico esas lecciones que te has
«perdido».
–¡Gracias, Edith, por tus consejos: eres encantadora e
implacable! –responde, más animado.
8. Un descubrimiento

En los trabajos de clase, Edith empieza a usar como libro de


texto la obra cumbre de Edmund Husserl, Investigaciones
lógicas, publicada en 1901. Este matemático alemán, dedicado
a la filosofía, daba clases en la Universidad de Gotinga y es el
creador de la fenomenología, teoría que estudia la naturaleza
de las cosas en su manifestación o apariencia, que él llama
«fenómeno». Según el profesor Husserl, los «fenómenos» se
muestran a la inteligencia humana, a la conciencia, y ésta debe
conocerlos y analizarlos sin prejuicios, independientemente de
la propia idea que se pueda tener de ellos. Así, se puede llegar
a saber la «esencia» de las cosas, qué son las cosas.
La fenomenología se contrapone al idealismo, al
subjetivismo y al relativismo, otras teorías filosóficas –
provenientes de Kant– que contemplan la realidad según el
modo de entenderla cada individuo, y que estaban de moda en
aquel tiempo.
–Si para cada persona una misma cosa puede ser diferente,
¿dónde está la verdad? –se pregunta Edith.
La fenomenología es, sobre todo, un novedoso método
filosófico de conocimiento de la realidad. Y le presenta a Edith
un mundo nuevo: llegará a entender mejor las cosas, las
«esencias», y la verdad de ellas sin disfraces, sin juicios
previos. ¡Qué descubrimiento!
Además, Husserl no olvida la dimensión espiritual del
hombre, algo que gusta a Edith, pues, aunque es atea, se da
cuenta de que el ser humano no es sólo cuerpo.
Lee todo lo que encuentra sobre Husserl y se hace una
verdadera experta, hasta tal punto que los estudiantes mayores
e incluso los profesores le consultan sobre algún aspecto de la
fenomenología y le piden que corrija sus trabajos por si hay
algún error, cosa que ella hace sin darse importancia, atenta
tan sólo a ayudar a los demás en su perfeccionamiento
intelectual.
A la mitad de su segundo año universitario, Edith está algo
defraudada. La universidad de su ciudad se le ha quedado
pequeña: ¡ansía ir a Gotinga!, a aprender directamente de su
admirado profesor Husserl. Piensa que es el momento de
cambiar de aires y buscar otras fuentes de aprendizaje. Sólo así
saldrá adelante en sus estudios. Pero también reflexiona sobre
la angustia de su madre cuando le diga que quiere irse lejos.
Además, su madre tendría que pagarle no sólo la enseñanza,
sino también la comida y el alojamiento. Una pesada carga
para la familia. Tendrá que pensarlo mejor.
De momento, no dice nada a nadie. Se le ocurre que puede
ir preparando su tesis doctoral, que el sistema educativo
alemán permite ir haciendo mientras se acaba la carrera. Así
estará muy ocupada. Elige un tema sobre la psicología de los
niños, pero pronto lo desecha porque no le acaba de gustar. Le
parece que los métodos que usa se han quedado anticuados.
–La psicología está aún en mantillas –suele decir a sus
amigos–. Esta ciencia tiene que avanzar mucho aún…
Vuelve a plantearse ir a Gotinga. Y se propone conseguirlo
como sea. Un día, le cuenta su secreto a Erna mientras vuelven
a casa desde clase:
–Erna, me gustaría que me ayudaras a convencer a mamá
para que me deje ir a Gotinga…
–¡A Gotinga! ¿Para qué?
–A estudiar en la universidad. ¡Allí da clases el profesor
Husserl!
–Ah, sí, tu querido profesor Husserl –contesta Erna riendo–.
Aunque estuviera el mismísimo emperador, no te hagas
ilusiones de que mamá te lo permita. Está muy lejos.
–Esta noche voy a hablar con mamá. Te he contado esto
porque necesito que me apoyes. Quisiera conocer de cerca en
qué consiste esa «escuela de fenomenología» de la que tantos
hablan…
Esa noche, un viernes, comienza un nuevo sabbat. La
madre lo celebra cada semana con mucho esmero. A la caída
del sol, prende todas las velas de la casa y recita las oraciones
prescritas, mientras enciende el gran candelabro de plata que
iluminará la cena.
Durante la cena, como siempre muy animada, Edith
permanece silenciosa y distraída. Su madre enseguida se da
cuenta de que algo le ronda la cabeza:
–Edith, cuéntame en qué piensas.
–Estoy pensando en mi futura profesión –contesta con
cautela Edith, tratando de hallar las palabras más oportunas–,
creo que debería conocer otros puntos de vista… además de
los que ya conozco.
–¿Otros puntos de vista? ¿De quién? –quiere saber la señora
Stein.
–Como sabes, pues ya te he hablado de ello –dice despacio
Edith–, el profesor Edmund Husserl enseña filosofía en
Gotinga y ha fundado una especie de grupo de muy alto nivel
intelectual con algunos alumnos y profesores. Me encantaría
tener contacto con ese grupo, hablar y conocer directamente de
él su teoría: la fenomenología. Ya sabes que me gusta mucho
la filosofía…
–Pero, Edith –objeta su madre–, ese profesor está muy
lejos. ¿Es que quieres irte? ¿No estás contenta aquí? En
nuestra universidad hay magníficos profesores y doctores…
–Sí, mamá, pero… ya los conozco y estoy segura de que
para seguir avanzando y aprendiendo debo ir a Gotinga –dice
Edith, mirándola a los ojos.
Y añade tomándola cariñosamente por el brazo:
–Por favor, comprende que deseo estudiar todo lo que
pueda y, a través de ese estudio, llegar a descubrir qué es y
dónde está la verdad. Es posible que la encuentre en Gotinga.
La señora Stein se levanta de la mesa con desaliento y
comienza a recoger despacio las fuentes vacías. No dice nada.
Le cuesta mucho tomar la decisión de separarse de su querida
hija. Los hermanos se miran entre sí y miran a Edith,
expectantes.
Entonces, se vuelve con los ojos húmedos y le contesta:
–Hija mía, yo no me opongo a que te vayas tan lejos a
estudiar, si es por poco tiempo. ¿Cuánto tiempo estarás?
–Mamá querida, me gustaría ir enseguida, para hacer allí el
semestre de verano –apunta Edith, reprimiendo su gran
alegría–. No sería mucho tiempo, y además, yo misma
intentaré pagarme los gastos dando clases particulares.
–Hija mía –comenta su madre con un suspiro–, siempre has
tenido el don de salirte con la tuya, desde que no levantabas un
palmo del suelo y querías ir a la escuela grande. Siempre has
sido independiente y voluntariosa… En fin, tienes mi permiso
para solicitar la admisión en Gotinga. Y no te preocupes por el
dinero.
Edith abraza a su madre llena de agradecimiento y guiña al
mismo tiempo un ojo a sus hermanos. Su madre escribe al
primo Richard Courant, que vive precisamente en Gotinga,
para anunciarle que va a ir Edith y que la ayude en todo.
9. Presentimientos

Así pues, Edith, con gran entusiasmo, se pone enseguida en


contacto con la Universidad de Gotinga y se matricula para el
semestre de verano que está a punto de comenzar [5].
Los alumnos tienen bastante libertad en la elección de las
asignaturas. Si por Edith fuera las escogería todas, pero como
eso es imposible, se inscribe en filosofía, gramática, filología
germánica e historia.
El 17 de abril de 1913 parte para Gotinga junto con su
amiga Rose, que decide hacer también el semestre.
Edith tenía veintiún años. Fue un largo y cansado viaje en
ferrocarril, atravesando media Alemania, con numerosas e
interminables paradas en los pueblos y ciudades por los que
pasaban. Pero, ¡qué felices se sienten las dos!
Durante el viaje, mientras su compañera dormita, Edith
mira en silencio por la ventanilla del compartimento e intuye
que empieza una etapa decisiva en su vida, que rompe con
todo lo anterior. ¿Se cumplirá ese presentimiento? La
sensación se afianza más y más en su corazón a medida que se
acercan a Gotinga.
En la estación, las recogen el primo Richard y su esposa
Nelli y las llevan a la residencia de estudiantes. Con frecuencia
mantendrán un cordial contacto y se visitarán mutuamente.
A Edith, Gotinga le parece una ciudad preciosa.
Está situada en el corazón de Alemania, en la ladera de una
montaña y rodeada de bosques. Es pequeña y medieval, alegre
e intelectual, con típicas casas de entramado de madera y
ventanas de cristales emplomados. En una de ellas, una placa
informa de que allí habían vivido los hermanos Grimm.
Nada más soltar las maletas y asearse un poco, Edith se va
sola a dar un paseo. Baja por la avenida principal hasta la
plaza del Mercado. Allí se detiene a admirar la fachada gótica
del ayuntamiento y una preciosa fuente de altos surtidores.
Camino de la universidad, entra en una confitería a comprar un
trozo de tarta de manzana con crema.
Toda la ciudad gira en torno a la universidad, célebre en
todo el país. El edificio es de estilo neoclásico muy austero.
¡Iba a ser una de las primeras mujeres que ocuparían aquellas
aulas en las que estudió el mismísimo Bismarck, el gran
ministro alemán!
Edith y Rose han alquilado dos sencillas y bonitas
habitaciones en una pensión de estudiantes en el centro de la
ciudad. Una de ellas sirve de dormitorio y la otra de estudio,
cuarto de estar y comedor.
Se reparten las tareas de la casa. A Edith no se le da mal la
cocina y muchas veces prepara para su compañera el
desayuno. Nunca comen en la pensión, suelen ir a un
restaurante vegetariano. Por las tardes se reúnen de nuevo y
cenan juntas; se cuentan las mil aventuras del día, pues como
Rose estudia matemáticas apenas coinciden en clase. Charlan a
veces hasta altas horas de la noche, sobre temas de estudios y
también sobre los complicados sucesos políticos que se viven
en esos momentos en el Imperio alemán.
Esos meses del verano de 1913 fueron, en efecto, muy
profusos en graves incidentes internacionales, pues en junio
estalló la Segunda Guerra de los Balcanes que enfrentó a
Bulgaria y a Serbia –y a sus respectivos aliados– por conseguir
el acceso al mar Adriático. Alemania tuvo el acierto de no
intervenir y de evitar que el Imperio austrohúngaro apoyara
con las armas a Bulgaria, lo que habría ampliado el conflicto.
Con la paz de Bucarest, firmada en agosto, se produce un
nuevo reparto de territorios y una calma tensa que estallará de
nuevo un año después… en la Primera Guerra Mundial.
A los pocos días de estar en Gotinga, Edith visita en su
casa, como era costumbre entre los estudiantes nuevos, al
profesor Adolf Reinach, discípulo y mano derecha de Husserl.
Reinach es joven, con un gran bigote negro, gafas redondas y
unos alegres ojos claros. Queda muy bien impresionado por la
seriedad y educación de la joven Edith y, sobre todo, por las
grandes aptitudes que descubre en ella. El profesor promete
concertarle una entrevista con el «maestro», como llaman a
Husserl sus discípulos.
Llega el día acordado. ¡Con qué alegría y con qué
nerviosismo acude a la cita tan anhelada! Reinach la acompaña
hasta el Seminario de filosofía, en la universidad:
–Pasen, pasen, por favor.
El tono acogedor de Husserl le da a Edith una gran
confianza. Husserl les ofrece asiento. Edith se encuentra ante
un hombre no demasiado alto, delgado, de unos cincuenta
años, de pelo cano y barba puntiaguda. Emana de él una gran
autoridad y dignidad.
–Profesor, me llamo Edith Stein Courant. Hace pocos días
que me he instalado en Gotinga. Estaba muy interesada en
conocerle.
–Para mí es un placer. ¿De dónde procede, freulein [6]
Stein? –pregunta Husserl.
–De Bresláu –contesta Edith–. Allí he estudiado dos años
de filosofía y gramática. Me gusta mucho también la
psicología, pero creo, si me permite decirlo, que estas materias
se encuentran allí un poco anquilosadas.
–¿Cree que aquí va a aprender más? –se interesa Husserl.
–No lo dudo –dice con seguridad Edith–. He leído además
todas sus obras y creo que su método es el más adecuado para
conocer la realidad. Estoy de acuerdo con lo que usted mismo
dice: «La ciencia se dirige al saber. Y en el saber poseemos la
verdad».
–¿Ha leído ya mis libros? –se asombra el profesor Husserl.
–Todos. El que me ha decidido a venir aquí ha sido
Investigaciones lógicas. Hace poco he terminado el segundo
tomo.
–Vaya, vaya –sonríe Husserl–. ¡Eso es una auténtica proeza!
¡Es usted una heroína!
El tono de la conversación se hace cada vez más amistoso.
Edith sale muy contenta de la entrevista.
Al día siguiente recibe una invitación para formar parte de
la Sociedad Filosófica, grupo en torno a Husserl en el que se
discute y se dialoga sobre filosofía y al que pertenecen
alumnos muy escogidos, entre ellos algunas mujeres.
Allí, Edith se encuentra en su salsa. A las pocas semanas se
hace imprescindible: con su ingenio es motor de muchas de las
cuestiones que se debaten, y es ella, además, la que redacta el
acta de las reuniones.
Los alumnos y profesores que forman el Círculo de Gotinga
llegan a ser muy buenos amigos de Edith, como otra chica,
Eduvigis Conrad-Martius. Algunos de ellos tuvieron un gran
papel en los acontecimientos que cambiaron la vida de Edith,
como se verá más adelante.
10. Un amor secreto

Pero todo no era estudiar. Están en pleno verano y como los


miércoles por la tarde y los domingos no tienen clases,
aprovechan para ir de excursión.
A Rose y a Edith les encanta subir a las montañas o andar
por los bosques. Las excursiones las planifican muy bien: se
levantan muy pronto para aprovechar el día, preparan algo de
comer y se echan la mochila a la espalda. Unas buenas botas
son imprescindibles para caminar kilómetros y kilómetros,
entre canciones y risas. Cuando tienen más tiempo, toman un
coche de línea o el tren y van a conocer las ciudades y pueblos
un poco más alejados. A veces pasan la noche en algún
albergue.
En una ocasión van a Francfort. Como les gusta mucho el
arte, entran en la catedral católica, de estilo gótico florido, que
está vacía. Mientras recorren en silencio las altas naves,
observando las bóvedas de nervaduras, las impresionantes
vidrieras y los diferentes retablos, ven entrar en el templo a
una sencilla mujer con la cesta de la compra cargada de
verduras.
La mujer se arrodilla y, cerrando los ojos, ora unos minutos.
Luego, se acerca ante una imagen de la Virgen. Y se va.
A la salida, Edith no deja de comentar la sorpresa que le ha
causado el hecho:
–¿Has visto, Rose? Esa mujer ha entrado a rezar, sin más.
–Sí, en los católicos eso parece algo normal.
–Esto es lo que me admira de esa religión –explica Edith–.
Ya sabes que a las sinagogas y a las iglesias protestantes sólo
va la gente en los momentos en que hay oficios religiosos. Sin
embargo, mira: ¡en medio de sus ocupaciones, esa señora
católica entra en la iglesia a rezar a su Dios! ¿No es algo más
auténtico, menos frío?
–Sí, es verdad –concede Rose.
Esta sencilla anécdota tendrá para Edith un significado
pleno allá por el año 1921. No la olvidará nunca.
Otras veces se quedan en casa e invitan a otras chicas y
cantan y bailan hasta muy tarde. Los valses y las animadas
polkas les encantan a todas. Les gusta, a veces, leer algún libro
en voz alta y comentarlo. Y los acogedores cafés de Gotinga,
donde sirven unos deliciosos dulces y bollos, se convierten
también en buenos lugares de reunión para charlar cuando
llueve.
Buena parte de su tiempo libre lo dedica Edith a trabajar en
favor de la mujer. Está deseosa de que a las mujeres se les
reconozca su derecho a votar en las elecciones y a que se les
deje tener una profesión remunerada.
–Las mujeres podemos llegar a ser, si nos preparamos, tan
buenas profesionales como los hombres –suele decir Edith.
–¿Y ser ministras o catedráticas? –preguntan incrédulas sus
amigas.
–¿Por qué no? –decía Edith, para quien eso de ser
catedrático es una atractiva posibilidad de futuro–. ¡Debemos
conquistar la sociedad!
En ocasiones, los componentes de la Sociedad Filosófica se
reúnen los domingos por la tarde para merendar juntos o
celebrar el cumpleaños de alguno de ellos en sus propios
hogares. Las esposas de los profesores contribuyen a crear un
ambiente agradable, con pequeñas sorpresas en forma de
pasteles y dulces. A Edith le entusiasma acudir a ese tipo de
tertulias. Lo pasa muy bien. Tienen un tono humano de gran
calidad. Esta época es una de las más felices de su vida.
En este grupo de amigos filósofos se encuentra uno, Hans
Lipps, médico de profesión, dos años mayor que Edith, al que
le une una especial amistad. Hans está preparando su
doctorado en filosofía y se interesa mucho por Edith.
Hans es alto y muy guapo, de mirada alegre. Ambos
comparten ideales y se comprenden. Edith incluso piensa que
podría llegar a ser su marido en el futuro. Pero ninguno habla
de su mutuo afecto ni da el paso para iniciar un noviazgo.
Edith prefiere permanecer distante respecto a este tema y ni
siquiera lo comenta con sus amigas. Sólo lo cuenta en su
autobiografía:
En medio y junto a toda la entrega al trabajo, yo mantenía
la esperanza en lo íntimo de mi corazón de un gran amor y un
matrimonio feliz. Entre los jóvenes con los que trataba había
uno que me atraía y tenía la sensación de que él por su parte
pensaba en mí como futura compañera de su vida. Pero de
esto apenas nadie se dio cuenta y yo prefería dar la impresión
de fría e inaccesible.
Esto hace que en lugar de afianzarse su amor, acaben ambos
por seguir caminos distintos. Un día, Hans se despide de ella
porque se va a Estrasburgo. ¡Cuánto le echa de menos Edith!
Ya no se encuentra de repente por las calles de Gotinga con su
figura alta, siempre vestido con una chaqueta azul marino…
11. Resolver un problema

