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Reich, Wilhelm - La Función Del Orgasmo
Reich, Wilhelm - La Función Del Orgasmo
La función
del orgasmo.
El descubrimiento del orgón
Problemas económico-sexuales
de la energía biológica
$
PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Título original: The Discovery o f the Orgone. The Function o f the Orgasm
Cubierta de Compañía
ISBN: 978-84-493-2247-1
Depósito legal: M-4949-2010
LA F U N C IÓ N D E L O R G A S M O
2. Peer G y n t .................................................................................. 45
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El carácter genital y el carácter neurótico.
El principio de la au to rreg u lació n ................................... 151
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PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN
W lL H E L M REICH
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INTRODUCCIÓN
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cuáles son las vinculaciones históricas con otros cam pos de investi
gación, y, finalmente, cuál es la verdad acerca de los rum ores ociosos
difundidos con respecto a mi actividad.
La econom ía sexual com enzó a desarrollarse d entro del marco del
psicoanálisis de F reud entre 1919 y 1923. La separación real de esa
m atriz se pro d u jo alrededor de 1928, a pesar de que mi ru p tu ra con
la organización psicoanalítica no ocurrió hasta 1934.
Este no es un libro de texto, sino más bien una narración. U na
presentación sistem ática p odría no haber dado al lector u n panoram a
total de cóm o, durante estos últim os veinte años, u n problem a y su
solución me condujeron a otro; ni p o d rían haberle dem ostrado que
este trabajo no es invención pura, y que cada parte del mism o debe su
existencia al peculiar proceder de la lógica científica. N o es falsa m o
destia el afirm ar que me siento a m í m ism o com o u n órgano ejecutivo
de esta lógica. El m étodo funcional de investigación es igual a una
brújula en u n territorio desconocido. N o p odría ocurrírsem e m ejor
prueba, para dem ostrar la corrección fundam ental de la teoría de la
economía sexual, que el hecho de que el descubrim iento de la natu ra
leza verdadera de la potencia orgástica, la parte más im portante de la
economía sexual, realizada en 1922, condujo al descubrim iento del
reflejo del orgasmo en 1935 y al descubrim iento de la radiación orgá
nica1en 1939. E sto últim o p roporcionó la base experim ental necesa
ria para los prim eros descubrim ientos clínicos. Esa lógica inherente
al desarrollo de la econom ía sexual es el p u n to fijo que perm ite orien
tarse en el dédalo de opiniones, en la pugna contra los malos entendi
dos, y en la superación de dudas graves cuando la confusión am enaza
empañar u na visión clara.
Es una buena idea escribir biografías científicas durante la juven
tud, a una edad en que aún no se han perdido ciertas ilusiones relacio
nadas con la propensión de nuestros amigos a aceptar conocim ientos
revolucionarios. Si se m antienen todavía esas ilusiones, uno es capaz
de adherirse a las verdades básicas, de resistir las diversas tentacio
nes de transigir o de sacrificar descubrim ientos definidos a la pereza
de pensar o la necesidad de tranquilidad. La tentación de negar la cau
sación sexual de muchas dolencias es aún m ayor en el caso de la econo
mía sexual que en el del psicoanálisis. C on muchas dificultades logré
persuadir a mis colaboradores a que se adoptara el térm ino «econo
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mía sexual». Esta locución está destinada a abarcar u n nuevo cam po
de esfuerzos científicos: la investigación de la energía biopsíquica. La
«sexualidad», de acuerdo con la actitud prevaleciente hoy, es ofensi
va. Es m uy fácil relegar al olvido su significado p ara la vida hum ana.
Puede suponerle con seguridad que será necesario el trabajo!de m u
chas generaciones para que la sexualidad sea seriapiente encarada
tanto p o r la ciencia oficial como p o r los profanos. Probablem ente,
ello no sucederá hasta que problem as de vida y de m uerte fuercen a
la sociedad m ism a a consentir en la com prensión y el dom inio del
proceso sexual, protegiendo no solam ente a quienes los estudian sino
realizando ella misma tales estudios. U n o de esos problem as de vida
y m uerte es el cáncer; otro, la peste psíquica que hace posible la exis
tencia de los dictadores.
La econom ía sexual es una ram a de la ciencia natural* C om o tal,
no debe avergonzarse de su tema y no adm ite com o representante a
nadie que no haya dom inado la angustia social relacionada con la
difam ación — sexualmente motivada— que p o d ría alcanzarlo p o r los
estudios que inevitablemente han sido parte de su adiestram iento.
El térm ino «orgonterapia», que connota la técnica terapéutica de la
econom ía sexual, fue en realidad una concesión a los rem ilgam ientos
del m undo en materia sexual. H ubiera preferido, y habría sido más
correcto, denom inar esa técnica terapéutica «terapia del orgasmo»,
ya que en eso consiste fundam entalm ente la orgonterapia. D ebió
tom arse en consideración el hecho de que u n térm ino sem ejante h u
biera significado una carga social demasiado pesada para el joven eco
nom ista sexual. La gente es así: se ríe em barazosam ente o se mofa
cuando se menciona el núcleo mismo de sus anhelos y sentim ientos
religiosos.
Es de tem er que dentro de una década o dos, la escuela de los eco
nom istas sexuales se divida en dos grupos que lucharán violentam en
te el uno contra el otro. U n grupo sostendrá que la función sexual
está subordinada a la función vital general y que, p o r consiguiente,
puede ser descartada. El o tro grupo se o p o n d rá radicalm ente a esa
afirm ación y tratará de salvar el h o n o r de la investigación sexual cien
tífica. E n esta lucha, la identidad básica del proceso sexual y del p ro
ceso vital podría olvidarse fácilmente. Q u izá yo m ism o pudiera en
tregarm e y repudiar lo que en años de juventud y lucha fuera una
honrada convicción científica. El m undo fascista todavía puede vol
ver a triunfar como lo hizo en E uropa y am enazar nuestro arduo
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trabajo con su extinción en m anos de partidarios políticos y psiquia
tras m oralistas de la escuela de la herencia. Q uienes presenciaron en
N o ruega el escándalo de la campaña de la prensa fascista contra la
econom ía sexual, saben de qué estoy hablando. P o r esa razón, es
im perativo registrar a tiem po qué se entiende p o r econom ía sexual,
antes de que yo mismo, bajo la presión de circunstancias sociales anti
cuadas, esté expuesto a pensar de forma diferente y a obstaculizar con
m i autoridad a la generación venidera en su búsqueda de la verdad.
La teoría de la econom ía sexual puede desarrollarse en pocas pa
labras:
La salud psíquica depende de la potencia orgástica, o sea, de la
capacidad de entrega en el acmé de excitación sexual durante el acto
sexual natural. Su fundam ento es la actitud caracterológica n o -n eu
rótica de la capacidad de amar. La enferm edad m ental es un resultado
de las perturbaciones de la capacidad natural de amar. E n el caso de la
im potencia orgástica, de la cual sufre una enorm e m ayoría de los se
res hum anos, la energía biológica está bloqueada y se convierte así en
fuente de las manifestaciones más diversas de conducta irracional. La
cura de los trastornos psíquicos requiere, en p rim er térm ino, el res
tablecim iento de la capacidad natural de amar. Ello depende tanto de
las condiciones sociales com o de las condiciones psíquicas.
Las perturbaciones psíquicas son el resultado del caos sexual ori
ginado p o r la naturaleza de nuestra sociedad. D urante miles de años,
ese caos ha tenido com o función el som etim iento de las personas a las
condiciones (sociales) existentes, en otras palabras, internalizar la
m ecanización externa de la vida. Sirve el p ro p ó sito de obtener el an
claje psíquico de una civilización mecanicista y autoritaria, haciendo
perder a los individuos la confianza en sí mismos.
Las energías vitales, en circunstancias naturales, se regulan espon
táneam ente, sin ayuda de un deber o una m oralidad com pulsivos, los
cuales indican con seguridad la existencia de tendencias antisociales.
La conducta antisocial surge de pulsiones secundarias que deben
su existencia a la supresión de la sexualidad natural.
El individuo educado en una atmósfera de negación de la vida y
dél sexo, contrae angustia de placer (miedo a la excitación placentera),
que se m anifiesta fisiológicamente en espasmos m usculares cróni
cos. Esa angustia de placer es el terreno sobre el cual el individuo
recrea las ideologías negadoras de la vida que son la base de las dicta
duras. Es la base del miedo a una vida libre e independiente. Se con-
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vierte en una poderosa fuente de donde extraen su energía individuos
o grupos de individuos a fin de ejercer toda clase de actividad política
reaccionaria y de dom inar a la masa obrera mayoritaria. Es una an
gustia biofisiológica y constituye el problem a central de la investiga
ción psicosom ática. H asta ahora ha constituido el mayor obstáculo
para la investigación de las funciones vitales involuntarias, que la per
sona neurótica sólo puede experim entar com o algo siniestro y atemo
rizante.
La estructura caracterológica del hom bre actual — que está perpe
tuando una cultura patriarcal y autoritaria de hace de cuatro a seis mil
años atrás— se caracteriza p o r un acorazamiento contra la naturale
za dentro de sí m ismo y contra la miseria social que lo rodea. E ste '
acorazam iento del carácter es la base de la soledad, del desamparo,
del insaciable deseo de autoridad, del m iedo a la responsabilidad, de
la angustia mística, de la miseria sexual, de la rebelión impotente así1.1
com o de una resignación artificial y patológica. Los seres humanos
han adoptado una actitud hostil a lo que está vivo dentro de sí mis- ■■■;
m os, de lo cual se han alejado. Este enajenam iento no tiene un origen
biológico, sino social y económ ico. N o se encuentra en la historia
hum ana antes del desarrollo del orden social patriarcal.
D esde entonces, el deber ha sustituido al goce natural del trabajo
y la actividad. La estructura caracterológica corriente dé los seres
hum anos se ha m odificado en dirección a la im potencia y rél miedo a
vivir, de m odo que las dictaduras no sólo pueden arraigar sino tam
bién justificarse señalando las actitudes hum anas prevalecientes, por
ejemplo, la irresponsabilidad y el infantilism o. La catástrofe interna
cional que atravesam os es la últim a consecuencia de esa enajenación
respecto de la vida.
La form ación del carácter en la pauta autoritaria tiene como pun
to central no el am or parenteral sino la fam ilia autoritaria. Su instru
m ento principal es la supresión de la sexualidad en el infante y en el
adolescente.
D ebido a la escisión de la estructura del carácter hum ano actual,
se consideran incom patibles la naturaleza y la cultura, el instinto y la
m oralidad, la sexualidad y la realización. Esa unidad de la cultura y
la naturaleza del trabajo y del amor, de la m oralidad y la sexualidad,
que eternam ente anhela la raza hum ana, continuará siendo un sueño
m ientras el hom bre no perm ita la satisfacción de las exigencias bioló
gicas de la gratificación sexual natural (orgástica). H asta entonces, la
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verdadera democracia y la libertad responsable seguirán siendo una
ilusión y el som etim iento im potente a las condiciones sociales exis
tentes caracterizará la existencia hum ana. H asta entonces prevalecerá
el aniquilamiento de la vida, sea en form a de una educación com pul
siva, sea en instituciones sociales com pulsivas, o m ediante guerras.
En el campo de la psicoterapia, he elaborado la técnica orgonterá-
pica del análisis del carácter. Su principio fundam ental es la restaura
ción de la m otilidad biopsíquica p o r m edio de la disolución de las
rigideces («acorazam ientos») del carácter y de la m usculatura. Esta
técnica psicoterapéutica fue experim entalm ente confirm ada p o r el
descubrim iento de la naturaleza bioeléctrica de la sexualidad y la
angustia. La sexualidad y la angustia son las direcciones opuestas de
la excitación en el organism o biológico: expansión placentera y con
tracción angustiosa.
La fórm ula del orgasmo, que dirige la investigación económ ico-
sexual, es la siguiente: t e n s i ó n m e c á n i c a - * c a r g a b i o e l é c t r i c a
-r* D E S C A R G A B IO E L E C T R IC A - * R E L A JA C IÓ N M E C Á N IC A . Ésta dem os
tró ser la fórm ula del funcionam iento vital en general. Su descubri
miento condujo al estudio de la organización de la sustancia viva a
partir de la sustancia no-viva; o sea, a la investigación experim ental
con biones2y, últim am ente, al descubrim iento de la radiación orgóni-
ca. La investigación con biones abrió posibilidades para nuevos enfo
ques del problem a del cáncer y algunas otras perturbaciones de la
vida vegetativa.
El hecho de que el hom bre sea la única especie que no cum ple la
ley natural de la sexualidad, es la causa inm ediata de una serie de
desastres terribles. La negación social externa de la vida conduce a la
muerte en masa en form a de guerras, así com o a perturbaciones psí
quicas y somáticas del funcionam iento vital.
El proceso sexual, o sea, el proceso biológico expansivo del placer,
es el proceso vita l productivo p er se.
La definición es m uy sintética y puede parecer dem asiado simple.
Esta «simplicidad» es la cualidad m isteriosa que m uchos pretenden
encontrar en mi trabajo. Intentaré dem ostrar en este volum en cóm o
y mediante qué procesos me fue posible solucionar esos problem as,
que hasta ahora nos han perm anecido ocultos. Espero p oder dem os
trar que no hay acerca de ello ninguna magia; que, p o r el contrario,
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mi teoría no pasa de ser una form ulación de hechos generales, aunque
no reconocidos, sobre la m ateria viva y su funcionam iento. Es resul
tado de la enajenación general respecto de la vida, el que tales hechos
y sus correlaciones hayan pasado inadvertidos y sido disfrazados.
La historia de la econom ía sexual sería incom pleta sin algunas
declaraciones con respecto a la parte que tocó desem peñar a sus amE
gos en su desarrollo. Mis amigos y colaboradores com prenderán p o r
qué debo abstenerme de dar aquí a su participación el crédito m ereci
do. A todos los que han com batido, y muchas veces sufrido p o r la
causa de la economía sexual, puedo darles la seguridad de que sin sus
aportaciones hubiera sido imposible llevar a cabo su desarrollo total.
La econom ía sexual se presenta aquí en relación con las condicio
nes europeas que condujeran a la catástrofe presente. La victoria de
las dictaduras fue posible debido a la m entalidad enferm iza de la h u
m anidad europea, que las democracias fueron incapaces de som eter
con m edios económicos, sociales o psicológicos. N o he perm anecido
aún bastante tiem po en Estados U nidos para p o d er decir hasta qué
pun to esta exposición puede aplicarse o no a las. condiciones de la
vida americana.
Las condiciones a que me refiero no son m eram ente las relaciones
hum anas externas y las condiciones sociales, sino más bien la estruc
tura profunda del individuo estadounidense y de su am biente. C o n o
cerlas requiere cierto tiempo.
Es de esperar que la edición estadounidense de este lib ro p ro v o
que controversias. E n E uropa, m uchos años de experiencia me han
perm itido juzgar, basado en indicaciones definidas, el significado de
cada ataque, crítica o alabanza. C om o es de suponer, las reacciones;
de ciertos círculos, aquí, no serán fundam entalm ente diferentes de
las del o tro lado del océano. Q uisiera co n testar p o r adelantado a
esos posibles ataques.
La economía sexual no tiene nada que v e r con ningún partido ni
ideología políticos existentes. Los conceptos políticos que separan los
diversos niveles y clases sociales no p o d rían aplicarse a la economía
sexual. La tergiversación social de la vida de am or natural y el em pe
ño en negarla a los niños y a los adolescentes representa un estado de
cosas, característicam ente hum ano, que se extiende más allá de los
límites de cualquier Estado o grupo.
La econom ía sexual ha sido atacada p o r exponentes de todos los
colores políticos. Mis publicaciones han sido prohibidas tanto por
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los com unistas com o p o r los fascistas; han sido atacadas y condena
das tanto p o r los organismos policiales com o p o r los socialistas y li
berales. P o r o tra parte, encontraron cierto reconocim iento y respeto
en todas las clases de la sociedad y en diversos grupos sociales. La
elucidación dé la función del orgasmo, en particular, fue aprobada en
grupos científicos y culturales de toda índole.
La represión sexual, la rigidez biológica, la m anía m oralizadora y
el puritanism o no están confinados a ciertas clases o grupos sociales.
Existen p o r doquier. C onozco a algunos clérigos que propugnan la
diferenciación entre la vida sexual natural y la no-natural y recono
cen la ecuación científica del concepto de D ios con la ley natural;
conozco a otros que ven en la elucidación y en la realización práctica
de la vida sexual infantil y adolescente un peligro para la existencia de
la Iglesia y, p o r lo tanto, se sienten im pulsados a adoptar medidas
preventivas. Aprobación y desaprobación, según el caso, han sido
justificadas p o r la misma ideología. El liberalismo se consideraba tan
am enazado com o la dictadura del proletariádo, el h o n o r del socia
lism o o el de la m ujer alemana. En realidad, esclarecer la función de
lo viviente sólo amenaza una actitud y una clase de orden social y
m oral: el régim en autoritario dictatorial de cualquier clase, que, m e
diante una m oralidad compulsiva y una actitud tam bién compulsiva
fren te al trabajo, intenta destruir la decencia espontánea y la autorre
gulación natural de las fuerzas vitales.
H a llegado el m om ento de ser honestos: la dictadura autoritaria
no existe únicam ente en los Estados totalitarios. Se encuentra tanto
en la Iglesia com o en las organizaciones académicas, entre los com u
nistas tanto com o en los gobiernos parlam entarios. Es una tendencia
hum ana general que nace de la supresión de la función vital y consti
tuye, en todas las naciones, la base de la psicología de las masas para
aceptar e instaurar las dictaduras. Sus elementos básicos son la m is
tificación del proceso de la vida; la desvalidez material y social exis
tentes; el m iedo a la responsabilidad de plasm ar la propia vida; y, en
consecuencia, el ansia de una seguridad ilusoria y de autoridad, pasi
va o activa. El auténtico anhelo de dem ocratizar la vida social tan
antiguo com o el m undo se basa en la autodeterm inación, en una so-
cialidad y m oralidad naturales, en la alegría en el trabajo y la felicidad
terrenal en el amor. Q uienes sienten ese anhelo consideran toda ilu
sión u n peligro. P o r lo tanto, no tem erán la com prensión científica
de la función vital, sino que la usarán para conocer a fondo los p ro
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blemas decisivos relacionados con la form ación de la estructura del
carácter hum ano; de ese m odo serán capaces de dom inar estos p ro
blemas no de una m anera ilusoria, sino científica y práctica. Por to
das partes luchan los hom bres a fin de transform ar una democracia
que es m era form a en una verdadera dem ocracia para todos aquellos
em peñados en u n trabajo productivo, una democracia del trabajo ,3 es
decir, una dem ocracia fundam entada en una organización natural del
proceso del trabajo.
E n el cam po de la higiene mental, trátase de la tarea ím proba de
reem plazar el caos sexual, la prostitución, la literatura pornográfica y
el gansterism o sexual, p o r la felicidad natural en el am or garantizada
p o r la sociedad. Eso no implica ninguna intención de «destruir la
familia» o de «minar la moral». D e hecho, la fa m ilia y la moral están
minadas p o r la fam ilia y la m oralidad compulsivas. Profesionalm en
te, debem os acom eter la tarea de reparar el daño causado p o r el caos
sexual y familiar en form a de enferm edades mentales. Para poder
dom inar la peste psíquica, tendrem os que distinguir netam ente entre
el am or natural entre padres y niños, y la com pulsión familiar. La
enferm edad universal llamada «familitis» destruye todo cuanto el
esfuerzo hum ano honesto trata de realizar.
Si bien no pertenezco a ninguna organización religiosa o política,
tengo, sin em bargo, u n concepto definido de la vida social. Este con
cepto es — en contraste con todas las variedades de las filosofías p o
líticas, puram ente ideológicas o místicas— científicamente racional.
D e acuerdo con el mism o, creo que no habrá paz perm anente en
nuestra tierra y que todos los intentos de socializar a los seres hum a
nos serán estériles mientras tanto los políticos com o los dictadores
de una clase u otra, que no tienen la m enor noción de las realidades
del proceso vital, continúen dirigiendo masas de individuos que se
encuentran endém icam ente neuróticos y sexualm ente enfermos. La
función natural de la socialización del hom bre es garantizar el traba
jo y la realización natural del amor. Esas dos actividades biológicas
del hom bre siem pre han dependido de la investigación y del pensa
m iento científicos. E l conocimiento, el trabajo y el am or natural son
las fuentes de la vida. D eberían tam bién ser las fuerzas que la gobier
nan, y su responsabilidad total recae sobre todos los que p ro d u
cen m ediante su trabajo.
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Si se nos preguntara si estamos a favor o en contra de la dem ocra
cia, nuestra contestación sería: Q uerem os una dem ocracia, inequívo
ca y sin concesiones. P ero querem os una dem ocracia auténtica en la
vida real, no sim plem ente en el papel. A poyam os una realización
total de todos los ideales dem ocráticos, se trate del «gobierno del
pueblo, p o r el pueblo, para el pueblo», o de «libertad, igualdad,
fraternidad». Pero añadim os u n p u n to esencial: «¡Hagan desaparecer
todos los.obstáculos que se encuentran en el camino de su realización!
¡Hagan de la democracia una cosa viv a ! ¡N o sim ulen una democra
cia! ¡De otro m odo, el fascismo ganará en todas partes!».
La higiene m ental en gran escala requiere o poner el p oder del
conocimiento a la fuerza de la ignorancia; la fuerza del trabajo vital
a toda clase de parasitism o, sea económ ico, intelectual o filosófico.
Sólo la ciencia, si se considera seriam ente a sí misma, puede luchar
contra las fuerzas que intentan destruir la vida, dondequiera que ello
suceda y cualquiera que sea el agente que las desata. Es obvio que
ningún hom bre solo puede adquirir el conocim iento necesario para
preservar la función natural de la vida. Un p u n to de vista científico,
racional de la vida, excluye las dictaduras y requiere la democracia
del trabajo.
El po d er social ejercido p o r el pueblo y para el pueblo, basado en
un sentim iento natural p o r la vida y el respeto p o r la realización
mediante el trabajo, sería invencible. Pero este po d er no se m anifes
tará ni será efectivo hasta que las masas trabajadoras y productivas
no se vuelvan psicológicamente independientes, capaces de asum ir la
responsabilidad plena de su existencia social y determ inar su vida
racionalmente. Lo que les im pide hacerlo es la neurosis colectiva,
tal com o se ha m aterializado en las dictaduras de toda índole y en
galimatías políticos. Para elim inar la neurosis de las masas y el irra-
cionalismo de la vida social; en otras palabras, para cum plir u n a au
téntica obra de higiene m ental, necesitam os u n m arco social que
permita, antes que nada, elim inar las necesidades m ateriales y garan
tizar un desarrollo sin obstáculos de las fuerzas vitales de cada indi
viduo. Tal m arco social no puede ser o tro que una auténtica dem o
cracia.
Pero esa dem ocracia auténtica no es algo estático, no es u n estado
de «libertad» que pueda ser otorgado, dispensado o garantizado a un
grupo de personas m ediante organism os gubernam entales que ellos
han elegido o que les han sido im puestos. P o r el contrario, la verda
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dera dem ocracia es un proceso difícil, lento, en el cual las masas del
pueblo protegidas p o r la sociedad y las leyes gozan — de ningún
m odo «tom an»— de todas las posibilidades para educarse en la ad
ministración de la vida individual y social, es decir, viviente, y de p ro
gresar hacia mejores formas de existencia. P o r lo tanto, la verdadera
dem ocracia no es un estado perfecto de goce, igual a u n hom bre vie
jo, glorioso guerrero del pasado; antes bien, es u n proceso de cons
tante lucha contra los problem as presentados p o r el desarrollo lógico
d epensam ientos nuevos, descubrim ientos nuevos y n uevasfo rm as de
vida. El desarrollo hacia el futuro es coherente e in interrum pido cada
vez que los elementos antiguos y caducos, después de haber cum pli
do su función en una etapa anterior de la evolución dem ocrática,
tengan la sabiduría suficiente para ceder el paso a lo joven y nuevo: la
sabiduría suficiente para no asfixiarlo en n o m b re de su prestigio y
autoridad formales.
La tradición es im portante. Es dem ocrática siem pre y cuando
cum pla la función natural de p ro p o rcio n ar a la nueva generación
experiencias buenas y malas del pasado, perm itiéndole así aprender
de los antiguos errores y no recaer en los m ism os. P o r otra parte, la
tradición destruye la democracia si no deja a las generaciones venide
ras ninguna posibilidad de efectuar su pro p ia elección, y si intenta
dictaminar — una vez que han cam biado las condiciones de vida-í-
qué es lo que debe considerarse «bueno» o «malo». La tradición tiene
la costum bre de olvidar que ha perdido la capacidad de juzgar aque
llo que no es tradición. El adelanto del m icroscopio, p o r ejemplo, no
se logró destruyendo el prim er m odelo, sino preservándolo y desa
rrollándolo con arreglo a niveles superiores del conocim iento h um a
no. U n m icroscopio del tiem po de P asteur no nos perm ite ver lo que
hoy busca el investigador de los virus. ¡Pero es inconcebible im aginar
el microscopio de Pasteur con autoridad y am bición suficientes com o
para prohibir la existencia del m icroscopio electrónico!
Existiría el m ayor respeto p o r todo lo que se va transm itiendo, no
habría ningún odio, si la juventud pudiera decir librem ente y sin p e
ligro: «Esto lo tom am os de vosotros p o rq u e es sólido, honesto; p o r
que todavía es válido para nuestra época y susceptible de ser desarro
llado más aún. Pero esto otro lo rechazam os. F ue verdadero y útil en
vuestra época. Pero para nosotros se ha vuelto inútil». N aturalm ente,
esa juventud deberá prepararse para aceptar más tarde la misma acti
tud de parte de sus hijos.
| 23
La evolución de la democracia de preguerra en una dem ocracia
del trabajo total y verdadera, significa que todos los individuos ad
quieran la capacidad para una determ inación auténtica de la p ropia
existencia, en cam bio de la actual determ inación formal, parcial e
incom pleta. Significa sustituir las tendencias políticas irracionales de
las masas p o r u n dom inio racional del proceso social. Esto requiere
una constante autoeducación del pueblo en el ejercicio de la libertad
responsable, reem plazando la espera infantil de una libertad ofrecida
en bandeja de plata o garantizada p o r otra persona. Si la dem ocracia
ha de desarraigar la tendencia hum ana a la dictadura, tendrá que de
m ostrarse capaz de eliminar la pobreza y p ro cu rar una independen
cia racional del pueblo. Esto, y únicamente esto, merece el nom bre de
desarrollo social orgánico.
E n mi opinión, las democracias europeas p erdieron su batalla
contra las dictaduras porque existían demasiados elementos form ales
en sus sistemas y eran escasos los auténtica y prácticam ente dem o
cráticos. El m iedo a todo lo que está vivo caracterizaba la educación
en todos sus aspectos. La democracia fue tratada com o u n estado
de libertad garantizada y no como un proceso para el desarrollo de la
responsabilidad colectiva. Además, los individuos de las democracias
fu ero n y son aún educados para someterse a la autoridad. E so es lo
que los acontecim ientos catastróficos de nuestros tiem pos nos han
enseñado: educados para volverse m ecánicamente obedientes, los
hom bres roban su propia libertad; m atan a quien se la otorga, y se
fugan con el dictador.
N o soy político y nada conozco de política, pero soy u n científico
socialm ente consciente. C om o tal, tengo el derecho de m anifestar la
verdad que he descubierto. Si mis aseveraciones son de tal índole que
puedan prom over un m ejor orden de las condiciones hum anas, sen
tiré entonces que mi trabajo ha logrado su propósito. D espués del
colapso de las dictaduras, la sociedad hum ana ten d rá necesidad
de verdades, y en particular de verdades impopulares. Tales verdades,
que tocan las razones no reconocidas del caos social actual, prevale
cerán tarde o tem prano, lo quiera o no la gente. U na de estas verdades
es que la dictadura arraiga en el miedo irracional a la vida p o r parte
del pueblo en general. Q uien represente esas verdades se encuentra
en gran peligro, pero puede esperar. N o necesita luchar p o r el p o d er
para im poner la verdad. Su fuerza consiste en conocer hechos que
generalm ente son valederos para toda la hum anidad. N o im porta
24
cuán im populares puedan ser esos hechos: en tiem pos de necesidad
extrem a la voluntad de vivir de la sociedad forzará su reconocim ien
to, a pesar de todo.
El científico tiene el deber de preservar su derecho de expresar su
opinión librem ente en cualquier circunstancia, y de no abandonar
ese privilegio a los abogados de la supresión de la vida. M ucho se
habla del deber del soldado de dar su vida p o r la patria. Pero poco
se m enciona el deber del científico de defender, en todo m om ento y
a cualquier precio, lo que reconoce com o verdad.
El médico o el m aestro sólo tienen una obligación: practicar su
profesión firmemente, sin transigir con los poderes que intentan supri
m ir la vida, y considerar únicam ente el bienestar de quienes están a s u :
cuidado. N o pueden representar ideologías que se hallen en conflicto
con la verdadera tarea del m édico o maestro.
Q uien dispute ese derecho al científico, al médico, al maestro, al
técnico o al escritor y se llame a sí mism o dem ócrata, es un hipócrita
o, p o r lo m enos, una víctim a de la plaga del irracionalismo. La lucha
contra la peste de la dictadura es desesperada sin u n verdadero em pe
ño y u n interés p rofund o p o r los problem as del proceso vital, ya que
la dictadura vive — y sólo puede vivir— en la oscuridad de los p ro
blemas no resueltos del proceso vital. El hom bre está desvalido cuan
do carece de conocim iento; esta im potencia nacida de la ignorancia
es terreno fértil para la dictadura. U n orden social no puede ser lla
m ado dem ocracia si tiene m iedo de plantear cuestiones decisivas, o
de encontrar respuestas inesperadas, o de enfrentar el choque de
opiniones sobre el tema. Si tiene esos tem ores, se derrum ba ante el
más insignificante ataque llevado a cabo contra sus instituciones p o r
parte de los posibles dictadores en potencia. Tal es lo que aconteció
en Europa.
La «libertad de cultos» es una dictadura m ientras no exista «liber
tad para la ciencia», y, consiguientem ente, libre com petencia en la
interpretación del proceso vital. D ebem os de una vez p o r todas deci
dir si «Dios» es una figura todopoderosa, barbuda, en los cielos, o la
ley cósmica de la naturaleza que nos gobierna. U nicam ente cuando
D ios y la ley natural son idénticos pueden reconciliarse la ciencia y la
religión. H a y sólo un paso de la dictadura de quienes representan a
D ios en la Tierra, a la de quienes desean reem plazarlo en ella.
La m oralidad tam bién es una dictadura si su resultado final es
considerar que todas las personas que poseen un sentim iento natural
25
por la vida están en el mismo nivel que la pornografía. Q uiérase o no,
así se prolonga la existencia de la obscenidad y se lleva a la ruina la
felicidad natural en el amor. Es necesario sentar una protesta co n tu n
dente cuando se califica de inm oral al hom bre que basa su conducta
social en leyes internas y no en formas compulsivas externas. Las
personas son m arido y m ujer no p o rq u e hayan recibido los sacra
mentos, sino porque se sienten m arido y mujer. Es la ley interna y no
la externa la m edida de la libertad auténtica. La hipocresía m oraíiza-
dora es el enemigo más peligroso de la m oralidad natural. La h ip o
cresía m oralizadora no puede com batirse con o tro tipo de m oralidad
compulsiva, sino con el conocim iento de la ley natural de los proce
sos sexuales. La conducta m oral natural presupone la libertad de los
procesos sexuales naturales. Recíprocam ente, la m oralidad com pulsi
va y la sexualidad patológica corren parejas.
La línea de com pulsión es la línea de m enor resistencia. Es más
fácil exigir disciplina y reforzarla con la autoridad que educar a los
niños mediante u na iniciación gozosa en el trabajo y la conducta
sexual natural. Es más fácil declararse om nisciente «Führer» enviado
de Dios y decretar lo que deberán pensar y hacer m illones de perso
nas que exponerse a la lucha entre lo racional y lo irracional surgida
del choque de opiniones. Es más fácil insistir en las manifestaciones
de respeto y am or legalmente determ inadas que conquistar la am is
tad mediante una conducta auténtica y decente. Es más fácil vender
la propia independencia a cam bio de una seguridad económ ica que
llevar una existencia independiente responsable, y ser su p ropio due
ño. Es más fácil ordenar a los subordinados lo que deben hacer que
guiarlos respetando al m ism o tiem po su individualidad. Ésta es la
razón p o r la cual la dictadura es siem pre más fácil que la dem ocracia
verdadera. H e aquí p o r qué el indolente líder dem ocrático envidia al
dictador y trata de im itarlo con sus medios inadecuados. Es más fácil
representar lo vulgar y más difícil representar la verdad.
Q uien no tiene confianza en lo viviente, o la ha perdido, es presa
fácil del miedo subterráneo a la vida, p rocreador de dictadores. Lo
que vive es en sí mismo razonable. Se convierte en una caricatura
cuando no se le perm ite vivir. Si es una caricatura, la vida únicam en
te puede crear pánico. P o r eso, sólo el conocim iento de lo que está
vivo puede expulsar el terror.
Sea cual sea el resultado, para las generaciones venideras, de las
luchas sangrientas de nuestro m undo dislocado, la ciencia de la vida
26
es más poderosa que todas las fuerzas negativas y todas las tira
nías. Fue Galileo y no N erón, Pasteur y no N ap o leó n , F reud y no
Schicklgruber, quienes sentaron las bases de la técnica m oderna,
com batieron las epidemias; quienes exploraron la m ente; quienes, en
otras palabras, dieron un fundam ento sólido a n uestra existencia.
Los otros nunca hicieron otra cosa que abusar de las realizaciones de
los grandes hom bres para destruir la vida. Puede reconfortam os el
hecho de que las raíces de la ciencia llegan a profundidades infinita
mente m ayores que la confusión fascista de hoy.
LA FUNCIÓN DEL ORGASMO
C apítulo 1
31
Sin em bargo, p o r mi propia experiencia y p o r cuanto he p o dido o b
servar en m í mism o y en los demás, estoy convencido de que la
sexualidad es el centro en torno al cual gira tanto la vida social com o
la vida interior del individuo».
¿Por qué esa oposición p o r mi parte? Sólo iba a com prenderlo
casi diez años más tarde. La sexualidad, según mi experiencia, era
algo diferente de lo que se discutía. Las prim eras reuniones a que
asistí hacían de la sexualidad algo fantástico y extraño. N o parecía
existir una sexualidad natural. El inconsciente estaba repleto única
m ente de im pulsos perversos. Por ejemplo, la doctrina psicoanalítica
negaba la existencia de un erotismo vaginal prim ario en la niña y
pensaba que la sexualidad femenina era algo desarrollado m ediante
una com pleja com binación de otras tendencias.
Se sugirió invitar a u n psicoanalista experim entado a dictar una
serie de conferencias sobre el tema. H ablaba bien y de cosas intere
santes, pero instintivam ente me disgustaba su m anera de tratar la
sexualidad, a pesar de encontrarm e yo m uy interesado y de aprender
m uchas cosas nuevas. De alguna manera, no parecía que el conferen
ciante fuera la persona indicada para hablar sobre el tema. N o podía
explicarm e ese sentimiento.
M e p ro cu ré algunos trabajos sobre sexología, tales com o Sexual-
leben unserer Z eit ( Vida sexual de nuestro tiem po), de Bloch; D ie
Sexuelle Frage (La cuestión sexual), de Forel; Sexuelle Verirrungen,
de Back; y H erm aphroditism us und Zeugungsunfdhigkeit (H erm a
froditism o e infertilidad), de Taruffi. Luego leí las consideraciones de
Jung acerca de la libido, y, finalmente, a Freud. Leí m ucho, rápido y
concienzudam ente; algunas cosas dos y tres veces. Las Tres contribu
ciones a la teoría sexual de Freud, y sus Conferencias iniciales deter
m inaron la elección de mi profesión. La literatura sexológica parecía
dividirse inm ediatam ente en dos categorías: la seria y la «lasciva-
m oralista». M e entusiasmé con Bloch, con Forel y con Freud. Este
últim o constituyó una experiencia profunda.
N o me convertí de repente en un adepto exclusivo de Freud. A b
sorbí sus descubrim ientos gradualm ente, ju n to con otros pensa
m ientos y descubrim ientos de hom bres de valer. A ntes de adherirm e
p o r entero al psicoanálisis, adquirí un conocim iento general de las
ciencias y la filosofía naturales. Me impulsaba un interés p o r el tema
básico de la sexualidad. P o r lo tanto, estudié a fondo el H andbuch
der Sexualwissenschaft, de Molí. Q uería saber qué decían otras per
32
sonas sobre el instinto. Eso me condujo a Semon. Su teoría de las
«sensaciones mnémicas» daba m ucho que pensar con respecto a los
problem as de la m em oria y del instinto. Semon afirmaba que todos
los actos involuntarios consistían en «engramas», o sea, im prontas
históricas de experiencias pasadas. El protoplasm a, que se produce a
sí mismo constantem ente, continúa recibiendo impresiones que, en
respuesta a estím ulos apropiados, se «ecforizan». Esta teoría biológi
ca encuadraba bien con el concepto de Freud de los recuerdos in
conscientes, «las huellas de la memoria».
La pregunta «¿Q ué es la vida?» se encontraba detrás de todo lo
que aprendía. La vida parecía caracterizarse p o r una razonabilidad y
una intencionalidad peculiares de la acción instintiva involuntaria.
La investigación de F reud sobre la organización racional de las hor
migas dirigió mi atención hacia el problem a del vitalismo. Entre 1919
y 1921 me familiaricé con la Philosophie des Organischen (Filosofía del
organismo) de D riesch y su O rdnungslehre ( Teoría del orden). El
prim er libro lo entendí, pero no así el segundo. Me iba resultando
claro que el concepto mecanicista de la vida que predom inaba en
nuestros estudios médicos en aquel tiem po no era satisfactorio. N o
se podían rechazar las afirmaciones de D riesch, de que si bien la tota
lidad del organism o vivo podía form arse a p artir de una parte de sí
mismo, era im posible fabricar una m áquina partiendo de un tornillo.
Sin em bargo, su explicación del funcionam iento vital p o r medio del
concepto de la «entelequia» no era convincente. Tuve la im presión de
que se soslayaba un problem a gigantesco con una sola palabra.
A sí aprendí, de una m anera bastante prim itiva, a distinguir estric
tam ente entre hechos y teorías sobre hechos. M edité m ucho tiempo
las tres pruebas de D riesch de la diferencia específica entre lo orgáni
co y lo inorgánico. Parecían sólidas, pero la cualidad metafísica del
principio vital no me parecía absolutam ente correcta. Diecisiete años
más tarde pude solucionar la contradicción sobre la base de la fórm u
la de la función energética. C uando pensaba en el vitalismo, siempre
tuve presentes los conceptos de D riesch. M i sensación vaga acerca de
la naturaleza irracional de sus suposiciones p u d o confirmarse. Poste
riorm ente, D riesch encontró refugio entre los espiritistas.
Tuve más suerte con Bergson. Estudié cuidadosam ente su obra,
en especial su Ensayo sobre los datos inm ediatos de la conciencia, La
evolución creadora y M em oria y vida. Sentía instintivam ente la vali
dez de su esfuerzo p o r rechazar tanto el materialismo mecanicista
33
como el finalismo. Su explicación de la percepción de la duración
temporal de la vida mental, y de la unidad del yo, sólo confirm aron
mis intuiciones acerca de la naturaleza no m ecanicista del organism o.
Todo eso era m uy oscuro y nebuloso, más bien una sensación que un
conocimiento. M i teoría actual acerca de la identidad y la unidad psico-
físicas tuvo origen en las ideas de Bergson, si bien se convirtió luego
en una nueva teoría psicosomática funcional.
Por algún tiem po fui considerado u n «bergsoniano loco» porque
estaba de acuerdo con él en principio, aunque no podía determ inar
exactamente dónde estaban las lagunas de sus teorías. Su élan vita l
recordaba m ucho a la «entelequia» de Driesch. Era im posible negar el
principio de una fuerza creadora que gobierna la vida; pero esa fuerza
no me satisfacía m ientras no fuera tangible, m ientras no se la pudie
ra describir o manejar de una m anera práctica. Y puesto que, con toda
razón, esto se consideraba la meta suprem a de la ciencia natural. Los
vitalistas parecían acercarse más a una com prensión del principio vi
tal que los mecanicistas, quienes disecaban la vida antes de intentar
comprenderla. P or otra parte, el concepto de un organism o que fu n
ciona com o una m áquina, tenía una m ayor atracción intelectual; se
podía pensar con los mismos térm inos aprendidos en física.
M ientras estudiaba medicina fui mecanicista y mi razonam iento
quizá a la excesivamente sistemático. E n los temas preclínicos, mi
m ayor interés se dirigía a la anatom ía sistemática y a la topográfica.
Me hallaba versado a fondo sobre los mecanismos del cerebro y del
sistema nervioso; me fascinaba la com plejidad del sistema nervioso
y la ingeniosa disposición de los ganglios. A l m ism o tiem po, sin em
bargo, me atraía la metafísica. Me gustaba la Historia del materialismo,
de Lange, porque m ostraba claramente la absoluta necesidad de una
filosofía idealista del proceso vital. M uchos de mis colegas se fastidia
ban por la «falta de plan» y de «lógica» de mis ideas. Esta «confusa»
situación intelectual sólo pude com prenderla diecisiete años más tar
de, cuando logré resolver — sobre base experimental— la contradic
ción entre el mecanicismo y el vitalism o. Es fácil pensar correcta
mente en u n terreno conocido. Es difícil a veces, cuando uno se acerca
a tientas a lo desconocido y trata de com prenderlo, no asustarse y
huir a causa de una posible confusión de conceptos. A fortunadam ente,
muy tem prano supe reconocer en mí la cualidad de zam bullirm e en
los más complejos experim entos del pensam iento y llegar así a resul
tados positivos. El orgonoscopio de mi laboratorio, m ediante el cual
34
es visible la energía biológica, debe su existencia a ese rasgo poco
popular.
El eclecticismo de mis simpatías me condujo más tarde a la for
mulación de este principio: «Todos tienen razó n de alguna manera»;
sólo se trata de buscar de que manera. Leí m uchos libros de historia
de la filosofía, y así m e fui fam iliarizando con la perenne disputa so
bre la prim acía del espíritu o del cuerpo.
Esas prim eras etapas de mi desarrollo científico son im portantes
porque me prepararon para una com prensión cabal de las enseñanzas
de Freud. E n los manuales de biología encontré abundante m aterial
tanto para construir una ciencia basada en la dem ostración exacta
como para cualquier tipo de visiones idealistas. Más tarde, mis p ro
pias investigaciones me obligaron a establecer una distinción clara
entre hechos e hipótesis. Dos libros de H ertw ig, A llgem eine Biolo-
gie (Biología general) y Werden der Organismen (La evolución de los
organismos), me pro p o rcio n aro n suficientes conocim ientos, p ero
carecían de una organización general entre las distintas ram as de la
investigación biológica. E n ese m om ento no podía form ular yo mi
juicio de esta manera, pero tam poco me daba p o r satisfecho. Lo que
me perturbaba especialmente en la biología era la aplicación del p rin
cipio teleológico. Se suponía que la célula tenía una m em brana para
protegerse m ejor contra los estímulos externos; que la célula m ascu
lina esperm ática era m uy ágil para entrar m ejor en el óvulo. Los
animales m asculinos eran más grandes y fuertes que los fem eninos o
coloreados con más belleza para parecer más atractivos a las hem
bras; tenían cuernos para vencer a sus rivales. E n tre las horm igas, las
obreras eran asexuadas para poder trabajar m ejor; las golondrinas
construían sus nidos para proteger sus crías; la «naturaleza» había
dispuesto esto o «aquello» de tal o cual m an erap ara realizar tal o cual
finalidad. E n una palabra, tam bién la biología estaba dom inada p o r
una mezcla de finalismo vitalista y causalismo mecanicista. Escuché
las interesantísimas conferencias sobre la herencia de los caracteres
adquiridos dictadas p o r Kammerer, él que se hallaba influido p o r
Steinach, quien en esa época había publicado su trabajo sobre los te
jidos intersticiales de las glándulas sexuales. M e im presionó m ucho el
efecto de los experimentos sobre los injertos sexuales y las característi
cas sexuales secundarias, y la reducción de la teoría de la herencia a sus
límites adecuados, p o r Kammerer. Éste era u n abogado convencido
de la teoría de la organización natural de la m ateria viva partiendo de
lo inorgánico, y de la existencia de una energía biológica específica.
