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Los campesinos del Cibao

Economía de mercado y transformación


agraria en la República Dominicana
1880-1960
A mis hijos:
Pedro Carlos, Alejandro José
y Roberto Karlo.
Y a mi nieta, Kamil Alejandra.
Archivo General de la Nación
Volumen CLXXIX

Pedro L. San Miguel

Los campesinos del Cibao


Economía de mercado y transformación
agraria en la República Dominicana
1880-1960

Santo Domingo, R. D.
2012
Cuidado de la edición: Área de Publicaciones, AGN
Correción: Juana Haché
Diagramación: Rafael R. Delmonte y Juan Francisco Domínguez Novas
Diseño de cubierta: Esteban Rimoli
Motivo de cubierta: Imagen campesina

Primera edición, San Juan, P. R., 1997


Segunda edición, Santo Domingo, 2012

© Pedro L. San Miguel

De esta edición:
© Archivo General de la Nación (vol. CLXXIX), 2012
Departamento de Investigación y Divulgación
Área de Publicaciones
Calle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria,
Santo Domingo, Distrito Nacional
Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110
www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-074-78-9
Impresión: Editora Búho, S. R. L.

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic


Índice

Índice de tablas, gráficas, mapas y planos rurales . . . . . . . . . . 11


Abreviaturas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Prólogo a la edición dominicana
Ramón Paniagua. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Nota a la edición dominicana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Prólogo a la edición puertorriqueña
Roberto Cassá. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Prefacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

Capítulo I
La formación del campesinado: la historia agraria dominicana
La Española y la economía azucarera caribeña. . . . . . . . . . . 49
Del oro al azúcar: la temprana economía colonial. . . . . . . . 55
Saint Domingue y el campesinado dominicano . . . . . . . . . . 62
Regiones y espacio: la geografía económica en el siglo xix. 70
La estructura agraria: una herencia colonial. . . . . . . . . . . . . 83

Capítulo II
El Cibao: paisajes y regiones
Las subregiones cibaeñas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Bosque, hato y conuco: patrones de asentamiento. . . . . . . . 97

7
8 Pedro L. San Miguel

Los caminos de hierro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102


El transporte y la economía de exportación . . . . . . . . . . . . 108
El «Gran Cibao». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114

Capítulo III
Población y uso de la tierra
¿Cuántos habitantes?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Un perfil demográfico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
El uso de la tierra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

Capítulo IV
Comerciantes, intermediarios y campesinos
El capital comercial y las economías campesinas. . . . . . . . 149
El comercio de exportación y la élite cibaeña. . . . . . . . . . . 154
Del Cibao al mercado mundial:
las redes comerciales cibaeñas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Intermediarios y redes comerciales:
el control de la producción campesina . . . . . . . . . . . . . . . . 175
De cómo y por qué mejorar un tabaco «flojo» . . . . . . . . . . 194
Las transformaciones de la economía campesina. . . . . . . . 209

Capítulo V
La economía rural y el crédito
Comerciantes-crédito-campesinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
El crédito en la sociedad cibaeña. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223
Los ciclos económicos y el crédito. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
La economía campesina y el crédito . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243

Capítulo VI
La tierra y la sociedad campesina
Paisaje rural y estructura agraria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Cuando reinaban las tierras comuneras. . . . . . . . . . . . . . . . 272
La comercialización de los terrenos comuneros:
los cortes de madera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 280
Los campesinos del Cibao 9

La desaparición de los terrenos comuneros . . . . . . . . . . . . 293


La sociedad rural y la estructura agraria . . . . . . . . . . . . . . . 307
Las transformaciones del paisaje rural. . . . . . . . . . . . . . . . . 319

Capítulo VII
El Estado y el campesinado
La gran transformación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
Economía de exportación y desarrollo del Estado . . . . . . . 353
Caminos para la agricultura:
el régimen de prestaciones laborales. . . . . . . . . . . . . . . . . . 359
Más caminos...y agua también:
prestaciones y canales de riego. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 374
Reglamentación agraria y exacción fiscal. . . . . . . . . . . . . . . 391
Dictadura y campesinado:
la política agraria bajo el trujillato. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 406

Conclusiones
Los campesinos del Caribe: una perspectiva cibaeña. . . . . . . . . 437

Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 463

Fuentes y bibliografía
Fuentes primarias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 471
Fuentes primarias impresas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 475
Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 477
Índice de tablas, gráficas, mapas
y planos rurales

Tablas

3.1. Población de Santo Domingo


por región, 1739-1908................................................ 120
3.2. Población de la República Dominicana
por región, 1920-70.................................................... 126
3.3. Población de la provincia de Santiago
por color, 1920-50...................................................... 129
3.4. Población del municipio de Santiago por sexo....... 133
3.5. Población rural del municipio de Santiago
por edad y sexo, 1918................................................ 134
3.6. Población rural del municipio de Santiago
por edad y sexo.......................................................... 135
3.7. Población de la provincia de Santiago
por edad y sexo, 1970................................................ 136
3.8. Uso de la tierra en el municipio
de Santiago, 1918....................................................... 138
3.9. Tierra cultivada en el municipio de Santiago.......... 141
3.10. Tierra cultivada en la provincia
de Santiago y a nivel nacional................................... 142
3.11. Tendencias del uso de la tierra en la
provincia de Santiago................................................ 144

11
12 Pedro L. San Miguel

4.1. Fábricas en Santiago, 1916........................................ 159


4.2. Fábricas de cigarros en Santiago, 1937..................... 161
5.1. Hipotecas y retroventas, 1900-30............................... 224
5.2. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1900-30........... 245
5.3. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1931-45........... 248
5.4. Hipotecas por tamaño de las fincas, 1946-60........... 248
6.1. Propiedades de la compañía maderera
Espaillat, 1934............................................................. 287
6.2. Partición de terrenos comuneros en el
municipio de Santiago............................................... 303
6.3. Tierra poseída por sucesiones................................... 311
6.4. Propiedades en terrenos comuneros........................ 320
6.5. Pesos de acción en los terrenos comuneros
del Potrero y El Cercado............................................ 322
6.6. Pesos de acción en los terrenos comuneros
de Hatillo de San Lorenzo......................................... 322
6.7. Patrones de tenencia de la tierra en el
municipio de Santiago............................................... 328
6.8. Propiedades de José A. Bermúdez............................ 334
6.9. Precios de la tierra en Santiago................................. 341
6.10. Estructura agraria en la provincia
de Santiago, 1950....................................................... 344
6.11. Estructura agraria en la República
Dominicana, 1950...................................................... 344
6.12. Formas de posesión de la tierra en la
provincia de Santiago, 1940...................................... 345
6.13. Formas de posesión de la tierra en la
provincia de Santiago, 1950...................................... 345
7.1. Prestatarios en Jánico, 1938....................................... 375
7.2. Distribución de tierras en la provincia
de Santiago, 1935....................................................... 409
7.3. Colonias agrícolas en Santiago, 1944........................ 418
Los campesinos del Cibao 13

Gráficas

1.1. Exportaciones de tabaco, 1822-42............................. 69


1.2. Volumen de los productos de exportación,
1881-1902.................................................................... 80
2.1. Valor de las exportaciones desde los
puertos del Cibao 1913-30......................................... 108
3.1. Población rural y urbana de la provincia
de Santiago................................................................. 132
4.1. Diagrama de la comercialización de los
productos de exportación del Cibao........................ 166
4.2. Exportaciones de tabaco, 1905-60............................. 204
5.1. Hipotecas en Santiago por mes, 1915-30.................. 231
5.2. Hipotecas en Santiago por mes, 1931-45.................. 234
5.3. Hipotecas en Santiago por mes, 1946-60.................. 235
5.4. Hipotecas rurales por año, 1915-60.......................... 237
5.5. Tendencias de las exportaciones y del crédito......... 240
5.6. Propiedades hipotecadas por tamaño, 1915-60....... 243
5.7. Tareas hipotecadas, 1915-60...................................... 246
5.8. Pesos en hipotecas rurales, 1915-60.......................... 247
5.9. Hipotecas y cancelaciones en la provincia
de Santiago, 1936-54.................................................. 258
5.10. Precios de los productos agrícolas
de exportación, 1905-60............................................ 259
6.1. Sucesores de Manuel Tavares.................................... 315
7.1. Ingresos del Estado dominicano, 1900-60................ 401

Mapas y planos rurales

Mapa 2.1. El Valle del Cibao................................................ 92


Mapa 6.1. Terrenos comuneros en el municipio
de Santiago, 1900-30.................................................. 294
Mapa 6.2. Unidades agrarias en el municipio
de Santiago, 1900-9.................................................... 325
14 Pedro L. San Miguel

Mapa 6.3. Unidades agrarias en el municipio


de Santiago, 1912-18.................................................. 326
Plano 6.1. Gran propiedad junto a propiedades
medianas..................................................................... 329
Plano 6.2. Campos alargados con las bocas
en los caminos............................................................ 330
Plano 6.3. Fragmentación de los campos alargados
en pequeñas propiedades.......................................... 331
Plano 6.4. Zona de «mosaico» en la que predomina
la pequeña propiedad................................................ 332
Abreviaturas

AA American Anthropologist
AC Asuntos Civiles
ADC Antiguo Distrito Catastral
AGN Archivo General de la Nación (Santo Domingo)
AHS Archivo Histórico de Santiago
Alc. S/2 Alcaldía de Santiago, 2da Circunscripción
ANJR Archivo Notarial José Reinoso (Santiago)
AP Alcaldía de Peña
AS Ayuntamiento de Santiago
ASM Archivo de la Secretaría Municipal (Santiago)
BM Boletín Municipal (Santiago)
BN Biblioteca Nacional (Santo Domingo)
C Ciencia (Santo Domingo)
CC Cuadernos del CENDIA (Universidad Autónoma de
Santo Domingo)
CCS Cámara de Comercio de Santiago
CH Conservaduría de Hipotecas (Santiago)
CIH Centro de Investigaciones Históricas (Universidad
de Puerto Rico, Río Piedras)
CS Ciencia y Sociedad(Santo Domingo)
DA Dialectical Anthropology
DC Distrito Catastral
Dec Decisión
EC El Caribe (Santo Domingo)
Ecos Ecos: Órgano del Instituto de Historia de la Universidad
Autónoma de Santo Domingo
Eme-Eme Eme-Eme: Estudios Dominicanos (Pontificia Universidad
Católica Madre y Maestra, Santiago)
ES Estudios Sociales (Santo Domingo)

15
16 Pedro L. San Miguel

Exp. Expediente
Exp. Cat. Expediente Catastral
f(s) folio(s)
GS Gobernación de Santiago
HAHR Hispanic American Historical Review
HG Historia y Geografía (Museo Nacional de Historia y Geografía,
Santo Domingo)
Hip Hipotecas
HS Historia y Sociedad (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras)
IC Investigación y Ciencia (Santo Domingo)
JD Joaquin Dalmau
JEH Journal of Economic History
JHG Journal of Historical Geography
JMV José María Vallejo
JPA Junta Protectora de Agricultura
JPS Journal of Peasant Studies
LARR Latin American Research Review
Leg(s) Legajo(s)
LI La Información (Santiago)
Lib(s) Libro(s)
MA Ministerio de Agricultura
Men. Cat Mensura Catastral
MIP Ministerio de Interior y Policía
NDC Nuevo Distrito Catastral
Op. Cit. Op. Cit.: Boletín del Centro de Investigaciones Históricas
(Universidad de Puerto Rico, Río Piedras)
parc(s) parcela(s)
PC Punto y Coma: Revista Interdisciplinaria de la Universidad del
Sagrado Corazón (Santurce, Puerto Rico)
Plan. Gen. Plano General
PN Protocolos Notariales
RA Revista de Agricultura
RCS Registro Civil de Santiago
RH Revista de Historia (Costa Rica)
RPT Registro de la Propiedad Territorial
SA Secretaría de Agricultura
SAI Secretaría de Agricultura e Industria
t. tomo
Trans. Transcripciones
TT Tribunal de Tierras (Santiago)
v. vuelto
Prólogo a la edición dominicana

Este libro que presenta el Archivo General de la Nación, es


una versión revisada de la tesis doctoral de Pedro L. San Mi-
guel en 1987, en Columbia University con el título (traducido
al español) Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y trans-
formación agraria en la República Dominicana 1880-1960.
Pedro es un brillante y notable historiador e intelectual puer-
torriqueño, más que conocido, querido y valorado en el medio
dominicano, como uno de los nuestros. Sus aportes a la histo-
riografía dominicana son relevantes, particularmente a nuestra
historia agraria, en cuyo ámbito como en los demás, en térmi-
nos generales, aún son escasos los estudios multidisciplinarios
que permitan, si no una cabal intelección de los mismos, una
aproximación objetiva en términos de rigor académico.
Los prolegómenos del trabajo de Pedro L. San Miguel par-
ten de la conceptualización de la noción de campesino, la cual
concibe como «problemática», y ciertamente lo es, mucho más
en la región del Caribe, donde el impacto de la plantación
hizo más tardío y complejo su proceso de conformación en
relación con otras áreas de América Latina.
El contexto dominicano lo es aún mucho más por la esca-
sa y tardía incidencia de la plantación en la formación social
dominicana, que en todo caso es divergente a la del resto del

17
18 Pedro L. San Miguel

Caribe, en el sentido de que surge en Santo Domingo en el


siglo xvi, en la segunda década y desaparece hacia el último
cuarto de la misma centuria, resurgiendo en 1870 en un me-
dio donde ya no existía la esclavitud, que es otra particularidad
del caso dominicano, en relación con el resto del Caribe.
Estas especificidades son abordadas por San Miguel cuando
retoma la noción de «campesinos arcaicos», propuesta por Ray-
mundo González, que sitúa los perfiles conformativos del campe-
sinado dominicano desde el siglo xviii, tomando como referente
geográfico el Cibao, sin dejar de abordar las particularidades de
la división regional que naturalmente determinaba el factor geo-
gráfico, que originaba contextos y evoluciones diferenciadas.
San Miguel enfatiza cómo el Cibao y su particular articu-
lación económico-social, en torno a la pequeña y mediana
propiedad que venían conformándose desde el siglo xvii, se
definieron plenamente en el siglo xviii y se reforzarían a lo
largo del siglo xix a partir de las incidencias dejadas por la
ocupación haitiana de 1822-1844, entre las cuales sobresalen
la abolición formal de la decadente y laxa exclavitud de Santo
Domingo que posibilitó el acceso a la tierra a los libertos e
impulsó la agricultura campesina, cimentada en la pequeña y
mediana propiedad que de cierta manera obstruyó las posibili-
dades al surgimiento de la economía de plantación.
Un aspecto fundamental en este trabajo de San Miguel es el
análisis de las relaciones del campesino dominicano, en el con-
texto cibaeño, con el mercado, el impacto de la generalización
de la economía mercantil y cómo se conformaron las redes
comerciales de exportación del tabaco, así como la progresi-
va incorporación de los campesinos a la agricultura comercial
que generó cambios significativos en la sociedad rural cibaeña.
Otro aspecto nodal que completa esta historia agraria de San
Miguel son las tensas y problemáticas relaciones del campesi-
nado con el Estado. El autor evidencia de manera exhaustiva
cómo el Estado por medios diversos y en diferentes contextos
históricos, procuró subordinar al campesinado dominicano,
Los campesinos del Cibao 19

que tenía un prolongado antecedente de resistencia el cual


había permitido sobrevivir al margen del poder estatal y a los
sectores sociales económicos y políticos que este representaba.
Nos evidencia el autor, cómo una vez superados los lastres
de debilidad que le eran característicos en el siglo xix al Estado
dominicano, de una integración económica de carácter nacio-
nal, así como las luchas caudillistas generadas por esa misma
fragmentación regional, la progresiva inserción de la economía
dominicana a la norteamericana a partir de las últimas décadas
del siglo xix, provoca el surgimiento de una economía de ex-
portación que a pesar de fundamentarse en el campesinado,
quienes se beneficiaban eran los sectores mercantiles.
Ya en el contexto del siglo xx, a pesar de las variadas formas
de resistencias a las nuevas modalidades de exacción estatal
durante los regímenes castrenses de Ramón, Mon, Cáceres
(1906-1911) y el régimen de la Ocupación Militar Norteameri-
cana (1916-1924), se evidenció una progresiva centralización
del poder político que posibilitó al Estado dominicano incre-
mentar su capacidad de expoliar al campesinado.
El punto culminante de este programa lo implementó el
régimen trujillista que no solo amplió aún más la capacidad
del Estado de implementar impuestos a los campesinos, sino
de encuadrarlos políticamente como base de sustentación del
régimen dictatorial.
En síntesis, Pedro L. San Miguel, en un panorámico y fructí-
fero recorrido por la historia agraria dominicana nos demues-
tra cómo se redefinen y reconfiguran las relaciones y el paisaje
agrario en República Dominicana y, en especial, el Cibao a
partir de la generalización de la economía de mercado y el
fortalecimiento y extensión del poder estatal que propicia la
transformación hacia lo que es hoy la economía y la sociedad
dominicanas.

Ramón Paniagua
Nota a la edición dominicana

La presente edición de Los campesinos del Cibao es factible


gracias al respaldo del doctor Roberto Cassá, quien, además,
me honró con el generoso prólogo que escribió para su ver-
sión original, publicada en 1997 por la Editorial de la Uni-
versidad de Puerto Rico. Ahora, como director del Archivo
General de la Nación, el doctor Cassá vuelve a distinguirme al
auspiciar una nueva edición de esta obra. Extiendo mi gratitud
al departamento de publicaciones del AGN, que ha realizado
su tarea con dedicación ejemplar. De igual manera, agradezco
a Julio Rodríguez la ingrata –pero eficiente– labor que efectuó
digitalizando y corrigiendo los originales del libro. Esta nota
estaría incompleta sin los nombres de mis entrañables amigos
José Muriente, Lucy Colón, Armando Cruz, Alfredo Torres e
Ismael Torres, quienes cotidianamente me brindan su incon-
dicional respaldo. Es imposible dar cuenta cabal de todas las
formas en que Laura Muñoz resulta crucial en empresas como
ésta. ¿Bastará decir que ella, para mí, es imprescindible?

Río Piedras, Puerto Rico/
Coyoacán, México D.F.
16 de abril-22 de julio de 2011.

21
Prólogo a la edición puertorriqueña

Tengo el privilegio de redactar unas líneas a petición del


autor de este libro, historiador puertorriqueño con quien me
une un vínculo de amistad desde el momento en que empren-
diera la investigación que culminó en esta obra. Me atrevo a
hablar a nombre de los historiadores dominicanos, acogiendo
este libro como una contribución del más alto valor dentro del
acervo bibliográfico con que cuenta el país.
Pedro L. San Miguel, como se podrá ver de inmediato, ha
realizado un esfuerzo arduo, coronado exitosamente. Al ha-
cerlo, se ha ido perfilando como un verdadero especialista
en la historia dominicana. Pero no se trata solo de que sea el
primer historiador latinoamericano especializado en nuestro
país, sino que cabe destacar que ha obtenido su dominio en
una forma estimable para los dominicanos: se ha involucrado
vivencialmente entre nosotros, y quienes somos sus amigos lo
vemos como un dominicano más, en lo profesional y en lo
humano. Aprecio que un componente clave de todo su trabajo
ha radicado en conceder atención a los precedentes biblio-
gráficos locales, actitud consecuente con su identificación con
el medio. A mi juicio, esos detalles confieren la capacidad de
penetrar en las médulas de los temas abordados.
Creo que hay una prueba de fuego en la virtud de esta
obra, y es que, para quien, como yo, se ha pasado media vida

23
24 Pedro L. San Miguel

indagando sobre el pasado de los dominicanos, la generalidad


de los nuevos estudios pueden agregar conocimientos, pero
difícilmente logran replantear concepciones generales. Sin
embargo, este libro, no solo me ha enseñado muchísimo, sino
que, más allá, me ha abierto un panorama de intelección cabal
de nuestra historia agraria. San Miguel sabe compilar los co-
nocimientos acumulados y hacer uso exhaustivo de una vasta
documentación, logrando por resultado una panorámica in-
tegral del mundo agrario que, además, profundiza en muchas
de las temáticas relevantes. Por esto, la obra tiene la utilidad de
ayudar al diseño de nuevas líneas de investigación.
Podría pensarse que la familiarización tan exhaustiva con
el medio que ha logrado el autor es irrelevante para sus fines,
pues su enfoque atiende a recortes estructurales, los cuales
serían susceptibles de investigación exclusivamente a través
de las fuentes documentales. Pero, ciertamente, un elemento
que confiere vigor adicional al conjunto de la argumentación
es la combinación de recursos explicativos que, aunque en lo
fundamental provienen de fuentes convencionales, están en-
marcados en una familiarización vivencial.
San Miguel tiene el mérito de captar la vida de las perso-
nas que estudia, y no reducirlas a categorías inhábiles para
dar cuenta precisa del hecho social. Y esa dimensión humana
se inserta en una lógica explicativa, al estar contextualizada
por un riguroso plan analítico. En efecto, nos encontramos
delante de una obra en que los términos han sido especifi-
cados, logrando una trama teórica que se nutre de avances
historiográficos recientes en la materia. El ordenamiento de
la explicación responde a un plan estructural, pero de él se
deriva el plano de lo social y, con este último, el principio del
movimiento social.
La obra, por su nivel de erudición, está delimitada por re-
cortes espaciales y temporales. Así, el objeto del estudio es el
mundo agrario del municipio de Santiago entre 1880 y 1960.
Las razones de la elección están sobradamente justificadas,
Los campesinos del Cibao 25

porque lo que está en juego es el conocimiento del campe-


sinado, y el lugar del estudio constituye la verdadera cuna de
esta clase en la República Dominicana y uno de los lugares
donde todavía se reproduce significativamente. A partir de
Santiago es factible realizar generalizaciones acerca del Cibao,
región que constituye el objeto extendido de la investigación.
Y como el Cibao es la zona agraria más rica de todo el país, San
Miguel puede hacer operaciones comparativas con las restan-
tes regiones, a fin de sistematizar su teoría del campesinado
dominicano.
En cuanto al horizonte temporal, el trabajo contiene exten-
sas consideraciones acerca de la historia agraria precedente,
logrando enfoques novedosos sobre la misma, generados por
las exigencias de su propio objeto de investigación. Finalmen-
te, se concreta un cuadro del mundo agrario que constituirá
un puntal para investigaciones relativas a los procesos más re-
cientes. Tenemos la suerte de que hoy día Pedro San Miguel
esté investigando uno de los aspectos más interesantes, el de
los movimientos campesinos posteriores a la muerte de Truji-
llo, que tuvieron su epicentro entre 1969 y 1976 aproximada-
mente. Estoy seguro de que la riqueza de la trama expuesta
contribuirá a alentar otras incursiones en la historia agraria
dominicana.
No creo que tenga que extenderme demasiado en la pon-
deración del contenido de la obra, ya que la formulación ela-
borada por el autor es contundentemente explícita, y porque,
adicionalmente, yo me siento solidarizado con el tratamiento.
De todas maneras, quisiera introducir alguna consideración
personal que me sugiere la lectura.
La categoría campesino, en la forma en que queda especi-
ficada, provee de excelentes sugerencias para el tratamiento
de este capítulo de la historia agraria. Ante todo porque des-
linda analíticamente el grueso de la historia dominicana del
modelo alternativo, representado por la plantación. La cate-
goría se hace depender históricamente de dos condiciones:
26 Pedro L. San Miguel

la relación de los cultivadores con el capital mercantil y con el


Estado. No se trata solo de que reivindica la necesidad de que
la historia del Caribe se perciba de acuerdo a esquemas más
complejos que los supuestos a partir de la generalización de la
economía de plantación. Creo que todavía es más importante
la forma en que sistematiza la relación de la masa campesina
con el capital mercantil y el poder estatal. Es tal la riqueza en la
intelección de estas relaciones, que se presenta un panorama
omnicomprensivo de la estructura económica y social del país
en aquellas décadas de 1880 a 1960, por completo condicio-
nada por el sector agropecuario. Evidentemente, Pedro San
Miguel no pretende hacer una historia integral. Sin embargo,
de su estudio se derivan múltiples claves posibles para el esta-
blecimiento de articulaciones entre diversos componentes de
la realidad social.
En la República Dominicana, el capital y el poder político
reposaron sempiternamente en la explotación de la masa cam-
pesina. Esta crucial relación era producto de la escasa forma-
ción de capitales en períodos previos, y asumió una poderosa
capacidad de autorreproducción. Sería excesivo, por supues-
to, afirmar que en esto radica la quintaesencia de la historia
dominicana de entonces; pero sin acudir a ello, no se podría
entender la calidad de los procesos políticos, a partir de las di-
ficultades que encontró el establecimiento de una hegemonía
estatal y la formación de una burguesía nacional capitalista.
Hasta hoy, sin duda, la vida nacional está sesgada por las re-
soluciones que tuvieron las relaciones agrarias como foco de
generación de los excedentes en el proceso de desarrollo del
capitalismo local. Como se muestra en la investigación, el pre-
capitalismo sobre el cual giró la existencia del campesinado
tuvo un peso predominante en la región cibaeña hasta las dé-
cadas terminales tratadas en el estudio.
Ahora bien, el establecimiento de estas relaciones entre los
factores del poder social y la masa campesina comprendía una
complejidad de tendencias que es puesta de relieve en forma
Los campesinos del Cibao 27

excelente en este texto. El capital mercantil era una condición


de surgimiento y reproducción de la clase campesina y, al mis-
mo tiempo, por definición, erosionaba, en el largo plazo, sus
bases de sustentación.
Algo comparativamente similar cabe observar con relación
al Estado, aparato que se sostenía, en última instancia, de los
excedentes derivados del producto agropecuario y que, por
tal razón, tuvo entre sus líneas de acción más relevantes la de
proteger la subsistencia del campesinado. Ahora bien, de la
misma manera, la tendencia a la reproducción autárquica de
la unidad campesina, por encima de una relación imprescin-
dible con el mercado –problema por demás bien situado en
este estudio–, concitaba reacciones estatales tendentes a la ob-
tención de mayores excedentes. Las mismas se materializaban
en dos direcciones: el incremento de la presión tributaria, que
incluía trabajo gratuito forzoso para el fomento de las fuerzas
productivas, y la protección a la formación de unidades capi-
talistas, nacionales o extranjeras, por cuanto se juzgaba que
implicaban un incremento notable de los excedentes econó-
micos. A la larga, tales exigencias del poder estatal profundiza-
rían las tendencias que socavaban la estabilidad de la unidad
campesina.
Y, sin embargo, el campesinado seguía subsistiendo, no
obstante los importantes niveles de desarrollo capitalista y de
urbanización. En 1960 la República Dominicana seguía sien-
do, demográficamente, un país de campesinos, no obstante
el hecho de que el sector capitalista ya aportara una porción
mayoritaria al conjunto del ingreso nacional. El punto al que
el libro trata de responder, a ese respecto, es el conjunto de
causas que determinaron que, por encima de estas inevitables
tendencias a su cuestionamiento, superviviesen las relaciones
sociales sobre las que se basaba la vida del campesinado. El
panorama que se traza a lo largo de los capítulos centrales
de la obra da cuenta de esta lógica compleja, acudiendo a re-
cursos novedosos en la historiografía dominicana, dentro de
28 Pedro L. San Miguel

los cuales yo subrayaría planos como la vida cotidiana, las im-


plicaciones de las relaciones interpersonales, el horizonte lo-
cal, los efectos de las mentalidades; en síntesis, el plano de lo
micro.
Es patente que aquel mundo que Pedro L. San Miguel
interpreta hoy está en vías de extinción. En consecuencia,
corresponde comprender cómo se rompió la tendencia a la
recomposición constante de esas relaciones agrarias y cómo
se desenvuelven estas hoy, cuando la población rural está dis-
minuyendo a ritmo vertiginoso. En fin, la dilucidación de qué
sucede en el campo dominicano debe ser parte decisiva del
diagnóstico del presente y de la proyección del porvenir. Y
aunque Pedro San Miguel no se introduce en el problema,
todo su enfoque provee de insumos para que esto se efectúe.
Desde ese ángulo es desde el que yo encuentro la adicional
utilidad política inmediata que tiene su texto.

Roberto Cassá
Profesor Emérito
Universidad Autónoma de Santo Domingo/
Director del Archivo General de la Nación.
Prefacio a la edición puertorriqueña

Quien no haya pasado por la experiencia de escribir un li-


bro pensará que señalar en el prefacio que la obra es pro-
ducto del apoyo de muchas personas es un rito carente de
contenido. Yo no puedo hablar por otros autores; pero, en mi
caso particular, completar este libro hubiese sido imposible sin
el auxilio y estímulo de numerosas personas e instituciones.
Narrar la historia de su gestación es, en buena medida, res-
catar los nombres de aquellos y aquellas que, de una forma u
otra, contribuyeron a su elaboración.
En 1983, yo era un estudiante graduado en el Departamen-
to de Historia de Columbia University, en Nueva York, gracias
a una beca Dorothy Danforth-Compton que me fue concedida
entre 1982-86. El año 1983-84 fue intenso y estuvo lleno de
sorpresas. En el verano, inicié las lecturas con el fin de cumplir
con uno de los requisitos del programa: el ominoso examen
comprensivo. Entonces me di cuenta de lo poco que había leí-
do y, en consecuencia, de lo poco que sabía sobre la República
Dominicana. Mi ignorancia era abismal: me sentí incómodo y,
quizás, hasta un tanto avergonzado. No sé qué hubieran hecho
otras personas en mi lugar; yo decidí que debía subsanar mi
desconocimiento.
Al expresarle a mi tutor el interés que tenía en realizar
una investigación sobre la República Dominicana, Herbert

29
30 Pedro L. San Miguel

S. Klein, con el entusiasmo que le conocimos muchos de sus


alumnos, me apoyó incondicionalmente. Por la confianza que
depositó en mí en diversos momentos, le estoy perennemente
agradecido. En Columbia conocí a César Mieses, quien ini-
ció mi «dominicanización intelectual», y a Frank Moya Pons,
quien me orientó sobre las posibilidades de investigación en la
República Dominicana. En el otoño de 1983, había escrito un
proyecto de investigación sobre el campesinado dominicano.
En esos meses, cuando este libro era apenas una propuesta de
unas cuantas páginas, Katia M. de Queirós Mattoso, profesora
visitante en Columbia, y el finado Carlos Díaz Alejandro me
hicieron valiosas sugerencias. Durante el otoño de 1983 hice
la primera de muchas visitas a la República Dominicana, cos-
tumbre que ya se ha convertido en una necesidad vital. Iróni-
camente, desde Nueva York comenzaba, realmente, a conocer
el Caribe. Todavía rememoro el viaje en autobús desde Santo
Domingo a Santiago. Así entré en el Cibao, mi «objeto de es-
tudio». En el verano de 1984 me dirigía entusiasmado hacia la
República Dominicana.
El año 1984-85 fue del todo inolvidable. Poder pasar un año
investigando en los archivos y bibliotecas es un raro privilegio,
el que disfruté gracias a una generosa beca Fulbright-Hays. En
Santiago, conocí a Rafael Emilio Yunén quien, desde el prin-
cipio, me brindó su amistad y su ayuda. A él, y a Margarita
Haché de Yunén, mi más profundo agradecimiento. Aunque
me imagino que ellos ya lo saben, no está demás señalar que
Diógenes, Margarita, Elfrida, Danny, Anandy y Yasmín Mallol,
e Isabel Paulino ocupan un lugar muy especial en mis afectos.
Mis gracias también a Danilo de los Santos e Iturbidez Zaldí-
var. Formalmente hablando, Manuel de Jesús Martínez fue mi
asistente de investigación; en la práctica, fue mucho más que
eso. También quiero que conste mi agradecimiento a don Ro-
mán Franco Fondeur (q.e.p.d.), entonces director del Archivo
Histórico de Santiago, y a su hijo, César Franco, quien conti-
nuó con devoción la labor de su padre. El Lic. José Reinoso
Los campesinos del Cibao 31

me permitió, generosamente, usar su extraordinario archivo


notarial. Durante varios meses, el personal de su bufete tole-
ró con humor al «boricua», mientras yo examinaba «papeles
viejos». Los empleados del Tribunal de Tierras en Santiago, de
la Secretaría Municipal del Ayuntamiento, de la Conservadu-
ría de Hipotecas, y del Archivo General de la Nación hicieron
más fácil mi investigación; su conversación la hizo agradable.
Igualmente, deseo expresar mi agradecimiento al personal de
la Colección Dominicana de la Pontificia Universidad Católica
Madre y Maestra, en Santiago, y al de la Biblioteca Nacional.
En la ciudad de Santo Domingo –la Capital, como dicen en
el Cibao– conté con el apoyo de numerosos amigos. A Walter
Cordero lo conocí una mañana en el Archivo General de la
Nación. Desde entonces me beneficié de su inigualable cono-
cimiento sobre la historia agraria de la República Dominica-
na. Lo mismo debo decir de otros colegas y amigos quienes
pusieron a mi disposición sus conocimientos y su experiencia.
Entre ellos debo destacar a Orlando Inoa, Jaime Domínguez,
Roberto Cassá y Genaro Rodríguez. Mis gracias, también, a
Raymundo González, Emilio Cordero Michel, Mu-Kien A.
Sang, Antonio Lluberes, Nelson Carreño, Luis Álvarez, Rubén
Silié, Emelio Betances, Pedro Juan del Rosario y Wilfredo Lo-
zano. Ellos, a lo largo de los años, han hecho de mi apren-
dizaje un proceso agradable y estimulante; de paso, me han
privilegiado con su amistad.
Luego de pasar un excitante año en la República Domini-
cana, regresé a Nueva York a escribir. En la «gran manzana»
recibí el apoyo incondicional de mi primo César Figueroa y de
su esposa Milly. Durante la redacción de la tesis que sirvió de
base a este libro, un grupo de amigos y compañeros de estudio
generaron una red de apoyo moral, entre ellos: Sammy Céspe-
des, Luis Duany, Ingrid Bircann, Esaúl Sánchez, María Bene-
detto y Gabriel Haslip-Viera. Mientras escribía, Félix Matos se
convirtió en algo así como mi analista. Espero que esta no sea
una cuenta difícil de pagar. Los miembros del tribunal de tesis
32 Pedro L. San Miguel

me hicieron una serie de sugerencias y críticas –algunas de las


cuales no aprecié en el momento– que me fueron de prove-
cho. Mis gracias, pues, a Steve Haber, Laird Bergad, Lambros
Comitas y Richard Billows.
En la Universidad de Puerto Rico encontré nuevas fuentes
de respaldo. El personal de la Biblioteca Regional de América
Latina y el Caribe, y el del Centro de Investigaciones Históricas
fueron particularmente útiles. Gracias al Fondo Institucional
Para la Investigación del Decanato de Estudios Graduados e
Investigación de la UPR, pude realizar varios viajes cortos a la
República Dominicana, que me permitieron recabar fuentes
adicionales. Igualmente, pude contar con la eficiente ayuda
de Mabel Rodríguez Centeno, Juana F. Cabello y Fernando
Medina.
Hace ya algún tiempo, Fernando Picó me inició en el mundo
fascinante de la historia agraria. Él, más que ninguna otra per-
sona, ha contribuido a moldear mi carrera como historiador,
aunque –quizás– esta sea una responsabilidad que no quiera
asumir. En Como el agua que fluye (Buenos Aires, 1991), Margue-
rite Yourcenar dice que «toda existencia ...[es] como el agua
que corre, pero en la que únicamente los hechos importantes,
en vez de depositarse en el fondo, emergen a la superficie y
alcanzan con nosotros la mar». No creo exagerado decir que
las enseñanzas, la solidaridad y el aprecio que me ha brindado
como maestro, colega y amigo, a través de varias décadas, son
parte de las aguas de «la vida» que emergen a la superficie y
que me acompañan en mi recorrido hacia el mar.
Mis colegas en el Departamento de Historia de la Univer-
sidad de Puerto Rico han constituido una fuente de aliento.
Por ello extiendo mi agradecimiento a Wigberto Lugo, Javier
Figueroa, Francisco Moscoso, Gonzalo Córdova, Astrid Cuba-
no, Jorge Iván Rosa Silva (q.e.p.d.), Luis Agrait, Carlos Pabón,
Manuel Rodríguez, José Cruz Arrigoitia y Mayra Rosario. Otros
compañeros universitarios compartieron en algún momento
mis «disquisiciones cibaeñas». Entre ellos debo destacar a
Los campesinos del Cibao 33

Silvia Álvarez, Francisco Scarano, Humberto García Muñiz,


Jorge Lizardi, Carlos Altagracia, Walter Bonilla y José Rodrí-
guez. Los estudiantes en mis cursos graduados sobre historia
agraria del Caribe se merecen un reconocimiento especial:
ellos constituyeron una audiencia cautiva que me permitió
plantear y refinar algunos de los argumentos que se recogen
en estas páginas. Espero, pues, que su sacrificio no haya sido
en vano. Carmen Rivera Izcoa contribuyó a brindarme alien-
to para terminar este trabajo. Los atinados comentarios de
Catherine Legrand me ayudaron a reforzar y aclarar varios
argumentos.
Este libro es una versión revisada de la tesis presentada en
1987 en Columbia University con el título «The Dominican
Peasantry and the Market Economy: The Peasants of the Ci-
bao, 1880-1960». Su traducción al español fue realizada por
Agnes Ruiz, María Concepción Hernández, Orlando González
y María del Carmen Rosado, graduados del Programa de Tra-
ducción de la UPR. Demás está decir que, sin la labor de este
competente equipo de traductores, no hubiese sido posible
publicar este trabajo. A ellos y a la profesora Sara Irizarry, bajo
cuya eficiente supervisión se realizó la traducción, mi agradeci-
miento más encarecido. Para su tranquilidad, en el capítulo III
empleo el término «relación de masculinidad», tal como me
sugirieron la profesora Irizarry y María Concepción Hernán-
dez. Quiero aclarar que, debido a la revisión que realicé de
todas y cada una de las partes que componen esta obra, es
muy probable que las traducciones realizadas por este equipo
hayan quedado modificadas. Me temo, igualmente, que mi
insistencia en expresar las cosas «a mi manera» –como dice
una canción de moda en la década de los setenta del siglo pa-
sado– haya desmerecido el correcto y pulcro estilo de dichas
traducciones. Con singular sentido didáctico, Jesús Tomé
efectuó importantes correcciones. Las impecables gráficas
que acompañan al texto fueron elaboradas por Vladimir del
Rosario. Los mapas fueron confeccionados en el Laboratorio
34 Pedro L. San Miguel

Cartográfico del Centro de Estudios Urbanos y Regionales de


la PUCMM, y por el arquitecto Enrique Vivoni Farage, del
Archivo de Arquitectura y Construcción de la UPR.
Respecto a los cambios de contenido, debo señalar que, ade-
más de la consulta de algunas fuentes que no pude trabajar
previamente o de la relectura de otras que había visto muy a
la ligera –después de todo, las tesis hay que acabarlas en algún
momento–, las investigaciones más recientes de algunos cole-
gas me han resultado sumamente valiosas. Tal fue el caso, en
especial, de los trabajos de Orlando Inoa, Michiel Baud y Ray-
mundo González. Sus estudios sobre el campesinado me han
ayudado a reconsiderar algunos aspectos de mi trabajo origi-
nal; además, me han facilitado la ampliación y aclaración de
varios argumentos que quedaron planteados muy toscamente
en la primera versión de este libro. Espero, en todo caso, que
lo que haya podido perder en originalidad lo haya ganado
en claridad, precisión y profundidad. Uno de estos colegas le
adjudica a mi tesis, junto al trabajo de otros investigadores,
el mérito de haber contribuido a replantear el estudio de la
economía campesina en la República Dominicana. Eso no me
corresponde evaluarlo a mí. Pero, si efectivamente he cumpli-
do tal fin, creo que me debo sentir más que complacido.
Estas notas, que comencé a redactar en Río Piedras, Puerto
Rico, las finalicé en Santiago, República Dominicana. Mi re-
torno al Cibao y la revisión final de este libro fueron posibles
gracias a una beca de la Fundación Ford y a la ayuda de la
Facultad de Humanidades y de la Rectoría de la UPR. La pu-
blicación ha sido subvencionada, en parte, por el Decanato de
Estudios Graduados e Investigación. La foto de la portada se
la debo a Arantxa Toribio. Finalmente, Carlos Altagracia com-
partió conmigo la tarea de corregir las pruebas del libro. A
ellos también mi agradecimiento.
Introducción

La evolución económica del Caribe está llena de contras-


tes fascinantes. Pocas regiones en el mundo han sentido los
efectos de la agricultura de plantación como las islas del ar-
chipiélago. Aún en las ínsulas más pequeñas, la economía de
plantación ha dejado su huella imborrable. La caña de azúcar
–reina indiscutible de los cultivos de plantación– ha desem-
peñado un papel crucial en la delineación de los contornos
históricos y sociales de la zona caribeña. La caña ha sido tan
determinante en la región, y las consecuencias de su reinado
tan duraderas (y a menudo dolorosas), que es muy fácil olvidar
que el Caribe no se ha configurado exclusivamente a partir de
sus exigentes dictámenes. En efecto, el campesinado caribeño
ha desarrollado sus propias estructuras agrarias, usualmente
en contraposición a la economía de plantación. Del mismo
modo, aunque muchos de los países del Caribe han seguido
un patrón similar –determinado por la preponderancia de las
plantaciones– algunos se han apartado de la tendencia gene-
ral. Tal es el caso de la República Dominicana.
En la República Dominicana no se dio una «revolución azu-
carera» hasta las postrimerías del siglo xix. Por lo tanto, una
de las características dominantes del país durante el siglo xx
fue la persistencia de su numerosa población campesina.

35
36 Pedro L. San Miguel

Todavía en 1960, más del 70% de la población dominicana


vivía en áreas rurales. Entre los países latinoamericanos y ca-
ribeños, solo Haití y Honduras tenían una población rural
mayor. En ese mismo año, la República Dominicana también
tenía una de las proporciones más altas de unidades agrí-
colas menores de cinco hectáreas.1 Es decir, el país no solo
tenía una población rural dominante, sino que era una de
las sociedades latinoamericanas donde más predominaba el
minifundio.
La existencia de una población rural numerosa no implica
que la ruralía dominicana haya permanecido inalterada. Des-
de finales del siglo xix, la agricultura de exportación cobró
auge, produciendo cambios significativos en el mundo rural.
De acuerdo con algunos estudios, la expansión de los cultivos
comerciales significó el desplazamiento de un gran número
de campesinos quienes se transformaron en asalariados.2 Sin
embargo, a pesar del crecimiento de la agricultura de expor-
tación, el campesinado continuó siendo un componente im-
portante en la sociedad dominicana. Durante el siglo xx, gran
parte de la producción agrícola del país permaneció en manos
del campesinado. No obstante, existen pocos estudios sobre la
repercusión de la economía de mercado en el campesinado
dominicano.
Un rápido examen de los estudios existentes muestra que
el campesinado dominicano no siguió un mismo patrón en
todo el país. Mientras que en el este los campesinos, en su
mayoría, se vieron desplazados por las plantaciones azuca-
reras, en otras regiones del país el campesinado participó
activamente en la agricultura comercial. Tal fue el caso en

1
Marlin D. Clausner, Rural Santo Domingo: Settled, Unsettled and Resettled
(Philadelphia: Temple University Press, 1973), 239-42.
2
Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo
en la República Dominicana (1844-1930). Vol. II: El desarrollo del capitalismo
en la agricultura (1875-1930) (Santo Domingo: Ediciones Gramil, 1981).
Los campesinos del Cibao 37

el Valle del Cibao.3 No obstante, el campesinado del Cibao


no quedó incólume ante la expansión de la economía de mer-
cado. Por el contrario, varios factores contribuyeron a acen-
tuar las diferencias sociales dentro del campesinado. Mientras
que a finales del siglo xix y principios del xx la mayoría de los
campesinos eran dueños de sus tierras, a lo largo de la cen-
turia pasada, el número de propietarios tendió a disminuir,
así como, por el contrario, los arrendatarios y los aparceros
fueron aumentando.4 Por lo tanto, además de estudiar la adap-
tación del campesinado a la economía de mercado, examino
aquellos factores que fomentaron la diferenciación del campe-
sinado. En parte, este estudio intenta compensar un vacío en
la historiografía dominicana; por otro lado, aspira a contribuir
al estudio comparativo del campesinado de Latinoamérica y
del Caribe.
He escogido el Valle del Cibao para este estudio debido a la
importancia del campesinado en esta región y por su significa-
do para la economía nacional. En muchos sentidos, el Cibao
es una especie de microcosmos del mundo agrario dominica-
no. El Valle del Cibao posee algunas de las tierras agrícolas
más ricas del país, además de estar densamente poblado. En
el Cibao es posible encontrar tanto propiedades campesinas
como latifundios; o campesinos que se dedican a los cultivos

3
Paul Mutto, «Desarrollo de la economía de exportación dominicana, 1900-
1930», Eme-Eme, III, 15 (1974): 67-110; Patrick E. Bryan, «La producción
campesina en la República Dominicana a principios del siglo xx», Eme-Eme,
VII, 42 (1979): 45-51; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican
Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995).
4
Segundo Censo Tabacalero Nacional (Santiago: Instituto del Tabaco, 1973);
y Tercer Censo Tabacalero Nacional (Santiago: Instituto del Tabaco, 1977).
Para análisis globales sobre la situación agraria en las décadas recientes:
Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas sociales en la República Domini-
cana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller, 1981); Problemas de la estructura
agraria dominicana, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1982); y Asociación
Dominicana de Sociólogos, Problemática rural en República Dominicana: III
Congreso de Sociología (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983).
38 Pedro L. San Miguel

comerciales, así como a los cultivos de subsistencia. Casi todos


los cultivos principales del país se siembran en el Cibao, tanto
en propiedades de campesinos como en latifundios. El café,
el tabaco y el cacao, asociados con propiedades pequeñas y
medianas en manos de campesinos, todavía se cultivan en él.
El Valle del Cibao presenta una diversidad de desarrollos eco-
nómicos y sociales que hacen de esta una región de estudio
idónea.
Sin embargo, este no es un estudio del Cibao en su totali-
dad. El Cibao es «rico y grande» –para citar a Juan Bosch– y
presenta tal variedad de desarrollos que sería arriesgado in-
tentar sintetizar aquí varios casos particulares. Por lo tanto,
he concentrado mi trabajo en el municipio de Santiago, aun-
que viendo la común en el contexto general de la economía
regional y nacional. En consecuencia, el mismo no es estric-
tamente un estudio local ni tampoco regional, sino que oscila
entre estos dos polos. Estudiar al municipio de Santiago no
fue fortuito. En primer lugar, Santiago está en el mismo co-
razón del Cibao, en la «frontera» entre las dos grandes zonas
de vida del Cibao: la Línea Noroeste, el Cibao seco y de vege-
tación rala, y el Cibao Central, húmedo y con una densa ve-
getación. En tal sentido, el municipio de Santiago viene a ser
una «muestra» del Cibao en general. En segundo lugar, fue
en la común de Santiago donde, durante la época colonial,
comenzó a desarrollarse un campesinado orientado hacia el
mercado. Por lo tanto, Santiago ha sido, tradicionalmente, el
centro de las redes comerciales del Cibao.
El campesinado ha captado la atención de los científicos so-
ciales, en especial de los antropólogos y de algunos historiado-
res, aunque estos han respondido lentamente al reto lanzado
por los primeros.5 Conceptos como «campesino», «campesina-
do» y «economía campesina» se discuten apasionadamente en

Mitchell A. Seligson, El campesino y el capitalismo agrario de Costa Rica, 2da


5

ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1984), 17.


Los campesinos del Cibao 39

la literatura existente.6 Sin embargo, todavía no existe un con-


senso acerca de estos términos. Las definiciones, en última ins-
tancia, son «modelos», es decir, abstracciones de la realidad. En
tal sentido, no podemos esperar que una definición pueda dar
cuenta de todos y cada uno de los casos específicos en los que
se manifiesta el fenómeno u objeto tratado. Las definiciones
y los modelos presentan un problema adicional. La realidad

Este debate, que se remonta a principios del siglo xx, se originó en las
6

discusiones en torno a las repercusiones del capitalismo en el campesina-


do. Entre las obras clásicas, se encuentran: A.V. Chayanov, La organización
de la unidad económica campesina (Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión,
1974); V.I. Lenin, El desarrollo del capitalismo en Rusia, 3ra ed. (Buenos
Aires: Ediciones Estudio, 1973); y Karl Kautsky, La cuestión agraria, In-
troducción de Giuliano Procacci (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974). Para
algunos de los debates más recientes, ver Jack M. Potter et al., Peasant
Society: A Reader (Boston: Little, Brown and Company, 1967); Magnus
Mörner, «Terratenientes y campesinos latinoamericanos y el mundo ex-
terior durante el período nacional», en: K. Duncan e I. Rutledge (eds.),
La tierra y la mano de obra en América Latina: Ensayos sobre el desarrollo del
capitalismo agrario en los siglos xix y xx (México: Fondo de Cultura Econó-
mica, 1987), 501-30; Mark Harrison, «The Peasant Mode of Production
in the Work of A.V. Chayanov», y Judith Ennew, Paul Hirst y Keith Tribe,
«Peasantry as an Economic Category», JPS, 4 (1977): 323-36 y 295-322,
respectivamente; Héctor Díaz Polanco, Economía y movimientos campesi-
nos (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976);
René Dumont, Campesinos: Una clase condenada (Caracas: Monte Ávila
Editores, 1975); James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebe-
llion and Subsistence in Southeast Asia (New Haven: Yale University Press,
1976); Samuel L. Popkin, The Rational Peasant: The Political Economy of
Rural Society in Vietnam (Berkeley: University of California Press, 1979);
Teodor Shanin, La clase incómoda: Sociología política del campesinado en una
sociedad en desarrollo (Rusia 1910-1925) (Madrid: Alianza Editorial, 1983),
e ibid. (ed.), Peasants and Peasant Societies: Selected Readings (Middlesex,
Ing.: Penguin Books, 1979); Alain de Janvry, The Agrarian Question and
Reformism in Latin America (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1983); William Roseberry, «Los campesinos y el mundo», en: Stuart Pla-
ttner (ed.), Antropología económica (México: Alianza Editorial y Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, 1991), 154-76; Frank Cancian, «El
comportamiento económico en las comunidades campesinas», en: Platt-
ner (ed.), Antropología económica, 177-234; y José Luis Calva, Los campesinos
y su devenir en las economías de mercado (México: Siglo XXI, 1988).
40 Pedro L. San Miguel

social nunca es estática; a veces cambia paulatinamente, otras


con rapidez. En cualquier caso, referirse a un concepto tan
evasivo como «campesino» presenta problemas específicos
para el historiador, el cual se preocupa tanto por la permanen-
cia como por el cambio. Por lo tanto, la definición de «campe-
sino», en sí misma, debe contener un modelo explicativo de
las transformaciones sufridas por las sociedades campesinas.7
La característica esencial del campesinado es su relación con
la tierra: los campesinos son habitantes rurales dedicados prin-
cipalmente a la agricultura. Sin embargo, el cultivo de la tierra
a menudo se asocia con otras actividades económicas, como
la crianza de animales, la caza, la pesca, el corte de madera
y las manualidades. Según ha señalado Eric Wolf, el objetivo
primordial del campesino es la subsistencia; además, busca al-
canzar determinado status social, culturalmente definido, den-
tro de su comunidad.8 Wolf señala que, a diferencia de otros
sectores rurales (por ejemplo, los hacendados o los plantado-
res), el campesino busca sostener a su familia, no administrar
una empresa, maximizando sus ganancias. Entre otras cosas,
los campesinos invierten recursos en fiestas, celebraciones y
ceremonias religiosas, y en intercambios de bienes y servicios
con sus vecinos, allegados y parientes. El uso de recursos de tal
manera puede resultar «irracional» a las personas totalmen-
te inmersas en una economía mercantil. Sin embargo, para el
campesino forman parte de un entramado de relaciones sociales
que sostienen su pertenencia a una comunidad. Y aunque no
resulte tan evidente, también forman parte de las estrategias

7
Estos planteamientos están basados en la exposición de: Witold Kula, Teo-
ría económica del sistema feudal (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974), esp. 3-24.
Roseberry, en «Los campesinos y el mundo», critica las visiones estáticas,
prevalecientes entre los antropólogos, en los estudios sobre el campesi-
nado.
8
Eric R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper &
Row, 1973), xiv; y Peasants (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1966),
4-17 y 37-48.
Los campesinos del Cibao 41

de supervivencia del campesinado. Los bienes compartidos en


las fiestas y las ceremonias se traducen en un mayor prestigio
a nivel local. A largo plazo, esto brinda ventajas muy tangibles
frente a los miembros de la localidad que rehúyen esas solida-
ridades comunales. De igual manera, los servicios y los bienes
ofrecidos en tiempo de abundancia, pueden ser reciprocados
en momentos de escasez o necesidad.9
Debido a la centralidad de la subsistencia entre los campesi-
nos, estos producen buena parte de los bienes que consumen.
Según algunos autores –entre los que se destaca Chayanov–, la
producción para la subsistencia tiende hacia la autosuficiencia
y al aislamiento.10 Esta percepción, prevaleciente en muchas
de las obras pioneras sobre el campesinado, ha ido cediendo a
medida que se ha roto con los marcos conceptuales y espaciales
que delimitaban los estudios de las «comunidades pequeñas»,
para usar el término popularizado por Robert Redfield.11 Hoy
en día el campesinado es visto como un sector social complejo,
inmerso en redes económicas y políticas amplias que trascien-
den la localidad más inmediata. Como ha destacado William
Roseberry, teorías como las del «sistema económico mundial»,
aunque ajenas inicialmente al estudio del campesinado, con-
tribuyeron a resquebrajar el particularismo y el aislamiento en
que se concebía a las comunidades rurales.12 En fin, a pesar de
producir para la subsistencia, los campesinos no son totalmen-
te autosuficientes; mucho menos son ajenos a las relaciones
con el «exterior», esto es, con todo aquello que es externo a
su comunidad inmediata. Por el contrario, en su intento de

9
Baud, Peasants and Tobacco, 63-72; y James C. Scott, Weapons of the Weak:
Everyday Forms of Peasant Resistance (New Haven: Yale University Press,
1985). Sobre las opiniones divergentes en torno a la economía campesi-
na, ver Cancian, «El comportamiento económico».
10
Cancian, «El comportamiento económico», 196-200.
11
Robert Redfield, The Little Community/Peasant Society and Culture (Chica-
go: University of Chicago Press, 1965).
12
Roseberry, «Los campesinos y el mundo», 157-58.
42 Pedro L. San Miguel

ganarse la vida, los campesinos participan activamente en la


producción para el mercado. Estas relaciones con el mercado
son esenciales para satisfacer muchas de las necesidades de la
familia campesina. No obstante, los grados de participación en
el mercado varían de una región a otra; en una misma comuni-
dad pueden variar de unos campesinos a otros.13 Así, mientras
que unos campesinos dedican sus tierras a los cultivos alimen-
tarios, otros combinan los mismos con los cultivos comerciales.
Pero también hay campesinos que, por carecer de tierras sufi-
cientes o adecuadas, tienen que recurrir al trabajo asalariado
para complementar sus necesidades básicas. En otras palabras,
el campesinado presenta variaciones significativas en cuanto a
sus vínculos con el mercado y, en consecuencia, con relación a
sus estrategias de supervivencia.
A partir de la producción para el mercado y de las redes
comerciales que se derivan de ella, el campesinado se integra a
esquemas sociales amplios que trascienden –económica, polí-
tica y culturalmente– su comunidad inmediata. De por sí, estos
vínculos son una fuente de transformación de las comunida-
des rurales. Sobre todo, porque dichas redes surgen con el fin
primordial de obtener algún tipo de beneficio de los sectores
campesinos. Wolf ha destacado cómo los comerciantes, los
usureros y los terratenientes utilizan los vínculos del campesi-
nado con el mercado para obtener excedentes económicos.14
Por ejemplo, para los comerciantes, los campesinos constituyen
una importante fuente de productos agrícolas susceptibles de
ser mercadeados. Para los terratenientes, los campesinos re-

13
Wolf, Peasants, 40-45; Cancian, «El comportamiento económico»; Sidney
W. Mintz, Caribbean Transformations (Baltimore: Johns Hopkins University
Press, 1984), 132; y «From Plantations to Peasantries in the Caribbean»,
en: Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore:
Johns Hopkins University Press, 1985), 139.
14
Wolf, Peasants, 37-49. Ver también: Cancian, «El comportamiento eco-
nómico»; Roseberry, «Los campesinos y el mundo»; y Baud, Peasants and
Tobacco.
Los campesinos del Cibao 43

presentan una fuente de mano de obra. A menudo, las exigen-


cias de estos grupos externos atentan contra la subsistencia y
la posición social de los campesinos. Pero la misma dialéctica
de las fuerzas externas y de los cambios a nivel local –como el
crecimiento poblacional y los cambios ecológicos– induce a
los campesinos a integrarse cada vez más al mercado. El man-
tener un «equilibrio» entre estos requerimientos externos y
sus necesidades forma parte central de lo que Wolf denomina
el «dilema campesino».15
Usualmente, la penetración de las relaciones de mercado
en el campo se ha dado a la par con una mayor injerencia del
Estado en la ruralía. Por lo tanto, el campesinado sufre una
doble subordinación: a las clases dominantes (en especial a
los comerciantes y los terratenientes) y al Estado, el que tam-
bién asume una posición extractiva respecto al campesinado.
La subordinación del campesinado al Estado lo distingue del
«agricultor primitivo», que, como ha señalado Wolf, se ubica
fuera de las estructuras estatales.16 Por tal razón, su interac-
ción con los demás componentes de la sociedad es inexistente
o, a lo sumo, resulta esporádica. Este extrañamiento limita
sus posibilidades de mantener vínculos estables con las redes
de intercambio que trascienden el ámbito local. El campesi-
no, por el contrario, se ha integrado en estas redes; gracias
a ellas participa de unos intercambios amplios, que conectan
regiones ubicadas a largas distancias. En las economías mer-
cantiles, esto implica la participación del campesinado en los
mercados regional y nacional, y, en ocasiones, en el mundial.17

15
Wolf, Peasants, 12-7.
16
Wolf, Peasants, 2-4. Para una discusión más amplia y actualizada, ver Allen
Johnson, «Horticultores: El comportamiento económico en las tribus»,
en: Plattner (ed.), Antropología económica, 79-115.
17
Kula, Teoría económica; Roseberry, «Los campesinos y el mundo»; y Fran-
ces F. Berdan, «Comercio y mercados en los Estados precapitalistas», en
Plattner (ed.), Antropología económica, 116-53.
44 Pedro L. San Miguel

La integración del campesinado en el tejido social más am-


plio es una de las fuerzas principales en las transformaciones
sufridas por las sociedades campesinas. Ante todo, la penetra-
ción de la economía de mercado fomenta la monetización de
la vida. También crea nuevas necesidades entre los campesi-
nos, las que se satisfacen por medio de la compra y la venta de
mercancías. Pero esto acarrea una mayor competencia por los
recursos económicos y, en consecuencia, una mayor comercia-
lización de los bienes esenciales para la economía campesina.
Otro de los resultados de la expansión de la economía de mer-
cado en la ruralía es el crecimiento de las diferencias sociales
entre el campesinado.18 Por lo tanto, el efecto de la economía
mercantil sobre las comunidades rurales debe verse tanto a
corto como a largo plazo. De otra manera, corremos el riesgo
de aceptar que su resultado inmediato se proyecta de forma
lineal hacia el futuro; o, que, por el contrario, su repercusión
a largo plazo está predeterminada –como una bendición
o como una maldición, según la postura ideológica que se
adopte– desde sus inicios.19
El campesinado ha existido en la mayoría de las sociedades;
sin embargo, no es un sector homogéneo. Wolf ha establecido
una diferencia, por ejemplo, entre la «comunidad corporativa
cerrada» y la «comunidad campesina abierta». La primera está
orientada hacia sí misma y tiene una serie de rasgos étnicos,
culturales y económicos que la distinguen y separan del resto
de la sociedad. En América, las comunidades cerradas son más
características de aquellas regiones, como México y la región
andina, donde la población de origen indígena mantuvo una
presencia significativa. Aunque modificadas por el proceso de
la conquista, en dichas áreas el campesinado retuvo formas
comunitarias, de origen precolombino. La segunda está más

18
Lenin, El desarrollo del capitalismo; Kautsky, La cuestión agraria; y Cancian,
«El comportamiento económico», 216-26.
19
Roseberry, «Los campesinos y el mundo», 163-68; Cancian, «El compor-
tamiento económico», 229-34; y Baud, Peasants and Tobacco, 201-17.
Los campesinos del Cibao 45

orientada hacia el exterior y comparte los rasgos culturales


esenciales de la sociedad a la que pertenece; es decir, carece
de los particularismos culturales que diferencian a los miem-
bros de las comunidades cerradas. En Europa, la comunidad
campesina abierta fue la respuesta a la creciente demanda de
productos que acompañó al capitalismo; en gran medida, este
también fue el caso en el Caribe.20 Esta distinción, empero,
no debe tomarse como un absoluto. Como ha señalado Frank
Cancian, las comunidades campesinas oscilan entre períodos
durante los cuales tienden a «cerrarse» y etapas en las cua-
les mantienen una mayor apertura hacia el mundo exterior.
Esto se debe, ante todo, a que tanto las comunidades cerradas
como las abiertas «están sujetas a presiones similares por parte
del sistema global».21 Aun las sociedades orientadas hacia el
exterior tienen sus propias estructuras y sus códigos sociales
particulares, los que desempeñan un papel central en las estra-
tegias de supervivencia del campesinado.
Incluso dentro de una misma comunidad campesina exis-
ten diferencias entre sus miembros. Por ejemplo, no todos los
miembros de una comunidad campesina –abierta o cerrada,
para continuar usando los modelos propuestos por Wolf– lo-
gran alcanzar el mismo acceso a la tierra. Por tal razón, se puede
establecer una jerarquía en cuanto a la propiedad de la tierra; la
misma va desde los campesinos con tierra hasta los que poseen
poca o ninguna tierra. De hecho, algunos autores se refieren a

20
Eric R. Wolf, «Types of Latin American Peasantry: A Preliminary Discus-
sion», AA, 57 (1955): 452-71; Cancian, «El comportamiento económico»,
185-90; y Mintz, Caribbean Transformations, 131-34. Para México y el Perú,
ver Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, 6ta ed.
(México: Siglo XXI, 1981); Margarita Loera y Chávez, Economía campesi-
na en la colonia: Un caso en el Valle de Toluca (México: Instituto Nacional
Indigenista, 1981); Steve J. Stern, Peru’s Indian Peoples and the Challenge of
Spanish Conquest: Huamanga to 1640 (Madison: University of Wisconsin
Press, 1986); y Karen Spalding, Huarochirí: An Andean Society under Inca
and Spanish Rule (Stanford: Stanford University Press, 1988).
21
Cancian, «El comportamiento económico», 215.
46 Pedro L. San Miguel

una élite campesina, la que se distingue por tener amplio acceso


a la propiedad agraria.22 Además, los campesinos se diferencian
entre sí por las formas en que logran acceso al suelo: pueden
ser propietarios, arrendatarios o aparceros. Usualmente este es-
pectro de posibilidades indica diversos grados de desarrollo de
las desigualdades sociales en el campo. Entre los campesinos,
también suelen existir variaciones significativas con relación
al uso de la fuerza de trabajo. En principio, los campesinos se
ganan la vida utilizando la fuerza laboral de la familia. Pero
esto se consigue solo dentro de límites muy estrictos. En pri-
mer lugar, porque los campesinos ocasionalmente recurren al
trabajo asalariado para complementar su ingreso. Esta es otra
de las formas mediante las cuales los campesinos se insertan en
la economía de mercado. Conforme se ensanchan las brechas
sociales dentro del campesinado, un creciente número de cam-
pesinos encuentra su principal medio de subsistencia en el tra-
bajo asalariado. Es decir, la falta de otros recursos –en especial
de tierra– obliga a los campesinos a convertirse en asalariados
permanentes.23 Por lo tanto, en cualquier sociedad rural pode-
mos encontrar un campesinado estratificado a partir de unos
factores esenciales, como el acceso a la tierra y su participación
en el mercado de trabajo. A menudo, un «continuum cultural»
empaña estas diferencias; no obstante, las mismas existen.24
Este libro está organizado en varios capítulos temáticos. El
capítulo I reconstruye la evolución general de la historia agra-
ria dominicana hasta principios del siglo xx. Intenta mostrar
cómo las tendencias de «larga duración» de la historia eco-
nómica del país fueron propicias al surgimiento del campe-

22
Cancian, «El comportamiento económico», 226-28.
23
Sobre la «diferenciación social» del campesinado: Lenin, El desarrollo del
capitalismo; Cancian, «El comportamiento económico», 215-28; y de Jan-
vry, The Agrarian Question, esp. 94-140.
24
Sidney W. Mintz, «The Rural Proletariat and the Problem of Rural Prole-
tarian Consciousness», JPS, l (1974): 291-325.
Los campesinos del Cibao 47

sinado, especialmente en el Valle del Cibao. En conjunto, los


capítulos II y III ofrecen una introducción a la región que es-
tudio. Aparte de brindar una información geográfica básica,
se incluye una discusión de las tendencias demográficas, de los
patrones de asentamiento y de los patrones del uso de la tierra.
Estos tres primeros capítulos son de naturaleza introductoria,
y tienen la intención de caracterizar al Cibao dentro de la so-
ciedad dominicana en general.
Los capítulos siguientes examinan algunos factores que son
cruciales para la comprensión de la evolución económica del
campesinado del Cibao. El capítulo IV, trata de las relaciones en-
tre los campesinos y los comerciantes. En el mismo, examino el
papel de los comerciantes en el desarrollo de la economía campe-
sina, y algunos de los mecanismos utilizados por los comerciantes
para controlar la producción agraria. También sugiero varios de
los cambios inducidos por el capital comercial sobre los patrones
económicos tradicionales del campesinado. El crédito era uno de
los aspectos clave de la relación entre campesinos y comerciantes.
Sin embargo, no era una variable independiente en los vínculos
entre ellos; por el contrario, el crédito dependía de las coyuntu-
ras económicas. Por lo tanto, el capítulo V explora la relación
entre el crédito y los ciclos económicos. La sección siguiente, el
capítulo VI, enfoca la cuestión de la tierra. En este, discuto la co-
mercialización de la tierra como resultado del crecimiento de la
economía de mercado. Además, intento identificar los factores
principales que definieron la estructura agraria del municipio de
Santiago. El capítulo VII, examina las políticas del Estado respec-
to al campesinado, en especial durante la ocupación del país por
parte de los Estados Unidos (1916-24) y durante el Trujillato. El
objetivo de este capítulo es mostrar cómo el Estado intensificó
su presencia –en ocasiones de manera contradictoria– en la vida
del campesinado. Por último, en las conclusiones retomo los
principales argumentos de las secciones anteriores con el fin de
discernir las peculiaridades de la evolución de la economía rural
del Cibao durante el siglo xx.
Capítulo I
La formación del campesinado:
la historia agraria dominicana

La Española y la economía azucarera caribeña

Entre finales del siglo xviii y comienzos del xix, ocurrieron


importantes cambios económicos y sociales en las colonias es-
pañolas del Caribe.1 Por casi dos siglos, Cuba, Santo Domingo y
Puerto Rico parecían estar en un letargo, en comparación con
otras colonias caribeñas, las que fueron transformándose como
resultado de su relación con el mercado internacional, la agri-
cultura de plantación y el comercio de esclavos. Irónicamente,
fue justo en estas tres islas donde, a principios del siglo xvi,
surgió el primer sistema de plantación en las Américas. La
producción de azúcar para la exportación comenzó en la isla
de La Española que, como se verá más adelante, pasó por
un corto ciclo azucarero durante esa centuria; Puerto Rico y
Cuba siguieron su ejemplo. Pero una serie de causas produ-
jeron el fracaso de este primer experimento azucarero en las

Una versión en inglés de este capítulo fue publicada en: «The Making
1

of a Peasantry: Dominican Agrarian History from the 16th to the 20th


Century», Punto y Coma, 11, 1-2 (1990): 143-62.

49
50 Pedro L. San Miguel

Antillas. Por lo tanto, para finales del siglo xvi, la producción


de azúcar menguó en las tres islas.2
El siglo xvii presenció el desarrollo de la economía de plan-
tación en otras islas caribeñas. Al extenderse, las plantaciones
azucareras pusieron en peligro las actividades productivas que
surgieron en otras unidades agrarias.3 Este fue el caso, sobre
todo, en las islas más pequeñas, donde –como señala Sidney
Mintz– la tierra era escasa. Además, en islas como Barbados y
San Cristóbal, las condiciones ecológicas no eran tan variadas

2
Para las etapas iniciales de la industria azucarera en el Caribe, ver Eric
Williams, From Columbus to Castro: The History of the Caribbean, 1492-1969
(New York: Harper & Row, 1973), 23-57. Los casos específicos de la econo-
mía azucarera de La Española, Puerto Rico y Cuba se discuten en: Frank
Moya Pons, La Española en el siglo xvi, 1493-1520: Trabajo, sociedad y política
en la Economía del Oro, 2da ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y
Maestra, 1973), 243-68; Mervyn Ratekin, «The Early Sugar Industry in Es-
pañola», HAHR, 34 (1954): 1-19; José Chez Checo y Rafael Peralta Brito,
Azúcar, encomiendas y otros ensayos históricos (Santo Domingo: Fundación
García-Arévalo, 1979), 13-54; Franc Báez Evertsz, La formación del sistema
agroexportador en el Caribe (República Dominicana y Cuba, 1515-1898) (Santo
Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), 43-56; Ge-
naro Rodríguez Morel, «Los orígenes de la economía de plantación en
América: La Es­pa­ñola en el siglo xvi» (Tesis doctoral, Universidad Jaume
I, 2009); Salvador Brau, «La caña de azúcar», en: Ensayos (Disquisiciones
sociológicas) (Río Piedras: Edil, 1972), 271-94; Juana Gil-Bermejo García,
Panorama histórico de la agricultura en Puerto Rico (Sevilla: Instituto de Cul-
tura Puertorriqueña y Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1970),
99-113; Elsa Gelpí Baíz, Siglo en blanco: Estudio de la economía azucarera en el
Puerto Rico del siglo xvi (1540-1612) (San Juan: Editorial de la Universidad
de Puerto Rico, 2000); Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el
azúcar (Las Villas: Universidad Central de Las Villas, 1963), 341-55; Julio
Le Riverend, Historia económica de Cuba (Barcelona: Ariel, 1972), 92-8;
y Leví Marrero, Cuba: Economía y sociedad, Vol. II: Siglo XVI: La economía
(Madrid: Playor, 1974), 305-22.
3
Williams, From Columbus to Castro, 95-135; J.H. Parry y Philip Sherlock, A
Short History of the West Indies, 3ra ed. (New York: St. Martin’s Press, 1973),
45-80; Franklin W. Knight, The Caribbean: The Genesis of a Fragmented Na-
tionalism (New York: Oxford University Press, 1980), 23-120; y Richard
S. Dunn, Sugar and Slaves: The Rise of the Planter Class in the English West
Indies, 1624-1713 (New York: Norton, 1973).
Los campesinos del Cibao 51

como en las islas mayores, lo que brindaba menos alternati-


vas de «adaptación» o de «resistencia» a sus habitantes.4 La
conquista de Jamaica, la primera de las Antillas Mayores en
brindar todos sus servicios a «Su Majestad el Azúcar», permitió
que Inglaterra obtuviera una decisiva ventaja en la producción
de azúcar. Hasta el siglo xviii, Jamaica fue la principal produc-
tora de azúcar en el Caribe. Pero la carrera por el dominio del
mercado azucarero era muy reñida y pocos lograban mante-
nerse en la delantera por un trecho prolongado. En ese siglo,
surgió un nuevo gran productor de azúcar: la colonia francesa
de Saint Domingue, ubicada en la parte occidental de la isla
Española.5 A partir de entonces, La Española desempeñó uno
de los papeles principales entre las colonias del Caribe.
No es este el lugar de narrar la historia del surgimiento de
esta colonia francesa. El caso es que el siglo xvii fue un pe-
ríodo de estancamiento económico en las Antillas hispanas.
España confrontó una creciente interferencia por parte de las
otras naciones europeas; aventureros franceses comenzaron a
poblar la parte occidental de la isla Española.6 Al principio, el

4
Sidney W. Mintz, «From Plantations to Peasantries in the Caribbean», en:
Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1985), 142; Dunn, Sugar and Slaves, 46-83 y
117-48; y Williams, From Columbus to Castro, 95-110.
5
Dunn, Sugar and Slaves, 149-223; Williams, From Columbus to Castro, 111-
35; J.H. Galloway, The Sugar Cane Industry: A Historical Geography from its
Origins to 1914 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989); Manuel
Moreno Fraginals, El ingenio: Complejo económico social cubano del azúcar, 3
tomos (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1978), 1: 30-2; Her-
bert S. Klein, La esclavitud africana en América Latina y el Caribe (Madrid:
Alianza Editorial, 1986), 39-50; David Eltis, Economic Growth and the End-
ing of the Transatlantic Slave Trade (New York: Oxford University Press,
1987); David Watts, The West Indies: Patterns of Development, Culture and En-
vironmental Change since 1492 (Cambridge: Cambridge University Press,
1990); y Stuart B. Schwartz (ed.), Tropical Babylons: Sugar and the Making
of the Atlantic World, 1450-1680 (Chapel Hill: University of North Carolina
Press, 2004).
6
Juan Bosch, De Cristóbal Colón a Fidel Castro: El Caribe, frontera imperial,
5ta ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1986), 183-262; R.A. Stradling,
52 Pedro L. San Miguel

gobierno español se opuso tenazmente a esta intervención en


la colonia. Pero poco a poco, los intrusos –quienes en los co-
mienzos eran pobladores independientes– pudieron, no solo
obtener el apoyo del gobierno francés sino, también, estable-
cer importantes empresas económicas. En 1777, mediante el
Tratado de Aranjuez, España reconoció la existencia de dos
colonias en La Española: Santo Domingo, su propia posesión
colonial, y Saint Domingue, la posesión francesa.7
Durante el siglo xviii, Saint Domingue se convirtió en la más
próspera colonia caribeña. En sus plantaciones se producía
azúcar, café, algodón y añil. Gracias a la reexportación de estos
productos coloniales, Francia pudo mantener una balanza co-
mercial favorable. Según algunos estimados, Francia obtenía
de Saint Domingue casi tantas ganancias como las que reci-
bía España de todas sus colonias en América.8 El origen de

Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720 (Madrid:


Ediciones Cátedra, 1983); Arturo Morales Carrión, Puerto Rico and the
Non Hispanic Caribbean: A Study in the Decline of Spanish Exclusivism, 2da
ed. (Río Piedras: University of Puerto Rico, 1971), 13-57; y Cornelio Ch.
Goslinga, Los holandeses en el Caribe (La Habana: Casa de las Américas,
1983).
7
Para los pormenores de la división de la isla en dos colonias, véase: José
Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 5ta ed., 4 vols.
(Santo Domingo: Central de Libros, C. por A., 1982); Manuel Arturo
Peña Batlle, La Isla de la Tortuga, 3ra ed. (Santo Domingo: Taller, 1988),
y Ensayos históricos, compilación y presentación de Juan Daniel Balcácer
(Santo Domingo: Fundación Peña Batlle, 1989), 47-182; Juan Bosch,
Composición social dominicana: Historia e interpretación, 13ma ed. (Santo Do-
mingo: Alfa & Omega, 1983), 53-71; Frank Moya Pons, Historia colonial de
Santo Domingo, 4ta ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra,
1974), 157-99 y 229-310; Gérard Pierre-Charles, «Génesis de las naciones
haitiana y dominicana», en: Gérard Pierre-Charles (ed.), Política y sociolo-
gía en Haití y la República Dominicana (México: Instituto de Investigacio-
nes Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, 1974), 14-41; y
Frank Peña Pérez, Cien años de miseria en Santo Domingo, 1600-1700 (Santo
Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 15-126.
8
Williams, From Columbus to Castro, 240; Eltis, Economic Growth, 36-7; Klein,
La esclavitud africana, 45; Emilio Cordero Michel, La Revolución Haitia-
na y Santo Domingo, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1974), 17-23; José
Los campesinos del Cibao 53

esta fabulosa riqueza estribaba en los miles de esclavos que


cultivaban las tierras. Según Eric Williams, los tres grupos de
colonizadores blancos –los hacendados o «grandes blancos»,
los oficiales reales y los blancos pobres– sumaban unos 40,000.
Por su parte, los mulatos y los negros libres –algunos de ellos,
dueños de tierras y esclavos, pero carentes de derechos polí-
ticos– eran cerca de 28,000. En la base de la pirámide social
se encontraba la población esclava, la que sobrepasaba los
450,000. Saint Domingue era, en todos los aspectos, la socie-
dad de plantación por excelencia; esta acarreaba, también, los
riesgos que una sociedad así presupone.9
Los esclavos haitianos contaban con una larga tradición de
lucha y resistencia; en 1791, en medio de los trastornos provo-
cados por la Revolución francesa, comenzaron a sublevarse.
Lo que comenzó como grupos de esclavos que atacaban, sa-
queaban y quemaban las propiedades de los hacendados, cul-
minó en la destrucción total de la otrora floreciente colonia y
en la creación, en 1804, de la primera república negra en el
Nuevo Mundo.10 La Revolución haitiana tuvo profundos efectos

L. Franco, Historia de la Revolución de Haití, 2da ed. (Santo Domingo:


Editora Nacional, 1971), 117-48; y D.A. Brading, «Bourbon Spain and
its American Empire», en: Leslie Bethell (ed.), Colonial Spanish America
(Cambridge: Cambridge University Press, 1987), 140-41.
9
Williams, From Columbus to Castro, 246; Franco, Historia de la Revolución,
149-72; Cordero Michel, La Revolución Haitiana, 25-32; Jean Casimir, La
cultura oprimida (México: Editorial Nueva Imagen, 1981), 19-89; y Robert
Forster, «A Sugar Plantation on Saint-Domingue in the Eighteenth Cen-
tury: White Attitudes towards the Slave Trade», HS, 1 (1988): 9-37.
10
El proceso que llevó a la fundación de la República de Haití ha sido
hermosamente narrado en: C.L.R. James, The Black Jacobins: Toussaint
L’Ouverture and the San Domingo Revolution, 2da ed. (New York: Vintage
Books, 1963). Ver también: Cordero Michel, La Revolución Haitiana, 33-53;
Franco, Historia de la Revolución, 149-302; Richard Price (ed.), Maroon
Societies: Rebel Slave Communities in the Americas (Garden City, NY: Anchor
Books, 1973), 105-48; Eugene D. Genovese, From Rebellion to Revolution:
Afro-American Slave Revolts in the Making of the New World (New York: Vin-
tage Books, 1981); Carlos Esteban Deive, Los guerrilleros negros: Esclavos fu-
gitivos y cimarrones en Santo Domingo (Santo Domingo: Fundación Cultural
54 Pedro L. San Miguel

económicos, sociales y políticos en la nueva nación. También


tuvo consecuencias de largo alcance para sus vecinos caribe-
ños. Para Cuba y Puerto Rico, el colapso de la producción
haitiana representó una coyuntura propicia para fomentar sus
respectivas economías azucareras. La élite cubana, en particu-
lar, se percató de las enormes posibilidades del momento; sus
representantes más articulados cabildearon activamente en
España con el fin de obtener ventajas para la naciente indus-
tria. En Puerto Rico, donde la élite local no era tan poderosa
como la cubana, el auge del azúcar, desde sus inicios, estuvo
en manos de inmigrantes. Estos, con sus conocimientos y sus
conexiones comerciales y financieras, pudieron promover la
economía de plantación.11 Para la tercera década del siglo xix,
la producción azucarera estaba en todo su apogeo en ambas
islas.
La Revolución haitiana también tuvo grandes consecuencias
en Santo Domingo. Sin embargo, a diferencia de Cuba y Puer-
to Rico, en Santo Domingo no se desarrolló una economía de
plantación basada en la caña de azúcar y la esclavitud. Por el
contrario, la característica económica y social predominante
de Santo Domingo durante el siglo xix fue el desarrollo de
un campesinado propietario. Para entender la formación y el
desarrollo de este campesinado es necesario examinar más de

Dominicana, 1989), 103-201; David Nicholls, From Dessalines to Duvalier:


Race, Colour and National Independence in Haiti, ed. rev. (New Brunswick:
Rutgers University Press, 1996); y Laurent Dubois, Avengers of the New
World: The Story of the Haitian Revolution (Cambridge, Mass.: Belknap
Press of Harvard University Press, 2004).
11
Para Cuba: Moreno Fraginals, El ingenio, 1: 15-78; y Franklin W. Knight,
«Origins of Wealth and the Sugar Revolution in Cuba, 1750-1850»,
HAHR, 57 (1977): 231-53. Para Puerto Rico: Francisco A. Scarano, Sug-
ar and Slavery in Puerto Rico: The Plantation Economy of Ponce, 1800-1850
(Madison: University of Wisconsin Press, 1984), en especial 79-99; An-
drés A. Ramos Mattei, La hacienda azucarera: Su crecimiento y crisis en Puerto
Rico (siglo xix) (San Juan: CEREP, 1981); y Pedro San Miguel, El mundo que
creó el azúcar: Las haciendas en Vega Baja, 1800-1873 (Río Piedras: Huracán,
1989).
Los campesinos del Cibao 55

cerca la evolución histórica de Santo Domingo, especialmente


el desarrollo de su economía agraria.12

Del oro al azúcar: la temprana economía colonial

Santo Domingo fue la primera colonia establecida por los


españoles en el Nuevo Mundo. Durante las primeras décadas
del siglo xvi, su economía se basó principalmente en la minería
de placer; el oro era extraído por los indios, que constituían la
mano de obra. Además, los indios proveían de alimentos y de
otros productos de la tierra, tanto a los españoles como a los
trabajadores de las minas. De manera que los centros mineros
se convirtieron en focos de crecimiento para la producción
agrícola. Este temprano desarrollo tuvo especial importan-
cia en el Cibao, la principal región productora de oro en la
isla Española. Sin embargo, la rápida merma de la población
indígena y el agotamiento de las minas de oro condujeron a
una crisis. Para la segunda década del siglo xvi, la producción
azucarera substituyó a la extracción de oro como principal ac-
tividad económica en La Española.13
El nuevo modelo económico fomentado por España inau-
guró el primer «ciclo azucarero» en el Caribe. Como respuesta
a la menguante producción de oro, la Corona promovió el
cultivo de la caña de azúcar; como resultado de esta política
económica, se establecieron varios trapiches en la isla durante la
segunda década del siglo xvi. El aumento del cultivo de la caña
de azúcar en este siglo fue un fenómeno muy regionalizado.

12
Cfr. Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-
1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 11-31.
13
Sobre la economía en el siglo xvi: Moya Pons, La Española en el siglo xvi;
Rodríguez Morel, «Los orígenes de la economía de plantación»; y Ro-
berto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols.
(Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 1: 39-63.
56 Pedro L. San Miguel

La mayoría de los trapiches estaban en la costa sur de la isla,


especialmente alrededor de Santo Domingo de Guzmán, cen-
tro comercial y administrativo de la colonia. A pesar de que
los datos disponibles no permiten trazar con precisión la evo-
lución de la industria azucarera en el siglo xvi, parece ser que
la producción llegó a su punto más alto a finales de la séptima
década; en adelante, la producción azucarera declinó rápida-
mente, llegando a niveles muy bajos. Transcurrieron casi dos
siglos antes de que la producción azucarera aumentara nueva-
mente.14
Al igual que en otras partes del Caribe, este auge inicial del
azúcar en La Española fue posible gracias a la importación de
esclavos de África. De nuevo, es muy arriesgado ofrecer cifras
exactas de cuántos esclavos había en la isla durante el perío-
do de expansión de la producción de azúcar. Pero, con toda
probabilidad, para mediados del siglo xvi, un 70% de la pobla-
ción total se componía de esclavos y negros libres. Si a esta alta
proporción le añadimos el creciente número de mulatos, re-
sulta evidente que la población de origen africano componía
la mayor parte de los habitantes de la isla. Para entonces, debe
recalcarse, los ingenios eran los centros de residencia de la
población esclava.15 Sin embargo, el censo que se llevó a cabo
durante la incumbencia del gobernador Osario (1606) reflejó
que de un total de 9,648 esclavos, solo unos 800 trabajaban

14
Cassá, Historia social y económica, 1: 65-70; Báez Evertsz, La formación del
sistema, 43-97; Frank Moya Pons, Historia colonial de Santo Domingo (San-
tiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1974), 71-89; y Rafael A.
Brugal P., «La producción del azúcar en la zona de Puerto Plata, 1520-
1919», Eme-Eme, VII, 39 (1978): 120-36.
15
Moya Pons, Historia colonial, 71-89; Carlos Esteban Deive, La esclavitud del
negro en Santo Domingo (1492-1844), 2 vols. (Santo Domingo: Museo del
Hombre Dominicano, 1980), 1: 51-102. Sobre la evolución de la pobla-
ción, ver Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de
la población dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15
(1974): 3-28.
Los campesinos del Cibao 57

en los ingenios.16 De acuerdo con el censo, la mayor parte de


los esclavos (cerca del 70%) eran utilizados en las estancias,
propiedades de distintos tamaños dedicadas principalmente a
los cultivos de subsistencia. En estas estancias también se co-
sechaba el jengibre, que para finales del siglo xvi reemplazó
al azúcar como principal cultivo de exportación. Otros 550
esclavos trabajaban en los hatos. Estos datos muestran que,
desde mediados del siglo xvi en adelante, ocurrió un cambio
importante en el uso de la mano de obra esclava. Mientras que
antes la mayoría de los esclavos estaban relacionados con la
producción azucarera, para finales de siglo solo una pequeña
proporción se utilizaba en los ingenios. Este cambio, proba-
blemente, implicó una dispersión de la propiedad de los es-
clavos. En 1606, como promedio, había 74 esclavos (ó 66, si
no se cuentan los esclavos domésticos) en los 12 ingenios que
existían; mientras, en las 430 estancias el número promedio de
esclavos era menor de 16. Este cambio en el uso de la mano de
obra esclava refleja claramente la evolución de la economía de
Santo Domingo durante las últimas décadas del siglo xvi.
Con el desarrollo de las plantaciones, también se multipli-
caron las estancias y los hatos, que proveían de alimentos y
de ganado. Se sabe, por ejemplo, que en las plantaciones se
utilizaba un gran número de animales de carga. Para poder su-
plir a sus plantaciones de ganado y alimentos, los hacendados
dependían de dos recursos: sus propios hatos y estancias, y los
de otros propietarios que se especializaban en estos productos.
Dichos propietarios suplían, no solo a las plantaciones sino,
también, a los mercados locales y urbanos, como al de la ciu-
dad de Santo Domingo. No fue coincidencia que, de acuerdo
al censo de Osario, la mayoría de las estancias estuviesen

El censo de Osorio ha sido ampliamente comentado por diversos auto-


16

res. Lo siguiente se basa en: Cassá, Historia social y económica, 1: 95-101;


Bosch, Composición social dominicana, 37; y Frank Peña Pérez, Antonio Oso-
rio: Monopolio, contrabando y despoblación (Santiago: Universidad Católica
Madre y Maestra, 1980), 169-80.
58 Pedro L. San Miguel

localizadas en la villa de Santo Domingo. Esta ubicación coin-


cide con la distribución de la población; más de la mitad de la
misma vivía en Santo Domingo.17 Aun cuando los hatos y las
estancias se desarrollaron en estrecha conexión con las plan-
taciones, el descenso de la economía azucarera no implicó la
total desaparición de estas unidades agrarias. Muchas estan-
cias se dedicaron al cultivo del jengibre; los hatos, por su lado,
eran una fuente importante de cueros. Ambos productos eran
exportados a Europa, ya fuese por medio del comercio legal
o del contrabando.18 Es decir, con la desaparición de la extrac-
ción de oro y de la producción azucarera, los habitantes de
Santo Domingo se dedicaron a otras actividades económicas,
como la caza de ganado, la agricultura de subsistencia y el co-
mercio ilegal.
El contrabando llegó a ser tan importante para los habitan-
tes de la isla –en especial para aquellos que vivían lejos de la
ciudad de Santo Domingo, el principal puerto de la colonia–,
que la Corona decidió despoblar el occidente y la banda del
norte de La Española. Esta política produjo la destrucción de
varios poblados, el desplazamiento de una gran cantidad de
ganado y, como consecuencia, la despoblación de las regiones
afectadas. A la larga, las llamadas Devastaciones (1605-6) tu-
vieron consecuencias negativas para los intereses de España.
Las Devastaciones facilitaron el establecimiento de colonos
de otros países europeos, en especial franceses, en la parte
occidental de La Española. Estos colonos originaron la pose-
sión francesa de Saint Domingue.19 Además, las Devastaciones
acentuaron la decadencia económica de Santo Domingo: no

17
Peña Pérez, Antonio Osorio, 172-76; y Cassá, Historia social y económica,
1: 95-9.
18
Moya Pons, Historia colonial, 109-29; Bosch, Composición social dominicana,
33-52 y 73-92; y Peña Pérez, Antonio Osorio, 71-143.
19
Moya Pons, Historia colonial, 109-29; y Peña Pérez, Antonio Osorio, y Cien
años de miseria, 15-126.
Los campesinos del Cibao 59

es por capricho que al siglo xvii dominicano se le ha llamado


el «Siglo de la Miseria».20
Desde el punto de vista de la metrópoli, durante el siglo xvii,
la economía de Santo Domingo distaba mucho de ser lucra-
tiva. No obstante, los habitantes de la colonia desarrollaron
actividades económicas propias. Muchas de estas actividades
–el contrabando, por ejemplo– implicaban una resistencia a
las políticas imperiales. Esta adaptación a las condiciones de
la colonia se llevó a cabo a pesar de las medidas tomadas por
España para impedir dichas actividades. Los orígenes del cam-
pesinado dominicano pueden trazarse, precisamente, hasta
estas formas de adaptación y resistencia. Sobre el particular, es
pertinente el análisis de Sidney Mintz acerca de la formación
del campesinado caribeño. Según él, a pesar de que, histórica-
mente, el Caribe ha estado sujeto a fuerzas económicas y po-
líticas que emanan de otros centros, en la región han surgido
«patrones de autosuficiencia agraria».

En la mayoría de los casos [estos patrones] están asocia-


dos con la formación de un campesinado, es decir, de
una clase (o clases) de propietarios rurales que producen
una gran parte de los productos que consumen, pero
que también venden a (y compran de) mercados más
amplios y dependen, en varias maneras, de esferas de
control político y económico más abarcadoras. El cam-
pesinado caribeño es, en este sentido, un campesinado
reconstituido, ya que sus componentes no se originaron
como campesinos, sino como esclavos, desertores o fu-
gitivos, trabajadores de las plantaciones o lo que fuera,
que se convirtieron en campesinos como una forma de
resistencia a un régimen impuesto desde el exterior.21

20
Bosch, Composición social dominicana, 73-82; y Peña Pérez, Cien años de
miseria.
21
Sidney W. Mintz, Caribbean Transformations (Baltimore: Johns Hopkins
University Press, 1984), 132. Énfasis en el original.
60 Pedro L. San Miguel

A pesar de que todavía se necesitan investigaciones acerca del


campesinado dominicano durante el período colonial, se pue-
den rastrear –siguiendo la hipótesis de Mintz– algunas líneas
generales sobre su surgimiento.22 En primer lugar, es evidente,
en vista de que la población nativa prácticamente desapareció
durante las primeras décadas de la colonización, que esta jugó
un papel mínimo en la configuración humana del campesina-
do. Esto no implica que la población indígena no desempeñase
papel alguno en la formación del campesinado dominicano.
Por el contrario, parte de la cultura material indígena –técnicas
agrícolas, alimentos y demás– sobrevivió a la desaparición física
de los nativos. Pero, probablemente, esta «herencia» fue trans-
mitida a generaciones posteriores por los africanos y sus descen-
dientes, libres o en cautiverio, quienes adaptaron muchas de las
técnicas y de las formas de vida indígenas.23
Con el colapso de la economía azucarera, la esclavitud pasó por
un período de desintegración, evidente en el número de esclavos
utilizados en los ingenios, estancias y hatos para 1606. Por otro lado,
en las estancias y los hatos la esclavitud fue menos rígida que en las
plantaciones. Aún en el siglo xviii, cuando los hatos en Santo Do-

22
Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 35-8. Entre las obras que contienen re-
ferencias al origen del campesinado dominicano durante la Colonia, se
pueden mencionar: Rubén Silié, Economía, esclavitud y población (Santo
Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976) y «El hato
y el conuco: Contexto para el surgimiento de la cultura criolla», en: Ber-
nardo Vega et al., Ensayos sobre cultura dominicana, 2da ed. (Santo Domin-
go: Fundación Cultural Dominicana y Museo del Hombre Dominicano,
1988), 143-68; Antonio Lluberes, «Tabaco y catalanes en Santo Domingo
durante el siglo xviii», Eme-Eme, V, 28 (1977): 13-26; y Raymundo Gonzá-
lez, «Campesinos y sociedad colonial en el siglo xviii dominicano», ES,
XXV, 87 (1992): 15-28.
23
Para una evaluación reciente de la «herencia» de la cultura material in-
dígena, sobre todo en los sectores rurales de la República Dominicana,
ver Bernardo Vega, «La herencia indígena en la cultura dominicana de
hoy», en: Vega et al., Ensayos sobre cultura, 11-53. Por su parte, Deive ha
destacado que en los manieles o comunidades de esclavos cimarrones
sobrevivieron elementos de la cultura material de los indígenas (Los gue-
rrilleros negros, 259-69).
Los campesinos del Cibao 61

mingo se revitalizaron como resultado del desarrollo de las planta-


ciones en Haití, la esclavitud en ellos continuó teniendo poco pare-
cido con la esclavitud en las plantaciones.24 A los esclavos se les per-
mitía cultivar sus propias cosechas, las que utilizaban para consumo
propio, y para la venta en los mercados locales. Las estancias fueron
particularmente propicias a la formación de un campesinado de
origen esclavo. Al cultivar cosechas comerciales y cosechas
de subsistencia, los esclavos pudieron desarrollar destrezas, téc-
nicas y formas de vida campesinas, estando aún en cautiverio;
por tal razón, Mintz ha denominado a estos esclavos un «proto-
campesinado».25 De acuerdo a Raymundo González, la involución
de la economía esclavista dio paso al surgimiento de lo que él ha
denominado un «campesinado arcaico». Entre otras cosas, este
campesinado se caracterizó por un patrón de asentamiento dis-
perso, el cual dificultaba su control por parte de las autoridades
coloniales. Además, estos campesinos tenían pocos vínculos con la
economía mercantil.26
Las condiciones generales de la colonia durante los siglos
xvii y xviii eran muy favorables para el desarrollo de una eco-
nomía de subsistencia.27 La ausencia de fuertes nexos insti-
tucionales con la metrópoli y con los mercados europeos, la
intensa despoblación sufrida por Santo Domingo y la genero-
sidad de la naturaleza isleña explican este hecho. En efecto,

24
Cassá, Historia social y económica, 1: 129; Silié, Economía, esclavitud y pobla-
ción; y Deive, La esclavitud del negro, 1: 103-54.
25
Mintz, Caribbean Transformations, 151-52, y «From Plantations to Peasant-
ries», 133. Al respecto, el argumento de Juan Bosch de que la economía
de las estancias no fue determinante en la sociedad dominicana porque
«ningún sector social» emergió de aquella, es harto cuestionable (Com-
posición social dominicana, 51).
26
González, «Campesinos y sociedad colonial», 15-21. Baud, por su parte,
habla del surgimiento de un «campesinado criollo» (Peasants and Tobac-
co, 36.).
27
Juana Gil-Bermejo García, La Española: Anotaciones históricas (1600-1650)
(Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1983); y Antonio Gu-
tiérrez Escudero, Población y economía en Santo Domingo (1700-1746) (Sevi-
lla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985).
62 Pedro L. San Miguel

su prodigalidad asombró a muchos cronistas. Luis Gerónimo


Alcocer, por ejemplo, describió sus abundantes y fértiles valles,
ricos en ganado, cerdos salvajes y aves silvestres. Sus ríos, tam-
bién, estaban llenos de peces de diferentes clases. En los bos-
ques proliferaban los árboles maderables. Las frutas, además
de abundantes, eran muy diversas: iban desde las originales
del país hasta frutas provenientes de otras latitudes. Por últi-
mo, Alcocer hace referencia a la exportación –en cantidades
más bien pequeñas– de cultivos comerciales, como el azúcar,
el tabaco y el cacao. Otros cultivos se cosechaban solo para sa-
tisfacer las necesidades de los isleños; si no se producía más era
por causa de lo irregular del comercio de exportación.28 Así,
aun en fecha tan temprana –Alcocer escribió su Relación ha-
cia 1640– encontramos evidencia del surgimiento incipiente
de un campesinado. A pesar de que producía principalmente
para satisfacer sus propias necesidades, podía comerciar algún
excedente de sus productos. Este comercio, aunque esporá-
dico y en pequeña escala, era la forma principal de conseguir
aquellos bienes que no podían producirse localmente.

Saint Domingue y el campesinado dominicano

Durante el siglo xviii, el desarrollo de Haití como una eco-


nomía de plantación contribuyó, de varias formas, a reactivar
la vida económica de Santo Domingo. Saint Domingue se con-
virtió en un importante mercado para varios productos que,
debido a su especialización en la agricultura de plantación,
se producían mínimamente en la colonia francesa. Tal fue el
caso, por ejemplo, de las reses, las que tenían gran demanda en
Saint Domingue. Los hatos de Santo Domingo se convirtieron

Luis Gerónimo Alcocer, «Relación sumaria del estado presente de la isla


28

Española...», en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones históricas de Santo


Domingo, vol. 1 (Ciudad Trujillo: Editora Montalvo, 1942), 197-267.
Los campesinos del Cibao 63

en los grandes suplidores de buena parte del ganado que se


usaba en la colonia francesa.29 Según Antonio Sánchez Valver-
de, autor de Idea del valor de la isla Española, este comercio con
Saint Domingue benefició a la colonia española de dos modos:
primero, porque brindó una salida a la producción local; y se-
gundo, porque permitió la importación de mercancías desde
la colonia francesa. En palabras de Sánchez Valverde:

Una de las especies que tomaban los nuestros por


precio de sus animales, eran las herramientas y uten-
silios de que carecían y Negros que hacían tanta falta...
De esta suerte fuimos poco a poco habilitándonos
de esclavos y de utensilios. Empezamos a cultivar la
tierra y dimos principio a unos Ingenios y Trapiches
tales quales.30

Es decir, la reactivación de la agricultura comercial en Santo


Domingo fue otra de las consecuencias de sus relaciones eco-
nómicas con Saint Domingue.31 Como vimos, Sánchez Valver-
de destacó el establecimiento de algunas haciendas de caña de
azúcar. Sin embargo, este resurgir de la producción azucarera
fue más bien limitado y no alcanzó el impulso necesario para
transformar radicalmente la sociedad dominicana.32 Además
de la caña de azúcar, durante el siglo xviii se fomentaron otros
cultivos tropicales –tales como el algodón y el cacao– gracias
a la estrecha relación entre las dos partes de la isla. Pero a la
larga, el desarrollo del tabaco excedió por mucho la de estos

29
Gutiérrez Escudero, Población y economía, 159-70.
30
Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio
Rodríguez Demorizi y fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora
Nacional, 1971), 141.
31
Moya Pons, Historia colonial, 311.
32
Moya Pons, Historia colonial, 283-310; Cassá, Historia social y económica,
1: 117-18; Bosch, Composición social dominicana, 93-111; y Silié, Economía,
esclavitud y población.
64 Pedro L. San Miguel

cultivos, no solo económicamente, sino también por su impor-


tancia en la formación del campesinado dominicano. Este fue,
en especial, el caso del campesinado del Valle del Cibao, el
cual estaba estrechamente relacionado con el cultivo del taba-
co, al menos desde finales del siglo xvii. Según Antonio Llu-
beres, de 1680 a 1770 la mayor parte del tabaco del Cibao se
enviaba a Saint Domingue, a pesar de que se exportaba algo a
España.33 Así, como resultado de la demanda de Saint Domin-
gue, la producción tabacalera creció en la colonia española
durante el siglo xviii.
La propia Corona española se benefició de este aumento
en la producción de tabaco en el Cibao. Hasta la década de
los sesenta, del siglo xviii, el tabaco se exportaba a España en
cantidades más bien pequeñas. Pero en esa década se toma-
ron medidas para aumentar y regularizar la exportación de las
hojas, con las que se suplían las Reales Fábricas de Tabacos en
Sevilla. La medida más importante al respecto fue la apertura
de una factoría mercantil, que tenía su centro de operaciones
en la ciudad de Santiago, cuyo propósito era comprar tabaco
de las áreas circundantes.34 De acuerdo con Lluberes, el pri-
mer envío de tabaco de Santo Domingo se efectuó en 1770;
pero desde el comienzo, el plan confrontó serios problemas.
En general, la calidad de las hojas no era el requerido por las
Reales Fábricas; en segundo lugar, la transportación era difícil
y costosa, lo que limitaba las posibilidades de éxito del plan.
Por lo tanto, a pesar de que la factoría funcionó durante 26
años (1770-96), tuvo –según Lluberes– resultados mediocres.
Apenas realizó 23 embarques con un promedio de 5,410 arro-
bas anuales, menos de la mitad de la cuota asignada a Santo
Domingo por las Reales Fábricas. Sin embargo, mientras es-
tuvo operando, la factoría garantizó un mercado a los culti-
vadores de tabaco y el «afianzamiento de un cultivo de larga

Lluberes, «Tabaco y catalanes», 13.


33

Ibídem, 14-6.
34
Los campesinos del Cibao 65

tradición» en Santo Domingo.35 Por otra parte, el plan de la


Corona para adquirir tabaco en Santo Domingo no detuvo su
venta en la parte francesa de la isla.36 Fue este continuo co-
mercio con los franceses, y no la factoría comercial española,
lo que más promovió el cultivo del tabaco durante el último
cuarto del siglo xviii.
El surgimiento de la República de Haití, como efecto de la
revolución de los esclavos, fue un elemento clave en el for-
talecimiento social y económico del campesinado dominica-
no.37 Luego de tomar el poder en Saint Domingue, Toussaint
L’Overture trató de evitar el total colapso de la agricultura
comercial. Esta política económica estaba dirigida a mantener
los niveles de producción del período prerrevolucionario, lo
que, a su vez, permitiría la creación de un Estado fuerte, capaz
de repeler cualquier intervención extranjera. Según él, esta
política económica garantizaría la autonomía de Saint Domin-
gue respecto a Francia, y la libertad obtenida por las masas
haitianas. Pero para los ex-esclavos, este plan no resultaba del
todo atractivo. En primer lugar, la permanencia de los latifun-
dios –aunque fuertemente controlados por el Estado– limitaba
el acceso de los libertos a la tierra, impidiéndoles convertirse
en cultivadores independientes. Además, los planes de Tous-
saint preveían que los libertos laborasen en las plantaciones,
un sistema que se asemejaba demasiado al antiguo régimen.
Toussaint y sus sucesores pagaron un alto precio por la imple-
mentación de estas medidas impopulares, las que, a menudo,
provocaron rebeliones.38

35
Lluberes, «Tabaco y catalanes», 14-22. Ver también: Gutiérrez Escudero,
Población y economía, 111-13. Una arroba equivale a 25 libras.
36
Sánchez Valverde, Idea del valor, 63-8.
37
Jorge Machín, «Orígenes del campesinado dominicano durante la Ocu-
pación Haitiana», Eme-Eme, 1, 4 (1973): 19-34.
38
James, The Black Jacobins, 241-88; Cordero Michel, La Revolución Haitia-
na, 49-53; Casimir, La cultura oprimida, 91-110; y Frank Moya Pons, La
Dominación Haitiana, 1822-1844, 3ra ed. (Santiago: Universidad Católica
Madre y Maestra, 1978), 15-6.
66 Pedro L. San Miguel

La presión de las masas llevó a la división de los latifundios


en Haití, la que comenzó en el sur del país, bajo el gobierno de
Alexander Pétion (1807-18); este ganó apoyo gracias al repar-
to de tierra entre el pueblo. La consecuencia más significativa
de esta política agraria fue el desarrollo de un campesinado
numeroso que sustituyó muchos de los cultivos comerciales
del antiguo régimen, especialmente la caña de azúcar, por
cultivos de subsistencia. La producción de café sufrió menos
que otros cultivos porque los campesinos lo adoptaron como
su principal cultivo comercial.39 Como ha dicho James G. Ley-
burn: «Cuando Pétion llegó al poder, los individuos de la ple-
be del sur de Haití eran siervos con el recuerdo fresco de la
esclavitud; cuando murió, eran campesinos».40 El sucesor de
Pétion, Jean-Pierre Boyer (1818-26), continuó la misma polí-
tica agraria, y logró, luego del colapso del régimen de Henri
Christophe en el norte de Haití, extenderla a esa zona del país.
Cuando Boyer ocupó la parte española de la isla (1822-44),
el centro de su política agraria fue –al menos inicialmente– la
distribución de tierra a los campesinos y libertos, y la promoción
de la producción campesina.41

39
Moya Pons, La Dominación Haitiana, 18-20; y James G. Leyburn, El pueblo
haitiano (Santo Domingo: Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1986),
68-83. Sobre el café en Haití, ver el excelente estudio de Christian A.
Girault, El comercio del café en Haití (Santo Domingo: Taller, 1985), espe-
cialmente 69-81, 100-2 y 217-21.
40
Leyburn, El pueblo haitiano, 78.
41
Moya Pons, La Dominación Haitiana, 20-3, 45-79; Leyburn, El pueblo haitia-
no, 83-94; Machín, «Orígenes del campesinado»; Franklin J. Franco, Los
negros, los mulatos y la nación dominicana, 5ta ed. (Santo Domingo: Editora
Nacional, 1977), 135-54, y «La sociedad dominicana de los tiempos de
la independencia», en: F. Franco et al., Duarte y la independencia nacional
(Santo Domingo: Ediciones INTEC, 1976), 11-36; Roberto Cassá, «La
sociedad haitiana de los tiempos de la independencia», en: Franco et al.,
Duarte y la independencia, 39-79; Julio César Rodríguez Jiménez y Rosajilda
Vélez Canelo, El precapitalismo dominicano de la primera mitad del siglo xix:
1780-1850 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,
1980), 107-70; y Roberto Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre
Los campesinos del Cibao 67

Estas medidas, sin embargo, confrontaron la oposición de


sectores poderosos de la sociedad dominicana que, de una ma-
nera o de otra, se vieron afectados por ellas. Por ejemplo, al
comienzo de su régimen, en 1822, Boyer decretó la abolición
de la esclavitud, propinándole un golpe mortal a los pocos,
pero políticamente influyentes, esclavistas de Santo Domingo;
ante las circunstancias, muchos de ellos decidieron emigrar.42
Junto con la abolición de la esclavitud y la confiscación de las
propiedades de aquellos terratenientes que abandonaron el
país, la distribución de tierras a los esclavos recién liberados re-
forzó el programa campesinista del régimen haitiano en Santo
Domingo. La Iglesia católica –propietaria de tierras y recipien-
te de censos y capellanías– y los hateros también sufrieron por
las medidas del régimen haitiano. Los hateros, en particular,
se vieron amenazados, no solo por la posible fragmentación
de las grandes propiedades, sino también por la defensa de la
agricultura realizada por Boyer. Como parte de sus reformas
económicas y sociales, Boyer trató de imponer el cultivo de
la tierra, en detrimento de la crianza de ganado; esta medi-
da atentaba contra la base material de los hateros. Empero,
la oposición de los hateros a estas medidas condujo a Boyer a
hacer concesiones; luego de los primeros años de su régimen,
cesaron aquellas medidas que les eran más perjudiciales.43

Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo: Museo Nacional de Historia


y Geografía, 1984), 6-21.
42
Frank Moya Pons, «The Land Question in Haiti and Santo Domingo:
The Sociopolitical Context of the Transition from Slavery to Free Labor,
1801-1843», en: Manuel Moreno Fraginals, Frank Moya Pons y Stanley
L. Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor: The Spanish-Speaking
Caribbean in the Nineteenth Century (Baltimore: Johns Hopkins University
Press, 1985), 181-214; Deive, La esclavitud del negro, 1: 191-230; y Carlos
Esteban Deive, Las emigraciones dominicanas a Cuba (1795-1808) (Santo
Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1989).
43
Cassá, Historia social y económica, 1: 182-83; Moya Pons, La Dominación
Haitiana, 45-109; y Bosch, Composición social dominicana, 143-52.
68 Pedro L. San Miguel

A pesar de que inicialmente Boyer basó su política agraria


en la creación y consolidación de un campesinado propieta-
rio, para 1825 esto comenzó a cambiar. Motivado por la nece-
sidad de obtener fondos para pagar la onerosa indemnización
impuesta por Francia a la República de Haití, a cambio del re-
conocimiento de su independencia, Boyer trató de desarrollar
una sociedad agraria orientada a la exportación: se imponía
el modelo de la plantación y la mano de obra servil de origen
campesino. Obviamente, esta nueva política –que fue legislada
en el Código Rural de 1827– conllevaba la pérdida de autonomía
por parte de los campesinos.44
Sin embargo, las tendencias de «larga duración» de la his-
toria agraria dominicana, que propendieron al desarrollo del
campesinado45 y al fortalecimiento de este sector social du-
rante los primeros años de la Dominación, presentaron serias
limitaciones al modelo económico impuesto por el Código Ru-
ral. Además, tanto en Haití como en Santo Domingo, los cam-
pesinos resistieron los intentos del Gobierno por imponer este
nuevo orden. Esta resistencia –que se manifestó de diversas
maneras, incluyendo la huída a los montes– y el debilitamien-
to del Estado haitiano provocaron el fracaso del Código Rural.46
Aún así, la Dominación Haitiana fue crucial en el desarrollo
de la sociedad agraria en Santo Domingo, como lo sugieren la

44
Cassá, Historia social y económica, 1: 181; y Moya Pons, La Dominación
Haitiana, 63-7.
45
Raymundo González ha empleado el sugestivo término de «un largo siglo
campesino», que se inició en el siglo xviii y se extendió hasta las primeras
décadas de la centuria antepasada. «Entre las diez tareas: Un largo siglo
xix campesino», ponencia en el II Seminario sobre Identidad, Cultura y
Sociedad en las Antillas Hispanoparlantes, Santo Domingo, RD, 4-6 de
junio de 1992; e «Ideología del progreso y campesinado en el siglo xix»,
Ecos, 1, 2 (1993): 25-43.
46
Moya Pons, La Dominación Haitiana, 64-7; Marte, Estadísticas y documen-
tos históricos, 14-8; Franco, «La sociedad dominicana», 28-31; Cassá, «La
sociedad haitiana», 55-68; Leyburn, El pueblo haitiano, 83-99; y Machín,
«Orígenes del campesinado».
Los campesinos del Cibao 69

distribución de tierra a los libertos y los campesinos sin tierras,


y la concesión de títulos de propiedad a los ocupantes de tie-
rra que carecían de ellos. El crecimiento de la exportación de
tabaco, el principal cultivo comercial del campesinado, tam-
bién evidencia la huella del régimen haitiano. Como ilustra la
gráfica 1.1, las exportaciones de tabaco de «Haití» –que incluía
a la República de Haití, como tal, y a Santo Domingo– aumen-
taron notablemente durante este período. Dado que la parte
occidental de la isla producía poco tabaco, el grueso de las ex-
portaciones correspondía a la región oriental, es decir, a Santo
Domingo.
En conjunto, la Revolución haitiana y sus secuelas imposi-
bilitaron el surgimiento de una sociedad de plantaciones es-
clavistas en Santo Domingo. Este bloqueo histórico reforzó el
desarrollo secular del campesinado en el país. La importancia
de estos procesos se aprecia al comparar a Santo Domingo con
Cuba y Puerto Rico durante este mismo período. Mientras que
para comienzos del siglo xix las plantaciones estaban expan-
diéndose en las últimas dos islas, en La Española en general –y
en Santo Domingo en particular– la industria azucarera aún
estaba sufriendo las consecuencias de la oleada revolucionaria.
En esos años, la esclavitud llegó a su fin, y los libertos se con-
virtieron en campesinos; muchos hacendados abandonaron la
isla y sus propiedades fueron confiscadas y parceladas. Por su
parte, en Cuba y Puerto Rico la economía de plantación cobra-
ba fuerzas cada día: la esclavitud se vigorizaba; los campesinos
eran desplazados de sus tierras; y –al menos en Puerto Rico–
una oleada de inmigrantes engrosaba la clase propietaria. En
conclusión, mientras que la economía de plantación domina-
ba cada vez más a Cuba y a Puerto Rico, en Santo Domingo se
experimentaba la expansión del campesinado.47 La ausencia

Acerca del desarrollo de la economía de plantación en Cuba y Puerto


47

Rico, véase: Moreno Fraginals, El ingenio; Franklin W. Knight, Slave Society


in Cuba during the Nineteenth Century (Madison: University of Wisconsin
Press, 1970); Leví Marrero, Cuba: Economía y sociedad. Vol. IX: Azúcar,
70 Pedro L. San Miguel

de una economía de plantación permitió a los campesinos


utilizar recursos –las tierras, el agua, los bosques, la mano de
obra– cuyo acceso, de otro modo, habría sido más limitado. Al
menos durante ese período, la «competencia por los recursos»
se inclinó a favor del sector campesino de la sociedad.48

Regiones y espacio:
la geografía económica en el siglo xix

Pero el desarrollo del campesinado en Santo Domingo duran-


te el siglo xix no fue un proceso homogéneo. Aun en un país
tan pequeño como la República Dominicana, las diferencias eco-
nómicas regionales ayudaron a moldear distintos patrones de
evolución del campesinado. Los estudiosos de la República

ilustración y conciencia (1763-1868) (Madrid: Playor, 1983); Laird Bergad,


Cuban Rural Society in the Nineteenth Century: The Social and Economic His-
tory of Monoculture in Matanzas (Princeton: Princeton University Press,
1990); Scarano, Sugar and Slavery; Ramos Mattei, La hacienda azucarera;
San Miguel, El mundo que creó el azúcar; e Ivette Pérez Vega, El cielo y la
tierra en sus manos: Los grandes propietarios de Ponce, 1816-1830 (Río Pie-
dras: Huracán, 1985). Para perspectivas comparativas sobre la evolución
económica de las Antillas hispanoparlantes, ver Moreno Fraginals, Moya
Pons y Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor; Báez Evertsz, La
formación del sistema, 83 y sigs.; Manuel Moreno Fraginals, La historia como
arma y otros ensayos sobre esclavos, ingenios y plantaciones (Barcelona: Crítica,
1983), 56-117; Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición
económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC,
s.f.); Luis Martínez-Fernández, Torn between Empires: Economy, Society, and
Patterns of Political Thought in the Hispanic Caribbean, 1840-1878 (Athens:
Georgia University Press, 1994); y Pedro L. San Miguel, «¿La isla que se
repite? Una visión alterna de la historia económica del Caribe hispano
en el siglo xix», en: Crónicas de un embrujo: Ensayos sobre historia y cultura
del Caribe hispano (Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Ibe-
roamericana, Universidad de Pittsburgh, 2010), 23-44.
48
Sobre las implicaciones de esta «competencia por los recursos», véase:
George L. Beckford, Persistent Poverty: Underdevelopment in Plantation Econo-
mies of the Third World, 2da ed. (Morant Bay y London: Maroon Publishing
House y Zed Books, 1983), 18-29.
Los campesinos del Cibao 71

GRÁFICA 1.1
EXPORTACIONES DE TABACO, 1822-42

Fuentes: Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols.


(Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 19. La fuente del autor es: Baubrun
Ardouin, Etudes sur I’Histoire d’Haiti, 2 vols. (Paris: Dezobry, E. Magdaleine et Ce.,
Libraires-Editeurs, 1860). Frank Moya Pons, en La Dominación Haitiana, 1822-1844,
3ra ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 193, reproduce las
cifras, expresadas en libras, para 1822-26 y 1832-42. Aunque a menudo concuerdan,
existen diferencias entre las cifras ofrecidas por ambos autores. Sin embargo, aparte
del hecho de que la mayoría de las cifras coinciden, ambas series muestran una ten-
dencia ascendente.
72 Pedro L. San Miguel

Dominicana han identificado tres patrones principales de evo-


lución regional durante el siglo xix. Cada una de estas regiones
centró su vida económica en un producto diferente, el cual, a
su vez, implicaba formas de producción, de explotación de la
tierra y estructuras sociales diversas. Estas tres regiones eran:
(1) el Este, dedicado a las formas tradicionales de crianza de
ganado; (2) el Sur, cuya actividad económica principal era la
producción de madera; y (3) el Norte, o región del Cibao, que
se desarrolló en torno a la producción del tabaco.49 Debido a la
relativa autonomía económica de cada una de estas regiones,
los lazos políticos entre ellas eran frágiles. Esto era especial-
mente cierto para el Cibao, ya que las realidades geográficas
y la ausencia de medios internos de comunicación lo aislaban
del resto del país; el Este y el Sur tenían más vínculos entre sí
que con el Cibao.

Las diferencias económicas regionales son un tema reiterado en la his-


49

toriografía dominicana. Al respecto, ver Cassá, Historia social y económica,


2: 13-25; Jaime Domínguez, Economía y política en la República Dominicana,
1844-1861 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,
1977), 33-69; Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo
del capitalismo en la República Dominicana (1844-1930), 2 vols. (Santo Do-
mingo: Gramil, 1979-81); H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900:
Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1982); Julio A. Cross Beras, Sociedad y desarrollo en República Dominicana,
1844-1899 (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo,
1984), 43-91; Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y
crecimiento económico (siglos xix y xx) (s.l.:Universidad Tecnológica de San-
tiago, 1989); Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización
en la República Dominicana, 1875-1920», IC, I, 1 (1986): 17-45, y «The
Origins of Capitalist Agriculture in the Dominican Republic», LARR,
XXII, 2 (1987): 135-53; y Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases
sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cul-
tural Dominicana, 1993), 49-65.
Los campesinos del Cibao 73

a. El Este: del ganado al azúcar

A pesar de que durante el siglo xix la crianza de ganado


estaba muy generalizada en la República Dominicana, su foco
principal era la sección oriental del país, en la provincia de
El Seibo. La crianza de ganado tenía una larga tradición, pues
durante el período colonial se convirtió en una actividad muy
común. Como consecuencia del desarrollo de la economía de
plantación en Saint Domingue, se establecieron numerosos
hatos a lo largo de la frontera entre las dos colonias. Pero la
Revolución haitiana tuvo un efecto negativo en esta actividad
económica, debido a que el ganado mermó como resultado
de las luchas y las guerras de esos años. Además, los ganaderos
de Santo Domingo perdieron su mercado principal a causa de
la destrucción de las plantaciones en Haití. Por lo tanto, la
ganadería tendió a concentrarse en el Este, donde pudo pros-
perar debido a que se adaptaba muy bien a las vastas y poco po-
bladas planicies de la región; además, requería poca inversión.
Los hatos se caracterizaban por lo primitivo de su explotación
económica. De hecho, se prestaba poca atención a la crianza
de las reses, las que se dejaban vagar libremente, y una vez al
año se reunían, se contaban, y se marcaba el ganado joven. El
tipo de ganadería que practicaban los hateros del Este era más
bien una actividad extractiva que no guardaba ningún pareci-
do con la crianza de ganado, propiamente dicha.50
A pesar de que la economía regional se encontraba estan-
cada, los hateros se mantuvieron como un grupo social muy

Silié, Economía, esclavitud y población, y «El hato y el conuco»; Baud, «Trans-


50

formación capitalista y regionalización»; Boin y Serulle Ramia, El proceso


de desarrollo, 1: 61-7; y Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with
a Glance at Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo,
1982), 211. Este tipo de ganadería era muy común en América Latina. Al
respecto: Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de
América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1979); y Arnold Bauer, «Rural
Society», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-
1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 115-48.
74 Pedro L. San Miguel

importante durante la mayor parte del siglo xix. Como dueños


de grandes predios de terreno en una sociedad rural, repre-
sentaban una de las fuentes de «autoridad social», para utilizar
la frase de Juan Bosch.51 Los hateros desempeñaron un papel
crucial en la política dominicana, al menos hasta la década de
los sesenta. Irónicamente, emergieron como una fuerza polí-
tica cuando su poder económico y social llegaba a su fin.52 La
disminución de la importancia de la ganadería se refleja clara-
mente en el escaso valor de las exportaciones de ganado y de
sus derivados durante la década anterior. Según Boin y Serulle
Ramia, en 1856 el valor total de estos productos era menos del
5% de las exportaciones del país.53 La falta de mercados, el
atraso en las técnicas de crianza y la pérdida de poder político
por parte de los hateros contribuyeron a la gradual decaden-
cia de la ganadería en el Este; el desarrollo de la agricultura
comercial le asestó el golpe de gracia.
Junto a la ganadería, la agricultura de subsistencia desempe-
ñó un papel significativo, aunque subsidiario, en la economía
del Este. Aun durante el período colonial, cuando los esclavos
laboraban en los hatos, los terratenientes permitían a sus tra-
bajadores cultivar pequeños predios de tierra para cubrir sus
necesidades de subsistencia. Esta práctica continuó durante el
siglo xix, luego de la abolición de la esclavitud. Se puede su-
poner, por lo tanto, que con el deterioro de la economía de la
región, se incrementó esta tendencia. Sin embargo, la produc-
ción campesina en el Este no alcanzó una posición dominante;
es decir, no se desarrolló un cultivo comercial que diera base al
fortalecimiento del campesinado de la región. Fue la caña de
azúcar, fomentada por extranjeros, la que transformó radical-
mente la economía y la sociedad del Este.

51
Bosch, Composición social dominicana, 135.
52
Bosch, Composición social dominicana, 163-71; Domínguez, Economía y po-
litica, 99-101; y Cassá, Historia social y económica, 2: 24-5 y 39-60.
53
Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 66.
Los campesinos del Cibao 75

Si bien al comienzo del siglo xix la Revolución haitiana im-


plicó el colapso de la incipiente industria azucarera en San-
to Domingo, otro movimiento revolucionario en el Caribe
contribuyó a su recuperación. Durante la primera Guerra de
Independencia Cubana (1868-78), cientos de cubanos emigra-
ron hacia la República Dominicana. Muchos de ellos, benefi-
ciándose de su experiencia en la producción azucarera y de
las condiciones naturales del país, establecieron haciendas e
ingenios. Así se inició la industria azucarera moderna en la
República Dominicana. Para 1882, ya estaban funcionando en
el país cerca de 30 ingenios.54 A pesar de la gran repercusión
que tuvo la industria azucarera en el ámbito nacional, el esta-
blecimiento de las plantaciones fue un fenómeno muy regio-
nalizado. La mayoría de los ingenios se fundaron a lo largo de
la costa Sur, cerca de la capital. Más tarde, la expansión de los
campos azucareros ocurrió mayormente hacia el Este. Dicha
expansión se llevó a cabo a expensas de la ganadería tradicio-
nal de la región, la cual, por lo tanto, sufrió un golpe fatal.55
Así, el Este, que durante el siglo xix fue la típica región gana-
dera de la República Dominicana, durante el siglo xx estuvo
dominado por las plantaciones de caña de azúcar.56

54
Bosch, Composición social dominicana, 210-12; Hoetink, The Dominican Peo-
ple, 6-10; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 31-8, 79-95 y
253-59; Carreño, Historia económica, 21-55; Marte, Cuba y la República Do-
minicana, 337-439; Báez Evertsz, La formación del sistema, 185-243; Moreno
Fraginals, La historia como arma, 56-117; José del Castillo, «La formación
de la industria azucarera moderna en la República Dominicana», en:
Tabaco, azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Intera-
mérica, S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 23-56;
Jaime Domínguez, Notas económicas y políticas dominicanas sobre el período
julio 1865-julio 1886, 2 vols. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de
Santo Domingo, 1983), 1: 105-29; y Juan J. Sánchez, La caña en Santo
Domingo, 2da ed. (Santo Domingo: Taller, 1972), 27-31.
55
Cross Beras, Sociedad y desarrollo, 76-81.
56
Además de las obras mencionadas previamente, ver José del Castillo y
Walter Cordero, La economía dominicana durante el primer cuarto del siglo xx,
2da ed. (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1980); Wilfredo
76 Pedro L. San Miguel

b. El Sur: maderas y producción campesina

El Sur (que comprende lo que para comienzos del siglo xx


eran las provincias de Santo Domingo, Azua y Barahona) tuvo
otro patrón durante el siglo xix. Debido a la abundancia de los
bosques, los cortes de madera eran una actividad generalizada
en todo el país. Durante la primera mitad del siglo xix, los
cortes se convirtieron en la actividad económica característica
del Sur, donde la producción maderera databa del siglo xviii.
Usualmente, los cortes de madera eran financiados por comer-
ciantes de la capital que alquilaban –ya fuera del Estado, que
poseía grandes extensiones de terreno, o de dueños particula-
res– el derecho a cortar los árboles maderables.57 La tarea de
cortar y transportar los troncos era desempeñada por equipos
de trabajadores, a menudo campesinos de la región, quienes
trabajaban a jornal. Luego de hacer flotar los troncos hasta las
desembocaduras de los ríos, la madera era embarcada hasta su
destino final (principalmente Inglaterra, Francia y los Estados
Unidos).58
A pesar de que todavía hace falta un estudio exhaustivo de la
producción maderera, parece evidente que era una actividad
muy lucrativa. Para mediados del siglo xix, la madera era el
segundo producto de exportación del país –su valor solo era
superado por el del tabaco–; según Boin y Serulle Ramia, para
el Sur, representaba el 80% de las exportaciones de la región.59

Lozano, La dominación imperialista en la República Dominicana, 1900-1930


(Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976);
Frank Báez Evertsz, Azúcar y dependencia en la República Dominicana (Santo
Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1978); y Antonio
Lluberes, «El enclave azucarero, 1902-1930», HG, 2 (1983): 7-59.
57
Rodríguez Jiménez y Vélez Canelo reproducen varios contratos que ilus-
tran las diversas modalidades de los cortes (El precapitalismo dominicano).
58
Domínguez, Economía y política, 33-50; y Boin y Serulle Ramia, El proceso de
desarrollo, 1: 67-75.
59
Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 68. Hay cifras adicionales de las
exportaciones de maderas en: Marte, Estadísticas y documentos históricos, 67-97.
Los campesinos del Cibao 77

Los comerciantes, los grandes terratenientes y los funciona-


rios del Estado se beneficiaban de las miles de hectáreas de
bosques vírgenes que abundaban en el Sur, y que se pudieron
explotar gracias a su cercanía a los ríos y las costas. Sin embar-
go, el carácter primitivo y expoliador de los cortes restringió
su desarrollo a largo plazo. La producción maderera depen-
día, ante todo, de la accesibilidad de los árboles y, en segundo
lugar, de su cercanía a los ríos para que los troncos pudieran
transportarse a los centros de embarque. Pero con la escasez
de árboles próximos a los ríos –efecto de la devastación cau-
sada por la misma producción maderera–, los cortes tuvieron
que trasladarse al interior, lejos de las corrientes fluviales; en
consecuencia, su rentabilidad disminuyó. A partir de la dé-
cada de los cincuenta, la exportación de madera comenzó a
mermar.60
No obstante su influjo en el Sur, la producción maderera
no implicó la desaparición del campesinado. Por el contrario,
los campesinos eran parte integrante de las actividades que se
desarrollaron en torno a la madera, al menos de tres maneras.
Primero, los campesinos formaban parte de los equipos que
cortaban y transportaban los árboles. Es decir, a través del tra-
bajo a jornal, los campesinos de la región se incorporaban a los
cortes. En segundo lugar, muchos campesinos realizaban cor-
tes por cuenta propia –aunque en pequeña escala–, y vendían
los troncos a los comerciantes o a sus agentes. En tercer lugar,
una parte de sus cosechas era vendida a las personas dedicadas
a los cortes de madera. Por lo tanto, los cortes fueron un ali-
ciente a la producción campesina ya que contribuyeron a dina-
mizar el mercado regional. La proximidad de la ciudad capital,
que era otro mercado importante para los bienes alimentarios,

Cassá, Historia social y económica, 2: 17. Aunque la exportación de madera


60

sufrió un descenso general, en 1856 todavía representaba cerca del 34%


del valor de las exportaciones del país (Boin y Serulle Ramia, El proceso
de desarrollo, 1: 68). Hazard ofrece una descripción de un corte y lo llama
«rudo» (Santo Domingo, 357).
78 Pedro L. San Miguel

contribuyó a reforzar la orientación mercantil del campesina-


do del Sur.61 A la larga, el Sur presenció el crecimiento de la
agricultura comercial, tanto de la campesina como de la lati-
fundista. La renovada industria azucarera dejó su huella, ya
que durante el último cuarto del siglo xix se fundaron varios
ingenios en la región.62 Sin embargo, el crecimiento de la pro-
ducción azucarera en el Sur, aunque muy significativa, no fue
tan absorbente como en el Este, lo cual permitió el desarrollo
de las actividades dominadas por el campesinado. Ya que el
cultivo de la caña de azúcar se expandió fundamentalmente
en las tierras bajas, los campesinos pudieron cosechar cultivos
comerciales en otras zonas ecológicas, como las áreas monta-
ñosas de la región. Aquí el café se convirtió en el producto
campesino principal.63

c. El Cibao: el reino del tabaco

Mientras que para mediados del siglo xix la crianza de ga-


nado predominaba en el Este y la producción maderera carac-
terizaba al Sur, el tabaco era rey en el Norte. La producción
tabacalera comenzó a desarrollarse en el Cibao, como se co-
noce al Norte, a partir del período colonial; y desde entonces
se convirtió en el principal cultivo comercial de la región.
Aunque dependía de una agricultura en pequeña escala, el
tabaco se propagó tanto entre los campesinos del Cibao, que

61
Ver obras citadas previamente. Sobre las diversas formas de articulación
del campesinado del Sur con la economía maderera, debo mucho a las
apreciaciones de Walter Cordero.
62
Sánchez, La caña en Santo Domingo, 35-40; del Castillo, «La formación»,
38-42; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 32-8; y Carreño,
Historia económica, 35-55.
63
Le debo esta información a Walter Cordero, quien, además de estar fami-
liarizado con la región, ha investigado a fondo la historia del café en la
República Dominicana. Ver también: Boin y Serulle Ramia, El proceso de
desarrollo, 2: 41-4; y Carreño, Historia económica, 240-50.
Los campesinos del Cibao 79

para mediados de siglo era la fuerza motriz de la economía


regional. A medida que fueron desapareciendo la crianza de
ganado y la producción maderera durante la segunda mitad
del siglo xix, el tabaco se convirtió también en el principal
producto de exportación nacional. Hasta el último cuarto
del siglo xix, cuando otros cultivos –como la caña de azúcar y
el cacao– lo desplazaron como primer producto de exporta-
ción, el tabaco mantuvo esa posición.64
Gracias al tabaco, el Cibao se convirtió en una sociedad de
pequeños y medianos cultivadores que gozaban de una mejor
condición económica –en especial en las áreas alrededor de
Santiago, La Vega y Moca– que sus homólogos en otras regio-
nes de la República Dominicana. El Cibao tenía un dinamismo
y una organización económica del todo ausente en otras zonas
del país. Todavía en la década de los ochenta del siglo xix, un
agudo observador de las realidades nacionales decía:

...hasta hace pocos años, con escepción [sic] del ta-


baco en rama, no podíamos exportar otros artículos,
sino aquellos que representaban elementos natura-
les, obtenidos gratuitamente, con escasa labor del
hombre, como las maderas del monte y los cueros de
las reses.
De ahí venía la gran superioridad que la región
del Cibao alcanzaba sobre el resto de la República;
allí se trabajaba... Esto explica por qué el Cibao era lo
más rico y potente de la nación.65

64
Véase: Antonio Lluberes, «La economía del tabaco en el Cibao en la segun-
da mitad del siglo xix», Eme-Eme, 1, 4 (1973): 35-60, y «La crisis del tabaco
cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco, azúcar y minería, 3-22; Cross Beras, Sociedad
y desarrollo, 88-90; Domínguez, Economía y política, 54-61, y Notas económicas
y políticas, 1: 133-51; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 48-60;
Carreño, Historia económica, 165-218; Baud, Peasants and Tobacco; y José
Chez Checo y Mu-Kien Adriana Sang, El tabaco: Historia general en República
Dominicana, 3 vols. (Santo Domingo: Grupo León Jimenes, 2008).
65
José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-
dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 395-96.
80 Pedro L. San Miguel

A pesar de su superioridad económica sobre otras regiones


del país, la agricultura del Cibao continuaba siendo tradicional;
la misma había cambiado poco desde los tiempos coloniales.
Victor Place, a finales de la década de los cuarenta del siglo xix,
al observar las atrasadas técnicas de producción de tabaco de
los campesinos, concluyó:

Se puede decir que aquí el clima lo hace todo: si la es-


tación es favorable, la cosecha es abundante y el taba-
co de calidad superior; si la estación no es favorable
el tabaco es inferior, si no es que se ha perdido antes
de la cosecha... [A]parte de la tala de bosques y [de
la construcción de] la trabajosa cerca, para cerrar la
plantación, todo se deja a voluntad del clima.66

La producción y el comercio del tabaco generaron una com-


pleja cadena económica que se originaba en las tierras culti-
vadas por los campesinos y cuyo producto final llegaba a los
mercados europeos. Los comerciantes, usualmente por medio
de intermediarios locales, hacían avances a los agricultores,
quienes les pagaban con tabaco. El tabaco que los interme-
diarios obtenían de esta manera se transportaba a la ciudad
de Santiago, que se convirtió, como observó Hazard, en el
centro comercial de la región; de aquí, el tabaco se enviaba
a Puerto Plata, en la costa norte. Este puerto era el principal
centro de exportación del Cibao; por tal razón, era el centro
de operaciones de las mayores casas mercantiles.67 De esta

66
Victor Place, «Memoria sobre el Cultivo, la Cosecha y la Venta de los Ta-
bacos en Santo Domingo» [1849], traducido del francés y reproducido
por: Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 186-99. El párrafo que
se cita se encuentra en la p. 189.
67
Hazard, Santo Domingo, 324-25; Lluberes, «La economía del tabaco»; Boin
y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 50-8; Emilio Rodríguez Demo-
rizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo: Editora del Caribe, 1964),
194-98; y Domínguez, Notas económicas y políticas, 1: 133-51.
Los campesinos del Cibao 81

manera, a pesar de que el cultivo del tabaco continuó siendo


una actividad eminentemente campesina, los comerciantes y
los prestamistas se lucraron por medio del crédito y del comer-
cio de las hojas.
Para las últimas décadas del siglo xix, el cacao y el café co-
menzaron a propagarse por la región cibaeña. La expansión
de estos dos cultivos fue una de las respuestas de los campe-
sinos a las condiciones del mercado. Durante las dos últimas
décadas de la centuria, en el ámbito internacional, los precios
tendieron a favorecer al cacao y al café, mientras se tornaban
más difíciles para el tabaco dominicano. Las dificultades de
mercadeo confrontadas por el tabaco fueron resultado de
las condiciones rudimentarias en que se producía. Estas, a su
vez, se reflejaban en la baja calidad de las hojas. Como con-
secuencia, los importadores europeos comenzaron, no solo a
protestar, sino también a pagar precios más bajos por el tabaco
dominicano; también buscaron nuevos suplidores.68
Sin embargo, no todos los campesinos en el Cibao desea-
ban hacer esta transición al cultivo del café o del cacao; ni
todos estaban, tampoco, en condiciones de realizarla. La poca
inversión que requería el cultivo del tabaco, su corto ciclo pro-
ductivo y sus requisitos laborales, se avenían muy bien a las
condiciones de la economía campesina. Por otra parte, tanto
el cacao como el café requerían condiciones ecológicas que
no se encontraban en todas las áreas del Cibao. Por lo tanto,
el tabaco continuó siendo el principal cultivo comercial cam-
pesino en la provincia de Santiago. A pesar de que en Santiago
también se producían el cacao y el café, su cultivo se concen-
traba en otras provincias del Cibao, especialmente en La Vega
y en el llamado Cibao Central.69 No obstante, para finales del

Lluberes, «La crisis del tabaco», 11-6.


68

Lluberes, «La crisis del tabaco», 16; Boin y Serulle Ramia, El proceso de
69

desarrollo, 2: 235-48; Hoetink, The Dominican People, 64-9; del Castillo y


Cordero, La economía dominicana, 28-31; y Baud, «Transformación capita-
lista y regionalización».
82 Pedro L. San Miguel

GRÁFICA 1.2
VOLUMEN DE LOS PRODUCTOS
DE EXPORTACIÓN, 1881-1902
(En quintales de 112 libras)

Fuente: Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco, azúcar
y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica, S.A., y Museo de Histo-
ria y Geografía, 1984), 17.

siglo xix, el tabaco fue desplazado como el principal producto


dominicano de exportación (ver gráfica 1.2). La exportación
de azúcar, la cual fue insignificante durante la mayor parte del
siglo xix, aumentó durante este período. Como hemos visto, el
cultivo del cacao y del café también se expandió. Sin embargo,
a diferencia del azúcar, el cacao y el café continuaron siendo,
predominantemente, cultivos campesinos.70

Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Dominicana


70

a principios del siglo xx», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 29-62.


Los campesinos del Cibao 83

El desplazamiento del tabaco como principal producto de


exportación del país tuvo no solo consecuencias económicas,
sino, también, dimensiones políticas. Como expresa Lluberes,
el mismo redefinió la «geopolítica nacional»; como resultado,
el «centro político del país» se trasladó del Cibao al Sur.71 Esta
transición se evidenció durante la dictadura de Ulises Heu-
reaux (1887-99), bajo cuyo gobierno la República Dominicana
se integró más a la economía mundial.72 Los ferrocarriles, por
ejemplo, se construyeron durante el gobierno de Heureaux.
Ellos fueron un factor de peso en la expansión de la produc-
ción en el Cibao, especialmente del cacao.

La estructura agraria: una herencia colonial

La expansión de los nuevos cultivos de exportación, la cons-


trucción de los ferrocarriles y el relativo fortalecimiento del
Estado bajo el régimen de Heureaux, afectaron el sistema de
tierras de la República Dominicana. A lo largo del siglo xix, los
terrenos comuneros comprendían buena parte de la tierra del país.
Estos eran grandes predios de terreno, propiedad común de un
número de personas, las que mantenían una especie de sistema
corporativo. Los «accionistas» de un terreno comunero tenían
amplia libertad en la utilización del suelo, pudiendo emplear
una cantidad indeterminada de tierra. En esos predios, no había
una distribución exacta de parcelas; y una vez que un condueño
abandonaba su predio, este podía ser utilizado por cualquier
otro accionista. Tal sistema de posesión de tierras estaba pro-
fundamente arraigado en la República Dominicana. Era muy

Lluberes, «La crisis del tabaco», 18.


71

Hoetink, The Dominican People, 64-137; Cross Beras, Sociedad y desarrollo;


72

Jaime Domínguez, La dictadura de Heureaux (Santo Domingo: Univer-


sidad Autónoma de Santo Domingo, 1986); y Mu-Kien A. Sang, Ulises
Heureaux: Biografía de un dictador (Santo Domingo: Instituto Tecnológico
de Santo Domingo, 1987).
84 Pedro L. San Miguel

adecuado a la baja densidad poblacional del país y a las activi-


dades económicas que predominaron hasta finales del siglo xix:
la crianza de ganado y la agricultura en pequeña escala.73
Durante la Dominación Haitiana (1822-44), se intentó de-
sarrollar en el país la propiedad privada de la tierra.74 Sin em-
bargo, este intento tuvo poco éxito, y los terrenos comuneros
siguieron dominando la estructura agraria de la República
Dominicana. Aunque es imposible saber qué proporción de la
tierra del país estaba comprendida bajo este sistema, en 1857
Bonó afirmó que, aparte de la tierra mensurada del Cibao,
el resto de las tierras eran mayormente propiedades comune-
ras.75 A finales de la década de los ochenta, José Ramón Abad
todavía se quejaba de la existencia de estos terrenos comune-
ros, los cuales consideraba un obstáculo para el crecimiento de
la agricultura.76 Existían otras formas tradicionales de tenencia
de tierra, además de los terrenos comuneros. El Estado, por
ejemplo, tenía varias propiedades; pero, debido a la ausencia
de un catastro, no se conocía su localización precisa ni tampo-
co su extensión. Algo similar se puede decir de los sitios, que
eran grandes predios dedicados a la crianza de ganado y de
cerdos. Según Bonó, los sitios localizados en las praderas y sa-
banas se conocían como hatos, mientras que aquellos sitios cu-
biertos por bosques y arbustos se conocían como ranchos. Los
hatos se usaban principalmente para la crianza de ganado; los
ranchos para la cría y caza de cerdos.77 Era bastante común

73
Alcibíades Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros en la República
Dominicana (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1961); y Aura C.
Fernández Rodríguez, «Origen y evolución de la propiedad y de los te-
rrenos comuneros en la República Dominicana», Eme-Eme, IX, 51 (1980):
5-45. Para una discusión más detallada acerca de los terrenos comuneros
y del tema de la tierra, véase capítulo VI.
74
Moya Pons, La Dominación Haitiana, 46.
75
Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 82. Sobre la estructura agraria du-
rante el siglo xviii, ver Gutiérrez Escudero, Población y economía, 86-97.
76
Abad, La República Dominicana, 255-81.
77
Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 217-20.
Los campesinos del Cibao 85

que, a la muerte del dueño de estos sitios, sus herederos man-


tuvieran la propiedad sin dividir, utilizando el terreno en co-
mún. La mayoría de los terrenos comuneros se originaron en
esta práctica. Por lo tanto, no existía una barrera legal absoluta
entre un sitio y un terreno comunero. Una propiedad que se
mantuviera en manos privadas podía convertirse en terreno
comunero si los herederos del dueño original decidían man-
tener la propiedad indivisa, haciendo uso común de ella. Con
el tiempo, personas ajenas podían tener acceso a la tierra me-
diante las compra-ventas y los matrimonios.
Por su parte, las estancias eran propiedades medidas y de-
marcadas, dedicadas a la agricultura.78 Las estancias variaban
en tamaño y se utilizaban para la cosecha tanto de cultivos de
subsistencia como de cultivos comerciales. Según Hazard, el
azúcar y la melaza se fabricaban rústicamente en las estancias
con trapiche; en otras se cultivaban tabaco, maíz, plátanos y
café. Aunque las mismas se encontraban en todas las regiones
del país, fue en el Cibao donde, desde muy temprano, proli-
feraron las estancias. La intensa colonización de esta región
produjo la fragmentación de las grandes propiedades, y, para
la séptima década del siglo xix, las estancias pequeñas y media-
nas tendían a multiplicarse en lugares como Santiago y Moca.79
Según florecía la economía de exportación a finales del si-
glo xix, se afianzó la desaparición de las formas de tenencia de
tierras tradicionales. Los terrenos comuneros se extinguieron
a un ritmo cada vez más acelerado, conforme los empresarios
extranjeros y nacionales hacían inversiones en la agricultura.
Así, el crecimiento de las plantaciones en el Este fomentó la
desaparición de los terrenos comuneros y de los hatos. La ex-
pansión de la producción de cacao en áreas como San Francis-
co de Macorís y Salcedo, contribuyó al crecimiento de formas
modernas de posesión de tierra en una región hasta entonces

Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 223.


78

Hazard, Santo Domingo, 315.


79
86 Pedro L. San Miguel

dominada por las monterías (la caza de cerdos) y los hatos.


Durante este período, los inmigrantes cubanos introdujeron
los potreros en el país, es decir, la crianza de ganado corralero.80
En las postrimerías del siglo xix y a principios del xx, el Esta-
do dominicano desempeñó un papel más dinámico en la eco-
nomía del país. Tuvo, por ejemplo, una participación activa
en la construcción del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata;
también intentó fomentar la agricultura de exportación por
medio de concesiones de tierras y de leyes. Durante la presi-
dencia de Ramón Cáceres (1906-11) se aprobaron tres leyes
para facilitar la expansión de la agricultura comercial: la Ley de
registro de títulos, que trató de sanear los títulos de las tierras; la
Ley de crianza libre, que impuso restricciones a esta práctica; y
la Ley de franquicias agrícolas, que eximió a las maquinarias y las
herramientas utilizadas en la agricultura de pagar impuestos.81
Los conflictos políticos y los problemas financieros a principios
del siglo xx limitaron el efecto de estas medidas. El saneamien-
to de los títulos de propiedad de las tierras, por ejemplo, fue
un proceso lento que no se efectuó al mismo tiempo en todo
el país. Mientras que en el Este el saneamiento de títulos por
parte de las corporaciones azucareras se realizó a principios
de siglo –a menudo por medio de falsificaciones–, en Santiago
el proceso todavía estaba llevándose a cabo para la década de
los cuarenta.82

80
Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, passim.; Hoetink, The Dominican
People, 1-18; Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 1: 119-36; y Gui-
llermo Moreno, «De la propiedad comunera a la propiedad privada mo-
derna, 1844-1924», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 47-129.
81
Domínguez, La dictadura de Heureaux, 103-9; del Castillo y Cordero, La
economía dominicana, 40-2; y Baud, Peasants and Tobacco, 147 y sigs.
82
Melvin M. Knight, Los americanos en Santo Domingo (Ciudad Trujillo: Uni-
versidad de Santo Domingo, 1939); y Bruce J. Calder, The Impact of In-
tervention: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924
(Austin: University of Texas Press, 1984), 102-5. En Santiago, los prim-
eros registros de saneamiento de títulos que he consultado datan de los
inicios de la década de los treinta del siglo xx.
Los campesinos del Cibao 87

A pesar de que el Estado promovió la agricultura comer-


cial, no logró convertir al campesinado dominicano en una
fuente de mano de obra asalariada.83 Durante las décadas de
los setenta y de los ochenta del siglo xix, en las fases inicia-
les de expansión de la producción azucarera, los campesinos
trabajaban a jornal en las plantaciones como una forma de
complementar sus ingresos.84 Sin embargo, según bajaron los
sueldos, los campesinos se negaron a trabajar en las plantacio-
nes y se retiraron a sus conucos. Los hacendados –siguiendo
un expediente bastante común en el Caribe–, en connivencia
con el Estado, recurrieron a la inmigración extranjera para
satisfacer su demanda de mano de obra. La inmigración de
miles de trabajadores desde el Caribe angloparlante (los lla-
mados cocolos) y luego de Haití, vino a resolver la escasez de
trabajadores en las plantaciones. Las alternativas económicas
con que contaba el campesinado dominicano a principios del
siglo xx obstaculizaron el crecimiento de un proletariado de
origen nacional.85
Entre 1916-24, durante la ocupación estadounidense de la
República Dominicana, el Estado pudo, cada vez más, controlar

83
Para una discusión sobre las limitaciones estructurales que confrontó el
Estado dominicano, ver Ramonina Brea, Ensayo sobre la formación del Es-
tado capitalista en la República Dominicana y Haití (Santo Domingo: Taller,
1983). Sobre el mercado de trabajo en la región cibaeña: Baud, Peasants
and Tobacco, passim.
84
Domínguez, Notas económicas y políticas, 1: 116.
85
José del Castillo, «La inmigración de braceros azucareros en la Repúbli-
ca Dominicana, 1900-1930», CC, 7 (1978), y «Azúcar y braceros: Historia
de un problema», Eme-Eme, X, 58 (1982): 3-19; Patrick E. Bryan, «The
Question of Labor in the Sugar Industry of the Dominican Republic in
the Late Nineteenth and Early Twentieth Centuries», en: Moreno Fragi-
nals, Moya Pons y Engerman (eds.), Between Slavery and Free Labor, 235-
51; Andrés Corten et al., Azúcar y política en la República Dominicana, 2da
ed. (Santo Domingo: Taller, 1976); y Wilfredo Lozano, Proletarización y
campesinado en el capitalismo agroexportador (Santo Domingo: Instituto Tec-
nológico de Santo Domingo, 1985), 69-86.
88 Pedro L. San Miguel

la vida del campesinado.86 Como se verá más adelante, el ré-


gimen militar implementó un número de medidas destinadas
a redefinir las relaciones entre el campesinado y la tierra. De
igual manera, los campesinos fueron utilizados en la cons-
trucción de obras públicas, como las carreteras. Esta política
continuó durante la dictadura de Rafael L. Trujillo (1930-61),
cuando el Estado aumentó su esfera de acción en la ruralía.
Pero, al menos en Santiago, resulta claro que la política agra-
ria del régimen no se orientó a desplazar al campesinado. Más
bien, por medio de la distribución de tierras a los campesinos,
el régimen de Trujillo pudo ganar una significativa base de
apoyo en el campo.87
A pesar de los cambios económicos y políticos que ocurrie-
ron en la República Dominicana desde finales del siglo xix en
adelante, la economía regional del Cibao mantuvo su articula-
ción en torno al campesinado. Para el último cuarto de siglo,
el ciclo de auge del tabaco dominicano llegó a su fin. Como
resultado de las fuerzas económicas y de las transformaciones
políticas, otros productos desplazaron al tabaco como prin-
cipal cultivo de exportación del país. No obstante, el tabaco

86
Calder, The Impact of Intervention; Pedro L. San Miguel, «El Estado y el
campesinado en la República Dominicana: El Valle del Cibao, 1900-
1960», HS, IV (1991): 42-74, y «Exacción estatal y resistencias campesinas
en el Cibao durante la ocupación norteamericana de 1916-24», Ecos, 1, 2
(1993): 77-100.
87
Aun luego de la caída de la dictadura, el apoyo que Trujillo logró ganar
entre el campesinado continuó desempeñando un papel decisivo en la
sociedad dominicana. Durante las décadas de los sesenta y setenta, Joa-
quín Balaguer, quien estaba íntimamente identificado con el dictador,
encontró en el campesinado una importante base de apoyo. Al respecto,
véase: Wilfredo Lozano, El reformismo dependiente (Estado, clases sociales y
acumulación de capital en República Dominicana: 1966-78) (Santo Domin-
go: Taller, 1985), 28 y 52-3; Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas
sociales en la República Dominicana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller,
1981); Otto Fernández Reyes, Ideologías agrarias y lucha social en la Repúbli-
ca Dominicana (1961-1980) (Buenos Aires: Consejo Latinoamericano de
Ciencias Sociales, 1986); y Roberto Cassá, Los doce años: Contrarrevolución
y desarrollismo (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1986), 486-510.
Los campesinos del Cibao 89

continuó siendo un importante cultivo campesino, en especial


en la provincia de Santiago. Igualmente, el campesinado del
Cibao pudo adaptarse a la creciente demanda de cacao y café,
y la élite comercial de la región continuó dependiendo de los
campesinos como suplidores. La construcción de medios de
transportación modernos facilitó esta transición hacia nuevos
cultivos, y lejos de socavarla, afianzó la producción campesina
para el mercado. Por otra parte, la regionalización de la eco-
nomía dominicana evitó los efectos devastadores de las planta-
ciones sobre el campesinado cibaeño.
Capítulo II
El Cibao: paisajes y regiones

¡Es tan rico y tan grande este Cibao


y son tantos los caminos que lo cruzan!

Juan Bosch
Camino Real

Las subregiones cibaeñas

Fernand Braudel, en su apreciada obra sobre el mundo


mediterráneo, lo describe como una región de dimensiones
históricas, que se extiende más allá de los límites naturales de
dicho mar.1 Para Braudel, el Mediterráneo es un conjunto de
varios «mundos mediterráneos», los que interactúan entre sí
mediante fuerzas económicas, sociales, políticas y culturales.
Aunque cada uno de esos sub-mediterráneos tiene sus propias
características, juntos forman algo superior, que no es simple-
mente la suma de sus partes. Braudel llamó a este conjunto
el «Gran Mediterráneo». El Cibao no tiene la extensión
geográfica del mundo mediterráneo. No obstante, también

Fernand Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age
1

of Philip II, 2 vols. Traducción de Sian Reynolds (New York: Harper &
Row, 1972), esp. 1: 168-70.

91
92 Pedro L. San Miguel

podemos hablar de un «Gran Cibao», al menos por dos ra-


zones: en primer lugar, porque el Cibao comprende varias
subregiones cuya interacción ha definido las características
sociales y geográficas de la región; y, en segundo lugar, porque
el Cibao –como el Mediterráneo de Braudel– ha alcanzado
unas dimensiones históricas que han sobrepasado los límites
naturales del valle de este nombre. En tal sentido, podemos
hablar de un «Cibao histórico», que es más grande que el Valle
del Cibao propiamente hablando.
Geográficamente, el Valle del Cibao queda demarcado por
las dos cadenas montañosas más importantes del país: la Cor-
dillera Central y la Cordillera Septentrional. Ambas se extien-
den, casi paralelas, desde el este hacia el oeste en dirección no-
roeste (mapa 2.1). La gran llanura interior que se halla entre
estas dos cordilleras es el Valle del Cibao. Esta llanura alargada
que forma el Cibao se extiende desde la bahía de Samaná, en
la costa oriental de la isla Española, hasta la República de Hai-
tí, en el oeste, donde se conoce como Plain du Nord. El Valle
del Cibao tiene una extensión de unas 140 millas de largo y
una superficie de cerca de 2,000 millas cuadradas.2
La existencia de dos sistemas fluviales constituye otro de los
rasgos dominantes del Cibao. El primer sistema está formado
por el río Yaque y sus afluentes. El Yaque nace en la provincia
de La Vega, en las inmediaciones de la Cordillera Central, corre
hacia el norte y pasa cerca de la ciudad de Santiago, donde
se desvía hacia el noroeste. Después de seguir su curso a lo
largo de la llamada Línea Noroeste, el Yaque desemboca en el
océano Atlántico, cerca de la ciudad costera de Monte Cristi.
El segundo sistema está constituido por los ríos Camú y Yuna
y sus respectivos afluentes. Mientras que el Yaque domina la
parte occidental del valle, los ríos Camú y Yuna corren casi en
línea recta hacia el este, por donde desembocan en la bahía

U.S. Government, Area Handbook for the Dominican Republic, 2da ed.
2

(Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 1973), 13.


Los campesinos del Cibao 93

de Samaná. En el siglo xviii, cuando la Corona española fundó


la Factoría Real para comprar el tabaco del Cibao, esos ríos se
utilizaron como vías fluviales para transportar las hojas hasta la
bahía de Samaná, desde donde se llevaban a la capital.3
Las condiciones climatológicas no son, ni mucho menos,
uniformes en todo el Cibao. Los patrones de lluvia, sobre todo,
han contribuido a crear dos zonas, claramente identificables:
la Línea Noroeste (comúnmente conocida como La Línea),
caracterizada por su clima seco; y las regiones húmedas del
Cibao Central y del Cibao Oriental. La «frontera» entre estas
dos regiones está situada, precisamente, en la provincia de
Santiago. Samuel Hazard –miembro de la comisión que fue
a la República Dominicana para estudiar la posibilidad de la
anexión del país a los Estados Unidos– al viajar de Santiago a
Monte Cristi, a principios de la década de los setenta del siglo
xix, fue testigo de las condiciones climatológicas predominan-
tes en La Línea. A lo largo de la ruta, Hazard observó las tie-
rras secas que bordeaban el Camino Real, que no era sino una
vía ancha y polvorienta. El ardiente sol tropical y la aridez del
terreno evocaron en el viajero las imágenes de un desierto.
Así, Hazard –quien se vanagloriaba de ser amigo del presiden-
te del Cornell College–, no tuvo más remedio que amarrarse un
pañuelo a la cabeza y ponerse un enorme sombrero de cana,
al «estilo dominicano».4
Durante la época colonial, La Línea desempeñó un impor-
tante papel en la economía cibaeña, ya que era una de las
principales rutas para los productos de la región. Antes de las
Devastaciones del siglo xvii, los productos del Cibao, que eran
contrabandeados por la Banda del Norte, encontraron salida
hasta la costa por La Línea. Las Devastaciones contribuyeron,
si no a interrumpir por completo este tráfico, por lo menos a

3
Antonio Lluberes, «Las rutas del tabaco dominicano», Eme-Eme, IV, 21
(1975): 12-3.
4
Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra
ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 344.
94 Pedro L. San Miguel

MAPA 2.1
EL VALLE DEL CIBAO

disminuirlo. Monte Cristi, el puerto natural de la Línea, resur-


gió durante el siglo xviii, cuando otra vez se exportaron por allí
los productos del Cibao.5 Asimismo, en la cuarta década del
siglo xix, desde La Línea se transportaban a Haití ganado y an-
dullos (rollos de tabaco que los campesinos manufacturaban y
consumían).6 No obstante, este resurgimiento de Monte Cristi
como puerto de embarque fue muy breve; Puerto Plata pronto
lo desplazó como el principal del Cibao. La construcción del
ferrocarril entre Santiago y Puerto Plata contribuyó a agravar

5
Hazard, Santo Domingo, 99-100. Sobre el comercio dominicano durante
el siglo xviii: Antonio Gutiérrez Escudero, Población y economía en Santo
Domingo (1700-1746) (Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985),
197-254.
6
ANJR, PN: JD, 1882, fs. 102v-6v. Ver también: Roberto Marte, Estadísticas
y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo:
Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), passim.
Los campesinos del Cibao 95

el atraso de Monte Cristi. Esto fue, también, una de las conse-


cuencias de la disminución de la exportación de maderas. Por
décadas, esta actividad comercial fue dominada por la podero-
sa Casa Jimenes, cuyo propietario, Juan I. Jimenes, fue uno de
los caudillos políticos de finales del siglo xix.7
A comienzos del siglo xx, la Línea Noroeste era una de las
zonas más atrasadas y económicamente deprimidas del Cibao.
Su principal actividad económica seguía siendo la crianza de
ganado; los campesinos también se dedicaban a la agricultura
de subsistencia y al cultivo del tabaco, aunque este tipo de cul-
tivo se hacía más escaso a medida que uno se alejaba de Santia-
go. El mayor obstáculo para el desarrollo de la agricultura en
La Línea era la escasez de agua.8 Por eso, la irrigación contri-
buyó a sus transformaciones económicas y sociales, sobre todo
en el municipio de Mao. A comienzos del pasado siglo, Mao
era una pequeña comunidad de criadores de ganado y de agri-
cultores de subsistencia. Con la llegada de Luis Bogaert, un
ingeniero belga, se iniciaron importantes cambios en la vida
social y económica de la común. Bogaert empezó a comprar
tierra barata con la idea de cultivar arroz; con el tiempo, abrió
varios canales de riego. Todo esto supuso el desplazamiento
de los pequeños propietarios y la concentración de la tierra
en manos de la familia Bogaert.9 Durante la ocupación esta-
dounidense del país (1916-24) y durante la dictadura de Tru-
jillo, se extendieron las obras de infraestructura en La Línea
–como los sistemas de irrigación y las carreteras–, lo que per-
mitió la expansión de los cultivos comerciales.10 Igualmente,

7
H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology
(Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 52-6; y María F. Gonzá-
lez Canalda, «Desiderio Arias y el caudillismo», ES, XVIII, 61 (1985): 30-2.
8
RA, IV, 8 (1908): 132.
9
Genaro Rodríguez, «Estructura agraria y desarrollo social en Mao», ES,
XVII, 57 (1984): 67-72.
10
Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Do-
mingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).
96 Pedro L. San Miguel

surgieron algunas plantaciones, como la Compañía Agrícola


Dominicana, conocida como La Yuquera debido a que produ-
cía almidón de yuca, y la Grenada Company, una subsidiaria
de la United Fruit Company. Esta compañía estableció una
plantación bananera cerca de la bahía de Manzanillo, en las
proximidades de la frontera entre la República Dominicana y
Haití.11 Junto con la empresa de Bogaert y las plantaciones de
caña de azúcar en Esperanza –en las que el propio Trujillo te-
nía intereses–, la Grenada y La Yuquera se encontraban entre
las empresas económicas de más envergadura del Cibao.
Al viajar en dirección este a lo largo del Cibao, se pasa de la
zona árida de La Línea a las áreas húmedas del Cibao Central
y Oriental. El Cibao Oriental –que incluye, a grandes rasgos,
las provincias de Samaná, María Trinidad Sánchez, Duarte y
Sánchez Ramírez– es una de las regiones más lluviosas del país.
Mientras que en el siglo xix en La Línea predominaba una
vegetación espinosa, típica de áreas secas, la vegetación del
Cibao Oriental era fundamentalmente boscosa.12 En las partes
oriental y central del Valle del Cibao se encuentran algunos de
los terrenos más fértiles del país. Esto es así sobre todo en La
Vega Real, una zona localizada entre los municipios de San-
tiago, Moca, San Francisco de Macorís, Cotuí y La Vega. La
riqueza de los suelos de la Vega Real atrajo a un gran número
de personas durante el período colonial.13

11
Gustavo A. Antonini, «Processes and Patterns of Landscape Change in
the Línea Noroeste, Dominican Republic» (Tesis doctoral, Columbia
University, 1968).
12
José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-
dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 42.
13
Gutiérrez Escudero, Población y economía, 45-58.
Los campesinos del Cibao 97

Bosque, hato y conuco: patrones de asentamiento

Además de sus suelos fértiles, las devastaciones del siglo xvii


también contribuyeron a hacer de La Vega Real y sus alre-
dedores el centro de población y de colonización agraria del
Cibao. Las devastaciones forzaron a los colonos asentados en
las costas del norte y del oeste de la isla a desplazarse tierra
adentro, por lo que la frontera de la colonia retrocedió hasta
el centro mismo del Cibao. Las respuestas de los habitantes del
país a las políticas de la metrópoli contribuyeron a redefinir
los patrones de asentamiento en la colonia. Entre otras cosas,
los colonos se negaron a aceptar totalmente las áreas asigna-
das por el gobierno español como centros de relocalización.
Así, muchos se asentaron en la región del Cibao, cerca de la
nueva frontera definida por las devastaciones. En consecuen-
cia, durante el siglo xviii, las áreas de mayor población en el
Cibao fueron La Vega y Santiago.14 En 1739, Santiago tenía
unos 6,500 habitantes y la población de La Vega alcanzó los
3,000; juntos, contaban con casi el 32% de la población total
de la colonia.15
Durante el siglo xviii, además de la agricultura de subsis-
tencia, las dos actividades económicas predominantes en este
estrecho foco de colonización eran el cultivo del tabaco y la
crianza de ganado. Como observó en 1764 Daniel Lescallier,
un viajero francés, el único comercio existente en Santiago era
el poco tabaco que se cultivaba en los alrededores de la ciudad.
Desde Santiago a La Vega, la mayor parte del terreno estaba

14
Véanse, por ejemplo, las varias relaciones, memoriales y noticias sobre
la Isla reproducidas en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones históricas
de Santo Domingo, 4 vols. (Ciudad Trujillo: Editora Montalvo, 1957).
Además: Gutiérrez Escudero, Población y economía, 45-8.
15
Cálculo basado en el censo hecho por el arzobispo de Santo Domingo,
cuyas cifras están reproducidas en: Frank Moya Pons, «Nuevas considera-
ciones sobre la historia de la población dominicana: Curvas, tasas y ten-
dencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 23. Para una discusión más abarcadora
sobre la evolución de la población cibaeña, ver el capítulo III.
98 Pedro L. San Miguel

cubierto de bosques; solamente en las cercanías de La Vega


encontró algunos pequeños hatos. Asombrado por el atraso
de La Vega, escribió: «Allí no se ve ni una simple cosecha, y
toda la riqueza de sus habitantes la constituye el ganado, que
se alimenta por su cuenta con el pasto que crece en la sabana
circundante, donde es abundante en todas las estaciones del
año».16 A pesar de la escasa población del país en general, el
área en torno a Santiago y La Vega continuó siendo una es-
pecie de polo magnético que atraía colonos y que irradiaba
ondas de colonización a lo largo y lo ancho del Cibao. Antonio
Sánchez Valverde sostenía que, para la década de los ochenta
del siglo xviii, Santiago tenía unos 26,000 habitantes. Según
él, muchos de estos pobladores se encontraban dispersos por
toda la región: hacia Monte Cristi, Puerto Plata y La Vega. Estos
colonos vivían en los bosques dedicados a la montería, es decir,
la cacería de animales.17
En el siglo xviii, a medida que los colonos que partían de
Santiago y La Vega se extendieron por todo el Cibao, la agri-
cultura y la crianza de ganado experimentaron una expansión.
El reasentamiento en la Línea Noroeste y la colonización en
dirección hacia el oeste, estuvieron directamente vinculados
con la crianza y el comercio de ganado destinado a Saint Do-
mingue. Por su parte, la colonización en torno a Santiago se
debió a la expansión del cultivo del tabaco. A comienzos de
la séptima década del siglo xviii, zonas como Licey, Gurabo,
Canca, Quinigua, Moca y Jacagua estaban ya claramente iden-
tificadas con el cultivo del tabaco.18 Hasta el siglo xx, estas

16
Daniel Lescallier, «Itinerario de un viaje por la parte española de la isla
de Santo Domingo en 1764», en: Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones
geográficas de Santo Domingo, 2 vols. (Santo Domingo: Editora del Caribe,
1970 y 1977), 1: 118-19.
17
Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio
Rodríguez Demorizi y Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora
Nacional, 1971), 148.
18
Sánchez Valverde, Idea del valor, 67 (nota de Rodríguez Demorizi).
Los campesinos del Cibao 99

áreas guardaron una estrecha relación con su cultivo y con la


producción campesina en general. El tabaco se desarrolló en
una zona bastante definida, localizada a lo largo de la llanura
que se extiende al norte de la ciudad de Santiago hacia Moca.
Así, a finales del siglo xviii, la colonización del interior del país
se extendió y penetró hacia el Cibao Central, como lo indica
la expansión del cultivo del tabaco hasta Moca. Un siglo más
tarde, Hazard relataría que, en su viaje desde La Vega a Moca,
pasó por campos relativamente poblados, y que a cada lado del
camino había terrenos donde se cultivaban tabaco, maíz y plá-
tanos, o donde se elaboraban, de forma rudimentaria, azúcar y
melazas. Según él, entonces el café crecía prácticamente silves-
tre. Unas pocas líneas más adelante, Hazard elogia la fertilidad
de los suelos de Moca y la calidad de su tabaco y de su café.19
Durante el siglo xix, la agricultura comercial continuó ex-
tendiéndose por el Cibao Central, especialmente a lo largo de
los ríos Camú y Yuna. Esta expansión se debió, en gran medi-
da, al auge del café y del cacao en el último cuarto del siglo. El
cacao, en particular, contribuyó a la colonización agrícola de
esta zona. Aunque este producto se cultivaba en varias partes
del Cibao (por ejemplo, en Santiago y La Vega), al igual que en
otros lugares de la República Dominicana, tuvo un arraigo es-
pecial en las comunes de Salcedo y San Francisco de Macorís.20
Antes del auge del cacao a finales del siglo xix, San Francisco
de Macorís y Salcedo eran simples parajes agrestes, habitados
por campesinos, criadores de ganado y monteros. Entonces,
San Francisco se caracterizaba por el gran número de cerdos
salvajes que rondaban por sus bosques. Por tal razón, la caza
era una de las actividades predominantes en la zona; el cazador

Hazard, Santo Domingo, 315-16.


19

Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo


20

en la República Dominicana (1844-1930). Vol. II: El desarrollo del capitalismo en


la agricultura (1875-1930) (Santo Domingo: Gramil, 1981), 38-44 y 238-42.
100 Pedro L. San Miguel

de cerdos –conocido como montero– era el prototipo del ha-


bitante de la región.21
La expansión del cultivo del cacao produjo importantes
cambios en esta zona. En primer lugar, supuso una transfor-
mación en el paisaje rural, ya que una parte de los bosques
fue desmontada –seguramente mediante la quema de los árbo-
les–22 con el fin de sembrar cacaotales. El escritor dominicano
Pedro F. Bonó, en su «Congreso Extraparlamentario», hace
referencia a la destrucción de platanales y palmares como
resultado de la expansión del cacao. Según él, muchos cam-
pesinos abandonaron los cultivos de subsistencia para dedicar
sus tierras a este cultivo comercial.23 En segundo lugar, la pro-
ducción de cultivos comerciales alteró la economía tradicional
y la estructura social. Por ejemplo, hubo un aumento de la
población, pues llegaron a la región gentes de otros lugares
del país, atraídos por la posibilidad de adquirir tierras en la
zona.24 En las últimas décadas del siglo xix, esta migración
interna contribuyó a extender la frontera agrícola a lo largo
de las cuencas del Camú y del Yuna, mientras que la crianza de
ganado y las monterías fueron quedando relegadas.25

21
Gustavo A. Antonini, «Evolución de la agricultura tradicional en Santo
Domingo», Eme-Eme, II, 9 (1973): 100-2. Pedro F. Bonó escribió una
novela costumbrista –El montero (Santo Domingo: Julio D. Postigo e Hi-
jos, 1968)– que describe la vida de esta ruda gente de monte.
22
Para un breve estudio sobre la técnica de «tumba y quema», ver Robert
W. Werge, «La agricultura de tumba y quema en la República Domini-
cana», Eme-Eme, III, 13 (1974): 47-56.
23
Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:
Academia Dominicana de la Historia, 1964), 362.
24
Las cifras sobre población son escasas o se basan en estimados. Por eso,
es muy arriesgado tratar de calcular el resultado cuantitativo de la mi-
gración en estas áreas. El crecimiento poblacional puede juzgarse, a
grandes rasgos, por las varias comunes que se fundaron en el Cibao Cen-
tral y Oriental desde finales del siglo xviii en adelante. Para un examen
más detallado de la población cibaeña, ver el capítulo III.
25
La expansión de la agricultura a expensas de la ganadería fue un fenó-
meno general a partir de finales del siglo xix; como es natural, provocó
numerosos conflictos entre ganaderos y agricultores. Boin y Serulle
Los campesinos del Cibao 101

Aún no existe un estudio abarcador sobre la producción


de cacao en el Cibao.26 Una obra reciente sostiene que esta
expansión se debió principalmente al establecimiento de
grandes plantaciones «capitalistas» de cacao.27 Sin embargo,
todo indica que el campesinado tuvo una participación activa
–y muchas veces exitosa– en la extensión de la producción de
cacao en el Valle del Cibao. Según el estudio de Patrick Bryan
sobre la agricultura comercial durante los primeros años del
siglo xx, la expansión del cultivo del cacao no supuso la dislo-
cación de los patrones agrícolas tradicionales de los campesi-
nos.28 Por lo tanto, a pesar de la existencia de plantaciones de
cacao, al parecer, el grueso de la producción quedó en manos
del campesinado.
Las relaciones laborales en las zonas cacaoteras no eran ca-
pitalistas totalmente. Muchos terratenientes lograron obtener
trabajadores ofreciéndoles a los campesinos tierras en aparce-
ría o arrendamiento, más que desarrollando un sistema de tra-
bajo asalariado. El contrato efectuado en abril de 1904 entre
Manuel Zenón Rodríguez, presbítero de La Vega, y Felipe Mo-
rillo es representativo de estos acuerdos. Zenón Rodríguez era
dueño de 18 cordeles de tierra en La Vega, la mayoría de ellos
cubiertos de monte virgen. Estas tierras fueron cedidas a Mo-
rillo en aparcería por un período de cinco años. Durante este

Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 50-2; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco


in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee
Press, 1995).
26
Lo más que se aproxima a ello es el estudio de Juan Ricardo Hernández
Polanco, Producción y comercialización de cacao en el Nordeste de la República
Dominicana 1880-1980 (Manuscrito inédito).
27
Me refiero a la obra de Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2:
38-41.
28
Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Dominica-
na a principios del siglo xx», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 30. Ver, también:
Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimien-
to económico (siglos xix y xx) (s.l.: Universidad Tecnológica de Santiago,
1989), 221-37.
102 Pedro L. San Miguel

lapso de tiempo, Morillo podía sembrar cultivos de subsisten-


cia a condición de que devolviera a Zenón Rodríguez todas las
tierras deforestadas sembradas de cacao. La cosecha de cacao
se dividiría en partes iguales entre ambos.29 Parece que este
tipo de arreglo era más común en aquellas áreas que entonces
se abrían al cultivo del cacao, y no tanto en las zonas coloni-
zadas desde antiguo, como la región central de la provincia
de Santiago. En la periferia de la frontera agrícola, donde los
trabajadores escaseaban, los terratenientes utilizaron diversas
formas de aparcería y de arrendamiento para mejorar sus pro-
piedades. Muchas veces, al expirar el término del contrato, los
terratenientes intentaban expulsar a los aparceros, y trataban
de que estos realizasen nuevos acuerdos con el fin de mejorar
otras porciones de tierra.30 A pesar de todo, el ofrecer acceso a
la tierra a los campesinos les brindaba cierta seguridad econó-
mica. Además, el que los patronos tuvieran que recurrir a este
mecanismo es indicativo de que las condiciones del mercado de
trabajo no eran del todo desfavorables para los trabajadores.31

Los caminos de hierro

La construcción del ferrocarril de La Vega al puerto de Sán-


chez, en la bahía de Samaná, intensificó la transformación del
Cibao Central y Oriental.32 El ferrocarril de La Vega a Sánchez

29
ANJR, PN: JD, 1904, fs. 42-4v.
30
Debo esta información a Walter Cordero. Evsey D. Domar, basándose,
sobre todo, en la experiencia rusa, ha tratado de correlacionar el
desarrollo de los sistemas laborales rurales con la relación tierra/trabajo.
Véase: «The Causes of Slavery or Serfdom: A Hypothesis», JEH, XXX
(1970): 18-32.
31
Esta es una de las variables usadas por algunos autores para explicar la
participación política de los campesinos; por ejemplo: John Tutino, From
Insurrection to Revolution in Mexico: Social Bases of Agrarian Violence, 1750-
1940 (Princeton: Princeton University Press, 1988).
32
Sobre la historia de los ferrocarriles en la República Dominicana: Hoe-
tink, The Dominican People, 52-6. El caso particular del ferrocarril La
Los campesinos del Cibao 103

–el que contaba con ramificaciones que unían a Salcedo y San


Francisco con la vía principal– facilitó el transporte de los pro-
ductos agrícolas de la región hasta su puerto de embarque.33
El mismo contribuyó a resolver el problema secular de la insu-
ficiencia de los medios de transporte, uno de los factores que
habían obstaculizado el desarrollo agrícola de la región. El
ferrocarril La Vega-Sánchez fue construido entre 1882 y 1887
por una compañía propiedad de Alexander Baird, un empre-
sario escocés. De acuerdo con la concesión original hecha por
el Gobierno dominicano para la construcción del ferrocarril, la
Empresa de Samaná iba a recibir como compensación la tierra
adyacente a ambos lados de las vías. Como la mayoría de esa
tierra estaba sin explotar, los funcionarios gubernamentales y
los socios de la compañía ferroviaria creyeron que pertenecía
al Estado dominicano; pero no era así. Muchas de estas tierras
estaban ya en manos privadas y, por ello, el Estado no pudo
otorgárselas a la compañía ferroviaria. Aunque algunos terra-
tenientes permitieron que el ferrocarril atravesara sus propie-
dades sin cobrar por el servicio, en ocasiones la compañía tuvo
que compensar a los propietarios por el uso que hacía de las
tierras para el tendido de las vías. Así, la compañía no solo
vio cómo se desvanecían sus sueños de controlar amplias zo-
nas de terreno sino que, también, vio aumentar sus gastos de
construcción.34

Vega-Sánchez se trata en: Carmen Amelia Castro y María del Carmen


Columna, «Notas sobre Sánchez y el ferrocarril, 1880-1930», Eme-Eme, VI,
36 (1978): 66-87. Información adicional en: Carreño, Historia económica,
205-11; y Michiel Baud, Historia de un sueño: Los ferrocarriles públicos en la
República Dominicana, 1880-1930 (Santo Domingo: Fundación Cultural
Dominicana, 1993), 35-54.
33
Bryan, «La producción campesina», 31-7.
34
Jaime de Jesús Domínguez, La dictadura de Heureaux (Santo Domingo:
Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986), 103-9. Planes simila-
res fueron intentados en otras regiones de América Latina. Al respecto:
Todd A. Diacon, Millenarian Vision, Capitalist Reality: Brazil’s Contestado
Rebellion, 1912-1916 (Durham: Duke University Press, 1991).
104 Pedro L. San Miguel

Mientras que el ferrocarril de La Vega a Sánchez contribuyó


a dinamizar las zonas a lo largo de los ríos Camú y Yuna, el
Ferrocarril Central Dominicano (FCD) –de Santiago a Puerto
Plata– tuvo efectos similares en la región comprendida entre
Moca, La Vega y Santiago. El FCD, que corría a lo largo de la
cuenca del Yuna, ayudó a ampliar la frontera agrícola en esta
región. El desarrollo de poblados como Villa González y Nava-
rrete estuvo relacionado con esta expansión agrícola y con la
existencia del FCD.35 A diferencia del ferrocarril La Vega-Sán-
chez, el FCD se construyó bajo los auspicios del Estado domi-
nicano, en respuesta a las demandas de los poderosos sectores
mercantiles de Santiago y Puerto Plata. Estos sectores temían
que el establecimiento del ferrocarril de La Vega a Sánchez
provocara una merma en sus actividades comerciales, erosio-
nando así su poder económico. Por lo tanto, como una medi-
da defensiva, procuraron la construcción de un ferrocarril que
uniera el Cibao Central con Puerto Plata. El dictador Ulises
Heureaux, para lograr el apoyo de los grupos dominantes de
la región, obtuvo un préstamo de 900,000 libras esterlinas para
la construcción del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata. Las
obras empezaron en 1890 y, en 1897, el propio Heureaux in-
auguró el FCD.36
Como secuela del establecimiento de los ferrocarriles, se
formaron varios latifundios en la región cibaeña. Esto ocurrió,
sobre todo, en las regiones cercanas a la línea de La Vega a
Sánchez donde, como ya señalé, el cultivo del cacao se exten-
dió a finales del siglo xix. Tanto terratenientes extranjeros
como locales invirtieron en la producción de cacao. Hubo

35
Para Villa González, véase: Michiel Baud, «La gente del tabaco: Villa
González en el siglo veinte», CS, IX, 1 (1984): 101-37. Sobre la importan-
cia del FCD en la vida de Navarrete: BM, 27: 866 (4 octubre 1915), 4; y
28: 936 (10 marzo 1917), 3. Cfr. Baud, Historia de un sueño, 55-63, 75-84 y
118-19.
36
Domínguez, La dictadura de Heureaux, 104-8; y Baud, Historia de un sueño,
85-97.
Los campesinos del Cibao 105

incluso algunos intentos de cultivar tabaco a gran escala.37 Sin


embargo, el establecimiento de los ferrocarriles no detuvo la
expansión de la producción campesina en el Cibao. Las com-
pañías ferroviarias no se dedicaron a las actividades producti-
vas, aunque inicialmente habían mostrado interés en hacer-
lo. La Empresa de Samaná no pudo obtener las tierras que
esperaba, viendo mermadas así sus posibilidades económicas.
Por su parte, la San Domingo Improvement Company –que
prestó el dinero para la construcción del FCD– veía al Cibao
como un área de posibles inversiones. Intentó, por ejemplo,
comprar a Alexander Baird, dueño de la Empresa de Samaná,
el ferrocarril de La Vega a Sánchez; pero Baird no aceptó la
oferta.38 Como no logró unir ambos ferrocarriles, el interés
de la San Domingo Improvement en realizar otras inversiones
en el Cibao disminuyó considerablemente. El fracaso de la in-
tegración de las empresas ferroviarias y la disminución de sus
expectativas económicas contribuyeron a refrenar la prolifera-
ción de los latifundios en el Cibao.
Además, los sectores mercantiles tradicionales de la región
–cuyo poder económico se basaba en la exportación de los
cultivos comerciales– no estaban dispuestos a hacer cambios
radicales en sus líneas de abastecimiento. Hasta entonces, los
pequeños y medianos productores habían sido capaces de
satisfacer la demanda de las casas exportadoras. Aunque al-
gunos comerciantes se hicieron agricultores, los exportadores
continuaron dependiendo de la producción campesina para
satisfacer su demanda de cultivos comerciales. Esta situación
también limitó el desarrollo de la agricultura a gran escala en
el Cibao. Por último, el Estado no puso en práctica una polí-
tica de expropiación masiva de los terrenos del campesinado
para facilitar el crecimiento de los latifundios. Una política

37
Bryan, «La producción campesina», 31-40; y Baud, Peasants and Tobacco,
18-22.
38
Domínguez, La dictadura de Heureaux, 109.
106 Pedro L. San Miguel

de tal naturaleza, que de por sí hubiese sido una fuente de


inestabilidad política y social, habría confligido con las bases
del poder económico de la élite comercial de la región. Pocos
gobernantes dominicanos se habían arriesgado a socavar las
bases de poder de los comerciantes cibaeños. Aquellos que lo
habían intentado –como Buenaventura Báez– pagaron caro su
osadía.39
En consecuencia, a pesar de su gran repercusión en el Ci-
bao, los ferrocarriles, más que a arruinarla, contribuyeron a
aumentar la producción campesina de tipo comercial. Por
supuesto, el ferrocarril tuvo algunas consecuencias negativas
sobre los campesinos cibaeños. Por ejemplo, en algunas áreas,
los precios de la tierra subieron al lanzarse los campesinos, los
comerciantes y los especuladores a comprar tierra. En 1887, el
presidente del Ayuntamiento de Santiago afirmaba que «con
la aproximación de los trabajos de la vía férrea el valor de las
propiedades tanto urbanas como rurales, aumenta cada día».40
Además, muchas propiedades rurales se vieron afectadas por
el tendido de las vías: hubo que destruir cultivos y derribar
verjas; también fue necesario eliminar algunas casas. Tal fue el
caso en 1906, cuando se extendía la vía ferroviaria de Santia-

39
En 1857, Buenaventura Báez, entonces presidente de la República, in-
tentó manipular la emisión monetaria con el fin de beneficiarse per-
sonalmente. Sus gestiones agudizaron la crisis económica del Cibao y
provocaron un alzamiento contra su gobierno. Este levantamiento contó
tanto con apoyo popular como con el apoyo de la élite regional. Ver
Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en
el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 267-94;
Jaime de Jesús Domínguez, Economía y política en la República Dominicana,
1844-1861 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,
1977), 139-79; y Mu-Kien A. Sang, Buenaventura Báez: El caudillo del Sur
(1844-1878) (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo,
1991), 60-3.
40
BM, 3: 36 (31 mayo 1887). Ver también: Bryan, «La producción campesi-
na», 34; Castro y Columna, «Notas sobre Sánchez y el ferrocarril», 73-7; y
Baud, Historia de un sueño, 140.
Los campesinos del Cibao 107

go a Moca. En ocasiones, la compañía del ferrocarril asumía


la responsabilidad por los daños ocasionados a las propieda-
des de los agricultores. Estos acuerdos, minuciosos y detalla-
dos, atestiguan que los agricultores estaban muy al tanto de
los perjuicios que podían sufrir con el tendido de las vías.
Quedaría por estudiar, de manera sistemática, los conflictos
que se desarrollaron entre los agricultores y las compañías
ferrocarrileras.41
Otro ejemplo de cómo los ferrocarriles afectaron la econo-
mía tradicional del Cibao fue el efecto que tuvieron sobre lo
que gráficamente se llamaba la «industria criolla del transpor-
te», es decir: las recuas de mulas usadas para llevar los pro-
ductos agrícolas de un lugar a otro. Durante el apogeo de la
producción de tabaco en el siglo xix, la mayoría de estas recuas
de mulas partía de Santiago en dirección a Puerto Plata.42 La
«industria del transporte» –como la denominó Bonó– era una
actividad suplementaria para algunos campesinos, quienes, no
solamente se dedicaban a acarrear tabaco y otras mercancías
por la ruta de Santiago a Puerto Plata, sino que también trans-
portaban productos del campo a las ciudades y viceversa.43 Con

41
ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 247-48v. Baud, en Historia de un sueño, ofrece
varios ejemplos. Sobre los conflictos causados por la extensión del ferro-
carril en otros países de América Latina, ver Diacon, Millenarian Vision;
y John H. Coatsworth, «Railroads, Landholding, and Agrarian Protest in
the Early Porfiriato», HAHR, 54 (1974): 48-71.
42
Hazard hace referencia a estas recuas de mulas y a los recueros en varios
pasajes de su libro (Santo Domingo, 383-84). Cfr. Carreño, Historia económica,
200-5.
43
Una lista de recueros de Santiago hecha en 1886, casi una década antes
de la inauguración del FCD, muestra que sobre dos terceras partes de
ellos tenían entre 1 y 10 bestias. Solamente 8 de los 131 recueros que
aparecen en la lista tenían más de 20 mulas, aunque en conjunto contro-
laban un 17% de ellas. También hay ciertos indicios de que, para varias
familias, el ser recuero no constituía una actividad suplementaria, sino
una actividad económica especializada. Aparentemente, este fue el caso
de los Jiménez, de Pontezuela; los Toribio, de Banegas; los Gutiérrez, de
Pontezuela; los Checo, de Navarrete; y los Almonte, de Quinigua (ASM,
108 Pedro L. San Miguel

el establecimiento del ferrocarril, las recuas de mulas se con-


virtieron en un medio de transporte obsoleto, al menos en el
comercio entre Santiago y Puerto Plata. Aunque los animales
de carga continuaron desempeñando un papel importante en
la economía del Cibao, ya no representaban el medio principal
de transporte de mercancía hacia los puertos de exportación.44

El transporte y la economía de exportación

La «revolución del transporte» que tuvo lugar en el Cibao


a partir de las dos últimas décadas del siglo xix –revolución
que marchó a la par con la expansión y la diversificación de
la producción de los cultivos comerciales–45 provocó una re-
definición de la importancia de los puertos de exportación
de la región. Durante la mayor parte del siglo xix, Puerto Pla-
ta había sido el principal puerto de embarque para los pro-
ductos del Cibao. Y así fue hasta finales de la década de los
ochenta. Como consecuencia de la inauguración de la línea
del ferrocarril entre La Vega y Sánchez, y la habilitación de
este último como puerto, los comerciantes encontraron una
nueva salida para los productos del Cibao. En 1882 y 1883, por
ejemplo, Puerto Plata fue responsable de más del 75% de las
exportaciones facturadas por los puertos de la región (esto es,
el propio Puerto Plata, Monte Cristi y Samaná). Sin embargo,
en 1892, cinco años después del establecimiento oficial del
ferrocarril que unía La Vega y Sánchez, este puerto exportó
más del 40% del valor de las mercancías embarcadas desde el

fascículo suelto sin numeración, 1886).


44
R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas
(Santo Domingo: s.e., 1975), 109-14. El Boletín Municipal de Santiago
contiene varias listas de las mercancías importadas y exportadas a través
del FCD. Véase, por ejemplo: BM, 17: 424 (20 julio 1904), 1; 17: 429 (16
septiembre 1904), 1-3; y 17: 433 (30 octubre 1904), 2-3.
45
Hoetink, The Dominican People, 52-63.
Los campesinos del Cibao 109

Cibao; de hecho, sobrepasó a Puerto Plata en cuanto al valor


de los productos embarcados.46 La competencia entre Sánchez
y Puerto Plata continuó durante las primeras décadas del siglo
siguiente, como puede inferirse de la gráfica 2.1.
Aunque Sánchez no logró desplazar por completo a Puerto
Plata como el principal puerto del Cibao, sí se convirtió en un
serio rival. Hay varios factores que explican esto. En primer
lugar, cuando el cultivo del cacao desplazó al del tabaco como
principal producto del Cibao, Puerto Plata, que era el mayor
puerto de exportación de las hojas de tabaco, perdió terre-
no ante Sánchez, que se convirtió en la salida natural para el
cacao que se cultivaba en la cuenca de los ríos Camú y Yuna.
En segundo término, Puerto Plata era uno de los principales
objetivos de las facciones beligerantes durante las sublevacio-
nes armadas y las guerras civiles que azotaron a la República
Dominicana a principios del siglo xx.47 En 1913, por ejemplo,
Puerto Plata sufrió un bloqueo de dos meses. El bloqueo del
puerto tuvo un efecto multiplicador, ya que el Ferrocarril Cen-
tral, que transportaba los productos de tierra adentro, dejó
de viajar a la ciudad costera.48 El comercio, en general, se vio
afectado; algunas veces, la mercancía que originalmente esta-
ba destinada a Puerto Plata tenía que desembarcarse en Santo
Domingo. Los compradores se atrasaban en los pagos porque
el estado de guerra interrumpía las actividades comerciales.49
Además, las guerras civiles tuvieron efectos a largo plazo so-
bre el funcionamiento del ferrocarril. La falta de mantenimien-
to adecuado causó el deterioro de las vías, de los vagones y de
las locomotoras. Así, en noviembre de 1915, el Ayuntamiento

46
Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana,
1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 66.
47
Sobre los conflictos políticos en este período: Sumner Welles, La viña de
Naboth: La República Dominicana, 1844-1924, 4ta ed., 2 vols. Traducido por
Manfredo Moore (Santo Domingo: Taller, 1981), 2: 9-205.
48
BM, 26: 773 (31 diciembre 1913), 3-4.
49
BM, 26: 801 (8 octubre 1914), 7; y 26: 804 (9 noviembre 1914), 2.
110 Pedro L. San Miguel

de Santiago trató de solucionar la crisis ocasionada por


la virtual paralización del FCD a raíz de la sublevación más
reciente, ocurrida varios meses antes.50 Frente a tales dificul-
tades, no debe extrañarnos que los comerciantes trataran
de exportar sus mercancías a través de Sánchez, la mejor al-
ternativa que tenían debido al pobre servicio del FCD y a la
interrupción de las operaciones mercantiles en Puerto Plata.

GRÁFICA 2.1
VALOR DE LAS EXPORTACIONES
DESDE LOS PUERTOS DEL CIBAO 1913-30

Fuente: Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-


1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 88-9 y 169-70.

BM, 27: 880 (4 febrero 1916), 3-4. Cfr. Baud, Historia de un sueño.
50
Los campesinos del Cibao 111

El comercio a través de Sánchez presentó otro atractivo para


los comerciantes cibaeños: el mismo se convirtió en un medio
para evadir los impuestos de exportación. En las primeras dé-
cadas del siglo xx, sobre el comercio pesaban numerosos gra-
vámenes. Entre estos impuestos se encontraban los derechos
de importación y exportación –pagaderos en los puertos–, los
peajes y los impuestos de consumo. Tanto las finanzas muni-
cipales como las estatales descansaban sobre estos tributos. El
cobro de varios de estos impuestos se arrendaba a particulares,
lo que constituía una importante fuente de ingresos para los
«rematistas de impuestos».51 En períodos críticos –como los
que surgían durante una sublevación–, las rentas municipales
disminuían a causa del colapso de las operaciones comercia-
les. En tales circunstancias, los ayuntamientos solían aumentar
la escala contributiva que pesaba sobre las mercancías. Por
ejemplo, en 1904, como consecuencia de la reducción de los
ingresos municipales debido a «la última revolución», el Ayun-
tamiento de Santiago subió a 15 centavos «el impuesto por
cada cien kilos de mercancía traída por el FCD para consumo
dentro de la común». De igual manera, se impuso una tasa de
5 centavos sobre cada cien kilos de frutos que vinieran de otras
comunes y que fueran a ser exportados por los comerciantes
de Santiago.52
En un esfuerzo por esquivar estos impuestos y obligaciones,
los comerciantes de Santiago empezaron a utilizar con mayor
frecuencia el puerto de Sánchez. Los productos de exporta-
ción eran llevados desde Santiago a La Vega utilizando los
antiguos medios de transporte, es decir, las recuas de mulas y
las carretas. Desde La Vega, los productos se transportaban en
ferrocarril hasta Sánchez. Asimismo, los productos importados

51
Para una lista de los impuestos y proventos municipales que se dieron en
alquiler, véase: BM, 26: 776 (24 enero 1914), 2.
52
BM, 17: 424 (20 julio 1904), 6.
112 Pedro L. San Miguel

destinados a Santiago se llevaban primero a La Vega.53 La eva-


sión de impuestos alcanzó proporciones tan alarmantes que
el Ayuntamiento de Santiago, en un esfuerzo por controlarla,
nombró agentes en Sánchez y en Monte Cristi, a donde los
comerciantes también mandaban sus mercancías para la ex-
portación.54
Mientras que a finales del siglo xix el ferrocarril contribuyó
a disminuir la importancia de las recuas de mulas, a principios
del siglo xx, el desarrollo de nuevos medios de transporte tuvo
efectos similares sobre las vías férreas. A partir de la segunda
década de ese siglo, los vehículos de motor empezaron a des-
empeñar un papel cada vez más importante en el transpor-
te de mercancías desde y hacia los puertos de embarque. En
1915, una compañía de camiones ya transportaba carga por la
ruta de Santiago a Monte Cristi.55 La élite local, hastiada del
deficiente servicio del ferrocarril de Santiago a Puerto Plata,
recibió los nuevos adelantos con los brazos abiertos y se mostró
dispuesta a contribuir con la expansión de la red regional de
carreteras. En esos años, se hicieron planes para la construc-
ción o el mejoramiento de las carreteras que unían a Santiago
con Monte Cristi, La Vega, San José de las Matas, Moca, Jánico
y Guayubín.56
Sin embargo, no fue si no hasta la ocupación estadouni-
dense de la República Dominicana (1916-24) cuando se llevó
a la práctica un plan de construcción de carreteras a escala
nacional. Así, en 1922, quedó al fin inaugurada la carretera
que unía Santiago con Santo Domingo, la ciudad capital. La

53
BM, 26: 827 (5 abril 1915), 3; 26: 840 (29 mayo 1915), 2. Para ejemplos
concretos de conflictos entre los comerciantes y el Concejo Municipal
respecto a los impuestos, véase: BM, 24: 693 (11 enero 1912), 3-4; y 24:
706 (20 abril 1912), 2.
54
BM, 26: 838 (21 mayo 1915), 2-3; y 29: 979 (7 febrero 1918), 3.
55
BM, 27: 866 (4 octubre 1915), 3; y 27: 880 (4 febrero 1916), 3-4.
56
BM, 26: 825 (23 marzo 1915), 4; 26: 831 (22 abril 1915), 2; 26: 834 (6
mayo 1915), 2; 27: 845 (13 junio 1915), 1; 27: 846 (15 junio 1915), 1; y
27: 849 (9 julio 1915), 3-4.
Los campesinos del Cibao 113

inauguración de esta carretera marcó un verdadero hito en


la historia dominicana, ya que fortaleció las relaciones eco-
nómicas, tradicionalmente débiles, entre el Sur y la región
del Cibao. Las exportaciones de cacao a través del puerto de
Santo Domingo alcanzaron en ese momento cifras significati-
vas. El mercado interior se amplió, ya que la red de carreteras
contribuyó a evitar la fragmentación económica del país. Los
cultivos de subsistencia del Cibao empezaron a consumirse re-
gularmente en la Capital, lo cual era bastante raro antes de
la inauguración de la carretera Duarte.57 Además, los nuevos
medios de comunicación redujeron los costos de transporte.58
Con el tiempo, los camiones desplazaron al ferrocarril como el
principal medio de transporte de carga.
La extensión y la modernización de los medios de trans-
porte estaban íntimamente relacionadas con la ampliación
de la frontera agrícola. Esto es evidente, sobre todo, en la ex-
pansión de la producción de cacao por la cuenca de los ríos
Camú y Yuna, a partir de finales del siglo xix. Tal expansión
fue posible gracias al establecimiento de los ferrocarriles. Pre-
cisamente, el Gran Cibao se fue configurando a partir de ese
juego entre las fuerzas económicas, la «tecnología del trans-
porte» y los factores geográficos.59 Aquellas zonas donde las

57
Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Dominican Republic during
the U.S. Occupation of 1916-1924 (Austin: University of Texas Press, 1984),
53; Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana,
2 vols. (Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 219-23; y Frank
Moya Pons, Manual de historia dominicana, 4ta ed. (Santiago: Universidad
Católica Madre y Maestra, 1978), 481.
La construcción de carreteras formó parte del proceso de centralización
política y económica en la Capital. Sobre este punto, véase: Rafael E. Yu-
nén, La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago: Universidad
Católica Madre y Maestra, 1985).
58
Baud, Peasants and Tobacco, 30.
59
H. Hoetink, «El Cibao, 1844-1900: Su aportación a la formación social de
la República», Eme-Eme, VIII, 48 (1980): 4. Además del trabajo de Hoe-
tink, estas apreciaciones se han visto muy influenciadas por Yunén, La
isla como es, especialmente, 62-7 y 99-121.
114 Pedro L. San Miguel

condiciones naturales eran muy favorables para la agricultu-


ra –como la región entre Santiago y Moca– fueron pobladas
tempranamente, en ocasiones durante el período colonial.
Con el tiempo, estos pobladores –en su mayoría campesinos
propietarios– se convirtieron en una fuerza social, la cual,
aunque carecía de acceso al poder, no podía ser totalmente
obviada por los grupos dominantes y el Estado. A medida que
se ampliaba el mercado, los campesinos extendieron su radio
de acción, haciendo incursiones en otros cultivos comercia-
les –aparte del tabaco–, y dedicando nuevas tierras al cultivo.

El «Gran Cibao»

El Cibao dista mucho de ser una región homogénea. Su


geografía, su historia y su economía han interactuado, produ-
ciendo diferentes líneas de evolución. En conjunto, el Cibao
exhibe una producción agrícola variada, algo poco común
por tratarse de un área relativamente pequeña. Además, el
campesinado ha desempeñado un papel clave en el desarrollo
económico de la región. El campesinado del Cibao ha estado
muy ligado a los cultivos comerciales tradicionales, así como a
la mayoría de los cultivos de subsistencia. Aun en el cultivo del
arroz, que se dio principalmente en fincas grandes, el campesi-
nado ha desempeñado un papel como productor directo. Por
eso, aunque durante el siglo xx se establecieron varias planta-
ciones –por ejemplo, en la Línea y en La Vega, donde aumen-
tó el cultivo del arroz a partir de la década de los treinta–, la
característica preponderante de la región continuó siendo su
economía campesina.
Sin embargo, este no ha sido el único modelo de evolución
en el Cibao. En las regiones áridas de la Línea Noroeste, por
ejemplo, se pueden encontrar otros patrones de desarrollo
económico-social. Hasta principios del siglo xx, aquí predo-
minó la crianza de ganado, y el establecimiento de pobladores
Los campesinos del Cibao 115

no fue tan intenso como en el Cibao Central. Pero en la déca-


da de los treinta, cuando la construcción de canales de riego
permitió la expansión de la agricultura, el cultivo del arroz en
latifundios hizo avances notables. Aunque esto no excluyó por
completo al campesinado propietario, sí impuso restricciones
al acceso del campesinado a los recursos económicos, como la
tierra y el agua.60 Un fenómeno similar ocurrió en los arrozales
de La Vega, donde la agricultura de plantación puso límites a
los productores campesinos. En lugares como Puerto Plata y
Esperanza, donde las plantaciones de caña de azúcar llegaron
a desempeñar un papel significativo, los campesinos también
confrontaron severas restricciones a sus actividades económicas.
Es erróneo pensar, sin embargo, que estas subregiones o
«cibaos menores» sean entidades aisladas e independientes.
Al contrario, históricamente ha existido una estrecha relación
entre ellas. A finales del siglo xix, los campesinos de la región
de Santiago se desplazaron a San Francisco de Macorís en bus-
ca de tierra virgen para el cultivo del cacao. La expansión de
la producción cafetalera estuvo relacionada con la migración
interna de los campesinos de las tierras bajas a las regiones
montañosas del Cibao. Si la situación económica se tornaba
muy difícil, los campesinos de Santiago iban a trabajar como jor-
naleros a las plantaciones de Puerto Plata.61 En otras palabras,
los habitantes del Cibao se desplazaban a lo largo y lo ancho de
la región en busca de tierras o de trabajo; otros lo hacían para
huir de las autoridades.62 Este continuo trasiego de personas

60
Inoa, Estado y campesinos; y Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases
sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cul-
tural Dominicana, 1993).
61
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 10 abril 1939. En otro caso, Daniel González,
alcalde pedáneo, renunció a este cargo, porque, según él, tenía que «tra-
bajar fuera de aquí» para cubrir las necesidades económicas de su familia
(AGN, GS, Exp. 12 [15], fecha ilegible). Sobre la migración interna en el
Cibao: Baud, Peasants and Tobacco, 68-71.
62
Los cuentos de Juan Bosch son muy sugerentes al respecto. Ver Camino
real, 3ra ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983).
116 Pedro L. San Miguel

constituyó, por así decirlo, el vínculo primario entre las di-


ferentes áreas del Gran Cibao. El montero que perseguía a
los cerdos salvajes por los bosques, el traficante que pasaba
ganado de contrabando a Haití, los forajidos que huían a las
montañas y el campesino que abría un conuco en el bosque,
todos ellos contribuyeron, cada uno a su manera, a ampliar las
fronteras internas del Cibao.
Aunque este constante flujo de gentes fue importante para
la colonización de la región y para establecer vínculos entre las
diversas subregiones del Cibao, no fue el único nexo existente
entre los varios mini-cibaos. Al respecto, las redes comerciales
cibaeñas no fueron menos importante. En efecto, cuando
surgían nuevas oportunidades económicas, los campesinos se
aprestaban a sembrar cultivos comerciales. Después de haber
poblado y acondicionado un sector rural, con toda probabi-
lidad, los campesinos tenían que ocuparse ellos mismos de
transportar sus productos a los centros de acopio y venta. Pero
a medida que aumentaban los pobladores y la producción
agrícola, el negociante especializado se hacía imprescindible.
Podemos suponer que esto ocurría de diversas maneras. En
ocasiones, algún campesino se hacía traficante, quizás con el
apoyo de un comerciante citadino; entonces, el campesino se
hizo pulpero. Otras veces, las casas comerciales de los centros
urbanos, atraídas por la perspectiva de las ganancias, enviaban
agentes a establecer contactos en el campo. Tal vez, algunos
buhoneros independientes se aventuraban en las zonas rurales
trayendo y llevando mercancías.63 El flujo de bienes contribuyó

Estas distintas posibilidades son sugeridas por: Rodríguez Demorizi, Pa-


63

peles de Bonó, 194; Bosch, La mañosa, cuyo personaje principal es precisa-


mente un negociante; y ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, anejo entre fs. 176v-77.
Este documento es una carta, enviada por una tal Agustina A. Cruz, al
notario Joaquín Dalmau, en la que le solicita ayuda para obtener el di-
vorcio de su esposo, Juan «El Turco», quien era un buhonero que había
establecido una pulpería en el campo. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco,
75-8 y 82-94.
Los campesinos del Cibao 117

al desarrollo de relaciones comerciales, tanto locales como re-


gionales. Este tipo de relación, por supuesto, era doble ya que
suponía no solo el transporte de los productos agrícolas a los
mercados de los pueblos, sino, también, la venta de mercan-
cías en el campo. Al aumentar la población y a medida que
los campesinos podían contar con algún ingreso en efectivo,
el campo empezó a atraer al comerciante –tanto al orgulloso
miembro de la élite regional como al humilde buhonero–64
como un mercado potencial para las mercancías que no se
producían en la ruralía.
Los pueblos desempeñaron un papel esencial como pun-
tos de enlace en el movimiento de mercancías y servicios que
entraban y salían de las zonas rurales. Con la expansión de la
agricultura comercial, a finales del siglo xix y comienzos del
xx, proliferaron diminutas aldeas, situadas por lo general a
lo largo de las principales vías de comunicación. Algunas de
estas aldeas se convirtieron en centros urbanos importantes y
servían de puntos de acopio para los productos de sus alrede-
dores. Esto supuso una concentración de la riqueza en los pue-
blos que pudieron beneficiarse de dichas actividades económi-
cas. Aunque hubo una gran cantidad de pequeños y medianos
poblados que lograron beneficiarse económicamente gracias
a su relación con el campo, fueron las ciudades más grandes
–como Santiago y Puerto Plata– las que resultaron más agracia-
das debido a estos intercambios. El Cibao era una especie de
sistema solar, en el cual Santiago ocupaba la posición central.
Los pueblos y las ciudades menores eran como planetas y saté-
lites que gravitaban en torno a este centro metropolitano. Los
productos de importación y el dinero en efectivo, procedentes
de las firmas comerciales establecidas en Santiago, inundaban
los pueblos más pequeños. En dirección opuesta, los produc-
tos agrícolas fluían hacia Santiago, donde se preparaban para
ser exportados.

Véase capítulo IV.


64
118 Pedro L. San Miguel

Este papel protagónico en la economía regional tuvo tam-


bién una dimensión política: Santiago se convirtió en el centro
de poder del Cibao. Las relaciones entre Santiago y los pue-
blos más pequeños no estuvieron exentas de conflictos. Era
frecuente, por ejemplo, que se suscitasen conflictos por el co-
bro de los impuestos y sobre los límites municipales. Muchas
veces, los ayuntamientos de los pueblos pequeños se quejaban
de que los funcionarios del Ayuntamiento de Santiago reca-
daban impuestos indebidamente, afectando sus finanzas.65
En la mayoría de los casos, detrás de estos problemas estaban
los intereses opuestos de los comerciantes, quienes, por lo
general, eran los que controlaban los ayuntamientos.66 Pero a
pesar de todas estas desavenencias, los ayuntamientos del Ci-
bao reconocían, de una forma u otra, el liderazgo de Santiago
en la región. Santiago, debido a su posición económica dentro
del Cibao, pudo mantener su papel hegemónico en la región,
aunque ciertos procesos que ocurrieron durante el siglo xx
tendieron, al menos durante algunos períodos, a socavar esta
posición.
A escala regional, Santiago ejemplifica el papel desempe-
ñado por los pueblos en la articulación de los variados cibaos
menores. Mientras que los pueblos más pequeños fueron fun-
damentales para vincular sus respectivas zonas rurales con la
economía de mercado, el grueso de la producción que se lleva-
ba a estos poblados, eventualmente, era transportada a Santia-
go. Al unir los varios mini-cibaos, forjando un amplio mercado
regional, los comerciantes de Santiago lograron absorber el
excedente económico de las zonas rurales. Gracias a este mo-
saico de relaciones comerciales, el Cibao llegó a convertirse
en una realidad histórica, en una región articulada en torno a
determinadas actividades económicas y con una configuración

65
Como ejemplos de estos conflictos: BM, 24: 678 (26 julio 1911), 1-3; 24:
680 (18 agosto 1911), 2; y 26: 811 (32 diciembre 1914), 2.
66
BM, 28: 920 (4 noviembre 1916), 1. Sobre los comerciantes citadinos:
Baud, Peasants and Tobacco, 127-46.
Los campesinos del Cibao 119

social particular;67 así llegó a ser algo más que un entorno na-
tural. Este proceso histórico, todavía incipiente en el siglo xviii,
se evidenció plenamente a finales del siglo xix. Al unir la sierra
con las tierras bajas, y la árida Línea Noroeste con la húmeda
cuenca del río Yuna, el movimiento de mercancías, de dinero
y de gentes contribuyó a entrelazar a los diversos «cibaos». A su
vez, esto produjo algo mayor: el Gran Cibao.

Acerca del concepto de «región», ver Yunén, La isla como es; Hoetink, «El
67

Cibao»; Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de


América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1970), 1: 81-9; Carlos Sempat
Assadourian, El sistema de la economía colonial: Mercado interno, regiones y
espacio económico (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1982); y Juan
Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial (México: Grijalbo,
1983).
Capítulo iii
Población y uso de la tierra

¿Cuántos habitantes?

La evolución de la población de la República Dominicana


ilustra cómo la geografía y las fuerzas económicas contribu-
yeron a la configuración del Cibao.1 Durante el siglo xviii, la
población de Santo Domingo comenzó a recobrarse de la de-
presión demográfica del siglo anterior. A juzgar por las cifras
disponibles, esta recuperación marchó a un ritmo muy acele-
rado. Desde finales de la tercera década hasta 1785, la pobla-
ción del país aumentó a una tasa anual de 3.1% (tabla 3.1).
No obstante, no todas las regiones crecieron al mismo paso.
Así, mientras que en el Este la tasa de crecimiento fue de 2.5%
anual, en el Sur fue de 2.8% y en el Cibao alcanzó un 3.5%. Lo
poco que se conoce sobre la historia demográfica dominicana

1
Las siguientes observaciones acerca de la evolución demográfica del
país han de tomarse con sumo cuidado. La mayoría de las cifras de
población no son más que estimados sensatos o cómputos muy rudi-
mentarios. Aún en 1883, el cónsul español declaraba que, por falta de
datos adecuados, era imposible trazar la evolución demográfica de la
República Dominicana. Al respecto, ver Roberto Marte, Estadísticas y
documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Domingo:
Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 250. El primer censo
nacional se realizó en 1920.

121
122 Pedro L. San Miguel

no permite llegar a conclusiones firmes acerca de las causas


de este crecimiento. Para la década de los treinta del siglo xix,
parece que la tasa bruta de nacimientos era uniforme en todo
el país; la misma era de 34.5 nacimientos por cada 1,000 ha-
bitantes. Por el contrario, la tasa de mortalidad refleja ciertas
variaciones de importancia de una región a otra. Por ejemplo,
en 1838, en El Seibo, la misma sobrepasó los 16 por mil; en
Baní fue de solo 10.2, en la Capital rozaba los 15 por mil, y en
San Cristóbal fue tan baja como un 8.4 por mil.2

TABLA 3.1
POBLACIÓN DE SANTO DOMINGO
POR REGIÓN, 1739-1908
(En por cientos)

Año Cibao TC Sur TC Este TC Población TC


1739 35.6 - 59.7 - 4.7 - 30,158 -
1785 43.4 3.5 52.9 2.8 3.7 2.5 119,925 3.1
1819 44.6 -1.4 45.5 -2.0 9.9 1.3 71,223 -1.5
1838 59.4 3.4 30.2 -0.4 10.4 2.1 100,086 1.8
1863 48.5 2.1 37.3 3.8 14.2 4.3 207,700 3.0
1908 58.1 2.9 30.1 2.0 11.8 2.1 638,000 2.5
TC=Tasa de crecimiento.
Fuentes: Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de la población
dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15 (1974): 3-28; Antonio Sán-
chez Valverde, Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio Rodríguez Demorizi y
Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 146-52; Roberto
Marte, Estadísticas y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890) (Santo Do-
mingo: Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 53-7; y José Ramón Abad, La
República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística (Santo Domingo: Imprenta de
García Hermanos, 1888), 87.

Estos cálculos, al igual que los del próximo párrafo, han sido realizados
2

a partir de: Marte, Estadísticas y documentos, 56. Ver, también: Antonio


Gutiérrez Escudero, Población y economía en Santo Domingo (1700-1746)
(Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1985), 45-75.
Los campesinos del Cibao 123

En la región cibaeña también se observan diferencias mar-


cadas de un lugar a otro en cuanto a sus tasas de mortalidad.
Altamira y San José de las Matas tuvieron las tasas más bajas de
todo el país (menos de 2 por mil); Samaná, por el contrario,
tuvo la cifra más alta, superando las 25 defunciones por millar
de habitantes. En otros municipios la tasa de mortalidad ten-
dió a oscilar cerca del promedio nacional, que en 1838 fue de
13.3 por mil; entre aquellos se encuentran Santiago (13.0), La
Vega (15.9), Moca (11.8) y Puerto Plata (13.2). Tomado en
conjunto, en ese año el Cibao tuvo una tasa de mortalidad li-
geramente inferior a la del Sur y la del Este. Pero la diferencia
no es tan significativa como para explicar los diversos ritmos
de crecimiento demográfico a nivel regional. Por lo tanto,
es razonable suponer que la tasa de crecimiento poblacional
del Cibao –más alta que la de otras regiones del país– guardó
relación con las oportunidades económicas que brindaban el
tráfico de ganado con la colonia francesa de Saint Domingue
y la creciente producción de tabaco.3 Estos factores económi-
cos, junto a las favorables condiciones naturales de la región,
deben haber inducido a cientos de campesinos a migrar hacia
la región cibaeña.
No obstante, como resultado de la interrupción de estas
relaciones económicas ocasionadas por la Revolución haitia-
na y su secuela, se produjo una disminución de la población
de Santo Domingo a finales del siglo xviii. Aparte de los que
murieron en las refriegas, cientos de personas emigraron del
país huyendo de los conflictos políticos y sociales que se sus-
citaron en ese período.4 Como resultado, entre 1785 y 1819,

Véase capítulo 1.
3

Frank Moya Pons, «Nuevas consideraciones sobre la historia de la po-


4

blación dominicana: Curvas, tasas y tendencias», Eme-Eme, III, 15 (1974):


11-2. Como ha señalado Roberto Cassá, las migraciones de este período
han sido presentadas de forma dramática por la historiografía tradi-
cional, que ha visto en ellas las raíces de los problemas seculares del
país. Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols. (Santo
124 Pedro L. San Miguel

la población dominicana disminuyó en un 1.5% anual. Este


descenso fue más pronunciado en la región Sur (-2% anual)
que en el Cibao, donde el descenso fue de 1.4% al año. A dife-
rencia de estas dos regiones, en la zona del Este la población
aumentó anualmente a un ritmo de 1.3%; en consecuencia, su
número de habitantes llegó a alcanzar una décima parte del
total del país.
Aparte de sufrir una disminución menor que la del Sur, el
Cibao se recuperó más rápidamente de esta crisis demográfica.
De 1819 a 1838, la población del Cibao creció a un ritmo de
3.4% anual, mientras que el promedio nacional fue de apenas
1.8%. Además, la población dominicana tendió a concentrarse
en el Cibao. A juzgar por las cifras disponibles, para finales de
la década de los treinta, cerca del 60% de los habitantes del
país se ubicaban en esta región. Durante el período siguiente
(1838-1863), la tasa de crecimiento del Cibao experimentó un
descenso y llegó a un 2.1% anual, en tanto que el resto del país
mostró un crecimiento anual ascendente al 4%.5 Como resul-
tado, en el último de estos años, la población del Sur había
ascendido al 37% del total, mientras que la cibaeña constituía
menos de la mitad.
De la década de los sesenta del siglo xix hasta comienzos
del siglo xx, el Cibao volvió a mostrar un vigoroso crecimiento
demográfico, alcanzando una tasa de crecimiento que bor-
deaba el 3% anual. Es muy probable que esto se haya debido
al impulso experimentado por la economía cibaeña gracias a
la expansión de la frontera agraria, resultado del apogeo del
cacao y de la construcción de los ferrocarriles. Sin embargo,
puesto que a finales del siglo xix la agricultura comercial tam-

Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 1: 155. Obras recientes ofrecen in-


dicios de que la migración fue menor de lo que tradicionalmente se ha
pensado. Ver Carlos Esteban Deive, Las emigraciones dominicanas a Cuba
(1795-1808) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1989).
5
Cfr. Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-
1930 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 14.
Los campesinos del Cibao 125

bién se extendió en el Sur y el Este –aunque mayormente por


medio de plantaciones cañeras–, en estos momentos resulta
arriesgado establecer una conexión directa entre la trayecto-
ria demográfica de cada región y su particular evolución eco-
nómica. Para hacerlo, habría que conocer los patrones de la
evolución natural de la población, así como el efecto de los
cambios económicos y de las migraciones. Para finales del si-
glo xix, la inmigración aumentó, aunque, como es común, su
repercusión fue muy desigual en las diversas regiones del país.6
A pesar de la irregular evolución de su población, los datos
disponibles muestran el destacado papel de la región cibaeña
en el poblamiento de la República Dominicana. Al respecto,
desde el período colonial, el Cibao tuvo una clara preeminencia
frente a las demás regiones del país. En 1739, el Cibao –inte-
grado entonces por Puerto Plata, Santiago, La Vega y Cotuí–
tenía una población estimada de 10,730 habitantes, es decir,
casi un 36% del total de población. Aunque los datos sobre el
siglo xix no muestran un patrón claro –por ejemplo: el 59%
de la población vivía en el Cibao, de acuerdo con un cálcu-
lo hecho en 1838, mientras que en 1863 se estimó que esta
proporción representaba solo un 48%–, es evidente que, para
finales de la centuria, más de la mitad de la población estaba
asentada en el Cibao. El primer censo nacional corrobora esta
tendencia. De acuerdo con él, en 1920, el 56% de los habitan-
tes del país vivía en el Cibao; el Sur contaba con el 33%, y el
Este tenía solamente un 11% de los habitantes. El Cibao con-
taba entonces con una densidad demográfica de 25 habitantes
por kilómetro cuadrado, mientras que tanto el Sur como el
Este tenían una densidad demográfica de 13 habitantes por
kilómetro cuadrado.7

6
Al respecto, véase: H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for
a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982),
19-46.
7
Primer censo nacional de la República Dominicana, 1920, 2da ed. (Santo
Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975).
126 Pedro L. San Miguel

Hasta mediados del siglo xx, el Cibao continuó siendo la


región más poblada del país (tabla 3.2). Sus suelos fértiles
permitieron el desarrollo de una numerosa población cam-
pesina, la que contó con un crecimiento natural sostenido.
En consecuencia, durante el siglo xx, el Cibao tuvo una de
las densidades demográficas más altas de la República Domi-
nicana. En 1920, exceptuando Monte Cristi y Samaná, todas
las provincias del Cibao poseían una densidad demográfica
superior al promedio nacional. En provincias como Santiago,
Espaillat y Duarte la fertilidad de los suelos propició, de mane-
ra particular, la existencia de una agricultura diversificada. El
establecimiento de las redes comerciales favoreció, igualmen-
te, el poblamiento del Cibao. A finales del siglo xix, cuando
aumentó la producción del cacao y del café, y los ferrocarriles
facilitaron el transporte de dichos productos agrícolas, llegó
a la región una gran cantidad de nuevos pobladores. Lugares
de origen modesto se convirtieron en activos centros de pro-
ducción agrícola y vieron aumentar su población. Por ejem-
plo, San Francisco de Macorís, fundado en 1774 en torno a
una ermita, se convirtió en uno de los principales productores
de cacao del país y, con el tiempo, en la cabecera de la pro-
vincia Duarte.8 San Francisco es el ejemplo más sobresaliente
de varios pueblos que, o bien se desarrollaron, o resurgieron
gracias al crecimiento de la agricultura comercial y a la cons-
trucción de los ferrocarriles. Así, la interacción que se dio
entre un campesinado orientado a la producción comercial,
las condiciones naturales favorables, y las oportunidades que
brindaban los medios de transporte, propiciaron las altas den-
sidades demográficas de las provincias centrales del Cibao.
Monte Cristi y Samaná representan el otro extremo del
espectro. En 1920, estas dos provincias tenían una densidad
demográfica baja; aquí las condiciones naturales no son tan
favorables como en las regiones anteriores. Monte Cristi des-

Hoetink, The Dominican People, 42.


8
Los campesinos del Cibao 127

empeñó un papel importante en la economía del Cibao a prin-


cipios del período colonial. Pero la despoblación impuesta
por la Corona española en el siglo xvii y el clima seco de la
provincia retrasaron su desarrollo económico. La población
de Monte Cristi no dio señales de recuperación hasta el siglo
xx. Samaná, por su parte, era una región apartada del resto
del Cibao. Mejor conocida por el potencial de su excelente
bahía, Samaná tuvo una escasa importancia económica has-
ta finales del siglo xix.9 Durante un breve período en el siglo
xviii, el tabaco del Cibao se exportó a través de Samaná.10 Pero
luego de ese breve interludio, Samaná permaneció como una
región económicamente atrasada. La falta de medios de comu-
nicación internos y lo accidentado de su terreno –bosques es-
pesos, cordilleras abruptas y valles pantanosos– obstaculizaron
la integración de Samaná en las principales corrientes econó-
micas del Cibao. La construcción del ferrocarril de La Vega a
Sánchez contribuyó a activar la economía de la provincia. En
esos momentos, tanto campesinos del Cibao Central como in-
migrantes del Caribe afluyeron a la región para trabajar en la
construcción del ferrocarril y en las grandes fincas de cacao.11
A pesar de todo, en 1920 Samaná aún estaba escasamente
poblada. Sin embargo, su participación, cada vez mayor, en
la agricultura comercial –sobre todo a partir de la década de
los cuarenta– atrajo nuevos pobladores a la provincia. Durante
este período, el arroz llegó a ser uno de sus principales cul-
tivos. Según el censo de 1950, Samaná fue una de las pocas

9
Véase: Samuel Hazard, Santo Domingo, Past and Present; with a Glance at
Hayti, 3ra ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 195-
206; y Rafael E. Yunén, «Intrigas diplomáticas para tomar Samaná: 1843-
1874», Eme-Eme, I, 3 (1972): 58-88.
10
Ver capítulo I.
11
Carmen A. Castro y María del Carmen Columna, «Notas sobre Sánchez y
el ferrocarril, 1880-1930», Eme-Eme, VI, 36 (1978): 78-9; y Jacqueline Boin
y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República
Dominicana. Vol. II: El desarrollo del capitalismo en la agricultura (1875-1930)
(Santo Domingo: Gramil, 1981), 244-46.
128 Pedro L. San Miguel

provincias del Cibao que tuvo una migración neta positiva.


