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Sangre Comunista

Era un día especialmente bonito en La Ciudad, uno de esos días en los que el cielo azul
está completamente despejado, sin una sola nube bloqueando la luz del sol. Era uno de esos días
en los que era posible sentirse revigorizado tan sólo con salir a la calle y dejar que el calor del
astro envolviera el cuerpo. También era un día en el que Ortiz y Castilla habían sido enviados a
investigar un asesinato, posible resultado de un caso de violencia de género.

El más joven de la pareja conducía el coche mientras que su compañero comprobaba en


el asiento del copiloto las direcciones a tomar para llegar al edificio, masticando mientras una
pequeña porción de fuet para calmar el gusanillo.

– ¿Hacia dónde tengo que ir? – Ortiz le preguntó al veterano agente.

– En la siguiente intersección sigue a la izquierda y luego sigue adelante 300 metros.

– Mira que romperse el GPS. – El más joven protestó, irritado por carecer de la comodidad
del dispositivo y tener que recurrir a otros medios más desfasados. – Ya podrían actualizar el
equipo, que ese llevaba aquí desde antes de unirme al cuerpo.

– Esto es España, zagal, el dinero siempre es un problema, y hasta que algo no se rompe
se sigue usando.

– Pues espero que no pase con el coche, no tengo ganas de estrellarme con un edificio o
estamparme contra el suelo. – El joven proclamó mientras seguía las instrucciones de su
compañero, lejos de las calles bajo sus pies y volando entre los descomunales edificios de la
metrópolis.

– Lo que pasa es que tu generación ha tenido todos sus problemas resueltos por la
tecnología, que nunca habéis cogido un mapa. – Castilla dijo con sarna y una sonrisa pícara. –
Pero si te ayuda a estar más tranquilo, te puedo poner una estampita de la Virgen del Pilar.

– ¿No se supone que tú eres el más profesional de los dos? – Ortiz le contestó.

– La vida hay que tomársela con humor. Además, gracias a la Pilarica no explotaron las
bombas durante la Guerra Civil. – El hombre de avanzada edad dijo como chascarrillo.

– Pues espero que pueda ayudarme con el papeleo que nos espera después.

– Por desgracia eso es demasiado para sus milagros. – En cuanto vio el edificio, el carácter
de Castilla se volvió más serio ante la cercanía del deber. Guardó el mapa y le dio un nuevo
bocado al fuet. – Es ese edificio, aterriza en la plataforma más cercana.
Siguiendo sus órdenes, el joven movió el vehículo con cuidado hasta que las ruedas
tocaron el suelo, y apretó el acelerador para llevar el vehículo al interior del aparcamiento del
edificio Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana. Ambos salieron del vehículo y encendieron los
viejos y fables cigarros con potenciadores, dándoles una profunda calada que inundó sus
pulmones del negro humo. Sus cerebros reaccionaron a los químicos y despertaron con renovada
fuerza, las neuronas interactuando entre sí como si se tratasen de una pareja de recién enamorados,
incapaces de estar separadas. Soltaron el humo hacia arriba, imitando a las chimeneas de las
antiguas fábricas.

– ¿Qué sabes del novocomunismo? – Castilla le preguntó a su compañero mientras se


dirigían a la salida del garaje.

– No mucho. – Ortiz respondió con humildad. – Una variante moderna del comunismo,
me parece que más movimiento social que política. Creo que oí en las noticias hace un tiempo
que el PCE lo criticaba.

– Si, es un movimiento social que aboga por un comunismo revisado que opere en
comunas, en lugar del estado entero. Dicen que es más fácil de manejar así, se conocen entre ellos
y, los problemas burocráticos se reducen al de la comunidad. Este edificio es una de esas comunas.

– ¿Hay algo de lo que tenga que preocuparme? – El joven agente preguntó con
preocupación. – ¿Tienen problemas con la autoridad o algo?

– Como se nota que eres de familia de derechas. – El veterano respondió con una risa
mientras entraban en el ascensor, decidiendo tomarse con humor los temores de su compañero. –
No te van a hacer nada.

