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La poesía mexicana en el Siglo XVIII

Cambios de reglas, mentalidades y recursos retóricos en la Nueva España del


siglo XVIII

Nancy Vogeley
University of San Francisco

México, en el siglo XVIII, es rico en posibilidades de desarrollo en varias facetas de su


modo de ser. En parte su mucha riqueza se deriva de conflictos en filosofías de
gobierno en el imperio español, sufridos por la misma corona; más tarde México va a
encontrar en estas indecisiones la falta de control y los incentivos para determinar su
propio futuro. A lo largo del siglo, bajo una sucesión de reyes españoles y sus
representantes en México (los virreyes y otros funcionarios administrativos), la colonia
recibe el aliento para modernizarse e internacionalizarse, mientras recibe también el
mensaje de rechazar estas influencias peligrosas para conservar valores españoles
tradicionales. Con la llegada al trono en 1700 de Felipe V, el primero de una línea de
reyes de la casa real de los Borbones, hasta la retirada de Fernando VII como prisionero
de Napoleón en 1808, México se alterna entre estos dos dictámenes. Felipe V (1700-
1746) y Fernando VI (1746-1759) traen a la corte en Madrid la política europea y la
moda italiana; Carlos III (1759-1788) es notable por su régimen de despotismo ilustrado,
aunque uno de sus decretos –la expulsión de los jesuitas de todos los territorios
españoles en 1767– retrasa enormemente los progresos modernizadores en México,
puesto que los miembros de la orden se encontraban entre sus líderes intelectuales.
Carlos IV (1788-1808), según los consejos de sus primeros ministros y frente a los
temores de que la Revolución francesa de 1789 afectase la paz en España, pasó por
varios extremos: trató de resucitar la Inquisición para excluir las ideas francesas de la
península y, a la vez, dio permiso para liberalizaciones tales como la vuelta a España
de los jesuitas por un tiempo corto y la impresión de libros con ideas nuevas. [1]

Pero México está lejos de Madrid y en aquellos años está entrando en vías
independientes de la metrópoli. Con virreyes tan sensatos como el marqués de Croix
(1776-1771), Antonio Bucareli (1771-1779), el conde de Gálvez (1784-1786), y el
segundo conde de Revillagigedo (1789-1794), México desarrolla su industria minera,
establece contactos comerciales con centros fuera de España, y alcanza una
prosperidad envidiable. Crece la población, comienzan a rivalizar con la capital centros
como Veracruz, Oaxaca, Puebla y Guadalajara; incluso zonas fronterizas como Nuevo
León, el Yucatán y Baja California adquieren importancia. [2]

Así, repensar la literatura mexicana del siglo XVIII permite una exploración de cómo
estas varias fuerzas ejercieron sus influencias en el desarrollo de una producción
literaria mexicana y un clima cultural renovadamente amplio y abierto a libros y otros
nuevos productos artísticos e intelectuales. [3] Antes propiedad de una élite relativamente
homogénea, ahora estos productos dividen a peninsulares y criollos, a conservadores y
liberales. Ahora con más alfabetismo, más prosperidad económica, y más negocio de
impresores, estos productos llegan a consumidores que jamás habían participado en la
cultura literaria. Antes sólo accesible a personas educadas en el derecho y la teología,
ahora la literatura va más allá de esas materias (muchas veces escritas en latín); se
seculariza con la aparición de géneros nuevos como el periodismo. Antes examinada
por la Inquisición por la posible herejía, ahora la literatura es leída mayormente para
determinar su contenido sedicioso. Los nuevos escritos científicos cuyos autores
desean comunicar noticias de nuevos descubrimientos subvierten su control por medio
de cartas, manuscritos, etc.; también la sátira, intensificada en el siglo, elude el control
de la Inquisición, circulando de mano en mano en forma manuscrita, u oralmente.

El siglo XVIII es clave para entender la modernización en México. Este proceso, evidente
en toda su complejidad en la literatura de la época, transforma la colonia; desarrollos
relativamente independientes de la península pronostican la ruptura política con la
madre patria en 1810. Escritores mexicanos, quienes de pronto están lanzando sus
palabras a compatriotas, a públicos más grandes y en escenarios diferentes de los del
pasado, secularizan y democratizan el pensamiento. Nacionalizan el debate intelectual
y artístico, politizando ahora según las necesidades locales. Crean así un cuerpo de
lectores arraigados en la perspectiva nacional pero, a la vez, ansiosos de conocer ideas
más allá de las españolas tradicionales. Responde, sobre todo, a la insistencia modera
de que cualquier conocimiento deber ser útil y, así, aplicable a México.

La Ilustración

Es conveniente denominar a la centuria “el Siglo de las Luces”, “la Edad de la Razón”,
“la Ilustración”, o hablar de su enciclopedismo. Cada rótulo trae la misma impresión:
Europa (léase Francia) impone su regla modernizadora en el resto del continente y en
el mundo que quiere ser considerado civilizado. Sus filósofos, muchos de ellos
escritores para la Encyclopédie (1751-1780) y ya no metafísicos sino físicos, rechazan
autoridades y dogmas rígidos; la fe ciega es sustituida por el materialismo, el
empirismo, el sensualismo y el cuestionamiento. La Revolución francesa, que había
puesto fin a la monarquía, es un modelo atractivo de fuerza rápida y plebeya; el Código
Napoleónico ofrece soluciones jurídicas nuevas. Los libros franceses parecen ser los
únicos que se atreven a discutir perspectivas y temas jamás manejados; sus autores
ilustrados dispersan actitudes críticas e ideas revolucionarias a poblaciones atrasadas
en su servidumbre y costumbres anticuadas. La terminología, que caracteriza el siglo
en términos de un movimiento, da a entender que todos los países en aquel entonces
se movieron al mismo ritmo alrededor del centro, Francia. Incluso la política de los
reyes españoles después de la Revolución francesa, la cual intentó bloquear la entrada
en España de libros franceses, contribuyó a la impresión de que la lectura de esos
libros escritos por librepensadores y sediciosos contagiaba a pueblos inocentes; si se
pudiera construir un cordon sanitaire a lo largo de los Pirineos, podría aislarse a España
y sus colonias y reservarles otro futuro. Aunque Inglaterra, Escocia, Alemania e Italia
tuvieron sus propias formas de la Ilustración, en general las obras de los autores suyos
pasaron por los traductores e impresores franceses para llegar a España y sus colonias
americanas.
Sin descartar del todo términos como “La Ilustración”, se impone su reevaluación.
Primero, se puede examinar cómo México, y otras partes de América, se adelantaron
según su propio componente esencial. Intelectual y artísticamente México recogió en el
siglo elementos de la Ilustración pero también preservó algo de barroco español e
incorporó algo del nuevo neoclasicismo francés. Con la fundación de la Academia de
San Carlos, en México, en 1784, [4] México recibió estas influencias; sin embargo
valoraba desde el Renacimiento una larga tradición clásica o neolatina en sus escuelas
y prácticas poéticas, igual que un humanismo cristiano en su filosofía. [5] Por entonces se
completaba la construcción de la catedral al estilo barroco, y se construían iglesias en
otras partes de México (Taxco, Guanajuato) en el estilo churrigueresco. El fervor
guadalupano inspiró la decoración barroca en iglesias, conventos y palacios en sitios
como Tepotzotlán.[6] Así, estéticamente México era una mezcla de influencias y modas
europeas, aunque también se veía la emergencia de estilos nítidamente nacionales.