Al parecer, esta tendencia continuó a lo largo de la década,
tanto en Samaná como en la provincia de María Trinidad Sán-
chez, una división de la anterior, donde el arroz se convirtió
también en uno de los principales cultivos.12

TABLA 3.2
POBLACIÓN DE LA REPÚBLICA DOMINICANA
POR REGIÓN, 1920-70
(En por cientos)

Año Cibao TC Sur TC Este TC Población TC


1920* 56.0 2.5 33.1 3.7 10.9 2.2 894,665 2.9
1935 52.6 3.0 34.3 3.7 13.1 4.7 1,479,417 3.4
1950 51.5 2.3 37.4 3.1 11.1 1.3 2,135,872 2.5
1960 48.7 3.0 41.5 5.0 9.8 2.4 3,047,070 3.6
1970 44.9 1.8 45.5 3.4 9.6 2.4 4,009,458 2.8
TC=Tasa de crecimiento.
*Para calcular la tasa de crecimiento, se tomó como base la población del año 1908.
Fuentes: Primer Censo Nacional de la República Dominicana, 1920, 2da ed. (Santo Domin-
go: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975); Anuario estadístico de la República
Dominicana, 1936, 2 vols. (Santo Domingo: Editorial El Diario, 1936), 2: 86-98; Tercer
censo nacional de población, 1950 (Ciudad Trujillo: Dirección General de Estadística,
1958); Cuarto censo nacional de población, 1960: Resumen general (Santo Domingo: Ofi-
cina Nacional de Estadística, 1966); y Quinto censo nacional de población, 1970, 2da ed.
(Santo Domingo: Oficina Nacional de Estadística, s.f.).

La expansión de los cultivos comerciales no tradicionales


–como el arroz– durante los años cuarenta y cincuenta, fue un
factor decisivo en el aumento de la población de varias regiones
que, hasta entonces, habían ocupado una posición marginal,
como Samaná y Monte Cristi. Dajabón y Santiago Rodríguez
–divisiones de Monte Cristi– y Valverde, que anteriormente

Para una discusión de la migración interna durante el siglo xx, ver Isis
12

Duarte, Capitalismo y superpoblación en Santo Domingo: Mercado de trabajo


rural y ejército de reserva urbano, 2da ed. (Santo Domingo: CODIA, 1980),
188-222.
Los campesinos del Cibao 129

pertenecía a la provincia de Santiago, también responden a


este patrón. A comienzos del siglo xx, Dajabón y Santiago Ro-
dríguez, situados en la frontera con Haití, compartían las con-
diciones de atraso de Monte Cristi. La economía de la región
estaba muy ligada a la de Haití a través del comercio ilegal.13
Durante el trujillato, el régimen inició un programa de «do-
minicanización de la frontera» a base del establecimiento de
poblados en las provincias aledañas a Haití y del fomento de la
agricultura comercial.14 Como consecuencia, la población y la
producción comercial aumentaron en estas zonas fronterizas,
aunque no lograron alcanzar las densidades poblacionales del
Cibao Central.

Un perfil demográfico

¿Cuáles eran los rasgos predominantes de la población del


Cibao? Una respuesta cabal a esta pregunta sobrepasa los lí-
mites del presente estudio; además, la población cibaeña no
es totalmente homogénea. Por lo tanto, examinaré la pobla-
ción de Santiago a modo de muestra de los habitantes de la
región.

Boin y Serulle Ramia, El proceso de desarrollo, 2: 246-48.


13

Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Au-


14

tónoma de Santo Domingo, 1982), 130-31; Frank Moya Pons, Manual


de historia dominicana, 4ta ed. (Santiago: Universidad Católica Madre y
Maestra, 1978), 520; y Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era
de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro,
1994), 157-80. El plan de «dominicanización de la frontera» fue acompa-
ñado de la matanza de miles de haitianos. Sobre este dramático suceso,
ver Freddy Prestol Castillo, El Masacre se pasa a pie, 5ta ed. (Santo Domin-
go: Taller, 1982); Suzy Castor, Migración y relaciones internacionales (El caso
haitiano-dominicano) (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo
Domingo, 1987); Bernardo Vega, Trujillo y Haití: 1930-1937 (Santo Do-
mingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988); y José Israel Cuello H.
(ed.), Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937 (Santo Domingo:
Taller, 1985).
130 Pedro L. San Miguel

Al igual que en todo el Caribe, la mezcla racial ha desempe-


ñado un papel central en la configuración étnica de la pobla-
ción del Cibao. El primer censo nacional, realizado en 1920,
muestra que más de la mitad de los habitantes de la provincia
de Santiago eran mestizos, es decir, mulatos (tabla 3.3). En
1935, este grupo sobrepasaba las dos terceras partes de la po-
blación de la provincia. Sin embargo, el censo de 1950 mues-
tra un marcado descenso de la población mestiza y negra, y un
aumento de blancos. ¿Cómo explicar estos cambios? A partir
de mediados de la década de los treinta, el dictador Rafael L.
Trujillo impulsó una política orientada a atraer inmigrantes de
Europa.15 Esta política era afín a la intentada por otros gobier-
nos de Latinoamérica –tanto anteriormente como en esos mis-
mos años– con el fin de incrementar la mano de obra destinada
a diversas actividades económicas.16 Pero este no era el único
propósito del fomento de la inmigración, sobre todo de la eu-
ropea. Para muchos gobiernos latinoamericanos, dominados
por los sectores criollos más europeizados, la inmigración era
un medio de «modernizar» la región. Partiendo de criterios
abiertamente racistas y discriminatorios, los sectores política
y socialmente dominantes entendían que los componentes
afroamericanos e indoamericanos de las poblaciones locales
representaban un lastre al «progreso» de Latinoamérica. Con
el fin de alcanzar el «progreso», se fomentó la inmigración
con el propósito de «blanquear» a la población local.17

15
C. Harvey Gardiner, La política de inmigración del dictador Trujillo (Santo
Domingo: Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1979).
16
Al respecto, consultar: Nicolás Sánchez-Albornoz, The Population of Latin
America: A History (Berkeley: University of California Press, 1974), 146-81,
y «Population», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Socie-
ty, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 88-101;
Nicolás Sánchez-Albornoz (ed.), Población y mano de obra en América Latina
(Madrid: Alianza Editorial, 1985); y Richard Graham (ed.), The Idea of
Race in Latin America, 1870-1940 (Austin: University of Texas Press, 1990).
17
Graham, The Idea of Race. En el caso dominicano, este proyecto de «blan-
queamiento» hay que verlo como parte de los intentos de «modernizar»
Los campesinos del Cibao 131

TABLA 3.3
POBLACIÓN DE LA PROVINCIA DE SANTIAGO
POR COLOR, 1920-50
(En por cientos)

Años Blancos Negros Mestizos Otros Población


1920 34.0 15.1 50.9 - 123,040
1935 23.7 6.8 69.4 0.1 194,552
1950 49.6 3.6 46.8 * 259,947
TC=Tasa de crecimiento.
* Menos de 0.1%.
Fuentes: Primer censo nacional, 1920; Anuario estadístico, 1936; Tercer censo nacional de po-
blación, 1950.

En el caso particular de la República Dominicana, hubo dos


elementos más que contribuyeron a que el Gobierno inten-
sificara esta política migratoria: la compleja y difícil relación
con Haití, y el asentamiento de haitianos en territorio domini-
cano. Durante el trujillato, el antihaitianismo se convirtió en
política oficial y, en consecuencia, se tomaron provisiones para
erradicar –o al menos limitar– la presencia haitiana en suelo
dominicano.18 Tales intentos tuvieron varias dimensiones. Por
un lado, durante las décadas comprendidas entre 1930 y 1960,
se trató de fomentar la inmigración blanca, proveniente de
Europa. Entre otros grupos, se establecieron en el país españo-
les, refugiados de la Guerra Civil, y judíos, que habían huido
del fascismo.19 En principio, esta política migratoria podría
ayudarnos a explicar el cambio en la composición racial de la
provincia de Santiago en el período comprendido entre 1935
y 1950. Sin embargo, es improbable que así haya ocurrido. De

al conjunto de la sociedad, especialmente a sus sectores campesinos. So-


bre el particular: Baud, Peasants and Tobacco, 147-73.
18
La literatura sobre este asunto es relativamente abundante. Para una sín-
tesis y bibliografía, ver Pablo Maríñez, Relaciones domínico-haitianas y raíces
histórico culturales africanas en la República Dominicana: Bibliografía básica
(Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986).
19
Gardiner, La política de inmigración.
132 Pedro L. San Miguel

acuerdo con C. Harvey Gardiner, a pesar de las cifras oficiales,


que mostraban una inmigración de varios miles de personas,
la realidad es que esta fue bastante modesta. Además, muchos
de los que inicialmente llegaron a la República Dominicana
abandonaron el país, ya fuese porque sus expectativas econó-
micas y sociales no se materializaron o porque no soportaron
la asfixia cultural y política impuesta por la dictadura.20
Pero, independientemente del fracaso real de su política
migratoria, el régimen trujillista desarrolló una propaganda
inflando sus resultados. Además, en el orden discursivo, la
propaganda oficial –sustentada por importantes intelectuales
dominicanos– intentó proyectar la imagen de un país de tradi-
ción étnico-racial fundamentalmente hispánica. De tal manera
se pretendía ocultar el aporte de la población afrodominicana
en la construcción de la nación y, en segundo lugar, se resalta-
ban las diferencias con el vecino país de Haití, el que, de acuer-
do con esta visión, era de origen africano. Así, a una República
Dominicana eminentemente blanca, a lo sumo mulata, se opo-
nía un Haití abrumadoramente negro.21 Esta mistificación de
la composición étnico-racial del país incluyó –como demuestra la

20
Gardiner, La política de inmigración. Para un testimonio de un refugiado
español, quien luego abandonó la República Dominicana, ver la novela
de Vicenc Riera Llorca, Los tres salen por el Ozama (Santo Domingo: Fun-
dación Cultural Dominicana, 1989).
21
Franklin J. Franco, «Antihaitianismo e ideología del trujillato», en: Gé-
rard Pierre-Charles (ed.), Problemas domínico-haitianos y del Caribe (Méxi-
co: Universidad Nacional Autónoma de México, 1973), 83-109; Meindert
Fennema y Troetje Loewenthal, Construcción de raza y nación en República
Dominicana (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domin-
go, 1987); Jesús M. Zaglul, «Una identificación nacional defensiva: El an-
tihaitianismo nacionalista de Joaquín Balaguer –una lectura de La isla al
revés», ES, XXV, 87 (1992): 29-65; Andrés L. Mateo, Mito y cultura en la Era
de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro,
1993); y Pedro L. San Miguel, «Discurso racial e identidad nacional en la
República Dominicana», en: La isla imaginada: Historia, identidad y utopía
en La Española, 2da ed. (San Juan y Santo Domingo: Editorial Isla Negra
y Editora Manatí, 2007), 59-100.
Los campesinos del Cibao 133

falsificación del número de inmigrantes– la manipulación de


las cifras censales con el fin de inflar artificialmente la propor-
ción de blancos y mestizos claros en la población, y disminuir
los grupos negro y mestizo oscuro.22 Por tanto, las cifras que
aparecen en el censo de 1950 sobre la población blanca están
infladas, mientras que la población negra fue disminuida; la
población se «blanqueó» estadísticamente, pero las cifras dis-
tan de mostrar la realidad.
De lo que no hay duda alguna es del carácter eminentemen-
te rural de la población de la provincia de Santiago durante el
siglo xx. Como era de esperarse, el municipio de Santiago ha
contado con una proporción mayor de habitantes urbanos que
la provincia. En 1950, por ejemplo, casi el 75% de los habitantes
de la provincia vivía en zonas rurales, mientras que en el muni-
cipio de Santiago la población rural alcanzaba solo el 63% del
total (gráfica 3.1). Ya para la década de los sesenta, la población
urbana del municipio sobrepasó a la rural; en cuanto a la pro-
vincia, este fenómeno no se evidenció hasta la década siguiente.
Este fue el patrón general de la República Dominicana durante
el siglo xx. Aunque la población rural continuó aumentando
en el período bajo estudio, lo hizo a un ritmo más lento que la
población urbana. Entre 1920 y 1950, la población rural de la
provincia aumentó en un 2.1% al año. Por su parte, la pobla-
ción urbana creció a una tasa de 4%. Con el paso del tiempo, el
ritmo de crecimiento de la población rural fue disminuyendo.
Así, mientras que de 1920 a 1935 la población rural aumentó
a una tasa anual de 2.7%, durante el período de 1935 a 1950

Cassá, Capitalismo y dictadura, 760-68. Esta falsificación es lamentable ya


22

que, en otros aspectos, el censo de 1950 es uno de los más exactos reali-
zados en la República Dominicana. Según tengo entendido, los enume-
radores del censo de 1950 recibieron instrucciones de incluir a los mula-
tos claros entre los blancos. Una interesante discusión de las relaciones
raciales en el Caribe, con especial énfasis en la República Dominicana,
puede encontrarse en: H. Hoetink, «Race and Color in the Caribbean»,
en: Sidney W. Mintz y Sally Price (eds.), Caribbean Contours (Baltimore:
Johns Hopkins University Press, 1985), 55-84.
134 Pedro L. San Miguel

esta cifra fue de solo un 1.5%. En el período intercensal 1950-


1960, la tasa de crecimiento de la población rural de la provin-
cia alcanzó su punto más bajo: solo un 0.1% anual. El éxodo del
campo a la ciudad explica, en gran medida, las diferentes tasas
de crecimiento de la población rural y de la urbana. Este éxodo
sugiere el deterioro de la economía campesina.23

GRÁFICA 3.1
POBLACIÓN RURAL Y URBANA DE LA
PROVINCIA DE SANTIAGO

Fuentes:
Censos 1920, 1950, 1960, 1970; Anuario estadístico de la República Dominicana, 1936.

La población urbana ha mostrado una mayor proporción


de mujeres que la población rural; esta tendencia se remon-
ta, por lo menos, al siglo xix. Las cifras del municipio de San-
tiago, que muestran el patrón de casi una centuria, evidencian

Duarte, Capitalismo y superpoblación, 93-262.


23
Los campesinos del Cibao 135

el predominio numérico de las mujeres frente a los hombres


entre 1874 y 1970 (tabla 3.4). Este predominio era resultado
de la migración de las mujeres hacia los centros urbanos. En
el Santiago preindustrial, a muchas mujeres les resultaba más
fácil obtener empleo que a los hombres, tanto en el trabajo
doméstico como en las manufacturas de tabaco.24

TABLA 3.4
POBLACIÓN DEL MUNICIPIO DE SANTIAGO
POR SEXO

Población urbana Población rural


Años
Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM
1874 2,532 2,950 86 - - -
1893 3,389 4,572 74 - - -
1898 4,298 5,100 84 - - -
1904 5,116 5,805 88 - - -
1916 6,697 8,077 83 - - -
1918 25,597 26,668 96 - - -
1935 15,291 18,884 81 42,378 41,360 103
1950 25,223 31,335 81 48,764 48,751 101
1960 39,660 45,980 86 44,390 42,930 102
1970 73,260 81,980 89 45,459 44,153 100
RM=Relación de masculinidad. Esta cifra expresa la proporción de hombres por cada
100 mujeres en una población. Una cifra mayor de 100 indica un exceso de hombres;
por el contrario, una cifra menor de 100 muestra un déficit de hombres o, lo que es
lo mismo, una mayor proporción de mujeres.
Fuentes: Censo de población y datos históricos y estadísticos de la ciudad de Santiago de los
Caballeros (Santiago: Tipografía La Información, 1917); «Censo rural de la Común de
Santiago», BM, 29: 1020 (23 junio 1919); ASM, «Censo de población, 1935: Santiago»
(Copia mecanografiada, 1935); Tercer censo nacional, 1950; Cuarto censo nacional, 1960;
y Quinto censo nacional, 1970.

Sobre el trabajo femenino en la manufactura del tabaco: Baud, Peasants


24

and Tobacco, 25-6. El predominio de las mujeres en los centros urbanos


preindustriales ha sido constatado en otros estudios. Ver, por ejemplo:
Silvia Marina Arrom, Las mujeres de la ciudad de México, 1790-1857 (Mé-
xico: Siglo XXI, 1988), 129-37; y F. Pou et al., La mujer rural dominicana
(Santo Domingo: Centro de Investigación para la Acción Femenina,
1987). De acuerdo a Ester Boserup, este patrón es típico de los países
de América Latina. Woman’s Role in Economic Development (New York: St
Martin’s Press, 1970), 174-93.
136 Pedro L. San Miguel

En las zonas rurales, por el contrario, el número de hom-


bres y mujeres ha sido más equilibrado. Sin embargo, hay
algunos indicios de que incluso en el campo hubo cierto des-
equilibrio numérico entre hombres y mujeres a comienzos del
siglo xx. Para el conjunto de la población rural del municipio
de Santiago, en 1918 la relación de masculinidad era de 96
(tabla 3.5). Esta cifra, aunque ligeramente sesgada, no repre-
senta una desviación muy significativa del punto de balance.
No obstante, para el grupo de edad de 15-60 años, este índice
muestra una población con un déficit importante de hombres.
Entre los habitantes de 15-60 años –que componen el grupo
trabajador– la relación de masculinidad era de solo 88 hom-
bres por cada 100 mujeres.

TABLA 3.5
POBLACIÓN RURAL DEL MUNICIPIO DE
SANTIAGO POR EDAD Y SEXO, 1918

Edades Hombres Mujeres RM


0-14 12,724 12,067 105
15-60 11,806 13,409 88
61 + 1,068 1,192 90
Totales 25,598 26,668 96
Fuente: «Censo rural de la Común de Santiago».

Este índice estaba igualmente sesgado entre la población


mayor de 60 años. Estos datos muestran que los desequilibrios
numéricos entre la población masculina y femenina se daban
en cohortes determinadas. La baja relación de masculinidad
en estos grupos de edad sugiere, bien una fuerte inmigración
femenina hacia el campo o una emigración masculina fuera
del campo. El hecho de que las mujeres tendiesen a emigrar
hacia los centros urbanos más que hacia las áreas rurales, su-
giere que la sesgada relación de masculinidad en 1918 se de-
Los campesinos del Cibao 137

bió a una migración masculina de unas zonas rurales a otras.


En cualquier caso, estas cifras indican que hombres y mujeres
seguían patrones migratorios diferentes.25

TABLA 3.6
POBLACIÓN RURAL DEL MUNICIPIO DE
SANTIAGO POR EDAD Y SEXO

1935 1950
Edades
Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM
0-9 14,547 14,113 103 15,841 15,482 102
10-19 10,615 9,857 108 11,627 11,970 97
20-29 6,489 6,877 94 7,841 8,057 97
30-39 4,329 4,278 101 4,864 4,959 98
40-49 2,894 2,634 110 3,587 3,345 102
50-59 1,442 1,559 93 2,426 2,283 106
60 + 2,062 2,042 101 2,578 2,655 97
Total 42,378 41,360 103 48,764 48,751 100
RM=Relación de masculinidad.
Fuentes: «Censo de población, 1935: Santiago»; y Tercer censo nacional, 1950.

Como no hay datos desglosados para principios del siglo xx,


se hace difícil establecer lazos más claros entre los grupos de
edad y los patrones migratorios. Los datos disponibles de 1935 y
1950, por otro lado, no muestran las relaciones de masculinidad
asimétricas observadas en los períodos anteriores (tabla 3.6).

Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 68-71. Aparte de las migraciones, el


25

hecho de que se contase por debajo de la cifra real a los hombres, puede
ayudar a explicar la baja relación de masculinidad en 1918. Por ejemplo,
como los habitantes del campo recelaban sobre los propósitos del censo,
debieron de ofrecer información falsa para proteger a los hombres del
reclutamiento militar y de las conscripciones laborales. Esto no debe
considerarse como una posibilidad muy remota si se tiene en cuenta que
tanto el censo rural de Santiago en 1918, como el censo nacional de
1920, se llevaron a cabo durante la ocupación estadounidense del país y
en medio de una guerra de guerrillas contra estos. Hay que señalar, sin
embargo, que Santiago no fue uno de los focos regionales del conflicto
armado.
138 Pedro L. San Miguel

Hubo, por supuesto, grupos que mostraron un índice desequi-


librado; por ejemplo, el grupo de edad de 40-49 años. Pero, de
cualquier manera, los desequilibrios entre 1935 y 1950 eran
menos pronunciados que los observados en 1918. No hay da-
tos relativos a los grupos de edad del municipio de Santiago a
partir de 1950.
Sin embargo, las cifras provinciales de 1970 hacen pensar
que, entonces, la relación de masculinidad en la población ru-
ral estaba empezando a experimentar nuevos cambios. Esto es
particularmente cierto entre los grupos de edad de 40 años o
más. En estas categorías de edad, la relación de masculinidad
denota un exceso de hombres en el campo. En las zonas ur-
banas, las mujeres predominan en todos los grupos de edad
(tabla 3.7), lo cual no sorprende, dadas las tendencias pre-
valecientes desde el siglo xix. No obstante, a medida que las
condiciones económicas del campo fueron cambiando, la pro-
porción de hombres en las áreas urbanas tendió a aumentar.
Entre 1935 y 1960, la relación de masculinidad en la ciudad de
Santiago aumentó de 81 a 86; y en 1970 llegó a 89 (tabla 3.4).

TABLA 3.7
POBLACIÓN DE LA PROVINCIA DE SANTIAGO
POR EDAD Y SEXO, 1970

Población urbana Población rural


Edades
Hombres Mujeres RM Hombres Mujeres RM
0-9 26,111 26,052 100 36,837 35,678 103
10-19 20,096 24,332 83 27,663 26,111 106
20-29 12,748 15,049 85 13,846 13,564 102
30-39 8,857 9,690 91 9,876 10,311 96
40-49 6,245 6,703 93 8,193 7,572 108
50-59 3,745 4,227 89 5,365 4,723 114
60 + 4,035 5,243 77 6,731 6,022 112
Total 81,837 91,296 90 108,511 103,981 104
RM=Relación de masculinidad.
Fuente: Quinto censo nacional, 1970.
Los campesinos del Cibao 139

Lo discutido anteriormente señala la importancia de las mi-


graciones internas en la configuración de la sociedad cibaeña.
Estas migraciones, lejos de ser un fenómeno reciente, han sido
una constante en el Cibao. Mientras se daba una tendencia
clara entre las mujeres de emigrar a los centros urbanos, los
hombres mostraban la tendencia de moverse de unos sectores
rurales a otros. Este patrón está determinado por la vincula-
ción predominante de la fuerza de trabajo masculina con la
labranza y la crianza de ganado.26 A pesar del hecho de que
las migraciones internas no son algo nuevo en el Cibao, hay
constancia de que, durante el siglo xx, se produjo un cambio
en la dirección de tales migraciones. De manera que, mien-
tras Santiago parecía ser un foco de atracción de nuevos po-
bladores hasta la década de los treinta, la provincia empezó a
experimentar una pérdida neta en el número de migrantes
durante la década de los cuarenta.27 Este cambio está asociado
con el aumento de la densidad demográfica de Santiago y con
las transformaciones económicas, las que han hecho más difícil
obtener tierra.

El uso de la tierra

El Cibao ha tenido una de las economías agrarias más varia-


das de la República Dominicana. Sin embargo, los datos sobre
el uso de la tierra antes de la década de los treinta son escasos y
ambiguos. En 1907, el gobernador de la provincia de Santiago
declaró que en el municipio había 341,330 tareas de pasto,
317,214 tareas sembradas de frutos menores (i.e. cultivos de
subsistencia) y tabaco, mientras que 27,500 tareas estaban de-
dicadas al cultivo del café y del cacao.28 Pero el censo rural de

26
Boserup, Woman’s Role in Economic Development, 187-90.
27
Tercer censo nacional de población, 1950 (Ciudad Trujillo: Dirección Gen-
eral de Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1958), xxix-xxxvi.
28
AGN, MIP, 1907, Leg. 235, 15 enero 1907. Este informe no ofrece datos
140 Pedro L. San Miguel

Santiago de 1918 muestra un cuadro muy diferente (tabla 3.8).


Según este censo, en Santiago había tan solo 93,546 tareas de-
dicadas al cultivo del tabaco y 88,901 tareas de frutos menores.
Así pues, parece que las cifras de 1907 están bastante infladas y
que el censo de 1918, aunque seguramente con errores, es una
fuente más confiable que el informe del gobernador, al menos
en lo que a las proporciones se refiere.

TABLA 3.8
USO DE LA TIERRA EN EL MUNICIPIO
DE SANTIAGO, 1918*

% de la tierra
Tareas % del total
cultivada
Tabaco 93,546 7.9 41.2
Cacao 23,830 2.0 10.5
Café 13,125 1.1 5.8
Caña de azúcar 7,557 0.6 3.3
Frutos menores (88,901) (7.5) (39.2)
Yerba de guinea 261,275 22.1 -
Monte y sabana 696,174 58.8 -

Totales 1,184,408 100.0 100


*
Los datos originales de este censo se han perdido. Para hacer los cálculos, utilicé
los resultados del censo publicados en el Boletín Municipal de Santiago. Solo pude
localizar una copia del BM donde se publicó el censo, la que, por desgracia, está par-
cialmente rota; faltan los datos relativos a los frutos menores en diecisiete secciones
rurales. Para lograr una aproximación al total de tierra destinada a frutos menores,
calculé el promedio de tareas dedicadas a estos cultivos en todas las secciones para las
que hay datos disponibles, es decir 793 tareas. Después, multipliqué este promedio
por el número de secciones para las cuales no hay datos disponibles (17) y entonces
sumé el resultado (13,481) al número conocido de tareas dedicadas al cultivo de fru-
tos menores (75,420). De manera que las 88,901 tareas de frutos menores son una
aproximación al número real de tareas dedicadas a ellos.
Fuente: «Censo rural común de Santiago, 1918».

La tabla 3.8 muestra la distribución del uso de la tierra en


el municipio de Santiago en 1918. Una gran proporción de

desglosados ni para las partidas de «frutos menores/tabaco» ni para las


de «café/cacao».
Los campesinos del Cibao 141

tierra estaba sin cultivar, pues más del 50% era monte o saba-
na. De las tierras restantes, más de la mitad estaban dedicadas
a la yerba de guinea, un claro indicio de que se destinaban a
la crianza de ganado. En segundo lugar, la distribución de la
tierra cultivada tiende a indicar el gran peso de la producción
campesina en Santiago. Por ejemplo, el tabaco era, con mu-
cho, el principal cultivo comercial de la común en cuanto al
uso de la tierra (el 19.2% de todo el terreno cultivado); el cul-
tivo de frutos menores ocupaba un 18.2% adicional del área
cultivada. En comparación con el tabaco y los frutos menores,
el café y el cacao ocupaban proporciones muy pequeñas (2.7%
y 4.9% de la tierra cultivada, respectivamente).
Por supuesto, existían diferencias significativas en el muni-
cipio en lo relativo al uso de la tierra. Aunque el cultivo de
tabaco estaba ampliamente extendido en Santiago, había sec-
ciones rurales donde ocupaba una proporción mínima de la
tierra. Según el censo rural de 1918, en Pastor, una sección
rural al sur de la ciudad de Santiago, solo había 73 tareas dedi-
cadas al cultivo del tabaco; más del 88% de la tierra explotada
se dedicaba a pasto. Este era, empero, un caso excepcional, ya
que en la mayoría de las secciones rurales de Santiago el taba-
co ocupaba, si no un lugar dominante, por lo menos un puesto
significativo. El cultivo del café y del cacao estaba mucho más
regionalizado que el del tabaco. Unas cuantas secciones rura-
les (19 de 112) contenían más del 76% de la tierra sembrada
de cacao en el municipio de Santiago; en casi el 44% de las
secciones, no se cultivaba cacao. Algo parecido sucedía con
el café, que estaba ausente por completo en más de la tercera
parte de las secciones rurales de Santiago. Casi la mitad de
las tareas dedicadas al cultivo del grano correspondían a solo
nueve secciones del municipio. Por último, el pasto ocupaba
proporciones considerables de terreno en muchas secciones,
aunque presentaba notables variaciones de una a otra. Había
unas cuantas secciones –situadas sobre todo hacia el oeste de
Santiago– donde la tierra de pasto sobrepasó las 5,000 tareas.
142 Pedro L. San Miguel

Se pueden citar, entre otros, los casos de Quinigua, Hato del


Yaque, La Canela, Guayabal de Aciba, Palmar Abajo, Ingenio
Arriba y Hatillo de San Lorenzo. No es de extrañar que casi
una cuarta parte del ganado vacuno de la común estuviera lo-
calizada en estas pocas secciones. Buena parte de este ganado
pertenecía a grandes propietarios.
Durante el siglo xx, la producción campesina continuó des-
empeñando un papel de primer orden en Santiago, tanto en
el caso de los cultivos de subsistencia como en el de los cultivos
comerciales. Por ejemplo, en 1940 los productos comerciales
que tradicionalmente cultivaban los campesinos –tabaco, ca-
cao y café– representaban el 23% de la tierra cultivada de la
común.29 Por otra parte, los cultivos de subsistencia –plátanos,
guineos, tubérculos, maíz y granos– ocupaban alrededor del
72% de la tierra cultivada (tabla 3.9). Para 1950 y 1960 la pro-
porción de tierra cultivada dedicada a los cultivos comerciales
fue de 40% y 32%, respectivamente. Mientras, los cultivos de
subsistencia disminuyeron, algunos considerablemente. A ni-
vel provincial, la relación entre cultivos de subsistencia y cultivos
comerciales era similar.
¿Qué comparación puede establecerse entre el uso de la tierra
en Santiago y su explotación a nivel nacional? El primer censo
dominicano, realizado en 1920, es realmente decepcionante
en este aspecto, ya que solo contiene los datos sin desglosar
de la tierra cultivada y sin cultivar de cada provincia. De modo
que tenemos que confiar en los datos cuantitativos que se em-
pezaron a recopilar bajo el trujillato, a partir de los años trein-
ta. Estos datos muestran las variaciones en el uso de la tierra
de una región del país a otra. Por ejemplo, aunque en 1935
la caña de azúcar suponía un 16% de la tierra cultivada a ni-

A menos que indique lo contrario, no incluyo en este análisis la tierra


29

destinada a pasto. Debido a la reconocida deficiencia de los censos domi-


nicanos, esas cifras deben tomarse con mucha cautela. Más que ofrecer
una imagen totalmente precisa, las mismas son valiosas en la medida que
muestran unas tendencias generales.
Los campesinos del Cibao 143

vel nacional, y un 20% en 1950, este cultivo era insignificante


en la provincia de Santiago (tabla 3.10). El uso de la tierra en
Santiago presentaba un pronunciado contraste con el de esas que
podemos llamar «provincias azucareras», donde la caña ocupaba
por lo menos el 20% de la tierra sembrada, como en Barahona.

TABLA 3.9
TIERRA CULTIVADA EN EL MUNICIPIO
DE SANTIAGO
(En porcientos)

Tipo de cultivo 1940 1950 1960


Cultivos comerciales 24.6 40.5 32.3
Tabaco 10.6 21.6 12.1
Café 8.3 13.6 15.7
Cacao 4.0 4.9 4.0
Caña 1.7 0.4 0.5

Cultivos de subsistencia 75.4 59.5 67.7


Plátanos y guineos 20.3 12.5 13.0
Tubérculos 24.7 12.9 31.4
Granos* 28.3 33.0 17.9
Otros 2.1 1.1 5.4
Total 100.0 100.0 100.0
Miles de tareas 527. 264. 223
*
Incluye los llamados «cultivos intercalados».
Fuentes: BN, Dirección General de Estadística, Sección del Censo, «Censo agrope-
cuario, 1940» (Copia mecanografiada, 1940); Cuarto censo nacional agropecuario, 1950
(San Cristóbal: Dirección General de Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1955);
y Quinto censo nacional agropecuario, 1960 (Santo Domingo: Oficina Nacional de Esta-
dística, 1966).

El caso extremo fue San Pedro de Macorís, donde más de la


mitad de la tierra cultivada estaba dedicada a la caña de azúcar.
Por otro lado, provincias como Duarte, La Vega y Espaillat mos-
traban cierta especialización en el cultivo del cacao o el café. En
1935, en esas provincias, el 34%, 20% y 19%, respectivamente,
de la tierra cultivada estaba sembrada de cacao. En Azua, Ba-
rahona y Espaillat, el 23%, 30% y 27% de la tierra cultivada,
144 Pedro L. San Miguel

respectivamente, estaba sembrada de café.30 La provincia de


Santiago tenía más tierra dedicada al cultivo de frutos meno-
res que la mayoría de las provincias del país. Los campesinos se
dedicaban a la agricultura comercial, pero los cultivos de sub-
sistencia continuaron desempeñando un papel extraordinario
en la economía regional. Más aún, como el policultivo es muy
común entre el campesinado dominicano, las cifras relativas a
los cultivos de subsistencia representan un mínimo del total de
tareas dedicadas a la producción de comestibles.31

TABLA 3.10
TIERRA CULTIVADA EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO Y A NIVEL NACIONAL
(En porcientos)

1935 1950
Tipo de cultivo Santiago Nacional Santiago Nacional
Cultivos comerciales 19.0 37.6 32.3 49.9
Tabaco 7.3 1.9 14.3 2.1
Café 8.1 9.5 14.8 13.4
Cacao 2.7 10.5 2.7 14.3
Caña 0.9 15.7 0.5 20.1

Cultivos de subsistencia 81.0 62.3 67.6 50.0


Plátanos y guineos 14.8 11.3 12.4 14.2
Tubérculos 19.7 9.1 14.3 9.7
Granos* 14.1 12.7 39.8 23.8
Otros 32.4 29.2 1.1 2.3

Total 100.0 100.0 100.0 100.0


Miles de tareas 927 9,733 635 7,616
*
Incluye los llamados «cultivos intercalados».
Fuentes: Anuario estadístico, 1936; y Cuarto censo nacional agropecuario, 1950.

30
Cfr. Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de
Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana,
1993), 54-65.
31
A partir de 1950, los censos hacen una distinción en las entradas de
los llamados «cultivos intercalados». Sobre el policultivo, véase: Pierre
George, Geografía rural, 6ta ed. (Barcelona: Ariel, 1982), 73-7.
Los campesinos del Cibao 145

La persistencia de la producción campesina en Santiago a


lo largo del siglo xx no debe ocultar los cambios ocurridos en
el campo a partir de los años treinta. En primer lugar, la fron-
tera agraria, después de alcanzar su tope en 1940, empezó a
replegarse (tabla 3.11). A partir de entonces, la tierra bajo cul-
tivo comenzó a descender no solo en términos relativos sino,
incluso, en términos absolutos. Por el contrario, los pastizales
tendieron a extenderse. La disminución de la tierra cultivada
frente a la tierra dedicada a pasto fue un proceso general en la
República Dominicana durante este período, aunque fue más
pronunciado en unas provincias que en otras.32 Este, por otro
lado, es un fenómeno típico, que suele acompañar al urbanis-
mo. Debido al crecimiento de la población citadina, tiende a
aumentar la demanda por los productos lácteos y por la carne,
lo que se traduce en una ampliación de la tierra dedicada a la
crianza en detrimento de las tierras cultivadas.33 En segundo
lugar, la tierra dedicada a cultivos comerciales aumentó, mien-
tras que disminuyó el porcentaje de tierra dedicada a cultivos
de subsistencia. En 1940, alrededor del 70% de la tierra culti-
vada estaba dedicada a los cultivos de subsistencia tradiciona-
les del campesinado. Sin embargo, en 1960, este porcentaje
había descendido a un 50% de la tierra cultivada. Durante el
mismo período, los cultivos tradicionales comerciales del cam-
pesinado aumentaron su proporción de un 20% a un 30% del
total de la tierra cultivada. Considerando que los cultivos de
subsistencia también se expendían en los mercados locales,

Cassá, Capitalismo y dictadura, 149-54.


32

Sobre los efectos de la «modernización» en la economía campesina, ver


33

Karl Kautsky, La cuestión agraria (Buenos Aires: Siglo XXI, 1974); B.H.
Slicher van Bath, Historia agraria de Europa occidental, 500-1850 (Barce-
lona: Península, 1974); Ernest Feder, Violencia y despojo del campesino: La-
tifundismo y explotación, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1978); David Grigg,
The Dynamics of Agricultural Change: The Historical Experience (London:
Hutchinson, 1982); y Alain de Janvry, The Agrarian Question and Reformism
in Latin America (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1983).
146 Pedro L. San Miguel

estas cifras indican claramente cómo el campesinado fue


dependiendo cada vez más del mercado para ganarse la vida.

TABLA 3.11
TENDENCIAS DEL USO DE LA TIERRA EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO
(En miles de tareas)

Tierra Tierra
Años % % Total
Cultivada de pasto
1935 927 56 714 44 1,641
1940 1,009 49 1,061 51 2,070
1950 634 41 913 59 1,547
1960* 563 38 935 62 1,498
*
Las cifras para este año se vieron un poco afectadas por la creación de la provincia de
Valverde, donde la producción de arroz era la actividad dominante.
Fuentes: Anuario estadístico, 1936; «Censo agropecuario, 1940»; Cuarto censo nacional
agropecuario, 1950; y Quinto censo nacional agropecuario, 1960.

Esta dependencia fue resultado de la incorporación de la


República Dominicana a la economía atlántica, tanto me-
diante la exportación de sus productos como de la adqui-
sición de bienes provenientes del exterior. Igualmente, el
crecimiento demográfico ha impulsado cambios en la socie-
dad rural dominicana.34 Uno y otro factor hicieron que los
campesinos cibaeños se vieran inmersos en un mundo cam-
biante, en el cual aumentó la competencia por el control de
los recursos productivos, y en el cual se hizo más necesario
tener acceso a las redes comerciales y a los servicios presta-
dos por los grupos citadinos. Pero en el Cibao, las fuerzas
del mercado no provenían, como pretendía Adam Smith,

34
Para una discusión de las relaciones entre los cambios demográficos y
las estructuras agrarias, ver David Grigg, Population Growth and Agrarian
Change: An Historical Perspective (Cambridge: Cambridge University Press,
1980).
Los campesinos del Cibao 147

de una «mano invisible» que movía –por medio de hilos im-


perceptibles– los recursos económicos. Todo lo contrario,
la creciente comercialización de la ruralía cibaeña fue re-
sultado de agentes muy concretos que impulsaron cambios
en los sistemas productivos, los patrones de intercambio, el
uso y la propiedad de la tierra, y, en consecuencia, en las
estructuras sociales.
Capítulo iv
Comerciantes, intermediarios y campesinos

El capital comercial y las economías campesinas

La literatura de las Ciencias Sociales, influenciada por la


teoría de la dependencia, contiene un buen número de obras
acerca de los efectos del mercado internacional sobre la eco-
nomía latinoamericana.1 Se ha prestado menos atención al pa-
pel del capital comercial en la configuración de las sociedades
de América Latina. Existen, ciertamente, unas cuantas obras
que han abordado este tema. Sin embargo, la mayoría de ellas
se ha concentrado en áreas dominadas por la economía lati-
fundista o por la minería.2 El papel de los comerciantes y del


1
Entre las obras de síntesis, se pueden consultar: Celso Furtado, La
economía latinoamericana desde la conquista hasta la Revolución Cubana, 3ra
ed. (México: Siglo XXI, 1973); Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli,
Historia económica de América Latina, 2 vols. (Barcelona: Crítica, 1979), 1:
105-210; y Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-
1930 (Cambidge: Cambridge University Press, 1989), caps. 1-2.
2
D.A. Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810)
(México: Fondo de Cultura Económica, 1983); P.J. Bakewell, Minería y
sociedad en el México colonial: Zacatecas (1546-1700) (México: Fondo de
Cultura Económica, 1976); Ann Twinam, Miners, Merchants, and Farm-
ers in Colonial Colombia (Austin: University of Texas Press, 1982); Stanley
J. Stein, Vassouras: A Brazilian Coffee County, 1850-1890 (New York: Ath-
eneum, 1974); Francisco A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico: The

149
150 Pedro L. San Miguel

capital comercial en un medio predominantemente campesi-


no apenas ha comenzado a llamar la atención de los historia-
dores. Los estudios existentes muestran cómo el capital comer-
cial ha servido de enlace entre las economías regionales y los
mercados internacionales; además, han demostrado el papel
de los comerciantes como prestamistas.
El capital comercial ha producido cambios significativos en
las sociedades rurales; entre otras cosas, ha sido decisivo en
el desarrollo de las economías campesinas. Los comerciantes
no siempre se han convertido en agricultores y, en muchas
ocasiones, han dependido de los campesinos para satisfacer la
demanda de productos de exportación, lo que ha propiciado
que los campesinos se integren a los sistemas de crédito y mer-
cadeo de las firmas comerciales. En cierta medida, así ocurrió
en Puerto Rico durante el siglo xix, según tienden a demostrar
las investigaciones recientes. Por ejemplo, en su estudio sobre
la economía cafetalera puertorriqueña durante el siglo pasa-
do, Laird Bergad encontró que no hubo una tendencia clara,
por parte de los comerciantes, a convertirse en agricultores.
Así, mientras que los comerciantes corsos en el municipio de
Yauco hicieron una temprana transición al cultivo del café, sus
homólogos mallorquines en Lares continuaron en su mayoría
siendo comerciantes, al menos hasta el alza de precios regis-
trada en las décadas de los setenta y de los ochenta.3 Fernando
Picó ha establecido, por otro lado, que, a pesar de que el prés-
tamo de dinero tuvo como consecuencia un mayor control so-
bre la tierra así como «sobre todas las actividades económicas

Plantation Economy of Ponce, 1800-1850 (Madison: University of Wisconsin


Press, 1984); Teresita Martínez-Vergne, Capitalism in Colonial Puerto Rico:
Central San Vicente in the Late Nineteenth Century (Gainesville: University
Press of Florida, 1992); y Laird W. Bergad, Cuban Rural Society in the Nine-
teenth Century: The Social and Economic History of Monoculture in Matanzas
(Princeton: Princeton University Press, 1990).

3
Laird W. Bergad, Coffee and the Growth of Agrarian Capitalism in Nineteenth-
Century Puerto Rico (Princeton: Princeton University Press, 1983), 88-9,
106-8 y 113-16.
Los campesinos del Cibao 151

del caficultor», la refacción no siempre conllevó la ejecución


de las hipotecas que pesaban sobre las propiedades rurales.
Aunque algunos refactores usaban cualquier «resquicio legal»
para tomar posesión de la tierra, muchos de ellos se percata-
ron de que la rentabilidad de sus negocios no descansaba
necesariamente sobre la propiedad de la tierra, sino en el con-
trol de la cosecha anual de café.4
Esta relación entre el capital comercial y la economía cam-
pesina ha sido detectada en entornos muy diferentes al de las
islas del Caribe. Florencia Mallon sostiene que, aunque los
campesinos del altiplano peruano no eran ajenos a los «flujos y
reflujos» del capital comercial, durante mucho tiempo este fue
incapaz de destruir la médula de la autosuficiencia del campe-
sinado. Según ella, en el contexto del sistema colonial español,
la penetración del capital comercial –y, por consiguiente, de
las relaciones de mercado dentro de la sociedad campesina–
se produjo a través de canales esenciales para el desarrollo de
la vida rural.5 Por su parte, William Roseberry señala que el
interés central de los comerciantes de los Andes venezolanos
estribaba en que los campesinos les garantizaran un suminis-
tro seguro de café. Estas relaciones entre comerciante y cam-
pesino se tornaron tan importantes en Boconó, región estu-

4
Fernando Picó, Amargo café (Los pequeños y medianos caficultores de Utuado en
la segunda mitad del siglo xix) (Río Piedras: Huracán, 1981), 79. Investiga-
ciones posteriores sobre la economía cafetalera puertorriqueña tienden
a confirmar la importancia del campesinado en el cultivo del grano. Ver
Helen Santiago, «La élite cafetalera de San Sebastián a finales del siglo xix:
Su ascenso y decadencia» (Tesis de maestría, Universidad de Puerto
Rico, 1988); y Mabel Rodríguez Centeno, «Atrapados en la depresión:
Los caficultores puertorriqueños ante la coyuntura crítica de 1928-1939»
(Tesis de maestría, Universidad de Puerto Rico, 1991). Sobre la historio-
grafía del café en Puerto Rico, ver Mabel Rodríguez Centeno, «Cafetales
de escritorio: Las interpretaciones académicas sobre la sociedad del café
en Puerto Rico», Op. Cit., 6 (1991): 11-39.
5
Florencia E. Mallon, The Defense of Community in Peru’s Central Highlands:
Peasant Struggle and Capitalist Transition, 1860-1940 (Princeton: Princeton
University Press, 1983), 33-4.
152 Pedro L. San Miguel

diada por este autor, que los terratenientes fueron opacados


por el ascenso del sector mercantil y de un campesinado pro-
pietario. En consecuencia, el acceso al capital, y no el control
de la tierra, se convirtió en el elemento clave en la estructura
de poder en Boconó.6 Entre los países centroamericanos, Cos-
ta Rica muestra una estructura económica basada en el cultivo
de café, en la que los comerciantes han dependido, en buena
medida, de la producción campesina.7 Para Colombia, Mar-
co Palacios destaca la existencia de una estructura productiva
dual, donde coexisten la producción cafetalera latifundista
con el cultivo del grano a pequeña escala. Las condiciones
ecológicas en las que se desarrolla el cafeto –cultivo de ladera
por excelencia–, la flexibilidad de los pequeños propietarios
ante los vaivenes del mercado internacional y la temprana co-
lonización de tierras de alto rendimiento, son algunos de los
factores que explican la existencia de esta economía cafetalera
de base campesina.8 En definitiva, estos ejemplos sugieren que


6
William Roseberry, Coffee and Capitalism in the Venezuelan Andes (Austin:
University of Texas Press, 1983), 90 y 94-6. Sobre Colombia, ver también:
Nola Reinhardt, Our Daily Bread: The Peasant Question and Family Farming
in the Colombian Andes (Berkeley: University of California Press, 1988);
Catherine LeGrand, «Comentarios sobre ‘La Costa Rica cafetalera en
contexto comparado’, de Lowell Gudmundson», RH, 14 (1986): 41-52,
y Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1850-1936 (Albuquer-
que: University of New Mexico Press, 1986).
7
Ciro F.S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Centroamérica y la economía oc-
cidental, 1520-1930 (San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica,
1986); Carolyn Hall, El café y el desarrollo histórico-geográfico de Costa Rica,
3ra ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1982); Mitchell A. Seligson, El
campesino y el capitalismo agrario de Costa Rica, 2da ed. (San José: Editorial
Costa Rica, 1984); Lowell Gudmundson, «La Costa Rica cafetalera en
contexto comparado», RH, 14 (1986): 11-23; y Mario Samper, Generations
of Settlers: Rural Households and Markets on the Costa Rican Frontier, 1850-
1935 (Boulder, Col.: Westview Press, 1990).
8
Marco Palacios, El café en Colombia, 1850-1970: Una historia económica,
social y política, 2da ed. (México y Bogotá: El Colegio de México y El Án-
cora Editores, 1983), 431-78. Como evidencian las obras mencionadas, la
mayoría de los estudios sobre economías campesinas giran en torno a la
Los campesinos del Cibao 153

el capital comercial es capaz de florecer en un medio predomi-


nantemente campesino; ahora bien, necesita controlar la pro-
ducción campesina para satisfacer las exigencias del mercado.
El Cibao constituye un ejemplo adicional de una economía
integrada en el mercado mundial, controlada por comercian-
tes, pero en la cual el campesinado continuó desempeñan-
do un papel central hasta bien entrado el siglo xx. Al menos
desde mediados del siglo xix, una de las características sobre-
salientes del Cibao fue la existencia de un complejo sistema
económico que ató al campesinado a los intereses comerciales
y manufactureros. Este sistema económico dio pruebas de ser
muy flexible ante condiciones variables, pues sobrevivió por
más de un siglo. En gran medida, su larga existencia fue re-
sultado de la capacidad de acomodo del campesinado ante las
transformaciones económicas y sociales sufridas por la región
cibaeña. Sin embargo, no se debe obviar que los comerciantes
y los empresarios urbanos –muchas veces con el apoyo de las
agencias estatales– lograron ejercer un control cada vez mayor
sobre la economía rural. Al intensificar su dominio sobre la
economía agraria, los comerciantes buscaron adaptar la pro-
ducción campesina a los dictados del mercado internacional.
A nivel local, los comerciantes han sido los agentes directos,
por así decido, del «sistema mundial».9 Por eso, a pesar de las
evidentes semejanzas entre las redes comerciales del Cibao
durante los siglos xix y xx, un análisis más profundo muestra
que los campesinos sufrieron una pérdida de autonomía a

producción del café. En el Cibao, los campesinos, además de cultivar este


grano, se dedicaban al tabaco y al cacao.
9
Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930
(Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 47 y passim. El término
es de Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial: La agricultura
capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, 2da
ed. (México: Siglo XXI, 1979). Sidney Mintz ha hecho una evaluación
de las tesis de Wallerstein, especialmente pertinente a las sociedades
campesinas, en: «The So-Called World System: Local Initiative and Local
Response», DA, 2 (1977): 253-70.
154 Pedro L. San Miguel

medida que el sector mercantil extendió su radio de acción en


la ruralía. En fin, el capital comercial actuó como un elemento
catalizador de los cambios económicos y sociales sufridos por
el campesinado cibaeño.

El comercio de exportación y la élite cibaeña

La ciudad de Santiago, localizada en el mismo corazón de la


región tabacalera, fue, desde el siglo xix, el centro de operacio-
nes de las casas comerciales del Cibao. Ya desde entonces, mu-
chos de los comerciantes de Santiago dedicados al tráfico de
los frutos del país actuaban como agentes de las casas extran-
jeras establecidas en Puerto Plata, principal puerto de expor-
tación de la región norte de la República Dominicana. Entre
otros contemporáneos, Samuel Hazard refiere que el tabaco
cultivado en las cercanías de Santiago era almacenado en esta
ciudad, donde era empacado. Desde aquí era transportado, a
lomo de mula, hasta Puerto Plata, donde se embarcaba para
Europa. De esta manera, las hojas de tabaco que se cultivaban
en los campos cibaeños seguían su rumbo, a través de una lar-
ga cadena de intermediarios, hasta los mercados europeos. El
grueso del tabaco dominicano se exportaba a Hamburgo, que
llegó a importar más del 90% de las hojas dominicanas. El con-
trol de los comerciantes alemanes sobre el tabaco dominicano
era tan estrecho que Hazard lo conceptuó como un verdadero
monopolio.10
Durante el siglo xix, una parte significativa del mercadeo y
del financiamiento de los productos dominicanos estuvo en

Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra
10

ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 180 y 324-25; y


Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo
en la República Dominicana (1844-1930). Vol. 1: El proceso de transformación
de la economía dominicana (1844-1875), 2da ed. (Santo Domingo: Gramil,
1980), 53.
Los campesinos del Cibao 155

manos de comerciantes asentados en las islas caribeñas de


Saint Thomas y Curazao; la primera de estas islas tuvo una
importancia capital en el comercio del tabaco. Sin embargo,
como los comerciantes de ambas islas actuaban por lo general
en representación de comerciantes europeos, el tabaco que
llegaba a ellas también era embarcado hacia los puertos del
Viejo Mundo. Al surgir otros productos de exportación, con
el desarrollo de redes financieras alternas y con la apertura
de nuevas rutas de comercio internacional, las relaciones eco-
nómicas de la República Dominicana con Saint Thomas y Cu-
razao empezaron a languidecer durante el último cuarto del
siglo xix.11
A pesar de ello, a comienzos del siglo xx algunos comer-
ciantes de Santiago mantenían aún intereses económicos en
Saint Thomas. Por ejemplo, Tomás Pastoriza heredó de An-
drés Pastoriza algunas propiedades en dicha isla; Andrés, a su
vez, había sido heredero de Salvador Pastoriza, cabeza de una
de las principales casas comerciales de Santiago. Aunque la
fuente que he utilizado no ofrece detalles sobre los intereses
económicos de los Pastoriza en Saint Thomas, esta cadena de
herencias sugiere que estos bienes tuvieron alguna importan-
cia en los negocios de la familia. De hecho, en 1907, luego
de la muerte de Tomás, su viuda y herederos nombraron a
Gerolamo Leviti, cónsul de la República Dominicana en Saint
Thomas, como su apoderado para administrar los bienes que
habían heredado. En otro caso, Sollner & Comp., nombró a
A.H. Lockhart, de Saint Thomas, como su representante en
la quiebra de la firma Paiewonsky & Comp., la que debía a
Sollner la cantidad de 275 pesos.12

11
Jaime Domínguez, Notas económicas y políticas dominicanas sobre el período
julio 1865-julio 1886, 2 vols. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de
Santo Domingo, 1983), 1: 158-62 y 175-76; y H. Hoetink, The Dominican
People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns Hop-
kins University Press, 1982), 87-93.
12
ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, fs. 94-4v; y 1911, t. 2, fs. 213-13v.
156 Pedro L. San Miguel

Los negocios con la República Dominicana permitieron que


empresarios de Saint Thomas lograran acumular capitales de
cierta magnitud. En octubre de 1909, pongamos por caso, Fé-
lix Mayer –natural de Saint Thomas, propietario y vecino de
Guayubín– compareció ante el notario de Santiago Joaquín
Dalmau a inscribir un inventario de los bienes de su tío Emi-
lio Zeferino Mayer, quien había fallecido en junio de ese año.
Con toda probabilidad, el difunto era un negociante de Saint
Thomas que, como otros, había adquirido propiedades en la
República Dominicana. Entre sus bienes se encontraba una
tienda en Guayubín «con existencias por valor de cuatro mil
quinientos pesos oro», además de varias casas, localizadas en
Guayubín, Monte Cristi y Dajabón. Emilio Mayer tenía depo-
sitadas varias cantidades de dinero en al menos tres institucio-
nes: 30,000 pesos en Lempek y Comp., 5,000 pesos en C.H.
Loinaz y Comp., y 18,000 pesos en un banco de Nueva York.
Al momento de su muerte, Mayer poseía en caja 8,000 dólares
en efectivo, más 2,500 pesos oro en alhajas. En conjunto, sus
bienes ascendían a más de 74,000 pesos oro.13
Gracias al mercadeo y al financiamiento de la producción
agrícola se desarrolló una poderosa élite comercial en el Ci-
bao, especialmente en Santiago y Puerto Plata. Las relaciones
comerciales entre la ciudad de Santiago, principal centro de
acopio de la producción cibaeña, y Puerto Plata, puerto de
exportación, cimentaron los vínculos entre los sectores mer-
cantes de ambas ciudades. Por ejemplo, Augusto Espaillat
Sucesores, una de las más importantes firmas comerciales de
Santiago, estaba asociada a A.S. Grullón y Comp., de Puerto
Plata. La casa Espaillat fue fundada en el siglo xix, en la déca-
da de los setenta, y se dedicaba al comercio de importación y
exportación; contaba con dos sucursales para comprar frutos
del país: tabaco, café, cacao, cera y miel de abeja, entre otros.
Para el año de 1900, se calculó que Espaillat Sucesores exportó

ANJR, PN: JD, 1909, t. 2, fs. 253-53v.


13
Los campesinos del Cibao 157

más de 20,000 quintales de tabaco, 6,050 quintales de cacao y


18,000 quintales de café. Aparte de eso, la firma contaba con
un almacén de venta al detal donde la mercancía fina alterna-
ba con efectos bastos, como artículos de ferretería, chucherías
y novedades en general. La firma comercial de Toribio Morel
también estaba asociada a Grullón y Comp. Esta última casa,
agente de una línea marítima cubana, manejaba un volumen
de importaciones y exportaciones de cerca de 1,000,000 de
pesos.14
Ya que la principal actividad económica de las casas comer-
ciales de Puerto Plata residía en la exportación de los frutos
del país, la expansión de su influencia al Cibao Central era in-
dispensable para garantizar su acceso a dichos productos. Por
este motivo, algunas firmas radicadas en dicho puerto –sobre
todo las extranjeras– establecieron lazos con firmas localiza-
das en Santiago, las que les suministraban los productos de
exportación. Por ejemplo, entre enero y septiembre de 1900,
C. Sully Bonelly Comp. compró y remitió a Puerto Plata, a co-
misión, 6,000 serones de tabaco, 1,500 sacos de café con 2,400
quintales del grano y 400 sacos de cacao, equivalentes a 560
quintales.15 Sin embargo, las firmas comerciales de Puerto Pla-
ta no dependieron exclusivamente de estos arreglos con los
comerciantes de Santiago para obtener sus productos de ex-
portación. Al contrario, las casas puertoplateñas establecieron
sucursales comerciales en Santiago y en otros centros urbanos
cibaeños, desarrollando sus propias redes de abastecimiento.
Así, J.M. Batlle y Comp., una de las principales firmas comer-

14
Tulio M. Cestero, «Viaje por el Cibao en 1900», Eme-Eme, I, 4 (1973):
120-31. Se puede encontrar más información sobre los comerciantes de
Puerto Plata en: Neici M. Zeller, «Puerto Plata en el siglo xix», Eme-Eme,
V, 28 (1977): 27-51; Enrique Deschamps, La República Dominicana: Direc-
torio y guía general (Santiago: s.e., 1907); y El libro azul de Santo Domingo/
Dominican Blue Book [1920], ed. facsímil (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1976).
15
Cestero, «Viaje por el Cibao», 123.
158 Pedro L. San Miguel

ciales de Puerto Plata, fundada en 1879, tenía un almacén en


Santiago en la última década del siglo pasado. Batlle y Comp.
se convirtió en uno de los más importantes «especuladores»
–que era como se denominaba a los comerciantes que trafi-
caban con los productos locales– de Santiago.16 CH. Loinaz y
Comp., otra de las empresas más importantes de Puerto Plata,
contaba en 1900 con sucursales en Santiago, La Vega, Monte
Cristi y Guayacanes. Divanna, Grisolia y Comp. –que según el
Libro azul eran «poderosos comerciantes y fuertes industria-
les», establecidos en Puerto Plata desde el año 1875– también
tenían una casa de importación y exportación en Santiago.17
Una de las características de los grupos mercantiles de San-
tiago y Puerto Plata era la variedad de sus negocios. No solo se
dedicaban al comercio de importación y exportación, sino que
también actuaban como intermediarios de firmas comerciales,
bancarias o de transporte del extranjero. Este fue un rasgo tí-
pico de los sectores mercantiles en el Caribe hasta épocas muy
recientes. La ausencia de bancos y de firmas de transporte lo-
cales propiciaba que los comerciantes de la región se convirtie-
sen en agentes de empresas extranjeras y que actuasen como
financistas.18 Por ejemplo, Loinaz y Comp. era representante
de la Clyde Steamship Company y de la Santo Domingo Line;
J.M. Batlle y Comp. actuaba como agente de la Compagnie

16
El libro azul, 129; y BM, 5: 106 (30 enero 1891), 1.
17
El libro azul, 124 y 127; y Cestero, «Viaje por el Cibao», 122 y 130. Datos
adicionales en: Baud, Peasants and Tobacco, 131-33 y 136-39.
18
Bergad, Cuban Rural Society, 167-82; Astrid Cubano, «Economía y socie-
dad en Arecibo en el siglo xix: Los grandes productores y la inmigración
de comerciantes», en Francisco A. Scarano (ed.), Inmigración y clases so-
ciales en el Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981), 67-124; y
Annie Santiago de Curet, Crédito, moneda y bancos en Puerto Rico durante el
siglo xix (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989).
Según Baud, la importancia de los comerciantes europeos en los países
de América Latina se debía a la escasez de capital, lo que daba por resul-
tado altas tasas de interés del crédito (Peasants and Tobacco, 130).
Los campesinos del Cibao 159

Generale Transatlantique y de la Hamburg-Amerika Linie.19


En 1918, V.F. Thomen –un comerciante de Santiago dedicado
a la exportación de frutos del país– pasó una factura de RD$214
a Alberto Campagna en representación de la Muller Schall
Comp., de Nueva York.20 En otro caso, José Ferrando, comer-
ciante de La Vega, reconoció una deuda de RD$21,714 con
Vázquez, Correas y Comp., de Nueva York, representada en
Santiago por José Rafael Malagón. Ferrando se comprometió
a saldar su deuda en pagos mensuales de 1,000 dólares; como
garantía, hipotecó su almacén.21
Algunos de los comerciantes más acaudalados de Puerto Pla-
ta llegaron incluso a invertir en empresas manufactureras y agrí-
colas de envergadura. No es de extrañar que los empresarios
de Puerto Plata realizaran fuertes inversiones en plantaciones
de caña; tal fue el caso de los Grisolia y los Ginebra, dueños
del Ingenio Mercedes, fundado en 1919. Al año de su estable-
cimiento, el ingenio contaba con 500 peones y tenía una de las
maquinarias más modernas del país. Rodolfo y Augusto Bentz,
considerados los comerciantes más prósperos de Puerto Plata
a principios del siglo xx, eran dueños de dos grandes centra-
les, al igual que de extensos pastizales. En 1920 se calculó que
la firma Bentz Hermanos contaba con un capital de cerca de
$1,000,000. Divanna, Grisolia & Comp., compañía especializada
en la exportación de tabaco y azúcar, era accionista del Ingenio
San Carlos. Además, era propietaria de una fábrica de velas y de
un ingenio algodonero. Por su parte, Brugal & Comp., una de
las más importantes firmas comerciales de la República, poseía
cerca de 40,000 tareas de tierra cultivadas en caña de azúcar,
cacao y café. La caña de azúcar y el cacao eran usados como
materia prima en la fabricación de ron, azúcar y chocolate.22

19
BM, 25: 724 (19 octubre 1912), 3-4.
20
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, fs. 133-33v.
21
ANJR, PN: JMV, 1921, t. 1, fs. 48-8v.
22
El libro azul, 120, 124 y 127.
160 Pedro L. San Miguel

Al igual que los mercaderes de Puerto Plata, los de San-


tiago incursionaron en otros ramos de la economía, además
del comercio. Sin embargo, la evidencia disponible tiende a
demostrar lo limitada que resultó la participación directa del
sector mercantil santiaguero en la manufactura. La imprecisa
clasificación del censo urbano de 1916 no ofrece un cuadro
claro sobre las manufacturas de Santiago en dicho año. Por
ejemplo, el censo consigna la existencia de 99 establecimien-
tos «industriales», entre los que sobresalen las tabaquerías (28
del total). También se menciona la presencia de 143 «talleres»,
fundamentalmente establecimientos artesanales. Entre los ta-
lleres había 35 zapaterías, 17 talabarterías, 16 carpinterías y
15 sastrerías. Más adelante hay una lista de «fábricas», en la
que aparentemente se incluyen las manufacturas más moder-
nas y de mayor envergadura de Santiago (tabla 4.1). De los
75 establecimientos clasificados como tales, 34 se dedicaban
al confeccionado de zapatos manualmente; solamente 7 de
las llamadas fábricas contaban con algún tipo de máquina de
vapor.23
La producción de alcohol fue uno de los sectores industria-
les en los que incursionaron algunos comerciantes. A princi-
pios del siglo xx había unos cuantos empresarios cuya princi-
pal actividad económica era la fabricación de ron. En 1920,
Manuel de Jesús Tavárez Sucesores –casa comercial fundada
en 1863 y que operaba tanto en el país como en el extranje-
ro– contaba con una tradición en la fabricación de ron que se
remontaba al siglo xix.24 J.A. Bermúdez también llegaría a des-
tacarse como fabricante de alcohol; en 1897 fundó la fábrica

23
Tanto en la lista de «industrias» como en la de «talleres» se incluyen
algunos establecimientos que no eran manufacturas. Por ejemplo, entre
los establecimientos industriales hay 14 barberías, mientras que entre los
talleres aparecen 6 lavanderías. AHS, Censo de población y datos históricos y
estadísticos de la ciudad de Santiago de los Caballeros (Santiago: Tipografía La
Información, 1917), 48.
24
El libro azul, 141; y BM, 5: 106 (30 enero 1891), 1.
Los campesinos del Cibao 161

de licores La Sin Rival, que contaba con maquinaria moderna


y fincas de caña que suplían la materia prima para la industria.

TABLA 4.1
FÁBRICAS EN SANTIAGO, 1916

Calzado* 34
Chocolate* 11
Ladrillos 8
Licores 7
Baúles 4
Gaseosas 3
Hielo** 2
Sombreros** 1
Cigarrillos** 1
Chocolate** 1
Calzado** 1
Fideos** 1
Camisas 1
Total 75
* Se añade «a mano».
** Se añade «al vapor».
Fuente: Censo de población y datos históricos y estadísticos de la Ciudad de Santiago
de los Caballeros (Santiago: Tipografía La Informaci6n, 1917), 52.

La incursión de la familia Bermúdez en la fabricación de


ron data del siglo xix. En 1867, Erasmo Bermúdez, comercian-
te establecido en Santiago desde principios de esa década, se
encontraba entre los empresarios de la ciudad que producían
aguardiente.25 Ya que Santiago se encuentra en el corazón de
la región tabacalera, era casi natural que, con el tiempo, los co-
merciantes se dedicaran también a la manufactura de cigarros
y, finalmente, de cigarrillos. Siguiendo a Antonio Lluberes y a
Enrique Deschamps, Michiel Baud constata la existencia, en la
primera década del siglo xx, de 87 tabaquerías y 25 cigarrerías
en el país; de estas, 26 y 6, respectivamente, estaban ubicadas

El libro azul, 138; y José Chez Checo, El ron en la historia dominicana. Tomo I:
25

Desde los antecedentes hasta finales del siglo xix (Santo Domingo: Ediciones
de Centenario de Brugal & Co., 1988), 182-83.
162 Pedro L. San Miguel

en Santiago. La proporción de talleres y manufacturas de ta-


baco en el Cibao debió de ser mayor de lo que sugieren estas
cifras ya que, como aclara Lluberes, Deschamps no consigna
en su Directorio los establecimientos de «pueblos fuertemente
relacionados al mundo tabaquero como La Vega, Moca [y]
Tamboril».26 En 1937, había en la ciudad de Santiago doce fá-
bricas de cigarros, con un promedio de 21 operarios. De estos
establecimientos sobresalían la Compañía Anónima Tabacalera
(con un promedio de 60 obreros) y la fábrica de Eduardo
León Jiménez, que contaba con 75 trabajadores. Los estableci-
mientos restantes eran mucho más pequeños, a juzgar por el
número de operarios que empleaban (tabla 4.2).
A pesar de estos experimentos industriales, el financiamien-
to y el mercadeo de los productos agrícolas continuó definien-
do el papel de la élite de Santiago en la economía regional.
Ya desde los sesenta del siglo xix se decía que Santiago era
«una ciudad de comerciantes que gobiernan a los comercian-
tes inferiores del interior y que a su vez son gobernados por
los comerciantes extranjeros de Puerto Plata y San Tomás».27
A principios del siglo xx, Saint Thomas ya había perdido gran
parte de la importancia que había tenido para la economía del
Cibao; Santiago y Puerto Plata continuaron siendo puntos de
enlace decisivos entre los campesinos cibaeños y el mercado
internacional. Las redes comerciales que convergían en estos
centros urbanos, creadas en torno al acopio de los productos
agrícolas del Cibao, constituyeron uno de los agentes princi-
pales en la formación histórica del campesinado de la región.

26
Baud, Peasants and Tobacco, 20 y 25-6; Antonio Lluberes, «El tabaco
dominicano: De la manufactura al monopolio industrial», Eme-Eme,
VI, 35 (1978): 5-8. El Directorio de Deschamps es básicamente una guía
empresarial.
27
Emilio Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión de Investigación de los
Estados Unidos de América en Santo Domingo (Ciudad Trujillo: Academia
Dominicana de la Historia, 1960), 283.
Los campesinos del Cibao 163

TABLA 4.2
FÁBRICAS DE CIGARROS EN SANTIAGO, 1937

Propietario Trabajadores
Eduardo León Jimenes 75
Compañía Anónima Tabacalera 60*
Modesto Aróstegui 20
Julio V. Arzeno 20
Emilio Jorge 18
Santiago de la Cruz 13
Echavarria & Acosta 10
H. Suitzer 10
Samuel Morillo 10
Juan Caimares 10
Domingo Antonio Caimares 10
Ramón Varona 3
Total 259
* Promedio anual; el número de operarios podía ser tan bajo como 20 y tan alto
como 100.
Fuente: AGN, GS, 1937, Exp. 10 [13], 4 de febrero 1937.

Del Cibao al mercado mundial:


las redes comerciales cibaeñas

Las redes que vinculaban la producción campesina y las fir-


mas comerciales comenzaron a desarrollarse en el siglo xix.28
Varios contemporáneos hacen referencia a la cadena econó-
mica que unía a los campesinos con los comerciantes. Pedro
F. Bonó, agudo observador de la vida rural del Cibao duran-
te el siglo xix, describió gráficamente cómo el campesino,
bajo la presión de «responsabilidades morales y económi-
cas inflexibles», recurría al tendero de la localidad en bus-
ca de crédito; este le fiaba artículos y le ofrecía «avances»

Sobre el particular: Baud, Peasants and Tobacco, 11-31; Boin y Serulle Ra-
28

mia, El proceso de desarrollo, 1: 48-60; y Nelson Carreño, Historia económica


dominicana: Agricultura y crecimiento económico (siglos xix y xx) (s.l.: Universi-
dad Tecnológica de Santiago, 1989), 180-94.
164 Pedro L. San Miguel

en efectivo. Como garantía del dinero o de las provisiones


adelantadas por el pulpero rural, el campesino ofrecía (o
quizás el negociante exigía) el producto de su cosecha, es-
pecialmente el tabaco. El tendero, que por lo general ca-
recía del dinero suficiente para financiar a un gran núme-
ro de productores, lo tomaba prestado a los comerciantes
citadinos. El comerciante de la ciudad imponía un interés
al dinero adelantado al pulpero rural, quien hacía lo pro-
pio con las mercancías o el efectivo que daba al campesino
como avance.29 El tabaco adquirido por los pequeños nego-
ciantes locales era usado para liquidar sus deudas y para ser
vendido a los comerciantes de las ciudades. A través de este
mecanismo, los exportadores lograban acumular el tabaco
necesario para realizar sus envíos a Europa.30 Esta red se ex-
tendía a las comunes más importantes del Cibao, como San-
tiago, La Vega y Moca. Según Bonó, los pequeños agricul-
tores del Cibao preferían al tabaco como cultivo comercial
debido a su ciclo corto de producción; a los cuatro meses de
haber iniciado la siembra, el campesino podía contar con su
cosecha y, en consecuencia, con un producto capaz de ser

29
Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:
Academia Dominicana de la Historia, 1964), 194. Cfr. Baud, Peasants and
Tobacco, 75-8.
30
Mi presentación del sistema de financiamiento y mercadeo de los pro-
ductos campesinos parte del supuesto, como ha señalado Fernando I.
Ferrán, de su enorme similitud con los sistemas actuales. Ferrán ha reali-
zado un excelente estudio del complejo económico-social del tabaco do-
minicano, desde una perspectiva antropológica, en: Tabaco y sociedad: La
organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano (Santo Domingo:
Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación
y Acción Social, 1976). Ver además: Boin y Serulle Ramia, El proceso de
desarrollo, 1: 53-5; Carreño, Historia económica, 180-86; y Baud, Peasants
and Tobacco. Para una comparación con las redes comerciales del sector
cafetalero: Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Dominican
Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), 27-39 y 63-75.
El sistema dominicano guarda un enorme parecido con el sistema de
acopio y financiamiento en el vecino país de Haití. Al respecto: Christian
A. Girault, El comercio del café en Haití (Santo Domingo: Taller, 1985).
Los campesinos del Cibao 165

intercambiado en el mercado. Al parecer, pocos campesinos


se convirtieron entonces en productores especializados de
tabaco. No obstante su gran importancia en la economía
regional y de ser el principal cultivo comercial de la pro-
vincia de Santiago a finales del siglo xix y principios del xx,
para muchos campesinos el tabaco no era sino una cosecha
subsidiaria. La producción de la hoja era, a lo sumo, un
medio, entre otros, para obtener dinero y mercancías de los
tenderos locales.31
Igualmente, había pocos negociantes especializados exclusi-
vamente en el comercio del tabaco. Aun las principales casas
exportadoras de Santiago traficaban en varios productos, como
tabaco, café y cacao.32 Los «especuladores» –comerciantes que
exportaban frutos del país o que contaban con vínculos direc-
tos con las firmas dedicadas a la exportación, supliéndole los
productos–33 solían inmiscuirse en otras actividades mercanti-
les, además de la venta de productos en el exterior. En la lista
de patentes municipales de Santiago correspondiente al año
1891, aparecen varios comerciantes clasificados como «alma-
cenistas» y «especuladores». José Batlle y Comp., por ejemplo,
pagó 30 pesos por una patente de almacenista y 125 pesos por
una licencia para ejercer la especulación. Ginebra Hermanos,

31
Baud, Peasants and Tobacco, passim.
32
Cestero, «Viaje por el Cibao», 120-24. Según Baud, la especialización de
los comerciantes aumentó en el siglo xx, a partir de la década de los
veinte. Peasants and Tobacco, 136-39.
33
De acuerdo con la Ley de patentes, los especuladores «compran por su
cuenta o la de otros al por mayor, o los exportan por su cuenta o de otros,
frutos, maderas o cualesquiera otros objetos que no sean de su cosecha».
Aunque esta ley experimentó algunos cambios menores a principios del
siglo xx, el concepto básico de especulador no cambió. Se hicieron dis-
tinciones, por ejemplo, entre especuladores de primera y segunda clase
(que eran los que compraban y exportaban productos por su cuenta)
y los especuladores de tercera y cuarta clase (los que compraban pro-
ductos pero no exportaban; estos podían, a su vez, vender a los exporta-
dores). El texto de la Ley de patentes aparece en: BM, 13: 340 (7 octubre
1900), 3.
166 Pedro L. San Miguel

otra de las principales firmas dedicadas a la «especulación de


frutos», también eran almacenistas.34
Generalmente, las principales casas comerciales se ubicaban
en los centros urbanos, especialmente en Santiago. En enero
de 1891, de los 12 especuladores patentados en la común de
Santiago, apenas dos estaban ubicados en áreas rurales: Esta-
nislao Díaz en Gurabo y Luciano Hernández en Tamboril; el
resto se encontraba en la ciudad. Por otro lado, los «corre-
dores de frutos» operaban básicamente desde el campo. En
el mismo mes de enero, aparecen registrados en Santiago 16
corredores de frutos, de los cuales apenas tres operaban desde
la ciudad. Significativamente, dos de los tres participaban en
otras actividades comerciales: Cos Benedicto y Toribio Morel
eran merceros; el tercero, Agustín Malagón, posiblemente era
pariente y socio de Leopoldo Malagón, también dedicado a la
venta de ropas y telas. Entre otras áreas rurales, había corredo-
res en Licey, Tamboril, Jacagua, Palmar y Quinigua; todas estas
secciones se han destacado tradicionalmente por ser produc-
toras de tabaco.35 El «corredor», como lo ha definido Ferrán,
era un comerciante de escala inferior que operaba con el apoyo
financiero de alguna casa exportadora.36 Estos corredores de
frutos realizaban la labor de acopio de los productos agrícolas,
en este caso tabaco; a su vez, entregaban las cosechas a los
especuladores, los comerciantes de la ciudad que financiaban
la producción de los cultivos comerciales.37

34
BM, 5: 106 (30 enero 1891).
35
BM, 5: 106 (30 enero 1891). Ya que la compra y la venta de frutos de
exportación eran actividades estacionales vinculadas al ciclo productivo,
con toda probabilidad los negociantes patentados en este mes no eran
los únicos que, a lo largo del año, se dedicaban a ellas.
36
Ferrán, Tabaco y sociedad, 113; y Baud, Peasants and Tobacco, 82 y 85-94.
Según la Ley de patentes, los corredores de frutos eran negociantes «de
productos que sin tenerlos en depósito ajustan la compra-venta de frutos
y maderas del País que no son ni serán de su propiedad». BM, 13: 340 (7
octubre 1900), 3.
37
Ver lista de almacenes de tabaco en Santiago, Moca y La Vega: AGN, GS,
1934, Leg. 9, 31 mayo 1934.
Los campesinos del Cibao 167

La dispersión de la producción del tabaco, al igual que las de


café y cacao, resultado de ser ante todo cultivos de numerosos
pequeños y medianos cosecheros, dificultaba enormemente
el establecimiento de redes de comercialización por las casas
exportadoras. Así, a pesar de contar con financiamiento ex-
terno y de dominar el comercio nacional, para abastecerse de
los productos del país, los exportadores tuvieron que recurrir
a los intermediarios locales, quienes tenían una relación más
directa con los productores. El punto de contacto inmediato
con los campesinos solían ser los pulperos. Estos pequeños co-
merciantes ocupaban una posición en las comunidades rura-
les que facilitaba su desempeño como intermediarios entre el
campesinado y el comercio de exportación.
A diferencia de los sectores más altos del grupo mercantil,
que solían operar desde las ciudades, los pulperos estaban
diseminados mayormente en los campos. En 1891 se emitie-
ron en Santiago 135 patentes de pulperías; de estos peque-
ños negocios, al menos 57 se encontraban en áreas rurales.
Algunas secciones rurales contaban con más de una pulpería:
Tamboril tenía 7, Jacagua contaba con 4 y en Marilópez ha-
bía 3 pulperías. Debemos suponer, dada la naturaleza de la
sociedad cibaeña, que, aun entre las pulperías ubicadas en los
poblados, la mayoría de sus clientes eran campesinos. Estos
negocios eran modestos centros de expendio, en los que se
detallaban sobre todo artículos alimenticios y bebidas. La mo-
destia de las pulperías rurales se refleja en el pago de patentes
en el año 1891: todas ellas pagaron 5 pesos por su respectivo
permiso. Entre las pulperías localizadas en la ciudad, hubo
varias que pagaron 10, 12 y hasta 15 pesos por su patente.38
Con sorna –aunque con poca exageración–, el escritor costum-
brista R. Emilio Jiménez consideraba que las pulperías rurales
eran, en su mayoría, apenas una casa con unos tramos «con
botellas vacías o llenas de agua muchas veces, haciendo juego

BM, 5: 106 (30 enero 1891).


38
168 Pedro L. San Miguel

GRÁFICA 4.1
DIAGRAMA DE LA COMERCIALIZACIÓN DE LOS
PRODUCTOS DE EXPORTACIÓN DEL CIBAO

Fuentes: Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el economercado


del tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales
y Centro de Investigación y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant
Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1977), 30.
Los campesinos del Cibao 169

con otras de aguardiente y ron barato». Los tenderos –añade


Jiménez– hacen un mostrador, «una vidriera rústica, [que] lle-
nan de dulce, cuelgan baratijas en los tramos, y ya tienen una
pulpería».39
Durante el siglo xx, los pulperos continuaron jugando un
papel de importancia en el financiamiento y la comercializa-
ción de los productos campesinos, aunque, con el correr del
tiempo, tuvo lugar una creciente especialización entre los pe-
queños negociantes de frutos del país. Además de tener acce-
so al efectivo suministrado por las grandes casas comercia-
les –recurso fundamental en la economía cibaeña– y de estar
geográficamente situados en puntos clave, las otras actividades
económicas ejercidas por los pequeños negociantes reforzaban
su posición en las comunidades rurales.40 Como tenderos, los
pulperos se mantenían activos durante todo el año, vendiendo
mercancía en general a la población de las áreas rurales, pres-
tando dinero (generalmente a interés) y mercadeando la pro-
ducción agrícola de subsistencia de los campesinos. Muchas
de sus funciones económicas estaban enmarcadas dentro de lo
que podríamos llamar la cultura campesina de la subsistencia.
Esta cultura parte del supuesto de que los miembros más afor-
tunados de la comunidad deben cooperar a resolver los pro-
blemas de sus vecinos y allegados. Así, el compromiso de ven-
der su cosecha a determinado negociante estaba determinado
no solo por consideraciones económicas sino, también, por
razones de amistad, parentesco, confianza, agradecimiento

39
R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas
[1927] (Santo Domingo: s.e., 1975), 297. Se puede encontrar un inven-
tario de una pequeña tienda rural localizada en Gurabito en: ANJR, PN:
JMV, 1924, fs. 150-51v. Del total de bienes del propietario de esta tienda,
ascendentes a 566 pesos, la mayor parte estaba comprendida por tres
modestas casas con sus solares y una carnicería. Las existencias de la
pulpería apenas sumaban 61 pesos; una buena parte eran, en efecto,
bebidas alcohólicas.
40
En todo esto sigo de cerca a Ferrán, Tabaco y sociedad. Cfr. Baud Peasants
and Tobacco, esp. 73-94.
170 Pedro L. San Miguel

y hasta solidaridad comunal. Los «fiados» de comida, los prés-


tamos de urgencia en caso de enfermedad y las prórrogas de
los pagos atrasados creaban vínculos más poderosos que las
meras transacciones comerciales.41
Aunque la documentación consultada es parca al respecto,
los estudios antropológicos disponibles dan cuenta de las com-
plejas relaciones entre campesinos e intermediarios. Según el
estudio de Fernando Ferrán sobre la economía tabacalera do-
minicana, en el ámbito de las áreas rurales, los intermediarios
proceden del campesinado. Estos podían ser bodegueros, pe-
queños y medianos productores, o miembros destacados de la
comunidad (como los alcaldes pedáneos); en muchas ocasio-
nes, combinaban estas funciones. El elemento clave estribaba
en sus relaciones personales con los miembros de la comuni-
dad, que los colocaba en una posición apropiada para mediar
entre las casas comerciales y los productores campesinos; en
fin, sus relaciones sociales sustentaban su papel económico
como mediadores. El campesino cibaeño, aunque inmerso en
una economía mercantil, desconfía de lo citadino y, en alguna
medida, de la «naturaleza impersonal del comercio». En tal
sentido, prefiere tratar con un conocido, en este caso el inter-
mediario, con quien comparte una cultura rural y, en muchos
casos, con quien se siente vinculado por lazos de parentesco,
gratitud, respeto y vecindad.42

41
Baud, Peasants and Tobacco, 114-20. Esta «cultura de la subsistencia»
forma parte de lo que varios autores han denominado «economía
moral». Al respecto: E.P. Thompson, Tradición, revuelta y consciencia de
clase: Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Crí-
tica, 1979), 62-134; y James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant:
Rebellion and Subsistence in Southeast Asia (New Haven: Yale University
Press, 1976).
42
Ferrán, Tabaco y sociedad, 113-16. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 114-16.
Gerrit Huizer, en El potencial revolucionario del campesino en América Latina,
5ta ed. (México: Siglo XXI, 1980), vincula lo que denomina «desconfi-
anza campesina» con la «cultura de represión» de los latifundios. El caso
del Cibao sugiere otra vertiente de esa actitud: la «desconfianza» hacia
Los campesinos del Cibao 171

El estudio de Sharpe sobre los intermediarios de café en


una comunidad de la sierra cibaeña –llamada ficticiamente
«Jaida Arriba»– demuestra lo crucial de dichos lazos perso-
nales en el establecimiento de las redes de suministro del
grano.43 En la década de los veinte del siglo pasado se esta-
bleció en «Jaida Arriba» una pulpería, donde se vendía lo
usual en este tipo de negocio. Su dueño, «Arturo», contó con
el apoyo de amigos y parientes en el pueblo; gracias a ellos
obtuvo crédito para ampliar sus operaciones. A cambio de
los artículos adquiridos en la pulpería, los campesinos de la
región le suplían con sus cosechas de plátanos, batatas, maíz,
yuca y tabaco. La posición de «Arturo» en la comunidad se
fortaleció gracias a su capacidad para ayudar a los campesi-
nos a solventar sus problemas de la vida diaria. Sus lazos fami-
liares contribuyeron a ganarle respeto y preeminencia en la
comunidad; a través del matrimonio, emparentó con varios
de los principales cosecheros de café. Su posición en «Jaida
Arriba» hizo que muchos campesinos lo hiciesen su compa-
dre. Para la década de los treinta, cuando el café se extendió
en la Sierra como cultivo comercial, «Arturo» se convirtió en
el principal mercader del grano en «Jaida Arriba». En la dé-
cada siguiente, obtuvo apoyo financiero de un exportador de
Puerto Plata, lo que le permitió ampliar su radio de acción a
través de intermediarios menores.
Con el tiempo, «Arturo» tuvo que enfrentar la competen-
cia de otros compradores de café. «Pedro», hijo de uno de los
mayores cosecheros de café de «Jaida Arriba», logró controlar
una buena parte de las cosechas de muchos de los campesinos
que se habían asentado recientemente en la sección, quienes
no tenían fuertes vínculos con «Arturo». «Pedro» mejoró su

el mercado, representado sobre todo por el comerciante citadino. Cfr.


Baud, Peasants and Tobacco, 91 y 119-20.
43
Lo siguiente está basado en Sharpe, Peasant Politics, 69-75. Siguiendo la
tradición de los estudios antropológicos, todos los nombres usados por
el autor son ficticios; por tal razón, los uso entrecomillados.
172 Pedro L. San Miguel

posición en la compra de café al establecer una planta para


procesar los granos; «Arturo» hizo lo propio. Sin embargo,
«Pedro» hizo una serie de malas decisiones, que provocaron
su salida del negocio y su emigración a Nueva York. Hubo
otros negociantes que se establecieron en «Jaida Arriba» con
el fin de adquirir café de los campesinos. El éxito de estos
dependió no solo de sus conexiones comerciales y sociales
sino, también, del tipo de relación que establecieron con los
campesinos. «Manuel», por ejemplo, intentó ocupar el espa-
cio dejado por la salida de «Pedro» del negocio. No obstante,
su filosofía comercial era muy distinta a la de «Arturo» y «Pe-
dro». Mientras que estos eran percibidos como «projimistas»
–es decir, sensibles a las necesidades de sus vecinos y clientes,
dispuestos, incluso, a transigir en caso de una deuda atrasa-
da–, «Manuel» era más calculador en sus negocios. Concedía
crédito a partir de criterios más exclusivamente económicos,
sin prestar tanta atención a las consideraciones de vecindad
y solidaridad. En fin, «Manuel» no actuaba a tono con los
principios de la «economía moral» predominante entre el
campesinado.
Ferrán, Sharpe y Baud, siguiendo modelos aceptados en el
campo de la antropología, consideran que los pequeños nego-
ciantes son mucho más que meros intermediarios comerciales.
En efecto, el intermediario es también un transmisor cultural
(cultural broker). Por su función económica, el intermediario
sirve de enlace entre dos mundos: el rural y el urbano. En
ocasiones, los comerciantes eran el instrumento de enlace
con la burocracia urbana. No pocas veces eran ellos quienes
inscribían a los niños nacidos en el campo. El día 13 de mayo
de 1917, José Díaz, comerciante de Gurabo, inscribió en el
Registro Civil de Santiago a Napoleón Cruz, hijo ilegítimo de
Ana Cruz, también de Gurabo. En agosto siguiente, Enrique A.
Llenas, comerciante de la misma sección, compareció a inscri-
bir a la hija de Emilia Hernández y de Bruno Díaz, ambos de
Gurabo. En enero de 1918, José Díaz volvió a inscribir a una
Los campesinos del Cibao 173

recién nacida, la hija de Isabel Díaz y Rafael Damián, vecinos


de Gurabo al Medio.44 El comerciante rendía, pues, servicios
que trascendían sus funciones económicas.
Pero en un sentido más inmediato, era a través de los inter-
mediarios como los campesinos se vinculaban a las prácticas
del crédito, el préstamo a interés y la especulación con los pre-
cios de los productos agrícolas. Igualmente, gracias a ellos los
campesinos podían satisfacer necesidades que de otra manera
hubiesen quedado insatisfechas; por medio de los comercian-
tes, también conocieron productos y desarrollaron nuevos gus-
tos y necesidades. En el ámbito de las sociedades campesinas
fuertemente vinculadas a la economía comercial, el interme-
diario también media entre las tradicionales concepciones y
mentalidades campesinas, centradas en el principio de la sub-
sistencia, y las nuevas nociones impulsadas por la economía
de mercado. Debido a su papel de mediador, el intermediario
tiene lealtades compartidas: si quiere mantener su posición,
tiene que lograr un equilibrio entre ambos mundos.45 Siguien-
do el ejemplo de «Jaida Arriba», atraerse a los cosecheros de
café hubiese requerido de «Manuel» una mayor atención a las
percepciones de los campesinos sobre sus relaciones con el
mercado y con la comunidad en general.
Aunque dentro de límites muy precisos, los comerciantes e
intermediarios requerían de la aquiescencia de los campesi-
nos para establecer sus redes de intercambio de bienes, dine-
ro y servicios. En tal medida, el sistema de comercialización
en el Cibao ha sido producto de una adaptación dual: de los
campesinos ante las exigencias de los negociantes y de estos
frente a los moldes culturales e históricos del campesinado
de la región. En más de un sentido, se puede considerar que
las redes de comercialización del Cibao surgieron en una ma-

44
RCS, Lib. 45, 13 mayo 1917, no. 360; 24 agosto 1917, no. 607; Lib. 46, 16
enero 1918, no. 70 (micropelículas en CIH, rollo 14).
45
Baud, Peasants and Tobacco, 84-94.
174 Pedro L. San Miguel

triz clientelista –típica de sociedades rurales– en la que cada


grupo, desde su respectiva posición, recibe «favores» bienes y
servicios de los otros sectores.46 El funcionamiento del siste-
ma requería de un grado de confianza mutua. La confianza
depositada por los campesinos en los intermediarios se mani-
festaba de diversas formas, amén de las relaciones económicas
en sentido estricto. Estos podían apadrinar a los hijos de los
campesinos, como ocurrió de forma particular con «Arturo»
en «Jaida Arriba». Este, a pesar de no haber ocupado ningu-
na posición oficial en la comunidad, era consultado por los
campesinos y contaba con el respeto de los alcaldes pedáneos
y de la policía local. Como ha destacado Baud, en ocasiones,
las autoridades locales y los intermediarios tendían a ser las
mismas personas; los alcaldes pedáneos, por ejemplo, se con-
vertían en intermediarios de las casas exportadoras.47 Contar
con el apoyo de la comunidad podía, entonces, convertirse en
un importante sostén de su posición económica.
Y no se piense que los campesinos estaban totalmente a la
merced de las autoridades locales o regionales. De ser necesa-
rio, los campesinos podían levantar su voz de protesta en con-
tra del nombramiento de determinadas personas, mal vistas en
la comunidad, como autoridades locales. En agosto de 1941,
por ejemplo, varios vecinos de La Javilla enviaron una carta
al gobernador de Santiago, Agustín Acevedo, protestando por
la destitución de Vicente Henríquez como alcalde rural y por
el nombramiento de Francisco Mayor [sic; posiblemente sea
Mayol] a dicho puesto. Los firmantes alegaron que Mayor se
aprovechó de su relación con el secretario de la Gobernación
para ser nombrado al cargo, a pesar «de que los vecinos de esta

46
Baud, Peasants and Tobacco, 114-16. Julio A. Cross Beras, en Sociedad y
desarrollo en República Dominicana, 1844-1899 (Santo Domingo: INTEC,
1984), ha aplicado el modelo de la relación patrón/cliente para explicar
las estructuras de poder político en la segunda mitad del siglo xix.
47
Baud, Peasants and Tobacco, 89. Para un ejemplo: BM, 29: 953 (14 julio
1917), 4.
Los campesinos del Cibao 175

sección nunca hemos querido a dicho señor como alcalde».


Como alternativa, sometieron al gobernador Acevedo una ter-
na «para que sea nombrado un nuevo Alcalde Pedáneo, que
nos permita vivir tranquilo[s]».48 Dadas las pocas simpatías
que tenía en La Javilla, Mayor, en caso de haberlo intentado,
hubiese confrontado serias dificultades en crear una red de
suministro de productos agrícolas.
Sería erróneo suponer, empero, que las relaciones entre co-
merciantes y campesinos estaban exentas de roces y que entre
ellos primaban las solidaridades, fundadas en una cultura rural
común.49 A fin de cuentas, como sugiere Ferrán, campesinos y
comerciantes ocupaban polos opuestos en un mismo complejo
económico-social, en el cual cada sector intentaba maximizar
el control de los recursos para su propio beneficio.50 Así pues,
las relaciones económicas entre comerciantes y agricultores
estaban plagadas de conflictos; las deudas no satisfechas, o las
discrepancias en torno al precio o la calidad de los productos
agrícolas eran las principales fuentes de disensión.

Intermediarios y redes comerciales:


el control de la producción campesina

En parte, debido a su poca monta, las transacciones entre


los tenderos y los campesinos se realizaban con pocas formali-
dades, y la mayoría de las veces no se llevaba un registro oficial
de las mismas, aparte de las cuentas que pudiese llevar cada
negociante. Los avances ofrecidos por los intermediarios po-
dían ser usados tanto con fines productivos como para cubrir
necesidades básicas de las familias campesinas. Sin embargo,
era común entre los comerciantes pensar que los campesinos

48
AGN, GS, 1940-41, Leg. 118, 19 agosto 1941.
49
Baud, Peasants and Tobacco, 114-16.
50
Ferrán, Tabaco y sociedad, 157-73.
176 Pedro L. San Miguel

no hacían un uso adecuado de los avances, privilegiando el


consumo ante los requerimientos estrictamente productivos.51
Y, en efecto, en caso de urgencia, todavía es común que el cam-
pesino «cruce» al intermediario, dejando de pagar sus deudas
o vendiendo su cosecha a otro intermediario.52 En todo caso,
las deudas sin pagar son una característica permanente del sis-
tema dominicano de mercadeo de los productos campesinos.
Cuando los cosecheros no cumplían con lo convenido, la
primera medida de los acreedores era exigir personalmente a
los deudores el cumplimiento de sus obligaciones. Si el campe-
sino se negaba a cumplir, ya fuese mediante la entrega de sus
cosechas o del pago en efectivo, el negociante recurría a las
autoridades para obligarle a satisfacer la deuda contraída. Por
ejemplo, en el mes de marzo de 1918, Ricardo Canalda, corre-
dor de frutos de Navarrete, se presentó a la alcaldía de Santia-
go para obligar a Jesús María Silverio a entregar una cantidad
de tabaco en pago de una deuda.53 En otra ocasión, Alberto
Asencio, comerciante de Santiago, demandó a Juan Evange-
lista Martínez, de El Ranchito. Asencio poseía un pagaré en el
que Martínez se comprometía a pagarle 82.89 pesos y 5 quin-
tales de tabaco, pero hasta el momento solo había cubierto
una parte de dicha obligación, a pesar de haber realizado la
cosecha de dicho año.54
Con toda probabilidad, la mayoría de las veces eran los
campesinos los que dejaban de cumplir sus compromisos
económicos con los intermediarios y comerciantes. Sin em-
bargo, en ocasiones los negociantes también incumplían sus
acuerdos con los agricultores. Así, en agosto de 1918, Abe-
lardo Tavárez reclamó a Ramón Rodríguez el pago de los
RD$66 que le debía. Según el testimonio de Tavárez, este le
entregó una cantidad de tabaco a Rodríguez, quien entonces

51
AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.
52
Ferrán, Tabaco y sociedad, 119-24.
53
AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 14 marzo 1918.
54
AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 5 diciembre 1919.
Los campesinos del Cibao 177

se desempeñaba como corredor de frutos; pero hasta el mo-


mento, Rodríguez no le había pagado el tabaco. Finalmente,
Rodríguez admitió su deuda y prometió pagarla cuanto an-
tes.55 Otras veces, el motivo de las disputas era la calidad o el
acondicionamiento de las cosechas entregadas por los cam-
pesinos. En el Cibao es proverbial la historia del campesino
que, interrogado por el comerciante, alegó que su tabaco era
de «piedra adentro»; este, creyendo que se trataba de una
sección rural, comprobó luego que había sido timado al en-
contrar que las pacas de tabaco entregadas contenían rocas
en su interior.56
Pero las diferencias entre campesinos e intermediarios no
eran la única fuente de tensión en las redes comerciales del
Cibao. Con frecuencia, los corredores obtenían préstamos de
varias firmas comerciales a la vez. Juan Bautista Díaz González,
un corredor de frutos de Villa González, contaba con una red
de crédito que sobrepasaba la veintena de proveedores.57 Al-
fredo González hijo, otro intermediario, contaba al momento
de su muerte, ocurrida en 1912, con un activo de sobre 1,000
pesos oro. Entre sus bienes se encontraban una casa en San-
tiago (400 pesos), una «casita» (157 pesos), el producto de
su pulpería (100 pesos) y algún tabaco (110 pesos). Según las
declaraciones de sus herederos, González tenía deudas ascen-
dentes a 385 pesos, entre las que se encontraban varias firmas
que traficaban en tabaco; por ejemplo, Pastoriza y Comp., La
Bandera, y Sollner y Comp. Entre sus acreedores había otros
comerciantes, entre ellos varios de origen sirio-libanés, como
Abraham Hued, Narciso P. Haché, Sinencio Sahdalá y «Asicle
[?] el Turco».58

55
AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 7 agosto 1918.
56
Jiménez, Al amor del bohío, 81. Aunque posiblemente apócrifa, esta nar-
ración muestra uno de los trucos usuales empleados por los campesinos
en sus tratos con los comerciantes (Baud, Peasants and Tobacco, 84-8).
57
AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 15 junio 1918.
58
ANJR, PN: JD, 1912, t. 2, fs. 246-46v y anexo entre fs. 245v-46.
178 Pedro L. San Miguel

A pesar de que esta amplitud crediticia aumentaba la capa-


cidad de acopio de frutos del intermediario, desde el punto de
vista de las casas exportadoras que financiaban la producción,
la dispersión de las fuentes de crédito no era del todo desea-
ble. En primer lugar, estas relaciones económicas múltiples
proporcionaban a los intermediarios cierto grado de autono-
mía frente a los especuladores –es decir, los comerciantes que
empacaban y preparaban las cosechas para la exportación–.
Los corredores como Díaz González estaban en posición de
regatear frente a los grandes exportadores de tabaco, pu-
diendo vender las hojas de tabaco a cualquiera de ellos. En
segundo lugar, los intermediarios en ocasiones no podían pa-
gar sus deudas, lo cual representaba otra desventaja para las
casas comerciales que financiaban las cosechas. De hecho, así
ocurrió en el caso de Díaz González, quien en 1918 tuvo que
solicitar de sus acreedores un plazo de seis años para saldar
sus deudas. En tales situaciones, se dificultaba el cobro de las
deudas; también era necesario hacer acuerdos especiales en-
tre los acreedores, amén de que había complicaciones legales
adicionales que resolver. Por ejemplo, el 2 de octubre de 1912,
Rogelio Batista, siendo deudor de varias firmas –entre ellas:
La Habanera, La Bandera, M. Dunoit [?] y Comp., y Malagón
Grau y Comp.–, hizo entrega a esta última de los activos de su
comercio. Malagón Grau y Comp. se encargaría de liquidar el
negocio del deudor, hasta donde alcanzasen los bienes traspa-
sados por este; además, el recipiente se comprometió a desistir
de la demanda que había levantado contra Batista.59
Algunos intermediarios llegaron a sufrir una merma con-
siderable de sus recursos económicos y de sus propiedades
como resultado de sus deudas. En noviembre de 1903, Rodol-
fo Hernández realizó una «obligación hipotecaria» a favor de
Augusto Espaillat Sucesores como resultado de una deuda por
3,000 pesos oro, «provenientes de efectos y mercancías que ha

ANJR, PN: JD, 1912, t. 2, fs. 219-19v.


59
Los campesinos del Cibao 179

tomado en [dicha] casa de Comercio». Además de comprome-


terse a liquidar su deuda en el lapso de tres años, Hernández
ofreció como garantía su establecimiento comercial situado en
Tamboril,

...construido de madera criolla y techado de hierro,


un gran almacén [de igual construcción], otro alma-
cén de madera criolla y techado de cana...fundado
todo sobre una área de terreno propio que contiene
poco más o menos nueve tareas…60

La hipoteca incluía otras propiedades, entre ellas predios


de terreno en Licey Arriba y Tamboril, así como una recua de
25 mulas, 2 caballos y las existencias de su comercio, evaluadas
en 6,000 pesos oro. Aunque no siempre se conoce el origen
exacto de las deudas, a veces los documentos permiten ras-
trearlas hasta el negocio del tabaco. Así, Rafael Malagón, en
pagaré emitido a favor de Walter Schulze, señala que su deuda,
ascendente a 3,000 pesos oro, provenía de contratos «escritos
y verbales... correspondientes a nuestros negocios de tabaco
durante el año de 1917».61
Puesto que los exportadores financiaban la producción y la
compra del tabaco a través de los intermediarios, el incumpli-
miento de estos o de los cosecheros repercutía adversamente
sobre las firmas comerciales. Si los campesinos o los intermedia-
rios no pagaban el dinero que les era adelantado, las casas co-
merciales incurrían en pérdidas en efectivo. En 1928, un comer-
ciante de Santiago, V.F. Thomen, en una carta al secretario de
Agricultura, hacía alusión a la práctica de los intermediarios de
gravar los avances a los campesinos, a pesar de recibir el dinero

ANJR, PN: JD, 1903, fs. 170v-72.


60

ANJR, PN: JMV, 1921, t. 2, fs. 316-16v. La deuda de Malagón vencía el


61

30 de diciembre de 1921. Al no hacer el pago correspondiente, Schulze


–quien era de Hamburgo– presentó un «protesto de pagaré» el 31 de
diciembre.
180 Pedro L. San Miguel

libre de interés de las casas comerciales. Sin embargo, en alguna


medida Thomen justificaba a los intermediarios señalando que
este era un mecanismo empleado por ellos para resarcirse de
los préstamos que no serían pagados por algunos campesinos.62
En todo caso, queda implícito en las indicaciones de Thomen
que el avance de dinero era una fuente potencial de conflicto
entre las partes involucradas. El incumplimiento de alguno de
los interesados ponía en peligro el flujo de las cosechas a las
casas exportadoras. Por ejemplo, en septiembre de 1919, Felipe
Antonio Díaz reclamó a Joaquín Domínguez la entrega de 18
serones de tabaco. El demandante arguyó que en octubre de
1918 había avanzado a Domínguez la cantidad de 123.50 pesos
oro para la adquisición de 40 serones de tabaco, a razón de 3 pe-
sos el serón. Domínguez, sin embargo, solo entregó 22 serones,
alegando que pagó el tabaco a un precio superior al acordado
inicialmente con Díaz.63
Para enfrentarse a estos problemas, durante el siglo xx, las
firmas comerciales intentaron aumentar su control sobre los
intermediarios. Esto se hizo para garantizar, en primer lugar,
el pago del dinero que se daba en avance; y, en segundo lugar,
para asegurar el flujo de productos a las empresas comerciales.
En otras palabras, el control de los intermediarios por parte de
las casas comerciales fue un medio para aumentar su poder so-
bre los abastecedores del mercado. En consecuencia, aunque,
aparentemente, las redes comerciales del Cibao permanecie-
ron inalteradas desde el siglo xix, lo cierto es que experimen-
taron cambios significativos durante la pasada centuria.64

62
AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.
63
AGN, Alc. S/2, AC, No. 3, 12 septiembre 1919.
64
Para los años 1870-1930, Baud distingue tres períodos en las relaciones
entre campesinos y comerciantes (Peasants and Tobacco, 127-46). Pablo A.
Maríñez ha destacado que el intento de los comerciantes por controlar
a los campesinos se manifestó en el establecimiento de contratos más
rigurosos y exigentes. Ver Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de
Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana,
1993), 9-11.
Los campesinos del Cibao 181

A pesar de que la falta de información no permite comparar


cómo empresas determinadas, comerciales y manufactureras,
trataron de intensificar su dominio sobre el suministro de ta-
baco, existen algunos indicios acerca de la estrategia emplea-
da por una de las empresas más importantes de Santiago: la
Compañía Anónima Tabacalera (CAT). Según Antonio Llube-
res, la CAT surgió como resultado de la fusión, en 1914, de
dos fábricas tabacaleras: La Habanera, de Santiago, y Nadal y
Comp., de Santo Domingo.65 La Habanera se dedicaba prin-
cipalmente a la manufactura de cigarros y cigarrillos, aunque
también exportaba tabaco en rama. Dicha empresa fue fun-
dada en 1901 por Alberto Ramírez y Francisco Pimentel. Más
tarde, Pimentel se retiró de la empresa y Ramírez encontró un
nuevo socio, Ricardo Sollner, comerciante alemán establecido
en Santiago. Con el tiempo, Sollner compró las acciones de
Ramírez en La Habanera. Para obtener el dinero que necesi-
taba para adquirir la fábrica, Sollner solicitó un préstamo a su
padre, Luis Sollner, quien también era comerciante, con sede
en Hamburgo. De esta forma, gracias a sus relaciones familia-
res, Sollner pudo emprender una exitosa carrera empresarial.
Bajo su comando, La Habanera se convirtió en la empresa ma-
nufacturera de tabaco más importante de la República Domi-
nicana, posición que mantuvo durante gran parte del siglo xx.66
La CAT, como la mayoría de los grandes compradores de
tabaco, operaba a base de avances de efectivo que entrega-
ba a los cosecheros. Con el desarrollo de la empresa, fue-
ron aumentando tanto los desembolsos como el número de
cosecheros con que trataba la firma. Todo esto se traducía,
por otro lado, en un riesgo mayor de incurrir en pérdidas
monetarias. Debido a requisitos productivos, la CAT necesitó
establecer mayores controles sobre la calidad de las hojas que

Lluberes, «El tabaco dominicano», 8.


65

Museo dominicano del tabaco (Santiago: Compañía Anónima Tabacalera,


66

s.f.), 13; ANJR, PN: JD, 1902, fs. 60-1v; y 1903, fs. 52-5v.
182 Pedro L. San Miguel

recibía de los cosecheros; en fin, se hizo imprescindible orga-


nizar más racionalmente el financiamiento de la producción
campesina.67 En los años veinte del siglo pasado, la compañía
ideó un esquema que se basaba, principalmente, en usar a
personas de cierto prestigio en las comunidades rurales como
intermediarios entre la CAT y los cosecheros de tabaco. En
primer lugar, las áreas de producción se dividieron en «zo-
nas» y se nombró un «jefe» en cada una de ellas. En segundo
lugar, el dinero que se había de dar en avance a los campesi-
nos, se entregaba al jefe de zona, quien lo distribuía entre los
cosecheros de su área. Al entregar el dinero, se extendía un
recibo por el avance; el mismo comprometía al cosechero no
solo a pagar el dinero adelantado, sino también a vender su
cosecha a la CAT.
Esta red se apoyaba en la influencia personal que tenían los
jefes de zona en las comunidades rurales. En el sector rural de
Jacagua, por ejemplo, el primer jefe de zona fue Brunel Díaz,
hijo de «Quin» Díaz, uno de los más importantes cosecheros
de tabaco de la región. Díaz, el padre, había incluso desarrolla-
do una variedad de tabaco. En Villa González, la CAT intentó
al principio reclutar como jefe de zona a Carlos José Manuel
de Peña González, propietario de un gran almacén. Este tenía
buenas relaciones con Desiderio Arias, uno de los caudillos
políticos de la época, y con Horacio Vázquez, quien llegó a ser
presidente del país. Finalmente, se nombró a Santiago Díaz
como jefe de zona en Villa González. «Chago» Díaz, como
se le conocía, no solo era un gran cosechero de tabaco, sino
también ganadero; además, contaba con un gran almacén de
tabaco. En La Canela, que a principios del siglo xx era otra
de las principales regiones tabacaleras de Santiago, la CAT

A menos que se indique lo contrario, la siguiente descripción se basa en


67

información suministrada por Jorge Francisco Carbonell, en entrevista


realizada en Villa González el 12 de abril de 1985. Para un ejemplo del
tipo de control que se estableció sobre los intermediarios, ver Baud, Pea-
sants and Tobacco, 86.
Los campesinos del Cibao 183

nombró a «Pachú» de Lora como jefe de zona; cuando este


murió, se nombró a «Electico» Moronta. Ambos eran «hijos de
cosecheros tradicionales y de personas de mucha prestancia
en la zona».
Según mi fuente, existían unas «relaciones paternalistas»
entre estos jefes de zona y los campesinos.68 En palabras de
Jorge Francisco Carbonell, los campesinos «no movían una
hoja, una paja» sin el consentimiento de estos personajes. Los
jefes de zona actuaban no solo como intermediarios entre los
cosecheros y las empresas económicas de las ciudades, sino,
también, como mediadores entre los campesinos y la sociedad
en general. En Jacagua y Gurabo, por ejemplo, la gente actua-
ba solo «a la sombra» de «Quin» Díaz, «porque «Quin» era el
jefe; «Quin» era el individuo que era compadre de Mon Cáce-
res», quien fue presidente del país. Los hijos de Díaz eran jefes
civiles y militares en Santiago (es decir, caudillos políticos).
Por eso, los habitantes del campo recurrían a estos jefes locales
para resolver muchos de sus problemas, tanto los económicos
como los de otra índole.
El ejemplo de la CAT demuestra cómo, para perfeccionar su
control sobre el campesinado, los sectores económicos citadi-
nos se valieron de las redes sociales preexistentes en la ruralía.69
Trataron, por ejemplo, de penetrar en el campo a través de las
personas influyentes de la localidad. En tal sentido, se puede
sostener que el capital comercial contribuyó a acrecentar las
diferencias entre los sectores más acomodados del campo (ya
fuesen grandes terratenientes, «campesinos ricos», o peque-
ños y medianos comerciantes) y el grueso del campesinado,

Para un análisis más detallado: Baud, Peasants and Tobacco, 82-92.


68

Gavin Smith ha señalado que, en sus intentos por controlar la mano de


69

obra y las tierras de las comunidades campesinas andinas, los hacenda-


dos han recurrido a las relaciones de reciprocidad y a las instituciones
propias de dichas comunidades. Ver Livelihood and Resistance: Peasants
and the Politics of Land in Peru (Berkeley: University of California Press,
1991), 29-58.
184 Pedro L. San Miguel

que carecía de las relaciones personales y económicas con


que contaban los anteriores. Al ofrecer nuevas oportunidades
económicas al intermediario, el capital mercantil contribuyó a
fortalecer la posición económica y política de este, acentuan-
do sus diferencias sociales con el resto de la población rural.70
El sistema mercantil ideado por la CAT siguió el patrón
general que habían adoptado las redes comerciales que se
habían desarrollado hasta entonces. Sin embargo, en el
nuevo esquema, los intermediarios estaban bajo el control
directo de la empresa. Primero, porque no se desempeña-
ban como corredores autónomos que pedían dinero pres-
tado a fuentes diversas, las que, muchas veces, competían
entre sí. El dinero que se entregaba al jefe de zona no era
un préstamo, por lo que este no tenía que pagar intereses;
se suponía, a la vez, que los agricultores recibieran este di-
nero libre de gravamen. El intermediario, en vez de tener
que cobrar al campesino intereses usurarios para obtener
una ganancia, recibía una comisión basada en la cantidad
de tabaco que comprase para la CAT. Para esta empresa, lo
más importante estribaba en lograr un acceso constante y
estable a las hojas de tabaco y no tanto especular con los
préstamos concedidos a los corredores o a los cosecheros.
En fin, este sistema contribuía a eliminar una de las princi-
pales fuentes de conflicto entre el productor y el interme-
diario, lo que usualmente redundaba en la desorganización
o la ruptura de los canales de abasto de las hojas de tabaco.
Para las casas comerciales, el control del suministro de los pro-
ductos de exportación era de vital importancia. Obviamente,
mientras más productos lograsen acopiar las firmas exportado-
ras, mayores serían sus ganancias. Pero, además, el control de
las cosechas permitía a las firmas comerciales pagar sus deu-
das, tanto con firmas nacionales como con empresas foráneas.
Por ejemplo, el 23 de abril de 1912, Pastoriza y Comp., casa co-

Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 78-82 y 101-8.