P o r supuesto, aún no me encontraba yo capacitado para abrir jui
cio sobre esas teorías científicas, pero me gustaban. Infundían nueva
vida a un material que se presentaba en la universidad de m anera muy
árida. Tanto Steinach como Kamm erer eran violentam ente com bati
dos. C uando un día visité a Steinach, lo encontré cansado y agotado.
Más tarde había de com prender m ejor cóm o se es m altratado si se
realiza u n sólido trabajo científico. K am m erer term inó suicidándose.
El «para» de la biología lo encontré tam bién en varias filosofías
religiosas. A l leer el Buddha de Grim m , quedé profundam ente im
presionado p o r la lógica interna de las enseñanzas budistas, que hasta
rechazaban la alegría porque era una fuente de sufrim iento. La doc
trina de la m igración de las almas me pareció ridicula, pero ¿por qué
m illones de personas continuaban profesándola? N o podía provenir
únicam ente del m iedo a la muerte. N u n ca leí a R udolf Steiner, pero
conocí m uchos teósofos y antropósofos. Todos eran más o m enos
singulares; pero en su conjunto, más hum anos qué los fríos m ateria
listas. Tam bién ellos debían de tener razón de alguna manera.
D urante el semestre del verano de 1919 leí una comunicación sobre
el concepto de la libido, de Forel a Jung, en el sem inario sexológico.
A l docum entarm e sobre el tema encontré que la diferencia entre los
conceptos sobre la sexualidad de Forel, de M olí, de Bloch, de Freud
y de Jung era sorprendente. Excepto Freud, todos creían que la sexua
lidad era algo que durante la pubertad le llegaba al ser hum ano desde
el cielo inm aculado. «La sexualidad se despierta», decían ellos. D ó n
de había estado antes, nadie parecía saberlo. Sexualidad y procrea
ción se tom aban com o una sola y misma cosa. ¡Q ué m ontaña de fal
sas concepciones psicológicas y sociológicas yacía tras u n solo
concepto equivocado! Es verdad que M olí hablaba de un instinto de
«tum escencia» y «detumescencia», pero no se sabía bien cuáles eran
sus fundam entos ni sus funciones. N o pude reconocer entonces que
la tensión y la relajación sexuales eran atribuidas a dos instintos sepa
rados. E n la sexología y en la psicología psiquiátrica de aquel tiem po,
existían tantos instintos com o acciones hum anas, o casi tantos. F ia -
bía u n instinto de ham bre, un instinto de propagación, u n instinto
exhibicionista, un instinto de poder, u n instinto de prestigio, u n ins
tin to de crianza, u n instinto maternal, u n instinto para el desarrollo
hum an o superior, un instinto cultural y un instinto gregario. P or
supuesto, tam bién había un instinto social, un instinto egoísta y un
36
instinto altruista, u n instinto especial para la algolagnia (instinto para
sufrir dolor) o para el m asoquism o, el sadismo, el transvestitism o,
etc. Todo parecía m uy simple. Y, sin embargo, era terriblemente com
plicado; no se vislum braba el cam ino de salida. Lo peor de todo era
el «instinto moral». H o y en día pocas personas saben que se conside
raba la m oralidad com o u n tipo de instinto filogenèticamente,, hasta
sobrenaturalm ente determ inado. Y tal afirmación se hacía seriamente
y con la m ayor dignidad. Sin duda, se era entonces demasiado ético.
Las perversiones sexuales eran consideradas com o algo puramente
diabólico y se llam aban «degeneración moral». D el mismo modo se
juzgaban los desórdenes mentales. Q uien sufriera de una depresión
o neurastenia, tenía «una tara hereditaria»; en otras palabras, era
«malo». Se creía que los insanos y los criminales tenían serias deformi
dades, que eran individuos biológicamente ineptos, para quienes no
había ni ayuda ni excusa. El hom bre de genio tenía algo de un criminal
que no «había salido bien»; en el m ejor de los casos, era un capricho
de la naturaleza, y nunca, p o r supuesto, un ser hum ano que se ha
retirado dentro de sí mism o, abandonando la seudovida cultural de
sus prójim os y m anteniendo el contacto con la naturaleza. Basta leer
el libro de W ulffen sobre crim inalidad o los textos psiquiátricos de
Pilcz o cualquiera de sus contem poráneos para preguntarse si eso es
ciencia o teología moral. N ad a se conocía entonces sobre-ios desór
denes mentales y sexuales; su existencia mism a despertaba indigna
ción m oral y las lagunas de las ciencias se llenaban con una moralidad
sentim ental. D e acuerdo con la ciencia de la época, todo era heredita
rio y biológicamente determ inado, nada más. El hecho de que esa
actitud desesperanzada e intelectualm ente cobarde pudiera, catorce
años más tarde, ser la actitud de la totalidad del pueblo alemán, no
obstante la obra científica realizada m ientras tanto, debe atribuirse
a la indiferencia de los pioneros científicos p o r la vida social. Rechacé
intuitivam ente esa clase de metafísicas y filosofías morales. Buscaba
honestam ente hechos que sustanciaran esas enseñanzas y no pude
encontrarlos. E n los trabajos biológicos de Mendel, quien había estu
diado las leyes de la herencia, encontré, p o r el contrario, muchos he
chos a favor de la variabilidad de los procesos hereditarios, en lugar de
la m onótona uniform idad que se Ies solía atribuir. N o se me ocurrió
entonces que el 99 % de la teoría de la herencia no es nada más que
una coartada. P o r otra parte, me gustaban la teoría de las mutaciones
de D e Vries, los experim entos de Steinach y de Kammerer, y el Perio-
37
denlehre (Sistemaperiódico) de Fliess y Swoboda. La teoría de D arw in
de la selección natural tam bién correspondía a la razonable esperan
za de que, si bien la vida está gobernada p o r ciertas leyes fundam en
tales, hay sin em bargo u n am plio m argen para la influencia de los
factores ambientales. E n esa teoría no se consideraba nada eterna
mente inm utable, no se explicaba nada según factores hereditarios
invisibles: to d o era susceptible de desarrollo.
En esa época me hallaba m uy lejos de establecer ninguna relación
entre el instinto sexual y estas teorías biológicas. N o me interesaba la
especulación. El instinto sexual era considerado p o r la ciencia com o
algo sui generis.
H ay que conocer la atm ósfera prevaleciente en la sexología y en la
psiquiatría antes de F reud para p o d er entender m ejor mi entusiasm o
y alivio cuando entré en contacto con éste. F reud había construido
un camino hacia la com prensión clínica de la sexualidad. Podía verse
cómo la sexualidad adulta se originaba en las etapas del desarrollo
sexual infantil. Tal descubrim iento p o r sí solo aclaraba u n hecho:
sexualidad y procreación no son la m isma cosa. Se desprendía que las
palabras «sexual» y «genital» no podían ser usadas com o sinónim os,
y que la sexualidad era m ucho más inclusiva que la genitalidad; si no
fuese así, perversiones tales com o la coprofagia, el fetichism o o el
sadismo no podían ser calificadas de sexuales. F reud dem ostraba
contradicciones en el pensam iento e introducía orden y lógica.
Para los escritores anteriores a Freud, «libido» significaba sim ple
mente el deseo consciente de actividad sexual. «Libido» era un térm i
no tom ado de la psicología de la conciencia. N adie sabía qué signifi
caba, ni qué debía significar. F reud afirm ó: «N o podem os aprehender
directamente el instinto mism o. Percibim os únicam ente los deriva
dos del instinto: las ideas sexuales y los afectos. El instinto mism o está
hondam ente arraigado en la base biológica del organism o y se hace
sentir como una necesidad de descargar la tensión, pero no com o el
instinto en sí mismo». Este era u n pensam iento profundo, que tanto
los amigos com o los enemigos del psicoanálisis no pudieron com
prender. Sin em bargo, era u n fundam ento científico-natural sobre el
cual se podía construir con seguridad.
Mi interpretación de los enunciados de F reud fue la siguiente: es
absolutamente lógico que el instinto mism o no puede ser consciente,
ya que es ló que nos gobierna. Somos su objeto. Considérese la elec
tricidad: no sabemos qué es; sólo reconocem os sus manifestaciones,
38
la luz y la descarga. A unque podem os medirla, la corriente eléctrica
no es más que una manifestación de lo que llam am os electricidad y en
rigor no sabemos qué es. Así com o la electricidad se m ide a través de
las exteriorizaciones de su energía, así los instintos se reconocen ú n i
camente p o r sus manifestaciones emocionales. La «libido» de Freud,
concluí, no es lo mism o que la «libido» de la era prefreudiana. Esta
últim a llam aba libido al deseo sexual consciente; la «libido» de F reud
no podía ser sino la energía del instinto sexual. Q u izá sea posible un
día medirla. U sé bastante inconscientem ente la analogía con la elec
tricidad, sin sospechar que dieciséis años más tarde sería lo bastante
afortunado para p o d er dem ostrar la identidad de la energía sexual y
de la energía bioeléctrica. El empleo consecuente p o r F reu d de con
ceptos energéticos provenientes de la ciencia natural me fascinaba.
Su pensam iento era realista y nítido.
Los estudiantes del seminario sexológico aplaudieron mi inter
pretación. Su conocim iento de F reud se reducía a suponer que in
terpretaba símbolos, sueños y otras cosas singulares. Logré estable
cer una relación entre las enseñanzas de F reud y las teorías sexuales
aceptadas hasta entonces. Elegido director del sem inario en el otoño
de 1919, aprendí cóm o ordenar el trabajo científico. Se fo rm aron gru
pos para el estudio de la diversas ramas de la sexología: endocrinolo
gía, biología, fisiología, psicología sexual y, principalm ente, psicoaná
lisis. La sociología sexual la estudiamos al principio, sobre todo, en
los libros de Müller-Lyer. U n estudiante de m edicina nos dio confe
rencias sobre higiene social de acuerdo con los principios de Tandler,
otro nos enseñó em briología. D e los treinta participantes origina
les sólo quedaban ocho, pero trabajaban seriam ente. N o s m udam os
a un sótano de la clínica Fíayek. Fiayek, en u n to n o especial de voz,
preguntó si tam bién intentaríam os hacer «sexología práctica». Lo
tranquilicé. Conocíam os la actitud de los profesores universitarios
con respecto a la sexualidad, y ya no nos perturbaba. N o s parecía que
la om isión de la sexología en el program a era u n obstáculo serio, y
tratábamos de suplir esta falta lo m ejor que podíam os. A prendí m u
cho al dar u n curso sobre anatomía y fisiología de los órganos sexua
les. Me había docum entado en varios libros de texto. E n ellos, los
órganos sexuales eran descritos com o si estuviesen m eram ente al
servicio de la procreación. Eso ni siquiera parecía sorprendente N o
se trataba en esos manuales de la relación con el sistem a nervioso
autónomo, y lo que se decía acerca de la relación con las horm onas
39
sexuales era inexacto e insuficiente. E n el tejido intersticial de los
testículos y ovarios — así aprendíamos en esos libros— se producen
«sustancias» que determ inan las características sexuales secundarias
y dan origen a la m adurez sexual durante la pubertad. Esas «sustan
cias» tam bién eran consideradas como la causa de la excitación sexual.
Los científicos no se habían dado cuenta de la contradicción encerra
da en el hecho de que los individuos castrados antes de la pubertad
tienen una sexualidad disminuida, m ientras que aquellos castrados
después de la pubertad no pierden su excitabilidad sexual y pueden
copular. N o se preguntaron p o r qué los eunucos desarrollaban un
sadism o tan marcado. Fue muchos años más tarde — cuando com en
cé a ver el mecanismo de la energía sexual— cuando me expliqué esos
fenóm enos. Después de la pubertad, la sexualidad está totalm ente
desarrollada y la castración surte poco efecto. La energía sexual ac
túa en todo el cuerpo y no sólo en el tejido intersticial de los gonados.
El sadism o observado en los eunucos nó es nada más que la energía
sexual que, privada de su función genital norm al, se manifiesta ahora
en la m usculatura del cuerpo. El concepto de la sexualidad sostenido
p o r la fisiología sexual de aquella época se lim itaba a la descripción de
los órganos sexuales individuales, como ser los tejidos intersticiales,
o a la descripción de las características sexuales secundarias. P o r esa
razón, la explicación de F reud de la función sexual produjo u n alivio.
E n sus Tres ensayos sobre teoría sexual, el pro p io F reud postula to d a
vía la existencia de «sustancias químicas» que serían la causa de la
excitación sexual. Sin embargo, se interesó en el fenóm eno de la exci
tación sexual, se refirió a una «libido de los órganos» y atribuyó a
cada célula ese algo peculiar que tanta influencia tiene sobre nuestra
vida. M ás tarde pude dem ostrar experim entalm ente la exactitud de
esas hipótesis intuitivas.
G radualm ente, el psicoanálisis llegó a cobrar más im portancia
que todas las otras corrientes de pensam iento. C om encé mi prim er
análisis con u n joven cuyo síntom a principal era la com pulsión a ca
m inar ligero; n o le era posible caminar despacio. El sim bolism o que
presentaban sus sueños no me llamó m ucho la atención A veces, él
me sorprendía con su lógica interna. La generalidad de las personas
consideraba arbitraria la interpretación freudiana de los sím bolos. El
análisis prosiguió bien, demasiado bien, com o siem pre sucede con
los principiantes, que no presienten las inescrutables profundidades
y tienden a pasar p o r alto la multiplicidad de facetas de los pro b le
40
mas. M e sentí orgulloso cuando logré descubrir el significado de su
com pulsión. D e chico, el paciente había com etido un ro b o en una
tienda y escapado de m iedo a que lo persiguieran. Este hecho había
sido reprim ido y reaparecía en la com pulsión de «tener que caminar
ligero». P ude establecer fácilmente la relación con el miedo infantil a
ser sorprendido durante la m asturbación. Se produjo una mejoría en
su estado.
E n mi técnica obedecí estrictam ente las reglas dictadas p o r Freud
en sus trabajos. El análisis se desarrollaba del siguiente m odo: El
paciente se acostaba en el diván y el analista se sentaba detrás de él.
El paciente no debía m irar alrededor; esto se consideraba una «resis
tencia». Se le pedía que hiciera «asociaciones libres», no debía supri
m ir nada de cuanto apareciera en su m ente. D ebía decirlo todo, pero
no hacer nada. La tarea principal era llevarlo del «actuar» al «recor
dar». Los sueños se desm enuzaban y se interpretaba un elemento tras
otro; para cada elem ento onírico el paciente debía proporcionar aso
ciaciones libres. Este procedim iento se basaba en u n concepto lógico.
El síntom a neurótico es la expresión de un im pulso reprim ido que,
disfrazado, ha logrado irru m p ir a través de la represión. Cada vez
que el procedim iento fuera correcto, se dem ostraría que los síntomas
contienen deseos sexuales inconscientes al p ar que la defensa moral
contra los mism os. P o r ejemplo, el m iedo de una m uchacha histérica
a ser atacada p o r u n hom bre con u n cuchillo, significa el deseo de
coito, inhibido p o r la m oral, que se ha vuelto inconsciente p o r repre
sión. El síntom a debe su existencia a una pulsión inconsciente p rohi
bida, p o r ejemplo, a m asturbarse o a tener relaciones sexuales. El
hom bre que la persigue representa la angustia de la conciencia moral,
que traba la expresión directa del instinto. La pulsión busca, entonces,
una form a de expresión disfrazada, com o puede ser: robar o el miedo
a ser atacada. D e acuerdo con esa teoría, la curación se efectúa porque
la pulsión se hace consciente y entonces puede ser rechazada p o r el
yo m aduro. Ya que la cualidad inconsciente de un deseo es la razón
del síntom a, el hacerlo consciente, se decía, debe necesariamente cu
rarlo. H asta que el m ism o F reud más tarde creyó necesario revisar
esta form ulación, la cura dependía de la conciencialización de los de
seos instintivos reprim idos y de su rechazo o de su sublimación.
Q u erría destacar lo siguiente: cuando comencé a desarrollar mi
teoría genital terapéutica, ésta fue o atribuida a Freud o totalm ente
rechazada. Para com prender mis ulteriores discrepancias con Freud,
41
deben considerarse las diferencias que surgieron desde las prim eras
etapas de mi trabajo. A un en aquellos prim eros días de mi trabajo
psicoanalítico pude lograr la m ejoría o cura de los síntom as. Ello se
lograba llevando a la conciencia los im pulsos reprim idos. E n 1920 no
se trataba aún del «carácter» o de la «neurosis del carácter». P o r el
contrario: «El síntoma neurótico in d ivid u a l era explícitamente consi
derado como un cuerpo extraño dentro de un organismo que de otra
manera era psíquicam ente sano». Este es u n p u n to decisivo. Se decía
que una parte de la personalidad no había participado en el desarrollo
hacia la m adurez y perm anecía en una etapa infantil del desarro
llo sexual. H abía una fijación. Esa parte de la personalidad entraba
entonces en conflicto con el resto del yo, que la m antenía reprim ida.
En mi caracterología de años posteriores, p o r el contrario, sostuve
que no hay síntomas neuróticos sin una perturbación del carácter en su
conjunto. Los síntom as neuróticos son com o los picos en una cadena
de m ontañas que representarían el carácter neurótico. D esarrollé
este p un to de vista en pleno acuerdo con la teoría psicoanalítica. Tal
cosa requirió u n cam bio definido en la técnica y finalm ente me co n
dujo a form ulaciones que estaban en desacuerdo con la teoría p si
coanalítica.
C om o jefe del sem inario sexológico tenía que pro p o rcio n ar b i
bliografía. Visité a Kamm erer, Steinach, Stekel, B ucura (un profesor
de biología), A dler y Freud. La personalidad de F reud me im p re
sionó fuerte y duraderam ente. K am m erer era inteligente y amable,
pero no se interesó especialmente. Steinach se quejaba de sus propias
dificultades. Stekel trataba de agradar. A dler era decepcionante. P ro
testaba contra Freud; en realidad, él, Adler, «lo había hecho todo». El
complejo de Edipo, decía, no tenía sentido; el com plejo de castración
era una fantasía descabellada y, además, estaba m ucho m ejor expre
sado en su teoría de la protesta masculina. Su «ciencia» finalista se
convirtió más adelante en una congregación reform ista de la pequeña
burguesía.
Freud era distinto. D esde luego, su actitud era sencilla y directa.
Cada uno de los otros representaba con su actitud u n papel determ i
nado: el del profesor, el del gran «conocedor del hom bre» o el del
científico distinguido. Freud me habló com o u n ser hum ano com ún.
Tenía ojos agudam ente inteligentes que no trataban de penetrar en
los de su auditor con una pose de visionario; no hacían más que mirar
al m undo, honesta y directam ente. M e preguntó sobre nuestro traba
42
jo en el sem inario y pensó que era m uy razonable. Estábam os en
nuestro derecho, dijo, y era una lástima que no hubiese más interés
en el tem a de la sexualidad o, si lo había, que fuera artificial. Tendría
m ucho placer en ayudarnos con bibliografía. Se arrodilló frente a su
biblioteca y sacó algunos libros y folletos. E ran separatas de Los ins
tintos y sus destinos, Lo inconsciente, Interpretación de los sueños,
Psicopatología de la vida cotidiana, etc. Su m anera de hablar era ráp i
da, atinada y vivida. Los movimientos de sus m anos eran naturales.
Todo lo que hacía y decía estaba penetrado de matices irónicos. H a
bía llegado en u n estado de azoram iento y me fui con una sensación
de placer y de amistad. Esto fue el p u nto de partida de catorce años de
trabajo intensivo dedicados al psicoanálisis. A l final experim enté una
amarga decepción con Freud, decepción que, me com plazco en de
cirlo, no me llevó ni al odio ni al rechazo. A l contrario, h o y estim o su
obra aún más que en aquellos días en que era su discípulo reverente.
Me complace haber sido p o r tan largo tiem po su discípulo, sin críti
cas prem aturas y lleno de devoción hacia su causa.
La devoción ilimitada hacia una causa es el m ejor p rerrequisito de
la independencia intelectual. E n aquellos años de intensa lucha en
p ro de la teoría freudiana, vi aparecer m uchos personajes en el esce
nario y desaparecer nuevamente. A lgunos de ellos eran igual que
cometas, parecían prom eter mucho, pero en realidad realizaban m uy
poco. O tro s eran como topos, insinuándose a sí m ism os a través de
los difíciles problem as de lo inconsciente sin siquiera tener la vi
sión de Freud. Algunos trataban de com petir con él, sin com prender
que F reud difería de la ciencia académica o rto d o x a p o r m antener su
adhesión al tem a de la «sexualidad». O tro s incluso se ap ro p iaro n de
alguna parte de la teoría psicoanalítica e hicieron de ella una p ro
fesión.
Pero, en realidad, no se trataba de un asunto de com petencia o de
inventar una profesión, sino de la continuación de u n descubrim ien
to titánico. El problem a no consistía en agregar detalles a lo ya cono
cido, sino principalm ente en fu n d a m en ta r m ediante la experim enta
ción biológica la teoría de la libido. H abía que hacerse responsable
p o r la adquisición de un conocim iento im p o rtan te, conocim iento
que tendría que enfrentar a u n m undo h undido en la trivialidad y el
formalismo. E ra necesario ser capaz de estar solo, y esto no favorecía
las am istades. H oy, m uchos de los que conocen esta nueva ram a
biopsicológica de la medicina, se dan cuenta de que la teoría carácte-
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ro-ánalítica de la estructura es la legítima continuación de la teoría
del inconsciente. El resultado más im portante de una aplicación sis
tem ática del concepto de la libido abrió el nuevo cam ino para abor
dar el problem a de la biogénesis.
La historia de la ciencia es una larga cadena de continuaciones y
elaboraciones, de creaciones y reformas, de críticas, de renovaciones
y de nuevas creaciones. Es un camino duro y largo, y sólo estamos en
el com ienzo de su historia. Incluyendo largos tram os vacíos, se ex
tiende sobre casi dos mil años. Siempre sigue adelante y fundam en
talm ente nunca retrocede. El ritm o de la vida se 'vuelve acelerado y la
vida,: más complicada. El trabajo científico y honesto de avanzada ha
sido siem pre su guía y siempre lo será. A parte de esto, to d o el resto
es hostil a la vida. Y ello nos im pone una obligación.
44
C apítulo 2
PEER GYNT
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pensamientos nuevos y grandes. El hom bre debe existir, material y
psíquicamente; existe en una sociedad que sigue u n cam ino determ i
nado. La vida diaria lo exige. Las desviaciones de lo conocido, lo
usual, lo acostum brado, muchas veces significan caos y desastre. El
miedo del hom bre a lo desconocido, a lo insondable, a lo cósmico,
está justificado o, p o r lo menos, es com prensible. Q u ien se desvía del
camino bien trillado puede fácilmente convertirse en u n Peer G ynt,
un soñador, un lunático. Peer G y n t parecía querer com unicarm e u n
gran secreto sin po d er llegar a trasm itirlo del todo. Es la historia del
individuo insuficientem ente equipado, que no puede ajustar su paso
al de la colum na en m archa del rebaño hum ano. N o com prendido. Se
ríen de él cuando es débil, tratan de destruirlo cuando es fuerte. Si no
com prende la infinidad de la cual form an parte sus propios pensa
mientos y acciones, se desintegra autom áticam ente.
El m undo se encontraba en un estado de transición e incertidum -
bre cuando leí y com prendí a Peer G ynt, y cuando conocí a F reud y
penetré su significado. M e sentí u n extraño, igual que Peer G ynt. Su
destino me pareció el resultado más probable de una tentativa de
alejarse de los cam inos de la ciencia oficial y del pensam iento trad i
cional. Si la teoría freudiana del inconsciente era correcta — de lo cual
no dudaba— , entonces se podía aprehender lo interno, la infinitud
psíquica. U no se convertía en u n pequeño gusano d entro del m ar
de los propios sentim ientos. Todo eso lo sentí en form a m uy vaga, de
ningún m odo «científicam ente». La teoría científica, considerada
desde el p u n to de vista de la vida tal com o es vivida, ofrece algo arti
ficial donde asirse en el caos de los fenóm enos em píricos. D e tal m a
nera, sirve a m odo de protección psíquica. N o se está en tan grave
peligro de hundirse en el caos si uno ha subdividido, registrado y
descrito sus manifestaciones y cree que las ha com prendido. M edian
te ese procedim iento se puede, hasta cierto p unto, dom inar al caos.
Sin embargo, trátase de u n consuelo m ediocre. D urante los últim os
veinte años me ha preocupado constantem ente la dificultad de p oder
ver mi propio trabajo científico, finito, neto y delim itado, en función
de la infinitud de la vida. E n el fondo de toda esa labor m inuciosa
experimentaba siem pre la sensación de no ser más que un gusano en
el universo. C uando se vuela sobre una carretera a una milla de altu
ra, los automóviles parecen arrastrarse con excesiva lentitud;
D urante los años siguientes estudié astronom ía, electrónica, la
teoría del quantum de Planck, y la teoría de la relatividad de Einstein.
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Los conceptos de H eisenberg y de B ohr co b raro n vida. La sim ilitud
entre las leyes que gobiernan el m undo de los electrones y las que
gobiernan los sistemas planetarios com enzó a significar algo más
que una teoría científica. P o r científico que sea to d o eso, no es posi
ble eludir u n solo m om ento la sensación de la m agnitud del universo.
La fantasía de estar suspendido, absolutamente solo, en el universo, es
algo más que una fantasía del útero m aterno. Los autom óviles que se
arrastran, al igual que los tratados altisonantes sobre los electrones,
nos afectan com o una cosa insignificante. Yo sabía que la experiencia
del insano se desarrollaba fundam entalm ente en esa dirección. La
teoría psicoanalítica afirm aba que, en el insano, el inconsciente
irrum pe en la conciencia. El paciente pierde entonces la barrera con
tra el caos de su propio inconsciente, así com o la capacidad de veri
ficar la realidad en el m undo que lo rodea. E n el esquizofrénico, el
derrum be m ental se anuncia con fantasías, de diversos tipos, sobre
el fin del m undo.
Me conm ovió profundam ente la seriedad vehem ente con que
Freud trataba de entender al psicòtico. D escollaba com o una m o n ta
ña sobre las opiniones pedantes y convencionales que los psiquiatras
de la vieja escuela profesaban acerca de los desórdenes m entales. Éste
o aquél era «loco», decían, y eso era todo. E n mis días de estudiante
me familiaricé con el cuestionario parados pacientes m entales; me
sentí avergonzado. Escribí una obrita de teatro en la cual describía
la desesperación del paciente mental incapaz de d om inar la m area
de las fuerzas vitales y que clama p o r ayuda y claridad. C onsidérense
las estereotipias de un paciente catatònico, gestos com o el de apoyar
constantem ente un dedo contra la frente en u n esfuerzo para pensar;
o la m irada profunda, escrutadora, lejana, de estos pacientes. Y es
entonces cuando el psiquiatra le pregunta: «¿Q ué edad tiene?»,
«¿Cómo se llama?», «¿Cuánto es 3 p o r 6?», «¿C uál es la diferencia
entre u n niño y u n enano?». Encuentra desorientación, escisión de la
conciencia, delirios de grandeza y nada más. El «Steinhof» de Viena
albergaba casi a veinte mil individuos de ese tipo. C ada u n o de ellos
sentía que su m undo se derrum baba, y para p o d er aferrarse a algo
había creado u n imaginario m undo propio en el cual podía existir. E n
consecuencia, yo podía com prender m uy bien el concepto freudiano
del delirio com o u n intento de reconstruir el yo perdido. Sin em bar
go, sus puntos de vista no eran totalm ente satisfactorios. M e parecía
que su concepto de la esquizofrenia no iba más allá de la reducción de
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la enferm edad a una regresión autoerótica. F reud pensaba que una
fijación en el período de narcisismo prim ario durante la infancia cons
tituía una disposición a la esquizofrenia. Lo cual me parecía correcto,
pero incom pleto. N o era tangible. M e parecía que lo que el niño ab
sorto en sí mism o y el adulto esquizofrénico tenían en com ún era su
m anera de vivenciar el m undo. Para el recién nacido el m undo exte
rior, con sus estímulos infinitos, no puede ser sino u n caos, u n caos
del cual form an parte las sensaciones de su propio cuerpo. El yo y el
m undo exterior se vivencian como una unidad. Al principio, pensé,
el aparato psíquico distingue entre los estím ulos placenteros y dis
placenteros. Todo lo que es placentero pertenece al yo expandido;
to d o lo displacentero, al no-yo. Al pasar el tiem po eso cambia. C ier
tos elem entos de las sensaciones del y o que fueron localizados en el
m undo exterior, ahora se reconocen com o parte del yo. Similarm en
te, elem entos del m undo exterior que eran placenteros, com o ser el
p ezó n m aterno, se reconocen ahora com o perteneciendo al m undo
exterior. D e esta manera, un yo unificado cristaliza gradualm ente a
partir del caos de las percepciones internas y externas; com ienza a per
cibirse el lím ite entre el yo y el m undo exterior. Si durante ese p erío
do en que se está orientando a sí mismo, el niño experim enta una
fuerte sacudida emocional, los límites perm anecen confusos, vagos e
inciertos.1
E ntonces, los estímulos provenientes del m undo exterior pueden
ser percibidos com o experiencias internas o, recíprocam ente, las per
cepciones internas pueden ser experimentadas com o provenientes
del m undo exterior. E n el prim er caso, podem os tener autorrepro-
ches melancólicos que alguna vez se experim entaron com o am ones
taciones recibidas del exterior. E n el segundo caso, el paciente puede
creerse perseguido con electricidad por u n oscuro enem igo, m ientras
que en realidad sólo experimenta sus propias corrientes bioeléctricas.
Sin em bargo, en aquella época nada sabía yo de la realidad de las sen
saciones cqrporales en los pacientes mentales; to d o lo que intentaba
hacer era establecer una relación entre lo que es experim entado com o
yo y lo que'es experim entado com o m undo externo. N o obstante, el
núcleo de mi convicción ulterior consistió en que el com ienzo de la
pérdida del juicio de la realidad en la esquizofrenia obedece a la falsa
interpretación del paciente de las sensaciones que surgen de su propio
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cuerpo. Somos sim plem ente una com plicada m áquina eléctrica que
tiene su estructura propia y se halla en acción recíproca con la energía
del universo. D e todos m odos, debía suponer una armonía entre el
m undo externo y el yo; ninguna otra suposición parecía posible. H o y
sé que los pacientes mentales experim entan esa armonía sin límite
alguno entre el yo y el m undo exterior. Y que los Babbits no tienen la
m enor idea de esta arm onía, y perciben su yo adorado, netamente
circunscrito, com o el centro del universo. La profundidad de ciertos
pacientes mentales los hace m ucho más valiosos, desde un punto de
vista hum ano, que los B abbits con sus ideales nacionalistas. Los p ri
meros tienen p o r lo m enos una sospecha de cóm o es el universo; los
últimos tienen sus ideas de grandeza centradas alrededor de su cons
tipación y de su potencia dism inuida.
T odo ello m e cond u jo a estu d iar detenidam ente a Peer G ynt.
A través de él, u n gran poeta expresó sus sentim ientos sobre el mundo
y la vida. M ucho más tarde reconocí que Ibsen había retratado sim
plemente la desesperación de u n individuo sin prejuicios. Al principio
está uno lleno de fantasías y tiene una gran sensación de fuerza. Se es
excepcional en la vida cotidiana, soñador y holgazán. O tros van al
colegio o al trabajo, com o niños buenos, y se ríen del soñador. Son el
negativo de Peer G ynt. Peer G y n t siente el pulso de la vida en forma
poderosa y salvaje. La vida cotidiana es estrecha y exige unadisciplina
estricta. Así, la fantasía de Peer G y n t está de un lado; el m undo prác
tico, en el opuesto. El hom bre práctico teme lo infinito, y aislándose
en un pedacito de territorio hace de la seguridad una certeza. Es el
problem a hum ilde que u n científico desarrolla durante toda su vida;
es el hum ilde com ercio en que se ocupa el rem endón. N o se reflexiona
acerca de la vida, pero se va a la oficina, al campo, a la fábrica, a ver los
enfermos, a la escuela. Se cum ple con el deber y no se abre la boca. El
Peer G ynt que hay dentro de cada uno se ha enterrado hace tiempo.
Pues si no, la vida sería dem asiado difícil y peligrosa. Los' Peer G ynt
son u n peligro para la tranquilidad de la mente. H abría demasiadas
tentaciones. Es verdad, uno se reseca, pero tiene, en cambio, una inte
ligencia «crítica» aunque im productiva; tiene ideologías, o una con
fianza en sí mism o de tipo fascista. Se es un esclavo y un gusano ordi
nario, pero se pertenece a una nación «de raza pura» o «nórdica»; el
«espíritu» dom ina a la materia y los generales defienden el «honor».
Peer G y n t revienta de fuerza y alegría de vivir. Los otros se pare
cen al elefantito del cuento de Kipling, El niño del elefañte. En aquel
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tiempo, los elefantes todavía no tenían trom pa, sino una nariz p ro tu
berante tan grande com o una bota. Pero había u n pequeño elefante
lleno de una curiosidad insaciable, que siem pre hacía toda clase de
preguntas acerca de to d o cuanto veía, oía, sentía, olía o tocaba; y sus
tíos y tías lo castigaban p o r eso. Pero él persistía con su curiosidad
insaciable. U na vez quiso saber qué había com ido el cocodrilo en la
cena, y se fue al río para averiguarlo p o r sí mismo. El cocodrilo lo
atrapó p o r su pequeña nariz. El elefantito se sentó sobre el anca y tiró,
y su nariz fue estirándose y creciendo más y más larga. P o r fin, sin
tiendo que las piernas le flaqueaban, exclamó a través de la nariz que
ahora tenía casi dos m etros: «¡Esto es dem asiado para mí!». «Algunas
personas — le dijo la serpiente— no saben lo que les conviene.»
Ciertam ente, su curiosidad ha de llevar a Peer G y n t a rom perse
la cabeza. «Yo se lo dije: “ ¡Zapatero a tus zapatos!”. El m undo está
lleno de maldad». D e otra m anera no habría Peer G ynt. Y el m undo
hace lo posible p o r que se rom pa la cabeza. Él com ienza m uy im pe
tuosam ente, pero es sujetado hacia atrás com o u n p erro p o r la correa
cuando quiere seguir a una perra en celo. D eja a su m adre y a la m u
chacha con quien se quiere casar. Está em ocionalm ente ligado a am
bas y es incapaz de ro m p er las ligaduras. Tiene una mala conciencia,
y el diablo lo tienta. Se convierte en u n animal, le crece una cola. Se
libera una vez más y elude el peligro. Se aferra a sus ideales. Pero el
m undo sólo sabe de. negocios y considera to d o lo demás caprichos
singulares. Q uiere conquistar el m undo, pero el m undo no se deja
conquistar. H ay que tom arlo p o r asalto, pero es dem asiado com pli
cado, dem asiadó brutal. Sólo los estúpidos tienen ideales. Tom ar el
m undo p o r asalto requiere conocim iento, un conocim iento p ro fu n
do y extenso. Peer G y n t, en cam bio, es u n soñador, no ha aprendido
nada que valga la pena. Q uiere cam biar el m undo y no se da cuenta de
que tiene el m undo dentro de sí mism o. Sueña con u n gran am or p o r
su mujer, su muchacha, que para él es m adre, am ante y com pañera, y
engendra a sus hijos. Pero Solveig es intocable com o m ujer y su m a
dre lo reprende, si bien cariñosam ente. Para ella, él se parece dem a
siado al loco de su padre. Y la otra, A nitra, no es nada más que una
prostituta vulgar. ¿D ónde está la m ujer a quien uno pueda realm ente
amar, la m ujer soñada? H ay que ser B rand para realizar lo que quiere
Peer G ynt. Pero Brand no tiene suficiente im aginación. B rand es
fuerte; Peer G ynt siente la vida misma. Es una lástima que las cosas
estén divididas de este m odo. A terriza entre los capitalistas. Pierde su
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dinero de la m anera acostum brada; los otros son capitalistas p rácti
cos y no soñadores. Conocen su negocio; no son tan estúpidos como
Peer G ynt. D eshecho y cansado, vuelve a su choza campesina, a Sol-
veig, que tom a ahora el lugar de su madre. E stá curado de sus ilusio
nes; ha aprendido qué es lo que la vida da a quien se atreve a sentirla.
Es el destino de los que no se quedan tranquilos. Los otros ni siquie
ra se arriesgan a hacer el ridículo. Son desde u n principio inteligentes
y superiores.
Eso era Ibsen y su Peer G ynt. Es el dram a que no pasará de m oda
hasta que los Peer G y n t dem uestren que después de todo tienen ra
zón. H asta ese m om ento, los «rectos» y los «de buena conducta»
tendrán la últim a palabra.
Escribí u n largo y docum entado trabajo sobre «El conflicto libi-
dinal y el delirio de Peer G ynt», y en enero de 1920 fui nom brado
m iem bro adherente de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Poco
tiem po después tuvo lugar el Congreso Internacional de La H aya.
Presidía Freud. Casi todos los trabajos eran sobre temas clínicos, y
las discusiones, interesantes y objetivas. F reud, com o siem pre, hacía
un resum en breve y preciso y luego, en pocas palabras, expresaba su
opinión. E ra u n gran placer oírle. Era un o rad o r excelente, desapa
sionado pero inteligente y a m enudo m ordaz e irónico. P o r fin goza
ba del éxito que siguió a sus años de penurias. E n aquella época, aún
no habían ingresado en la sociedad los psiquiatras ortodoxos. El ú n i
co psiquiatra activo, Tausk, una persona sum am ente dotada, acababa
de suicidarse. Su -artículo, «U ber den B eeinflussungsapparat bei der
Schizophrenie» («Sobre la influencia del aparato en la esquizofre
nia»), era m uy significativo. M ostraba que el «aparato de influencia»
era una proyección del propio organism o del paciente, en especial de
sus genitales. N o com prendí eso m uy bien hasta haber descubierto
que las sensaciones vegetativas están basadas en corrientes bioeléctri-
cas. Tausk tenía razón: lo que el paciente esquizofrénico experim enta
como su persecutor es realmente su propia persona. Y ahora puedo
añadir: porque no puede enfrentar la irrupción de sus propias co
rrientes vegetativas. D ebe percibirlas com o algo extraño, como per
tenecientes al m undo externo, como poseedoras de pro p ó sito s hosti
les. La esquizofrenia sólo m uestra, de u n a m anera grotesca, una
condición que caracteriza en general al hom bre actual; él ser hum ano
térm ino medio de hoy ha perdido contacto con su naturaleza verda
dera, con su núcleo biológico, y lo experim enta com o algo hostil y
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extraño; de ahí que por fuerza odie cuanto trate de ponerlo en con
tacto con él.
La Sociedad Psicoanalítica era una com unidad de personas obli
gadas a presentar un frente único contra u n m undo enemigo. Sólo
podía sentirse respeto p o r ese tipo de ciencia. Yo era el único médico
joven entre todos los «mayores», personas que me llevaban entre
diez y veinte años. En octubre de 1920 leí mi trabajo para la candida
tu ra de m iem bro de la Sociedad Psicoanalítica. A F reud no le gustaba
que se leyeran los trabajos. Decía que los oyentes tenían la im presión
de ir corriendo detrás de u n coche veloz m ientras el o rador viajaba
confortablem ente sentado. Tenía razón. M e preparé para hablar sin
el m anuscrito, pero, cuerdamente, lo tuve al alcance de la mano. A pe
nas com encé a hablar perdí el hilo de m i exposición. A fortunada
m ente encontré en seguida el lugar en el escrito. Todo anduvo bien.
Es verdad que no había cum plido con los deseos de Freud. Estos
detalles son im portantes. Muchas personas tendrían algo inteligente
que decir, y expresarían m enos desatinos si el m iedo tiránico a hablar
sin el m anuscrito no sirviera de freno. U n buen dom inio de su m ate
rial perm itiría a cualquiera hablar espontáneam ente. Pero uno quie
re, sobre to d o , causar im presión, estar seguro de no hacer el ridículo;
siente todos los ojos clavados en uno, y prefiere refugiarse en el m a
nuscrito. Más tarde im provisé cientos de discursos y llegué a tener
una buena reputación como orador. Lo debo a mi resolución origina
ria de jamás llevar un m anuscrito conm igo, sino más bien «nadar».
M i trabajo fue bien recibido y en la reunión siguiente fui adm itido
com o m iem bro.
F reud sabía m uy bien m antener las distancias y hacerse respetar.
Pero no era despótico; al contrario, era m uy amable, aunque p o r de
bajo de la am abilidad se sentía cierta frialdad. Sólo rara vez abando
naba su reserva. Era extraordinariam ente sarcástico cuando ponía a
prueba a algún inm aduro sabelotodo o cuando se enfrentaba con
psiquiatras que lo trataban abom inablemente. C uando trataba algún
p u n to crucial de teoría psicoanalítica era inexorable. M uy pocas ve
ces se discutía sobre técnica psicoanalítica, lo cual representaba una
laguna que yo percibía de m anera marcada en mi trabajo con los pa
cientes. Tam poco había un instituto de entrenam iento ni un p ro g ra
m a organizado. El consejo que se obtenía de los colegas más viejos
era escaso. «Siga analizando pacientes — decían— , ya llegará.» Q ué
debía llegar, y de qué manera, nadie lo sabía. U n o de los p u n to s más
52
difíciles era el m anejo de los pacientes profundam ente inhibidos, que
perm anecían silenciosos. Los psicoanalistas posteriores nunca han
experim entado la desolada sensación de estar a la deriva en p ro b le
mas de técnica. C uando u n paciente no podía producir asociaciones,
no «quería» tener sueños, o no tenía nada que decir acerca de los
mismos, u no se sentaba, allí, im potente, y pasaban las horas. La téc
nica del análisis de las resistencias, aunque teóricam ente formulada,
no se ponía aún en práctica. Sabíase, desde luego, que las inhibiciones
eran resistencias contra el descubrim iento de los contenidos sexuales
inconscientes; tam bién se sabía que tenían que ser eliminadas. Pero
¿cómo? Si se le decía al paciente: «U sted tiene una resistencia», éste
miraba, sin com prender. Si se le decía que «se estaba defendiendo
contra su inconsciente», no se progresaba m ucho. Tratar de conven
cerlo de que su silencio o resistencia no tenían sentido, de que real
mente se trataba de desconfianza, o de miedo, era algo quizá más inte
ligente, pero rio más fructífero. Sin em bargo, los colegas más antiguos
insistían: «C ontinúe analizando».
Este «continúe analizando» fue el com ienzo de mi propio con
cepto y técnica del análisis del carácter. P ero de ello no Lénía, en
tonces, en 1920, la m enor idea. R ecurrí a Freud. F reud tenía u n aca-
pacidad m aravillosa para solucionar teóricam ente las situaciones
complicadas. Pero desde el p u n to de vista técnico, tales soluciones no
eran satisfactorias. Analizar, decía, significa, en prim er térm ino, te
ner paciencia. El inconsciente era intem poral. N o se debía ser dema
siado am bicioso terapéuticam ente. E n otras oportunidades aconseja
ba un procedim iento más activo. P o r últim o, llegué a la conclusión
de que el esfuerzo terapéutico sólo po d ía ser genuino siem pre y
cuando tuviera uno la paciencia de aprender a comprender el proceso
mismo de la cura. N o se sabía aún bastante acerca de la naturaleza de
la enferm edad mental. Esos detalles pueden parecer poco im portan
tes cuando se trata de presentar el «funcionam iento de la materia vi
viente». Pero, p o r el contrarío, tienen gran im portancia. El problem a
del cómo y el dónde de las incrustaciones y rigideces de la vida em o
cional hum ana fueron la luz que me guió a la investigación de la
bioenergía.
