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UNA MARAÑA DE HILOS ROJOS

I
En su película “El otro día”, Ignacio Agüero extiende hilos rojos sobre un mapa. La puerta
de su casa divide el afuera y el adentro. Agüero filma a quienes tocan timbre, conocidos o
desconocidos, les pregunta por el lugar donde viven, y les pide permiso para ver sus
casas. Algunos acceden. Cada hilo une la casa de Agüero con la casa visitada. Los hilos
señalan un recorrido, construyen un puente. No sabemos la distancia que hay entre las
casas. Tampoco si es posible llegar a cada casa de manera directa, sin interferencias en el
camino. A medida que la película avanza, los hilos se convierten en una maraña, y
pronto el trazado es un enigma, una invitación a perderse. En la encrucijada de caminos,
el mapa pierde su transparencia para que la película sea.
Hay algo así, como en ese mapa, en todas las películas de Agüero, desobedientes,
atentas siempre a su propio devenir. Hablan como la memoria o como los sueños,
resguardando los secretos.

“-Ya no estoy hablando –le digo- sólo estoy recordando

Porque tengo miedo” (Héctor Viel Temperley)

II
Desde hace muchos años pienso el guión de una película como un mapa que nos invita a
perdernos. Uso el plural porque una película es una realización colectiva; por lo tanto, la
invitación es comunitaria. El guión es como un mapa que nos contiene, por un lado, y nos
arroja a un abismo, por otro. No es que vayamos a ciegas; vamos con la certeza de lo
incompleto.
Además de lo escrito, antes de empezar a filmar, tenemos un conjunto de decisiones y de
conjeturas sobre el lenguaje y su forma. Creemos -insisto con el plural- que cada proyecto
obliga a replantear las estrategias de puesta en escena. Ese desafío nos une
sensiblemente durante las distintas etapas de realización de una película. El mapa –el
guión- hay que descifrarlo como a un jeroglífico que nos habla desde alguna profundidad,
desde un más allá del tiempo. Nos habla y se calla. Se muestra y se esconde. Un buen
mapa debe negarse a la transparencia. ¿Hay algún núcleo, algún imán, que actúe como
una brújula? ¿A dónde vamos con ese mapa? ¿Por qué? ¿De qué manera? Lo que decida
–ahora uso el singular porque creo que esa es la responsabilidad del director- me gusta
llamarlo principio poético: una idea rectora -ideológica y sensible- con la que cotejar las
decisiones de cada área. No nos da las soluciones. Nos da una referencia de cotejo.
Esta convicción, la de volver a pensar todo cada vez, nos vuelve vulnerables, lo sabemos.
Pero también nos resguarda, de algún modo, de los imperativos formales. Mucho se ha
dicho y pensado sobre el vínculo entre fondo y forma. Pero no por viejo el problema deja
de ser actual. Los debe ser, los dogmas narrativos y estéticos, y la ilusión tecnológica nos
obligan a actualizar de manera constante el debate. No hay, no puede haber, preceptivas
totalitarias. En cada película es necesario olvidarse de todo para pensarlo todo. Lo
sabemos: la forma es la expresión de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo. En la
forma están inscriptos los hallazgos y también las derrotas. Un buen guión es aquel que
nos invita a perdernos.
“Y mis ojos sólo ven y sé quién soy
Cuando me paro salgo y me pierdo” (HVT)
III
Uno de los imperativos más poderosos a los que estamos sometidos es el de la
transparencia. El imperativo de la transparencia, por supuesto, excede el cine. No quiero
detenerme en los modos como la lógica capitalista habita en formulaciones naturalizadas
y opera sobre nuestra sensibilidad e ideología. Solo una breve mención. Dice el filósofo
coreano Byuung-Chul Han en su libro “La sociedad de la transparencia”: “Ningún otro lema
domina hoy tanto el discurso público como la transparencia. Esta se reclama de manera
efusiva, sobretodo en relación a la libertad de información. La omnipresente exigencia de
transparencia, que aumenta hasta convertirla en un fetiche y totalizarla, se remonta a un
cambio de paradigma que no puede reducirse al ámbito de la política y de la economía.
(…) Las cosas se hacen transparentes cuando abandonan cualquier negatividad, cuando
se alisan y allanan, cuando se insertan sin resistencia en el torrente liso del capital, la
comunicación y la información”.
En el cine, este imperativo trae consecuencias en distintos niveles. Voy a detenerme en
dos implicancias sobre la que trato de tomar conciencia cada día porque entiendo que allí
se libra una batalla para resguardar algo que nos permita pensar y crear con libertad. Los
imperativos son tan poderosos y extendidos que no nos permiten estar fuera de esta
batalla. Queramos o no. Su carácter dogmático, su pregnancia y su cualidad mítica –es
decir cuasi religiosa, como todas las formulaciones del capitalismo-, nos lleva, entre otras
cosas, a pensar la forma como uniforme. Las consecuencias a las que nos conduce esto
son visibles: los relatos están muertos desde antes de nacer. El riesgo entonces es