70
Los campesinos del Cibao 185

mercial de Santiago, realizó una obligación hipotecaria a favor


de Gillespie Bros. y Comp., con sede en Londres y Nueva York,
representados en la República Dominicana por C.H. Loinaz y
Compañía. En dicho acto, Gillespie Bros. extendió a Pastoriza
un «crédito comercial» de 8,000 pesos oro. Por su parte, la
firma deudora se comprometió a realizar tres envíos de frutos
al año, «y en caso de que no aparezcan estos, con giros de bue-
nas firmas al crédito de giros de cinco mil pesos». Es decir, en
primera instancia, Pastoriza debía pagar 5,000 pesos oro de la
deuda contraída con frutos del país; de no ser así, tendría que
obtener giros aceptables al acreedor para solventar su deuda.
Esta no era, sin embargo, la única dificultad que confrontaría
Pastoriza y Comp. de verse imposibilitada de hacer las debi-
das remesas de productos. Pastoriza, en garantía del crédito
extendido, hipotecó una hacienda de cacao en la común de
La Vega, con más de 10,000 matas en estado productivo y que
además tenía sembradíos de café, frutos menores y pasto.71 En
fin, de confrontar dificultades en lograr un suministro ade-
cuado de frutos para cumplir con los acuerdos con Gillespie,
Pastoriza debería incurrir, en el mejor de los casos, en trámites
adicionales, con sus consecuentes costos, para conseguir los
giros necesarios para pagar su deuda. En el peor de los casos,
la compañía perdería una propiedad de cierto valor.
Aunque las casas exportadoras contaban con una posición
estratégica que les permitía manipular el mercadeo y el finan-
ciamiento de los productos, estas tenían que competir entre sí
por las cosechas de los campesinos. En el nivel más bajo, el de
las comunidades rurales, la competencia entre las firmas co-
merciales por el control de los productos agrícolas se traducía
en una relativa diversidad de fuentes de crédito para los pro-
ductores rurales. La competencia entre las firmas abría un res-

ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 91-1v. Del total de 8,000 dólares, 3,000 serían
71

usados por Pastoriza para la adquisición de provisiones, «a precios del


mercado, comisión e intereses recíprocos, según costumbre». La hipo-
teca incluyó una segunda propiedad, de menor envergadura.
186 Pedro L. San Miguel

quicio que los campesinos aprovechaban para evitar depender


por entero de una sola fuente de crédito. Esta situación creó
una atmósfera de desconfianza mutua entre comerciantes y
campesinos. Incluso, algunos sectores comerciales dudaban
que fuese posible establecer un esquema regular para finan-
ciar la producción de los agricultores. Esos «escépticos» –como
se les llama en un documento–, sostenían que los campesinos
gastarían el dinero adelantado en el consumo y en actividades
no relacionadas con la producción de tabaco, o que defrauda-
rían a los prestamistas, al vender la cosecha a otra empresa, lo
cual era una situación común.72 Amén de poner en tela de jui-
cio la capacidad de los campesinos para pagar los préstamos,
algunos comerciantes consideraban que el uso improductivo
del dinero frustraba el propósito de los avances, es decir, el
control de las cosechas.
Además, las casas exportadoras no constituían la única fuen-
te de crédito para los campesinos. Cuando los campesinos ne-
cesitaban dinero, podían solicitarlo a los pulperos –quienes no
tenían que estar comprometidos con empresas específicas–, a
los miembros de su propia parentela, a los amigos o allegados
(por ejemplo, a los compadres), o a patronos o caudillos loca-
les.73 Aunque a veces estas fuentes de crédito representaban a
las casas exportadoras, el campesino prefería tratar con ellas
en lugar de negociar directamente con estas últimas. Había,
también, un grupo de comerciantes de mediano nivel, quienes

72
AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928. Es evidente que prestar dine-
ro a los campesinos tenía un significado distinto para los diversos grupos
de prestamistas. Para los exportadores, el avance de efectivo constituía
ante todo una forma de garantizar la producción de tabaco y, en conse-
cuencia, su acopio de la hoja. Para los usureros propiamente hablando,
el objetivo principal era obtener una ganancia gravando el préstamo de
dinero con altos intereses. Por supuesto, ambos objetivos podían coinci-
dir en una misma persona o empresa.
73
Solicitar crédito a diferentes fuentes era una práctica muy generalizada
todavía en el siglo xx, según demuestran estudios recientes. Ferrán, Ta-
baco y sociedad, 86-97.
Los campesinos del Cibao 187

actuaban de forma más o menos independiente, establecidos


en las zonas rurales. Estos comerciantes contaban con sus pro-
pias redes mercantiles y hacían tratos con los cosecheros de
tabaco por su propia cuenta. Tal era el caso, por ejemplo, de
Jorge Carbonell, inmigrante mallorquín establecido en Villa
González. Además de cosechar la hoja él mismo, Carbonell
compraba tabaco a los campesinos para abastecer su tabaque-
ría, para revenderlo a las grandes empresas (sobre todo a la
Compañía Anónima Tabacalera) y para exportarlo. Por media-
ción de un agente, Carbonell exportaba anualmente entre 300
y 500 quintales de tabaco a una fábrica de Palma de Mallorca.
Aparte de adelantar dinero a los cosecheros para cubrir los
costos de producción, Carbonell poseía una tienda mixta don-
de los campesinos adquirían a crédito comestibles, ropa y otras
mercancías. Al acabar la temporada de la recolección de las
hojas de tabaco, los cosecheros llevaban su producto al alma-
cén, donde se pesaba y se liquidaban las deudas pendientes.
Esta era una práctica común en la época. Según mi informan-
te, para los comerciantes que solían llevar a cabo «negocios
serios con los campesinos», la norma era comprar «al precio
del momento» al hacer la entrega; había, sin embargo, quie-
nes pagaban precios mucho más bajos fijados de antemano.
Otros comerciantes cobraban intereses sobre las deudas de los
cosecheros, los que eran restados del precio de la cosecha.74
Asimismo, para vender sus productos y conseguir crédito,
los campesinos recurrían a sectores informales. Por ejemplo,
vendían sus productos a compradores que no contaban con la
patente requerida por las autoridades para ejercer el oficio de
tratantes de frutos del país. Con sobrada razón, los negocian-

Carbonell emigró de Mallorca a Puerto Rico, de donde probablemen-


74

te salió después de la ocupación de la isla por los Estados Unidos. De


Puerto Rico llegó a Cuba, dedicándose al negocio del tabaco en Pinar
de Río; más tarde se trasladó a la República Dominicana (Entrevista con
Carbonell). Datos adicionales sobre Carbonell y empresarios similares a
él en: Baud, Peasants and Tobacco, 98.
188 Pedro L. San Miguel

tes debidamente autorizados denunciaban a las autoridades a


aquellos tratantes que se dedicaban a comprar las hojas sin con-
tar con la respectiva patente. Por ejemplo, en agosto de 1901 se
informó al Ayuntamiento que un tal Eduardo Tonelli, que no
contaba con la patente municipal, estaba comprando tabaco en
la sección rural de Jicomé. El denunciante señaló también que
en «esos mismos lados» había varios pulperos que estaban com-
prando tabaco, a pesar de carecer de la patente exigida por la
ley.75 Lo que ocurría en Jicomé no era, por supuesto, un hecho
aislado. Se trataba de una situación común que afectaba tanto
las finanzas municipales como los intereses económicos de mu-
chos comerciantes e intermediarios. Años más tarde, en 1906,
la proliferación en el campo de negociantes sin patente alcanzó
proporciones alarmantes. Como consecuencia, el Ayuntamiento
de Santiago, controlado mayormente por comerciantes, intentó
acabar con la compraventa ilegal de tabaco. Cuando el Ayunta-
miento se vio impotente para perseguir a los comerciantes ile-
gales, pidió al gobernador de la provincia que sancionase a los
transgresores.76 Poco podían lograr las autoridades, empero, sin
el apoyo de los campesinos mismos. Así, en 1917, en su intento
por controlar la venta de productos agrícolas a negociantes que
no contaban con la debida autorización, el síndico de Santiago
manifestó su intención de exonerar a los alcaldes pedáneos del
pago de la patente para ejercer la compra de frutos, con el fin
de que estos desplegasen una mayor actividad en la persecución
de los violadores de la ley.77 El propósito evidente de esta medi-
da era lograr un apoyo más amplio entre los sectores rurales a
las disposiciones oficiales.
La persecución de estos comerciantes sin licencia tomó ri-
betes étnicos con la entrada en escena, a principios del pasado

75
BM, 14: 365 (28 agosto 1901), 3. En el mismo año de 1901 se notificó que
en Las Lavas había varios especuladores «sin estar provistos de patentes».
BM, 14: 366 (17 septiembre 1901), 3.
76
BM, 18: 493 (20 mayo 1906), 4.
77
BM, 29: 953 (14 julio 1917), 4.
Los campesinos del Cibao 189

siglo, de un grupo de buhoneros árabes, quienes, según un


portavoz del establishment empresarial de la ciudad de San-
tiago, causaban perjuicios considerables a los comerciantes
regulares debido «al sistema de negocio que [el comerciante
árabe] tiene en los campos».78 Estos buhoneros –denominados
árabes, turcos o sirios– se establecieron en las principales co-
munes del Cibao, llevando mercancías a lomo de mula a las co-
munidades rurales. Y aunque no tuviesen un interés particular
en dedicarse al tráfico de productos agrícolas, es evidente que
sus actividades comerciales representaban una alternativa eco-
nómica para los campesinos. En efecto, la presencia de estos
buhoneros árabes amenazaba a los comerciantes ya estableci-
dos, de dos maneras por lo menos. Primero, dichos buhoneros
lograron asegurarse una fracción del mercado rural. En abril
de 1902, el comisario de Santiago informaba al Ayuntamiento
el decomiso de «unas cargas de mercancías que unos árabes
llevaban para el campo sin estar provistos de patentes».79 Se-
gún Orlando Inoa, los árabes solían ofrecer sus mercancías en
términos muy favorables: visitaban casa por casa, sus precios
eran más bajos que los del comercio regular y realizaban las
ventas a plazos. Además, lo variado de sus mercancías les ganó
popularidad entre los sectores trabajadores.80 En segundo lu-
gar, al interferir en los esquemas tradicionales de mercadeo
y de crédito, los árabes contribuían a aflojar las ataduras que
los comerciantes, los especuladores y los usureros mantenían
sobre los campesinos. Eran tales lazos los que obligaban al
campesino a vender sus cosechas a determinadas firmas o a
pagar las deudas contraídas con ellas. Por tales razones, los
comerciantes establecidos en Santiago –tanto los dominicanos

78
BM, 16: 410 (30 diciembre 1903), 4.
79
BM, 14: 383 (20 de abril 1902), 5. El Cibao no fue la única región del país
donde se sintió la presencia de estos inmigrantes. Sobre el particular, ver
Orlando Inoa, «Los árabes en Santo Domingo», ES, XXIV, 85 (1991):
35-58.
80
Inoa, «Los árabes en Santo Domingo», 42-6.
190 Pedro L. San Miguel

como los extranjeros–, con la cooperación de las autoridades


municipales y provinciales, intentaron detener lo que ellos
consideraban prácticas comerciales «ilegales» y «abusivas».
En primer lugar, trataron de evitar la proliferación de los
negociantes árabes, obligándolos a obtener la patente munici-
pal que los autorizaba a ejercer la buhonería; entre las paten-
tes para ejercer el comercio, esta era una de las más caras. En
un intento por evitar incurrir en tal gasto, en 1901 Abraham
Sahdalá pidió que, «siendo muy pobres los árabes que salen
con mercancías tanto a la población como a los campos», se les
permitiese ejercer el comercio con la patente de comisionista.
Sin embargo, esta petición fue denegada.81 Conscientes de la
acogida que tenían estos buhoneros entre la población rural, en
1911 el Ayuntamiento de Santiago acordó ofrecer a los alcaldes
pedáneos y a los inspectores de Agricultura una recompensa de
25 pesos oro por cada infractor a la Ley de patentes que captu-
rasen.82 En segundo lugar, los poderosos sectores comerciales
de Santiago pusieron varios obstáculos para impedir el ascenso
económico de los comerciantes árabes. Para ello, trataron de
limitar la presencia de los negociantes árabes en los mercados.
A tales efectos, se intentó regular el tipo de mercancías que es-
tos vendían en los mercados urbanos; también se bloqueó su
acceso a los puestos disponibles en los mercados públicos. El
Ayuntamiento de San Francisco de Macorís, en un esfuerzo por
perseguir a los comerciantes árabes, llegó incluso a sugerir que
el presidente de la República debería ordenar que solo los ciu-
dadanos dominicanos pudieran ejercer el oficio de buhonero.83
Los árabes resistieron estos ataques como mejor pudieron y
recurrieron a distintas artimañas para burlar las medidas que,
contra ellos, tomaron las autoridades, en combinación con los
sectores comerciales de Santiago y de otras comunes. Por ejem-

81
BM, 14: 363 (20 de abril 1901), 3; y 14: 364 (21 agosto 1901), 1.
82
BM, 23: 663 (20 de abril 1911), 4.
83
BM, 14: 364 (21 agosto 1901), 2; 20: 566 (23 noviembre 1907), 1; y 20:
576 (8 febrero 1908), 3.
Los campesinos del Cibao 191

plo, cuando se ordenó a la policía que requiriera la patente a los


buhoneros, los que no tenían tal permiso empezaron a realizar
sus incursiones a los campos de noche, cuando podían pasar
más inadvertidos al vigilante ojo de la ley. Algunos árabes se mu-
daron de Santiago, estableciéndose en las aldeas y las comuni-
dades campesinas, donde su presencia no era tan resentida. En
algunos de estos pequeños poblados, las autoridades comunales
les extendían la patente de comisionista; amparados en este sub-
terfugio, continuaban realizando sus negocios.84
A principios del siglo xx, como indican estos ejemplos,
varios intereses comerciales, de diversos niveles y envergadu-
ra, competían por el mercado rural cibaeño. Los pequeños
comerciantes independientes, los pulperos, y los buhoneros,
al igual que las casas exportadoras y sus agentes, intentaban
expandir su participación en dicho mercado. No para todos,
sin embargo, este acceso tenía el mismo significado. Para los
pulperos y pequeños detallistas, la población campesina repre-
sentaba, ante todo, la posibilidad de realizar algunas ganancias
a base del expendio de artículos de primera necesidad; el prés-
tamo usurario de pequeñas sumas de dinero era un atractivo
adicional del mercado rural. Pero para los comerciantes cuya
principal actividad económica era el tráfico de los frutos de
exportación, tener acceso al mercado rural era, primordial-
mente, un medio para controlar la producción agrícola. En
cualquier caso, ambos sectores querían asegurar su participa-
ción en las redes comerciales cibaeñas.
Los ejemplos anteriores sugieren, también, que los campe-
sinos trataban de lograr acceso a diversos canales de crédito y

En el BM de Santiago hay alguna información relacionada con los buho-


84

neros árabes y con los conflictos que surgieron a raíz de sus actividades
comerciales. Entre muchos otros: BM, 14: 363 (9 agosto 1901), 3; 14:
364 (21 agosto 1901), 1-2; 15: 399 (14 febrero 1902), 5; 14: 383 (20 abril
1902), 5; 14: 385 (15 mayo 1902), 4 y 6-7; 16: 410 (30 diciembre 1903),
3-4; 16: 411 (13 enero 1904), 4; 16: 414 (10 febrero 1904), 3-4; 17: 444
(18 febrero 1905), 4; 18: 502 (18 julio 1906), 4; 20: 566 (23 noviembre
1907), 1; 20: 576 (8 febrero 1908), 3; y 23: 663 (20 abril 1911), 4.
192 Pedro L. San Miguel

de mercadeo. Esta era una de sus estrategias para mantener la


mayor autonomía posible frente a las fuerzas del mercado, re-
presentadas por los prestamistas y los comerciantes. Al contar
con diversas fuentes de crédito y de bienes –que competían
entre sí–, los campesinos se protegían mínimamente del po-
der de los comerciantes y de las fluctuaciones del mercado.
Aunque inmersos en un contexto cultural en el que la confian-
za y el contacto personal eran vitales en la realización de los
tratos comerciales, los campesinos se adaptaron a los sistemas
impuestos por la economía mercantil, buscando aprovechar
aquellos resquicios que les permitían contrarrestar los elemen-
tos más nocivos de las nuevas relaciones económicas.
Para los comerciantes era vital obtener un acceso regular
y estable a la producción campesina. Los comerciantes de
Santiago, para lograr tal fin, emplearon estrategias individua-
les, como el sistema de zonas impuesto por la CAT; también
realizaron esfuerzos colectivos. A finales de la década de los
veinte y principios de los treinta, la Cámara de Comercio de
Santiago, órgano corporativo del empresariado local, diseñó
un sistema de crédito para proporcionar dinero en efectivo a
los campesinos. Este dinero estaba destinado a la construcción
de ranchos de tabaco, donde son colgadas las hojas para ser
secadas, después de la cosecha. Aunque el Gobierno propor-
cionó los fondos para los préstamos, la Cámara de Comercio
estuvo a cargo de ejecutar el plan. Los préstamos se concedían
en pequeñas cantidades que iban de 10 a 100 pesos. En total,
se repartieron unos 20,000 pesos entre algo más de 500 cose-
cheros de tabaco.85
Según Luis Carballo, secretario de la Cámara de Comercio
de Santiago, el plan tuvo un éxito rotundo. Los campesinos,
en abrumadora mayoría, no solo usaron apropiadamente
los avances –es decir, en realidad emplearon el dinero en la

AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928. Cfr. Baud, Peasants and To-
85

bacco, 193.
Los campesinos del Cibao 193

construcción y la reparación de los ranchos de tabaco– sino


que, además, pudieron pagar sus préstamos a tiempo. Esto,
decía Carballo, desmentía la opinión generalizada de que
«todos los pillos están en el campo». Carballo concluyó su
informe señalando que se había demostrado que los agricul-
tores estaban preparados para recibir pequeños préstamos a
corto plazo, como refacción para sus cosechas, con un interés
anual moderado de 8% para cubrir los gastos y las posibles
pérdidas.86
A pesar del éxito aparente del plan y del optimismo de Car-
ballo, algunos comerciantes se mostraron reacios a prolongar-
lo durante los años siguientes. Cuando en 1928 se consultó
al exportador V.F. Thomen sobre el sistema de crédito para
la construcción de ranchos, este respondió que los préstamos
debían ser concedidos ese año en particular porque «el clima
ha sido muy favorable para el cultivo de tabaco,..., y sería una
pena que [la cosecha] se perdiese [como el año pasado] por
falta de ranchos». En otras palabras, Thomen estaba a favor de
conceder los préstamos ese año porque la cosecha prometía
ser abundante y de buena calidad, lo cual debería redundar
en grandes beneficios para los comerciantes. Pero, a pesar de
su alusión a los «muchos enemigos del tabaco» –la maleza,
los gusanos, el granizo, las sequías y el exceso de lluvias, entre
otros–, y de su mención de las fatigas pasadas por los «pobres
cosecheros para salvar su cosecha», Thomen se oponía a que
se continuase dicho programa en los años subsiguientes.87 Es
de suponer que Thomen no consideraría establecer un plan
de tal naturaleza en un año malo: es decir, de precios bajos o
malas cosechas; era entonces, sin embargo, cuando los cam-
pesinos tenían más necesidad del dinero. De hecho, este siste-
ma de crédito se interrumpió a comienzos de la década de los

86
AGN, SA, 1933, Leg. 169, 24 octubre 1928, 20 marzo 1928 y 18 octubre
1928.
87
AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.
194 Pedro L. San Miguel

treinta, cuando la caída de los precios produjo una crisis en el


sector exportador.88
Fue, sobre todo, en sus intentos por mejorar la calidad de
los productos de exportación donde se nota un mayor esfuerzo
concertado por parte de los comerciantes del Cibao. Desde el
siglo xix, uno de los principales problemas de los productos de
exportación era su baja calidad. A causa de esto, los productos
dominicanos confrontaban inconvenientes en los países im-
portadores, que se traducían en precios bajos e, incluso, en su
rechazo por los compradores. Aunque estos problemas aque-
jaban al café y al cacao, también, eran endémicos con respecto
al tabaco. En consecuencia, con la ayuda de las autoridades
locales y nacionales, los comerciantes intentaron mejorar la
calidad de los cultivos comerciales de la región, especialmente
del tabaco.89

De cómo y por qué mejorar un tabaco «flojo»

La mala calidad del tabaco dominicano era el resultado de una


serie de factores, tanto internos como externos. En primer lugar,
es necesario subrayar las condiciones tecnológicas en las que se
producía el tabaco dominicano. Hazard, en el siglo xix, señalaba
que no podía decirse que el tabaco del país fuese de primera ca-
lidad; por el contrario, pensaba que, en general, era de inferior
calidad y que todo él era «flojo». Esto, sin embargo, no se debía a
que el suelo fuese inapropiado para su cultivo, sino sencillamente
a la falta de cuidado y conocimiento por parte de los cosecheros.
Según él, el cosechero dominicano era muy distinto al cubano,

Sobre el colapso del crédito en la década de los treinta, ver el capítulo V.


88

Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Tabaco,
89

azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica,


S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 3-22. Sobre el café
y el cacao: Carreño, Historia económica, 219-50; y Boin y Serulle Ramia, El
proceso de desarrollo, 2: 95-9.
Los campesinos del Cibao 195

quien pasaba noches enteras en vela contra los gusanos que ata-
caban las matas de tabaco. El veguero cubano, además, podaba
las plantas cuidadosamente y a su debido tiempo; gracias a estos
cuidados y precauciones, lograba obtener un tabaco perfecto, de
amplia aceptación en el mercado internacional.90
Las diferencias observadas por Hazard entre cosecheros cu-
banos y dominicanos no se habían alterado en lo fundamental
a principios del siglo xx. De acuerdo con los grupos dominan-
tes, el descuido, el atraso y la ausencia de regularidad tendían
a dominar la producción del tabaco dominicano. Los informes
de las décadas comprendidas entre 1920 hasta 1950 son cons-
tantes en señalar una serie de prácticas que limitaban las posi-
bilidades de exportar un tabaco de mejor calidad. Por lo tanto,
motivados por lo que Baud ha denominado la «lucha por el
progreso», comerciantes y funcionarios del gobierno intenta-
ron modernizar las técnicas de producción del campesinado.91
Para Luis Carballo, secretario de la Cámara de Comercio de
Santiago, la producción de tabaco estaba lastrada por lo que
denominaba «los vicios del cultivo», problemas que se habían
agravado durante los últimos años; quizás con exageración,
alegaba que entonces se preparaba el tabaco peor que hacía
40 años.92 Al pormenorizar las prácticas de los cosecheros que

90
Hazard, Santo Domingo, 185.
91
Baud ofrece un análisis sobre los problemas técnicos que, de acuerdo a
las autoridades y a los comerciantes, aquejaban al tabaco dominicano. Lo
que sigue debe mucho a: Peasants and Tobacco, 174-98.
92
Sobre las opiniones de Carballo y sobre su destacado papel en la
economía tabacalera del Cibao, ver Baud, Peasants and Tobacco, 191-95.
Baud alude a varios escritos de Carballo, entre ellos: «Disertación sobre
tabaco leída por el Señor Luis Carballo R.... [agosto 1934]». A menos
que se indique lo contrario, mis citas provienen de una copia de este
documento proveniente de la Cámara de Comercio de Santiago que me
facilitó Danilo de los Santos, quien preparaba una historia de esta insti-
tución. El profesor de los Santos me brindó copias de varios documentos
de la CCS, incluso de una Cartilla para los agricultores sobre el cultivo del tab-
aco (Santiago: Imprenta «La Información», 1942), escrita por Carballo,
en la que se detallan las recomendaciones hechas en su «Disertación».
196 Pedro L. San Miguel

perjudicaban al tabaco, Carballo destacó la falta de selección


de las semillas, creciendo en los conucos «todas las variedades
posibles, malas y buenas». Carballo abogaba, entonces, por la
siembra de los tipos de tabaco más apropiados. Para suplir el
mercado externo, se debía sembrar particularmente la varie-
dad de tabaco denominada «amarillo parado» –uno de los va-
rios tipos del tabaco criollo–93 por ser «el que da más clase y el
preferido por los compradores». Según él, esta variedad debía
convertirse en el estándar de los tabacos de exportación.
Como ha destacado Baud, los sectores mercantiles favorecían
varios cambios en las técnicas productivas de los cosecheros. A
contrapelo de las preferencias de los expertos, los campesinos
solían iniciar los trasplantes de las matitas de tabaco desde los
canteros a los conucos entre los meses de enero y febrero. Car-
ballo, por ejemplo, abogaba porque dicha labor se realizara en-
tre mediados de noviembre e inicios de diciembre. Esta siembra
temprana presentaba, desde su punto de vista, tres ventajas: 1)
en los meses de «invierno», debido a la poca radiación solar,
se desarrollarían hojas más apropiadas, con la debida textura,
peso y color; 2) en los meses de noviembre y diciembre las llu-
vias eran más regulares y apropiadas para el crecimiento de las
plantas; y 3) al realizarse una cosecha temprana, se evitaba que
el tabaco estuviese todavía en el campo en abril y mayo, meses
propensos a fuertes aguaceros, granizadas y ataques de insectos
que ponían en peligro la cosecha. Las recomendaciones de Car-
ballo se extendían a los cuidados que debían darse a las plantas
mientras crecían, al proceso de recolección de las hojas, a su
secado en los ranchos y a su ulterior procesamiento y manejo
para la venta, tanto localmente como en el extranjero.
De forma particular, destacaba la necesidad de hacer una
adecuada clasificación de las hojas según sus características
y con el uso que se les daría en la elaboración del produc-
to final. En síntesis, Carballo abogaba por una «mejor y más

Sobre la clasificación del tabaco, ver Baud, Peasants and Tobacco, 225-29.
93
Los campesinos del Cibao 197

cuidadosa preparación de los tabacos de parte de los cose-


cheros». Esto no solo redundaría en la obtención de mejores
precios por los campesinos sino, también, en una mayor capa-
cidad del tabaco dominicano de enfrentar la competencia en
el mercado internacional.94
Un segundo factor que afectaba a la calidad de las hojas
dominicanas era el hecho de que estaban destinadas en su
mayoría a fabricantes europeos de productos de tabaco bara-
tos. Hasta la década de los sesenta, en República Dominicana
se producían dos grandes variedades de tabaco: el de olor,
usado en la fabricación nacional de cigarros y cigarrillos, y el
criollo, exclusivamente para la exportación.95 En ambos casos,
los exportadores y elaboradores exigían una adecuada clasifi-
cación de las hojas, dependiendo del uso que se les diese en
la manufactura. Las hojas más finas eran usadas como capas
y capotes en la confección de cigarros; las hojas de inferior
calidad eran usadas como tripa y picadura en la elaboración
de cigarros, cigarrillos y tabaco de pipa. Eran precisamente
estos últimos tipos de hojas los que dominaban la producción
nacional. Pero esta demanda no propendía al mejoramiento
de las técnicas de producción, ni incentivaba el mejoramiento
de la hoja dominicana.
Además, tanto cosecheros como especuladores incurrían
en una serie de prácticas que contribuían a empeorar la
situación. Era común, por ejemplo, que en los fardos desti-
nados a la exportación se incluyese «tabaco nuevo», es decir,
sin el suficiente grado de maduración y secado; otras veces se
incluían hojas podridas, o se embarcaba tabaco indebidamen-

94
Baud, Peasants and Tobacco; y Carballo, «Disertación sobre tabaco», y
Cartilla.
95
Baud, Peasants and Tobacco, 225-29. También: Carballo, Cartilla, 2-3; Culti-
vo del tabaco negro en la República Dominicana, 2da ed. (Santiago: Secretaría
de Estado de Agricultura, Departamento del Tabaco, 1982); y Zonificación
y tipificación del tabaco negro en la República Dominicana (Santiago: Instituto
del Tabaco de la República Dominicana, 1978).
198 Pedro L. San Miguel

te fermentado.96 Muchas veces el tabaco era tan malo que las


casas exportadoras y los compradores europeos se negaban a
recibirlo.97 Sin embargo, la ausencia de incentivos económicos
(como por ejemplo, el escaso crédito y los precios bajos) no
animaba a los campesinos a mejorar la calidad de su tabaco. A
pesar de las quejas, las casas exportadoras se mostraban reacias
a contribuir a que el tabaco dominicano mejorase, pagando
precios más altos a los cosecheros; o, al menos, muchos cose-
cheros entendían que el diferencial de precio no compensaba
sus esfuerzos por producir una hoja de mejor calidad.98 En fin,
el monopolio de los exportadores extranjeros sobre el tabaco
dominicano no propendía a mejorar su condición.99 En con-
secuencia, desde las últimas décadas del siglo xix, la venta del
tabaco del país confrontó una serie de contratiempos, que se
reflejó en una prolongada depresión de los precios, interrum-
pida solamente entre 1915-20.100
Con el nuevo siglo, mejorar la calidad del tabaco se convir-
tió en una de las mayores preocupaciones de las autoridades,
tanto nacionales como regionales. La mejora del producto
nacional formaba parte del impulso dado en esos años a la

96
Baud, Peasants and Tobacco, passim. Ejemplos adicionales de las prácticas
de los campesinos en el manejo del tabaco se encuentran en: BM, 14:
379 (14 marzo 1902), 6 y 7; 14: 383 (20 abril 1902), 8; y 14: 386 (31 mayo
1902), 7-8.
97
Lluberes, «La crisis del tabaco». En marzo de 1902 se anunció con alarma
que de Alemania se había reembarcado tabaco dominicano por ser im-
posible venderlo y que, en consecuencia, varias firmas alemanas habían
cerrado sus créditos en el país. BM, 14: 379 (14 marzo 1902), 6.
98
Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 133-44.
99
Lluberes, «La crisis del tabaco», 21-2.
100
Baud, Peasants and Tobacco, 219-23. Sobre las condiciones económicas a
principios del siglo xx, ver José del Castillo y Walter Cordero, La economía
dominicana durante el primer cuarto del siglo xx, 2da ed. (Santo Domingo:
Fundación García-Arévalo, 1980); Bruce J. Calder, The Impact of Interven-
tion: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Aus-
tin: University of Texas Press, 1984), esp. 67-72; y Luis Gómez, Relaciones
de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed.
(Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), esp. 73-94.
Los campesinos del Cibao 199

economía exportadora.101 Por ejemplo, el Ayuntamiento de


Santiago impuso la llamada Ley de frutos de exportación, apro-
bada inicialmente en 1894, que tenía como objetivo crear un
sistema de control de calidad de los productos destinados al
mercado exterior.102 Sin embargo, la efectividad de esta medi-
da fue muy reducida porque algunos comerciantes no la cum-
plían, y por el hecho de que la ley era, más que nada, una ini-
ciativa local impulsada por el Ayuntamiento de Santiago.103 En
1902, el Inspector de Frutos denunció que unos comerciantes
de Las Lagunas (la actual Villa González) estaban exportando
productos en «malas condiciones».104 Más aún, la inspección
de frutos levantó una fuerte oposición por parte de comer-
ciantes y cosecheros, por lo que el gobernador de la provincia
tuvo que solicitar al Ayuntamiento de Santiago la derogación
de la ley. Según el Boletín Municipal de Santiago, el gobernador
actuó en tal sentido «por convenir así a la paz pública».105 En
todo caso, la Ley de frutos, abolida en 1917, duró muy poco y
tuvo una débil repercusión en la práctica.
Las décadas de los veinte y de los treinta fueron un período
de cambios en la economía del tabaco;106 estos cambios, en
última instancia, fueron impulsados por las transformaciones
del mercado. Localmente, los grandes elaboradores deman-
daron un producto de calidad superior al tradicionalmente
producido por los campesinos. La CAT, por ejemplo, empezó
a usar tabaco de olor en la fabricación de cigarrillos. En gran

101
Baud, Peasants and Tobacco, 174-98.
102
BM, 14: 383 (20 abril 1902), 8; 14: 386 (31 mayo 1902), 7; y 15: 393 (15
septiembre 1902), 7. Para una discusión más detallada sobre la inspec-
ción de frutos: Baud, Peasants and Tobacco, 187-91.
103
Baud, Peasants and Tobacco, 189-90.
104
BM, 14: 386 (31 mayo 1902), 7-8; y 15: 387 (26 junio 1902), 3.
105
BM, 15: 389 (12 julio 1902), 4. En 1917 la Asociación de Agricultores y
Ganaderos pidió al Ayuntamiento la puesta en vigor de la Ley de frutos,
que había sido aprobada en 1894. BM, 29: 962 (16 septiembre 1917), 4-5.
106
Michiel Baud, «La gente del tabaco: Villa González en el siglo veinte»,
CS, IX, 1 (1984): 118.
200 Pedro L. San Miguel

medida, el sistema de zonificación establecido por la compa-


ñía fue una manera de controlar la calidad del tabaco que se
compraba a los campesinos.107 Tal sistema le permitía adecuar
la producción campesina a sus exigencias, garantizando su su-
ministro de tabaco de olor. Probablemente lo mismo ocurrió
con la Tropical Tobacco Company, subsidiaria de Cullman Bros., es-
tablecida en Santiago a principios de la década de los treinta.108
Mejorar la calidad del tabaco dominicano se convirtió en
una necesidad urgente en vísperas de la depresión mundial
que empezó en la década de los veinte. A nivel internacional,
el tabaco dominicano se enfrentaba a la competencia de otros
países productores de la hoja. Durante este período, la Repú-
blica Dominicana competía con países como Java, Sumatra y
Brasil, además de Cuba –que ocupaba un puesto destacado en
este renglón, no tanto por el volumen de sus exportaciones,
sino por la excelente calidad de su tabaco–. Según un infor-
me de 1936 sobre el tabaco, varios países europeos estaban
promoviendo dicho cultivo en sus colonias. Muchas veces, este
tabaco podía servir, al igual que el dominicano, de materia
prima a las industrias europeas, llegando, en consecuencia, a
desplazarlo en los mercados metropolitanos. Así, entre 1925
y 1935 las exportaciones de tabaco descendieron de más de
22,000,000 de kilos a cerca de 7,000,000; el valor del taba-
co exportado bajó de $2,765,484 en el primer año a apenas

107
Entrevista con Carbonell. En un informe de 1926, se dice que la Compa-
ñía Anónima Tabacalera había seleccionado el tabaco de olor tipo «Su-
matra» como el más apropiado a sus necesidades; para ese año –refiere
el informe–, la semilla de dicho tabaco «está ya muy difundida en nuestras
zonas tabacaleras» (CCS, Informe de Luis Carballo, Secretario General
de la Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Santiago, 16 abril
1926. Subrayado añadido). Había quienes opinaban que este tipo de ta-
baco no era idóneo para la República Dominicana (Baud, Peasants and
Tobacco, 186).
108
Nancie González, «El cultivo del tabaco en la República Dominicana», C,
II, 4 (1975): 27.
Los campesinos del Cibao 201

$291,291.109 Ante esta situación, los comerciantes y las auto-


ridades hicieron esfuerzos adicionales por mejorar la calidad
del tabaco de exportación. La falta de una clasificación ade-
cuada de las hojas y la ausencia de uniformidad, debido a la
gran variedad de tabacos cultivados, eran dos de las principa-
les quejas de los compradores europeos con relación al tabaco
dominicano.110 Todavía en la segunda década del siglo la falta
de uniformidad lastraba la exportación de tabaco del Cibao.111
Para mediados de la década de los veinte, se comenzaron a
ver los primeros resultados positivos en la unificación de las
variedades de tabaco, tanto del de olor como del criollo. El es-
tablecimiento de una serie de semilleros permitió controlar las
variedades de tabaco sembradas por los cosecheros. Estos se-
milleros contaron con el auspicio de la Cámara de Comercio,
de los empresarios de la provincia de Santiago y de agencias
gubernamentales. Como resultado de la labor en estos semille-
ros, en el año de 1926 se repartieron sobre 4,000,000 de pos-
turas de tabaco. La distribución de posturas fue especialmente

109
AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936. Para comparaciones con las islas
de Cuba y Puerto Rico, ver José Rivero Muñiz, Tabaco: Su historia en Cuba,
2 tomos (La Habana: Instituto de Historia, Academia de Ciencias de la
República de Cuba, 1965); y Juan José Baldrich, Sembraron la no siembra:
Los cosecheros de tabaco puertorriqueños frente a las corporaciones tabacaleras,
1920-1934 (Río Piedras: Huracán, 1988).
110
Baud, Peasants and Tobacco, 184-87. En 1901 el Ayuntamiento de Santiago
intentó brindar mayor uniformidad en el cultivo, distribuyendo semillas
de tabaco del tipo «amarillo punta de lanza», una de las tantas variedades
del tabaco criollo. Años más tarde, en 1906, se intentó la siembra de 15
ó 20 tareas con tabaco proveniente de Cuba, con el fin de distribuir las
semillas entre los cosecheros de la comarca. Ver BM, 14: 367 (25 septiem-
bre 1901), 4; 17: 424 (20 julio 1904), 5; y 19: 508 (2 septiembre 1906),
3-4.
111
En 1918 uno de los regidores del Ayuntamiento de Santiago, comercian-
te de la plaza, se quejaba de la venta del tabaco denominado «criollito»;
otro miembro del Ayuntamiento volvía a proponer la unificación del
tabaco a partir de la distribución de semillas de la clase conocida como
«amarillo parado». BM, 29: 1004 (15 noviembre 1918), 19-20; y 29: 1005
(9 diciembre 1918), 17-8.
202 Pedro L. San Miguel

acertada ese año ya que, debido a la escasa cosecha del año


anterior, los agricultores se encontraban relativamente cortos
de semilla. Siguiendo la política de unificación de la produc-
ción, se repartieron semillas de la variedad de tabaco «amari-
llo parado».112
Uno de los propósitos de estos establecimientos era fo-
mentar la creación de semilleros particulares. Así, en 1927
se celebró un concurso entre los cosecheros con el fin de
seleccionar los mejores semilleros de tabaco, con premios
en metálico y en implementos agrícolas. En dicha compe-
tencia participaron 122 semilleros, con un total de 1,011
canteros. No obstante, todavía el uso de semilleros era bas-
tante limitado entre los campesinos de la región. En con-
secuencia, se amplió el programa de semilleros oficiales
«para suplir de posturas a los agricultores que por cualquier
causa no pudiesen hacer sus semilleros». La distribución de
posturas superó considerablemente la realizada el año ante-
rior; en 1927 se repartieron más de 7,000,000 de posturas.
Para la cosecha de 1927-28, las expectativas de la Cámara
de Comercio eran más altas todavía. La inscripción para el
concurso de ese año aumentó a 229 semilleros con un total
de 1,532 canteros. Ante el aumento de semilleros particu-
lares, se pensaba que se podría disminuir el número de los
oficiales, aunque estos no debían desaparecer del todo. La
experiencia de ese año, cuando un temporal causó graves
destrozos en los semilleros particulares, previno contra tal
posibilidad. La salvación de los cosecheros fueron los semi-

Baud, Peasants and Tobacco, 191. Como demuestra este autor, desde su
112

fundación, la CCS asumió como una de sus misiones fundamentales el


mejoramiento agrícola de la región. Con tal propósito, desarrolló cam-
pañas a favor del uso del arado, del mejoramiento de los cultivos (espe-
cialmente del tabaco) y del desarrollo de nuevos productos agrícolas. Ver
también: CCS, [Historia de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-
tura de Santiago de los Caballeros], c.1932; y Memoria que la Directiva de la
Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Santiago presenta a la Asamblea
General, 1926 (Santiago: Imprenta L.H. Cruz, 1927), 20-l.
Los campesinos del Cibao 203

lleros oficiales, gracias a los cuales se pudieron rehacer los


destruidos por el mal tiempo.113
A pesar del optimismo de muchas de las declaraciones ofi-
ciales, los resultados de estos años fueron un tanto ambiguos.
Para la cosecha de 1928-29 el concurso de semilleros no se
efectuó debido a que la mayoría de los semilleros inscritos –180
en total– fueron severamente afectados por un temporal.114 La
naturaleza, en efecto, interfería con frecuencia con los planes
de los sectores empresariales. En el año agrícola 1930-31, a pe-
sar de haberse repartido más de 30,000,000 de posturas de los
semilleros oficiales, la cosecha fue «una de las más pobres que
hemos tenido» debido al exceso de lluvias y a las granizadas.115
Aunque no del todo desalentadores, los intentos de unifica-
ción de las variedades de tabaco de exportación y de consumo
nacional tampoco avanzaban con la celeridad deseada por las
autoridades y los sectores mercantiles. En 1936 se decía:

...nuestro tabaco de exportación ha sido y lo es todavía,


pésimo. Nuestro «tabaco criollo» es malo. A este respecto
se han llamado siempre a engaño tanto nuestros pro-
ductores como los especuladores menores... Nuestro
tabaco de exportación no responde a ninguna clasifica-
ción de variedad, pues las clasificaciones que aquí se ha-
cen (por el tamaño y el estado de las hojas) no la tienen
en cuenta [en los países compradores]. En todos los

113
CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-
tura de Santiago presenta a la Asamblea General, 1927 (Santiago: Imp. La
Información, 1928), 18-23. Baud ha señalado que, precisamente, uno
de los propósitos del establecimiento de los semilleros era disminuir la
posibilidad de que se malograsen las cosechas (Peasants and Tobacco, 190).
114
CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-
tura de Santiago presenta a la Asamblea General, 1928 (Santiago: Imp. La
Información, 1929), 25-6.
115
CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-
tura de Santiago de los Caballeros presenta a la Asamblea General Ordinaria,
1931 (Santiago: Imp. La Información, 1932), 26-7.
204 Pedro L. San Miguel

conucos crecen, mezcladas las variedades siguientes,


bien distintas entre sí: «amarillo parado», «amarillo
punta de lanza» y «jagua» las cuales degeneran en varias
subvariedades como lo son el «lengua de vaca» y el «ore-
ja de burro»por la constante hibridación.116

Para entonces, otros factores impulsaron a comerciantes y


funcionarios a mejorar el tabaco dominicano. Las crecientes
dificultades encaradas en los países europeos –primero, por las
restricciones a la importación de materia prima dictadas por
Alemania y, luego, por la Guerra Civil en España– motivó la bús-
queda de nuevas variedades de tabaco, más apropiadas para ga-
nar terreno en el reñido mercado internacional. Se experimen-
tó, por ejemplo, con variedades como el Cuban Shade o tabaco
«cubano».117 Sin embargo, todavía no había unanimidad sobre
los tipos de tabaco más apropiados a las condiciones del país.
En el informe anual de la Cámara de Comercio de Santiago, se
insistía en la necesidad de tomar en consideración las diferen-
cias ecológicas del Cibao. La diversidad de suelos y la variedad
climatológica de la región hacían inoperante la unificación del
cultivo del tabaco. Para la zona medianamente húmeda –com-
puesta por algunas secciones de las provincias de Santiago, La
Vega y Moca–, era necesario «un tabaco de buen desarrollo, de
fina calidad para capas y de buen rendimiento». Por el contra-
rio, las zonas secas de Santiago a Monte Cristi y Puerto Plata,
requerían plantas de rápido desarrollo y gran resistencia a las
sequías.118 Las expectativas de la Cámara de Comercio eran que,
para la cosecha de 1938-39, se pudiesen repartir semillas y pos-

116
AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 de julio 1936. Subrayado en el original.
117
CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara de
Comercio, Industria y Agricultura presenta el Presidente de la Junta Di-
rectiva 1936».
118
CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara Ofi-
cial de Comercio, Industria y Agricultura del Cibao presenta el Presi-
dente de la Junta Directiva, 1937».
Los campesinos del Cibao 205

turas tomando en consideración estos factores. Irónicamente,


en dicho año agrícola el programa de semilleros oficiales tuvo
que ser suspendido por falta de fondos.119
El estallido de la guerra en Europa daría al traste con mu-
chos de los planes de fomento del tabaco diseñados por los
sectores mercantiles junto a las agencias oficiales. La brutal
caída de las exportaciones de tabaco paralizó el cultivo de la
aromática hoja. Los informes periódicos de las agencias ofi-
ciales durante la primera mitad de la década de los cuarenta
muestran el estado de postración en que se encontraba la pro-
ducción tabacalera. Ya en agosto de 1940 se habla de la situa-
ción ruinosa de los precios debido a las pocas posibilidades de
embarque del tabaco.120 A pesar de las condiciones imperantes
en esos años, las autoridades y los comerciantes, a través de la
Cámara de Comercio, continuaron con algunos de sus pro-
gramas, como la creación de semilleros y la distribución de
posturas y semillas.121
Con el fin de la guerra y la apertura de los mercados euro-
peos, la exportación de tabaco se recuperó espectacularmente
(gráfica 4.2). Aunque para la década de los cincuenta se había
logrado una mayor uniformidad en las variedades cultivadas,
no se habían resuelto del todo los graves problemas de calidad
que tradicionalmente habían aquejado al tabaco dominicano.
Entre los compradores, el principal atractivo de la hoja del
país era su baratura; su calidad adolecía por varias razones.
Primero, porque su secado no era el más adecuado. En efecto,
en los ranchos donde eran secadas, las hojas de tabaco eran
apelotonadas en sartas, lo que impedía un secado uniforme.
En segundo lugar, durante la fermentación, el tabaco era
humedecido en exceso, aumentando las probabilidades de ser
atacado por el moho o de pudrirse. Tercero, algunas de las

119
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 10 febrero 1939.
120
AGN, GS, 1940, Leg. 27, 30 agosto 1940.
121
AGN, GS, 1942, Leg. 146, s. f.
206 Pedro L. San Miguel

técnicas de cultivo de los cosecheros impedían el desarrollo


adecuado de las hojas. Finalmente, la falta de clasificación de
estas –resultado de la práctica de los campesinos de «arrancar
todas las hojas a la vez y enmanillarlas en las sartas», sin tomar
en consideración su estado de madurez ni el tamaño de las
mismas– también contribuía a desmerecer el tabaco de Repú-
blica Dominicana entre los importadores.122

GRÁFICA 4.2
EXPORTACIONES DE TABACO, 1905-60

Fuentes: Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el economercado


del tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales
y Centro de Investigación y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant
Politics: Struggle in a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1977), 30.

AGN, MA, 1956, Leg. 715, 10 mayo 1955.


122
Los campesinos del Cibao 207

A juzgar por las quejas de los comerciantes, en la década de


los cincuenta hubo una merma en las hojas de mejor calidad,
mientras aumentó la proporción de hojas inferiores. En 1955
se hace referencia «al poco porcentaje que vienen dando las
cosechas del tabaco de olor [de hojas] de las clases capa y capo-
te». Según el documento de marras, la causa de este fenóme-
no era el agotamiento de los suelos donde se cultivaba dicho
tabaco, por lo que se recomendaba su abono.123 Igualmente,
el tabaco de exportación se veía lastrado por un aumento en
las hojas de baja calidad. En 1956, la Compañía General de
Tabacos, una de las principales firmas exportadoras, se que-
rellaba ante el Instituto de Defensa del Tabaco por la enorme
«cantidad de hojas sueltas que los compradores de tabaco se
ven obligados a adquirir de los cosecheros».124 Del tabaco ad-
quirido de los cosecheros, las firmas comerciales se veían for-
zadas a comprar tanto como un 40 por ciento de tales hojas.
El representante de la CGT alegaba que, de no poder dispo-
ner de estas hojas, los cosecheros incluso se negaban a vender
el resto de su tabaco a las casas comerciales. Según él, se debía
desalentar la venta de hojas sueltas, sobre todo suprimiendo
la política gubernamental de garantizar un precio mínimo
a los cosecheros de tabaco, política que –decía– alentaba

123
CCS, «Memoria de la Cámara de Comercio de Santiago, 1955». Para la
cosecha de 1954-55, la proporción de capas y capotes de tabaco de olor
fue de menos del 12%. Se consideraba que esta proporción era insufi-
ciente para satisfacer la demanda de la industria nacional del tabaco.
124
AGN, MA, 1956, Leg. 715, 10 enero 1956. Dichas hojas eran residuos
que no habían podido ser incorporados en ninguna de las clasificacio-
nes convencionales por ser de pésima calidad o por haber sufrido daños
considerables.
El problema de la inadecuada clasificación de las hojas de tabaco había
sido un perenne dolor de cabeza para las casas comerciales. Para resolver
este problema, las firmas exportadoras empezaron a reclasificarlas des-
pués de recibirlas de manos de los cosecheros e intermediarios, quienes
solían prestar poca atención a tal aspecto. Al hacer esto, los exportadores
podían cumplir más cabalmente con las exigencias de empaque y calidad
de los compradores internacionales (Baud, «La gente del tabaco», 118).
208 Pedro L. San Miguel

la producción de tabaco malo. La supresión del precio míni-


mo favorecería, en cambio, «al buen cosechero», el que pros-
peraría, mientras que los «cosecheros malos» tendrían que
mejorar su producto o desaparecerían. Es decir, la mano in-
visible del mercado actuaría en pro «de la calidad del tabaco
dominicano».
A pesar de las quejas, para la década de los cincuenta los
sectores comerciales del Cibao habían logrado ajustar mucho
mejor la producción campesina a las exigencias del mercado
mundial.125 El fortalecimiento del Estado a partir de la década
de los treinta viabilizó una serie de medidas de difícil imple-
mentación a comienzos del siglo. La distribución de semillas
a los campesinos se hizo usual a partir de entonces. Durante
esos años, empezaron a ponerse en práctica medidas ideadas
a principios de siglo, pero que tuvieron entonces un efecto
limitado. Así, la inspección de frutos, que se había estrellado
contra los particularismos y el poco alcance de las autoridades
locales, fue puesta otra vez en vigor durante la dictadura de
Trujillo.126
El éxito de tales medidas, sin embargo, se vio obstaculizado
por las dificultades que confrontó la economía de exportación
dominicana durante la década de los treinta. Las inestables
condiciones del mercado internacional repercutían en pre-
cios bajos y en cosechas sin vender. En la segunda mitad de
la década de los cuarenta, la exportación de tabaco empezó a
recuperarse de la prolongada crisis que se inició en la década
de los veinte. Esta recuperación inauguró una nueva etapa en

Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 213.


125

AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 31 octubre 1936. La Cámara de Comer-


126

cio, bajo la supervisión de la Secretaría de Agricultura, desarrolló, año


tras año, una «campaña del tabaco» orientada a garantizar una buena
cosecha de la hoja. Aunque estas campañas empezaron antes de 1930, su
continuación durante las décadas siguientes fue posible gracias a la es-
tabilidad política existente durante la dictadura. Ver Baud, Peasants and
Tobacco, 192-93; AGN, GS, 1929, Leg. 9, 1 marzo 1929; y SA, 1938, Leg.
347, 5 septiembre 1938.
Los campesinos del Cibao 209

la economía tabacalera dominicana. Como resultado del alza


de los precios, aumentaron las exportaciones de tabaco, sobre
todo al finalizar la Segunda Guerra Mundial; lo mismo suce-
dió con el café y el cacao. La expansión del crédito rural fue
una de las consecuencias de esta bonanza, como se verá en el
capítulo siguiente. Los precios altos y el crédito representaban
unos poderosos incentivos que alentaron a muchos coseche-
ros a mejorar sus técnicas de producción y, en consecuencia,
la calidad de su tabaco.

Las transformaciones de la economía campesina

En más de un sentido, el capital mercantil desempeñó un


papel decisivo en el desarrollo de una economía campesina
estrechamente vinculada con la economía de mercado. Por
ejemplo, cuando la CAT estableció su sistema de zonificación,
se esforzó por atraer a los pequeños productores de tabaco.
Los jefes de zona, quienes tenían un conocimiento de primera
mano sobre los habitantes de sus respectivas secciones, daban
avances de dinero a campesinos que no contaban con otras
fuentes de crédito. Estos, por tal razón, no podían cultivar
cantidades apreciables de tabaco, a pesar de ser vistos como
«cumplidores», es decir, dignos de confianza.127 Ahora bien,
este desarrollo de la economía rural acarreó cambios impor-
tantes para el campesinado. En primer lugar, los campesinos
se fueron haciendo cada vez más dependientes del mercado
para satisfacer sus necesidades básicas. Los cultivos comercia-
les tendieron a desplazar a los cultivos de subsistencia y a
la crianza de animales como las principales actividades del
campesinado. Esta ha sido una tendencia general de la eco-
nomía dominicana durante el siglo xx; pero al financiar los
cultivos de exportación, los comerciantes contribuyeron de

Entrevista con Carbonell.


127
210 Pedro L. San Miguel

forma directa a instar a los campesinos a comercializar sus ac-


tividades productivas.
Con el financiamiento de la agricultura de base campesina,
el comerciante obtuvo un mayor control sobre aspectos clave
de la economía rural. Los prestamistas, por lo general, exigían
a los agricultores un colateral, que era la cosecha en la mayoría
de los casos. En agosto de 1924, Domingo Hernández prestó
255 pesos oro a Amadeo Pérez, agricultor de Guazumal; como
garantía, Pérez ofreció una cosecha de tabaco valorada en 300
pesos oro. Muchas veces los campesinos tenían que empeñar
sus cosechas «a la flor», lo que mermaba su valor en el mercado.
En noviembre de 1923, por ejemplo, Luis Abreu hipotecó una
cosecha de tabaco sin recoger, con un valor estimado de 90 dó-
lares; sin embargo, solo recibió 54 dólares en efectivo, lo que
representa apenas el 60 por ciento del valor de la cosecha.128
Los préstamos concedidos sobre las cosechas proporcionaban
al acreedor una doble ganancia. En primer lugar, los presta-
mistas obtenían un beneficio al imponer un interés sobre el
dinero adelantado (por lo general, el 1 por ciento mensual,
aunque podía ser más alto aún); y, en segundo lugar, ganaban
cuando vendían las cosechas, adquiridas a un costo inferior a
su valor real, al precio del mercado.
Además de las cosechas, también se hipotecaban las tierras.
En 1909, Isaías Torres, agricultor de Jicomé, contrajo una
deuda de 260 pesos con el comerciante de Navarrete, Alberto
Asencio. Como garantía del préstamo, Torres hipotecó varios
conucos que poseía en Esperanza.129 Aunque en este caso con-
creto el deudor no tuvo problemas para satisfacer su deuda,
no siempre sucedía así. Por ejemplo, Nicolás Sosa hipotecó 12
tareas a favor de Manuel Antonio Valverde, comerciante resi-
dente en la ciudad de Santiago, para garantizar un préstamo de
50 pesos. El préstamo, notariado el 18 de diciembre de 1918,

AGN, AP, Lib. 3, 1923-24, 11 agosto 1924 y 23 noviembre 1923.


128

ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, 9 febrero 1909, fs. 31v-3v.


129
Los campesinos del Cibao 211

vencía en julio de 1919; pero la hipoteca no fue cancelada


hasta junio de 1920.130 No todos los agricultores podían pagar
sus deudas, y, por eso, perdían las propiedades hipotecadas.
José Dolores Liz, pongamos por caso, hipotecó dos predios a
favor de Manuel de Jesús Tavares, comerciante de Santiago; el
préstamo, otorgado en noviembre de 1912, vencía en agosto
de 1913. Liz no liquidó su deuda a tiempo y sus propiedades
fueron embargadas; posteriormente intentó pagar la deuda,
pero Tavares no aceptó el pago.131 El Registro de la Propiedad
Territorial contiene evidencia adicional de la pérdida de fincas
que sufrieron los propietarios rurales a causa de sus deudas.
José A. Bermúdez, uno de los más poderosos empresarios de
Santiago, adquirió varias propiedades por medio de las retro-
ventas, un tipo de hipoteca. De esta forma, en 1907 obtuvo
cuatro cordeles de Ana Peralta y catorce cordeles de tierra de
Vicente Toribio.132 El endeudamiento, por tanto, permitía a
los acreedores adquirir tierras a expensas de los agricultores.
En este sentido, el crédito, aunque posibilitaba un mayor gra-
do de comercialización de la producción rural, se convirtió en
una fuente potencial de dificultades para el campesinado.
Hubo casos en los que las deudas constituyeron un meca-
nismo usado por los acreedores con el fin primordial de acu-
mular tierras. En la lista municipal de patentes de 1917, Ureña
Hermanos aparecen clasificados como especuladores en fru-
tos, lo que indica que se dedicaban al negocio de productos

130
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 4, 18 diciembre 1918, fs. 732-32v.
131
TT, DC 3 (ADC 120), Dec. 12 (4 junio 1943), parcs. 284 y 290. Aun cu-
ando Liz continuó ocupando la tierra, Tavares se la vendió a José Durán
Liz, quien la reclamó como suya ante el TT en 1943.
132
AS, CH, RPT, Lib. A, 1912-13, Nos. 61 y 66, 4 noviembre 1912. Es suma-
mente difícil calcular con cuánta frecuencia los prestamistas recurrían
a las deudas sin pagar para obtener las propiedades ofrecidas como
garantías. Muchas veces, el Registro de la Propiedad no ofrece detalles
sobre la naturaleza de las transacciones mediante las cuales los bienes
raíces cambiaban de dueño. Son bastante frecuentes anotaciones impre-
cisas, como «acto auténtico», «traspaso» y «acto bajo firma privada».
212 Pedro L. San Miguel

de exportación.133 Además, Emilio y Arturo figuraban entre los


prestamistas más conspicuos de Santiago; gracias a su intensa
actividad, los Ureña se convirtieron en propietarios de varias
fincas en la zona rural de Santiago.134 También había presta-
mistas –fundamentalmente usureros– cuyas ganancias prove-
nían ante todo de los intereses cobrados sobre los préstamos
concedidos. Para estos, una segunda fuente de beneficios es-
taba constituida por la especulación con las tierras incautadas
a los que no podían pagar sus deudas. Tal era seguramente el
caso de James Palmer, fotógrafo de Santiago, y del médico José
Eldón, quienes también aparecen como activos prestamistas,
y que, a comienzos del siglo, acumularon varios predios de
tierra en la común de Santiago.135
Sin embargo, las grandes casas comerciales de Santiago no
tenían un interés especial en forzar la expropiación del cam-
pesinado. Naturalmente, los comerciantes adquirían tierras a
través de diversos medios y, a menudo, se convertían en dueños
de grandes propiedades. En 1914, la firma Augusto Espaillat
Sucesores era propietaria de cientos de hectáreas de bosque
en San José de las Matas y en Jánico.136 La Compañía Anónima
Tabacalera, por su parte, era dueña de casi 200 hectáreas de
tierra en Sabana Grande y Hato del Yaque.137 En 1918, Ansel-
mo Copello, uno de los socios principales de la CAT, tenía unas
170 hectáreas que había comprado a Manuel O. Ariza, comer-
ciante de Peña.138 Con todo, son bastante escasas las pruebas de

133
BM, 29: 53 (21 julio 1917), 1.
134
AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, No. 1127, 15 julio 1913 y No. 1150, 2 agosto
1913; Lib. F, 1916-17, Nos. 7101-2, 1 diciembre 1916; Lib. H, 1915-17,
Nos. 8455-56, 6 noviembre 1917 y Nos. 8832-38, 28 noviembre 1917.
135
ANJR, PN: JD, 1905, t. 1, 8 febrero 1906, fs. 16-6v; 22 febrero 1906, fs. 37-
7v; t. 2, 1 agosto 1906, fs. 185-85v; 13 septiembre 1906, fs. 231-31v; 1909,
t. 2, 1 junio 1909, fs. 128-29v; AS, RPT, Lib. G, No. 7587, 19 mayo 1917,
No. 7609, 4 junio 1917 y No. 7646, 18 junio 1917.
136
AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15, Nos. 1702-58, 14 abril 1914.
137
AS, CH, RPT, Lib. F, 1916-17, No. 6229, 4 septiembre 1916.
138
AS, CH, RPT, Lib. J, 1917-18, No. 992, 4 octubre 1918.
Los campesinos del Cibao 213

la acumulación de tierras por parte de estas compañías debido


al endeudamiento de los agricultores. Más importante aún, a
pesar de que los comerciantes de Santiago llegaban a conver-
tirse en terratenientes, seguían dependiendo del campesinado
para satisfacer su demanda de cultivos de exportación.
Aunque los comerciantes no se convirtieran en productores,
ejercían una influencia directa sobre el campesinado debido a su
estratégica posición en la economía de exportación del Cibao;
incluso, fueron capaces de imponer nuevas condiciones de
producción al campesinado.139 Estas exigencias tenían un efec-
to directo sobre los recursos económicos y humanos de los sec-
tores campesinos. Si en el siglo xix –y todavía en gran medida
en las primeras décadas del siguiente–, los campesinos podían
contar con el producto de sus cosechas en cuatro meses, las
nuevas prácticas conllevaron una extensión del ciclo producti-
vo del tabaco. Y no se trataba únicamente de la ampliación del
ciclo productivo: las exigencias con relación a la preparación
de los suelos, los semilleros y el trasplante, junto a las demás
atenciones a que debía ser sometido el tabaco mientras estaba
en el campo, durante la cosecha o cuando se acondicionaba
en los ranchos, conllevaron una intensificación de las activida-
des productivas. Todo esto se traducía, en última instancia, en
jornadas de trabajo más intensas y en una mayor necesidad de
mano de obra. Por otro lado, el acondicionamiento y cuidado
de los tabacales requería gastos adicionales, por ejemplo: en
abonos, pesticidas y en mejoras a los ranchos de tabaco. Es
decir, las crecientes exigencias productivas forzaban a los cam-
pesinos a buscar nuevas fuentes de financiamiento debido a
sus limitados recursos monetarios.
Además, la alteración del ciclo productivo del tabaco inter-
fería con otras actividades de los campesinos, especialmente

Baud, Peasants and Tobacco, 173-83. Ver, además: Carballo, Cartilla; y CCS,
139

Memoria, 1926, 18-20; CCS, Cuestionario sometido por el Sr. William E.


Dunn, Agente Especial de Emergencia del Gobierno, a las Cámaras de
Comercio del País, 24 marzo 1932.
214 Pedro L. San Miguel

con el cultivo de frutos de subsistencia. En Santiago al menos,


era muy común que los terrenos tabacaleros fuesen emplea-
dos, en rotación o mediante el cultivo intercalado, en la siem-
bra de maíz.140 Todavía en la década de los treinta se indicaba
que los cosecheros de tabaco solían sembrar sus tierras de este
grano entre agosto y septiembre; luego de la cosecha de maíz,
que tenía lugar entre noviembre y enero, se sembraba el ta-
baco. Dicha práctica contribuía de forma directa a retrasar la
siembra de tabaco hasta los meses secos de enero en adelan-
te.141 La coincidencia de los ciclos agrícolas de ambos cultivos
imponía una doble exigencia sobre el campesino: de mano de
obra y de tierra. Aunque el maíz solía sembrarse intercalado
con el tabaco, esta práctica no era favorecida por los comer-
ciantes.142 Para los cosecheros con suficiente tierra, para quie-
nes era viable mantener campos separados para los respectivos
cultivos, los requisitos productivos de los sectores comerciales
probablemente no resultaban tan onerosos. Pero para los cam-
pesinos con poca tierra, estas presiones limitaban sus opciones
de supervivencia. Seguramente muchos campesinos tuvieron
que reducir sus siembras de maíz, al igual que las de otros cul-
tivos de subsistencia, con el fin de concentrarse en los cultivos
comerciales. En términos de la fuerza de trabajo, brindar el
cuidado exigido al tabaco podía conllevar, igualmente, dismi-
nuir la atención prestada a los cultivos de subsistencia, o jorna-
das de trabajo más intensas para los miembros de las familias
campesinas.

140
Ver la discusión sobre los patrones en el uso de la tierra en el capítulo
VI. Además: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the
Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral,
Columbia University, 1987), 331 y 335-37; y Baud, Peasants and Tobacco,
60-3.
141
Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República
Dominicana [1939] (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976),
216; y CCS, Cuestionario sometido por el Sr. Dunn.
142
Baud, Peasants and Tobacco, 177.
Los campesinos del Cibao 215

La generalización del sistema de zonas tabacaleras también


tuvo un efecto directo sobre el campesinado cibaeño. Para la
década de los treinta, todavía se consideraba que la totalidad
de la provincia de Santiago, a excepción de las lomas, era apta
para el cultivo del tabaco. Y, en efecto, permitiéndolo las con-
diciones atmosféricas, la planta se sembraba en buena parte
de la región.143 No obstante, a medida que se trató de mejorar
la calidad del tabaco con el fin de adecuarlo a los dictados del
mercado, hubo una mayor preocupación por los suelos en que
se cultivaba, intentándose hacer las siembras en las tierras más
apropiadas a las diversas variedades de tabaco. Aunque de ma-
nera incipiente, ya para las tres décadas comprendidas entre
1920 y 1950 las firmas compradoras habían identificado zonas
idóneas para la cosecha de varios tipos de tabaco; en estas re-
giones, la injerencia de las casas tabacaleras era más directa.
En ocasiones, la mayor presencia de los comerciantes en estas
zonas era motivada por la especialización de los campesinos en
el cultivo del tabaco, resultado a su vez de condiciones ecológi-
cas particulares. En Villa González, por ejemplo, parece que la
relativa aridez de la región limitaba la expansión de la produc-
ción de cultivos de subsistencia. Aquí todavía se siembran maíz
y otros productos de subsistencia, además de tabaco, a través de
la rotación de cultivos. En esta región, al igual que en toda la
Línea Noroeste, la agricultura de subsistencia no ha sido tan va-
riada como en otras regiones del Cibao. Por el contrario, aquí
las condiciones ecológicas han propiciado una mayor especiali-
zación en la siembra de tabaco.144
En otras partes del Cibao, por el contrario, la ecología fa-
voreció la agricultura mixta. Lugares como Licey, Moca y San
Víctor han contado, por lo general, con una agricultura más
diversificada que Villa González. Incluso en secciones rurales

143
CCS, Cuestionario sometido por el Sr. Dunn. Sorprendentemente, el
abarcador estudio de Chardón presta poca atención a los tipos de suelos
en que se cultivaba el tabaco (Reconocimiento, 216).
144
Baud, «La gente del tabaco».
216 Pedro L. San Miguel

enclavadas en las montañas, como Pedro García, donde el


café ha tenido una posición predominante, pero donde las
condiciones ecológicas son muy favorables, los campesinos
continuaron practicando una agricultura diversificada. Sin
embargo, a medida que se ha puesto más interés en los suelos
y en las zonas de cultivo, se ha fomentado la especialización de
los cosecheros.145 Esto ha provocado el abandono del cultivo
del tabaco por aquellos campesinos que no tenían acceso a
terrenos adecuados, según los criterios de las firmas tabacale-
ras. La zonificación tabacalera prevaleciente hoy en día es, en
fin, un resultado histórico, producto de las presiones ejercidas
por comerciantes y funcionarios gubernamentales sobre los
campesinos. En el Cibao, la «mano invisible» de Adam Smith
ha adoptado manifestaciones nada etéreas.
Muchas veces, los campesinos pensaban que los requisitos de
los comerciantes respecto a la calidad del tabaco no siempre
se reflejaban en el precio que les pagaban por sus cosechas.146
Para obtener mejores precios, los campesinos en ocasiones en-
frentaban a los comerciantes; por ejemplo, podían retener sus
cosechas hasta que los precios subieran.147 En otras ocasiones,
los campesinos intentaban engañar a los comerciantes con
relación a la calidad de su tabaco; o sencillamente no paga-
ban sus deudas. Todavía durante la década de los cincuenta,
a pesar de todas las regulaciones existentes, muchos campe-
sinos se aferraban a estas prácticas, que las autoridades y los
comerciantes lamentaban.148 Pero estas estrategias eran efec-
tivas, como mucho, solo a corto plazo. A la larga, la posición
privilegiada de los comerciantes en la economía tabacalera les
permitía derrotar o socavar las resistencias campesinas.
Además, las alternativas del campesinado frente a los
comerciantes tienen un límite muy preciso, definido por las

145
Zonificación y tipificación.
146
Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 182.
147
AGN, SA, 1931, Leg. 117, 17 agosto 1931.
148
AGN, MA, 1956, Leg. 714, 26 junio 1956; y Leg. 715, 10 mayo 1955.
Los campesinos del Cibao 217

exigencias del mercado y por su capacidad de adaptación a


ellas. Durante buena parte del siglo xx, el campesino cibaeño
pudo seguir produciendo tabaco negro debido, precisamente,
a la demanda del mercado, sobre todo de los compradores en
Europa. Sin embargo, las condiciones cambiantes del merca-
do internacional a partir de la década de los cuarenta produje-
ron la transformación gradual de la economía tabacalera de
base campesina, del todo patentes a partir de la década de
los sesenta. Como los compradores a nivel internacional han
exigido un tabaco de mejor calidad, los comerciantes de la Re-
pública Dominicana intentaron que la producción de los cose-
cheros respondiese a este requisito. El campesinado del Cibao,
en buena medida, se adaptó a estos cambios. Sin embargo, un
número cada vez mayor de campesinos se quedó rezagado en
este intento de adaptación a las condiciones del mercado. Para
los campesinos más pobres, las alternativas fueron particular-
mente reducidas. Ellos no solo vieron limitarse sus fuentes de
crédito sino que la escasez de otros recursos –sobre todo la
tierra– les ha hecho muy difícil lograr esta transición. Durante
la década de los cincuenta, la tierra se hizo más inaccesible; en
consecuencia, un número cada vez mayor de cosecheros de ta-
baco tuvo que depender del arrendamiento y de la aparcería,
en lugar de la plena propiedad, para lograr acceso al suelo.149
Para muchos, la falta de dinero constreñía sus posibilidades de
obtener mano de obra y de adquirir insumos.
Las nuevas condiciones en el mercado mundial, evidentes
ya en los años cincuenta, impulsaron cambios adicionales en
la economía tabacalera cibaeña durante las décadas siguien-
tes. El aumento en el consumo de cigarrillos, junto a la rela-
tiva disminución en el uso de cigarros, conllevó una mayor

El Censo Tabacalero de 1963 muestra que alrededor del 25 por ciento de


149

las fincas de tabaco estaban en arrendamiento, usufructo y otras formas


de tenencia. Instituto del Tabaco de la República Dominicana, «Primer
censo tabacalero nacional, 1963: Datos preliminares» (Mimeografiado,
1963).
218 Pedro L. San Miguel

demanda de tabacos rubios.150 Esto, acompañado de nuevas


técnicas de fabricación de cigarrillos que tendían a ahorrar
materia prima, presagiaba alteraciones en la estructura del co-
mercio mundial de tabaco que implicarían –según un docu-
mento de la época– una «competencia más enconada a largo
plazo». Ante tales perspectivas, los exportadores y los funcio-
narios del Gobierno se aprestaban a la lucha. Desde finales de
la década de los cincuenta, se iniciaron nuevos experimentos
con otras variedades de tabaco, como el tipo «Virginia» y el
«Burley». A nivel mundial, la producción de tabaco de la varie-
dad «Virginia» había tomado ímpetu a partir de la década de
los treinta; para finales de la década de los cincuenta ya se cul-
tivaba en Haití. Según Jean Stubbs, Cuba, en apenas dos años
(1956-58), quintuplicó su producción de tabaco «Burley».151
Sin embargo, por las técnicas de elaboración requeridas y
por los costos de producción que conllevaba, la propagación
de dicha variedad anunciaba el surgimiento de un nuevo tipo de
agricultor, de corte empresarial, distinto al tradicional campe-
sino tabacalero dominicano.152

150
AGN, MA, 1960, Leg. 1289, 23 junio 1961.
151
AGN, MA, 1960, Leg. 1289, 22 enero 1960, 18 febrero 1960, y 17 y 26
septiembre 1960; y Jean Stubbs, Tabaco en la periferia: El complejo agro-in-
dustrial cubano y su movimiento obrero, 1860-1959 (La Habana: Editorial de
Ciencias Sociales, 1989), 60.
152
La nueva situación, que implicó una mayor diferenciación social entre
los cosecheros de tabaco, es constatada en el estudio de Ferrán, Tabaco y
sociedad.
Capítulo v
La economía rural y el crédito

Comerciantes-crédito-campesinos

El primero de julio de 1918, Francisco Estrella, residente


en La Ceibita, una sección rural del municipio de Santiago,
concurrió con Eliseo Pérez, vecino de López, a la oficina del
notario José María Vallejo. Estrella se declaró deudor de Pé-
rez por la cantidad de «sesenta pesos oro americano», los que
había recibido en calidad de préstamo. Por esta cantidad, Es-
trella debía pagar, por el lapso de un año, un interés de 4%
mensual. El monto mensual de este interés –es decir, 2.4 pesos
oro– debía ser pagado «en la morada del acreedor». Como era
de rigor en estos casos, el deudor comprometió «sus bienes
presentes y futuros» al saldo de esta deuda.1
Los términos de este contrato son sumamente elocuentes
sobre el tejido económico y social en el que se desenvolvía el
campesino cibaeño. En primer lugar, hay que notar la cantidad
de dinero envuelta: aunque no era una gran cantidad de di-
nero, 60 pesos no eran nada despreciables para un campesino
dominicano de principios de siglo. En una zona de tierras de
regular calidad, con dicha suma se podían comprar, a 5 pe-
sos cada una, 12 tareas de tierra. Si en vez de comprar tierras

ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 345-45v.


1

219
220 Pedro L. San Miguel

optaba por adquirir animales, el campesino tenía varias alter-


nativas para invertir sus 60 pesos. Por ejemplo, podía comprar
2 «vacas madres», a 30 pesos por cabeza; 3 novillos, valorado
cada uno en 20 pesos; ó 30 becerros, a razón de 2 pesos. Si su
preferencia era la crianza de cerdos, con sus 60 pesos podía
adquirir 10 puercos grandes, 15 regulares ó 20 pequeños. Los
intereses que Estrella debía pagar a Pérez tampoco resulta-
ban poca cosa para un campesino de la época. A razón de 4%
mensual, en un año, Estrella tendría que pagar a su acreedor
un total de 28.8 pesos oro. Es decir, los intereses pagados eran
equivalentes al valor de 14 becerros, o de 4 cerdos grandes; o
de 7 cerdos regulares o de 14 pequeños.2 ¿Cuántos campesinos
podían, en apenas un año, aumentar sus bienes de tal manera?
Seguramente muy pocos.
El ejemplo ofrecido es aleccionador: probablemente nin-
gún otro elemento de la economía de mercado resulta tan
contradictorio para el campesinado como el crédito. Los cam-
pesinos necesitan dinero en efectivo tanto para promover sus
actividades productivas como para adquirir artículos de con-
sumo. Pero, debido a lo escaso de sus recursos monetarios,
usualmente tienen que tomar dinero prestado y adquirir a
crédito buena parte de los bienes que consumen. Por lo tan-
to, los campesinos recurren a diferentes fuentes de crédito;
generalmente son los notables locales o los habitantes de las
ciudades los que cumplen este papel. Como muestra el caso de
Estrella, aunque a corto plazo el crédito permite a los campe-
sinos afrontar necesidades perentorias –ya sean productivas o
de consumo–, a largo plazo, tiende a drenar sus recursos. Así,
el crédito hace que los campesinos queden atados a los comer-
ciantes y prestamistas, lo que tiende a socavar su autonomía
económica.3

2
Sobre los precios de las tierras, ver el capítulo VI. Los precios de los ani-
males se obtuvieron en: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10.
3
Al respecto, ver Florencia E. Mallon, The Defense of Community in Peru’s
Central Highlands: Peasant Struggle and Capitalist Transition, 1860-1940
Los campesinos del Cibao 221

Los prestamistas se benefician de diversas formas de sus


relaciones económicas con los habitantes de la ruralía. Por
ejemplo, es común que cobren intereses –generalmente eleva-
dos– por el dinero que prestan a los campesinos. En Santiago,
en muchos de los préstamos concedidos a los agricultores, el
interés estipulado oficialmente era de 1% mensual. Sin em-
bargo, era común que el interés efectivo superase por mucho
esta cifra.4 Asimismo, por medio del crédito, los comercian-
tes logran controlar la producción agraria. Para los sectores
mercantiles, sobre todo para los orientados a la exportación,
el crédito forma parte crucial de las complejas redes econó-
micas que los vinculan a los productores. Por otro lado, con
frecuencia, el crédito ha propiciado la adquisición de tierras
por los grupos mercantiles; el otro lado de la moneda es, por
supuesto, el desposeimiento de los campesinos. En fin, el cré-
dito ha sido uno de los mecanismos principales mediante los
cuales el campesinado ha quedado inmerso en la economía
de mercado.
Sin embargo, pocas investigaciones han intentado evaluar
–desde una perspectiva histórica– el efecto del crédito sobre
las economías campesinas. Al igual que en el caso de los co-
merciantes, en América Latina y el Caribe, el crédito ha sido
estudiado principalmente en economías mineras o en regio-
nes dominadas por los latifundios.5 De manera particular, hay

(Princeton: Princeton University Press, 1983); Laird W. Bergad, Coffee


and the Growth of Agrarian Capitalism in Nineteenth-Century Puerto Rico (Prin-
ceton: Princeton University Press, 1983); Fernando Picó, Amargo café (Los
pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo xix)
(Río Piedras: Huracán, 1981); y William Roseberry, Coffee and Capitalism
in the Venezuelan Andes (Austin: University of Texas Press, 1983).
4
Walter Cordero et al., Tendencias de la economía cafetalera dominicana,
1955-1972 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,
1975), 44.
5
Además de los trabajos citados en la nota 2 del capítulo IV, ver Eric
Van Young, Hacienda and Market in Eighteenth-Century Mexico: The Rural
Economy of the Guadalajara Region (Berkeley: University of California
222 Pedro L. San Miguel

pocos estudios que planteen la relación existente entre el cré-


dito y los ciclos económicos. Esta ausencia tiende a producir
una imagen unidimensional y monocromática del crédito. En
efecto, generalmente el crédito es visto solamente como un
mecanismo de desposesión del campesinado. No obstante,
el crédito, lejos de ser un elemento invariable en la relación
entre comerciantes y agricultores, está definido por las con-
diciones específicas del mercado. Estas condiciones, medibles
a través del estado de las exportaciones, constituyen, por así
decirlo, el marco de las relaciones económicas entre produc-
tores y comerciantes. En este capítulo intento, precisamente,
realizar una aproximación a este problema. Con este examen
pretendo arrojar luz sobre los factores que determinan, en
coyunturas económicas particulares, las relaciones entre los
sectores mercantiles y los campesinos.

Press, 1981); Enrique Florescano (ed.), Haciendas, latifundios y planta-


ciones en América Latina (México: Siglo XXI y CLACSO, 1975); Eugene
L. Wiemers, Jr., «Agriculture and Credit in Nineteenth-Century Mexi-
co: Orizaba and Cordoba, 1822-71», HAHR, 65 (1985): 519-46; Richard
P. Hyland, «A Fragile Prosperity: Credit and Agrarian Structure in the
Cauca Valley, Colombia, 1851-87», HAHR, 62 (1982): 369-406; Linda
Greenow, «City and Region in the Credit Market of the Late Colonial
Guadalajara, Mexico», JHG, X (1984): 263-78, y «Spatial Dimensions of
the Credit Market in Eighteenth-Century Nueva Galicia», en: David J.
Robinson (ed.), Social Fabric and Spatial Structure in Colonial Latin America
(Syracuse: Department of Geography, Syracuse University, 1979), 227-
79; y María Isabel Bonnin, «Los contratos de refacción y el decaimiento
de la hacienda tradicional en Ponce, 1865-1880», Op. Cit., 3 (1987-88):
123-50. Varios historiadores de las sociedades rurales latinoamericanas
han estudiado el crédito, principalmente, como un medio de obtención
de mano de obra. Como muestra, ver Arnold J. Bauer, «Rural Workers
in Spanish America: Problems of Peonage and Oppression», HAHR, 59
(1979): 34-63.
Los campesinos del Cibao 223

El crédito en la sociedad cibaeña

En la sociedad rural dominicana, el crédito adquirió diver-


sas formas, aunque usualmente se trataba de préstamos a corto
plazo de sumas pequeñas. Estos préstamos tenían el propósi-
to de refaccionar a los agricultores; con el dinero recibido,
sufragaban los costos de las cosechas y adquirían bienes de
consumo. Popularmente, estos préstamos eran denominados
«avances» ya que generalmente los mismos se daban como un
adelanto antes de la cosecha. Aunque de poca monta, el pago
de los préstamos era garantizado con la cosecha o con una
propiedad. Por ejemplo, en noviembre de 1923, Luis Abreu,
de Canca, tomó prestado RD$54.00 a Julián M. Haddad. Como
garantía de dicho préstamo, Abreu ofreció su cosecha de ta-
baco –la que no había sido recogida al momento en que se
realizó el préstamo–, valorada en RD$90.00. En otro caso, Juan
Francisco Morel comprometió su cosecha de café, tasada en
RD$50.00, por los RD$36.00 que recibió en préstamo de José
Elías Sem. Mientras que en el primer ejemplo el término del
préstamo fue de nueve meses, en el segundo fue de dos meses.6
Este tipo de préstamo conllevaba pérdidas considerables
para los cosecheros, ya que el avance en efectivo era siempre
mucho menor que el valor real de la cosecha. Más aún, existen
pruebas de que, cuanto menor era el valor estimado de la cose-
cha, mayor era la diferencia entre este y la cantidad adelantada
al agricultor. Así, en un grupo de préstamos efectuados entre
1923 y 1924, para aquellos que fueron garantizados con cose-
chas valoradas en más de 100 pesos, los avances representaron
el 68% del valor de la cosecha. Sin embargo, en los casos en los
que el valor de la cosecha fluctuó entre 31 y 99 pesos, el dinero
adelantado alcanzó el 58% del valor de la misma; y en los prés-
tamos de menos de 30 pesos, los avances representaron solo

AGN, AP, Lib. 3, 1923-24.


6
224 Pedro L. San Miguel

el 53% del valor estimado de la cosecha.7 Esto sugiere que,


proporcionalmente, sobre los campesinos más pobres recaía
una carga económica más pesada que sobre los productores
que se encontraban en una posición más desahogada.
Generalmente las transacciones económicas entre los pres-
tamistas y los agricultores eran de carácter privado; es decir,
no se registraban públicamente ni se notariaban. Por lo tan-
to, la evidencia sobre las transacciones crediticias informales
o privadas es escasa. Parece que solo en casos excepcionales
–como cuando el préstamo era por una cantidad considerable,
o cuando el acreedor se hallaba muy endeudado– se registra-
ban formalmente estos préstamos. Aunque la mayoría de los
préstamos no se inscribían, tanto los archivos notariales como
otras fuentes documentales contienen un buen número de este
tipo de transacciones, mayormente escrituras hipotecarias, que
se pueden utilizar para obtener un cuadro de las tendencias
generales del crédito en la región cibaeña, de forma particular
en el municipio de Santiago.
Los dos tipos principales de préstamos garantizados por una
propiedad eran las hipotecas y las retroventas, que, de hecho,
son un tipo de hipoteca. Estrictamente hablando, la diferencia
entre la hipoteca y la retroventa estriba en que, en esta última,
la propiedad es vendida bajo el entendido de que el dueño
original tiene el derecho de volver a adquirirla dentro de un
período determinado. Si el dueño original no readquiere la
propiedad, esta pasa a ser, con toda la fuerza de la ley, del com-
prador. Así, la retroventa conlleva el intercambio de una pro-
piedad (o del título de la misma) por una determinada suma
de dinero; esta suma es el equivalente de un préstamo.8 Por lo

7
AGN, AP, Lib. 3, 1923-24. Este legajo contiene varios contratos de présta-
mos hechos en Peña, de noviembre de 1923 a noviembre de 1924.
8
En Puerto Rico, en el siglo xix, se practicaba este tipo de transacción
con frecuencia. Laird W. Bergad, «Hacia el Grito de Lares: Café, estrati-
ficación social y conflictos de clase, 1828-1868», en: Francisco A. Scarano
Los campesinos del Cibao 225

tanto, en la práctica, en ambas transacciones el dueño de una


propiedad recibe dinero prestado y ofrece la misma como ga-
rantía. La diferencia principal entre ambas estriba en que, en
la hipoteca, el dueño retenía la propiedad, mientras que, en la
retroventa, se suponía que pasase a manos del comprador, por
lo menos hasta el vencimiento del contrato.
Sin embargo, no siempre ocurría así. En muchas retroven-
tas, el dueño original conservaba el derecho a explotar la pro-
piedad; a cambio, debía pagar un canon de arrendamiento.
Es decir, en tales casos, el dueño original, al igual que en una
hipoteca, no se desprendía de la propiedad, reteniendo el uso
de la misma. Esta práctica hacía que las diferencias efectivas
entre la hipoteca y la retroventa fuesen aún menores. Por
ejemplo, en 1903, Toribio y Onofre Caba vendieron con pacto
de retro (como se solía estipular) una estancia, ubicada en la
sección rural de Quinigua. Toribio y Onofre tenían seis meses
para readquirir la propiedad. Durante ese período, se com-
prometían a pagar 4 pesos mensuales como canon de arren-
damiento.9
Aunque en la mayoría de los casos el contrato de retroventa
no especificaba si la propiedad sería arrendada al dueño ori-
ginal, es muy probable que así ocurriese frecuentemente. En
consecuencia, para todos los efectos prácticos, la retroventa
funcionaba igual que una hipoteca. El arrendamiento de la
propiedad al dueño original garantizaba que este permanecie-
ra en posesión de la misma, como ocurría en una hipoteca re-
gular. Por otro lado, la renta mensual equivalía a los intereses
que se pagaban en una hipoteca.
A pesar de las similitudes, parece que las cantidades de
dinero en las retroventas tendían a ser algo menores que las
envueltas en las hipotecas. De las transacciones registradas

(ed.), Inmigración y clases sociales en el Puerto Rico del siglo xix (Río Piedras:
Huracán, 1981), 150-51.
9
ANJR, PN: JD, 1903, fs. 75-5v. Para otros casos, ver 1906, t. 1, fs. 171-71v y
226-26v.
226 Pedro L. San Miguel

ante los notarios Joaquín Dalmau y José María Vallejo entre


1900 y 1930 se desprende que, en el caso de las hipotecas, el
préstamo promedio fue de 1,114 pesos, mientras que en el
de las retroventas fue de solo 646 pesos (tabla 5.1). Más aún,
en este grupo de transacciones las retroventas predominan,
proporcionalmente hablando, en aquellos casos en los que las
cantidades envueltas eran menores de 300 pesos. De hecho,
más de la mitad de las retroventas involucraron no más de esta
cantidad de dinero; solo una cuarta parte de las hipotecas rea-
lizadas pertenecía a este rango. Por el contrario, las hipotecas
predominan en los préstamos de más de 300 pesos: sobre tres
cuartas partes del total de hipotecas correspondían a este gru-
po. Esta relación entre hipotecas y retroventas, y la cantidad
del préstamo, sugiere que las últimas eran consideradas como
un compromiso más informal que las primeras. También su-
giere que los agricultores que realizaban retroventas eran pro-
pietarios de menos recursos que los que realizaban hipotecas.

TABLA 5.1
HIPOTECAS Y RETROVENTAS, 1900-30
(En pesos)

HIPOTECAS RETROVENTAS
N % Pesos % N % Pesos %
1-300 16 24 2,429 3 60 51 10,480 14
301-1,000 31 45 18,765 25 33 28 19,336 25
1,001+ 21 31 54,575 72 25 21 46,439 61
TOTALES 68 100 75,769 100 118 100 76,255 100
Fuente: ANJR, PN: JD y JMV, 1900-30.

La práctica de realizar préstamos de dinero y de registrarlos


como compra-ventas de tierra era otra situación bastante co-
mún en la región cibaeña. En esencia, la transacción realizada,
denominada «venta simulada», era un préstamo hipotecario
Los campesinos del Cibao 227

en el cual el acreedor retenía, al igual que en la retroventa, la


posesión de la propiedad, aunque se registrase como una venta
real. Por qué se hacía así, no queda claro de la documentación
consultada; en todo caso, eran poco frecuentes. Primero, por-
que existían otras opciones para obtener préstamos a cambio
de una propiedad; y segundo, porque la naturaleza ambivalen-
te de la transacción propiciaba, más que con los otros tipos de
transacción, conflictos entre las partes involucradas.
Un ejemplo particularmente intrincado de estos conflictos
es el de la transacción realizada, en 1929, entre Arturo Ureña
y José Mercedes Rodríguez.10 En 1936, Ureña presentó ante el
Tribunal de Tierras de Santiago una reclamación sobre un te-
rreno de 108 hectáreas, localizado en Hatillo de San Lorenzo.
Esta propiedad fue reclamada, igualmente, por Pascual Mon-
tero. Para avalar su reclamo, Ureña presentó al tribunal un
acto notarial, fechado el 13 de septiembre de 1929, según el
cual Rodríguez le había vendido dicha propiedad por $1,305.
Por su parte, Montero sometió otro documento similar, del 13
de febrero de 1933. De la evidencia que desfiló ante el tribu-
nal, se determinó que Ureña había recurrido previamente a
los Tribunales Ordinarios para lograr que Rodríguez le pagase
la cantidad de $1,305 más intereses, alegando que la transac-
ción realizada entre ellos había sido, realmente, un préstamo.
Sin embargo, Rodríguez negó que se hubiese realizado tal ven-
ta simulada. El Tribunal de Primera Instancia falló a favor de
Ureña. Este fallo, sin embargo, fue apelado por Rodríguez en
1933. Y, en efecto, la Corte de Apelación decretó que, por re-
ferirse a una propiedad agraria, el caso debía pasar al Tribunal
de Tierras.
Ante el TT, Ureña presentó los siguientes documentos: 1) el
acto de compra-venta inscrito por él y Rodríguez en 1929; 2) un
contrato de arrendamiento, de la misma fecha que el anterior,

TT, DC No. 3 de la Común de Santiago (ADC 120/2), dec. 3 (20 enero


10

1937), parc. 219.


228 Pedro L. San Miguel

realizado entre ellos; y 3) «la opción de re-compra» otorgada


por Ureña, el mismo día, a Rodríguez. Además, Ureña alegó
que Rodríguez, a pesar de aparentemente haberle vendido la
finca en litigio, continuó ocupando la misma. Finalmente, el
tribunal determinó que la transacción entre Rodríguez y Ure-
ña había sido «un préstamo con garantía inmobiliar» y no una
venta. Con relación a la transacción entre Rodríguez y Mon-
tero, decretó que se trató de una «venta simulada», realizada
con la aparente intención de alterar el fallo de los tribunales,
evitando la adjudicación de la propiedad a Ureña. Es decir,
Rodríguez hizo dos ventas simuladas, con propósitos distintos.
En 1929, realizó una venta simulada con Ureña; esta fue, real-
mente, un préstamo. La segunda venta simulada, realizada con
Montero en 1933, tuvo el propósito de evitar que la propiedad
fuese adjudicada a Ureña o, al menos, de retrasar la decisión
del tribunal, introduciendo un elemento adicional en la litis.
De hecho, de los testimonios presentados se desprendió que
Rodríguez y Montero eran parientes, y que la transacción en-
tre ellos se efectuó luego de que el primero fuese apercibido
legalmente a pagar su deuda con Ureña.
El préstamo hipotecario no era del todo ajeno a los agri-
cultores cibaeños durante el siglo xix. No obstante, entonces,
esta práctica se encontraba poco extendida. En 1881, Pedro F.
Bonó destacaba la «falta de seguridades mutuas» en los présta-
mos que hacían los comerciantes a los cosecheros de tabaco.11
Los registros disponibles tienden a confirmar las apreciacio-
nes de Bonó: entre 1885 y 1909 apenas se inscribieron once
préstamos hipotecarios en la Conservaduría de Hipotecas de
Santiago.12 Para finales de la década de los años veinte, entre
los comerciantes de Santiago todavía se debatía si los campesi-
nos de la región podían responder adecuadamente –desde su

11
Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:
Academia Dominicana de la Historia, 1964), 197.
12
AS, CH, Hip., Lib. C, 1870-1905; y Lib. D, 1907-15.
Los campesinos del Cibao 229

perspectiva, por supuesto– al crédito sistemático.13 Y lo cierto


es que los campesinos evitaban, en la medida de lo posible, el
hipotecar sus propiedades. Por eso, su primera estrategia al
solicitar crédito era la de ofrecer sus cosechas como garantía.
La hipoteca era el último recurso al cual recurrían cuando no
tenían otro medio de garantizar el pago de los préstamos en
que incurrían, o cuando la garantía ofrecida por el campesi-
no no resultaba aceptable para el prestamista. Los campesi-
nos eran igualmente cuidadosos al solicitar dinero prestado.
Primero trataban de obtener préstamos de otros campesinos
–parientes, vecinos o amigos–, o de los miembros de la comu-
nidad que se encontrasen en una mejor situación económica.
Estos préstamos, que podían constar de efectivo o de produc-
tos, eran comunes y se hacían de manera privada e informal.
Solo cuando no se lograba obtener dinero de estos allegados
y conocidos, los campesinos recurrían a fuentes externas de
crédito.14

Los ciclos económicos y el crédito

Como es de esperarse en una sociedad rural, las necesidades


de crédito de los productores y la disponibilidad del mismo

13
AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928; y 1933, Leg. 169, 24 octubre
1928, 20 marzo 1928 y 18 octubre 1928. Cfr. Michiel Baud, Peasants and
Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Ten-
nessee Press, 1995), 193.
14
Sobre el crédito en una comunidad campesina cafetalera en la República
Dominicana, ver Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in a Domi-
nican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977), especial-
mente 63-75. Sobre el mismo asunto en el sector tabacalero: Fernando
I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La organización del poder en el ecomercado de
tabaco dominicano (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias
Sociales y Centro de Investigación y Acción Social, 1976). Estos estudios
resaltan la importancia de las relaciones personales entre prestamistas y
deudores. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 91.
230 Pedro L. San Miguel

dependen fundamentalmente de las fluctuaciones estaciona-


les de la actividad agrícola. Las variaciones mensuales de los
préstamos reflejan, sobre todo, el ciclo productivo de los prin-
cipales cultivos comerciales. Otros factores –como los precios
de las exportaciones y el clima– también pueden incidir sobre
las fluctuaciones estacionales de los préstamos. En la Repúbli-
ca Dominicana, a principios del siglo xx, las periódicas crisis
políticas, que solían quebrantar las actividades comerciales,
incidían sobre la disponibilidad de financiamiento para las ac-
tividades agrícolas. Finalmente, las epidemias y las plagas que
suelen atacar a las cosechas también afectaban a las actividades
económicas, restringiendo el flujo de dinero a manos de los
agricultores.15 Sin embargo, en condiciones normales, el ciclo
productivo, el precio de los productos agrícolas y el clima son
los factores determinantes del ritmo de la economía rural en
general y del crédito agrícola, en particular.16
Conocer la relación entre el crédito y los cultivos específicos
no siempre resulta fácil. En primer lugar, porque, a pesar de lo
extendido del crédito rural, la documentación existente refe-
rente al municipio de Santiago es limitada o, al menos, parcial.
Por ejemplo, generalmente no existen indicios sobre lo que se
cultivaba en las tierras hipotecadas. Tampoco hay estadísticas
mensuales de la producción agrícola local y de los precios, los
que podrían utilizarse para precisar las fluctuaciones estacio-
nales de los principales indicadores económicos. La diversifi-
cación agrícola del Cibao, irónicamente, también contribuye a
opacar la relación entre actividades productivas específicas y la
evolución del crédito. Es decir, en una región de economía muy

15
Para una discusión sobre el efecto de las «calamidades» y de la guerra
sobre las sociedades agrarias, véase: Witold Kula, Problemas y métodos de la
historia económica, 2da ed. (Barcelona: Península, 1974), 521-69.
16
Para ejemplos de situaciones adversas provocadas por las condiciones
climatológicas: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the
Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral,
Columbia University, 1987), 334-45. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 64.
Los campesinos del Cibao 231

especializada, se puede presuponer que el grueso del crédito


rural se orienta hacia el producto dominante y que, en conse-
cuencia, su ciclo productivo marca las fluctuaciones mensuales
de los préstamos. Esta no era, precisamente, la situación de la
región cibaeña, que contaba con una economía rural bastan-
te diversificada. En consecuencia, resulta un tanto arriesgado
suponer que las oscilaciones del crédito eran determinadas
exclusivamente por un cultivo. Por lo demás, la economía
cibaeña sufrió cambios significativos durante el siglo xx, lo
que se reflejó en la evolución del financiamiento de las acti-
vidades agrícolas. A pesar de estos inconvenientes, es posible
identificar las tendencias generales del crédito en Santiago y
su relación con los ciclos económicos.
Por ejemplo, para las primeras décadas del siglo xx, se puede
discernir un patrón de crédito ligado al ciclo productivo del ta-
baco, principal cultivo de exportación del municipio de Santia-
go en esos años. Dicho patrón se puede observar en la gráfica
5.1, la cual muestra el número de hipotecas por mes para los
años 1915-30.17 Según esta gráfica, a principios del siglo xx,
el punto estacional más alto en el número de préstamos te-
nía lugar durante los últimos meses del año, de septiembre a
noviembre. En estos meses, se otorgaba una tercera parte de
todos los préstamos concedidos entre 1915-30. Este aumento
en el número de préstamos coincidía con el inicio del ciclo de
producción del tabaco. En efecto, a medida que se acercaba la
temporada de lluvia, los campesinos empezaban a preparar el
terreno donde sembrarían las semillas de tabaco. La siembra

El análisis siguiente está basado en la documentación de la Conservadu-


17

ría de Hipotecas del municipio de Santiago. La CH es una institución en


la que se registran las hipotecas, así como otras transacciones de bienes
inmuebles. Aunque la CH incluye datos tanto sobre propiedades rura-
les como urbanas, la muestra analizada se refiere solo a las primeras.
Igualmente, puesto que el examen de esta fuente pretendía recoger
datos sobre el crédito, mi análisis se ha basado solo en las hipotecas que
claramente tuvieron su origen en un préstamo. Por ejemplo, no incluí
hipotecas que se referían a la compra a plazos de una propiedad.
232 Pedro L. San Miguel

como tal no se iniciaba sino después que terminaba el Norte


de las Mercedes, las lluvias que marcaban el comienzo del ci-
clo de producción del tabaco. Puesto que ocurrían retrasos
en las lluvias, este patrón sufría cambios significativos de un
año al otro.18 Con los preparativos de la siembra, aumentaba la
necesidad de dinero por parte de los cosecheros. Los comer-
ciantes, por su lado, ávidos de atar a los productores, lanzaban
a sus representantes e intermediarios a realizar avances entre
los campesinos.
La actividad crediticia disminuía en los meses de diciembre y
enero. De hecho, en ellos el número de préstamos era más bajo
que el promedio mensual del período 1915-30, que en mi mues-
tra fue de 23 préstamos por mes. En estos meses, ya se había
realizado buena parte de las siembras, y los campesinos espera-
ban ansiosos la cosecha. Durante el mes de febrero, el número
de préstamos volvía a aumentar, alcanzando niveles similares a
los del trimestre de septiembre a noviembre. Aparentemente,
este auge correspondía a la fase final del ciclo productivo: la
cosecha, el secado del tabaco en los ranchos, y la preparación de

A pesar de que se recopiló información sobre más de un millar de prés-


18

tamos hipotecarios, por diversas razones (información incompleta o du-


dosa, por ejemplo) la muestra analizada en esta sección del capítulo se
redujo a 905 casos. De estos, un 31.2% corresponde al período de 1915-
30; otro 12.7% se refiere a los años 1931-45; y el restante 56.1% data del
período de 1946-60.
Ferrán, Tabaco y sociedad, 67-8; Nancie González, «El cultivo del tabaco en
la República Dominicana», C, II, 4 (1975): 36; y Michiel Baud, «La gente
del tabaco: Villa González en el siglo veinte», ES, IX, 1 (1984): 114.
El ciclo productivo del tabaco ha sufrido ciertos cambios importantes
durante el siglo xx. Esto ha sido resultado no solo de la introducción de
nuevos tipos de tabaco sino, también, de la presión proveniente de las
agencias oficiales para obligar a los campesinos a comenzar la siembra
temprano. Al respecto: AGN, SA, 1934, Leg. 194, 26 agosto 1934; Baud,
Peasants and Tobacco, 176-84; y capítulo IV. Seguramente, los préstamos
incluidos en la muestra analizada corresponden a aquellos agricultores
que más relaciones tenían con la economía formal y que, en consecuen-
cia, habían intentado ajustar su ciclo de producción a los requisitos de
las casas comerciales y de los organismos oficiales.
GRÁFICA 5.1: HIPOTECAS EN SANTIAGO POR MES, 1915-30
Los campesinos del Cibao 233

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


234 Pedro L. San Miguel

las hojas para la entrega a los comerciantes.19 A partir de marzo,


el crédito languidecía como resultado de dos factores. Primero,
al concluir el ciclo productivo del tabaco, las casas comerciales
y los intermediarios no tenían mayores incentivos para ofrecer
dinero prestado a los agricultores. En segundo lugar, en ese mo-
mento, luego de varios meses de espera, los agricultores comen-
zaban a recibir el dinero por su tabaco. Al entregar sus cosechas,
los campesinos liquidaban sus deudas y, frecuentemente, obte-
nían un balance en efectivo. Por lo tanto, entonces contaban
con algunos recursos propios con los que enfrentar sus nece-
sidades. En pocas palabras, en dichos meses, disminuían tanto
la oferta como la demanda de dinero prestado. Esta coyuntura
de relativo bienestar solo representaba un breve alivio para los
campesinos. Hasta agosto, se realizaban pocos préstamos; con la
llegada de septiembre, recomenzaba el ciclo.
La gráfica 5.2, correspondiente a los años 1931-45, mues-
tra una versión alterada del patrón descrito anteriormente.
Durante este período de tiempo, la economía de exportación
dominicana pasó por uno de sus momentos más nefastos; el
tabaco fue uno de los productos más afectados por esta depre-
sión. Por lo tanto, el crédito alcanzó niveles sumamente bajos.
Según mi muestra de hipotecas, el promedio de préstamos por
mes fue de apenas 10. Otro de los aspectos que evidencia esta
gráfica es que el patrón mensual de préstamos hipotecarios
estaba sufriendo alteraciones durante los años 1931-45. Por
ejemplo, en esta gráfica no hay un aumento significativo en el
número de inscripciones hipotecarias a partir de septiembre;
el pico de hipotecas corresponde a los meses de noviembre y
diciembre. Igualmente, la gráfica carece del pico correspon-
diente al mes de febrero. Aunque durante el resto del año la
curva de la gráfica sigue un patrón muy similar al del primer
período, estas diferencias sugieren cambios de importancia en
la economía rural cibaeña.

Ferrán, Tabaco y sociedad, 68.


19
Los campesinos del Cibao 235

En efecto, en los años treinta y la mitad de los cuarenta ocu-


rrieron modificaciones significativas en la tasa mensual de ins-
cripciones hipotecarias. Estos cambios se evidencian al compa-
rar la gráfica 5.2 con la 5.3, correspondiente a los años 1946-60.
En esta última gráfica se observa un aumento en el número de
hipotecas en el mes de agosto. Por el contrario, durante los dos
períodos anteriores (es decir: 1915-30 y 1931-45), en agosto
se registró el menor número de hipotecas. Por otro lado, la
inscripción de hipotecas en diciembre aumentó espectacular-
mente durante los años 1946-60. Este patrón contrasta con el
del primer período, cuando en el mes de diciembre el número
de hipotecas, descendía significativamente respecto a los me-
ses anteriores. Parece ser que estos cambios fueron resultado
de la creciente importancia de otros productos agrícolas en la
economía de Santiago, aparte del tabaco. Tal fue el caso, por
ejemplo, del arroz y el café, cuya importancia en la economía
del municipio aumentó durante el último período. En otras
palabras, las transformaciones en el ciclo estacional del cré-
dito fueron resultado, ante todo, de los cambios que sufrió
la economía rural cibaeña a mediano plazo. Estas transforma-
ciones resultan más evidentes si se analizan las tendencias del
crédito a largo plazo.
Como ya mencioné, no existen registros de gran parte de las
transacciones de crédito efectuadas durante los años estudia-
dos. Sin embargo, utilizando la información disponible en la
Conservaduría de Hipotecas, he podido establecer, al menos
de manera esquemática, la evolución del crédito en Santiago.
En la gráfica 5.4 se puede ver la evolución anual de las hipote-
cas rurales. Aunque de un año a otro el número de hipotecas
podía variar considerablemente, se pueden deducir algunas
coyunturas económicas basándose en esta gráfica.
Veamos, por ejemplo, los años comprendidos entre 1915
y 1924. Dicho período fue uno de los más erráticos en cuan-
to al número de hipotecas registradas. Estas fluctuaciones
anuales ocurrieron no solo debido a causas estrictamente
GRÁFICA 5.2: HIPOTECAS EN SANTIAGO POR MES, 1931-45
236
Pedro L. San Miguel

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


GRÁFICA 5.3: HIPOTECAS EN SANTIAGO POR MES, 1946-60
Los campesinos del Cibao 237

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


238 Pedro L. San Miguel

económicas –como las variaciones en los precios de las ex-


portaciones–, sino, también, a factores extra-económicos. El
inicio del siglo xx se caracterizó por las guerras civiles y, entre
1916 y 1924, por la ocupación de las fuerzas estadouniden-
ses. La inscripción de hipotecas aumentó debido a medidas
gubernamentales, como la Ley de impuesto territorial (1919) y
la Ley de registro de la propiedad (1920).20 Es muy probable que
la primera ley haya incrementado la necesidad de dinero en
efectivo entre los propietarios. Asimismo, como resultado de
la incertidumbre surgida a raíz de las leyes sobre la tierra,
tanto los prestamistas como los deudores se apresuraron a re-
gistrar sus transacciones. Por último, los precios ascendentes
de los tres productos principales de exportación del Cibao
–es decir: el tabaco, el cacao y el café– agilizaron el mercado
de dinero y, como consecuencia, aumentó el número de hi-
potecas. Esto fue así sobre todo entre 1915 y 1920, cuando el
precio del tabaco aumentó luego de varios años de haberse
mantenido muy bajo.
Sin embargo, alrededor de 1920, las condiciones econó-
micas empezaron a cambiar. A partir de este año, el precio
del tabaco comenzó a caer y alcanzó niveles sumamente bajos
hasta principios de la década de los cuarenta. De hecho, este
período fue crítico para los cosecheros de tabaco, puesto que
los precios no solo eran ruinosos, sino que, además, el crédito
languideció. Tan desesperada llegó a ser la situación de la eco-
nomía tabacalera, que algunos oficiales del Gobierno llegaron
a proponer que se erradicase dicho cultivo y que se sustituyese
por otros productos. Como si fuera poco, los fenómenos natu-
rales contribuyeron a empeorar la situación de los cosecheros.
Así, en el año 1931, las lluvias, los vientos y el granizo echaron
a perder una parte de la cosecha de tabaco. Debido a los pre-
cios bajos y a la pobre calidad de la cosecha, todavía en agosto

Sobre este período: Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Domini-
20

can Republic during the U.S. Occupation of 1916-19124 (Austin: University of


Texas Press, 1984).
GRÁFICA 5.4: HIPOTECAS RURALES POR AÑO, 1915-60
Los campesinos del Cibao 239

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


240 Pedro L. San Miguel

de dicho año había agricultores que mantenían su tabaco en


los ranchos, esperando que la situación mejorase.21
Durante esta crisis económica, la Cámara de Comercio de
Santiago intentó diferentes medios para financiar la produc-
ción de tabaco, aunque con éxitos mediocres.22 En estos años,
incluso se trató de implementar un «plan de valorización» del
tabaco. El mismo conllevó, entre otras cosas, la creación de un
monopolio estatal para la compra, elaboración y exportación
de tabaco. Este plan tenía como propósito romper con el con-
trol que las firmas ubicadas en Europa ejercían sobre el tabaco
dominicano. A nivel local, el plan de valorización pretendía
garantizar un precio mínimo a los cosecheros; este precio de-
bía, al menos, cubrir los gastos de producción.23 A pesar de los
esfuerzos del Gobierno, las exportaciones de tabaco no mejo-
raron durante la década de los treinta.
Una de las consecuencias de la depresión de las exportacio-
nes de tabaco fue la caída del crédito agrícola. Como puede
verse en la gráfica 5.5, la curva que representa el principal in-
vertido en hipotecas en Santiago está claramente relacionada
con la exportación de tabaco, aunque ello no significa que su
producción fuese lo único que determinaba la disponibilidad
de crédito. Al contrario, esta gráfica sugiere que el aumento en
la producción y la exportación de café frenó parcialmente la
caída del crédito ocurrida después de 1920. Esto se evidenció
sobre todo durante el período entre 1926 y 1940. No obstante,
la década de los treinta y la primera mitad de la de los cua-

21
AGN, SA, 1931, Leg. 117, 17 agosto 1931 y 30 octubre 1931.
22
AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936; y 1933, Leg. 169, 24 octubre
1928; y Baud, Peasants and Tobacco, 193.
23
Sobre este plan de valorización, ver Pedro L. San Miguel, «Crisis
económica e intervención estatal: El plan de valorización del tabaco en
la República Dominicana», Ecos, II, 3 (1994): 55-77; AGN, SA, 1934, Leg.
197, 26 marzo 1934; 6 abril 1934; 30 abril 1934; y s.f. Este último docu-
mento es un borrador del «Proyecto de ley sobre creación del monopo-
lio fiscal del tabaco». Años antes, durante la ocupación estadounidense,
se había intentado un plan similar (Baud, Peasants and Tobacco, 134-36).
Los campesinos del Cibao 241

renta se caracterizaron por precios bajos que propiciaron un


mercado de dinero raquítico. Al menos en Santiago, el crédito
llegó a su nadir a principios de la década de los cuarenta. El
estallido de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a retrasar
la recuperación de las exportaciones dominicanas a Europa.24
Durante la posguerra, a medida que los precios y las ex-
portaciones se recuperaron, el crédito aumentó una vez más.
En esta etapa, hubo cambios en las fuentes de crédito, que
también incidieron sobre la tendencia ascendente del mer-
cado de dinero. En efecto, la fundación del Banco Agrícola
e Industrial (conocido inicialmente como Banco Agrícola e
Hipotecario), en 1945, contribuyó al fortalecimiento del cré-
dito agrícola, al aumentar la oferta de dinero disponible a los
productores. Según César Herrera, hasta entonces, «la des-
concertante condición jurídica de los predios rústicos» había
impedido la creación de una institución bancaria destinada
a financiar la producción agrícola. De acuerdo con él, el BAI
estaba orientado, precisamente, a ofrecer préstamos a corto
plazo, «directamente o por medio de sociedades cooperativas
o juntas de crédito agrícola».25 Por supuesto, el papel desem-
peñado por el BAI debe verse dentro del contexto general de
la economía dominicana de la posguerra, la cual se caracterizó
por un crecimiento vigoroso.26 En consecuencia, el crédito en

24
Sobre la economía dominicana durante la guerra, ver Roberto Cassá,
Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad Autónoma de San-
to Domingo, 1982), 41-54; César A. Herrera, Las finanzas de la República
Dominicana, 3ra ed. (Santo Domingo: Ediciones Tolle, Lege, 1987); Luis
Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-
1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 97-175; y Bernardo
Vega, Trujillo y el control financiero norteamericano (Santo Domingo: Funda-
ción Cultural Dominicana, 1990), esp. 373-569.
25
Herrera, Las finanzas, 439-40. Ver, también: Pablo A. Maríñez, Agroin-
dustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Do-
mingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 52.
26
Para una discusión sobre las coyunturas económicas durante el siglo xx,
ver Cassá, Capitalismo y dictadura, 21-80.
GRÁFICA 5.5: TENDENCIAS DE LAS EXPORTACIONES Y DEL CRÉDITO
242

Eme-Eme, III, 15 (1974): 107-9; y 21 años de estadísticas dominicanas, 1936-1956 (Ciudad Trujillo: Dirección General de Estadísticas, 1957).
Pedro L. San Miguel
Los campesinos del Cibao 243

Santiago, según lo refleja el número de hipotecas, llegó enton-


ces a niveles sin precedentes.
En síntesis, el crédito guardaba una relación directa con el
nivel de exportación de los productos agrícolas. A principios
de siglo, las fluctuaciones en la exportación del tabaco eran el
factor determinante de la disponibilidad de crédito en Santia-
go. Por tal motivo, la crisis en la economía tabacalera a finales
de la década de los veinte se reflejó en el descenso de las hi-
potecas, a su vez un reflejo de la precaria situación crediticia.
Sin embargo, a medida que el café se extendió en la provincia,
comenzó a desempeñar un papel más importante en la evolu-
ción del crédito. Así, a pesar de la reducción en los precios del
tabaco, durante la década de los treinta la caída del crédito fue
amortiguada por el aumento en las exportaciones del café. No
obstante, con el colapso de los precios y de las exportaciones
de tabaco –además de la reducción en la producción de café–,
los préstamos alcanzaron su punto más bajo a principios de la
década de los cuarenta. Durante la posguerra, llegó a su fin
la crisis de la economía de exportación. Como resultado del
alza de los precios, tanto las exportaciones de café como las de
tabaco tuvieron un gran apogeo en la segunda mitad de la dé-
cada de los cuarenta. En los años cincuenta, las exportaciones
de café, en particular, alcanzaron niveles nunca antes vistos.
Como consecuencia, el crédito rural aumentó en esos años.