Pasan las semanas muy deprisa y el semestre está llegando


a su fin. La preocupación de Edith aumenta al mismo tiempo
que busca la manera de seguir en Gotinga. Ha descubierto que
su vida está allí y no puede abandonar la ciudad, pues sería
retroceder.
Pero, ¿cómo convencer a su madre de que no desea volver a
Bresláu, que quiere terminar la carrera en Gotinga? También
está el problema del dinero. Su madre está haciendo muchos
sacrificios para enviarle cada semana el dinero para los gastos.
Y eso que Edith vive modestamente, sin consentirse
demasiados caprichos.
Hacia el mes de septiembre, Lehmann, su profesor de
historia –materia que también le gusta mucho y en la que
destaca–, la sorprende proponiéndole que amplíe un poco uno
de sus trabajos de historia y lo presente como tema de su
licenciatura o examen de estado.
¡Éste es el motivo que puede dar a su madre para justificar
quedarse! ¡Es una oportunidad estupenda que no puede dejar
pasar!
Traza sus planes y va a hablar con Husserl para que le dirija
la tesis doctoral, que quiere hacer antes del examen de estado:
–Maestro, quisiera solicitar su permiso y su ayuda para
empezar a investigar sobre el trabajo del doctorado. El
profesor Lehmann me ayudará con el de licenciatura.
–Pero, ¿está usted tan adelantada? –se extraña Husserl–.
¿Es que ignora que se necesitan seis semestres y que usted
sólo lleva cinco, y aquí sólo uno? ¿No ve que el resto de sus
compañeros empiezan a pensar en el doctorado cuando han
cumplido ocho o diez semestres? No, no. ¡Lo considero una
precipitación!
–Si cuento con apoyo, puedo hacerlo –argumenta Edith–.
No temo al trabajo.
–Y habrá pensado ya en el tema, ¿no, señorita Stein? –
pregunta con ironía el profesor.
–Por supuesto. Me interesa mucho la empatía. Creo que
puedo contribuir a aclarar su definición –contesta con decisión
Edith.
Husserl se asombra muchísimo. Había impartido varias
clases sobre la empatía, que se puede definir como la
capacidad de una persona para comprender a otra,
compartiendo sus sentimientos, conectando con sus intereses,
estableciéndose así una corriente de comunicación entre las
dos. Husserl también lo llama «conocimiento intuitivo» o
«intuición». De ahí provienen las palabras simpatía o antipatía.
Pero como era una teoría nueva en aquellos años, y aún no
estaba bien definido el concepto, Edith se propone investigar
un poco más sobre él.
–¿No cree, señorita Stein, que debería tener más paciencia y
seguir asistiendo a las clases? Ya tendrá tiempo para investigar
lo que quiera. De momento, debe sólo estudiar.
–Profesor Husserl, esto que le propongo no me quitará
tiempo de asistencia a las clases. Sólo le pido que me fije el
programa de trabajo y me apoye. De otro modo, tendré que
volverme a Bresláu…
El profesor, ante la insistencia de Edith, acepta dirigirle el
trabajo.
–Tengo que tener la seguridad de que está preparada para
algo tan importante –concluye Husserl–. La apoyaré sólo en el
caso de que se presente antes al examen de estado. ¡Es usted
muy persuasiva!
El examen de estado, o de licenciatura, era una importante
prueba oral, a la que había que añadir un trabajo de
investigación que se solía hacer al final de la carrera y que
capacitaba para dar clases en el futuro. Edith aún no ha llegado
ni a la mitad de sus estudios, ni se ha planteado adelantar tanto
este examen. Pero, ¿qué remedio le queda? Husserl quiere que
lo haga para que pueda dedicarse por completo a la
investigación de la tesis. Es muy exigente con sus alumnos.
Además, el trabajo de licenciatura lo tiene casi hecho, gracias
al profesor Lehmann.
Así que antes de fin de año debe proponer a Husserl un
esquema de su trabajo de doctorado sobre la empatía, y
estudiar mucho al mismo tiempo para presentarse al examen
de estado lo antes posible.
Edith aprovecha unos días de descanso, en que vuelve a
casa, para contarle a su madre todos estos planes y…
¡consigue su permiso! Permanecerá en Gotinga hasta su
doctorado, en 1916, con las cortas interrupciones de las
vacaciones de verano y Navidad.
De vez en cuando, la Sociedad Filosófica invita a otros
filósofos y personalidades a dar conferencias. Uno de estos
ilustres invitados es el filósofo alemán Max Scheler, que a la
sazón tiene unos cuarenta años. Scheler es un judío convertido
al catolicismo. Para la joven filósofa, conocer a Scheler va a
ser muy importante, pues se trata de su primer encuentro con
la fe cristiana, entre el mundo de la razón y la religión.
El filósofo le causa una gran impresión también como
persona, por su carácter vitalista, simpático y abierto, tan
distinto de la frialdad de Husserl. Para Edith es un genio.
Max Scheler, en ésta y en otras conferencias a las que asiste
Edith, plantea su teoría sobre los valores. Precisamente, en
estos años, está a punto de publicar su libro más importante, El
formalismo en la ética y la ética material de los valores [7].
Scheler considera que la humildad es la base de la actividad
moral de la persona, que debe tener como fin a Dios.
Esta nueva cara de la filosofía, presentada por un
fenomenólogo cristiano como Scheler, le abre a Edith un
amplio horizonte que explorar. Edith es una filósofa muy
realista: «hay que volver a las cosas mismas», suele decir.
Sin embargo, su maestro Husserl, poco a poco ha ido
volviéndose un idealista, es decir, pone el punto de atención en
la interpretación personal de las cosas que se presentan a la
propia conciencia: en las ideas. Eso hace que el Círculo
Fenomenológico comience a despoblarse y le abandonen
algunos discípulos.
Con la llegada de Scheler, que se produce de modo paralelo
a estos acontecimientos, Edith se pregunta por primera vez si
la verdad se puede descubrir a través de la religión:
El mundo de la fe se presentó súbitamente ante mis ojos. En
este mundo vivían personas con las que yo trataba a diario y a
las que admiraba.
¿Merecerá la pena indagar este nuevo mundo que ha
descubierto y… probar suerte?
12. Momentos desesperados

Comienza el semestre de invierno. Ahora vive sola porque


su amiga Rose se ha vuelto a Bresláu. Se ha tenido que mudar
a otra pensión más económica, pero con la ventaja de que está
muy cerca de la casa de sus primos.
Con la preparación de la tesis sobre la empatía y el estudio
a fondo del examen de estado, Edith tiene ante sí un panorama
de trabajo muy agobiante.
Hace verdaderos esfuerzos por levantarse todos los días a
las seis de la mañana para irse pronto a la universidad y
estudia hasta casi la media noche. A veces no toma nada al
mediodía. Adelgaza mucho. Pero sigue adelante porque, como
ha aprendido de su madre, querer es poder.
Echa de menos a su compañera, sus risas, las excursiones,
las charlas nocturnas. Ahora, en medio del tremendo frío del
invierno, debe concentrarse en el exigente programa de
estudios que tiene por delante.
Se ha matriculado también, para este segundo semestre, en
las clases del profesor Adolf Reinach, que enseña introducción
a la filosofía. Además, este joven profesor, casado
recientemente, invita a su casa con cierta frecuencia a sus
alumnos más aventajados, entre ellos, a Edith. Su mujer, Ana,
participa en todo. En su sala de estar, Reinach imparte un
curso avanzado de filosofía, pero, como descubre Edith, no es
un simple enseñar, sino que todos contribuyen a buscar las
respuestas con una puesta en común, lo cual convierte estas
reuniones en tertulias filosóficas muy interesantes.
Edith, en estos días, pasa muy malos momentos, pues está
muy abatida y agobiada por el exceso de trabajo. Realmente
está agotada.
Un día que se encuentra desesperada, va a pedir consejo a
Reinach. Camino de la casa del profesor, llega a desear que un
coche la atropelle…
Pero en Reinach halla comprensión, ánimo y amistad. Lee
el proyecto de Edith sobre la empatía y le dice que está muy
bien y que no se preocupe.
–Es que es todo tan oscuro y confuso, profesor…
–Bueno –le contesta Reinach, risueño–, sobre lo oscuro
vamos a echar claridad. ¡Ya verá cómo todo sale bien!
Edith se sintió muy feliz y llena de gratitud. Tenía la
impresión de que nunca se había encontrado con una persona
tan buena. Gracias a esta entrevista, recuperó la serenidad y la
alegría.
Pero lo más importante, lo que le deslumbra del profesor
Reinach, es que «vive» lo que enseña Max Scheler: la
sabiduría filosófica se completa por la fe. Poco después, hacia
1915, en plena guerra mundial, en uno de los permisos
militares de Reinach, éste y su esposa, que son judíos, se
convierten al cristianismo.
Edith se hace muy amiga de la señora Reinach y de la
hermana del profesor, Pauline. A través de ellas, ve brillar la
belleza de la fe, y descubre por contraste la oscuridad de su
propia vida: triste y sin Dios. Se encuentra por primera vez
ante la existencia real de un Dios personal…
Un día, pregunta a un compañero suyo judío:
–¿Cuál es tu idea de Dios?
–Dios es espíritu –contesta su amigo sin parpadear.
–¿No piensas que Dios puede ser un ser cercano, personal,
un padre, como creen los cristianos?
–No. El Dios de Abraham es espíritu –repite sin más.
Para Edith, aquella respuesta fue como si hubiera recibido
«una piedra en lugar de pan». No está satisfecha con ese Dios
frío de los judíos.
Pero no tiene tiempo de pararse a analizar esa nueva
inquietud que le invade, porque sigue muy atareada con la
preparación de la tesis y del examen de estado.
A finales de la primavera de 1914, tiene la alegría de recibir
la visita de su hermana Erna y de su novio Hans. Son días de
descanso; Edith les muestra la ciudad y salen de excursión.
Pero el ambiente está intranquilo por la amenaza de guerra.
13. Tiempos de guerra

Un día caluroso de julio de 1914 llega la noticia del


asesinato en Sarajevo del heredero del trono austríaco y de su
esposa, los archiduques Francisco y Sofía.
Este hecho es como si alguien hubiera quitado la válvula de
escape a una olla a presión donde desde hacía tiempo bullían
las amenazas bélicas. Austria declara la guerra a Serbia. Los
ultimátums y las declaraciones de guerra entre los dos bloques
enemigos [8] se suceden en una escalada de acontecimientos
en cuestión de muy pocos días. Acaba de estallar la Primera
Guerra Mundial.
En Gotinga las clases se interrumpen. Se respira por todas
partes un fuerte sentimiento patriótico. Durante todo el mes de
julio, los profesores se van incorporando a filas, entre ellos el
profesor Reinach y el primo Richard.
Edith hace las maletas rápidamente y llega a casa el 31 de
julio por la noche. Allí se entera de que muchos de sus
familiares también se han ido ya a las trincheras. En Bresláu
todos temen que entren a saco los rusos, que se encuentran
muy cerca de la frontera alemana.
–Mamá, quizás deberíamos irnos –dicen sus hijos–. En unos
días pueden llegar las tropas rusas…
–¡No hay que tener miedo! –contesta Augusta–. ¡Si entran
los rusos, los echamos fuera a escobazos!
En todo el país no se habla de otra cosa sino del heroísmo
de los soldados. Y Edith decide suspender momentáneamente
sus trabajos de doctorado por un sentido de responsabilidad
hacia el momento que están viviendo. Se lo cuenta a su madre:
–Ahora no puedo pensar en mis propios asuntos, mamá.
Todas mis energías las tengo que dedicar a lo que me pide mi
patria.
–¿Y qué vas a hacer, hija mía? –pregunta la señora Stein.
–Me ofreceré como enfermera –contesta Edith–, aunque yo
no tengo preparación.
–Hay cursos de enfermería para estudiantes –le dice su
madre–. Las hijas de mis amigas están asistiendo a ellos…
–Sí, haré un cursillo –contesta Edith–. Y luego iré donde
más me necesiten.
Realiza un curso de enfermería de varias semanas, en el que
aprende algo de cirugía de urgencia, a poner inyecciones, a
hacer vendajes y a tratar epidemias. Cuando termina, se ofrece
a la Cruz Roja para ir a cualquier destino. Ella prefiere que la
envíen al frente de batalla, donde piensa que hará más falta.
Mientras tanto, hace prácticas en el hospital de Bresláu.
Como no la llaman de ningún sitio, en otoño regresa a
Gotinga. Se instala en casa de Nelli, la mujer de su primo
Richard. También ve con frecuencia a Pauline Reinach. Con
ellas colabora en la Asociación para el Estudio y la Formación
de la Mujer.
Sobre todo, se dedica a estudiar a fondo para el examen de
estado. Husserl sigue allí y, por fin, el 14 y el 15 de enero se
examina y le dan la máxima nota. Lo celebra con Pauline
tomando café y pasteles en la mejor confitería de Gotinga.
Cuando, de vuelta a casa, su madre la abraza para
felicitarla, le dice:
–Hija mía, estoy muy orgullosa de ti, pero me gustaría que
pensaras que todo lo que tienes y consigues se lo debes a Dios.
Pero Edith aún no piensa en Dios.
A los pocos días, una señora de la Cruz Roja la llama por
teléfono para que vaya lo antes posible a un hospital de
Austria donde cuidan a enfermos infecciosos. Su madre se
alarma:
–Hija, quédate en el hospital de Bresláu, que también harás
mucha falta, o pide otro destino. Mira que arriesgas tu vida
con ese tipo de enfermos. ¡Es muy peligroso!
–Mamá, estoy viendo –responde Edith– que la gente que
conozco: mi familia, mis profesores, mis compañeros, están
luchando en el frente y no les importa dar su vida por su país.
Yo también he de ser capaz de eso.
Su madre hace todo lo posible para disuadirla:
–Ya sabes que los soldados suelen estar plagados de
piojos…
–Tendré que afrontar ese riesgo –responde Edith con un
escalofrío, ya que siente verdadero pavor a los piojos.
–¡No entiendo esa cabezonería tuya! –explota su madre–.
¡No irás de ningún modo!
–Lo siento, mamá, pero si no me das tu permiso, tendré que
ir sin él. Mi gente me necesita.
No obstante, su madre, llorando, la acompaña al día
siguiente a la estación.
El hospital de Mährisch-Weisskirchen está en Austria, a
unas seis horas en tren desde Bresláu. Es una academia militar
de caballería convertida en esos días de guerra en un
destartalado sanatorio, donde se agolpan cuatro mil camas.
Los enfermos provienen del frente: austríacos, alemanes,
checos, húngaros, turcos y hasta gitanos.
Sufren el cólera, la disentería, el tifus y otras graves
enfermedades producidas por las heridas recibidas, que, en
aquella época en la que aún no había antibióticos, son mortales
casi siempre. Tienen que aplicar morfina para calmar el dolor,
inyecciones de alcanfor contra los ataques cardíacos y
sulfamidas para atajar las infecciones. Los médicos y las
enfermeras que los atienden están expuestos continuamente a
contraer estas enfermedades y deben cuidar mucho la higiene.
La mayoría de las enfermeras son profesionales, destinadas
allí por el Estado, y a sus órdenes se encuentran Edith y otras
estudiantes que han aprendido rápidamente lo fundamental. La
avalancha de enfermos que llegan es enorme, a veces hasta mil
de golpe. No dan abasto y tienen que estar disponibles de día y
de noche.
La tarea de Edith no es fácil. Debe obedecer sin rechistar
los encargos de las enfermeras oficiales que, a veces, se
muestran muy mandonas, aunque son buenas profesionales,
como la enfermera jefe.
Procura aliviar con pequeños servicios las molestias de los
enfermos: cambiarles de postura en la cama, lavarlos, ponerles
una botella de agua caliente para el frío, etc. También les da de
comer como si fueran niños pequeños, y los atiende con
cariño. Algunos sólo pueden agradecérselo con una mirada.
Con frecuencia, la peor dificultad es el idioma. Muchos de
los heridos están desesperados al verse allí sin poder hablar
con nadie.
En una ocasión, haciendo una guardia nocturna, Edith,
mientras toma café muy cargado, está enfrascada en la lectura
de un librito.
Steffi, una auxiliar polaca, le pregunta:
–¿Qué lees con tanta atención, Edith?
–Oh, nada especial –contesta Edith con una sonrisa–. Es
este libro de idiomas para casos de emergencia que tiene el
doctor Pick: cada día aprendo alguna frase de memoria y, así,
cuando viene algún enfermo nuevo que no habla alemán, es
más fácil comunicarme con él.
Su amiga se admira: ¡en lugar de descansar como otra haría,
aprovecha el tiempo!
Con frecuencia, cuando la medicina ya no puede hacer nada
más, lo que necesitan los enfermos es un poco de ánimo, un
rato de conversación, y Edith se suele quedar después de
terminar su trabajo con ellos. A veces, les escribe alguna carta
al dictado. El recuerdo de su casa, su familia, de la que no
saben nada y la incertidumbre del futuro les atormenta. Otras
veces, se sienta al lado de ellos en silencio y simplemente les
sostiene una mano hasta que consiguen dormirse.
El encuentro cotidiano con la muerte y el dolor es muy duro
para la sensibilidad de Edith, pero procura sobreponerse.
Una mañana, llevan a un soldado inconsciente a la mesa de
operaciones. Una de las enfermeras-jefe ordena a Grette, una
estudiante recién incorporada al hospital, que ayude al médico
que va a cortarle las piernas. La pobre chica, que nunca ha
estado en semejante situación, se queda lívida y a punto de
desmayarse. Edith se da cuenta.
–Anda, ve a hacer aquellas camas –le susurra–, que
mientras ayudo yo al doctor. Encontrarás sábanas en el
lavadero.
–¡Gracias, Edith, procuraré vencer este temor, te lo
prometo! –contesta Grette llena de agradecimiento, mientras
va deprisa a por la ropa blanca.
Estas escenas hacen que se acostumbre al café fuerte para
estar bien despierta y a los cigarrillos que le ofrecen para
calmar los nervios.
Edith es siempre la primera que acude cuando llaman a
alguna voluntaria para un caso difícil. Y es tal su dedicación y
eficacia que muchas veces los médicos la solicitan a ella en
particular o le piden cualquier cosa, sabiendo que Edith lo va a
resolver. Tampoco le importa, a pesar del cansancio o del
agobio, sustituir a alguna compañera por la noche. Como
ayudante de cirugía es muy competente, pues enseguida ha
aprendido lo que se necesita para cada tipo de operación.
Le da mucha pena que los soldados jóvenes mueran sin que
ella pueda hacer nada. Su misión entonces es procurar que se
firme el certificado de defunción cuanto antes, que se lleven el
cuerpo y recoger rápidamente la ropa de la cama para
desinfectarla en las grandes calderas de agua y lejía que están
constantemente hirviendo en el patio.
Un día no puede evitar echarse a llorar, mientras arregla la
cama de la que acaban de llevarse un cadáver. Alwine, una
compañera, se acerca:
–¿Conocías a ese soldado, Edith?
–No –dice Edith, echando mano del pañuelo–. Pero me
imagino el sufrimiento de la familia de ese pobre hombre,
cuando reciban el telegrama con la noticia. Estaba recién
casado…
–¡Es verdad! –reconoce–. Pero no hay que pensar en esas
cosas, porque si no, no podríamos trabajar. –Ya lo sé –contesta
Edith–. Es que a veces pienso en que puede ser alguien de mi
familia…
Tras cinco meses de trabajo durísimo en el hospital, en los
que no ha querido tomar ningún descanso. Edith está agotada y
ha de ser sustituida. Se despide de sus mejores amigas, Alwine
y Grette, y vuelve a su casa para recuperar fuerzas, con el
propósito de reincorporarse al hospital al cabo de dos semanas.
Cuando se restablece, Edith se pone de nuevo a disposición de
la Cruz Roja. Mientras tanto, retoma la tesis doctoral.
Tiempo más tarde, por su abnegación en el trabajo más allá
de su estricto deber y por su entrega, el Estado alemán le
concedió la medalla al valor. Es un galardón que se otorga sólo
a los héroes. Ella lo aceptó con humildad y con
agradecimiento.
14. Un reto fascinante