– Los comunarras mataron a uno de mis familiares en la Guerra Civil. – El cerebro de


menor edad comento, con una clara desconfianza por su entorno.

– Chicó, la Guerra Civil ocurrió hace mucho tiempo, no tiene sentido que sigamos
embroncados por eso. Los jóvenes no deberíais pensar en esas cosas. – Las palabras de Castilla
esta vez eran más tristes, apenado por la triste tradición de su país por empeñarse en dividirse en
base de conflictos del pasado, y cómo esta misma costumbre se cebaba con las nuevas
generaciones, y muchos de ellos habían bebido aquellas ideas desde que estaban agarrados al
pecho de su madre. – Juzga por cómo te tratan los otros.

La puerta del ascensor se abrió y la pareja se encontró de frente al patio interior del
edificio. Delante de ellos las paredes del edificio estaban iluminadas por la luz natural que entraba
desde arriba, revelando a las personas que iban y venían por los pasillos y estaban al borde de los
balcones. Los dos caminaron en dirección a la dirección que tenían que visitar, pasando junto a
las tiendas de la planta, entre las que se incluía un zapatero que conversaba de buen agrado con
una cliente. Por el camino se cruzaron con los carteles de películas hechas por la gente de la propia
comuna y que habían sido llevadas a festivales, de los que destacaba una llamada “La Rosa de
Málaga”, la más reciente y vencedora de algunos premios.

– Mientras estaba husmeando me enteré de que esta comuna se dedica principalmente a


la producción de arte y cultura, y usan parte del dinero para la comunidad. – Castilla explicó con
un genuino interés por el funcionamiento del edificio. – Ana Guervais, la de los musicales, se
formó en este sitio.

– Supongo que el resto se lo quedarán ellos, ¿no?

– Claro, es su sueldo. No recuerdo que tu trabajes gratis. – El veterano agente soltó con
humor.

Dio la casualidad de que al terminar de hablar del tema pasaron junto a una academia de
arte. Desde fuera se podían ver obras de arte inspiradas en el estilo de la Rusia Soviética,
esculturas de materiales poco elegantes y formas burdas, representando a la gente común y los
trabajadores. Destacaba una escultura de una mujer leyendo un libro, tal y cómo muchas se podían
encontrar en casi cualquier lado, de figura poco estilizada y superficie grisácea e irregular. En la
puerta y las paredes había varios carteles, anunciando futuros eventos, exposiciones y clases
gratuitas, y el anuncio de una cercana obra de teatro sin coste de entrada alguno, dirigido por la
propia Ana Guervais. Tras una corta parada para contemplar la academia, la pareja de agentes
continuó su marcha, abandonando la luz que venía del patio interno para internarse en las sombras
de los pasillos que se desplegaban entre las paredes del edificio.

– Eh, Castilla, mira esto. – Ortiz arrancó un cartel de propaganda de la pared, donde la
cara de Stalin miraba con juicio a quien se situaba delante. Debajo estaban escritas las palabras
“El auténtico líder comunista”, y alguien había garabateado con rotulador negro “monstruo”
encima de la cara del dictador, que tenía los dos ojos tachados con cruces. – Parece que no se
pueden poner de acuerdo. – Comentó antes de tendérselo a su compañero.

– Tiene pinta de ser algo hecho por lo jóvenes del lugar. – El veterano examinó el cartel
con cuidado, y en escasos segundos apuntó a un logo con el dedo. – Mira, aquí pone “Frente de
Juventudes Comunistas”.

– Ahora me irás a defender el comunismo. – El agente de menor edad dijo con desdén
hacia la ideología.

– Ni eso ni criticarla. Esto es una cosa muy normal, un puñado de críos que ensalzan una
figura destacada del pasado como solución a los problemas presentes, y otros que tienen otras
ideas dentro de la misma ideología. Es como si ahora te dijera que todos los de derechas sois unos
fachas que queréis que vuelva Franco.

– Si, ahí le has dado.