La economía campesina y el crédito

Una cosa es identificar las tendencias del crédito rural y su


relación con las exportaciones; otra, muy distinta, es deter-
minar cómo esas tendencias incidían sobre el campesinado.
Debido a que en muchas ocasiones los campesinos se veían
forzados a hipotecar sus propiedades, es necesario inquirir
qué efecto produjo el crédito sobre el acceso del campesinado
a la tierra. Nuevamente, esta no es una tarea fácil, ya que la
244 Pedro L. San Miguel

documentación consultada no ofrece indicios que permitan


distinguir con precisión entre las propiedades campesinas y las
de otros sectores sociales. No obstante, presumiendo que exis-
te una relación directa entre el tamaño de las fincas y el tipo
de propietario, a continuación se examina la evolución de las
hipotecas y su relación con el tamaño de las fincas y con la can-
tidad de dinero prestado. De tal manera se pueden inferir con
cierta precisión los efectos del crédito sobre el campesinado.
La gráfica 5.6, que presenta la evolución de las propiedades
rurales hipotecadas según su tamaño, muestra ciertas tendencias
referentes al movimiento hipotecario.27 Su aspecto más sobre-
saliente es el aumento considerable de fincas pequeñas y me-
dianas (de hasta 300 tareas) hipotecadas a partir de la década
de los cuarenta. A principios del siglo xx, el número de estas
fincas hipotecadas sobrepasaba el de las propiedades grandes;
pero esta brecha aumentó en la década de los cincuenta. En
gran medida, el aumento en el número de propiedades hipo-
tecadas de hasta 300 tareas fue un reflejo del establecimiento
del BAI en Santiago, el cual dirigió buena parte de sus recursos
al financiamiento de los pequeños y medianos productores.
De hecho, la mayoría de las hipotecas registradas en la Con-

Se deben hacer unas advertencias respecto a esta gráfica. En primer


27

lugar, aunque muestra el número de propiedades hipotecadas por


tamaño, se debe tener presente que un propietario podía incluir más de
un terreno en la misma transacción. Por lo tanto, la gráfica incluye más
propiedades que el número de hipotecas realizadas. En segundo lugar,
las cifras incluyen solo las propiedades de tamaño conocido. El número
de propiedades de tamaño desconocido es especialmente alto antes de la
década de los treinta; de ahí en adelante, su número disminuyó. Esto fue
resultado del saneamiento de títulos, que tomó auge en Santiago precisa-
mente en esa década. Por lo tanto, la gráfica tiene un mayor grado de
precisión después de 1930 que antes de esta fecha. Por último, no todos
los terrenos pequeños pertenecían a los campesinos, pues, a menudo,
los grandes propietarios hipotecaban varias fincas a la vez, que podían
incluir predios pequeños. Por ende, la gráfica no pretende ser absoluta-
mente precisa; debe ser vista como una aproximación a una tendencia
general.
GRÁFICA 5.6: PROPIEDADES HIPOTECADAS POR TAMAÑO, 1915-60
Los campesinos del Cibao 245

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


246 Pedro L. San Miguel

servaduría de Hipotecas durante la década de los cincuenta


se hicieron a nombre del BAI. En alguna medida, esta política
financiera favoreció a los pequeños y medianos productores.
Sin embargo, los sometió a nuevas presiones económicas ya
que, para obtener dichos créditos, los agricultores se veían for-
zados a comprometer sus fincas.
Se puede obtener un cuadro de esta situación comparando
el número de tareas hipotecadas de acuerdo con el tamaño de
las propiedades. Según lo demuestra la gráfica 5.7, la propor-
ción de tareas hipotecadas comprendidas en fincas de hasta
300 tareas (alrededor de 18 hectáreas) aumentó de manera
considerable durante la posguerra, en particular a partir de
1954. En otras palabras, en esos años, aumentó el número de
fincas pequeñas y medianas hipotecadas; igualmente, aumen-
tó el riesgo de que sus dueños las perdiesen como resultado de
las ejecuciones hipotecarias.
¿Qué proporción del crédito, según la documentación de
la CH, se destinaba a la pequeña y la mediana propiedad?
El examen del volumen de dinero prestado permite acercar-
nos a esta cuestión. La gráfica 5.8 muestra las fluctuaciones
anuales del total de dinero en hipotecas; sus tendencias con-
cuerdan con las coyunturas económicas discutidas anterior-
mente. Es decir, un período de expansión a principios de
siglo que luego comenzó a demostrar indicios depresivos en
la segunda mitad de la década de los veinte, y que se convirtió
en una verdadera crisis en los años cuarenta. Por último, la
gráfica evidencia claramente el auge económico del perío-
do de posguerra. En otro aspecto, la gráfica también indica
la evolución de los préstamos de menos de 500 pesos en el
municipio de Santiago. Tanto el aumento de los préstamos
menores de 500 pesos durante la década de los cincuenta,
como el aumento en el número de propiedades pequeñas
hipotecadas en esta década, sugieren que en esos momentos
estaban ocurriendo cambios importantes en el mercado de
dinero. Un análisis más detallado de la evolución del crédito
GRÁFICA 5.7: TAREAS HIPOTECADAS, 1915-60
Los campesinos del Cibao 247

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


GRÁFICA 5.8: PESOS EN HIPOTECAS RURALES, 1915-60
248

Fuente: AS, CH, Hip., 1915-60.


Pedro L. San Miguel
Los campesinos del Cibao 249

según la cantidad de los préstamos demostrará algunos de


dichos cambios.
Las tablas 5.2, 5.3 y 5.4 (correspondientes a los años 1915-
30, 1931-45 y 1946-60, respectivamente) resumen los datos re-
lacionados con las cantidades de los préstamos. He dividido
las hipotecas en cuatro categorías de acuerdo a la cantidad
de dinero prestada. En cuanto al número de préstamos, los
de la primera categoría (préstamos menores de 500 pesos)
predominaron en los tres períodos. Sin embargo, estos prés-
tamos solo representaron una parte reducida del total de di-
nero prestado. Durante los dos primeros períodos, solo el 7%
del dinero prestado correspondió a esta categoría. A partir de
1945, los préstamos más pequeños llegaron a representar un
14% del total.
250 Pedro L. San Miguel

TABLA 5.2
HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS
1900-30

Tamaño Finca* N % Pesos %


1-500 113 38 40,376 7
501-1,000 59 20 46,971 9
1,001-5,000 102 35 240,832 44
5,001 + 20 7 216,069 40
TOTALES 294 100 544,248 100

TABLA 5.3
HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS
1931-45

Tamaño Finca* N % Pesos %


1-500 48 42 14,054 7
501-1,000 31 27 23,776 11
1,001-5,000 28 24 76,742 37
5,001 + 8 7 94,838 45
TOTALES 115 100 209,410 100

TABLA 5.4
HIPOTECAS POR TAMAÑO DE LAS FINCAS
1946-60

Tamaño Finca* N % Pesos %


1-500 244 48 88,655 14
501-1,000 150 30 118,354 19
1,001-5,000 95 19 210,227 34
5,001 + 19 3 200,230 33
TOTALES 508 100 617,466 100

*
En tareas. Los por cientos han sido redondeados
Fuente: ANJR, PN: JD y JMV, 1900-30.
Los campesinos del Cibao 251

Por su lado, la segunda categoría de préstamos muestra un


patrón diferente. En este caso, el total prestado aumentó, no
solo del segundo al tercer período, como en el caso de la ca-
tegoría anterior, sino también del primer al segundo perío-
do. Entre 1945 y 1960, la proporción correspondiente a este
grupo de préstamos llegó al 19% del total de dinero prestado
en esos años. En resumen, la proporción de dinero prestado
en las dos primeras categorías aumentó considerablemente en
el último período. Para entonces, ambos grupos comprendie-
ron una tercera parte del total prestado. Las tablas también
demuestran que, durante el segundo período –que podemos
identificar con los años de la depresión–, hubo un aumento
relativo en el dinero destinado a los préstamos mayores. En ese
período, estos préstamos absorbieron más del 45% del total;
no obstante, esta tendencia revirtió a partir de 1946. Durante
el tercer período, el dinero correspondiente a la última cate-
goría (préstamos sobre los 5,000 pesos) disminuyó de alrede-
dor de un 45% a un 32%, lo que representó de todas maneras
una proporción significativa.
Tanto los datos sobre el tamaño de las propiedades hipote-
cadas, como los de las cantidades de los préstamos, sugieren
que, durante la década de los cincuenta, ocurrieron cambios
importantes en el flujo de dinero orientado a la producción
agrícola. A pesar de que los préstamos mayores continuaron
representando el grueso del dinero prestado, los préstamos de
hasta 500 pesos aumentaron durante este período. Esta ten-
dencia se debió, en primer lugar, al alza en los precios de los
productos de exportación, y en segundo lugar, a las medidas
adoptadas por el BAI para facilitar el crédito a los productores
agrícolas.
Aunque un análisis más profundo del papel que desempeñó
el BAI sobrepasa los límites de este estudio, es pertinente decir
algunas palabras sobre él. Desde su fundación, el BAI –patro-
cinado por el Gobierno dominicano– estuvo estrechamente
relacionado con los intereses económicos de Rafael L. Trujillo.
252 Pedro L. San Miguel

Según Roberto Cassá, el dictador usó los recursos del Banco


para promover sus negocios personales.28 Por ejemplo, cuando
una de las empresas de Trujillo confrontaba problemas econó-
micos, esta era «vendida» al Banco, el cual, luego de convertirla
de nuevo en una empresa productiva, la «revendía» a Trujillo.
Del mismo modo, el Banco era una fuente de dinero efectivo
para financiar los negocios del dictador. Estas manipulaciones
explican el sesgado patrón de crédito del Banco. Así, de los 48
millones de pesos que el BAI otorgó en préstamos entre 1945 y
1956 para el desarrollo industrial, casi 40 millones se concedie-
ron durante el año 1954.29 Con toda probabilidad, este hecho
estuvo vinculado con los planes del dictador para aumentar
su control de la industria azucarera. No es, pues, exagerado
decir que el BAI –como ha señalado Cassá– fue uno de los
principales medios de acumulación de riquezas del dictador, y
que, de una manera u otra, estuvo dirigido al financiamiento
del imperio económico de Trujillo.
Por tal razón, la política crediticia del BAI fue sumamente
sesgada. De los 78 millones de pesos que prestó el Banco entre
1945 y 1956, sobre 50 millones se concedieron en solo dos años
(entre 1953 y 1955). Además, gran parte de los recursos diri-
gidos a la agricultura se invirtieron en la producción de arroz,
uno de los sectores agrícolas capitalistas de mayor expansión
durante el trujillato.30 Estos datos señalan que la política fi-
nanciera del BAI estaba orientada a fomentar principalmente
actividades económicas que no eran propias del campesinado.
Sin embargo, a nivel local, el BAI contribuyó a fomentar
actividades tradicionales del campesinado –como el cultivo
de tabaco y la crianza de cerdos–, así como a financiar otras

28
A menos que se indique lo contrario, los siguientes comentarios sobre el
BAI se basan en: Cassá, Capitalismo y dictadura, 455-64.
29
21 años de estadísticas dominicanas, 1936-1956 (Ciudad Trujillo: Dirección
General de Estadísticas, 1957), 185.
30
Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Do-
mingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).
Los campesinos del Cibao 253

actividades económicas que, aunque no eran completamente


nuevas en la región, estaban en expansión en esos años; tal fue
el caso de la producción de café y de arroz.31 Es decir, en pleno
apogeo de los precios y de las exportaciones, nuevas fuentes
de crédito abrieron sus puertas a los productores rurales. Por
lo tanto, la política crediticia del BAI trajo como consecuen-
cia una mayor integración del campesinado a la economía de
mercado en calidad de productores de frutos de exportación y
de suplidores de materia prima para la industria. En este senti-
do, fue influyente para lograr una de las políticas económicas
clave durante el trujillato.32
Pero gran parte de los campesinos continuó dependiendo
de las fuentes tradicionales de crédito, según lo demuestra Fe-
rrán en su estudio sobre el tabaco. Los vínculos personales y
económicos entre los campesinos y los prestamistas tradicio-
nales –como el pulpero, los intermediarios de las casas expor-
tadoras y los patrones locales– no permitieron un resultado
mayor del BAI sobre el crédito rural. Además, los requisitos
burocráticos del Banco limitaron sus efectos sobre el campesi-
nado.33 A pesar de que, a partir de finales de la década de los
cuarenta, el número de hipotecas inscritas a nombre de los

31
Varios de los préstamos otorgados por el BAI durante la década de los
cincuenta se hicieron en forma de «créditos» disponibles para fomentar
la crianza de cerdos. Ver, por ejemplo: AS, CH, Hip., Lib. 5, 1955, 18
enero 1956; Lib. 6, 1956, 8 agosto 1956; y Lib. 7, 1956, 25 enero 1957. Por
otro lado, el vínculo entre el crédito y la producción de café es sugerido
por el gran número de propiedades hipotecadas en este período en Pe-
dro García, una de las principales secciones productoras de ese grano en
Santiago. AS, CH, Hip., Lib. 5, 1955, 9 septiembre 1955; Lib. 6, 1956, 12
junio 1956; 25 julio 1956; y 20 agosto 1956. Respecto a la expansión del
arroz: Inoa, Estado y campesinos.
32
Para discusiones sobre las políticas económicas del Estado respecto al
campesinado durante el trujillato, ver capítulo VII; Inoa, Estado y campesi-
nos; Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales; y Pedro L. San Miguel,
«El Estado y el campesinado en la República Dominicana: El Valle del
Cibao, 1900-1960», HS, IV (1991): 42-74.
33
Ferrán, Tabaco y sociedad, 86-97.
254 Pedro L. San Miguel

prestamistas tradicionales disminuyó, estos retuvieron el con-


trol de un porcentaje muy alto del crédito rural.34 De hecho, es
muy probable que el BAI haya contribuido a fortalecer la posi-
ción de estos grupos en la economía agraria. Finalmente, para
el creciente número de campesinos sin tierras, el BAI no sig-
nificó una alternativa, pues carecían de propiedades con que
garantizar los préstamos. Por lo tanto, fueron los campesinos
acomodados los que más se beneficiaron del BAI. Debemos
suponer que parte del dinero obtenido por ellos fue usado,
realmente, en suministrar crédito usurario a los campesinos.
Así, a la larga, la política crediticia del Banco fue un estímulo
adicional a la diferenciación social del campesinado y al forta-
lecimiento del sector de «campesinos ricos».35
A menudo, los campesinos contraían deudas de las que no
podían librarse. Esto conllevaba la ejecución de las hipotecas
y, por ende, propendía a la peonización del campesinado.36
Sin embargo, al igual que otros aspectos de la economía de
mercado, el crédito presentaba dos caras al campesinado. Por
un lado, el crédito envolvía a los campesinos en una serie de
relaciones económicas complejas que podían tener por resul-
tado la pérdida de su autonomía económica y, a la larga, la se-
paración de su fuente principal de sustento, es decir, la tierra.
Por otro lado, el acceso al dinero en efectivo, que a menudo
podían obtener solo mediante préstamos, constituía un aspecto

34
San Miguel, «The Dominican Peasantry», 190-91; y Ferrán, Tabaco y
sociedad.
35
Sobre el crédito agrícola, ver Cordero et al., Tendencias de la economía
cafetalera, 44-9; y Raúl Parmenio Díaz, «Financiamiento en el sector agrí-
cola», en: Asociación Dominicana de Sociólogos, Problemática rural en
República Dominicana: III Congreso de Sociología (Santo Domingo: Alfa &
Omega, 1983), 95-131.
36
Por ejemplo: ANJR, PN: ]MV, 1924, fs. 103-4; y 1927, t. 1, fs. 76-7. Utilizo el
término «peonización» para sugerir que el desarraigo del campesinado de
los medios de producción no fue absoluto. Al respecto: Fernando Picó,
Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en
vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983).
Los campesinos del Cibao 255

fundamental para la economía campesina. El acceso al dinero


era más crítico aún para los campesinos que participaban en
la agricultura comercial, como ocurría con buena parte del
campesinado de Santiago. En tal sentido, a pesar del riesgo
implícito, el crédito jugó un papel crucial en la reproducción
de la economía campesina cibaeña.
Al comprometer sus propiedades para tomar dinero presta-
do, los campesinos tenían que considerar varios factores que
afectaban a sus cosechas y, por ende, a su capacidad de pago.
Los precios y las condiciones climatológicas eran dos elemen-
tos clave para determinar el éxito económico de un campesino
–el cual se tenía que medir, a menudo, a base de la posibili-
dad de obtener unas pocas ganancias y de pagar sus deudas–.
Existían otros factores incidentales que, con frecuencia, impe-
dían que el campesino pudiese cumplir con sus compromisos
económicos. Una muerte en la familia, por ejemplo, acarreaba
gastos repentinos e inesperados. En 1909, Félix y María Feli-
pa García hicieron un préstamo para sufragar los gastos de
la enfermedad, del velorio y del entierro de su padre y de un
hermano; pero como no tenían dinero para pagar esta deuda,
tuvieron que vender la finca que su difunto padre poseía en Ja-
cagua. En ocasiones no había siquiera la posibilidad de tomar
dinero prestado y la única alternativa era la venta inmediata
de la propiedad.37 Sin embargo, tales sucesos afectaban a sec-
tores más o menos amplios del campesinado solo en ocasiones
extraordinarias, como durante el brote de una epidemia o de
una plaga. Por lo tanto, hay que ver tales acontecimientos en el
contexto de los factores generales –principalmente las fuerzas
del mercado y el clima– que definían las coyunturas económi-
cas. Estos últimos dos factores eran los que determinaban, en
gran medida, si los campesinos podrían pagar sus deudas sin
mayor percance.

ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, fs. 37-7v; y 1906, t. 1, fs. 104-4v. Para otros ejem-
37

plos de sucesos particulares que llevaron a la venta de propiedades rura-


les, ver ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 276-77v; 1909, t. 2, fs. 260-60v; 1912,
t. 2, fs. 142-42v; y PN: ]MV, 1918, t. 1, fs. 119-19v.
256 Pedro L. San Miguel

Al respecto, los datos sobre las cancelaciones de las deudas y


las ejecuciones hipotecarias permiten entrever la relación en-
tre estos dos elementos y la capacidad de pago de los campesi-
nos. Aunque se suponía que las cancelaciones de hipotecas se
registrasen –tanto en los archivos notariales respectivos como
en la CH–, a menudo ni el deudor ni el acreedor se moles-
taban en realizar dicha diligencia. Por tal razón, los registros
de las cancelaciones hipotecarias son un pobre indicador del
bienestar económico del campesinado.38
A pesar de estas limitaciones, los pocos datos disponibles
pueden arrojar alguna luz sobre la relación entre el crédi-
to, las coyunturas económicas y la capacidad de pago de
los campesinos. En primer lugar, es evidente que el crédito
seguía las tendencias económicas –medidas a base de los
precios de las exportaciones– muy de cerca. En tiempos de
expansión económica, los comerciantes y los prestamistas
estaban dispuestos a ofrecer financiamiento a los produc-
tores rurales; entonces, el dinero fluía a los campos con
relativa facilidad. Pero cuando la economía se estancaba,
los prestamistas temían arriesgar su dinero en préstamos a
los campesinos.39 Era en las épocas de recesión económica
cuando los campesinos sufrían mayores penurias financie-
ras. Entonces las casas comerciales podían manipular más
fácilmente la situación para forzar a los campesinos a vender
sus cosechas a precios bajos. El crédito también disminuía.
Así ocurrió, por ejemplo, a partir de finales de la década
de los veinte, cuando sobrevino una larga depresión en el
precio del tabaco.40

38
Los archivos judiciales, por ejemplo, podrían ser una gran fuente para el
estudio de las ejecuciones hipotecarias.
39
Esta relación es sugerida no solo por las tendencias de las hipotecas y
los precios, sino, también, por los testimonios de los comerciantes, Ver
AGN, SA, 1928, Leg. 64, 12 febrero 1928.
40
Sobre esta crisis: AGN, SA, 1936, Leg. 265, 13 julio 1936.
Los campesinos del Cibao 257

En segundo lugar, parece ser que la cancelación de las


deudas guardaba una relación directa con la expansión del
crédito (gráfica 5.9). Dicha relación se evidencia en la década
de los cincuenta, cuando el saldo de las hipotecas, expresado
en miles de pesos, aumentó significativamente. Como se ha
visto, este fue un período de expansión económica, en el que
los precios del café, el cacao y el tabaco subieron. A medida
que los precios aumentaron y el dinero llegaba a manos de los
productores agrícolas, los campesinos se encontraron en una
mejor situación para pagar sus deudas. Hasta qué punto esta si-
tuación evitó la desposesión del campesinado, es una pregunta
que no se puede contestar del todo en este momento. Es muy
probable, sin embargo, que haya traído cierto alivio a algunos
sectores del campesinado.
Pero, a medida que las tendencias económicas cambiaban
de un período de expansión a otro de depresión, disminuía
la capacidad de los campesinos de pagar sus deudas y de
evitar, en consecuencia, la pérdida de sus fincas. Los cam-
bios en las condiciones económicas durante la década de los
cincuenta dan prueba de ello. Mientras que a principios de
dicha década los precios subieron, a mediados de la misma
comenzaron a caer (gráfica 5.10). El precio del café, que lle-
gó a su punto más alto entre 1954 y 1957, cayó gradualmente
de ahí en adelante. El precio del cacao siguió un ritmo irre-
gular luego de haber llegado al tope en 1954. Por su parte, el
precio del tabaco siguió un camino muy distinto al del cacao
y el café. A diferencia del café, el precio del tabaco no subió
para luego caer repentinamente; y de manera contraria al
caso del cacao, no presentó alzas y bajas extremas de un año
a otro. Luego de un aumento súbito desde 1941 hasta 1945,
el precio del tabaco comenzó a bajar después de la Segunda
Guerra Mundial, aunque de forma gradual. A principios de
la década de los cincuenta, su precio se recuperó, aun cuan-
do no alcanzó los niveles del café y del cacao. En general, el
258 Pedro L. San Miguel

precio del tabaco fue bastante estable durante esa década,


algo que no sucedió con el café y el cacao.
Tan pronto los precios del café y del cacao comenzaron a
caer o presentaron cierta inestabilidad, los cosecheros con-
frontaron dificultades para pagar sus deudas. Y no fueron solo
los pequeños productores los que sintieron la penuria impues-
ta por las condiciones del mercado. Muchos de los grandes
productores también confrontaron serios problemas econó-
micos y se atrasaron en sus pagos.41 La caída de los precios no
fue la única dificultad que afrontaron los cosecheros durante
la década de los cincuenta. En varias regiones del país, los co-
secheros de café y cacao confrontaron un estancamiento en
la producción, relacionado directamente con el ciclo vegeta-
tivo de los cafetos y los cacaotales. Como se sabe, tanto el café
como el cacao son plantas perennes cuya producción dura va-
rios años. En ambos casos, luego de ser sembrados, transcurre
un período de tiempo bastante largo (entre 4 y 5 años) en lo
que los arbustos entran en plena producción. Luego, las plan-
tas pueden producir por un período de hasta 25 años.42 Sin
embargo, a medida que las plantas envejecen, su rendimiento
va mermando, lo que afecta tanto al volumen de la producción
como a la calidad de las cosechas. De no reemplazarse los ar-
bustos envejecidos, la merma en la producción puede llevar al
cosechero a una situación precaria e, incluso, a la ruina.43

41
AGN, MA, 1956, Leg. 711, 20 junio 1956.
42
Acerca de la producción del café y del cacao, ver José Ramón Abad, La
República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística (Santo Domin-
go: Imprenta de García Hermanos, 1888), 354-57; y Carlos E. Chardón,
Reconocimiento de los recursos naturales de la República Dominicana (Santo
Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 134-88.
43
Sobre la edad de los cafetos en la República Dominicana, ver Cordero et
al., Tendencias de la economía cafetalera, 24-6. En su estudio clásico sobre la
economía cafetalera de Brasil, Stanley J. Stein subraya cómo el envejeci-
miento de los cafetos contribuyó a empeorar la situación económica de los
productores, que de por sí ya era precaria. Ver Vassouras: A Brazilian Coffee
County, 1850-1890 (New York: Atheneum, 1974), especialmente 213-49.
Los campesinos del Cibao 259

Una situación de esta naturaleza se desarrolló en la Repú-


blica Dominicana a finales de la década de los cincuenta. En
esos años, los cosecheros, los comerciantes y los funcionarios
gubernamentales comenzaron a manifestar su preocupación
acerca de los efectos del envejecimiento de los arbustos sobre
la producción. En 1959, el director general de Agricultura seña-
ló que, en las zonas bajas del Cibao, muchos de los cafetos eran
muy viejos, ya que habían sido de los primeros en haber sido
sembrados. Por ende, el valor de sus cosechas era muy bajo,
tanto por su volumen como por su pobre calidad. Basándose
en esto, recomendó que los arbustos viejos debían ser removi-
dos y que, en su lugar, se debían sembrar cultivos de subsisten-
cia.44 La producción de cacao también sufrió una disminución
debido al envejecimiento de las plantas. Además, los ataques
de las ratas y de los pájaros carpinteros a los cacaotales alcan-
zaron niveles alarmantes. Al parecer, a medida que empeoraba
la situación económica, se les hizo más difícil a los cosecheros
controlar el ataque de estas plagas, lo que contribuía aún más
a disminuir las cosechas y, en consecuencia, a producir más
pérdidas.45
A finales de la década de los cincuenta, las condiciones eco-
nómicas cambiaron en detrimento de los cosecheros de cacao
y café. La bonanza que tuvo lugar al principio de la década
fue refrenada por la caída de los precios y la disminución en
el rendimiento de los arbustos. Aunque los precios perma-
necieron mucho más altos que en la época anterior al auge,
se debe tener presente que, precisamente, durante los años

44
Según Viñas, los cafetales en la zona mencionada no ocupaban grandes
extensiones de tierra ya que las plantaciones más grandes se encontra-
ban en las regiones montañosas del país. AGN, MA, 1956, Leg. 1148, 6
noviembre 1959.
45
AGN, MA, 1956, Leg. 711, 20 junio 1956. Warren Dean ha destacado
cómo las plagas y el envejecimiento de los árboles de caucho en Brasil se
combinaron para afectar la extracción de látex. Ver Brazil and the Struggle
for Rubber: A Study in Environmental History (Cambridge: Cambridge Uni-
versity Press, 1987).
GRÁFICA 5.9: HIPOTECAS Y CANCELACIONES EN LA
260

PROVINCIA DE SANTIAGO, 1936-54

NOTA: Los valores no marcados se deben a la ausencia de los datos correspondientes.


Pedro L. San Miguel

Fuente: Anuario Estadístico, 1936-1954.


GRÁFICA 5.10: PRECIOS DE LOS PRODUCTOS AGRÍCOLAS
DE EXPORTACIÓN, 1905-60

Fuente: Mutto, «Desarrollo de la economía de exportación», 107-9; y 21 años de estadísticas dominicanas,


Los campesinos del Cibao 261

1931-1956, p. 158.
262 Pedro L. San Miguel

de alza de los precios, los agricultores recurrieron al crédito


para impulsar sus actividades económicas. En otras palabras,
la caída de los precios fue precedida por un período de gran
endeudamiento; de hecho, no fue sino hasta después de 1957
cuando se vio una tendencia descendente en la concesión de
préstamos. A medida que la coyuntura económica cambiaba
de signo, los términos del crédito se hicieron más rigurosos;
incluso, muchos de los grandes productores tuvieron dificulta-
des para enfrentar la crisis.
Al estudiar los efectos del crédito sobre la economía campe-
sina, resulta evidente que el mismo no puede verse aislado del
conjunto de factores que afectan a la economía rural. Por el
contrario, el crédito tiene que analizarse dentro de una coyun-
tura económica dada, la cual puede ser favorable o desfavorable
para los productores agrícolas. Son estas coyunturas económi-
cas las que determinan, en buena medida, la capacidad de pago
de los campesinos y, por ende, su capacidad de evitar la pérdida
de sus tierras. Pero aun en estas condiciones más o menos favo-
rables, los comerciantes y los prestamistas explotan al campe-
sinado; tampoco evitan del todo que los campesinos sufran la
pérdida de sus tierras. Por el otro lado, el acceso al crédito no es
una garantía absoluta de que los campesinos podrán mantener
su posición como propietarios. Al contrario, hay pruebas que
demuestran la pérdida de tierras por los campesinos a causa de
sus deudas.46 Debido a que los grandes comerciantes operaban
a través de intermediarios, fueron los prestamistas de las comu-
nidades rurales quienes más se beneficiaron de la pérdida de
tierras por los campesinos. Es probable que fuesen los pequeños
y los medianos comerciantes, así como los sectores rurales aco-

Por ejemplo, Emilio y Arturo Ureña, y James y William Palmer, quienes


46

se contaban entre los prestamistas más conspicuos de principios de siglo


xx, lograron acumular muchos predios de tierra en diversas secciones
rurales debido a la incapacidad de los deudores de cumplir con los tér-
minos de los préstamos. AS, CH, RPT, Lib. A, 1912-13; y Lib. H, 1915-17.
Los campesinos del Cibao 263

modados, más que los grandes comerciantes, quienes acumula-


ron las tierras que perdieron los campesinos.
Hubo comerciantes que se hicieron propietarios de tierras
gracias a las ejecuciones hipotecarias, aunque, posiblemente,
esto fue más común en los sectores del café y del cacao que en
el del tabaco. Ocurrió así, al menos, por dos razones principa-
les. En primer lugar, porque los largos ciclos de producción
del cacao y del café ponían a los productores en una situación
muy frágil en tiempos de precariedad económica. Luego de
esperar pacientemente varios años por recoger su primera
cosecha, un cosechero de cacao o de café podía ver desvane-
cerse todas sus expectativas debido a una baja en los precios o
debido a condiciones climatológicas desfavorables. De modo
contrario al café y al cacao, el tabaco tiene un ciclo producti-
vo corto y los cosecheros de tabaco reciben los beneficios de
su trabajo unos meses después de haber realizado la siembra.
Además, si la cosecha se malograba o si los precios no eran
favorables, las deudas contraídas no eran tan pesadas como en
el caso del café y el cacao.
En segundo lugar, puesto que el cacao y el café son cultivos
perennes, las fincas cultivadas de estos productos adquieren
un valor económico mayor que las cultivadas de tabaco. De-
bido a su corto ciclo de vida, el tabaco debe ser plantado año
tras año. Los cacaotales y los cafetales, por el contrario, repre-
sentan una mejora permanente del terreno y, por lo tanto, una
inversión a largo plazo que aumenta el valor de las tierras. En
consecuencia, los comerciantes y los prestamistas tenían un in-
centivo adicional para ejecutar las hipotecas de las fincas de ca-
cao o de café. Por esto, no resultaría sorprendente encontrar
que, entre los comerciantes y los prestamistas que financiaban
la producción de café y de cacao, existiese una mayor propen-
sión a convertirse en agricultores que entre aquellos que se
dedicaban a financiar el tabaco.47

Debo esta idea a Walter Cordero, quien ha estudiado a fondo la historia


47
264 Pedro L. San Miguel

A principios del siglo xx, los comerciantes apremiaban a


los campesinos a que dedicaran el dinero prestado a aspectos
directamente vinculados con la producción agrícola. Aunque
era normal que los cosecheros dedicaran una parte de los
avances al consumo, los comerciantes tenían interés en que
el grueso del dinero prestado se invirtiese en mejorar las tie-
rras de cultivo, en la construcción y la mejora de los ranchos
de tabaco, y en otras fases de la producción, el manejo, y el
transporte de las cosechas. Eran los campesinos más pobres
quienes dedicaban una mayor proporción del crédito obte-
nido al consumo; los campesinos más acomodados podían
dedicar una mayor proporción del crédito a la producción.
Dada esta correlación, es muy probable que, a lo largo del
siglo xx, haya aumentado la propensión del campesinado a
usar una mayor tajada del crédito obtenido en la producción
y que, en consecuencia, haya disminuido la parte del mismo
destinada al consumo. La prueba disponible sugiere que las
presiones de los comerciantes y de las agencias de gobierno
contribuyeron a alterar el uso del crédito por parte de los
campesinos. Estas presiones aumentaron a raíz del auge de
los precios y de las exportaciones después de la Segunda Gue-
rra Mundial.48
Tal como ocurrió en otros lugares de América Latina,49 el
crédito contribuyó a la reproducción de la economía campesi-

agraria dominicana. Al respecto, también hay que considerar los niveles


de precios de estos cultivos, que tienden a ser más altos para el cacao
y el café que para el tabaco. Los niveles de precios de los productos
agrícolas juegan un papel determinante en las opciones productivas de
los campesinos, como muestra el caso de la coca en América del Sur. Ver
Edmundo Morales, Cocaine: White Gold Rush in Peru (Tucson: University
of Arizona Press, 1989).
48
Ver capítulo IV; Ferrán, Tabaco y sociedad; Cordero et al., Tendencias de
la economía cafetalera; Díaz, «Financiamiento en el sector rural»; Sharpe,
Peasant Politics; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.
49
Véase, particularmente: Mallon, The Defense of Community; Picó, Amargo
café; y Roseberry, Coffee and the Development of Capitalism.
Los campesinos del Cibao 265

na cibaeña. Como el dios Jano, para el campesinado, el crédito


–expresión de la economía mercantil– tenía dos caras.50 Por
un lado, propiciaba su producción mercantil; pero por el otro,
sometía a los campesinos a nuevas presiones que, a la larga,
socavaban su autonomía económica. Al contraer deudas, los
campesinos se colocaban en un equilibrio precario. Cuando
los precios caían, o el clima afectaba a las cosechas, o los mer-
cados se saturaban, el crédito mostraba a los campesinos su
otra cara: la acumulación de deudas y la siempre presente, y
además temida, posibilidad de perder sus tierras.

La metáfora de las «dos caras» de la economía de mercado proviene


50

de: Elizabeth Fox-Genovese y Eugene D. Genovese, «The Janus Face


of Merchant Capital», en: Fruits of Merchant Capital: Slavery and Bourgeois
Property in the Rise and Expansion of Capitalism (New York: Oxford Univer-
sity Press, 1983), 3-25.
Capítulo vi
La tierra y la sociedad campesina

Paisaje rural y estructura agraria

Cuando Samuel Hazard visitó la República Dominicana en


el siglo xix a principios de la década de los setenta, el país
todavía conservaba muchos de los rasgos de la época colonial.
Al viajar a lomo de mula desde la ciudad capital hasta Puerto
Plata, Hazard observó extensas tierras fértiles, prácticamente
despobladas y poco cultivadas. La campiña estaba compuesta
mayormente de bosques vírgenes y praderas en las que el ga-
nado pastaba tranquilamente.1 Solo en La Vega, Moca y San-
tiago encontró regiones de mayor densidad poblacional a las
observadas por él en su trayecto hacia el norte del país. No sin
cierto asombro, Hazard comenta favorablemente en su obra
sobre las fincas entre Moca y Santiago, donde la agricultura se
encontraba más desarrollada que en cualquier otra parte del
país. En esta región, las viviendas eran mejores y el cultivo de
la tierra se encontraba más desarrollado. Empero, incluso allí

Samuel Hazard, Santo Domingo, Past & Present; with a Glance at Hayti, 3ra
1

ed. (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1982), 274-318. Para


un estudio reciente sobre el paisaje rural en la República Dominicana
durante el siglo xix, ver Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana:
Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo Domingo: CENAPEC,
s.f.), 17-36.

267
268 Pedro L. San Miguel

notó una ausencia total de trabajo organizado y de una pro-


ducción agrícola sistematizada. Picado por la curiosidad, Ha-
zard preguntó sobre el precio de las tierras; y nuevamente las
peculiaridades de la vida rural dominicana le sorprendieron.
Según le informaron, por cerca de 5,000 pesos oro se podían
comprar sobre 1,000 acres de tierra desmontada, ideales para
la agricultura comercial, de la arcilla más rica, similar a la de
las espléndidas tierras de Mississippi. Hazard pensó que una
adquisición de este tipo sería una verdadera ganga.2
Además de una escasa población y de sus extensas tierras
sin explotar, la estructura agraria de la República Dominicana
también llamó la atención de los extranjeros. Tal fue el caso,
en particular, de los llamados terrenos comuneros. Aunque la
falta de información no permite saber qué proporción de la
totalidad de las tierras del país eran ocupadas por los terrenos
comuneros, los testimonios de la época sugieren que, a media-
dos del siglo xix, una porción considerable se encontraba bajo
este sistema. Según Pedro F. Bonó, aparte de las propiedades
deslindadas del Cibao, la mayoría de las tierras restantes eran
terrenos comuneros.3 Dada la naturaleza de este sistema, en
el cual la tierra era compartida por varios condueños, sin que
existiese un sistema de propiedad absoluta ni una delimitación
exacta de los predios, muchos contemporáneos pensaban que
la desaparición de los terrenos comuneros era un requisito in-
dispensable para lograr la modernización de la agricultura en
la República Dominicana.4 Por ejemplo, la modernización de

2
Hazard, Santo Domingo, 319-20.
3
Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:
Academia Dominicana de la Historia, 1964), 82.
4
Esta ideología de la modernización comenzó a manifestarse desde fina-
les del siglo xix, aunque adquirió fuerza en las primeras décadas del xx.
Ver Raymundo González, «Ideología del progreso y campesinado en el
siglo xix», Ecos, 1, 2 (1993): 25-43; y Michiel Baud, Peasants and Tobacco
in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee
Press, 1995), 147-73. La situación agraria de la República Dominicana en
el siglo xix no era privativa de este país; en América Latina en general, la
Los campesinos del Cibao 269

la estructura agraria propiciaría las inversiones en la agricul-


tura. José Ramón Abad propuso que se obligase a los dueños
de los terrenos comuneros «al deslinde amigable o legal» cada
vez que se hiciese una venta o traspaso.5 Así, a partir de finales
del siglo xix, se tomaron varias medidas con el propósito de
lograr el deslinde de los terrenos comuneros. Estas medidas
culminaron con la Ley sobre división de terrenos comuneros de
1911. La misma expresaba el interés del Estado dominicano
en desarrollar un régimen de tierras más a tono con el creci-
miento de una agricultura de exportación moderna. Al calor
del surgimiento de los latifundios dedicados a la exportación
de frutos agrícolas, las tierras comuneras fueron cediendo en
algunas regiones del país, sobre todo en aquellas áreas donde
se hicieron amplias concesiones de tierra a los inversionistas
extranjeros.6 No obstante, al comenzar el siglo xx, los terrenos
comuneros todavía constituían un elemento fundamental de
la ruralía dominicana.
A pesar de la gran importancia de los terrenos comuneros
en la sociedad dominicana, en pocas investigaciones se ha
tratado de estudiar su evolución histórica. Aún se ignora mu-
cho del origen de este sistema peculiar de tenencia de tierras.
Igualmente, se desconoce qué efecto tuvo su desaparición en
la configuración del mundo rural dominicano. Usualmente se

estructura agraria padecía de cierto arcaísmo. Para análisis, ver Arnold


Bauer, «Rural Society», en: Leslie Bethell (ed.), Latin America: Economy
and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989),
115-48.
5
José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-es-
tadística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 255-65.
6
Marte, Cuba y la República Dominicana, 337-439; Jacqueline Boin y José
Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo en la República Domini-
cana, 1844-1930. Vol. I: El proceso de transformación de la economía domini-
cana, 1844-1875, 2da ed. (Santo Domingo: Gramil, 1980), 131-36; Marlin
D. Clausner, Rural Santo Domingo: Settled, Unsettled, and Resettled (Phila-
delphia: Temple University Press, 1973), 114-30; y H. Hoetink, The Do-
minican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology (Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1982), 6-18.
270 Pedro L. San Miguel

ha considerado que la reducción de los terrenos comuneros


fue resultado, principalmente, de la interferencia del Estado,
determinada en gran medida por los intereses extranjeros
deseosos de obtener grandes extensiones de terreno. Según
este punto de vista, los terrenos comuneros desaparecieron a
medida que se convertían en «propiedad privada moderna»,
sobre todo, en plantaciones azucareras.7 No obstante, este pa-
trón, predominante en los grandes llanos del este de la Re-
pública Dominicana, no fue homogéneo. Hasta el momento,
se ha prestado poca atención a la reducción de los terrenos
comuneros en otras regiones del país y a los procesos especí-
ficos que, paulatinamente, socavaron las formas tradicionales
de uso y de tenencia de tierras.
Uno de los propósitos de este capítulo es, precisamente,
arrojar luz sobre la evolución de los terrenos comuneros en el
Cibao, específicamente en la provincia de Santiago. Este aná-
lisis regional, además de posibilitar un examen más detallado
del proceso de desaparición de las tierras comuneras, permite
matizar las interpretaciones predominantes sobre este asunto.
En efecto, en el Cibao, la desaparición de los terrenos comu-
neros fue impulsada no solo por las medidas puestas en vigor
por el Estado, sino, ante todo, debido a la comercialización de
la tierra, concomitante con el desarrollo de la economía de
mercado. A largo plazo, el crecimiento de la economía mer-
cantil llevó a la acumulación de tierras por parte de empre-
sarios urbanos y grandes terratenientes, lo que restringió las
oportunidades económicas del campesinado. Estos cambios

Guillermo Moreno, «De la propiedad comunera a la propiedad privada


7

moderna, 1844-1924», Eme-Eme, IX, 51 (1980): 47-129. Ver, además: Mel-


vin M. Knight, Los americanos en Santo Domingo: Estudios de imperialismo
americano (Ciudad Trujillo: Universidad de Santo Domingo, 1939), 137-
52; Pablo A. Maríñez, Resistencia campesina, imperialismo y reforma agraria en
República Dominicana (1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE, 1984), 23-43;
y Bruce J. Calder, The Impact of Intervention: The Dominican Republic during
the U.S. Occupation of 1916-1924 (Austin: University of Texas Press, 1984),
91-114.
Los campesinos del Cibao 271

en la estructura agraria cibaeña comenzaron a manifestarse


con particular intensidad entre las décadas finales de la an-
tepasada centuria y las primeras del siglo xx. En definitiva, la
comercialización de la sociedad dominicana dio lugar a una
creciente competencia por la utilización y la propiedad de re-
cursos –como las tierras, los bosques y las aguas– que los cam-
pesinos no siempre pudieron ganar.8
Debido a la presencia de un campesinado numeroso y activo
en la producción para el mercado, la definitiva desaparición
de los terrenos comuneros en el Cibao ocurrió de formas muy
particulares. La misma participación del campesinado en la
economía mercantil produjo el surgimiento de un sector cam-
pesino relativamente acomodado, capaz de adquirir tierras
a expensas de sus vecinos menos afortunados. Así, junto a la
acumulación de tierras por parte de los empresarios citadinos
y de los hacendados, se dio un proceso de adquisición de tie-
rras por los campesinos acomodados, a expensas de los agri-
cultores más pobres. Pero ni la acumulación ni la fragmenta-
ción de las tierras fueron procesos unidireccionales. Mientras
unas propiedades aumentaban en tamaño, numerosas fincas
se fragmentaban debido a la repartición de las herencias. En
consecuencia, durante las primeras décadas del siglo xx, la es-
tructura agraria cibaeña, en contraposición a las tendencias en
otras regiones del país, continuó caracterizándose por la exis-
tencia de un campesinado con acceso directo a la tierra y vin-
culado al mercado como productor. No fue sino hasta pasada
la década de los cuarenta cuando la escasez de tierras tendió a
agudizarse en el Cibao. Aun entonces, en algunas zonas siguió
existiendo un fuerte campesinado de nivel medio.
Los terrenos comuneros eran extensiones de tierra de ta-
maño indefinido, aunque usualmente eran bastante grandes,

El concepto de la «competencia por los recursos» entre campesinos y


8

terratenientes proviene de: George L. Beckford, Persistent Poverty: Under-


development in Plantation Economies of the Third World, 2da ed. (London y
Morant Bay: Zed Books y Maroon Publishing House, 1983).
272 Pedro L. San Miguel

poseídas en conjunto por un grupo de personas que formaban


una «asociación de propietarios», según la definición de Alci-
biades Albuquerque. A pesar de su nombre, estos terrenos no
pertenecían a toda la comunidad. Por el contrario, para poder
utilizar o explotar parte de un terreno comunero era necesa-
rio tener «acciones» en él. Estas acciones, usualmente expre-
sadas en «pesos de acción», daban a los poseedores el derecho
de ocupar y de trabajar cualquier porción del terreno, siempre
y cuando no estuviese en explotación ni fuese ocupada por
otro de los accionistas. El término «pesos de acción» se ori-
ginó en el período colonial, cuando el valor de las tierras era
mínimo y, por ende, resultaba oneroso medir las propiedades,
sobre todo las de gran extensión; así, en muchas ocasiones se
desconocía su tamaño exacto. En consecuencia, se adoptó la
práctica de referirse a los derechos que se tenían sobre deter-
minada propiedad con atención a la fracción del valor que se
poseía sobre ella y no atendiendo a su tamaño. Por lo tanto,
con el fin de expresar un derecho sobre un terreno comunero,
se aludía a los «pesos» que componían el mismo (su supuesto
valor original) y a los «pesos de acción» de los condueños, que
eran proporciones del valor total. Al igual que cualquier otra
propiedad, las acciones sobre los terrenos comuneros podían
venderse, permutarse, traspasarse o ser dejadas en herencia.9

Cuando reinaban las tierras comuneras

Diferentes factores explican la inexistencia de un sistema de


propiedad privada absoluta en la República Dominicana en la
centuria decimonónica. Primero, la escasa población del país

Alcibíades Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros en la República Do-


9

minicana (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1961), 28; y Aura C.


Fernández Rodríguez, «Origen y evolución de la propiedad y de los ter-
renos comuneros en la República Dominicana», Eme-Eme, IX, 51 (1980):
5-45.
Los campesinos del Cibao 273

desde finales del siglo xvi hasta el siglo xix; segundo, la limitada
producción mercantil durante buena parte de dicho perío-
do, reflejo del atraso económico de la colonia; y, finalmente, el
surgimiento de una sociedad rural sobre la cual el Estado y las
estructuras económicas formales ejercían muy poco control.10
Como resultado, existía escasa presión sobre la tierra, la que
carecía de un gran valor en el mercado; muchas veces el costo
de medir y registrar legalmente un terreno superaba su valor
nominal. Debido a las condiciones económicas y demográficas
existentes, la tierra resultaba abundante y barata.
El uso de la tierra se correspondía con las condiciones des-
critas. La ganadería extensiva, típica de las sociedades de fron-
tera de baja densidad poblacional y de tierras abundantes,
se convirtió en la actividad económica predominante en el
Santo Domingo colonial.11 Tal y como se practicaba en Santo
Domingo, la ganadería se asemejaba más a las actividades ex-
tractivas que a la crianza sistemática y regular; en realidad, las
reses y los cerdos eran cazados, no criados.12 La agricultura se
encontraba, también, en un lamentable estado de postración,
además de carecer de una clara orientación hacia el mercado.
A causa de la poca población, de la existencia de unos centros

10
Para una discusión más detallada, ver el capítulo I.
11
Este tipo de crianza era bastante común en las regiones económica-
mente periféricas del mundo colonial en las Américas. Tal fue el caso en
el Caribe español durante los siglos xvii y xviii, en el interior de Argen-
tina y Brasil, y en el norte de México. Véase: Ciro F.S. Cardoso y Héctor
Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, 2 tomos (Barcelona:
Crítica, 1979), 1: 212-14; James Lockhart y Stuart B. Schwartz, Early Latin
America: A History of Colonial Spanish America and Brazil (Cambridge: Cam-
bridge University Press, 1985); Caio Prado, The Colonial Background of
Modern Brazil (Berkeley: University of California Press, 1971); y Francois
Chevalier, Land and Society in Colonial Mexico: The Great Hacienda (Berke-
ley: University of California Press, 1972).
12
Sobre la crianza en Santo Domingo durante el período colonial: Rubén
Silié, Economía, esclavitud y población (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1976), 19-74.
274 Pedro L. San Miguel

urbanos que a duras penas merecen tal calificativo, de me-


dios de comunicación totalmente inadecuados y de relaciones
comerciales con el exterior harto irregulares, la producción
agrícola de Santo Domingo contaba con un mercado muy res-
tringido.13 Esta situación comenzó a cambiar paulatinamente
durante el siglo xviii, cuando la producción comercial renació
en Santo Domingo debido a la influencia de la colonia france-
sa de Saint Domingue. Sin embargo, aun entonces, los rasgos
estructurales de la sociedad rural dominicana durante los dos
siglos anteriores permanecieron básicamente inalterados: la
población continuó siendo muy escasa y la tierra siguió siendo
abundante. Lejos de escasear, la tierra constituía el recurso
más abundante de la colonia. No fue sino a finales del siglo
xix cuando estas características empezaron a alterarse, aun-
que gradualmente, y de manera muy diferente en cada región
del país.14
Fue en el contexto económico y social de los siglos colonia-
les cuando surgieron los terrenos comuneros. Independiente-
mente de su origen institucional y de su expresión legal, este
particular régimen agrario sobrevivió durante siglos debido a
que la escasa población del país y su débil comercialización
no hacían perentoria la división de las propiedades. Debido
a la poca mano de obra disponible, resultado de los pocos ha-
bitantes de la colonia, la crianza se convirtió en la actividad
económica predominante. El acceso comunitario a los recur-
sos –los suelos, las aguas, los bosques y los pastos– facilitaba la
crianza y la cacería de animales. Además, en ausencia de una

13
Sobre las pobres condiciones económicas de Santo Domingo durante
los siglos xvii y xviii, ver Silié, Economía, esclavitud y población; Frank Peña
Pérez, Antonio Osorio: Monopolio, contrabando y despoblación (Santiago: Uni-
versidad Católica Madre y Maestra, 1980), y Cien años de miseria en Santo
Domingo, 1600-1700 (Santo Domingo: CENAPEC, s.f.)
14
Hoetink, The Dominican People; Marte, Cuba y la República Dominicana;
y Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización en la
República Dominicana, 1875-1920», IC, I, 1 (1986): 17-45.
Los campesinos del Cibao 275

población capaz de colonizar la totalidad del territorio y de


suplir la mano de obra necesaria para desarrollar una econo-
mía agrícola de cierta envergadura, el sistema de tierras comu-
neras generaba una relativa concentración de los habitantes
del país, evitándose así una mayor dispersión. Finalmente, los
terrenos comuneros no constituyeron un obstáculo absoluto
al desarrollo de la agricultura. Una vez que un accionista des-
montaba y ocupaba un pedazo de tierra, los otros ocupantes
debían respetar su reclamo sobre dicho terreno.
Según fuentes de la época, existía una especie de derecho
consuetudinario, que establecía los derechos y las obligacio-
nes de los accionistas. Por ejemplo, un accionista podía ocu-
par cualquier predio de tierra, e incluso toda la tierra que no
estuviese ocupada, sin importar el tamaño, siempre y cuando
no interfiriese con los terrenos que ya estaban en explotación
por otros copropietarios. Empero, existían unas áreas de uso
común; en éstas, la ausencia de segregación posibilitaba que
los condueños empleasen libremente los recursos disponibles.
En caso de que se hubiesen enajenado derechos específicos,
como el de disponer de los árboles maderables, los accionistas
tenían que reconocer los mismos a las personas que los hubie-
sen adquirido. Por otro lado, si un accionista quería conservar
sus derechos sobre la tierra, tenía que continuar usándola, ya
fuese cultivándola, dedicándola al pastoreo o meramente ha-
bitándola. Sin embargo, si

...una persona sale de su casa y abandona su tierra


durante más de un año, y la casa se quema y desapa-
recen las mejoras, otra persona puede ocuparla y con-
siderarla suya. Esto no es una ley [escrita], pero es ya
una costumbre en este país...15

Emilio Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión de Investigación de los


15

Estados Unidos de América en Santo Domingo en 1871 (Ciudad Trujillo: Aca-


demia Dominicana de la Historia, 1960), 583-84.
276 Pedro L. San Miguel

El derecho consuetudinario que regía el uso de los terrenos


comuneros también regulaba su venta. Cuando un accionis-
ta quería vender parte de sus acciones, tenía que ofrecerlas
primero a los demás condueños del terreno comunero. En el
caso de que ninguno de ellos quisiera comprar dichas accio-
nes, entonces el interesado podía venderlas a alguien de afue-
ra.16 Obviamente, esta práctica buscaba mantener la armonía
entre los propietarios, evitando la intrusión de accionistas que
viniesen a alterar el uso de los recursos ya convenido por los
ocupantes de los terrenos comuneros.
En resumen, los terrenos comuneros no solo permitían la la-
branza, sino que además servían de reserva de recursos natura-
les para los copropietarios. Los terrenos comuneros permitían
la existencia de conucos (pequeños predios cultivados indivi-
dualmente) destinados a la subsistencia y a la producción mer-
cantil en pequeña escala. Las tierras comuneras se ajustaban
a las actividades productivas del campesinado, basadas en la
agricultura itinerante y en la crianza libre.17 En segundo lugar,
las áreas no ocupadas de las tierras comuneras eran una gran
fuente de abastecimiento de alimentos –por ejemplo: frutas,
pescado y animales de caza– para las familias campesinas, ade-
más de suministrar una serie de materias primas, empleadas
por los campesinos con diversos fines. Los campesinos utili-
zaban muchos de estos recursos en la elaboración de bienes
para uso directo de la familia: las viviendas y buena parte del
mobiliario y de la utilería doméstica eran fabricados con los
recursos disponibles en los terrenos comuneros. En la lucha
por la supervivencia, el bosque, el llano, el palmar, el río y la
maleza servían de complemento al conuco campesino.
Durante el período colonial se acostumbraba mantener in-
divisas las propiedades, aunque los condueños retuviesen sus
derechos sobre la tierra, avalados por la posesión de los pesos

Rodríguez Demorizi, Informe de la Comisión, 344.


16

Abad, La República Dominicana, 381.


17
Los campesinos del Cibao 277

de acción.18 La historia del sitio de La Peñuela desde finales


del siglo xvii hasta mediados del xix, ilustra esta práctica. La
Peñuela, ubicado en Santiago, perteneció originalmente a
Nicolás Francisco Chávez, quien además era propietario del
sitio de Esperanza; no se sabe cómo Chávez obtuvo estas tie-
rras.19 No obstante, en 1696 Antonio Rodríguez Páez compró
ambos sitios a Chávez. Según declaración realizada en 1857,
«[Rodríguez] Páez compró desde El Buey hasta Maymon, y
desde la cumbre hasta el río Yaque, con ganados y accesorios
por la suma de [800 pesos]». A pesar de la imprecisión de esta
descripción, hay indicios –sobre todo su prolongación de «la
cumbre» al Yaque– de que se trataba de un terreno de gran
extensión.
Rodríguez Páez vendió desde El Buey hasta Arroyo Seco a
doña Sebastiana María de Mercado en el año 1732. Esta se-
ñora tuvo dos matrimonios: el primero con José Tapia y el se-
gundo con Matías Eusebio Molina. Al morir en 1750, doña
Sebastiana dejó una cuarta parte del sitio a sus hijos del primer
matrimonio: Isidro Merced y Juan Merced de Tapia. A los hi-
jos de su segundo matrimonio (Gregorio, Felipa y Bernarda

18
Mis comentarios sobre el origen y la evolución de los terrenos comune-
ros se basan en: Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros; Fernández
Rodríguez, «Origen y evolución»; Moreno, «De la propiedad comunera»;
Hoetink, The Dominican People, 1-18; Clausner, Rural Santo Domingo; Boin
y Serulle Ramia, El desarrollo del capitalismo, 1: 119-36; Jorge Valdez, Un
siglo de agrimensura en la República Dominicana (Santo Domingo: Ediciones
Tres, 1981); y John Geffroy y Margaret Vásquez Geffroy, «El sistema del
hato y la organización familiar del campesino dominicano», Eme-Eme, III,
18 (1975): 107-36.
19
La siguiente historia la he obtenido en: ANJR, PN: JD, 1900, fs. 153-57v.
Este documento es una transcripción de un «historial del sitio de la Pe-
ñuela» levantado originalmente por Teodoro Estanilao Heniken el 1ro
de noviembre de 1857. Este historial fue elaborado a partir de los testi-
monios de los condueños, apoyados y confrontados «con varias piezas
auténticas y fehacientes». Debido al deterioro del documento original,
fue depositado y notariado en el protocolo de Joaquín Dalmau a instan-
cias de Agustín de Vargas, uno de los condueños de La Peñuela.
278 Pedro L. San Miguel

Molina) legó las tres cuartas partes restantes de la propiedad.


Siguiendo la costumbre prevaleciente entonces, a cada rama
de los herederos de doña Sebastiana se le asignó una sección
del sitio. Debido a la extensión de la propiedad legada y a la
inexistencia de marcas delimitando la misma, las referencias
usadas para describir las diversas secciones son muy impreci-
sas. Por ejemplo, Rincón Largo fue asignado a los Tapia, «des-
de La Quebrada del Hato viejo de Pontón hasta La Quebrada
de la Puerta». Gregorio Molina recibió una parte de Rincón
Grande, de la «Quebrada de la Puerta, hasta La Cruz de la
Sabana»; de aquí al «cerrito de la Cruz», correspondió a Fe-
lipa Molina; y a su hermana Bernarda, desde el último punto
«hasta partir con Cañedo». Estas descripciones, a pesar de sus
deficiencias, muestran la antigua práctica de emplear los acci-
dentes del terreno como puntos de referencia para designar
las propiedades.
Al quedar dividida la herencia de doña Sebastiana en dos ra-
mas –la de los Tapia y la de los Molina–, lo que antes era conside-
rado un solo patrimonio se fraccionó en dos, cada uno siguien-
do una descendencia patrilineal. Así, a pesar de las herencias,
las ventas y los traspasos sufridos por las tierras de los Molina,
no hay indicios de que sus hermanos maternos, Isidro y Juan
Tapia, lograsen acceso a ellas. Más aún, a finales de la década
de los cincuenta del siglo xix, la parte de los Tapia había pasado
íntegramente a otras manos. Para entonces, la propiedad fue
evaluada en 400 pesos, siendo sus dueños: T.E. Heniken (quien
poseía 250 pesos), Rosa de Vargas (25 pesos), Manuel Jiménez
(25 pesos) y la Sucesión de José Vargas (100 pesos).
Por su lado, los Molina retuvieron sus tierras en un grado
mucho mayor que los Tapia, por lo menos hasta la segunda
generación a partir de doña Sebastiana. La sucesión de Gre-
gorio Molina ilustra este proceso. De acuerdo con las eva-
luaciones realizadas a mediados del siglo xix, a la herencia
materna de Gregorio Molina en La Peñuela se le adjudicó un
valor de 1,380 pesos. Aunque resulta imposible saber cuál era
Los campesinos del Cibao 279

el significado exacto de esta cifra, es muy probable que repre-


sente el valor aproximado de su propiedad en ese momento,
equivalente a la cuarta parte del legado de doña Sebastiana
a los hijos habidos de su segundo matrimonio. En cualquier
caso, a la muerte de Gregorio, su viuda, María de Ureña Va-
lerio, heredó una cuarta parte de la propiedad, esto es 330
pesos. Cada uno de sus tres hijos heredó 350 pesos en dicha
propiedad.
A partir de esta generación, el control de los Molina sobre La
Peñuela comenzó a desintegrarse. La viuda de Gregorio vendió
200 de sus 330 pesos a Luis Gutiérrez y legó el resto a su hijo Ma-
tías. Gracias a esta herencia, Matías llegó a poseer 480 pesos del
total de 1,380 en que se había evaluado La Peñuela al dividirse el
legado de su padre. Sin embargo, para 1857 Matías contaba con
apenas 30 pesos en La Peñuela ya que vendió el resto a Romualdo
Marte (200 pesos), Francisco Genao (100 pesos), Joaquín del Ro-
sario (100 pesos) y Matías Jiménez (50 pesos). Algo similar ocu-
rrió con la parte de Sebastiana Molina, hermana de Matías. A los
350 pesos de acción que heredó de su padre, se añadió la misma
cantidad que obtuvo su hermano Marcos, quien vendió su parte
a Manuel Jiménez, casado con Sebastiana. Es decir, Sebastiana
llegó a poseer 700 pesos en La Peñuela. De estos, vendió 300 a
Pablo Fernández, 200 a Tomás Pérez y los restantes a Jacinto y
Juan Núñez.
Con el correr del tiempo, el entramado de ventas, herencias
y matrimonios contribuyó a que un número cada vez mayor de
personas tuviera acceso a las tierras de La Peñuela. Aunque el
documento de marras no ofrece las fechas en que ocurrieron
las diversas transacciones y traspasos, hay algunos indicios de
que durante la primera mitad del siglo xix aumentó el núme-
ro de propietarios. Para 1857, cuando se hizo el historial del
sitio, había varios clanes familiares asentados en La Peñuela;
además de los Molina, sobresalían los Jiménez, los Pérez y los
Rodríguez. Con la presencia de estas parentelas, la posesión
de los Molina fue reduciéndose. Con todo, en 1897 Pedro
280 Pedro L. San Miguel

Molina, bisnieto de doña Sebastiana María de Mercado, ven-


dió 10 pesos de acción en La Peñuela a Agustín de Vargas.
Otro aspecto que resalta de la historia de esta propiedad es la
creciente importancia –a medida que transcurre el tiempo– de
la compra como medio para adquirir derechos de posesión.
De hecho, parece que varios de los condueños intentaron acu-
mular el mayor número posible de acciones mediante la com-
pra. Sin embargo, tanto las compra-ventas como las herencias
contribuyeron al fraccionamiento de la propiedad legal de La
Peñuela, tendencia predominante durante el siglo xix. A pesar
de este aumento en el número de copropietarios, todavía en
1900 el lugar permanecía indiviso.
El ejemplo de La Peñuela ilustra los cambios sufridos por la
propiedad de origen colonial. Y aunque no hay criterios exac-
tos para vincular las transformaciones que sufrió este sitio en
particular con los cambios por los que atravesó la República
Dominicana, la creciente fragmentación de esta propiedad
sugiere que, en el siglo xix, los factores que hicieron posible
la existencia de los terrenos comuneros comenzaron a variar.
De acuerdo con Hoetink, el crecimiento poblacional, la expan-
sión de la economía de mercado en el campo, la diferenciación
social del campesinado y las políticas económicas del Estado
atentaron contra la permanencia de los terrenos comuneros.20

La comercialización de los
terrenos comuneros: los cortes de madera

El aumento en la comercialización de los recursos natura-


les desempeñó un papel fundamental en la reducción de los
terrenos comuneros; el efecto de la producción maderera es un
ejemplo de ello. Los cortes de maderas, bajo el control de los
comerciantes establecidos en las ciudades, eran muy comunes

Hoetink, The Dominican People, 6-18.


20
Los campesinos del Cibao 281

en la República Dominicana. A principios del siglo xx, a San-


tiago llegaban maderas de muchas áreas circundantes. Del
norte, llegaban a través del Ferrocarril Central Dominicano,
al igual que por la carretera de Monte Cristi; del sur y del este,
arribaban por los caminos de La Vega y Moca; y de las lomas,
por los caminos de San José de las Matas y Jánico. Las aguas
del Yaque eran usadas, también, como vía de transporte de los
troncos; a las orillas de dicho río había localizados varios ase-
rraderos.21 Entonces, el área de las lomas –en torno a San José
de las Matas y Jánico– era la principal fuente de suministro de
maderas a Santiago. Así, cuando en 1914 –en medio de uno de
los tantos levantamientos armados de la época– las «fuerzas re-
volucionarias» ocuparon el camino de Las Matas, el mercado
de maderas fue completamente suspendido entre los meses de
abril a octubre debido a la ausencia de mercancía.22
Había dos formas principales de adquisición de las made-
ras. En algunos casos, los propietarios de las tierras o de las
acciones en un terreno comunero vendían directamente a un
comerciante los troncos de los árboles, luego de tumbarlos.
Por ejemplo, en mayo de 1894, Mencía Gómez y Andrés Abe-
lino Fermín vendieron a Thomen y Compañía, por 240 pesos
fuertes, 600 palos amarillos, «tumbados, propios para la ex-
portación». En agosto de ese mismo año, José Isaías Jiménez
vendió a la misma compañía 3,500 troncos de palo amarillo,
espinilla y caoba localizados en el sitio comunero del Rancho
de la Estancia del Yaque; la venta se realizó por la cantidad de
75 pesos oro.23 Otras veces se vendían los árboles antes de ser
tumbados. Francisco Betancourt y Cayetana Gómez, vecinos
del Palmar, vendieron a Thomen y Compañía, el primero, 200
palos amarillos localizados en 20 cordeles de tierra que poseía;
y Cayetana, 12 palos de espinilla y 67 palos amarillos ubicados

21
BM, 29: 995 (5 agosto 1918), 4-5.
22
BM, 27: 852 (22 julio 1915), 2.
23
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 104-5 y 177-77v.
282 Pedro L. San Miguel

en sus 12 cordeles de tierra.24 En ocasiones, surgían interme-


diarios entre los propietarios de las tierras y las grandes firmas
elaboradoras de madera o las casas comerciales que las mer-
cadeaban. Así, en enero de 1899, José Ramón Gómez realizó
un acuerdo con varios de sus vecinos en la sección del Palmar
para explotar los árboles maderables localizados en sus pro-
piedades. En virtud de dicho acuerdo, Gómez fue autorizado a
realizar cortes de caoba, cedro y espinilla, pudiendo vender los
troncos a quien mejor le pareciese. Gómez se comprometió,
luego que hubiese vendido las maderas, «a pagarle los troncos
que a cada uno correspondían...a proporción de los cordeles que
cada uno tenga». Para poder realizar los cortes, se autorizó
a Gómez a abrir carriles en el terreno con el fin de sacar las
maderas.25
La compra de los troncos o de los árboles en pie a una gran
cantidad de pequeños y medianos propietarios de tierra re-
sultaba inconveniente para los comerciantes; la dispersión de
los árboles conllevaba costos adicionales en el acarreo de los
troncos. Por ende, los comerciantes preferían adquirir los de-
rechos sobre el corte de áreas relativamente extensas. La exis-
tencia de los terrenos comuneros, muchos de ellos plenos de
bosques vírgenes, ofreció a los comerciantes una rica fuente
de maderas. Fue práctica común que los comerciantes adqui-
riesen los derechos de cortar los árboles existentes en los terre-
nos comuneros, conservando los propietarios la posesión del
suelo. Hay evidencia del siglo xix de que en el municipio de
Santiago se realizaba este tipo de transacción en la década
de los setenta. Así lo demuestra la ratificación de venta he-
cha por María Gómez, viuda de Andrés Abelino Fermín, y Fito
Fermín, su hijo, sobre el derecho de explotar las maderas de
caoba de sus terrenos en el Palmar, realizada por don Andrés a
favor de Benedicto Almonte, cerca del año 1878.26

24
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 195v-96v.
25
ANJR, PN: JD, 1899, f. 27.
26
ANJR, PN: JD, 1898, fs. 24-4v.
Los campesinos del Cibao 283

En la última década del siglo xix, J.I. Jimenes y Compañía,


de Monte Cristi, realizó numerosas adquisiciones de los de-
rechos de explotación de las maderas de los terrenos comu-
neros localizados en la provincia de Santiago. Entre el 4 y el
20 de abril de 1894, esta casa comercial notarió no menos
de siete transacciones en las que se le cedía el derecho de
explotación de las maderas localizadas en diversas propieda-
des. Por ejemplo, José María Reyes Aybar vendió el derecho
de explotar 4 cordeles de campeche en Banegas. Reyes había
vendido la propiedad a un tercero, pero se había reservado
el derecho sobre los árboles de campeche, el cual traspasó
a la mencionada casa comercial. En otro documento, Juan
Ortiz, de Navarrete, vendió a Jimenes y Compañía el derecho
sobre el palo amarillo y el campeche, en virtud de 400 pesos
de acción de terreno que poseía en Villa Nueva; esta venta se
realizó por 80 pesos fuertes.27 Otro comerciante, Domingo Fe-
rreras, hizo varias adquisiciones similares en estas fechas. Por
15 pesos fuertes, compró los derechos de corte del campeche
correspondientes a 100 pesos de acción en Villa Nueva, Nava-
rrete; en esta misma común adquirió los derechos de corte de
otros 98 pesos de acción.28
Debido a la ausencia de límites precisos entre las propie-
dades, a los legítimos dueños se les dificultaba la explotación
de los árboles maderables ubicados en ellas. Con el fin de ob-
viar tal obstáculo, un grupo de vecinos podía traspasar a un
empresario el derecho a explotar las maderas, evitándose de
tal manera las desavenencias que podían surgir entre ellos
debido a la imprecisión de los lindes de las propiedades. Al
menos así actuaron varios vecinos de Estancia del Yaque, quie-
nes cedieron a J.I. Jimenes y Comp. el derecho de explotar las

27
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 73-4 y 78v-9. Las demás transacciones realizadas
por J.I. Jimenes y Com. en el mes de abril se encuentran en este mismo
protocolo en los fs. 79-82v y 89-90v.
28
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 90v-1. Otros ejemplos de las transacciones de
Ferreras en: 87v-8v y 103-4.
284 Pedro L. San Miguel

maderas en dicho sitio con el fin de evitar los conflictos entre


sí debido a la ausencia de límites entre sus respectivos pre-
dios.29 El estado de indefinición de los límites de los diversos
sitios y propiedades era una fuente de conflicto aun entre las
grandes empresas madereras. Por ejemplo, Domingo Ferreras,
de Santiago, presentó una demanda judicial en contra de J.I.
Jimenes en torno a unas acciones sobre el campeche en el sitio
de Navarrete. Esta litis se resolvió fuera del tribunal gracias a
un acuerdo entre las partes. En el mismo, Ferreras y Jimenes y
Comp. permutaron sus respectivos derechos sobre la explota-
ción –el primero– del campeche de Navarrete, y –el segundo–
del de la sección de Banegas.30
Todavía en el siglo pasado, varios comerciantes estaban di-
rectamente ligados a la producción de madera. En Santiago,
la compañía maderera más importante era el Aserradero La
Fe, de Espaillat Sucesores. La casa Espaillat era una firma co-
mercial que participaba en varias empresas manufactureras.31
El Aserradero La Fe, localizado en las márgenes del Río Ya-
que, fue adquirido por los Sucesores de Espaillat, en 1902, por
compra a Sebastián Emilio Valverde. La venta, por la canti-
dad de 10,000 dólares, incluyó los derechos de Valverde sobre
una fábrica de hielo anexa al aserradero.32 Para suplir materia
prima a su aserradero, Espaillat Sucesores adquirió terrenos
boscosos, particularmente en las comunes vecinas de San José
de las Matas y Jánico. Estas comunes eran ricas en pinares y
se encontraban entre las principales suplidoras de madera a
Santiago.33 Aprovechando los recursos forestales de la región,

29
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 72-3.
30
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 113v-15.
31
El libro azul de Santo Domingo/Dominican Blue Book [1920] (Santo Domingo:
Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1976), 140; BM, 5: 106 (30
enero 1891), 1; 29: 953 (14 julio 1917), 6; ANJR, PN: JD, 1898, fs. 24-4v;
y 1902, fs. 111-12v y 140-40v.
32
ANJR, PN: JD, 1902, fs. 111-12v.
33
BM, 14: 383 (20 abril 1902), 2; 18: 485 (22 marzo 1906), 1; 27: 852 (22 julio
1915), 2; y 29: 995 (5 agosto 1918), 4-5. Una extraordinaria descripción
Los campesinos del Cibao 285

la escasa comercialización de la zona y la abundancia de tierras


baratas (buena parte compuesta por terrenos comuneros), Es-
paillat Sucesores logró acumular cientos de hectáreas de bos-
ques vírgenes. Según el Registro de la Propiedad Territorial de
Santiago, entre noviembre de 1906 y junio de 1907 Espaillat
Sucesores adquirió de Eladio Jiménez alrededor de 90 pesos
de acción en Los Montones, San José de las Matas.34 Sin em-
bargo, en comparación con otras adquisiciones, esta última
resultó bastante modesta. En otro caso, Espaillat Sucesores
obtuvo de Eliseo Morales más de 1,000 pesos de acción en las
secciones rurales de Los Montones y Senobí.35
La adquisición de terrenos comuneros por la firma Espai-
llat realmente alcanzó grandes proporciones. En 1910, Eliseo
Espaillat y Clark M. Votaw –un estadounidense– registraron
36 escrituras de terrenos comuneros localizados, al menos, en
18 diferentes secciones rurales de Monte Cristi y en la sección
de Mao Adentro, en Santiago. Al inscribir estas escrituras, los
declarantes señalaron que el cincuenta por ciento de dichos
terrenos pertenecían a unos inversionistas estadounidenses
residentes en el estado de Texas. A pesar de todo, Augusto
Espaillat poseía una parte considerable de estos terrenos; en
una nota de 1918 se consigna la existencia de 28 títulos perte-
necientes a la firma.36 Aunque no hay otra evidencia que vin-
cule a esos estadounidenses con alguna empresa maderera,
es muy probable que, dados sus lazos con los Espaillat, estas

de San José de las Matas a principios del siglo xx se encuentra en: AGN,
SAI, 1919, Leg. 12, 22 enero 1919. Para una evaluación de los bosques en
la República Dominicana, véase: Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los
recursos naturales de la República Dominicana (Santo Domingo: Editora de
Santo Domingo, 1976), 281-303.
34
AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, Nos. 1057, 1061, 1068 y 1069. El «número»
corresponde a la inscripción.
35
AS, CH, RPT, Lib. B, 1913-14, No. 1056. Para otros ejemplos de adquis-
ición de tierras por Espaillat Sucesores, ver AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15,
Nos. 1702-1758; y Lib. J, 1917-18, Nos. 692-94, 697 y 700-2.
36
ANJR, PN: JD, 1910, t. 1, fs. 140-40v y anejo.
286 Pedro L. San Miguel

compras estuviesen relacionadas con el establecimiento de


la Gulf Stream Lumber Corporation, una empresa existente en
los años veinte y que, aparentemente, operaba desde Monte
Cristi.37
Enrique Ferroni, un italiano, también tenía vínculos con
Espaillat Sucesores, aunque su papel en el negocio maderero
de la compañía no está claro; al parecer, era un socio o una es-
pecie de agente de la compañía. De todos modos, Ferroni par-
ticipó activamente en la adquisición de terrenos comuneros y
en la compra de derechos de corte de árboles. El 9 de enero de
1907, Ferroni compró a Manuel Ramón Viñas, del municipio
de Moca, «el derecho de corte y explotación bajo cualquier
forma de la acción de las maderas que le corresponden a un
derecho de [525] pesos de terreno comunero», localizado en
la jurisdicción de Sabaneta. La venta incluyó el derecho de es-
tablecer las maquinarias, los ranchos, las casas, y las cercas para
animales, y el de abrir los carriles necesarios para el corte de
las maderas. Estas mejoras debían realizarse con la anuencia
de los vecinos del lugar. Igualmente, Ferroni se comprometió
a que los cortes no se aproximarían a más de 15 varas castella-
nas de las viviendas ubicadas en el lugar donde se realizarían.
Viñas, el vendedor, se reservó el derecho de cortar árboles en
su propiedad, aunque no podía vender los troncos a terceras
personas. La venta del derecho a las maderas se hizo por un
espacio de 20 años, a razón de 40 centavos oro por cada peso
de acción de terreno. En Monción, Ferroni adquirió el dere-
cho sobre los pinares correspondientes a los 512 pesos de ac-
ción de terreno comunero propiedad de la Sucesión Aranda.
Al igual que en el caso anterior, se permitía establecer todas
las edificaciones y las máquinas, y abrir los caminos requeridos
para el corte y el acarreo de los troncos.38

ANJR, PN: JMV, 1924, fs. 129-29v y anejo entre fs. 129v-30.
37

ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, fs. 5-5v y 57-7v. El 4 de junio de 1907, Ferro-
38

ni compró 110 pesos de terreno comunero en Hato Viejo, jurisdicción


de Jarabacoa. Aunque no se alude a cortes de madera, la existencia de
Los campesinos del Cibao 287

Ferroni realizó transacciones parecidas en lugares tales


como Jarabacoa, Santiago, Jánico y San José de las Matas. En
una sola transacción, adquirió acciones al menos en ocho
sitios comuneros que habían pertenecido al matrimonio de
Luisa Gerez y Capitán Gutiérrez [sic]. Entre éstas se encontra-
ban: 800 pesos de acción en Babosico, 760 en Las Mesetas, 642
en Los Pilones, 500 correspondientes a Janey y 100 en Yaque
Arriba. La propiedad de estos terrenos se remontaba, por lo
menos, a los albores del siglo xix.39 Sin embargo, muchas de
las tierras obtenidas por Ferroni fueron transferidas a Augusto
Espaillat Sucesores en 1914.40 Aunque el sistema de pesos de
acción no nos permite obtener cifras exactas de cuánta tierra
acumularon Ferroni y Espaillat Sucesores, lo cierto es que las
transacciones incluían, literalmente, miles de hectáreas. En el
registro de una sola compra, hecha en 1917, Espaillat Suce-
sores reclamó el derecho de propiedad sobre dos kilómetros
cuadrados en la sección rural de Ciénaga Rica, en San José de
las Matas.41
Los Espaillat continuaron en la producción de madera por
varias décadas; para los años treinta, todavía se dedicaban a
ella. Según se muestra en la tabla 6.1, en 1934 la compañía
Espaillat poseía aún vastos predios de tierra en San José de
las Matas, Jánico y Mao. Para entonces, otros grupos econó-
micamente poderosos incursionaron en la producción de
madera, como lo sugiere el hecho de que Bermúdez Indus-
trial y el dictador dominicano Rafael L. Trujillo comenzasen
a adquirir tierras en las secciones rurales de San José de las
Matas.42 De acuerdo con Jesús de Galíndez, miembros directos

enormes bosques en dicha localidad hacen presumir que tal era el fin de
dichas compras (ver fs. 54-5v del protocolo citado).
39
ANJR, PN: JD, 1907, t. 1, anejo entre fs. 42v-3.
40
AS, CH, RPT, Lib. C, 1914-15, Nos. 1702-58.
41
AS, CH, RPT, Lib. H, 1915-17, No. 9061.
42
AS, CH, RPT, Lib. N, 1930-39, Nos. 9282, 9296-97, 9300, 9320, 9343, 9355
y 9368.
288 Pedro L. San Miguel

o colaterales de la familia Trujillo se apoderaron «de extensas


porciones de bosques» en las regiones montañosas del país.
Muchas de estas adquisiciones, a pesar de haberse realizado
por medios fraudulentos y hasta violentos, finalmente fueron
legitimadas.43
La acumulación de terrenos comuneros propulsada por la
industria maderera tuvo efectos múltiples sobre el mundo ru-
ral. En primer lugar, privó del acceso a la tierra a cientos de
campesinos. Igualmente, contribuyó al agotamiento de cier-
tos recursos que desempeñaban un papel significativo en la
economía campesina. La venta de madera era una actividad
complementaria para muchos campesinos, quienes acudían a
los mercados urbanos con el fin de disponer de su produc-
to. De acuerdo con uno de los regidores del Ayuntamiento
de Santiago, la producción de madera criolla –en la que los
campesinos participaban activamente– era adecuada para sa-
tisfacer la demanda de la provincia y de las provincias aleda-
ñas. A principios del siglo xx, la producción campesina de ma-
deras contribuía –según dicho funcionario– a mantener «viva
la competencia local».44 No obstante, el expendio de maderas
por los campesinos fue disminuyendo como resultado del cre-
ciente dominio de esta actividad por los grandes productores.
Irónicamente, algunas de las medidas de modernización del
entorno urbano contribuyeron al surgimiento de un monopo-
lio en la venta de maderas criollas. Con el fin de proteger el
puente sobre el río Yaque –inaugurado en 1918– y las calles de
Santiago, el Ayuntamiento de la ciudad estableció el mercado
de maderas en la orilla opuesta de dicho río. Así se evitaba que
el arrastre de los troncos dañase las calles. Sin embargo, varios
vecinos se quejaron porque esta medida propendió a la mono-
polización de la venta de maderas, lo que afectaba tanto a los

43
Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo: Un estudio casuístico de dictadura his-
panoamericana (Buenos Aires: Editorial Americana, 1958), 131.
44
BM, 27: 876 (29 diciembre 1915), 2-3.
Los campesinos del Cibao 289

TABLA 6.1
PROPIEDADES DE LA COMPAÑÍA MADERERA
ESPAILLAT, 1934

Pesos de
Hectáreas Localización
Acción

19,837.74 Los Montones, SJM


588 Las Carreras, SJM
496 Jamamú, SJM
352 Palera, SJM
220 Yerba Buena, SJM
10 Guama, SJM
287.44 Sabana Iglesia, Stg.
85 Magua, SJM
25 Celestina, SJM
60 La Diferencia, SJM
1,383 El Rubio, SJM
822 Cañafístola, SJM
853 Suy, SJM
417.88 Don Juan, SJM
100 Inoa,SIM
1,402.71 Pico Alto, Jan.
760 Las Mesetas, Jan.
311 Guanajuma, Jan.
519 Jagua, Jan.
2,032 Janey, Jan.
17.20 Yaque, Jan.
20 Marmolejos, Jan.
130.97 Mao, Mao
296 Mao Adentro, Mao
12* Francisca López, Mao

*En cordeles.
SJM=San José de las Matas Stg.=Santiago Jan.=Jánico
Fuente: AS/CH, RPT, Lib. N, 1930-39, No. 9016.
290 Pedro L. San Miguel

compradores como a los campesinos; estos se veían forzados a


vender su producto «al único comprador».45 El incremento en
las importaciones de madera extranjera –no necesariamente
de mejor calidad que la criolla, aunque sí de mejor termina-
ción– contribuyó, también, al desplazamiento de los producto-
res campesinos del mercado local.46
Sobre todo, la producción maderera a gran escala produ-
jo, a la larga, transformaciones significativas en el equilibrio
ecológico de las áreas afectadas por tal actividad. Por ejemplo,
la tala excesiva de árboles redundó en la desaparición de los
bosques. Evidentemente, los campesinos mismos fueron par-
tícipes del desmonte indiscriminado. Además del corte de ár-
boles con el fin de vender las maderas, algunas de las prácticas
agrícolas de los campesinos contribuyeron a la desaparición de
los bosques. Ya a finales del siglo xix, José Ramón Abad trona-
ba contra el sistema de la roza que, como el comején –decía–
era «un pequeño instrumento de destrucción que hace ruinas
inmensas».47 Estas prácticas campesinas, empero, hay que ubi-
carlas en su contexto. Muchos campesinos, despojados de sus
tierras o coartados de obtener propiedades en áreas cultivables
debido a la acumulación del suelo, se veían forzados a buscar
refugio en las lomas. Con el fin de emprender alguna actividad
agrícola, tenían que limpiar el suelo, destruyendo la vegeta-
ción natural. No pocas veces, las tierras desmontadas por los
campesinos eran poco propicias para el cultivo. Tal situación

45
BM, 29: 1001 (11 octubre 1918), 16.
46
BM, 27: 881 (10 febrero 1916), 3.
47
Abad, La República Dominicana, 381. Ver, también: «Plan para la repobla-
ción de bosques (1924)», Suplemento Listín Diario (25 mayo 1985), 5-6.
Debo esta última referencia a Rafael E. Yunén. Mis apreciaciones sobre
los cambios ecológicos provocados por las empresas madereras deben
mucho a conversaciones con Yunén y con Walter Cordero. También me
han resultado fundamentales las consideraciones de Yunén sobre la cons-
titución del «espacio», la «degradación de la tierra» y la «periferización
del campo» en La isla como es: Hipótesis para su comprobación (Santiago:
Universidad Católica Madre y Maestra, 1985).
Los campesinos del Cibao 291

era común, por ejemplo, en los pinares de San José de las Ma-
tas. Allí, los campesinos tenían un «desmedido afán» por hacer
conucos en las tierras ocupadas por los pinares, a pesar de que
las mismas eran poco aptas para la agricultura. El resultado
era la existencia de numerosos «tabucos» –es decir, pequeños
predios abandonados–, en los que, además, se habían talado
los pinos.48
No obstante, la destrucción de los bosques alcanzó niveles
mucho mayores debido a la participación de los comercian-
tes y de los empresarios urbanos en los cortes de madera. Los
grandes aserraderos fueron responsables por la destrucción de
cientos –y posiblemente de miles– de hectáreas de bosques,
como sugieren los ejemplos de las empresas mencionadas
anteriormente. Tan evidente llegó a ser la destrucción de las
reservas forestales del país que, para la década de los treinta,
la misma Cámara de Comercio de Santiago clamaba por el
establecimiento de controles sobre la tala indiscriminada. En
particular, abogaba por la prohibición de explotar las maderas
en los sitios comuneros que no estuviesen mensurados. De tal
forma –alegaba– se pondría coto a la práctica de «tumbar ár-
boles de madera en cualquier cantidad».49
Las empresas madereras provocaron cambios de envergadu-
ra en determinadas áreas de la República Dominicana. Algunas
de estas alteraciones fueron plenamente advertidas por los con-
temporáneos. Por ejemplo, en 1906, L. Cristóbal Perelló desta-
có, en un artículo publicado en El Diario, los efectos desastrosos
producidos por la Casa Jimenes en Monte Cristi. Alegaba el
susodicho articulista que esa casa comercial, interesada en la
explotación del campeche, había obtenido del Gobierno un

48
CCS, «Memoria que a la Asamblea General Ordinaria de la Cámara de
Comercio, Industria y Agricultura de Santiago presenta el Presidente de
la Junta Directiva, 1936».
49
CCS, Memoria que la Directiva de la Cámara de Comercio, Industria y Agricul-
tura de Santiago de los Caballeros presenta a la Asamblea General Ordinaria,
1931 (Santiago: Imprenta La Información, 1932), 19.
292 Pedro L. San Miguel

permiso para canalizar el río Yaque con el fin de desecar los


terrenos donde se encontraban los árboles maderables. De tal
forma se facilitaría la extracción de los troncos de campeche
desde las áreas de corte. Mas el resultado de dicho proyecto
fue totalmente pernicioso. Las tierras circundantes a la zona
canalizada, que mantenían su feracidad gracias al sedimento
acumulado debido a los desbordamientos periódicos del río,
perdieron este medio de renovación natural. Como si fuera
poco, la canalización también hizo desaparecer el riego natu-
ral, proporcionado por las aguas del Yaque. En pocas palabras,
concluye el articulista, la canalización del Yaque «dejó sin vida,
y en la mayor miseria» las áreas aledañas. Mientras perduró la
explotación maderera, Monte Cristi conoció cierta prosperi-
dad. Pero en los momentos en que Perelló escribió su artículo,
en 1906, predominaban la miseria y la decadencia económi-
ca.50 Debemos deducir que la destrucción de los bosques como
resultado de las actividades de las casas comerciales, junto a
medidas como las descritas por Perelló, incidieron sobre el pa-
trón de lluvias en la Línea Noroeste, contribuyendo a que éstas
escaseasen. Esta sería otra de las maneras en que el avance de
la economía comercial habría afectado las alternativas de sub-
sistencia de los campesinos.
Con el avance de la economía de mercado, las condiciones
que habían hecho posible la existencia de los terrenos comu-
neros comenzaron a desvanecerse y, por ende, estos perdieron
su razón de ser. Por un lado, la acumulación de tierras implicó
un mayor control, por parte de los grandes propietarios, sobre
los recursos fundamentales de la economía campesina. Junto
al relativo agotamiento de los recursos, esto significó un incre-
mento en la competencia por obtener esos bienes, que cada
vez se hacían más escasos. A medida que los recursos escasea-
ban, aumentaba su valor económico. Así ocurrió, por ejemplo,
con las palmas, las cuales recibían una variedad de usos entre

L. Cristóbal Perelló, «La Linea [sic.] Noroeste», El Diario (9 abril 1906), 2.


50
Los campesinos del Cibao 293

las familias campesinas. Su tronco era utilizado para la cons-


trucción de casas y utensilios de uso doméstico; las hojas se
empleaban para techar las casas rurales y los ranchos de taba-
co, además de usarse en la confección de canastas, sombreros
y otros artículos. Por último, el fruto de las palmas formaba
parte del alimento destinado a los cerdos. Las palmas eran tan
importantes que –de acuerdo a un testimonio del siglo xix– un
palmar representaba «una adición esencial para toda casa».51
Sin embargo, lo que muchos consideraban como un recurso
fundamental para todo hogar rural, se hizo cada vez más esca-
so debido a la acumulación y a la destrucción de los palmares.
A finales de la década de los veinte, una de las dificultades en
la construcción de los ranchos de tabaco era, precisamente, la
escasez de la madera y de las pencas provenientes de las pal-
mas. Muchos campesinos, en vez de obtener estos materiales
en sus fincas –como ocurría con anterioridad–, tenían que
comprarlos; su adquisición era especialmente difícil en el este
y el sureste de la provincia de Santiago.52 En definitiva, la des-
aparición de los terrenos comuneros aumentó las dificultades
que confrontó el campesinado cibaeño para lograr acceso a
los recursos de la tierra.

La desaparición de los terrenos comuneros

La creciente comercialización de los recursos rurales no fue


un proceso etéreo, ajeno a los intereses de grupos sociales con-
cretos. Ya vimos el decidido interés de los sectores mercantiles
en las áreas boscosas, fuente de maderas para el mercado. A
medida que la tierra y sus recursos intrínsecos aumentaban
en valor, hubo sectores urbanos que abogaron por el debido

51
Informe de la Comisión, 290-91. Ver, también: Antonio Sánchez Valverde,
Idea del valor de la isla Española, notas de Emilio Rodríguez Demorizi y
Fray Cipriano de Utrera (Santo Domingo: Editora Nacional, 1971), 56-7.
52
AGN, SA, 1933, Leg. 169, 20 marzo 1928.
294 Pedro L. San Miguel

deslinde de los terrenos comuneros. Existen varios ejemplos


que demuestran ese interés de los habitantes de las ciudades
en la privatización de la tierra. Por ejemplo, en 1907, Manuel
Batlle, un comerciante de Santiago, compró a José María Ma-
dera 100 pesos de acción en el lugar de Rafael Arriba. Ya que
retuvo 5 pesos de acción en ese lugar, Madera se comprometió
a ubicarse, luego de que se realizase la mensura y partición de
dicho sitio, «en la parte de arriba de las tareas» que le corres-
pondiesen a Batlle. Esta petición de Batlle se originó en su
deseo de unir los terrenos adquiridos en Rafael Arriba con una
estancia que ya poseía en la sección de Rafael Abajo. Luego de
hacer la compra a Madera, Batlle inició gestiones para lograr
la división del sitio de Rafael Arriba. Al realizarse la «medida
geométrica», correspondieron a Batlle, en equivalencia de los
pesos de acción comprados a Madera, 388.5 tareas del total
de 2,300 de las que se componía dicho sitio.53 En otro caso,
en 1911, Arismendy Peralta, un hacendado residente en la
ciudad de Santiago, presentó una solicitud al Tribunal de Pri-
mera Instancia para que se midiese el terreno comunero de
Buena Vista, del cual era accionista. De hecho, previamente,
otro hacendado, Joaquín Minaya, había pedido judicialmente,
en 1908, la mensura de Buena Vista. Cuando finalmente se
deslindó dicho sitio comunero, en 1917, Peralta obtuvo sobre
40 hectáreas de tierra que correspondían a los 80 pesos de
acción que poseía.54
Sin embargo, la reducción de los terrenos comuneros no
ocurrió solo como consecuencia de la interferencia de los em-
presarios urbanos. Al incrementarse el valor de las tierras y al
aumentar las oportunidades económicas en el Cibao, miem-
bros del campesinado intentaron acumular tierras y garantizar
la privatización de su uso. Desde finales del siglo xix, los accio-
nistas estaban cada vez más dispuestos a medir y deslindar los

ANJR, PN: JD, 1910, t. 1, fs. 26-6v, 30-30v y 43-4.


53

ANJR, PN: JD, 1917, t. 1, fs. 124-24v y anejos.


54
Los campesinos del Cibao 295

terrenos comuneros. Hubo terrenos comuneros que fueron


deslindados, no como consecuencia de la presión ejercida
por el Estado o por algún accionista de origen urbano, sino
como resultado de la decisión autónoma de la mayoría de sus
accionistas. Hay varios casos que ilustran este fenómeno. Por
ejemplo, en junio de 1898, concurrieron a la residencia de
Juana de Dios Cabrera, localizada en la sección del Rancho de
la Estancia del Yaque, varios de los condueños de este lugar.
Los presentes declararon al notario Joaquín Dalmau que de-
seaban «cesar del estado de indivisión en que viven». A tal fin,
solicitaron al agrimensor Lorenzo Casanova que procediera a
la mensura del sitio y a su distribución, a la luz de los pesos de
acción correspondientes a cada condueño.55
Igualmente, en el año 1901 la «mayor parte de los condue-
ños de Hatillo de San Lorenzo Abajo» –tal como reza el docu-
mento notarial– acordaron mensurar y dividir este sitio. En ese
momento, realizaron una mensura provisional, ejecutándose
en 1910 la entrega definitiva de las tareas de tierra que corres-
pondía a cada dueño.56 Como ilustra este ejemplo, era práctica
común hacer divisiones provisionales entre los condueños de
un terreno comunero. Es probable que se recurriese a esta
práctica con el fin de abaratar los costos que conllevaba una
mensura formal, realizada por un agrimensor, y legalizada ante
los tribunales de justicia. También era un medio de solventar
el estado de indivisión en lo que se completaban los trámites
burocráticos y legales que implicaba el reparto definitivo de los
terrenos. Estas divisiones provisionales, por supuesto, estaban
sujetas a ajustes y alteraciones en el momento de la «división
geométrica», realizada por un agrimensor. Era común, por
ejemplo, que los copropietarios de un terreno comunero, al
realizar su partición, establecieran una especie de período de
transición, durante el cual cada uno continuaría disfrutando

ANJR, PN: JD, 1898, fs. 85-6.


55

ANJR, PN: JD, 1901, fs. 178-79v; y 1910, t. 1, fs. 85-5v.


56
296 Pedro L. San Miguel

MAPA 6.1
TERRENOS COMUNEROS EN EL MUNICIPIO
DE SANTIAGO, 1900-30

Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900-15; y JMV, 1918-30.


Los campesinos del Cibao 297

de las siembras que tuviese desarrolladas en ese momento y


que se encontrasen, por causa de la división, en terrenos de
otro de los propietarios. Así, los dueños del Platanal, al realizar
la partición provisional en 1897, acordaron concederse un pla-
zo de 3 años «para disfrutar de estos trabajos»; a su vencimien-
to, se debía dejar libre el terreno al dueño que le correspondía
de acuerdo a la división geométrica.57
El problema de los límites entre las propiedades rústicas
era uno de los más acuciantes en la República Dominicana a
principios del siglo xix. Aun en aquellas áreas donde habían
desaparecido los terrenos comuneros, era frecuente que los
linderos quedasen delimitados por accidentes del terreno y
no por cercas. Esta imprecisión era motivo de múltiples dis-
putas; es más, existía la impresión de que buena parte de las
litis presentadas en los tribunales de justicia se originaba en los
conflictos en torno a los límites de las propiedades. En ocasio-
nes, sin embargo, surgían arreglos privados con el fin de evi-
tar estos pleitos. Juan de la Cruz, Carlos Díaz, Vicente Ureña,
Justiniano Rodríguez y Eusebia Ureña, todos de la sección de
los Amacelles, llegaron a un acuerdo, en 1901, estableciendo
como límite de sus propiedades un arroyo. Por este medio,
querían evitar el surgimiento de una litis, costosa para todas
las partes, amén de preservar las «buenas e inalterables rela-
ciones de amistad y vecindario» que los unían.58 Este acuerdo
evidencia que, no obstante los cambios que se estaban dando
en la ruralía, todavía los vínculos de solidaridad basados en la
vecindad y los lazos comunitarios operaban activamente entre
el campesinado.
Estos lazos de solidaridad incidieron sobre la estructura agra-
ria, de manera particular, sobre la evolución de los terrenos
comuneros. En efecto, a pesar de la marcada tendencia hacia
la división de los terrenos comuneros, en ocasiones, no todos

ANJR, PN: JD, 1897, fs. 236-37v.


57

ANJR, PN: JD, 1901, fs. 162-62v.


58
298 Pedro L. San Miguel

los accionistas estaban dispuestos a deslindar las propiedades,


prefiriendo mantenerlas indivisas. En 1898, por ejemplo, As-
cencio y Compañía intentó forzar la subdivisión del sitio de
Mejía. A la firma del acuerdo notariado concurrieron 77 co-
propietarios, quienes declararon que no se oponían al deslin-
de del terreno que correspondía a dicha compañía, pero que
ellos continuarían «viviendo en comunidad como hasta hoy
han vivido por convenir a sus intereses». Otros condueños, au-
sentes en ese momento, coincidieron con esta posición.59 Ese
mismo año, Juan de Lora, uno de los mayores copropietarios
de Buena Vista, manifestó su deseo de terminar el «estado de
indivisión» y requirió a los otros accionistas su concurso para
efectuar la mensura del sitio. Unánimemente, estos expresa-
ron que, aunque no se oponían a la mensura y el deslinde de
las tierras correspondientes a Lora, ellos preferían mantener
la propiedad mancomunada, ya que jamás habían «tenido la
menor interrupción ni discordia». Prudentemente, añadieron
que, dado que era Lora el interesado, ellos no realizarían nin-
gún pago que acarrease el deslinde de su predio. A raíz de
estos acuerdos, se procedió a la correspondiente mensura.60
Unos años antes, en 1894, cuando una parte de los condueños
de Hatillo de San Lorenzo decidió deslindar el lugar, los que
vivían en Hatillo Abajo prefirieron mantener sus tierras como
comuneras.61
En otro caso, los accionistas de Mejía, Navarrete y Agua He-
dionda, ante el interés de Eugenio González –un propietario
residente en la ciudad de Santiago– porque se realizara la di-
visión de esos terrenos comuneros, decidieron comprarle sus
acciones, impidiendo de esta manera la fragmentación. Luego
de que González aceptara vender sus derechos sobre tales te-
rrenos por la suma de 2,000 pesos, se realizó una especie de

59
ANJR, PN: JD, 1898, fs. 226-27v.
60
ANJR, PN: JD, 1898, fs. 202-3v.
61
ANJR, PN: JD, 1894, fs. 140v-41v.
Los campesinos del Cibao 299

suscripción con el fin de recolectar el dinero necesario para


la compra de las referidas acciones. En total, hubo 92 contri-
buyentes, de los cuales la inmensa mayoría aportó 11 pesos;
hubo siete personas que contribuyeron con menos de esta
cantidad.62 Estas cifras sugieren que el grueso de los copropie-
tarios de este terreno eran simples campesinos, interesados en
retener la propiedad comunera.
No obstante, debido a la mayor injerencia estatal en definir
las relaciones de propiedad, los accionistas fueron perdiendo
su capacidad de oponerse al deslinde de los terrenos comune-
ros. A partir de finales del siglo xix, se propulsaron medidas
para estimular la agricultura de exportación. Dichas medidas
favorecieron sobre todo a los grandes terratenientes y a los
campesinos acaudalados. A tono con esta tendencia, se apro-
baron varias medidas legales que propiciaron el surgimien-
to de un régimen de plena propiedad sobre la tierra. Hasta
1911, los terrenos comuneros se dividían entre los accionistas
siguiendo los principios definidos por el Código Civil sobre
la partición de herencias. Es decir, no existía una legislación
destinada específicamente a lograr la mensura y el deslinde
de la propiedad comunera. Esto contribuía a dilatar los proce-
dimientos y, en muchas ocasiones, a que las particiones realiza-
das fuesen impugnadas en los tribunales. Con el fin de agilizar
el deslinde, en ese año, el Congreso Nacional aprobó la Ley so-
bre división de terrenos comuneros, que reglamentó la segregación
de los mismos. La nueva ley establecía unos procedimientos y
fijaba plazos determinados para ejecutarlos; de esta forma se
pretendía poner coto a las impugnaciones legales.
Finalmente, con el propósito de levantar un catastro de las
propiedades rústicas, en 1912 el Congreso aprobó la Ley de
registro de la propiedad territorial. La inscripción, de por sí, no
brindaba validez legal a los títulos; sin embargo, según Jorge
Valdez, dificultó la inscripción y la venta de títulos falsos. En

ANJR, PN: JD, 1899, fs. 118-19 y anejo.


62
300 Pedro L. San Miguel

efecto, en virtud de la nueva legislación, se prohibió la venta de


terrenos cuyos títulos no estuviesen debidamente inscritos. En
última instancia, ambas leyes intentaban terminar definitiva-
mente con los terrenos comuneros, los cuales, según muchos,
obstaculizaban el desarrollo de las empresas agrícolas moder-
nas. La promulgación de la Ley de registro de tierras durante la
ocupación estadounidense, en 1920, fue la culminación de las
leyes anteriores. Esta ley creó el Tribunal de Tierras, cuya fun-
ción principal era legalizar los títulos de propiedad.63
¿Qué efectos tuvieron estas medidas sobre el mundo rural
cibaeño? Esta pregunta debe ser contestada en un doble pla-
no: en cuanto a sus efectos a corto y a largo plazo. A corto pla-
zo, la nueva legislación creó una oleada de inscripciones; los
empresarios urbanos, los hacendados y los campesinos –todos
interesados en validar sus títulos– se presentaron a la oficina
de Registro de la Propiedad Territorial. En términos genera-
les, el documento inscrito debía suministrar la siguiente infor-
mación: 1) los nombres del propietario actual y del otorgante
del título; 2) el tamaño y la localización de la propiedad; y 3)
el tipo de transacción que había originado el título registrado.
Obviamente, existía una diversidad considerable entre los do-
cumentos inscritos. En primer lugar, había una variedad nota-
ble entre las unidades usadas para referirse a la extensión de
las propiedades. Entre otras, se emplearon el cordel, la tarea
y los pesos de acción, referentes a los terrenos comuneros. A
veces no se especificaba unidad alguna y se señalaba meramen-
te que se trataba de «una estancia», de «un terreno propio» o
de «un cuadro de terreno». Existe, igualmente, cierta vague-
dad en torno al medio de adquisición del terreno. Hay una
buena cantidad de propiedades cuya posesión se originó en
la compra-venta; en menor número, aparecen las retroventas

Valdez, Un siglo de agrimensura, 78-96; Calder, The Impact of Intervention,


63

106-10; y Baud, Peasants and Tobacco, 152-53.


Los campesinos del Cibao 301

y los «cangeos».64 Independientemente de la vaguedad o im-


precisión de muchas de las inscripciones, el conjunto de ellas
tiende a indicar la presión que sintió la población dominicana
por avalar la posesión de la tierra como resultado de la nueva
legislación.
Y no era para menos. En diversas regiones del país, hubo
personas y empresas que se sirvieron de la estructura legal
para reclamar derechos de propiedad sobre grandes predios
de terrenos comuneros. De acuerdo con el agrimensor Vicente
Tolentino R., la falsificación de títulos de terrenos comuneros
había alcanzado «alarmantes proporciones».

Sitios hemos visto –señala Tolentino–, que en su


origen no debiendo constar de más de dos mil
acciones...y que a la hora de realizarse el cómputo de
los títulos arrojaron una suma de 8, 10, 16 y hasta 20
mil acciones.

Esta situación, concluye, perjudicaba especialmente a los


campesinos, quienes veían disminuir considerablemente las
porciones de tierra que debían corresponderles.65
Debido a que el saneamiento de los títulos de propiedad fue
un proceso que tomó décadas, el fraude respecto a los terrenos
comuneros fue una situación común. Por ejemplo, en agosto
de 1927 se inscribió en una notaría de Santiago un «acto bajo
firma privada» según el cual Mercedes Curiel de Requena ven-
dió a G. Alfredo Morales acciones sobre terrenos comuneros
localizados en distintos lugares: San Francisco de Macorís, La
Vega, Moca, Puerto Plata y Azua. Sin embargo, el Juzgado de
Primera Instancia había emitido una declaración en la que se
señalaba que el documento registrado era «presumiblemente

64
Estas observaciones están basadas en las inscripciones contenidas en: AS,
CH, RPT, Lib. A, 1912-13.
65
Vicente Tolentino R., «Editorial. Terrenos comuneros», LI (30 de abril
1917).
302 Pedro L. San Miguel

falso». A causa de ello, ordenó que se realizase una investiga-


ción con el fin de determinar su autenticidad.66 Irónicamente,
a pesar de que las medidas legales pretendían regular el régi-
men de tierras, las mismas generaron un ambiente propicio al
fraude, la especulación y el surgimiento de conflictos relacio-
nados con la propiedad. Aun así, la falsificación de títulos fue
más aguda en las regiones poco pobladas del país y donde la
economía campesina no estaba tan desarrollada como en
la provincia de Santiago. Así ocurrió en el este de la Repúbli-
ca Dominicana, donde las corporaciones azucareras pudieron
acumular enormes extensiones de tierra mediante títulos de
propiedad falsos.67
En medio de esta vorágine de títulos falsos, incluso quienes
ya habían deslindado sus propiedades y legalizado su posesión
tuvieron que defender sus tierras frente a los intentos de despojo
y usurpación. En 1911, varios propietarios en El Palmar tuvieron
que litigar la petición de Ramón Campos, propietario también
en esta sección rural, de medir el sitio como si fuese un terreno
comunero. Según la parte demandante, El Palmar no era un
terreno comunero y, por lo tanto, Campos no tenía derecho
alguno a solicitar el deslinde.68 Otras veces, el deslinde mis-
mo originaba los conflictos. A menudo surgían desacuerdos
al ponerse las marcas que separaban una propiedad de otra.
Así ocurrió cuando los copropietarios de Cuesta Cabrón de-
cidieron deslindar dicho sitio. En la mensura, alegadamente,
invadieron el sitio de Hatillo de San Lorenzo, al cual no tenían
derecho alguno.69 Esto provocó la reacción de los copropieta-
rios de este último sitio en defensa de sus tierras.
Más allá del influjo de dichas leyes en la fragmentación de
los terrenos comuneros, las mismas deben comprenderse en

66
ANJR, PN: JD, 1927, t. 2, fs. 166-67v y anejo.
67
Albuquerque, Títulos de los terrenos comuneros, 51-5; Calder, The Impact of
Intervention, 102-10; y Baud, Peasants and Tobacco, 155.
68
ANJR, PN: JD, 1911, t. 2, fs. 324-24v.
69
ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 83-3v.
Los campesinos del Cibao 303

el contexto específico de la evolución del Cibao. La mensura y


el deslinde de los terrenos comuneros formaban parte de una
tendencia de larga duración que había ya socavado las formas
tradicionales de tenencia de tierras. Era común, por ejemplo,
que los poseedores de pesos de acción de tierras comuneras
registrasen sus títulos ante un notario. Y aunque estas inscrip-
ciones no brindaban la misma protección que ofrecía una
legitimización estatal, ofrecían una garantía mínima ante cual-
quier intento de transgresión. Así se desprende de la lectura
de estas certificaciones, realizadas antes de la aprobación de la
Ley de registro de la propiedad. Por ejemplo, en 1909 compareció
ante el notario Joaquín Dalmau el señor Guillermo Polanco,
de Navarrete, por sí y en representación de sus seis hermanos.
Según Polanco, su padre había comprado, hacía 70 años, 50
pesos de acción en el sitio de Aguacate, habiéndole otorgado
el vendedor la escritura en ese momento. Como consecuencia
de un pleito incoado por varios condueños del lugar contra
Fructuoso Jiménez, en el año 1862, la escritura fue depositada
en la Procuraduría de Santiago. No obstante, en un incendio
ocurrido en 1863, durante la Guerra de Restauración, dicho
documento desapareció. A pesar de carecer de título alguno
–añade Polanco– su familia continuó ocupando dichas tierras.
Ante la ausencia de un documento que avalase esa posesión, el
declarante concurrió ante el notario con el fin de dejar cons-
tancia escrita de su historia; así, presumía él, sus descendientes
podrían garantizar su propiedad.70
En Santiago, el proceso de subdivisión de los terrenos co-
muneros se inició antes de la promulgación de las leyes men-
cionadas. Los terrenos comuneros en Hatillo de San Lorenzo
representan un claro ejemplo de esta tendencia. En 1894 los
accionistas de Hatillo de San Lorenzo solicitaron la mensura
de dicho sitio, aunque la decisión de deslindar la tierra no
fue unánime. Mientras que los accionistas de Hatillo Arriba

ANJR, PN: JD, 1909, t. 1, fs. 153-53v.