E n una de las reuniones ulteriores, F reud m odificó su fórmula
terapéutica original. E n u n principio se decía que el síntom a debía
desaparecer una vez que su significado inconsciente había sido lleva
do a la conciencia. A hora, F reud afirmaba: «Debemos hacer una co
53
rrección. El síntom a puede, pero no debe necesariam ente desapare
cer cuando se descubre su significado inconsciente». Esa m odificación
parecía m uy im portante. ¿ Cuáles eran las condiciones que conducían
del «puede» al «debe»? Si el proceso de hacer consciente el incons
ciente no eliminaba de m odo infalible los síntom as, ¿qué o tra cosa
era entonces necesaria? N adie conocía la respuesta. La m odificación
incorporada p o r F reud a su fórm ula terapéutica no causó m ayor im
presión. Se continuó interpretando sueños, actos fallidos y asocia
ciones sin preocuparse p o r descubrir los mecanismos de curación. La
pregunta: «¿Por qué no curamos ciertos casos?» ni siquiera se plan
teó. Esto se com prende fácilmente al recordar el estado de la psicote
rapia en esa época. Los habituales m étodos terapéuticos neurológi-
cos, tales com o los brom uros o «U sted no tiene nada,... un poco de
nervios», eran tan fastidiosos para los enferm os que les resultó un
alivio, aunque sólo fuera p o r el cam bio, acostarse en el diván y dejar
su mente a la deriva. Más aún, se les decía: «Digan to d o lo que se les
ocurra». N o fue sino m uchos años más tarde cuando Ferenczi decla
ró abiertam ente que nadie seguía esa regla, y que nadie podía seguir
la. H o y en día eso es tan obvio que ni siquiera lo esperamos.
A lrededor de 1920 existía la creencia de que se podía «curar» el
térm ino medio de las neurosis en un período de tres a seis meses a lo
sumo. F reud me envió varios pacientes con la siguiente nota: «Para
psicoanálisis, im potencia, tres meses». M e esforcé arduam ente p o r
hacerlo lo m ejor que pude. Fuera de nuestro círculo, los psicotera
peutas de la sugestión y los psiquiatras p ro rru m p ían en invectivas
contra la «depravación» del psicoanálisis. Pero estábam os h o n d a
mente convencidos de su excelencia; cada caso dem ostraba cuán in
creíblemente correctas eran las form ulaciones de Freud. Y los colegas
mayores insistían: «Siga analizando».
. Mis prim eros artículos trataban de problem as clínicos y teóricos,
no técnicos. N o cabía ninguna duda de que habría que entender m u
chas otras cosas más antes de que los resultados pudieran mejorar. Eso
en realidad im pulsaba a trabajar intensam ente en u n esfuerzo para
comprender. Se pertenecía a la élite de los luchadores científicos y se
form aba un frente contra la charlatanería en la terapia de las neurosis.
Estos detalles históricos pueden hacer que los orgonterapeutas ac
tuales sean más pacientes si la «potencia orgástica» no aparece más
fácil y rápidamente.
54
C apítulo 3
« P la c e r» e «i n s t in t o »
55
E sto fue el com ienzo de la diferenciación fundam ental entre el placer
orgástico total y las sensaciones puram ente táctiles, la diferencia en
tre impotencia y la impotencia orgásticas. Q uienes conocen mis inves
tigaciones electrobiológicas se darán cuenta de que «la actitud activa
del yo con respecto a la percepción» es idéntica al m ovim iento de la
carga eléctrica del organism o hacia la periferia. P o r lo tanto, el placer
tiene u na com ponente m otriz activa y una com ponente sensorial
pasiva, que se amalgaman. La com ponente m otriz del placer es expe
rim entada pasivam ente al mismo tiem po que la com ponente senso
rial se percibe activamente. E n esa época, el pensam iento científico
era más bien complicado, pero correcto. Más tarde aprendí a fo rm u
larlo de una manera más simple: u n im pulso ya no es algo que existe
a q u í y busca placer allí, sino el placer m otor en sí mismo.
H abía ahí una laguna: ¿cómo explicar la necesidad de repetir un
placer ya experim entado? Recordé la teoría de Sem on de los engra-
mas e hice la form ulación siguiente: E l impulso sexual no es nada más
que el recuerdo m otor delplacer experimentado previam ente. El con
cepto de los im pulsos se reducía, p o r lo tanto, al concepto delplacer.
, Q uedaba en pie el problem a de la naturaleza del placer. C o n la
falsa m odestia im perante en aquella época, me pronuncié con un
sem per ignorabimus. Sin embargo, seguí bregando con el problem a
de la relación entre el concepto cuantitativo del «impulso» y el cuali
tativo del «placer». Según Freud, el im pulso estaba determ inado p o r
la cantidad de la excitación, o sea, la cantidad de libido. Pero y o en
contraba que el placer era la naturaleza del im pulso, y que consistía
en u na cualidad psíquica. D e acuerdo con las teorías que conocía
entonces, cantidad y cualidad eran incom patibles, y constituían cam
pos absolutam ente separados. N o parecía haber salida. Sin em bargo,
sin darm e cuenta, había encontrado el p u n to de partida de mi ulterio r
unificación funcional del concepto cuantitativo de la excitación y el
concepto cualitativo del placer. Así, con mi explicación teórico-clíni-
ca del im pulso, había llegado hasta los límites del pensam iento meca-
nicista que enunciaba: los opuestos son los opuestos y nada más, son
incom patibles. Más tarde tuve la mism a experiencia con conceptos
com o la «ciencia» y «la vida cotidiana», o la supuesta incom patibili
dad entre el descubrim iento de los hechos y su evaluación.
H oy, esta reseña del pasado me dem uestra que las observaciones
clínicas correctas no pueden conducir nunca p o r u n cam ino equivo
cado. A un si la filosofía es falsa. La observación correcta lleva nece-
56
sanamente, a form ulaciones funcionales en térm inos energéticos, a
menos que se alcance una conclusión prem atura. El porqué de que
tantos científicos excelentes tem en el pensam iento funcional conti
núa siendo u n enigma de p o r sí.
E n 1921 presenté esos puntos de vista a la Sociedad Psicoanalítica
de Viena, en u n trabajo titulado Z u r Triebenergetik (.Energética del
impulso). R ecuerdo que no fueron com prendidos. D esde entonces
me abstuve de participar en las discusiones teóricas y presenté m ate
rial clínico.
Se x u a l id a d g e n it a l y s e x u a l id a d n o g e n it a l
57
ven m ozo de café que sufría de una incapacidad erectiva total: jamás
había tenido una erección. El examen físico era negativo. E n esa épo
ca se distinguía estrictam ente entre enferm edad psíquica y física.
C uando se descubrían hechos físicos, se descartaba autom áticam ente
la psicoterapia. P o r supuesto, desde el p u n to de vista de nuestro
conocimiento actual, ese procedim iento era equivocado, pero era co
rrecto sobre la base de la suposición de que la enferm edad psíquica
tenía causas psíquicas. H abía gran cantidad de conceptos falsos en
punto a las relaciones del funcionam iento psíquico y somático.
Traté infructuosam ente a ese paciente durante seis horas sem ana
les desde enero de 1921 hasta octubre de 1923. D ada la ausencia de
toda índole de fantasías genitales, dirigí mi atención a las diversas
actividades m asturbatorias de otros pacientes. M e sorprendió el que
la m anera com o se m asturbaban m uchos pacientes dependía de cier
tas fantasías patológicas. En ninguno de ellos el acto masturbatorio
era acompañado p o r la fantasía de experim entar placer en el acto
sexual normal. E n el m ejor de los casos, la fantasía consistía en «tener
relaciones sexuales». U n examen más p ro fu n d o dem ostró que los
pacientes ni siquiera visualizaban ni sentían nada concreto durante
esa fantasía. La expresión «tener relaciones sexuales» era usada mecá
nicamente; en la m ayoría de los casos encubría el deseo de «dem os
trarse a sí m ism o que uno era hom bre», acurrucarse en los brazos de
una m ujer (en general de más edad) o «penetrar en una m ujer». En
suma, podía significar cualquier cosa, excepto placer sexual genital.
Para m í se trataba de una novedad. N u n ca había im aginado que p u -
. diera existir semejante perturbación. A unque la literatura psicoanalí-
tica contenía abundante inform ación sobre los trastornos de la p o
tencia, eso no se m encionaba en ninguna parte. D esde entonces me
hice el propósito de investigar a fondo tanto las fantasías que acom
pañaban la m asturbación com o el tipo de acto m asturbatorio. U na
infinita variedad de peculiaridades aparecieron. Expresiones como
«Me m asturbé ayer» o «Me acosté con fulana o mengana», soslaya
ban las prácticas más extraordinarias.
M uy p ro n to pude distinguir dos grupos principales. E n el prim e-
, ro, el pene funcionaba com o tal en la fantasía. H abía eyaculación;
pero no servía al propósito de p roporcionar placer genital. El pene
era u n arm a crim inal o u n instrum ento para «dem ostrar» la potencia.
Los pacientes lograban eyacular oprim iendo sus genitales contra el
colchón, mientras el cuerpo estaba «como m uerto». O estrujaban
58
el pene con la toalla, lo apretaban entre las piernas o lo friccionaban
contra el m uslo. Sólo una fantasía de violación po d ía pro d u cir la
eyaculación. E n m ultitud de casos no se perm itía que la eyaculación
ocurriera hasta después de una o varias interrupciones. Pero de todos
modos, en este grupo el pene se ponía en erección y actividad.
E n el segundo grupo, en cambio, no había ni conducta ni fantasías
susceptibles de llamarse genitales. Los pacientes estrujaban su pene
flácido; o se estim ulaban el ano con los dedos; o tratab an de agarrar
el pene con la boca; o hacerle cosquillas p o r detrás de los m uslos.
Tenían fantasías de ser azotados, atados, to rtu rad o s, o de com er m a
teria fecal. O fantasías de que se les chupara el genital, en cuyo caso
éste representaría un pezón. Resum iendo, si bien tales fantasías usa
ban de algún m odo el órgano genital, eran, sin em bargo, fantasías con
un objetivo no genital
Las observaciones dem ostraron que la fo rm a del acto, tanto en la
fantasía com o en la m anipulación real, era u n b u en cam ino para
aproximarse a los conflictos inconscientes. Tam bién apuntaban hacia
el papel de la genitalidad en la terapia de la neurosis.
Al mismo tiem po me ocupaba del problem a de los límites de la
memoria de los pacientes durante el análisis. La recordación de las
experiencias infantiles reprim idas era considerada la labor principal
de la terapéutica. Sin em bargo, el mism o F reu d había llegado a con
siderar bastante limitada la posibilidad de la reaparición de las ideas
infantiles junto con la sensación de haberlas experim entado alguna
vez. H abía que contentarse, decía, con el hecho de que los recuerdos
infantiles aparecieran en form a de fantasías, basado en las cuales p o
día «reconstruirse» la situación originaria. La reconstrucción de las
situaciones infantiles tem pranas era, con to d a razón, m u y im portan
te. Si no se realiza concienzudam ente esa tarea d u ran te años, no es
posible form arse una idea de la m ultitud de actitudes inconscientes
del niño. A la larga, eso era m ucho más im p o rtan te que resultados
superficiales rápidos. N inguno de mis actuales conceptos sobre las
funciones biológicas de la vida psíquica po d ría haberse desarrollado
sin el fundam ento de m uchos años de investigación de la vida de la
fantasía inconsciente. La meta de mi trabajo actual es idéntica a la de
hace veinte años: reactivar las experiencias infantiles más tempranas.
El m étodo para alcanzar tal meta, empero, ha cam biado tan conside
rablemente que no cabría seguir llam ándolo psicoanálisis.
Esas observaciones relativas a las m anipulaciones genitales de los
59
pacientes tuvieron una influencia decisiva en mi enfoque clínico y me
hicieron percibir nuevas relaciones en la vida psíquica. Sin embargo,
mi trabajo encuadraba perfectamente en el marco general de la expe
riencia psicoanalítica, aun con respecto a las funciones de la memoria.
D espués de casi tres años de labor clínica encontré que los recuerdos
de mis pacientes eran pobres y poco satisfactorios. Parecía com o si
una barrera esencial se elevara entre el paciente y sus recuerdos. En
setiem bre de 1922 di una conferencia sobre el tem a en la Sociedad
Psicoanalítica. Mis colegas se interesaron más en mis consideraciones
teóricas acerca de lo «ya visto», que había tom ado com o p u n to de
partida, que en los problem as de técnica terapéutica implicados. En
realidad, no tenía yo m ucho que ofrecer en cuanto a sugerencias prác
ticas, y siem pre es más fácil plantear problem as que resolverlos.
60
reaccionar a una interpretación con una mejoría, reaccionaban in
tempestivamente em peorándose. L a conclusión de F reu d era que en
el yo inconsciente había u n a fuerza que se oponía a la m ejoría del
paciente. N o fue hasta ocho años más tarde cuando esa fuerza se me
reveló com o m iedo a la excitación placentera (angustia de placer) y
como incapacidad orgánica para el placer («Lustunfáhigkeit»).
E n el m ism o congreso, F reud sugirió com o tem a de concurso un
ensayo sobre el problem a de la relación m utua entre la teoría y la te
rapéutica: ¿H asta qué p u n to puede ayudar la teoría a la terapéutica,
y, recíprocamente, en qué m edida puede una técnica perfeccionada
prom over una form ulación teórica más acabada? C om o puede verse,
la m ente de F reu d estaba ocupada en aquel m om ento por la desgra
ciada situación que atravesaba la terapéutica. Buscaba una solución
con ahínco. E n su conferencia había ya indicios de la ulterior teoría
del instinto de m uerte com o hecho clínico central, de su prim ordial
teoría de las funciones defensivas reprim idas del yo, y de la unidad de
la teoría y la práctica.
Esa form ulación de F reu d de los problem as teórico-técnicos de
term inó mi trabajo clínico de los próxim os cinco años; era simple,
claro y de acuerdo con las necesidades clínicas. Tan pro n to como,
tuvo lugar el próxim o congreso, en Salzburgo, en 1924, tres psicoa
nalistas de renom bre presentaron trabajos que procuraban resolver
el problem a para cuya solución F reud había "ofrecido un prem io. N o
consideraron ninguno de los problem as prácticos diarios y se perdie
ron en especulaciones metapsicológicas. El problem a no fu e resuelto
y los concurrentes no recibieron el prem io. A unque el concurso era
sobrem anera interesante, no participé en él. Pero había puesto en
m ovim iento varios proyectos con el p ro p ó sito de alcanzar una solu
ción term inante de esa cuestión. La orgonterapia caráctero-analítica
de 1940 es la contestación al problem a form ulado p o r Freud en 1922.
Se requirió el esfuerzo sistem ático de una década para llegar a tal so
lución, que superó con m ucho lo que soñé entonces. El hecho de que
finalmente m e significó la pérdida de mi calidad de miembro de la
A sociación Psicoanalítica fue m olesto, pero la recom pensa científica
fue grande.
Volviendo de Berlín a Viena, sugerí a algunos de mis colegas más
jóvenes, que aún n o eran m iem bros de la Sociedad pero ya practica
ban el psicoanálisis, fundar un «seminario técnico». Su propósito era
perfeccionar la técnica m ediante un estudio sistemático de los casos.
61
También sugerí u n «seminario de jóvenes», o sea, reuniones p erió d i
cas de los «jóvenes», prescindiendo de los «viejos», donde a cada uno
le fuera posible desahogar sus dudas teóricas y preocupaciones, y,
principalm ente, aprender a hablar con toda libertad. A m bas p ro p o
siciones fueron llevadas a la práctica. C uando sugerí oficialmente a la
Asociación la fundación del sem inario, F reud lo aprobó con entu
siasmo. H itschm ann, el director del D ispensario Psicoanalítico, fu n
dado el 22 de m ayo de 1922, to m ó a su cargo la dirección. N o sintién
dome con la experiencia suficiente, no am bicioné asum ir ese papel.
U n año después, N u n b erg reem plazó a H itschm ann, y desde 1924
hasta que me trasladé a B erlín en 1930, estuvo bajo mi dirección. Se
convirtió en la cuna de la terapéutica psicoanalítica sistemática. Más
tarde, el grupo de Berlín fundó u n sem inario técnico similar al de
Viena. D el sem inario de Viena salió la joven generación de analistas
que participó en el prim er desarrollo del análisis del carácter, u tili
zándolo en parte en su p ropia técnica, aunque sin colaborar en su
desarrollo ulterior, respecto del cual ad optaron una actitud indife
rente y m uchas veces hostil. Tendré que describir las num erosas
fuentes clínicas de las cuales derivó su fuerza el sem inario técnico,
que más tarde adquirió justificada fama. E n ese sem inario se form a
ron las convicciones psicológicas que finalm ente dieron acceso a la
esfera del funcionam iento biológico.
D if ic u l t a d e s p s iq u iá t r ic a s y p s ic o a n a l ít ic a s
EN LA C O M P R E N S IÓ N D E LAS E N F E R M E D A D E S M E N T A L E S
62
dísimos, especialmente en las «salas intranquilas». W agner-Jauregg,
mi jefe, estaba entonces perfeccionando su fam oso tratam iento para
la malaria para la parálisis general progresiva, que más tarde le valió el
premio N obel. E ra bueno con los enfermos, tenía u n a extraordinaria
capacidad de diagnóstico neurològico, pero nada sabía, ni pretendía
saber, sobre psicología. H abía algo m uy atrayente en su tosca inge
nuidad de cam pesino. El jefe de la clínica psicoterapèutica, donde los
pacientes eran tratados con brom uros y sugestión, proclam aba «cu
ras» en más del 90 % de los casos. C om o yo sabía que en realidad no
curaba a ninguno de ellos, y que sus resultados eran del tipo «cada-
día-m ejor-en-todo-sentido», me interesó conocer el concepto de
«cura» de esos psicoterapeutas de la sugestión.
A sí se introdujo por sí mismo, en el sem inario de técnica psico-
analítica, el problem a de una «teoría de la psicoterapia». E ncuadraba
bien con mis propias dificultades técnicas. E n general, se consideraba
«curado» a un paciente cuando él decía que se sentía m ejor o cuando
desaparecía el síntom a particular que lo aquejaba. El concepto psi-
coanalítico de cura todavía no había sido definido.
D e todas las impresiones recibidas en el hospital de psiquiatría,
m encionaré sólo aquellas que tuvieron u n efecto perdurable en la
orientación de la economía sexual. P o r esos días todavía no sabía yo
cómo organizarías, pero más tarde encuadraron perfectam ente en el
concepto básico de mi teoría psicosomàtica. Trabajaba en el hospital
en los m om entos en que la m oderna teoría de Bleuler sobre la esqui
zofrenia, basada en Freud, com enzaba a influir el pensam iento p si
quiátrico; cuando Econom o acababa de publicar su gran obra sobre
la postencefalitis y Schilder aportaba sus brillantes contribuciones al
conocim iento de la despersonalización, los reflejos posturales y la
psicología de la parálisis general. En aquella época, Schilder estaba
coleccionando material para su trabajo sobre la im agen corporal.
D em ostraba que el cuerpo está psíquicam ente representado p o r cier
tas sensaciones unitarias de form a y que la im agen del cuerpo corres
ponde aproxim adam ente a las funciones reales de los órganos. Tam
bién intentó establecer una correlación entre los diversos ideales del
yo y las perturbaciones orgánicas, como afasias y parálisis general.
Pótzl había cum plido un trabajo similar con los tum ores del cerebro.
Schilder expresó la convicción de que el inconsciente freudiano era
perceptible de cierta manera vaga, «en el trasfondo de la conciencia»,
por decir así. Los psicoanalistas no estuvieron de acuerdo. Los mé-
63
dicos con una orientación filosòfica, Froeschels p o r ejemplo, tam
bién dudaban de la existencia de ideas com pletam ente inconscientes.
Tales controversias tendían a desechar la teoría del inconsciente. Era
necesario adoptar una posición frente a ellos, en especial frente a la
difícil situación creada p o r la actitud de los científicos que negaban
la sexualidad. Esas divergencias de opinión son im portantes, porque
más tarde la investigación económ ico-sexual logró dem ostrar que el
«inconsciente» freudiano es realmente tangible en-forma de impulsos
vegetativos y sensaciones corporales.
M i concepto actual de una identidad funcional-antitética de los
im pulsos psíquicos y somáticos podía presentirse en ese m om ento de
la m anera siguiente: Se admitió en el hospital a una m uchacha que
tenía una parálisis y atrofia musculares com pletas de am bos brazos.
El exam en neurològico no dio ningún indicio sobre su etiología; no
se acostum braba hacer u n examen psicológico. Supe p o r u n pariente
que la parálisis había aparecido después de u n fuerte choque. Su novio
había tratado de besarla; ella, asustándose, había estirado los brazos
«com o paralizada». Después le fue im posible m over los brazos y
gradualm ente había aparecido la atrofia. Si m i recuerdo es correcto,
no anoté este episodio en la ficha. Ello hubiera suscitado el ridículo o
el enojo de los jefes: el mismo W agner-Jauregg no perdía o p o rtu n i
dad de burlarse del simbolismo sexual. Este caso dejó en m í la con
vicción de que una experiencia psíquica puede producir una altera
ción duradera en un órgano. Más tarde llamé a ese fenóm eno anclaje
psicológico de una experiencia psíquica. D ifiere de la conversión his
térica en que no puede ser influido psicológicam ente. E n mi ulterior
trabajo clínico, ese concepto dem ostró ser aplicable a ciertas enfer
m edades, com o úlcera gástrica, asma bronquial, reum atism o, espas
m o del piloro y diversas afecciones de la piel. La investigación eco
nóm ico-sexual del cáncer también partió de ese concepto del anclaje
fisiológico de los conflictos libidinales.
U n día me im presionó m ucho u n catatònico que, pasando de
m odo subitáneo del estupor a la excitación, tuvo una gran descarga
de rabia y agresión; luego de haberse calmado el ataque, se m ostró
lúcido y accesible. Me aseguró que su explosión había sido una expe
riencia placentera, un estado de felicidad. N o recordaba la etapa
anterior de estupor. Es u n hecho bien conocido que los catatónicos
estuporosos, en quienes es repentino el com ienzo de la enferm edad
y en los que se producen accesos de ira, tienen buenas perspectivas
64
de curación. P or el contrario, las formas esquizofrénicas de desarro
llo lento, p o r ejemplo, la hebefrenia, tienden al deterioro de manera
lenta pero segura. Los manuales de psiquiatría no ofrecían ninguna
explicación de tales fenóm enos, pero más tarde com encé a com
prenderlos. C uando aprendí a ayudar a tener accesos de ira a los
neuróticos em ocionalm ente bloqueados y muscularmente hipertó
nicos, en su estado general se producía una considerable mejoríá. En
la catatonía estuporosa, el proceso de acorazam iento muscular inclu
ye todo el sistema; la descarga de energía se to rn a más y más restrin
gida. En el acceso, un impulso fu e rte irrumpe a través de la coraza
desde el centro vegetativo y así libera energía muscular que estaba
previam ente fijada. Esta liberación debe ser en sí misma placentera.
Se trataba de un hecho m uy notable, que no po d ía ser explicado con
la teoría psicoanalítica de la catatonía. La reacción física era tan po
derosa que la explicación p o r la «com pleta regresión al útero y al
autoerotism o» del catatònico no parecía suficiente. El contenido
psíquico de la fantasía catatònica no podía ser la causa del proceso
somático. P odría ser que el contenido sólo fuera activado p o r un
proceso general, que, entonces, perpetuara a su vez la condición.
H abía una grave contradicción en la teoría psicoanalítica. Freud
postulaba para su psicología de lo inconsciente una base fisiológica
que había aún que descubrir. Su teoría de los instintos sólo represen
taba un com ienzo. E ra necesario establecer conexiones con la pato
logía m édica establecida. E n la literatura psicoanalítica sé advertía
cada vez más la tendencia que diez años más tarde critiqué como la
«psicologización de lo somático». C ulm inó en interpretaciones psi-
cologistas anticientíficas de los procesos corporales, fundamentadas
en la teoría de lo inconsciente. P o r ejemplo, si una m ujer dejaba de
m enstruar sin estar em barazada, se decía que ello expresaba aversión
por su m arido o su hijo. D e acuerdo con ese concepto, prácticamente
todas las enferm edades físicas se debían a deseos o a tem ores incons
cientes. Así, se contraía el cáncer «a fin de...»; se m oría de tubercu
losis, p o rq u e u n o inconscientem ente desea m orirse, etc. Y, cosa
curiosa, la experiencia psicoanalítica p roporcionaba una m ultitud
de observaciones que parecían confirm ar ese p u n to de vista: Las
observaciones eran innegables; p ero las consideraciones críticas p re
venían contra tales conclusiones. ¿C óm o po d ía un deseo incons
ciente p ro d u cir cáncer? Poco se conocía acerca del cáncer, y menos
aún sobre la naturaleza de ese inconsciente, peculiar pero, sin duda,
65
existente. La obra de G roddeck, Libro del Ello, está plagada de esos
ejemplos. Era metafísica, pero aun el m isticism o tiene «razón de cier
ta manera». Sólo era m ístico en la m edida que uno no podía expresar
cabalmente de qué m odo era verdadero, o de qué m anera las cosas
correctas se expresaban incorrectam ente. P o r cierto, ningún «deseo»,
en el sentido entonces corriente, p odría concebirse com o causa de
cambios orgánicos tan notables. El «deseo» tenía que ser entendido
en un plano más hon d o que el proporcionado p o r la psicología psi-
coanalítica. Todo apuntaba hacia procesos biológicos profundos, de
los cuales el «deseo inconsciente» no podía ser o tra cosa que una ex
presión.
El conflicto entre la explicación psicoanalítica de los trastornos
psíquicos, p o r una parte, y la neurològica y la fisiológica, p o r la otra,
había llegado a ser m u y violento. «Psicògeno» y «somatógeno» se
erguían com o antítesis absolutas. Tal era el laberinto en el cual debía
encontrar su cam ino el joven psicoanalista que trabajaba con psicóti-
cos. U na m anera de eludir la dificultad era suponer una causación
«múltiple» de la enferm edad psíquica.
En el m ism o sector de problem as se hallaban la postencefalitis y
la epilepsia. E n 1918, Viena soportó una grave epidem ia de gripe.
M uchos de los que sufrieron la aguda enferm edad desarrollaron gra
dualmente un síndrom e caracterizado p o r una parálisis general de la
actividad vital. Los m ovim ientos se lentificaban, las caras rígidas p a
recían máscaras, el lenguaje se deterioraba; cada im pulso parecía es
tar com o sujetado p o r u n freno. Al m ism o tiem po, la actividad psí
quica interna aparentaba estar intacta. Esta enferm edad fue llamada
postencefalitis letárgica y era incurable. N uestras salas estaban col
madas. Los pacientes ofrecían u n espectáculo deprim ente. E n mi
impotencia, tuve la idea de hacerles practicar ejercicios musculares,
esperando vencer la notable rigidez extrapiram idal. A unque la mé
dula espinal se suponía afectada, tanto com o los centros vegetativos
del cerebro, y Econom o llegó a pensar que el «centro del sueño»
pudiera estar com prom etido, a W agner-Jauregg le pareció que mi
plan era razonable. A dquirí diversos aparatos e hice que los pacientes
se ejercitaran conform e a cada caso. O bservándolos, me sorprendió
la expresión facial peculiar de cada paciente. U n o de ellos m ostraba
los rasgos característicos de la facies «criminal». Su conducta con el
aparato correspondía exactam ente a esa im presión. U n m aestro de
enseñanza secundaria m ostraba la «cara estricta del profesor»; en la
66
ejecución de los ejercicios era un poco «profesoril». Los adolescentes
tendían a evidenciar hiperm otilidad. En general, la enferm edad asu
mía formas más exaltadas en la pubertad y más letárgicas a una edad
avanzada. N o publiqué nada sobre el tema, pero esas im presiones
perduraron. E n aquel tiempo, los trastornos del sistem a neurovege
tativo se encaraban absolutam ente en las mism as líneas que los del
sistema nervioso voluntario. Se suponía que ciertos centros nervio
sos estaban afectados; que los im pulsos estaban pertu rb ad o s o eran
creados nuevam ente; y se consideraba que las causas de la p ertu r
bación eran lesiones mecánicas de los nervios. N ad ie pensó en la
posibilidad de una perturbación generalizada del funcionam iento
vegetativo. D e acuerdo con mis conocim ientos, el problem a no ha
sido aún resuelto. Es probable que la perturbación postencefalítica
sea una perturbación del funcionam iento total de los im pulsos cor
porales, en el cual las fibras nerviosas sólo desem peñan u n papel de
intermediarias. La relación entre la estructura caracterológica espe
cífica y el tipo individual de inhibición neurovegetativa no puede
ponerse en duda. Es notorio que la enferm edad se origina en una in
fección. «El impulso total del cuerpo» y la «inhibición general del
funcionam iento vegetativo» fueron entonces dos im presiones d u ra
deras que hubieron de ejercer una influencia decisiva en mi trabajo
posterior. N ada se conocía sobre la naturaleza de los im pulsos vege
tativos.
Mi absoluta convicción en cuanto a la exactitud de las afirm acio
nes de F reud relativas a la etiología sexual de las neurosis y las psico
sis se vio confirm ada p o r las evidentes perturbaciones sexuales que se
presentaban en todas las variedades de la esquizofrenia. Lo que en el
neurótico obsesivo debía ser laboriosam ente desenm arañado m e
diante la interpretación, era expresado de m anera directa p o r el p a
ciente psicòtico. Resultaba entonces m uy singular la actitud de los
psiquiatras, que no prestaban atención a tales hechos y en cam bio
competían entre ellos para ridiculizar a Freud. N o hay n ingún caso
de esquizofrenia que no presente en form a inequívoca conflictos
sexuales, p o r superficial que sea el contacto con el paciente. El conte
nido puede variar considerablem ente, pero el elem ento sexual sin
diluir está siem pre en prim er plano. La psiquiatría oficial se limita a
clasificar, y el contenido de los conflictos sólo le significa una com
plicación desconcertante. Lo que le im porta es saber si el paciente
está desorientado sólo en el espacio, o tam bién en el tiem po. N o se
67
pregunta p o r qué el enferm o está desorientado más en una form a que
en otra. Lo que ocurre es que la conciencia del paciente psicòtico se
encuentra invadida p o r todas aquellas ideas sexuales que en circuns
tancias ordinarias se m antienen cuidadosamente secretas e incons
cientes o que sólo se tornan m uy vagam ente conscientes. Ideas de re
laciones sexuales, incluso con el padre o con la madre, to d o tipo de
conducta perversa, como tener los genitales em badurnados con he
ces, fantasías de chupar, etc., inundan la conciencia. N o hay p o r qué
asom brarse si el paciente reacciona frente a esas experiencias con una
desorientación interior; la extraña situación interior provoca una in
tensa angustia.
Si u n individuo ha adm itido en su conciencia la sexualidad repri
mida, y al mism o tiem po ha retenido sus defensas contra ella, com en
zará a sentir el m undo exterior com o extraño. D espués de todo, el
m undo pone a tal espécimen fuera de su seno, y lo considera u n des
castado. A l individuo psicòtico, el m undo de los sentim ientos sexua
les se le hace tan inm ediatamente cercano que debe separarse de su
m odo de pensar y de vivir habituales. Es posible que vea a través de la
hipocresía sexual de su ambiente. A tribuirá a su m édico o pariente lo
m ism o que él vivencia de m odo inm ediato. El vivencia realidades, no
fantasías sobre las realidades. Los otros son «perversos polim orfos»,
y tam bién lo son su moral e instituciones. H an erigido diques p o d e
rosos contra esa inundación de suciedad y de lo antisocial; inter
nam ente, sus actitudes moralistas y sus inhibiciones; externam ente,
la «policía de buenas costumbres» y la opinión pública. Para poder
subsistir, el hom bre debe negarse a sí mismo, adoptar actitudes arti
ficiales y maneras de vivir de su propia creación. Lo que realm ente le
es extraño y le resulta una carga constante ha de considerarlo ahora
com o innato, como «la esencia moral y eterna del ser hum ano», como
lo «verdaderam ente hum ano» en contraste con lo «animal». Tal con
tradicción explica muchas fantasías psicopáticas de inversión de la
situación real; los enfermos psicóticos quieren encerrar a las enfer
meras y a los médicos como si éstos fueran los verdaderos enfermos,
considerándose a sí mismos correctos y a los otros, equivocados. Esta
idea no está tan lejos de la verdad com o uno pudiera suponer. G ente
razonable y m adura lo pensó y escribió acerca de ello, com o, p o r
ejemplo, Ibsen en su Peer Gynt. Cada cual tiene razón de alguna
m anera. Y tam bién los psicóticos han de tenerla en cierto sentido.
P ero ¿ cóm o ? P o r cierto, que no del m odo en que lo expresan. Pero
68
cuando uno puede establecer contacto con ellos, se m uestran capaces
de conversar sería y razonablem ente sobre m ultitud de singularida
des de la vida.
Llegado aquí, el lector atento tal vez se sorprenda y se desconfíe.
Se preguntará si las extrañas y perversas manifestaciones sexuales de
los psicóticos representan en verdad una irrupción de lo «natural».
¿La coprofagia, las fantasías homosexuales, el sadismo, etc., son ma
nifestaciones naturales de la vida? Esta objeción está plenamente
justificada. L o que irrum pe hasta la superficie del esquizofrénico son
las tendencias perversas. Pero en las honduras del m undo esquizofré
nico hay otras cosas, que sólo están oscurecidas p o r lo perverso. El
esquizofrénico vivencia sus sensaciones corporales, sus corrientes
vegetativas, en form a de ideas y conceptos en parte tom ados de su
ambiente, y en parte tam bién adquiridos en su defensa contra la
sexualidad natural. El hom bre m edio, «normal», asimismo piensa
sobre la sexualidad en función de conceptos perversos y antinatura
les. Lo dem uestran expresiones com o «joder», «tirarse a ú n a mujer»,
«hacerse u n hom bre», «le enseñaré unos jueguitos», etc. El ser hum a
no ha perdido, junto con sus sensaciones sexuales naturales; las pala
bras y los conceptos correspondientes. .
Si lo que irrum pe en el esquizofrénico no fuera otra cosa que per
versiones, no tendría fantasías cósmicas sobre el fin del m undo, sino
sólo fantasías perversas. Lo que caracteriza a la esquizofrenia es la
vivencia del elemento vital, lo vegetativo, en el cuerpo; pero ocurre
que el organism o no está preparado para ello y la vivencia confunde
y se expresa a través de la ideología cotidiana de la sexualidad perver
sa. Respecto del esquizofrénico, el neurótico y el perverso son, en lo
que atañe a su sentim iento vital, lo que el tendero sórdido es respecto
al com erciante tim ador en gran escala.
Así, a las im presiones que adquirí en la observación de la posten
cefalitis letárgica se agregaron las de la esquizofrenia. Los conceptos
de una desecación vegetativa ( Verödung) — progresiva o rápida—
y de una partición del funcionam iento vegetativo unitario y organiza
do, fueron el punto de partida esencial de mis investigaciones ulterio
res. La «dispersión» y desvalidez esquizofrénicas, la confusión y la
desorientación, el bloqueo catatònico y la deterioración hebefrénica
aparecían sólo com o diversas m anifestaciones de uno e idéntico pro
ceso, o sea, la partición progresiva de la función normalmente unita
ria del aparato vital. N o fue hasta doce años más tarde cuando esa
69
cualidad unitaria de la función vital p u d o ser clínicamente tangible en
forma del reflejo del orgasmo.
Si se com ienza a cuestionar la absoluta razonabilidad de ese m u n
do respetable, el acceso a la naturaleza del psicòtico se to rn a más
fácil. O bservé a una joven que había pasado años en una cama de
hospital, no haciendo nada salvo ciertos m ovim ientos pélvicos y fro
tar sus partes genitales con los dedos. Estaba com pletam ente ence
rrada en sí misma. Algunas veces sonreía tranquilam ente. E n con-
tadísimas ocasiones cabía establecer contacto con ella. N o respondía
a ninguna pregunta, pero a veces su cara llegaba a tom ar una expre
sión más o m enos com prensible. C uando se conoce realm ente el su
frim iento increíble de los niños a quienes se prohíbe m asturbarse, es
posible com prender tal actitud de los psicóticos. A bandonan el m u n
do, y obtienen en un m undo p ropio lo que alguna vez les fue negado
por un m undo irracional. N o se vengan, no castigan, no dañan. Sólo
se acuestan y obtienen para sí mism os el últim o vestigio de u n placer
patológicam ente deform ado.
Todo eso se encontraba más allá de la com prensión de la psiquia
tría. La psiquiatría no se anim aba a com prenderlo, o hubiera debido
reorganizarse radicalm ente. F reud había abierto una nueva vía de
acceso al problem a, pero se reían de sus «interpretaciones». A l com
prender u n poco m ejor a los psicóticos gracias a la teoría de la sexua
lidad infantil y de los instintos reprim idos, me convertí en discípulo
de Freud y com encé a com prender que la única función de la psiquia
tría oficial era desviar la atención del problem a real de la sexualidad
y su significado. D ebía «dem ostrar», apelando a todos los medios
posibles, que las psicosis eran causadas p o r la herencia, p o r trastornos
de la función cerebral o de las glándulas de secreción interna. Los
psiquiatras se deleitaban al ver que la parálisis general tenía síntomas
similares a los de la esquizofrenia o la melancolía. «Ven, esto es el
resultado de la inm oralidad», era y sigue siendo más o m enos su acti
tud. N adie pensaba que las perturbaciones de las funciones corpora
les podían ser, con igual corrección, el resultado de una perturbación
general del funcionam iento neurovegetativo.
En lo atinente a las relaciones recíprocas entre la psique y el soma
había tres conceptos básicos:
70
2 . Todo trastorno o manifestación psíquicos tienen exclusiva
m ente una causa psíquica. (Para el pensam iento religioso eso
tam bién se aplica a las enfermedades físicas.) Es la fórm ula del
idealismo metafísica. Es idéntica al concepto de que «el espíri
tu crea la materia», y no a la inversa.
3. Lo psíquico y lo somático son dos procesos paralelos en recí
proca interacción: paralelismo psicofísico.
71
las actitudes caracterológicas entrañaba un juicio. D e ninguna mane
ra —lo que hubiera sido correcto— , u n juicio en el sentido de «sano»
o «enfermo», sino en el sentido de «malo» o «bueno». Se opinaba que
ciertos «caracteres malos» no eran pasibles de tratam iento analítico.
La terapéutica psicoanalítica, se suponía, requería cierto grado defi
nido de organización psíquica en el paciente, y m uchos pacientes no
valían el trabajo que uno se tom aba con ellos. A dem ás, numerosos
pacientes eran considerados tan «narcisistas» que el análisis no podía
ro m per esa barrera. Asimismo, el bajo nivel m ental se conceptuaba
com o un obstáculo para el tratam iento psicoanalítico, el que, por
tanto, estaba lim itado a ciertos síntom as neuróticos de las personas
inteligentes poseedoras de un carácter «correctam ente desarrollado»
y de la capacidad de producir asociaciones libres.
E ste concepto feudal de una psicoterapia altam ente individualis
ta no podía dejar de entrar inm ediatam ente en conflicto con las ne
cesidades prácticas del trabajo m édico cuando, en m ayo de 1922, se
inauguró el D ispensario Psicoanalítico de Viena. E n el congreso de
Budapest, en 1918, Freud había señalado la necesidad de abrir clínicas
gratuitas. Sin embargo, dijo, el tratam iento de las masas haría necesa
rio m ezclar el «cobre de la terapéutica de la sugestión» con el oro puro
del psicoanálisis.
E n Berlín funcionaba desde 1920 una clínica psicoanalítica bajo la
dirección de A braham . E n Viena, tanto los principales médicos como
las autoridades sanitarias estatales provocaron toda suerte de dificul
tades. M ediante toda clase de subterfugios, los psiquiatras se opusie
ro n a la creación de la clínica, y los m iem bros de la organización
m édica oficial tem ían una dism inución de sus ganancias. E n pocas
palabras, la opinión general consideraba innecesario crear una clíni
ca. P o r fin se creó, a pesar de todo, y nos m udam os a unas salas en la
sección de cardíacos. Seis meses más tarde no se nos perm itió prose
guir. Luego se trasladó de u n lado a otro, pues los representantes de
la m edicina oficial no sabían qué hacer con ella. Simplemente, no
encuadraba dentro del marco de su pensam iento. H itschm ann, jefe
de la clínica psicoanalítica, describió esas dificultades en un folleto
publicado en ocasión del décimo aniversario de la clínica. P ero vol
vam os al tem a principal.
M is ocho años de trabajo como prim er asistente y asistente p rin
cipal de la clínica psicoanalítica me proporcionaron m ultitud de o b
servaciones sobre la neurosis de personas de baja condición econó
72
mica. La clínica estaba constantem ente llena. Cada psicoanalista se
com prom etió a dar una hora diaria sin com pensación pecuniaria.
Pero no era suficiente. P ro n to tuvim os que separar los casos más
apropiados de los otros. E n consecuencia, nos vimos obligados a
buscar criterios de pronóstico. La terapia analítica exigía una hora
diaria por lo m enos durante seis meses. Luego fue evidente que el
psicoanálisis no es una terapia de aplicación en gran escala. El proble
ma de \%.prevención de las neurosis no existía aún. Si se hubiera plan
teado, nada había para ofrecerle. Bien p ro n to el trabajo de la clínica
me enfrentó con los hechos siguientes:
Las neurosis están m u y difundidas, como una epidemia; no son
una manía de las m ujeres mimadas, com o pretendieron más tarde los
adversarios del psicoanálisis.
Las perturbaciones de la función genital son mucho más num ero
sas que cualquier otra form a de neurosis y constituyen la razón p rin
cipal que im pele a buscar ayuda en una clínica.
A fin de progresar era indispensable establecer criterios de pronós
tico. A nteriorm ente no se había prestado atención alguna a ese im
portante problem a.
Igualmente decisivo era aclarar p o r qué un caso curaba y otro no.
Ello proporcionaría u n medio para seleccionar m ejor los pacientes. En
esa época no se había form ulado aún ninguna teoría de la terapéutica.
N i en psiquiatría ni en psicoanálisis se acostum braba interrogar a
los pacientes acerca de su condición social. Todos sabían que existía la
pobreza y la necesidad, p ero no parecían tener ninguna importancia.
En la clínica, em pero, uno tropezaba de frente con esos factores.
A m enudo la ayuda social era la prim era intervención necesaria. De
golpe se hizo evidente la diferencia fundam ental entre la práctica
privada y la práctica en la clínica.
D espués de casi dos años de trabajo en la clínica adquirí la convic
ción de que \a. psicoterapia individual tenía un radio de acción limita
do. Sólo una pequeña fracción de las personas psíquicamente enfer
mas podían ser tratadas. Al ocuparse de esa fracción, se perdían
cientos de horas de trabajo p o r fallas que obedecían a problemas
técnicos no resueltos. Ú nicam ente un pequeño grupo recompensaba
por los esfuerzos realizados. El psicoanálisis nunca ocultó tal infor
tunada situación de la terapia.