Segundo, se debe demostrar que, en vez de sencillamente recibir influencias del


extranjero, México contribuyó al proceso modernizador europeo. Barcos de América y
del Pacífico transportaban sus mercancías e ideas a Europa. La riqueza minera
mexicana y el comercio europeo con mercados mexicanos posibilitaron la vida
intelectual en París, Londres, Berlín, Madrid, etc. La plata mexicana salía de Veracruz y
llegaba a Filadelfia y varios puertos de Europa, facilitando sus revoluciones de 1776 y
1789.[7] Fausto Elhúyar, un ingeniero español de minería, quien había estudiado en
Friburgo, desarrolló técnicas nuevas en La Valenciana (la mina recién descubierta en
Guanajuato), y se las comunicó a colegas en Europa. [8] México fue el destino de varios
viajes de exploración cuyos descubrimientos y clasificaciones entraron en el imaginario
europeo; entre otros muchos son ejemplos el de Lorenzo Boturini Benaduci (1736-1744)
y el de Antonio de Ulloa (1776-1777), el de Martín de Sessé (1788) y el de Alejandro
Malaspina (1789-1794).[9] Los europeos venían por varias razones: la curiosidad
científica pero también conseguir ventaja, y el afán de lucro. Los científicos mexicanos
(matemáticos, astrónomos) cooperaban con sus colegas europeos, reportándoles
nuevas observaciones; José Ignacio Bartolache, José Antonio Alzate y Ramírez,
Antonio León y Gama son sólo algunos de estos contactos y corresponsales
mexicanos. Incluso se lee que una obra (“la mejor obra de Economía Política que se
escribió el siglo pasado en España, y acaso en toda Europa”), perdida en España, se
localizó en forma manuscrita en México y así se devolvió para ser reimpresa y utilizada
allí.[10]

La expulsión de los jesuitas de España y de las colonias americanas en 1767 es sabida.


Mexicanos como Francisco Javier Clavijero (1731-1787) dieron a conocer en su
destierro en Italia la historia precolombina de su país natal, estimulando así el interés
europeo en sus antigüedades. La publicación de su obra, Historia antigua de México
(1780-1781), marcó un hito en la historiografía moderna porque acusó la legitimidad de
fuentes americanas, jeroglíficas y orales. Introdujo en la mente europea una conciencia
de civilizaciones perdidas y de movimiento entre continentes en el mundo antiguo.
Clavijero contribuyó a la comprensión en Europa de la relatividad del tiempo en la
evidencia de civilizaciones de evolución paralela. Desde Italia entabló conversación con
historiadores y científicos europeos, refutando con fuentes primarias y la propia
experiencia juicios errados sobre América.
Menos conocida es la discusión llevada a cabo en el seno del IV Concilio Provincial
Mexicano. En aquella reunión de 1771, bajo la dirección del obispo Francisco Antonio
José de Lorenzana y Buitrón (1722-1804), se discutieron reformas que tuvieron
repercusiones en todo el mundo católico. Si bien las recomendaciones del concilio
nunca fueron aceptadas oficialmente por Roma ni por el rey español, se puede decir
que su espíritu entró en el debate de la Iglesia romana y frustró la política regalista del
rey en América. El concilio mostró preocupación por los indígenas, permitiendo los ritos
religiosos en su idioma y reconociendo su condición económica; publicó instrucciones
para los pintores de imágenes sagradas; protestó al rey sobre la inmunidad local
eclesiástica, etcétera.[11]

Varios mexicanos fueron instrumentales en la vida jurídica en Madrid. Francisco Javier


Gamboa (1717-1794) publicó en 1761 sus Comentarios a las Ordenanzas de Minas,
cuya codificación tuvo mucha influencia; representó en Madrid el Consulado de
Comercio de Nueva España. Dos hermanos –Miguel y Manuel Lardizábal y
Uribe– tuvieron carreras impactantes en la península. Miguel (1744-1816) ayudó a fijar
los límites entre Francia y España; Manuel (1739-1820) participó en el grupo que
redactó el Nuevo Código Criminal y escribió Discursos sobre las penas contraídas, o
Las leyes criminales de España (1788). Más tarde elaboró el “Discurso preliminar” para
una edición del Fuero Juzgo (1815).

Desde Europa pensadores como François-Marie Arouet (Voltaire) se interesaron por


América; en Candide este escritor satirizó la labor de los jesuitas en organizar
comunidades utópicas en Sudamérica. Los naturalistas Cornelius de Pauw y el conde
de Buffon elaboraron teorías sobre el desarrollo del mundo en base de lo que pensaban
era evidencia americana.[12] El abate Guillaume-Thomas Raynal basó su L’histoire
philosophique et politique des établissements et du commerce des européens dans les
deux Indes (1770) en una conciencia de la importancia que América tenía para Europa.
En su catálogo comparativo de lenguas (1789-1800) el jesuita español expulso, Lorenzo
Hervás y Panduro (1735-1809), usó los datos tomados de misioneros en América sobre
las lenguas indígenas americanas; su obra influyó a Wilhelm von Humboldt. [13] En
España Juan Bautista Muñoz (1745-1799) fue designado para juntar materiales
relacionados con la conquista y gobierno de América y así inició la formación del
Archivo General de Indias (1784). Como cosmógrafo de Indias, Muñoz se metió en
polémicas con respecto a la historia de América (y más directamente con la historia de
México) con el ex jesuita Ramón Diosdado Caballero (escribió bajo el seudónimo de
Abate Filibero de Parri Palma) (1786), y el padre Servando Teresa de Mier (1797).
Nombrado por Carlos III para escribir la Historia del Nuevo Mundo, hecho que ofendió a
la Real Academia de Historia porque Muñoz no era uno de sus miembros, éste hizo una
gran contribución al recopilar materiales para su escritura y publicar el primer volumen.
[14]

Respondiendo a las peticiones de la corona, México comenzó a recoger información


administrativa. Aunque había censos e informes sobre la geografía y la población en
siglos anteriores, en el siglo XVIII el esfuerzo es más extenso. Sobresalen en este
respecto las pinturas de castas, las cuales hicieron patentes distinciones raciales,
genéricas y clasistas. Todo un mundo visual, lleno de detalles caseros y locales, se
reprodujo en las pinturas, preparando así la vía para el autorreconocimiento y el
realismo de la novela posteriormente. Un vocabulario completo de clasificaciones,
derivado de un léxico castellano pero también de voces callejeras, emergió para
comprobar que los mexicanos ya habían formulado soluciones lingüísticas para
describir su realidad. Se produjo así una impresión de divisiones en México,
científicamente documentada, pero igualmente un mensaje subliminal de acomodación
exitosa y feliz.

Cuestiones de historiografía

Al repensar la literatura mexicana del siglo XVIII se ponen en tela de juicio las
evaluaciones que regularmente acompañan sus descripciones. [15] Aunque los juicios
duros de Marcelino Menéndez y Pelayo reverberan más en España que en México, su
crítica del humanismo y racionalismo de los filósofos y científicos del siglo refleja, en
cierto sentido, actitudes ultraconservadoras mexicanas. Sus condenas tienen mucho del
temor a tendencias seculares de su propio siglo XIX (su sentencia es repetida en el siglo
XX bajo el franquismo); pero aun en el siglo XVIII muchos mexicanos criticaban la
Ilustración, creyendo que había destruido las creencias espirituales y los valores
morales.[16] Para ellos la cristiandad estaba conectada con los misterios y el dogmatismo
de una Iglesia autoritaria, y no podían desprenderse fácilmente de las lecciones del
pasado.