70
304 Pedro L. San Miguel

deseaban terminar con la propiedad común, los de Hatillo


Abajo expresaron su deseo de continuar viviendo como hasta
entonces. El notario público a cargo, Joaquín Dalmau, pro-
cedió a la mensura del sitio y a la distribución de la tierra,
a tono con tal reclamo. Debido a que la distribución de las
propiedades podía no coincidir con las porciones de tierra cul-
tivadas hasta ese momento por cada uno de los propietarios,
los accionistas de Hatillo Arriba se dieron un término de cinco
años para beneficiarse de las cosechas que ya tenían. Durante
este lapso, los propietarios que tenían labranzas en las propie-
dades de otros debían reducirlas hasta que se limitasen a su
respectivo terreno. Unos años más tarde, en 1901, los dueños
de Hatillo Abajo también decidieron poner fin a su propiedad
común. Es decir, aunque el lugar de Hatillo se midió y se des-
lindó definitivamente en 1910, el proceso que llevó a su segre-
gación se inició en la última década del siglo xix.71 Además, la
iniciativa provino de los mismos condueños del sitio y no de
un extraño o de alguna entidad gubernamental.
Un caso más llamativo aún es el de la Loma de la Cruz, en el
municipio de San José de las Matas. Todo parece indicar que,
originalmente, dicho lugar perteneció a un tal José Ureña; a
su muerte, pasó a manos de su sucesión. Pero sus herederos,
en 1802, realizaron una subdivisión del sitio, aunque expre-
saron su deseo de mantener las buenas relaciones «de vecin-
dad y parentela con que siempre han vivido en este lugar».
Aparentemente, esta subdivisión prevaleció por décadas: en
1872, Manuel Ureña, labrador de Gurabo, solicitó, amparado
en el documento de partición de 1802, que se le expidiese un
«amparo de posesión». Sin embargo, este deslinde –u otro que
se hizo posteriormente– fue anulado, al menos parcialmente,
por sentencia del tribunal de Santiago. En concreto, el tribu-
nal revocó la línea divisoria entre el sitio de la Loma de la Cruz

ANJR, PN: JD, 1894, fs. 139v-41v y anejo; 1901, fs. 178-79v; y 1910, t. 1, fs.
71

85-5v.
Los campesinos del Cibao 305

y el de Ciénaga Rica; «desde entonces, quedaron sin límite que


reconocieran las partes». Finalmente, entre septiembre y no-
viembre de 1915, se realizó la mensura de la Loma de la Cruz,
la cual tenía más de once kilómetros cuadrados de extensión.72

TABLA 6.2
PARTICIÓN DE TERRENOS COMUNEROS EN EL
MUNICIPIO DE SANTIAGO

Localización Fecha
Hatillo de San Lorenzo 1894-1923
Platanal 1897-1900
Rancho de la Estancia del Yaque 1898
Buena Vista* 1898
Angostura 1900-18
Rafael Arriba 1910
Buena Vista* 1911-17
Cuesta Cabrón 1912?
Potrero y Cercado 1914
Las Charcas 1917?
Canabacoa 1918?

*Aparentemente, se refiere a dos porciones de terrenos comuneros ubicados en


la misma sección rural.
Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900-15; JMV, 1918-30; El Diario, 16: 7070 (16 febrero 1918).

Tal como sugieren los ejemplos anteriores, las leyes agrarias


aprobadas durante las primeras décadas del siglo xx no fue-
ron la razón principal de la desaparición de los terrenos co-
muneros. A pesar de que incidieron de manera decisiva en el
proceso, el hecho es que estas leyes fueron la culminación de
una tendencia que, al menos en la provincia de Santiago, da-
taba del siglo xix. De los once terrenos comuneros cuya fecha
de deslinde pude determinar, al menos seis fueron medidos o

ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, fs. 202v-4v y anejo.


72
306 Pedro L. San Miguel

deslindados antes de la aprobación de las leyes agrarias. A lo


sumo, estas leyes aceleraron el proceso de desaparición de los
terrenos comuneros. En tal sentido, las leyes sobre la segrega-
ción de las tierras comuneras reflejaban un proceso que, con
variados grados de intensidad, estaba ocurriendo en diversas
regiones del país. Aunque los escasos estudios regionales no
permiten establecer una conexión firme al respecto, podemos
asumir que la desaparición de los terrenos comuneros se inició
en aquellas áreas de la República Dominicana donde primero
–y con más intensidad– se entronizó la economía comercial.
Es probable que, en estas áreas, el aumento del precio de las
tierras y la necesidad de titular las fincas con el fin de obtener
crédito, hayan propiciado la división de las tierras comuneras.
Por el contrario, en las regiones más retraídas a la economía
mercantil, la propiedad comunera perduró hasta bien entrado
el siglo xx.
De mis indicaciones anteriores sobre la acumulación de
tierras por parte de los empresarios urbanos, parece despren-
derse que la mayor parte del campesinado fue destituido cuan-
do la burguesía urbana, los hacendados y los campesinos aco-
modados tomaron el control de las tierras. Y, sin lugar a dudas,
los sectores acomodados –tanto urbanos como rurales– se be-
neficiaron, en toda la nación, de los terrenos comuneros. Per-
sonajes casi legendarios, como Ramón «Mamón» Henríquez
–hacendado del Cibao, de origen campesino, quien, según
Robert Crassweller, se convirtió en el hacendado más grande
del país–, y «Juancito» Rodríguez, otro propietario acaudala-
do del Cibao, son ejemplos conspicuos de la acumulación de
tierras propiciada por el control de los terrenos comuneros.73

Robert D. Crassweller, Trujillo: La trágica aventura del poder personal (Barce-


73

lona: Bruguera, 1968), 226 y 248. Los negocios de estos dos interesantes
personajes todavía permanecen inexplorados. La familia Trujillo tam-
bién se aprovechó de las tierras comuneras para acumular posesiones.
Ver Gilberto de la Rosa, Petán: Un cacique en la Era de Trujillo (Santiago:
Universidad Católica Madre y Maestra, s.f.)
Los campesinos del Cibao 307

Ya anteriormente hice referencia a la adquisición de áreas de


bosques por la familia Espaillat con el fin de elaborar madera;
buena parte de ellos estaban localizados en terrenos comune-
ros. Más aún, en ciertas regiones del país, las corporaciones
extranjeras, sobre todo las plantaciones azucareras en el este,
aumentaron sus propiedades a expensas de los terrenos comu-
neros.74 Sin embargo, aunque la concentración de tierras al-
canzó proporciones enormes, no todas las regiones del país su-
frieron el mismo grado de acaparamiento. El Cibao en general
–y la provincia de Santiago en particular– padeció un menor
grado de concentración de la propiedad territorial que otras
zonas de la República Dominicana. El antiguo poblamiento
de la región y la existencia de un campesinado activo en la
economía mercantil actuaron como un muro de contención
al surgimiento de una estructura agraria predominantemente
latifundista.

Sociedad rural y estructura agraria

Otros rasgos de la sociedad rural dominicana vedaban la des-


titución y la erradicación total del campesinado. Por ejemplo,
los patrones de división de las herencias contribuían a la distri-
bución de la propiedad entre el campesinado. Aunque entre
el campesinado dominicano el hombre tiene ciertos privile-
gios sobre la mujer con respecto al control de la tierra,75 esta
se heredaba de forma más o menos equitativa, sin distinción
de sexo. Varias particiones hereditarias así lo de muestran. Al
morir Manuel Tavares, quien poseía 80 pesos de acción en el
sitio de Las Charcas, cada uno de sus tres hijos, incluyendo su
hija María de la Cruz, recibió la tercera parte de esos derechos.
Algo similar ocurrió al repartirse la herencia de Pedro López

Calder, The Impact of Intervention, 91-114.


74

Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 115.


75
308 Pedro L. San Miguel

y Juliana Brito, compuesta de algo más de 1,446 tareas en


Los Cacaos, Tamboril. Este total fue dividido entre los once
herederos, a razón de 131.54 tareas por persona; en este caso,
al igual que en el anterior, las mujeres recibieron la misma
cantidad de tierra que los varones. Las ocho hijas de Juan José
Díaz y Julia Díaz, de la sección rural de Gurabo, recibieron, al
dividirse las 242 tareas que legaron sus padres, la misma canti-
dad de tierra que sus tres hermanos: 22 tareas.76 Los ejemplos
presentados también muestran otro elemento del sistema de
herencias: los hijos heredaban por igual, independientemente
de su edad. En caso de haber un menor de edad entre los suce-
sores, algún pariente o tutor asumía la responsabilidad sobre
su legado. Sin embargo, no existía, al menos formalmente, un
régimen hereditario basado en la primogenitura, la último-
genitura o cualquier otro medio de privilegiar a uno de los
hermanos.77
Este sistema de herencia, relativamente democrático, era
subrayado por la costumbre de mantener las tierras indivisas
luego de la muerte del propietario. En algunos casos, la pro-
piedad era mantenida indivisa por los herederos meramente
como una etapa transitoria, en lo que se realizaba la división
de la herencia recibida. Pero, en otras ocasiones, el mantener
un terreno sin fragmentar constituía una estrategia para retener

76
Estos casos provienen, respectivamente, de: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2,
anejo entre fs. 246v-47, fs. 379-79v, y t. 3, fs. 431-32. Entre los once he-
rederos de López y Brito –en el segundo ejemplo presentado–, había 4
mujeres. Una de ellas, Juana Antonia, era de apellido Pérez, a diferencia
de los restantes herederos, todos apellidados López. El documento no
explicita la relación de Juana Antonia con los López.
77
Sobre la existencia de estos sistemas en diversas sociedades, ver Peter
Laslett (ed.), Household and Family in Past Time (Cambridge: Cambrid-
ge University Press, 1978); Robin Fox, Sistemas de parentesco y matrimonio,
4ta ed. (Madrid: Alianza, 1985); Robert McC. Netting, Richard R. Wilk y
Eric J. Arnould (eds.), Households: Comparative and Historical Studies of the
Domestic Group (Berkeley: University of California Press, 1984); y Martine
Segalen, Historical Anthropology of the Family (Cambridge: Cambridge Uni-
versity Press, 1988).
Los campesinos del Cibao 309

usos y prácticas que beneficiaban a la parentela. Efectivamente,


muchas propiedades permanecían indivisas y funcionaban
como un tipo de propiedad colectiva, que permitía a todos los
miembros de la familia beneficiarse de ella. Estas «sucesiones»
son –de acuerdo a Geffroy y Vásquez Geffroy– «asociaciones
de parientes varones», que pueden formar una o varias fami-
lias, aunque residiendo y compartiendo la tierra heredada.78
Una de las funciones principales de la propiedad común era,
precisamente, garantizar el acceso de los descendientes a la
tierra. La propiedad común, a su vez, lograba mantener uni-
dos a los miembros de la parentela. Para el campesino, los vín-
culos familiares eran una fuente importante de apoyo social
y económico. Esta práctica se remonta a la época colonial y,
probablemente, dio origen a los terrenos comuneros. A pesar
de los cambios sufridos por la ruralía dominicana a partir de
entonces, la copropiedad por miembros de un mismo linaje o
parentela siguió existiendo en la República Dominicana du-
rante el siglo xx.
La propiedad corporativa de las parentelas tenía importan-
tes repercusiones sobre el mundo rural. En primer lugar, esta
práctica hacía que la posesión de la tierra se encontrase mu-
cho más difundida de lo que sugieren las cifras obtenidas de
la documentación oficial. En otras palabras, la propiedad legal
o formal no coincidía con la posesión efectiva; y, de hecho,
esta última estaba menos sesgada que la primera, aunque esto
sea difícil de demostrar cuantitativamente. Pongamos como
ejemplo a la Sucesión López-Brito. Legalmente hablando, sus
1,446 tareas tenían un solo propietario: la sucesión. Pero di-
cha sucesión se componía de 11 herederos; por lo tanto, la
posesión efectiva de esas tierras se encontraba menos concen-
trada de lo que parecía.79 Y este no era un caso excepcional.

78
Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 115. Las observaciones
siguientes provienen, en buena medida, de lo expuesto por estos auto-
res. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 102.
79
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 379-79v.
310 Pedro L. San Miguel

Los diversos testimonios sobre la estructura agraria atestiguan,


en efecto, que un gran número de propiedades eran poseídas
por una «sucesión»; así ocurre con las particiones de las tierras
comuneras. El caso de la Loma de la Cruz, ya citado, es muy
elocuente al respecto. Como vimos, las cifras indican que la
mayor parte de las tierras de este sitio pertenecían a un pu-
ñado de propietarios; pero estas cifras distorsionan un tanto
la realidad. De las 1,100 hectáreas que abarcaba el lugar de la
Loma de la Cruz, más del 57% no pertenecía a individuos pro-
piamente hablando sino a sucesiones. Más aún, de las 5 gran-
des propiedades, 3 eran de sucesiones: una, de 118 hectáreas,
pertenecía a la Sucesión de José Ramón Ureña; otra, de 108
hectáreas, a la de Altagracia Ureña; y la mayor de todas –de
353 hectáreas– a la Sucesión de Juan E. Ureña.80
En su trabajo sobre la organización familiar del campesino
dominicano, Geffroy y Vásquez Geffroy presentan un inte-
resante ejemplo de una propiedad –en un municipio en las
faldas de la Cordillera Central, llamado «Hatillo» por los auto-
res– que era explotada por una sucesión. En él se palpa, muy
gráficamente, cómo la posesión de la tierra se distribuía entre
los miembros de una sucesión. La persona que originó esta
sucesión en particular, «Gelo», obtuvo sus tierras por herencia
materna. «Gelo» murió alrededor de 1945; una década más
tarde falleció su esposa.81 A pesar de estos decesos, para me-
diados de la década de los setenta, la propiedad permanecía
indivisa. Los hijos de «Gelo» eran nueve: seis mujeres y tres

80
ANJR, PN: JD, 1915, t. 2, fs. 203-4v. Se pueden encontrar otros numero-
sos ejemplos de «sucesiones» en el RPT y en los documentos del TT.
81
Los autores señalan que «Gelo murió hace 30 años y que su esposa lo
hizo hace 20 años». Dado que el artículo fue publicado en 1975, esto
hace suponer que los decesos ocurrieron cerca de los años indicados
(Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 117). Lo que aparece
a continuación, a menos que se indique lo contrario, proviene de este
artículo. Como es tradicional en los estudios antropológicos, todos los
nombres propios de personas y lugares empleados por los autores son
ficticios. Por tal razón, los uso entrecomillados.
Los campesinos del Cibao 311

hombres. Todos eran adultos entre las edades de 38 y 59 años,


y tenían hijos. Menos dos de ellos, todos vivían en «Hatillo», en
las tierras de la sucesión. De los dos ausentes, un varón residía
en otra sección rural del municipio, y una mujer se había mu-
dado para la cabecera de la provincia. Los otros siete herma-
nos permanecían en las tierras de la sucesión; a excepción de
dos hermanas que convivían en la misma casa, cada uno tenía
su propia residencia. A pesar de que «Gelo» tuvo varios hijos
ilegítimos, lo que era de conocimiento general, estos no eran
considerados parte de la sucesión; ninguno de ellos había he-
cho una reclamación sobre las tierras que fueron de su padre.
Los hijos ilegítimos de «Gelo» no eran los únicos parientes pe-
riféricos a la sucesión. En tierras aledañas, que pertenecieron
originalmente al abuelo de «Gelo», estaban establecidas varias
unidades domésticas vinculadas, aunque remotamente, con la
sucesión. Tanto los descendientes directos de «Gelo» como los
miembros de estos otros grupos domésticos eran conscientes
de sus ancestros comunes. Y aunque a veces surgían conflictos
entre ellos –sobre todo por el control del agua–, sus relaciones
tendían a ser amigables.
Este caso muestra cómo la práctica de mantener las tierras
como una «sucesión» actuó como un freno contra la despose-
sión inmediata del campesinado. Aunque esta forma de tenen-
cia de tierras existía en terrenos de todo tamaño, los datos de
la tabla 6.3 sugieren que había más probabilidades de que las
propiedades mayores fuesen las que perteneciesen a una suce-
sión. En el caso de las fincas de menor tamaño, esta situación
era más remota. Puesto que los hacendados y los campesinos
acaudalados, por lo general, tenían más de una familia, tam-
bién los hijos nacidos fuera del matrimonio se convertían, en
ocasiones, en reclamantes de las propiedades de los padres.82
Anteriormente se vio, en el caso de la sucesión de «Gelo»,

Sobre las relaciones sociales y familiares en el Cibao, ver Baud, Peasants


82

and Tobacco, 116-23.


312 Pedro L. San Miguel

que sus hijos ilegítimos no interfirieron con las tierras de sus


medio-hermanos. Sin embargo, uno de los nietos de «Gelo»,
hijo ilegítimo de una de sus hijas, intentó obtener derechos
sobre las tierras de su padre natural, localizadas en la sección
rural donde se ubicaba la sucesión de «Gelo».83
Otras veces, los hijos ilegítimos eran oficialmente reconoci-
dos, lo que les abría las puertas a la herencia legal. Finalmente,
había ocasiones en que los hijos ilegítimos o sus progenitoras
recibían donaciones especiales, sucedáneas de los derechos
legítimos. ¿Era, por ejemplo, Juana Antonia Pérez de Hernán-
dez –una de las herederas del matrimonio compuesto por Ju-
liana Brito y Pedro López– hija ilegítima de este? El documen-
to no lo indica, pero el hecho de que todos los otros sucesores
fuesen hijos del matrimonio y, en segundo lugar, de que Juana
Antonia recibiese la misma cantidad de tierras que ellos, así
lo hace suponer.84 Hay, por supuesto, ejemplos más claros que
este; nuevamente, la historia de la parentela de «Gelo» sirve
de muestra. Así, una mujer, «Tana», recibió tierras del abuelo
de «Gelo», donde vivía y trabajaba junto a sus ocho hijos. Este
caso es particularmente interesante ya que el padre de los hijos
de «Tana» –todos ilegítimos– era, no el donante, sino un yerno
de este, casado con una de sus hijas. Pese a que esta cesión no
fue legalizada, la misma era respetada por los miembros de la
parentela, posiblemente en deferencia a la decisión del abuelo,
pero también por un sentido de solidaridad y justicia hacia esa
parienta lejana.85 De no haber sido por esta cesión –debemos
imaginarnos–, «Tana» y sus hijos hubiesen quedado totalmen-
te desamparados, lo que hubiese propiciado su miseria, la mi-
gración o su total dependencia de algún otro propietario.

83
Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 121.
84
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, fs. 379-79v.
85
Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 118.
Los campesinos del Cibao 313

TABLA 6.3
TIERRA POSEÍDA POR SUCESIONES*

Tareas % Tareas en %
Tareas
rango tareas sucesiones del rango
1-100 758 2 0 0
101-300 4,877 11 1,947 10
301-800 9,347 22 3,522 18
801-1,500 7,959 19 5,021 25
1,501-3,000 10,281 24 3,442 18
3,001 + 9,437 22 5,664 29
TOTALES 42,659 100 19,596 100
*
Inc1uye datos sobre: Rafael Arriba, Buena Vista, Angostura y Loma de la Cruz,
esta última en San José de las Matas. Los porcientos han sido redondeados.

Fuentes: ANJR, PN: JD, 1901, fs. 40v-2v; 1910, t. 1, fs. 43-4; 1915, t. 2, fs. 203-4v;
y 1917, t. 1, fs. 124-24v.

Empero, la práctica de mantener las tierras en «sucesión»


no podía perdurar indefinidamente. Los mismos cambios
económicos y sociales ocurridos en la República Dominicana
durante el siglo xx indujeron su gradual desaparición. El au-
mento poblacional ha dado por resultado el incremento del
número de reclamantes sobre las tierras heredadas. Es decir,
cada generación se enfrentaba, tendencialmente, al espectro
de un patrimonio cada vez más reducido.86 El creciente valor
de las tierras ha incentivado, igualmente, la parcelación de las
tierras heredadas. También debe haber aumentado la tensión

Para ejemplos, en otras áreas del Caribe, de este proceso, ver M.G. Smith,
86

«The Transformation of Land Rights by Transmission in Carriacou», en


The Plural Society in the British West Indies (Berkeley: University of Califor-
nia Press, 1974), 221-61; Edith Clarke, «Land Tenure and the Family in
Four Selected Communities in Jamaica», en: Michael M. Horowitz (ed.),
Peoples and Cultures of the Caribbean: An Anthropological Reader (Garden
City, NY: The Natural History Press, 1971), 201-42; y Fernando Picó, Li-
bertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en
vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983).
314 Pedro L. San Miguel

–siempre presente– entre los derechos legislados y los reivin-


dicados a base del parentesco y el linaje. Las antiguas solidari-
dades, aunque no desaparecieron del todo, se aflojaron. Por
ejemplo, en 1935, Genaro Toribio cuestionó el derecho que te-
nían Manuel Ramón Pérez y sus hermanos, hijos ilegítimos del
padre de Genaro, a ocupar una porción de tierra en Banegas.
Estas tierras fueron cedidas a Manuel y sus hermanos por su
mismo padre, hacía 30 años, y habían sido ocupadas por ellos
de manera pacífica hasta el momento. Su derecho, fundado
en la sangre más que en la ley, no había sido cuestionado. De
hecho, durante las vistas del tribunal, Ana Rita Toribio declaró
a favor de Manuel y sus hermanos, y en contra del reclamo de
su medio-hermano Genaro.87
Las herencias permitieron a muchos campesinos lograr ac-
ceso a la tierra. Es probable que, durante el siglo xix y prin-
cipios del xx, para la mayoría de los campesinos, la herencia
constituyese el medio más común de obtener tierra. Las he-
rencias recurrentes, sin embargo, fueron un arma de doble
filo; a la larga, contribuyeron a la fragmentación de las propie-
dades. Esto, por supuesto, afectó a los sectores rurales de todos
los estratos. El caso de Ana Ventura Núñez ilustra el proceso
de fragmentación de las propiedades como resultado de las
herencias. Cuando doña Ana murió, en 1912, tenía 258 tareas
en Las Palomas y sobre 1,700 tareas en Matanzas y El Guano.
Además, poseía 88 cabezas de ganado, 21 cerdos y varias bes-
tias de carga. Evidentemente, doña Ana estaba lejos de ser una

TT, DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144/1, 1ro diciembre [22 marzo
87

1935], parc. 71. Otros ejemplos de conflictos entre miembros de la


familia y los parientes políticos con respecto a las propiedades se en-
cuentran en: TT, DC 120, Exp. Cat. No. 120/1, 3 diciembre [16 julio
1935], parc. 63; DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144/3, 3 diciembre [12
julio 1938], parc. 178; y DC 4 (ADC No. 144/3), 4 diciembre [5 mayo
1939], parc. 217.
Debo a mis conversaciones informales con Manuel Martínez, Rafael E. Yu-
nén, Walter Cordero y Diógenes Mallol ideas de mucho valor respecto a la
relación entre la tenencia de tierras y los grupos familiares campesinos.
Los campesinos del Cibao 315

campesina pobre; por el contrario, se puede considerar como


un ejemplo de lo que, en ese momento, era un propietario
rural acomodado. Al morir doña Ana, sus bienes fueron dividi-
dos en dos «lotes», cada uno evaluado en cerca de 5,400 pesos.
El primer lote fue heredado por su viudo, Juan Castillo, y el
segundo por «sus sucesores» –que aunque no se identifican,
podemos suponer que fueron sus hijos–.88 Menos afortunados
fueron los hijos de Antonio Martínez –Justiniano, Andrés, Emi-
lio e Higinia–, quienes tuvieron que dividirse entre los cuatro
las 126 tareas que les legó su padre.89 Algo similar ocurrió con
las 242 tareas de tierra que formaban el patrimonio de la Suce-
sión de Juan José Díaz y Julia Díaz. Al dividirse entre sus once
vástagos, correspondieron a cada uno apenas 22 tareas.90
A menudo, combinando las herencias y las compras de tie-
rras, un descendiente del propietario original lograba concen-
trar en sus manos, al menos en parte, el patrimonio familiar.
La evolución del legado de Manuel Tavares, propietario de 80
pesos de acción –que equivalían a 1,996 tareas– de un terreno
comunero, ejemplifica esta situación. Como puede observarse
en la gráfica 6.1, cada uno de los tres hijos de Tavares heredó el
equivalente a 665 tareas. Sin embargo, María de la Cruz le ven-
dió sus tierras a su sobrino Alejandro. Otro de los herederos,
también llamado Manuel, le vendió sus acciones a su hermano
Pedro, quien se convirtió, así, en dueño de dos tercios de las
tierras que una vez pertenecieron a su padre. Posteriormen-
te, Pedro aumentó sus tierras mediante compra; al morir, su
propiedad sobrepasaba las 2,300 tareas. Sin embargo, la pro-
piedad de Pedro se fragmentó a su muerte. A cada uno de sus
hijos vivos (Manuel, «Perico», Cristina y Claudina) le tocaron
388 tareas de tierra. Por su parte, el legado correspondiente a
las difuntas Victoria y María Dolores fue distribuido entre sus

88
ANJR, PN: JD, 1912, t. 1, fs. 3v-4v.
89
ANJR, PN: JD, 1915, t. 1, fs. 35-5v.
90
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 431-32.
316 Pedro L. San Miguel

respectivos hijos. La suerte de estos primos fue desigual: mien-


tras que cada uno de los tres hijos de la segunda heredó 129
tareas, los cinco vástagos de Victoria heredaron apenas 77.5 ta-
reas. Nuevamente, la demografía de las familias incidía sobre
la propiedad de la tierra. Lo que se perfilaba –en el contexto
cibaeño– como el núcleo de una propiedad de respetable ex-
tensión, se fragmentó en una serie de fincas medianas y pe-
queñas. En la generación subsiguiente, Alejandro, uno de los
tataranietos de Manuel Tavares, logró concentrar parte de la
propiedad original de sus antecesores. Mayormente mediante
la compra, Alejandro se adjudicó la posesión de alrededor de
un 43% de las tierras que habían pertenecido a don Manuel.91
Como demuestra este ejemplo, la tendencia hacia la con-
centración de las tierras a menudo era refrenada por el sis-
tema de herencias. Y aunque algún miembro de la parentela
volviese a reconstituir el patrimonio familiar, esto no impedía,
de manera absoluta, una nueva fragmentación en la siguiente
generación.92 Por supuesto, determinados sectores del campe-
sinado se encontraban en una mejor posición para enfrentar
esta tendencia. Hay indicios, por ejemplo, de que las familias
campesinas ejercían ciertas estrategias con el fin de evitar la
total dispersión de la propiedad. La misma venta de las tierras
heredadas a algún pariente –generalmente un hermano–
indica que existía alguna predisposición a evitar una mayor
fragmentación. En ocasiones, esa aquiescencia iba más lejos
aún: alguno de los herederos podía traspasar su legado, gra-

ANJR, PN: JMV, 1918, t. 2, anejo entre fs. 246v-47.


91

Para estudios más abarcadores sobre la herencia en sociedades campesi-


92

nas, ver Emmanuel Le Roy Ladurie, The Peasants of Languedoc (Urbana:


University of Illinois Press, 1976), 84-97; y James R. Lehning, The Peasants
of Marlhes: Economic Development and Family Organization in Nineteenth-
Century France (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1980).
Teodor Shanin, comentando a A.V. Chayanov, ha destacado la relación
entre demografía y economía campesina. Al respecto, consultar su obra
La clase incómoda: Sociología política del campesinado en una sociedad en desa-
rrollo (Rusia 1910-1925) (Madrid: Alianza Editorial, 1983).
Los campesinos del Cibao 317

GRÁFICA 6.1
SUCESORES DE MANUEL TAVARES

Nota: Cantidades en paréntesis representan propiedades heredadas,


mientras que aquellas en corchetes son propiedades compradas. Cantidades
sin unidad indicada representan tareas. Todas las cantidades han sido
redondeadas al entero más cercano. Un signo de interrogación significa una
persona desconocida.

tuitamente, a uno de sus hermanos. También se hacían ventas


por pequeñas sumas de dinero que, en la práctica, equivalían
a una cesión. Usualmente, eran los hombres quienes salían be-
neficiados con estas prácticas. Después de todo –como explicó
una de las hijas de «Gelo» al ceder su herencia a su hermano–
«eso del cultivo se le deja a los varones».93

Geffroy y Vásquez Geffroy, «El sistema del hato», 117-18 y 126.


93
318 Pedro L. San Miguel

Mientras que las herencias llevaban a la fragmentación de


la propiedad agraria, la adquisición de tierras por parte de los
campesinos acaudalados y de los terratenientes tenía el efecto
opuesto. No era raro que un legado familiar pasase, a veces
casi íntegramente, a manos de un terrateniente. El destino de
las tierras dejadas en herencia por Ramón García lo ilustran.
García legó a sus descendientes poco más de 37 hectáreas de
terreno en el sitio de Buena Vista. De estas tierras, no menos de
21 hectáreas fueron compradas por Arismendy Peralta, según
consta en un documento notariado del año 1918. Suerte simi-
lar corrieron las 26 hectáreas que poseyó Antonio Acosta en el
mismo lugar de Buena Vista. Varios de sus nietos vendieron su
legado a Peralta, quien terminó siendo el propietario de cerca
de la mitad de las tierras que había poseído don Antonio.94
Por supuesto, la evolución de la estructura agraria no es un
fenómeno aislado, que puede entenderse exclusivamente a
partir de una sola variable –trátese de las herencias y las soli-
daridades campesinas, las coyunturas económicas o las fluctua-
ciones demográficas–. Así, aunque el avance de la economía
mercantil propendía a una mayor comercialización de la tierra,
las prácticas sociales del campesinado cibaeño contribuyeron
a disminuir –ya que no a detener– el ritmo de la desposesión.
El poder –y en función de qué propósitos se ejerce– también
juega un papel determinante en definir la estructura agraria.
En la República Dominicana, durante el trujillato, el Estado
ejerció una influencia igualmente ambivalente con respecto
a la tenencia de la tierra. Por un lado, benefició a sectores
de grandes propietarios, por lo general íntimamente asocia-
dos al régimen de Trujillo. Por el otro, implantó un programa
de distribución de tierras entre el campesinado y, en algún
sentido, intentó fortalecer la producción campesina.95 En defi-

ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 478-80v.


94

Al respecto, ver el capítulo VII; y Orlando Inoa, Estado y campesinos (Santo


95

Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994).


Los campesinos del Cibao 319

nitiva, la sociedad rural cibaeña oscilaba entre estas tendencias


contrapuestas, las que, a la larga, contribuyeron a hacer de la
región un lugar en el que el campesinado, atrincherado en
la pequeña y la mediana propiedad, siguió jugando un papel
fundamental. En cuanto a la configuración de la estructura
agraria, ni la concentración ni la fragmentación de la tierra
fueron procesos lineales y sin contrapesos, al menos hasta la
década de los cuarenta.

La transformación del paisaje rural

La estructura agraria cibaeña ha estado lejos de ser unifor-


me; por el contrario, en la región han coexistido condiciones
muy variadas.96 El municipio de Santiago es una muestra de los
diversos componentes del paisaje rural del Cibao. Gracias a su
ubicación –en la región de transición entre las zonas húmeda y
seca del Cibao–, y a su evolución económica y demográfica, en
Santiago se han entrecruzado, con particular fuerza, los diver-
sos factores que han contribuido a definir la estructura agraria
de la región.
Ahora bien, ¿cómo evolucionó la estructura agraria del Ci-
bao durante el siglo xx? De manera particular, ¿cómo, a partir
de la desaparición de los terrenos comuneros, quedó configu-
rado el paisaje rural? Esta es una pregunta difícil de contestar,
pues los datos cuantitativos disponibles ofrecen una imagen
un tanto difusa sobre la tenencia de la tierra; en particular, no
permiten un análisis diacrónico. Es más, lo fragmentado de
la información ni siquiera permite construir un cuadro sobre la
estructura agraria para un año en particular.97 Finalmente, la

Para una presentación más detallada, ver capítulo II.


96

En 1918, el Ayuntamiento de Santiago contrató con los señores Alfredo


97

Rojas y Armando Lora el levantamiento de un censo rural de la común.


Este censo debía incluir una selección –hogar por hogar– de las tierras
cultivadas y de las incultas. Y, en efecto, se efectuó, y sus resultados fueron
320 Pedro L. San Miguel

heterogeneidad entre las unidades empleadas para referirse a


las propiedades rurales limita las posibilidades de seguir con
certeza los cambios en los patrones de posesión de la tierra.
Los sistemas utilizados iban desde el preciso sistema métrico
hasta el difuso y vago peso de acción. A pesar de las dificulta-
des existentes, combinando los diversos testimonios a la mano
–incluyendo algunos planos rurales–, podemos identificar los
rasgos fundamentales de la estructura agraria de Santiago.
Un punto de partida para conocer la formación agraria del
municipio de Santiago es determinar las diferencias existen-
tes en el control formal de los terrenos comuneros, expresado
en los pesos de acción. Como he dicho anteriormente, en los
terrenos comuneros regía un sistema de copropiedad, expre-
sado en los susodichos pesos. Empero, estos pesos de acción
no conllevaban un régimen de propiedad absoluta. En con-
secuencia, más que expresar un dominio efectivo y absoluto,
la propiedad de determinados pesos de acción implicaba,
en el contexto de la creciente privatización de la tierra, un
potencial: la posibilidad de llegar a poseer, de forma plena,
determinada cantidad de tierra. Por tal razón, el ser propieta-
rio de una mayor cantidad de pesos de acción de un terreno
comunero brindaba ventajas obvias en el momento en que se
realizaba la mensura y la «división geométrica», para emplear
la gráfica expresión de la época.
Los documentos referentes a la mensura de los terrenos
comuneros contienen algunos datos precisos sobre la propie-
dad de la tierra. Al iniciarse el proceso de deslinde de un sitio
comunero, se recopilaban los títulos de pesos de acción del
mismo; eran estos títulos los que brindaban derechos sobre la
tierra. Luego, se establecían los linderos de todo el sitio con el
fin de determinar su tamaño y, por ende, de establecer el total

publicados en el BM. No obstante, los originales del censo han desapare-


cido. El contrato entre Rojas y Lora y el Ayuntamiento se encuentra en:
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 3, fs. 567-67v. Los resultados del censo aparecen
en BM, 29: 1020 (23 junio 1919).
Los campesinos del Cibao 321

de tierra que habría de ser distribuida entre los condueños.


Finalmente, se hacía la distribución de la tierra, proporcional-
mente, de acuerdo a la cantidad de acciones o pesos que tenía
cada uno de los copropietarios. Al respecto, hay que recalcar
que el peso de acción, por ser una unidad ficticia, no tenía
una equivalencia universal en una unidad agraria real –como
la hectárea o la tarea–. Por el contrario, la equivalencia de un
peso de acción, expresada en tareas o hectáreas, era determi-
nada para cada terreno comunero. Puesto que los terrenos
comuneros variaban en tamaño –que fluctuaba desde apenas
unos cientos de tareas hasta vastas extensiones de miles de ta-
reas–, el equivalente real en tierras de un peso de acción oscila-
ba grandemente de un terreno comunero a otro. Unos pocos
ejemplos ilustran este principio. En el sitio de Rafael Arriba,
mensurado en 1910, cada peso de acción tuvo una equivalen-
cia de 3.7 tareas. Sin embargo, en la Loma de la Cruz, en el
municipio de San José de las Matas, el equivalente de cada
peso de acción fue de más de 16 tareas.98 Es decir, en el caso
hipotético de que un accionista tuviese 100 pesos de acción
en el primer lugar, al realizarse la mensura y el deslinde, le
habrían correspondido 370 tareas; pero en la Loma de la Cruz,
por esa misma cantidad de pesos de acción, habría obtenido
más de 1,600 tareas.
Gracias a los documentos de mensura, he podido recopilar
información precisa correspondiente a un puñado de terrenos
comuneros. Aunque pocos, estos datos nos permiten obtener
una imagen más clara y minuciosa sobre la distribución de la
tierra en los sitios que, hasta el momento del deslinde, habían
sido terrenos comuneros. Según la tabla 6.4, las propiedades
que llegaban a las 100 tareas (el 18% del total) controlaban
poco más del 2% de la tierra. En el otro extremo del espectro,
las 7 propiedades más grandes (10% del total) controlaban el
46% de las tierras. Entre estos dos extremos había 50 fincas

ANJR, PN: JD, 1915, t. 1, anejo entre fs. 115v-116, y t. 2, fs. 203-4v.
98
322 Pedro L. San Miguel

(alrededor del 72% de la totalidad) que abarcaban cerca del


50% de las tierras. En otras palabras, lejos de demostrar la exis-
tencia de una sociedad rural igualitaria –al menos en lo que a
la propiedad de la tierra se refiere–, estos datos muestran des-
equilibrios muy marcados. En algunos casos, las cifras sugieren
desigualdades considerables.

TABLA 6.4
PROPIEDADES EN TERRENOS COMUNEROS*

Número
Tareas % Tareas %
de fincas
1-50 4 6 112 **
51-100 8 12 646 2
101-300 24 35 4,877 11
301-800 18 26 9,347 22
801-1,500 8 11 7,959 18
1,501-3,000 5 7 10,281 24
3,001 + 2 3 9,437 22
TOTALES 69 100 19,596 100
*
Incluye propiedades en: Rafael Arriba, Buena Vista, Angostura y Loma
de la Cruz, esta última en San José de las Matas. Los porcientos han sido
redondeados.
**
Menos del 1%.
Fuente: Ver tabla 6. 3.

Por ejemplo, en 1915, en la Loma de la Cruz, al hacerse la


distribución de la tierra, había 23 propietarios. De estos, 18
recibieron menos de 30 hectáreas de terreno cada uno. Los
restantes cinco propietarios obtuvieron, en conjunto, cerca de
870 hectáreas, lo que representa el 79% de la tierra compren-
dida en dicho sitio. A pesar de su total imprecisión respecto al
tamaño real de las propiedades, los datos de otros terrenos co-
muneros, registrados en pesos de acción, tienden a confirmar
las diferencias en el control de la tierra en tales sitios (tablas
6.5 y 6.6).
Los campesinos del Cibao 323

Ante la ausencia de censos agrarios, las unidades utilizadas


en los documentos de compra-venta de tierras pueden servir
para inferir, de forma aproximada, los rasgos definitorios de
la estructura agraria en la común de Santiago.99 Durante la
primera década del siglo xx, las unidades agrarias que con más
frecuencia aparecían en estas transacciones eran el peso de
acción, el cordel y la tarea. De las tres, la tarea es la única con
una medida específica: equivale a 1/16 de hectárea. El peso
y el cordel, por el contrario, son imprecisos y vagos. Por su
naturaleza, los pesos no sirven para hacer una comparación
de la tenencia de tierra. A lo sumo, se pueden usar para medir
la importancia relativa de los propietarios en un mismo sitio o
terreno comunero. El cordel, tal y como se utilizaba en el Ci-
bao, también era poco preciso. Aparentemente, en ocasiones
se utilizaba como una unidad de superficie; en otras, como
una unidad lineal para medir la «boca» del terreno. En efecto,
entre 1900 y 1930, en un gran número de ventas de tierras, se
hace referencia a los «cordeles de boca» de las propiedades. A
juzgar por estos documentos, tales cordeles de boca represen-
taban la longitud de uno de los lados del terreno, a menudo
el que quedaba adyacente a una carretera o a un camino.100
Al igual que el peso de acción, el cordel de boca no permite
conocer la extensión de las propiedades.

99
El siguiente análisis se basa, sobre todo, en los documentos de compra-
venta de tierras y los referentes a la división de los terrenos comuneros
provenientes del ANJR. También han sido muy útiles los expedientes
del TT, especialmente los planos de las diversas secciones rurales de
Santiago.
100
Baud, Peasants and Tobacco, 98.
324 Pedro L. San Miguel

TABLA 6.5
PESOS DE ACCIÓN EN LOS TERRENOS
COMUNEROS DEL POTRERO Y EL CERCADO

Pesos N % Pesos %
1-25 8 17 113 2
26-50 15 33 636 14
51-100 14 30 1,208 26
101-500 8 18 1,877 40
Más de 501 1 2 848 18
TOTALES 46 100 4,682 100
Fuente: ANJR, PN: JD, 1914, t. 1, fs. 63-3v.

TABLA 6.6
PESOS DE ACCIÓN EN LOS TERRENOS
COMUNEROS DE HATILLO DE SAN LORENZO

Pesos N % Pesos %
1-25 35 48 606 16
26-50 15 20 595 16
51-100 17 23 1,330 36
101-500 6 9 1,180 32
TOTALES 73 100 3,711 100
Fuente: ANJR, PN: JD, 1894, anejo entre fs. 140v-41.

A principios del siglo xx, el uso de estas unidades estaba


bastante regionalizado en las diferentes secciones rurales de
Santiago. Por ejemplo, la tarea, la unidad agraria más exac-
ta, solía emplearse en aquellas transacciones que implicaban
tierras localizadas en el este del municipio. Según se puede
observar en el mapa 6.2, así ocurría en las secciones rurales
de Jacagua, Gurabo, Pontezuela, Peña (Tamboril), Licey, Ca-
nabacoa y Uberal. El uso del cordel, que era muy frecuente
en Santiago, predominaba en las secciones norte y oeste del
Los campesinos del Cibao 325

municipio. Finalmente, el peso de acción se encontraba prin-


cipalmente hacia el oeste y el sur de la común. Obviamente,
esto es indicativo de la existencia de terrenos comuneros en
esta zona; según fueron divididos los mismos, el peso de ac-
ción tendió a desaparecer en las compra-ventas de tierra.
¿Qué nos indican estas diferencias sobre la estructura agra-
ria de Santiago? En primer lugar, sugieren que en las secciones
donde la tarea era la unidad agraria más común, predomina-
ban las fincas de tamaño pequeño y mediano. Esta zona com-
prendía una faja que comenzaba justo en los límites del norte
de la ciudad de Santiago y se extendía hacia el este, en direc-
ción a Moca. Esta área es una de las regiones de más antiguo
asentamiento y uno de los núcleos principales de la coloniza-
ción agrícola del Cibao. En segundo lugar, también indican
que, en las secciones oeste y sur de Santiago, había una con-
centración de tierra mayor que en la parte este del municipio.
Los planos rurales de la común de Santiago –provenientes del
Tribunal de Tierras– así tienden a confirmarlo. Estos planos
muestran que, en oposición a las zonas en las que predomina-
ba el minifundio –donde las fincas se amontonaban formando
un anárquico mosaico–, hacia el oeste de Santiago, el paisa-
je rural era dominado por unas fincas alargadas, que corrían
del llano a las lomas. Estos campos alargados producían una
sensación de amplitud, ausente en las secciones rurales donde
las pequeñas propiedades se apiñaban. Los campos alarga-
dos tenían su origen en la costumbre de medir los terrenos a
partir de sus «bocas». Así, al dividirse las propiedades por las
herencias o las ventas, los adquirientes mantenían su acceso a
los caminos principales. Y, efectivamente, estas largas franjas
de tierra contaban con una «boca», la que usualmente se
encontraba en un camino. Con frecuencia, estas franjas de
terreno se extendían, como ha sugerido Baud, hasta las lomas
o hasta un río.101

Baud, Peasants and Tobacco, 98, y «La gente del tabaco».


101
326 Pedro L. San Miguel

Entre las zonas de «mosaico» y las de los campos alar-


gados, se encontraban áreas intermedias, en las cuales se
combinaban, heterogéneamente, elementos típicos de los
dos patrones anteriores. En estas áreas, parece ser que los
campos alargados habían predominado anteriormente. Sin
embargo, aunque visibles todavía, estos campos estaban atra-
vesando por un proceso de fragmentación, el que contribuía
a transformar el paisaje rural y a redefinir los patrones de
posesión de la tierra.102 Durante las décadas de los treinta y
de los cuarenta, eran plenamente patentes estos rasgos del
mundo rural de Santiago.
Cada uno de estos paisajes rurales se traducía en un patrón
distinto de posesión de la tierra. Para detectar con mayor pre-
cisión estos patrones, he agrupado por tamaño las propieda-
des de varias secciones rurales (tabla 6.7). El primer patrón
lo vemos en las secciones rurales de Gurabo y Pontezuela. En
estas secciones, las propiedades entre 1 y 200 tareas represen-

Estos comentarios se basan en el examen de los planos de las secciones


102

rurales localizados en el TT de Santiago. Algunos de estos planos han


sido parcialmente reproducidos aquí. Los planos se hicieron para ser
utilizados en las vistas celebradas por el tribunal con el fin de adjudicar
los títulos de propiedad. A pesar de la riqueza y singularidad de esta
fuente, se deben hacer unas advertencias. Aunque la mayoría de los pla-
nos se hicieron en la década de los treinta –cuando aparentemente ocu-
rrió la mayor parte del saneamiento de títulos en Santiago–, muchos de
estos se hicieron varios años después. Hay secciones rurales cuyos planos
datan de la década de los sesenta. En consecuencia, de ninguna manera
presentan un cuadro de la estructura agraria de la totalidad del munici-
pio de Santiago en un momento dado. Por otro lado, aparentemente no
existen planos de las mismas secciones rurales que se hayan hecho en
distintos períodos. A pesar de tales limitaciones, estos planos han sido de
gran importancia para mi investigación, puesto que ofrecen información
sobre la tenencia de tierra, ausente en otras fuentes. Un estudio deta-
llado sobre la tenencia de tierra en la República Dominicana no puede
prescindir de esta extraordinaria fuente.
Los testimonios orales recogidos por Baud tienden a confirmar los pro-
cesos de transformación del paisaje rural delineados aquí (Peasants and
Tobacco, 301).
Los campesinos del Cibao 327

MAPA 6.2
UNIDADES AGRARIAS EN EL
MUNICIPIO DE SANTIAGO, 1900-9

Fuente: ANJR, PN: JD, 1900-18.


328 Pedro L. San Miguel

MAPA 6.3
UNIDADES AGRARIAS EN EL
MUNICIPIO DE SANTIAGO, 1912-18

Fuente: ANJR, PN: JD, 1900-18.


Los campesinos del Cibao 329

taban la vasta mayoría de las fincas; también comprendían la


mayor parte de las tierras. Las fincas medianas (entre 201 y
800 tareas) también tienen cierta relevancia en estas seccio-
nes; pero los grandes latifundios eran inexistentes, al menos
en la muestra presentada. El segundo modelo de estructura
agraria (representado por Las Charcas y Quinigua) muestra
un cuadro diferente. Aunque también abundaban las peque-
ñas propiedades, éstas ocupaban una porción de tierra muy
modesta, un contraste marcado con la situación de Gurabo
y Pontezuela. Como en estas últimas dos, las fincas media-
nas ocupaban gran parte de las tierras; pero a diferencia de
ellas, en Las Charcas y Quinigua las propiedades mayores de
800 tareas eran muy importantes. Hatillo y Hato del Yaque,
finalmente, representan los casos extremos de acumulación
de tierras. En dichas secciones, los dos primeros tipos de pro-
piedad constituían sobre un 90% del total de las fincas, pero
ocupaban solo el 27% de las tierras. En este caso, la tenencia
de tierra estaba muy concentrada y unas pocas propiedades
ocupaban mucho más de la mitad de las tierras.
Durante las décadas de los treinta y de los cuarenta, las gran-
des propiedades en Santiago comprendían tanto latifundios
tradicionales como propiedades de reciente formación. Entre
los latifundistas tradicionales se encontraban, entre otros: la
familia Genao en Angostura, Benito Polanco en Aguacate de
Navarrete, y Julio Castillo, quien poseía tierras en El Ingenio,
Quinigua y Banegas.103 A menudo, estas propiedades tradicio-
nales apenas eran explotadas, por lo que su valor económico
era muy bajo. Además, muchos de estos terrenos pasaron por
un proceso de fragmentación, como resultado de las heren-
cias y ventas sucesivas. A pesar de todo, para la década de los
cuarenta todavía predominaban en el municipio los latifun-
dios tradicionales; aunque sus propietarios habían adquirido

ANJR, PN: JD, 1900, fs. 132v-33v; 1909, t. 1, fs. 153-53v; y 1912, t. 2, fs.
103

139-41v.
330 Pedro L. San Miguel

tierras mediante la compra, parece que muchos de sus dueños


las habían heredado.

TABLA 6.7
PATRONES DE TENENCIA DE LA TIERRA
EN EL MUNICIPIO DE SANTIAGO

1-200 201-800 801-2,000 2,000 +


Sección
N T N T N T N T
Gurabo 93 62 7 38 - - - -
Pontezuela** 97 73 3 27 - - - -
Las Charcas 61 15 30 52 9 33 - -
Quinigua 78 20 18 47 4 33 - -
Hatillo*** 70 9 21 18 6 17 3 56

N=Propiedades en el rango T=Tareas en el rango


*Las cifras absolutas de propiedades y tareas para cada una de las secciones de la tabla
son, respectivamente: Curabo (N=148, T=9,320); Pontezuela (N=200, T=8,039); Las
Charcas (N=44, T=12,151); Quinigua (N=56, T=7,869); y Hatillo (N=205, T=92,956).
**Inc1uye propiedades en las secciones de Pontezuela, Sabaneta de las Palomas, Li-
monal y Hato Mayor.
***Inc1uye propiedades en Hatillo y Hato del Yaque.
Fuentes: TT, Men. Cat., Plan. Gen.

Los mayores latifundios del municipio constituían un nuevo


tipo de finca, que comenzó a surgir a principios del siglo xx
–sin llegar a convertirse en dominantes– y que pertenecían a
una nueva casta de propietarios. Ejemplo típico de este sector
de propietarios era José A. Bermúdez, quien pertenecía a una
familia de comerciantes que, en 1897, fundó una gran fábrica
de licor, llamada La Sin Rival. Según El libro azul –especie de
directorio de negocios del país–, para 1920, la fábrica estaba
equipada con maquinaria moderna, operada por electricidad y
gasolina. Además, Bermúdez poseía otras propiedades urbanas
y rurales, que incluían una plantación de azúcar en Banegas,
aproximadamente a trece kilómetros de la ciudad de Santiago.
Esta plantación comprendía 6,000 tareas sembradas de caña
Los campesinos del Cibao 331

PLANO 6.1: Gran propiedad junto a propiedades medianas.


332
Pedro L. San Miguel

PLANO 6.2: Campos alargados con las bocas en los caminos.


Los campesinos del Cibao 333

PLANO 6.3: Fragmentación de los campos alargados en pequeñas propiedades.


334
Pedro L. San Miguel

PLANO: 6.4: Zona de «mosaico» en la que predomina la pequeña propiedad.


Los campesinos del Cibao 335

–irrigadas por el río Yaque–, edificios y maquinaria para la pro-


ducción de azúcar y melaza.104 Según lo demuestra la tabla 6.8,
Bermúdez llegó a acumular grandes extensiones de tierra de-
bido a la adquisición de varias propiedades. Además de dedi-
carse a la producción de ron, Bermúdez también invirtió en la
crianza de ganado y en empresas agrícolas, como la produc-
ción a gran escala de plátanos. A principios de la década de
los treinta, su finca de plátanos en Banegas era considerada
como la más importante de su tipo en el país.105 Los herede-
ros de Bermúdez siguieron su ejemplo. Para la década de los
cincuenta, José Ignacio, uno de los hijos de Bermúdez, tenía
una vaquería en Villa González. Frank Bermúdez, otro de sus
descendientes, se dedicaba al cultivo de plátanos en Banegas.
Ambas fincas se contaban entre las mejores de la República
Dominicana.106
No obstante, la mayor concentración de tierras en el muni-
cipio de Santiago durante las décadas de los treinta y los cua-
renta la logró la Compañía Agrícola Dominicana. La Yuquera,
como mejor se le conocía, era una subsidiaria de la Corn Pro-
ducts Company que se estableció en Quinigua, a finales de la
década de los veinte, con el propósito de producir almidón
de yuca. La CAD fue una de las agroindustrias más importan-
tes de la República Dominicana en las décadas de los treinta
y los cuarenta. Para 1929, era propietaria de cerca de 20,000
tareas, que entonces eran preparadas para ser cultivadas; ade-
más, contaba con una fábrica donde se elaboraba el almidón.
En esos momentos, La Yuquera empleaba sobre 800 trabaja-
dores y era uno de los principales patronos en la provincia de
Santiago.107

104
El libro azul, 138-39.
105
AGN, SA, 1931, Leg. 125, 22 enero 1931.
106
AGN, MA, 1958, Leg. 1022, s.f. Véase, también: AGN, GS, 1942, Leg. 152,
4 julio 1941.
107
AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929. Esta empresa corresponde al
modelo «agroindustrial» estudiado en: Pablo A. Maríñez, Agroindustria,
336 Pedro L. San Miguel

TABLA 6.8
PROPIEDADES DE JOSÉ A. BERMÚDEZ

Medio de Año de
Hectáreas Localización
adquisición adquisición*
16.65 Banegas 5 compras 1916, 1926
1 transferencia 1932, 1933
1 transacción
7.50 Quinigua compra 1927
9.04 Banegas compra 1924
18.12 Banegas compra 1927
216.23 Banegas y 14 compras 1906, 1907
Estancia del 1 retroventa 1908, 1911
Yaque 1912
144.82 Banegas 8 compras 1906, 1907
1 retroventa 1908, 1909
1 permuta 1910, 1911
1913
1.61 Banegas compra 1906
5.65** Banegas compra 1935

*Se refiere a las fechas de inscripción de las transacciones. En ocasiones, la transac-


ción había ocurrido años antes que la inscripción.
**Bermúdez tenía un «derecho de paso» sobre esta propiedad, con el fin de estable-
cer un canal de riego, desde el año 1919.
Fuentes: TT, DC 144 [NDC 4], Exp. Cat. No. 144, Dec. 1, [6 abril 1935]; DC 4 (ADC
144/2), Dec. 3, [14 marzo 1939]; DC 2 (ADC 126/4), Dec. 1, [13 marzo 1941]; DC
4 (ADC 144/1), Dec. 2, [8 agosto 1935]; DC 4 (ADC 144/1), Dec. 5 [13 noviembre
1936].

La Yuquera adquirió sus tierras principalmente mediante


la compra; las propiedades adquiridas generalmente eran de
gran tamaño. Por ejemplo, en 1929 compró sobre 279 hectá-
reas a doña Tomasina Martínez de Estrella Ureña, y alrededor
de 105 hectáreas a Manuel Antonio Valverde. Mediante varias
compras que se efectuaron entre 1929 y 1932, adquirió otras

Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo:


Fundación Cultural Dominicana, 1993).
Los campesinos del Cibao 337

500 hectáreas en Hato del Yaque y Hatillo de San Lorenzo.


Gracias a estas transacciones, La Yuquera se hizo de varias pro-
piedades, una de éstas de una extensión de 1,860 hectáreas.
Juntas, sus fincas comprendían cerca de 50,000 tareas, locali-
zadas mayormente en Quinigua, Hato del Yaque y Hatillo de
San Lorenzo.108 Tres factores explican el interés de la compa-
ñía en estas tierras en particular. Primero, en estas secciones
la tierra no estaba tan fraccionada como en otros lugares, lo
que facilitó su concentración. Segundo, en sitios como Hato
del Yaque, Hatillo y Quinigua la tierra era más barata que en
otras secciones rurales de Santiago. Y, por último, el hecho
de que las autoridades tuviesen planes de construir un canal
que irrigaría las tierras áridas de estas secciones rurales, lo que
contribuiría a incrementar su productividad, aparte de valori-
zarlas. Este proyecto de irrigación, que se inició en la década
de los veinte, se culminó durante el trujillato.109
El establecimiento de La Yuquera tuvo varias implicaciones
para el campesinado de la región. La CAD acumuló grandes
extensiones de tierras, lo que llevó al desplazamiento de un
gran número de campesinos e impidió que otros pudiesen au-
mentar sus propiedades. Pero, por otro lado, esta empresa se
convirtió en un importante mercado para la producción de
yuca de los campesinos. En efecto, aunque la compañía conta-
ba con tierras propias dedicadas al cultivo de la yuca, también
dependía de la producción de los campesinos para satisfacer
su demanda de materia prima. No está claro por qué se im-
plantó dicho sistema. Sí es evidente que, a finales de la década
de los treinta, la compañía intentó incorporar, literalmente,
a miles de campesinos en calidad de colonos. Estos eran co-
secheros que, bajo contrato, se comprometían a vender sus
cultivos a La Yuquera. Por ejemplo, en 1938, Charles Ridgway,

108
TT, DCN 3 (ADC 120/1), 1ro diciembre [24 enero 1935], parcs. 42-3, 87,
119, 125, 186, 205 y 216; Men. Cat., Plan. Gen., 1ra parte, DC 120 (NDC
3), [1930-34?]; y Men. Cat., DC 161, parcs. 1-56, 23 diciembre 1939.
109
Sobre el particular, ver capítulo VII; e Inoa, Estado y campesinos, 121-50.
338 Pedro L. San Miguel

a nombre de la CAD, pidió permiso al secretario de Agricul-


tura para firmar contratos con los colonos de Villa Trina, una
de las colonias agrarias auspiciadas por el Estado dominicano.
En otro caso, La Yuquera contribuyó con dinero y maquinaria
para la construcción de una carretera con el fin de facilitar el
transporte de la producción de los campesinos a su fábrica en
Quinigua. Según el gobernador de la provincia, a lo largo de
dicha vía, la compañía tenía de 4 a 5,000 colonos cultivando
yuca.110 Aunque no existen cifras sobre cuánta yuca suminis-
traban a la fábrica, esta evidencia sugiere que los campesinos
aportaban una proporción considerable de la materia prima
utilizada por la CAD.
Esto no significa, de manera alguna, que las relaciones entre
La Yuquera y los colonos fuesen ideales; al contrario, a menu-
do, surgían conflictos entre ellos. Así, mientras la CAD se va-
nagloriaba de la seriedad de sus negocios con los campesinos,
estos opinaban de forma muy distinta. De hecho, los coseche-
ros se quejaban de que algunas de las prácticas de La Yuquera
les perjudicaban. En una carta dirigida al gobernador de la
provincia, varios cosecheros dejaron entrever, de manera muy
sutil, que La Yuquera cometía fraude en el pesaje de la yuca.
De igual manera, se quejaban de los precios que la compañía
les pagaba por su producto y de la tardanza en las compras
de yuca. Al dilatar la adquisición de la yuca –argüían dichos
campesinos–, se ponía en peligro la labranza de otras cose-
chas. Es muy probable que tales prácticas se hicieran más
frecuentes cuando La Yuquera comenzó a confrontar pro-
blemas de mercado y de costos de producción, a finales de la
década de los treinta. Durante la Segunda Guerra Mundial,
la República Dominicana emergió como país exportador de
almidón debido a la paralización de la producción en Java,
principal exportador del mismo a los Estados Unidos antes del
conflicto bélico. Pero después de la guerra, cuando se resta-

AGN, SA, 1938, Leg. 341, 19 mayo 1938.


110
Los campesinos del Cibao 339

bleció la exportación de almidón de Java, La Yuquera no pudo


afrontar la competencia y, con el tiempo, tuvo que cerrar sus
operaciones.111
La Yuquera representa los grados superiores de acumula-
ción de tierras durante el siglo xx en Santiago. Esta empresa
también exhibe uno de los rasgos de muchas empresas agro-
exportadoras en la República Dominicana: lo que podemos
llamar la integración vertical del campesinado a su estructura
productiva. Es decir, los campesinos eran integrados en la in-
dustria, en calidad de proveedores de materia prima, la que
se exportaba como tal o se procesaba en el país. Este modelo
económico constituía el patrón dominante entre las firmas ex-
portadoras de café, tabaco y cacao. Empresas manufactureras
como la Compañía Anónima Tabacalera, habían dependido
por décadas de la producción campesina para obtener su
materia prima. El propio Trujillo, a partir de la década de los
treinta, utilizó este modelo de integración del campesinado
a la economía de mercado. En palabras de Pablo Maríñez, su
objetivo era «someter la producción agropecuaria a las necesi-
dades del capital industrial o agroindustrial».112
Pero el funcionamiento de dicho modelo económico im-
plicaba que el campesinado debía permanecer vinculado a

111
AGN, GS, 1941, Leg. 116, 15 octubre 1941; y 1940-41, Leg. 122, 9 enero
1941. Las cifras sobre la exportación de almidón se pueden encontrar
en: Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1982), tabla IV-8. Parece ser que, luego
de cerrar operaciones, muchas de las tierras de la CAD fueron ocupadas
por campesinos.
112
Maríñez, Resistencia campesina, 88; Cassá, Capitalismo y dictadura, 81-154;
José R. Cordero Michel, Análisis de la Era de Trujillo (Informe sobre la Repúbli-
ca Dominicana, 1959), 5ta ed. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de
Santo Domingo, 1987), 58-61; y Frank Moya Pons, Empresarios en conflicto:
Políticas de industrialización y sustitución de importaciones en la República Do-
minicana (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales,
1992), esp. 23-71. El fomento del cultivo de maní es uno de los ejemplos
más sobresalientes de la integración de la producción campesina a una
industria. El maní era la materia prima en la elaboración del aceite.
340 Pedro L. San Miguel

la tierra. Por ende, Trujillo implantó una serie de programas


agrarios para garantizar la permanencia del grueso del campe-
sinado en los campos.113 Este no es el lugar para discutir dete-
nidamente la política agraria durante el trujillato.114 Se debe
tener presente, sin embargo, que, mediante una combinación
de incentivos económicos (como la distribución de tierras) y
medidas represivas, el dictador dominicano trató de evitar la
desarticulación total de la sociedad campesina. Tales medidas
respondieron no solo a motivos económicos sino, también, a
razones políticas. Ciertamente, no todos los sectores del cam-
pesinado se beneficiaron de programas como la distribución
de tierras. Por el contrario, campesinos de todo el país sufrie-
ron el proceso opuesto, esto es, la pérdida de sus propiedades,
a menudo por fraudes cometidos por el mismo dictador o por
aquellos que gozaban de su respaldo. Tal fue el caso de los
muchos campesinos que fueron expropiados para aumentar
las tierras del dictador en el municipio de San Cristóbal; o la
situación de los campesinos de Bonao que fueron sacados de
sus tierras por las manipulaciones de «Petán» Trujillo, herma-
no del dictador.115
Sin embargo, el campesinado del municipio de Santiago no
sufrió un despojo masivo. Más bien parece que, en términos
generales, el campesinado del municipio salió beneficiado de
las políticas agrarias implantadas durante las décadas de los
treinta y los cuarenta. Además, a pesar de la gran acumulación
de tierras por parte de compañías como la CAD, la integra-
ción vertical del campesinado como suplidor de materia pri-

113
Maríñez, Resistencia campesina, 87-8, y Agroindustria, Estado y clases sociales,
39-49.
114
Para un análisis más detallado sobre el influjo del Estado en el campesi-
nado y el de las políticas agrarias durante el trujillato, ver el capítulo VII.
115
Los detalles sobre la formación del emporio trujillista se pueden encon-
trar en: Cassá, Capitalismo y dictadura, particularmente 421-97; Crasswell-
er, Trujillo, 138-62 y 263-71; y Galíndez, La Era de Trujillo. Sobre «Petán»
Trujillo, ver de la Rosa, Petán, 71-9 y 137-42.
Los campesinos del Cibao 341

ma evitó, hasta cierto punto, que ocurriera una desposesión


súbita del campesinado, tal y como ocurrió, anteriormente, en
el este del país. La expansión de la frontera agraria durante
las primeras décadas del siglo xx también contribuyó a frenar
la desposesión; al aumentar la tierra disponible, disminuyó la
presión sobre ella.
Aceptando que los precios de la tierra reflejan su escasez
relativa, examinándolos podemos obtener unos indicios sobre
la presión del suelo en distintos períodos.116 A pesar de lo in-
completo de los datos, estos sugieren que los precios eran más
altos en aquellas secciones rurales donde la tierra estaba más
fragmentada (tabla 6.9). Este era el caso de secciones como Li-
cey, Jacagua y Gurabo, que cuentan con algunas de las me-
jores tierras del municipio, además de estar ubicadas cerca de
la ciudad de Santiago, que constituye el mercado regional más
importante. En estas secciones han predominado las fincas de
tamaño pequeño y mediano, caracterizadas por la diversidad
de sus cultivos. Desde principios del siglo xx, los precios de la
tierra en estas secciones rurales eran altos. Según inventarios
registrados en los archivos notariales, en 1918, cada tarea en

Esta aproximación requiere, empero, algunas aclaraciones. Primero,


116

la falta de uniformidad de las unidades agrarias limita el cálculo de los


precios hasta la década de los treinta, cuando disminuyó el uso de las
unidades agrarias menos exactas. En segundo lugar, el precio de las tie-
rras varía ampliamente según una serie de factores, como los tipos de
suelo, la cercanía a las vías de comunicación y los mercados, y la dis-
ponibilidad de agua. Por lo tanto, un precio promedio puede resultar
muy engañoso debido a lo aleatorio del mercado de tierras. Y, tercero,
debido a las dificultades presentadas en las fuentes originales –como el
de las unidades imprecisas–, es verdaderamente imposible construir una
serie de precios cuya curva indique con exactitud sus fluctuaciones. En
definitiva, solo existe un corto número de precios utilizables, referentes
a unas pocas secciones rurales. No obstante, tomando ciertas precaucio-
nes –como ofrecer los promedios por sección rural, en vez de presentar
un promedio general–, estos precios se pueden utilizar como un índice
aproximado de la escasez de tierras. Es decir, mientras más alto el precio,
mayor la presión sobre la tierra, resultado de su escasez relativa.
342 Pedro L. San Miguel

Jacagua valía 5 pesos; en Gurabo se valoraba en 10 pesos la ta-


rea.117 El promedio para todo el municipio oscilaba entre uno
y dos pesos la tarea.
En Hatillo y en Hato del Yaque ocurría todo lo contrario:
aquí la tierra tenía un valor muy bajo. Pero sus suelos no eran
tan buenos como los de las secciones mencionadas anterior-
mente; la propiedad, por otro lado, tampoco estaba tan frag-
mentada. A principios del siglo xx, la existencia de terrenos
comuneros en Hatillo y Hato del Yaque contribuyó a mante-
ner los precios bajos. Tan pronto se ocuparon y se deslinda-
ron los terrenos comuneros, los precios comenzaron a subir.
Esta tendencia puede ser que haya tomado más fuerza con la
construcción de canales de irrigación, a partir de la década
de los veinte. Simultáneamente, la expansión de la agricultura
comercial, como fue el caso de la producción de arroz, contri-
buyó al aumento de los precios de la tierra.
La expansión de la frontera agrícola durante las décadas de
los treinta y los cuarenta tuvo efectos contradictorios sobre el
mercado de tierras en Santiago. Gracias a esta expansión, se
logró una mayor disponibilidad de tierras marginales; pero
esto significó una valorización de dichos suelos. En 1939, el
Instructor de Agricultura de Santiago sostenía que el arren-
damiento de tierras había aumentado cuatro veces en algunas
secciones rurales del municipio. Según él, entonces los arren-
datarios pagaban tanto como RD$2.00 por tarea, cuando antes
se pagaba solo RD$0.50 por tarea.118 Aunque no hay evidencia
que vincule directamente estos precios con algún cultivo en
especial, es razonable pensar que fueron más altos en las zonas
dedicadas a los cultivos comerciales. Sin embargo, no fue sino
hasta después de 1945 cuando aumentaron los precios de la
tierra considerablemente. Si partimos del supuesto de que el

117
ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10; y 1918, t. 2, anejo entre
fs. 233v-34.
118
AGN, GS, 1939, Leg. 7, 15 septiembre 1939.
Los campesinos del Cibao 343

precio de la tierra es indicio de la escasez relativa de ésta,


parece ineludible concluir que la presión sobre ella no comenzó
a ser un problema serio hasta la década de los cuarenta. El
período entre los albores del siglo y esa década se distinguió
por la expansión de la frontera agraria y por la capacidad del
campesinado de adquirir tierras.

TABLA 6.9
PRECIOS DE LA TIERRA EN SANTIAGO
(Pesos/tarea)

Sección 1900 1915 1930 1945 1960


Licey 2.50 5.99 7.32 25.00 11.36
Jacagua - 6.24 7.09 9.66 18.00
Gurabo 5.26 - 7.06 - 70.00
Las Charcas - - 2.32 3.88 11.95
Pontezuela - 7.64 - 9.25 -
Gurabito - 2.50 5.01 - -
Hatillo de San Lorenzo - - 2.17 2.56 6.15
Hato del Yaque - 1.46 1.83 - -
La Delgada - - 5.00 - 12.65
El Ingenio - - 2.60 - 17.81
Fuentes: ANJR, PN: JD, 1900 y 1915; y JMV, 1930; AS, CH, Trans., 1945 y 1960.

A pesar de los grados de acumulación que lograron em-


presarios como la familia Espaillat, la familia Bermúdez y La
Yuquera, hasta la década de los treinta, los campesinos de San-
tiago pudieron contar con un gran acceso a la tierra. Estos
grandes propietarios no penetraron los pilares regionales de
la economía campesina, como las secciones rurales al este de
Santiago. Por supuesto, las empresas agrarias latifundistas tu-
vieron efectos de gran envergadura sobre el campesinado. Ya
he mencionado las repercusiones ecológicas de la deforesta-
ción. La acumulación de tierras también afectó a los campe-
sinos, aun cuando no ocurriese en secciones dominadas por
ellos. La misma restringió las posibilidades de extensión de la
344 Pedro L. San Miguel

propiedad campesina y, al concentrar los recursos, limitó las


actividades económicas del campesinado. Estas restricciones
llevaron a los campesinos a una sobre-explotación de la tie-
rra, contribuyendo así a la degradación del ambiente.119 Estas
prácticas degradadoras hay que aquilatarlas a la luz de las cre-
cientes restricciones confrontadas por los sectores campesinos
para adquirir tierras. El latifundio, aunque no alcanzó en San-
tiago la magnitud adquirida en otras regiones del país, tuvo
efectos muy palpables sobre la economía campesina.
La concentración de tierras y la interrupción de la expan-
sión de la frontera agraria en la década de los cuarenta, junto
con el crecimiento poblacional, aumentaron la presión sobre
la tierra; el alza en los precios así lo demuestra. Estos proce-
sos paralelos tuvieron otra consecuencia: el crecimiento del
minifundio. A principios del siglo xx, existía una distribución
desigual de las tierras en Santiago; incluso había una marcada
desigualdad en cuanto a la posesión formal en los terrenos
comuneros. En fin, el minifundio siempre existió en la sociedad
rural de Santiago; sin embargo, hay indicios de que aumentó
durante el siglo xx. El desarrollo del minifundismo fue resul-
tado de las sucesivas fragmentaciones hereditarias y de las di-
versas restricciones que ha confrontado el campesinado para
lograr acceso a la tierra. Entre estos factores hay que contar la
acumulación de tierras. Así, para la década de los cincuenta, en
la provincia de Santiago, los peldaños más bajos de la sociedad
rural controlaban una pequeña proporción de la tierra.120 En

Yunén, La isla como es, 68-9.


119

Aunque se han realizado varios censos agropecuarios en la República


120

Dominicana durante el siglo xx, los datos confiables sobre la tenencia


de tierras son verdaderamente escasos. No fue sino hasta 1950 cuando
se registraron en estos censos, de manera sistemática, las cifras sobre la
tenencia de tierras. El censo agropecuario de 1960 también incluye tales
datos. Sin embargo, el censo de 1950 es mucho más detallado que el
otro, además de ser más exacto que el de 1960. También, las categorías
de los tamaños de las fincas en ambos censos no son totalmente compa-
rables. Por lo tanto, opté por utilizar los datos del censo de 1950, pues
Los campesinos del Cibao 345

1950, la mayoría de las fincas en la provincia comprendía me-


nos de 160 tareas (alrededor de 10 hectáreas). En este aspecto,
no existían diferencias significativas entre las cifras regionales
y las nacionales, aunque en Santiago las fincas más pequeñas
mantuvieron un mayor control de las tierras (tablas 6.10 y
6.11). En conjunto, las cifras referentes a las fincas más peque-
ñas demuestran la presencia abrumadora del minifundio en
la República Dominicana. Durante el trujillato, la distribución
de pequeños predios, que usualmente comprendían unas po-
cas tareas, contribuyó a fortalecer dicha tendencia.121
Entre los propietarios altos y medios, encontramos diferen-
cias importantes entre las cifras regionales y las nacionales.
Mientras que a nivel nacional, los propietarios de fincas de 161
a 1,600 tareas (alrededor de 20 a 100 hectáreas) controlaban
aproximadamente un tercio de las tierras de cultivo, en San-
tiago contaban con un 48% de la tierra. Estas cifras nos per-
miten apreciar la existencia de un campesinado de nivel me-
dio, que controlaba un por ciento significativo de las tierras.
Al contrastar las cifras nacionales y las locales, se observa, ade-
más, un marcado contraste entre las fincas más grandes. En las
cifras nacionales, las propiedades que sobrepasaban las 1,600
tareas comprendían un 43% de la tierra, mientras que en la
provincia de Santiago solo abarcaban el 22% de las tierras de
cultivo. En otras palabras, la acumulación de tierra en Santiago
se encontraba muy lejos de alcanzar los grados extremos que
reflejan las cifras nacionales. Este hecho subraya el papel des-
empeñado por los propietarios de nivel intermedio en Santia-
go. Entre estos grupos encontramos a los campesinos que más
se beneficiaron de las políticas agrarias del régimen trujillista.

es más confiable que el de 1960. Una última observación: los datos del
censo de 1950 se refieren a la provincia, no al municipio de Santiago.
121
Ver capítulo VII; Inoa, Estado y campesinos; Maríñez, Agroindustria, Estado y
clases sociales, 43-4; y Pedro L. San Miguel, «El Estado y el campesinado en
la República Dominicana: El Valle del Cibao, 1900-1960», HS, IV (1991):
42-74.
346 Pedro L. San Miguel

TABLA 6.10
ESTRUCTURA AGRARIA EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO, 1950

Miles de
Tareas Fincas % %
Tareas
0-80 21,993 74.3 507.0 16.6
81-160 3,643 12.3 395.7 12.9
161-320 2,181 7.4 494.9 16.2
321-800 1,224 4.1 595.2 19.4
801-1,600 364 1.2 383.0 12.5
1,601-8,000 168 0.5 482.9 15.8
8,001 + 12 * 203.0 6.6
TOTALES 37,488 100.0 3,061.7 100.0
*Menos de 0.1%.
Fuente: Cuarto censo nacional agropecuario, 1950 (San Cristóbal: Dirección General de
Estadística, Oficina Nacional del Censo, 1955).

TABLA 6.11
ESTRUCTURA AGRARIA EN LA
REPÚBLICA DOMINICANA, 1950

Miles de
Tareas Fincas % %
tareas
0-80 209,407 76.2 5,061.6 13.7
81-160 32,864 12.0 3,573.7 9.6
161-320 17,289 6.3 3,910.6 10.5
321-800 9,778 3.5 4,733.5 12.8
801-1,600 3,249 1.2 3,554.0 9.6
1,601-8,000 1,791 0.7 5,476.8 14.8
8,001 + 342 0.2 10,712.5 29.0
TOTALES 274,720 100.0 37,022.7 100.0
Fuente: La misma que en la tabla 6.10.
Los campesinos del Cibao 347

TABLA 6.12
FORMAS DE POSESIÓN DE LA TIERRA EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO, 1940

Miles de Tamaño
Formas de posesión Fincas % %
tareas promedio
Propiedad 21,765 84 2,153.0 79 99
Administración 2,487 10 476.3 18 191
Colonato 1,464 6 95.7 3 65
TOTALES 25,716 100 2,725.0 100 106
Fuente: BN, Dirección General de Estadística Nacional, Sección del Censo, «Censo
agropecuario, 1940» (Mecanografiado, 1940).

TABLA 6.13
FORMAS DE POSESIÓN DE LA TIERRA EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO, 1950

Miles de Tamaño
Formas de posesión Fincas % %
tareas promedio
Propiedad 18,040 61 1,757.8 57 97
Administración 555 2 155.5 5 280
Colonato 348 1 12.5 ** 36
Arrendamiento 290 1 16.5 ** 57
Aparcería 1,203 4 36.4 1 30
Otras* 9,275 31 1,083.5 35 117
TOTALES 29,711 100 3,062.2 100 103
*Incluye otras formas de posesión, posesiones mixtas y sin identificar.
**Menos del 1%.
Fuente: Cuarto censo nacional agropecuario.
348 Pedro L. San Miguel

Por muy reveladoras que sean estas cifras, muestran un cua-


dro parcial del mundo rural. Las cifras sobre las formas de
tenencia de tierra completan el panorama, y presentan algu-
nas de las transformaciones principales que han ocurrido en la
campiña cibaeña (tablas 6.12 y 6.13). Estos datos constatan la
disminución en las tierras explotadas por sus propios dueños,
y el crecimiento de otras formas de tenencia de tierras.
En 1940, por ejemplo, más de un 84% de las fincas eran
explotadas por sus propietarios; una década después, esta cifra
se había reducido a un 61% de las fincas. Mientras tanto, se ha-
bían desarrollado otras formas de tenencia de tierras, algunas
de ellas en el marco de las colonias subsidiadas por el Estado.
Aunque las categorías de los distintos censos no son totalmen-
te comparables, es evidente que, para 1950, había disminuido
el número de propietarios que explotaban sus propias tierras
mientras que los colonos, los arrendatarios y los aparceros au-
mentaron.
La prueba presentada apunta hacia unas transformaciones
profundas que, para la década de los cuarenta, estaban en
operación en la región del Cibao. Para entonces, la situación
de recursos abiertos que prevalecía a principios del siglo xx
estaba cambiando de forma acelerada. El extenso ciclo de fácil
acceso a la tierra –que comenzó en la época colonial y que se
extendió hasta principios de la década de los cuarenta–, lle-
gaba a su fin. Como resultado, se perfiló una nueva relación
entre el campesinado y la tierra. A un ritmo ascendente, los
campesinos, ante las dificultades de lograr la plena propiedad,
tuvieron que recurrir a otras formas de tenencia de tierras. Así,
a pesar de la configuración del paisaje rural –el cual daba la
impresión de un campesinado libre de presiones por parte de
un sector latifundista–, durante la década de los cincuenta, un
mayor número de campesinos se vieron privados de convertir-
se en propietarios. Entre los sectores más pobres del mundo
rural se encontraba una proporción ascendente de campesi-
nos sin tierras y de minifundistas; muchos se convirtieron en
Los campesinos del Cibao 349

colonos o aparceros para lograr acceso a la tierra. Debido a su


situación económica, sumamente precaria, estos campesinos
estaban a merced de los sectores sociales más altos. La agri-
cultura comercial brindó muchas oportunidades económicas
al campesinado cibaeño; pero, a largo plazo, produjo una so-
ciedad rural más estratificada y de crecientes desigualdades.122

Sobre la estructura agraria después de 1960, ver Carlos Dore Cabral, Prob-
122

lemas de la estructura agraria dominicana, 2da ed. (Santo Domingo: Taller,


1982), y Reforma agraria y luchas sociales en la República Dominicana, 1966-
1978 (Santo Domingo: Taller 1981); Víctor Livio Cedeño, La cuestión
agraria (Santo Domingo: s.e., 1975); Asociación Dominicana de Sociólo-
gos, Problemática rural de la República Dominicana: III Congreso de Sociología
(Santo Domingo: Alfa y Omega, 1983); y Frank Moya Pons (ed.), Los
problemas del sector rural en la República Dominicana (Santo Domingo: FO-
RUM, 1982).
Capítulo vii
El Estado y el campesinado

La gran transformación

Una de las características distintivas de la expansión de la


economía de mercado ha sido la creciente injerencia del Es-
tado sobre la sociedad rural. Ambos fenómenos están tan re-
lacionados que pueden concebirse mejor como dos aspectos
de un mismo proceso.1 Esta creciente hegemonía del poder
central se evidencia sobre todo en su capacidad de controlar
los recursos fundamentales de las sociedades agrarias: la tierra
y la fuerza de trabajo. En América Latina y el Caribe, las po-
líticas estatales usualmente han estado orientadas, a través

Sobre el particular: Karl Polanyi, The Great Transformation: The Political


1

and Economic Origins of Our Time (Boston: Beacon Press, 1957); Eric R.
Wolf, Peasants (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1966); Barrington
Moore, Jr., Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant
in the Making of the Modern World (Boston: Beacon Press, 1970); James C.
Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast
Asia (New Haven: Yale University Press, 1976); Joel S. Migdal, Peasants,
Politics, and Revolution: Pressures toward Political and Social Change in the
Third World (Princeton: Princeton University Press, 1977); Jeffery M.
Paige, Agrarian Revolution: Social Movements and Export Agriculture in the
Underdeveloped World (New York: The Free Press, 1978); y Jonathan Bark-
er, Rural Communities under Stress: Peasant Farmers and the State in Africa
(Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

351
352 Pedro L. San Miguel

del despojo sistemático y de la peonización del campesinado,


hacia el fortalecimiento del sector latifundista.2 A veces, sin
embargo, se ha intentado desarrollar una economía mercantil
de base campesina, aunque controlada por los sectores domi-
nantes y el Estado.3 Al quedar inmersos en una economía más
comercializada, los campesinos son más susceptibles de sufrir
nuevos reclamos por parte del Estado. A pesar de ser fortale-
cido en su base productiva, en la medida en que aumenta su
dependencia de un poder central que regula y dirige, una de
las consecuencias de tal política ha sido la pérdida de auto-
nomía del campesinado. La República Dominicana muestra
claramente la estrecha relación entre el fortalecimiento del
Estado y su mayor injerencia en la sociedad rural; también
ilustra los intentos del aparato estatal en sostener, al menos
en ciertas regiones del país, una economía mercantil de base
eminentemente campesina.

2
Entre otros, ver Enrique Florescano (ed.), Haciendas, latifundios y plan-
taciones en América Latina (México: Siglo xxi y CLACSO, 1975); Ernest
Feder, Violencia y despojo del campesino: Latifundismo y explotación, 3ra ed.
(México: Siglo xxi, 1978); George L. Beckford, Persistent Poverty: Under-
development in Plantation Economies of the Third World, 2da ed. (Morant
Bay y London: Maroon Publishing House y Zed Books, 1983); Manuel
Moreno Fraginals, La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, inge-
nios y plantaciones (Barcelona: Crítica, 1983), 56-117; Alain de Janvry, The
Agrarian Question and Reformism in Latin America (Baltimore: Johns Hop-
kins University Press, 1983); y Arnold Bauer, «Rural Society», en: Leslie
Bethell (ed.), Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge:
Cambridge University Press, 1989), 115-48.
3
De Janvry, The Agrarian Question, 182 y sigs.; T. Lynn Smith (ed.), Agra-
rian Reform in Latin America (New York: Alfred A. Knopf, 1965); Rodolfo
Stavenhagen (ed.), Agrarian Problems & Peasant Movements in Latin America
(Garden City, NY: Doubleday & Comp., 1970), 97-368; y Jean Le Coz,
Las reformas agrarias: De Zapata a Mao Tsé-tung y la FAO (Barcelona: Ariel,
1976), esp. 143-203.
Los campesinos del Cibao 353

Economía de exportación y desarrollo del Estado

Durante el siglo xix, el Estado dominicano era fundamen-


talmente débil. La intervención extranjera, las guerras civiles,
una economía altamente regionalizada, el caudillismo político
y la ausencia de medios de comunicación, son algunas de las
razones que explican su fragilidad.4 Estos factores atentaban
contra el surgimiento de una economía nacional integrada y
contra los recursos financieros del poder central. A finales del
siglo, a medida que la agricultura de exportación prosperaba,
el Estado dominicano se fortaleció, logrando extender su in-
fluencia a través del país. Para entonces, productos como el
azúcar, el cacao y, en menor grado, el café, desplazaron al ta-
baco como principal producto de exportación. El crecimiento
de estos cultivos tuvo no solo consecuencias económicas sino,
también, dimensiones políticas; como resultado, según expre-
sa Antonio Lluberes, ocurrió una redefinición de la «geopolíti-
ca nacional».5 En efecto, en las últimas décadas del siglo ocurrió
una reestructuración de poder entre las diversas regiones del
país. En consecuencia, el Cibao, que tradicionalmente había

4
H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Socio-
logy (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), 94-111; y Julio
A. Cross Beras, Sociedad y desarrollo en República Dominicana, 1844-1899
(Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1984).
5
Antonio Lluberes, «La crisis del tabaco cibaeño, 1879-1930», en: Taba-
co, azúcar y minería (Santo Domingo: Banco de Desarrollo Interamérica,
S.A., y Museo Nacional de Historia y Geografía, 1984), 11-6. Ver, además:
Nelson Carreño, Historia económica dominicana: Agricultura y crecimiento eco-
nómico (siglos xix y xx) (s.l.: Universidad Tecnológica de Santiago, 1989);
Franc Báez Evertsz, La formación del sistema agroexportador en el Caribe:
República Dominicana y Cuba, 1515-1898 (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1986), 145-243; Roberto Marte, Cuba y la
República Dominicana: Transición económica en el Caribe del siglo xix (Santo
Domingo: CENAPEC, s.f.); Rafael E. Yunén, La isla como es: Hipótesis para
su comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985);
y Michiel Baud, «Transformación capitalista y regionalización en la Re-
pública Dominicana, 1875-1920», IC, 1, 1 (1986): 17-45.
354 Pedro L. San Miguel

sido la región económicamente preponderante del país, per-


dió esta posición, sobre todo frente a los nuevos centros azu-
careros que surgieron entonces.6 Políticamente, el poder de
los nuevos sectores exportadores se manifestó en una mayor
influencia sobre las medidas fiscales y económicas del Estado
dominicano.
El traslado de los centros económicos y políticos del país
tuvo su expresión en la dictadura de Ulises Heureaux (1887-
99) quien, irónicamente, inició su carrera como miembro del
Partido Azul, tradicional representante de los intereses del Ci-
bao.7 Bajo Heureaux, la República Dominicana aumentó su
participación en el mercado internacional; también cambia-
ron sus formas de integración en la economía mundial. Hasta
entonces, la producción campesina había predominado en la
economía de exportación; a partir de ese momento, el sector
de plantación se haría cada vez más dominante. Además, el
establecimiento de empresas modernas, como la industria azu-
carera y los ferrocarriles, aumentó la dependencia del capital
externo.8 En pocas palabras, Heureaux fue el artífice del Estado

6
Michiel Baud, Peasants and Tobacco in the Dominican Republic, 1870-1930
(Knoxville: University of Tennessee Press, 1995), 11-31.
7
Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, 2 vols.
(Santo Domingo: Punto y Aparte, 1982-83), 2: 159-66. Para análisis más
detallados de la dictadura de Heureaux: Juan I. Jimenes Grullón, Sociolo-
gía política dominicana, 1844-1966, 2 vols. (Santo Domingo: Alfa y Omega,
1982), 1: 202-442; Jaime de Jesús Domínguez, La dictadura de Heureaux
(Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986); y
Mu-Kien A. Sang, Ulises Heureaux: Biografía de un dictador (Santo Domin-
go: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1987). Resulta igualmente
sugerente la aproximación más teórica de Ramonina Brea en Ensayo sobre
la formación del Estado capitalista en la República Dominicana y Haití (Santo
Domingo: Taller, 1983), 95-145.
8
Hoetink, The Dominican People, 64-93; Carreño, Historia económica, 96-102
y 205-11; César Herrera, Las finanzas de la República Dominicana, 3ra ed.
(Santo Domingo: Ediciones Talle, Lege, 1987), 117 y sigs.; José del Casti-
llo y Walter Cordero, La economía dominicana durante el primer cuarto del si-
glo xx, 2da ed. (Santo Domingo: Fundación García-Arévalo, 1980), 19-43;
Wilfredo Lozano, La dominación imperialista en la República Dominicana,
Los campesinos del Cibao 355

dominicano que emergió del auge de los nuevos sectores de


exportación. En gran medida, él representó lo que, para Amé-
rica Latina, Halperin Donghi ha denominado la «madurez del
orden neocolonial».9 El surgimiento de un vigoroso sector de
plantaciones, la subyugación política del norte del país a los
intereses de la Capital y el fortalecimiento del Estado contribu-
yeron a transformar los contornos económicos y políticos de
la República Dominicana. A pesar de estos cambios, el campe-
sinado siguió dominando varias actividades productivas, que
continuaron expandiéndose durante el siglo xx.
Durante el siglo xix, el Estado tuvo un influjo relativamente
tenue sobre el mundo rural, al menos en lo que al régimen
de tierras se refiere. A finales de esa centuria, las autoridades
estatales tomaron algunas medidas para redefinir la estructu-
ra agraria del país. Entonces se intentó liberar la tierra de las
formas jurídicas que definían a los antiguos tipos de propie-
dad; por ejemplo, se dieron los primeros pasos para demarcar
los terrenos comuneros. Igualmente, se trató de promover la
agricultura comercial mediante la concesión de tierras a inver-
sionistas nacionales y extranjeros, y de la otorgación de títulos
de propiedad a los ocupantes de tierras estatales, siempre y
cuando estas fuesen cultivadas o usadas productivamente.10
Sin embargo, el resultado de esta política fue muy desigual.

1900-1930 (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,


1976); Franc Báez Evertsz, Azúcar y dependencia en la República Dominica-
na (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1978);
y Antonio Lluberes, «El enclave azucarero, 1902-1930», HG, 2 (1983):
7-59.
9
Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina, 2da ed.
(Madrid: Alianza, 1970), 280-355. Para obras más recientes sobre este
período, ver Marcello Carmagnani, Estado y sociedad en América Latina,
1850-1930 (Barcelona: Crítica, 1984); y Leslie Bethell (ed.), Latin Ame-
rica: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge: Cambridge University
Press, 1989).
10
Carreño, Historia económica, 26; Hoetink, The Dominican People, 1-18;
Baud, Peasants and Tobacco; y Jorge Valdez, Un siglo de agrimensura en la
República Dominicana (Santo Domingo: Ediciones Tres, 1981), 22-69.
356 Pedro L. San Miguel

En el último cuarto del siglo, hubo un considerable desarrollo


en el cultivo de la caña de azúcar, especialmente en Puerto
Plata, San Pedro de Macorís, Santo Domingo, Baní y San Cris-
tóbal.11 Pero otras regiones del país mantuvieron sus bases
tradicionales de producción, fundamentalmente campesinas.
En la provincia de Santiago, por ejemplo, se realizaron va-
rias concesiones de tierra al amparo de estas medidas. Nicolás
López recibió tierras estatales en Jacagua; al momento de de-
positar el documento de cesión en la notaría, lo que hizo en
1900, López llevaba más de 30 años de posesión «pacífica y no
interrumpida».12 Ramón Almonte, de Jacagua Arriba, y José
Paulino Domínguez, de Gurabo, también se beneficiaron de
la «ley sobre la concesión gratuita de los terrenos del Estado»
del 7 de julio de 1876. El terreno de Domínguez, a pesar de ser
descrito como «muy quebrado y cenagoso», contaba con bue-
nas labranzas; el de Almonte, tenía café, caña y otros cultivos.13
Eduardo Domínguez, otro de los beneficiarios de tal política,
al parecer recibió varias donaciones de terrenos en 1881, aun-
que, como dice uno de los documentos, ocupaba los mismos
hacía «muchos años».14 Estos ejemplos sugieren, empero, que
varios de los que se beneficiaron de las concesiones estatales
habían estado ocupando las tierras antes de que se efectuara
la cesión formal. Es decir, lo que hicieron las autoridades fue
legitimar una ocupación de facto que se había dado al margen
de las disposiciones legales. Probablemente, este patrón fue
general en todo el país; de acuerdo con José Ramón Abad,

11
Hoetink, The Dominican People, 6-18; Carreño, Historia económica, 23-56;
Jacqueline Boin y José Serulle Ramia, El proceso de desarrollo del capitalismo
en la República Dominicana, 1844-1930. Vol. II: El desarrollo del capitalismo
en la agricultura, 1875-1930 (Santo Domingo: Gramil, 1981), 32-8, 138-49
y 234-67; y José del Castillo, «La formación de la industria azucarera mo-
derna en la República Dominicana», en: Tabaco, azúcar y minería, 23-56.
12
ANJR, PN: JD, 1900, fs. 91v-2v.
13
ANJR, PN: JD, 1882, fs. 16-6v y 171-71v.
14
ANJR, PN: JD, 1882, fs. 166v-67v y 168-69v.
Los campesinos del Cibao 357

para 1883 solo un puñado de personas había obtenido títulos


de propiedad sobre las antiguas tierras estatales.15
Aunque no totalmente ajeno a las demandas del poder
central, durante el siglo xix el campesinado dominicano no
estuvo sujeto a muchas de las presiones que sus homólogos
tuvieron que sufrir en otros lugares del Caribe. Esto fue así,
por ejemplo, con los impuestos que padeció el campesinado
en Puerto Rico debido a las exigencias fiscales del gobierno co-
lonial español. Entre otras cargas, la población puertorrique-
ña tenía que pagar el «subsidio», contribución sobre la renta
derivada de las actividades agrícolas, pecuarias, industriales y
comerciales. Además, los sectores más desposeídos del cam-
pesinado fueron sometidos a leyes contra la «vagancia», que
impulsaron el trabajo compulsorio.16 Esta situación contrasta
con la del campesino dominicano, que no estuvo sujeto, siste-
máticamente, a esa clase de tributación ni a semejantes leyes
laborales durante el siglo xix. Aunque en varios momentos se
buscó aumentar tanto el poder contributivo del Estado como
su capacidad de reglamentación del trabajo, estos intentos no
dieron por resultado un sistema regular de exacción fiscal o la-
boral. Bajo el régimen haitiano, pongamos por caso, el Código
Rural impuesto por el presidente Jean Pierre Boyer pretendió
crear un sistema de trabajo compulsorio en las grandes propie-
dades. Sin embargo, tanto la resistencia de las masas haitianas
como la de los campesinos dominicanos dieron al traste con
tal política.17 Es muy probable, igualmente, que muchas de las

15
José Ramón Abad, La República Dominicana: Reseña general geográfico-esta-
dística (Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888), 262.
16
Labor Gómez Acevedo, Organización y reglamentación del trabajo en el Puerto
Rico del siglo xix (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1970); Fer-
nando Picó, Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros
utuadeños en vísperas del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1979),
esp. 115-30; y Pedro San Miguel, El mundo que creó el azúcar: Las haciendas en
Vega Baja, 1800-1873 (Río Piedras: Huracán, 1989), 124-69.
17
Frank Moya Pons, La Dominación Haitiana, 1822-1844, 3ra ed. (Santiago:
Universidad Católica Madre y Maestra, 1978), 45-79.
358 Pedro L. San Miguel

medidas fiscales tomadas por el gobierno español durante el


período de la Anexión (1861-65) hayan incitado el desconten-
to entre el pueblo dominicano contra la intervención, espe-
cialmente entre la población rural.18
Por otro lado, los intentos de imponer un régimen de cor-
vée sobre las masas campesinas con el fin de mejorar la red
vial del país tropezaron con enormes dificultades. La apatía
de las autoridades, reflejo de la misma debilidad del Estado,
unida a la resistencia de los campesinos, hicieron que este
sistema de «prestaciones personales» tuviese poco alcance y
que, en consecuencia, la construcción y la reparación de los
caminos y las carreteras continuasen siendo iniciativas priva-
das o, a lo sumo, de los ayuntamientos.19 Más por incapacidad
que por falta de voluntad, el Estado dominicano no pudo, en
la antepasada centuria, promover –en palabras de Ramonina
Brea– «una disciplina social que posibilitara la subordinación
de la fuerza de trabajo en torno a una dominación abstracta e
impersonal».20
No fue sino hasta principios del siglo xx cuando el campe-
sinado dominicano comenzó a sentir de forma más directa
este tipo de medidas. Las leyes agrarias aprobadas a principios
del siglo pretendían transformar las bases de la tenencia y del
uso de la tierra, tanto por parte de los campesinos como de

18
Sobre el particular: Juan Bosch, La Guerra de la Restauración, 3ra ed. (San-
to Domingo: Editora Corripio, 1984), 63-71; Jaime de Jesús Domínguez,
La anexión de la República Dominicana a España (Santo Domingo: Univer-
sidad Autónoma de Santo Domingo, 1979); Luis Álvarez, Dominación colo-
nial y guerra popular, 1861-1865 (Santo Domingo: Universidad Autónoma
de Santo Domingo, 1986), y Secuestro de bienes de rebeldes: Estado y sociedad
en la última dominación española, 1863-1865 (Santo Domingo: Instituto
Tecnológico de Santo Domingo, 1987); y Pedro L. San Miguel, La guerra
silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana (Santo Domingo: Ar-
chivo General de la Nación, 2011), 33-43.
19
Emilio Rodríguez Demorizi, Papeles de Pedro F. Bonó (Santo Domingo:
Academia Dominicana de la Historia, 1964), 206-16.
20
Brea, Ensayo sobre la formación, 127.
Los campesinos del Cibao 359

los latifundistas tradicionales. La demarcación de los terrenos


comuneros, por ejemplo, implicó la asignación de predios de-
terminados, lo que suscitó el abandono de prácticas agrícolas
tradicionales, como la agricultura itinerante y el uso común de
los bosques. El reordenamiento del sistema agrario tenía como
fin la plena entronización de un régimen de propiedad priva-
da, a tono con los intentos de modernización de la agricultura
dominicana. Los proyectos de modernización del régimen de
tierras tomaron nuevos bríos bajo la ocupación estadouniden-
se entre 1916-24. La noción de la tierra como una mercancía
era el elemento subyacente a las nuevas leyes agrarias. Aunque
esta noción no era extraña en la sociedad dominicana, no era
predominante del todo en la ruralía a principios del siglo xx.21
Pero la tenencia y el uso de la tierra no fueron los únicos as-
pectos de la vida campesina sobre los cuales el Estado hizo
patente su presencia; otros elementos de la vida rural también
se afectaron con las acciones del poder central. Tal fue el caso
con la fuerza de trabajo, elemento fundamental en la creación
de la infraestructura económica del país.

Caminos para la agricultura:


el régimen de prestaciones laborales

A pesar del tendido de los ferrocarriles en el Cibao du-


rante el último cuarto del siglo xix, a principios de la pasada
centuria la falta de caminos adecuados representaba aún un
gran obstáculo al desarrollo de la economía regional.22 Con

21
Para un análisis más detallado de los cambios en la estructura agraria, ver
el capítulo VI.
22
Para una evaluación de las comunicaciones internas hasta la década de
los treinta, ver Juan Ulises García Bonnelly, Las obras públicas en la Era
de Trujillo, 2 tomos (Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1955), 2:
273-94; y Orlando Inoa, Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo
(Santo Domingo: Librería La Trinitaria e Instituto del Libro, 1994),
360 Pedro L. San Miguel

frecuencia, comunes tan cercanas como Santiago y Moca veían


reducir su intercambio por lo inadecuado de los caminos que
las comunicaban; a finales de 1901 se hacían gestiones para
«hacer carretero» el camino entre dichos municipios.23 En ese
mismo año, varios vecinos de Navarrete solicitaron al Ayunta-
miento de Santiago que se abriese un camino carretero entre
ese caserío y la estación del ferrocarril, por lo «indirecto e in-
adecuado» del existente, empeorado por la creciente de un
arroyo cercano. Dicha petición fue reiterada meses más tarde
por Ramón Asencio «a nombre del gremio comercial del case-
río de Navarrete».24 La mayoría de los caminos eran inadecua-
dos para el uso de carretas, permitiendo a lo sumo el paso de
animales. Todavía para finales de la década de los treinta los
habitantes de muchas de las secciones rurales cercanas a la ciu-
dad de Santiago tenían que «sacar sus frutos a lomo de animal
por no haber tráfico para vehículos por el mal estado de estos
caminos».25 Los terrenos pantanosos, la existencia de nume-
rosos ríos y quebradas, además de la topografía, dificultaban
el transporte y las comunicaciones; igualmente hacían más
laboriosas la construcción y la conservación de los caminos.26
Frecuentemente, muchos de los adelantos logrados a costa
de infatigables esfuerzos eran cancelados por los embates de
la naturaleza. Así, en 1910 se hacía referencia a un temporal,
ocurrido en noviembre de 1909, que había echado a perder las
principales arterias de comunicación de Santiago.27
Para los comerciantes establecidos en Santiago, era vital
mantener comunicación con las ciudades costeras de Puer-
to Plata y Monte Cristi; igualmente importante resultaba

108-13. García Bonnelly también resalta la fragmentación política que


propiciaba el lamentable estado de los caminos y las carreteras.
23
BM, 14: 375 (22 enero 1902), 1.
24
BM, 14: 376 (30 enero 1902), 3; y 14: 380 (21 marzo 1902), 6.
25
AGN, GS, 1939, Leg. 7, 11 febrero 1939.
26
BM, 17: 434 (8 noviembre 1904), 4; y 29: 984 (22 abril 1918), 6.
27
BM, 23: 637 (27 julio 1910).
Los campesinos del Cibao 361

mantener acceso a las diversas secciones rurales de donde


provenían los frutos de la tierra. En palabras del síndico de
Santiago en 1910:

...no podemos permitir por más tiempo que el pro-


ductor no pueda... traer sus frutos al mercado por el
mal estado de los caminos, o que tenga que emplear
doble tiempo del que necesita cuando lo hace...28

En vista de que el mal estado de los caminos constituía un


serio obstáculo al transporte de los productos agrícolas, la su-
peración de esta limitación se convirtió en una de las metas
primordiales de las élites comerciales cibaeñas. A este propósi-
to, se recurría a los organismos de poder local y regional para
que contribuyesen a solventar dicho problema. En 1903, con
el auspicio del Ayuntamiento de Santiago, se hacían esfuerzos
por construir un camino hacia Puerto Plata, pasando por la
sección de Pedro García, localizada al norte de la ciudad de
Santiago.29 Pero en ocasiones los esfuerzos de las comunes no
bastaban y se recurría al poder central. En 1915, cuando el
Ayuntamiento de Monte Cristi solicitó al de Santiago su coo-
peración para hacer transitable la carretera entre ambos muni-
cipios, este último contestó que se dirigiría al Poder Ejecutivo
en busca de apoyo. Y, en efecto, días más tarde se recibió una
comunicación del presidente de la República en que se or-
denaba al secretario de Fomento su gestión en la reparación
de dicha carretera.30 Sin embargo, las solicitudes de los ayun-
tamientos no siempre obtenían resultados tan favorables. En
junio de 1903 se pidió al gobierno central que se destinase a
carreteras en Santiago el producto del impuesto de las loterías

28
BM, 22: 626 (5 marzo 1910).
29
BM, 15: 403 (9 mayo 1903), 3. Todavía en 1918 se seguía trabajando en
este proyecto. BM, 29: 988 (25 mayo 1918), 8.
30
BM, 26: 825 (23 marzo 1915), 4; 26: 831 (22 abril 1915), 2; y 26: 834
(6 mayo 1915), 2.
362 Pedro L. San Miguel

locales. El ministro de Interior y Policía contestó, empero, que


no se podía acceder a tal petición ya que dicho impuesto había
sido destinado a otros fines.31 En otras palabras, la debilidad
financiera del Estado limitaba su papel en la construcción y el
mantenimiento de la red vial del país.
No debe extrañamos, entonces, que a principios de la cen-
turia, gran parte de la responsabilidad en el mantenimiento
de los caminos continuase recayendo directamente sobre la
ciudadanía. A veces, algún potentado local tomaba la inicia-
tiva en la construcción o la mejora de los caminos. En 1918,
pongamos por caso, el Ayuntamiento de Santiago reembolsó
RD$144.90 a Nicolás de Peña, quien obviamente no era un
mero campesino, por los gastos en que incurrió en la mejo-
ra del camino de Jacagua.32 Pero, a menudo, las iniciativas en
tal sentido provenían de los vecinos de las diversas secciones
rurales, interesados en mantener los caminos en condiciones
transitables. Por ejemplo, en 1904 los residentes de Pontezuela
manifestaron su deseo de cooperar en la desecación de unos
pantanos que afectaban el camino entre Tamboril y la ciudad
de Santiago. En tales ocasiones, los habitantes del campo po-
dían organizar «juntas de trabajo» para laborar en los caminos
locales; o se podían hacer colectas de dinero para sufragar los
gastos de las obras.33
Fue el campesinado quien a la larga cargó con el peso en
la construcción de los caminos. En efecto, la Ley de caminos
autorizó a los ayuntamientos a utilizar a la población mascu-
lina en la construcción y la reparación de las vías de comuni-
cación. Esta ley, aprobada en marzo de 1907, formó parte de
un abarcador programa de obras públicas iniciado, bajo tutela

31
BM, 16: 406 (6 agosto 1903), 4; y 16: 408 (17 noviembre 1903), 3.
32
BM, 29: 978 (30 enero 1918), 1-2.
33
BM, 17: 434 (8 noviembre 1904), 4; y 27: 866 (4 octubre 1915), 4.
Los campesinos del Cibao 363

estadounidense, durante la presidencia de Ramón Cáceres.34


De acuerdo con la misma, todo hombre entre las edades de 18
a 60 años estaba obligado a realizar «prestaciones personales»
un día por trimestre. Aunque la ley se enmendó en los años
siguientes, su fundamento (esto es, el trabajo forzoso en las
carreteras y los caminos) permaneció inalterado hasta la déca-
da de los veinte. Varias de las enmiendas a la ley impusieron
condiciones más severas aún. Según la ley original, los «pres-
tatarios» podían librarse del trabajo compulsorio pagando 25
centavos por cada día de servicio (esto es, un peso anualmen-
te). En 1918, el Gobierno de ocupación aumentó este pago
a dos pesos por año. De igual manera, la enmienda de 1918
estableció que, a requerimiento del inspector de Caminos, los
prestatarios tendrían que rendir cuatro días de trabajo conse-
cutivos. Esta provisión se apartaba del espíritu original de la
ley, la cual obligaba a los prestatarios a trabajar solo un día por
trimestre.35
Durante sus primeros años de existencia, las autoridades
confrontaron serios problemas en hacer cumplir la ley, no solo
en lograr que la población cumpliese con las prestaciones en
trabajo sino, también, en que pagase el impuesto de exonera-
ción. Hasta entonces, tanto las autoridades municipales como
las provinciales habían sido incapaces de implantar de lleno la
ley. Por ejemplo, para aplicar la ley, la Gobernación de Santia-
go consideró necesario realizar un empadronamiento de los
hombres de la provincia;36 sin embargo, no hay indicios de que
se llevase a cabo. Ante la inefectividad de la Ley de caminos, los
trabajos continuaron dependiendo de los peones asalariados y
no tanto del sistema de prestaciones en trabajo. A pesar de que
los prestatarios laborasen en las carreteras, su disponibilidad

34
Inoa, Estado y campesinos, 111-15; y Bruce J. Calder, The Impact of Interven-
tion: The Dominican Republic during the U.S. Occupation of 1916-1924 (Aus-
tin: University of Texas Press, 1984), 49.
35
BM, 21: 593 (10 septiembre 1908), 1-2; y 29: 1001 (11 octubre 1918), 1.
36
BM, 21: 594 (29 septiembre 1908), 3.
364 Pedro L. San Miguel

para trabajar dependía, en gran medida, de la influencia de


los notables locales entre el campesinado más que de la coac-
ción directa de las autoridades estatales. Debemos suponer que
gracias a su influencia y a algún incentivo económico, como el
pago de las comidas diarias, estos miembros de la élite rural
podían lograr la movilización de los prestatarios. Aunque las
órdenes al respecto pudiesen originarse en el poder municipal
o estatal, sobre estos notables locales recaía la responsabilidad
inmediata de reclutar a los prestatarios y hasta de organizar los
trabajos. Los alcaldes pedáneos, usualmente pertenecientes a la
élite campesina, jugaron un papel central en tal sentido; otras
veces era un gran propietario quien asumía tal encomienda. J.
A. Bermúdez, un importante hacendado de Santiago, gestionó
en 1912 la cooperación de los vecinos de El Ingenio y áreas
aledañas, ya fuese en trabajo o en dinero, para acondicionar los
caminos de la sección.37
A partir de 1911 se renovaron los esfuerzos por aplicar el
impuesto de caminos; sin embargo, tanto por desidia como
por las dificultades envueltas, tales intentos fueron poco fruc-
tíferos.38 Aparte de los problemas burocráticos, uno de los
obstáculos en la implantación de la Ley de caminos fue la re-
sistencia que esta confrontó. Para Teodoro N. Gómez, quien
estaba a cargo de la recaudación del impuesto de caminos,
la aplicación de la ley se convirtió en un verdadero rompeca-
bezas cuando varios hombres rehusaron pagar el impuesto y
además se negaron a trabajar.39 Esta renuencia tanto a tributar
como a laborar era frecuente. En otras ocasiones, cuando los
prestatarios alegaban estar disponibles para trabajar, no había
ninguna vía en construcción, siendo innecesarios sus servicios
en ese momento. Y aunque a veces ocurriese así efectivamente,
hay indicios de que este alegato era uno de los subterfugios

37
BM, 19: 528 (22 enero 1907), 1; 20: 578 (22 febrero 1908), 2; 27: 842 (3
junio 1915), 3; y 24: 714 (lro julio 1912), 4.
38
BM, 24: 676 (5 julio 1911), 4; y 28: 924 (22 noviembre 1916), 2.
39
BM, 24: 679 (10 agosto 1911), 4.
Los campesinos del Cibao 365

usados por los campesinos para evadir el trabajo compulsorio.


El 7 de noviembre de 1911, por ejemplo, el recaudador del
impuesto notificó al ayuntamiento:

...hace unos 15 días que el cobro se ha hecho imposi-


ble, porque todo el mundo dice que quieren ver co-
menzados el arreglo de los caminos, unos para traba-
jar personalmente... y otros para ver que se están in-
virtiendo los fondos en lo que la Ley lo determina…40

No fue sino hasta el período de la ocupación estadouniden-


se de la República Dominicana (1916-24) cuando comenzó a
implantarse de manera más efectiva la Ley de caminos. Al res-
pecto, hubo una coincidencia entre los esfuerzos de los gru-
pos dominantes a nivel regional y los planes del Gobierno de
intervención. Así, en 1917, justo cuando el Gobierno Militar
diseñaba un programa para ampliar la red de carreteras a ni-
vel nacional, la Asociación de Agricultores y Ganaderos, una
organización de hacendados, solicitó a las autoridades de la
provincia una postura más enérgica en la aplicación de la ley.41
Los sectores dominantes del Cibao trataron, en la medida de
lo posible, de que los planes del poder central coincidiesen
con los suyos; tal fue el caso, por ejemplo, con la construcción
de la carretera a Puerto Plata, obra de primordial interés para
los sectores comerciales.42 A tono con las nuevas posibilidades,
el regidor del Ayuntamiento de Santiago, José Pichardo y Pi-
chardo, propuso establecer una política discriminatoria en la
aplicación de la ley, de manera que el grueso del trabajo reca-
yese sobre las masas campesinas. Según él, la cuota de exone-
ración debía recaudarse solamente entre la población urbana,
mientras que a los campesinos debía exigírseles los cuatro días

40
BM, 24: 690 (9 diciembre 1911), 3. He mantenido la grafía original.
41
Calder, The Impact of Intervention, 49-54; y BM, 28: 948 (9 junio 1917), 4-5.
42
BM, 29: 999 (14 septiembre 1918), 13-17; y 29: 1003 (20 octubre 1918), 6-7.
366 Pedro L. San Miguel

de prestaciones laborales requeridos por la ley.43 Aunque no


hay prueba directa sobre si se adoptó esta sugerencia, existen
claros indicios de que, a partir de entonces, las autoridades
asumieron una posición mucho más estricta en la imposición
de la Ley de caminos. Los informes al Ayuntamiento sobre los
trabajos efectuados son uno de esos indicios; las noticias sobre
la oposición a la ley resultan igualmente elocuentes.
Efectivamente, en los meses siguientes, las noticias sobre la
resistencia a la ley comenzaron a abrumar a las autoridades.
En octubre y noviembre de 1917, Gregorio Rozón, Pedro E.
Núñez, Carlos Biery [sic.], Felipe Lantigua, Saint Hilaire Faint,
Gregorio Santana y Félix Domínguez fueron juzgados por in-
fracción a la Ley de caminos, siendo condenados a prisión y a
pagar cuatro pesos de multa.44 Aunque tanto los sectores urba-
nos como los habitantes del campo se opusieron a la ley, en la
ruralía la resistencia fue mucho más notable. Manuel de Jesús
Lluveres, el inspector de Caminos, informó que en el año de
1917 muchos prestatarios no rindieron sus servicios, «especial-
mente en el campo, donde uno puede contar por cientos los
que rehusaron matricularse, evadiendo el pago del peso [de
exoneración], o el trabajo».45 Este, de hecho, se convirtió en
un problema endémico. En abril de 1918, el tesorero munici-
pal de Santiago estimó que por lo menos 1,777 individuos no
acataron la ley; probablemente, esta cifra representaba cerca
de un 10% del total de hombres que debían cumplirla.46 En
otro momento, el síndico informó a los regidores municipales
que solo 1,600 personas se habían matriculado para trabajar
y que la recaudación del impuesto apenas alcanzó 3,500 pesos.