– Yo he llegado ya a la edad en la que para mí los jóvenes sois todos una panda críos que
se creen más listos que los demás mientras que tenéis el pañal cagado. – Si bien el lenguaje y la
expresión de Castilla daban a entender que no hablaba con total seriedad, en sus palabras había
oculta una tristeza que podía notarse si se prestaba la suficiente atención. – Siempre apuntando
con el dedo a los otros, por ser tan estúpidos de tener ideas diferentes sin daros cuenta de los
agujeros en los que os habéis metido cada uno.

– Que… interesante. – Ortiz no sabía que decir, y en cuanto las palabras salieron de su
boca se arrepintió al momento. Respetaba profundamente a su compañero, y, afortunadamente,
este había decidido no hacer ninguna mención al comentario.

Retomaron su marcha y en escasos minutos llegaron al apartamento. Por fuera de la puerta


entreabierta, algunos de los vecinos se asomaban con miradas furtivas, motivados por su
curiosidad, agrupados para poder ver lo que ocurría. Al verles Castilla soltó una pequeña risa y
con un gesto de la mano, le ofreció el honor a su compañero.

– Disculpen. – El joven agente dijo para llamar la atención, con la identificación en alto.
Los vecinos abrieron los ojos en cuanto les vieron, cazados con las manos en la masa, y Ortiz
tuvo que esforzarse para mantenerse serio. – Les ruego que vuelvan a sus casas, esto es un asunto
del Departamento de Seguridad.

La vergüenza e incomodidad de los espectadores furtivos fue suficientes para que se


marchasen murmurando entre ellos. Ninguno de ellos intentó resistirse, aunque la pareja de
agentes sabía que si querían encontrarían otra manera de escuchar, especialmente si las paredes
eran delgadas.

Los dos agentes pisotearon sus cigarros, cruzaron la puerta y saludaron al músculo que
les esperaba dentro, que se había quitado el casco y lo había dejado sobre una mesa. No muy lejos
del enorme agente se encontraba la persona de interés, una mujer de pequeña estatura con la
cabeza entre las manos y la mirada perdida hacia el suelo.

– ¿A ocurrido algo que tenga que saber? – Castilla le preguntó al agente con la armadura,
con arañados de su uso en las calles y en cualquier situación que pidiese el uso de la fuerza.

– Tan sólo los cotillas de los vecinos. – El hombre, cuyo cuerpo modificado por los
esteroides haría envidiar al culturista promedio, comentó con desdén. – La mujer se ha quedado
así desde que retiraron el cuerpo del marido. El hijo está muy afectado, así que me aseguré de que
se quedase en su cuarto jugando con sus juguetes. Cómo todo esto le ha afectado es un problema
para después.

– Un momento. – Castilla dijo alarmado y con los ojos abiertos como platos. – ¿Tienen
un hijo? ¿Cómo es que nadie me informó de esto?

– No sé, tiene que haber sido un error en Logística.

– Si, y me voy a asegurar que rueden cabezas como no tengan una buena excusa.
– El veterano agente miró inquieto a su compañero, que se había sentado en un sofá frente Comentado [DCdL1]:
a la mujer. – Mierda, no me esperaba esto. – Castilla se giró al agente de Intervención y Comentado [DCdL2R1]:

bajó su voz. – Escucha, necesito que vigiles a mi compañero, tengo un mal presentimiento
y como salga ese crío puede que haya un problema. Si pasa algo manéjalo con discreción.

– Me parece raro, pero vale.

– Gracias.

El agente se giró y le dio una rápida mirada a su compañero y a la mujer. El


imprevisto le había puesto nervioso, y sintió como un escalofrío le recorrió la espalda
antes de obligarse a mostrar confianza y controlarse a sí mismo. “Allá vamos”, pensó
antes de sentarse junto a Ortiz delante de la mujer, preparado para dar comienzo al
interrogatorio. Sacó del bolsillo del abrigo una grabadora y la encendió.

– Buenas tardes, cuéntenos lo sucedido.