mucho. En otro de sus libros, “La expulsión de lo distinto”, dice Byunng-Chul Han: “En el
infierno de lo igual la imaginación poética está muerta”.
La primera de las implicancias del imperativo de la transparencia está en el orden del
relato. En este sentido, construye dos demandas. La primera de ellas podría formularse
así: el relato no debe detenerse nunca . Si el relato no se detiene nunca –la
hipernarratividad queda asociada a esta idea, de alguna manera-, si el flujo es
permanente, cualquier suspensión será considerada una falla. La velocidad y la actividad
permanente, es necesario decirlo, casi siempre atentan contra la profundidad. El
confinamiento a categoría de error de cualquier actitud contemplativa, de cualquier
descanso, asimila los relatos a una maquinaria de producción donde no hay tiempo ni
espacio para el silencio ni para cualquier acercamiento a lo humano que sobrevive en
cada uno de nosotros: el temblor, la fragilidad, la angustia. ¿Qué sombra, qué espejo, qué
habitación vacía, resguardan los relatos para nosotros? ¿Qué intemperie?
Mientras escribo esto, el presidente Alberto Fernández decretó el aislamiento social
obligatorio, como en muchos lugares del mundo, por la amenaza del coronavirus. Ya habrá
tiempo para pensar a dónde nos conduce, en la intimidad de nuestras casas, esta
suspensión. Tal vez nos acerque, en medio del horror, a una de las ideas de Juan L. Ortiz,
idea que está en las antípodas de los relatos productivos: “Sí, estamos todos cansados y
nos olvidamos demasiado del oro del otoño. Acaso la revolución consista en lo que el
hombre por siglos ha estado postergando, la necesidad del verdadero descanso, el que
permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes”.
La segunda de las demandas que somete el imperativo de la transparencia a los relatos
podría sintetizarse así: es necesario saberlo todo. La necesidad de la transparencia
conduce, en este caso, a que los relatos satisfagan, como si eso fuera posible, la demanda
de un saber cerrado y completo. Todo debe ser explicado y aclarado, y no parece haber
lugar para la ambigüedad o para la sugerencia, aquellas que conduzcan al espectador a
conjeturas personales. Se espera que los relatos expliquen todo y hablen con un lenguaje
convencional para ser recibidos con una aceptación convencional. Lo abierto está
considerado como un error y es frecuente ver reacciones ampulosas frente a la
ambigüedad, como si se estuviese frente a algún tipo de amenaza. No hablo del final
abierto, inscripto ya en un saber unificado, hablo de lo abierto como la porción de silencio
que deben resguardar los relatos para que lo humano sobreviva.
La segunda implicancia a la que conduce el imperativo de la transparencia está en el
orden de la imagen, concebida como una superficie brillante y lisa, que nos deslumbra y
nos apacigua –nos somete- al mismo tiempo. A ese tipo de imagen, convertida en cliché,
no se le puede preguntar nada, porque no hay nada en ella que conduzca a alguna
pregunta. La imagen sólo es en su condición de visibilidad; es tersa y autosuficiente, una
superficie lisa hecha de fuegos de artificio. La propagación de este tipo de imágenes
genera un efecto abrumador; se impone como una divinidad y provoca encantamiento.
Por supuesto, la consecuencia subsidiaria es la condena a todo lo que se manifieste de
otra manera. Desde el infierno de lo igual sale un dedo –o un fusil- que acusa a lo
distinto.
La necesidad de esta transparencia viene de la mano de cierta idea de belleza. Qué
bella fotografía, solemos leer o escuchar, como una aceptación de lo uniforme, como un
acto reflejo ante la imposición. Es bella porque brilla, es bella porque es transparente, es
bella porque no tiene espesor. Como si estuviésemos viendo una puesta de sol, en una
playa sin viento, en un día brillante, sin nada que nos aqueje, sin preguntas para
hacernos, sin amenazas, sin las sombras que alberga, incluso, la misma caída del sol. Sin
nada que manifieste lo que está ausentado o abismado. La continuidad de esa imagen al
infinito aterra, porque se convierte en una especie de aplanadora que alisa la percepción
y la sensibilidad.
Cada vez me repito: no hay belleza sin espanto. No hay belleza si la imagen no es
también una defensa del silencio. Por eso, las películas de Agüero son bellas.

“Aquí- amanece-gris-y-el-viento-trae-violetas
Tiene miedo –le digo-
De no poder perderse nunca más en su vida” (HVT)

IV
Sergio Bizzio entrevistó en 1987, a Héctor Viel Temperley, un poeta secreto y maravilloso.
Es la única entrevista que conocemos al autor de “Hospital Británico” y “Legión
extranjera”. Este un breve fragmento:
HVT: “Y después, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente
esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.
SB: ¿Evadirte de qué?
HVT: De lo excesivamente claro”.

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