43
BM, 28: 948 (9 junio 1917), 4-5.
44
BM, 29: 972 (8 diciembre 1917), 8; y 29: 986 (11 mayo 1918), 8.
45
BM, 29: 978 (30 enero 1918), 4.
46
Este porciento se ha calculado a partir de la población masculina rural de
16-60 años. Ver «Censo rural de la Común de Santiago...», BM, 29: 1029
(23 junio 1919); y Primer censo nacional de República Dominicana, 1920, 2da
ed. (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1975).
Los campesinos del Cibao 367

Según él, estas cifras estaban muy alejadas del número de


hombres que debían cumplir con la ley.47 De acuerdo con mis
cálculos, estas cifras representan un grado de evasión de más
del 80%.
¿Cuáles fueron las razones específicas para la oposición del
campesinado a la Ley de caminos? A pesar de que la poca in-
formación sobre el particular impide contestar esta pregunta
cabalmente, existen indicios sobre algunas de las insatisfaccio-
nes de los campesinos. En primer lugar, esta ley contenía un
elemento relativamente nuevo en la República Dominicana:
un sistema estatal de trabajo compulsorio. Anteriormente, el
campesinado había padecido diversos tipos de exacción por
parte del Estado. Tal era el caso de las confiscaciones y las levas
que el campesino dominicano sufrió durante las guerras civiles
que aquejaron al país durante el siglo xix y a principios del xx.48
A pesar de resultar humana y económicamente onerosos, el
reclutamiento militar y las confiscaciones carecían de la regu-
laridad impuesta por el sistema de prestaciones exigidas por la
Ley de caminos. Durante las postrimerías del siglo xix se intentó
establecer un sistema de prestaciones laborales con el fin de
mejorar las vías de comunicación del país. Sin embargo, estos
intentos no crearon un régimen estable de trabajo compul-
sorio.49 Es decir, debido a la aplicación de la Ley de caminos
comenzó a generalizarse en el país una forma adicional de ex-
plotación del campesinado; precisamente la innovación con-
tribuyó a crear su malestar.
En segundo lugar, no eran solamente las características ge-
nerales de la ley lo que incomodaba a los campesinos; su apli-
cación en concreto por parte de las autoridades y las priorida-
des establecidas por ellas también causaban descontento entre

47
BM, 29: 987 (21 mayo 1918), 6; y 30: 1054 (15 diciembre 1920), 8.
48
Una de las mejores descripciones al respecto se encuentra en la novela
de Juan Bosch, La mañosa, 10ma ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega,
1982).
49
Rodríguez Demorizi, Papeles de Bonó, 206-17.
368 Pedro L. San Miguel

el campesinado. El desasosiego de los campesinos comenzaba


con los registros a que eran sometidos para determinar si lle-
vaban consigo la «cédula de rescate», esto es, el certificado que
garantizaba su cumplimiento con la ley.50 Las quejas aumenta-
ban cuando los residentes de un municipio, por no contar con
dicho documento mientras se encontraban en otra común,
eran obligados a inscribirse nuevamente como prestatarios en
el municipio donde habían sido aprehendidos sin su cédula.51
Las condiciones de trabajo eran, también, causa de malestar
entre los prestatarios. De acuerdo con la enmienda a la ley de
1918, los prestatarios debían pagar 50 centavos para eximirse
de un día de trabajo. Sin embargo, cuando laboraban en los
caminos, la partida asignada para su alimentación apenas su-
maba 10 centavos diarios. El pago en metálico del impuesto
de caminos, un tipo de tributación directa que engrosaba las
arcas del Estado y de los Ayuntamientos, fue otra forma de
exacción a que quedó sometida la población. Además, el im-
puesto de exoneración era verdaderamente oneroso para un
gran número de campesinos. En 1918, con dos pesos se podía
comprar un ternero o un cerdo pequeño, lo que para muchos
campesinos no era una inversión insignificante.52 Aunque una
buena parte de los afectados pagaba la cuota de exoneración,
muchos optaban por trabajar en vez de pagar dicho impuesto,
especialmente los habitantes de la ruralía.53
Las respectivas prioridades de las autoridades y de la élite
urbana, por un lado, y las de los habitantes del campo, por
el otro, también eran una fuente de conflictos. Mientras que
los primeros preferían la mejora de las carreteras principa-
les, para los últimos la prioridad residía en la apertura y la
reparación de los caminos rurales, los que ofrecían salida a

50
BM, 29: 989 (8 junio 1918), 3.
51
BM, 29: 992 (30 junio 1918), 5.
52
BM, 30: 1055 (31 diciembre 1920), 21. Estos precios fueron obtenidos de un
inventario localizado en: ANJR, PN: JMV, 1918, t. 1, anejo entre fs. 9v-10.
53
BM, 31: 1069 (30 junio 1921), 5.
Los campesinos del Cibao 369

sus productos agrícolas. En 1918, por ejemplo, el Inspector


de Caminos notificó al síndico de Santiago que varios alcaldes
pedáneos habían solicitado el arreglo de las vías en sus res-
pectivas secciones rurales. Añadió que los pedáneos se veían
imposibilitados de emplear el servicio de prestaciones ya que
los habitantes de esas secciones, por haber cumplido con lo
exigido por la ley, se negaban a trabajar gratuitamente. A pesar
de haber varios caminos obstruidos, no se tomaron medidas
concretas para resolver tal situación, aparte de hacer una vaga
recomendación al inspector, debido a que la reparación de
dichas vías no estaba prevista en los planes del Ayuntamien-
to.54 Para los campesinos, mantener los caminos que permitían
la salida de sus productos tenía un significado más inmediato
que el establecimiento de un sistema de carreteras en gran
escala. Resulta, pues, totalmente comprensible la petición de
los vecinos de Palo Alto, quienes en abril de 1918 pedían que
se hiciese «transitable siquiera para animales» el camino a San-
tiago; para ellos, la imposibilidad de llevar sus productos a la
ciudad conllevaba la pérdida de las cosechas.55
En ocasiones, los habitantes de una sección rural se nega-
ban rotundamente a trabajar en otros lugares. Así, en 1923,
la Junta Pro Camino Carretero de El Limón se opuso al em-
pleo de los prestatarios de esa sección en los trabajos de la
sección de El Túnel.56 Esta última queda en el tramo de la ca-
rretera, entonces en construcción, de Santiago a Puerto Plata.
Obviamente, para las autoridades y para la élite mercantil de
Santiago, terminar la carretera a Puerto Plata era prioritario;
los residentes de El Limón tenían otra visión de las cosas. Ade-
más, cumplir con el requisito de trabajo impuesto por la Ley
de caminos a menudo conllevaba esfuerzos y sacrificios que las
autoridades solían pasar por alto. Tal era el caso con el tiempo

54
BM, 29: 984 (22 abril 1918), 5-6.
55
BM, 29: 987 (21 mayo 1918), 6.
56
BM, 32: 1114 (13 abril 1923), 5.
370 Pedro L. San Miguel

y la energía consumidos en el ir y venir a los lugares de traba-


jo designados por las autoridades. Aunque la mayoría de las
veces la ejecución de las labores se asignaba a los prestatarios
de las áreas cercanas, no había garantía de que esto ocurriese
así siempre. En fin, la insensibilidad de las autoridades ante
las implicaciones específicas de la ley sobre la vida y las condi-
ciones de trabajo de los campesinos sometidos al servicio de
prestaciones resaltaba su naturaleza opresiva.57
Los términos de la ley se hicieron más agobiantes durante la
crisis económica de comienzos de la década de los veinte. La
fuerte sequía que afectó al Cibao, junto a la depresión de los
precios de los frutos de exportación, produjo una crisis gene-
ral; tan amplia fue la misma que todavía en 1927 se hacía alu-
sión al «desequilibrio del año 1920».58 En un informe de 1922,
uno de los regidores del Ayuntamiento de Santiago expresó
que la mayoría de los campesinos de la común estaban aban-
donando sus hogares, «buscando otros lugares donde puedan
conseguir el sustento». Ante las condiciones prevalecientes, se
argumentó que era necesario reducir en un 50 por ciento tan-
to el impuesto de caminos como el impuesto territorial; ade-
más, se sugirió al Gobierno Militar que abrogase el «servicio
prestatario».59 El Gobierno de ocupación, ante la oposición a
la Ley de caminos, suspendió su aplicación temporeramente en
1919, aunque fue restablecida en 1920.60 Frente al incumpli-

57
Es nuevamente Juan Bosch quien nos ha dejado, en su obra narrativa, un
vívido testimonio del enfurecimiento de los campesinos con el trabajo
obligatorio en los caminos. Ver su cuento «Forzados», en Camino Real,
3ra ed. (Santo Domingo: Alfa & Omega, 1983), 47-52.
58
CCS, [Carta de varios propietarios de Santiago al secretario de Estado de
Hacienda y Comercio sobre el Impuesto Territorial], 24 de noviembre
de 1927.
59
BM, 32: 1106 (10 febrero 1923), 6.
60
AHS, Memoria que al Honorable Ayuntamiento de Santiago presenta el Regidor
C. Sully Bonnelly en su calidad de Presidente de la Corporación correspondiente
al año 1920 (Santiago: Imprenta C. Sully Bonnelly Hijo & Co., 1921), 14.
La abolición del impuesto de caminos se decretó en la «Orden Ejecutiva
No. 285». BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 47.
Los campesinos del Cibao 371

miento generalizado, las autoridades trataron de disuadir a los


infractores, por medio de anuncios de prensa, para que aca-
tasen la ley.61 Sin embargo, la crisis económica impuso límites
adicionales a la efectividad de la Ley de caminos.
Junto a la resistencia del campesinado, la crisis obligó al Go-
bierno Militar a contemporizar y a realizar algunos cambios en
la ley; los problemas fiscales que padecía el Gobierno fueron,
seguramente, factores adicionales en impulsar esta reforma.62
De cualquier manera, en 1923 el impuesto de caminos se re-
dujo a un peso. Esta enmienda trajo algún alivio a los campe-
sinos, a pesar de que eliminó la opción de trabajar; es decir,
al suprimir el sistema de prestaciones laborales, el impuesto
de caminos se convirtió exclusivamente en una tasa moneta-
ria. Aunque, en principio, la disminución del impuesto en un
cien por ciento favoreció a los sectores rurales, en la práctica
amplios sectores del campesinado se afectaron negativamente.
Este cambio debió resultar particularmente desfavorable para
los campesinos más pobres, quienes, por contar con menos re-
cursos, seguramente solían laborar para cumplir con la ley. La
difícil coyuntura económica en la década de los veinte hacía
más dificultoso el pago del impuesto. Al contraerse los precios
y al disminuir el cultivo de las tierras por la sequía existente,
se redujeron igualmente las posibilidades de trabajo de los
campesinos. La oferta de empleo era tan limitada que, cuando
surgía alguna oportunidad de trabajo, aparecían candidatos
en exceso.63
Los planes del Gobierno para construir una red nacional de
carreteras y para mejorar las principales vías de comunicación
a nivel regional también influyeron en la decisión de mone-
tizar el impuesto de caminos, eliminando las prestaciones en
trabajo. Esta alteración en la Ley de caminos propició una mayor

61
BM, 30: 1054 (15 diciembre 1920), 8.
62
Calder, The Impact of Intervention, 77-81.
63
BM, 33: 1151 (20 febrero 1925), 28-9.
372 Pedro L. San Miguel

concentración de recursos en la construcción y la reparación


de los caminos y las carreteras que las autoridades considera-
ban más importantes. Las dificultades en aunar contingentes
adecuados de trabajadores habían aquejado constantemente
al programa de obras públicas del Gobierno Militar.64 En
consecuencia, el cobro en efectivo permitía la asignación
de partidas presupuestarias para la contratación de peones,
en vez de tener que depender de los prestatarios, reacios, la
mayoría de las veces, a cumplir cabalmente con las exigencias
laborales impuestas por las autoridades. En junio de 1924,
después de la monetización del impuesto de caminos, se soli-
citaron 100 peones para trabajar en el camino de San José de
las Matas, presentándose muchos más de los requeridos; ante
tal situación, se esperaba aumentar a 150 el número de traba-
jadores contratados.65 Igualmente, parece que la satisfacción
del impuesto de caminos en dinero contribuyó a aumentar la
eficiencia en la administración de la ley. A pesar de reconocer
su impopularidad, uno de los miembros del concejo munici-
pal de Santiago señalaba, en tono favorable, que en 1927 la
recaudación había ascendido a 11,457 pesos.66
Las nuevas condiciones existentes a partir de la enmienda
a la Ley de caminos no terminaron las discrepancias entre los
campesinos y las autoridades. En primer lugar, el interés de
los campesinos en dar mantenimiento a los caminos vecinales
continuó estando en contradicción con las prioridades de los
organismos gubernamentales. A finales de la década de
los veinte, el gobernador de la provincia de Santiago seña-
laba que los caminos vecinales se encontraban en completo
abandono debido a que los fondos provenientes del impues-
to de caminos se habían empleado en la apertura y el mante-

64
Sobre la construcción del sistema de carreteras, ver Cassá, Historia social
y económica, 2: 219-23; y Calder, The Impact of Intervention, 49-54.
65
BM, 33: 1151 (20 febrero 1925), 28-9.
66
BM, 36: 1191 (25 junio 1928), 10-11.
Los campesinos del Cibao 373

nimiento de los «caminos carreteros».67 En segundo lugar, las


autoridades siguieron insistiendo en que el impuesto, según
establecía la enmienda, fuese satisfecho en efectivo y no en
trabajo. Así, en mayo de 1923, vecinos de Canabacoa, Areno-
so, Colorado y Licey solicitaron al Ayuntamiento los servicios
de los prestatarios de esas secciones para la reparación de la
carretera de Moca a Santiago. Sin embargo, el Ayuntamiento
se negó, alegando que el sistema de prestaciones había sido
eliminado y que el impuesto debía pagarse en dinero.68 Para
contravenir esta disposición de la ley, a veces los campesinos
reclamaban que ya habían trabajado en un proyecto deter-
minado, y por consiguiente, rehusaban pagar el impuesto.
Ya que el trabajo era un hecho consumado, ante situaciones
como esta, las autoridades solían aceptar tales alegaciones y
eximir a los campesinos del pago del impuesto. Al menos tal
fue el caso de algunos vecinos de Salamanca, quienes se ne-
garon a pagar el impuesto arguyendo que habían reparado
el camino del Alto de Ana Luisa; a pesar de sus reservas, las
autoridades de Santiago aceptaron esta alegación.69
Aunque con altibajos, entre el año de su aprobación (1907)
y mediados de la década de los veinte, el impuesto de caminos
adquirió vigencia, pagado en efectivo o rendido en trabajo, con-
virtiéndose en un elemento más de presión sobre la población ru-
ral. Las dificultades de las autoridades en implantar dicho sistema
tuvieron dos fuentes principales. Primero, las mismas limitaciones
de los organismos estatales y, en segundo lugar, la oposición de la
población, sobre todo de los sectores campesinos, a las exigencias
del poder. En medio de la crisis económica de la década de los
veinte, la evasión contributiva del campesinado fue, en sí misma,
un elemento debilitante del Gobierno estadounidense de ocupa-
ción. Dado que los sectores dominantes pretendieron que el peso

67
AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.
68
BM, 33: 1117 (2 mayo 1923), 11-2.
69
BM, 33: 1150 (20 enero 1925), 49-50.
374 Pedro L. San Miguel

de la ley recayese sobre la población rural, la resistencia a ella fue


particularmente enérgica en el campo. Este ha sido un factor que
siempre ha constreñido las posibilidades del poder estatal en el
Tercer Mundo.70 Al negarse a aceptar sin más ni más los dictados
del poder central, el campesinado dominicano contribuyó a re-
definir el alcance de las disposiciones estatales, aminorando en
alguna medida los rigores de la explotación.
La Ley de caminos inauguró nuevas exigencias estatales sobre
la fuerza de trabajo y las rentas del campesinado. En tal sen-
tido, el régimen intervencionista jugó un papel fundamental.
No obstante, bajo el trujillato (1930-61) este control alcanzaría
sus grados más altos. Como es conocido, el dictador Rafael L.
Trujillo basó muchos de los proyectos estatales y de sus pro-
pias empresas en la explotación del campesinado. Una de las
principales formas de explotación del campesinado durante el
trujillato fue el uso de su fuerza laboral en las obras públicas.
En este sentido, el dictador continuó una política que, como
he señalado, se inició anteriormente. Sin embargo, el fortale-
cimiento del Estado le permitió racionalizar el uso de la fuer-
za de trabajo del campesinado y poner en vigor un programa
sistemático de obras públicas. Entre otras cosas, el Gobierno
diseñó un abarcador programa de riego que, en gran medida,
descansó sobre los hombros de los campesinos.

Más caminos... y agua también:


prestaciones y canales de riego

El empleo de los campesinos como prestatarios declinó a par-


tir de 1923. Sin embargo, había quienes reclamaban el restable-
cimiento del «antiguo sistema de las prestaciones».71 Así, en la

70
James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance
(New Haven: Yale University Press, 1985), 31.
71
AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.
Los campesinos del Cibao 375

primera mitad de la década siguiente se continuó con el empleo


de prestatarios en las obras públicas; al menos tal fue el caso
con varios de los caminos reparados en Santiago en esos años.72
A mediados de la década, esta tendencia aumentó cuando Tru-
jillo restableció enérgicamente el empleo de los prestatarios.
La puesta en práctica de tal medida tenía como fin dinamizar
el programa de construcciones y obras públicas del régimen.
Este vasto programa pretendía dotar al país de la infraestructura
necesaria para el pleno desarrollo de su potencial productivo,
especialmente de su sector agrícola, puntal de la economía na-
cional. A tal efecto, se diseñó un ambicioso plan que abarcaba,
entre otras cosas, la extensión de las vías de comunicación inter-
nas, la ampliación de los sistemas de riego, la construcción de
muelles y puertos, y el rediseño urbanístico.73 Siguiendo estas
pautas, en noviembre de 1935 Trujillo ordenó al gobernador de
la provincia de Santiago que estableciese un plan para la cons-
trucción de carreteras, caminos y canales de riego; las obras de
mayor urgencia debían iniciarse inmediatamente. Este plan se
pondría en vigor usando «el valioso concurso de la prestación
de trabajo», esto es, el trabajo obligatorio de la población civil,
sobre todo de los campesinos.74
El trabajo compulsorio permitió al Estado trujillista comple-
tar la red de carreteras nacionales iniciada entre 1916-24 por el
gobierno de ocupación.75 Asimismo, el uso de los prestatarios
continuó desempeñando un papel central en la extensión y el

72
AGN, GS, 1934, Leg. 5, 1ro agosto 1934.
73
Inoa, Estado y campesinos, 105-52; y García Bonnelly, Las obras públicas, es-
pecialmente el tomo segundo. Aunque informativa, esta obra es apologé-
tica del régimen trujillista. Ver, también: Pablo A. Maríñez, Agroindustria,
Estado y clases sociales en la Era de Trujillo (1935-1960) (Santo Domingo:
Fundación Cultural Dominicana, 1993).
74
AGN, GS, 1935, Exp. 5, 28 noviembre 1935; e Inoa, Estado y campesinos,
105-52.
75
Roberto Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista en la República Domini-
cana (Desde los orígenes hasta 1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural
Dominicana, 1990), 353, n. 22.
376 Pedro L. San Miguel

mantenimiento de los caminos vecinales y de las carreteras mu-


nicipales y provinciales. En agosto de 1936, el gobernador de
Santiago, Manuel Batlle, envió una circular a los alcaldes pedá-
neos de Matanzas, Palo Amarillo, La Jagua, Los Ciruelos, Cas-
tillo, San José Adentro, Angostura y Baitoa ordenándoles que
movilizaran a los habitantes de sus respectivas secciones para
la reparación de la carretera Baitoa-Santiago. Según el funcio-
nario, esa carretera era necesaria «para que [los agricultores]
puedan traer sus cosechas con la mayor facilidad a la Ciudad».76
El número de prestatarios que laboraban en estos proyectos au-
mentó sustancialmente bajo el régimen dictatorial. El alcalde
pedáneo de La Herradura, una sección rural de Santiago, in-
formó al síndico municipal que solo el día 2 de mayo de 1936
habían concurrido a los trabajos de la carretera entre esa sec-
ción y El Naranjo 1,070 prestatarios.77 En el segundo semestre
de 1938 asistieron a los trabajos de caminos del municipio de
Jánico cerca de 11,918 prestatarios (tabla 7.1). De acuerdo con
Orlando Inoa, el trabajo compulsorio de los campesinos abara-
tó significativamente el costo de construcción de las carreteras.78
Pero fue, ante todo, la construcción de sistemas de riego lo
que más impulsó el Gobierno en la provincia de Santiago. Este
era un antiguo anhelo de la élite santiaguera, que veía cómo
una parte sustancial de los terrenos de la provincia eran desa-
provechados por la escasez de agua; esto era así especialmente
en las tierras que daban hacia la Línea Noroeste. En la Memo-
ria del Ayuntamiento de Santiago correspondiente a 1918, se
señala la necesidad de aumentar la disponibilidad de agua en
Hato del Yaque, Hatillo de San Lorenzo y áreas aledañas, donde
las cosechas se perdían por la escasez del líquido. Por ende,
se propuso que se realizase un estudio sobre la posibilidad de
irrigar dichos terrenos a través de la perforación de pozos arte-

76
AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 12 agosto 1936.
77
AGN, GS, 1936, Leg. 6, Exp. 9, 3 mayo 1936.
78
Inoa, Estado y campesinos, 116.
Los campesinos del Cibao 377

sianos, y se aprobó un presupuesto de RD$4,000 para atender


tal proyecto.79 Durante la década de los veinte se había inicia-
do, de forma restringida, la construcción de canales de riego
en la provincia por empresarios particulares. En la común de
Valverde, por ejemplo, se construyó el Canal Mao-Gurabo.
Inicialmente este canal era de propiedad privada y contaba,
en 1930, con una capacidad de 960 litros por segundo. Poste-
riormente fue ampliado y mejorado por el Estado; en 1936 su
capacidad había aumentado a 5,000 litros y para la década de
los cincuenta alcanzaba los 8,000 litros por segundo.80

TABLA 7.1
PRESTATARIOS EN JÁNICO, 1938

Mes Prestatarios
Julio 325
Agosto 2,500
Septiembre 2,531
Octubre 2,402
Noviembre 2,070
Diciembre 2,090
TOTAL 11,918
Fuente: AGN, GS, 1939, Leg. 13, 30 diciembre 1938.

También hubo un auspicio estatal a la extensión del riego


en la provincia de Santiago, especialmente bajo la presidencia
de Horacio Vásquez. Pero la inestabilidad política del período,
unida a las enormes proporciones económicas de dicha obra,
impidieron su culminación.81 Hasta 1929 se hallaban irrigadas

79
AHS, Memoria que al Honorable Ayuntamiento de Santiago presenta el Regidor
Presidente Don C. Sully Bonnelly correspondiente al ejercicio del año 1918 (San-
tiago: Tipografía de J.M. Vila Morel, 1919), 15.
80
García Bonnelly, Las obras públicas, 2: 219. En esta obra hay una present-
ación de la política estatal de riego.
81
Inoa, Estado y campesinos, 126-27; AHS, Memoria del año 1918, 15; y AGN,
GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.
378 Pedro L. San Miguel

por este sistema apenas 1,900 tareas. Con la extensión del área
bajo riego en las secciones de Hato del Yaque y Los Almáci-
gos, se esperaba que dicha cifra aumentara, según cálculos
oficiales, a 22,000 tareas. Esta ampliación era indispensable,
de acuerdo con el gobernador de la provincia, para la vida
económica de Santiago y para la protección del «pequeño
propietario rural». Un obstáculo adicional para lograr tal fin
lo constituyó –en palabras del gobernador– la «imposibilidad
de obtener personal suficiente para poner en inmediatas con-
diciones productivas una extensión tan grande de terreno».82
En otras palabras, la falta de mano de obra representaba un
obstáculo en la construcción de un sistema de riego que per-
mitiese aumentar la capacidad agrícola de las tierras cibaeñas.
Fue el trabajo compulsorio lo que permitió la culminación de
este proyecto, tan ansiado por la élite de Santiago.83 Así, como
en tantos otros planes, la élite no pudo alcanzar su meta sino
hasta el advenimiento de la dictadura.
Siguiendo instrucciones emanadas directamente de la Pre-
sidencia de la República, el gobernador de la provincia de
Santiago solicitó a las autoridades rurales que enviaran a los
prestatarios de sus respectivas secciones a trabajar en el canal
La Herradura-Amina.84 En agosto de 1936, por ejemplo, el go-
bernador ordenó a los alcaldes pedáneos de Las Palomas, Las
Palomas Arriba, Sabaneta de Las Palomas, Limonal Abajo y
Limonal Arriba que enviaran, cada uno, de 25 a 30 hombres,
todos los viernes, a trabajar en el canal. Tal pedido se hizo
también a los alcaldes de Licey Arriba y Canca. En este caso,
el gobernador advirtió que se castigaría «de alguna manera»
a los que no cumpliesen con la orden.85 Dos meses más tarde,
el síndico de Peña informaba que el día 20 de octubre había
asistido a los trabajos de dicho canal acompañado de más de

82
AGN, GS, 1929, Leg. 4, 31 diciembre 1929.
83
Inoa, Estado y campesinos, 127-42.
84
Inoa, Estado y campesinos, 127-28.
85
AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 27 agosto 1936; y Leg. 4, 18 junio 1936.
Los campesinos del Cibao 379

700 prestatarios de esa común. Añadía en su comunicación


que todos los martes iban regularmente prestatarios de Peña a
laborar en esa obra. Por su parte, el síndico de San José de las
Matas había informado que en abril de ese mismo año habían
concurrido 818 hombres, de distintas secciones rurales de la
común, a la construcción del riego.86
Pese al uso de trabajadores asalariados en las obras públicas,
la evidencia disponible muestra la importancia del trabajo de
los prestatarios frente al de los jornaleros. En enero de 1939,
por ejemplo, se emplearon 8,199 trabajadores en las obras pú-
blicas en la provincia de Santiago, de los cuales cerca del 91
por ciento eran prestatarios. Casi siempre, los trabajadores a
jornal eran empleados en las ciudades, especialmente en San-
tiago. En ese mismo mes, todos los trabajadores que laboraron
en la capilla del cementerio y en el Parque Imbert (278 y 50,
respectivamente) eran jornaleros. Por el contrario, el grueso
de los prestatarios –campesinos en su mayoría– eran utilizados
en las áreas rurales, especialmente en los caminos vecinales,
en las carreteras intermunicipales y, por supuesto, en los ca-
nales de riego. Entre el 2 y el 17 de enero, cerca de 100 pres-
tatarios y 60 jornaleros trabajaron en el Camino de Naranjo.
En la construcción de las carreteras de Jánico, se emplearon
fundamentalmente a prestatarios; durante ese período, 1,477
prestatarios trabajaron en dichas carreteras.87
Las autoridades recurrieron a diversas estrategias para
atraerse a los campesinos, haciendo que cumpliesen con el
trabajo en las obras públicas. Se destacaron, por ejemplo, los
beneficios que acarrearía la mejora de los caminos, lo que
permitiría a los campesinos sacar sus cosechas a los centros

86
AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 31 octubre 1936; y Leg. 6, Exp. 9, 1ro
mayo 1936.
87
AGN, GS, 1939, Leg. 6, 20 enero 1939. Este expediente contiene varios
informes similares; todos muestran la misma tendencia, esto es, el uso
abrumador de los prestatarios en las obras públicas.
380 Pedro L. San Miguel

de expendio.88 Los funcionarios estatales encargados de la


organización de los trabajos públicos hasta intentaron calcar
prácticas típicas entre los sectores rurales como un medio para
lograr su aquiescencia al sistema de prestaciones. En efecto,
entre los campesinos era común que, de necesitarse el auxilio
de los allegados para realizar un trabajo –levantar una cosecha
o construir una casa, por ejemplo– el beneficiado supliese la
comida a los que brindaban su esfuerzo.89 Mientras se rendían
las prestaciones, se distribuían raciones de comida, posible-
mente siguiendo el patrón típico de las juntas de trabajo veci-
nales. Las raciones de comida, vistas por las autoridades como
un obsequio, eran acompañadas a veces por la distribución o
la rifa de otros bienes, como implementos agrícolas, ropa y
hasta pequeñas sumas de dinero.90 Más aún, aunque las racio-
nes distribuidas estaban muy lejos de ser «suculentas comidas»
–como las describe un documento oficial–, en ocasiones los
prestatarios pudieron lograr que cumpliesen algunos requisi-
tos mínimos. Así, en febrero de 1942, los prestatarios en la
carretera Zalaya-Sabana Iglesia se quejaron de que sus racio-
nes incluían casabe en vez de plátanos. En vista de la relativa
abundancia de estos, se ordenó a los encargados de dicha obra
que se satisficiese la exigencia de los trabajadores.91 Es proba-
ble que, en tiempos de extrema escasez, laborar por la comida
diaria o por minúsculos donativos pudiese atraer a los sectores
más empobrecidos del campesinado.92
Igualmente, se trataron de emplear elementos de la cultura
rural con el fin de hacer propaganda entre el campesinado

88
AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 12 agosto 1936.
89
R. Emilio Jiménez, Al amor del bohío: Tradiciones y costumbres dominicanas
[1927] (Santo Domingo: s.e., 1975), 76-9.
90
Inoa, Estado y campesinos, 131 y 141; y AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 13, s.f.
Para otros ejemplos, ver Orlando Inoa, «Trabajo prestatario y agricultura
de riego: El trabajo forzado del campesinado al inicio de la Era de Tru-
jillo», Última Hora (23 mayo 1992), 16-7.
91
AGN, GS, 1942, Leg. 152, 2 febrero 1942.
92
Para ejemplos en otro contexto: Scott, Weapons of the Weak, 12 y 93.
Los campesinos del Cibao 381

sobre los proyectos del Gobierno, de forma especial en pro


de los trabajos del riego. Eulogio García, alias «Coquito», pro-
clamado «compositor popular», era transportado en tren a
través del Cibao; en sus paradas, se reunía a la población y se
leían décimas a favor del régimen.93 Estas actividades, de tono
festivo, tenían el propósito de exaltar los ánimos, creando un
ambiente positivo en torno a los planes del gobierno. En su
visita a Altamira, en septiembre de 1936, «Coquito» instó a los
vecinos a participar en una «fiesta en Hatillo San Lorenzo la
cual se celebrará con el pico y la pala, en la gigantesca Obra de
Riego». Con optimismo, esperaba poder lograr la movilización
de al menos 1,000 hombres, que debían ser transportados en
el ferrocarril; se hacían «los preparativos para pasar tres dias
allá».94 Como muestra este ejemplo, en su búsqueda de apoyo,
el régimen trujillista empleó la cultura popular como un me-
dio de penetrar entre el campesinado, buscando aceptación
para sus proyectos.
Estos intentos de ampliar su hegemonía en el campo no im-
pidieron en absoluto la oposición a tales planes. Para muchos
campesinos, la comida, los regalos y los premios no constituían
ningún incentivo, material ni moral, y, en consecuencia, se ne-
gaban «al trabajo disiendo que ello no Van aganar ninguna Ra-
ción». A José Díaz, el alcalde pedáneo de su sección fue a con-
minarlo a trabajar bajo tales condiciones; el interpelado «dijo
que nian atrujillo yva el atrabajarle».95 Como sucedió cuando
se implantó por primera vez, el trabajo forzoso enfrentó una
intensa resistencia entre el campesinado. Ya en 1934 el síndi-
co de Peña se quejaba ante la Gobernación Provincial porque
los prestatarios de Monte Adentro se negaban a laborar en la
carretera de Guazumal. De los 28 prestatarios asignados a esa

93
Inoa, «Trabajo prestatario«, 17.
94
AGN, GS, Leg. 7, Exp. 12, 8 septiembre 1936. Subrayado mío; he man-
tenido la grafía original.
95
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 13 [?] septiembre 1939. He mantenido la grafía
original.
382 Pedro L. San Miguel

tarea el día 1ro de agosto, solo 9 se reportaron al trabajo. En


las secciones de Aguacate del Limón, La Cumbre y El Túnel –se
informó en 1939– los vecinos también se negaron a trabajar en
la «obra del camino carretero».96
Pero fue, sobre todo, el trabajo en la construcción del
sistema de riego lo que provocó una amplia oposición por
parte de la población rural.97 La envergadura de este proyecto,
que exigía miles de brazos provenientes de toda la provincia,
extremó las demandas laborales sobre la población campe-
sina; a esta obra podían concurrir más de 3,000 prestatarios
en un solo día.98 Sin embargo, al iniciarse los trabajos, cerca
de 1936, se observó un reducido flujo de prestatarios a dicha
obra. En consecuencia, se ejerció más presión sobre las auto-
ridades rurales para que «conminasen» a los vecinos de sus
respectivas secciones a concurrir al trabajo del riego. El 23 de
abril de 1936, pongamos por caso, se presentó una queja al
gobernador de Santiago sobre la desidia mostrada por algunos
alcaldes pedáneos, quienes enviaban un número reducido de
prestatarios a las obras de canalización. Como reacción a esta
disconformidad, al día siguiente el gobernador envió una cir-
cular a los alcaldes recriminándoles su «falta de cooperación»,
e instándoles a que cumpliesen con su obligación «para que
aumente el número de prestatarios [en] dichos trabajos».99
Mientras duró el sistema de prestaciones para el trabajo del
riego, hasta principios de la década de los cuarenta, no cesa-
ron los informes sobre la resistencia al mismo. Esta vez, sin
embargo, las autoridades estaban mejor preparadas para im-
poner los reglamentos y reprimir a los «rebeldes». Entre otras

96
AGN, GS, 1934, Leg. 5, 1ro agosto 1934; y 1939, Leg. 3, fecha ilegible.
97
Para una discusión más abarcadora: Inoa, Estado y campesinos, 121-50.
98
AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 13, s.f. De acuerdo con Inoa, el trabajo en
los canales de riego conllevó el empleo de millones de hombres/días de
trabajo (Estado y campesinos, 149-50).
99
AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 14, 23 abril 1936; Leg. 3, Exp. 4, 24 abril
1936; e Inoa, «Trabajo prestatario», 17.
Los campesinos del Cibao 383

cosas, el gobernador provincial recibía numerosos y detallados


informes sobre los que se resistían al trabajo como prestatarios.
Por ejemplo, el 24 de abril de 1936, el gobernador Manuel
Batlle comunicó a Manuel Elías Fernández, Juan Fernández,
Emilio Grullón, Arismendi Grullón, Benedicto Encarnación,
Carlos M. Tavárez y Rafael Grullón, todos de Guayabal, que
había recibido informes en el sentido de que se habían negado
a asistir a la construcción del canal de riego La Herradura-
Amina. Cecilio Batista Blanco, Manuel Cayetano y Ramón Luis
María Batista, entre otros vecinos de Monte Adentro, también
se negaron a ir a trabajar, lo que fue notificado a las autorida-
des provinciales.100
Las reprimendas, persecuciones y amenazas con el temi-
do Ejército Nacional eran algunas de las medidas represivas
tomadas en tales casos. Cuando la resistencia al trabajo com-
pulsorio amenazaba con provocar interrupciones en las obras
públicas, los funcionarios civiles no vacilaban en recurrir a las
fuerzas armadas.101 El caso de Rafael Liranzo ilustra claramen-
te lo anterior. De acuerdo con un oficial de la policía, Liranzo
no solo rehusó trabajar sino que realizó propaganda «para
que los hombres no asistan a los trabajos del Riego»,102 lo que
seguramente constituía una ofensa mucho más seria que su
renuencia a laborar. Como respuesta a su cuestionamiento a
la autoridad, Liranzo fue arrestado. En otro caso, ante la opo-
sición al trabajo de vecinos de La Búcara, se pidió una lista de
los rebeldes con el fin de enviar un pelotón del ejército a apre-
henderlos.103 Sin embargo, las intervenciones de las fuerzas

100
AGN, GS, 1936, Leg. 4, 24 abril 1936; y 1939, Leg. 3, s.f. Para otros ejem-
plos: Inoa, Estado y campesinos, 134, y «Trabajo prestatario», 17.
101
Inoa, Estado y campesinos, 135-37.
102
AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 5, 17 noviembre 1936. Aparentemente, este
no fue un caso aislado; en 1939, el síndico de San José de las Matas, en
una carta al general José Estrella, también menciona la «propaganda…
contra los trabajos» (AGN, GS, 1939, Leg. 6, 9 diciembre 1939).
103
AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937.
384 Pedro L. San Miguel

armadas en los conflictos que surgían en las obras públicas,


a veces eran vistas por los funcionarios civiles como contra-
producentes. Así, cuando la policía arrestó, amarró y propinó
una golpiza a Antonio Castillo (el informe oficial apenas hace
mención de «algunos pescozones»), el síndico de Jánico solici-
tó al gobernador de la provincia que detuviese tales prácticas,
consideradas por él como abusivas, debido a que podían afec-
tar adversamente la «buena organización» de los trabajos.104
Dada la naturaleza del régimen trujillista, dictatorial y aboca-
do a maximizar la expoliación de las masas, el terror ejercido
contra la población trabajadora continuó siendo un elemento
crucial de su relación con el campesinado. Como ha destacado
Inoa, los encarcelamientos, la intimidación y las penalidades
fueron aspectos centrales del trabajo prestatario.105
Según Roberto Cassá, con el fin, de ejercer mayor presión
sobre la población rural, fueron aumentadas las funciones
coercitivas de los alcaldes pedáneos.106 Sobre estos funcio-
narios recaía, en primera instancia, la responsabilidad de la
concurrencia de los prestatarios a los trabajos, designando los
vecinos de sus secciones que debían cumplir con las órdenes
superiores y velando por su cumplimiento. Así, el 6 de diciem-
bre de 1937 el gobernador de Santiago escribió al alcalde de la
Búcara en torno a la ausencia de los prestatarios de esa sección
en la construcción del canal de riego; se le ordenó a dicho
funcionario enviar a la Gobernación una lista de los «rebeldes
para hacerlos prender».107 En ocasiones, los alcaldes pedáneos
ejercieron competentemente sus funciones represivas. Por
ejemplo, Marcelino Santana, alcalde pedáneo de Monte Aden-
tro, informó al gobernador que había convocado la asistencia
de 47 hombres para trabajar en la carretera Matanza-Puñal,

104
AGN, GS, 1941, Leg. 114, 18 septiembre 1941.
105
Inoa, Estado y campesinos.
106
Cassá, Movimiento obrero y lucha socialista, 353.
107
AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937. Más ejemplos en: Inoa,
Estado y campesinos, y «Trabajo prestatario», 17.
Los campesinos del Cibao 385

pero que solo habían asistido 36. En consecuencia, pedía el


apoyo del ejército para someter a los reacios, «no solo por esta
obra sino por el futuro», añadiendo «necesito Castigar lo má
revelde para ejemplo del resto».108
Las funciones represivas de los alcaldes pedáneos no de-
jaron, sin embargo, de crear situaciones de tensión y hasta
contradictorias. Al convertirse en agente de coacción del po-
der central, el alcalde pedáneo sufría presiones considerables,
propias de la función que cumplía como mediador entre el
Estado, un elemento que puede considerarse como externo,
y la comunidad inmediata a la que pertenecía. No se puede
descartar, en consecuencia, que la «desidia» que se achacaba
a los pedáneos, con frecuencia ocultase una defensa velada de
la comunidad ante las exigencias estatales. Francisco Bisonó,
alcalde pedáneo de La Atravesada, intentó justificar el incum-
plimiento de los habitantes de esa sección en los trabajos del
riego arguyendo:

...muchos de los hombres que antes vivían en la sec-


ción ahora se han trasladado a trabajar a otra parte y
es el motivo por el cual no concurre mayor número
[de prestatarios].

La defensa de Bisonó no paró ahí. Añadió que en ocasio-


nes los prestatarios de La Atravesada se habían quedado en el
trabajo del canal hasta dos días seguidos, «debido a que son
buenos piqueros».109 La lógica de su argumento radicaba en
que esos días de trabajo extra compensaban las ausencias de
otros momentos. En otro caso, el pedáneo de una sección de
San José de las Matas contestó que no había cumplido con el
pedido de enviar trabajadores a determinada obra porque en
esos mismos días tuvo que satisfacer un pedido previo para

AGN, GS, 1939, Leg. 3, 18 enero 1939. He mantenido la grafía original.


108

AGN, GS, 1936, Leg. 8, Exp. 14, 27 abril 1936.


109
386 Pedro L. San Miguel

el arreglo de la carretera Jánico-Las Matas.110 Al realizar una


función fiscalizadora sobre los pedidos del Gobierno, este pe-
dáneo pudo evitar que las demandas del poder regional au-
mentasen las cargas de trabajo que ya tenían que soportar los
habitantes de su sección.
A veces los alcaldes pedáneos se convirtieron en objeto di-
recto de la represión estatal. Un tal Luis M. de Veras, de El
Limón, solicitó en 1939 al gobernador de Santiago el envío de
una patrulla del Ejército Nacional con el fin de «ejemplarisar
y correjir los reverdes» de El Aguacate y La Cumbre, quienes
proceden de una manera «inrresidente» e «insopoltable»,
negándose a trabajar en los caminos. La situación era parti-
cularmente grave, de acuerdo con Veras, debido a que los pe-
dáneos de dichas secciones «no contribuyen con el servicio».
En consecuencia, se envió una lista de «los Nombrados… para
que sean yevados a ese despacho afin de que usted le de una
correpcion».111 Los pedáneos que eran vistos como incapaces
o poco complacientes con las exigencias de las autoridades
estatales eran removidos de sus cargos, siendo sustituidos por
otros «de mejor voluntad y disposición».112
No pocos pedáneos debieron sufrir una crisis de lealtad;
al menos tuvieron que enfrentar exigencias que interferían
con la vida normal de las comunidades rurales, tanto con las
lealtades de los campesinos como con sus rencillas, disputas
y conflictos. Después de todo, la vida de estos funcionarios
estaba entretejida con la de sus subalternos en virtud de las
relaciones de vecindad y los lazos familiares; también estaban
inmersos en las estructuras de poder local, al igual que en sus
conflictos y rivalidades. Severo Infante, alcalde pedáneo de
Jacagua Adentro, tuvo que enfrentarse a una difícil situación
en el año de 1937 al confrontar la oposición al trabajo de uno

110
AGN, GS, 1940-41, Leg. 118, 17 [?] agosto 1941.
111
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 20 enero 1939. He mantenido la grafía original.
112
AGN, GS, 1939, Leg. 3, fecha ilegible.
Los campesinos del Cibao 387

de los habitantes de dicha sección. El hombre que se resistía


a trabajar, dice gráficamente Infante, «priva en oso» –esto es,
era un bravucón–. Aunque, por supuesto, no era esta la ra-
zón por la cual no había procedido en contra del ofensor, se
defiende el pedáneo ante las autoridades superiores. Se trata-
ba, más bien, de que quería evitar una fatalidad, sobre todo
siendo el rebelde «un hombre muy afamiliado y culla familia
los pueden acompañar en cualquier caso». Ante tal situación,
Infante requirió la presencia de una pareja de guardias que lo
auxiliasen a someter al susodicho «oso». En este caso –finaliza
el angustiado pedáneo–, sigue las instrucciones impartidas por
el general José Estrella, quien

...no has dicho a nosotros los Alcalde que cuando en


la secciones aparecen hombre que quieran dar malos
ejemplos y cean contrarios a la ley que ellos tienen
una fuerza armada para auciliarnos, por que nosotro
los alcalde desalmado solo con un colín somo igual
que cualquier otro hombre.113

Este ejemplo muestra, en primer lugar, que en el ámbito


de la comunidad inmediata, las relaciones familiares y de ve-
cindad podían brindar cierto grado de protección, al menos
frente a los funcionarios de menor rango. En segundo lugar,
sugiere que los pedáneos, al convertirse en el brazo castigador

AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], s.f., citado por Inoa, «Trabajo prestatario»,
113

17. He mantenido la grafía original. El general José Estrella fue, entre la


década de los treinta y la siguiente, uno de los personajes más podero-
sos y tétricos de la dictadura trujillista. Ejerció gran poder, sobre todo
en la región norte del país, y ocupó varios cargos de importancia, espe-
cialmente el de «comisionado especial del gobierno»; como tal, fue una
especie de procónsul del dictador en dicha área, aunque posteriormente
cayó en desgracia. Sobre este personaje, ver Robert D. Crassweller, Tru-
jillo: La trágica aventura del poder personal (Barcelona: Bruguera, 1968),
197 y sigs.
388 Pedro L. San Miguel

del Estado en su entorno más cercano, no podían abstraerse


del todo de las relaciones locales de poder. El «oso» que de-
nunció Infante probablemente era miembro de una familia
de cierto relieve en Jacagua. La apelación al poder Estatal,
representado por la guardia y por el general Estrella, era un
medio para fortalecer su propia posición –después de todo, un
pedáneo armado con un colín es igual a cualquier hombre– y
alterar así la relación de fuerzas en la comunidad.
Los campesinos recurrieron a la solidaridad de parientes, veci-
nos y amigos para protegerse de los rigores del régimen de trabajo
forzado; igualmente, emplearon otros medios. El más común, por
supuesto, era negarse categóricamente a trabajar. Esta negativa
podía basarse en el avanzado estado de las construcciones, lo que
hacía innecesario –según los prestatarios– sus servicios. El mudar-
se a otras regiones, ya fuese dentro o fuera de su circunscripción
municipal, era otro de esos recursos; esta era, efectivamente, una
especie se fuga solapada. Incluso se recurrió a buscar excusas médi-
cas para evitar asistir al trabajo. Así, en 1936, el médico Federico A.
Rojas advirtió a los alcaldes pedáneos que no expediría más certifi-
cados de salud a ninguna persona con el fin de librarlos del trabajo
exigido por las leyes.114 Los más pudientes lograron eximirse del
trabajo mediante pagos en metálico. En efecto, en junio de 1939
se determinó que los individuos que, por su condición económica
o social no deseasen trabajar en las obras públicas, podían librar-
se de cumplir con tal requisito por medio de pagos, que serían
empleados en la manutención de los prestatarios.115 Aun así, hubo
quien no aceptó tales condiciones. Epifanio Peña, comerciante, y
Claudio Peralta, agricultor, ambos de la sección de Pedregal en San
José de las Matas, le comunicaron personalmente al alcalde pedá-
neo «que ellos no iban, ni mandaban al trabajo».116

114
AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 6 diciembre 1937; 1936, Leg. 8, Exp. 14, 27
abril 1936; y Leg. 4, Exp. 6, 6 septiembre 1936.
115
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 20 junio 1939 y 19 agosto 1939; e Inoa, Estado y
campesinos, 137-39.
116
AGN, GS, 1939, Leg. 6, 9 diciembre 1939.
Los campesinos del Cibao 389

Durante la dictadura trujillista, el fortalecimiento del Esta-


do le permitió intensificar su explotación de las masas campe-
sinas.117 El empleo de miles de hombres en las obras públicas
es el más elocuente ejemplo de su creciente capacidad de ob-
tener fuerza de trabajo de la población. Por lo tanto, durante
el trujillato aumentaron los motivos de insatisfacción contra el
trabajo obligatorio. La represión misma era, desde luego, una
de las causas principales del descontento. Aparte de las golpi-
zas, las amenazas, las torturas y los encarcelamientos, las cua-
drillas de trabajadores eran sometidas a una estricta vigilancia
para evitar las fugas. La suerte de los que eran encarcelados
por el incumplimiento con el sistema de prestaciones era más
tenebrosa aún; los presos, usados igualmente en las construc-
ciones del Gobierno, padecían un régimen de virtual escla-
vitud. Las tareas realizadas en las obras públicas eran suma-
mente pesadas y las condiciones de trabajo muy deplorables.
Sobre los campesinos recaía la responsabilidad de reportarse
al alba a los lugares de trabajo asignados por los funcionarios;
las jornadas eran de 14 horas y las raciones de comida solían
ser insuficientes; la atención médica era nula.118
Pero los prestatarios no fueron los únicos afectados direc-
tamente con el trabajo obligatorio; algunos patronos también
sufrieron algún perjuicio con dicho sistema. Así ocurrió cuando
sus trabajadores eran requeridos para laborar en alguna de
las obras públicas. El caso de Polín Rojas, un patrono de Arro-
yo Hondo, ilustra esta situación. Aparentemente, Rojas era
un terrateniente y tenía un número de peones laborando en
su propiedad. Rojas se presentó ante el alcalde, solicitándole
que, en caso de que sus trabajadores fuesen requeridos como
prestatarios, se le notificase con antelación «para él resolver su
ayuda a la obra», presumiblemente pagando en efectivo. Así

117
Para una discusión sobre el particular: Maríñez, Agroindustria, Estado y
clases sociales; y Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo:
Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1982), 723-35.
118
Cassá, Movimiento obrero, 353.
390 Pedro L. San Miguel

podría «redimir las gentes que tiene en su parte».119 En otras


palabras, las prestaciones en las obras públicas conllevaban un
drenaje de trabajadores que podía afectar al mercado laboral,
causando una relativa escasez de mano de obra. No debe ex-
trañarnos, entonces, que a veces los patronos intentasen redi-
mir a sus peones del servicio de prestaciones. Es posible que,
en ocasiones, peticiones como esta fuesen efectuadas por los
patronos ante las autoridades a instancias de los trabajadores
mismos. De ser así, tendríamos una forma adicional usada por
los campesinos para liberarse del trabajo compulsorio. Es decir,
los campesinos trataban de manipular a los potentados locales
con el fin de amortiguar el efecto de las exigencias laborales
impuestas por el Estado; en tales casos, su relación privada con
los patronos mediaba su relación pública con el poder.
Los campesinos tenían razones para buscar la protección
de sus patronos. Debido al sistema de prestaciones, los fun-
cionarios públicos aumentaron sus posibilidades de obtener
ventajas personales a costa de los campesinos; por ejemplo,
requiriéndoles dinero para «librarlos» del trabajo. En 1936,
el general José Estrella, máxima autoridad del Gobierno en
el Cibao, atendió personalmente una querella en el sentido
de que funcionarios de Jánico estaban incurriendo en tal
práctica. El juez alcalde de dicho municipio, uno de los in-
volucrados, alegó que, si bien era cierto que había recibido
dinero en efectivo, lo había hecho porque algunos prestata-
rios que vivían en lugares remotos preferían pagar antes que
perder 3 ó 4 días laborando en las obras públicas. El juez
añadió que el dinero recibido había sido empleado en la con-
tratación de sustitutos. Aunque finalmente se concluyó que
todo había sido un malentendido, hay una probabilidad muy
alta de que esta práctica fuese bastante común.120 De igual
manera, se solía exigir «trabajo a los campesinos a beneficio

AGN, GS, 1937, Exp. 12 [15], 26 noviembre 1937.


119

AGN, GS, 1936, Leg. 4, Exp. 6, 6 septiembre 1936; y Leg. 6, s.f.


120
Los campesinos del Cibao 391

de intereses de particulares», en palabras del gobernador de


Santiago.121 Es decir, el sistema de trabajo compulsorio per-
mitió el aumento de la extorsión del campesinado a través de
la exacción, por parte de funcionarios civiles y militares, de
trabajo gratuito y de bienes.
Aunque tales prácticas eran consustanciales a la naturaleza
extorsionadora del régimen trujillista, cuando ellas amena-
zaban con socavar su hegemonía, o cuando interferían con
las prioridades gubernamentales, el Estado podía intervenir,
intentando restablecer el «orden». Tales acciones transmitían
toda una simbología del poder, que tendía a afirmar su domi-
nio sobre la sociedad: ante los excesos de los particulares, tan-
to de los potentados locales como de los burócratas, el Estado
se presentaba como un ente autoritario pero capaz de estable-
cer y mantener sus reglas. Ante las clases subordinadas, y sobre
todo frente al campesinado, el Estado se proyectaba como un
organismo dispuesto a enfrentar a los poderosos, poniendo
coto a sus excesos y desmanes. En alguna medida, el mensaje
era que el Estado, aunque fuerte y exigente, era necesario.122

Reglamentación agraria y exacción fiscal

El impuesto sobre la propiedad constituye un ejemplo adi-


cional del creciente papel del «Estado como reclamante»,
para usar el término de Scott.123 A diferencia de la Ley de cami-
nos, que se aprobó antes de la ocupación estadounidense de
la República Dominicana, la Ley de impuesto territorial fue un

121
AGN, GS, 1941, Leg. 115, 5 enero 1941.
122
Este argumento me ha sido sugerido por la lectura de Steve J. Stern,
Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Huamanga to
1640 (Madison: University of Wisconsin Press, 1986); y Karen Spalding,
Huarochirí: An Andean Society under Inca and Spanish Rule (Stanford: Stan-
ford University Press, 1988).
123
Scott, The Moral Economy, 91-113.
392 Pedro L. San Miguel

producto del régimen intervencionista y formó parte de una


abarcadora reorganización del sistema tributario del país.
Uno de los fines de la ley de impuestos sobre la tierra era la
creación de un sistema tributario que permitiera que el peso
de las contribuciones recayese sobre los que más se benefi-
ciaban de la riqueza nacional. En consecuencia, se establecie-
ron unas normas contributivas escalonadas, de acuerdo con
el tamaño de las propiedades. Las fincas de no más de 2,000
tareas de extensión pagarían 0.5 por ciento de su valor; las
que excediesen esta cifra, pero que no superasen las 10,000
tareas, tributarían el uno por ciento; y a las propiedades que
sobrepasasen las 10,000 tareas se aplicaría un impuesto del 2
por ciento de su valor estimado. Además, las mejoras perma-
nentes a las tierras pagarían el 0.25 por ciento de su valor. Ya
que en el país todavía existían muchos terrenos comuneros,
los propietarios de los títulos de dichas tierras tendrían que
pagar cinco centavos por cada «peso de acción». A pesar de
que estas tasas puedan parecer moderadas, hay indicios de
que los estadounidenses esperaban que las contribuciones
efectivas resultasen mayores.124
De acuerdo con el estudio de Calder sobre la ocupación
estadounidense, los propósitos del nuevo sistema tributario
eran modernizar las antiguas estructuras fiscales y desarrollar
nuevas fuentes de ingresos.125 Otro de los fines ulteriores del
impuesto sobre la propiedad era alterar el régimen contribu-
tivo, eliminando una serie de tasas municipales; el producto
del nuevo impuesto vendría a sustituir las rentas abolidas. Por
ejemplo, se eliminó el impuesto municipal sobre mercancía
importada, al igual que los gravámenes que pesaban sobre los
productos en tránsito de una municipalidad a otra, incluyen-

124
Calder, The Impact of Intervention, 110-13. El impuesto territorial fue es-
tablecido por la «Orden Ejecutiva» No. 282 del Gobierno Militar. Mis
citas provienen de: BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 1-48. Sobre la noción de
«peso de acción», referente a los terrenos comuneros, ver capítulo VI.
125
Calder, The Impact of Intervention, 73-5.
Los campesinos del Cibao 393

do el de peaje.126 Pero sobre todo, se buscaba disminuir la de-


pendencia del Estado de los ingresos aduanales, aumentando
las rentas internas. En la medida en que el Gobierno central
obtuvo un mayor control de las rentas públicas, el nuevo ré-
gimen tributario también fue debilitando las bases institucio-
nales de poder de las élites regionales (los Ayuntamientos,
por ejemplo). Desde cierta perspectiva, estas reformas tenían
miras que pueden considerarse como modernizantes y hasta
progresistas. Por ejemplo, al depender menos de los impues-
tos sobre el comercio exterior y más de las rentas internas, las
finanzas estatales adquirirían mayor estabilidad. Sin embargo,
al establecer el nuevo sistema, el régimen militar se enfren-
tó a las formas de tributación tradicionales, aceptadas por la
mayoría de la población. Igualmente, no se ponderaron las
especificidades de la economía y la sociedad dominicanas, lo
que provocó un repudio generalizado a dicho impuesto.
Pero no fue únicamente el peso contributivo que tuvieron
que soportar los campesinos lo que motivó la impopularidad
del impuesto sobre la propiedad; se trató también del efecto
que tuvo sobre las estrategias de supervivencia del campesina-
do. En su brillante estudio sobre la sociedad rural vietnamita, Ja-
mes Scott ha resaltado que los impuestos que más drenaban los
recursos económicos del campesinado eran aquellas tasas fijas,
que no guardaban relación con su capacidad de pago y que, en
consecuencia, atentaban contra su subsistencia.127 El impuesto
territorial era un gravamen de tal naturaleza. Aunque en princi-
pio se estableció una contribución escalonada, que pesaba más
sobre los grandes propietarios, lo cierto es que el impuesto, al
representar una proporción del valor de las fincas, se convertía
en una tasa invariable, que debía ser satisfecha tanto en los años
buenos como en los malos. En otras palabras, si la mitad de la
cosecha se perdía o si el ingreso se reducía en un cincuenta

126
BM, 29: 1019 (5 junio 1919), 47-8.
127
Scott, The Moral Economy, 93.
394 Pedro L. San Miguel

por ciento debido a una baja en los precios de los productos


agrícolas, el campesino tenía que pagar exactamente la misma
proporción en impuestos, a base del valor de su propiedad. Bajo
tal sistema contributivo, en períodos de escasez y limitaciones,
el Estado se tragaba una proporción mayor, no menor, de los
ingresos de la población rural.
Se podría argumentar que la antigua estructura contributiva
de la República Dominicana, en la cual los municipios grava-
ban excesivamente los productos de consumo interno, también
amenazaba, en épocas de crisis, el bienestar del campesinado.
Y el argumento no deja de tener validez: una disminución en el
ingreso hacía que los peajes, las sisas y las alcabalas municipales
pesasen más sobre los gastos de las familias campesinas. Los es-
tudios históricos sobre las sociedades preindustriales muestran
que era precisamente en épocas de crisis, al disminuir las exis-
tencias, con el azote de las pestes o al mermar las rentas, cuando
tales tasas eran más resentidas. Si a estos factores se sumaba un
gobierno depredador, ansioso por aumentar sus rentas incre-
mentando los impuestos sobre el consumo, era muy común que
el descontento generase explosiones sociales que alteraban el
orden prevaleciente.128 En fin, hay una amplia prueba sobre la

Scott, The Moral Economy. Las causas de las rebeliones populares, espe-
128

cialmente de los grupos campesinos, es motivo de amplia discusión en


las obras históricas; por supuesto, no todos los autores le dan igual im-
portancia al peso de las contribuciones. Para diferentes opiniones: Eric
R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper & Row,
1973); Charles, Louise y Richard Tilly, The Rebellious Century, 1830-1930
(Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1975); Roland Mousnier,
Furores campesinos: Los campesinos en las revueltas del siglo xvii (Francia, Rusia,
China) (Madrid: Siglo XXI, 1976); Henry A. Landsberger (ed.), Rebelión
campesina y cambio social (Barcelona: Crítica, 1978); Samuel Popkin, The
Rational Peasant: The Political Economy of Rural Society in Vietnam (Berkeley:
University of California Press, 1979); John Tutino, From Insurrection to Rev-
olution in Mexico: Social Bases of Agrarian Violence, 1750-1940 (Princeton:
Princeton University Press, 1986); y Steve J. Stern (ed.), Resistance, Rebel-
lion, and Consciousness in the Andean Peasant World: 18th to 20th Centuries
(Madison: University of Wisconsin Press, 1987).
Los campesinos del Cibao 395

indignación mostrada por los sectores populares ante los gravá-


menes que lastraban los artículos de consumo.
Sin embargo, en las sociedades preindustriales, general-
mente existían consensos sobre lo que se consideraban nive-
les contributivos «tolerables». Además, la población campesi-
na podía ejercer algún control sobre los grados de exacción
ejercidos por el Estado a través de los impuestos sobre el
consumo. En caso de que su ingreso monetario disminuyese,
el campesino podía retraerse del mercado, limitando o eli-
minando totalmente la adquisición de bienes prescindibles.
Proporcionalmente al menos, los impuestos sobre el consu-
mo eran un elemento fluctuante en los presupuestos de los
hogares campesinos. El impuesto territorial, por el contrario,
constituía una carga fija, que tenía que ser satisfecha inde-
pendientemente de las coyunturas económicas. Más aún, ya
que el impuesto se fijaba a base del tamaño de las fincas y no
según el ingreso real de sus dueños, con toda probabilidad
la ley no resultó del todo exitosa en gravar adecuadamente a
los propietarios que más ingresos obtenían, tal y como pre-
tendía la ley.129 En la Memoria del Ayuntamiento de Santiago
correspondiente al año 1920 se hace una crítica al impuesto
territorial que coincide, en líneas generales, con la argumen-
tación anterior. Según ella, tal sistema de tributación no se
ajustaba a la realidad dominicana, «dado el estado de pobre-
za de nuestro país». Por tal razón –se añade–, «no ha sido
posible establecer dicho impuesto directo sobre la renta».130
El impuesto sobre la propiedad estuvo acompañado por
otras medidas legales que afectaron la tenencia de tierra, como
la Ley de registro de la propiedad territorial, y por la implementa-
ción de la Ley de caminos. El impuesto de caminos implantó un
régimen de corvée (servicio oneroso obligatorio) que captaba

129
Según Calder, el Gobierno Militar pretendía establecer un impuesto
sobre la renta pero la crisis económica que afectó al país a partir de 1920
lo impidió (The Impact of Intervention, 74).
130
AS, Memoria 1920, 4-5.
396 Pedro L. San Miguel

fuerza de trabajo del campesinado. Por su parte, la inscripción


de las propiedades y la división de los terrenos comuneros
posibilitó una mayor comercialización de las tierras, además
de constituir un medio para poner en ejecución los nuevos
esquemas contributivos del Estado. Trabajo, ingresos y tierras
fueron tenazmente asediados por el Estado en sus intentos
por consolidar su dominio sobre el territorio y la población
dominicanos. En pocos momentos de la historia del país se
habían sentido tantos intentos, por parte del poder central,
de abarcar aspectos tan variados de la ruralía. Por lo tanto, al
evaluar los efectos del impuesto territorial hay que considerar
no solo su repercusión económica inmediata sino, también,
las incertidumbres y las presiones que generó, junto a otras
medidas, entre la población rural.
Cualquiera que fuese el efecto económico del impuesto
territorial, los testimonios disponibles muestran que en-
frentó la oposición de una amplia gama de sectores sociales,
que iban desde los campesinos hasta los grandes propieta-
rios. En consecuencia, a pesar de los esfuerzos de las auto-
ridades locales por imponer el nuevo sistema contributivo,
la recaudación del impuesto encaró serias dificultades. En
noviembre de 1920, el síndico del Ayuntamiento de San-
tiago tuvo que realizar una reunión con las «autoridades
rurales» (presumiblemente los alcaldes pedáneos) para lla-
marles la atención sobre «los deudores del campo», quie-
nes no habían satisfecho el impuesto sobre la propiedad.131
Aunque inicialmente el impuesto territorial confrontó un
tipo de resistencia pasiva, con el tiempo, grupos de propie-
tarios empezaron a adoptar posiciones más organizadas en
su contra. Así, en noviembre de 1921, el Ayuntamiento de
Santiago, en una sesión extraordinaria, recibió una comi-
sión que representaba a los terratenientes del municipio.
De acuerdo con esta comisión, las actividades comerciales,

BM, 30: 1052 (26 noviembre 1920), 9.


131
Los campesinos del Cibao 397

manufactureras y agrícolas se encontraban paralizadas de-


bido a la crisis económica que afectaba al país. Entre las
causas de dicha situación, se destacó la depreciación de los
frutos de exportación, principal sostén de la economía re-
gional. Dadas las severas condiciones imperantes, la comi-
sión concluyó que los propietarios no estaban en el deber,
ni podían pagar el impuesto territorial. Los portavoces de
los propietarios –que seguramente defendían, ante todo, a
los grandes terratenientes de Santiago– agregaron que el
impuesto territorial representaba «una violación a sus dere-
chos y un atentado contra la riqueza pública y privada del
pueblo dominicano».132
Con el fin de paliar la crisis, la Cámara de Comercio y el
Ayuntamiento de Santiago sugirieron al Gobierno Militar
que estableciese un plan de compra de tabaco. Este plan fue
acogido favorablemente por el encargado de la Secretaría de
Hacienda y Comercio, aunque señaló que para poderlo imple-
mentar era indispensable que se cumpliese con el impuesto
territorial.133 Pero a medida que la crisis económica se agudi-
zaba, los propietarios se volvían más renuentes a cumplir con
dicho impuesto; en consecuencia, la evasión contributiva llegó
a alcanzar niveles alarmantes. En un informe sobre las finanzas
municipales, en 1923, el síndico de Santiago señaló que, hasta
noviembre de ese año, había un total de 510,000 pesos oro,
originados en el impuesto sobre la propiedad, que no habían
sido pagados.134 Esto significa que, en promedio, cada uno de
los cerca de 72,000 habitantes de Santiago debía al fisco unos
8 pesos. Como punto de comparación, valga señalar que, en el

132
La comisión estaba compuesta por: Eliseo Espaillat, Ulises Franco Bidó,
Dr. Ramón de Lara, Arturo Ferreras, Rafael Muñoz, Luis Martínez, Ra-
fael Valerio, Rafael J. Espaillat, Manuel R. de Luna, Emilio Almonte, Ra-
fael Estrella Ureña, Lic. Emiliano Bergés y Alberto Asencio. BM, 31: 1084
(15 diciembre 1921), 3-4.
133
Baud, Peasants and Tobacco, 135-36; y BM, 31: 1076 (23 septiembre 1921), 8-9.
134
BM, 33: 1132 (21 noviembre 1923), 6.
398 Pedro L. San Miguel

año 1920, el ingreso del Ayuntamiento de Santiago, que era la


segunda ciudad del país, fue de 400,000 pesos.135
Además de lo pesado que resultaba desde el punto de vis-
ta económico, había otras razones que hicieron de este un
tributo particularmente detestable. En primer lugar, la Ley del
impuesto territorial establecía que, después de efectuadas las de-
claraciones sobre el valor de las propiedades, las autoridades
podían realizar retasaciones con el fin de determinar el monto
a pagar. Igualmente, se fijaban multas y recargos por hacer
declaraciones falsas o por dejar de satisfacer el impuesto. Tales
penalidades se convirtieron en causa adicional del desconten-
to generado por el impuesto. Por ende, en junio de 1921 se so-
licitó que fuesen suprimidos tales recargos y que los deudores
al fisco pagasen «netamente el valor de dicho impuesto».136 Al
parecer, las tasaciones hechas por los encargados del cobro del
impuesto eran particularmente onerosas y, en consecuencia,
se convirtieron en foco de las peticiones hechas al Gobierno
Militar. En la Convención de Ayuntamientos del Cibao, ce-
lebrada el 18 de noviembre de 1921, se pidió expresamente
que tal práctica fuese suprimida y que se aceptasen las decla-
raciones de los propietarios, ofreciéndose a los deudores y los
morosos un período de gracia para satisfacer sus deudas.137 En
segundo lugar, la recaudación misma del impuesto sometió a
la ciudadanía a vejámenes y violencias. Por lo tanto, en dicha
convención se requirió a las autoridades estatales que se elimi-
nase el «cobro compulsivo del impuesto».138
Sin embargo, el Gobierno Militar mantuvo una posición
fundamentalmente intransigente. El gobernador militar seña-
ló que, debido a la aguda crisis por la que atravesaba el Tesoro
Nacional –producto de la contracción económica que vivía el
país–, no era posible «ninguna modificación en cuanto a la

135
Primer censo nacional, 143; y AHS, Memoria 1920, 4-5.
136
BM, 31: 1069 (30 junio 1921), 10-11.
137
BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12.
138
BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12; y 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.
Los campesinos del Cibao 399

manera de efectuar los pagos», ni en las retasaciones hechas


por las autoridades.139 Las medidas represivas y punitivas esta-
blecidas por la ley aumentaron aún más el malestar producido
por ella. Además de definir penalidades y multas, la ley esta-
blecía un procedimiento de embargo de propiedades, que se
aplicaba en caso de no ser satisfecho el gravamen. Calder alega
que, en efecto, hubo propiedades que fueron confiscadas y
subastadas por las autoridades. Esto aumentó el clima de vio-
lencia asociado al cobro del impuesto sobre la propiedad.140
El Ayuntamiento de Santiago, haciendo eco a las querellas
de los terratenientes, expresó su desacuerdo con las nuevas
leyes contributivas impuestas por el régimen militar. Aparte de
que los hacendados estaban representados en los concejos mu-
nicipales, los Ayuntamientos tenían sus propias razones para
resentir los cambios efectuados por la reforma contributiva, de
la que el impuesto territorial no era sino un aspecto. Otro ele-
mento importante de la reforma fiscal fue la supresión de un
sinnúmero de impuestos municipales indirectos. Este fue el
caso, por ejemplo, de varias tarifas a las importaciones, de los
peajes por el transporte de mercancías de una a otra común
y de algunos impuestos sobre el consumo. En sustitución de
las rentas abolidas, los Ayuntamientos habrían de recibir una
cuarta parte de los ingresos generados por el impuesto territo-
rial.141 No obstante, una de las consecuencias inmediatas pro-
ducidas por estos cambios fue la disminución de los ingresos
de los Ayuntamientos. De acuerdo con la Memoria del Ayunta-
miento de Santiago de 1920, como resultado de los cambios en
el sistema de tributación establecido por el Gobierno Militar,
el ingreso del municipio se redujo de 400,000 a solo 280,000
pesos.142 Otros Ayuntamientos también experimentaron una

139
BM, 32: 1086 (13 enero 1922), 3-4.
140
Calder, The Impact of Intervention, 112; y BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.
141
«Orden Ejecutiva» No. 285, «Orden Ejecutiva» No. 282, en: BM, 29: 1019
(5 junio 1919).
142
AHS, Memoria 1920, 4-5.
400 Pedro L. San Miguel

reducción en sus rentas como consecuencia de la reforma con-


tributiva y de la crisis económica.
Por consiguiente, varios Ayuntamientos trataron de presen-
tar un frente común ante el Gobierno Militar para solicitar
que se revocara el impuesto territorial, o que al menos se apla-
zara indefinidamente la recaudación «hasta que las condicio-
nes materiales del país permitan a los propietarios cumplir esa
obligación».143 Ya hemos visto que esa fue una de las peticiones
hechas al Gobierno por la Convención de Ayuntamientos. Y
que a pesar del tono transigente de esta petición, el goberna-
dor militar se negó a hacer cambios sustanciales en el pago del
impuesto. A lo único que accedió fue a revisar las multas y los
recargos que pesaban sobre los propietarios que tenían atrasos
en el pago del impuesto.144
La presión para que el Gobierno de ocupación aboliera el
impuesto territorial aumentó en los meses siguientes. En mar-
zo de 1922, una vez más, un grupo de propietarios solicitó la
eliminación del impuesto. Miguel A. Feliú, uno de los regido-
res del Ayuntamiento de Santiago, abogó por la restitución de
los antiguos impuestos locales. De acuerdo a Feliú, el cobro del
impuesto sobre la tierra era muy difícil, no solo por la crisis eco-
nómica general, sino, también, por el proceso «irregular» y «vio-
lento» de la recaudación misma.145 Para superar la resistencia
de los propietarios y de los concejos municipales, el Gobierno
Militar decretó que, a partir del año fiscal 1922-23 los ingresos
del impuesto territorial se asignarían a los Ayuntamientos y se-
rían destinados a la educación pública. Obviamente, esta era
una maniobra del Gobierno para hacer cumplir el pago del
gravamen.146 A pesar de esto, en octubre de 1923 el síndico de
Santiago informó que todavía no se había recaudado gran parte

143
BM, 31: 1083 (10 diciembre 1921), 9.
144
BM, 31: 1084 (15 diciembre 1921), 12.
145
BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.
146
BM, 32: 1101 (30 diciembre 1922), 18; y Calder, The Impact of Intervention,
112.
Los campesinos del Cibao 401

del impuesto sobre la tierra, señalando que la crisis económica


obstaculizaba el pago.147
Parafraseando una vez más a Scott, puede decirse que el Go-
bierno de intervención intentó estabilizar los ingresos estatales
a costa de los habitantes del campo.148 Al igual que el impues-
to de caminos, la Ley de impuesto territorial representó un claro
distanciamiento de las prácticas tributarias que prevalecían en
la República Dominicana. En ambos casos se prefirió la tribu-
tación directa frente al sistema de tributación indirecta, que
había predominado en el país hasta entonces. Este cambio
conllevó una alteración en la proporción entre los ingresos
aduanales y las rentas internas, que se tradujo en un aumen-
to de los ingresos del Estado. Con las nuevas medidas, sobre
la población dominicana recayó un mayor peso en el sosteni-
miento del aparato estatal. Ya que entonces la población del
país era abrumadoramente rural, la lógica del nuevo sistema
tributario implicó que el campesinado tuvo que soportar una
creciente carga contributiva.
La falta de información cuantitativa no permite calcular
el efecto económico de este impuesto sobre los propietarios,
especialmente cuán oneroso resultó para los campesinos. No
obstante, hay que considerar que este impuesto vino a sumarse
a una serie de tributos que, a principios de siglo, comenzaron
a pesar, cada vez más, sobre la población dominicana. Durante
el siglo xix, las rentas del Estado dependieron, abrumadora-
mente, de las cargas impuestas al comercio de exportación e
importación. A excepción de unos pocos años, en el último
cuarto de dicha centuria las rentas aduanales representaron
más del 95 por ciento de los ingresos totales del Estado.149 Con
el nuevo siglo, las rentas internas comenzaron a ascender; esta
tendencia, muy débil hasta 1905, se fortaleció a partir de 1906

147
BM, 33: 1132 (21 noviembre 1923), 6.
148
Scott, The Moral Economy, 94.
149
Luis Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana,
1875-1975, 2da ed. (Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 69.
402 Pedro L. San Miguel

(gráfica 7.1). Para 1910, todas las formas de tributación inter-


na ya representaban una cuarta parte de los ingresos estatales.
De este último año al 1916 hubo una tendencia a la baja, que
revirtió a partir de 1917. En 1918 el Estado dominicano ob-
tuvo una tercera parte de sus ingresos de las rentas internas
y alcanzó un 43 por ciento en 1920. Durante el período de la
ocupación estadounidense, el crecimiento de esta proporción
fue particularmente impresionante. Al iniciarse el régimen de
ocupación, menos de una quinta parte de los ingresos del Esta-
do provenían de los tributos internos; al marcharse los marines
en 1924, cerca del 60 por ciento de dichos ingresos corres-
pondían a las rentas internas. En vista de esta tendencia y de
las intenciones del Gobierno Militar en establecer una con-
tribución sobre la renta, puede considerarse que el impuesto
territorial constituyó un paso inicial en el proceso de creación
de un régimen fiscal basado fundamentalmente en las rentas
internas, disminuyendo la dependencia del Estado de los in-
gresos aduanales.150 Esto, por supuesto, era favorable para el
aparato estatal; pero para el pueblo dominicano implicó una
mayor carga contributiva.
Aunque el repudio del campesinado al impuesto territorial
no se tradujo en un movimiento articulado, su abarcadora
oposición fue lo suficientemente enérgica como para provocar
serias inquietudes al Gobierno de intervención. Las medidas
fiscales del régimen causaron tal inconformidad entre los pro-
pietarios rurales que la resistencia a dicho gravamen contribuyó
a preparar el ambiente para la campaña nacionalista en contra
de la ocupación estadounidense. Esta oposición fue particular-
mente intensa en la parte norte del país.151 Así, en marzo de
1922, la Junta Directiva de Santiago del Partido Restaurador,

Calder, The Impact of Intervention, 72-5.


150

Calder, The Impact of Intervention, 112-13; y CCS, [Carta del secretario de


151

Estado de Hacienda y Comercio sobre el pago del Impuesto sobre la


Propiedad Territorial], 11 octubre 1927. Cfr. Baud, Peasants and Tobacco,
158-59.
GRÁFICA 7.1
INGRESOS DEL ESTADO DOMINICANO 1900-60

Gómez, Relaciones de producción dominantes en la sociedad dominicana, 1875-1975, 2da ed.,


Los campesinos del Cibao 403

(Santo Domingo: Alfa y Omega, 1979), 93 y 101.


404 Pedro L. San Miguel

«en representación de un numeroso grupo de munícipes», soli-


citó la supresión del impuesto sobre la propiedad y el restableci-
miento de los «antiguos impuestos locales».152 A pesar de ser un
movimiento predominantemente urbano y de su inicial indife-
rencia hacia los reclamos de la población rural, eventualmente
los nacionalistas dominicanos tuvieron que tomar en conside-
ración la oposición a las medidas tributarias del Gobierno. La
oposición al impuesto territorial, que contribuyó a su fracaso,
aceleró la crisis del régimen interventor. Lo reconociese o no, la
intelectualidad nacionalista que luchó por el retiro de las fuer-
zas de ocupación se nutrió de la inconformidad generada por la
política tributaria del Gobierno Militar, especialmente fuerte en
el campo. En cierta forma, los nacionalistas se encontraron en
la cresta de una ola que se originaba en la ruralía.153
Hacia finales de la ocupación, la crisis económica que azotó
al país y la oposición al impuesto territorial hicieron que este
cayese en desuso. Al reconstituirse el Gobierno nacional, en
1924, este restableció la mayoría de los impuestos abolidos por
el Gobierno Militar, además de crear otros. En 1927, el Go-
bierno dominicano intentó acrecentar sus rentas, aumentan-

BM, 32: 1094 (1ro agosto 1922), 14.


152

Las interpretaciones sobre el retiro de las fuerzas estadounidenses de


153

la República Dominicana han destacado principalmente al movimiento


nacionalista de base urbana, o los movimientos armados de base rural en
diversas partes del país, sobre todo en la región del Este. Por otro lado, se
ha prestado poca atención a las formas menos conspicuas de resistencia
popular al régimen de intervención. Ver, por ejemplo: Calder, The Impact
of Intervention, 115-237; Manuel Rodríguez Bonilla, La Batalla de la Bar-
ranquilla (Santo Domingo: Universidad Autónoma de Santo Domingo,
1987); María Filomena González, Línea Noroeste: Testimonio del patriotismo
olvidado (San Pedro de Macorís: Universidad Central del Este, 1985), y
Los gavilleros, 1904-1916 (Santo Domingo: Archivo General de la Nación,
2008); Pablo A. Maríñez, Resistencia campesina, imperialismo y reforma
agraria en República Dominicana (1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE,
1984); y Michiel Baud, «The Struggle for Autonomy: Peasant Resistance
to Capitalism in the Dominican Republic, 1870-1924», en: M. Cross y G.
Heuman (eds.), Labour in the Caribbean: From Emancipation to Independence
(London: Warwick University Caribbean Studies, 1988), 120-40.
Los campesinos del Cibao 405

do el cobro del impuesto territorial. Sin embargo, este intento


confrontó la firme oposición de la población. En una comu-
nicación al secretario de Estado de Hacienda y Comercio, un
grupo de comerciantes y grandes propietarios de Santiago se
quejó de los altos niveles impositivos que sufría el pueblo do-
minicano. Argüían los firmantes que dichos impuestos habían
aumentado sobremanera entre 1916 y 1927; en consecuencia,
consideraban inoportuno el cobro del impuesto territorial.154
Aunque entre 1921-27 el impuesto territorial fluctuó entre el
2 y el 3 por ciento de los ingresos estatales, la creciente carga
contributiva que pesaba sobre el pueblo dominicano, especial-
mente onerosa para las masas campesinas, hacía contraprodu-
cente el intento de renovar su cobro.
El impuesto territorial fue finalmente abrogado en 1935, a
instancias de Rafael L. Trujillo.155 No obstante, la derogación
del impuesto territorial fue compensada con el establecimiento
de otras contribuciones, como el de la «cédula de identidad»,
que era realmente un impuesto sobre el ingreso, e impuestos
como los que se fijaron sobre la producción de arroz.156 Por
lo tanto, en los más de treinta años del régimen trujillista, los
ingresos del Estado continuaron dependiendo mayormente
de las rentas internas. Entre 1935 y 1946 la proporción de in-
gresos estatales provenientes de las tasas y las contribuciones
internas fue particularmente alta; en el primero de estos años
fue del 72 por ciento, llegando a alcanzar el 89 por ciento en
1946. Este patrón fue resultado no solo de la naturaleza depre-
dadora del Estado trujillista sino, también, de la caída de las
exportaciones en esos años, lo que incrementó la importancia
relativa de las rentas internas. Con la recuperación de las expor-
taciones, después de la Segunda Guerra Mundial, aumentaron

154
CCS, [Carta de varios al secretario de Estado de Hacienda y Comercio],
14 septiembre 1927.
155
Joaquín Marino Incháustegui, Historia dominicana, 2 vols. (Ciudad Tru-
jillo: Impresora Dominicana, 1955), 2: 162.
156
Inoa, Estado y campesinos, 186-92.
406 Pedro L. San Miguel

las rentas aduanales y, en consecuencia, las rentas internas


recuperaron los niveles prebélicos.157 De todas maneras, la
preponderancia de las rentas internas frente a los ingresos
aduanales se convirtió en un elemento permanente de la es-
tructura fiscal del Estado dominicano a partir de la ocupación
estadounidense. Este fue otro de los mecanismos de exacción
del poder estatal con respecto a las masas campesinas.
Aunque muchos de los planes para explotar a los campesi-
nos implantados bajo el trujillato fueron un legado de la ocu-
pación estadounidense, los proyectos del dictador no fueron
una mera copia de las políticas del régimen intervencionista.
Más bien, Trujillo urdió sus propios esquemas, orientados, en
primer lugar, a aumentar y perfeccionar la expoliación del
campesinado; y, en segundo, a garantizar la estabilidad política
en el campo. De hecho, ambos aspectos no eran sino los lados
opuestos de una misma moneda. A pesar de que las demandas
del Estado sobre el campesinado aumentaron durante el tru-
jillato, por otro lado el régimen desarrolló un sinnúmero de
programas para ganarse la aquiescencia de los sectores cam-
pesinos. Por eso, las políticas del régimen conllevaron tanto
medidas paternalistas y «pro campesinas» como el uso abierto
de la represión. El examen de algunos de los programas es-
pecíficos de la dictadura muestra la naturaleza de la política
estatal hacia el campesinado.

Dictadura y campesinado:
la política agraria bajo el trujillato

Para poder explotar a la población rural, ya fuese mediante


el uso de su fuerza de trabajo o de la exacción fiscal, era ne-
cesario, ante todo, garantizar la reproducción de la economía
campesina. Fue el campesinado, en efecto, «el blanco sobre

Gómez, Relaciones de producción, 101.


157
Los campesinos del Cibao 407

el que se asentó la dominación económica trujillista».158 Más


aún, durante la dictadura de Trujillo la explotación del cam-
pesinado se convirtió en una política coherente. Esta política
no solo implicó el uso de su fuerza de trabajo, sino también
la integración de los campesinos en la economía de merca-
do como productores de cultivos de exportación y de materia
prima para suplir al incipiente sector industrial. Con esto en
mente, se diseñó un amplio programa agrario que incluía dos
elementos centrales: 1) prevenir la migración masiva de los
campesinos a las áreas urbanas; y 2) la distribución de tierras a
los campesinos desprovistos de ella. Estos dos aspectos estaban
estrechamente relacionados ya que el reparto de tierra era un
medio de evitar la emigración de la ruralía de los campesinos
desposeídos.
La política del régimen con respecto al campesinado con-
llevó mucho más que la creación de una fuente de mano de
obra a ser explotada por el Estado y por los patronos rurales.159
De hecho, durante el trujillato se implantó un tipo de reforma
agraria. Este programa incluía varios aspectos, y pretendía, en
última instancia, integrar a los campesinos en las corrientes
principales de la economía de mercado. Para alcanzar sus me-
tas, el Gobierno inició lo que llegó a conocerse como la «polí-
tica de las diez tareas», que consistió en suplir un mínimo de
tierra a aquellos campesinos que carecían de ella. A través del
reparto de tierra se buscaba fortalecer la producción campesi-
na, lo que prevendría la emigración de la población rural a los
centros urbanos. El fomento de la producción de víveres fue
parte de la política económica diseñada durante los primeros

Cassá, Capitalismo y dictadura, 725.


158

Inoa, Estado y campesinos. La política del régimen se evidencia claramente


159

en una serie de artículos periodísticos publicados por Ramón Marrero


Aristy, con el título de «La posición del trabajador», en 1945. Ver La
Opinión, 5754-5788 (9 agosto-18 septiembre 1945). Agradezco a Raymun-
do González y Roberto Cassá el haberme suministrado copia de estos
artículos.
408 Pedro L. San Miguel

años de la dictadura, conocida como el Plan Trujillo.160 Otra


de las vertientes de este plan fue la «campaña del arado», cuyos
objetivos principales eran fomentar el uso de este implemento
agrícola y aumentar la producción de los campesinos más po-
bres. Este programa vino acompañado de otras medidas que
buscaban mejorar la producción campesina. Tal fue el caso,
por ejemplo, del establecimiento de granjas agrícolas modelo,
de la distribución de semillas y de la difusión de nuevas técni-
cas de cultivo.161 Con estas medidas se esperaba aumentar los
grados de autosuficiencia del campesinado y, en última ins-
tancia, de la economía nacional. Con los mismos propósitos,
el régimen fomentó la producción de víveres para el mercado
interno, además de los cultivos de exportación, y favoreció lo
que se podría denominar la integración vertical del campesi-
nado en la industria, como suplidor de materia prima.162
La implementación y la supervisión de este amplio progra-
ma agrícola recayeron directamente sobre las Juntas Protecto-
ras de la Agricultura.163 Estos organismos, adscritos a la Secre-
taría de Estado de Agricultura, contaban con representación
en las más importantes secciones rurales; estaban compuestos

160
Carlos E. Chardón, Reconocimiento de los recursos naturales de la República
Dominicana (Santo Domingo: Editora de Santo Domingo, 1976), 13-8.
Este informe sobre los recursos del país fue originalmente redactado
en 1939. Como reconoce el autor, el Plan Trujillo ya había sido dado a
conocer en la prensa. Ver también: Inoa, Estado y campesinos, 155-96; y
Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.
161
AGN, SA, 1938, Leg. 324, 31 diciembre 1937.
162
Cassá, Capitalismo y dictadura, 124-31 y 277-307; Maríñez, Agroindustria,
Estado y clases sociales, 9-11 y 31-3; y Frank Moya Pons, Empresarios en con-
flicto: Políticas de industrialización y sustitución de importaciones en la Repúbli-
ca Dominicana (Santo Domingo: Fondo para el Avance de las Ciencias
Sociales, 1992), 23-71. Como muestran Inoa y Baud, muchas de estas
políticas habían sido ensayadas, con éxitos mixtos, antes de la ascensión
de Trujillo al poder. Ver, respectivamente: Estado y campesinos y Peasants
and Tobacco.
163
Inoa, Estado y campesinos, 84-5; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases so-
ciales, 43-4.
Los campesinos del Cibao 409

por miembros destacados de la población del campo. Para el


año 1935, todos los miembros de las juntas seccionales de La
Villanueva, La Atravesada, Guanábano y Estancia del Yaque,
entre otras, fueron identificados como agricultores. Ello su-
giere que estas personas eran fundamentalmente de origen
campesino, aunque seguramente la mayoría pertenecía a los
estratos más acomodados del campesinado. Por otro lado, a
nivel comunal estas juntas eran dominadas por las élites mu-
nicipales, como los grandes propietarios y comerciantes. En
noviembre de 1935, la subjunta de Villa Bisonó (Navarrete)
contaba entre sus miembros a dos hacendados, un comercian-
te-agricultor y tres comerciantes-hacendados. En las juntas sec-
cionales, también podía haber miembros de las élites rurales.
A la junta seccional de El Aguacate pertenecían Aurelio Pérez
(agricultor y alcalde pedáneo de dicha sección), Manuel Peña
(comerciante), Domingo Durán (agricultor) y Santana Disla
(tablajero).164
Una de las principales funciones de las Juntas Protectoras
de la Agricultura fue la repartición de tierra. La distribución
de tierra fue particularmente significativa a mediados de la dé-
cada de los treinta. Según un informe preliminar correspon-
diente a 1935, en ese año fueron distribuidas en las provincias
de Barahona, Azua, Hato Mayor, Monte Cristi, Puerto Plata y
Santiago más de un millón de tareas entre aproximadamen-
te 37,000 agricultores, lo que representa un promedio de 35
tareas.165 La mayor parte de estas tierras fue repartida en las
provincias de Azua y Santiago; en la primera provincia se dis-
tribuyó un tercio de las tierras, mientras que a Santiago corres-
pondió una cuarta parte del total. De los terrenos repartidos
en esta última provincia, el grueso de los mismos pertenecía
al municipio de San José de las Matas (tabla 7.2). Aunque el
documento de marras no detalla el número de beneficiados

AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 5, 28 noviembre 1935.


164

AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, 22 noviembre 1935.


165
410 Pedro L. San Miguel

por municipio, las casi 300,000 tareas repartidas a nivel provin-


cial fueron distribuidas entre 8,657 agricultores. El programa
de reparto de tierras continuó durante los años subsiguientes.
Por ejemplo, en octubre de 1936 el mismo Trujillo ordenó la
entrega de 12,000 tareas, distribuidas entre 1,200 agricultores
del municipio de Valverde.166
En 1936 la Junta de Santiago informó al gobernador que
hasta septiembre de ese año había repartido 228,101 tareas
entre 7,820 agricultores de la provincia. Esto representa un
promedio de 29.2 tareas por agricultor, casi el triple de las 10
tareas fijadas como mínimo por el Gobierno.167 Hacia finales
de la década, el celo de las autoridades en el reparto de tierras
mostró una notable disminución. Según el informe anual de
la Cámara de Comercio del Cibao, para 1939 el total de tierras
repartidas fue de apenas 4,600 tareas, las cuales se distribuye-
ron entre 101 agricultores. Al año siguiente el total de tierras
asignadas a los 105 beneficiados fue de 1,923 tareas, esto es,
tan solo 18 tareas por agricultor.168

166
AGN, GS, 1936, Leg. 5, Exp. 7, 6 junio 1936; y Leg. 4, Exp. 6, 4 octubre
1936.
167
AGN, GS, 1936, Leg. 2, Exp. 2, 3 noviembre 1936.
168
AGN, GS, 1939, Leg. 3, 14 diciembre 1939; y 1940, Leg. 63, s.f. No queda
claro si estas cifras corresponden a toda la región del Cibao o a la pro-
vincia de Santiago únicamente. En cualquier caso, denotan una merma
considerable con relación a los años anteriores.
Los campesinos del Cibao 411

TABLA 7.2
DISTRIBUCIÓN DE TIERRAS EN LA
PROVINCIA DE SANTIAGO, 1935

Localización Tareas %
San José 102,552 34.3
Valverde 71,110 23.8
Santiago* 38,823 13.0
Jánico 32,328 10.8
Peña 30,424 10.1
Navarrete 24,135 8.0
*Además de las tierras repartidas en Santiago, incluye las tareas correspondientes a La
Canela, Licey, Baitoa, Las Lagunas y Gurabo.
Fuente: AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, 22 diciembre 1935.

Otra de las labores primordiales de las Juntas de Agricultura


era fomentar el cultivo de víveres e impulsar la diversificación
de la producción agrícola. Los informes de las Juntas contie-
nen abundantes detalles sobre el particular. Por ejemplo, en la
segunda mitad de la década de los treinta, se efectuó una cam-
paña a favor de la siembra de guineo. A este propósito, se iden-
tificaron los terrenos más apropiados para este cultivo; además,
se ofrecieron indicaciones a los agricultores sobre los métodos
adecuados de siembra, corte y transporte. Buena parte de la
producción de guineos se exportaba al mercado estadouniden-
se. Sin embargo, también se fomentó la producción de frutos
menores para abastecer el consumo local; entre estos sobresa-
lieron la yuca, el maíz, el arroz, las batatas, los plátanos y los fri-
joles.169 En el contexto de los años treinta, cuando la República
Dominicana vivía una profunda crisis motivada por la caída de
sus exportaciones, el reparto de tierras y el fomento de la pro-
ducción para el mercado interno contribuyeron a atemperar el

AGN, GS, 1939, Leg. 13, 4 marzo 1939, 3 abril 1939, 5 mayo 1939 y 1ro
169

julio 1939.
412 Pedro L. San Miguel

azote de la depresión. Lo mismo se puede decir de los intentos


por diversificar las exportaciones, patente en los empeños por
aumentar la producción de frutas, como el guineo y la piña.
En el fondo, la esencia de dichos programas estribaba en
mantener al campesinado adscrito a la tierra. En consecuen-
cia, el Gobierno inició una serie de medidas para aumentar la
tierra disponible para repartir entre los habitantes del campo.
Esto se llevó a cabo a través de una combinación de medidas
que incluían la identificación y la mensura de las tierras perte-
necientes al Estado, la expansión de la frontera agrícola (gra-
cias a la irrigación y el desmonte, por ejemplo) y, finalmente,
mediante la confiscación de tierras a propietarios particulares.
Se pensaba, por ejemplo, que la irrigación de las tierras del
Cibao contribuiría a disminuir la migración de los campesinos
en tiempos de sequía, como solía ocurrir.170 Aunque el dicta-
dor, y sus parientes y allegados retuvieron para sí una parte de
dichos terrenos, no menos cierto es que una porción de estos
se distribuyó entre el campesinado.
La irrigación de tierras áridas fue uno de los medios prin-
cipales para la expansión de la frontera agraria. En el Cibao,
por ejemplo, se ampliaron los canales de riego en la Línea
Noroeste, una de las áreas más secas de la región. El riego
estuvo íntimamente vinculado con el incremento de la pro-
ducción de arroz, cuya expansión durante el trujillato fue
realmente impresionante. Entre 1930 y 1940 la producción
de este grano permitió satisfacer la demanda nacional; en esa
década, su producción prácticamente se cuadruplicó. El au-
mento fue de tal magnitud que la República Dominicana pasó
a ser un exportador de dicho grano.171 A diferencia de otros
productos alimentarios, el cultivo del arroz estaba altamente

170
AGN, GS, 1936, Leg. 5, Exp. 7, s.f. y 2 enero 1936; Inoa, Estado y campesi-
nos; y Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.
171
Cassá, Capitalismo y dictadura, 146-49 y Cuadro No. II-27; 21 años de es-
tadísticas dominicanas, 1936-1956 (Ciudad Trujillo: Dirección General de
Estadísticas, 1957), 68; e Inoa, Estado y campesinos, 196-203.
Los campesinos del Cibao 413

concentrado en un pequeño grupo de hacendados. Junto a la


caña de azúcar, el arroz fue uno de los casos sobresalientes de
agricultura latifundista durante el trujillato. La concentración
del cultivo de arroz se detecta claramente en Valverde, uno de
los principales municipios arroceros en la República Domini-
cana. En 1942, menos de un 7 por ciento de los agricultores
de arroz cultivaban más de dos terceras partes de las tierras
sembradas de dicho grano. Luis L. Bogaert C. x A., nada más,
tenía sobre 30 por ciento de las tierras arroceras de Valverde.
Al otro lado del espectro, aquellos agricultores que contaban
con no más de 100 tareas cultivadas de arroz (quienes cons-
tituían un 75 por ciento de todos los cosecheros del grano),
apenas contribuían con un 7 por ciento de la tierra sembrada
de este producto.172
El control de los grandes productores era más marcado
aún debido a que varios de ellos eran molineros, los cuales
adquirían, procesaban y distribuían el arroz cultivado por los
pequeños y los medianos cosecheros; tal era el caso de Bogaert
y Compañía.173 A pesar de todo, el riego y la expansión del
cultivo del arroz brindaron cierto respiro a los agricultores
cibaeños, abrumados por la falta de mercados en dichas dé-
cadas, primero como resultado de la depresión y luego por
la guerra en Europa. Por ejemplo, la habilitación del canal
Herradura-Amina permitió la incorporación de nuevas tierras
a la siembra del grano. En el año 1944, la zona arrocera de la
provincia de Santiago fue ampliada en 9,000 tareas, gracias a
los terrenos irrigados por el canal Presidente Trujillo. Ese año
también hubo un aumento en la producción promedio por
tarea debido a una preparación de los terrenos más adecuada,

172
AGN, GS, 1942, Leg. 156, 7 octubre 1942. De acuerdo con Inoa, en
general, el cultivo de arroz se distinguía por el predominio de fincas de
tamaño mediano; el caso de Valverde (Mao) era –según él– excepcional
(Estado y campesinos, 204-6).
173
AGN, SA, 1931, Leg. 1, 11 mayo 1931. Sobre los molineros: Inoa, Estado y
campesinos, 192-93.
414 Pedro L. San Miguel

al uso de abonos y a un mejor mantenimiento de los canales


de riego.174
A pesar de la clara conexión entre el riego y el latifundio
arrocero, la distribución de tierras irrigadas permitió a algunos
campesinos –y alimentó las expectativas de muchos más– aban-
donar sus actividades marginales e integrarse a los sectores más
dinámicos de la economía nacional. Cuando César Blas Olivo,
de Guayubín, solicitó 100 tareas junto al canal de Navarrete,
afirmó que estaba cansado de labrar en las lomas, donde no
podía cosechar nada. Bernardo Bueno, de Santiago Rodríguez,
lamentaba su extrema pobreza y el tener que sobrevivir de los
«pequeños negocios» que realizaba en «este medio apartado y
de poco movimiento». Es decir, Bueno pretendía moverse de
la región fronteriza con Haití, donde la actividad comercial era
relativamente escasa, a las regiones irrigadas del Cibao, que se
fueron incorporando a las corrientes principales de la econo-
mía comercial. Para otros, la tierra distribuida representaba una
alternativa a la total desposesión y al trabajo asalariado. Félix
Gómez, de Valverde, aseguró que este era el único medio que
tenía para adquirir tierras. En una petición de 100 tareas, más
dramática aún, Emenegildo Veras, también del municipio de
Valverde, señaló que él era un pobre trabajador, «que solo ten-
go el amparo de mis manos encallecidas por el trabajo en los
campos de labranza ajenas [sic] y, no tengo una pulgada de tie-
rra para trabajar». Onofre Torres, quien se había desempeñado
como fogonero en un aserradero, en Jarabacoa, ganando un
jornal que apenas alcanzaba para cubrir a medias sus necesida-
des, solicitó ayuda para obtener 200 tareas, añadiendo que las
mismas le «permitirían solucionar mi problema de vida».175
Otros solicitantes, por el contrario, hicieron alusión a sus
recursos como medio para validar sus peticiones. Felicia La-

AGN, GS, 1942, Leg. 146, s.f.; y MA, 1944, Leg. 8, 31 diciembre 1944.
174

AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 285, 12 abril 1947; No. 251, 21 abril 1947;
175

No. 234, 20 marzo 1947; No. 253, 14 abril 1947; y No. 246, 17 abril 1947.
Los campesinos del Cibao 415

jara vda. de Pichardo pidió 200 tareas, amparándose en que


tenía recursos económicos para «poner rápidamente en esta-
do de cultivo dicha parcela»; además, mencionó que contaba
con la ayuda de sus hijos varones. Juan Sebastián Reyes, quien
solicitó la misma cantidad de tierra, también alegó que tenía
medios para poner en producción dicho predio, en caso de
serle concedido.176
Pero no fueron únicamente los campesinos pobres los que
se beneficiaron de las tierras irrigadas. Los notables locales, los
funcionarios del Gobierno y los oficiales de las fuerzas arma-
das usaron sus contactos personales para obtener tierras;177 y
sus peticiones solían recibir respuestas extraordinarias y rápi-
das. El 3 de mayo de 1947, Simón Díaz Díaz, miembro de una
de las familias de agricultores más prominentes de Santiago,
solicitó 60 hectáreas de tierra irrigada para la siembra de arroz
y otros cultivos menores. Estos terrenos le fueron otorgados,
el 27 de mayo, «de acuerdo con las instrucciones expresas del
ilustre Jefe del Estado». En otro caso, Carlos R. Fermín, un ofi-
cial retirado del ejército, solicitó 500 tareas, contestándosele
que su petición sería atendida cuando se iniciase el reparto de
tierras. Félix Hermida, general de brigada y jefe de la Policía
Nacional, solicitó 1,000 tareas en Boca de Mao. El día 23 de
junio de 1947, se le notificó que dichos terrenos le serían otor-
gados por concesión de Trujillo.178
Los mismos campesinos, acostumbrados a la política del
clientelismo, y conscientes de su efectividad,179 solicitaban a
sus protectores que mediasen a su favor. Así, Gilberto Arocena
recurrió a Manuel de Jesús Checo, teniente coronel del Ejér-
cito Nacional, para que solicitase 300 tareas a su nombre. Ra-
món A. Tavares, a pesar de haber hecho él mismo la petición,

176
AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 289, 10 abril 1947; y No. 284, 11 abril 1947.
177
Inoa, Estado y campesinos, 86-101.
178
AGN, MA, Leg. 3 8, No. 219, 3 mayo 1947; No. 191, 25 septiembre 1947;
y No. 252, 23 junio 1947.
179
Baud, Peasants and Tobacco, 114-16.
416 Pedro L. San Miguel

hizo constar en la misma que contaba con el respaldo de Vir-


gilio Trujillo, hermano del dictador, y de los Bisonó, una de las
familias más influyentes de Navarrete.180 Como sugieren estos
ejemplos, además de su fin económico, el reparto de tierras
durante el trujillato formaba parte de un complejo sistema de
control social y político que incluía la otorgación de bienes y
favores a cambio de adhesión al régimen.
La colonización interna desempeñó un papel fundamental
en la expansión del fondo agrario durante el trujillato. Los
esfuerzos del Estado se dirigieron, sobre todo, a la coloniza-
ción de aquellas regiones marginales hacia donde el flujo es-
pontáneo de campesinos era más bien escaso. En la región
fronteriza con Haití, donde se estableció un buen número de
estas colonias, hubo también un interés político, encaminado
a lograr la «dominicanización de la frontera».181 Para poner en
vigor este programa, el Gobierno estableció un número de co-
lonias agrícolas en las cuales la tierra se otorgaba en usufructo
a los colonos. En estas colonias, el Estado retenía un gran con-
trol sobre la producción, el financiamiento de las actividades
agropecuarias y el mercadeo de los productos. Los colonos re-
cibían herramientas, viviendas y otros bienes que usualmente
escaseaban en el campo. Evidentemente, el propósito de las
colonias era instituir un campesinado estrechamente vincula-
do tanto al mercado interno como al externo.182
Varias de estas colonias fueron establecidas en el Cibao. En
el municipio de Santiago, por ejemplo, la colonización fomen-
tada por el Estado impartió un gran impulso al sector rural de
Pedro García, ubicado en la Cordillera Septentrional. Hasta
la década de los treinta, Pedro García permaneció como una
de las áreas más aisladas del municipio, a pesar de contar con

180
AGN, MA, Leg. 38, No. 228, 14 mayo 1947; y No. 300, 21 julio 1947.
181
Cassá, Capitalismo y dictadura, 130; Bernardo Vega, Trujillo y Haití: 1930-
1937 (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1988), 132-33.
182
Cassá, Capitalismo y dictadura, 130-31; Inoa, Estado y campesinos, 157-80; y
Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 39-65.
Los campesinos del Cibao 417

excelentes terrenos. A principios de siglo se había intentado


fomentar la colonización de la región. En 1906, por ejemplo,
el ministro de Hacienda contrató a un agrimensor para reali-
zar la mensura de dicha sección rural, donde había una gran
extensión de tierra de propiedad estatal.183 Aunque para esa
fecha en Pedro García se había asentado un número de ocu-
pantes sin título, la falta de caminos apropiados constituía un
serio impedimento al pleno desarrollo económico de la sec-
ción. Para superar este aislamiento, en 1918 uno de los regi-
dores del Ayuntamiento de Santiago recomendó la apertura
de un camino que conectara a Pedro García con esa ciudad.
Según el regidor Espaillat, con buena comunicación, las fami-
lias pobres de las tierras bajas migrarían a esa «rica sección», y
los productos agrícolas se podrían transportar fácilmente a la
ciudad.184 Espaillat fue más lejos, e ideó un plan de coloniza-
ción que incluía hacer propaganda entre los campesinos que
trabajaban en suelos marginales, llamando su atención sobre
la fertilidad de las tierras de Pedro García; además, la sección
sería mensurada, las parcelas debidamente demarcadas, y se
distribuirían herramientas a crédito entre los campesinos que
se asentasen en la región. A principios de la década siguiente,
cuando varias sequías azotaron las tierras bajas del Cibao, se
consideró que la migración de los campesinos a las lomas
contribuiría a aumentar la producción de bienes de subsisten-
cia; igualmente, se pensaba que en esta región se debía fomen-
tar el cultivo del café.185
No fue sino hasta la década de los 30 cuando la sección rural
de Pedro García incrementó su potencial agrícola, gracias al
activo papel asumido por el Estado en la colonización interna

183
ANJR, PN: JD, 1906, t. 2, fs. 326-26v; y BM, 21: 595 (19 octubre 1908), 1.
184
BM, 29: 986 (11 mayo 1918), 3; y 29: 1000 (30 septiembre 1918), 10.
185
BM, 29: 1014 (19 abril 1919), 8-9. Espaillat sometió su propuesta a la
Cámara de Comercio de Santiago en 1922. Debo a Danilo de los Santos
una copia de este documento y la de un informe agronómico sobre la
sección de Pedro García.
418 Pedro L. San Miguel

del país. Hacia 1935 se continuó con la distribución de tierras


entre los campesinos; también se abrieron caminos y se alentó
la agricultura.186 En 1940 la colonia contaba con cerca de 400
colonos y comprendía alrededor de 72,000 tareas, de las cuales
38,000 se encontraban en explotación. De esta última cifra, el
32 por ciento se dedicaba al café, que era el principal producto
comercial en la región montañosa. Otro 34 por ciento se sem-
braba de frutos menores, como arroz, yuca y plátanos.187 Aun-
que el proceso de asentamiento en el país continuó durante
los años cuarenta, luego de una fase inicial de expansión, el
número de colonos y el de tierra bajo cultivo permaneció rela-
tivamente estable durante las próximas dos décadas.188
De las colonias del Cibao, Pedro García fue una de las más
exitosas, tanto en su fomento agrícola como en atraer pobla-
dores. Para finales de 1944, Pedro García contaba con algo
más de 50,000 tareas bajo cultivo; a pesar de que el número
de colonos era de solo 342, el de habitantes sobrepasaba los
3,000. No obstante, una proporción indeterminada de dichos
pobladores habitaba en Pedro García antes de que esta sec-
ción rural fuese declarada colonia estatal.189 En todo caso, el
programa de colonización estatal vino a fortalecer un proceso
de asentamiento que se había venido dando al menos desde
principios del siglo xx. El éxito de otras colonias fue más mo-
desto que el de Pedro García. Entre las colonias correspon-
dientes al Distrito Agrícola de Santiago, se encontraban la de
Hato del Yaque, la de Jaibón y la de Los Almácigos. En Hato
del Yaque, por ejemplo, tanto el número de colonos como el
de tierra cultivada eran muy reducidos; lo mismo ocurría en
Los Almácigos (tabla 7.3). Jaibón, por otro lado, fue algo más

186
AGN, SA, JPA, 1935, Leg. 6, s.f.; GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 22 agosto 1936;
SA, 1938, Leg. 370, 8 marzo 1938; y GS, 1939, Leg. 13, 30 noviembre
1939.
187
AGN, GS, 1940, Leg. 27, 20 mayo 1940.
188
AGN, MA, 1954, Leg. 288, s.f.
189
AGN, GS, 1936, Leg. 3, Exp. 4, 22 agosto 1936.
Los campesinos del Cibao 419

exitosa en cuanto al número de colonos establecidos en ella.


Pero el tareaje cultivado era relativamente bajo, en compara-
ción con el de Pedro García. En esta última colonia, el prome-
dio de tareas por colono era muy superior al de los otros tres
establecimientos. Mientras que en Pedro García esta cifra se
aproximaba a las 150 tareas, en Los Almácigos y Hato del Ya-
que apenas rondaba las 15; en Jaibón era de cerca de 27 tareas.
No obstante estas cifras –un tanto decepcionantes–, al eva-
luarlas hay que considerar las expectativas que la distribución
de tierras generó entre el campesinado. Para muchos cam-
pesinos pobres, la mera posibilidad de obtener tierras en las
colonias estatales se convirtió en un elemento de adhesión al
régimen. En alguna medida, se concebía al programa estatal
como un medio para contrarrestar el proceso de desposesión.
Algunas de las solicitudes de tierra hechas por los campesi-
nos demuestran esta percepción; también sugieren la forma
en que los campesinos manipulaban el discurso oficial para
alcanzar sus metas. Las frecuentes alusiones a la prole que
quedaba desheredada u ociosa por carecer de tierra, eran
una manera solapada de utilizar el discurso dominante, que
pretendía fomentar la laboriosidad de los habitantes de la
ruralía, para ganar la buena voluntad de las autoridades y
obtener los predios solicitados. Así, en su petición por un
predio de tierra, Elía [sic] Echevarría alegaba que deseaba
«encaminar» a sus hijos «por el camino de la agricultura, de
una manera más amplia y propicia». Juan María Batista, de
Cuesta Colorada, solicitó 200 tareas aduciendo que contaba
con 10 hijos, pero que no tenía dónde ponerlos a trabajar.190

AGN, MA, 1947, Leg. 38, No. 205, 3 marzo 1947; y No. 302, 27 de mayo
190

1947.
420 Pedro L. San Miguel

TABLA 7.3
COLONIAS AGRÍCOLAS EN SANTIAGO, 1944

PG LA HY J
Total tareas 57,348 1,884 447 6,848
Tareas cultivadas 50,493 1,300 224 6,685
No. colonos 342 101 15 249
No. habitantes 3,319 295 112 899
PG=Pedro García LA=Los Almácigos HY=Hato del Yaque J=Jaibón
Fuente: AGN, MA, 1944, Leg. 8, 31 diciembre 1944.