H abía además u n grupo de casos que nunca se veían en la práctica
privada y cuyas perturbaciones psíquicas les incapacitaba para la
73
adaptación social. E n psiquiatría, su condición se diagnosticaba como
«psicopatía», «insania moral» o «degeneración esquizoidea». Se con
sideraba que «una herencia mala» era el único factor etiológico. Sus
síntomas no encajaban en ninguna de las categorías habituales. La
conducta obsesiva, los estados histéricos crepusculares, las fantasías
de asesinato y los im pulsos hom icidas les im pedían una vida ordena
da y activa. Pero en estos desgraciados pacientes, esos síntom as, que
en las personas acom odadas parecían ser relativam ente inofensivos y
carentes de significación social, adquirían un carácter siniestro. Sus
inhibiciones m orales se hallaban — com o resultado de su miseria
económica— reducidas a u n m ínim o tal que sus im pulsos perversos
y criminales am enazaban incesantem ente con irrum pir en la conduc
ta. (Este tipo de individuo se encuentra descrito con detalle en mi li
bro D er triebbafte C barakter [El carácter impulsivo], 1925.) D urante
tres años tuve a mi cuidado, en la clínica, gran núm ero de estos casos.
C uando se los enviaba a la observación psiquiátrica eran rápidam en
te despachados. Se los ponía en la sala de los intranquilos hasta que se
calmaban. D espués se los daba de alta o, si desarrollaban unas psico
sis, se los transfería a un m anicom io. Provenían casi exclusivamente
de la clase obrera.
74
mentaba el deseo de tener una madre protectora. E n sus fantasías se
convertía en el lactante protegido, tom ando el pecho. Su garganta había
sido siem pre el asiento de su angustia sofocante y de su anhelo. Era madre,
veía a sus niños en una situación similar a la suya y sentía que no deberían
seguir viviendo. Adem ás, su odio al m arido lo había transferido a los
hijos. En pocas palabras, se trataba de una situación increíblem ente com
plicada y casi incom prensible. Era totalm ente frígida, pero a pesar de su
intensa angustia genital se había acostado con diversos hom bres. La ayu
dé hasta el p unto en que pudo dominar algunas de sus dificultades. Los
niños fueron colocados en una buena institución. P udo reasumir su tra
bajo. Juntamos dinero para ella. Pero, en verdad, la miseria continuaba,
sólo un p o co aliviada. El desamparo en que se encuentran muchas p erso
nas las conducen a acciones imprevisibles. Solía venir a m i casa por la
noche y amenazaba con suicidarse o con asesinar al bebé si y o no hacía
esto o aquello. La visité en su hogar. Allí, ya no m e encontré frente a los
eminentes problem as de la etiología de las neurosis, sino de cóm o un
organismo hum ano podía tolerar semejante vida año tras año. N o había
nada, absolutam ente nada que alegrara su vida; só lo miseria, soledad, los
chismes de los vecinos, la preocupación del pan diario y, además, las tra
pacerías criminales del dueño de casa y de su patrón. Su capacidad de
trabajo era explotada al extrem o. D iez horas de dura faena le reportaban
alrededor de treinta centavos. En otras palabras, ella y sus tres hijos de
bían vivir con una entrada mensual de más o m enos diez dólares. ¡Y lo
extraordinario es que vivían! C óm o podían hacerlo, nunca lo supe. A l
mismo tiem po, no descuidaba su aspecto físico y tenía tiem po para leer.
Yo m ism o le presté algunos libros.
75
de negar las neurosis llamándolas «enferm edades de señoras bur
guesas».
Las neurosis de la población obrera sólo se diferencian de las otras
p o r la ausencia de refinam iento cultural. Son una m anifestación cru
da, una rebelión sin disfraz contra la masacre psíquica a que están
som etidos. El ciudadano acom odado lleva su neurosis con dignidad,
o la vive de una m anera u otra. En las personas de la clase trabajadora
se m anifiesta como la tragedia grotesca que en verdad es.
Casos com o ése difieren fundam entalm ente de las neurosis y las
psicosis com unes. Estos caracteres impulsivos parecen representar un
estadio de transición desde la neurosis a la psicosis. El yo todavía está
sano, pero se encuentra desgarrado p o r el instinto de un lado y p o r la
m oral del otro, entre la afirmación y la negación de los instintos y de
la m oralidad. El yo parece enfurecerse contra su propia conciencia
m oral, tratar de librarse de sí mismo exagerando los actos im pulsi
vos. La conciencia m oral se revela claramente com o el resultado de
una educación brutal, llena de contradicciones. Los neuróticos obse
sivos y los histéricos han sido criados desde la más tierna infancia en
u na atm ósfera firm emente antisexual. La adolescencia de esos pa
cientes, en cambio, ha tenido m uy poca restricción sexual, y sí, al
contrario, frecuentes seducciones sexuales. Pero sufrieron un castigo
76
repentino y brutal, que p erduró com o sentim iento de culpa sexual.
El yo se defiende a sí mism o m ediante la represión contra una con
ciencia m oral exagerada, del mismo m odo que, en otros casos, se
defiende contra los deseos sexuales.
En estos caracteres im pulsivos, el estasis de energía sexual era
mucho más pronunciado y sus efectos más evidentes que en las neu
rosis con tendencias inhibidas. Fue sobre todo con el carácter de esos
pacientes con lo que más tuve que luchar. Las dificultades que p re
sentaban fluctuaban en relación directa con el grado de tensión o de
gratificación sexuales. Toda descarga de tensiones sexuales mediante
la satisfacción genital reducía inm ediatam ente la irrupción de ten
dencias patológicas. Los lectores familiarizados con los conceptos
económico-sexuales advertirán que esos pacientes presentaban todos
los elem entos que más tarde constituirían mi teoría fundamental: la
resistencia del carácter, el papel terapéutico de la gratificación genital
y el del estasis sexual en el aum ento de los im pulsos antisociales y
perversos. Las im presiones recogidas del estudio de estos pacientes
podían organizarse únicam ente después de observar experiencias si
milares en neuróticos con tendencias inhibidas. Escribí una m ono
grafía en la cual form ulaba p o r prim era vez la necesidad del «análisis
del carácter». Freud leyó el m anuscrito en tres días y me escribió una
carta aprobatoria. Era probable, me decía, que de ahora en adelante
se descubriera que entre el yo y el superyó operaban mecanismos
similares a los descubiertos previam ente entre el y o y el ello.
El aum ento de los im pulsos perversos y antisociales causado p o r
el trastorno de la función sexual norm al era u n descubrim iento nue
vo. En el psicoanálisis, esos casos se explicaban de acuerdo con «la in
tensidad constitucional de una tendencia». Se consideraba que la
sexualidad anal de los neuróticos obsesivos era causada p o r «una
fuerte predisposición erógena de la zona anal». Según Abraham , los
melancólicos tenían una «fuerte predisposición oral» que los impelía
a estados de ánim o depresivos. La fantasía m asoquista de ser azotado
suponíase el resultado de un «poderoso erotism o de la piel»; se pen
saba que el exhibicionism o obedecía a una erogenicidad especial
mente fuerte del ojo; y que el sadismo lo m otivaba u n «aum ento del
erotism o muscular». Esos conceptos son decisivos para com prender
la labor de depuración que debí realizar antes de p o d er organizar mis
experiencias clínicas relativas al papel de la genitalidad. Lo más inex
plicable fue la incom prensión con que tropecé.
77
La relación entre la intensidad de la conducta antisocialy perversa
y la perturbación de la función genital no podía ponerse en duda. Sin
embargo, estaba en.desacuerdo con el concepto psicoanalítico de los
«impulsos parciales» aislados. F reud había expuesto el desarrollo del
instinto sexual desde la etapa pregenital a la genital. Pero ese enfoque
se perdió en conceptos mecanicistas, más o m enos de este m odo:
Cada zona erògena está determ inada p o r herencia. Cada zona eròge
na (boca, ano, ojo, piel, etc.) tiene un correspondiente im pulso par
cial: chupar, defecar, mirar, ser azotado, etc. Ferenczi incluso creía
que la sexualidad genital resultaba de una com binación de las cuali
dades pregenitales. F reud sostenía que las niñas pequeñas sólo tienen
una sexualidad clitoridiana y ningún erotismo vaginal.
Mis observaciones me dem ostraron una y o tra vez que la im po
tencia aum entaba los impulsos pregenitales y que la potencia los dis
minuía. E n mis intentos de adaptar tales hechos a la teoría psicoana-
lítica com encé a pensar que era posible una com pleta fijación sexual
niño-padres, en cualquiera de los niveles de desarrollo de la sexuali
dad infantil. El niño podía m uy bien desear a su m adre sólo oralm en
te, incluso a los cinco años; el deseo de la niña p o r su padre podía ser
exclusivamente anal u oral. La relación del infante con el adulto de
ambos sexos podía ser m uy compleja. La fórm ula de Freud: «Q uiero
a mi padre o m adre y odio a mi m adre o padre», no era más que un
comienzo. Em pecé a distinguir entre relaciones rim o-paàrespregeni
tales y genitales. Los pacientes que tenían las prim eras m ostraban
regresiones más profundas y trastornos psíquicos más serios que los
segundos. Las relaciones genitales debían ser consideradas com o una
etapa norm al del desarrollo, las pregenitales eran patológicas. Si el
niño amó a su m ádre en el nivel anal, o sea, perverso, el p o sterio r es
tablecimiento de una relación genital con las mujeres era m ucho más
difícil que si había tenido una fuerte vinculación genital con aquélla.
En el últim o caso bastaba con disolver la fijación, m ientras que en el
prim ero el carácter íntegro se había desarrollado en la dirección de lo
pasivo y lo femenino. Similarmente, las perspectivas de una curación
eran mucho m ayores cuando una niña había experim entado u n afec
to vaginal o anal p o r el padre, que si había asum ido el papel sadista
masculino. P or esa razón, los histéricos con su fijación incestuosa
genital representaban una labor terapéutica más fácil que los n eu ró
ticos obsesivos con su estructura pregenital.
Seguía en pie el problem a de p o r qué era más fácil disolver la fija
78
ción genital que la pregenital. Todavía no sabía y o nada sobre la dife
rencia fundam ental entre la sexualidad genital y la pregenital. El psi
coanálisis no hacía — y todavía no hace— esa distinción. Se suponía
que la genitalidad, así como la analidad y la oralidad, po d ían subli
marse. La gratificación de cualquiera de ambas se consideraba «gra
tificación». E n todos los casos se aplicaba la «supresión cultural» y el
«rechazo».
Será necesario entrar en m ayores detalles. Es errónea la p reten
sión de los psicoanalistas de que la teoría de la genitalidad está inclui
da en su teoría de las neurosis. H e ahí por qué es indispensable una
definición precisa. Es cierto que mis publicaciones sobre el tema a
partir de 1922 fueron, hasta cierto punto, absorbidas p o r el pensa
miento psicoanalítico; no obstante, no se captó su significado esen
cial. La diferenciación entre placer pregenital y placer genital fue el
punto de partida del desarrollo independiente de la econom ía sexual.
Sin ella, no podría sostenerse una sola frase de mi teoría. Su investi
gación correcta conduce automáticam ente, paso a paso, p o r el cam i
no que inevitablem ente hube de tom ar a fin de evitar el sacrificio de
mi labor.
C apítulo 4
EL DESARROLLO DE LA TEORÍA
DEL ORGASMO
P r im e r a s e x p e r ie n c ia s
81
«castrado». Era, sin duda, correcto. Pero no fue hasta hace pocos años
cuando comencé a prestar más atención y a com prender m ejor la
«sensación de vacío» genital en mis pacientes. C orresponde al retiro
de la energía biológica, de los genitales. E n aquel tiem po juzgué equi
vocadamente la actitud general del paciente. E ra un hom bre tran
quilo, plácido, «bueno»; hacía to d o lo que se le pedía. N u n ca se tu r
baba. D urante los tres años que d u ró el tratam iento, jam ás se enojó
ni hizo críticas. O sea, que de acuerdo con los conceptos de la época,
era un carácter «bien integrado», cabalmente «adaptado» y que tenía
un solo síntom a serio (neurosis m onosintom ática). Presenté el caso
al seminario técnico y fui felicitado p o r la correcta elucidación de la
escena prim aria traum ática. Su síntom a, la falta de erección, se expli
caba perfectam ente, en teoría. C om o el paciente era industrioso y
«adaptado a la realidad», a ninguno nos llamó la atención el hecho de
que justam ente su falta de em otividad, su total im perturbabilidad,
era el terreno caracterológico patológico donde podía subsistir su
impotencia erectiva. Mis colegas m ayores consideraron que mi tra
bajo analítico había sido correcto y com pleto. Pero al dejar la reunión
no me sentía satisfecho. Si to d o era com o debía ser, ¿por qué la im po
tencia no se resolvía? Era obvio que existía una laguna que ninguno
de nosotros había entendido. U nos meses más tarde lo di de alta, sin
curarlo, tom ando él mi decisión tan estoicam ente com o había tom a
do todo el resto. La consideración de ese caso grabó en m í el im por
tante concepto caráctero-analítico del «bloqueo emocional» (A ffe-
ktsperre). H abía tropezado yo con la im portante relación entre la
rígida estructura caracterológica prevaleciente h oy en día y la «iner
cia» genital.
En esa época, el tratam iento psicoanalítico había em pezado a re
querir más y más tiem po. C uando empecé a tratar a enfermos se con
sideraba largo un análisis de seis meses. E n 1923, un año era la du ra
ción mínima. P ro n to se dijo que dos o más años no estarían mal, que
las neurosis eran perturbaciones complicadas y serias. F reud había
publicado su fam osa H istoria de una neurosis infantil, basado en un
caso que analizó durante cinco años; es verdad que así había logra
do un cabal conocim iento del m undo infantil. Pero los psicoanalis
tas hacían de la necesidad una virtud. A braham sostenía que para
la com prensión de una depresión crónica se necesitaban años; que la
«técnica pasiva» era la única correcta. E ntre ellos, mis colegas b ro
meaban acerca de la tentación de do rm ir durante las horas de análisis;
82
I
83
y pude, p o r lo tanto, proseguir casi ingenuam ente con mí labor clíni
ca 7 mis investigaciones encaminadas a construir el edificio teórico
del psicoanálisis. Lo hice con la convicción de trabajar p o r Freud y
p o r el trabajo de su vida. C on relación a mi p ropia obra, no lamento
ni p o r un m om ento el sufrim iento que tal falta de confianza en mí
m ism o me acarreó más adelante. Esta actitud fue el prerrequisito in
dispensable de mis descubrim ientos posteriores.
C O M P L E M E N T A C IÓ N D E LA T E O R IA F R E U D IA N A
D E L A N E U R O S IS D E A N G U S T IA
84
tuales, en contraste con los de las psiconeurosis, especialmente de la
histeria y la neurosis obsesiva, no m anifestaban ningún contenido
psíquico. Los síntom as de estas últimas siempre tenían un conteni
do tangible y siempre, también, de naturaleza sexual Sólo que el con
cepto de sexualidad debía ser tom ado en un sentido amplio. E n el
núcleo de cada psiconeurosis estaba la fantasía incestuosa y el miedo
a la m utilación del genital. Eran, sin duda, ideas sexuales infantiles e
inconscientes las que se expresaban en el síntom a psiconeurótico.
Freud distinguió en form a precisa entre las neurosis actuales y las
psiconeurosis. Las psiconeurosis, com prensiblem ente, ocupaban el
centro del interés clínico del psicoanalista. Según Freud, el trata
miento de las neurosis actuales consistía en la eliminación de las.
prácticas sexuales dañinas, p o r ejemplo, la abstinencia sexual o el
coito interrum pido en las neurosis de angustia, y la masturbación
excesiva en la neurastenia. Las psiconeurosis, p o r otra parte, reque
rían tratam iento psicoanalítico. A pesar de esa clara distinción, Freud
admitía una relación entre ambas. Pensaba en la posibilidad de que
cada psiconeurosis se centrara alrededor de u n «núcleo neurótico-
actual». Esa brillante afirm ación, que F reu d nunca siguió, fue el
punto de partida de mi p ropia investigación de la angustia estásica.
E n la neurosis actual en el sentido freudiano, la energía biológica
está mal dirigida, encuentra bloqueado el acceso a la conciencia y la
motilidad. La angustia (Aktualangst) y los síntom as neurovegetati-
vos inm ediatos son, p o r así decirlo, excrecencias malignas que se
nutren de energía sexual no descargada. P ero, p o r otra parte, las ma
nifestaciones psíquicas peculiares de las histerias y neurosis obsesi
vas, tam bién parecen ser excrecencias biológicas malignas y sin sen
tido. ¿D e dónde obtienen su energía? Indudablem ente, del «núcleo
neurotónico-actual» de la energía sexual contenida. Esto, y ninguna
otra cosa, podía ser la fu e n te de la energía de las psiconeurosis. N in
guna o tra interpretació n estaría de acuerdo con la sugerencia de
Freud. La m ayoría de los psicoanalistas, em pero, se opuso a la teoría
freudiana de las neurosis actuales. Sostenían ellos que las neurosis
actuales no existían; que esas perturbaciones estaban también «psí
quicamente determ inadas»; que incluso en la llamada «angustia flo
tante» cabía señalar contenidos psíquicos inconscientes. El principal
defensor de ese p u n to de vista era Stekel. Al igual que los demás, no
pudo captar la diferencia fundam ental entre un afecto psicosomático
y u n contenido psíquico de un síntom a. E n otras palabras, se afirma
85
ba en general que cada clase de angustia y de trastorno nervioso tenía
un origen psíquico, y no somático, com o F reud lo había supuesto con
respecto a las neurosis actuales. F reud nunca solucionó esa contra
dicción, pero m antuvo hasta el fin su distinción entre los dos grupos
de neurosis. N o obstante, las afirmaciones generales acerca de la no
existencia de la neurosis de angustia, vi gran cantidad de tales casos
en la clínica psicoanalítica. Sin em bargo, los síntom as de las neurosis
actuales tenían, indudablem ente, una superestructura psíquica. Las
neurosis actuales puras son poco com unes. La distinción no era tan
clara com o lo había supuesto Freud. Estos problem as especializados
podrán parecer poco im portantes para el profano. Pero se verá que
involucraban cuestiones decisivas para la salud hum ana.
N o podía existir duda alguna: Las psiconeurosis tenían un núcleo
neurótico-actual, y las neurosis actuales tenían una superestructa psi-
coneurótica. ¿Tenía algún sentido distinguir entre ellas? ¿N o se trata
ba más bien de un asunto de diferencia cuantitativa?
M ientras la m ayoría de los analistas atribuía to d o al contenido
psíquico de los síntom as neuróticos, psicopatólogos destacados,
Jaspers, p o r ejemplo, sostenían que las interpretaciones psicológicas
del significado y, p o r lo tanto, el psicoanálisis, no estaban d entro del
campo de la ciencia natural. El «significado» de una actitud psíquica
o una acción, decían, podía com prenderse solam ente en térm inos de
filosofía y no de ciencia natural. La ciencia natural se ocupaba única
mente de cantidades y de energías, la filosofía de cualidades psíquicas',
y no había puente alguno desde lo cuantitativo a lo cualitativo. Se
trataba, en concreto, del problem a de si el psicoanálisis y su m étodo
pertenecían o no a la ciencia natural. E n otras palabras: ¿Esposible
una psicología científica en el sentido estricto de la palabra? ¿Puede el
psicoanálisis pretender ser tal psicología? ¿O es sólo una de las tantas
escuelas filosóficas? F reud no se ocupaba de esas cuestiones m eto d o
lógicas y continuaba publicando tranquilam ente sus observaciones
clínicas; le disgustaban las discusiones filosóficas. Pero yo tenía que
com batir contra esos argum entos, esgrim idos p o r antagonistas in-
comprensivos. Procuraban clasificarnos de místicos y así liquidar el
problema. Pero sabíamos que —p o r prim era vez en la historia de la
psicología— estábamos en el terreno de la ciencia natural. Q u ería
mos que se nos tom ara en serio. Y fue en las caldeadas controversias
sobre esos problem as donde se forjaron las armas filosas que más
tarde me perm itirían defender la causa de Freud. Si era cierto que
86
sólo la psicología experimental en el sentido de W undt era «ciencia¡
natural», ya que perm itía m edir cuantitativam ente las reacciones
humanas, entonces, pensaba yo, algo andaba mal en las ciencias n atu
rales. Porque W undt y sus discípulos nada sabían del hom bre en su
realidad viviente. L o clasificaban con arreglo al nú m ero de seg u n d o s:
necesarios para reaccionar a la palabra «perro». Lo siguen haciendo.
N osotros, en cambio, valorábamos a una persona según la m anera en
que m anejaba sus conflictos vitales y los m otivos determ inantes de
su conducta. Para mí, p o r detrás de ese argum ento asom aba la cues
tión, m ucho más im portante, de si sería posible llegar a form ular
concretam ente el concepto freudiano de u n a «energía psíquica», o
por lo menos subsum irlo en el concepto general de energía.
Los argum entos filosóficos no adm iten ser contradichos por los ■
hechos. El filósofo y fisiólogo vienes Allers rehusó considerar e l 1
problem a de la existencia de una vida psíquica inconsciente, basán
dose en que la suposición de un «inconsciente» era, «desde u n p u n to
de vista filosófico, un error a priori». Todavía h o y suelo oír objecio
nes similares. C uando dem uestro que ciertas sustancias p erfecta
mente esterilizadas pueden producir vida, se argum enta que el p o r
taobjeto estaba sucio, y, si parece haber vida, es «sólo una resultante!
del m ovim iento brow niano». Se prescinde del hecho de que es muy¡
fácil distinguir entre la suciedad del po rtao b jeto y los «biones», e !
igualmente fácil discrim inar el m ovim iento brow niano respecto de
los m ovim ientos vegetativos. En síntesis, la «ciencia objetiva» es un
problem a en sí misma.
En esa confusión, fui inesperadam ente ayudado p o r las observa-!
ciones clínicas diarias que efectué en los dos pacientes ya m enciona-i
dos. G radualm ente com probé que la intensidad de una idea depende ;
de la cantidad de la excitación somática con la cual está vinculada. Las :
emociones se originan en los instintos, en consecuencia, en la esfera[
somática. Las ideas, por otra parte, son indudablem ente algo «psíqui
co», no «somático». ¿Cuál es, entonces, la relación entre la idea «no'
somática» y la excitación somática? P or ejem plo, la idea del coito es¡
vivida y llena de fuerza si uno se encuentra en u n estado de plena'
excitación sexual. Sin embargo, durante cierto lapso después de la
gratificación sexual, esa idea no puede reproducirse vividamente, es
borrosa, descolorida y vaga. Precisamente ahí debe de estar escondido
el secreto de la interrelación entre la neurosis de angustia «fisiógena»
y la psiconeurosis «psicògena». El prim er paciente perdió tem pora
87
riam ente todos sus síntomas psíquicos obsesivos después de experi
m entar gratificación sexual; al retornar la excitación sexual, reapare
cieron y perduraron hasta la próxim a ocasión de gratificación. El
segundo paciente, p o r el contrario, exploró cuidadosam ente todo su
cam po psíquico, pero en él la excitación sexual estaba ausente; las
ideas inconscientes en que arraigaba su im potencia erectiva no ha
bían sido tocadas por el tratam iento.
Las observaciones tom aban forma. Empecé a com prender que una
idea dotada de una pequeña cantidad de energía era capaz de provocar
u n aum ento de la excitación. La excitación así provocada hacía a su
vez la idea vivida y potente. Si la excitación se calmaba, la idea también
cedía. Si, com o en el caso de la neurosis estásica, la idea del coito no
emerge a la conciencia debido a la inhibición moral, la excitación se
adhiere a otras ideas que están menos sujetas a censura. D e aquí llegué
a la conclusción siguiente: la neurosis estásica es una perturbación
somática causada p o r la excitación sexual desviada p o r la frustración.
N o obstante, sin una inhibición psíquica la energía sexual no puede
nunca encontrarse m al dirigida. Me sorprendí de que F reud hubiera
pasado ese hecho p o r alto. U na vez que la inhibición ha creado el es
tasis sexual, éste puede, a su vez, fácilmente aum entar la inhibición y
reactivar ideas infantiles, que entonces tom an el lugar de las normales.
Es decir, experiencias infantiles que en sí mismas no son patológicas,
pueden, debido a la inhibición actual, cargarse de u n exceso de energía
sexual. U na vez que eso ha sucedido, se tornan apremiantes; y dado
que se encuentran en conflicto con la organización psíquica adulta,
deben m antenerse reprimidas. Así, la psiconeurosis crónica con su
contenido sexual infantil se desarrolla sobre la base de una inhibición
sexual condicionada p o r las circunstancias presentes y es en aparien
cia «inofensiva» al comienzo. Tal es la naturaleza de la «regresión a los
mecanismos infantiles», de que habla Freud. Todos los casos que he
tratado presentaban ese mecanismo. Si la neurosis no se había desa
rrollado en la infancia, sino a una edad más tardía, p o r lo regular pudo
dem ostrarse que alguna inhibición «normal» o alguna dificultad de la
vida sexual habían motivado el estasis, y éste, a su vez, reactivado los
deseos incestuosos y las angustias sexuales infantiles.
La pregunta siguiente era: ¿Son «neuróticas» o «normales» la ac
titu d antisexual y la inhibición sexual que habitualm ente inician toda
neurosis crónica? N adie discutía este problem a. La inhibición sexual,
p o r ejem plo, de una m uchacha bien educada de la clase media, pare
cía ser considerada com o una cosa enteram ente natural. Yo pensaba
lo mismo o, m ejor dicho, no prestaba ninguna atención al problema.
Si una m uchacha joven, vivaz, desarrollaba una neurosis acompaña
da de angustia cardíaca u otros síntomas en el curso de u n m atrim o
nio poco satisfactorio, nadie preguntaba el motivo de la inhibición
que le im pedía alcanzar gratificación sexual a pesar de todo. Al pasar
el tiempo, desarrollará u n a histeria com pleta o una neurosis obsesiva.
La prim era causa de la neurosis era la inhibición moral; su fuerza
motriz, la energía sexual insatisfecha.
La solución de m uchos problem as se ramifica a partir de este pun
to. Existían, sin em bargo, obstáculos serios para em prender inmedia
ta y em peñosam ente su búsqueda. D urante siete años creí trabajar
como un freudiano. N adie suponía que esos interrogantes serían él
comienzo de una peligrosa amalgama de p u n to s de vista científicos
básicamente incom patibles.
La p o t e n c i a o r g á s t i c a
89
rico obedece a la falta de satisfacción genital, Así, la atención de Freud
fue dirigida hacia la etiología sexual de la histeria. Pero él eludió las
consecuencias plenas de esos enunciados. Lo que parece banal y sue
na a folclore. M i afirm ación es que to d o individuo que ha podido
preservar un tro zo de naturalidad sabe que sólo hay una cosa que
anda mal en los pacientes neuróticos: la fa lta de una satisfacción
sexual plena y repetida.
En lugar sim plem ente de investigar y confirm ar ese hecho, em
prendiendo la lucha p o r su reconocim iento, me encontré enredado
durante años en las teorías psicoanalíticas, que sólo me desviaron. La
mayoría de las teorías desarrolladas p o r los psicoanalistas después de
la publicación de E l yo y el ello, de Freud, tenía una única función:
hacerle olvidar al m undo lo que im plicaba la afirm ación de C harcot:
«En esos casos es siem pre una cuestión de genitalidad, siempre, siem
pre, siempre». Fíechos tales com o el que los órganos genitales del ser
humano no funcionan norm alm ente y que, p o r lo tanto, sea imposible
una satisfacción real para am bos sexos; de que eso sea el fundam ento
de toda la miseria psíquica existente; de que, más aún, conduzca a
significativas conclusiones en relación con el cáncer, to d o eso era
demasiado sencillo para ser reconocido. Veamos si estoy o no dando
rienda suelta a una exageración monom aníaca.
Los hechos siguientes fueron confirm ados una y otra vez tanto en
mi práctica privada com o en la clínica psicoanalítica y en el hospital
neuropsiquiátrico:
90
el prim er m om ento no presté atención al resto de los hom bres, que
en apariencia estaban genitalmente sanos p ero tenían otras neurosis.
Este descuidado enfoque clínico encuadraba perfectam ente en el mar
co del concepto psicoanalítico de la época, que consideraba que la
im potencia o la frigidez sólo eran «un síntom a entre tantos».
En noviem bre de 1922 leí ante la Sociedad Psicoanalítica una co
municación sobre «Limitaciones de la m em oria durante el análisis».
D espertó m ucho interés porque todos los terapeutas se torturaban
acerca de la regla fundam ental (la asociación libre) que los pacientes
no seguían, y sobre los recuerdos que los pacientes debían producir
y no ío hacían. C o n demasiada frecuencia la «escena prim aria» era
una reconstrucción arbitraria y poco convincente. Q uiero destacar
aquí que la form ulación de Freud respecto de la existencia de expe
riencias traum áticas entre uno y cuatro años no puede cuestionarse.
Por eso era m uy im portante estudiar los defectos del m étodo que
empleábamos para llegar hasta ellas.
En enero de 1923 com uniqué el caso de una m ujer de edad avan
zada que tenía u n tic en el diafragma y cuyo estado había m ejorado
desde que le fue posible masturbarse genitalm ente. M i inform e reci
bió la aprobación y asentimiento generales.
En octubre de 1923 leí un trabajo sobre «Introspección en un caso
de esquizofrenia». Este paciente tenía una intuición m u y clara del
mecanismo de sus delirios de persecución, y confirm ó el descubri
miento de Tausk sobre el papel del «aparató de influencia» genital.
En noviem bre de 1923, después de tres años de estudiar el tem a,;
leí mi prim er trabajo extenso sobre «La genitalidad desde el p u nto d e ,
vista del pronóstico y la terapéutica psicoanalíticos». M ientras estaba
hablando me di cuenta gradualmente de que la atm ósfera de la r e u - ;
nión se enfriaba poco a poco. Yo no hablaba mal y hasta entonces
siempre había tenido un auditorio atento. C u an d o term iné, u n silen
cio glacial reinaba en la sala. Después de una pausa com enzó la d is - :
cusión. M i afirm ación de que las perturbaciones genitales eran un
síntoma im portante y quizás el más im portante en la neurosis, era ;
errónea, decían. P eor aún, afirmaban, era mi aserto de que una valo
ración de la genitalidad proporcionaba criterios de pro n ó stico y tera
péutica. ¡Dos analistas declararon brutalm ente que conocían gran
cantidad de pacientes femeninos con vida sexual perfectam ente sana!
Parecían más alterados de lo que su habitual reserva científica habría
permitido esperar.
91
E n esa controversia comencé en desventaja. D ebía adm itirm e a mí
m ism o que entre mis pacientes masculinos había m uchos con una
genitalidad en apariencia no perturbada, aunque no ocurría lo mismo
entre los pacientes femeninos. Yo buscaba la fu e n te de la energía de
las neurosis, su núcleo somático. Este núcleo no podía ser otra cosa
que la energía sexual contenida. Pero no lograba im aginarm e cuál
podía ser la causa del estasis cuando la potencia se hallaba presente.
D os conceptos equivocados dom inaban al psicoanálisis de aquel
tiem po. Prim ero, se decía que un hom bre era «potente» cuando p o
día realizar el acto sexual y «muy potente» cuando era capaz de lle
varlo a cabo varias veces durante una noche. La pregunta: ¿cuántas
veces en una noche u n hom bre puede «hacerlo»?, es u n tópico favo
rito de conversación entre los hom bres de todos los m edios sociales.
R oheim , u n psicoanalista, llegó tan lejos com o a declarar que «exa
gerando un p o quito cabría decir que la m ujer obtiene real gratifica
ción únicam ente si después del acto sexual sufre una inflam ación
(del genital)».
El segundo concepto equivocado era la creencia de que u n im pul
so parcial — p o r ejemplo, el im pulso de chupar el pecho m aterno—
podía ser contenido p o r sí mismo, aislado de otros im pulsos. Este
concepto se usaba para explicar la existencia de síntom as neuróticos
en presencia de una «potencia completa», y correspondía al concepto
de las zonas erógenas independientes la una de la otra.
A dem ás, los psicoanalistas negaban mi afirm ación de que no
existen pacientes fem eninos genitalm ente sanos. U n a m ujer era co n
siderada genitalm ente sana cuando era capaz de u n orgasm o clitori-
diano. La diferenciación económ ico-sexual entre la excitación del
clítoris y la excitación vaginal era desconocida. E n sum a, nadie tenía
la m enor idea de la función natural del orgasmo. Q u ed ab a el dudoso
grupo de los hom bres genitalmente sanos que parecían invalidar mis
suposiciones relativas al papel que desem peñaba la genitalidad en el
pro n ó stico y la terapéutica. Porque no había ninguna duda: Si era
correcta m i suposición de que el trasto rn o de la genitalidad constituía
la fuente de la energía de los síntom as neuróticos, entonces no se
podría encontrar ni un caso de neurosis con una genitalidad no per
turbada.
E n ese caso, tuve la misma experiencia que muchas veces más tar
de al hacer descubrim ientos científicos. U n a serie de observaciones
clínicas conducían a una hipótesis general. Esta hipótesis tenía lagu-
92
ñas aquí y allá y era vulnerable a las que parecían ser objeciones sóli
das. Y los oponentes de uno rara vez pierden la oportunidad de seña
lar esas lagunas y las tom an com o base para rechazar todo. C om o D u
Teil dijo una vez: «La objetividad científica no es de este mundo, y
quizá de ninguno». Pero sin proponérselo, muchas veces mis críticos
me ayudaron, justam ente con sus argum entos basados en «razones
fundamentales». A sí sucedió en ese m om ento. La objeción de que
existían grandes cantidades de neuróticos genitalmente sanos me llevó
a investigar la «salud genital». Y aunque parezca increíble, es cierto:
un análisis exacto de la conducta genital más allá de afirmaciones va
gas tales como: «Me acosté con u n hom bre o una mujer», era estric-
tamente tabú en el psicoanálisis de aquella época.
C uanto más exactam ente hacía describir a mis pacientes su com
ducta y sensaciones durante el acto sexual, más firm e era mi convic
ción clínica de que todos ellos, sin excepción, sufrían de una gra
ve perturbación de la genitalidad. Ello era especialmente cierto en
los hom bres que más se jactaban de sus conquistas sexuales y so
bre cuántas veces en u n a noche «podían hacerlo». N o cabía duda:
eran erectivam ente m uy potentes; pero la eyaculación estaba acom
pañada de poco o ningún placer, o p eo r aún, de disgusto y sensacio
nes displacenteras. El análisis exhaustivo de las fantasías que acom
pañaban al acto, revelaba, en los h om bres sobre todo¿ actitudes
sádicas o de autosatisfacción, y angustia, reserva y mascúlinidad en
las mujeres. Para el así llam ado hom bre potente, el acto tenía el sig
nificado de conquistar, penetrar o violar a la mujer. Q uería demos
trar su potencia o ser adm irado p o r su resistencia erectiva. Su «po
tencia» podía ser fácilm ente destruida pon ien d o al descubierto sus
motivos. Servía para esconder graves perturbaciones de la erección
o la eyaculación. E n ninguno de esos casos ni siquiera existían hue
llas de conducta involuntaria o de pérdida de la vigilancia, durante
el acto.
A vanzando a tientas y m uy despacio, aprendí, poco a poco, a re
conocer las señales de la impotencia orgástica. Pasaron otros diez
años antes de que com prendiera el trastorno lo suficientemente bien
como para poder describirlo y elaborar una técnica para su elimi
nación.
El estudio de ese trasto rn o continúa siendo el problem a clínico
central de la econom ía sexual y se halla lejos de estar terminado. De
sempeña u n papel similar al que tuvo el complejo de Edipo en el psi
93
coanálisis. Q uien no lo com prenda cabalm ente no podrá ser conside
rado como un econom ista sexual. N o podrá com prender sus im pli
caciones ni sus consecuencias. N o com prenderá la distinción entre
lo sano y lo enfermo, ni la índole de la angustia de placer, ni la ín d o
le patológica del conflicto niño-padres, ni la base del infortunio m a
trimonial. Puede convertirse en u n reform ador sexual, pero nunca
podrá curar de verdad la miseria sexual. P odrá adm irar los experi
mentos con biones, incluso im itarlos, pero nunca le será posible
em prender una investigación económ ico-sexual de los procesos vita
les. N unca com prenderá los éxtasis religiosos, y, p o r cierto, que
tampoco el irracionalism o fascista. C o ntinuará creyendo en la antíte
sis de la naturaleza y la cultura, el instinto y la moral, la sexualidad y
el éxito. N o será capaz de resolver en ningún sentido u n solo pro b le
ma pedagógico. N unca captará la identidad de los procesos sexuales
y del proceso vital, y, en consecuencia, tam poco la teoría económ ico-
sexual del cáncer. C onsiderará sano lo que es enferm o y enferm o lo
que es sano. P o r fin interpretará erróneam ente el anhelo hum ano de
felicidad y pasará p o r alto el miedo hum ano a la felicidad. E n suma,
podrá ser cualquier cosa, pero no u n econom ista sexual. Porque el
hombre es la única especie biológica que ha destruido su propia fu n
ción sexual natural, y es eso lo que le enferma.
Presentaré la teoría del orgasm o del m odo en que se desarrolló,
o sea, histórica y no sistem áticamente. A sí se hará más evidente su
lógica interna. Se verá que ningún cerebro podría inventar estas in-
terrelaciones.
H asta 1923, el año en que nació la teoría del orgasm o, la sexología
y el psicoanálisis conocían únicam ente una potencia eyaculativa y
una potencia erectiva. Pero si no se incluyen los aspectos económ i
cos, vivenciales y energéticos, el concepto de potencia sexual no tiene
ningún significado. La potencia erectiva y la eyaculativa no son nada
más que los indispensables requisitos de la potencia orgdstica. La
potencia orgástica es la capacidad de abandonarse al flu ir de la ener
gía biológica sin ninguna inhibición, la capacidad para descargar com
pletam ente toda la excitación sexual contenida, mediante contraccio
nes placenteras involuntarias del cuerpo. N in g ú n individuo neurótico
posee potencia orgástica; el corolario de ese hecho es que la vasta
mayoría de los hum anos sufre una neurosis del carácter.
La intensidad del placer en el orgasmo (en el acto sexual libre de
angustia y displacer y no acom pañado de fantasías) depende de la
94
cantidad de tensión sexual concentrada en el genital; el placer es tanto
más intenso, tanto mayor, cuanto más vertical es la «caída» de la ex
citación.
La descripción siguiente del acto sexual orgásticam ente satisfac
torio se aplica sólo a ciertas fases y m odos de conducta típicos, b io
lógicamente determ inados. N o se tom an en consideración los preli
minares, que en general no presentan regularidad. M ás aún, debería
tenerse en cuenta el hecho de que los procesos bioeléctricos del or
gasmo todavía están inexplorados; p o r tal m otivo la descripción es
necesariamente incompleta.
Esquem a de las fases típicas d el acto sexual con poten cia orgástica,
en am bos sexos
95
1.”' La erección es placentera y no dolorosa com o en el caso del
priapism o («erección fría»), espasmo de la región pélvica o
del conducto espermático. El genital no está sobreexcitado,
com o ocurre después de períodos prolongados de abstinen
cia o en la eyaculación precoz. El genital de la m ujer se torna
hiperém ico y, p o r una amplia secreción de las glándulas geni
tales, se humedece de una m anera específica; esto es, cuando
el funcionam iento genital no se encuentra perturbado, la se
creción tiene propiedades químicas y físicas específicas que
faltan cuando la función genital está perturbada. U n im por
tante criterio de la potencia orgástica en el varón es el apremio
en penetrar. Pues puede haber erecciones sin ese aprem io; tal
es el caso, p o r ejemplo, en m uchos poderosos caracteres nar-
cisistas y en la satiriasis.
2. El hom bre es espontáneam ente amable, es decir, sin necesidad
de anular tendencias opuestas, com o, p o r ejemplo, impulsos
sádicos, con una suavidad forzada. Las desviaciones patológi
cas son: agresividad basada en im pulsos sádicos, com o en m u
chos neuróticos obsesivos con potencia erectiva; la inactividad
del carácter pasivo-fem enino. E n el «coito onanista» con un
objeto no amado, la amabilidad está ausente. La actividad de
la m ujer norm alm ente no difiere, en m odo alguno, de la del
hom bre. La ampliamente prevaleciente pasividad de la m ujer
es patológica y obedece, en la m ayoría de los casos, a fantasías
m asoquistas de ser violada.
3. La excitación placentera, que durante los prelim inares se ha
m antenido más o m enos al m ism o nivel, aum enta repentina
m ente — tanto en el hom bre com o en la m ujer— con la pe
netración del pene. Las sensaciones del hom bre «de ser absor
bido» corresponden a las de la m ujer de estar «absorbiendo el
pene».
4. E n el hom bre aum enta él apremio de penetrar m uy p ro fu n
dam ente; sin embargo, no reviste la form a sádica de querer
«traspasar» a la mujer, como ocurre en los caracteres obsesi
vos. C om o resultado de fricciones mutuas, lentas, espontáneas
y sin esfuerzo, la excitación se concentra en la superficie y el
96
glande del pene, y en las partes posteriores de la membrana
m ucosa vaginal. La sensación característica (véase el esquema
en la pág. 95) que precede a la eyaculación está aún com ple
tam ente ausente, al contrario de lo que sucede en los casos
de eyaculación precoz. El cuerpo está todavía menos excitado
que el genital. La conciencia está completamente concentrada
en la percepción de las sensaciones placenteras; el yo participa
en esta actividad en la m edida en que ésta intenta agotar todas
las posibilidades de placer y alcanzar u n máximo de tensión
antes de que ocurra el orgasm o. Es innecesario decir que eso
no se hace p o r la vía de la intención consciente, sino espontá
neam ente, y difiere en cada individuo según las experiencias
previas, p o r u n cam bio de posición, el tipo de fricción y el
ritm o, etc. Según el consenso de hom bres y mujeres potentes,
las sensaciones placenteras son tanto más intensas cuanto más
suaves y lentas son las fricciones y cuanto m ejor armonizan
entre sí los representantes de am bos sexos. Esto presupone ;
una notable capacidad de identificación con la pareja. El re
verso patológico es, p o r ejemplo, la necesidad de producir
fricciones violentas, com o ocurre en los caracteres obsesivos
sádicos con anestesia peneana e incapacidad eyaculativa, o la
prisa nerviosa de quienes padecen de eyaculación precoz. Los
individuos orgásticam ente potentes, nunca hablan o se ríen
durante el acto sexual — con excepción de algunas palabras de
ternura— . Tanto hablar com o reír, indican una perturbación
grave de la capacidad de entrega, que requiere una concentra
ción total en las sensaciones placenteras. Los hombres para
quienes la entrega significa ser «femeninos» están siempre or
gásticamente perturbados.
5. D urante esta fase la interrupción de la fricción es en sí misma
placentera, debido a las particulares sensaciones de placer que
aparecen en el descanso; la interrupción puede cumplirse sin
esfuerzo mental; prolonga el acto sexual. A l descansar, la ex
citación dism inuye u n poco, pero sin llegar a desaparecer por
com pleto, cosa que sucede en los casos patológicos. La inte
rrupción del acto sexual m ediante la retracción del pene no es
displacentera, siem pre que tenga lugar después de un período
de descanso. Si se continúa la fricción, la excitación aumenta
p o r encima del nivel previo a la interrupción y comienza a
97
propagarse más y más p o r todo el cuerpo, en tanto que la ex
citación del genital perm anece más o m enos al mism o nivel.
Finalmente, com o resultado de o tro aum ento, en general re
pentino, de la excitación genital, com ienza la segunda fase.
98
tribuye a intensificar el placer. Pero, en cambio, la interrupción o la
modificación voluntaria del curso de la excitación en la segunda fase
es perjudicial porque aquí el proceso ocurre en form a refleja.
99
■
’{
tera relajación corporal y psíquica: en general hay un gran í
deseo de dormir. Las relaciones sensuales dism inuyen; lo que
continúa es una actitud agradecida y tierna hacia el compa- g
ñero.