La literatura mexicana del siglo XVIII sufre más el desprecio porque muchos ven su
historia como una extensión del desarrollo de España y del resto de Europa; y por ello
la consideran imitativa.[17] Llamada entonces la Nueva España, México era todavía
colonia del imperio español. Por consiguiente, estos historiadores de la literatura
nacional, considerando que la élite mexicana por su formación educativa y cultural tomó
sus ideas y sus preferencias estéticas de la España borbónica –pero también de la
Francia revolucionaria y luego bonapartista, de la Alemania militarizada, y de la
Inglaterra parlamentaria y nuevamente industrializada– interpretan la cultura mayoritaria
mexicana en términos europeos. Dicen, con razón, que los miembros de la élite se
enteraron de cambios modernizadores en aquellos centros de civilización distante por
medio de los nuevos medios de comunicación: manuales de conducta, periódicos,
revistas, discursos políticos, novelas, ensayos, reimpresiones de obras clásicas,
divulgaciones populares, etc. El catecismo, símbolo de la didáctica de la época colonial
y la teologización de cualquier pensamiento, paulatinamente estaba cediendo su
importancia a ellos. Al igual que en España, en México los libros modernos estaban
alterando identidades tradicionales.

Otros historiadores de la literatura, quienes buscan un hilo de desarrollo separado y


americano durante los años que ellos llaman una ocupación extranjera, ven que, a lo
largo del siglo XVIII, una porción de la élite mexicana estaba adquiriendo un sentido de
su identidad separada; y esta mexicanidad incipiente es lo que enfatizan ellos. Ven en
la poesía criolla y criollista del siglo XVIII, en las historias del México precolombino
escritas entonces, en la crítica de la visión oficial de la conquista, en la sátira que circula
oralmente, una conciencia independiente que culminaría en los acontecimientos de
1810-1821. Según la perspectiva de estos historiadores, mucho de este espíritu
nativista se descubre en la valorización que arqueólogos e historiadores en aquel siglo,
en México y en el extranjero, hicieron del pasado indígena y de la geografía única del
país.[18] En su concentración en “lo mexicano” en términos esenciales –como si el
concepto siempre hubiera existido– estos historiadores tienden a saltar por encima del
Siglo de las Luces. La complejidad del internacionalismo del siglo XVIII no les ayuda en
su visión de la historia literaria nacional.

Sin embargo, se puede aducir que la literatura mexicana del siglo XVIII no se explica con
estas dos interpretaciones. Otro tipo de estudio permitirá plantear nuevas cuestiones.
Una, importante, nace de la mítica inferioridad del siglo. La historiografía europeizada
suele describir el siglo como estéril y carente de originalidad, consecuencias de la
importación de la cultura francesa a España. Según esta lógica, si España vivía a la
sombra de Francia, entonces México, todavía más distante de París, sufría aún más la
pérdida de sus luces. La interpretación, que se deriva en parte del estereotipo de una
España atrasada a los ojos de otras potencias europeas, se explicaba así: la cultura
mexicana, por ser colonial, era inferior, pero lo era más por los años de decadencia de
los Habsburgos y por la debilidad de los Borbones.

Con la ayuda de críticos como Gilles Deleuze y Félix Guattari sabemos que la literatura
de las márgenes, lejos de ser estéril e inferior, muchas veces es rica. [19] En su mixtura,
en su hibridez, a veces muestra mayor creatividad que la metrópoli. En su formación,
según las normas del medievo y del Siglo de Oro, y las restricciones impuestas a lo
largo de su existencia colonial, México preservaba en el siglo XVIII un conservadurismo
del cual tal vez la misma España carecía. Igual que España en su momento de ser
gobernada por Roma conservó formas arcaicas abandonadas en Italia, México siguió
con la práctica de costumbres españolas hasta tarde en su vida imperial, aún después
de que éstas habían desaparecido en Madrid. Así, lo que a primera vista es una falta
por razones de somnolencia intelectual se revela como una inhibición explicable por su
historia colonial, una gran tensión entre lealtades profundamente sentidas y deseos de
cambio. A pesar de no desplegar nombres estelares como Sor Juana, la literatura del
siglo XVIII encierra un debate ejemplar entre el tradicionalismo y la modernidad, entre
una identidad ligada al pasado español y otra independiente.

Por lo tanto comenzamos a ver la problemática para la historiografía actual. México es,
y no es, un país a las márgenes. México, donde en el siglo XVIII los jesuitas todavía
practicaban “la conquista evangélica” en los territorios fronterizos y la Inquisición ejercía
más control que en España, pertenecía a una Iglesia misionera y combatiente que el
resto de Europa repudiaba. México, con su población indígena mayoritaria, conservaba
por medio de su catolicismo paternalista y clasista distinciones sociales que discusiones
europeas sobre “la voz del pueblo” [20] estaban reconsiderando, si no aboliendo, en su
afán de modernizarse y secularizarse. El país estaba atado a Roma y a la Iglesia de la
contrarreforma de una manera diferente de lo que lo estaba el rey español. Si México
estaba lejos de París, estaba más cerca de Roma que Madrid. En el momento de la
independencia muchos mexicanos se ufanaban de que su fe era más pura que la de la
España liberal.
Pero si algunos elementos de la élite mexicana eran más conservadores que sus
homólogos en España, igualmente otros eran más avanzados. Un cientificismo como
consecuencia de la tecnología importada para desarrollar la industria minera, una
curiosidad intelectual excitada por el trabajo de los jesuitas en el país, un descontento
económico fomentado por largos años de explotación colonial, contribuyeron a originar
nuevas técnicas locales y a buscar nuevas ideas en el extranjero. Antonio León y Gama
es la personificación de este nuevo tipo, ejemplo del espíritu que buscaba liberarse del
tradicionalismo estultificante.

Al repensar la literatura del siglo XVIII una segunda cuestión concierne a la


caracterización del siglo en términos de su política revolucionaria. Una mirada
retrospectiva invita a interpretar aquellos años a la luz de la posterior sacudida. Como
las colonias británicas al norte, Francia, y el resto de la América española, México
usaría los años del siglo XVIII para reconsiderar sus lazos con un gobierno monárquico.
Se forjaría entonces el razonamiento necesario para tomar armas contra España, la
potencia que había aprendido a llamar su protectora; y se conocerían las ideas liberales
útiles para elaborar una república constitucional. Aunque este estudio de la literatura no
es propiamente una indagación sobre las causas de aquellas acciones políticas, sí
examinará los materiales nuevos que podrían haber incitado tal movimiento, las
condiciones económicas que auspiciaron la aparición de escritores de las clases a las
franjas de poder (como José Joaquín Fernández de Lizardi), los medios de
comunicación que difundieron las nuevas ideas y actitudes críticas, y la alfabetización
que despertó al pueblo.

Si bien muchas veces se atribuye el florecimiento de la Ilustración en Inglaterra a la


emergencia de una nueva clase social, la burguesía, este sector apenas existía en
México; “el pueblo” más adecuadamente denomina el conjunto de personas de las
márgenes. Desarrollos comerciales, que en Inglaterra favorecían la formación de una
clase media extensiva, no se realizaron en el mismo grado en México. Las sociedades
económicas –muchas de ellas con raíces en el País Vasco y con sucursales en
México– estimulaban el comercio (aunque no la manufactura); su influencia, sin
embargo, se limitaba a una minoría selecta de peninsulares y criollos. [21] Lo que sería el
público lector burgués en México, entonces, eran los aspirantes al poder, por lo general
dentro de la clase gobernante o precariamente dependientes de ella, y nuevos lectores
entre la juventud y las mujeres. La literatura creada para ellos no era abiertamente
política; pero en su afán de adaptar en su beneficio temas eruditos, de enseñarles
nuevas lecciones (la sociabilidad y fórmulas discursivas correctas), de entretenerlos en
sus horas de ocio, los nuevos libros buscaban integrarlos a la sociedad.