El caso de Pedro García ilustra la colonización promovida


por el Estado a partir de la década de los treinta. También
ejemplifica una de las más importantes adaptaciones del cam-
pesinado cibaeño a los cambios económicos del período. El
asentamiento de los campesinos en las regiones montañosas
les permitió involucrarse en actividades económicas en expan-
sión. Tal fue el caso con la producción de café, la cual, a pesar
de sufrir de precios bajos durante los años treinta, comenzó a
recuperarse lentamente durante la Segunda Guerra Mundial,
y prosperó rápidamente luego de finalizada esta. La colonia
de Jamao, en el cercano municipio de Moca, constituye otro
ejemplo de esta adaptación del campesinado al cultivo del café
en las regiones altas del Cibao. En 1937, Jamao contaba con
más de 138,000 tareas cultivadas, especialmente en café y fru-
tos menores.191 Algo parecido puede decirse sobre las tierras
arroceras fomentadas en el Cibao como resultado de la expan-
sión del regadío.
Otro de los medios empleados por el Estado para aumentar
la tierra que se iba a repartir a los campesinos fue la captación
de terrenos de los grandes propietarios. Por ejemplo, según la
«ley de aguas», los propietarios cuyas tierras iban a ser irriga-
das, debían entregar a las autoridades una cuarta parte de las

Cassá, Capitalismo y dictadura, Cuadro No. II-25.


191
Los campesinos del Cibao 421

mismas en retribución por el beneficio que obtendrían con el


riego.192 Sobre todo, se confiscaban tierras baldías con el fin
de distribuirlas, aumentando así la superficie bajo cultivo. En
1935 se repartieron 3,000 tareas en Navarrete, anteriormente
pertenecientes a Tácito E. Cordero; igual cantidad de tierras
se distribuyó en la sección de La Herradura, obtenidas por las
autoridades de Enerio Gómez.193 En áreas de poca densidad
poblacional, donde había enormes concentraciones de terre-
nos incultos en pocas manos, el programa de reparto de tierras
se convirtió en un incentivo para la migración interna. Desde
Cotuí, la Junta Comunal Protectora de la Agricultura informó
en 1936 que existían más de 100,000 tareas de terreno virgen
disponibles para ser distribuidas. Debido a que la mayoría de
los habitantes de dicha común ya estaban «posesionados», se
sugirió que se asentasen en dichas tierras a los «desocupados»
de Santiago que hubiesen solicitado terrenos.194
En ocasiones, entre los campesinos sin tierra surgieron ex-
pectativas con relación a propiedades determinadas. Oscar
Peña, de Santiago, solicitó que se le concediesen las 40 tareas de
tierra entregadas por un tal Damico [?] Marrero en virtud de la
«ley de cuota parte», como también se conoció a la ley de aguas.
Por su parte, Alberto Mercado, de Guatapanal, pidió que se le
concediesen en colonato las 94 tareas obtenidas por el Gobier-
no de José Taveras mediante esa legislación. Mercado adujo que
era un arrendatario y que en ese año se vencía su contrato, por
lo que quedaría sin terrenos donde trabajar.195
Las medidas tomadas por el Gobierno para obtener y
distribuir tierras no dejaron de acarrear problemas. Por

192
Inoa, Estado y campesinos, 94-101. De acuerdo con este autor, los cam-
pesinos se beneficiaron mínimamente de estas tierras, yendo a parar la
mayor parte de ellas a manos de la claque trujillista, de los funcionarios
y los militares, y de los sectores rurales más acomodados.
193
AGN, GS, 1935, Exp. 5, s.f.
194
AGN, GS, 1936, Leg. 7, Exp. 12, 26 febrero 1936.
195
AGN, MA, 1950, Leg. 112, 20 mayo 1950; y Leg. 113, 10 septiembre 1950.
422 Pedro L. San Miguel

ejemplo, J. Francisco Asencio se quejó ante el gobernador


de Santiago porque sus propiedades en Mao habían sufrido
daños, causados por los colonos asentados en las 3,000 ta-
reas que había repartido el Gobierno. Según él, le habían
robado alambres y miles de espeques; además, se habían
abierto brechas en sus fincas, «invadiéndolas los transeún-
tes». Como si fuera poco, los colonos establecidos en sus
antiguas propiedades lo habían hecho de forma ilegal, ya
que no contaban con los documentos debidos.196 Este caso
sugiere, entre otras cosas, que algunos campesinos, aprove-
chando el espacio ofrecido por las políticas estatales, inten-
taron adelantar sus exigencias más allá de lo previsto por
las autoridades. Otros fueron más cautelosos y trataron de
canalizar sus demandas a través de las vías aceptadas. Así, un
grupo de campesinos sin tierra de San José Adentro orga-
nizó una cooperativa y recabó el apoyo del Gobierno en la
compra de una propiedad en La Vega. Sin embargo, en vez
de concedérsele el préstamo de $12,000 que solicitaron, se
les ofreció tierra del Estado. Dicha oferta fue rechazada por
los cooperativistas aduciendo que, en ese caso, tendrían que
abandonar su lugar de residencia y «olvidar los propósitos
de la Cooperativa de Crédito a que pertenecen». Finalmen-
te, se sugirió a esos campesinos que remitieran su petición
al Banco de Crédito Agrícola e Industrial.197
Como resultado de los programas estatales, a veces surgían
conflictos entre los aspirantes a ocupar determinados terrenos.
En 1944 se tuvo que suspender la venta de unas tierras esta-
tales ubicadas en Hatillo de San Lorenzo debido a que esta-
ban «ocupadas por terceras personas en calidad de colonos».
Estos colonos ya habían realizado inversiones en esa parcela,
además de que habían solicitado su compra a las autoridades.
En efecto, el 22 de noviembre de 1943, Héctor A. Méndez

AGN, GS, 1940-41, Leg. 119, 19 febrero 1941.


196

AGN, MA, 1954, Leg. 288, 17 abril 1954.


197
Los campesinos del Cibao 423

Saint-Hilaire y J. Antonio Reyes habían solicitado la compra


del susodicho terreno. Alegaban en su petición que estaban
en posesión de ese predio, «por recomendación del Honora-
ble Presidente Trujillo», desde hacía varios meses y que habían
invertido sobre $1,200 para ponerlo en condiciones producti-
vas.198 Por otro lado, las medidas estatales no dejaron de afec-
tar negativamente a sectores campesinos. Román de Vargas es-
cribió al mismo Trujillo indicándole que su anciano padre, un
octogenario, tenía una finca de cerca de 80 tareas dedicadas a
la crianza de animales. Debido a la ley de cuota parte, su padre
debía entregar una porción de su propiedad. Ya que las tierras
irrigadas eran declaradas zonas agrícolas, al cederse dicha por-
ción de la finca a otra persona, serían tumbados los árboles de
la misma, afectándose negativamente la crianza de animales
de «este pobre anciano que solo cuenta con esta poquita de
tierra para su sustento».199
La expansión de la frontera agraria y el reparto de tierras
entre el campesinado –ya fuese en usufructo o en plena pro-
piedad– formaron parte central de la política de fortaleci-
miento de la agricultura dominicana durante la dictadura
trujillista. Hasta cierto punto, esta política previno la total
desposesión del campesinado. Con pocas excepciones, la
producción de víveres para el mercado interno continuó
predominantemente en manos de los campesinos. Aun en
el arroz, cuya producción estaba más concentrada que la de
otros cultivos, había una producción campesina de alguna
importancia. Pero esto era así sobre todo en el arroz de seca-
no; en el caso del grano que se cultivaba bajo riego, la produc-
ción estaba más concentrada en los grandes propietarios.200
Esta es, por supuesto, una situación típica: los cultivos de baja
renta tienden a predominar entre los pequeños productores;

198
AGN, MA, 1944, Leg. 8, 5 enero 1944 y 22 noviembre 1943.
199
AGN, MA, 1950, Leg. 112, 20 marzo 1950 y 20 mayo 1950.
200
Inoa, Estado y campesinos.
424 Pedro L. San Miguel

mientras que los sectores rurales más acomodados dominan


los productos de mayor rentabilidad. En la República Domi-
nicana, no obstante, el campesinado continuó jugando un
papel estelar en la producción de cultivos comerciales como
el tabaco, el café y el cacao.
Aun el establecimiento de manufacturas durante el trujilla-
to descansó en gran medida sobre la producción campesina.
Varias de dichas industrias dependían del campesinado para el
suministro de su materia prima. Tal fue el caso de la Yuquera,
una subsidiaria de la Corn Products Company establecida en el
Cibao con el fin de producir almidón de yuca, que era expor-
tado al mercado estadounidense. En 1940, luego de una déca-
da de operaciones, la Yuquera elaboraba 13,800,000 libras, lo
que representaba menos del 4 por ciento del almidón de yuca
exportado desde Java, el principal productor mundial, a los
Estados Unidos.201 A pesar de lo modesto de estos resultados,
el establecimiento de esta compañía en un campo de Santia-
go tuvo importantes repercusiones para los campesinos del
Cibao. Para finales de la década de los treinta, la CAD había
incorporado como suplidores de yuca a un número considera-
ble de campesinos. De acuerdo con el gobernador de Santiago
en 1937, en el trayecto entre Matanzas-Puñal-Burende, la CAD
contaba con cerca de 5,000 suplidores. Otros testimonios
refieren la influencia que ejercía la Yuquera en diversas sec-
ciones del Cibao. Agricultores de Moca, Jamao, San José de
las Matas, Jánico, Esperanza, Luperón, Imbert, Pedro García
y Puerto Plata, entre otras comunes, sembraban yuca para la
CAD.202 El interés de la compañía en aumentar el número de
suplidores la llevó a cooperar con las autoridades en la cons-
trucción de carreteras y en el fomento del cultivo de dicho
tubérculo en las colonias estatales. La colonia de Jamao, por

201
AGN, GS, 1940-41, Leg. 122, 9 enero 1941; y Maríñez, Agroindustria, Es-
tado y clases sociales, 87-8 y 93-5.
202
AGN, GS, 1937, Exp. 10 [13], 5 abril 1937; y 1949, Leg 27, 6 septiembre
1940.
Los campesinos del Cibao 425

ejemplo, hizo del cultivo de yuca para la CAD una de sus prin-
cipales actividades agrícolas.203
La elaboración de aceite representa otro ejemplo de este
patrón. Como resultado del establecimiento de una industria
productora de aceite, empresa en la cual el mismo Trujillo es-
taba involucrado, el Estado fomentó activamente el cultivo de
maní, que era su materia prima. La promoción de dicho cul-
tivo incluyó el hacer propaganda entre el campesinado, alen-
tando la siembra de maní, y el reparto de semillas. Aunque
la «campaña del maní» tuvo un comienzo vacilante, durante
la posguerra la producción de este grano mostró uno de los
aumentos más extraordinarios de la agricultura dominicana.
Mientras que entre 1940-44 la producción promedio de maní
fue de algo más de 6,000 kilos, en el quinquenio siguiente al-
canzó los 9,500, llegando a sobrepasar los 20,000 kilos en los
años de 1950-54.204
Además de sus políticas económicas, la intervención del Es-
tado en el campo se sintió de muchas otras formas. Durante
el trujillato, el Estado aumentó su intervención como media-
dor entre los diversos sectores sociales. Al respecto, la política
agraria del régimen actuó en ocasiones como un catalítico, ya
que su implementación suscitó tensiones entre los campesi-
nos y los grandes propietarios. Este fue, por ejemplo, el caso
de nueve campesinos sin tierra que invadieron la propiedad
de Melchor González, en Valverde –alegadamente siguiendo
órdenes de Trujillo–, y que posteriormente fueron desaloja-
dos. Los campesinos desahuciados le escribieron a Trujillo,
solicitándole que enviara un «militar de confianza» a zanjar la
disputa ya que los oficiales civiles se habían abanderado con

203
AGN, GS, 1940-41, Leg. 122, 9 enero 1941; SA, 1938, Leg. 341, 19 mayo
1938; y GS, 1940, Leg. 27, 5 agosto 1940.
204
Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 95-7; AGN, SA, 1938, Leg.
324, 31 marzo 1938; GS, 1940, Leg. 59, 12 abril 1941; y 1941, Leg. 108, 30
junio 1941. Las cifras de producción de maní son reproducidas en Cassá,
Capitalismo y dictadura, tabla II-4.
426 Pedro L. San Miguel

los terratenientes.205 Las disputas por el control de las aguas


o por el acceso a los caminos eran frecuentes en la ruralía;
de no resolverse a base de consensos locales, era frecuente
recurrir a las autoridades estatales para que estas dirimiesen
los conflictos. Y las decisiones a veces podían favorecer a los
campesinos.206
Los campesinos también apelaban a las autoridades en
caso de que surgiesen disputas con las firmas comerciales y
manufactureras a las que vendían sus cosechas. En 1941, por
ejemplo, varios agricultores escribieron al gobernador de la
provincia de Santiago alegando que la Yuquera incurría en
prácticas nocivas para los cosecheros; por lo tanto, recabaron
su intervención en este asunto. Con relación a esta empresa
en particular, el Gobierno intentó que aumentase el precio
pagado a los cosecheros por la yuca cultivada.207 En otra oca-
sión, el secretario de Agricultura intervino en una disputa en-
tre los cosecheros de tabaco de Luperón, en Puerto Plata, y
los compradores de la hoja.208 Aunque no había garantías de
que las soluciones a las discrepancias favoreciesen a los cam-
pesinos –como en el caso anterior, en el cual los cosecheros
finalmente tuvieron que vender su tabaco al precio impuesto
por las firmas comerciales–, el hecho de que tales peticiones se
realizaran es un indicio de la efectividad del régimen en pro-
yectar (e imponer) la imagen del Estado como árbitro social.
Y ese poder no siempre se ejercía en contra de los campesinos.
Así, para mediados de la década de los cincuenta, las firmas ta-
bacaleras se quejaban de la gran «cantidad de hoja suelta que

205
AGN, GS, 1935, Exp. 5, 8 marzo 1935; y 1936, Leg. 7, Exp. 12, s.f.
206
Para algunos ejemplos: AGN, GS, 1936, Leg. 4, Exp. 6, s.f.; Leg. 3, Exp.
4, 20 enero 1936; 1939, Leg. 13, s.f.; 1940-41, Leg. 122, 10 enero 1941; y
1942, Leg. 152, s.f.
207
AGN, GS, 1941, Leg. 116, 15 octubre 1941; Leg. 107, 9 junio 1941; y 1939,
Leg. 3, 14 diciembre 1939.
208
AGN, MA, 1956, Leg. 715, 12 diciembre 1955, 14 enero 1956 y 20 enero
1956.
Los campesinos del Cibao 427

los compradores… se [veían] obligados a adquirir de los cose-


cheros». De acuerdo con ellas, esto era resultado de la política
del régimen de garantizar un precio mínimo a los cosecheros
de tabaco, lo que alentaba la venta de hojas de baja calidad.209
Independientemente de lo demagógico que resultase la
postura mediadora del régimen trujillista, esta constituyó uno
de sus mecanismos principales para legitimar la hegemonía
del Estado sobre la sociedad, en particular sobre el campesina-
do.210 La distribución de tierras, el fomento de la producción
campesina, la apertura de caminos y la facilitación de crédito
se dirigieron, en primera instancia, a viabilizar el modelo eco-
nómico impuesto por la dictadura. En este modelo, las em-
presas del tirano tenían un papel central. Pero estas medidas
también contribuyeron, junto a cierta imagen paternalista pro-
yectada por el régimen –la cual no disminuía en nada su posi-
ción autoritaria y represiva–,211 a crear una base campesina de
apoyo al Estado. No en balde la propaganda oficial presentaba
a Trujillo como «el mejor amigo de los hombres de trabajo
del campo» y como «protector del campesinado», adjudicán-
dole al dictador los adelantos de la agricultura dominicana.212
Al respecto –como ha destacado Orlando Inoa–, el Partido
Dominicano y las Juntas Protectoras de Agricultura jugaron un
destacado papel como agentes de mediación entre el régimen
trujillista y las masas campesinas.213

209
AGN, GS, 1956, Leg. 715, 10 enero 1956.
210
Maríñez, Resistencia campesina, 73-94.
211
Para sugestivas discusiones sobre la relación entre el paternalismo y la
represión, ver Eugene D. Genovese, Roll, Jordan, Roll: The World the Slaves
Made (New York: Vintage Books, 1976), esp. 3-7 y 661-65; y Elizabeth Fox-
Genovese y Eugene D. Genovese, Fruits of Merchant Capital: Slavery and
Bourgeois Property in the Rise and Expansion of Capitalism (Oxford: Oxford
University Press, 1983), passim.
212
Maríñez, Resistencia campesina, 77-8. Como ejemplos de la propaganda
hecha entre los campesinos a favor del régimen, ver AGN, GS, 1936, Leg.
7, Exp. 12, 26 septiembre 1934 y 8 septiembre de 1936.
213
Inoa, Estado y campesinos, 70-6.
428 Pedro L. San Miguel

A pesar del innegable crecimiento de varios renglones


de la agricultura durante el trujillato, un análisis más abar-
cador de este período muestra importantes fisuras en la
sociedad rural. En primer lugar, no todos los campesinos
pudieron obtener tierras estatales. El síndico de Valverde
señalaba en 1942 que en esa común había muchos hom-
bres que no tenían tierra y que vivían «constantemente tra-
bajando como jornaleros». 214 En segundo lugar, aun cuan-
do los campesinos producían tanto víveres como cultivos
comerciales en las tierras que se les otorgaban, a menudo
eran incapaces de subsistir meramente de los ingresos
que obtenían de sus predios. En ocasiones, la cantidad de
tierra distribuida a los campesinos no era suficiente para
sostener a una familia; seguramente tal fue la situación de
buena parte de los campesinos que recibieron el mínimo
de 10 tareas establecido por la política oficial. Otras veces
los campesinos recibían tierras marginales, lo que también
representaba un lastre para la economía de las familias
campesinas. Para los campesinos que recibieron predios
mínimos o inadecuados, el terreno asignado apenas cum-
plía la función de conucos de subsistencia. Por lo tanto,
muchos de los campesinos que recibieron tierras estatales
tuvieron que complementar su ingreso de otras formas.
Aunque en ocasiones podían arrendar tierras adicionales
o cultivar conucos en aparcería, la insuficiencia de los pre-
dios asignados llevó a estos campesinos a buscar trabajo
como jornaleros. Para sintetizar, la política de las 10 ta-
reas contribuyó al desarrollo de una «fuente de trabajo
semiproletario», para usar el término de Alain de Janvry.215
A largo plazo, el programa de repartición de tierras contri-
buyó al avance del minifundismo, y a proveer a la naciente

AGN, GS, 1942, Leg. 156, 14 septiembre 1942.


214

De Janvry, The Agrarian Question, 84. Maríñez ha destacado este aspecto


215

de la reforma agraria trujillista. Ver Agroindustria, Estado y clases sociales,


43-4 y 106-9.
Los campesinos del Cibao 429

burguesía agraria y a los campesinos ricos con una mano de


obra barata.216
Como ha señalado Pablo Maríñez, los latifundistas usaron
el programa estatal de repartición de tierras como un medio
para atraer a los campesinos hacia áreas donde confrontaban
dificultades para satisfacer su demanda de mano de obra, o
hacia regiones donde deseaban realizar mejoras a sus propie-
dades a expensas del trabajo de los campesinos. Por ejemplo,
el 24 de noviembre de 1953 el periódico El Caribe publicó un
anuncio en el cual se manifestaba la disposición del Gobierno
para distribuir tierras. De acuerdo con dicha nota, en los luga-
res donde no hubiera terrenos estatales, los solicitantes debían
indicar en sus peticiones los nombres de aquellos terratenien-
tes que poseyesen tierras vírgenes de forma que el Gobierno
pudiese hacer arreglos con estos propietarios «para donar la
tierra a los solicitantes».217 Pero cuando las peticiones comen-
zaron a ser contestadas, quedó demostrado que muchas de las
expectativas de los campesinos eran erróneas. Miguel Paula
solicitó un predio «porque pensó que el gobierno iba a regalar
la tierra»; sin embargo, se le ofreció convertirse en colono (es
decir, aparcero) en la hacienda de Joaquín Ortega. Eleuterio
Vásquez, quien también creyó que la tierra se distribuiría en
propiedad, afirmó que él había sido uno de los colonos de
Ortega pero que no deseaba continuar siendo su aparcero.218
Con toda probabilidad, Ortega, un gran terrateniente de San
Francisco de Macorís, intentó usar como carnada la oferta gu-
bernamental con el fin de crear una fuerza laboral compuesta
por colonos. Los colonos desmontarían y cultivarían de café
sus tierras, ubicadas en el sector rural de Naranjo Dulce.219

216
Cfr. Wilfredo Lozano, Proletarización y campesinado en el capitalismo agro-
exportador (Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo,
1985), 87-142.
217
El Caribe (24 noviembre 1954).
218
AGN, MA, 1954, Leg. 278, 9 marzo 1954.
219
AGN, MA, 1954, Leg. 278, 10 febrero 1939.
430 Pedro L. San Miguel

Durante el trujillato, el Estado y las clases dominantes au-


mentaron su capacidad de explotación del campesinado. Esto
se logró a través de diversos medios que incluían, entre otros,
la imposición de tributos a los campesinos y el uso de su fuerza
de trabajo en obras públicas; también conllevó su empleo en
empresas privadas. Por ejemplo, ante la perspectiva de no po-
der realizar la zafra del Ingenio Monte Llano, de Puerto Plata,
por falta de braceros, E.J. Kilbourne solicitó en 1939 la conni-
vencia de las autoridades para obtener los 1,000 trabajadores
que necesitaba. Por órdenes de Trujillo, se comunicó al gober-
nador de Puerto Plata y al general Estrella que proporciona-
sen a Kilbourne «toda la ayuda posible para obtener braceros
dominicanos que realicen los trabajos necesarios para la zafra»
en dicho ingenio.220 Pero, sobre todo, implicó la extracción
de excedente de los campesinos en la «esfera de la circula-
ción». Para lograr tal fin, empero, era necesario mantener a
los campesinos como productores directos. En gran medida,
la política económica del régimen trujillista se dirigió a crear
un campesinado funcional para dicho modelo. Además de sus
evidentes propósitos económicos, esto constituyó uno de los
fundamentos de la estabilidad política del régimen.
Sin embargo, las políticas campesinistas del régimen no
impidieron la diferenciación social del campesinado; por su-
puesto, este no era uno de sus fines. Más bien, las medidas
tomadas durante el trujillato se orientaron a mantener y aun
a ampliar las diferencias económicas y sociales existentes en-
tre el campesinado dominicano. Tal fue el caso del trabajo
semiproletario que se desarrolló gracias a la repartición de
pequeños predios entre los sectores más pobres del campesi-
nado. A pesar de que estos minifundistas pudieran verse a sí
mismos como propietarios, su acceso a la tierra era realmente
limitado; de forma creciente, tuvieron que depender del tra-
bajo asalariado o de la aparcería para, a duras penas, ganarse

AGN, MA, 1939, Leg. 6, 8 febrero 1939 y 10 febrero 1939.


220
Los campesinos del Cibao 431

la vida. En todo caso, constituían un grupo social en transición


que ya no representaba al tradicional campesino propietario
del Cibao de principios de siglo.221 Resulta elocuente que, a pe-
sar de los intentos por evitarlo, los campesinos continuarán su
éxodo a las ciudades durante las décadas de los cuarenta y los
cincuenta. En 1942, por ejemplo, se celebró una reunión de
los gobernadores de las provincias del Cibao donde se planteó
que los campesinos continuaban abandonando sus trabajos
agrícolas, yéndose a vivir a los poblados, donde se convertían
en «parásitos y vagos».222 En la década siguiente, la migración
campesina aumentó, impulsando al dictador a exigir que se
tomasen medidas para evitar dicho éxodo.223
Hasta en las colonias auspiciadas por el Estado aumentaron
las diferencias económicas y sociales.224 A principios de la dé-
cada de los cincuenta, la transferencia de propiedades en las
colonias agrícolas alcanzó tales proporciones que las autorida-
des llegaron a preocuparse seriamente. A menudo los colonos
pobres transferían las mejoras de sus predios a los agricultores
más prósperos.225 Más adelante, cuando el Gobierno decidió
vender las parcelas en las colonias agrícolas, muchos colonos
no pudieron adquirirlas por falta de recursos. Luis Madera, de
Valverde, transfirió 45 tareas con sus mejoras a Ramón A. Peña

221
Richard Frucht, «A Caribbean Social Type: Neither Peasant nor Proleta-
rian», en: Michael M. Horowitz (ed.), Peoples and Cultures of the Caribbean
(Garden City, NY: The Natural History Press, 1971), 190-97; y Sidney
W. Mintz, «The Rural Proletariat and the Problem of Rural Proletarian
Consciousness», JPS, 1 (1974): 291-325.
222
AGN, GS, Leg. 152, 2 mayo 1942.
223
Incháustegui, Historia dominicana, 2: 375. Sobre el proceso de migración
del campo-ciudad, ver Isis Duarte, Capitalismo y superpoblación en Santo
Domingo: Mercado de trabajo rural y ejército de reserva urbano, 2da ed. (Santo
Domingo: CODIA, 1980). Maríñez señala que el éxodo hacia las ciuda-
des aumentó en la década de los cincuenta (Agroindustria, Estado y clases
sociales, 108). Los documentos citados sugieren que desde inicios de la
década de los cuarenta este proceso se estaba acelerando.
224
Inoa, Estado y campesinos, 157-80.
225
AGN, MA, 1950, Leg. 112, 23 noviembre 1950.
432 Pedro L. San Miguel

Fernández. Aunque Madera invirtió todo su dinero en esa


parcela, obtuvo –según sus palabras– «muy poca cosa» debido
a la escasez de agua. Algo similar le ocurrió a Ramón Emilio
Ferreira, quien se vio obligado a transferir 100 tareas de tierra
al mismo Peña Fernández. Otras veces los campesinos fueron
víctimas de cuantiosas deudas. Hasta aquellos que contrajeron
deudas con parientes y allegados tuvieron en ocasiones que
ceder sus predios a estos.226 Aunque no se puede descartar que
tales transferencias fuesen una estrategia de los campesinos
para evitar la desposesión total, tales traspasos testimonian, de
por sí, las diferencias económicas que existían entre el cam-
pesinado. Es decir, independientemente de su relativo éxito
económico, las medidas estatales no pudieron detener las cre-
cientes diferencias sociales en el campo. Las formas de parti-
cipación del campesinado en la economía agraria se volvieron
más complejas y variadas a medida que su acceso a recursos
como la tierra y la fuerza de trabajo se tornaba más desigual.
Sin embargo, el modelo económico-social de la dictadura
distó mucho de pretender lograr un despojo absoluto del
campesinado dominicano, con el fin ulterior de adelantar
el proceso de formación de un proletariado rural, carente
de todo acceso a la tierra. En más de un sentido, la dictadu-
ra trujillista representó un esfuerzo por imponer un mode-
lo de organización social que conllevaba la existencia de un
campesinado plenamente integrado, de formas diversas, a la
producción mercantil.227 Por ello, su política agraria no se
puede comprender exclusivamente a partir de la dicotomía
campesino/proletario, tan cara a determinados estudios sobre
el campesinado. Tampoco se puede entender solamente en el
sentido de la explotación del campesinado por una camarilla
dominante: para el campesinado dominicano, el trujillato fue

226
AGN, MA, 1950, Leg. 113, 16 febrero 1950, 24 agosto 1950, 2 octubre
1950, 9 octubre 1950, 10 octubre 1950, y 18 octubre 1950.
227
Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales.
Los campesinos del Cibao 433

mucho más que la implantación de un modelo económico di-


rigido al enriquecimiento de un despiadado dictador. Aunque
la dictadura diseñó sus propios planes y proyectos, muchas de
las características sobresalientes de la Era de Trujillo fueron
una prolongación de tendencias de largo plazo, presentes en
la sociedad dominicana al menos desde inicios del siglo xx. Al
respecto, la relación del campesinado con lo que Carlos Marx
denominó su «laboratorio natural» –esto es, la tierra– es un
caso ejemplar.
Uno de los principios fundamentales de la política agraria
durante el trujillato fue la vinculación del campesinado a la
tierra. Para alcanzar esta meta, el Estado puso en vigor una
política que comprendía un programa campesinista, acom-
pañado de medidas represivas y de un dirigismo económico
estatal. A través de la expansión de la frontera agraria, del es-
tablecimiento de las colonias agrícolas y de la venta de tierras,
el Estado contribuyó a frenar la total separación del campe-
sinado de la tierra. Pero a medida que el Estado afianzaba su
posición como árbitro de la sociedad, fue capaz de imponer
límites a la relación de los campesinos con la tierra. En otras
palabras, una de las características dominantes de la Era de
Trujillo fue la creciente capacidad del Estado en hacer cumplir
una política económica, a la vez que definía las relaciones de
propiedad. Este principio ya era evidente décadas antes; su ex-
presión legal fueron las leyes agrarias aprobadas a principios
del siglo. Económica y socialmente, esta tendencia se manifestó
en las crecientes dificultades encaradas por el campesinado
para controlar y expandir sus recursos de forma autónoma, sin
que mediase la presencia estatal. Por ejemplo, mientras que
hasta principios del siglo xx el campesinado había ocupado el
suelo de manera fundamentalmente espontánea e indepen-
diente, a partir de la década de los treinta, la colonización de
tierras vírgenes, el establecimiento de nuevos asentamientos y
la explotación del suelo fueron regulados cada vez más por el
Estado.
434 Pedro L. San Miguel

Algo similar puede decirse acerca de la creciente capacidad


del Estado de expoliar a los campesinos gracias al uso de su
fuerza de trabajo. Como han expuesto Brea y Baud, a princi-
pios del siglo xx, los intentos por controlar la fuerza laboral
de la población dominicana fueron acompañados por una
serie de medidas que pretendían regular las prácticas sociales,
religiosas y el ocio de los sectores rurales.228 Estos propósitos
del poder se evidencian en sus esfuerzos por regular las fiestas
rurales, o en su represión de determinadas prácticas religiosas,
como el vudú.229 Durante el trujillato, esta percepción quedó
plasmada en el discurso oficial en pro del trabajo y del campe-
sinado; su contraposición fue la condena del ocio y del vago.
El noble propósito de fomentar la agricultura quedó vincu-
lado, en este discurso, a los esfuerzos del gobernante, quien
pretendía encarnar, en última instancia, los ideales patrios.
Las décimas de Eulogio «Coquito» Carda, encargado de cantar
loas al régimen, ilustran esta visión:

Visité la Población
de Altamira y me fijé
que allí a distancia se vé
en muy buena condición,
la agricultura en porción

Brea, Ensayo sobre la formación; y Baud, Peasants and Tobacco, 165-71.


228

BM, 27: 853 (26 julio 1915), 1-2; 27: 854 (29 julio 1915), 1; y 29: 986 (11
229

mayo 1918), 8. Otros ejemplos en Baud, Peasants and Tobacco, 168-69.


En el caso del vudú, también se daba el elemento de estar asociado a
Haití, lo que aumentaba más aún el prejuicio contra él. Ver Carlos Este-
ban Deive, Vodú y magia en Santo Domingo (Santo Domingo: Fundación
Cultural Dominicana, 1988), esp. 163-70. Hay una vasta literatura sobre
las percepciones dominicanas respecto de Haití. Ver Pablo Maríñez
(ed.), Relaciones domínico-haitianas y raíces histórico culturales africanas en
la República Dominicana: Bibliografía básica (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1986); y Pedro L. San Miguel, «Discurso
racial e identidad nacional en la República Dominicana», en: La isla
imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española, 2da ed. (San Juan y
Santo Domingo: Editorial Isla Negra y Ediciones Manatí, 2008), 59-100.
Los campesinos del Cibao 435

toda con comodidad


frutos en balbaridad
presentan los cosecheros
allí son todos sinceros.
con Dios, Patria i Libertad.

Los miembros del gran Poblado


son todos cooperadores,
i así los agricultores
permanecen desvelados,
tumbando por todos lados
montes con facilidad
por darle vitalidad
a la gran agricultura
i a Trujillo la figura
de Dios, Patria y Libertad.230

Tales medidas respondían a los esfuerzos del poder central


por encuadrar a la población, especialmente a la de origen
campesino, dentro de moldes económicos, políticos y cultu-
rales que estuviesen más a tono con la lógica del mercado y
con las particulares exigencias del régimen trujillista. Por
esto, aunque durante el trujillato el campesinado dominicano
continuó siendo muy numeroso, se encontró en una posición
harto distinta a la de sus antepasados. Primero, porque la si-
tuación de «recursos abiertos» prevaleciente a principios del
siglo xx había cambiado radicalmente para la década de los
cincuenta. A medida que la República Dominicana acrecentó
su participación en la economía de mercado, la tierra se tor-
nó cada vez más en un recurso preciado y limitado.231 Para el

230
AGN, GS, 1936, Leg. 7, Exp. 12, 8 septiembre 1936. He mantenido la
grafía original. Ver, también: Andrés L. Mateo, Mito y cultura en la Era
de Trujillo (Santo Domingo: Librería la Trinitaria e Instituto del Libro,
1993), 205-7.
231
Cfr. Baud, Peasants and Tobacco, 211-17.
436 Pedro L. San Miguel

creciente número de pequeños propietarios, esto se tradujo


en una pérdida de flexibilidad económica en la medida en que
disminuyó su capacidad de subsistir a base de sus predios y del
trabajo familiar; igualmente, mermaron sus posibilidades de
expandir sus tierras. El Estado, por otro lado, aumentó su po-
sición como «reclamante». También fue capaz de imponer las
reglas del juego, distribuyendo recursos y dirigiendo las ener-
gías de la sociedad. A corto plazo, este mayor control permitió
al régimen imponer sus políticas económicas; a largo plazo,
conllevó una mayor subordinación del campesinado al Estado,
con su consecuente pérdida de autonomía.
Conclusiones
Los campesinos del Caribe:
una perspectiva cibaeña

Durante el siglo xix, la sociedad rural en la República Domi-


nicana retenía muchas de las características que adquirió duran-
te el período colonial. Tal era el caso con la estructura agraria.
La mayoría de las tierras del país permanecían vírgenes; de los
pocos miles de hectáreas que se encontraban bajo explotación,
una parte considerable era dedicada a la ganadería extensiva
y a la agricultura en pequeña escala. Mientras que la tierra era
abundante, la población, por el contrario, era escasa. En más
de un sentido, la República Dominicana continuaba siendo una
región de frontera. La debilidad del Estado no era sino otra ex-
presión de la naturaleza fronteriza de la sociedad dominicana.
Tales condiciones enmarcaron el surgimiento del campesinado
dominicano, en el período colonial.1
Pero para finales del siglo xix, estas características estructu-
rales comenzaron a transformarse. La población aumentó sig-
nificativamente, se colonizaron nuevas tierras, la agricultura

Raymundo González, «Campesinos y sociedad colonial en el siglo xviii


1

dominicano», ES, XXV, 87 (1992): 15-28; «Ideología del progreso y cam-


pesinado en el siglo xix», Ecos, 1, 2 (1993): 25-43; y Bonó, un intelectual de
los pobres (Santo Domingo: Centro de Estudios Sociales P. Juan Montalvo,
SJ, 1994).

437
438 Pedro L. San Miguel

comercial se expandió y el Estado se fortaleció. La agricultura


de plantación, la que había estado ausente hasta entonces,
creció a partir del último cuarto de la centuria. La expansión
de las plantaciones azucareras tuvo repercusiones profundas
sobre el pueblo dominicano; sin embargo, no conllevó la total
erradicación del campesinado.2
El tardío desarrollo de la economía de plantación en la Re-
pública Dominicana minimizó la «competencia por recursos»
entre los sectores latifundistas y el campesinado. Por siglos, la
ausencia de esta competencia permitió al campesinado desa-
rrollarse libre de trabas. En tal sentido, la República Domini-
cana muestra un patrón de evolución histórica distinto al de
otros países caribeños, donde la economía de plantación se
entronizó en épocas anteriores.3 En segundo lugar, a pesar del
crecimiento de la economía de plantación en la República Do-
minicana en el último cuarto del siglo xix, su carácter regiona-
lizado impidió la total ruptura de la economía campesina. Por
un lado, las plantaciones se establecieron en áreas de escasa
población; por el otro, no penetraron en los bastiones regio-
nales del campesinado dominicano, como el Valle del Cibao.4
En ese período, debido al aumento de la demanda mundial
por cacao y café, el campesinado cibaeño encontró alternativas
económicas ante la crisis que aquejaba al sector tabacalero. Su
adaptación a estos cultivos permitió a los campesinos mantener

2
Roberto Marte, Cuba y la República Dominicana: Transición económica en el
Caribe del siglo xix (Santo Domingo: Editorial CENAPEC, s.f.), 337-439; y
H. Hoetink, The Dominican People, 1850-1900: Notes for a Historical Sociology
(Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982).
3
Philip D. Curtin, The Rise and Fall of the Plantation Complex: Essays on At-
lantic History (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1990); y J.H.
Galloway, The Sugar Cane Industry: A Historical Geography from its Origins to
1914 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).
4
Michiel Baud, «The Origins of Capitalist Agriculture in the Dominican
Republic», LARR, XXII, 2 (1987): 135-53; y «Transformación capitalista y
regionalización en la República Dominicana, 1875-1920», IC, 1, 1 (1986):
17-45.
Los campesinos del Cibao 439

su vínculo con la economía mercantil y, en consecuencia, mu-


chos pudieron evitar el trabajo asalariado en las plantaciones.5
Siguiendo un patrón observado en diversas regiones caribe-
ñas, el campesinado dominicano se atrincheró en las zonas
ecológicas donde pudo desarrollar sus actividades productivas
sin la interferencia de las plantaciones.6
Que Santo Domingo contase, a principios del siglo xix, con
unas estructuras económicas poco inclinadas hacia la agricul-
tura de gran escala no explica, de forma exclusiva, el creci-
miento del campesinado y la ausencia de plantaciones a lo
largo de casi todo el siglo. Al respecto, una breve comparación
con la isla de Puerto Rico, cuyas características económicas a fi-
nales del siglo xviii eran muy semejantes a las de Santo Domin-
go, resulta sumamente esclarecedora. Para entonces, Puerto
Rico, al igual que Santo Domingo, contaba con una economía
basada en la ganadería del hato y en la producción para la
subsistencia.7 No obstante, en unas cuantas décadas, Santo Do-
mingo y Puerto Rico desarrollaron estructuras económicas y
sociales sustancialmente distintas. Mientras que en el primero
continuaron dominando el hato y la economía campesina, en
el segundo país la ganadería hatera tendió a desaparecer y el
campesinado fue empujado hacia el interior. En Puerto Rico,
en las zonas costeras, la caña de azúcar se apoderaba de las

5
Patrick E. Bryan, «La producción campesina en la República Domini-
cana a principios del siglo xx», Eme-Eme, VII, 42 (1979): 29-62.
6
George L. Beckford, Persistent Poverty: Underdevelopment in Plantation Econo-
mies of the Third World, 2da ed. (Morant Bay y London: Maroon Publishing
House y Zed Books, 1983), 18-29; y Sidney W. Mintz, Caribbean Transforma-
tions (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1984), 131-56.
7
Juana Gil-Bermejo García, Panorama histórico de la agricultura en Puerto
Rico (Sevilla: Instituto de Cultura Puertorriqueña y Escuela de Estudios
Hispano-Americanos, 1970); y Pedro L. San Miguel, «¿La isla que se
repite? Una visión alterna de la historia económica del Caribe hispano
en el siglo xix», en: Crónicas de un embrujo: Ensayos sobre historia y cultura
del Caribe hispano (Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura
Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, 2010), 23-44.
440 Pedro L. San Miguel

mejores tierras, y la plantación se erigía en la estructura domi-


nante.8 Esta transformación fue, en última instancia, producto
de los cambios económicos que se operaron en el mercado
azucarero mundial a raíz de la ruina de Haití, provocada por
la revolución de los esclavos. Pero, además, el Estado colonial
jugó, en el caso de Puerto Rico, un papel crucial en crear
condiciones institucionales apropiadas para la expansión de
la economía de plantación. En Santo Domingo, por el contra-
rio, la debilidad del Estado, junto a las consecuencias sociales
y económicas de la Revolución y de la ocupación haitianas,
coadyuvaron al fortalecimiento de la sociedad campesina.
A largo plazo, el temprano surgimiento de una economía
campesina vinculada al mercado fue, en sí mismo, un impe-
dimento al acaparamiento de las tierras por un sector de lati-
fundistas. El tabaco, el cacao y el café –cultivos idóneos para
la producción en pequeña escala– brindaron a los campesinos
del Cibao un relativo acceso a la economía monetaria. Como
han probado varios autores, la naturaleza de estos cultivos ha
propiciado el surgimiento de economías campesinas orienta-
das hacia el mercado.9 Refiriéndose a uno de estos cultivos,
William Roseberry ha demostrado que las estructuras econó-
micas y sociales que surgieron al extenderse su labranza de-
pendieron, en gran medida, de las estructuras existentes «antes

8
Francisco A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico: The Plantation Econ-
omy of Ponce, 1800-1850 (Madison: University of Wisconsin Press, 1984).
9
Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Las Villas: Uni-
versidad Central de Las Villas, 1963); Michiel Baud, Peasants and Tobacco
in the Dominican Republic, 1870-1930 (Knoxville: University of Tennessee
Press, 1995); y Lowell Gudmundson, «La Costa Rica cafetalera en con-
texto comparado», Revista de Historia, 14 (1986): 11-23; y el ensayo de
Robert A. Manners, «Tabara: Subcultures of a Tobacco and Mixed Crops
Municipality», y el de Eric R. Wolf, «San José: Subcultures of a Traditional
Coffee Municipality», en: Julian H. Steward, et al., The People of Puerto
Rico: A Study in Social Anthropology, 2da impresión (Urbana: University of
Illinois Press, 1966), 93-170 y 171-264, respectivamente.
Los campesinos del Cibao 441

de la llegada del café».10 Algo similar se puede decir de la situa-


ción del Cibao en el siglo xix. Como ya hemos visto, el vínculo
del campesinado con el tabaco databa de los tiempos colonia-
les. Luego, en el siglo xix, con el despegue de las exportacio-
nes del café y el cacao, el campesinado cibaeño adoptó estos
nuevos cultivos. Lejos de encontrarse en la situación de otros
grupos campesinos, los habitantes del Cibao no sufrieron una
súbita irrupción de la economía mercantil. Por el contrario,
ella fue extendiéndose por la región mediante un proceso gra-
dual que estuvo lejos de provocar las radicales alteraciones del
orden rural que han sufrido los campesinos en otras partes del
globo.11 La gradualidad de este proceso propició la adaptación
paulatina del campesinado cibaeño a las alteraciones induci-
das por la economía mercantil.
La expansión de los medios de comunicación fortaleció, en-
tre finales del siglo xix y principios del xx, la orientación mer-
cantil del campesinado cibaeño. Gracias al establecimiento del
ferrocarril, primero, y de la apertura de carreteras, más tarde,
el campesinado pudo participar activamente en la producción
para la exportación, al igual que en la producción para el mer-
cado interno.12 De hecho, la existencia de algunos mercados

10
William Roseberry, «Hacia un análisis comparativo de los países cafetale-
ros», RH, 14 (1986): 26.
11
Eric R. Wolf, Peasant Wars of the Twentieth Century (New York: Harper &
Row, 1973); y Jeffery M. Paige, Agrarian Revolution: Social Movements and
Export Agriculture in the Underdeveloped World (New York: The Free Press,
1978).
12
Debido al influjo de la economía de exportación sobre las economías
latinoamericanas y caribeñas, se ha prestado poca atención al desarrollo
del mercado interno. Entre las obras que tocan el tema se encuentran:
Mintz, Caribbean Transformations, 180-224; Enrique Florescano, Precios del
maíz y crisis agrícolas en México, 1708-1810 (México: El Colegio de México,
1969); Carlos Sempat Assadourian, El sistema de la economía colonial: Mer-
cado interno, regiones y espacio económico (Lima: Instituto de Estudios Perua-
nos, 1982); y Juan Carlos Garavaglia, Mercado interno y economía colonial
(México: Grijalbo, 1983). Para la República Dominicana en particular:
Nelson Carreño, «El mercado interno como elemento de integración de
442 Pedro L. San Miguel

urbanos fue fundamental en el surgimiento temprano del


campesinado cibaeño. La ciudad de Santiago, en particular,
constituyó una salida para los bienes de su hinterland.
Junto a la agricultura comercial y la de subsistencia, la crian-
za de animales y la elaboración de manualidades jugaron un
papel crucial en la economía campesina. La diversificación
económica era una de las tantas estrategias empleadas por el
campesinado para protegerse de las fluctuaciones del merca-
do; lo mismo se puede decir de las diversas maneras en que
las familias campesinas empleaban la capacidad de trabajo de
sus miembros.13 Usualmente, la especialización conllevaba una
pérdida de flexibilidad económica. No obstante, para poder
desarrollar esta estrategia de supervivencia, los campesinos de-
bían mantener su acceso a la tierra, al agua y a los bosques. Las
formas tradicionales de posesión y uso de la tierra, como los
terrenos comuneros, facilitaban el acceso de los campesinos a
tales recursos.
A medida que la economía de mercado se extendió por la ru-
ralía dominicana, los recursos necesarios para la reproducción
de la economía campesina sufrieron un proceso de valoriza-
ción.14 A principios del siglo pasado, algunas actividades econó-
micas indujeron a los hacendados y a los empresarios urbanos a
apropiarse de la tierra. El caso de los bosques no es sino el ejem-
plo más llamativo de este proceso. Al igual que los demás secto-

la sociedad dominicana, 1844-1925», ponencia en el Segundo Congreso


Dominicano de Historia, Santiago, RD, octubre de 1985; y Douglas G.
Norvell y R.V. Billingsley, «Traditional Markets and Marketers on the Ci-
bao Valley of the Dominican Republic», en: Michael M. Horowitz (ed.),
Peoples and Cultures of the Caribbean: An Anthropological Reader (Garden
City, NY: The Natural History Press, 1971), 391-99.
13
Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and the Market Econ-
omy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960» (Tesis doctoral, Columbia
University, 1987), 323-49.
14
Para otros ejemplos, además del de la tierra, ver Luis A. Crouch, «The
Development of Capitalism in Dominican Agriculture» (Tesis doctoral,
University of California-Berkeley, 1981).
Los campesinos del Cibao 443

res de la sociedad cibaeña, los campesinos intentaron aumentar


su dominio sobre la tierra. A la larga, la competencia por los
recursos se definió cada vez más en relación con la economía de
mercado; es decir, la tierra se transformó en una mercancía. La
desaparición de los terrenos comuneros fue una de las princi-
pales expresiones de la comercialización del suelo. El Estado, al
intentar regular la propiedad agraria, contribuyó a aumentar la
competencia por la tierra. No obstante, la existencia de amplias
áreas sin colonizar y la resistencia de los mismos sectores rurales
a las interferencias estatales, hicieron que el proceso de privati-
zación de la tierra fuese muy desigual.
Las leyes sobre la tierra, de principios del siglo xx, repre-
sentaron la culminación de un prolongado esfuerzo por re-
glamentar la estructura agraria. Estas leyes expresaban, ante
todo, los intentos del Estado por lograr una modernización
de la estructura agraria que permitiese, a su vez, la expansión
de las inversiones, tanto de capital nacional como foráneo, en
la agricultura. Desde finales del siglo xix, se venía dando una
coincidencia entre las fuerzas económicas y las gestiones del
Estado en promover una mayor integración de la economía
dominicana al mercado mundial. Además, la titulación de las
tierras ofreció a las autoridades gubernamentales medios para
obtener mayores ingresos. También creó una coyuntura propi-
cia para que los sectores sociales que controlaban la «palabra
escrita» la utilizasen para usurpar las propiedades campesinas
a través del documento apócrifo y de la mentira consagrada
por la escritura.15 Pero en la República Dominicana, los efectos
de esta expansión estuvieron matizados por las peculiaridades

En sus estudios sobre el Puerto Rico decimonónico, el historiador Fer-


15

nando Picó ha recalcado la importancia del dominio de la cultura es-


crita en el surgimiento de un nuevo orden económico-social que iba en
detrimento de los campesinos y los trabajadores rurales. Ver Libertad y
servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix: Los jornaleros utuadeños en vísperas
del auge del café, 3ra ed. (Río Piedras: Huracán, 1983); y Al filo del poder:
Subalternos y dominantes en Puerto Rico, 1739-1910 (Río Piedras: Editorial
de la Universidad de Puerto Rico, 1993).
444 Pedro L. San Miguel

regionales. En las zonas del Cibao donde la economía comer-


cial campesina era más antigua y firme, es probable que estas
leyes contribuyesen a fortalecer la pequeña y la mediana pro-
piedad, más que a socavarla. Al registrar sus tierras, amplios
sectores del campesinado santiaguero brindaron un resguar-
do a sus propiedades. En fin, aunque las leyes y ciertas activi-
dades, como los cortes de madera, propendieron hacia el aca-
paramiento de las tierras, otras actividades económicas, sobre
todo las vinculadas a la exportación de los productos agrícolas
tradicionales, contribuyeron a sostener la propiedad agraria
de pequeña escala.
Por lo tanto, para el Cibao, resulta erróneo suponer que es-
tas transformaciones culminaron en una total separación del
campesinado de la tierra y que, en consecuencia, este pasó a
constituir una masa de proletarios, tal como sugieren varios
estudios sobre la historia económica de la República Domini-
cana.16 En primer lugar, estos estudios no ponderan adecua-
damente las múltiples alternativas con que siguió contando el
campesinado dominicano, a pesar de los cambios económicos
que ocurrieron en el país a finales del siglo xix. El modelo de
la desposesión del campesinado resulta apropiado para el este
de la República Dominicana, donde las plantaciones alcanza-
ron un papel predominante, pero resulta inapropiado para el
resto del país. La preponderancia de este tipo de explicación
no debe extrañarnos. En América Latina y el Caribe, debido al
desmedido hincapié en el estudio de las modalidades latifun-
distas de la economía, con frecuencia, los campesinos han sido
concebidos meramente en función del desarrollo de mercados
laborales para satisfacer la demanda de los terratenientes.17

Sobre todo: Boin y Serulle Ramia, El desarrollo del capitalismo, esp. 1: 129-96.
16

Como ejemplos: Kenneth Duncan e Ian Rutledge (compiladores), La


17

tierra y la mano de obra en América Latina: Ensayos sobre el desarrollo del capi-
talismo agrario en los siglos xix y xx (México: Fondo de Cultura Económica,
1987), esp. 9-29; y Ernest Feder, Violencia y despojo del campesino: Latifundis-
mo y explotación, 3ra ed. (México: Siglo XXI, 1978).
Los campesinos del Cibao 445

Pero, sobre todo, este modelo presume que el campesinado


fue un espectador pasivo en el surgimiento de la economía
de mercado en la ruralía. La evolución del Cibao durante el
siglo xx muestra, por el contrario, que el campesinado intentó
ajustarse a los cambios inducidos por las fuerzas del mercado,
representadas en la ruralía cibaeña por los sectores mercanti-
les y por los agentes estatales. Como ha argumentado Thomas
Holt acerca de Jamaica en el siglo xix, los patrones de asen-
tamiento y las actividades económicas de la población rural
sugieren que las acciones de los campesinos formaban parte
de sus estrategias de supervivencia y de reproducción social.18
En tal sentido, no eran exclusivamente un reflejo de fuerzas
económicas impersonales o producto de las políticas estatales.
Al igual que en Jamaica, el campesinado dominicano estuvo
lejos de florecer en zonas remotas, alejadas de los principales
canales de la economía comercial. El campesino dominicano,
como el jamaiquino, se estableció en áreas donde podía com-
binar la agricultura de subsistencia con la producción para el
mercado y hasta con el trabajo asalariado. De las regiones do-
minicanas, ninguna llenaba estos requisitos tan bien como el
Cibao. Aquí, como en la región de Cochabamba en Bolivia, en
la de Boconó en Venezuela, en los Andes centrales en Perú, y
en la región central de Costa Rica, los campesinos recurrieron
a la producción mercantil como parte de una compleja red de
relaciones y actividades orientadas, en primera instancia, a la
supervivencia, y, en segunda instancia –aunque intrínsecamen-
te vinculada a lo anterior–, a la reproducción de un tipo de
vida en particular.19

18
Thomas C. Holt, The Problem of Freedom: Race, Labor, and Politics in Jamaica
and Britain, 1832-1938 (Baltimore: Johns Hopkins University Press,
1992), 146-68.
19
Ver, respectivamente: Brooke Larson, Colonialism and Agrarian Transfor-
mation in Bolivia: Cochabamba, 1550-1900 (Princeton: Princeton University
Press, 1988); William Roseberry, Coffee and Capitalism in the Venezuelan
Andes (Austin: University of Texas Press, 1983); Florencia E. Mallon, The
446 Pedro L. San Miguel

Ciertas formas de inserción del capital comercial en el


Cibao también contribuyeron a la reproducción de la eco-
nomía campesina. Con el aumento de la demanda de ta-
baco en el exterior, hacia la década iniciada en 1840, los
comerciantes que se dedicaron a la exportación recurrie-
ron a la producción campesina. Al vincular a los campesinos
con el mercado y al financiar sus actividades productivas,
los comerciantes constituyeron un elemento determinante
en la relativa estabilidad económica del campesinado cibae-
ño. Esta estrecha unión con el capital comercial es lo que,
en última instancia, ha definido la decidida orientación de
ese campesinado hacia la producción mercantil. Al iniciarse
el siglo xx, uno de los rasgos distintivos del Cibao era esta
relación entre comerciantes y campesinos. Los comercian-
tes, conscientes de su relación con el campesinado cibaeño,
intentaron reforzar la producción campesina. Tanto indi-
vidual como colectivamente, el sector mercantil impulsó,
sobre todo a partir de la década de los veinte, varios progra-
mas orientados en tal dirección. Los gobernantes, conscien-
tes del poder económico y político de los comerciantes del
Cibao, colaboraron en estos programas; además, trataron
de no dislocar las redes económicas creadas entre ellos. En
muchos sentidos, las políticas estatales fueron coincidentes
con las medidas impulsadas por los comerciantes. El Estado
colaboró con los comerciantes tanto por razones económi-
cas como por razones políticas.
Por supuesto, la relación campesino/comerciante está
plagada de contradicciones. Debido a su vínculo con los
comerciantes, el endeudamiento, la pérdida de autonomía
y el riesgo de la desposesión penden como una espada de
Damocles sobre los campesinos. Pero en el Cibao –al igual

Defense of Community in Peru’s Central Highlands: Peasant Struggle and Capi-


talist Transition, 1860-1940 (Princeton: Princeton University Press, 1983);
y Mario Samper, Generations of Settlers: Rural Households and Markets on the
Costa Rican Frontier, 1850-1935 (Boulder, Col.: Westview Press, 1990).
Los campesinos del Cibao 447

que en el sector cafetalero puertorriqueño del siglo xix–20


la clave del éxito económico de los comerciantes estribaba
en su acceso a los productos de exportación. Hubo comer-
ciantes que se convirtieron en agricultores; pero los grandes
exportadores continuaron dependiendo de los campesinos
para abastecerse de los cultivos comerciales. Dadas las in-
certidumbres de la agricultura de exportación, sujeta a los
cambios climatológicos al igual que a las fluctuaciones del
mercado, los comerciantes incluso optaron por mantenerse
alejados de la producción como una estrategia para com-
partir los riesgos económicos con los campesinos.21 Por lo
demás, hasta la década de los veinte, los esfuerzos de los
comerciantes por incidir sobre las prácticas productivas de
los campesinos cibaeños tuvieron poco éxito. En dicha dé-
cada, los comerciantes y los gobernantes aunaron esfuerzos
para mejorar la calidad de los productos agrícolas; la caída
de los precios y la subsecuente crisis económica limitaron el
resultado de tales intentos.
Uno de los rasgos distintivos de la relación entre cam-
pesinos y comerciantes ha sido su larga permanencia.
Esta relación fue producto de las estrategias de los co-

20
Fernando Picó, Amargo café: Los pequeños y medianos caficultores de Utuado
en la segunda mitad del siglo xix (Río Piedras: Huracán, 1981).
21
Al respecto, hay que hacer algunas aclaraciones. En primer lugar, ya que
los comerciantes no eran un grupo homogéneo, he evitado referirme a
ellos como una clase. En segundo lugar, cuando hablo de la exigüidad
del fenómeno del «comerciante que se convierte en agricultor», me re-
fiero ante todo a los escalafones más altos del sector de comerciantes de
Santiago. Entre los sectores medios y bajos de los mercaderes, fue más
pronunciada la tendencia a convertirse en agricultores. Esto no es sor-
prendente ya que eran esos negociantes los que tenían un contacto más
directo con el campesinado. Muchos de ellos vivían en el campo o eran
de extracción campesina. Ver Fernando I. Ferrán, Tabaco y sociedad: La
organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano (Santo Domingo:
Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales y Centro de Investigación
y Acción Social, 1976); y Kenneth Evan Sharpe, Peasant Politics: Struggle in
a Dominican Village (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977).
448 Pedro L. San Miguel

merciantes respecto del campesinado y de la capaci-


dad de este para adaptarse a los cambios económicos
y a las exigencias de los primeros. Así, cuando los pre-
cios del tabaco descendieron a finales del siglo xix,
muchos campesinos se dedicaron al cultivo del cacao o del
café; y cuando los precios de estos cultivos cayeron a su vez
en las décadas de los treinta y los cuarenta de la pasada
centuria, los campesinos pusieron mayor interés en los cul-
tivos de subsistencia. Con el auge de los precios después de
la Segunda Guerra Mundial, los campesinos, nuevamente,
reorientaron sus esfuerzos hacia los cultivos comerciales. A
finales de la década de los cincuenta, debido a la situación
crítica confrontada por el cacao y el café, muchos coseche-
ros abandonaron esos cultivos y, en su lugar, sembraron fru-
tos menores.
El surgimiento de un poderoso sector de comerciantes en
Santiago tuvo efectos abarcadores sobre la región cibaeña.
Varios comerciantes se convirtieron en terratenientes y en
grandes productores, incluso de cultivos típicamente cam-
pesinos. Debido a la escala y a la naturaleza de las empresas
auspiciadas por los comerciantes, usualmente tales empre-
sas han tenido consecuencias que han trascendido sus mi-
ras económicas inmediatas. Tal fue el caso de la producción
de maderas, que conllevó la destrucción de vastas zonas de
bosques. Junto a la acumulación de recursos, la degrada-
ción de la naturaleza ha sido uno de los factores principa-
les de la creciente pérdida de flexibilidad económica del
campesinado dominicano. Los campesinos, por supuesto,
han sido partícipes de la expoliación del medio ambiente.
En la medida en que han ido perdiendo opciones de sub-
sistencia, como resultado de fuerzas económicas y sociales
sobre las que ejercen un control exiguo, los campesinos
se han visto forzados a aumentar su saqueo del ambiente
para ganarse la vida. En la República Dominicana, como
Los campesinos del Cibao 449

en otras partes del planeta, la «danza de las mercancías


provocó una crisis ecológica» –para citar a Eric Wolf– cuyas
implicaciones apenas comienzan a ser reconocidas.22
Los comerciantes contribuyeron en otras formas a las trans-
formaciones sufridas por la ruralía cibaeña. La extendida pre-
sencia del capital comercial en la economía rural de Santiago
ha sido un factor significativo en el proceso de diferenciación
social del campesinado. El surgimiento de un sector de inter-
mediarios de origen campesino es un ejemplo al respecto. Con
el fin de aumentar su control sobre el campesinado, las firmas
comerciales han dependido de intermediarios provenientes
de los sectores más acomodados de la población rural. Entre
estos intermediarios encontramos hacendados y pequeños y
medianos negociantes; también encontramos «campesinos
ricos». Las relaciones entre estos intermediarios y el capital co-
mercial han sido cruciales en el fortalecimiento de este sector
de propietarios rurales acomodados. Las ganancias obtenidas
por los intermediarios, gracias a sus funciones como corre-
dores y comerciantes, realzaron más aún su posición en las
comunidades rurales. Sus ingresos, sus comisiones y su acceso
al crédito les brindaban obvias ventajas a la hora de adquirir
tierras. Económica y socialmente, su posición aventajaba por
mucho la del campesino promedio.23
En sí misma, la alianza de los intermediarios con los sectores
externos, usualmente de base urbana, constituía una fuente de
poder y prestigio social en las comunidades rurales. Por lo tanto,

22
Wolf, Peasant Wars, 280. Mis observaciones sobre las implicaciones
ecológicas de la economía de mercado en la República Dominicana han
sido influenciadas por: Rafael E. Yunén, La isla como es: Hipótesis para su
comprobación (Santiago: Universidad Católica Madre y Maestra, 1985); y
Fernando Picó, «Deshumanización del trabajo, cosificación de la natura-
leza: Los comienzos del café en el Utuado del siglo xix», en: Francisco A.
Scarano (ed.), Inmigración y clases sociales en el Puerto Rico del siglo xix (Río
Piedras: Huracán, 1981), 187-206.
23
Ferrán, Tabaco y sociedad; Sharpe, Peasant Politics; y Baud, Peasants and
Tobacco.
450 Pedro L. San Miguel

estos intermediarios se convirtieron en mediadores entre las


casas comerciales y los campesinos; también sirvieron como
eslabones entre estos y la sociedad en general, incluyendo las
fuentes regionales y nacionales de poder. En otras palabras,
los vínculos de los intermediarios con los sectores urbanos
trascendieron sus fines económicos, actuando, también, como
mediadores sociales. Al brindar a los intermediarios recursos,
conexiones y conocimientos (sobre las condiciones del mer-
cado, los precios y las técnicas, por ejemplo) que no estaban a
disposición del campesinado en general, las redes comerciales
contribuyeron a aumentar más aún las brechas existentes en la
ruralía entre los sectores acomodados y los campesinos pobres.
El Estado, a medida que incrementó su presencia en el cam-
po, jugó un papel similar. Todavía a principios del siglo xx, el
dominio que el Estado ejercía sobre la ruralía dominicana era
bastante precario. Durante las primeras décadas del siglo, se
realizaron varios esfuerzos por cambiar esta situación. Entre
1916-24, durante la ocupación estadounidense, la impronta es-
tatal se dejó sentir con mayor contundencia. Sin embargo, aun
entonces, los planes estatales chocaron con las prácticas, los
hábitos y las costumbres de la población rural; las medidas gu-
bernamentales tuvieron un éxito parcial. Lejos de concebirse
como un resultado neto, las leyes y las medidas estatales deben
percibirse como proyectos, como propuestas de dominación,
cuyo éxito dependió, en buena medida, de la capacidad del
Estado de ejercer la coerción y de lograr consensos.24 Durante
el trujillato, se multiplicó la capacidad coercitiva del Estado
dominicano. Como ha señalado Roberto Cassá, durante la
dictadura, el poder estatal se volcó contra el campesinado.
Fue, precisamente, el campesinado la materia prima a partir
de la cual el régimen trujillista intentó construir su modelo
de sociedad. Entre otras cosas, los proyectos del régimen se

Pierre Vilar, Economía, derecho, historia: Conceptos y realidades (Barcelona:


24

Ariel, 1983), 106-37.


Los campesinos del Cibao 451

encaminaron a incrementar la capacidad productiva de la


agricultura dominicana. A tal fin, se trató de modernizar y re-
gular la producción campesina; también se intensificó el uso
de la mano de obra rural, tanto en proyectos estatales como
en empresas privadas.25 La distribución de pequeños lotes de
terreno constituyó un intento de vincular a los sectores más
pobres del campesinado a la tierra, lo que propició el surgi-
miento de una fuente de mano de obra barata.
No obstante, las políticas estatales tuvieron un efecto contra-
dictorio sobre la economía campesina del Cibao.26 Por un lado,
el Estado obtuvo cierto éxito en perfeccionar sus mecanismos
de exacción fiscal y laboral sobre el campesinado. Igualmente,
consiguió, en alianza con los sectores empresariales, adecuar
mucho mejor la producción campesina a las exigencias del
mercado externo. Es decir, lejos de proponerse el trastoque de
la economía cibaeña, el régimen trujillista orientó sus políticas
hacia el perfeccionamiento de los canales de explotación del
campesinado a través de la circulación de mercancías y de la
exacción fiscal y laboral. El riego, la distribución de tierras, la
colonización, la concesión de crédito y la creciente tecnifica-
ción, fueron algunos de los medios para lograr tal fin. Muchas
de estas políticas tendieron a favorecer a los sectores medios y
altos del campesinado, sobre todo en aquellas regiones donde
fue viable su inserción en la agricultura comercial.
El fortalecimiento material de la economía cibaeña tuvo evi-
dentes propósitos políticos. A principios de siglo, el Estado do-
minicano, en busca del apoyo de los sectores empresariales ci-
baeños, alentó la modernización de la economía de la región.

25
Roberto Cassá, Capitalismo y dictadura (Santo Domingo: Universidad
Autónoma de Santo Domingo, 1982), y Movimiento obrero y lucha socialista
en la República Dominicana (Desde los orígenes hasta 1960) (Santo Domingo:
Fundación Cultural Dominicana, 1990); y Orlando Inoa, Estado y campe-
sinos al inicio de la Era de Trujillo (Santo Domingo: Librería La Trinitaria e
Instituto del Libro, 1994).
26
Cfr. Baud, Peasants and Tobacco; e Inoa, Estado y campesinos.
452 Pedro L. San Miguel

A pesar de que muchos miembros de la élite cibaeña eran


terratenientes, sus sectores más poderosos se ubicaban entre
los comerciantes exportadores. En esos años, la debilidad del
Estado, y la coincidencia de intereses entre el campesinado y
la élite, propiciaron la persistencia de una economía agraria
basada en la pequeña producción más que en la existencia
de un sector latifundista.27 Aunque con cambios importantes,
la situación continuó siendo muy similar luego de 1930. Para
explicar este fenómeno, es necesario considerar, en primer
lugar, las posibilidades de adaptación del campesinado a los
cambios sufridos por la República Dominicana a partir de en-
tonces. Como ya hemos visto, los campesinos, aunque cada vez
más sometidos a las fuerzas estatales, continuaron disfrutando
de una amplia capacidad de acomodo y, aunque de forma li-
mitada, de resistencia cotidiana. También es necesario ponde-
rar las estrategias económicas de los grupos empresariales, los
cuales estuvieron muy lejos de intentar una erradicación de la
economía campesina.
Pero, sobre todo, es imprescindible tomar en cuenta la es-
tructura de la sociedad local y, en consecuencia, las formas de
inserción del poder estatal en la región cibaeña. Al respecto, el
concepto de «hegemonía» nos puede ayudar a comprender las
relaciones entre el Estado y el campesinado. No es este el lugar
de realizar una exposición detallada sobre el particular. Sí vale
la pena destacar que la hegemonía –al menos en su sentido
gramsciano– conlleva tanto la coerción como la «organización
del consenso o de la obediencia de las clases subordinadas».
Este consenso, en la medida en que pretende instaurarse sobre
el conjunto de la sociedad, debe incorporar los «intereses de
las clases subordinadas».28 Por tal razón, el consenso articulado

Baud, Peasants and Tobacco.


27

José Rodríguez, «Sobre Gramsci» (Manuscrito inédito, 1992), 13 y 19.


28

Agradezco al profesor Rodríguez que me haya suministrado una copia


Los campesinos del Cibao 453

desde el Estado –aunque adopte formas autoritarias–, además


de sus elementos ideológicos y discursivos, «posee siempre un
sustento material... El Estado asume así... una serie de medidas
materiales positivas para las clases populares, incluso si estas
medidas constituyen otras tantas concesiones impuestas por la
lucha de las clases dominadas».29
Eugene Genovese ha dicho que los sectores dominantes
«nacen y se desarrollan en relación con la clase o clases a las
que específicamente domina».30 Desde este punto de vista, hay
que considerar los programas agrarios del trujillato no solo en
función de sus implicaciones económicas sino, también, como
parte de su proyecto de dominación sobre el conjunto de la
sociedad dominicana. En él, el dictador asumió el papel del
implacable pero benefactor gobernante, atento a los reclamos
de las masas campesinas. En un sentido, Trujillo asumió la re-
presentación del campesinado en el aparato estatal.
Todavía está por estudiarse a fondo en qué medida los pro-
gramas agraristas del régimen trujillista recogieron las reivin-
dicaciones de los sectores campesinos. Algunos de los ejem-
plos examinados sugieren que los campesinos, aprovechando
el discurso oficial en pro del desarrollo de la agricultura, lo
utilizaron para integrar demandas propias a los programas
estatales. Al constituir la inmensa mayoría de la población do-
minicana, el campesinado representaba un enorme potencial
de base de apoyo político. Por tal razón, el dictador intentó
convertir a la ruralía en un bastión de su régimen en contra
de cualquier foco de oposición.31 En su intento, combinó las

de este trabajo, al igual que otras referencias sobre el concepto de la


hegemonía.
29
Nicolas Poulantzas, Estado, poder y socialismo (México: Siglo XXI, 1980),
30-1, citado por: Otto Fernández Reyes, Ideologías agrarias y lucha social en
la República Dominicana (1961-1980) (Buenos Aires: CLACSO, 1986), 13.
30
Eugene D. Genovese, Esclavitud y capitalismo (Barcelona: Ariel, 1979), 18.
31
El análisis más exhaustivo del régimen trujillista se ofrece en: Cassá, Ca-
pitalismo y dictadura.
454 Pedro L. San Miguel

concesiones con las medidas represivas. El campesinado, por


su parte, al utilizar la retórica oficial para validar sus propios
reclamos, contribuyó a legitimar al régimen.
Aunque el régimen trujillista se caracterizó por ser dictato-
rial, a nivel discursivo se estableció una clara distinción entre
el campesino trabajador y cumplidor, por un lado, y el «vago»
y disoluto, por el otro. En consonancia con estas imágenes, la
represión estatal directa se volcó contra aquellos campesinos
que violaban la ética del trabajo definida desde el poder. Le-
jos de sentir que la violencia del régimen se dirigía contra la
totalidad del campesinado, amplios sectores de la población
rural entendían que se orientaba, más bien, contra campesi-
nos en particular, incapaces o poco dispuestos a obedecer las
normas estatales. En cuanto se percibían como actos de violen-
cia con orígenes y objetivos específicos, las medidas represivas
no socavaban, necesariamente, la legitimidad del régimen. En
cierto sentido, pueden haber contribuido a reforzarla.32 Las
penalidades a los vagos y los disolutos eran el precio que te-
nían que pagar y tolerar a cambio de las medidas estatales que
favorecían al campesinado como sector. Por supuesto, la práctica
estatal operaba sobre todo en el ámbito de las imágenes. En
realidad, hasta los campesinos que cumplían con las exigen-
cias y las disposiciones estatales sufrieron las persecuciones y
las arbitrariedades del régimen, incluyendo el despojo de sus
tierras. Sobre el conjunto del campesinado, el régimen tru-
jillista ejerció una «represión estructural»,33 originada en el
carácter clasista de su dominación y en la naturaleza despótica
del régimen.

32
Esta interpretación de la violencia del régimen trujillista me ha sido
sugerida por la lectura de: La Era de Trujillo: Décimas, relatos y testimonios
campesinos (Santo Domingo: MUDE, 1989); y Todd A. Diacon, Millenar-
ian Vision, Capitalist Reality: Brazil’s Contestado Rebellion, 1912-1916 (Dur-
ham: Duke University Press, 1991), esp. 30-2.
33
El término es sugerido por Luisa Paré, según citada en: Blanca Rubio, Re-
sistencia campesina y explotación rural en México (México: Era, 1987), 28 n. 4.
Los campesinos del Cibao 455

Este modelo de relación entre el poder estatal y las ma-


sas campesinas tiene paralelos en varios países de América
Latina. Las relaciones del campesinado mexicano con el Es-
tado posrevolucionario presentan el caso más conocido de
un sistema autoritario que ha logrado manipular un discurso
campesinista para configurar un poder sobre el conjunto de
la sociedad. Aunque represivo, el Estado mexicano ha man-
tenido un alto grado de legitimidad entre el campesinado,
sobre todo a partir de la década de los treinta.34 El régimen
velasquista en el Perú, a raíz del golpe militar de 1968, ofre-
ce un ejemplo más de un gobierno autoritario dispuesto a
incluir reivindicaciones campesinas en su programa. Desde
el punto de vista de las autoridades, este era un medio para
institucionalizar los reclamos agraristas, poniendo límites a
las posibilidades de la extensión de los movimientos campe-
sinos autónomos.35 Pero es Nicaragua, bajo el somozismo, el
país que presenta rasgos más parecidos con la República Do-
minicana durante el trujillato. Como ha demostrado Jeffrey
Gould, el somozismo desarrolló prácticas de carácter populis-
ta, sobre todo en sus años iniciales, que apelaban tanto a los
sectores obreros como al campesinado. Aunque, finalmente,
las luchas de los sectores trabajadores llevaron hasta el límite
de sus posibilidades este populismo de corte autoritario, el
somozismo fue capaz, por décadas, de articular las deman-
das de obreros y campesinos con su proyecto político.36 No

34
Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana: La formación del
nuevo régimen, 14ta ed. (México: Era, 1985); Arturo Warman, ...Y veni-
mos a contradecir: Los campesinos de Morelos y el Estado nacional (México:
SEP/CIESAS, 1988); y Roger Bartra, Campesinado y poder político en México
(México: Era, 1988).
35
José Luis Rénique, Los sueños de la sierra: Cusco en el siglo xx (Lima: Centro
Peruano de Estudios Sociales, 1991), 243-316; y Gavin Smith, Livelihood
and Resistance: Peasants and the Politics of Land in Peru (Berkeley: Univer-
sity of California Press, 1989), esp. 194-217.
36
Jeffrey L. Gould, To Lead as Equals: Rural Protest and Political Consciousness
in Chinandega, Nicaragua, 1912-1979 (Chapel Hill: University of North
456 Pedro L. San Miguel

por eso la capacidad coercitiva del régimen somozista dejó


de jugar un papel fundamental en su relación con las clases
subalternas.
Los casos anteriores nos permiten replantear el problema
de la relación entre las masas rurales y el Estado dominicano
durante el trujillato. En el Cibao, la vital presencia del campe-
sinado contribuyó a definir las medidas impulsadas, de forma
autoritaria, desde el Estado. Entre ellas, hubo muchas condu-
centes a vitalizar las actividades económicas del campesinado.
Políticamente, tales proyectos resultaron funcionales ya que
aumentaron la capacidad del régimen trujillista de atraerse a
los sectores campesinos. Pero, a la larga, la madeja de relacio-
nes económicas y sociales urdidas por la agricultura comercial,
el capital mercantil y el Estado desembocaron en un proceso
de transformación de la sociedad rural cibaeña.
A lo largo de este trabajo he discutido que la existencia de
un sector comercial dedicado a la exportación de los produc-
tos campesinos fue un factor determinante en la superviven-
cia de la economía campesina. Este sector de comerciantes se
constituyó en una fuerza política durante el siglo xix; por tal
razón, los gobernantes dominicanos tuvieron que tomar en
consideración sus intereses. En buena medida, las políticas
estatales se orientaron, en las primeras décadas del siglo xx,
a fortalecer la producción campesina. Tanto el aparato esta-
tal como los comerciantes tenían mucho que ganar con esta
política: los comerciantes, porque sus ingresos aumentarían
con el incremento de las exportaciones y con la mejora de
su calidad; y el Estado, porque crecerían sus rentas gracias
al cobro de impuestos sobre el comercio exterior. La coinci-
dencia de estos intereses se patentizó claramente durante los
años de la ocupación estadounidense. En esos años, tomaron
nuevos bríos los intentos de los comerciantes por lograr la
modernización de la economía rural. En el Cibao, buena par-

Carolina Press, 1990), 15-6 y 292-95.


Los campesinos del Cibao 457

te de tales esfuerzos se dirigieron a regular ciertos aspectos


de la producción campesina.
El éxito de tales planes dependió, en buena medida, de las
condiciones económicas imperantes y de sus efectos sobre la
sociedad dominicana. A pesar de que tanto las autoridades es-
tatales como los comerciantes trataron de mejorar la calidad de
los productos de exportación durante las décadas de los veinte
y los treinta, muchos de sus esfuerzos se estrellaron contra las
realidades del mercado internacional, que no favorecían las
exportaciones.37 En esta coyuntura, el crédito rural descendió
de forma estrepitosa; como es usual, el campesino se dedicó
a los cultivos de subsistencia. La política del gobierno truji-
llista, empeñado en lograr la autosuficiencia alimentaria del
país, contribuyó al incremento de la producción de bienes de
consumo; por medio de la ampliación del mercado interno,
los campesinos suplieron parcialmente la caída de las exporta-
ciones. El fomento de varias agroindustrias, que se abastecían
de la producción campesina, también brindó ciertas oportu-
nidades económicas a los campesinos cibaeños.38 Aun así, es
probable que, en conjunto, en esos años, el nivel de vida de los
campesinos haya descendido. Igualmente, las oportunidades
existentes no fueron disfrutadas de manera similar por todos
los estratos del campesinado. Las políticas «campesinistas» del
trujillismo, urdidas en función de la acumulación, eran, de
por sí, incapaces de evitar el empobrecimiento del conjunto
del campesinado.
La década de los cuarenta marcó un hito en la historia eco-
nómica dominicana. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial,
las exportaciones ascendieron espectacularmente; esta expan-
sión conllevó una mayor comercialización de la economía

37
Pedro L. San Miguel, «Crisis económica e intervención estatal: El plan de
valorización del tabaco en la República Dominicana», Ecos, II, 3 (1994):
55-77.
38
Pablo A. Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales en la Era de Trujillo
(1935-1960) (Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana, 1993), 52.
458 Pedro L. San Miguel

campesina. El auge de las exportaciones propició cambios sig-


nificativos en el modelo económico imperante hasta entonces.
A nivel nacional, el modelo económico tendió a gravitar, cada
vez más, en torno a la producción latifundista. Ya hemos tenido
ocasión de ver que la producción de arroz, tan importante en
varios municipios del Cibao, estaba más concentrada que el
cultivo de otros bienes dirigidos al mercado interno. Aunque
su repercusión fue desigual a lo largo y lo ancho del territorio
nacional, el fomento del latifundio tuvo implicaciones directas
sobre el campesinado cibaeño. Al aumentar la concentración
de la tierra en otras regiones del país, y al brindarse más apoyo
estatal a las agroindustrias, sobre el Cibao recayó una mayor
responsabilidad en la producción de bienes alimentarios. De-
bido a que, en esos años, aumentó la proporción de personas
que se dedicaban a otras actividades, lo dicho anteriormente
implicó –como ha señalado Maríñez– que sobre los pequeños
productores del Cibao recayó «la presión de la producción de
cultivos alimenticios».39
En varias zonas del Cibao, estas presiones se sintieron me-
nos que en otras regiones. En Santiago, la base de su econo-
mía agraria, fundada en la relación entre los comerciantes y
los agricultores, contuvo la disgregación del campesinado.
Algunas medidas estatales también contribuyeron a sustentar
a ciertos sectores del campesinado, sobre todo al dedicado a
los cultivos comerciales. En el caso del tabaco, el Gobierno
estableció precios mínimos a los cuales los comerciantes y
elaboradores debían comprar las hojas. Aunque estaban en
desacuerdo con dicha política, los empresarios tuvieron que
atenerse a los dictámenes del régimen. Este ejemplo ilustra
cómo el Estado trujillista, por razones políticas, intentó con-
trarrestar las fuerzas del mercado. Empero, las regulaciones
estatales podían afectar negativamente a los agricultores. Así,
a los cosecheros de café y de cacao se les prohibió, en la dé-

Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 57-9.


39
Los campesinos del Cibao 459

cada de los cincuenta, el talar sus arbustos para dedicarse a


otros cultivos. Debido a la baja de precios y a las plagas que
afectaron a estos cultivos en dicha década, muchos cosecheros
recurrieron a la tala de sus cafetales y cacaotales para evitar la
ruina total. Desde el punto de vista del Gobierno, medidas de
esta índole ponían en peligro su política de fomento de las
exportaciones. Aunque los ejemplos mencionados afectaban,
el primero, a los comerciantes y elaboradores, y, el segundo,
a los cosecheros, ambos muestran las contradicciones de las
políticas económicas del Estado trujillista. También sugieren
que, en la década de los cincuenta, el Estado, para sostener sus
políticas económicas, adoptó una postura cada vez más regula-
dora y, en ocasiones, hasta represiva.
En los años cincuenta, las políticas económicas estatales
comenzaban a mostrar sus fisuras. Hacia finales de la década
de los cuarenta, disminuyó el ritmo del reparto de tierras y
la frontera agrícola tendió a estancarse. Por otro lado, el fo-
mentalismo estatal no impidió que las fuerzas del mercado
hicieran su labor de zapa, produciendo evidentes diferencias
económicas entre los agricultores, incluso entre los asentados
en las colonias estatales. Además, a medida que se extendió
la agroindustria, la distribución de tierras se orientó, cada vez
más, a garantizar el suministro de mano de obra a las grandes
empresas agrícolas, más que a fortalecer las bases de la eco-
nomía campesina.40 Esto se logró mediante la concesión de
pequeños predios en las áreas circundantes a las agroindus-
trias. En la década de los cincuenta, se evidenciaron muchas
de las contradicciones de los programas económicos impulsa-
dos por el Estado. Hacia finales de la década, se hizo patente
el grado de desposesión que venía sufriendo el campesinado
en varias regiones del país. De hecho, es probable que hayan
aumentado los conflictos en las zonas rurales. Al menos entre
los campesinos que arrendaban tierras, se incrementaron las

Maríñez, Agroindustria, Estado y clases sociales, 106-20.


40
460 Pedro L. San Miguel

quejas contra los desmanes de los propietarios. Ante los re-


clamos de los arrendatarios, el Gobierno anunció, en 1960,
una disminución en los precios de los arrendamientos y un
masivo reparto de tierras entre el campesinado.41 Al calor de
los sucesos internacionales, como la efervescencia causada por
la Revolución cubana, y de las tensiones sociales internas, a
partir de la década de los sesenta, el «problema agrario» –eu-
femismo que oculta la suerte del campesinado– se convirtió en
uno de los temas centrales del debate político en la República
Dominicana. Pero, entonces, la caída de la dictadura trujillista
y las condiciones económicas imperantes brindaron nuevas to-
nalidades al debate y a las luchas sociales en torno a la tierra.
Todavía estamos por descubrir cuánto de los conflictos y de
las luchas campesinas que se desataron a partir de los años
sesenta se originaron en la época anterior. También nos resta
por aquilatar cómo las luchas campesinas han contribuido a
definir la sociedad dominicana del presente.42
En más de un sentido, la evolución histórica del campesina-
do cibaeño ofrece un ejemplo de las posibilidades de adapta-
ción y de acomodo de los pequeños y medianos productores a
los cambios propulsados por las fuerzas del mercado y por el
poder. Esto es algo que no debemos menoscabar, sobre todo
porque se trata de las acciones que han realizado miles de

LI, XLIV: 14012 (4 enero 1960), 1 y 5; y EC, XII: 4306 (8 febrero 1960), 1.
41

Carlos Dore Cabral, Reforma agraria y luchas sociales en la República Do-


42

minicana, 1966-1978 (Santo Domingo: Taller, 1981); y Pablo A. Maríñez,


Resistencia campesina, imperialismo y reforma agraria en República Dominicana
(1899-1978) (Santo Domingo: CEPAE, 1984). Hago algunas sugerencias
al respecto en: «Las luchas campesinas en la República Dominicana du-
rante el siglo xx», en: El pasado relegado: Estudios sobre la historia agraria
dominicana (Santo Domingo/San Juan: Librería La Trinitaria/ FLAC-
SO-Sede Santo Domingo/ DEGI-UPR, 1999), 163-202; «Un libro para
romper el silencio: Estado y campesinos al inicio de la Era de Trujillo, de
Orlando Inoa», ES, XXVII, 98 (1994): 83-98; y La guerra silenciosa: Las
luchas sociales en la ruralía dominicana (Santo Domingo: Archivo General
de la Nación, 2011).
Los campesinos del Cibao 461

hombres y mujeres de escasos recursos económicos y carentes


de poder político. Desde este punto de vista, es una historia de
éxito; por más de una razón, es admirable. Pero, como ha di-
cho Steve Stern acerca de los pueblos indígenas del Perú, este
éxito, irónicamente, también conlleva una dosis de tragedia.43
Para sobrevivir en un mundo en transformación, los campesi-
nos del Cibao se vieron compelidos a adoptar las prácticas, los
estilos, los valores y las formas discursivas y culturales apare-
jadas a las nuevas relaciones económicas, sociales y políticas.
Sobre el camino, tuvieron que abandonar viejos estilos de vida,
con sus peculiares formas de conflicto y de solidaridad. Sobre
la marcha, contribuyeron a la creación de otras formas de con-
vivencia, que se juzgan superiores o inferiores a las existentes
anteriormente dependiendo de la postura ideológica de cada
cual. La paradoja del éxito reside en que, en su intento por
reproducir sus estilos de vida, los campesinos del Cibao fueron
agentes de transformación de aquello que, por generaciones y
tan arduamente, habían luchado por mantener.

Steve J. Stern, Peru’s Indian Peoples and the Challenge of Spanish Conquest: Hua-
43

manga to 1640 (Madison: University of Wisconsin Press, 1986), 158-83.


Epílogo

A cada acción, a cada desenlace de una colisión le corresponde un


determinado terreno común a ambos antagonistas, aun cuando
esta «comunidad» sea la de una enemistad mortal en el ambiente
social: explotador y explotado, opresor y oprimido pueden poseer
un suelo común de esta especie sobre el que libran su lucha...

Georg Lukács
La novela histórica

Como al mes de llegar a Santiago para realizar la investiga-


ción que originó este libro, un amigo, profesor universitario,
me invitó a asistir a una actividad en el Instituto Superior de
Agricultura. Se trataba de un seminario sobre la economía ta-
bacalera del Cibao. Mi amigo, agudo como pocos, me señaló:
«Apreciando de cerca la situación actual podrás comprender
mejor la información que recogerás de los documentos». Por
supuesto, no se equivocó.
Al seminario asistieron representantes de diversos sectores
interesados, por razones variadas, en la economía tabacalera
dominicana. Había empresarios, intermediarios, técnicos y fun-
cionarios de varias agencias gubernamentales, figuras del mun-
do académico santiaguero, periodistas y, por supuesto, dirigen-
tes campesinos. Entre todos ellos, yo era un espectador que re-
cogía impresiones y escuchaba comentarios. Hoy día, mientras

463
464 Pedro L. San Miguel

escribo estas líneas, me percato de que, inconscientemente,


me esforzaba por identificar las líneas de un argumento, de
una trama. El seminario duró todo el día; en él se ventilaron
numerosos problemas del sector tabacalero dominicano. En
general, la actividad se desarrolló en un clima de cordialidad.
Sin embargo, ante mí se escenificaba un intenso drama, cuyos
hilos perdidos iría descubriendo en los meses subsiguientes
a medida que examinaba los vetustos documentos notariales,
los planos y los expedientes del Tribunal de Tierras, las parcas
inscripciones de la Conservaduría de Hipotecas, las olvidadas
páginas del Boletín Municipal, y los polvorientos legajos del
Archivo General de la Nación.
Y este drama contaba con personajes de carne y hueso. Re-
cuerdo, por ejemplo, un hombre alto y corpulento, blanco
aunque quemado por el sol. Según me enteré cuando nos divi-
dieron en pequeños grupos de trabajo –ambos coincidimos en
el mismo grupo–, este señor era un productor de tabaco rubio,
en las zonas de más reciente incorporación a este tipo de cul-
tivo. Quedé perplejo: esa no era la imagen que yo tenía de un
cosechero cibaeño de tabaco. El señor de marras vestía una
guayabera –o chacabana, como llaman en la República Domi-
nicana a esta pieza de vestir– blanca, impecablemente limpia y
planchada. En uno de los bolsillos superiores de su guayabera
lucía un cigarro de calidad. Sus manos anchas eran, evidente-
mente, las de un hombre acostumbrado al trabajo duro. Sin
embargo, no me parecieron las manos de alguien que tuviese
que cultivar la tierra, ni empacar o enmanillar hojas de tabaco.
En una de ellas, lucía una sortija grande de oro, de las que se
usan como símbolo del bienestar económico. Era una sortija
grosera, de mal gusto, de esas que usan algunos hombres con
el propósito, también, de amedrentar a un posible agresor. La
joya era ofensiva tanto por la vanidad burda que representaba
como por el machismo ostentoso que simbolizaba.
En el seminario, participaron funcionarios del Gobierno,
sobre todo de agencias vinculadas con el agro dominicano.
Había, obviamente, miembros del Instituto del Tabaco, con
Los campesinos del Cibao 465

sede en Santiago. En las discusiones que se generaron, me pa-


reció distinguir dos posturas entre estos funcionarios. Algunos
–aparentemente los de más alto rango– expresaban una gran
preocupación por el estado de las exportaciones de tabaco,
por la demanda en los países compradores de la hoja, o por las
divisas generadas por las exportaciones. Por el contrario, entre
los funcionarios de menor rango, se evidenciaba una mayor
inquietud por las condiciones de vida de los cosecheros: por
el decreciente tamaño de sus conucos, las desfavorables condi-
ciones de crédito, los bajos precios del tabaco, o el aumento en
el costo de los insumos agrícolas. Mi impresión fue que estos
funcionarios –muchos de ellos jóvenes agrónomos y técnicos
agrícolas–, quizás por su contacto más directo con los cam-
pesinos, hablaban un lenguaje más apegado a los problemas
cotidianos de los cosecheros de tabaco. A ellos no les impor-
taban tanto las divisas generadas por las exportaciones y sí los
ingresos, cada vez más reducidos, del cultivador de tabaco.
Entre los actores del drama que se desarrollaba en el ISA
se encontraban –¿cómo podían faltar?– representantes de los
sectores exportadores de tabaco. De hecho, el principal ora-
dor del seminario fue un miembro de una de las familias em-
presariales de más prosapia en la región cibaeña. Su mensaje,
ofrecido en la tarde, como acto cumbre del seminario, fue de
tono conciliador. Abogó por la búsqueda de soluciones armo-
niosas a los diversos problemas y conflictos que se dirimieron
a lo largo del día. Hoy, si yo tuviese que mostrar cómo se cons-
truye un discurso con pretensiones hegemónicas a partir de
intereses contrapuestos, creo que usaría como ejemplo el ofre-
cido en aquella tarde calurosa en el ISA. Me encontraba, sin
duda alguna, ante un «discurso orgánico» –parafraseando
a Gramsci–. Por supuesto, nunca tuve duda alguna de a qué
lado se inclinaban, realmente, las preferencias del orador de
marras. Aun así, consideré extraordinaria su capacidad para
acoplar ese juego de «luces, reflejos y contraluces» –como
466 Pedro L. San Miguel

dice una colega historiadora– que constituyen las prácticas


discursivas.
En todo drama subyacen ideas, conflictos y tensiones, pero,
sobre todo, grandes pasiones que el autor intenta plasmar en
su obra. Son los personajes del drama los que vivifican y dan
fuerza a los conflictos recogidos en la pieza dramática. Su in-
tensidad, ha dicho Georg Lukács,

...depende precisamente de la profundidad de las


relaciones internas entre los personajes centrales
del drama y la colisión concreta de los poderes histó-
rico-sociales, es decir: depende de si estos hombres
están comprometidos con su personalidad íntegra
en el conflicto presentado. Si el punto central de
su pasión trágica coincide con el momento social
decisivo de la colisión, entonces... puede recibir su
personalidad una plenamente desarrollada y rica
plasticidad dramática.1

Es de esperarse que, en el desarrollo de un drama, nos iden-


tifiquemos con algunos de sus personajes. Yo siempre me he
inclinado por las figuras débiles u oprimidas: es, quizás, un
inveterado respeto hacia la dignidad humana que –creo–
comencé a desarrollar gracias a las influencias de mi abuelo
materno, un antiguo cosechero de tabaco en Puerto Rico. Si
los historiadores –al igual que los novelistas– tenemos «fan-
tasmas» y «demonios» interiores, estoy convencido de que el
viejo Delfín Sánchez contribuyó a que yo creara los míos.
De todos los «personajes» que «actuaron» en el drama del
ISA, mi favorito fue un dirigente campesino. Este campesino
era un mulato alto, de unos 40 años. Su atuendo, a diferencia
del agricultor acomodado al que hice referencia anteriormente,
denotaba un origen modesto. Si la memoria no me falla, vestía

Georg Lukács, La novela histórica, 2da ed. (México: Era, 1971), 134.
1
Los campesinos del Cibao 467

un pantalón oscuro y una camisa azul marino de manga larga.


Aunque limpia, la camisa tenía algunas pequeñas manchas; se-
guramente, aquella era una de sus mejores piezas de vestir, de
las de «bajar a Santiago».
Pero lo que realmente me impresionó fue su disposición a
levantar su voz ante un coro de funcionarios y representan-
tes de los sectores exportadores, quienes se empeñaban en
transmitir un mensaje poco favorable a los campesinos. La
tónica dominante de este mensaje era que las condiciones del
mercado internacional –de manera particular, la decreciente
demanda de tabaco negro y el aumento en la demanda de
tabacos rubios– hacía cada vez más difícil mantener al sector
tabacalero tradicional del Cibao. Como en un drama, en el
ISA, las fuerzas anónimas en torno a las cuales giraba la socie-
dad cibaeña tomaban cuerpo. Y aquel campesino –al igual que
en el mejor drama clásico–, se sentía identificado plenamente
con una de las partes envueltas en el conflicto. Mejor aún: él
era el drama, la tragedia de la realidad cibaeña. A través de él,
se expresaban los reclamos de un sector social que cada vez
era menos capaz de contrarrestar las fuerzas que propendían
hacia la marginación del campesinado tradicional cibaeño. No
obstante, sus palabras y actitudes evidenciaban lo que en otro
lugar he llamado una «vocación campesina».2 A pesar de todo,
había dignidad y orgullo en sus palabras: había verticalidad y
total ausencia de servilismo. Aquel día de agosto de 1984, el
ISA fue el escenario mínimo de un drama mucho más abarca-
dor, y que tenía múltiples expresiones cotidianas a lo largo y
lo ancho de la región cibaeña. En él, los campesinos del Cibao
eran, sin duda alguna, los actores principales.
Manuel Martínez –quien, como he dicho en el Prefacio, era
mi asistente de investigación pero, además, fue mi maestro
sobre incontables cuestiones cibaeñas– me narró y mostró

Pedro L. San Miguel, «Campesinado y agricultura comercial en el Valle del


2

Cibao, República Dominicana: 1900-1960», ES, XXII, 75 (1989): 119-39.


468 Pedro L. San Miguel

otros escenarios de este drama. En Moca, de donde es oriundo


Manuel, era usual ver a los campesinos pobres –los que ape-
nas contaban con un pequeño cuadro de terreno en el cual
levantar una rústica vivienda– rondar por las pulperías rurales,
sobre todo durante las tardes. Allí se detenían a conversar con
los demás parroquianos o con el dueño del pequeño estable-
cimiento comercial. Con frecuencia, el dueño de la pulpería
estaba emparentado con varios de los campesinos que se de-
tenían a conversar en su negocio; también era propietario de
200 ó 300 tareas de las mejores tierras de la sección rural.
Al amanecer, algunos de esos campesinos pobres solían pe-
dir a su pariente, el dueño de la pulpería, que le dejara «echar
un día» en su finca, desyerbando, «chapeando» los plátanos o
realizando cualquier otra labor que le permitiera ganar el sus-
tento diario. Luego de lograr un arreglo laboral, el «echa días»
intentaba realizar su tarea lo más rápido posible. Entre otras
razones, deseaba completar su labor prontamente para, tem-
prano en la tarde, escuchar por radio su programa favorito o,
quizás, ver algún programa televisivo. Tanto en un caso como
en otro, lo más probable es que lo hiciese en casa de un vecino
o pariente acomodado, o en la pulpería, donde a veces había
un radio que podía disfrutar la clientela. Antes de marcharse
a su casa, luego de terminar su labor, el campesino recibía su
paga por el trabajo del día, quizás junto a varios plátanos o
alguna yuca. Pero antes de abandonar la finca en la cual había
laborado, el campesino se cambiaba su «muda de trabajo» por
una «muda» limpia. De igual manera, envolvía su «colín» en
un saco o, a lo sumo, en papel de periódico. Si era posible, de
regreso a su hogar, evitaba caminar por la carretera principal
y optaba por transitar por la parte trasera de las fincas. En su
trayecto, se encontraba con otros campesinos quienes, como
él, trataban de ocultar –o al menos de disimular– su condición
de «echa días». Para este campesino, como para sus compa-
ñeros de ruta, resultaba difícil aceptar su posición como un
miembro pobre y cada vez más marginal de la comunidad. Su
Los campesinos del Cibao 469

visión del mundo estaba permeada por los valores del campe-
sinado propietario del Cibao, aunque, para él, ser campesino,
realmente, tenía un significado muy distinto al que había teni-
do para sus antecesores.
Era ese orgullo, y la centenaria historia del campesinado de
la región, lo que subyacía en las actitudes y las palabras del diri-
gente campesino en el ISA, el cual, ante los señores del dinero
y el poder, se arrogó la defensa de una forma de vida. ¿No resi-
de en este compromiso el núcleo de la «pasión trágica», como
proclama Lukács? Este drama –tanto como el de un príncipe
medieval consumido por la duda, o el de dos jóvenes amantes
separados por odios ancestrales– nos brinda elementos para
comprender, y quizás para mejorar, la condición humana.
Fuentes y bibliografía

Fuentes primarias

Las fuentes para el estudio de la historia agraria dominicana


se encuentran sumamente dispersas. Por lo tanto, he explo-
rado tanto archivos locales como nacionales. El Tribunal de
Tierras (TT), el Archivo de la Secretaría Municipal (ASM),
el Archivo Notarial José Reinoso (ANJR) y la Conservaduría
de Hipotecas (CH) –localizados en la ciudad de Santiago– re-
sultaron ser los más productivos a nivel local. El TT contiene
expedientes sobre litigios y títulos de propiedad, además de
numerosos planos de la ruralía de Santiago. Estos documentos
–inexplorados hasta entonces– me permitieron obtener un pa-
norama de la estructura agraria de Santiago durante el siglo xx.
En el ASM, entre otras cosas, consulté el Boletín Municipal, en
el que se publicó el censo rural de Santiago de 1918. Además,
del BM obtuve información de diversa índole referente a la
vida económica, social y política del municipio de Santiago y
del Cibao en general. Aunque fragmentaria, esta información
me brindó pistas valiosas que, junto a las obtenidas en otras
fuentes, resultaron ser sumamente útiles. Por su parte, los pro-
tocolos notariales contienen escrituras, testamentos, compra-
ventas, hipotecas y otras transacciones relacionadas con la
tierra. Algo similar se puede decir de los documentos de la

471
472 Pedro L. San Miguel

CH; de esta última fuente obtuve la mayor parte de los datos


sobre el crédito rural. Mucha de la información referente a
los terrenos comuneros proviene de los protocolos notariales,
aunque el TT y la CH me suplieron datos adicionales. En el
Archivo General de la Nación (AGN) examiné numerosos le-
gajos, primordialmente de la Gobernación de Santiago y de
la Secretaría de Agricultura. En esta documentación obtuve
información acerca de las condiciones económicas prevale-
cientes tanto a nivel local como a nivel nacional, y sobre las
políticas agrarias estatales.
A pesar de su variedad, estas fuentes presentan un número
de inconvenientes: la falta de continuidad es uno de ellos. La
documentación localizada en el AGN sufre particularmente
de esta limitación. Además, mucha de la documentación con-
sultada muestra solo una visión parcial del campesinado y de
la estructura agraria. Por ejemplo, la información cuantitativa
disgregada sobre el tamaño y la producción de las fincas es
sumamente escasa. A pesar de que en la República Domini-
cana se han hecho varios censos agrarios, aparentemente los
datos originales han desaparecido. Parece ser que tampoco
existen registros alternos que pudieran compensar esta defi-
ciencia (censos fiscales, por ejemplo). Por lo tanto, para co-
nocer la organización de las propiedades campesinas, hay que
depender, mayormente, de aproximaciones derivadas de los
datos agregados contenidos en los censos publicados o en los
documentos no publicados disponibles en los archivos. Pero
aun esta estrategia presenta dificultades ya que los datos de los
censos nacionales no fueron registrados de manera uniforme;
ni siquiera los censos de 1950 y 1960 son enteramente com-
parables. Por último, no conté con acceso a los documentos
internos de las casas comerciales, lo que limita nuestro cono-
cimiento sobre las relaciones entre estas y el campesinado. A
pesar de estas dificultades y limitaciones, la documentación
consultada es lo suficientemente rica como para trazar aspec-
tos cruciales de la economía agraria.
Los campesinos del Cibao 473

Hubo otras fuentes que consulté menos sistemáticamen-


te. Examiné algunos periódicos en la Biblioteca Amantes de
la Luz, en Santiago, y en el Archivo Histórico de Santiago.
Igualmente, pude obtener copias de varios documentos pro-
venientes de la Cámara de Comercio de Santiago gracias a la
generosidad de Danilo de los Santos. Entre estos documentos
se destacan varios informes de la CCS, algunos de ellos im-
presos y otros mimeografiados. También hay algunos docu-
mentos técnicos sobre el cultivo del tabaco e informes sobre
las condiciones económicas en diversos períodos. A pesar de
ser relativamente pocos, los documentos de la CCS me fueron
sumamente útiles. En las notas se ofrecen las referencias más
significativas, tanto de la información proveniente de los pe-
riódicos como de los documentos de la CCS. Finalmente, se
emplearon algunos datos provenientes del Registro Civil de
Santiago, obtenidos de las micropelículas de dichos documen-
tos localizadas en el Centro de Investigaciones Históricas de la
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
A continuación, ofrezco un listado de las fuentes más signi-
ficativas en mi investigación.
474 Pedro L. San Miguel

Archivo General de la Nación

Alcaldía de Peña: Lib. 3, 1923-24.


Gobernación de Santiago: 1929, 1935-37, 1939-42.
Ministerio de Agricultura: 1947, 1950, 1954, 1956, 1958-59.
Ministerio de Interior y Policía: 1907.
Secretaría de Agricultura: 1928, 1931-36, 1938.
Secretaría de Agricultura e Industria: 1919.

NOTA: Se puede ver un desglose de los expedientes consulta-


dos en: Pedro L. San Miguel, «The Dominican Peasantry and
the Market Economy: The Peasants of the Cibao, 1880-1960»
(Tesis doctoral, Columbia University, 1987), 375.

Archivo Notarial José Reinoso (Santiago)

Protocolos Notariales: Joaquín Dalmau, 1882, 1894, 1898-1917.


Protocolos Notariales: José María Vallejo, 1918-30.

Ayuntamiento de Santiago

Conservaduría de Hipotecas
Hipotecas: 1905-60.
Registro de la Propiedad Territorial: 1912-18, 1925-39.
Transcripciones: 1935, 1940, 1945, 1950, 1955, 1960.

Archivo de la Secretaría Municipal


Boletín Municipal, 1885-1930.
«Censo de Población, 1935: Santiago».
Revista de Agricultura, 1905-13.

Biblioteca Nacional

«Censo agropecuario, 1940: Provincia de Santiago». Copia me-


canografiada: Dirección General de Estadística Nacional,
Sección del Censo, 1940.
Los campesinos del Cibao 475

Tribunal de Tierras (Santiago)

Planos referentes a los distritos catastrales: 2 (ADC 126), 3, 4


(ADC 144), 6, 9, 11, 36, 120, 140, 158, 161.
Expedientes de los Distritos Catastrales: 2, 4 (ADC 144), 120,
144.

NOTA: Para un listado completo de estos planos y expedien-


tes, ver San Miguel, «The Dominican Peasantry», 376-78.

Entrevistas

Jorge Francisco Carbonell, Villa González, 12 abril 1985.

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Publicaciones del
Archivo General de la Nación

Vol. I Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846.


Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944.
Vol. II Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944.
Vol. III Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.
Vol. IV Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945.
Vol. V Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947.
Vol. VI San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago,
1946.
Vol. VII Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.
Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Vol. VIII Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y
notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Vol. IX Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850.
Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947.
Vol. X Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949.
Vol. XI Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita
en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una
famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A.
Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor. R.
Lugo Lovatón, C. T., 1953.
Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.
Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.
Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García
Roume, Hedouville, Louverture, Rigaud y otros. 1795-1802. Edición
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

– 509 –
510 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E.


Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.
Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición
de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición
de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición
de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores,
Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A.
Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de
A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de
A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición
de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel
Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío
Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-
1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González,
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José
Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia
fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo,
D. N., 2007.
Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray
Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la
Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma
Español, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes
en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández
Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de
la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael
Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.
Publicaciones del Archivo General de la Nación 511

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo xvii. Compilación de
Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo,
D. N., 2007.
Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922.
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República
Dominicana (1879-1894). Tomo I. Raymundo González, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República
Dominicana (1879-1894). Tomo II. Raymundo González, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano
e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N.,
2007.
Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo
Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle
Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño,
Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A.
Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546).
Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D.
N., 2008.
Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío
Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población.
Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I.
Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II,
Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III.
Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
512 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias.


Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2008.
Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo
Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A.
Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana.
José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés
Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J.
Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N.,
2008.
Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel
de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.
N., 2008.
Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo
(1930-1961). Tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo
(1930-1961). Tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.
N., 2008.
Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General
de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José
Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda,
Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones
económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo,
D. N., 2008.
Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco
Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Publicaciones del Archivo General de la Nación 513

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición


de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga
Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras
(Negro), Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo,
D. N., 2009.
Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador
E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales.
Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz,
Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel
Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor
Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela,
Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el
patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez,
Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo
Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo
Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista,
Santo Domingo, D. N., 2009.
514 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio
Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de
Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N.,
2009.
Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes
Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado,
Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de
Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de
Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de
Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio,
(Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2009.
Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas.
María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez,
Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República
Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de
Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-
2008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Publicaciones del Archivo General de la Nación 515

Vol. CVIII República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas.


J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CIX Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de Andrés
Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CX Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación
de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el
régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá
Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXIII El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias
del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C.
Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia
Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de
Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica
literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana.
José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen
Durán. Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril.
Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino,
Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I. Octavio A. Acevedo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II. Octavio A. Acevedo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos).
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
516 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.). Rafael Alburquerque Zayas-Bazán,


edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides
Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D.
N., 2010.
Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura
de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos,
edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia
Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura
de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos,
edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia
Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948).
Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul, edición conjunta del
Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II. Antonio Zaglul, edición conjunta del
Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari Dramani-
Issifou, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo
Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana.
Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis
Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVII La caña da para todo. Un estudio histórico-cuantitativo del desarrollo
azucarero dominicano. (1500-1930). Arturo Martínez Moya, Santo
Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo,
D. N., 2011.
Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de independencia,
1849-1856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXL Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G.
Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLI Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N.,
2011.
Vol. CXLII Memorias de Juanito: Historia vivida y recogida en las riberas del río
Camú. Reynolds Pérez Stefan, Santo Domingo, D. N., 2011.
Publicaciones del Archivo General de la Nación 517

Vol. CXLIII Más escritos dispersos. Tomo I. José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLIV Más escritos dispersos. Tomo II. José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLV Más escritos dispersos. Tomo III. José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVI Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge
Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVII Rebelión de los capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. Roberto
Cassá, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVIII De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial.
Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLIX Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575). Genaro
Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CL Ramón –Van Elder– Espinal. Una vida intelectual comprometida.
Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo
Domingo, D. N., 2011.
Vol. CLI El alzamiento de Neiba: Los acontecimientos y los documentos (febrero de
1863). José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, Santo Domingo,
D. N., 2011.
Vol. CLII Meditaciones de cultura. Laberintos de la dominicanidad. Carlos
Andújar Persinal, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CLIII El Ecuador en la Historia (2da ed.). Jorge Núñez Sánchez, Santo
Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLIV Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe (1789-1854). José
Luciano Franco, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLV Cuba: la defensa del Imperio español (1868-1878). José Abreu Cardet,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLVI Didáctica de la geografía para profesores de Sociales. Amparo
Chantada, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLVII La telaraña cubana de Trujillo. Tomo I. Eliades Acosta Matos,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLVIII Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. II: 1501-1509. Fray
Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la
Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma
Español, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLIX Tesoros ocultos del periódico El Cable. Compilación de Edgar
Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLX Cuestiones políticas y sociales. Dr. Santiago Ponce de León, edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXI La telaraña cubana de Trujillo. Tomo II. Eliades Acosta Matos,
Santo Domingo, D. N., 2012.
518 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. CLXII El incidente del trasatlántico Cuba. Una historia del exilio republicano
español en la sociedad dominicana, 1938-1944. Juan B. Alfonseca
Giner de los Ríos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXIII Historia de la caricatura dominicana. Tomo I. José Mercader, Santo
Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXIV Valle Nuevo: El Parque Juan B. Pérez Rancier y su altiplano. Constancio
Cassá, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXV Economía, agricultura y producción. José Ramón Abad. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXVI Antología. Eugenio Deschamps. Edición de Roberto Cassá, Betty
Almonte y Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXVII Diccionario geográfico-histórico dominicano. Temístocles A. Ravelo.
Revisión, anotación y ensayo introductorio Marcos A. Morales,
edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXVIII Drama de Trujillo. Cronología comentada. Alonso Rodríguez
Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXIX La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen
1. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXX Drama de Trujillo. Nueva Canosa. Alonso Rodríguez Demorizi.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012
Vol. CLXXI El Tratado de Ryswick y otros temas. Julio Andrés Montolío. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXII La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I, volumen 2.
Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXIII La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III,
volumen 5. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXIV La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III,
volumen 6. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXV Cinco ensayos sobre el Caribe hispano en el siglo xix: República
Dominicana, Cuba y Puerto Rico 1861-1898. Luis Álvarez-López,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXVI Correspondencia consular inglesa sobre la Anexión de Santo Domingo a
España. Roberto Marte, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXVII ¿Por qué lucha el pueblo dominicano? Imperialismo y dictadura en
América Latina. Dato Pagán Perdomo, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Publicaciones del Archivo General de la Nación 519

Colección Juvenil

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007
Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo,
D. N., 2008.
Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. VIII Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps
(siglo xix). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Cuadernos Populares

Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro


Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo,
D. N., 2009.
Vol. 3 Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó.
Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Referencias

Vol. 1 Archivo General de la Nación. Guía breve. Ana Féliz Lafontaine y


Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. 2 Guía de los fondos del Archivo General de la Nación. Departamentos
de Descripción y Referencias. Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. 3 Directorio básico de archivos dominicanos. Departamento de Sistema
Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2012.
Los campesinos del Cibao, de Pedro L.
San Miguel, se terminó de imprimir en
los talleres de Editora Búho, S. R. L., en
enero de 2013, Santo Domingo, R. D.,
con una tirada de 1,000 ejemplares.

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