Llega la Navidad de 1915 y Edith es invitada por Pauline, la


hermana de Reinach, a pasarla en Gotinga. Como en casa de
su madre no se celebra esta fiesta cristiana, puede ir
tranquilamente. Sus amigos y profesores que están en el frente
tendrán permiso esos días y podrá verlos. ¡Qué alegría!
Además, el 23 de diciembre es el cumpleaños del profesor
Reinach y harán una fiesta.
Aprovecha también esos días de descanso para hablar de su
trabajo doctoral con Husserl. Todo parece ir bien.
Después de año nuevo, vuelve a casa. Pronto llega una
inesperada noticia: a Husserl le han ofrecido la cátedra de
filosofía en la Universidad de Friburgo, una importante ciudad
del sur de Alemania, casi en la frontera con Suiza y Francia.
Esta noticia es muy buena para Husserl, pues le elevan de
categoría, pero a ella le viene regular porque no tendrá más
remedio que defender su tesis doctoral en Friburgo, donde no
conoce a nadie. Husserl, además de ser su director de tesis, es
su «abogado» y debe estar junto a ella y presentarla ante el
tribunal académico. Él le promete que así lo hará.
Mientras está dándole vueltas a este cambio de planes, llega
otra novedad:
–¿Qué lees, Edith? –pregunta su madre.
–Mira, mamá –dice Edith, mientras le enseña la nota que
acaba de recibir–, me escribe el director de la Escuela Victoria,
para que sustituya durante unas semanas a uno de los
profesores, que está enfermo.
–Pero, ¿no te ibas a ir a Friburgo?
–Me necesitan aquí. Casi todos los profesores están en la
guerra…
–¿No será un retraso para tu doctorado?
–Un poco. Pero, ¿te das cuenta, mamá? ¡Sería mi primer
empleo como maestra oficial! ¡Y en la Escuela Victoria, que
siempre he querido tanto…! Voy a aceptar.
–Lo mejor para ti –le aconseja su madre, que quiere que sea
maestra en Bresláu– sería que procuraras quedarte en ese
puesto definitivamente, ya que te lo ofrecen. Estarías cerca de
mí y te asegurarías tu futuro económico.
–De momento daré las clases, pero no puedo abandonar el
doctorado. Escribiré al profesor Husserl ahora mismo para
contárselo.
Dicho y hecho. Cinco años después de despedirse como
alumna, Edith vuelve a su escuela como profesora. Da clases
de latín, historia y geografía. Y entra a formar parte de
aquellas misteriosas reuniones de profesores que tanto
llamaban su atención cuando tenía once o doce años.
Tiene un horario muy apretado, porque además de sus
clases, termina por fin la tesis. Con la ayuda de dos primas,
perfectas mecanógrafas, pasa a máquina la tesis, la encuaderna
en tres grandes tomos y se la envía por correo a Husserl para
que la vaya leyendo.
En julio termina el curso en la Escuela Victoria y se dispone
por fin a viajar a Friburgo para resolver su doctorado. Justo
antes de viajar a Friburgo, Hans Lipps –su amor secreto–
llama a Edith. ¡Qué sorpresa se lleva! Desde que se fue de
Gotinga, hace casi cuatro años, no ha vuelto a verlo, aunque se
han escrito alguna vez. Se encuentran en la estación, porque él
también tiene que viajar. En el tren van solos en un
departamento y pueden hablar a sus anchas: de los amigos
comunes, de la guerra, de lo que ha hecho cada uno, de la tesis
de Edith… Son unas horas muy emocionantes.
Hans debe hacer transbordo y coger otro tren. Y antes de
bajar, Hans le revela cuánto la admira… De nuevo le cuesta
despedirse de él. Se miran a los ojos, mientras se dan un largo
apretón de manos y se desean suerte.
Ya no lo vuelve a ver. Algunos años más tarde, Edith se
entera de que Lipps acaba de casarse con otra mujer.
Edith llega por fin a Friburgo. Al profesor Husserl le ha
gustado mucho el trabajo de investigación En torno al
problema de la intuición, al que Edith ha dedicado casi tres
años. Se siente muy orgulloso de su alumna.
Llega el día 3 de agosto de 1916, fecha de la defensa de la
tesis. La hora está fijada a las seis de la tarde y hace mucho
calor. Edith se ha arreglado con esmero; lleva un bonito y
fresco vestido de seda en tono rojo ciruela. Desde que es
maestra, procura vestir bien, sin demasiados adornos pero con
trajes de buena calidad, porque sabe que es analizada
cuidadosamente por sus alumnas y no quiere causar una mala
impresión.
Edith llega muy segura de sí misma, de su trabajo y de su
profesor, quien la presenta como alumna aventajada ante el
imponente tribunal de catedráticos. Durante dos horas expone
y contesta a todas las preguntas sobre su trabajo con gran
orden y soltura.
Tras la deliberación, le dan la calificación máxima, summa
cum laude. ¡Por fin ha terminado todo! Tiene veinticinco años.
La señora Husserl le ha hecho una corona de margaritas y,
mientras se la pone en la cabeza en señal de triunfo, la invita a
cenar.
A los pocos días, Husserl y su mujer organizan una fiesta en
su casa en honor de Edith. Allí, entre los numerosos invitados,
conoce a Martin Heidegger, con el que mantiene una animada
conversación. Heidegger es un filósofo fenomenólogo, amigo
de Husserl, que más tarde desarrollará su propia teoría: el
existencialismo. A Edith le causa buena impresión.
Un día, dando un paseo con Husserl y su mujer por las
afueras, Edith, que se ha dado cuenta de la cantidad de trabajo
que tiene el profesor, le dice:
–Profesor, usted necesita un asistente. ¿Cree que yo podría
ayudarle?
–¿Quiere usted trabajar conmigo? –dice Husserl, parándose
de repente, y con un tono de voz muy alegre–. ¡Me encantaría
que fuera usted mi ayudante!
–Pues puede contar conmigo.
El profesor y su mujer están encantados. Y Edith también,
aunque le espera un trabajo arduo junto a un «jefe» tan
exigente. Es, pues, un reto fascinante.
Vuelve a Bresláu para hacer el equipaje. A su madre le
cuesta entender que se despida de la Escuela Victoria y que se
vaya tan lejos.
Como mano derecha del catedrático, se encarga de enseñar
las primeras nociones de fenomenología a los alumnos recién
matriculados y de impartir unos seminarios prácticos. Edith
tiene una gran paciencia para la enseñanza y al mismo tiempo
tiene mucha autoridad.
Además, se encarga de transcribir las abundantes notas a
mano, tomadas a vuela pluma por el profesor, y las ordena por
temas y por fechas. Es un trabajo de chinos.
El tiempo que está en Friburgo, hasta 1918, le proporciona
bastantes momentos de trato cordial y profesional con
Heidegger, aunque en la forma de ser y de ver la vida difieren
profundamente: Heidegger, católico, está a punto de
abandonar su fe (lo hace en 1919); y, ella, atea, está a las
puertas de encontrar definitivamente la verdad.
15. La muerte abre una puerta

Año 1917. La guerra está durando ya mucho y va de mal en


peor para Alemania. Entra en la contienda Estados Unidos,
circunstancia que decide en gran medida la victoria de los
«aliados». El Imperio alemán, arrogante al principio al sentirse
superior, se debilita rápidamente y cunde tanto el pesimismo
que lleva al suicidio a mucha gente.
Siguen llegando las malas noticias. Tras graves incidentes
en febrero, en Rusia acontece meses más tarde la Revolución
de Octubre, con la implantación de los soviets y la
proclamación de la República Democrática. El zar Nicolás II y
su familia son asesinados a sangre fría.
Un día, se produce un suceso para Edith desolador y
terrible. Entra Husserl, muy serio, en el despacho de Edith,
que está en pleno trabajo. Le muestra un telegrama.
–Señorita Stein, acaban de comunicarme una trágica
noticia: nuestro querido amigo Reinach ha muerto en el frente
de Flandes. Sé que usted también lo apreciaba mucho…
Edith se queda sin palabras. Esta desgracia cae sobre ella
como un mazazo y enseguida piensa en la desesperación en
que debe de encontrarse su viuda.
Recuerda, además, la gran bondad del profesor Reinach,
que supo orientarla en momentos de incertidumbre. En él
descubrió la alegría de vivir una fe bien fundamentada.
En cuanto se queda sola, llora desconsoladamente. Se siente
como huérfana.
A los pocos días, recibe una carta de Gotinga. Ana, la viuda
de Reinach, le pide que ordene y reúna todos los trabajos de
investigación de su marido, que dejó en la universidad.
Edith se apresura a ir a Gotinga a ver a su amiga. ¡Qué triste
y sola debe de estar! Durante el viaje piensa en lo que le puede
decir para consolarla y no encuentra argumentos. La muerte,
para una atea como Edith, sólo significa el final, donde todo
termina. No hay esperanza, ni un más allá. Sólo… la nada. El
abrazo entre las dos amigas es muy afectuoso. Pero, ¿qué se
encuentra Edith? A una mujer vestida de negro y triste, pero
no sumida en la desesperación.
–¿Cómo estás, Ana? –indaga Edith con preocupación.
–Bien, Edith. Estoy ordenando las cosas de Adolf. ¡Qué de
recuerdos desde que nos conocimos…!
La viuda sonríe mientras enseña a Edith algunas fotografías.
–Edith, te agradezco mucho que te ocupes del trabajo de mi
marido. Sin ti, todo se acabaría perdiendo.
–No, no me des las gracias, sabes cuánto le debía. Pero…
¿cómo puedes estar tan serena?
–Mira, Edith, yo sé que tú aún no lo comprendes, pero
desde que recibimos el bautismo, comenzamos una nueva vida
de fe, de esperanza y de amor. La muerte es sólo una
separación temporal. Confío en que los dos nos reuniremos en
la otra vida, junto a Dios.
–Pero, pero… –no acierta a decir Edith.
–Lo que ahora sufrimos con la muerte –continúa la señora
Reinach– es sólo un paso para la verdadera vida. Y, como Él,
mi marido y todos nosotros resucitaremos en el último día.
¡Cristo ha vencido a la muerte, Edith! Eso me da un gran
consuelo dentro de mi dolor.
La actitud cristiana de Ana Reinach, que acepta el
sufrimiento con tanta serenidad, causa gran impacto en Edith.
Percibe que el cristianismo, para quien lo vive auténticamente,
influye positivamente en la totalidad de la persona. Lo cuenta
en una de sus cartas:
Éste fue mi primer encuentro con la cruz y con la divina
virtud que ella infunde a los que la llevan (…). Fue el
momento en que mi incredulidad se desplomó y Cristo irradió
en el misterio de la cruz.
La muerte de Reinach le abre, por fin, la puerta de la fe.
Sólo queda que Edith dé el paso y entre por ella
definitivamente.
16. Adiós a Husserl

Edith ha comenzado a creer en Dios. Ha comenzado a creer


en la fuerza de la oración. Pero aplaza la decisión de
bautizarse, aunque siente la llamada de la fe. Está como sin
fuerzas y se abandona en Dios. Empieza a leer despacio los
Evangelios y otros textos cristianos. Y así transcurren cerca de
tres años.
De momento, tiene mucho que hacer. El trabajo con Husserl
se hace cada vez más difícil. El profesor está acostumbrado a
trabajar solo, no admite colaboradores a su misma altura. Y
ella está un poco harta de hacer sólo de secretaria y de
ordenarle la mesa. Intenta hablar con él varias veces,
explicarle que desea compartir con él sus investigaciones, que
puede aportar sus puntos de vista. Pero es poco menos que
imposible.
–¡No puedo más! –exclama desahogándose un día con su
amigo Fritz–. No me considera ni colaboradora ni
investigadora, sino una sirvienta. ¡Y no estoy dispuesta a
«servir» a ningún hombre! Soy capaz de morir por un ideal…
¡pero no por quien no está interesado en mi trabajo!
Así las cosas, y pese a su admiración por el profesor
Husserl, decide irse de Friburgo. Husserl la despide con pena.
Está cerca el otoño de 1918 y la guerra toca a su fin.
Edith cree que puede ser catedrática en Gotinga, su querida
ciudad universitaria. ¡Qué ilusa! No cae en la cuenta de que
por ser mujer no la van a dejar. No obstante, lo intenta con
decisión, porque acaba de salir una ley que permite a las
mujeres acceder a ese tipo de puestos reservados hasta
entonces a los hombres.
Así que se mueve, habla con unos y con otros, va al
Ministerio, razona sobre sus posibilidades, rellena formularios,
presenta sus trabajos de investigación y sus méritos… Pero
nada, sólo consigue buenas palabras. Le dan largas. No la
dejan ni presentarse a las pruebas de acceso a la cátedra.
Con todo el dolor de su condición femenina humillada,
vuelve a casa, a Bresláu, a esperar mejores tiempos. Otra
ilusión… porque no llegarán.
A final de 1918, se firma la paz en Versalles. Alemania ha
perdido la guerra y la mayor parte de sus territorios, y tiene
que pagar fuertes indemnizaciones. Ya no es un gran imperio,
sino una república.
Se han independizado Polonia y Checoslovaquia. Austria y
Hungría se han separado, formando Estados distintos. Rusia se
ha desmembrado en multitud de repúblicas que forman la
Unión Soviética. Los pueblos yugoslavos se independizan.
Surgen nuevas repúblicas: Lituania, Estonia, Letonia y
Finlandia. El mapa europeo ha cambiado por completo, así
como el panorama político mundial, porque desde ahora la
supremacía se la reparten dos grandes potencias: Estados
Unidos y la Unión Soviética.
Estamos también ante la proliferación de los movimientos
obreros y del sindicalismo, tras el éxito de la Revolución Rusa.
Al mismo tiempo, comienzan a surgir los totalitarismos
fascistas.
En este nuevo ambiente de cambios tan rápidos, Edith se
dedica a trabajar con ahínco, dando clases particulares y
enseñando fenomenología. Tiene muchos alumnos, pues como
discípula y colaboradora de Husserl ha logrado bastante fama.
Pasan casi dos años.
Como miembro del Partido Demócrata alemán, toma parte
activa en la política, defendiendo siempre que el Estado no
tiene derecho a intervenir en la esfera privada y espiritual de
las personas. Es lo que ha ocurrido en Rusia, donde se ha
implantado un totalitarismo ateo y agresivo contra la libertad
personal.
Escribe artículos muy interesantes sobre el individuo y la
comunidad, algunos de los cuales, junto con otros trabajos de
investigación, envía a Husserl para que los publique en la
revista filosófica que edita.
En estos meses sufre una profunda crisis espiritual, que
llega incluso a afectar a su salud, pues no tiene con quién
desahogarse. Está completamente sola.
17. «¡Esto es la verdad!»