100
:• fantasías, p o r lo m enos las conscientes, no aparecen; el yo está total-
1 mente absorto en la percepción del placer. La capacidad de concen-
. trarse con la personalidad total en la vivencia del orgasmo, a pesar de
posibles conflictos, es un criterio adicional para juzgar la potencia or-
gástica.
Es difícil afirm ar si las fantasías inconscientes tam bién se encuen
tran ausentes. C iertos indicios lo hacen probable. Las fantasías que
no se puede perm itir que lleguen a la conciencia, sólo pueden ser per
turbadoras. E ntre las fantasías susceptibles de acom pañar el acto se
xual deben distinguirse aquellas que arm onizan con la experiencia
sexual real de aquellas que la contradicen. Si el com pañero puede
atraer hacia sí mism o todos los intereses sexuales, al menos por el
momento, el fantaseo inconsciente se to rn a innecesario; p o r su p ro
pia naturaleza, la fantasía se opone a la vivencia efectiva, porque
únicamente se fantasea sobre lo que no puede obtenerse en la reali
dad. H ay algo así com o una transferencia genuina desde el objeto
original a la pareja. Si la pareja corresponde en sus rasgos esenciales
al objeto de la fantasía, puede reem plazar a éste. Pero la situación es
diferente cuando la transferencia de los intereses sexuales tiene lugar
a pesar de que el com pañero no corresponde en sus rasgos funda
mentales al objeto de la fantasía; cuando tiene lugar únicamente ba
sado en una búsqueda neurótica del objeto original, sin capacidad
interior de establecer una transferencia genuina. E n tal caso, ninguna
ilusión puede desarraigar u n vago sentim iento de insinceridad en la
relación. Si bien en el caso de una transferencia genuina no hay una
reacción de desilusión después del acto sexual, en el otro caso es
inevitable; cabe suponer que la actividad de la fantasía inconsciente
durante el acto no estaba ausente, sino qué servía el propósito de
m antener la ilusión. E n el caso anterior, el com pañero tom ó el lugar
del objeto original, el cual perdió interés y, asimismo, el poder de
crear fantasías. C uando hay una transferencia genuina, no existe una
sobrestim ación de la pareja; aquellas características que están en de
sacuerdo con el objeto original son correctam ente valoradas y tolera
das. Inversam ente, en el caso de una falsa transferencia neurótica, hay
una idealización excesiva y predom inan las ilusiones; las cualidades
negativas no son percibidas y no se perm ite que la actividad de la
fantasía descanse, pues la ilusión podría perderse.
C uanto más debe trabajar la im aginación para obtener una equi
valencia de la pareja con el ideal, más pierde la experiencia sexual en
101
intensidad y valor económ ico-sexual. C óm o y hasta qué p u n to las
incompatibilidades — que se dan en cualquier relación de cierta dura
ción— dism inuyen la intensidad de la experiencia sexual, depende
enteramente de la naturaleza de esas incom patibilidades. Es tanto
más probable que conduzcan a un trasto rn o patológico cuanto más
fuerte sea la fijación en el objeto original, m ayor la incapacidad para
una transferencia genuina y más intenso el esfuerzo a realizarse a fin
de vencer la aversión hacia la pareja.
El e s t a s is s e x u a l : f u e n t e d e e n e r g í a d e l a s n e u r o s i s
102
suficiente para fundam entar la siguiente conclusión: La perturbación
de la genitalidad no es, como se supuso anteriorm ente, un síntom a
entre otros, sino el síntom a de la neurosis. Poco a poco, to d o com en
zaba a apuntar en una dirección: la neurosis no es m eram ente el re
sultado de una perturbación sexual en el sentido am plio de Freud;
antes bien, es el resultado de una perturbación genital, en el sentido
estricto de la impotencia orgástica.
Si también yo hubiera restringido el térm ino sexualidad al signifi
cado exclusivo de sexualidad genital, habría retornado al concepto
erróneo de la sexualidad antes de Freud: sexual es únicam ente lo geni
tal. En cambio, am pliando el concepto de función genital con el de
potencia orgástica, y definiéndolo en térm inos de energía, extendí aún
más las teorías psicoanalíticas de la sexualidad y la libido, siguiendo
las líneas de su propio desarrollo. H e aquí mi argum entación.
103
dad de descargar un m onto de energía sexual igual al acumu-.;
lado. L
5. La excitación sexual es incuestionablem ente u n proceso somá
tico; los conflictos neuróticos son de naturaleza psíquica. Un
conflicto leve, en sí mismo norm al, producirá una leve per
turbación del equilibrio de la energía sexual. Ese estasis leve
reforzará el conflicto; y éste, a su vez, el estasis. D e esa manera,
los conflictos psíquicos y el conflicto som ático se incremen
tan recíprocamente. El conflicto psíquico central es la relación
sexual niño-padres. Se encuentra presente en cada neurosis. Es
el material histórico vivencial que p roporciona el contenido de
la neurosis. Todas las fantasías neuróticas arrancan del afecto
sexual infantil p o r los padres. Pero el conflicto niño-padres
no podría producir una perturbación duradera del equilibrio
psíquico si no estuviera continuam ente alim entado p o r el es
tasis real que el conflicto mismo p ro d u jo originalmente. El
estasis sexual es, p o r lo tanto, el factor etiológico que — cons-
Psiconeurosis con
núcleo neurótico-estásico
(c)
Fantasía
incestuosa
(e) Inhibición
psiconeurótica
de la genitalidad
Inhibición
Fijación en ■(a) social de
los padres...' la genitalidad
104
3 tantem ente presente en la situación inmediata— provee a las
neurosis, no de su contenido, sino de su energía. El histórico
■: afecto patológico e incestuoso hacia los padres pierde su fuer-
¡ za cuando el estasis energético es eliminado de la situación
; inmediata; en otras palabras, cuando la gratificación orgástica
com pleta tiene lugar en el presente inm ediato. La patogeni-
cidad del complejo de Edipo, en consecuencia, depende de si
hay o no una descarga fisiológicamente adecuada de la energía
í sexual. D e esta m anera se entrelazan la neurosis actual (neuro
sis estásica) y la psiconeurosis, y no cabe afirm ar que la una es
í independiente de la otra.
6. La sexualidad pregenital (oral, anal, muscular, etc.) difiere
básicamente, en su dinámica, de la sexualidad genital. Si se
mantiene la conducta sexual no-genital, se perturba la función
genital. El estasis sexual resultante activa a su vez las fantasías
y la conducta pregenitales. Éstas, tal com o sé las encuentra en
i ! . ias neurosis y en las perversiones, son tanto la causa como el
resultado de la perturbación genital. (Éste es el com ienzo de la
distinción entre tendencias naturales [primarias] y secundarias
i que form ulé en 1936.) El descubrim iento de que la perturba
ción sexual general es u n resultado de la perturbación genital,
o sea, sim plem ente de la im potencia orgástica, fue el descubri
m iento más im portante en relación con la teoría del instinto
y la teoría de la cultura. La sexualidad genital, tal como yo la
com prendía, era una función desconocida y que no coinci
día con los conceptos corrientes acerca de la actividad sexual
hum ana; de la misma m anera, «sexual» y «genital» no son la
misma cosa. Tam poco significan lo mism o «genital» dentro de
la econom ía sexual y «genital» en el lenguaje común.
7. Además, un problem a que siem pre había preocupado a Freud
encontró una solución simple. Los trastornos psíquicos pre
sentan únicam ente «cualidades». N o obstante, se percibe por
doquier el llamado factor «cuantitativo», o sea, el poder y la
fu erza, la catexia energética de las experiencias y actividades
psíquicas. E n una reunión de su círculo íntim o, Freud nos
aconsejó ser previsores. D ebíam os estar preparados, dijo, para
ver surgir en cualquier m om ento u n rival peligroso de la psico
terapia de las neurosis, una organoterapia futura. N adie tenía
aún la m enor idea de cóm o sería, pero ya podían oírse detrás
105
de uno los pasos de sus representantes, dijo. El psicoanálisis
debería ser colocado sobre un basam ento orgánico. ¡Intuición
verdaderamente freudiana! C uando F reud habló así, en segui
da me percaté de que la solución del problem a de la cantidad
en las neurosis incluía, asimismo, la solución del problem a de
la organoterapia. El acceso al problem a sólo podía residir en el
tratam iento del estasis sexual fisiológico. Ya había em prendi
do yo ese camino. Pero hace sólo cinco años que los esfuerzos
p o r resolver el problem a dieron sus frutos en la formulación
de los principios básicos de la técnica caráctero-analítica de la
organoterapia. E ntre lo uno y lo o tro había quince años de tra
bajo arduo y difíciles pugnas.
106
go, ser una teoría del sexo, científica, que posee coherencia interna,
y de la cual diversos aspectos de la vida hum ana pueden esperar una
revivificación estimulante. Tal reivindicación hace im perativa una pre
sentación detallada de su estructura en todas sus ramificaciones. Ya
que el proceso vital es idéntico a los procesos sexuales — hecho ya
probado experim entalm ente— , la amplia ram ificación de la econo
mía sexual es una necesidad lógica. En todo lo vivien te opéra la ener
gía sexual vegetativa. Esta afirmación es peligrosa, justam ente p o r
que es sencilla y absolutam ente exacta. Para aplicarla con corrección,
es preciso evitar que se convierta en una trivialidad o una frase para
llamar la atención. Los seguidores de uno tienen la costum bre de
simplificar las cosas para sí mismos. Toman to d o lo que ha sido con
quistado m ediante el trabajo penoso y lo usan con el m en o r esfuerzo
posible. N o se tom an el trabajo de aplicar una y otra vez todas las
sutilezas metodológicas. Se vuelven tontos, y el problem a tam bién,
al mismo tiem po. Espero que lograré salvar de ese destino la econo
mía sexual.
107
I
C apítulo 5
EL DESARROLLO DE LA TÉCNICA
DEL ANÁLISIS DEL CARÁCTER
D if ic u l t a d e s y c o n t r a d ic c io n e s
109
tuaciones infantiles. La experiencia dem ostraba además que las resis
tencias, en general, se evadían; en parte p orque no se sabía reconocer
las, en parte porque se creía que las resistencias obstaculizaban la
labor psicoanalítica, y p o r ende era m ejor evitarlas. En consecuencia,
desde el prim er año de mis tareas com o d irector del sem inario, discu
timos exclusivamente situaciones de resistencia. Al principio nos
encontram os com pletam ente desorientados, pero en seguida com en
zamos a aprender m ucho.
El resultado más im portante del prim er año de sem inario fue el
com prender de m anera decisiva que, para la m ayoría de los analistas,
«transferencia» sólo significaba transferencia positiva y no transfe
rencia negativa; ello a pesar de que F reud había form ulado desde
hacía m ucho tiem po una distinción teórica de esa índole. Los ana
listas rehuían la posibilidad de aportar, oír, confirm ar o negar las
opiniones contrarias y las críticas molestas del paciente. E n pocas
palabras, uno se sentía personalm ente inseguro, lo cual era en gran
parte debido al m aterial sexual y a la propia falta de com prensión de
la naturaleza hum ana.
Más adelante se vio que la actitud hostil inconsciente del paciente
era lo que form aba la base de la estructura neurótica total. C ada in
terpretación del m aterial inconsciente rebotaba sobre el analista,
como resultado de esa hostilidad latente. E n consecuencia, era equi
vocado interpretar cualesquiera contenidos inconscientes antes de
traer a la luz y elim inar esas actitudes hostiles latentes. E n verdad,
ello estaba m uy de acuerdo con principios técnicos bien conocidos,
pero'era m enester llevarlo a la práctica.
El examen de problem as técnicos prácticos en el sem inario supri
mió muchas actitudes erróneas y cóm odas preferidas p o r los tera
peutas. P or ejemplo, la «espera». Esta actitud de «espera», en muchos
casos era sólo im potencia. Bien p ro n to decidim os condenar la cos
tum bre de sencillam ente culpar al enferm o cuando éste m ostraba
resistencias. Más de acuerdo con los principios psicoanalíticos era
tratar de com prender la resistencia y eliminarla p o r m edios analíti
cos. Por otra parte, era habitual, cuando parecía que el análisis se iba
agotando, fijar una fecha para su term inación. Para cierta fecha, el
paciente tenía que decidirse a «abandonar sus resistencias a fin de
curarse». Si no lo lograba, se le explicaba que tenía «resistencias insu
perables». E n aquella época nadie sospechaba el anclaje fisiológico de
las resistencias.
110
Fue necesario desechar u n conjunto de procedim ientos técnicos
defectuosos. C om o yo mismo había com etido idénticos errores du
rante casi cinco años y me habían costado serios fracasos, los conocía
bien y podía reconocerlos en los demás. U n o de ellos era la falta de
método para exam inar el material asociativo presentado p o r el pa
ciente. El material se interpretaba según el orden de «aparición», sin
tomar en cuenta la profundidad de su procedencia ni las resistencias
que obstaculizaban su cabal com prensión. A m enudo eso conducía a
situaciones grotescas. Los pacientes se percataban rápidam ente de las
expectaciones teóricas del analista y presentaban sus asociaciones
conforme a las mismas. Es decir, producían m aterial en beneficio del
analista. Si se trataba de caracteres astutos, más o m enos consciente
mente desviaban al analista, produciendo, p o r ejem plo, sueños tan
confusos que a nadie le era posible entenderlos. Se pasaba p o r alto el
hecho de que el problem a real era precisamente esa constante confu
sión de los sueños, y no su contenido. O bien, los pacientes p ro d u
cían símbolo tras símbolo. D escubrían prestam ente su significado
sexual, y m uy p ro n to eran capaces de manejar los conceptos. Podían,
por ejemplo, hablar del «complejo de Edipo» sin huella alguna de
emoción. Secretamente, no creían en la interpretación del material,
mientras que el analista por lo regular tom aba el m aterial al pie de la
letra. M uchas situaciones terapéuticas eran caóticas. N o había orden
en el material, el tratam iento carecía de estructura, y, en consecuencia,
ningún desarrollo progresaba o la m ayoría de los casos iban desapa
reciendo gradualm ente después de dos o tres años de tratam iento.
De vez en cuando ocurrían mejorías, pero nadie sabía p o r qué. Así,
llegamos a los conceptos del trabajo ordenado y sistemático con las
resistencias.
D urante el tratam iento, la neurosis se quiebra, p o r decir así, en
resistencias individuales, cada una de las cuales debe ser m antenida
aparte y eliminada p o r separado, procediendo siem pre a p a rtir de lo
más superficial, de aquello que está más cerca de la experiencia cons
ciente del enferm o. Tal procedim iento técnico no co nstituía una
novedad, sino una aplicación lógica de los conceptos de F reud. P re
vine yo contra todo intento de «convencer» al paciente de la exacti
tud de una interpretación. Si la resistencia específica co n tra u n im
pulso inconsciente es com prendida y eliminada, el paciente la capta
espontáneamente. La resistencia, debe recordarse, contiene el m is
mo impulso contra el cual es dirigida. Si el paciente reconoce el sig-
111
niñeado del mecanismo de defensa, y a se encuentra a p u n to de com
prender contra qué se está defendiendo. Pero eso exige sacar a lalrn
exacta y coherentem ente cada signo de desconfianza y rechazo del
analista p o r el paciente. N o había enferm o alguno que no sintiera
una honda desconfianza del tratam iento. D ifieren únicam ente en su |í
m anera de soslayarla. U na vez di una conferencia sobre u n caso que f i
ocultaba su desconfianza muy astutam ente bajo una excesiva ama- i
bilidad y conviniendo con todo. P o r detrás de esa desconfianza se '
escondía la verdadera fuente de la angustia. Así, él lo ofrecía todo¡ |
sin descubrir, em pero, sus agresiones. E n tal situación, mientras no |
expresara él su agresividad hacia mí, era necesario dejar pasar, sin |
interpretarlos, sus claros y definidos sueños de incesto con su ma- |
dre. Semejante procedim iento se hallaba en flagrante contradicción J.
con la práctica habitual de interpretar cada detalle de los sueños o 1
asociaciones, pero concordaba con los principios del análisis de las
resistencias. 'i
P ro n to me encontré envuelto en conflictos. C om o la práctica y la fj
teoría estaban en desacuerdo, era inevitable que m uchos analistas se J
turbaran. Se encontraron frente a la necesidad de adaptar su práctica i
a la teoría, esto es, de reaprender la técnica. Pues, sin darnos cuenta, i
habíam os descubierto la característica del individuo actual, que con- j
siste en desviar sus im pulsos sexuales y destructivos genuinos con ¿
actitudes forzadas y engañosas. La adaptación de la técnica a ese ca- í
rácter hipócrita del paciente condujo a consecuencias que nadie pre- i|
veía y que todos temían inconscientemente: se trataba de liberar real- ;
m ente la agresividad y la sexualidad de los pacientes. Era un asunto :
vinculado con la estructura personal del terapeuta, quien tiene que 4
tolerar y dirigir esas fuerzas. Sin em bargo, nosotros los analistas éra
mos hijos de nuestro tiem po. O perábam os con u n material que teó
ricam ente conocíam os bien, pero que en la práctica evadíamos, y con
el cual no deseábamos experimentar. N o s encontrábam os atados por
convencionalism os académicos formales. La situación analítica exi
gía, em pero, libertad respecto de los convencionalism os y una acti
tu d am pliam ente liberal frente a la sexualidad. La m eta real de la te
rapéutica, hacer al paciente capaz de orgasmo, no fue mencionada
durante esos prim eros años del seminario. Yo evitaba el tem a instin
tivam ente. A nadie le gustaba y despertaba anim osidad. Además, no
estaba yo m uy seguro de m í mismo. D e hecho, no era fácil entender
correctam ente las costum bres y peculiaridades sexuales de los pa-
112
cientes y al mism o tiem po m antener la dignidad social o profesional.
Por lo tanto, se prefería hablar de «fijaciones anales» o «deseos ora
les», y el animal era y seguía siendo intocable.
as- Sea como fuere, la situación no era fácil. D e una serie de observa
ciones clínicas había surgido una hipótesis sobre la terapia de las
neurosis. Para alcanzar en la práctica la finalidad terapéutica se re
quería una enorm e habilidad técnica. C uanto más frecuentemente
la experiencia clínica confirm aba el hecho de que el logro de la isatis-
facción genital lleva a una rápida curación de la neurosis, más dificul
tades eran presentadas p o r otros casos, en los cuales ello no era posi
ble, o sólo lo era parcialm ente. Tales casos constituían el estímulo
necesario para realizar u n estudio pro fu n d o de los obstáculos que se ;
oponían a la satisfacción genital. N o es fácil presentar sistemática
mente esta fase del trabajo. In ten taré p in tar el cuadro más vivido
posible de cóm o la teoría genital de la terapia de las neurosis se en
contró gradualm ente más y más entretejida con el desarrollo de la
técnica del análisis del carácter. E n pocos años se convirtieron en una
unidad indivisible. A m edida que la base del trabajo iba haciéndose
más clara y sólida, más se ahondaban las divergencias con los psico
analistas de la vieja escuela. D u ran te los prim eros dos años, las cosas
se desarrollaron suavemente. Pero después, la oposición de los cole
gas más antiguos com enzó a hacerse sentir. Simplemente, no podían
seguir; tem ían por su reputación de «autoridades experimentadas».
Enfrentados con nuestros nuevos descubrim ientos decían dos cosas:
«Eso es cosa vieja, lo encontrarán en Freud», o «Es falso». P or cierto,
a la larga era im posible negar el papel desem peñado p o r la satisfac
ción genital en la terapia de las neurosis; surgía de p o r sí en el examen
de cada caso. Tal cosa reforzaba mi posición, pero tam bién me p ro
curaba enemigos. La finalidad de «capacitar para la satisfacción geni
tal orgástica» determ inaba la técnica de la m anera siguiente: «Todos
los pacientes se encuentran genitalm ente perturbados. Deben tor
narse genitalm ente sanos. L o cual significa que debemos descubrir y
destruir todas las actitudes patológicas que im piden el establecimien
to de la potencia orgástica». E laborar una técnica de esa índole repre
senta la tarea de una generación de terapeutas analíticos. Porque los
obstáculos a la genitalidad eran innum erables e infinitamente diver
sos; estaban anclados tanto social com o psíquica y, lo que es más
im portante aún y sólo había de dem ostrarse m ucho más tarde, fisio
lógicamente.
El acento principal había que ponerlo en el estudio de las fijacio
nes pregenitales, los m odos anorm ales de gratificación sexual y los
obstáculos sociales a una vida sexual satisfactoria. Sin que fuera mi
intención, las cuestiones relativas al m atrim onio, la pubertad y las
inhibiciones sociales de la sexualidad, avanzaron lentam ente hasta
situarse en el prim er plano de las discusiones. Todo eso parecía en
cuadrar perfectam ente d entro del marco de la investigación psicoa-
nalítica. Mis colegas jóvenes m ostraban gran tesón y no ocultaban su
entusiasmo p o r el sem inario. Su conducta posterior, indigna de m é
dicos y científicos, en el m om ento de mi rom pim iento con la Socie
dad Psicoanalítica, no me perm ite, sin em bargo, pasar p o r alto su
meritoria labor en el seminario.
En 1923, Freud publicó E l yo y el ello. Su efecto inm ediato en la
práctica, donde constantem ente había que encarar las dificultades
sexuales de los pacientes, fue una gran confusión. N o se sabía qué
hacer con el «superyó» o los «sentimientos de culpa inconscientes»;
todo eso sólo eran form ulaciones teóricas vinculadas a hechos suma
mente oscuros. N o había ningún procedim iento técnico para tratar
estos últimos. U n o prefería ocuparse del miedo a la m asturbación o a
los sentimientos de culpa sexuales. E n 1920 se había publicado Más
allá del principio del placer, trabajo en el cual Freud, hipotéticamente
primero, colocaba el deseo de m uerte en un pie de igualdad con el
instinto sexual; más aún, le asignaba una energía instintiva provenien
te de un nivel todavía más profundo. Los analistas que no practicaban
y los que eran incapaces de com prender la teoría sexual, com enzaron
a aplicar la nueva «teoría del yo». Era un triste estado de cosas. En
lugar de la sexualidad se hablaba ahora del «eros». El superyó, que
había sido introducido a título de concepto teórico de la estructura
psíquica auxiliar, era usado p o r profesionales ineptos com o si fuera un
hecho clínico. El ello era «perverso»; el superyó se sentaba con su
larga barba y era «estricto»; y el pobre yo trataba de ser u n «interme
diario» entre ambos. Se reem plazó la investigación viva y fluente por
un recetario mecánico que hacía innecesario que se pensara más. Las
discusiones clínicas poco a poco fueron cediendo el lugar a la especu
lación. P ronto aparecieron intrusos que jamás habían hecho un análi
sis y pronunciaban altisonantes conferencias sobre el yo y el superyó,
o sobre esquizofrenias que jamás habían visto. L a sexualidad se con
virtió en una cáscara vacía, el concepto de la «libido» perdió todo suy
contenido sexual y se redujo a una frase hueca. Las comunicaciones^
114
■A
psicoanalíticas perdieron su seriedad y m ostraron cada vez más un
pathos que recordaba a los filósofos éticos. A lgunos escritores psico
analistas em pezaron a traducir la teoría de las neurosis a la jerga de la
«psicología del yo». La atmósfera se «limpiaba».
D e manera lenta y segura se depuró de las conquistas mismas que
caracterizaban la obra de Freud. La adaptación a u n m undo que hacía
poco tiem po había amenazado con aniquilar a los psicoanalistas y su
ciencia tuvo lugar m uy discretamente al principio. Todavía hablaban
ellos de sexualidad, pero era una sexualidad que había perdido su
auténtico significado. Com o al mismo tiem po habían conservado
algo del viejo espíritu de pionero, desarrollaron una mala conciencia
y com enzaron a usurpar mis nuevos descubrim ientos com o si fueran
antiguas adquisiciones del psicoanálisis, a fin de anularlas. E l elem en
to formal desplazaba al contenido; la organización se to rn ó más im
portante que la tarea. Era el principio del proceso de desintegración
que hasta ahora ha destruido todos los grandes m ovim ientos sociales
de la historia: lo mism o que la cristiandad prim itiva de Jesús se trans
formó en la Iglesia, la ciencia marxista en la dictadura fascista, así
también m uchos psicoanalistas se convirtieron en los peores enem i
gos de su propia causa.
El cisma dentro del movimiento era inevitable. H oy, después de
quince años, ese hecho es evidente para todos. N o lo com prendí con
claridad hasta 1934. Demasiado tarde. H asta ese m om ento había lu
chado, en contra de mi propia convicción, p o r mis propias teorías
dentro del marco de la Asociación Psicoanalítica Internacional, con
una absoluta sinceridad, en nom bre del psicoanálisis.
Alrededor de 1925, las rutas de la teoría psicoanalítica com enza
ron a separarse, cosa que no advirtieron en un principio sus exponen
tes, pero que h oy es suficientemente obvia. E n la m edida en que la
defensa de una causa pierde terreno, lo gana la intriga personal. Lo
que pretende ser interés científico empieza a ser realm ente política,
táctica y diplomacia. Es a la experiencia dolorosa de ese desarrollo
„ dentro de la A sociación Psicoanalítica Internacional, que tal vez deba
L el resultado más im portante de mis trabajos: el conocim iento del
? mecanismo de cualquier tipo de política.
y La presentación de esos hechos en m odo alguno está aquí fuera de
< lugar. M ostrará cóm o la evaluación crítica de esas manifestaciones
t» de decadencia dentro del movimiento psicoanalítico (tal com o la teo
ría del instinto de muerte) era un prerrequisito indispensable para la
irrupción en el dom inio de la vida vegetativa, que algunos años más
tarde lograría yo.
R eik había publicado su libro G estándniszwang u n d Strafbedür-
fn is (Compulsión de confesar y necesidad de castigo), en el cual se
daba vuelta a todo el concepto original de la neurosis. Pero lo peor fue
que el libro se recibió m uy bien. Reducida a sus térm inos más sim
ples, su innovación consistía en eliminar el concepto de que el niño
tem e el castigo p o r su com portam iento sexual. E n Más allá del prin
cipio del placer y El yo y el ello, Freud había supuesto la existencia de
una necesidad inconsciente de castigo; tal suposición tenía p o r objeto
explicar la resistencia a la curación. Al m ism o tiem po se introducía el
concepto del «instinto de muerte». F reud suponía que la sustancia
viva estaba gobernada p o r dos fuerzas instintivas opuestas: las fuer
zas de la vida, que identificaba con el instinto sexual (Eros), y el ins
tin to de m uerte (Thanatos). Según Freud, el «eros» despertaría a la
sustancia viviente rom piendo su equilibrio, que es similar la pasivi
dad de la materia inorgánica; crearía tensión, unificaría la vida en
unidades siem pre más grandes. Era vigoroso, turbulento y la causa
del tum ulto vital. Pero p o r detrás de él obraba el m udo y, sin embar
go, «m ucho más im portante» instinto de muerte: la tendencia a redu
cir lo viviente a lo sin vida, a la nada, al N irvana. C o n arreglo a ese
concepto, la vida no era realmente sino una perturbación del silencio
eterno, de la nada. E n la neurosis, p o r lo tanto, aquellas fuerzas posi
tivas de la vida o fuerzas sexuales se veían enfrentadas p o r el instinto
de m uerte. A unque el instinto de m uerte en sí mism o no podía ser
percibido — así se argumentaba—, sus manifestaciones eran dema
siado obvias para pasarlas por alto. Los individuos m ostraban cons
tantem ente sus tendencias autodestructivas; el instinto de m uerte se
m anifestaba a sí mismo en las tendencias masoquistas. Estas tenden
cias se encontraban en el fondo del inconsciente sentim iento de cul
pa, que podía bien llamarse necesidad de castigo. Los pacientes sim
plem ente no querían curarse debido a esa necesidad de castigo que se
encontraba satisfecha en la neurosis.
Fue sólo gracias a R eik que encontré verdaderam ente dónde
F reu d había com enzado a equivocarse. R eik exageraba y generali
zaba m uchos descubrim ientos correctos, com o puede ser el hecho de
que los criminales tienden a entregarse o de que para muchas personas
es u n alivio po d er confesar un crimen. H asta entonces se considera
ba que la neurosis era el resultado de u n conflicto entre la sexualidad
116
y el miedo al castigo. A h o ra com enzó a afirm arse que la neurosis era
un conflicto entre la sexualidad y la necesidad de castigo, o sea, lo
directam ente opuesto al m iedo del castigo p o r la conducta sexual.
Tal form ulación im plicaba una cabal liquidación de la teoría psico-
analítica de la neurosis. Se hallaba en contradicción total con toda
visión clínica. La observación clínica no dejaba duda alguna en
cuanto a la corrección del enunciado original de Freud: los pacien
tes habían llegado al sufrim iento com o resultado de su miedo al
castigo p o r su conducta sexual, y no a causa de un deseo de ser casti
gados por ella. Es cierto, m uchos pacientes desarrollaban secunda
riamente una actitud m asoquista de deseos de ser castigados, de
dañarse a sí m ism os o de adherirse a su neurosis. Pero todo eso era
un resultado secundario — una escapatoria— de las complicaciones
que les acarreaba la inhibición de su sexualidad. Indudablem ente, la
tarea del terapeuta consistía en elim inar esos deseos de castigo en lo
que eran, a saber, inform aciones neuróticas, y en liberar la sexua
lidad del paciente; y no en reafirm ar esas tendencias de autodestruc-
ción com o si fueran m anifestaciones de im pulsos biológicos p ro
fundos. Los adeptos del in stin to de m uerte — que crecieron tanto
en núm ero com o en solem nidad p o rq u e ahora podían hablar de
thanatos en lugar de sexualidad— atrib u y ero n la tendencia neuróti
ca de autodestrucción de u n organism o enferm o al instinto biológi
co prim ario de la sustancia viva. D e ello, el psicoanálisis jamás se ha
recuperado.
r Reik fue seguido p o r Alexander, que analizó a algunos criminales
y declaró que, casi siempre, el crim en está m otivado p o r un deseo
inconsciente de castigo. N o se preguntó cuál era el origen de una
conducta tan poco natural. N o m encionó las bases sociológicas del
crimen. Tales form ulaciones hicieron innecesaria cualquier elabora
ción adicional. Si la cura no se cumplía, podía culparse al instinto de
muerte. C uando las personas com etían un asesinato, era con el obje
to de que las encerraran en una prisión; cuando los niños robaban,
era para obtener alivio de una conciencia que los atormentaba. Me
maravilla h o y la energía que en esa época se gastaba en la discusión de
tales opiniones. Y sin em bargo, había tenido en su mente algo cuya
valoración merecía un esfuerzo considerable; lo señalaré más adelan
te. Pero la inercia prevalecía, y se perdía el trabajo de décadas. Más
tarde se dem ostró que la «reacción terapéutica negativa» de los pa
cientes no era otra cosa que el resultado de una incapacidad teórica y
117
técnica para establecer la potencia orgástica en el paciente, en otras
palabras, para tratar su angustia de placer.
U n día le expuse mis dificultades a Freud. Le pregunté si había
sido su intención introducir el instinto de m uerte com o una teoría
clínica. (El mism o había indicado que no se podía asir el instinto de
muerte en el trabajo diario con los enferm os.) F reud me tranquilizó
diciendo que «sólo era una hipótesis». C abía m uy bien dejarla de
lado; no alteraría los fundam entos del psicoanálisis en lo más m íni
mo. Bueno, había em prendido una especulación para efectuar un
cambio, dijo, y sabía m uy bien que se abusaba de sus especulaciones.
N o debía preocuparm e p o r ello y sí proseguir con mi labor clínica.
Me sentí aliviado pero tam bién decidido a tom ar una actitud firme,
en los diversos aspectos de mi trabajo, contra toda esa charla acerca
del instinto de m uerte.
Mi examen del libro de Reik y el artículo criticando la teoría de
Alexander aparecieron en 1927. E n el sem inario técnico poco se decía
sobre el instinto de m uerte com o explicación de los fracasos terapéu
ticos. Esas explicaciones eran innecesarias si las presentaciones clíni
cas eran correctas y exactas. Ocasionalmente, uno que otro teórico del
instinto de m uerte trataba de hacer oír su opinión. Yo me abstenía
cuidadosamente de cualquier ataque directo contra esa errónea doctri
na; el trabajo clínico mismo la invalidaría. C uanto más m inuciosam en
te se estudiaba el mecanismo de la neurosis, más seguros estábamos de
que íbamos a ganar. E n la A sociación Psicoanalítica, em pero, la equi
vocada interpretación de la teoría del yo florecía más y mejor. La
tensión siguió en aum ento. D e repente se descubrió que yo «era m uy
agresivo» o que «sólo me ocupaba de mi bobby» y sobrestim aba la
importancia de la genitalidad.
En el C ongreso Psicoanalítico de Salzburgo, en 1924, amplié mis
primeras form ulaciones respecto del significado terapéutico de la
genitalidad, introduciendo el concepto de «potencia orgástica». Mi
trabajo versaba sobre dos hechos fundam entales:
118
El trabajo fue u n éxito. A braham me felicitó p o r la satisfactoria
form ulación del factor económico de la neurosis.
Para establecer la potencia orgástica en el paciente no bastaba li
berar de las inhibiciones y represiones la excitación genital existente.
La energía sexual estí fijada en los síntomas. E n consecuencia, cada
disolución de un síntom a libera cierta cantidad de energía psíquica.
En aquel tiem po, los conceptos de «energía psíquica» y de «energía
sexual» no eran de ningún m odo idénticos. La cantidad de energía así
liberada se transfería espontáneam ente al sistem a genital: la potencia
mejoraba. Los pacientes se animaban a buscar una pareja, abandona
ban la continencia, o el contacto sexual se transform aba en una expe
riencia más plena. Sin embargo, la esperanza de que la liberación de
la energía respecto del síntom a condujera al establecim iento de la
función orgástica, se cumplía en pocos casos. U n examen atento de
mostró que, evidentem ente, sólo una cantidad insuficiente de energía
era liberada respecto de los puntos de fijación neuróticos. Es cierto
que los pacientes se desem barazaban de los síntom as, adquirían cier
ta capacidad de trabajo, pero con todo perm anecían bloqueados. Así
surgió de p o r sí la pregunta: ¿En qué otro sitio, fu era de los síntomas
neuróticos, se encuentra fijada la energía sexual? La pregunta era
nueva pero no trascendía del marco del psicoanálisis; p o r el contra
rio, sólo era una aplicación coherente de la m etodología analítica
acerca del síntom a. A l principio no pude encontrar la respuesta. Los
problem as clínicos y terapéuticos no pueden resolverse m editando:
su solución se encuentra en el curso de las tareas clínicas cotidianas.
Esto parecería valer para cualquier índole de trabajo científico. U na
form ulación correcta de los problem as que se originan en la práctica ;
conduce lógicam ente a otros que poco a poco se condensan en un
cuadro unitario del problem a en su totalidad.
La teoría psicoanalítica de las neurosis hacía p arecer plausible la
búsqueda de la energía faltante para el establecim iento de la p o ten - ;
cia orgástica, en lo no-genital, o sea, en las actividades pregenitales ,
infantiles y las fantasías. Si el interés sexual está dirigido en alto
grado hacia la succión, el pegar, ser m im ado, h ábitos anales, etc., í
se resiente la capacidad de experiencia genital. Eso confirm a la o p i
nión de que los im pulsos sexuales parciales n o fu ncionan indepen
dientem ente unos de otros, sino que form an u n a u n id a d — como
un líquido en tubos com unicantes— . Sólo puede existir una ener- ■
gía sexual uniform e, que busca satisfacción en las diversas zonas ■
¡'
119
. I
erógenas, y ligada a diferentes ideas. Ese concepto contradecía cier- 48
tos p u n to s de vista que precisam ente en esa época com enzaban a | ¡
florecer. Ferenczi había publicado una teoría de la genitalidad que í j
sostenía que la función genital se com ponía de excitaciones prege- ;f |
nitaíes: anales, orales y agresivas. Tales criterios se oponían a mi i
experiencia clínica, pues yo bailaba que cualquier m ezcla de excita- i
ción no-genital en el acto sexual o en la m asturbación, reducía la 5
potencia orgástica. U na mujer, por ejem plo, que inconscientemente 4
iguala la vagina con el ano, puede ten er m iedo de que se le escape un |
flato durante la excitación sexual y avergonzarse. Tal actitud es sus- ■
ceptible de paralizar to d a actividad vital norm al. U n hom bre, para
quien el pene tenga el significado inconsciente de cuchillo, o sea, j
algo con que dem ostrar su potencia, es incapaz de una entrega com
pleta durante el acto. H elene D eutsch publicó u n libro sobre las
funciones sexuales femeninas en el cual sostenía que para la mujer ,
la culm inación de la satisfacción sexual estaba en el parto. Según ella,
no había excitación vaginal prim aria, sino sólo una m ezcla de excita
ciones que se habían desplazado de la boca y el ano a la vagina. O tto
R ank, casi al mismo tiem po, publicó su libro E l traum a del naci
m iento, en el que afirm aba que el acto sexual correspondía a u n «re
torno al útero».
Yo m antenía m uy buenas relaciones con todos esos analistas y
estim aba sus opiniones, pero mi experiencia y mis conceptos se halla
ban en franco conflicto con los suyos. G radualm ente fue haciéndose
evidente que es u n error fu n d a m en ta l intentar una interpretación
psicológica del acto sexual, atribuirle u n significado psíquico como si
fuera un síntom a neurótico. Pero era precisam ente eso lo que los
psicoanalistas hacían. P or el contrario, toda idea surgida durante el
acto sexual tiene p o r único efecto estorbar la absorción total en la
excitación. M ás aún, las interpretaciones psicológicas de la genitali
dad constituyen una negación de la genitalidad com o función bioló
gica. A l integrar la genitalidad con excitaciones no-genitales, se niegn
su existencia. La función del orgasmo, sin em bargo, había revelado
la diferencia cualitativa entre la genitalidad y la pregenitalidad. Sólo
el aparato genital puede proporcionar el orgasmo y descargar comple
tam ente la energía sexual. La pregenitalidad, p o r otra parte, sólo
p uede aum entar las tensiones vegetativas. Inm ediatam ente se com
p rende la h o n d a grieta que así se abría en los conceptos psicoanalí-
ticos.
120
; Las conclusiones terapéuticas que dim anaban de esos conceptos
opuestos eran incom patibles. Si, p o r una parte, la excitación genital
no es nada más que una mezcla de excitaciones no-genitales, la tarea
terapéutica consistiría en desplazar el erotism o anal u oral al aparato
genital. Si, p o r o tra parte, mis p untos de vista eran correctos, la
excitación genital debía ser liberada de su mezcla con las excitaciones
pregenitales y, p o r decir así, «cristalizada».
Los escritos de F reud no proporcionaban clave alguna para la so
lución del problema. El creía que el desarrollo libidinal del niño progre
sa de la fase oral a la anal y de allí, a la fúlica. La fase fálica se atribuyó
a ambos sexos; el erotism o fálico de la niña se manifestaba en el clito
ris; y el del niño, en el pene. Sólo en la pubertad, decía Freud, todas
las excitaciones sexuales infantiles se sometían a la «primacía de lo ge
nital». Lo genital «pénese ahora al servicio de la procreación». Durante
los prim eros años no me di cuenta de que esa formulación involucraba
la antigua identificación de la genitalidad con la procreación, de acuer
do con la cual el placer sexual era considerado una función de la pro
creación. Ese descuido me fue señalado p o r un psicoanalista de Berlín
en un m om ento en que la grieta era ya evidente. Mi conexión con la
Asociación Psicoanalítica Internacional había sido posible a pesar de
mi teoría de la genitalidad p orque yo seguía refiriéndom e a Freud. Al
obrar así com etí una injusticia para con mi propia teoría y dificulté a
mis colaboradores la separación del organism o psicoanalítico.
H oy, tales opiniones parecen im posibles. Sólo puedo maravillar
me del ahínco con que se discutía entonces el problem a de si había o
no una función genital prim aria. N adie sospechaba el fundamento
social de semejante ingenuidad científica. El desarrollo ulterior de la
teoría de la genitalidad lo hizo evidente.
E c o n o m ía sex u a l d e l a a n g u s t ia
121
ticas, ese problem a exigía una explicación. La angustia estásica
(Stauungsangst) era excitación sexual no descargada. Para poder trans
formarla de nuevo en excitación sexual era necesario conocer cóm o
se había operado la prim era conversión en angustia.
En 1924 traté en la clínica psicoanalítica a dos mujeres que sufrían
de neurosis cardíaca. E n ellas, cada vez que se manifestaba una excita
ción genital dism inuía la angustia cardíaca. E n uno de los casos cabía
observar durante semanas la alternancia entre la angustia cardíaca y
la excitación genital. C ada inhibición de la excitación vaginal tenía
por efecto inm ediato opresión y angustia «en la región del corazón».
Esta observación confirm aba adm irablem ente el concepto original
de Freud sobre la relación entre libido y angustia. Pero dem ostraba
algo más: perm itía localizar la sede de la sensación de angustia: era la
región cardíaca y la diafragmática. La otra paciente m ostraba una re
lación similar, pero además tenía urticaria. C uando la paciente no
osaba perm itirse la m anifestación de su excitación vaginal, aparecía,
ya fuera la angustia cardíaca o grandes placas urticantes en diversos
lugares. O bviam ente, la excitación sexual y la angustia tenían algo
que hacer con las funciones del sistema nervioso vegetativo. P o r lo
tanto, la form ulación originaria de F reud debía corregirse de la m a
nera siguiente: N o hay conversión de la excitación sexual en angustia.
La misma excitación que aparece en el genital como placer; se m ani
fiesta como angustia si estimula el sistema cardiovascular. Es decir, que
.en el últim o caso aparece com o exactam ente lo opuesto al placer. El
sistema vasovegetativo funcionará en u n m om ento dado en dirección
de la excitación sexual, y en otro, cuando la últim a esté inhibida, en
dirección de la angustia. E sto dem ostró ser una reflexión atinada.
Me condujo directam ente a mi concepto presente: la sexualidad y la
angustia representan dos direcciones opuestas de la excitación vegeta
tiva. Me llevó otros diez años establecer el carácter bioeléctrico de
esos procesos.
Freud nunca había m encionado el sistem a vegetativo en relación
con su teoría de la angustia. N o dudé p o r u n m om ento que aprobaría
esta ampliación de su teoría. Sin em bargo, cuando más tarde, en 1926,
le presenté mi concepto durante una reunión efectuada en su casa,
rechazó la relación entre angustia y sistema vasovegetativo. Jamás
com prendí p or qué.
Cada vez fue más notorio que la sobrecarga del sistem a vasove
getativo por la energía sexual sin descargar es el mecanismo funda
122
mental de la angustia y, p o r ende, de la neurosis. C ada caso nuevo
confirm aba las observaciones anteriores. La angustia siem pre se
desarrolla, razonaba yo, cuando el sistema vegetativo se halla sobres-
timulado de una manera específica. La angustia cardíaca se presenta
en condiciones tan diversas com o la angina de pecho, el asma b ro n
quial, la intoxicación por la nicotina y el hipertiroidism o. E n otras
palabras, la angustia se desarrolla siem pre cuando algún estím ulo
anormal actúa sobre el sistema cardíaco. D e esa m anera, la angustia
estásica sobre una base sexual encuadra enteram ente den tro del p ro
blema general de la angustia. A sí como en otros casos el corazón es
estimulado p o r la nicotina u otras sustancias tóxicas, en este caso se
ve estimulado p o r energía sexual no descargada. La cuestión sobre la
naturaleza de tal sobrestim ación seguía sin resolverse. P o r aquel en
tonces, todavía no conocía yo cuál era el papel antagónico que de
sempeñaban aquí el simpático y el parasim pático.
