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El lamentable incidente entre la Dra. Martha Hildebrandt y la congresista María Sumire obliga a
que algunos lingüistas nos pronunciemos. En primer lugar, habría que decir que la Dra.
Hildebrandt construye su autoridad desde su identidad como lingüista y ha venido fomentando
una idea de la lingüística como una disciplina homogénea, sin debates internos y, lo que es
peor, como algo análogo a la pura normativa. "Si hay algún otro lingüista, con él podría
discutir", afirmó. Yo, como lingüista, me permito entonces comentar lo acontecido.
El incidente ocurrió a partir del proyecto de ley 221, que propone publicar, en los diferentes
idiomas oficiales, las normas legales que tengan relación con los pueblos originarios del país.
Esto en el marco de una serie de leyes a favor de los derechos lingüísticos de los pueblos
indígenas. Según la Dra. Hildebrandt, aquello es caer "en la demagogia", pues estos dictámenes
no tendrían ningún efecto práctico en una realidad donde el castellano es sustancialmente
hegemónico. En parte, no le falta razón. Por un lado, sabemos que las personas que hablan
lenguas vernáculas no necesariamente leen en ellas y, menos aún, están adiestradas para
manejar un tipo de discurso de corte legal. Por otro lado, la vitalidad de las lenguas indígenas
no se asegura escribiendo documentos oficiales -ni dictaminando su protección y conservación
como si éstas fueran artefactos arqueológicos- sino promoviendo el uso (no solo escrito) de las
mismas en diferentes espacios. Si se quiere que la población conozca mejor sus derechos, creo
que en este momento hay otros medios más eficaces para hacerlo.
¿No sería más útil, por ejemplo, que los peruanos participáramos en un proceso judicial o nos
atendiéramos en una posta de salud en el idioma en que mejor nos expresamos? Claro que esto
significaría pensar en políticas de aprendizaje de las lenguas por parte de futuros profesionales.
En todo caso, lo que quiero decir es que no basta con que algunos congresistas declaren que
"hay que evitar la extinción de nuestras lenguas", sino que es para ello fundamental explicitar
qué implica oficializar las lenguas vernáculas y cómo y por qué queremos hacerlo. Pero más allá
de discutir el contenido de estas leyes (lo cual ameritaría mucho espacio) quiero centrarme en
otro punto. Como lingüista, la Dra. Hildebrandt recordó que "respeta todas las lenguas" y que
"defiende nuestras lenguas aborígenes", pero parece hacerlo obviando a sus hablantes. La
historia de muchas comunidades lingüísticas marginadas nos enseña que para transformarlas
hay que transformar el estatus de sus hablantes. Y pienso que el problema radica allí: un
discurso abstracto que afirma que se respetan las lenguas y, al mismo tiempo, se muestra un
profundo desprecio por sus hablantes. Esta es la contradicción de la Dra. Hildebrandt. La
historiadora Cecilia Méndez lo ha dicho muy bien: la ideología criolla se construyó bajo el
discurso de "Incas sí, indios no".
En su interacción con la congresista Sumire, la Dra. Hildebrandt mostró una actitud racista. Hoy
sabemos que el racismo es un mecanismo de dominación de un grupo sobre otro que no solo
se basa en diferencias del color de la piel, sino también en la fantasiosa distancia imaginada
sobre la etnicidad, la apariencia, el origen, la cultura y el lenguaje. Por eso, despreciar a alguien
porque utiliza una variedad del castellano diferente a la estándar (o porque dice "haiga" en
lugar de "haya") también se puede considerar racista. Cuando la Dra. Hildebrandt presenta una
división entre ciudadanos "mejores" y "peores" sobre la base de una supuesta capacidad
intelectual ("Imagínese, yo he sido subdirectora general no del Perú sino de la UNESCO y ella
me va a enseñar educación, no pues"), reproduce la forma en que el racismo peruano se ha
articulado con las categorías de clase, cultura y educación. Esta actitud no solo saca a la luz una
estrechísima visión del fenómeno educativo y de los siempre heterogéneos campos culturales,
sino que revela además un conjunto de clásicas estrategias de poder que excluyen a un amplio
sector de la población para beneficiar a una elite minoritaria y siempre letrada. Lo que se
reproduce es esta idea de que los indios son los "otros" y los profesores somos el saber. ¿Cómo
puede respetar las lenguas indígenas si piensa que las personas que las hablan no están en
capacidad de pensar, opinar y decidir con validez sobre el país? ¿Cómo se puede construir
democracia si la opinión del otro no es tomada en cuenta y ni siquiera puede participar?
Es preocupante que las leyes y la clase política comiencen a asumir la máscara del
multiculturalismo decorativo que, en el fondo, funciona como un dispositivo de dominación
porque no cuestiona la desigualdad económica. Sería bueno que a la Dra. Hildebrandt le haya
molestado esta celebración declarativa de la diversidad que es inocente y que no parece
repercutir en cambios sociales verdaderos. Sin embargo, su discurso y su práctica no revelan
una real preocupación por estos cambios en los pueblos indígenas. Al decir con desprecio que
nadie sabe lo que es el idioma piro o que hay lenguas en extinción de 500 hablantes "perdidos
por ahí", la Dra. Hildebrandt mostró una falta de perspectiva frente a los procesos históricos de
racialización de las lenguas en el Perú. Y lo ha hecho ofendiendo a muchos compatriotas, a
muchos ciudadanos legalmente iguales a ella.