Casi ya al final de su vida, Edith escribe en su obra


filosófica más importante, Ser finito y Ser eterno, un párrafo
muy curioso en el que habla de las casualidades que la
empujaron al cristianismo: el escoger una universidad
«concreta», tener unas amistades «concretas», estudiar temas
«concretos», etc.
Se me ocurre entonces –escribe Edith– que tal vez yo «tuve
que ir» a aquella ciudad expresamente para «eso».
Para Edith, todo lo que pasa está dispuesto o permitido por
la amorosa y sabia voluntad de Dios.
En una de esas casualidades podemos situar a Edith en el
verano de 1921, descansando en la finca de unos amigos, el
matrimonio Conrad-Martius, en el pueblo de Bergzabern. Es
una casa grande, donde se suelen hospedar estudiantes y
profesores del círculo de Gotinga.
Atardece apaciblemente. Edith está sola en casa, pues sus
amigos han salido a ver a unos parientes. Va a la biblioteca y
escoge un libro al azar de la estantería. Es la vida de Teresa de
Jesús, escrita por la propia santa carmelita.
Hojea de pie las primeras páginas. Y le gusta tanto el
talante humilde de la santa de Ávila que se sienta a leer… y no
abandona el libro hasta que lo termina de madrugada. Lo
cierra con un temblor por todo el cuerpo. Se queda unos
instantes como en suspenso, y exclama:
–¡Esto es la verdad!
¡La ha encontrado! Se echa a llorar llena de emoción.
Resulta que la autobiografía de santa Teresa es una búsqueda
de la verdad parecida a la que ella misma, Edith, ha
perseguido. Todo le recuerda a su propia infancia y juventud.
Y luego, ese tono realista, casi «fenomenológico», de los
sucesos que describe la santa sobre su vida, de la reforma del
Carmelo y de sus fundaciones.
En su «reconversión» en la madurez –santa Teresa recibió
el bautismo recién nacida, no como Edith–, casi siguió los
mismos pasos que ella está dando. ¡Y pensaba como ella
piensa!: el encuentro con Cristo que sufre, tan cercano a los
hombres; el Dios personal, un Padre que no se desentiende de
sus hijos. Un Dios amoroso, en definitiva, no un ente alejado
de los hombres. En santa Teresa encuentra las respuestas a
todas sus dudas. ¡Y «métodos»!: cómo hacer oración, cómo
abandonarse en Dios Padre, cuándo servirse de la ciencia, de
la sabiduría, cómo ser humilde, el porqué del sacrificio, el
empleo de la libertad, la entrega a los demás…
Tanta es la luz que le invade con esa lectura y con ese
descubrimiento, que Edith ya no puede esperar más: desea el
bautismo inmediatamente. Más tarde, ella escribe que desde
ese día comenzó a ser «carmelita», como santa Teresa. Pero
hasta trece años después no pudo ver satisfecho su deseo de
hacerse monja.
Al día siguiente, en cuanto abren las tiendas, Edith corre a
comprarse un catecismo y un misal católico. Los lee enteros.
A su amiga y anfitriona, Eduvigis Conrad-Martius, que es
protestante, le explica su transformación y su deseo de
pertenecer a la Iglesia católica. Eduvigis le da la dirección de
la parroquia del pueblo, la iglesia de San Martín.
Edith entra por primera vez con fe en una iglesia católica.
Le viene a la memoria aquella señora que rezaba en la catedral
de Francfort. ¡Ahora la comprende!
Acaba de comenzar la santa misa y, desde un rincón, la
sigue con mucha devoción, sin perderse ni una frase, tratando
de asimilar toda la ceremonia. Cuando termina, entra
decididamente en la sacristía y ve a un sacerdote:
–Por favor, quisiera hablar con el párroco.
–Está hablando con él, señorita –le dice el cura con
amabilidad– ¿en qué puedo servirle?
–Me llamo Edith Stein y estoy pasando unos días en casa de
mis amigos, los Conrad-Martius –explica Edith con sencillez–.
Ellos me han dado esta dirección. . –Ah, sí, sí. Este pueblo es
muy pequeño y los conozco –replica el sacerdote–. Son muy
buena gente.
–Verá… Soy judía. Pero he descubierto que la fe católica es
la verdadera. Deseo recibir el bautismo lo antes posible. Y
quisiera hacerlo antes de volver a mi casa, en Bresláu.
–¡Pero, mi querida señorita, eso no es posible! –contesta el
párroco entre asombrado y divertido–. No se puede recibir el
santo bautismo así como así… Primero, se necesita conocer la
doctrina católica, recibir una formación, saber lo que se
hace… Eso requiere tiempo, paciencia y preparación.
–Le aseguro –dice con humildad Edith– que conozco a
fondo la doctrina católica. He estudiado el Catecismo y creo
en los dogmas de la fe católica. No quiero esperar, pues estoy
segura de lo que hago. Puede hacerme un examen, si lo desea.
–Sí, desde luego que debe pasar un examen. Es obligatorio
para los adultos que piden el bautismo. Si lo tiene tan claro,
¿puede venir dentro de tres días? Tendré que informar al
obispo…
Edith se va llena de alegría, no sin agradecer al párroco su
atención.
El día señalado vuelve a la parroquia, acompañada por
Eduvigis. El cura está esperándola con otro sacerdote.
Comienza el examen. Edith contesta a todo con seguridad. Los
examinadores quedan asombrados de que haya captado tan
bien toda la riqueza de la doctrina católica: el misterio de la
Santísima Trinidad, la Eucaristía, los sacramentos y la oración,
la Redención, el significado de la liturgia, el Primado de
Pedro…
Fijan entonces la fecha de su bautismo: el 1 de enero de
1922, fiesta de la Circuncisión de Jesús. Una fiesta católica
con raíces judías…
En septiembre vuelve a casa. Mientras tanto (quedan sólo
cuatro meses), debe realizar un cursillo de preparación al
sacramento.
Debe comunicar a su familia su conversión. Edith habla
primero con su hermana Erna, que se acaba de casar y espera
su primer hijo. Erna intenta disuadirla. Sus hermanos mayores
y sus cuñados piensan lo mismo. El catolicismo es, para ellos,
una especie de secta llena de supersticiones. Y no saben qué
consecuencias tendrá este hecho para la delicada salud de la
madre. Además, era frecuente que en aquellas comunidades en
que algún miembro dejaba la fe judía, se le expulsara de modo
ignominioso.
–¡Es posible que tengas que salir de esta casa, de esta
ciudad y no puedas volver, Edith! ¿No te das cuenta de lo que
estás haciendo? –le suplican sus hermanos.
–Si las cosas han de llegar hasta ese límite –contesta Edith,
con tranquilidad–, lo aceptaré como parte de la cruz de Cristo.
–¿Y el honor? ¿No has pensado en lo que dirán de esta
familia? –le replican.
–Me importa mucho mi familia –aclara Edith–, os quiero a
todos y no deseo perjudicaros. Pero tenéis que entender que lo
que diga la gente me importa poco. No dejo de ser judía,
porque esa es mi raza y ese mi pueblo. ¡Cristo también es
judío! Lo único que hago es reconocer y seguir la verdadera
fe…
Edith viaja de nuevo a Bergzabern para su bautismo. Ha
solicitado que su madrina sea su amiga Eduvigis, la cual, por
ser protestante, necesita un permiso especial que consigue sin
problemas.
Eduvigis le ha prestado su velo blanco de novia. Edith está
muy guapa con él. En la pila del bautismo, se le imponen los
nombres de Teresa Eduvigis añadidos al suyo propio. A
continuación, recibe su primera comunión. Edith está radiante,
como una niña pequeña.
Edith Teresa quiere, una vez bautizada, ingresar enseguida
en el Carmelo. Pero tiene miedo de causar un disgusto mortal
a su madre si lo hace. Ella misma lo cuenta:
Mi idea era que aquello era sólo una preparación para
entrar en la Orden, pero cuando después del bautismo me
presenté por primera vez ante mi madre, advertí claramente
que ella no estaba preparada para el segundo golpe.
Al mes aproximadamente de su bautismo, recibe el
sacramento de la confirmación, que consolida la fe y da
fortaleza al alma para la lucha diaria… y para soportar lo que
le venía encima.
18. «Mamá, soy católica»

Edith vuelve a casa. De momento, sigue como si nada


hubiera cambiado: da sus clases particulares, aconseja a sus
colegas que continuamente le piden su opinión, corrige los
trabajos que le envían, contesta a todas las cartas que le llegan,
incluso de gente que no conoce. La fama de la doctora Edith es
grande.
No sabe cómo decirle a su madre que se ha convertido al
catolicismo. Le va a dar un disgusto de muerte, pues para ella
dejar la fe judía es como renegar del pueblo elegido, como
repudiar las tradiciones y la propia raza. Un detalle refleja la
gravedad del caso: en la sinagoga se suele aplicar la plegaria
por los muertos a aquellos que se han convertido al
cristianismo.
Como conoce a su madre y la quiere mucho, Edith cuida
especialmente los detalles de cariño hacia ella como si la
quisiera «compensar» del disgusto que le va a dar. Edith teme
ese momento. No quiere hacer nada que le cause dolor, pero
debe seguir el camino que ha descubierto.
Desde el día de su conversión, la santa misa es para Edith el
centro de su vida, de su nueva fe. Todas las mañanas, muy
temprano, sale de puntillas de su casa para asistir a misa a San
Miguel y vuelve antes de que nadie se haya levantado. Cree
que no se dan cuenta. Pero su madre, que intuye el cambio de
Edith, la oye salir algunos días y se imagina lo que pasa.
Una tarde en que su madre está cosiendo junto a la
chimenea, Edith se acerca. La besa en la frente, se sienta en el
suelo y apoyando la cabeza en el regazo de la madre le coge
las manos y le dice en un susurro:
–Mamá, soy católica.
La madre retira las manos lentamente y sin decir nada
empieza a llorar desconsoladamente. Y Edith, que esperaba
una explosión de cólera pero no ese río de lágrimas, rompe en
sollozos también. Es la primera vez que ve llorar a su madre.
Augusta Courant nunca entendió su conversión. Y la
amargura de que su querida hija se hubiera hecho católica la
acompañó hasta la muerte. Para Edith fue uno de los
momentos más tristes de su vida, mitigado por la alegría de
haber encontrado la verdad.
La noticia de la conversión de Edith, aunque se divulga
rápidamente, permanece discretamente dentro de sus límites.
No la echan de la sinagoga ni de la familia, y Edith puede
seguir en su casa. Su carácter firme y la ternura que tiene con
todos obran milagros y su madre no le hace grandes reproches.
Sólo la mira dolorosamente.
Al poco tiempo, Edith le dice:
–Mamá, ¿me permites acompañarte a la sinagoga como
antes?
–¡No sé qué vas a hacer allí! –le responde entristecida.
Edith la acompaña ese día y muchos otros. La señora Stein
ve con asombro que su hija lee también aquellos mismos
salmos en su breviario católico. El recogimiento y la humildad
con que oraba hacen exclamar a su madre:
–¡Jamás he visto rezar a nadie como a Edith!
Edith ha escogido como confesor al vicario general de la
diócesis, el padre Schwind, a quien le comunica su deseo de
hacerse monja de clausura en el Carmelo. Desea santificarse
en el silencio, en la paz de la contemplación y dedicarse sólo a
adorar al Dios recién descubierto.
–No, hija mía –le dice el padre Schwind–, de momento
debe afianzarse en la fe. Y debe pensar en su madre.
–A mi madre –replica Edith–, tarde o temprano tendré que
prepararla para este paso. Pero, ya que he visto claramente la
verdad, deseo seguirla con todas las consecuencias.
Su confesor le pregunta:
–¿Y no ha pensado que la gran preparación intelectual que
tiene debe ponerla a disposición de su prójimo?
–Sí –reconoce Edith–, es verdad que cuanto más entro en
Dios, más me doy cuenta de que debo salir de mí misma…
–Pues, hija –sugiere el buen sacerdote–, lo que le aconsejo
es que tenga paciencia y ponga esos talentos que Dios le ha
dado a producir, ha dar su fruto.
–¿Cómo, padre?
–Trabaje en lo que sabe: escriba, dé conferencias, clases,
ayude a sus hermanos filósofos… La puedo recomendar para
un puesto que le va como anillo al dedo, en un ambiente que le
gustará.
Edith recibe al poco tiempo una oferta para trabajar como
maestra en una escuela católica. Se trata del colegio de Santa
Magdalena, en Espira, que está dirigido por monjas dominicas.
Espira está muy lejos de Bresláu, al este de Alemania. Edith
acepta enseguida y prepara de nuevo el equipaje. Le vendrá
bien salir del ambiente enrarecido de su casa. Erna ha tenido
una preciosa niña, Susana, que hace las delicias de la abuela
Augusta. Y eso consuela a Edith al tener que dejar a su madre.
En Santa Magdalena necesitan una profesora de lengua y
literatura para el colegio de niñas y para la escuela de
magisterio, la de las futuras maestras. También da Edith clases
a las novicias. Mucho trabajo, pues, al que la nueva profesora
se entrega con su dedicación de siempre.
Las monjas están encantadas de tener entre ellas a una
doctora del prestigio y la fama de Edith, nada menos que
discípula y asistente de Husserl. Allí, en Espira, se va a
consolidar su formación cristiana y va a realizar algunos de
sus trabajos filosóficos y sobre la mujer más notables.
Permanecerá en Espira hasta 1931.
Edith vive en el convento con las monjas, casi como una de
ellas. Eso le permite disfrutar de un ambiente de silencio y
piedad en el que puede dedicar largos ratos a oración. Pasa
mucho tiempo, sobre todo por la mañana, antes de empezar su
trabajo, en la capilla del convento, en íntimo trato con Cristo.
La santa misa es el centro de su día, y también participa,
siempre que sus tareas docentes se lo permiten, en los rezos de
las monjas.
Una noche que está en la capilla, oye que cierran la puerta
con llave. No se han percatado, dado lo tarde que es, de que
aún hay alguien dentro. Ella no hace intento por salir. Lo
aprovecha para orar toda la noche, pues su paz y alegría y toda
su fuerza las halla en la oración.
A la mañana siguiente, al abrir la capilla, la encuentran allí.
Tras la misa, se dirige a desayunar y a dar sus clases como
siempre.
Sus jóvenes alumnas la adoran, pues Edith es una profesora
amable y risueña, que nunca se altera por nada. Cuando hace
buen tiempo, da la clase en el jardín para que las chicas tomen
el aire. A veces se sientan en el césped, en torno a ella. Y eso
les encanta a todas. La llaman con cariño y respeto la «señorita
doctor».
Considera que su misión es que las chicas asimilen muy
bien el espíritu cristiano. Va conociendo también las
circunstancias de cada una para ayudarlas mejor: su familia, su
procedencia, sus gustos… Debido a estas cualidades de Edith,
muchas de las chicas la buscan como consejera y amiga. Y
ella, en esta tarea, desarrolla su vocación como madre
espiritual.
La priora general está muy contenta por el beneficioso
influjo que ejerce en toda la comunidad.
19. Junto a los pobres

Llaman a la puerta de la habitación de Edith. Asoma la


nariz una de sus alumnas:
–Pasa, Marta. Mira, ayúdame con esto, si tienes un rato.
–Sí, señorita doctor –contesta la niña, una rubita con largas
trenzas, de unos quince años–, ahora mismo. Venía a decirle
que la hermana portera tiene un paquete postal que acaba de
llegar para usted. Dice que debe de ser otro trabajo que le
envían para que lo corrija. Que puede pasar a recogerlo, o que
se lo trae ella cuando termine su horario…
Pese a que Edith se ha hecho católica, sus amigos no se han
olvidado de ella y de su gran capacidad de consejo. Y le
siguen enviando sus escritos para que los revise.
–Dile que iré dentro de un rato –contesta Edith–. Así charlo
un poco con ella, que anda con dolores de reuma estos días. Si
puedes, me ayudas luego con estos paquetes.
Como se acerca la Navidad, Edith está envolviendo
pequeños regalos para sus amigos y conocidos.
Seguramente valen menos que el papel que los cubre. Pero,
¡qué bien empaquetados están!, ¡con cuánto cariño! La niña
entra de nuevo en el cuarto:
–¡Qué papeles de regalo tan bonitos!, ¡qué lazos de colores!
–Me los han traído hoy de la ciudad en el pedido de la
compra –dice Edith, mostrándoselos.
La niña le sujeta el papel y la ayuda a hacer los lazos. –
Pero… ¡se habrá gastado todos sus ahorros!
–¿Y para qué quiero yo el dinero sino para hacer felices a
los demás? –dice Edith, riendo, dándole un pellizquito
cariñoso en la mejilla–. Tengo techo, ropa, alimento, todo lo
que necesito. Te puedo asegurar, Marta, que se es más feliz
cuando se da que cuando se recibe.
La labor de Edith con los más pobres llamaba la atención.
Tenía tiempo, en medio de tantas ocupaciones, para visitarlos
y llevarles algunos regalos, pero sobre todo, para desplegar
todo su cariño materno. Los niños son su debilidad y
aprovecha esos ratos no sólo para escuchar los problemas de
esas pobres familias sino también para darles algún consejo,
tanto en el aspecto sanitario como educativo.
Un día le preguntan:
–Señorita Stein, díganos su secreto para estirar el tiempo.
–¡Pues no hago nada para alargarlo! –contesta Edith
riendo–. Simplemente, hago todo lo que puedo y no me
preocupo de más.
–Pero, ¿y cuando se acumulan cosas urgentes? –insisten.
–Mire usted –responde–, lo único importante y necesario es
tener un rincón tranquilo para tratar a Dios como si no hubiera
otra cosa que hacer.
Sí, sabe multiplicar el tiempo porque trabaja con orden,
coloca en primer lugar a Dios: la oración ocupa una buena
parte de su tiempo libre y de ahí saca la fuerza para todo lo
demás. El sagrario es su lugar preferido.
Edith vive y trabaja en Espira con mucha dedicación. Son
años de tranquilidad espiritual, si bien su actividad física es
enorme. Edith ha decidido renunciar a su sueldo como
maestra: sólo quiere lo estrictamente necesario para vivir. Así
será pobre como Cristo.
En los periodos de vacaciones, regresa a casa, con su
madre. Augusta, que está resignada con la decisión de Edith y
a quien no se le escapa la actitud de su hija, comenta a veces:
–Mi hija vive allí como una monja. No me extrañaría que
un día me dijese que ha tomado los hábitos.
En una de estas ocasiones recibe una gran alegría. Su
hermana Rosa, la segunda, que le lleva nueve años, se le
acerca un día en que está sola leyendo en su cuarto:
–Edith, quiero decirte algo.
–Te escucho, Rosa –dice Edith, cerrando el libro.
–Sé que no te vas a sorprender del todo, porque hemos
hablado algunas veces de ello… He tomado una decisión: voy
a bautizarme. Estoy recibiendo clases de doctrina católica.
Mamá no lo sabe aún…
Edith, con los ojos llenos de lágrimas, abraza a su hermana.
Sabe que a Rosa le ha costado mucho tomar esta decisión,
porque no tiene empleo ni estudios y depende exclusivamente
de su madre. Por eso, cuando Edith vuelve a Espira, organiza
las cosas para que Rosa se vaya con ella una temporada.
Edith va madurando cada vez más en la fe. Traduce las
cartas del cardenal Newman, un católico convertido del
anglicanismo en el siglo XIX. Y, desde 1925, su director
espiritual le aconseja que estudie a santo Tomás, el gran
filósofo y teólogo dominico. Lee la Summa theologica.
El encuentro con santo Tomás, creador de la filosofía
escolástica –basada en Aristóteles–, le pone de nuevo frente a
su gran vocación intelectual: la filosofía. Santo Tomás enseña
a Edith que la fe es también un camino hacia la verdad.
20. Edith se hace famosa