La participación de “el pueblo” en las guerras de independencia mexicana todavía es un


punto debatido. Si la clase social o grupo racial no era alfabeto, por lo menos era
concientizado por su sacerdote o líder local (transmisores de las nuevas ideologías)
para que fuera “la mano de obra” en los dos lados del conflicto. Un estudio de la
literatura del siglo –y de la otra cara de la moneda, el público lector mexicano– muestra
cómo algunos de los mismos factores que afectaron la literatura a la vez podrían haber
producido aquel cambio de gobierno. Se vio en el país un mejoramiento de condiciones
económicas, lo cual estimuló la formación de nuevas imprentas y nuevos medios de
comunicación. Se relajó la función de la Inquisición, lo cual permitió la introducción de
libros del extranjero, la formación de bibliotecas privadas y la intensificación de la sátira.
Se formaron nuevas asociaciones privadas, como las logias masónicas, las sociedades
económicas, las academias y los círculos científicos, en donde se conversaba
libremente.[22]

Una tercera cuestión, entonces, surge de cómo queremos definir “la literatura”. [23] Antes
equivalente a las bellas artes, a las obras con parentesco en el pasado, a las
actividades de una élite de escritores y lectores, recientemente se ha extendido el
concepto para abarcar el conjunto de formas escriturarias y discursivas practicadas en
un país en un momento determinado. Reconociendo que quienes definen “la literatura”
y seleccionan las obras que se conforman con su definición suelen ser los poderosos,
los historiadores de la literatura comienzan a buscar en otras formas expresivas que
han sobrevivido evidencia de lo que se dejó atrás. En cartas, discursos, diarios
privados, periódicos, folletos políticos, trabajos científicos, papeles gubernamentales,
documentos eclesiásticos, manuscritos sin imprimir, etc., han descubierto mucha
variedad de ideas. Han sometido estos materiales con frecuencia efímeros a análisis, a
la vez que han visto desde nuevas perspectivas cómo los géneros con valores
supuestamente estéticos o útiles a la moral social (la historia, la poesía y el teatro)
evolucionaron. De este modo han recuperado los deseos y los temores que se
preservaron o se silenciaron, los movimientos que ganaron o que fracasaron, las ideas
que se convirtieron en ideologías reinantes o las que desaparecieron. Todo ello revela
una “cultura” muchas veces fuera del control del estado, un proceso histórico no
necesariamente explicable por medio de interpretaciones tradicionales.

Si nos aferramos a la definición convencional de “la literatura” cuando consideramos la


producción escrituraria en México durante el siglo XVIII, la escasez relativa al siglo XVII o
al XIX podría hacer pensar que el siglo era inferior. Si la única regla de medir es la
estética (lo barroco, lo neoclásico, lo romántico), parecen livianos la poesía, el teatro y
la ficción que la época produjo. Sin embargo, la falta de esfuerzos puramente estéticos
no quiere decir que escasearan otros. La ausencia de tales obras y lo que parece ser la
dependencia excesiva de formas artísticas europeas pueden tener otras explicaciones:
dificultades debido a la transferencia de los mecanismos de producción a manos
comerciales y seculares; obstáculos creados por la censura; sabia comprensión de la
inaplicabilidad de las modas estéticas europeas a las realidades mexicanas. Los
mexicanos observaron los cambios revolucionarios sufridos en Europa pero optaron por
deliberar los suyos. Preferentemente dirigieron su reflexión a la discusión científica, los
periódicos, la imaginación verbal de los sermones, [24] la sátira anónima, todo lo cual
representó un porcentaje grande de la producción literaria en el México del siglo XVIII.
Mostrando su vitalidad intelectual, los mexicanos leyeron ávida y críticamente. Prueba
de su consumo de ideas nuevas y de su propia capacidad para crear ideologías
independientes es la revolución de 1810.

La generación actual de críticos de la literatura mexicana en el siglo XVIII no se limita al


papel o a los pergaminos. Han traído a su análisis las artes visuales, la música, los
descubrimientos arqueológicos y la práctica de artes menores. En vez de limitarse
sencilla y secamente a las palabras del texto, preservadas en libros polvorientos, han
tratado de captar las circunstancias performativas de su primera aparición. Han llamado
la atención al proceso de seleccionar, el cual antes era transparente. Se auxilian de
disciplinas académicas nuevas, como los estudios culturales y coloniales, para manejar
estos materiales, pero también han compartido técnicas de investigación con la
sociolingüística, la semiología y los estudios informáticos y mediáticos. [25]

Sobre todo, los estudios coloniales han tenido un impacto enorme en consideraciones
de la literatura latinoamericana. Entendido de una manera, el adjetivo “colonial” les vale
para identificar los años de dominio español y portugués en los siglos XVI, XVII y
XVIII americanos (este último siglo es llamado con menos frecuencia “colonial”). En su
enfoque en aquellos años insisten en que la literatura producida entonces en las Indias
era mucho más que una rama del tronco europeo. Pero también reconocen que
“colonial” significa relaciones de poder en las cuales el súbdito recibe su identidad de
otro. Este acercamiento ha sido especialmente útil para una apreciación del empleo del
idioma (el castellano) y los géneros preferidos en la colonia. Entienden que, con la
conquista, México fue vaciado de sus lenguas y modos de pensar; la literatura virreinal
se convirtió en un ejercicio en el uso de la lengua del conquistador, en modos
panegíricos, los únicos abiertos al súbdito colonial. Algunos han concluido que “la
literatura” en la época colonial era, entonces, una forma de control social. [26]

Incluso en el siglo XVIII “la literatura” era una categoría cuyos valores y límites se
debatían. Todavía “el libro” se percibía entre muchos en términos religiosos; por
ejemplo, Juan Andrés, en su obra magistral, Origen, progresos y estado actual de toda
la literatura (1782-1799), comparó las tierras bíblicas con las tierras del Corán, los dos
pueblos gobernados por la palabra mesiánica de sendos libros. [27] Las prácticas de la
literatura en México, al igual que en España, fluctuaban. Como hemos visto, fuerzas
que insistían en su utilidad moral y social alteraban los géneros prestigiosos del teatro y
la poesía; estéticas afrancesadas que valoraban la verosimilitud transformaban la
narrativa; factores demográficos contribuían a la invención de nuevas formas de
escribir, como el periodismo. España, que en el siglo XVIII sufría sus propios problemas
con la selección y declaración de un canon nacional, no podía insistir en que sus
colonias aceptaran un conjunto de textos sagrados porque todavía no los había.
[28] 
Cuando los españoles mismos escribían refundiciones de las comedias de Lope y de
Calderón, eliminando los trozos fantásticos para adherirse a reglas neoclásicas, no se
podía esperar que los mexicanos supieran qué debían leer e imitar. Cuando los
españoles mismos estaban en el proceso de descubrir pergaminos antiguos y
publicarlos en la serie Parnaso español (1768-1778), los mexicanos en contacto con la
península los leían –se debe suponer– con confusión y consternación. Obras en que
figuraba la experiencia americana, interpretada desde la perspectiva triunfal de España,
como en las crónicas o la poesía de Alonso de Ercilla, eran resentidas en América. [29]
Así, la formación del canon en España no se conformó con la seguida en Inglaterra o en
otras de las potencias europeas. Su cronología era distinta; la recuperación de autores
y textos del pasado obedecía a otras metas; la transmisión a la periferia de valores
nacionales enseñaba diferentes mensajes.