– Oh, Dios. – La mujer dijo desconsolada, sin separar las manos de la cara. – ¡No
quería hacerlo, primero me gritó, y luego empezó a ponerse violento! ¡Estaba asustada,
me agarró y empujo, pensé que me iba a matar! Cogí… cogí el cuchillo para defenderme,
lo agité sin mirar, y luego… luego… – No fue capaz de terminar, y en su lugar empezó a
llorar profundamente.

Los investigadores tenían fama de ser impasibles, de tener un corazón de piedra,


y tanto Castilla como Ortiz eran ejemplo de este estereotipo. Habían visto más casos como
este, y por desgracia se habían acostumbrado a hacer frente a la tristeza y el dolor. Sin
embargo, una cosa estaba por encima de eso, la capacidad que las experimentadas
generaciones de agentes enseñaban a los novatos, poder dejar las emociones a un lado
para analizar el crimen sin que se nublase su juicio, y si eso fallaba, siempre había pastillas
que hacían el trabajo.

– ¿Su marido se comportó de forma parecida en otras ocasiones? – El más joven


del dúo preguntó sin verse afectado por la mujer.
– Si, cuando se enfadaba me decía que un día me iba a matar. Me decía, “puta,
no sé por qué te aguanto, uno de estos días te voy a matar y tirar el cuerpo a la basura”.

– ¿Recurrió a la violencia en alguna ocasión?

– No mucho, sólo cuando estaba bien enfadado. Una vez me agarró del brazo y
empezó a retorcer, y otra me tiró un vaso a la cabeza. Gracias a Dios que falló. – Al relatar
los daños, se tiró de la manga larga de su camisa hacia abajo, un pequeño detalle que no
escapó al ojo de Ortiz.

– Entonces actuó en defensa propia, ¿cierto?

– Sí, ojalá hubiera pasado cualquier otra cosa. No me dejó otra opción.

Castilla le dio una rápida mirada a su joven compañero, que tenía la mandíbula
apretada mientras le hacía las preguntas a la mujer. Podía ver claramente como la ira
crecía en su interior, más de lo que había esperado en un principio, pero confiaba en que
sería capaz de controlarse.

– Es curioso que diga eso, porque hablamos con los vecinos antes de venir, y su
historia es diferente. – El veterano agente comenzó a decir con un brillo de maldad en sus
ojos. – Dijeron que era común oírla a usted gritar e insultar a su pareja, y le vieron salir
de la casa con moratones.

– ¡Eso es una mentira, mi marido se pegaba a sí mismo para disimular y les dijo
que estaba loca y no tenían que hacerme caso! – La sospechosa respondió, profundamente
alterada.

– Su marido se pegaba a sí mismo, tan fuerte que se dejaba moratones para ocultar
que le golpeaba. Un poco surrealista, ¿no le parece?

– ¡¿Quién se cree que es?! ¡Casi me matan y se hace el gracioso! ¡Míreme, ¿de
verdad cree que puedo hacerle nada a un hombre adulto?!

– Nadie ha dicho en ningún momento que su marido dijera que estaba usted loca.
Lo que sí dijeron, es que en discusiones en público usted tenía un carácter dominante.

– ¡Se volvió loco, y me intentó matar!

– ¿Te crees que somos idiotas? – Castilla dijo, cansado del paripé. – Sabemos lo
que hiciste desde antes de cruzar la puerta, y sólo hemos venido aquí a confirmarlo y
contrastar lo que fueras a decir con los testimonios. Además, los escáneres de los forenses
son tremendos, pueden detectar el daño en tejidos y músculos provocados por agresiones
físicas, y no van a tener ningún problema en determinar que no tienes ni has tenido marcas
de ninguna pelea reciente.

– ¡No podéis hacerme esto, soy la víctima! – La mujer gritó, apuntándose a sí


misma con las manos y abriendo los ojos.

– Mamá, ¿qué pasa?

El mundo quedó en silencio por un segundo. Castilla miró rápidamente al niño


que acababa de entrar al salón, y rápidamente clavó los ojos en sus compañeros. Apretaba
los puños con fuerza, y no necesita saber lo que pensaba para conocer que deseaba
abalanzarse contra ella y apalearla. El veterano agente sintió un pinchazo en cuanto vio
como metía la mano dentro de la chaqueta, hacia dónde siempre guardaba la pistola. Sin
perder tiempo, le colocó la mano en el hombro a su compañero.