La fama de Edith no ha dejado de crecer. En los ambientes


intelectuales se la considera una figura de la cultura. Parece
que acaba su vida tranquila, repartida entre sus tareas de
enseñanza y su vida de piedad. La reclaman de todas partes
para que dé conferencias, escriba artículos, imparta cursillos y
participe en congresos y debates.
Hacia 1928 inicia una gira de conferencias sobre el papel de
la mujer en la sociedad y viaja a muchas ciudades: Salzburgo,
Viena, Zurich, Heildelberg, Berlín… Edith es una buena
oradora, muy convincente.
También escribe un artículo mensual para la revista de la
Asociación de Maestras Católicas Alemanas –de la que es
miembro– y para la Asociación de Mujeres Trabajadoras. Lo
que Edith piensa sobre la mujer es muy avanzado para la
época, una época aún llena de prejuicios. No obstante, ella, en
su humildad, se resiste a hacer estos viajes que la distraen de
su trabajo docente.
–¿De verdad cree, padre –le dice al capellán del colegio,
organizador de sus giras–, que yo, que vivo tan alejada de
todo, puedo hablar del significado de la mujer en la vida
actual?
–Puede hablar mejor que nadie –le responde–, ya que es una
mujer intelectual e independiente… y con sentido común. Y es
el momento de hacerlo.
Edith cree que la dignidad de la mujer no proviene del papel
que cumpla en la sociedad, sino de haber sido creada en
igualdad con el hombre. La mujer y el hombre no están uno
por encima del otro, sino uno al lado del otro. Edith es
ferviente partidaria de la educación del hombre y de la mujer
en igualdad de condiciones.
El descubrimiento y el desarrollo de las cualidades
específicas es lo que Edith llama «vocación». La mujer, cada
mujer, debe encontrar su propio camino. Para Edith,
«vocación» y «profesión» significan lo mismo. De hecho, en
alemán existe una sola palabra para ambos significados, que es
la que usa siempre Edith.
Piensa que los hombres y las mujeres son colaboradores,
nunca rivales. Los hombres y las mujeres son iguales y
complementarios y deben respetarse las diferencias. Por eso, la
maternidad significa tanto para la mujer, porque desarrolla una
de sus características más fuertes y genuinamente femenina: la
de su inclinación natural a dar vida y a darse; la del amor.
En sus conferencias y escritos habla también de que la
mujer no es una máquina; defiende la fecundidad de una vida
dedicada a la profesión y que la maternidad no tiene por qué
ser sólo física, sino también espiritual.
Las conferencias y escritos de Edith sobre la mujer tienen
un gran éxito. La palabra de Edith no es polémica ni
demagoga, como se estila en los ambientes feministas
radicales. Es tranquila, convincente, se limita a exponer su
punto de vista.
Su fama la precede por todas partes y muchos miles de
mujeres y hombres acuden a escucharla.
El padre Schwind, su querido director espiritual, muere de
repente en 1927 mientras confesaba en la iglesia. Durante
cinco años la ha ayudado en la tarea de ser una buena cristiana
y ha sido para ella como un padre.
Ahora que se queda de nuevo sola, Edith recuerda una
extraña frase, profética, que le dijo un día:
–Edith, cuando yo muera, comenzará tu vía crucis.
No se puede ni imaginar lo que le ocurrirá… De momento,
su actividad se multiplica.
En 1928 se jubila su viejo profesor Husserl, que ha
cumplido setenta años. Para la ocasión, Edith ha escrito un
ensayo en el que compara la fenomenología de Husserl y la
filosofía de santo Tomás que, para ella, se complementan.
Viaja a Friburgo para asistir a una cena en casa del profesor
Husserl y allí se vuelve a encontrar con Heidegger, que ha
accedido a la cátedra dejada por su maestro. También conoce
al filósofo español Javier Zubiri.
Cada vez tiene más trabajo, porque sus conferencias y sus
publicaciones en la prensa tienen un gran eco. Además, sigue
con toda la labor de formación de jóvenes en el colegio de
Santa Magdalena de Espira.
El descubrimiento de santo Tomás hace que empiece a
traducir del latín una de las obras más difíciles del santo
dominico, Quaestiones de veritate (Cuestiones sobre la
verdad). Santo Tomás la ha devuelto a su antigua pasión: la
filosofía. Pretende enlazar la filosofía escolástica con los
métodos modernos, como la fenomenología y, al mismo
tiempo, facilitar a los estudiantes de filosofía el estudio de esta
importante obra tomista sin necesidad de leerla directamente
en latín, algo que no está al alcance de todos.
En 1928 le piden que vaya a la abadía benedictina de
Beuron a ayudar en las diferentes celebraciones de Semana
Santa y Pascua. Allí conoce al abad Walzer, que será hasta el
final su nuevo director espiritual. El abad está impresionado
por la personalidad de Edith: de alegría casi infantil, sincera,
dócil, sencilla. Un alma sin problemas. Y al mismo tiempo una
mujer de gran inteligencia.
Esos días de vacaciones intelectuales propician que Edith
entre aún más en el camino de la oración contemplativa y en
los sacramentos. Vive con mucha intensidad la liturgia de la
Semana Santa, que celebran con gran esplendor en la abadía.
Medita la Pasión de Jesucristo y reza con mucha devoción ante
la Virgen Dolorosa. Tiene el presentimiento de que también
ella va a vivir su propia pasión…
Durante las celebraciones litúrgicas, o cuando reza a solas,
a Edith le gusta colocarse en el primer banco de la capilla. Así
no se distrae, pues hay gente que llega tarde a misa, hablando
y haciendo ruido.
Pero su actitud es malinterpretada por un grupo de señoras
que parlotean sin cesar, incluso dentro de la iglesia:
–Mira, ya está ahí sentada en el mejor sitio, la santita –
susurran.
–Sí, se pone ahí delante para que se vea lo bien que reza.
–Pues me extraña que nos quiera dar ejemplo una que ha
sido pagana –comenta otra.
–Alguien le tendría que bajar los humos. ¿Qué se cree?
¿Que Dios la oye más que a nosotras, que nos han bautizado
aquí recién nacidas?
Edith no hace el más mínimo caso de esas tontas críticas.
Cuando se encuentra con esas señoras en la calle, camino de
su pensión, las saluda y sigue adelante.
A su nuevo director espiritual le plantea también su deseo
de ingresar en el Carmelo como religiosa. Pero el abad Walzer
le responde lo mismo que el padre Schwind: debe seguir en el
mundo para desarrollar su labor, y así prestará un gran servicio
a la Iglesia. De nuevo, obedece.
21. Hitler en el poder

A principios de 1931 se plantea dejar el colegio de Espira e


intentar de nuevo acceder a una cátedra. Al mismo tiempo,
podría seguir con sus propias investigaciones filosóficas. Sus
amigos y su director espiritual la animan a continuar. Ha
comenzado el borrador de una de sus obras filosóficas: Acto y
potencia.
En marzo se despide del colegio con mucha pena. Durante
los años que ha pasado en él se ha afianzado su deseo de
hacerse monja: le va a ser muy difícil vivir fuera del convento.
De nuevo, vuelve junto a su madre, que la recibe contenta.
Edith ha estado realizando numerosas gestiones para dar
clases en la universidad. Primero se dirige a la de su propia
ciudad, Bresláu. Como le dan largas, va a Friburgo, donde se
entrevista con Heidegger, que ocupa la cátedra que había
dejado libre Husserl. Heidegger la recomienda, pero se
encuentra con un escollo, tanto en Bresláu como en Friburgo,
que no espera:
–¡No me dejan acceder a la universidad por ser de raza
judía!
Aunque hasta 1932 no gana las elecciones Adolf Hitler,
líder del Partido Nacionalsocialista alemán, desde mucho antes
existe, influido por este partido político, un ambiente
antisemita en todas las facetas de la vida pública y social de
Alemania y Austria, en el que se desprecia a las personas de
raza o religión judías. Por entonces vivían en Alemania medio
millón de judíos.
En enero de 1933, Hitler forma gobierno y proclama el III
Reich. Pronto anula las libertades democráticas, y ese mismo
año prohíbe los partidos políticos y los sindicatos.
Con la creación de la Gestapo (policía secreta), Hitler logra
implantar el estado policial en todo el territorio, sometido por
completo a él, al Führer. Desde 1934, el dictador, como
presidente de la República, tiene todo el poder. Los que se
oponen a él son apresados, y se les declara enemigos del
Estado.
El nacionalsocialismo es también racista: sólo la raza aria
[9] es la perfecta y la que debe poblar el Estado; el resto:
negros, mestizos y especialmente los judíos –muy extendidos
por los países centroeuropeos– son una plaga y deben ser
exterminados. Además, pronto entran en esta calificación de
«segunda clase» los minusválidos, enfermos, ancianos,
retrasados mentales, etc.
Las promesas del Führer sobre el engrandecimiento de la
nación, el fin del paro obrero –todos los parados fueron
puestos a construir autopistas–, el rearme militar y el
llamamiento al patriotismo y a los sentimientos nacionalistas,
encandilaron a muchas personas, que siguieron a Hitler sin
pestañear. Hitler supo montar una colosal maquinaria cultural
y propagandística que aplastó todas las voces disidentes.
Para Edith este odio significaba el odio a Cristo, judío
también. El régimen nazi empezó una batalla contra la libertad
de espíritu y cualquier manifestación de ésta como, por
ejemplo, las creencias religiosas y, particularmente, el
catolicismo. Este racismo desaforado es el que sufre en sus
propias carnes Edith, al negársele tan injustamente su acceso a
la universidad.
Tras las complicadas y con frecuencia humillantes
gestiones, que duraron meses, Edith se convence de que no va
a conseguir la cátedra por ser judía. Aunque se da cuenta de la
injusticia, no se rebela.
Va a ver al abad Walzer a Beuron para confesarse y pedirle
consejo. Aunque el viaje no es corto, lo hace a menudo.
–¡Buenos días, señorita Stein! –la saluda alegremente el
hermano portero de la abadía–. ¡Qué alegría volver a verla otra
vez!
–Buenos días, hermano –contesta Edith–, ¿cómo va ese
resfriado?
–Casi bien del todo. Pero veo que usted ha pillado uno
bueno. Voy enseguida a avisar al padre Walzer de que está
aquí.
Ese día la espera se hace larga, porque le duele la cabeza y
la garganta. Pero Edith no rechista ni siquiera cuando una
persona se le cuela y pasa antes que ella.
Por fin, puede hablar con él. Le cuenta su fracaso, aunque
por carta le iba informando de todo.
–Creo, padre –concluye Edith–, que es hora de que me
conceda permiso para profesar en el Carmelo. Me temo que mi
vida de siempre ha concluido.
–No, Edith, puede seguir ayudando a mucha gente, aunque
no la dejen dar clases en la universidad –le replica el abad–.
Acepte esa oferta de que me ha hablado en su última carta…
Al mismo tiempo puede seguir traduciendo las obras de santo
Tomás.
Una vez más, Edith obedece, intuyendo la Voluntad de Dios
detrás de ese consejo. Así que acepta el puesto de profesora
que acaban de ofrecerle en el Instituto de Pedagogía Científica
de Münster, cerca de Gotinga, y va a vivir a una residencia
católica junto al instituto.
Pronto se gana a las chicas que estudian allí, que la quieren
mucho por su gran amabilidad y dominio de sí misma. Y es
que Edith se entrega a fondo, como ha hecho siempre, las
atiende a todas no sólo en sus problemas personales o
familiares, sino que también ayuda a algunas judías a
encontrar la religión católica.
En aquel instituto tiene, además, que desarrollar un
profundo trabajo científico y participar en congresos, como el
de fenomenología celebrado cerca de París.
22. Comienza su vía crucis

Los ánimos en la sociedad están muy revueltos contra los


judíos y la doctrina nazi cunde con fuerza entre los jóvenes.
Aquel anunciado vía crucis está a punto de empezar.
La madre Petra, superiora de las ursulinas de Dorsten, que
conoce a Edith por sus conferencias, la invita a pasar con ellas
la Navidad de 1932. La monja quiere mucho a Edith y ésta
acepta con agradecimiento esos días navideños de paz en el
convento.
El día 24 de diciembre, tras la misa del gallo, Edith se
queda rezando en la capilla toda la noche.
–Edith, ¿cómo se encuentra esta mañana? –le pregunta
cariñosamente la madre Petra a la hora del desayuno–. ¡Estará
rendida!
–¡No! ¡Cómo me iba a cansar esta noche! –responde Edith
con mucha animación. Y es que cada vez ve más clara su
vocación religiosa. De momento, esos días le han servido para
tranquilizar su espíritu agitado por los sucesos políticos y por
el abundante trabajo.
Y vuelve a Münster con nuevas fuerzas.
Una tarde de abril de 1933 va a visitar a una familia, con la
que tiene bastante amistad. Durante el té, hablando de la
situación política, el anfitrión hace algunos comentarios sin
sospechar que Edith es judía:
–¿Se ha enterado de la última novedad sobre los judíos? –le
espeta.
–No. ¿Qué ha pasado? –dice Edith con un sobresalto.
–Lo he oído en la radio hoy mismo –comenta con
frivolidad–. Ha habido un llamamiento al boicot contra los
judíos y contra quienes les ayuden. Y el Führer les ha
prohibido ejercer su profesión como médicos, maestros o
abogados. Les ha ordenado que renuncien a sus puestos. ¡Nos
vamos a quedar solos a este paso! –añade riendo.
Edith se pone pálida. Con una excusa, y procurando que no
se le notara la tristeza, se despide de sus anfitriones sin
revelarles que ella es judía. Se da cuenta de que si sigue en el
instituto como si nada puede poner en peligro a sus
compañeras.
Sólo lleva un año en Münster, pero debe irse.
Poco a poco, estas prohibiciones se extienden a otros
ámbitos de la vida civil, comercial y social, e impiden a los
semitas desempeñar cualquier trabajo o cargo público. Se les
quita la ciudadanía y sus derechos cívicos.
Con los años, el régimen nazi, en una descabellada espiral
de barbarie, los marca humillantemente con un brazalete
amarillo y la estrella de David –símbolo hebreo–, los recluye
en los guetos (barrios exclusivamente judíos) y, finalmente, ya
en plena guerra, los asesina en masa en las cámaras de gas de
los campos de exterminio.
–¿Qué va a hacer ahora? –le pregunta una de las monjas,
que está muy inquieta por ella, al saber la noticia de su retirada
obligada de la enseñanza.
–Sencillamente, no preocuparme –contesta Edith–. Dios
sabe los planes que tiene para mí…
–Pero, ¿cómo se va a ganar la vida?
–No me faltará nada, no se apure. Me doy cuenta de que no
soy tan necesaria como dicen. Soy tan poca cosa…
–Pero sus éxitos, sus conferencias, sus publicaciones. La
llaman de todas partes… Puede irse de Alemania y trabajar en
otro lugar. Es usted una gran intelectual, que tiene toda la vida
por delante.
–Sólo deseo dedicarme a Dios –le explica–. No estoy triste
porque se haya visto truncada mi carrera. Quizás a causa de
esta prohibición pueda ingresar por fin en el Carmelo. Ése es
mi sitio…
Se hace un silencio. Edith, con una clarividencia profética,
intuye el negro futuro. Piensa en su familia, en sus hermanos,
en sus numerosos sobrinos, en su madre. Está preocupada por
lo que les pueda ocurrir.
–Lo que verdaderamente me abruma –añade Edith, como
hablando para sí– es que presiento que algo terrible se va a
abatir sobre nosotros, los judíos.
–¿Qué quiere decir, señorita Edith? –dice la monja.
–Estas medidas contra mi pueblo, esta nueva persecución,
tanto sufrimiento… De nuevo se cumple aquella frase del
Evangelio: «que su sangre recaiga sobre nosotros y sobre
nuestros hijos» [10]. Veo la sombra de la cruz de Cristo…
En la Semana Santa de ese mismo año, 1933, asiste a una
meditación en el Carmelo de Colonia. Pero no se entera de
nada de lo que está predicando el sacerdote: en íntima oración
con Dios se le presenta de modo patente la persecución nazi.
Sí, es de nuevo la cruz de Cristo. Por primera vez, se ofrece en
silencio como víctima a Dios y, al mismo tiempo, le pide
fuerzas para aceptar el dolor y llevarlo con alegría.
Y es que si bien es católica, no reniega en ningún momento
de su raza, de la que se siente orgullosa, pues es la misma que
la de Cristo.
Pero Edith no puede permanecer inactiva ante el atropello
de su pueblo. Se le ocurre una idea: nada menos que solicitar
una audiencia con el Papa Pío XI para conseguir que interceda
a favor de los judíos. Pero el santo padre no tiene fechas libres
en su apretada agenda. Así que le envía una larga y humilde
carta en la que le describe la situación que están viviendo en
Alemania, la falta de libertad para los judíos y su preocupación
detallada sobre el futuro. Incluso tiene el atrevimiento de
pedirle al Papa que publique una carta encíclica [11] a favor de
los judíos.
Aunque le contestan amablemente desde Roma, no
consigue nada más en ese momento. Fuera de Alemania no
parecía tan grave lo que estaba ocurriendo…
A medida que se iba destapando el odio nazi, la Santa Sede
envió muchas notas de protesta que no sirvieron de nada, sino
más bien al contrario: provocar el rencor de Hitler. Es más,
incluso el acuerdo firmado entre la Santa Sede y el III Reich
fue incumplido despreciativamente por Hitler. Al fin y al cabo,
los cristianos siguen a Cristo, un judío…
Edith pasa sus últimos días en el Instituto Pedagógico;
quiere irse cuanto antes para no ponerlo en evidencia ante la
Gestapo. Como en otras ocasiones, deja muchos amigos y
profunda huella entre las profesoras y las alumnas.
De pronto le ofrecen un puesto de investigadora en
Sudamérica. ¡Es la ocasión de salir de Alemania cuando peor
se ponen las cosas para Ella! Pero lo rechaza. No quiere huir.
Piensa en su familia, en su madre, que tiene ya ochenta y
cuatro años. No quiere abandonarla.
Por fin ha llegado el momento de ingresar en el Carmelo.
23. La triste despedida