En México en el siglo XVIII algunas personas todavía se sentían culturalmente


españolas, como los miembros de la Arcadia en la primera década del siglo XIX, quienes
imitaron las poesías neoclásicas de Juan Meléndez Valdés. Otras, penetradas del gusto
barroco, admiraron la elegancia de los maestros peninsulares y el gerundismo de su
oratoria. Pero otras se aprovecharon de la franqueza temática y claridad estilística de
autores españoles como Benito Jerónimo Feijoo, Diego de Torres Villarroel y Tomás de
Iriarte para crear obras más conectadas a realidades mexicanas. Abriéndose los ojos y
los oídos a que los espacios públicos ya estaban llenos de diferentes formas
lingüísticas y discursivas, inventadas en México por sus propias necesidades
comunicativas, se sirvieron de ellas para componer sus obras.

Afirmaron así la conciencia de un espíritu netamente mexicano, independiente de


España, y la existencia de una literatura nacional. Ejemplo de esta conciencia es la
Biblioteca Mexicana de Escritores que el bibliógrafo Juan José de Eguiara y Eguren
(1696-1763) orgullosamente compiló en 1755 para defender a su patria de las
acusaciones del español Manuel Martí de que América era un desierto intelectual y
literario. Aunque propiamente la Biblioteca de Eguiara y Eguren es una lista de nombres
de personas que escribieron en México, sin distinción entre los nacidos en tierra
mexicana y los llegados de afuera, ni interés en los usuarios de los varios géneros, ni
una selección de nombres destacados para que sirviera como un canon, la obra puede
considerarse como un primer esfuerzo para documentar una línea de desarrollo
escriturario mexicano.[30] Más tarde en el siglo XVIII los teólogos, los predicadores y los
artistas, quienes consultan la historia de los libros apologéticos, dedicados a describir la
aparición de la Virgen de Guadalupe en México, contribuyen a esta conciencia de una
tradición literaria mexicana. Las historias de Lorenzo Boturini y Francisco Javier
Clavijero aumentan esta conciencia, así como los estudios filológicos de Lorenzo
Hervás y Panduro, y de elocuencia de Antonio de Capmany. La reimpresión en México,
a fines del siglo, de obras como las “Glorias de Querétaro”, de Carlos Sigüenza y
Góngora, estimula un interés anticuario. Y, aunque parezca extraño, listas de libros en
venta, compiladas por libreros en el extranjero, traen al público lector mexicano una
comprensión del cuerpo de su propia historia literaria; por ejemplo, tal lista al final de la
historia de América de William Robertson (Londres, 1803) muestra la riqueza de la
literatura hispanoamericana producida hasta entonces.

Nuestro volumen

Interpretaciones actuales de la literatura mexicana todavía repiten la cronología de


Carlos González Peña cuyo libro originó el género cuando salió en 1928. [31] Sus
esquemas y clasificaciones representan una gran labor, y cualquier análisis nuevo tiene
que tomar en cuenta sus criterios. Se le debe admirar por lo mucho que hizo, aunque
repitió mucho de la esquemática histórica europea. González Peña descubrió
documentos y discutió autores, en general evitando los juicios de superioridad o
inferioridad. Llenó lagunas en el conocimiento de las prácticas artísticas y literarias de
años en blanco. Asimismo, su libro sugiere a investigadores nuevos temas por abordar:
la formación en el país de las grandes bibliotecas, el desarrollo de mecanismos de
producción literaria como casas editoriales y concursos, y el crecimiento de los
regionalismos.
Nuestro volumen, entonces, reconoce la paternidad de González Peña en el esfuerzo
de escribir la historia de la literatura nacional y le agradece sus primeros esfuerzos.
Pero, a la luz de nuevos intentos para definir “la literatura” –para la colectividad
denominada “México”– la colección busca revaluar versiones de la historia nacional
ortodoxas, algunas tan caducas que han perdido su interés y su valor. Se esfuerza por
emplear las nuevas teorías críticas, pero sin caer en el error de perderse en
abstracciones. Guarda una conciencia de las particularidades nacionales y trata de
seguir las pautas sensatas que los historiadores y literatos mexicanos ya han
establecido. Éstos, en general, han resistido las influencias, a veces perniciosas, de
París, que muchas veces cortaban el texto de su entorno histórico y teorizaban la
literatura con preocupaciones formalistas. En cambio, los mexicanos han preferido ver
“la literatura” en el contexto de “la cultura”. [32] Han guardado un sentido del texto como
un libro, en vez de verlo como un rompecabezas formal por descifrar; han respetado
consideraciones como la autoría y la recepción. Con la excepción de algunos pocos
críticos, quienes han encontrado en la noción de “el género” la universalidad, y así
vínculos con corrientes literarias de otros países, los mexicanos han afirmado líneas de
desarrollo histórico dentro del país, y la importancia de influencias físicas y materiales
en la inspiración para nuevos textos nacionales. Sus estudios sobre la sátira han
enfatizado la importancia en “la literatura” mexicana de tradiciones populares, si no
folclóricas, y de instituciones (como la Inquisición) fundadas para controlar su
expresión.

Sin embargo, esto no quiere decir que los estudiosos mexicanos hayan ignorado las
actividades de mexicanos lejos de su país, por ejemplo, los jesuitas expatriados en su
diáspora. Recientemente Octavio Paz ha trazado la historia de México en términos de
un vaivén entre el ensimismamiento y el abrirse a la cultura mundial. [33] Pero, al
reflexionar, la visión de Paz, por útil que sea en el intento por parte de los
coordinadores de este estudio literario de establecer los parámetros de “lo mexicano”,
parece demasiado reduccionista. Sus dos alternativas necesitan clarificación. La vida
nacional está compuesta de gran diversidad y se pueden entender los momentos de
“ensimismamiento” como ocasiones en que los mexicanos se dieron cuenta de esta
diversidad y se pusieron a explorar aparentes silencios y descubrir historias olvidadas.
De modo semejante, el mundo es más grande que Europa y las tradiciones clásica y
católica que Paz asocia con él y considera “universales”. Obvio en esta lista de
identidades más grandes es el americanismo que México ha manifestado a lo largo de
su historia narrada. En las memorias de su viaje desde el norte al valle de México y la
fundación allí de Aztlán, los mexicanos recuerdan “una América” que es
geográficamente una. Al final del siglo XVIII y comienzos del XIX, para criticar el
imperialismo español, se insiste en la historia común de todas las colonias
hispanoamericanas; se recuerda con indignación la bula del papa Alejandro VI que les
quitó a los emperadores indígenas sus territorios. En el primer decenio del siglo XIX los
americanos se intersecaron en Londres, Burdeos, Cádiz, Filadelfia, Jamaica, etc., para
planear las guerras de independencia. Intercambiaron ideas sobre el republicanismo y
el constitucionalismo hombres que más tarde serían venezolanos, chilenos,
ecuatorianos, mexicanos, etcétera.
Es hora, entonces, de que México reflexione sobre el siglo XVIII, un momento tan crítico
para la actualidad. Fue un periodo de transición de colonia a nación en que mucho del
pasado se dejó atrás: la hegemonía de España en sus varias formas administrativas,
lenguas y registros lingüísticos preferidos para la comunicación en las esferas altas,
como el latín, modas estéticas como lo barroco, etc. Pero también fue un periodo
cuando mucho del pasado se recuperó y se revaloró como útil en la construcción de
bases para el futuro. Fue un periodo de preñez y de parto, cuando el escolasticismo
cedió a metodologías epistemológicas nuevas, contribuyendo a un rechazo de
autoridades respetadas; cuando las lealtades monárquicas se abandonaron para ceder
a gritos revolucionarios; cuando la fe religiosa sufrió dudas y emergió un nuevo
secularismo; cuando la narrativa dejó atrás formas antiguas y se produjo la primera
novela mexicana.