– Álvaro, sal fuera un momento. – El agente apretó con firmeza el hombro de su


compañero, y este le miró por un segundo con desafío. Castilla no iba a tolerar que un
brote de ira arruinase la vida de su compañero y la investigación, así que asumió toda la
autoridad que acumulaba en su cuerpo y hundió su mirada en sus ojos. – Álvaro, ahora.

Ortíz sacó la mano de la chaqueta y salió fuera del apartamento, los puños todavía
apretados. El veterano agente respondió aliviado, y el músculo, que se había preparado
para reducirle, se relajó y acompañó al niño de vuelta a su cuarto.

– Está bajo arresto por asesinato. – El cerebro anunció a la mujer. Su acto de


desesperación había dado lugar a una profunda indignación por no haber logrado lo que
quería. – Ni se le ocurra hacer una tontería.

El músculo la esposó y se la llevó a los calabozos, mientras que Castilla y Ortiz


se quedaron atrás, mirando al patio interior. El más joven sujetaba un cigarro, luchando
por dominar sus temblorosas manos.

– ¿Qué ha sido eso, Álvaro?

– Perdí el control por un momento, no volverá a pasar.

– Más te vale, porque la próxima vez puede que no esté para evitar que hagas la
mayor estupidez de tu vida.

– ¡Ya lo entendí! – Ortiz contestó enfadado, al tiempo que las lagrimas se


deslizaban por sus mejillas. – No soy estúpido.

– ¿Te recordó a tu madre? – El mayor de los dos preguntó mientras se encendía


un cigarro.
– Si, esa puta. – El joven agente se frotó los ojos, frustrado consigo mismo. – Es
igual que esa mujer, y me arruinó la vida. Espero que nunca salga de la cárcel.

– Esperemos, siempre tiene que haber consecuencias.

– ¿Qué va a pasar con el crío? – Ortiz preguntó, mirando al interior de la vivienda.

– Lo de siempre. Los especialistas en menores vendrán y le ayudarán, y luego


buscarán una familia de acogida. El procedimiento estándar.

– Debería decirle algo, acaba de perderlo todo de golpe.

– ¿Y sabes qué le podrías decir?

– No. – Álvaro contestó con tristeza. – No puedo pensar nada, apenas puedo
calmarme. No tendríamos que pensar en qué decirle, tendríamos que haber hecho algo
antes de que pasase.

– Si, pero por desgracia no había denuncias previas. Teníamos las manos atadas

– Cómo odio estos días. – Ortíz comentó, aplastando entre sus dedos el cigarro.

Castilla y Ortiz acuden a un bloque que es una comuna comunista. Mientras van de
camino al apartamento, pasan por tiendas y una academia de arte soviético, reflejo de la ideología
del novocomunismo y cómo consiguen dinero. Mostrar que rincipalmente se dedican al medio
cultural, puede incluso que a la industria o innovación. Comentan un poco el novocomunismo
durante su viaje, hasta que llegan a la puerta. Castilla le dice que esté calmado

estaban en un apartamento, habían ido por una llamada sobre un muerto. La mujer delante
de ellos, de pequeña estatura y apariencia delicada argumenta que su marido la maltrataba.
Castilla y Lobo hacen sus preguntas, y este último está gradualmente más alterado, pudiendo ver
a través de las mentiras de la mujer.

Castilla escucha y eventualmente comienza a explicar las inexactitudes en su relato,


mencionado como han hablado antes con gente y cómo a Castilla le gusta venir preparado de
antemano.
Lobo empieza a tener ganas de pegarla, y en cuanto ve a su hijo salir de un cuarto, lo ve
todo rojo y empieza a pensar en sacar su pistola y disparar, pero Castilla o nota y le manda fuera,
enfadado. Lobo piensa en los problemas de su infancia mientras se calma un poco, y más tarde
detienen a la mujer por asesinato. Lobo habla con el crío.

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