El padre abad Walzer le ha dado permiso para solicitar su


ingreso como aspirante en el convento de carmelitas descalzas
de Colonia, una gran ciudad muy cerca de la frontera con
Holanda. Fijan su ingreso como novicia para el 15 de octubre,
fiesta de santa Teresa de Jesús. La propia Edith comenta en sus
memorias: Me inundó la paz de quien ha llegado a su meta.
Sabe que la noticia de su vocación religiosa será un nuevo
disgusto para su madre, pues ingresar en un convento de
clausura significa la separación física –no la espiritual– de la
familia de sangre.
Antes de partir, les pide a sus amigos que recen para que su
madre llegue a comprender su vocación y todo se resuelva
bien. Ella misma no deja de rezar.
Llega el verano y pasa esos meses con su madre para
prepararla. El último día que vivirá en su casa será
precisamente el día de su cumpleaños, el 12 de octubre.
Durante el verano, decide escribir una historia de su familia
y, para ello, habla mucho con su madre, le pregunta sobre la
procedencia de sus abuelos, sus tíos, anécdotas, etc. De toda
esta indagación –que sólo duró esas pocas semanas que pasó
en Bresláu hasta su ingreso en el Carmelo– Edith escribe un
libro traducido al castellano como Estrellas amarillas [12],
que narra su infancia y juventud. Lo continúa en enero de
1939, pero en abril lo deja sin terminar.
Su madre ya sabe que irá a Colonia, pero cree que, como
otras veces, sólo será como residente. Así que al principio todo
transcurre tranquilamente. La señora Stein está encantada de
que su hija pase el verano con ella.
Pero un día, mientras hacen la colada, la señora Stein
observa que Edith está muy callada. Poco antes han estado
hablando de las leyes nazis contra los judíos.
–Edith, ¿dónde vas a trabajar ahora que no puedes dar
clases?
–Pues… como sabes, iré al convento de carmelitas de
Colonia.
–Sí, sí, pero ¿qué vas a hacer allí con las monjas?
–Vivir con ellas –responde Edith con paz.
–¡Cómo! ¿Qué significa «vivir con ellas»? ¿Ser una de
ellas? –se enfada la madre.
–Sí, mamá, si Dios quiere, seré una de ellas. He pedido la
admisión como postulante. Quiero ser carmelita. Tengo que
estar allí el 15 de octubre.
–¡Estás loca! ¡No sabes lo que haces! ¡Ya no nos quieres! –
grita la madre entre una explosión de lágrimas.
Edith intenta abrazarla, pero es rechazada.
–¡Ahora, precisamente ahora! –solloza–, cuando tienes que
dar ejemplo, ahora que más te necesitamos es cuando quieres
quitarte de en medio, renegar de nosotros. No te bastaba sólo
con hacerte cristiana…
¡Qué amargo es para Edith escuchar estas palabras! Y las
tiene que oír, repetidas, en boca de sus hermanos.
La vida cotidiana en casa se vuelve difícil. Su madre llora,
no duerme por las noches y la mira entre enfadada y
compasiva, como si estuviera sentenciada a muerte. Edith lo
pasa fatal, porque le duele mucho ver a su madre, ya tan
mayor, en ese estado. Tiene que rezar mucho para poder
sobrellevar esa situación. Pero en medio de esos sufrimientos,
siente en el fondo de su corazón la llamada de Dios y renace la
esperanza.
Llega el día del 42 cumpleaños de Edith, el 12 de octubre,
fiesta de la expiación de los judíos. Es el último día que Edith
pasa en casa de su familia, pues debe salir a la mañana
siguiente hacia Colonia. Y ya nunca volverá.
En esta festividad, acompaña a su madre a la sinagoga y
reza con ella los salmos, comunes a ambas religiones. La
vuelta de la sinagoga la hacen a pie y Edith tiene que escuchar
de nuevo los lamentos de su madre.
–¿Por qué has tenido que conocer a Cristo? No pretendo
decir nada contra él; puede que haya sido un hombre bueno…
pero, ¿por qué se hizo Dios?
A la caída de la tarde, cuando termina ese día de ayuno,
empiezan a llegar algunos vecinos y amigos y hay gran
animación hasta muy tarde.
Cuando se fueron todos, nada más quedarse a solas,
Augusta se echa a llorar amargamente con la cara entre las
manos. Edith no sabe qué hacer. Se acerca despacio y le
acaricia la cabeza. Poco a poco la madre se va calmando. La
ayuda a subir a su cuarto a acostarse y, por primera y última
vez, es Edith la que desviste y arropa a su madre en la cama.
Luego, se queda con ella un rato, sentada al borde del lecho.
Su madre cierra los ojos y parece que duerme. De pronto le
dice:
–Edith, vete a la cama. Mañana te espera un largo viaje.
Edith le besa la mano y se va. Pero esa noche no descansa
ninguna de las dos.
Al día siguiente, se marcha sin recibir una palabra de afecto
de su querida madre, que no sale de su habitación. Edith intuye
que no la verá más, pero no puede hacer nada. Desgarrada por
las tensiones y la tristeza de no poder dar alegrías a su madre,
Edith se encamina a la estación. Comienza para ella una nueva
vida.
24. La vida en Colonia

Llega a Colonia por la noche, después de un terrible día de


viaje en tren. Allí la están esperando una tía lejana y su hija,
que es ahijada de Edith, y en cuya casa pasa la noche.
Al día siguiente, 14 de octubre, muy temprano, oyen misa
en la zona pública de la capilla del convento. Al terminar la
misa, las recibe una carmelita:
–Ave María Purísima –saluda la monja–. Me envía la
reverenda madre Teresa Renata. ¿Quién es la postulante?
–Servidora –se adelanta Edith–. Me llamo Edith Teresa.
–Bien, querida, le doy ánimos en la vida que ha elegido…
–Le aseguro que no necesito ánimos –contesta Edith con
una sonrisa–. Soy muy feliz de estar aquí. He sido carmelita en
mi corazón desde hace once años.
Sus dos parientes, haciendo el papel que tendría que haber
realizado su familia, la acompañan hasta la misma puerta de la
clausura, donde la despiden con mucho cariño. Y Edith entra
contentísima.
El mismo día de su ingreso en el convento celebran las
monjas las vísperas por santa Teresa, cuya fiesta es al día
siguiente. Esa misma noche, Edith recita en el coro las
oraciones comunes. ¡Ya se puede considerar una de ellas!
Es una bendición poder dedicar muchas horas a la oración
ante el sagrario, en contemplación, sobre todo los días de
fiesta. Ha descubierto también a santa Teresita del Niño Jesús,
otra carmelita y, con ella, la infancia espiritual: ser como
niños, aunque se tengan muchos años, ante nuestro Padre
Dios.
Pasan las semanas. Edith se adapta humildemente a la vida
diaria del convento a pesar de ser una postulante tan mayor, de
cuarenta y dos años, lo que contrasta con la juventud del resto
de sus compañeras, que apenas tienen dieciocho años.
Obedece con alegría en todo lo que le dicen, aunque a veces le
supone mucho sacrificio.
Lo que más le cuesta son las tareas domésticas, para las que
no es muy hábil. Al ser una intelectual, pocas veces en su vida
ha tenido que organizar un plan doméstico: lavar, planchar,
limpiar suelos, remendar o hacer la comida.
Por turno, ha de dedicar parte del día a estas ocupaciones,
que no la distraen de elevar su mente a Dios. Pero como no le
salen bien, sus compañeras y ella misma lo pasan en grande
con algunas «meteduras de pata». A veces se ríe tanto que se
le saltan las lágrimas… aunque no deja de recibir la regañina
correspondiente por su torpeza.
Edith ha entrado en el Carmelo para entregarse
absolutamente a Dios. Sus superioras se sorprenden al saber
que no le importa nada no volver a dedicarse a tareas
científicas y que tampoco le incomoda relacionarse con
novicias que en lo intelectual no le llegan ni a la suela del
zapato. Esas diferencias, dentro del claustro, no son
importantes. Se la ve feliz y como rejuvenecida.
Lo que sí le cuesta mucho es limitar sus cartas a los amigos.
Siempre ha sido muy sociable y ha procurado mantener la
amistad incluso con antiguos compañeros de universidad. Pero
las normas de la regla carmelita son estrictas y debe escribir
menos a sus queridas amigas y a su familia.
Le gusta acudir al locutorio cuando recibe visitas, aunque
deben ser muy cortas y con una reja por medio. Así, se entera
de cómo marcha la situación política, que va de mal en peor.
También recibe cartas de Eduvigis Conrad-Martius, su
madrina de bautismo.
Se entiende muy bien con la maestra de novicias, la madre
Teresa Renata del Espíritu Santo [13], y con la priora, la madre
Josefa del Santísimo Sacramento. Ellas conocen su pasado y
su capacidad y la respetan profundamente.
Las propias postulantes que, al principio, se extrañan de tal
compañera, poco a poco la van tratando y van descubriendo su
admirable pasado. La ven acudir a las clases de instrucción
como una más, con muchas ganas de aprender.
Un día recibió una visita de un antiguo colega suyo que
deseaba hablar con ella con cierta urgencia. Para atenderle
tuvo que faltar a una clase. Y en el recreo de la tarde, preguntó
a sus compañeras:
–¿Qué habéis aprendido hoy? Contadme…
–Quien falta a clase no se entera de nada y luego tiene que
preguntar… –contestó una de ellas.
Entonces Edith le dijo enseguida con un poco de sorna:
–«Sin engaño lo aprendí y sin envidia lo comunico». Ya
sabes, lo dice la Sagrada Escritura [14]…
–Sí, es verdad, hermana Edith, perdóname, he sido una
envidiosa –repuso la otra.
Todas rieron y la informaron enseguida de lo que habían
dado ese día en clase.
Desde que se bautizó, Edith practica normas de piedad por
devoción, como rezar el breviario [15].
Un día en que la madre Renata la ve muy cansada le dice en
el recreo:
–Edith, hoy se va usted a la cama a las ocho.
–Entonces –contesta Edith–, ¿cuándo rezo el breviario?
–Esta noche no lo reza, y se va a acostar enseguida.
–Pero, voy a tener un bache…
–Oh, sí, va a tener un bache –replica la maestra de
novicias–, pero también mucho mérito en el cielo si obedece…
Edith comprendió el valor de la obediencia e hizo lo que le
mandaban.
25. Edith se viste de novia

Edith está terminando los seis meses de postulante. Se


acerca el 15 de abril de 1934, en que vestirá por primera vez
los hábitos de carmelita. Antes iba sencillamente de calle.
Comienza el noviciado, que durará un año.
Escribe a su madre, que sigue oponiéndose con todas sus
fuerzas a la decisión de Edith. No comprende nada y, para ella,
la clausura de su hija sólo significa su renuncia a pertenecer al
pueblo hebreo.
En los ejercicios espirituales previos a la fecha, Edith sufre
mucho y compara su toma de hábito en el Carmelo con la
subida al calvario, como san Juan de la Cruz, otro santo
carmelita. Pero la alegría de saber que hace lo que le pide Dios
mitiga el dolor por la incomprensión de su familia.
Y llega ese día feliz, tan esperado durante largos años.
Edith entra en la capilla del convento como una novia
radiante, con un vestido de raso blanco ribeteado en suave piel
y con un cirio encendido en la mano. Resplandece de
felicidad, aunque ningún miembro de su familia ha acudido a
la ceremonia. Sólo ha ido un grupo de amigos. Sus hermanos
se han limitado a escribirle una escueta carta.
La ceremonia es breve y, como en todo matrimonio válido –
pues Edith será desde ahora la esposa de Cristo–, debe prestar
su libre consentimiento al compromiso. Tras responder
afirmativamente a las preguntas que le hace el padre Walzer,
entra en una habitación donde se viste con los pobres y ásperos
hábitos marrones del Carmen. Una corona de rosas sobre la
toca blanca de novicia es el único adorno. La tela del vestido
de novia será empleada para ropa litúrgica.
De nuevo en la capilla, ya no es la brillante filósofa Edith
Stein, sino sor Teresa Benedicta de la Cruz. Ha elegido el
nombre de santa Teresa y le ha añadido el de Benedicta de la
Cruz, que significa «bendecida por la cruz». Y, en efecto, va a
ser «bendecida por la cruz» nueve años después…
En el convento la llaman sencillamente sor Benedicta.
Las semanas que pasan a continuación las dedica sor
Benedicta a enviar afectuosas estampas a sus numerosos
amigos y conocidos, incluso se acuerda del portero de la
abadía de Beuron. Para todos tiene unas palabras de su puño y
letra, y a todos pide oraciones.
Sus superioras le dan permiso para escribir todas las
semanas a su madre, lo cual es un consuelo para Edith, porque
su madre sigue estando destrozada por la decisión de su hija y
no contesta a las cariñosas cartas.
La vida diaria de las monjas es muy dura. Viven muy
pobremente, dedicadas a la oración, la penitencia y el trabajo,
del que apenas sacan para vivir. Tienen rezos comunes en el
coro y dos horas diarias de oración mental personal. Desde la
hora de la cena, en preparación de la misa del día siguiente,
guardan absoluto silencio.
En la oración mental, Edith se aplica la enseñanza de santa
Teresa de Jesús: «orar no es otra cosa que tratar a solas de
amistad con Alguien que sabemos nos ama, siendo conscientes
de quiénes somos, con quién hablamos y de qué hablamos con
tan gran Señor».
En la hora de recreo la regla permite charlar. Y lo hacen con
gran animación. Como comenta la propia Edith en una de sus
cartas: «no sabe usted lo poco que se necesita para alegrar a
una carmelita».
En el locutorio, una sala con una reja de hierro, recibe a las
visitas. Muchos antiguos conocidos de Edith acuden a ella en
busca de consuelo ante la complicada situación social.
El odio contra los judíos va en aumento y es cada vez
menos disimulado. Los insultos y hasta las palizas en plena
calle son algo común, que, por supuesto, la policía nazi no
impide. Incluso los niños, en las escuelas, pegan a sus
compañeros judíos.
Sor Benedicta agradece a Dios la paz del convento, pero
sufre mucho al saber todas estas cosas y se siente muy feliz
cuando puede aconsejar a alguien.
En una ocasión, va a verla una amiga que, llorando, le
cuenta lo que está pasando en su familia:
–Nos han prohibido tener tratos comerciales con los no
judíos, hemos tenido que dejar la tienda de confección. Nos
han obligado a dar los nombres y direcciones de toda nuestra
familia y de otras personas judías con las que nos
relacionamos. A veces se presentan de improviso en nuestras
casas. No podemos defendernos, ni nos dan ninguna
explicación de esta actitud. En cada esquina nos piden la
documentación… ¡Es todo como una pesadilla!
–Sí, ya lo sé –dice sor Benedicta.
–Me gustaría saber –añade– por qué ha llegado Hitler a este
horroroso odio contra los judíos… A decir verdad, sor
Benedicta, le envidio esta maravillosa paz de que disfruta aquí
dentro.
–No, no me envidie –replica Edith con una premonición–.
Cualquier día me vienen a buscar al convento. Yo también soy
judía…
26. Trabajando en su obra maestra

Pasan los meses y llega otra fecha memorable: el 21 de abril


de 1935. Ese domingo, Pascua de Resurrección, hace sus votos
temporales [16] –por tres años– delante de la priora y otro
testigo.
Pronto, el padre provincial de los carmelitas se da cuenta de
que sor Benedicta puede ser muy útil por sus cualidades
intelectuales. Así que un día la llama la madre Renata:
–Hija mía, el padre provincial nos ha indicado que
aprovechemos su talento.
–¿Qué quiere que haga, reverenda madre? –dice Edith, que
no se imagina que volverá a dedicarse a trabajos de
investigación.
–Puede escribir artículos científicos y, sobre todo, debe
terminar el ensayo que dejó a medias en Espira. ¿Cómo se
llamaba?
–Acto y potencia, reverenda madre –aclara Edith–. Aunque
no estoy aún segura del título.
–Bien. Debe terminarlo. Y sería muy conveniente –continúa
la madre Renata– que realizara también un índice completo de
las obras de santo Tomás. Sería muy provechoso para la orden.
Y eso sólo se lo podemos encargar a usted. Pero, desde luego,
si usted acepta.
–Aquí estoy para hacer la voluntad de Dios.
Así que Edith reanuda su trabajo intelectual. Le dan
permiso para dedicar la hora del recreo de la mañana a su
investigación. Sus compañeras le hacen guiños y bromas para
hacerla reír. Pero ella está muy enfrascada en sus apuntes, que
le han enviado por correo.
Las mayores dificultades que encuentra para seguir con su
libro es que no dispone de obras de consulta. Pero sobre todo
le cuesta mucho interrumpir su trabajo, justo cuando está más
concentrada, al oír la campana para ir al coro. Eso para ella es
una verdadera penitencia.
–¡Qué alivio que hoy es domingo! –suele decir–. Así puedo
dedicarme sólo a rezar.
Como Edith trabaja demasiado y tiene ojeras, la madre
Renata, que acaba de ser nombrada priora, le indica que deje
las pocas tareas domésticas que aún hacía y se dedique sólo a
su trabajo científico.
A ella le da pena ver que sus compañeras tienen que
trabajar más a causa de su dedicación a la filosofía. Pero todas
están contentas y se arreglan bien.
En el verano de 1936 concluye su gran obra filosófica, a la
que ha cambiado el título, y se ha pasado a llamar Ser finito y
ser eterno. Se trata de una visión global del ser humano, una
mezcla entre su concepción filosófica fenomenológica y la
filosofía escolástica de santo Tomás. El resultado es una teoría
del conocimiento cristiana y realista, muy bien fundamentada.
Aunque Edith hizo varios intentos con editoriales, no pudo
publicar su obra por ser una autora de procedencia judía. Hasta
bastantes años después de su muerte no se editó [17].
27. La muerte de su madre