El abogado del diablo puede preguntar si una historia de la literatura nacional todavía
es viable. El género está en desuso en este periodo de globalización y de
fragmentación nacional. Aunque todavía las escuelas en muchas partes emplean
manuales de literatura nacional en los niveles elemental y secundario para inspirar
patriotismo en sus estudiantes, recientemente ha habido una tendencia en niveles más
altos de ver la literatura en términos de categorías genéricas (entendido “género” en los
dos sentidos de divisiones literarias y profesiones sexuales), de raza y de clase. “La
identidad” individual es ahora el enfoque de mucho análisis literario. Incluso en muchos
sitios se ha sustituido en el currículum universitario una apreciación de “la literatura”
como una experiencia estética y nacionalmente valorada por el mero empleo de
documentación psicológica e idiosincrásica.

Pero se puede responder así: la literatura nacional merece ser estudiada justamente
porque la categoría y el proceso de su selección encierran valores de su época, el
registro histórico de triunfos y fracasos personales y colectivos. En México dos
destacados estudiosos, Leopoldo Zea y José Luis Martínez, han llamado, la atención
sobre el desajuste entre la independencia política y la independencia cultural del país.
Explican que si bien México se independizó en 1821, factores internos han prolongado
su estado colonizado. Zea habla de la necesidad de la “descolonización”; Martínez
conecta sagazmente los problemas de autenticidad y autodeterminación a la literatura
de la “emancipación literaria”.[34] Desde su perspectiva del siglo XX la mentalidad
mexicana todavía sufre el peso de su pasado colonial y su literatura es parte de esa
deuda que se necesita saldar.

Nuestro volumen dedicado al siglo XVIII termina sus consideraciones con 1800. Pero
creemos que nos toca a nosotros buscar las raíces de cualquier colonialismo todavía
latente en la colectividad mexicana en el conservadurismo del siglo XVIII y las actitudes
reaccionarias que éste produjo en los años posteriores. Otros países, por sus propias
razones, pueden reducir el estudio de la literatura a un examen de idiosincrasias
personales o geniales. México, sin embargo, ha mostrado su preferencia por un
entendimiento de la literatura como una actividad social. Se ha creído que su estudio,
aparte de intensificar el placer del individuo ante el texto, debe funcionar en pro del bien
social.
Los siguientes ensayos ofrecen una segunda mirada al siglo XVIII. Nuestros autores,
especialistas en sus respectivos campos y responsables, en muchos casos, de
importantes descubrimientos en los archivos, presentan nuevas cuestiones, tales como
los factores infraestructurales que contribuyeron al desarrollo de la literatura en el siglo.
Conceden importancia al flujo, más detectable en el siglo XVIII que en los anteriores,
entre las culturas alta y baja, entre las formas privilegiadas escritas y la oralidad. Hacen
hincapié en la creciente discordia entre los miembros de la élite mexicana dieciochesca.

En lo que constituye una importante desviación de otras historias de la literatura


mexicana, la compilación introduce una consideración sobre los lectores. [35]
Recientemente nuevas investigaciones, como la de Clara Elena Suárez Argüello, quien
estudia los libros coleccionados por el marqués de Xaral de Berrio a fines del siglo XVIII,
[36]
están abriendo una apreciación del nivel intelectual de algunos de aquellos lectores y
del rango de su mundo mental. Así, en vez de limitarse a listas de autores “mexicanos”,
nuestro volumen considera la formación en el país de un público lector (si no una
república de letras) y el impacto en lectores mexicanos de su lectura de una gran
variedad de materiales, muchas veces en traducciones hechas en el extranjero. Se
explora la evolución de un imaginario mexicano, la manera en que artística e
intelectualmente actividades verbales moldearon el pensamiento. Algunos de los
lectores mexicanos eran nuevamente alfabetos; otros, nuevamente acomodados para
poder comprar la nueva literatura; todavía otros, demasiado adiestrados en obedientes
hábitos de leer coloniales y necesitados de instrucción en la lectura escéptica y crítica.
Muchos estaban arraigados en su españolismo y su catolicismo tradicional, pero otros
estaban abiertos a las ideas nuevas de otras culturas. Todavía otros estaban listos para
apreciar textos que reconocieran las realidades mexicanas y que utilizaran su lenguaje.

La compilación, reconociendo esta diversidad, afirma una cultura curiosa y tendenciosa.


Al tomar nota de la explosión del Siglo de las Luces en México, trata de documentar su
extensión en una cultura marcada por lo religioso. Admite la influencia en el imaginario
mexicano del pasado (clásico, pero también indígena) de varias culturas europeas y
americanas, y busca situar la historia de la literatura mexicana en un marco universal.
Se empeña en conectar México con Europa y el resto del mundo, no sólo en el sentido
de trazar la llegada de ideas europeas al país sino también en el de medir el impacto
del conocimiento de México en el pensamiento de la Europa de entonces. Así, la
compilación persigue un doble fin: profundizar en la cultura mexicana del siglo XVIII para
apreciar su desarrollo, y recuperar la historia del internacionalismo del periodo para
sugerir las contribuciones de México a la cultura mundial.

Primero se discute la sociedad y la infraestructura cultural. Martha Whittaker considera


la imprenta en la ciudad de México; Miguel Mathes examina los regionalismos y la
formación de una cultura del libro fuera de la capital, tomando en cuenta el
establecimiento de imprentas y la aparición de bibliotecas importantes; Dorothy Tanck
describe la castellanización y las escuelas en lengua castellana; Enrique González
González examina los colegios y universidades y la fábrica de los letrados. El
periodismo en la ciudad de México es tratado por Carmen Castañeda; Gabriel Torres
Puga estudia la Inquisición y la literatura clandestina.
Segundo, se revisan las formas tradicionalmente vistas como “literarias”: Nancy
Vogeley considera la poesía y la novela; Margarita Peña el teatro, y Ana Laura Díaz
Mireles las artes de las lenguas indígenas.

La Iglesia borbónica y sus herramientas literarias es el tema de la tercera sección.


Antonio Rubial García y Patricia Escandón consideran las crónicas religiosas. Asunción
Lavrin estudia la literatura conventual femenina (diarios espirituales, etc.); María
Dolores Bravo Arriaga repasa la hagiografía; Antonio Rubial García documenta la
literatura aparicionista; Perla Chinchilla maneja el sermón. En el cuarto apartado,
“Comienzos de una nueva autorreflexión”, se encuentra una discusión de Jorge
Cañizares-Esguerra sobre la historiografía nueva. Magali Carrera examina los
asesoramientos administrativos (cartografía, estudios demográficos, pinturas de
castas); José Rubén Romero Galván y Tania Ortiz Galicia estudian a los historiadores
novohispanos con énfasis en sus estudios prehispánicos; y, en dos ensayos, Jaime
Labastida considera la Ilustración científica, profundizándose en los estudios botánicos
de Mociño y Sessé, y el papel de Humboldt en la Nueva España y la posterior recepción
de su obra en México.