Para mi pun to de vista clínico, había una diferencia entre la angus
tia, por u n lado, y el miedo (Befürchtung) o anticipación angustiosa
(Erwartungsangst), p o r el otro. «Tengo m iedo de que me azoten, me
castiguen o me castren», es de alguna m anera diferente de la «angus
tia» experim entada en el m om ento del peligro real. El m iedo o anti
cipación angustiosa se convierte en angustia afectiva sólo si va acom
pañado p o r un estasis de excitación en el sistema autónom o. C recido
número de pacientes tenían «angustia de castración» sin afecto de
angustia alguno. Y, p o r otra parte, había afectos de angustia incluso
en ausencia de toda idea de peligro, como, p o r ejemplo, en los indivi
duos que vivían en abstinencia sexual.
H abía que distinguir, p o r un lado, la angustia resultante de la ex
citación contenida (angustia estásica), y la angustia com o causa de la
represión sexual. La prim era dom inaba en las neurosis estásicas (neu
rosis actuales de Freud) y la segunda, en las psiconeurosis. Pero am
bos tipos de angustia operaban sim ultáneam ente en cualquiera de los
dos casos. Prim ero, el miedo al castigo o al ostracism o social causa la
contención de la excitación. Esta excitación se desplaza entonces
desde el sistema genitosensorial hacia el sistem a cardíaco y produce
allí una angustia estásica. La angustia experim entada en el te rro r tam
bién puede no ser otra cosa que energía sexual que de repente se ve
contenida en el sistema cardíaco. Para p ro d u cir anticipación angus
tiosa es suficiente una pequeña cantidad de angustia estásica. Basta
una imagen vivida de una situación que po d ría resultar peligrosa,
123
para hacerla aparecer. P or así decirlo, al im aginar una situación peli
grosa se la anticipa somáticamente. Eso concordaba con la anterioi
consideración de que la fuerza de una idea, sea de placer o de angus
tia, está determ inada p o r la cantidad real de excitación operante den
tro del cuerpo. A la idea o anticipación de una situación de peligro, el
organism o se com porta com o si ésa ya estuviera presente. Es posibli
que p o r lo general el proceso de la imaginación se base sobre estas
reacciones del organismo. D urante esos años trabajé en la primera
edición de este libro, donde ya examinaba en form a especial todos
esos temas.
E n el oto ñ o de 1926 apareció el libro de F reud Inhibición, sínto
m a y angustia. E n él, muchas de sus form ulaciones originales relati
vas a la angustia real (Aktualangst) fueron abandonadas. La angustia
neurótica era ahora definida como una «señal del yo»: el yo reacciona
ante u n peligro que lo am enaza desde u n im pulso reprim ido, del
m ism o m odo que reacciona frente a un peligro externo real. Freud
decía ahora que no cabía establecer una relación entre la angustia real
y la angustia neurótica. Era una situación deplorable, pero... él term i
naba sus consideraciones sobre el tema con un non liquet. La angus
tia ya no se consideraba un resultado de la represión sexual, sino su
causa. La pregunta en qué consiste la angustia había «perdido su in
terés» y el concepto de la conversión de la libido en angustia «ya no
era im portante». F reud pasaba p o r alto el hecho de que la angustia
— un fenóm eno biológico— no puede manifestarse en el yo si antes
no tiene lugar un proceso preparatorio en los estratos biológicos
profundos.
Eso fue un duro golpe para mi trabajo sobre el problem a de la
angustia, p o rq u e había conseguido resolverlo, en gran medida, vien
do en ella un resultado de la represión, p o r una parte, y u n a causa de
represión, p o r la otra. A p artir de ese m om ento se hizo todavía más
difícil defender el concepto de la angustia com o resultado del estasis
sexual. N aturalm ente, la fórm ula de Freud tenía m ucho peso; no era
precisam ente fácil m antener una opinión diferente de la suya, y con
más razó n sobre problem as fundamentales. E n la prim era edición
alem ana de este libro yo había vencido esa dificultad con una insig
nificante nota al pie de página. La opinión unánim e afirm aba que
la angustia era la causa de la represión sexual. Yo sostenía que la an
gustia era tam bién un resultado del estasis sexual. A hora, F reud lo
refutaba.
124
l'i’SLa grieta se profundizó con rapidez y en form a inquietante. Yo
estaba convencido de que la actitud antisexualista de los psicoanalis
tas capitalizaría las nuevas form ulaciones de F reud y exageraría, con
virtiendo en grotescas form ulaciones positivas lo que en Freud no
había pasado de ser u n m ero error. Desgraciadamente, tuve razón.
Desde la publicación de Inhibición, síntom a y angustia, no existe nin
guna teoría psicoanalítica de la angustia que concuerde con los hechos
clínicos. También estaba yo íntim am ente persuadido de lo correcto
de mi ampliación del concepto original de F reud sobre la angustia. El
hecho de que yo me aproxim ara cada vez más a su base fisiológica era
por un lado satisfactorio, pero p o r o tro significaba una acentuación
del conflicto.
. En mi trabajo clínico el proceso de conversión de la angustia
estásica en excitación genital ad q u irió im portancia progresiva.
Allí donde era posible lograr que se diera dicho proceso, se conse
guían buenos y duraderos resultados terapéuticos. Sin embargo, no
logré en todos los casos liberar la angustia cardíaca y hacerla alternar
con la excitación genital. Se planteaba entonces la siguiente pregun
ta: ¿ Q ué es lo que im pide que la excitación biológica, una v e z inhi
bida la excitación genital, se m anifieste como angustia cardíaca?
¿Por qué la angustia estásica no aparece en todos los casos de psico-
neurosis?
Tam bién aquí las prim eras form ulaciones psicoanalíticas vinie
ron en mi ayuda. F reud había d em ostrado que, en las neurosis, la
angustia de alguna m anera queda fijada. El paciente escapa a la an
gustia, p o r ejem plo, p ro d u cien d o u n síntom a obsesivo. Si se altera
tal funcionam iento de la obsesión, en seguida surge la angustia.
Sin em bargo, no siem pre ocu rre así. M uchos casos de neurosis
obsesivas persistentes, o de depresión crónica, no podían alterarse
de esta m anera. D e algún m odo eran inaccesibles. La dificultad era
particularm ente n o to ria en los caracteres obsesivos afectivamen
te bloqueados (A ffektgesperrt). Esos p roporcionaban m ultitud de
asociaciones libres, pero sin huella de afecto. Todos los esfuerzos
terapéuticos rebotaban, p o r decir así, contra «una pared gruesa y
dura». Los pacientes estaban «acorazados» contra cualquier ata
que. N o había técnica conocida en to d a la literatura analítica que
pudiera p erfo rar esa endurecida superficie. Era el carácter en su
totalidad lo que resistía. A sí, había yo llegado al com ienzo del
análisis del carácter. E videntem ente, la coraza caracterológica era
125
el mecanismo que fijaba la energía. E ra tam bién el m ecanism o que
hizo negar a tantos psicoanalistas la existencia de la angustia es-
tásica.
La c o ra z a c a ra c te ro ló g ic a y lo s e s tra to s
O CAPAS D I N Á M I C O S D E L O S M E C A N I S M O S D E D E F E N S A
126
Esquema: Estructura de la coraza caracterológica resultante del juego
recíproco de las fuerzas dinámicas
127
ceptos económico-sexuales del aparato psíquico no son psicológicos, 1
sino biológicos.
Para la labor clínica, la diferenciación entre lo «reprim ido» y lo •
«susceptible de volverse consciente» era de im portancia primordial,
así com o tam bién la de las fases de desarrollo de la sexualidad infan
til. C o n esto se podía trabajar. En cambio, no cabía trabajar con el
ello, que no era tangible, ni con el superyó, que sólo era una interpre
tación. Y tam poco era factible hacerlo con el inconsciente en el sen
tido estricto, porque, como Freud lo puntualizó correctam ente, no
se lo conoce sino a través de sus derivados conscientes. (Para Freud,
el inconsciente nunca fue más que «un supuesto indispensable».)
Prácticam ente tangibles eran las m anifestaciones pregenitales y las
diversas form as de defensa moral o angustiosa. G ran parte de esa
confusión obedecía al hecho de que los psicoanalistas no discrimina
ban entre teoría, interpretaciones hipotéticas y hechos prácticamente
visibles y modificables, y a su creencia de que estaban trabajando
directam ente con el inconsciente. Estos errores o bstruyeron el cami
no hacia la exploración de la naturaleza vegetativa del ello y, en con
secuencia, el acceso a las bases biológicas de la actividad psíquica.
128
mente aparecía el od io, más patentes se hacían las manifestaciones de
angustia. Por fin, el o d io cedió el lugar a la nueva angustia. Ese odio no
representaba en form a alguna la agresividad infantil originaria, sino que
pertenecía a una época más reciente. La angustia liberada era una defensa
contra un estrato m ás p rofu n do de odio destructor. El primero había
obtenido satisfacción en el desprecio y el ridículo; la actitud destructiva
más profunda se com ponía de im pulsos asesinos contra el padre. Se ex
presó en sentim ientos y fantasías cuando el m iedo a ella (D estruktion-
sangst) fue elim inado. Esta actitud destructiva era, por lo tanto, el ele
mento reprim ido sujetado por la angustia. Pero a l mismo tiem po era
idéntico al m iedo a la destrucción. Por eso no podía manifestarse sin crear
miedo, y el m iedo de la destrucción no podía aparecer sin descubrir
simultáneam ente la agresión destructiva. D e esta manera se reveló la
iden tidad fu n cion al antitética de la defensa y lo reprimido. C om o fue
publicado unos och o años después, el caso está representado en el esque
ma que se encuentra en la página 130.
La tendencia destructiva hacia el padre era, a su vez, una protección
contra la destrucción por el padre. C uando descubrí su función protec-
■ tora, apareció la angustia genital. E sto es, las tendencias destructoras
contra el padre tenían por función proteger al paciente contra la castra
ción por el padre. El m iedo a la castración, que estaba soslayado por el
odio destructivo al padre, era en sí m ism o una defensa contra un estrato
más profundo aún de agresión destructiva, a saber: de la tendencia a cas
trar al padre y así desembarazarse de él com o rival respecto de la madre.
El segundo estrato de destructividad era só lo destructivo; el tercero era
destructivo con una connotación sexual. Estaba frenado por el m iedo a
la castración, pero tam bién defendía contra un hondo e intenso estrato
de actitud fem enina pasiva, amorosa, hacia el padre. Ser fem enino frente
al padre significa estar castrado, no tener pene. Por tal m otivo, el niñito
tiene'que protegerse a sí m ism o de ese amor mediante-una-fuerte-agresi--
vidad destructora contra el padre. Era mi paciente, por lo tanto, un pe
queño hom bre sano que se estaba defendiendo a sí m ism o. Y ese peque
ño hom bre deseaba a su madre m uy intensam ente. C uando su feminidad
— que había sido superficialm ente reconocible en su carácter— se disol
vió, su deseo genital incestuoso pasó a primer plano y con él volvió la
com pleta excitabilidad genital. Por primera vez fue efectivamente poten
te, aunque no todavía orgásticam ente potente.
Fue ésa la prim era vez que se efectuó con éxito un sistemático y
ordenado análisis de la resistencia y del carácter, estrato por estrato .2
2. Para una exposición detallada de ese caso, véase Análisis del carácter.
129
. Conducta externa: rasgos
del carácter, síntoma,
tendencia secundaria,
trabajo reactivo
Defensa
inconsciente -
Instinto
reprimido -
Escisión y desarrollo
de la antítesis
(contradicción
interna)
130
A Amabilidad; impotencia;
ascetismo; estados de angustia
Miedo a la pérdida de amor
y protección
S a
Ridículo; desconfianza
Miedo a la autoridad;
sentimiento de inferioridad
«IA
Agresión contra la autoridad
Miedo a la agresión
S A Actitud pasivo-femenina
hacia el padre; erotismo anal
Miedo a ser una hembra,
o sea, un ser castrado
131
El concepto de «estratificación de la coraza» (Panzerschichtmgj
abrió m uchas posibilidades al trabajo clínico. Las fuerzas y las con
tradicciones psíquicas ya no se presentaban com o u n caos, sino como>
una entidad histórica y estructuralm ente com prensible. La neurosis
de cada paciente revelaba una estructura específica. La estructura de,
la neurosis correspondía al desarrollo. A quello que había sido repri-;
m ido más tarde en la infancia, se encontraba más próxim o a la super
ficie. Sin em bargo, si las prim eras fijaciones infantiles abarcaban
conflictos más tardíos, podían ser dinám icam ente profundas y su
perficiales. P o r ejemplo, la fijación oral de una m ujer al marido, deri
vada de una fijación profunda al pecho m aterno, podía pertenecer a
los estratos más superficiales del carácter si ella debía frenar su an
gustia genital hacia el marido. La defensa del yo — desde el punto de
vista energético— no es en sí misma nada más que u n im pulso repri
m ido en función defensiva. Esto vale respecto de todas las actitudes
m orales del hom bre actual.
E n general, la estructura de las neurosis correspondía al desarro
llo, pero en orden inverso. La «unidad funcional antitética del instin
to y de la defensa» perm itían com prender sim ultáneam ente la viven
cia actual y la infantil. Ya no había una antítesis entre lo histórico y lo
contem poráneo. El m undo vivencial del pasado vivía en el presente
en fo rm a de actitudes caracterológicas. Una persona es la suma total
fu ncional de sus vivencias pasadas. Estas afirmaciones pueden pare
cer académicas, pero son absolutam ente decisivas para comprender
la alteración de la estructura individual.
Esa estructura no era un esquema que yo im ponía a los pacientes.
La lógica con la cual u n análisis correcto de las resistencias revelaba y
eliminaba estrato tras estrato de los mecanismos de defensa, me de
m ostró que esa estratificación existía objetiva e independientemente.
Los estratos del carácter son com parables a los estratos geológicos o
arqueológicos, que, análogamente, son historia solidificada. U n con
flicto que estuvo activo en cierta época de la vida, deja sus huellas en
el carácter en form a de una rigidez. Funciona autom áticam ente y es
difícil de eliminar. El paciente no la siente com o algo extraño a sí
m ism o, sino, a m enudo, como algo rígido e inflexible o como una
pérdida o dism inución de la espontaneidad.
C ada uno de esos estratos de la estructura del carácter es u n trozo
de historia viva que está conservado en otra fo rm a y continúa activo.
Se dem ostró que aflojando esos estratos los viejos conflictos podían
132
:—más o m enos fácilmente— ser reavivados. Si los estratos eran m uy
numerosos y funcionaban autom áticam ente, si form aban una unidad
compacta en la cual era difícil penetrar, semejaban una «coraza» ro
deando al organism o vivo. Esa coraza podía ser superficial o pro fu n
da, blanda com o una esponja o dura como el acero. E n cada caso, su
función era proteger contra el displacer. Pero el organismo pagaba
por tal protección perdiendo gran parte de su capacidad de placer.
Los conflictos del pasado eran los contenidos latentes de esa coraza.
La energía que la m antenía unificada consistía principalm ente en
destructividad fijada. Eso lo dem ostraba el hecho de que la destruc
tividad se liberaba tan p ro n to com o la coraza comenzaba, a resque
brajarse. ¿De dónde procedía esa agresividad destructiva y llena de
odio? ¿Cuál era su función? ¿Era prim aria, es decir, destructividad
.biológica? N ecesité m uchos años para resolver estos problemas.
D escubrí que las personas reaccionaban con odio intenso a cual
quier intención de perturbar el equilibrio neurótico, mantenido por su
coraza. Esa inevitable reacción se manifestó com o el m ayor obstáculo
en el camino de la investigación de la estructura caracterológica. La
destructividad propiam ente dicha nunca se liberaba. Siempre estaba
cubierta por actitudes caracterológicas opuestas. C uando las situacio
nes de la vida exigían realmente agresión, acción, decisión, adoptar
una actitud, surgía en cam bio consideración, amabilidad, sujeción,
falsa modestia: en pocas palabras, toda suerte de rasgos caracteroló-
gicos que gozan de gran estima com o virtudes humanas. Sin embargo,
era incuestionable que paralizaban toda acción racional, todo impulso
activo y v ivo del individuo.
Y si a veces aparecía cierta agresividad, ésta era confusa, carente de
propósito y parecía soslayar un hondo sentim iento de inseguridad o
un egotismo patológico. E n otras palabras, se trataba de una agresivi
dad patológica, no de una agresividad sana y racionalm ente dirigida.
Poco a poco comencé a entender el odio latente que nunca falta en
los enfermos. Si uno no se dejaba engañar p o r las asociaciones que el
paciente proporcionaba sin afecto alguno, si uno no se contentaba
con la interpretación de los sueños, si, en cambio, se acercaba uno a
la defensa caracterológica del paciente, éste inevitablemente se enoja
ba. Al principio ello resultaba desconcertante. El paciente se quejaba
de lo vacío de su vida emocional. Si, p o r otra parte, se le demostraba
el mismo vacío en el m odo de sus comunicaciones, su frialdad, su
conducta am pulosa o artificial, entonces se enojaba. U n síntom a
133
como, por ejemplo, un dolor de cabeza o u n tic, lo sentía com o extra
ño a sí mismo. Pero su personalidad fundam ental — esto era él mis
mo. Se sentía trastornado y enojado cuando uno se lo señalaba.
¿Por qué una persona no puede percibir su yo más profundo, ya que
se trata de él m ism o? G radualm ente comencé a percatarm e de que es
justamente ese «él mismo», esa estructura caracterológica, lo que for
ma la masa com pacta y dura que se yergue en el cam ino de los esfuer
zos analíticos. La personalidad total, el carácter, el conjunto de la indi
vidualidad resistían. Pero ¿por qué? O bviam ente, porque servían una
función secreta de defensa y protección. C onocía yo bien la caractero
logía de Adler. ¿Q uizá me había desviado p o r su cam ino? A llí esta
ba la autoafirm ación, el sentim iento de inferioridad, la voluntad de
poder, la vanidad y todas las sobrecom pensaciones de la debilidad.
Así pues, ¡Adler tendría razón! Pero él postulaba que el carácter, y no
la sexualidad, causaba la neurosis. ¿D ónde estaba entonces la rela
ción entre los mecanismos del carácter y los mecanismos sexuales?
Porque yo no dudaba p o r un m om ento de que la teoría de las neuro
sis de Freud era la correcta, y no la de Adler.
Pasaron años antes de que pudiera ver claro: la destructividad fi
jada en el carácter no es nada más que cólera p o r la frustración en
general y la fa lta de gratificación sexual en particular. C uando el aná
lisis penetraba a suficiente profundidad, cada tendencia destructiva
cedía el lugar a una sexual. Las tendencias destructivas dem ostraron
;no ser otra cosa que reacciones, reacciones frente a la desilusión o a la
pérdida de amor. Si el deseo de am or o la satisfacción de la necesidad
sexual tropiezan con obstáculos insuperables, uno com ienza a odiar.
Sin embargo, el odio no puede expresarse; debe ser fijado para evitar
la angustia que ocasiona. Esto es, el am or frustrado causa angustia.
También la origina la agresión inhibida; y la angustia inhibe la expre
sión de ambos, el odio y el amor.
C om prendí ahora cóm o fo rm u lar teóricam ente lo que había
aprendido analíticam ente Era lo mism o en orden inverso, y alcancé
una conclusión m uy im portante: el individuo orgásticamente insatis
fecho desarrolla un carácter falso y miedo a cualquier conducta que
no haya m editado de antem ano — en otras palabras, m iedo a toda
conducta espontánea y verdaderam ente viva — e igualm ente teme
percibir sensaciones de origen vegetativo.
E n esa época, las teorías sobre los instintos destructivos adquirie
ron preeminencia en el psicoanálisis. E n su artículo sobre el maso-
134
quismo prim ario, F reud había introducido una m odificación im por
tante de sus prim eros conceptos O riginalm ente, el odio era consi
derado una tendencia biològica primaria, al igual que el amor. La des
tructividad, que se dirigía prim ero contra el m undo, era, más tarde,
bajo la influencia del m undo, dirigida contra la persona misma; se
convertía así en m asoquism o, esto es, deseo de sufrir. A hora ese p u nto
de vista se invertía: el «masoquismo primario» o «instinto de muerte»
se consideraba una fuerza biológica prim aria inherente a las célu
las. La agresividad destructora se conceptuaba ahora com o u n m aso
quismo dirigido hacia fuera, y al retornar contra el yo aparecía com o
«masoquismo secundario».
Se postulaba que las actitudes negativas latentes del enferm o sur
gían de su m asoquism o. Freud le atribuyó igualm ente la «reacción
terapéutica negativa» y el «sentimiento inconsciente de culpa». D u
rante muchos años presté especial atención a las diversas clases de
destructividad causantes de sentimientos de culpa y depresiones, y
empecé a captar su im portancia para la coraza caracterológica así
como su relación con el estasis sexual.
Con el consentim iento de Freud, proyecté resum ir en u n libro lo
que se conocía en aquel entonces sobre la técnica psicoanalítica. E n él
hubiera debido adoptar una actitud precisa sobre el problem a. E n ese
momento no me había form ado una opinión definitiva. Ferenczi, en
un artículo sobre «N uevo desarrollo de la “técnica activa” » estaba
en desacuerdo con Adler. «La exploración del carácter — escribía—
nunca ocupa u n lugar preponderante en nuestra terapia... Se utiliza
únicamente cuando ciertos rasgos anormales, de tip o psicòtico, tras
tornan la continuación norm al del análisis.» Esa era una fo rm u la
ción correcta de la actitud de los psicoanalistas del m o m en to con
respecto al papel desem peñado p o r el carácter. P o r entonces me en
contraba yo absorbido p o r los estudios caracterológicos, trabajando
por que el psicoanálisis se desarrollara hacia el «análisis del carác
ter». U na verdadera curación no podía obtenerse sino m ediante la
eliminación de las bases caracterológicas de los síntom as. La dificul
tad de tal tarea estribaba en com prender aquellas situaciones analíti
cas que no requerían el análisis del síntom a sino el análisis del carác
ter. La diferencia entre mi técnica y la técnica de A dler era que la mía
consistía en el análisis del carácter a través del análisis de la conducta
sexual. Sin em bargo, A dler había dicho: «Análisis, no de la libido,
sino del carácter». M i concepto de coraza caracterológica nada tiene
135
en com ún con las tesis de A dler sobre los rasgos individuales del ca- |j
rácter. C ualquier com paración de la teoría económ ico-sexual de la f
estructura con la caracterología adleriana indicaría una incompren- É
sión fundam ental. Rasgos característicos com o, p o r ejemplo, «sentí- f
m iento de inferioridad» o «voluntad de poder» son sólo manifes- |
taciones superficiales del proceso del acorazamiento en el sentido ¡|
biológico, o sea, en el sentido de la inhibición vegetativa del fun- f
cionam iento vital. j
E n m i libro D er triebbafte C harakter (E l carácter impulsivo, \
1925) había yo, basándom e en mi experiencia con los caracteres im- 5
pulsivos, llegado a la necesidad de extender el análisis de los síntomas ■
al análisis del carácter. Era lógico, pero faltaba la base clínica y técnica ,
necesaria. N o conocía aún ninguna manera de elaborarla y anexarla a ■
la teoría freudiana del yo y el superyó. Pero era im posible desarrollar ,
una técnica de análisis del carácter con esos conceptos psicoanalíticos
auxiliares. Era m enester una teoría funcional de la estructura psíqui
ca, basada en hechos biológicos.
Al m ism o tiem po, la experiencia clínica había indicado que la
m eta de la nueva terapia era la potencia orgástica. C onocía la meta y
había conseguido alcanzarla con algunos pacientes, pero no conocía
técnica alguna con la cual se pudiera estar seguro de obtener el éxito.
Y cuanto más seguro me encontraba de la m eta terapéutica, más de
bía adm itir la insuficiencia de mi capacidad técnica. E n lugar de dis
m inuir, la discrepancia entre la meta y la realización aum entó.
E ra n o to rio que los esquemas freudianos de la actividad psíquica
tenían u n valor terapéutico limitado. El hacer conscientes los deseos
y conflictos inconscientes no surtía efectos considerables a menos
que se restableciera la genitalidad. E n cuanto a la noción de la necesi
dad inconsciente de castigo, era imposible utilizarla. Porque, de exis
tir algo así com o u n instinto biológico de persistir en la enfermedad
y sufrir, cualquier esfuerzo terapéutico debía fracasar.
Esa triste situación de la terapéutica fue la ruina de m uchos psi
coanalistas. Stekel dejó de trabajar sobre la resistencia contra el deve-
lam iento del material inconsciente y «acribilló» al inconsciente con
interpretaciones, com o aún es la costum bre de los «psicoanalistas
silvestres». E ra una situación desesperada. N egaba la existencia de la
neurosis actual y del complejo de castración. Buscaba curaciones rá
pidas. A sí se separó del yugo pesado pero esencialmente fecundo de
Freud.
136
Adler rechazó la etiología sexual de las neurosis cuando comenzó
apercibir el sentim iento de culpa y la agresividad. Terminó su carre
ara como filósofo finalista y m oralista social.
v Jung generalizó el concepto de la libido al pu n to de hacerle perder
completamente su significado de energía sexual. Terminó con un
«inconsciente colectivo» y, con éste, en el misticismo que más tarde
representó oficialm ente com o nacionalsocialista.
Ferenczi, persona talentosa y sobresaliente, se daba perfectamen
te cuenta del triste estado de cosas en la terapia. Buscaba una solución
en la esfera somática, y desarrolló «una técnica activa» dirigida contra
los estados somáticos de tensión. Pero no conocía la neurosis estásica
y no consideró seriam ente la teoría del orgasmo.
, También R ank advertía las insuficiencias de la técnica. Reconoció
el anhelo de paz, el deseo de volver al seno maternal. N o compren
dió el miedo de vivir en este m undo terrible y lo interpretó errónea
mente en u n sentido biológico com o traum a de nacimiento, en el cual
supuso residía el núcleo de la neurosis. Fracasó al no preguntarse por
qué las personas anhelan huir de la vida real y volver al útero protec
tor. Se convirtió en opositor de F reud, quien continuaba sosteniendo
la teoría de la libido, y se encerró en su aislamiento.
En rigor, todos habían tropezado con ese único problem a que
determina toda situación psicoterápica. «¿ Q u é deberá hacer el pa-
ciente con su sexualidad natural, una v e z liberada de la represión ?»
Freud nunca insinuó el problem a, ni, com o se vio más tarde, admitía
que se planteara. P or últim o, precisam ente a causa de haber eludido
esa cuestión crucial, F reud m ism o creó dificultades gigantescas, pos
tulando u n instinto biológico de sufrim iento y de muerte.
Tales problem as no se prestaban a una solución teórica. El ejem
plo de Rank, Jung, A dler y otros nos previno contra la imprudencia
de presentar argum entos que no estuviesen apoyados sobre observa
ciones clínicas hasta en sus m enores detalles. Yo corría el peligro de
simplificar excesivamente el problem a y decir: «Dejen a los pacientes
tener relaciones sexuales si es que viven en continencia, simplemen
te déjenlos que se m asturben y to d o se arreglará». Fue así como los
analistas interpretaron erróneam ente mi teoría de la genitalidad, y, de
hecho, tal es lo que m uchos médicos e incluso psiquiatras aconsejaban
a sus pacientes. H abían oído decir que la privación de satisfacciones
sexuales era la causa de las neurosis, y entonces dejaron que sus pa
cientes se «satisficieran», y p ro cu raro n curar rápidamente.
137
Descuidaban todos ellos el hecho de que la esencia de la neurosis
era la incapacidad de obtener gratificación. El p u n to central de este
problema, simple en apariencia, pero en realidad m uy com plejo, es la
«impotencia orgástica». M i prim era observación im portante fue que
la satisfacción genital aliviaba los síntomas. Sin em bargo, las observa
ciones clínicas señalaban tam bién que sólo m uy rara vez hay energía
genital disponible en cantidad suficiente. Era necesario buscar los
lugares y mecanismos donde esa energía se hallaba fijada o desviada.
La destructividad patológica — o más sim plem ente y en general la
malignidad hum ana— dem ostró ser uno de los cam inos p o r los cua
les se desvía la energía genital. E ra m enester u n arduo y correcto
trabajo teórico para llegar a esa, conclusión. La agresividad del pa
ciente dem ostró encontrarse desviada y sobrecargada de sentim ien
tos de culpa, desviada de la realidad y en general seriamente reprimida.
La nueva teoría freudiana de una destructividad biológica prim aria
hacía la solución aún más difícil. P orque si las m anifestaciones diarias
del sadismo y la brutalidad, libres y reprim idas, eran la expresión de
una fuerza instintiva biológica, o sea, natural, la psicoterapia cierta
mente tenía m uy pocas probabilidades de éxito, así com o tampoco
las tenían nuestros ideales culturales tan altam ente valorados. Si in
cluso la tendencia a la autodestrucción era u n hecho biológico irre
versible, parecían existir pocas probabilidades fuera de una recíproca
matanza entre los seres hum anos. Si era así, las neurosis se convertían
en manifestaciones biológicas.
¿Para qué, entonces, hacíamos psicoterapia? Yo no quería espe
cular sobre esta cuestión, sino llegar a una respuesta inequívoca.
Por detrás de afirm aciones com o la anterio r se ocultaban em ocio
nes que im pedían alcanzar la verdad. A dem ás, mi experiencia in
dicaba un cierto cam ino que conducía a u n fin práctico: el estasis
sexual es.el resultado de una función orgástica perturbaba. Las neuro
sis son susceptibles de ser curadas m ediante la eliminación de su fu en
te de energía, es decir, el estasis sexual. Este cam ino atravesaba un
terreno m isterioso y pleno de peligros: la energía genital estaba
fijada, encubierta y disfrazada en m uchos lugares y de diversas ma
neras. El tem a estaba vedado p o r el m undo oficial. Las técnicas de
la investigación y de la terapéutica debían recuperarse de la desgra
ciada condición en que se hallaban. Sólo u n m étodo psicoterápico
práctico y dinám ico podía guardarnos de los senderos peligrosos.
De ese m odo, el análisis del carácter se convirtió en los diez años
138
siguientes en la técnica que perm itió descubrir las fuentes o b stru i
das de la energía genital. C om o m étodo terapéutico involucraba cua
tro tareas:
D e s t r u c t iv id a d , a g r e s iv id a d y s a d is m o
139
anhelo inconsciente de alivio orgástico de la tensión, no se me hizo
claro hasta ocho años más tarde. A sí que difícilmente podría ser acu
sado «de una generalización prem atura y esquemática de la teoría del
orgasm o».
U n ser viviente desarrolla u n im pulso de destrucción cuando
quiere destruir la fuente del peligro. E n tal caso, destruir o matar el
objeto es la meta biológicamente racional. La m otivación no es un
placer prim ario en la destrucción, sino el interés del «instinto de
vida» (para usar el térm ino entonces corriente) p o r escapar a la an
gustia y preservar la totalidad del yo. D estruimos en una situación de
peligro porque queremos vivir y porque no queremos padecer angus
tia. El instinto de destrucción, entonces, se manifiesta al servicio de
u n deseo biológico prim ario de vida. N o entraña connotación sexual
alguna. Su objetivo no es el placer, si bien la liberación del dolor es
siem pre una experiencia placentera.
Todo eso es m uy im portante en relación con m uchos conceptos
básicos de la econom ía sexual. La teoría económ ico-sexual niega el
carácter biológico prim ario de la destructividad. U n animal no mata
a otro anim al por el placer de matar; eso sería u n asesinato sádico en
aras del placer. M ata p orque tiene ham bre o p o rq u e se siente amena
zado. A quí tam bién la destrucción se presenta com o una función de
lo viviente al servicio del «instinto de vida». Q ué es esto últim o, to
davía no lo sabemos.
La «agresividad», en el sentido estricto de la palabra, nada tiene
que ver con el sadismo o con la destructividad. Su significado literal
es «acercamiento». Toda manifestación positiva de la vida es agresi
va; tanto la actividad placentera sexual com o el asegurarse el alimen
to. La agresión es la manifestación vivien te de la musculatura, el sis
tem a de m ovim iento y de locomoción. G ran parte de la perniciosa
inhibición de la agresividad que sufren nuestros niños obedece a la
equiparación de «agresivo» con «perverso» o «sexual». El objetivo
de la agresividad es siempre posibilitar la gratificación de una necesi
dad vital. La agresividad, p o r lo tanto, no es un instinto propiam ente
dicho, sino el medio indispensable para satisfacer Un instinto. El ins
tin to es en sí mism o agresivo porque la tensión dem anda una gratifi
cación. E n consecuencia debemos distinguir entre agresividad des
tructiva, sádica, locom otriz y sexual.
Si se rehúsa gratificación a la agresividad sexual, no p o r eso de
saparece la necesidad de alcanzarla. Surge entonces el im pulso para
obtenerla p o r cualquier medio. El to n o agresivo comienza a ahogar
el tono am oroso. Si el objetivo del placer ha sido completamente
eliminado, si se ha vuelto consciente o está rodeado de angustia, en
tonces la agresión — originalm ente sólo u n medio para lograr un
fin— se convierte en el com portam iento que aliviará la tensión. La
agresión, así, se convierte en placentera de p o r sí D e esa manera surge
el sadismo. La pérdida del verdadero objetivo am oroso produce
odio. U no odia más aquello que se ve im pedido de amar o de lo cual
ser amado. P o r consiguiente, la agresividad adquiere las característi
cas de una destructividad con fines sexuales, com o, p o r ejemplo, en
el crimen sexual. Su requisito indispensable es la com pleta incapaci
dad de experim entar placer sexual de una m anera natural. La perver
sión llamada «sadismo» (el im pulso a satisfacerse hiriendo o destru
yendo el objeto) es, p o r lo tanto, una mezcla de impulsos sexuales
primarios e im pulsos secundarios destructivos. N o existe en el reino
animal. Es una adquisición reciente del hom bre, una tendencia se
cundaria. Cada tipo de acción destructiva es p o r sí mismo la reacción
del organismo a la ausencia de gratificación de alguna necesidad vital,
especialmente la sexual.
Entre 1924 y 1927, cuando esas cosas se me com enzaron a aclarar,
mantuve, em pero, en mis publicaciones el térm ino «instinto de muer
te» para no estar «fuera de tono». Sin em bargo, en mi trabajo clínico
negaba la existencia de tal instinto. N o discutí su interpretación bio
lógica p orque nada tenía que decir sobre el particular. E n la práctica
siempre aparecía com o instinto destructor. Pero ya había yo form u
lado la relación entre el instinto destructor y el estasis sexual, al co
mienzo de acuerdo con su intensidad. E n cuanto a la cuestión de la
naturaleza biológica de la destructividad, la planteé sin resolverla. La
ausencia de hechos me aconsejó cautela. Pero incluso en esa época no
se dudaba de que toda supresión de las necesidades sexuales produ
ce odio y agresividad, es decir, una agitación m otriz sin finalidad ra
cional y tendencias destructivas. P ro n to aparecieron numerosos
ejemplos en la práctica clínica, en la vida cotidiana y en la de los ani
males.
E ra im posible ignorar la dism inución del odio en los pacientes
cuando adquirían capacidad de obtener placer sexual natural. Cada
transform ación de una neurosis obsesiva en histeria se acompañaba
de una dism inución del odio. Las perversiones sádicas o las fantasías
sádicas durante el acto sexual dism inuían en razón directa del acre
141
centamiento de la satisfacción. Tales observaciones explicaban, entre
otras cosas, p o r qué los conflictos conyugales generalm ente aum en
tan cuando dism inuyen la atracción y el placer sexuales. Asimismo
explicaban la dism inución de la brutalidad conyugal cuando se en
contraba otra pareja satisfactoria. Investigué la conducta de los ani
males salvajes y aprendí que son inofensivos cuando su ham bre y sus
necesidades sexuales están satisfechas. El toro sólo es peligroso cuan
do se lo lleva hacia la vaca, no después cuando se lo aparta. Los perros
son peligrosos cuando están encadenados, pues les resulta imposible
el ejercicio y la satisfacción sexual. A sí se com ienza a com prender los
rasgos de carácter crueles en los individuos que sufren de una insatis
facción sexual crónica. Tales rasgos son bien conocidos, p o r ejemplo,
en las solteronas de lengua envenenada y los moralistas ascéticos. La
m ansedum bre y el buen corazón de los individuos capaces de satis
facción genital contrastan en form a sorprendente con aquéllos. N u n
ca he visto individuos capaces de satisfacción genital que presentaran
rasgos caracterológicos sádicos. Si tales personas m ostraban tenden
cias sádicas, con seguridad cabía afirm ar que habían encontrado un
obstáculo repentino en su habitual gratificación. El com portam iento
de las mujeres m enopáusicas presenta el mism o fenóm eno. H ay m u
jeres que durante la m enopausia no acusan señal alguna de aspereza
o de odio irracional, y otras, en cam bio, que se vuelven malévolas.
Fácilmente cabe dem ostrar que su pasado sexual es m uy diferente.
El últim o tipo de m ujer nunca tuvo una relación am orosa satisfacto
ria y ahora lo lam enta — consciente o inconscientem ente— y sufre
las consecuencias de su abstinencia o falta de gratificación. Im pul
sadas p or el odio y la envidia, se convierten en los enemigos encarni
zados del progresó. La destructividad sádica generalizada de nuestra
época es el resultado de la prevaleciente inhibición de la vida am oro
sa natural.
U na im portante fuente de energía genital se había hecho manifies
ta. Con la eliminación de la agresividad destructiva, del sadismo, se
liberaban energías que podían transferirse al sistema genital. Pronto
se vio claro que la potencia orgástica y los fuertes im pulsos destruc
tivos o sádicos son incom patibles. N o se puede dar a la pareja felici
dad sexual y sim ultáneam ente querer destruirla. Las frases hechas de
«sexualidad m asculina sádica y sexualidad fem enina m asoquista»
eran, por lo tanto, equivocadas. Tam bién lo era el concepto de que las
fantasías de violación form aban parte de la sexualidad norm al. Si los
142
psicoanalistas hacen tales afirmaciones, ello obedece a que no pueden
pensar en térm inos que trasciendan la estructura sexual hum ana p re
valeciente.
De la misma manera que las energías genitales, cuando se ven
frustradas, se transform an en energías destructivas, tam bién pueden
volver a transform arse en energías genitales siem pre que haya liber
tad y gratificación. La teoría de la naturaleza biológica prim aria del
sadismo era clínicamente insostenible y sin esperanzas desde un p u n
to de vista cultural. Pero aun com prendiéndolo, eso no solucionó el
problema de cóm o alcanzar la finalidad terapéutica: la potencia or-
gástica. Porque tam bién las energías destructivas estaban fijadas en
muchos lugares y de modos diversos. Si la energía debía ser liberada,
la tarea técnica consistía, entonces, en descubrir los m ecanism os in
hibidores de las reacciones de odio. El objeto más provechoso de
investigación a ese respecto dem ostró ser la coraza caracterológica en
su forma de bloqueo afectivo (Affektsperre).
El análisis sistemático de las resistencias no se transform ó en aná
lisis del carácter hasta después de 1926. H asta ese m om ento, la labor
del seminario técnico se concentraba en el estudio de las resistencias
latentes y las perturbaciones pregenitales. Los pacientes dem ostra
ban cierto tipo particular de conducta cuando la energía sexual libe
rada se hacía sentir en el sistema genital. Al aum entar la excitación
general, la m ayoría de los pacientes se refugiaba en actitudes no-ge
nitales. La energía sexual parecía «oscilar» entre el locus de excitación
genital y el locus de excitación pregenital.
143
bebé que debía expulsar». C on la aparición de la diarrea la perturbación^
genital se agravó; perdió la sensibilidad vaginal com pletam ente y rehusó:
tod o contacto sexual. Temía sufrir un acceso de diarrea durante el coito.
C uando los síntomas intestinales dism inuyeron, experim entó por pri
mera v ez excitación vaginal preorgástica. Sin embargo, no pasó de cierto
lím ite. Todo aum ento de la excitación producía ya fuera angustia o un
ataque de asma. Durante algún tiem po, el asma y con ésta las excitacio
nes y fantasías orales reaparecieron nuevam ente com o si nunca hubieran
sido tratadas. C on cada recaída se manifestaban y muchas veces la exci
tación avanzaba hacia el sistema genital. Cada vez había m ayor capaci
dad para tolerar la excitación vaginal. Los intervalos entre las recaídas se
hicieron más largos. Esto continuó durante algunos meses. E l asma desa
parecía con cada progreso en la excitación vag in a l y retornaba con cada
desplazam ien to de la excitación desde los órganos genitales a los respira
torios. Esta oscilación de la excitación sexual entre los órganos respirato
rios por un lado, y la pelvis por el otro, iba acompañada por las corres
p ondientes fantasías infantiles orales y genitales: cuando la excitación
estaba arriba, la paciente se volvía exigente de una manera infantil, y de
primida; cuando la excitación se hacía nuevam ente genital, la paciente era
fem enina y deseosa del hombre. La angustia genital que la había hecho
retraerse una y otra v ez apareció primero com o m iedo a ser dañada du
rante al acto sexual. Cuando esto se solucionó apareció el m iedo de esta
llar o disolverse con la excitación. Gradualmente se acostum bró a la exci
tación vaginal y finalmente experimentó el orgasm o. Esta vez, el espasmo
en la garganta no apareció, y tam poco el asma. Siete años más tarde toda
vía seguía sana.
144
! de la angustia de orgasmo. Es e l miedo del organism o — que se ha
’ vuelto renuente a experim entar placer— a la excitación irresistible
del sistema genital. La angustia de orgasmo es la base de la angustia de
1 placer general, que es parte integral de la estructura hum ana prevale
ciente. P or lo general se manifiesta com o un miedo generalizado a
' cualquier tipo de sensación o de excitación vegetativas, o a la percep
ción de las mismas. Ya que la alegría de vivir y el placer orgástico son
idénticos, el m iedo general a la vida es la expresión fundamental de la
angustia de orgasmo.
Las m anifestaciones y m ecanism os de la angustia de orgasmo son
múltiples. Todos tienen en com ún el m iedo a la abrum adora excitá
is ción genital orgástica. Los m ecanism os de co n tro l son m uy varia
dos. Su descubrim iento llevó cerca de ocho años. H asta 1926, sólo se
habían descubierto unos pocos m ecanism os típicos. Se estudiaban
más fácilm ente en los pacientes fem eninos. E n los masculinos, la
angustia de orgasm o está muchas veces encubierta p o r la sensación
de la eyaculación. E n las mujeres, en cam bio, aparece sin disfraces.
Su m iedo más frecuente es el de ensuciarse durante la excitación, de
dejar escapar u n flato, o de orinarse involuntariam ente. C uanto más
drásticam ente se inhibe la excitación sexual, cuanto más se posesio
nan del genital las fantasías no-genitales, más poderosa es la inhibi
ción y, p o r lo tanto, la angustia de orgasmo. La excitación orgástica, si
se dom ina, se experim enta com o una am enaza de destrucción física.
Las m ujeres tem en «caer bajo el p o d er del hom bre», ser lastima
das o que les provoque una explosión en el in terio r de su cuerpo. En
esas circunstancias, en la fantasía inconsciente la vagina se convierte
en órgano m ordiente que to rn ará inofensivo al pene amenazante.
Los casos de vaginismo tienen p o r lo com ún ese origen. Si aparece
antes del acto, significa el rechazo de la penetración peneana. Si apa
rece durante el acto, revela el deseo inconsciente de retener el pene o
cortarlo de u n m ordisco. E n presencia de fuertes impulsos destruc
tivos el organism o teme «dejarse ir» p o r tem o r a que irrum pa la furia
destructora.
Las reacciones de las mujeres a la angustia de orgasmo difieren
individualm ente. La m ayoría m antiene el cuerpo quieto, con una vi
gilancia semiconsciente. O tras hacen m ovim ientos violentos y forza
dos, porque los m ovim ientos suaves ocasionan demasiada excitación.
Las piernas se m antienen fuertem ente apretadas y juntas, la pelvis se
echa para atrás. Para dom inar la sensación orgástica se retiene siem-
145
pre la respiración en inspiración. Este últim o fenóm eno, cosa curio
sa, escapó a mi atención hasta 1935.