El 14 de septiembre de 1936 –fiesta de la exaltación de la


santa cruz– muere su madre a la edad de ochenta y siete años.
Desde hace poco ha empezado a contestar las cartas que
semanalmente le envía su hija.
Pero seguía sin comprender por qué no iba a verla sabiendo
que estaba tan enferma. Consideraba que había sido
abandonada por ella. Muere, sin embargo, llamando a su hija
pequeña.
Edith reza y sufre lo indecible al saber que su madre se está
muriendo. Pero la rigurosa regla carmelita no le permite salir
del convento. Ofrece, en su lugar, sufragios y misas por su
alma.
Unos días después de la muerte de su madre, está sor
Benedicta llorando en la capilla. Entra la priora y se arrodilla a
su lado:
–Hija mía, ¿cómo se encuentra? ¿Llora por su madre?
–Sí, reverenda madre, siento un gran dolor por no haber
estado con ella en los últimos momentos.
–Lo comprendo, sé que su hermana Rosa le ha contado con
todo detalle cómo murió pronunciando su nombre.
–Sin embargo, tengo en el fondo como una impresión de
gozo –dice Edith.
–Nota la proximidad de su madre, ¿verdad?
–Exactamente. Me doy cuenta de que, ahora, tras su muerte,
mi madre ha comprendido mi vocación y me apoya, y me dice
que estaba en lo cierto. Noto su proximidad espiritual. Y eso
me da una gran confianza.
–Dios nuestro Señor, que es misericordioso y bueno, ha
permitido ese sentimiento para que se quede en paz. Rece por
ella y esté tranquila.
La madre Renata sonríe a sor Benedicta y sale de la capilla.
Pronto recibe carta de Rosa, en la que le comunica su deseo
de bautizarse en la Iglesia católica. Así que en el convento se
ofrecen para que pueda ir allí a recibir la preparación
necesaria. Antes de que finalice el año, Rosa está ya con ellas.
Pero Edith, mientras tanto, tiene un accidente: se cae por las
escaleras y se rompe una mano y el tobillo. La tienen que
ingresar en un hospital mientras se recupera.
A pesar de la incomodidad de mantener el brazo en
cabestrillo y el pie escayolado, tiene la alegría de poder dar
ella misma las clases de preparación al bautismo a su hermana.
En la nochebuena de aquel mismo año de 1936, Rosa recibe
el bautismo y la primera comunión.
Rosa se queda a trabajar en el convento. Siempre le han
gustado las tareas domésticas, especialmente la cocina.
También atiende la portería. Está contentísima de vivir y
trabajar junto a su hermana Edith, en una comunidad que la ha
recibido con tanto cariño.
Sor Benedicta vuelve de nuevo, una vez recuperada de su
lesión, al trabajo. La vida transcurre normalmente en el
convento de Colonia. Le siguen encargando a Edith artículos
para revistas y pequeños escritos sobre temas concretos: la
Navidad, la caridad, la oración, la infancia espiritual, etc.
Aunque los cumpleaños no se celebran en el Carmelo,
Edith, que es la mayor después de la priora, tiene detalles con
las otras monjas y con la madre Renata.
En el cumpleaños de ésta, la sorprenden: Edith reúne a las
monjas y recitan, en honor de la madre Renata, un salmo cuyo
número coincide con los años que cumple la priora. Sabe,
además, que los salmos le gustan especialmente.
También en otras ocasiones la sensibilidad de Edith se
demuestra en detalles de cariño.
Una noche, ella y otra monja, en riguroso silencio –pues era
ya la hora en que no podían hablar–, estaban guardando la
vajilla en los estantes de la cocina. La otra estaba sufriendo
mucho por un problema familiar y se la veía muy seria.
Entonces, Edith se acercó a ella, le apretó el brazo y le sonrió
en silencio diciéndole «ten ánimo, te comprendo». Esta
muestra de cariño la consoló mucho.
Ella ha comprendido perfectamente el amor que un
cristiano debe dar a los demás:
«Para un cristiano –dice– no existen personas extrañas.
Siempre se trata del “prójimo” que nos necesita, y no importa
que sea un pariente o no, que nos sea simpático o no, que sea
digno o no de nuestra ayuda. El amor de Cristo no conoce
límites» [18].
Sor Benedicta vive poco tiempo más y no llega a ocupar
nunca cargos de responsabilidad en el convento. Pero influye
mucho en todas las personas con las que se relaciona durante
estos últimos nueve años de su vida.
28. La «noche de los cristales rotos»

La política racista de Hitler va en aumento. Se obliga a los


judíos a declarar sus bienes y negocios. Los licenciados y
doctores pierden sus títulos. No se permiten matrimonios entre
judíos y arios y, desde 1936, a causa de la creación del
eufemístico Servicio para la solución de la cuestión judía,
comienza a producirse una huida masiva de judíos fuera de las
fronteras alemanas… antes de que sea demasiado tarde.
En medio de estas desgracias, sor Benedicta hace
solemnemente la profesión perpetua de sus votos. Es el 21 de
abril de 1938, jueves de Pascua.
Por esos días también recibe la noticia de que está
agonizando su querido maestro Husserl. Durante la Semana
Santa pide insistentemente a Dios por él.
Husserl muere con una gran paz el 27 de abril. Pero el odio
sigue en la calle alimentándose a sí mismo y un día estalla con
una violencia horrible.
La noche del 9 al 10 de noviembre de ese año se produce
una agresión brutal contra los judíos, con asesinatos en las
ciudades, palizas, destrucción de tiendas, incendios de
sinagogas, profanación de cementerios y detención y tortura de
más de 25.000 judíos. Es la terrorífica noche de los cristales
rotos.
La represión llega hasta límites insospechados: se impone a
los judíos una indemnización de mil millones de marcos para
la «reparación» de los destrozos. No se les permite ir a sitios
públicos (cines, teatros, museos, etc.), ni utilizar los autobuses
urbanos, ni matricularse en escuelas… ni siquiera pasear
libremente por las calles y jardines.
Estas noticias terribles llegan también al convento. Edith
está inquieta por la repercusión que pueda tener su presencia
en la comunidad. Se empieza a saber que se castiga duramente
a aquellas personas que ayudan a los judíos.
Habla un día con la priora, la madre Renata:
–Reverenda madre, estoy muy preocupada por este
convento. Cualquier día averiguan que estoy aquí y toman
represalias.
–Hija mía, no queremos que nos deje. Éste es su hogar y…
–He pensado –dice sor Benedicta– que quizás pueda irme al
Carmelo de Belén. Ya sabe usted que muchos judíos están
huyendo masivamente a Palestina.
–Pero es ahora cuando más necesita nuestra protección…
–Pero, madre, quiero que se dé cuenta de que mientras siga
aquí puede ocurrir cualquier cosa. Incluso que entre la Gestapo
en la clausura.
–Si se siente más tranquila, puede hacer las gestiones para ir
a Palestina. La ayudaremos en todo. Pero ya sabe que es muy
arriesgado…
–Muchas gracias, reverenda madre –dice Edith–, estoy
preparada para lo que Dios disponga de mí. No tengo miedo a
los que «matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más»
[19]… Sólo temo por el resto de la comunidad.
–Si, hija mía –replica la madre Renata–, esté siempre
preparada, como todo buen cristiano…
29. Huida a Holanda

Los hermanos de Edith intentan afanosamente salir de


Alemania. Han perdido el negocio maderero, todos los ahorros
y las propiedades de la familia. No les queda absolutamente
nada.
Elsa y Erna, con sus maridos e hijos, consiguen viajar a
América. Arno ya lleva tiempo en Estados Unidos. Quienes no
tienen esa suerte son Pablo y Federica, que son apresados en
Bresláu, separados de sus respectivas familias y recluidos en
campos de concentración. Morirán asesinados en 1943.
El recurso de ir a Palestina ya no le sirve a Edith, porque
ante la avalancha de judíos se prohíben las inmigraciones.
Muchos judíos intentan entrar en Palestina de forma
clandestina en viajes muy peligrosos y muy caros.
Ante la gravedad de los hechos, la madre Renata organiza la
salida inmediata de Alemania de Edith y de su hermana Rosa.
Ya no están seguras ni siquiera en un convento de clausura.
En Navidad, sor Benedicta está haciendo oración sentada en
un banco del coro. Se halla tan ensimismada en Dios, que
sufre un sobresalto al hablarle la madre Renata:
–Sor Benedicta, hemos conseguido que la acojan en el
convento de Echt, en Holanda. Hay que organizar con sumo
secreto su salida.
–¿Y mi hermana Rosa? –es lo primero que pregunta Edith.
–Su hermana irá después –la tranquiliza la priora–. No
pueden ir juntas. Los visados hay que pedirlos con precaución.
–¿Cuándo me iré, reverenda madre? –dice Edith, con la voz
entrecortada por la emoción.
–Muy pronto. Creemos que el mejor momento es el 31 de
diciembre por la noche. Entre el ruido en las calles por la
celebración del fin de año y la oscuridad podrá pasar
desapercibida.
Edith tiene que hacerse una fotografía de carnet y preparar
sus documentos. El médico del convento se ha ofrecido a
llevarla a Holanda personalmente en su coche con el mayor
secreto.
Llega la oscura noche de la despedida. Todas las hermanas
se reúnen en el patio y le van diciendo adiós una a una. Edith
intuye que no volverá a verlas. Una de las monjas no puede
reprimir las lágrimas:
–Sor Benedicta… la echaremos de menos…
Edith tiene un nudo en la garganta. La despedida de la
madre priora es también muy triste.
Justo antes de dejar la ciudad, pide pasar un momento por la
iglesia del Carmen. Desde la puerta, Edith reza
fervorosamente a la imagen de la Regina Pacis (Reina de la
Paz) por el convento que deja y por el que la va a recibir.
El convento de carmelitas descalzas de Echt está en
Holanda, muy cerca de la frontera con Alemania y no
demasiado lejos de Colonia. Esa misma noche Edith llega a
Echt, donde las monjas holandesas la esperan y la acogen con
gran cariño.
En Echt pasa Edith tres años y medio. De ellos, los dos
primeros se dedica a trabajar como una más en las tareas
domésticas que le asignan. Está muy agradecida por poder
tener ese nuevo hogar. Las monjas le han cogido mucho cariño
y la admiran al saber que ha sido una gran filósofa. Edith
aprende rápidamente el holandés.
Pronto llega Rosa y se coloca como portera del convento.
Pero la situación de las hermanas es arriesgada, porque las
autoridades holandesas no conceden fácilmente el permiso de
residencia, dado el gran número de refugiados que llegan a
Holanda desde Alemania, huyendo de Hitler.
Las dos sufren mucho al pensar en sus hermanos que no han
podido salir del país. Edith tampoco sabe absolutamente nada
de tantos buenos amigos que ha dejado en Alemania. El dolor
es muy grande. Pero, a pesar de todo, sor Benedicta confía en
Dios y se abandona en sus manos. Eso le da una gran paz.
Transcurre la Semana Santa de 1939. Edith va a hablar con
la madre priora, sor Otilia.
–Reverenda madre, vengo a pedirle permiso para ofrecerme
como víctima a Jesús, para que venga la paz y no estalle una
nueva guerra mundial. Sé que no soy nada, pero Jesús lo
quiere. Él, en estos días, está pidiendo lo mismo a muchos
otros.
La priora le da el permiso y maternalmente la besa en la
frente.
Edith realiza su ofrecimiento delante del Sagrario:
Ya, desde ahora, acepto la muerte que Dios me ha
destinado con total sumisión a su Santísima Voluntad y con
alegría. Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi
muerte para honra y gloria suya, por todas las intenciones de
(…) la santa Iglesia, (…) para reparar la incredulidad del
pueblo judío y para que el Señor sea aceptado por los suyos y
venga su Reino glorioso, por la salvación de Alemania y la
paz del mundo (…) [20].
Para distraerla un poco, la priora la llama un día para darle
un encargo que la tendrá ocupada:
–Querida hija –le dice–, sé que está sufriendo mucho y que
no se le quita de la cabeza lo que está pasando… ¿Sabe algo
de su familia?
–De los únicos que no sé nada –contesta Edith con lágrimas
en los ojos– es de Pablo y Federica. La última vez que supe
algo de ellos era que se los habían llevado de Bresláu.
–Dios sabe por qué permite estas cosas. Pero a usted no
vendrán a buscarla al claustro…
Edith la mira con una sonrisa de incredulidad y afirma:
–Vendrán a por mí. Pero no puede usted imaginarse lo que
para mí significa ser hija del pueblo escogido, pertenecer a
Cristo no sólo espiritualmente, sino también según la sangre.
La priora asiente. Luego, le dice:
–Hemos pensado que escriba un libro sobre la vida y
doctrina de nuestro padre san Juan de la Cruz, con motivo del
centenario de su nacimiento. Pida toda la documentación que
necesite. ¿Quiere encargarse de esta tarea?
–Claro que sí, reverenda madre.
Mientras trabaja en el libro del santo carmelita, cofundador,
con santa Teresa, del Carmelo reformado, profundiza mucho
en el misterio de la cruz. Trabaja deprisa en su nuevo libro La
ciencia de la cruz, porque intuye que no le va a dar tiempo a
terminarlo. Considera que es una gracia de Dios este nuevo
trabajo –el último de su vida– porque repite mucho una frase
de san Juan de la Cruz: En adelante, mi único oficio será amar
cada vez más [21].
La política expansionista del III Reich termina por provocar
el estallido de la Segunda Guerra Mundial: Alemania se ha
anexionado Austria y ha invadido parte de Checoslovaquia.
Con la ocupación de Polonia en septiembre de 1939 por
Hitler, Inglaterra y Francia declaran la guerra a Alemania.
Poco a poco van incorporándose a la guerra otros países, según
avanza la política expansionista de Hitler, que invade también
Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y parte de las
repúblicas soviéticas, y lo intenta, sin conseguirlo, con
Inglaterra. Italia, al principio aliada del III Reich, es invadida
también hacia el final de la guerra.
La situación es muy peligrosa en Alemania para los judíos y
para aquellos buenos alemanes que se resisten a admitir tanta
barbarie. Porque ahora, con la guerra, el gobierno nacional
socialista tiene las manos libres para actuar impunemente.
Organiza los guetos o barrios hebreos en Polonia y en
Alemania, y recluye ahí a los judíos.
El agrupamiento de tanta gente facilita la «solución final de
la cuestión judía», que significa de hecho acabar con la raza
judía, pues hacia 1941 el ejército nazi entra en los guetos y
ametralla despiadadamente a hombres, mujeres y niños. A los
supervivientes los llevan a campos de concentración. Por el
camino asesinan a muchas de estas personas, en mitad de los
campos solitarios, y las entierran inmediatamente allí mismo.
A otras las llevan a realizar trabajos forzados, donde acaban
muriendo por los malos tratos y la falta de alimentos.
Ya en el verano de 1933, se promulgó una ley para limitar
las «vidas inútiles». Ahora, en plena guerra, esta ley
desemboca en un programa de eutanasia por el que murieron
más de setenta mil personas, muchas, simplemente, por no
poder trabajar.
Como Rosa Stein es la portera y jardinera del convento y
entra y sale de él, es la que informa de todas estas espantosas
noticias a Edith.
El sufrimiento es inmenso. Además, con la invasión de
Holanda por las tropas nazis en 1940 y la huida a Inglaterra de
la familia real holandesa, el pequeño país queda abandonado a
su suerte.
Edith, Rosa y todos los judíos refugiados en Holanda, hasta
entonces país neutral, corren un gran peligro.
30. Prisionera de la Gestapo

Las noticias son cada vez más aterradoras: las comunidades


carmelitas están siendo disueltas; se están construyendo
campos de concentración y se oyen historias espeluznantes,
que a duras penas se pueden creer, sobre cámaras de gas donde
asesinan a la gente en masa.
En enero de 1942, sor Benedicta se da cuenta de que el
convento está en peligro por su presencia e intenta conseguir
un visado para Suiza, país que consigue permanecer neutral
durante la guerra. Las gestiones dan buen resultado y Edith
obtiene el permiso para salir legalmente del país.
Pero surge un problema: Rosa no tiene sitio en el convento
suizo de carmelitas, que está hasta los topes, y Edith no quiere
abandonar a su hermana. Así que no se va. Sigue haciendo
gestiones para la salida de Rosa. Pero todo va muy lento.
Un día recibe la primera citación para un interrogatorio de
las SS, el servicio de seguridad de los nazis.
Se presenta en una sórdida oficina, junto a muchos judíos
asustados. Tras una larga espera, la obligan a ponerse sobre el
hábito marrón una estrella amarilla, símbolo de los judíos.
Luego, tiene que contestar de pie, a tres metros del oficial
nazi, a un largo y complicado interrogatorio. Mientras, todas
las monjas en el convento están reunidas en la capilla rezando
por ella.
Al saber que es cristiana la dejan marchar. Y es que los
obispos holandeses han pedido a las autoridades nazis que no
molesten a los cristianos.
A través de una carta de un conocido le llegan a Edith
noticias sobre los hermanos que han quedado en Alemania. La
priora ya la ha leído y se la da:
–¿Qué dice la carta, reverenda madre? Son malas noticias,
¿verdad?
–Sí, hija mía. Han detenido a sus hermanos y sus familias y
los han llevado a Theresienstadt. ¿Sabe lo que esto significa?
–Sí… es un campo de exterminio. Es… la muerte.
Como una sonámbula, va directamente a la capilla. Su
reacción, al caer de rodillas, es rezar la oración que Cristo
dirigió a su Padre en el huerto de los olivos, justo antes de
sufrir la Pasión: «¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!».
Los nazis siguen cometiendo atrocidades contra los judíos,
separando a las familias y llevándoselos en trenes abarrotados
hacia los campos de exterminio alemanes. Los holandeses
están indignados. Los obispos vuelven a protestar por esta
inhumanidad, pero no les hacen caso. Así que se reúnen para
tomar una decisión: hacer pública una carta.
El 26 de julio de 1942 se lee en todas las iglesias
holandesas la carta pastoral de denuncia contra el nazismo, a
pesar de que el comisario nazi se había enterado y había
prohibido hacerlo.
La reacción indignada de éste no se hace esperar: apenas
unos días más tarde, miles de cristianos holandeses, de origen
judío, son apresados brutalmente.
A Edith le ha llegado también la hora.
Es el domingo 2 de agosto de 1942. A las cuatro de la tarde,
suena impaciente la campanilla del torno. Acude al locutorio
la madre priora y ve enfrente, a través de la reja, a dos
oficiales de la Gestapo, mirándola con gran frialdad.
–Ave María Purísima… –saluda la monja.
–¿Viven aquí las judías Rosa y Edith Stein Courant? –
preguntan bruscamente sin responder al saludo.
–Aquí viven las hermanas Rosa y sor Teresa Benedicta de la
Cruz. Pero son cristianas…
–Da igual. Son judías de nacimiento. ¡Deben venir con
nosotros inmediatamente!
–Pero, eso no es posible… ¡esto es una clausura…!
–Tenemos órdenes –interrumpió tajantemente el oficial–.
¡Hágalas salir o entraremos nosotros! Si es preciso echaremos
la puerta abajo.
Sor Benedicta está en ese momento leyendo en voz alta en
el coro, donde todas las hermanas están reunidas. Se produce
un gran revuelo cuando la priora interrumpe la lectura y avisa
a Edith. Algunas jóvenes novicias se ponen a llorar. Ésta sale
al locutorio, y con voz tranquila pregunta a los guardias:
–¿Qué desean de mí?
–Debe venir inmediatamente con nosotros. Avise a Rosa
Stein.
–¿Nos van a detener? ¿De qué nos acusan?
–Eso ya se lo dirán. ¡Abra ahora mismo la reja!
Edith asiente sin decir nada más. Vuelve al coro y se
despide apresuradamente de las hermanas.
–Por favor, hermanas, rogad por mí –dice Edith medio
distraída, como en una nube.
Sin querer llevarse nada, Edith va a buscar a Rosa, que está
muy nerviosa. Las dos se arrodillan y reciben la bendición de
la madre priora.
Por la pequeña puerta de la clausura, sale Edith llevando de
la mano a Rosa. La Gestapo las conduce hacia un callejón,
donde tienen aparcado un gran coche negro. No han querido
dejar el vehículo demasiado a la vista, porque la gente se ha
ido arremolinando en torno al convento en señal de protesta
por esa detención injusta, y no desean incidentes. Mientras
caminan, dice Edith a su hermana:
–¡Ánimo, Rosa, vamos a sacrificarnos por nuestro pueblo!
El siniestro coche negro parte a gran velocidad con las dos
prisioneras.
31. Destino: Auschwitz

