En el artículo anterior, tratamos sobre la esclavitud en la
que, sin sospecharlo si quiera, vivimos la mayor parte de la humanidad. Pues bien, en el ámbito de nuestra vida en el que con mayor claridad se manifiesta esta esclavitud es en el social. Vivimos sumidas y sumidos, a este efecto, en un doble régimen de esclavitud, tanto en lo político como en lo económico. En lo político, nos encontramos bajo lo que se denomina un sistema parlamentario representativo y, en lo económico, funcionamos inmersas e inmersos en eso que viene a llamarse capitalismo.
Hablaremos en esta ocasión, si te parece bien, sobre
nuestra esclavitud política, dejando la parte económica para un siguiente artículo.
Los medios de comunicación de masas, los libros de
texto y la misma clase política no se cansan de decirnos que el nuestro es un sistema democrático. Se les llena la boca con términos como «democracia», «pluralidad» o «soberanía popular», pero ni ellas y ellos mismos se lo creen. Tú seguramente lo sepas ya o, al menos, lo habrás intuido. ¿Democracia? ¡Hablemos en serio! ¿Puede llamarse democracia a un sistema político por el cual la única participación de la mayoría de la población en los asuntos públicos consiste en depositar una papeleta dentro de una urna una vez cada cuatro años (tal vez más si contamos otras elecciones, como las locales o las regionales)?
Durante los días previos a la jornada electoral, nos
atiborran de información política, nos involucramos, nos emocionamos incluso y buena parte de nuestras conversaciones, con la familia, las amistades o las compañeras y compañeros de trabajo, giran en torno a partidos políticos, promesas electorales y bondades varias teñidas de uno u de otro color. Hasta que, por fin, llega el tan esperado día de las votaciones. Nos levantamos de la cama con una sensación extraña en plan: «tal vez hoy sea cuando todo cambie, cuando gane nuestra gente por una amplia mayoría y, de una vez por todas, puedan poner en marcha todas esas reformas, en lo social, en lo educativo, en lo sanitario, que los otros partidos no les han dejado llevar a cabo hasta ahora». Durante toda la jornada y desde primera hora de la mañana, tendremos a los medios de comunicación cubriendo las elecciones, creando expectativas, realizando pronósticos, entrevistando a algunas de las personas que han ido a votar a los colegios electorales, grabando a las personalidades en el momento en que depositan sus votos, comunicando los datos de participación… Un circo mediático en definitiva que no termina hasta bien entrada la noche, cuando, ¡por fin!, nos son desvelados los resultados provisionales.
Y entonces se acabó todo. Quien tiene algo que celebrar
lo celebra y quién no… bueno, vuelve a su rutina de siempre intentando tal vez consolarse con la idea de que ya le llegará el momento en las próximas elecciones. A partir de ese instante, el partido vencedor dispondrá de cuatro años (¡cuatro años, que se dice pronto!) para gobernar a su libre albedrío. Habremos dejado en sus manos la toma de decisiones tan vitales para todas y cada una de nosotras y nosotros como la forma y medida en que dispondremos de hospitales y otros servicios sanitarios, lo que meterán a nuestras hijas e hijos en la cabeza en las escuelas, qué porcentaje de nuestras ganancias nos serán arrebatadas por medio de los impuestos, el poder que ostentarán las empresas sobre sus trabajadoras y trabajadores, nuestra libertad de expresión y movimiento en las calles, el nivel de represión de la policía y el resto de cuerpos mal llamados de «seguridad» sobre las y los habitantes de las poblaciones o el nivel de acceso a la justicia para quienes no disponen de recursos económicos. Eso por no hablar de las promesas que hicieron en campaña y que probablemente nunca cumplirán, una práctica a la que se adhieren sin excepción todos los partidos políticos.
Piénsalo, salvando las distancias, es como si, una vez
cada cuatro años, le concedieras a alguien poder absoluto para tomar por ti un montón de decisiones fundamentales en tu vida, como qué estudios cursar, qué trabajo debes tener, a qué dedicar el tiempo libre, cuál es tu orientación sexual, con quién emparejarte, dónde debes residir, si debes comprar o alquilar una casa, cuántas hijas o hijos vas a tener o cuál es el lugar idóneo para vivir los últimos años de tu vida. Sólo que, en lugar de decisiones individuales, la clase política toma por nosotros decisiones colectivas que, de igual modo, pueden llegar a afectarte a título personal de manera dramática. Y, si no, que se lo digan a las personas que, en los últimos años, se han quedado sin trabajo o han sido echadas de sus hogares, a aquéllas que viven hoy por debajo del nivel de la pobreza o a quienes no han tenido más remedio que emigrar a otros países en busca de un futuro que aquí les ha sido negado.
El estado siempre ha sido, es y será una herramienta en
manos de la clase dominante. Y, mientras no cobremos consciencia de ello, seguiremos sufriendo sus abusos y tropelías continuamente.
El voto no es más que la herramienta por la cual nuestras
amas y amos refrendan a ojos del pueblo su posición de poder.