En el artículo anterior señalé que vivimos en un doble
régimen de esclavitud: tanto política como económica. Y, como ya estuvimos hablando entonces sobre el ámbito político, pasemos, si te parece, a analizar el la esclavitud económica en la que nos hallamos inmersas e inmersos la mayoría de las personas. No me detendré en esta ocasión, por resultar demasiado obvias, a analizar nuestras ataduras económicas con los gobiernos, por medio de los impuestos, ni las que buena parte de la población sufre de manos de las entidades financieras, a causa de préstamos y otras trampas similares. Me centraré, sobre todo, en la relación existente entre el capitalismo y la esclavitud laboral, aunque haciendo alguna referencia al consumismo, otra forma de esclavitud que merecería un artículo aparte para ser analizada.
Entremos entonces en materia. La mayoría de las
sociedades humanas actuales funcionan bajo un sistema económico que conocemos como capitalismo. Pero ¿qué es el capitalismo? Quizá lo mejor sea empezar a analizar lo que este término significa. El capitalismo es un sistema económico por el cual el capital se convierte en el principal motor de la economía. Los factores que sostienen un sistema capitalista son el dinero, los bienes de producción y el trabajo asalariado. Éste último, el trabajo asalariado, es quizás el principal sustento del capitalismo. Sin él, los medios de producción y el dinero no servirían absolutamente para nada, ya que la fuerza de trabajo es el motor que lo mueve todo.
Ya, ya sé lo que estás pensando. «Hasta aquí la cosa es
perfectamente normal, ¿no? Todas y todos tenemos que trabajar. En caso contrario, ¿de qué nos alimentaríamos? ¿Cómo nos vestiríamos? ¿Quién construiría nuestras casas?» Sí, de acuerdo, puedo darte la razón hasta cierto punto. Todas y todos tenemos que trabajar. Pero piensa en lo que voy a decirte, ¿de acuerdo? Cuando trabajas por cuenta ajena, es decir, contratada o contratado por otra persona, ¿qué porcentaje de la riqueza que tú produces va a parar a sus bolsillos? ¿Un quince, un treinta, un cincuenta por ciento? Aunque sólo fuese un uno por ciento, para el caso daría lo mismo. El fruto de tu esfuerzo, tu sudor, tu salud, las horas perdidas de tu vida en una actividad que probablemente aborrezcas están sirviendo para que otra persona se enriquezca. Y eso tiene un nombre: explotación laboral. Desde el mismo instante en que una parte de la riqueza que produces pasa a ser propiedad de otra persona, te conviertes en un bien más a explotar, no muy diferente de la materia prima, de un campo de cultivo o de la maquinaria de una fábrica. Bajo la lógica laboral y de mercado, existimos para que otra persona se lucre con nuestro esfuerzo, por la mera razón de que ella posee la propiedad del medio de producción y el capital para invertir en él. Y, por otra parte, piénsalo: ¿qué legitimidad tiene esa persona para poseer un capital que fue generado por trabajadoras y trabajadores o para ostentar la propiedad de unas tierras, que deberían pertenecer a quienes las habitan o cultivan, o de una fábrica, edificada también con el trabajo de obreras y obreros?
Además, no sé si te habrás parado a pensarlo alguna vez,
pero, de las veinticuatro horas que tiene un día, ocho las pasamos durmiendo, otras tantas en el puesto de trabajo (al menos quienes tienen la fortuna de tener un horario dentro de lo que hoy día se considera «decente») y el resto de horas conformarían lo que se denomina «tiempo libre», el cual tal vez incluya una hora para prepararnos por las mañanas y otras dos para ir y volver de nuestro centro de trabajo. A lo que podríamos añadir entre una y tres horas para comer, en el caso de que nos encontremos en régimen de jornada partida.
Hecho este recuento, ¿qué nos queda entonces?
¿Cuántas horas diarias se nos concede para dedicarlas a lo que realmente queremos, para vivir en definitiva? ¿Tres? ¿Cuatro horas? Un poco más adelante, analizaremos si realmente sabemos aprovecharlas o no, si somos libres en realidad durante ese supuesto periodo de liberación.