El primer destino de las dos hermanas es un campo de


concentración de paso. Han llegado en una camioneta, en
mitad de la noche, junto a otros prisioneros. Allí las tratan sin
ninguna consideración y, a empujones, las meten en unos
sucios barracones.
El ambiente es horrible. Los cientos de judíos internados
están muertos de miedo y los llantos y los gritos de súplica no
paran en toda la noche. Hay muchas mujeres y niños
pequeños. Todos están revueltos, sin intimidad alguna.
Edith observa que hay un grupo de frailes y monjas, de
diversas congregaciones, que tratan de dar ánimos al resto. Se
reúnen esa noche para rezar el rosario juntos, dirigidos por sor
Benedicta. Es evidente que la detención de todos estos
religiosos se debe a una represalia contra la carta pastoral de
los obispos católicos holandeses del día 26.
Al día siguiente, en plena noche, sin ninguna explicación,
los llevan a una solitaria estación. Los meten en un tren de
mercancías, donde van apretujados y de pie. Son mil
doscientos prisioneros.
La atmósfera en el vagón es irrespirable porque han tapado
las ventanillas para que no puedan ver nada. Alguno que tiene
claustrofobia se desmaya y ha de ser sujetado en volandas por
los demás, pues no hay sitio para tumbarlo.
Al mediodía llegan a Westerbork, otro campo de
concentración holandés, junto a la frontera alemana. y allí,
nada más hacerlos bajar del tren, les hacen formar en filas para
su registro y asignación de un número. El oficial que interroga
está sentado bajo un toldo, con un secretario al lado que
escribe a máquina los nombres y otros datos.
Los prisioneros avanzan lentamente, a pleno sol y con un
intenso calor. Hace mucho que no comen ni beben. Es
peligroso desmayarse, pues a los que lo hacen se los llevan y
no los vuelven a ver.
Edith está en silencio. Siente una gran pena por lo que está
ocurriendo, pero no tiene miedo. Detrás de ella va Rosa que, a
pesar de ser nueve años mayor, es como su hermana pequeña.
Cuando terminan los interrogatorios separan a los hombres
de las mujeres. Se produce entonces un gran alboroto. El
griterío, los abrazos y el llanto son tremendos. Muchas
familias divididas de modo tan brutal no volverán a reunirse
nunca más. Nuevos camiones parten llenos de prisioneros
hacia un destino desconocido.
Tras los registros, los hacen entrar en barracones atestados
de sucias literas de tres alturas. En este horrible lugar pasan
tres días.
Edith se da cuenta de que la locura está haciendo mella en
muchas mujeres que, ante tantas desgracias, se han vuelto
apáticas y ni siquiera atienden a sus hijos, que lloran sin parar
porque tienen hambre y miedo. Intenta consolarlas, darles algo
de esperanza. Y cuida de los niños pequeños, yendo de un lado
para otro, buscando agua para lavarles y algún alimento extra.
Anima a todos con una sonrisa.
Las monjas del convento de Echt siguen haciendo intensas
gestiones para liberarla y llevarla a Suiza. Aún hay esperanza,
pues no han salido de Holanda.
Pero lo que no saben ni Edith ni los demás es que al día
siguiente los van a llevar al mismo infierno: a Auschwitz, cuyo
solo nombre da terror.
Antes de partir, Edith y Rosa reciben inesperadamente una
visita de Echt: son dos valientes emisarios del convento –
familiares de algunas monjas– que llegan con objetos de
higiene y ropa para las dos hermanas. Tras grandes
dificultades, les han dado permiso para verlas. Se reúnen en un
barracón, lleno de vigilantes y otras visitas.
–¡Sor Benedicta!
–Hermanos… ¡qué alegría!
Una gran emoción por ver caras amigas les deja sin habla
durante unos instantes. Luego, se cuentan las correspondientes
noticias. Ella les dice que van a salir para el este, no saben
adónde.
De pronto, oyen la señal estridente de que las visitas han
concluido.
–Hermanos –se despide–, decid a la reverenda madre que
esté completamente tranquila con respecto a nosotras, estamos
bien y en las manos de Dios… Tomad, llevadles esta nota de
mi parte.
Y les entrega unas líneas escritas allí mismo a toda prisa.
Esa noche, los nazis publican una lista con los prisioneros que
viajarán a territorio alemán. Edith y Rosa están entre ellos. Al
alba del día 7 salen los abarrotados trenes hacia Auschwitz.
Ya nadie vuelve a saber nada más de Edith…
Después de la guerra se pudo conseguir el certificado de su
muerte, acontecida el día 9 de agosto en la cámara de gas. Su
muerte sería como la de tantos miles de judíos indefensos en
aquel lugar de horrores. Los supervivientes de Auschwitz
narran espeluznantes sucesos que la historia ha demostrado
como verdaderos.
Nada más llegar los convoyes al siniestro campo de
concentración, hacían formar en una larga fila a los
prisioneros. Un oficial se encargaba, con un simple gesto, de
mandarles hacia los barracones de trabajo o, directamente,
hacia un pabellón más alejado. Allí se hallaban unas siniestras
«duchas», de las que en lugar de agua salía gas venenoso. Allí
terminaban los niños y los viejos, los demasiado débiles o
aquellos que consideraban «inútiles».
¿Qué debió de pasar con nuestra heroína? Probablemente
sus verdugos pensaron que una religiosa de cincuenta y un
años no les sería de ninguna utilidad.
La fila de los condenados (sin que ellos lo supieran) iría
hacia las duchas de la muerte, las mujeres y niños por un lado,
los hombres por otro:
–¡Vamos, desnudaos completamente y entrad en las duchas!
Luego, recogeréis vuestras cosas –les gritaban los guardias.
En la puerta se les entregó a cada uno una pastilla de jabón.
Alguno de los condenados se dio cuenta de que era ¡de
madera! ¿Qué iban a hacer con ellos? Pero ya era demasiado
tarde. A empujones les encerraron en una gran sala alicatada,
cuyo techo estaba recorrido por las tuberías y las alcachofas de
las falsas duchas. Por una mirilla, podían los verdugos
observar cómo morían, ahogados por el gas.
Luego, sacaban los cuerpos y los quemaban en los hornos
crematorios, que funcionaban sin parar y producían una
maloliente columna de humo que velaba la luz del sol. Sobre
las poblaciones vecinas caía a menudo una pegajosa lluvia de
cenizas humanas.
Fueron asesinadas por los nazis unos seis millones de
personas inocentes. Entre ellas, la carmelita Edith Stein y su
hermana Rosa.
32. Un día de alegría

Brillaba el sol en la plaza de San Pedro de Roma. Víspera


del cumpleaños de Edith Stein: 11 de octubre de 1998.
Algunos familiares de Edith estaban presentes en lugar
destacado.
Ante una gran multitud de fieles y de medios de
comunicación, Juan Pablo II proclama solemnemente la
santidad ejemplar de esta mujer fuerte, atea en su juventud,
que halló la verdad de la fe cristiana en su profesión. Es la
primera vez que se canoniza, desde los tiempos de los
apóstoles, a una judía. Una mujer de su tiempo, que supo
luchar por sus ideales, que supo defender la dignidad humana,
política e intelectual de la mujer.
Una chica que supo amar a sus semejantes.
Un año después, en el solemne acto de apertura del sínodo
de Europa, celebrado en Roma el 1 de octubre de 1999, Juan
Pablo II proclama a Edith Stein, junto a santa Catalina de
Siena y a santa Brígida de Suecia, Patrona de Europa.
Su fiesta se celebra el 9 de agosto.
Edith Stein: Cronología

CRONO- ACONTECIMIENTOS
VIDA DE EDITH STEIN
LOGÍA HISTÓRICOS
Guillermo II de Prusia
Edith nace el 12 de octubre en Bresláu
(1859-1941) lleva al
1891 (Prusia) en el seno de una familia
Imperio alemán a la
numerosa judía.
hegemonía europea.
Muere el padre. La madre se hace
1893
cargo del negocio familiar
Empieza sus estudios en la Escuela
1897
Victoria de Bresláu.
Crisis de los Balcanes
Gran crisis personal que le lleva a
(1905-1913), que
1905 dejar los estudios y la fe judía. Viaja a
desembocará en la Primera
Hamburgo con su hermana Elsa.
Guerra Mundial.
1908 Reinicia los estudios y el bachillerato.
Entra en la Universidad de Bresláu,
donde se matricula de historia y
1911
psicología. Trabaja en asociaciones a
favor de los derechos de la mujer.
Lee a Husserl y decide cambiar de
1912
universidad.
Se matricula en la Universidad de
Gotinga. Llega a ser miembro Paz de Bucarest. Se
destacado de la Sociedad Filosófica de afianzan las alianzas que
1913 Fenomenología. Conoce a Husserl y la formarán los bloques
Fenomenología. Conoce a Max enemigos de la Primera
Scheler y a Adolf Reinach: encuentro Guerra Mundial.
con la fe cristiana.
El 28 de junio comienza la
Primera Guerra Mundial
Prepara su trabajo de licenciatura y el (1914-1918) con el
1914 examen de estado. En julio estalla la asesinato en Sarajevo del
Primera Guerra Mundial (1914-1918). archiduque Francisco
Fernando, heredero al trono
de Austria-Hungría.
1915 En enero realiza el examen de estado
en Gotinga. Se ofrece como voluntaria
a la Cruz Roja y la destinan a un
hospital de Austria. Recibe la Medalla
al Valor. Trabaja de maestra en
Bresláu.
En agosto, presenta su tesis doctoral
sobre La empatía, en Friburgo. Recibe
1916
la máxima calificación. Husserl la
toma como ayudante.
En octubre, triunfa la
Adolf Reinach muere en la guerra. El revolución bolchevique:
1917 encuentro con su viuda la acerca más creación de la Unión
al cristianismo. Soviética. Fin del Zarismo.
Abdica Nicolás II.
El 28 de junio acaba la
Deja a Husserl. Intenta acceder a una guerra: Paz de Versalles.
cátedra, sin éxito por ser mujer. Gran pesimismo en
1918
Trabajos filosóficos, conferencias y Alemania, la gran
clases particulares. derrotada, que se convierte
en una república.
Recién creado el Partido
Agosto: en casa de unos amigos lee la
Nacionalsocialista alemán,
1921 autobiografía de santa Teresa de Jesús.
Hitler es nombrado su jefe
Decide convertirse al catolicismo.
con poderes dictatoriales.
El 1 de enero se bautiza y recibe la
1922 Primera Comunión. Fuerte oposición Formación de la URSS.
de su madre y de su familia.
Durante ocho años, da clases en un Intento fracasado de golpe
1923
colegio de dominicas en Espira. de Estado por Hitler.
1928 Gira de conferencias sobre la mujer.
Se va de Espira. Intenta de nuevo
acceder a una cátedra. No le dejan por
ser judía. Su director espiritual no le
1931
permite de momento ser monja
carmelita. Traduce a santo Tomás de
Aquino.
Da clases en el Instituto de Pedagogía Ascenso de los nazis al
1932
de Münster. poder.
Hitler gana las elecciones y
Las leyes antisemitas le impiden dar sube al poder. Proclama el
clases. El 14 de octubre entra como III Reich. Leyes racistas:
1933
aspirante en el Carmelo de Colonia. Su prohibición a los judíos de
madre se opone firmemente. ejercer cargos públicos y
profesiones liberales.
El 15 de abril toma el hábito carmelita Creación de la Gestapo,
1934 como novicia, con el nombre de policía política del III
Teresa Benedicta de la Cruz. Reich.
1935 Gran actividad científica en el Gran aparato
convento. Escritos y cartas. propagandístico de los
nazis. Leyes de Nüremberg:
los judíos dejan de ser
ciudadanos con derechos
civiles.
Termina su obra cumbre Ser finito y Creación del Servicio para
1936 Ser eterno. Muere su madre. Su la «solución final de la
hermana Rosa se bautiza. cuestión judía».
Encíclica del Papa Pío XI
Gestiones infructuosas para ir a contra la ideología nazi y a
1937
Palestina. favor de la libertad
religiosa.
9 de noviembre: «Noche de
los cristales rotos», son
El 21 de abril hace su profesión
asesinados miles de judíos.
1938 perpetua. El 31 de diciembre huye a
Hitler se anexiona
Echt (Holanda). Muere Husserl.
territorios: Austria y parte
de Checoslovaquia.
Comienzo de la Segunda
Guerra Mundial (1939-45).
1939 Se ofrece como víctima por su pueblo. Invasión de Polonia.
Creación de los guetos
judíos.
Escribe sobre san Juan de la Cruz: La
Los nazis invaden Bélgica
1940 ciencia de la cruz. Intentos de huir a
y los Países Bajos.
Suiza.
El 2 de agosto es sacada a la fuerza del
convento junto a su hermana Rosa, por
las SS. El 7 son llevadas al campo de
1942 Batalla de Stalingrado.
exterminio de Auschwitz, en Polonia,
donde son asesinadas en la cámara de
gas el 9 de agosto.
30 de abril: rendición de
1945 Alemania. Agosto:
rendición de Japón.
El 6 de octubre es elegido
1978
papa Juan Pablo II.
Edith Stein (sor Teresa Benedicta de la
1987 Cruz) es beatificada por la Iglesia
Católica, en Colonia, el 1 de mayo.
El 9 de noviembre tiene
lugar la caída del Muro de
1989
Berlín. Fin de la Guerra
Fría.
El 11 de octubre es solemnemente
1998 canonizada en Roma por Juan Pablo
II.
1999 El 1 de octubre es proclamada por el
Papa Patrona de Europa.
Notas

[1] Hoy es Wroclaw, en Polonia.


[2]. En el Yon Kippur (fiesta de la expiación o de los
tabernáculos), los judíos hacen ayuno y penitencia durante
veinticuatro horas. Con la Pascua, es de las más importantes
celebraciones judías.
[3] El Estado independiente de Israel se creó, sobre
territorios palestinos, el 14 de mayo de 1948. Su capital es
Jerusalén.
[4] En Alemania, los derechos electorales no se legislaron
hasta 1919, después de la Primera Guerra Mundial.
[5] Los llamados semestres –de verano y de invierno–
dividían en dos los cursos universitarios anuales, y cada uno
tenía sus asignaturas y características especiales. Por ejemplo,
los de verano eran más relajados y podían completarse con
actividades culturales y deportivas al aire libre.
[6] Señorita, en alemán.
[7] «El saber religioso, el saber de las cosas sobrenaturales
–mantiene Scheler– debe entrar en la esfera de las ciencias
humanas, pues sólo la fe hace que el hombre sea persona».
[8] Por un lado, los imperios centrales, el alemán y el
austrohúngaro, a los que se suma Turquía. Por otro, los
«aliados»: Rusia, Francia, Bélgica, Inglaterra, Serbia, Grecia,
Japón, Italia, Bulgaria y Rumanía. En 1917 se incorpora
Estados Unidos al bloque de los «aliados».
[9] Descendientes de los antiguos indoeuropeos, los arios
son de piel blanca, rubios y de ojos claros. Es la estirpe
nórdica, tenidos por los nazis como superiores.
[10] Cfr. Mat. 27, 25 y Act. 5, 28.
[11] Más tarde, en marzo de 1973, Pío XI publicará la
encíclica Mit brennender Sorge (Con intensa preocupación),
escrita en alemán, en la que condenaba la doctrina totalitaria y
racista del nacionalsocialismo y defendía a los judíos y a los
católicos en Alemania. Le encíclica se oponía además al
intento de Hitler de crear una iglesia nacional cuya cabeza
sería él.
[12] Estrellas amarillas. Autobiografía: infancia y juventud.
Editorial de Espiritualidad. Madrid, 1992.
[13] La madre Teresa Renata fue su primera biógrafa.
[14] Libro de la Sabiduría 7, 13.
[15] Es el nombre antiguo de la Liturgia de la Horas, rezo
oficial de la Iglesia, compuesto por salmos, lecturas y
oraciones.
[16] Los votos consisten en el compromiso de vivir
radicalmente la castidad, la pobreza y la obediencia cristiana.
En este caso, además, lo hizo según la regla del Carmelo.
[17] Ser finito y ser eterno se publicó por primera vez en
1950 en Friburgo.
[18] Estas palabras fueron pronunciadas en 1930 durante
una conferencia que dio sobre el misterio de la Navidad.
[19] Cfr. Mt 10, 28.
[20] De los Papeles personales de Edith Stein.
[21] De Cántico espiritual.

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