El libro concluye con una sección dedicada al humanismo nuevo en donde se ven la
influencia en México de la Ilustración europea y el desarrollo de formas autóctonas.
Mauricio Beuchot habla de las aportaciones filosóficas; María Cristina Torales Pacheco
describe bibliotecas, tesauros literarios; Carmen Ruiz Barrionuevo considera la literatura
educativa (la retórica, la pedagogía, lecturas para la juventud y la mujer); Martha
Fernández estudia la literatura estética (la fundación de la Academia de San Fernando,
y los tratados de arquitectura, pintura, escultura); y en dos ensayos separados, Miruna
Achim se concentra en la literatura anticuaria (Márquez, León y Gama, Alzate) y el
género popular de los pronósticos y calendarios. Al final, en un apéndice, Nancy
Vogeley resume la cronología de la literatura mexicana y la coloca al lado de la
peninsular.

Por fin, se debe advertir que nuestras categorías no son totalmente adecuadas para
capturar la riqueza literaria de la época; hay mucho que cae fuera de ellas o entre sus
intersticios. Recordamos las palabras de Michel Foucault acerca de que la clasificación
epistemológica es arbitraria. Pero también constatamos que, en el caso del rastro del
papeleo para la historia de la literatura mexicana, hay mucho por descubrir. En manos
privadas, en el Vaticano, en España, en Estados Unidos, muchos documentos esperan
a los investigadores futuros. Un ejemplo parcialmente conocido es el fraile Diego Miguel
Bringas (1762-¿1829?), franciscano monarquista cuyos sermones del siglo XIX y sus
colaboraciones con expedicionarios para retomar México en el decenio de 1820
parecen excluirlo de nuestro enfoque y lo hacen una figura odiada y, así, olvidable. Pero
su reportaje consciente de 1796-1797 sobre condiciones en el norte de Nueva España,
en las misiones de la Pimería Alta, enterrado en archivos en Hermosillo y Querétaro sin
entregar al rey, pero con copias en Roma, se conoce sólo hace poco en inglés. [37] Así
que esperamos que nuevos investigadores, al desenterrar nueva información en unos
años, se vean obligados a tomar nuestro volumen y ampliarlo.
Notas

1. Estudios fundamentales para el siglo XVII español son: Jean Sarrailh, La España ilustrada de la
segunda mitad del siglo XVIII,  trad. Antonio Alatorre, México, D. F., Fondo de Cultura
Económica, 1954,1974; Richard Herr, The eighteenth century revolution in Spain,  Princeton,
Princeton University Press, 1958,1973. De su literatura: Nigel Glendinning, A literary history of
Spain; The eighteen century, Nueva York y Londres, Barnes & Noble, 1972; José Miguel Caso
González, Historia y crítica de la literatura española,  vol. 4; Ilustración y
neoclasicismo, ed. Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 1983; Historia de la literatura española.
Siglo XVIII, 2 vols., coord. Guillermo Carnero, David Gies, Joaquín Álvarez Barrientos, Madrid,
Espasa Calpe, 1995.

2. Vid. de Ricardo Rees Jones, El despotismo ilustrado y los intendentes de la Nueva España,
México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1979; Enrique Florescano e Isabel Gil
Sánchez, “La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico, 1750-1808”, en
Historia general de México, México, D. F., El Colegio de México, 1976, vol. 2, pp. 183-301; Las
reformas borbónicas y el nuevo orden colonial, ed. José Francisco Román Gutiérrez, México, D.
F., Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1998.

3. Testifica el interés en esta investigación la nueva compilación Del autor al lector (I. Historia del
libro en México, II. Historia del libro), coord. Carmen Castañeda, con la colaboración de Myrna
Cortés, México, D. F., Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología / Miguel Ángel Porrúa, 2002. Todavía fundamental
para una apreciación del siglo son el trabajo de Bernabé Navarro B., Cultura mexicana moderna
en el siglo XVIII, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1964; los dos estudios
de Gabriel Méndez Plancarte, Humanistas del siglo XVIII, México, D. F., Universidad Nacional
Autónoma de México, 1941, 1962, y Los fundadores del humanismo mexicano, Bogotá, Instituto
Caro y Cuervo, 1945; así como la colección de Juan Luis Maneiro y Manuel Fabri, Vidas de
mexicanos ilustres del siglo XVIII, selec. y trad. Bernabé Navarro, México, D. F., Universidad
Nacional Autónoma de México, 1989.

4. Fue el fundador de la Academia Jerónimo Antonio Gil. Vid. de Eduardo Báez Macías, Jerónimo
Antonio Gil y su traducción de Gérard Audran, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de
México, 2001; también de Báez Macías, “La Academia de San Carlos en la Nueva España como
instrumento de cambio”, en Las academias de arte (VII Coloquio Internacional en Guanajuato),
México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1985. Vid. Clasicismo en México,
curaduría Clara Bargellini y Elizabeth Fuentes, México, D. F./ Malibú, Universidad Nacional
Autónoma de México/The J. Paul Getty Museum, 1990.

5. Ignacio Osorio Romero, “Latín y neo-latín en México”, y Mauricio Beuchot, “Filósofos humanistas
novohispanos”, en La tradición clásica en México, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma
de México, 1991.

6. Pal Kelemen, Baroque and Rococo in Latin America, 2 vols., Nueva York, Dover, 1951, 1967.

7. Stanley J. Stein y Barbara H. Stein, Apogee of empire, Spain and New Spain in the age of
Charles III (1759-1789), Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 2003.

8. Clement G. Motten, Mexican silver and the Enlightenment, Nueva York, Octagon, 1950, 1972.

9. Berta Flores Salinas, México visto por algunos de sus viajeros (siglo XVIII), México, D. F., Botas,
1967; Iris Engstrand, Spanish scientists in the New World: The eighteenth-century expeditions,
Seattle, University of Washington Press, 1981.
10. Fue el Memorial de Francisco Martínez de Mata. Juan Sempere y Guarinos registra la
información en su Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado de
Carlos III, 6 vols., Madrid, Imprenta Real, 1785-1789; ed. facs., Madrid, Gredos, 1969, vol. 2, p.
92.

11. El cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial Mexicano, recopil. documental Luisa Zahino
Peñafort, México, D. F., UNAM/Miguel Ángel Porrúa, 1999.

12. Para una discusión de sus teorías, vid. Antonello Gerbi, Viejas polémicas sobre el Nuevo Mundo,
Lima, Banco de Crédito del Perú, 1944; La disputa del nuevo mundo. Historia de una polémica,
2a ed., México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1982.

13. Miguel Batllori, S. J., La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos (Españoles,
hispanoamericanos, Filipinos, 1767-1814), Madrid, Gredos, 1966, cap. 11.

14. Vid. Carlos W. de Onís, Las polémicas de Juan Bautista Muñoz, Madrid, José Porrúa Turanzas,
1984; Testimonios históricos guadalupanos, ed. Ernesto de la Torre Villar y Ramiro Navarro de
Anda, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1982.

15. Evidencia de un renovado interés en el siglo son las publicaciones del Seminario de Cultura
Literaria Novohispana (UNAM), coordinado por José Pascual Buxó; del Seminario de Estudios
Novohispanos (UNAM), el cual ha publicado colecciones de estudios bajo el título Novahispania;
del Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM), la serie Filología de documentos
novohispanos; del Instituto de Investigaciones Históricas (UNAM), la serie Estudios de Historia
Novahispana; del coloquio Letras de la Nueva España (UNAM), y de la serie Saber Novohispano
(Universidad Autónoma de Zacatecas). También el anuario del Centro de Estudios Clásicos
(UNAM), Noua Tellus, muchas veces trae estudios sobre el siglo XVIII.

16. Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, pról. Arturo Farinelli,
México, D. F., Porrúa, 1983; Pablo González Casanova, El misoneísmo y la modernidad en el
siglo XVIII, México, D. F., El Colegio de México, 1948. Evidencia de una reconsideración de este
conservadurismo son de Joel Saugnieux, La Ilustración católica en España, Escritos de D.
Antonio Tavira, obispo de Salamanca (1737-1807), Salamanca y Oviedo, Universidad de
Salamanca/Universidad de Oviedo, Centro de Estudios del Siglo XVIII, 1986; de Ramón Soriano,
La Ilustración y sus enemigos, Madrid, Tecnos, 1988, y de Darrin M. McMahon, Enemies of the
Enlightenment, The French Counter-Enlightenment and the making of modernity, Oxford, Oxford
University Press, 2001.

17. Ejemplo de esta actitud es el juicio de Lee H. Dowling en su capítulo sobre el periodo colonial en
México, quien dice que el siglo XVIII no produce ninguna obra de importancia, debido a “la
cansada persistencia de preceptos barrocos ya institucionalizados”. Sin embargo, Dowling
reconoce el cénit de la escritura neolatina en el siglo; pero, por la desaparición pronta del latín,
éste prácticamente no cuenta (Mexican literature: A history, ed. David William Foster, Austin,
University of Texas Press, 1994, pp. 31-81). Para mayor comprensión del siglo, vid. Margarita
Peña, quien en su Historia de la literatura mexicana, Periodo colonial, México, D. F., Alhambra
Mexicana, 1989, le concede más crédito.

18. Los historiadores en el siglo XVIII muchas veces entraron en polémicas teológico-morales con
respecto a los derechos de España de conquistar y la naturaleza de los pueblos indígenas; así,
se debe entender “historiador” en un sentido diferente de hoy.

19. Deleuze y Guattari, Kafka: Por una literatura menor, trad. Jorge Aguilar Mora, México, D. F., Era,
1978, 1998.
20. Por ejemplo, el ensayo de Benito Jerónimo Feijoo, “La voz del pueblo”, en Teatro crítico universal
(1727-1739), 3 vols., selec. Agustín Millares Carlo, Madrid, Espasa-Calpe, 1968.

21. Robert J. Shafer, The economic societies in the Spanish world (1763-1821), Syracuse, Syracuse
University Press, 1958; Antonio Freije, Modelos vascos de desarrollo en el siglo XVIII, 2 vols., San
Sebastián, Haranburu, 1982; Josefina María Cristina Torales Pacheco, Ilustrados en la Nueva
España. Los socios de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, México, D. F., Real
Sociedad Bascongada de los Amigos del País/ Colegio de San Ignacio de Loyola Vizcaínas/
Universidad Iberoamericana, 2001.

22. François-Xavier Guerra, quien toma el concepto de “espacios públicos“ de Jürgen Habermas, en
Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, D. F., Fondo
de Cultura Económica, 1992, considera la importancia de estos grupos.

23. Francisco Aguilar Piñal, en su presentación al volumen Historia literaria de España en el siglo
XVIII, Madrid, Trotta/CSIC, 1996, discute el significado histórico del término. También se lee su
sentido histórico en las páginas de la revista Dieciocho.

24. I. L. McClelland tiene un estudio fascinante de la psicología de la oratoria del púlpito en


Ideological hesitancy in Spain, 1700-1750, Liverpool, Liverpool University Press, 1991.

25. Vid. los escritos de Régis Debray sobre la mediología en Le Monde Diplomatique.

26. Mucho de esta discusión se encuentra en las páginas de Colonial Latin American Review.

27. Andrés era un jesuita expulso en Italia. Su obra, publicada primero en Italia y traducida del
italiano al castellano por su hermano Carlos, fue publicada en Madrid por Antonio de Sancha.

28. Entre los primeros intentos de establecer un canon se encuentran, del catalán Francisco J.
Lampillas (1731-1810), su Saggio apologetico della letteratura spagnola contra le pregiudicate
opinioni di alcuni moderni scrittori italiani (Génova, 1778-1781, traducido al español y publicado
en Zaragoza en 1784) para defender la literatura española de inferior latinidad, y de Juan
Sempere y Guarinos, Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reynado
de Carlos III (Madrid, Imprenta Real, 1785-1789, 6 vols.). Estudios recientes como La elaboración
del canon en la literatura española del siglo XIX, Coloquio celebrado en Barcelona, 20-22 de
octubre de 1999, Barcelona, Universitat de Barcelona, 2002, buscan su formación en el siglo XIX.

29. Vid. la discusión de “La Araucana” de José Luis Munárriz en su traducción de las Lecciones de la
retórica de Hugo Blair (1783). Reediciones de las historias de la Conquista de México de Bernal
Díaz del Castillo (1796), de Antonio Solís, y de la Historia del Perú del Inca Garcilaso (1800)
contribuyeron a este resentimiento mexicano.

30. Esto no es reproche sino reconocimiento de su utilidad para el desarrollo de la literatura en el


futuro.

31. Reeditado numerosas veces por Editorial Porrúa. Vid. la discusión del género de Beatriz Garza
Cuarón, “Las historias de la literatura mexicana, del siglo XVIII a la fecha”, en Historia de la
literatura mexicana; Las literaturas amerindias de México y la literatura en español del siglo XVI,
vol. 1, coord. Beatriz Garza Cuarón y Georges Baudot, México, D. F., Siglo XXI/ Universidad
Nacional Autónoma de México, 1996.

32. H. García Rivas, Historia de la cultura en México, México, D. F., Textos Universitarios, 1970; Julio
Jiménez Rueda, Historia de la cultura en México: El virreinato, México, D. F., Cultura, 1950;
Francisco Monterde, Aspectos literarios de la cultura mexicana, Poetas y prosistas del siglo XVI a
nuestros días, México, D. F., Seminario de Cultura Mexicana, 1975; Elsa Cecilia Frost, Las
categorías de la cultura mexicana, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México,
1972. Incluso el estudio de la literatura nacional de Luis G. Urbina, La vida literaria de México,
México, D. F., Porrúa, 1965, se interpreta en los términos amplios de “vida”.

33. El laberinto de la soledad, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1950, 1985.

34. Zea, “Colonización y descolonización de la cultura latinoamericana”, en Boletín, Comunidad


Latinoamericana de Escritores, vol. 9, 1970, pp. 23-29; Martínez, La emancipación literaria de
México, México, D. F., Antigua Librería Robredo, 1955.

35. Aunque José Joaquín Blanco, quien recogió selecciones de textos coloniales en El lector
novohispano. Una antología de la literatura mexicana colonial (México, D. F., Cal y Canto, 1996),
prometió enfocarse en este fenómeno, no lo hizo. Su introducción a esta colección es
valiosísima, sin embargo, por varias razones; una porque él rechaza la denominación “colonial”
para describir esos años en la Nueva España. La considera un término de invención francesa e
inglesa, y dice que los novohispanos se consideraban entonces totalmente españoles: “De ahí
que quisieran innovar poco, e imitar mucho; crear poca obra original, y trasladar toda la literatura
castellana a las Indias“ (p. 25). Así se entiende la diversidad de opiniones con respecto al
colonialismo mexicano.

36. “Un lector en la Nueva España: El marqués de Xaral de Berrio”, en Lecturas y lectores en la
historia de México, coord. Carmen Castañeda García, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía
Martínez Moctezuma, México, D. F., Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social/ El Colegio de Michoacán, 2004, pp. 195-216.

37. Fray Bringas reports to the king. Methods of indoctrination on the frontier of New Spain 1796-97,
trad. y ed. de Daniel S. Matson y Bernard L. Fontana, Tucson, University of Arizona Press, 1977.
El libro reproduce mapas que se encuentran en la biblioteca de la Brigham Young University.

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