U na de mis pacientes, que tenía fantasías masoquistas de ser azo
tada, tenía el m iedo inconsciente de ensuciarse con materia fecal d u
rante la excitación sexual. A los cuatro años había tenido la siguiente
fantasía m asturbatoria: su cama tenía una especie de aparato que eli
minaría autom áticam ente la suciedad. M antener el cuerpo rígido,
por miedo a ensuciarse, es un síntom a com ún de retención.
La angustia de orgasmo se experimenta muchas veces como m iedo
a morir. Si al mismo tiem po hay un miedo hipocondríaco a la catástro
fe, cada excitación fuerte debe ser inhibida. La obnubilación de la
conciencia, que es parte del orgasm o norm al, se convierte en una
experiencia cargada de angustia en lugar de placentera. C om o defensa
hay que estar siem pre «en guardia», «no perder la cabeza», «vigilar».
Esto se expresa con la frente y cejas en una actitud de vigilancia.
Cada form a de neurosis tiene su característica perturbación genital.
Las histéricas m uestran una falta de excitabilidad vaginal a la vez que '
hipersexualidad generalizada. Su pertu rb ació n genital típica es la
abstinencia com o resultado de la angustia genital. Los h om bres’his-
téricos sufren ya sea de im potencia erectiva, ya sea de eyaculación
precoz.
Los neuróticos obsesivos presentan una abstinencia rígida, ascéti
ca, bien racionalizada. Las mujeres son frígidas y generalm ente no-
excitables. Los hom bres, muchas veces potentem ente erectivos, pero
siempre orgásticam ente im potentes.
Entre las neurastenias hay una form a crónica caracterizada p o r la ,
espermatorrea y una estructura pregenital. A q u í el pene ha perdido
totalmente su carácter de órgano penetrante p ara o b ten er placer. '
Representa un pecho dado a un niño, un tro zo de heces que se expe
le, etcétera. ;
U n cuarto grupo está form ado p o r hom bres que presentan exce
siva potencia eréctil, por miedo a la m ujer y com o defensa frente a
fantasías homosexuales inconscientes. El acto sexual les sirve única
mente para dem ostrarse a sí mismos su «potencia», el pene simboliza
un instrum ento de penetración con fantasías sádicas. Estos son los
hombres fálico-narcisistas. Se los encuentra en gran cantidad entre
los militares del tipo prusiano, entre los don juanes y otros obsesivos
y presuntuosos. Todos padecen de serias perturbaciones orgásticas.
Para ellos, el acto sexual no es nada más que una evacuación, seguida
147
inm ediatam ente p o r una reacción de repugnancia. N o abrazan a una
mujer, «se la hacen». Su conducta sexual despierta entre las mujeres
u n intenso asco p o r el acto sexual.
Inform é sobre algunos de esos descubrim ientos clínicos al C o n
greso Internacional de Psicoanálisis de H am burgo en 1925, en un
trabajo titulado «Sobre la neurastenia hipocondríaca crónica», en el
cual exam inaba en particular lo que llamaba la «astenia genital», un
trastorno en que el individuo no perm ite que ocurra la excitación
genital con ideas de actividad genital, sino sólo con ideas de naturaleza
pregenital (como ser chupar, penetrar). O tra parte de mi contribución
al tem a apareció bajo el título «Fuentes de la angustia neurótica»,
incluida en u n volum en de hom enaje a F reud al cum plir sesenta
años, en m ayo de 1926. Exponía ahí las diferencias entre angustia de
conciencia (moral), derivada de la agresión reprim ida, y la angustia
estásica sexual. Es verdad que el sentim iento de culpa deriva de la
angustia sexual, pero indirectam ente, p o r m edio del aum ento de
la agresión destructiva, o sea, que introduje el papel desempeñado
p o r la destructividad en el desarrollo de la angustia. Seis meses más
tarde, F reud tam bién atribuyó la angustia de conciencia al instinto
destructivo reprim ido, pero al mismo tiem po m inim izó su relación
con la angustia sexual. D entro de su sistema eso era lógico; pues él
consideraba que el instinto destructivo — al igual que la sexualidad-—
era ü n instinto biológico primario. M ientras tanto, yo había dem os
trado que la intensidad de los impulsos destructivos depende del grado
de estasis sexual, y diferenciado la «agresión» de la «destrucción». A un
que tales diferenciaciones puedan parecer m uy teóricas y especializa
das, poseen, empero, una im portancia fundam ental. M e desviaron
p o r com pleto del concepto freudiano de destructividad.
La m ayor parte de mis descubrim ientos clínicos fueron presenta
dos en mi libro D ie Funktion des Orgasmus. Presenté el manuscrito,
con una dedicatoria: A Freud, el 6 de m ayo de 1926. Su reacción al
leer el título no fue satisfactoria. M iró el m anuscrito, dudó un mo
m entó y me dijo como turbado: «¿Tan volum inoso?». M e sentí incó
m odo. N o era una reacción racional. F reud era siempre m uy educado
y no habría hecho una observación tan cortante sin u n m otivo. Siem
pre había sido su costum bre leer un m anuscrito en pocos días y dar
en seguida su opinión p o r escrito. Esta vez pasaron más de dos meses
antes de que recibiera su carta. Decía:
148
Estim ado doctor Reich:
M e he tom ado m ucho tiem po, pero finalmente he leído el manuscri
to que m e dedicara para mi cum pleaños. Encuentro valioso el libro, rico
en observaciones y pensam ientos. C om o usted sabe, de ninguna manera
me opongo a su intento de solucionar el problema de la neurastenia ex
plicándolo de acuerdo con la ausencia de la primacía genital.
3. La bastardilla es mía. W. R.
149
libro sobre la función del orgasm o unos cuantos meses para m editar
lo bien; no fue a la im prenta hasta enero de 1927,
En diciembre de 1926 di una conferencia en el círculo íntim o de
Freud sobre la técnica del análisis del carácter. Presenté com o proble
ma central el interrogante de si, en presencia de una actitud negativa
latente, se debían interpretar los deseos incestuosos del enferm o o si
había que esperar hasta que se eliminase su desconfianza. F reud me
interrum pió: «¿Por qué no interpreta el material en el orden que se
presenta? Por supuesto que hay que analizar e interpretar los sueños
incestuosos tan p ro n to aparecen». Esto no lo había esperado. C o n ti
nué sosteniendo mi p u n to de vista. La idea total era extraña para
Freud. N o veía p o r qué uno debía seguir las líneas de las resistencias
en lugar de la del material. E n conversaciones privadas sobre técnica
parecía haber pensado de m anera distinta. La atm ósfera de la reunión
era desagradable. Mis oponentes en el seminario se deleitaban y me
tenían lástima. Perm anecí tranquilo.
En el sem inario, el problem a de una «teoría de la terapia» se m an
tuvo en el prim er plano en los años siguientes a 1926. C om o lo decla
ró el inform e oficial de la clínica psicoanalítica: «Las causas de los
éxitos y fracasos psicoanalíticos, el criterio de curación y u n intento
de tipología de las neurosis de acuerdo con las resistencias y el p ro
nóstico, las cuestiones de las resistencias del carácter y del análisis del
carácter, de las “resistencias narcisísticas” y del “bloqueo em ocional”
fueron estudiadas desde puntos de vista clínicos y teóricos, basados
en casos concretos. Tam bién se ha reseñado sobre un gran núm ero de
publicaciones que tratan de problem as técnicos».
La reputación de nu estro sem inario se fue agrandando. E n una
carta, F reud reconoce la originalidad de mi trabajo con referencia a
la teoría psicoanalítica en general (gegenüberdem «Gemeingut»), Sin
embargo, ese «G em eingut» no era suficiente para el adiestram iento
de los analistas. A rgüí que me contentaba sim plem ente con aplicar
en form a coherente principios psicoanalíticos al estudio del carác
ter. N o sabía que estaba interp retan d o la teoría de F reud de una
manera que él m ism o p ro n to iba a rechazar. N o sospechaba todavía
la incom patibilidad de la teoría del orgasm o y sus consecuencias
con los principios de la u lterio r teoría psicoanalítica de las neu
rosis.
150
El c a r á c t e r g e n it a l y el c a r á c t e r , n e u r ó t ic o .
El p r in c ip io d e la a u t o r r e g u l a c ió n
151
U na regla adicional desarrollada en el seminario fue comenzar
siempre partiendo de los mecanismos de defensa, y no tocar los im
pulsos sexuales reprim idos en tanto que los mecanismos de defensa
no fueran eliminados. E n el análisis de las resistencias sugerí usar una
lógica rigurosa, o sea, dilatar el procedim iento en aquellas secciones
de los mecanismos de defensa que se presentaban com o el mayor
obstáculo en ese m om ento. C om o cada paciente tiene una coraza
caracterológica construida de acuerdo con su historia, la técnica para
destruir la coraza tenía que ajustarse al caso individual y debía desa
rrollarse de nuevo paso a paso en cada caso. Tal requisito excluía la
posibilidad de una técnica esquemática. La m ayor parte de la respon
sabilidad p o r el éxito descansaba en el terapeuta, ya que la coraza
restringe en el paciente su capacidad para ser honesto y es parte de su'
enferm edad, y no mala intención, com o m uchos creían en esa época.
La disolución correcta de una coraza rígida debe conducir finalmen
te a la liberación de la angustia. U na vez que se libera la angustia es-
tásica, hay posibilidades de restablecer el libre fluir de la energía y
con él la potencia genital. Q uedaba en pie el interrogante de si me
diante el m anejo de la coraza del carácter podía llegarse a las fuentes
de la energía. Tenía mis dudas, que más tarde se confirm aron. Sin
em bargo, no se planteaba la cuestión de si la técnica del análisis del
carácter representaba un progreso considerable en el tratam iento de
neurosis graves, inveteradas. El acento no se colocaba ya sobre el
contenido de la fantasía neurótica, sino en la función energética. En
cuanto a la llamada regla psicoanalítica fundam ental, «decir to d o lo
que pasa p o r la mente» era im practicable en la m ayoría de los pacien
tes. M e independicé tom ando como p u n to de ataque no sólo lo que
el paciente decía, sino todo lo que ofrecía, en particular la m anera en
que decía algo y en que guardaba silencio. Los pacientes que se que
daban callados tam bién com unicaban algo, estaban expresando algo
que gradualm ente pude com prender y manejar. E n las presentacio
nes de mis casos seguía poniendo el «cómo» al lado del «qué» de la
vieja técnica freudiana. Sin embargo, ya sabía que el cómo, la form a
de la conducta y de las comunicaciones era más esencial que lo que el
paciente relataba. Las palabras mienten; la m anera de expresar, n u n
ca. Es la m anifestación inmediata, inconsciente, del carácter. C o n el
tiem po aprendí a com prender la forma misma de las comunicaciones
com o u na m anifestación inmediata del inconsciente. Los intentos
para convencer o persuadir a los pacientes se hicieron menos im por
152
tantes y, m uy p ro n to , superítaos. Lo que el paciente no entendía es
pontánea y autom áticam ente no tenía valor terapéutico. Las actitu
des del carácter tenían que ser com prendidas espontáneamente. La
com prensión intelectual del inconsciente cedió el paso a la percata-
ción, p o r parte del paciente, de su m odo de expresión propio. D uran
te años, los pacientes no oyeron ningún térm ino psicoanalítico de mis
labios. P o r lo tanto, no tenían la oportunidad de encubrir un deseo
instintivo con una palabra. El paciente no hablaba más de su odio, lo
sentía; no podía evitarlo m ientras su coraza iba siendo correctamente
desarmada.
Los caracteres narcisistas eran considerados sujetos inapropiados,
para el tratam iento psicoanalítico. M ediante la destrucción de la co
raza, esos casos se to rn aro n accesibles. M e fue así posible curar per
turbaciones graves del carácter que habían sido consideradas inacce
sibles p o r el m étodo acostum brado .4
La transferencia del am or y del odio al analista perdió su carác
ter más o m enos académico. U na cosa es hablar del erotism o anal y
recordar que en una época fue experim entado, y otra m uy distin
ta sentirlo realm ente durante la sesión com o una necesidad de expe
ler un flato. E n u n caso así no es necesario persuadir ni convencer
al paciente. P o r últim o tuve que liberarm e de la actitud académica
153
hacia el paciente y decirm e a m í m ism o que com o sexólogo no p o
día tratar la sexualidad de una m anera distinta a com o el médico
interno trata los órganos corporales. D e esta m anera descubrí el
grave obstáculo causado p o r la n o rm a — im puesta p o r la m ayo
ría de los analistas— de que durante el tratam iento el paciente debía
observar abstinencia sexual. Si se im ponía esta norm a, ¿cóm o p o
dían com prenderse y elim inarse las pertu rb acio n es genitales del
enfermo ?
Esos detalles están expuestos extensamente en mi libro Charakter-
analyse, y no se m encionan aquí p o r m otivos técnicos. Sirven para
ilustrar el cam bio en la orientación básica que me perm itió recono
cer, en los pacientes en vías de recuperación, el principio de la auto
rregulación sexual («sexuelle Selbststeuerung»), y form ularlo y apli
carlo en mis trabajos posteriores.
Muchas reglas psicoanalíticas tenían u n carácter definido de tabúes
y, p or lo tanto, sólo reforzaban los tabúes neuróticos de los pacien
tes. Así, p o r ejemplo, la regla de que el analista no debía ser visto, de
que tenía que ser com o una pantalla en blanco sobre la cual el enfer
mo debía proyectar sus transferencias. Eso, en lugar de eliminarla,
confirmaba la sensación del paciente de estar tratando con un ser
«invisible», inaccesible, sobrehum ano, es decir, de acuerdo con el
pensam iento infantil, u n ser asexuado. ¿C óm o podía el paciente ven
cer su miedo a lo sexual, que lo había enferm ado? A sí tratada, la
sexualidad perm anecía siem pre com o algo diabólico y prohibido,
algo que en cualquier circunstancia había que «condenar» o «subli
mar». Estaba prohibido m irar al analista com o a un ser sexual. ¿ C óm o
podía, entonces, el paciente animarse a form ular observaciones críti
cas? De todas maneras, los pacientes saben m ucho sobre sus analis
tas, aunque rara vez expresan abiertam ente ese conocim iento cuando
se los trata con semejante clase de técnica. C onm igo aprendían antes
que nada a vencer cualquier tem or a criticarme. C o n arreglo a la téc
nica usual, se suponía que el paciente debía «sólo recordar y de n in
guna manera actuar». Al rechazar ese m étodo estuve de acuerdo con
Ferenczi. D esde luego, al paciente debía «permitírsele hacer». Ferenc-
zi tuvo dificultades con la Asociación Psicoanalítica porque — con
buena intuición—: dejaba jugar a sus pacientes, com o si fueran niños.
Intenté de todos los m odos posibles liberarlos de su rigidez caracte-
rológica. Ellos debían considerarm e de una m anera hum ana, no
como una autoridad inaccesible.
154
O tro factor im portante de mi éxito al tratar a los pacientes fue la
liberación de sus inhibiciones genitales m ediante todos los recursos a
mi disposición com patibles con la práctica médica. N o reconocía
curado a ningún paciente a no ser que, p o r lo m enos, fuera capaz de
m asturbarse sin sentim iento de culpa, y consideraba fundam ental no
perder de vista su vida genital durante el tratam iento. (Espero se haya
com prendido claramente que esto nada tiene que ver con una «tera
pia de m asturbación» superficial tal com o ha sido practicada por
muchos «analistas silvestres».) Siguiendo esa regla aprendí a distin
guir la seudogenitalidad de la actitud genital natural. Así, con el correr
de los años em pezaron a cobrar form a gradualm ente los rasgos del
«carácter genital» en oposición al neurótico.
A prendí tam bién a superar el tem or a la conducta de los pacientes,
descubriendo así u n m undo no soñado. Bajo esos mecanismos neuró
ticos, detrás de esas fantasías e impulsos peligrosos, grotescos e irracio
nales, descubrí un trozo de naturaleza simple, decente, auténtica. Y lo
descubrí en todo paciente en quien me fue posible pen etrar con sufi
ciente hondura: este hecho me alentó. D i a mis pacientes más y más li
bertad de acción y no fui decepcionado. Es verdad, pueden sobrevenir
situaciones peligrosas. Pero tal vez sea significativo que en m i extensa
y variada práctica no tuve un solo suicidio. Sólo m ucho más tarde
llegué a com prender los casos de suicidio acaecidos durante el trata
miento psicoanalítico: los pacientes se suicidan cuando sus energías
sexuales son conmovidas sin permitírseles una descarga adecuada. El
miedo a los instintos perversos que. dom inan al m undo entero ha b lo -:
queado seriamente el trabajo de los terapeutas psicoanalistas, quienes
han dado p o r sentado la antítesis absoluta entre naturaleza (instinto,;
sexualidad) y cultura (moralidad, trabajo, deber), llegando así a la tesis!
de que «vivir los impulsos» era contraproducente para la curación.:
Finalmente, aprendí a sobreponerm e al tem or a estos im pulsos. Puesj
se había aclarado cóm o esos impulsos asocíales que colman el incons-\
dente son malignos y peligrosos sólo en la m edida en que está blo-¡
queada la descarga de energía a través de una vida natural de amor.'
Si está bloqueada hay, básicamente, tres salidas patológicas: a)i
impulsividad autodestructiva desenfrenada (toxicom anías, alcoho
lismo, crim en com o resultado del sentim iento de culpa, im pulsividad
psicopática, asesinato sexual, violación de niños, etc.); b) neurosis 1
caracterológica p o r inhibición del instinto (neurosis obsesiva, his -1
teria de angustia, histeria de conversión); y c) psicosis funcionales;
(esquizofrenia, melancolía o psicosis maníacodepresiva); sin mencio
n ar los mecanismos neuróticos que dom inan la política, la guerra,
la vida m arital, la educación, etc., y que son todos el resultado de la
frustración genital.
A l alcanzar una capacidad de entrega genital total, la personalidad
to d a de los pacientes cambiaba tan rápida y fundam entalm ente que
en u n principio no pude com prenderlo. E ra difícil com prender cómo
el tenaz proceso neurótico podía sufrir un cam bio tan repentino. No
sólo desaparecían los síntom as de la angustia neurótica, sino que
cam biaba toda la personalidad. La desaparición de los síntom as po
día com prenderse basada en la retracción de la energía sexual que
alim entaba previam ente los síntomas. El carácter genital, sin embar
go, parécía seguir leyes diferentes, aunque todavía desconocidas.
C itarem os aquí algunos ejemplos.
C o n bastante espontaneidad, los pacientes com enzaban a sentir
las actitudes m oralizadoras de su m edio am biente com o algo ajeno y
extraño. N o im portaba cuán estrictam ente hubieran defendido antes
el principio de la castidad premarital; ahora sentían que esa exigencia
era grotesca. Ya no les interesaba, les era indiferente.
C o n relación al trabajo, sus reacciones cam biaron en form a nota
ble. Si antes habían trabajado mecánicamente, sin una relación inte
rior con el trabajo, si lo habían considerado com o algo que se hace sin
m ayor reflexión, ahora comenzaban a diferenciar. Si debido a las per
turbaciones neuróticas no habían trabajado, em pezaron a sentir una
intensa necesidad de algún trabajo vital en el cual pudieran tener un
interés personal. Si el trabajo que efectuaban les perm itía absorberse
con verdadero interés, florecían. Pero si su trabajo era mecánico,
com o, p o r ejemplo, empleado, comerciante u oficinista, se les conver
tía en una carga casi insoportable. La dificultad que se manifestaba
entonces era difícil de vencer. Porque el m undo no estaba preparado
para una consideración del interés hum ano p o r el trabajo. Los maes
tros que, a pesar de ser liberales, nunca habían criticado m ayorm ente
la educación actual, com enzaron a sentir la m anera acostum brada de
m anejar a los niños como algo doloroso e intolerable. E n pocas pala
bras, la utilización de las fuerzas instintivas en el trabajo difería de
acuerdo con el trabajo mismo y las condiciones sociales. G radual
mente p u dieron distinguirse dos tendencias: una consistía en una ab
sorción creciente en alguna actividad social; la otra, en una protesta
definida del organism o contra el trabajo vacío, mecánico.
156
En otros casos, el establecim iento de la satisfacción genital origi
naba un derrum be total en el trabajo. Eso parecía confirmar las ad
vertencias del m undo en el sentido de que la sexualidad y el trabajo
se contradicen. Exam inándolo más de cerca, tal estado de cosas per
turbaba m enos. Pudo verse que se trataba de enfermos que habían
estado ligados a su trabajo p o r u n obsesivo sentim iento del deber, y
que éste no arm onizaba con sus deseos interiores, a los que habían
renunciado. Esos deseos no eran de ningún m odo antisociales. Por el
contrario. U n individuo, p o r ejemplo, que se sentía capacitado para
ser escritor y que trabajaba com o em pleado en una oficina jurídica,
tenía que aunar todas sus fuerzas para dom inar su rebelión y reprimir
sus im pulsos sanos. P or lo tanto, reconocí el im portante principió
de que no to d o lo inconsciente es antisocial, ni todo lo consciente,
social. P or el contrario, existen im pulsos y rasgos culturales muy
im portantes que deben ser reprim idos en razón de consideraciones
de supervivencia material. A sim ism o, hay actividades sumamente
antisociales que la sociedad prem ia con fama y honor. Los estudian-!
tes eclesiásticos representaban una dificultad seria a este'respecto;
aparecía siem pre un conflicto grave entre la sexualidad y la práctica
de su vocación. D ecidí en consecuencia no aceptar más eclesiásticos
para tratam iento.
El cam bio en la esfera sexual sorprendía igualmente. Los pacien
tes que hasta el m om ento de alcanzar la potencia orgástica no tenían
conflictos si cum plían el acto sexual con prostitutas, eran ahora inca
paces de hacerlo. Las mujeres que antes habían soportado vivir con
u n hom bre a quien no querían, que habían aceptado el acto sexual
com o u n «deber marital», no eran capaces de continuar. Se declara
ro n en huelga, no lo sop o rtaro n más. ¿Q ué podía yo decir contra
eso? Estaba en desacuerdo con todos los puntos de vista aceptados,
tales com o, p o r ejemplo, que la m ujer naturalm ente debe proporcio
nar satisfacción sexual a su m arido m ientras dure el matrimonio, lo
quiera o no, le satisfaga o no, le guste o no, esté o no excitada. ¡El
océano de las m entiras en este m undo es profundo!
D esde el pun to de vista de mi posición oficial era com prom etedor
el que una mujer, liberada de sus mecanismos neuróticos, comenzara
francam ente a pedir una vida que gratificara su necesidad de amor y
no se preocupara más de la m oral oficial. Después de unos tímidos
ensayos, ya no me animé a presentar esos hechos en el seminario o en
la Sociedad Psicoanalítica. H u b iera debido enfrentar la vacía obje-
157
ción de que estaba im poniendo mis puntos de vista a los pacientes.
Me hubiera visto obligado a actuar con brusquedad y dejar clara
mente sentado que los prejuicios morales y autoritarios no estaban
de mi lado, sino del de mis oponentes. Tam bién hubiera sido inútil
disminuir esa im presión presentando aquel lado del cuadro que esta
ba más de acuerdo con la m oralidad oficial. P o r ejemplo, que algunas
de mis pacientes femeninas casadas habían tenido la costum bre, hasta
el m om ento de la curación, de acostarse con Juan, Pedro o Tomás. La
orgasmo terapia les había hecho im posible continuar esa clase de con
ducta. Su com portam iento anterior fue el resultado de la falta de
sensaciones en el acto sexual; ahora, en cam bio, las experim entaban
plenamente y, p o r lo tanto, consideraban el acto sexual una parte
im portante de su vida, con la cual no se podía tratar tan ligeramente
como podría indicarlo su conducta anterior. E n otras palabras, se
habían vuelto «morales», en el sentido de querer un solo com pañero,
pero uno que las quisiera y satisficiera. Explicar esto en la Asociación
hubiera sido inútil. C uando el trabajo científico está lim itado por
conceptos m oralísticos, deja de guiarse p o r los hechos.
Lo más doloroso de to d o era la jactancia de «objetividad cientí
fica». C uanto más prisio n ero se encuentra uno en las redes de la
dependencia, más estrepitosam ente p retende ser «un científico o b
jetivo». U n psicoanalista, al enviarm e para tratam iento a una m ujer
que sufría de m elancolía, im pulsos suicidas e intensa angustia, llegó
a estipular explícitam ente «no destruir el casam iento». D u ran te la
prim era hora me, enteré de que la paciente había estado casada cua
tro años. Su m arido no la había desflorado, pero se había entregado
a diversas prácticas perversas. E n su ignorancia sexual, ella las había
padecido com o parte de «sus deberes m aritales naturales». El casa
miento, decía el analista m encionado, ¡no debía destruirse de ningu
na manera! D espués de tres horas, la paciente desistió debido a su
intensa angustia y p orq u e sentía la situación analítica com o una se
ducción. Yo lo sabía, pero no po d ía hacer nada. U n o s meses después
me enteré de que se había suicidado. Este tipo de «ciencia objetiva»
es una rueda de m olino alrededor del cuello de una hum anidad que
se hunde.
Mis ideas sobre la relación de la estructura psíquica con el orden
social existente em pezaron a confundirm e. Los cam bios ocurridos
en mis pacientes eran a la vez positiva y negativam ente ambiguos. Sus
nuevas estructuras parecían seguir leyes que nada tenían en común
158
con los habituales conceptos y exigencias morales, leyes que me eran
desconocidas y cuya existencia antes ni siquiera sospechaba. El cua
dro que al final presentaban todos ellos era el de un tipo de socialidad
diferente. C ontenía los mejores principios de la m oralidad oficial,
por ejemplo, que no se viole a las mujeres ni se seduzca a los niños.
Pero aparecían al mismo tiempo actitudes morales que, aunque entera
mente válidas desde un pu nto de vista social, estaban de todos m odos
en contradicción flagrante con los conceptos habituales. P o r ejem
plo, consideraban com o indicio de una naturaleza inferior el llevar
una vida casta bajo la presión de com pulsiones externas o el ser fiel
por un sentim iento de deber. El principio, p o r ejem plo, de que está
mal tener relaciones sexuales con su pareja en contra de la voluntad
de ésa era inatacable aun desde el pu n to de vista de la más estricta
moralidad; y, sin embargo, estaba en desacuerdo con el concepto del
«deber marital», que gozaba de la protección de la ley.
Los pocos ejemplos señalados son suficientes. Este diferente tipo
de m oralidad no era regido p o r un «tú debes» o u n «tú no debes»,
sino que se originaba espontáneam ente en las exigencias del deseo y
la satisfacción genitales. U no se abstenía de u n acto insatisfactorio no
por miedo, sino en razón de que no procuraba felicidad sexual. Esa
gente se abstenía del acto sexual, aun cuando lo deseara, si las cir
cunstancias externas o internas no garantizaban u n a satisfacción to
tal. Era com o si los agentes morales hubieran desaparecido com ple
tamente y los hubieran reemplazado otros guardianes, m ejores y más
perfectos, contra lo antisocial: guardianes que no se oponían a las
necesidades naturales, sino que, p o r el contrario, se fundaban en el
principio de que se debe gozar de la vida. El abism o p ro fu n d o entre
el «quiero» y «no me animo» desaparecía. Se reem plazaba, p o r decir
así, con una consideración vegetativa: «Me gustaría m ucho, pero no
me va a dar m ayor placer». Y eso, no cabe duda, es u n principio to
talmente distinto. La conducta se organizó de acuerdo con u n p rin
cipio de autorregulación. Esta autorregulación trajo cierta armonía,
porque hizo innecesaria y eliminó la lucha contra u n instinto que
aunque reprim ido, continuaba presionando. El interés era sim ple
mente desplazado hacia otra meta u objeto am orosos, que ofrecían
:menos obstáculos a la satisfacción. El requisito prelim inar consistía
en que el interés — que en sí mismo es natural y social— no estaba
sujeto ni a represión ni a condena moral. M eram ente se satisfacía en
un lugar distinto y bajo circunstancias diferentes.
159
P or ejemplo, era natural que u n joven se enam orara de una joven i
«encantadora» de la llamada «buena familia». Si la deseaba sexual- '¿I
m ente significaba que, según las norm as sociales corrientes, no era un f
«bien-adaptado», si bien era sano. Si la niña dem ostraba ser lo bas-
tante sana com o para vencer las dificultades externas e internas, todo |
iba bien. Estaba en contra de la m oralidad oficial, pero era una con- 1
ducta enteram ente sana y razonable. Si, en cambio, la niña era débil,
aprensiva, em ocionalm ente dependiente de la opinión paterna, si, en
síntesis, era neurótica, la relación sexual sólo podía ocasionar dificul
tades. El joven podía hacer una elección racional a m enos que él
tam poco estuviera m oralm ente inhibido y considerara com o un in
sulto a la joven el pensamiento de tener relaciones sexuales con ella:
o trataría de ayudarla a conquistar su propia independencia, o se re
tiraría de la situación. E n el segundo caso — que es tan racional como
el prim ero— buscaría con el tiempo a otra joven que no presentara
esas dificultades.
E n cam bio, u n joven neurótico, «moral» en el antiguo sentido, en
la m ism a situación hubiera actuado de una m anera p o r entero distin
ta. H u b iera deseado a la muchacha y renunciado a realizar su deseo,
sim ultáneam ente. D e tal m odo habría suscitado u n conflicto perm a
nente. El deseo habría sido m antenido bajo la presión de la negación
m oral, hasta que el conflicto consciente hubiera term inado p o r repre
sión del deseo, y de tal manera se hubiera transform ado en u n con
flicto inconsciente. El joven se habría encontrado en una situación
cada vez más difícil. H abría renunciado a la posibilidad de una grati
ficación instintiva con su novia y no habría buscado otra. El resulta
do inevitable: una neurosis para ambos. E l abismo entre la m oral y el
instinto seguiría existiendo. O si no, el instinto se manifestaría secre
tam ente en otros lugares o de maneras peligrosas. El joven podía
igualm ente desarrollar fantasías de violación obsesivas, im pulsos
reales de violación, o los rasgos de una doble norm a de moralidad.
R ecurriría a prostitutas, exponiéndose a contraer enferm edades ve
néreas. N o habría posibilidad de armonía interna. D esde un p u n to de
vista puram ente social, sólo se habría ocasionado daño. N i aun la
m oralidad obsesiva podría encontrarse satisfecha. Este ejemplo per
m ite m u ltitu d de variantes. Se aplica a la situación m atrim onial tanto
com o a cualquier otra fase de la vida am orosa.
C om parem os ahora la regulación m oral y la autorregulación de la
economía sexual.
160
La regulación m oral opera com o deber. Ella es incompatible con
la gratificación natural instintiva. La autorregulación sigue las leyes
naturales del placer; no sólo es com patible con los instintos naturales
sino que opera más bien idénticam ente con los mismos. La regula
ción m oral crea u n conflicto intenso, insoluble, el conflicto de natu
raleza versus moral. A sí aum enta la presión instintiva, que a su vez
provoca el aum ento de la defensa moral. H ace imposible la circula
ción natural de la energía en el organism o. La autorregulación retira
la energía del deseo que no puede ser satisfecho, transfiriéndola a
otros fines o parejas. C onsiste en una constante alternancia de ten
sión y de alivio de tensión, a la m anera de todas las funciones natura
les. El individuo dotado de una estructura caracterológica «moral»
desempeña sus tareas sin participación interior, com o resultado de la
exigencia de u n «Deberás» extraño al yo. El individuo con una es
tructura caracterológica económ ico-sexual realiza su trabajo al uní
sono de sus intereses sexuales, abrevándose en e l gran depósito de la
energía vital. El individuo que tiene una estructura «moral» parece
seguir las rígidas leyes del m undo moral; en realidad, sólo se adapta
externam ente, internam ente se rebela. A sí se expone en el mayor
grado a una «antisocialidad» inconscientem ente obsesiva e im pul
siva. El individuo sano, autorregulado, no se adapta a la parte irra
cional del m undo e insiste en sus derechos naturales. Al moralista
neurótico le parece enferm o y antisocial; en realidad es incapaz de
acciones antisociales. D esarrolla una autoseguridad natural, basada
en la potencia sexual. El individuo que tiene u n a estructura moral,
es, sin excepción, genitalm ente débil y, p o r lo tanto, se ve sujeto a
una perm anente necesidad de compensar, es decir, de desarrollar una
confianza en sí mism o falsa, rígida. Tolera mal la felicidad sexual en
los otros, porque ello lo excita m ientras él es incapaz de gozarla. Para
él, el acto sexual es esencialm ente una dem ostración de «potencia».
Para el individuo con una estructura genital, la sexualidad es una ex
periencia placentera y nada más; el trabajo, una actividad y realiza
ción vital alegre. Para el individuo m oralm ente estructurado, el tra
bajo es un deber pesado y sólo u n m edio de ganarse la vida.
La coraza caracterológica es tam bién diferente en los dos tipos. El
individuo con una estructura m oral debe desarrollar una coraza re
presora, dom inante de cada una de sus acciones, que funciona auto
m áticam ente sea cual fuere la situación externa. Tal actitud no puede
cambiarse, aunque él lo desee. El burócrata moralista lo sigue siendo
161
Carácter neurótico Carácter genital
Trabajo reactivo
Sexualidad Trabajo
La protesta
como
salida.........
Oscilación de la
La energía energía biológica
sexual .......
inhibida
reprimida La represión A' Ninguna represión sexual
Núcleo
biológico
Trabajo reactivo Trabajo económico-sexual
163
i I
sión universal. P or supuesto que si me hubiera lim itado a formular
una hipótesis incidental, con palabras afectadas y fraseología seudo j
científica, habría alcanzado fama y fortuna. Pero mi trabajo terapéu- 1 .
tico requería mejoras continuas en la técnica de cam biar a la gente y, ‘r
p o r ende, explorar en form a cada vez más profunda la cuestión: Si '•
los rasgos del carácter genital son cosa tan natural, tan deseables 1
¿ cómo es posible pasar constantemente por alto la estrecha relación 'm
entre socialidady sexualidad completa? ¿Por qué todo lo que gobier- j
na la vida actual está dominado p o r el concepto exactamente opuesto? j.j
¿Por qué la violenta antítesis entre naturaleza y cultura, instinto y
m oral, cuerpo y mente, am or y trabajo, diablo y dios, se ha convertí- -i í
do en uno de los rasgos característicos de nuestra cultura y concep- ¡ ¡
ción del m undo? ¿Por qué las transgresiones de ese concepto se casti- ¡
gan con la sanción legal? ¿Por qué se sigue el desarrollo de mi trabajo J
científico con el m ayor interés, que se transform a en h o rro r y difa- I
m ación cuando llega el m om ento de ponerlo seriam ente en práctica? ;
A l principio yo creía que la razón de ello residía en la malignidad, la ’
perfidia o la cobardía científica. Sólo después de m uchos años de
amargas desilusiones pude encontrar la respuesta. !
La m ayoría de mis inquietas y perplejas reacciones frente a mis
oponentes — que en esa época se hacían más y más num erosos— fue
ro n el resultado de la errónea suposición de que lo que es correcto en
principio tam bién puede ser aceptado p o r las personas de manera
simple y realista, para ser llevado a cabo. Ya que me había sido posi
ble com prender y form ular esos hechos obvios, ya que se ajustaban
tan maravillosamente a los propósitos del trabajo terapéutico, ¿por
qué mis colegas no podían también com prenderlos? P o r un lado,
recibían mis conceptos con gran entusiasmo; p o r el otro, parecían
contraerse al tom ar contacto profundo con los mismos. Yo había
llegado hasta sus ideas primarias, a sus ideales hum anos. P ro n to de
bía aprender que los ideales son de hum o y las ideas cam bian rápida
m ente. ¿Q ué interfería aquí? En prim er lugar, el deseo de ganarse la
vida y el hecho de form ar parte de una organización; luego, una acti
tu d de dependencia hacia la autoridad, ¿y...? Algo faltaba.
A quello mism o que se deseaba com o un ideal, producía en la rea
lidad angustia y terror. Le era ajeno al individuo d otado de la estruc
tu ra prevaleciente. Todo el m undo oficial lo com batió. Los mecanis
m os de la autorregulación yacían adorm ecidos en las profundidades
del organism o, recubiertos y penetrados p o r mecanismos obsesivos.
164
Acumular dinero com o contenido y m eta de la vida contradice todo
sentimiento natural. El m undo lo exige y moldea a los individuos
;Vconforme a ello, educándolos de cierta m anera y colocándolos en
curiosas situaciones. El abism o, tan evidente en la ideología social,
i que separaba la m oral y la realidad, las exigencias de la naturaleza y
. de la cultura, se verificaba igualmente en el interior de los individuos.
Para poder subsistir en tal m undo debían com batir y destruir en sí
mismos lo más verdadero, lo más herm oso, lo más propio; tenían que
rodearse con las gruesas paredes de la coraza del carácter. Al hacerlo
se desesperaban p o r dentro y, en su gran m ayoría, tam bién por fuera;
pero se evitaban la lucha con ese im posible orden de cosas. U n refle- .
jo am ortiguado de los sentim ientos más naturales y más hondos por
la vida, de la decencia natural, de la honestidad espontánea, del amor
verdadero, podía verse en cierto «sentim iento» que parecía tanto más
falso cuanto más gruesa era la coraza contra la naturalidad. E lpathos
más falso contenía todavía u n tro zo de verdadera vida. A sí llegué a la
conclusión de que la m endacidad y la m ezquindad humanas son un
reflejo del profundo núcleo biológico. Sólo así cabe com prender el
hecho de que la ideología de la m oralidad e integridad humanas pue
da sobrevivir y ser defendida p o r las masas durante tan largo tiempo,
a pesar de la real fealdad de la vida. Puesto que la gente no puede ni se
anima a vivir su verdadera vida, se aferra de ese últim o destello de ella
que se manifiesta en su hipocresía.
Esas consideraciones condujeron al concepto de la unidad de la
estructura social y la estructura caracterológica. La sociedad moldea
el carácter hum ano. El carácter, a su vez, reproduce la ideología
social en masse, y así refleja su pro p ia supresión en la negación de
la vida. Éste es el m ecanism o básico de la así llamada «tradición».
N o tenía yo la m enor idea de la im portancia que cinco años más
tarde to d o eso tendría para la com prensión de la ideología fascista.
N o estaba especulando en p ro de m ovim ientos políticos ni estaba
construyendo una concepción del m undo. Cada problem a clínico
llevaba a esas conclusiones. P o r lo tanto, no fue sorprendente en
contrar que las contradicciones absolutas en la ideología moral de la
sociedad eran fotográficam ente idénticas a las contradicciones de
la estructura hum ana.
Según Freud, la existencia misma de la cultura se basa en la repre
sión «cultural» del instinto. Tenía que estar de acuerdo con él, pero
condicionalm ente: la cultura de h o y está indudablem ente basada en
165
la represión sexual. Pero luego viene otra pregunta: ¿Está el desarro
llo cultural, com o tal, basado en la represión sexual? ¿Y no p odría ser
que la cultura estuviera basada únicam ente en la represión de los im
pulsos no-naturales, secundarios? N adie había hablado jamás de eso
que yo encontré en las profundidades del ser hum ano, y que ahora
era capaz de llevar a la superficie con mi técnica. N adie tenía una
opinión al respecto.
Pronto me di cuenta de que al discutir la «sexualidad» la gente pen
saba en algo diferente a lo que yo significaba. P or lo general se consi
deraba que la sexualidad pregenital era antisocial y no-natural. Pero
esa condenación se extendía al acto sexual. ¿Por qué u n padre sentía
la conducta sexual de su hija com o algo sucio? N o sólo a causa de sus
celos inconscientes, pues eso no explicaría la violencia de su reacción,
susceptible de llegar al asesinato. N o. La sexualidad genital en nues
tra cultura está, en realidad, rebajada y degradada. Para el hom bre
corriente el acto sexual es un acto de evacuación o una prueba de
dominio. C ontra ello, la m ujer se rebela instintivam ente y con razón;
e igualmente el padre en el caso de la hija. E n estas circunstancias, ser
sexual no significa nada placentero. Tal evaluación de la sexualidad
explica p o r qué se ha escrito en nuestros días tanto acerca de las cua
lidades envilecedoras y el peligro del sexo. Pero esa «sexualidad» es
una caricatura patológica del am or natural. U na caricatura entera
m ente despojada de esa auténtica felicidad del amor, que to d o el
m undo anhela tan hondam ente. La gente ha perdido el sentim iento
de la experiencia sexual natural. La valoración habitual de la sexuali
dad se refiere a su caricatura, y su condena es justificada.
P or lo tanto, cualquier controversia en el sentido de luchar p o r o
contra la sexualidad es vana y no lleva a ninguna parte. E n esa contro
versia, los moralistas deberían ganar y ganarán. La caricatura de la
sexualidad no debería tolerarse. La sexualidad que se practica en los
burdeles es repugnante.
Éste es el p u n to donde siem pre se bloquean las discusiones y que
hace tan difícil la lucha p o r una vida sana. A causa de ello mis adver
sarios argum entan al m argen de la cuestión. Al hablar de sexualidad
no pienso en u n mecanismo neurótico de coito, sino en una relación
sexual de amor; no en el orinar-en-la-m ujer, sino en hacerla feliz. En
otras palabras, si no diferenciamos los aspectos secundarios, no-natu
rales, de la sexualidad, de las necesidades naturales sexuales profunda
mente escondidas en cada persona, no podrem os llegar a ningún lado.
166
Así se planteó el problema: ¿C óm o puede eso hacerse accesible a
las masas, cóm o pasar de la teoría a la realidad, cóm o convertir en
asunto de experiencia real para todos lo que es asunto de leyes para
algunos ? Indudablem ente, una solución in d ivid u a l del problem a no
es satisfactoria, pues no aprehende su verdadero sentido.
El problem a social en psicoterapia era nuevo en esa época. H abía
tres maneras de enfocar el problem a social: prim ero, la profilaxis de
las neurosis; segundo — obviamente relacionado con el prim ero — , la
reforma sexu a l5; y finalmente, el problem a general de la cultura.
167
C apítulo 6
La p r e v e n c ió n d e las n e u r o s is y e l p r o b l e m a
DE L A C U L T U R A
169
El 12 de diciembre de 1919 di una charla sobre la profilaxis de las
neurosis, en el círculo íntim o de Freud. Esas sesiones mensuales eran
únicamente para los titulares de la Sociedad Psicoanalítica y unos
cuantos invitados. Todos sabían que las discusiones que allí se susci
taban revestían una gran im portancia. El psicoanálisis se había con
vertido en un m ovim iento m undial. E ra preciso considerar m uy
cuidadosam ente todas las declaraciones que se hicieran. Tenía yo
plena conciencia de la responsabilidad involucrada. Me habría sido
imposible evadirla expresando verdades a medias. Se trataba o de
presentar el problem a tal cual era o de callarse. Callarse era ya im po
sible. Miles de personas acudían a mis conferencias para oír qué tenía
que decir el psicoanálisis sobre la miseria sexual y social.
Las preguntas siguientes, tom adas al azar entre miles de pregun
tas similares que se planteaban una y otra vez en esas conferencias,
son elocuentes:
¿Q ué se hace cuando una m ujer tiene la vagina seca, aunque em o
cionalmente quiera tener relaciones sexualés?
¿C on qué frecuencia se deben tener relaciones sexuales?
¿Se pueden tener relaciones sexuales durante la m enstruación?
¿Q ué se hace cuando la propia m ujer tiene un amante?
¿Q ué debe hacerse cuando el hom bre no la satisface a una?
¿Cuándo es dem asiado rápido?
¿Pueden tenerse relaciones sexuales p o r detrás?
¿Por qué se castiga la hom osexualidad?
¿Q ué debe hacer la m ujer cuando el hom bre quiere tener relacio
nes sexuales y ella no?
¿Q ué puede hacerse contra el insom nio?
¿Por qué les gusta tanto a los hom bres hablar de sus relaciones
sexuales?
¿En la R usia Soviética se castigan las relaciones sexuales entre
hermanos?
¿Q ué se hace si se quiere tener relaciones sexuales y otras perso
nas duerm en en el m ism o cuarto?
’ ¿Por qué no ayudan los médicos a u n a m ujer cuando se embaraza
y no quiere o no puede tener al hijo? « J
M i hija tiene diecisiete años y y a tiene u n amigo. ¿Está mal? Él no-
se casará con ella de ningún m o d o . ! ?*Í|
¿Es m uy malo tener relaciones sexuales con varias personas?
Las muchachas tienen tantos problem as, ¿qué hago?
E stoy terriblem ente sola y necesito im periosam ente u n amigo,
pero cuando se me acerca algún joven me asusto.
Mi m arido tiene una amante, ¿qué debo hacer? Q uisiera hacer lo
mismo. ¿D ebo hacerlo?
H e vivido con mi mujer ocho años. N os querem os, pero nuestra
vida sexual es u n fracaso. A nhelo otra mujer. ¿Q ué puedo hacer?
Mi hijo tiene tres años y sigue «tocándose». H e tratado de casti
garlo pero no resulta. ¿Es eso malo?
Me m asturbo todos los días, a veces tres veces p o r día. ¿Es malo
para la salud?
Zim m erm an (un reform ador suizo) dice que para np em barazarse
hay que evitar la eyaculación, no m oviéndose den tro de la mujer.
¿Tiene razón? ¡Pero duele!
Si se perm itiera la libertad sexual, ¿no habría u n caos? ¡Tengo
miedo de perder a mi marido!
H e leído un libro para madres que dice que sólo se debe tener con
tacto sexual cuando una quiere u n hijo. Es una tontería, ¿no es cierto?
¿Por qué todo lo sexual está prohibido?
La m ujer es p o r su naturaleza diferente del hom bre. El hom bre es
polígamo y la mujer, monógama. Tener hijos es u n deber. ¿Dejaría
usted que su m ujer tuviera contacto sexual con o tro hom bre?
H abla usted de salud sexual. ¿Q uiere usted decir que deja que sm
hijos se m asturben?
En las reuniones, los maridos se com portan m uy diferentem en
te que en la casa. E n la casa son tiranos. ¿Q ué puede hacerse al res
pecto?
¿Es usted casado? ¿Tiene usted hijos?
La libertad sexual, ¿no implica una com pleta destrucción de la
familia?
Sufro hem orragias uterinas. El médico del dispensario dice que
no im porta y no tengo dinero para consultar u n m édico particular.
¿Qué debo hacer?
Mi período siem pre dura diez días y me causa gran dolor. ¿Q ué
’ debo hacer?
js - ¿A qué edad se puede com enzar a tener relaciones sexuales ?
|g t •¿Es perjudicial la masturbación? D icen que u n o se vuelve loco.
¿Por qué son nuestros padres tan estrictos con nosotros? N unca
Elpse me permite llegar a casa después de las ocho de la noche y ya tengo
feídieí'-ripic años.
171
M i m arido siempre exige que me acueste con él y y o no quiero.
¿Q ué debo hacer?
E stoy de novia y muchas veces ocurre que cuando me acuesto con
m i novio él no puede encontrar el lugar correcto, de m odo que ¡no
logram os ninguna satisfacción. D ebo agregar que mi novio tiene
veintinueve años y antes nunca tuvo relaciones sexuales.
¿Pueden casarse los impotentes?
¿ Q u é pueden hacer las personas feas que no encuentran u n amigo
o amiga?
¿Q ué puede hacer una solterona madura? Después de todo, ¡no
puede echarse en los brazos de cualquier hombre!
¿Es posible para un hom bre prescindir de las relaciones sexuales
m ediante duchas diarias, ejercicio, etc.?
La abstinencia continua, ¿conduce a la im potencia?
¿C óm o debería ser la relación entre m uchachos y muchachas en
los cam pam entos de vacaciones?
Las relaciones sexuales a una edad temprana, ¿conducen a la locura?
¿Es la abstinencia perjudicial?
¿Es perjudicial interrum pir la m asturbación justo antes de la eya-
culación?
¿La leucorrea es un resultado de la m asturbación?
D u ran te esas veladas en la casa de Freud, dedicadas a la discusión
de la profilaxis de las neurosis y al problem a de la cultura, Freud de
finió los puntos de vista que en el año 1931 se publicaron en E l m a
lestar en la cultura, puntos de vista que muchas veces contradecían
notoriam ente los expresados en El porvenir de una ilusión. Yo no
«provoqué» a Freud, com o algunos me reprochan. Tam poco mis ar
gum entos fueron «dictados desde Moscú», com o ha sido sostenido
p o r otros; en realidad, en esa misma época empleaba esos argum en
tos en contra de los economistas teóricos del m ovim iento socialista
que con sus lemas del «curso inevitable de la historia» y «los factores
económ icos» estaban destruyendo al mismo pueblo que pretendían
liberar. Todo lo que trataba de hacer era aclarar esos problem as, y
h o y no me arrepiento. Lo que com batía eran los crecientes intentos
de escam otear la teoría psicoanalítica del sexo y evadir sus conse
cuencias sociales.
A m anera de introducción señalé que deseaba que se considerase
mi com unicación com o privada y personal. Yo quería elucidar cuatro
puntos.
172
1. ¿ Cuáles son las conclusiones inevitables de la teoría y terapéu
tica psicoanalíticas? Es decir, si uno sigue otorgando impor
tancia central a la causación sexual de las neurosis.
2. ¿Esposible continuar limitándose a las neurosis del individuo,
tal com o se presentan en la práctica privada? La neurosis es una
epidemia de las masas que se propaga a través de canales sub
terráneos. La hum anidad entera está psíquicamente enferma.
3. ¿C uál es el verdadero lugar de la teoría psicoanalítica en el
sistema social? N o puede ponerse en duda que debe ocupar ün
lugar definido. A tañe a la im portantísim a cuestión social de
la economía psíquica; ésta es idéntica a la economía sexual, si la
teoría sexual ha de ser llevada a sus últim as conclusiones y no
lim itada en su alcance.
4. ¿Por qué produce la sociedad las neurosis en masa?
173
en los hombres), necesitaba de una terapia intensiva, requiriendo en
cada caso —con un éxito dudoso— un prom edio de dos a tres años.
Asignarse ese propósito com o em presa práctica personal no tenía
sentido. La higiene mental sobre una base tan individualista no es
más que una peligrosa utopía.
La situación requería claramente medidas sociales extensivas para
la prevención de las neurosis. Es cierto que los principios de esas
medidas podían derivarse de la experiencia adquirida con el paciente
individual, al igual que se trata de luchar contra una epidemia con
arreglo a la experiencia obtenida en el tratam iento de un individuo
contagiado. La diferencia, em pero, es trem enda. Es posible prevenir
la viruela m ediante una rápida vacunación. Las medidas necesarias
para la prevención de las neurosis, en cambio, presentan un cuadro
oscuro y aterrador. N o obstante, no pueden eludirse. El éxito sólo
puede residir en la destrucción de las fuentes de la miseria neurótica.
¿ Cuáles son las fuentes de la plaga neurótica?
En prim er térm ino, la supresión sexual en la educación fam iliar
autoritaria, con el inevitable conflicto sexual niño-padres y su angus
tia sexual. Precisamente porque los observaciones clínicas de Freud
eran correctas, fue inevitable que yo llegara a las conclusiones a que
llegué. Además, había aclarado un problem a hasta entonces oscuro: la
relación entre la vinculación sexual niño-padres y la supresión social
generalizada de la sexualidad. El convencimiento de que la represión
sexual es un hecho característico de la educación en su totalidad, hizo
que el problem a se presentara a una luz com pletam ente distinta.
Era fácil ver cóm o la m ayoría de los individuos se volvían n euró
ticos. El interrogante más bien residía en cóm o las personas — bajo
las condiciones educacionales actuales— ¡podían perm anecer sanas\
Ésta pregunta, m uchísim o más interesante, requería u n examen en
¿uanto a la relación entre los m étodos educativos de la familia auto
ritaria y la represión sexual.
Los padres — inconscientem ente a instancias de una sociedad
autoritaria, mecanizada— reprim en la sexualidad infantil y adoles
cente. Com o los niños encuentran el cam ino a la actividad vital blo
queado por el ascetismo y parcialm ente p o r la falta de utilización,
desarrollan u n pegajoso tipo de fijación a los padres, caracterizado
por la desvalidez y sentim ientos de culpa. Eso a su vez im pide que
superen la situación infantil con todas sus angustias e inhibiciones
sexuales. Los niños así educados se convierten en adultos con neuro
174
sis caracterológicas y recrean la propia enferm edad en sus hijos. Y así
sucede de generación en generación. D e este m odo, la tradición con
servadora, una tradición que tiene m iedo a la vida, se perpetúa.
¿Cóm o pueden los seres hum anos crecer sanam ente y perm anecer
sanos después de todo eso?
La teoría del orgasmo proporcionó la respuesta: las circunstancias
condicionadas accidental o socialmente, algunas veces posibilitan la
gratificación genital; esto a su vez elimina la fuente de la energía de
la neurosis, y alivia la fijación a la situación infantil. P o r lo tanto,
puede haber individuos sanos a pesar de la situación familiar. La vida
sexual de los jóvenes de 1940 es, fundam entalm ente, más libre que la
de la juventud de 1900, pero tiene tam bién más conflictos. La dife
rencia entre el individuo sano y el enfermo no reside en que el prim ero
no experimente los mismos conflictos familiares típicos o igual repre
sión sexual. A ntes bien, una peculiar y, en esta sociedad, inusual
com binación de circunstancias, en especial la colectivización indus
trial del trabajo, le perm ite escapar de las garras de am bos m ediante
la ayuda de un tipo de vida económico-sexual. Q u ed a en pie la cues
tión del destino posterior de estos.individuos..Indudablem ente, no
tienen una vida fácil. Pero de todos m odos, la «orgonterapia espontá
nea de las neurosis», como he denom inado el alivio orgástico de la
tensión, les capacita para superar los lazos de la familia patológica, así
como los efectos de la represión sexual social. Existen seres hum anos
de un cierto tipo, trabajando p o r aquí y p o r allá, discretam ente, que
están equipados con una sexualidad natural: son los «caracteres ge
nitales». Los he encontrado con frecuencia entre los obreros indus
triales.
La plaga de las neurosis se cría durante las tres etapas principales
de la vida: en la «prim era infancia» p o r la atm ósfera neurótica del
hogar familiar; en la «pubertad»; y finalm ente en el m atrim onio
«compulsivo» basado estrictam ente en norm as moralísticas.
E n la prim era etapa producen m ucho daño el entrenam iento es
tricto y prem aturo para la limpieza excrementicia, las exigencias de
ser «bueno», de m ostrar un absoluto autocontrol y u n carácter tran
quilo y dócil. Esas medidas preparan el terreno para la prohibición
más im portante de la etapa siguiente, la prohibición de la «m asturba
ción». Q tras restricciones del desarrollo infantil pueden variar, pero
esas tres son típicas. La inhibición de la sexualidad infantil es la base
de la fijación al hogar paterno y su atmósfera, la «familia». Es el ori-
■f
gen de la típica falta de independencia en el pensam iento y la acción; |
La m otilidad y la fuerza psíquicas corren parejas con la motilidad
sexual y no pueden existir sin ella. R ecíprocam ente, la inhibición y la i
torpeza psíquicas presuponen la inhibición sexual.
E n la «pubertad» se repite el m ism o y perjudicial principio educa- :
cional que lleva al em pobrecim iento psíquico y al acorazam iento del
carácter. Tal repetición tiene lugar sobre la sólida base de las inhibicio
nes previam ente establecidas de los im pulsos infantiles. La base del
problem a de la pubertad es sociológica, no biológica. Y tam poco radi
ca en el conflicto niño-padres, como lo sostiene el psicoanálisis. Pues
aquellos adolescentes que encuentran su cam ino hacia una verdadera
vida sexual y de trabajo, superan la fijación infantil a los padres. Los
otros, golpeados más duram ente p o r la supresión sexual, son empu
jados hacia atrás y recaen más profundam ente en la situación infantil.
A eso se debe el que tantas neurosis y psicosis se desarrollen durante
la pubertad. Las estadísticas de Barasch relativas a la relación entre la 1
duración de los m atrim onios y la edad en que se inicia la vida sexual
genital confirm an la estrecha vinculación entre las exigencias de abs
tinencia y las del m atrim onio: cuanto más tem prano inicie u n adoles
cente relaciones sexuales satisfactorias, tanto menos capaz será de con
form arse a la estricta exigencia de «sólo una pareja y para toda la vida».
Sea cual fuere la actitud que se adopte frente a ese descubrim iento, el
hecho subsiste y no cabe negarlo. Significa: la finalidad de la exigen
cia de abstinencia sexual es hacer a, los adolescentes sumisos y capaces
de contraer matrim onio. Esto lo consigue. Pero al conseguirlo crea la
im potencia sexual, que a su vez destruye el m atrim onio y acentúa sus
problem as.
Es m era hipocresía otorgar a los jóvenes el derecho legal de casar
se, p o r ejemplo, en vísperas de sus dieciséis años, infiriendo así que en
tal caso las relaciones sexuales no perjudican, y al mism o tiem po exi
girles «continencia hasta el casamiento», incluso si el casamiento no
puede tener lugar hasta los treinta años. En el últim o caso uno se en
cuentra de golpe con que «las relaciones sexuales en una edad tem pra
na son perjudiciales e inmorales». N inguna persona razonable puede
tolerar semejante razonam iento más de lo que puede tolerar las neu
rosis y perversiones resultantes. M itigar la severidad con que se casti
ga la m asturbación es meramente un cóm odo subterfugio. Lo que está
enjuego es la gratificación de las necesidades físicas de la ju v e n tu d en
vías de maduración. Pubertad significa prim ordialm ente entrada en la
176
vida sexual, y nada más. Lo que las filosofías estéticas llaman «puber
tad cultural» no es más, hablando suavemente, que un conjunto de
palabras vacías. La felicidad sexual de la ju ven tu d en vías de madura
ción es un punto central de la prevención de las neurosis.
La función de la juventud es, en cualquier época, la de representar
el paso siguiente de la civilización. La generación de los padres, en
toda época, procura m antener a la juventud en su propio nivel cultu
ral. Sus m otivos son predom inantem ente de naturaleza irracional:
también ellos tuvieron que ceder, y se irritan cuando la juventud les
recuerda lo que fueron incapaces de realizar. La rebelión típica del
adolescente contra el hogar paterno no es, p o r lo tanto, una manifes
tación neurótica de la pubertad. Es más bien la preparación para lá
función social que deberá cum plir com o adulto. La juventud debe
luchar p o r su capacidad para el progreso. Sean cuales fueren las tareas
culturales que enfrente la nueva generación, el factor inhibidor reside'
siempre en el m iedo de la generación m adura ante la sexualidad y el
espíritu com bativo de la juventud.
Se me ha acusado de profesar la utópica idea de un m undo donde
podría eliminarse el displacer y conservar únicam ente El placer. Tal
acusación se ve anulada p o r mi reiterada afirm ación de que la educa
ción actual, al acorazarlo contra el displacer, hace al ser humano in
capaz de experim entar placer. E l placer y la alegría de vivir no pueden
concebirse sin una lucha, sin experiensias dolorosas y sin un combate
displacentero consigo mismo. Las teorías yogas y budistas del N irva
na, la filosofía hedonista de E p icu ro 1, la renunciación del masoquis
mo, no caracterizan la salud psíquica, sino la alternancia de la lucha
dolorosa y la felicidad, del erro r y la verdad, de la equivocación y la
reflexión sobre ella, del odio racional y el am or racional; en pocas
palabras, la vitalidad plena en todas las posibles situaciones que pue
da presentar la vida. La capacidad de tolerar lo displacentero y el
177
dolor sin huir amargamente a u n estado de rigidez van parejas con la
capacidad de recibir felicidad y dar amor. U sando las palabras de
Nietzsche: el que quiere aprender a «regocijarse en los altos cielos»
debe prepararse a ser «rechazado hasta los infiernos». E n contraste
con eso, nuestros conceptos sociales y educación europeos han con
vertido a los jóvenes — de acuerdo con su posición social— , ya sea en
muñecos envueltos en algodón, ya sea en m áquinas industriales o de
«negocios», secas, crónicam ente m alhum oradas, incapaces de expe
rimentar placer.
El problem a del m atrim onio exige pensar con claridad. El m atri
monio no es m eram ente u n asunto de amor, com o se pretende por
un lado, ni una institución económ ica, com o se dice p o r otro. Es la
forma en que los procesos económ icos y sociales han encerrado las
necesidades sexuales.2 Las necesidades sexuales y económicas, sobre
todo en la mujer, se han com binado en el deseo de m atrim onio, sin
contar con la ideología adquirida desde la más tierna infancia y la
presión m oral de la sociedad. Todo m atrim onio enferm a debido al
conflicto siem pre creciente entre las necesidades sexuales y las nece
sidades económicas. Las necesidades sexuales no pueden ser satisfe
chas con un solo y m ism o com pañero sino durante u n tiem po limita
do. Por otra parte, la dependencia económ ica, las exigencias morales
y la costum bre trabajan p o r la perm anencia de la relación. Ese con
flicto es la base de la miseria conyugal. Se supone que la continencia
prenupcial sea una preparación al m atrim onio. Pero esa misma con
tinencia ocasiona perturbaciones sexuales y mina luego el m atrim o
nio. La capacidad sexual plena puede hacer feliz u n m atrim onio, pero
está en total desacuerdo con todos los aspectos de la exigencia m ora
lista de una m onogam ia que abarque la vida entera. Esto es u n hecho,
y nada más que u n hecho. Podem os com portarnos de muchas ma
neras con respecto a ese hecho. Pero no debem os ser hipócritas al
respecto. Esas contradicciones — en circunstancias interiores o exte
riores desfavorables— llevan a la resignación. Ésa exige una amplia
inhibición de los im pulsos vegetativos. Lo que a su vez produce toda
clase de mecanismos neuróticos. La asociación sexual y el com pañe
rismo hum ano en el m atrim onio son entonces reem plazados p o r una
relación niño-padres y una esclavitud recíproca, en pocas palabras,
p o r un incesto disfrazado. Semejantes situaciones han sido m uy a
178
m enudo descritas y son hoy bien conocidas y hasta triviales. Sólo
permanecen ignoradas po r gran m ultitud de psiquiatras, sacerdotes,
reform adores sociales y políticos.
Tales obstáculos internos a la higiene mental colectiva, bastante
serios de p o r sí, son agravados aún m ucho más p o r las condiciones
sociales externas que los producen. La miseria psíquica no es resulta
do del caos sexual actual; antes bien, es parte inseparable de él. Porque
el m atrim onio y la familia compulsivos continúan re-creando la es
tructura hum ana de esta edad económica y psíquicam ente m ecaniza
da. D esde el punto de vista de la higiene sexual, todo está sim plem en
te mal en ese orden. Desde el punto de vista biológico, el organism o
humano sano requiere de tres mil a cuatro mil coitos en el curso de
una vida genital de treinta a cuarenta años. El deseo de descendencia
se satisface plenam ente con dos a cuatro hijos. Las ideologías m oralis
tas y ascéticas condenan el placer sexual aun dentro del m atrim onio si
no tiene p o r fin la procreación. Llevando eso a su conclusión lógica, a
lo sumo serían lícitos cuatro actos sexuales durante una vida. Y las
autoridades médicas aceptan este principio. Y las personas sufren en
silencio. O hacen tram pa y son hipócritas. Pero nadie intenta rechazar
seriamente tal absurdo, el que se manifiesta en la prohibición oficial
o moral de los m étodos anticoncepcionales o en la censura de toda
información sobre el tema. El resultado son los trastornos sexuales y
el miedo al em barazo, que a su vez remueve las angustias sexuales in
fantiles y socava el matrim onio. Inevitablemente, los elementos del
caos com binan sus efectos. La prohibición de la m asturbación d uran
te la infancia da origen al miedo a tocar la vagina. Las mujeres llegan
así a temer el uso de procedim ientos anticoncepcionales y recurren al
«aborto criminal», qué a su vez es el punto de partida de num erosas
manifestaciones neuróticas. El miedo al em barazo im pide la satisfac
ción tanto en el hom bre cuanto en la mujer. A lrededor de u n 60 % de
la población masculina recurre al coitus interruptus. Esa práctica p ro
duce estasis sexual y nerviosidad en masse.
De todo eso nada dicen la medicina o la ciencia. M ás aún: con sus
pretensiones, sus formulismos, sus teorías erróneas y la obstaculi
zación directa, interceptan toda tentativa seria, científica, social o
médica destinadas a remediar la situación. C u an d o uno oye tanta
cháchara— en tono solemne y autoritario— sobre la «necesidad m o
ral» y la «inocencia» de la continencia y del coitus interruptus, tiene
toda la razón de indignarse. N o dije eso en una de las reuniones en
179
casa de Freud, pero los mismos hechos suscitaron este sentimiento de
indignación.
Se descuidó otro problem a: la vivienda. D e acuerdo con las esta
dísticas, en la Viena de 1927 más del 80 % de la población vivía de a
cuatro personas o más en un solo cuarto. Esto significa que para tal
porcentaje era imposible una satisfacción sexual fisiológica, aun da
das las m ejores condiciones interiores. N i la medicina ni la sociología
m encionan nunca ese hecho.
La higiene sexual y m ental presupone una existencia económica
m ente segura y ordenada. El individuo preocupado p o r su próxima
com ida no puede disfrutar el placer y se convierte fácilmente en un
psicópata sexual. Es decir, que para realizar una profilaxis de las neu
rosis debem os contar con una transform ación radical en todo lo que
las ocasiona. P or eso nunca se ha propuesto el problem a de la preven
ción de las neurosis como tema de discusión, y ni siquiera se lo pen
só. Lo quisiera yo o no, mis afirmaciones no pudieron dejar de ser
provocadoras. Los hechos de p o r sí entrañaban buena dosis de pro
vocación. Y eso que me abstuve de insistir sobre conceptos legales,
com o, p o r ejemplo, el «deber conyugal» o la «obediencia a los padres,
incluyendo el som etim iento a sus castigos». N o se acostum braba
m encionar tales cosas en los círculos académicos: se decía que no
eran temas «científicos». Pero, aunque nadie deseaba oír los hechos
presentados, nadie podía negarlos. Pues cada uno sabía que la tera
péutica individual carecía de efectos sociales, que la educación se
encontraba en u n estado desesperado y que las ideas y conferencias
sobre ilustración sexual no eran suficientes. Tal situación llevaba con
lógica im placable al problem a de la cultura en general.
H asta 1929 no se había examinado la relación entre psicoanálisis
y cultura. Los psicoanalistas no sólo no veían contradicción alguna
entre am bos, sino que su gran m ayoría consideraba la teoría de Freud
com o «prom otora de cultura» y no u n a crítica de la misma. E n
tre 1905 y 1925, los adversarios del psicoanálisis señalaron constan
tem ente su «peligrosidad cultural». Tanto ellos com o el m undo le
acusaron de m ultitud de cosas que sobrepasaban con m ucho sus in
tenciones. Ello estaba m otivado p o r el profundo deseo individual de
ver claro en el problem a sexual, que to d o el m undo sentía, y p o r el
tem or al caos sexual que sentían los «defensores de la cultura». Freud
creía que su teoría de la sublimación y renunciam iento del instinto
había conjurado el peligro. Poco a poco se apagaron los m urm ullos
180
reprobadores, sobre todo cuando floreció la teoría del instinto de
muerte y cuando F reud rechazó la teoría de la angustia estásica. La
teoría de una voluntad biológica de sufrir sirvió para sacar de apuros.
Esas teorías dem ostraban que el psicoanálisis no estaba en conflicto
con la civilización. Pero esa ecuanimidad se veía amenazada ahora
por mis publicaciones. Para no verse com prom etido por ellas, se
afirmó que mi teoría era «anticuada» o errónea. Pues yo no me había
facilitado las cosas de ninguna manera. N o me había contentado con
afirmar que el psicoanálisis estaba en desacuerdo con la cultura, y
que era «revolucionario». Las cosas eran enorm em ente más compli
cadas de lo que m uchos creen hoy.
En pocas palabras, no era posible rechazar mis hipótesis. Muchos
clínicos, cada día más num erosos, trabajaban con la terapia genital.
N o cabía refutar esas hipótesis y menos aún dism inuir su im portan
cia. C onfirm aban el carácter revolucionario de una teoría científica
de la sexualidad. ¿N o se había proclam ado que Freud había abierto
una nueva era cultural? Pero nadie podía contribuir abiertamente a
prom over esa novedad. Ello hubiera am enazado la seguridad mate
rial de los psicoanalistas y puesto en tela de juicio la afirmación de
que el psicoanálisis era «prom otor de cultura». N adie se pregunta
ba qué era lo que se prom ovía en esa cultura, y qué lo que se veía
amenazado. Se pasaba p o r alto el hecho de que, en razón de su pro
pio desarrollo, lo nuevo critica y niega lo antiguo.
Los círculos dirigentes de la ciencia social en A ustria y Alemania
rechazaron el psicoanálisis y trataron de rivalizar con él en la tentati
va de entender la naturaleza humana. N o era fácil encontrar el cami
no a través de esas dificultades. Es sorprendente cómo en esa época
pude yo evitar errores verdaderam ente trem endos. Era muy grande
la tentación de tom ar un cam ino más corto, de hacer alguna cómoda
transacción, de tratar de descubrir una rápida solución práctica. H a
bría podido decirse, p o r ejemplo, que la sociología y el psicoanálisis
podían unirse sin dificultad, o que el psicoanálisis, si bien era correc
to com o psicología del individuo, carecía de importancia cultural.
Eso fue, en realidad, lo que dijeron los marxistas que tenían alguna
inclinación psicoanalítica. Pero no era una solución. Yo era demasia
do psicoanalista para ser superficial y estaba demasiado interesado
p o r el progreso del m undo hacia la libertad, para contentarme con
una respuesta banal. P or el m om ento me conform é con haber podido
coordinar psicoanálisis y sociología, aunque en un principio sólo
181
desde un punto de vista m etodológico3. Las incesantes acusaciones
de mis «amigos» y «enemigos» sobre el apresuram iento de mis con
clusiones, si bien me fastidiaban, no me inquietaban. Sabía que nin
guno de ellos haría el m enor esfuerzo teórico ni práctico. A ntes de
decidirme a publicarlos, conservé durante largos años mis m anuscri
tos encerrados en u n cajón. N o deseaba yo seguir siendo «agudo».
La relación entre psicoanálisis y cultura com enzó a aclararse por
sí misma cuando un joven psiquiatra leyó un trabajo sobre «Psicoa
nálisis y concepción del m undo» en casa de Freud. Sólo pocas perso
nas saben que E l malestar en la cultura de F reud nació de esas discu
siones sobre la cultura, que se efectuaron a fin de refutar mi trabajo
en vías de m aduración y el «peligro» que se suponía habría de desen
cadenar. El libro contenía frases que el mism o F reud había usado en
nuestra discusión para objetar mis criterios.
En ese libro, que no se publicó hasta 1931, Freud, si bien reconoce
que el placer sexual natural es el objetivo de los esfuerzos hum anos,
trata al mismo tiem po de dem ostrar la im posibilidad de m antener ese
postulado. Su fórm ula básica teórica y práctica era siempre: El in
dividuo hum ano — norm alm ente p o r supuesto— progresa desde
el «principio del placer» al «principio de la realidad». D ebe renunciar
al placer y adaptarse a la realidad. F reud nunca se preguntaba p o r la
irracionalidad de esa «realidad» ni qué tipo de placer es compatible
con la socialidad y qué tipo no lo es. H o y considero afortunado para
la verdadera higiene mental que dicho problem a se haya traído a luz.
A portó claridad e hizo imposible seguir considerando que el psico
análisis, sin una crítica práctica de las condiciones de educación y sin
ninguna intención de cambiarlas, era una fuerza para reform ar la
cultura. D e otra manera, ¿cuál es el significado de la palabra «progre
so», de la que tanto se abusa?
El concepto siguiente correspondía a la actitud académica de
aquella época. La ciencia, decían, tiene que ver con los problem as
de qué es, el pragm atism o social con los problem as de qué debería
ser. «Q ué es» (ciencia), y «qué debería ser» (pragm atism o social), son
dos cosas diferentes que no tienen nada en com ún. El descubrim ien
to de un hecho no implica un «debería ser», o sea, la indicación de una
finalidad a perseguir. C on un descubrim iento científico, cada grupo
ideológico o político puede hacer lo que le plazca. Me enfrenté con
182
esos lógicos éticos que huyen de la realidad refugiándose en fórmulas
abstractas. Si encuentro que un adolescente se vuelve neurótico e in
capaz de trabajar a causa de la abstinencia, eso se denom ina ciencia.
Desde el p u n to de vista de la «lógica abstracta» es indiferente que
continúe viviendo en abstinencia o que la abandone. Tal conclusión
pertenece a una «concepción del m undo» y su realización es pragm a
tismo social. Pero, me dije, hay descubrimientos científicos de los que,
en la práctica, sólo se sigue una cosa, y nunca la otra. Lo que es lógi
camente correcto puede ser prácticam ente equivocado. Si h o y al
guien propusiera que la abstinencia es perjudicial para el adolescente
y de ahí no concluyera que la abstinencia debe abandonarse, sólo
provocaría risas. P or eso es tan im portante form ular los problem as
en térm inos prácticos. U n médico no puede perm itirse tom ar un
punto de vista abstracto. Q uien se niega a extraer las conclusiones
prácticas del descubrim iento arriba m encionado, p o r fuerza hará
afirmaciones erróneas de índole «puram ente científica». D eberá sos
tener con las «autoridades científicas» que la abstinencia no es peli
grosa para la adolescencia; en pocas palabras, tendrá que disfrazar la
verdad y ser hipócrita, para defender su exigencia de abstinencia.
Todo descubrimiento científico tiene su fu n d a m en to en una concep
ción del m undo y consecuencias prácticas en la vida social.
Por prim era vez vi claramente el abismo que separaba el pensa
miento lógico abstracto del pensam iento funcional en térm inos de
ciencia natural. La lógica abstracta muchas veces adm ite hechos cien
tíficos sin dejar que tengan,consecuencias prácticas. P o r lo tanto, yo
me sentí m ucho más atraído p o r el funcionalism o práctico, que p o s
tula la unidad de la teoría y la práctica.
El punto de vista de Freud era el siguiente: la actitud del h o m
bre medio frente a la religión es com prensible. U n poeta fam oso dijo
una vez:
183
La afirm ación es correcta para nuestra época, al igual que todo
cuanto sostiene la ideología conservadora. El derecho de los conser
vadores es idéntico al derecho de atacarlos m ediante conocimientos
médicos y científicos tan a fondo que se llega a destruir la fuente de
la arrogancia conservadora, la ignorancia. El hecho de que la pregun
ta queda sin respuesta con respecto al patológico espíritu de toleran
cia de parte de las masas trabajadoras, a su renunciam iento patológi
co al conocim iento y a los frutos culturales de este m undo de «ciencia •
y de arte», a su desvalidez, miedo a la responsabilidad y ansia de
autoridad, el hecho de que esa pregunta quede sin respuesta, está
llevando al m undo a un abismo bajo la form a pestilente del fascis
mo. ¿ Q ué sentido tiene la ciencia si pone u n tabú sobre esas preguntas?
¿Q ué tipo de conciencia m oral puede tener u n sabio que trabaja o
p odría trabajar p o r encontrarla y que deliberadam ente no lucha con
tra esa plaga psíquica? Hoy, frente a un peligro de m uerte, a todo el
m undo le resulta claro eso que hace doce años podría apenas mencio
narse. La vida social ha puesto nítidam ente de relieve ciertos proble
mas que en aquel tiem po se consideraba concernían exclusivamente
a los médicos.
F reud pudo justificar el renunciam iento a la felicidad p o r parte
de la hum anidad tan espléndidamente com o había defendido la exis
tencia de la sexualidad infantil. U n o s años más tarde, un genio
patológico — explotando la ignorancia hum ana y el m iedo a la felici
dad— llevó a E uropa al borde de la destrucción con el lema del re
nunciam iento heroico.
184
¡ las necesidades de los hom bres, podría ser ablandado por sus ruegos y
aplacado por las señales de su rem ordim iento. El conjunto es tan obvia-
mente infantil, tan p o co congruente con la realidad, que para todo amigo
sincero de la hum anidad resulta doloroso pensar que la gran mayoría de
' ' los mortales nunca podrá elevarse más allá de esta visión de la vida.
185
nerado un m undo enorm e de pensam iento científico. D ebe destacar
se que la actitud de F reud era sólo una expresión de la actitud funda
mental generalizada entre los sabios académicos: no tenían confianza
en la autoeducación dem ocrática ni en la productividad intelectual de
las masas; p o r eso nada hacían para contener la marea de la dicta
dura.
Desde el mism o com ienzo de mi actividad en el campo de la higie
ne sexual, me convencí de que la felicidad cultural en general y la fe
licidad sexual en particular form aban el contenido m ism o de la vida
y debían ser la m eta de to d o esfuerzo social práctico. Me contradije
ron por todas partes, pero mis descubrim ientos eran más im portan
tes que todas las objeciones y dificultades. La literatura en conjunto,
desde las novelas de veinte centavos hasta la m ejor poesía, probaban
que mis puntos de vista eran acertados. Todo interés cultural (cine
matógrafo, novela, poesía, etc.) gira alrededor de la sexualidad, m e
dra en la afirm ación de lo ideal y en la negación de lo real. Las indus
trias de cosméticos, el com ercio de m odas y el negocio de la publicidad,
viven de eso. Si toda la hum anidad sueña y escribe sobre la felicidad
y el amor, ¿por qué no podría realizarse ese sueño en la vida? El fin
era claro. Los hechos descubiertos en las profundidades biológicas
exigían acción médica. ¿Por qué el ansia de felicidad debe seguir sien
do un fantástico «algo» en constante contradicción y pugna con la
dura realidad? F reud abandonó la esperanza de la m anera siguiente:
¿Qué es lo que la conducta hum ana descubre p o r sí mism a como
meta de la vida? ¿Q ué esperan los individuos de la vida, qué quieren
recibir de ella? Tales eran los interrogantes que se planteaban en la
mente de F reud en 1930, después de esas discusiones que habían in
troducido las exigencias sexuales de las masas en el pacífico gabinete
del sabio y determ inado un violento conflicto de opiniones.
Freud tenía que adm itirlo: «D ifícilm entepuede dejarse de acertar
la respuesta. C lam an p o r felicidad, quieren ser felices y continuar
siéndolo». Q uieren experim entar poderosas sensaciones placenteras.
Es simplemente el principio del placer el que establece la m eta de la
vida. Ese principio rige el funcionam iento del aparato psíquico desde
el comienzo mismo.
186
titución total de las cosas se organiza contra él. Cabría decir que el esque
ma de la «Creación» no incluye la intención de que el hom bre debe ser
feliz. Lo que se llama felicidad en el sentido más estricto, proviene de la
gratificación — casi siempre instantánea— de necesidades sobremanera
reprimidas, y por su propia naturaleza sólo puede ser una experiencia
transitoria.
187
experimento revolucionario de la Rusia Soviética pudiera tener éxito jo
N adie se imaginaba entonces el catastrófico fracaso del intento de ^
L enin de establecer una democracia social. F reud sabía, y así lo dijo J
p o r escrito, que la hum anidad estaba enferma. La relación entre esa “j
enferm edad general y la catástrofe que ocurrió en Rusia, y más tarde
en A lem ania, era tan extraña al pensam iento del psiquiatra como al ']
del hom bre de Estado o del econom ista político. Tres años después,
las condiciones de Alemania y de A ustria estaban perturbadas como
para afectar toda actividad profesional. La irracionalidad de la vida ]
política se hizo evidente; la psicología analítica penetró más y más en i
los problem as sociológicos. En mi trabajo, el «hom bre» com o enfer
m o y el «hombre» com o ser social se iban uniendo en u n solo hom
bre. Vi cóm o las masas neuróticas y ham brientas iban cayendo presa
de los piratas políticos. N o obstante su conocim iento de la plaga
psíquica, F reud tenía miedo de incluir el psicoanálisis en el caos po
lítico. Su conflicto lo hizo más hum ano ante mis ojos, pues era un
conflicto m uy intenso. También com prendo h o y la necesidad de su
resignación. D urante quince años luchó p o r el reconocim iento de
hechos sencillos. El m undo de sus colegas lo había ensuciado, lo ha
bía llam ado charlatán, más aún, había puesto en duda la sinceridad de
sus móviles. N o era u n pragmatista social, sino «un científico puro»,
y com o tal, estricto y honesto. El m undo no podía negar p o r más
tiem po los hechos de la vida psíquica inconsciente. E ntonces re
com enzó su antiguo juego de degradar lo que no podía destruir. Le
dio m uchos discípulos, que llegaron a una mesa servida y que no
tenían que trabajar duram ente por lo que tom aban. Sólo tenían un
interés: hacer aceptable socialmente el psicoanálisis, lo más rápido
posible. Llevaron las tradiciones conservadoras de este m undo a su
organización, y sin una organización la obra de F reu d no podía sub
sistir. U n o después de otro, sacrificaron o diluyeron la teoría de la
libido. F reu d sabía cuán difícil era continuar abogando p o r la teoría
de la libido. P ero el interés de la autoconservación y de salvaguardar
el m ovim iento psicoanalítico le im pedía decir aquello p o r lo que
ciertam ente hubiera luchado en un m undo más honesto. C o n su cien
cia había trascendido con m ucho del estrecho h o rizo n te intelectual
de sus contem poráneos. Su escuela lo hacía reto rn a r al m ism o. Sa
bía él en 1929 que, en mi joven entusiasm o científico, yo tenía razón.
P ero adm itirlo hubiera significado sacrificar la m itad de la organi
zación.
188
ic Que las perturbaciones psíquicas son el resultado de la represión
» sexual era u n hecho establecido. La pedagogía y la terapia analíticas
^intentaron elim inar la represión de los instintos sexuales. ¿ Q ué pasa
—era el interrogante— una v e z que se ha liberado a los instintos de la
represión? El psicoanálisis contestaba: los instintos se rechazan o se
subliman. D e la satisfacción real nadie hablaba; no podía existir, por
que se pensaba que el inconsciente era únicam ente un infierno de
impulsos perversos y antisociales.
D urante m ucho tiem po traté de obtener una respuesta a la si
guiente pregunta: ¿ Q u é pasa cuando la genitalidad natural de los ni~
ños y de los adolescentes se libera de la represión? ¿También debía ser
«rechazada» o «sublimada»? Tal pregunta nunca fue contestada por
los psicoanalistas. Y, sin em bargo, constituye el problem a central de
la form ación del carácter.
Todo el proceso de la educación sufre a causa del hecho de que la
adaptación social exige la represión de la sexualidad natural, y es esta
represión la que torna a los individuos antisociales y enfermos. Lo i
que había de cuestionarse, p o r lo tanto, era si las exigencias de la edu
cación estaban justificadas. Se basaban en una interpretación errónea
de la sexualidad.
La gran tragedia de F reud fue que se refugió en teorías biologis-
tas; pudo haber perm anecido silencioso o dejar que la gente hiciera lo
que quisiera. Y de ese m odo llegó a contradecirse.
La felicidad, decía, era una ilusión; porque el sufrimiento amenaza
inexorablem ente p o r tres lados. «Desde el propio cuerpo, destinado a
la desintegración y corrupción.» ¿Por qué, entonces, debería uno pre
guntar, continúa la ciencia soñando con prolongar la vida? «Desde el
mundo exterior, que puede atacarnos con avasalladoras e inexorables
fuerzas destructivas.» ¿Por qué, entonces, puede uno preguntarse, los
grandes pensadores pasaron su vida m editando sobre la libertad? ¿Por
qué, entonces, millones de luchadores derramaron su sangre por la
libertad en la lucha contra esa am enaza del m undo exterior? ¿La pes
te no ha sido finalmente vencida? ¿Y no han dism inuido por lo menos
la esclavitud física y social? ¿N o sería posible vencer el cáncer? ¿No
podría term inarse con las guerras del mismo m odo que se ha termina
do con las pestes? ¿N o será nunca posible vencer la hipocresía mora-
lizadora que convierte en lisiados a los niños y a los adolescentes?
M ucho más serio y difícil era el tercer argum ento contra el anhelo
hum ano de felicidad: el sufrim iento que nace de las relaciones con
189
otras personas, decía Freud, es más doloroso que ningún otro. U no
puede sentirse inclinado a considerarlo com o una intrusión superfi
cial y accidental, pero al m ism o tiem po es tan fatalm ente inevitable
como el sufrim iento que emana de otras fuentes. A q u í hablaba la
propia amarga experiencia de F reud con la especie hum ana. A quí
tocaba él nuestro problem a de estructura, en otras palabras, el irra-
cionalismo que determ ina el com portam iento de la gente. Algo de
todo eso llegué a experim entar penosam ente en la Sociedad Psico-
analítica: una organización cuya tarea fundam ental consistía en el
dominio médico de la conducta irracional. Y ahora F reud decía que
ello era fatal e inevitable.
Pero ¿cómo? ¿Por qué, entonces, se sostenía el altivo p u n to de
vista de la ciencia racional? ¿Por qué, entonces, se proclam aba que la
educación del ser hum ano debía llevar a una conducta racional y
realista? P o r m otivos que yo no podía com prender, F reud no veía la
contradicción de su actitud. P o r u n lado, él había — correctam ente—
reducido el pensam iento y conducta hum anos a los m otivos irracio
nales inconscientes. P o r la otra, podía existir para él una concepción
del m undo donde la misma ley que había descubierto ¡no era válida!
¡Una ciencia más allá de sus propios principios! La resignación de
Freud no era nada más que una huida de las gigantescas dificultades
presentadas p o r lo patológico y lo maligno de la conducta humana.
Estaba desilusionado. O riginalm ente creyó que había descubierto
una terapéutica radical de las neurosis. E n verdad, no había hecho
más que comenzar. Las cosas eran sobrem anera más complicadas de
lo que nos hubiera hecho creer la fórm ula de hacer consciente al in
consciente. F reud había afirm ado que el psicoanálisis podía abarcar
los problemas genérales de la existencia hum ana, no sólo los proble
mas médicos. P ero no pu d o encontrar el cam ino a la sociología. En
Más allá del principio del placer había tocado im portantes cuestiones
biológicas p o r vías de hipótesis, y así llegado a la teoría del instinto
de muerte. P robó ser una teoría errónea. El m ism o la había anuncia
do con m ucho escepticismo al principio. Pero la psicologización de
la sociología, así com o de la biología, alejó to d a posibilidad de una
solución práctica de esos trem endos problem as.
Además, tanto a través de su práctica com o de su enseñanza,
Freud había llegado a considerar a sus prójim os com o seres carentes
de toda responsabilidad y maliciosos. D u ran te décadas había vivido
aislado del m undo, a fin de proteger su propia tranquilidad espiri
190
tual. D e lo contrario habría participado en todas las objeciones irra
cionales que se le habían opuesto, y se habría p erd id o en m ezquinas
luchas destructivas. Para poder aislarse necesitaba de u n a actitud es
céptica hacia los «valores hum anos», más aún, de u n cierto desprecio
por el individuo de su tiempo. El conocim iento llegó a significarle
mucho más que la felicidad humana. Y tanto más cuanto que los seres
hum anos no parecían capaces de adm inistrar su p ro p ia felicidad,
aunque ésta alguna vez se les presentara. Tal actitud correspondía
exactamente a la superioridad académica de la época. Pero no parecía
admisible juzgar los problem as generales de la existencia hum ana
desde el p u n to de vista de un pionero científico.
Si bien com prendía los m otivos de Freud, dos hechos im p o rtan
tes me im pedían seguirlo. U no era el aum ento constante de las de
mandas de las personas incultas, maltratadas, psíquicam ente arruina
das, de una revisión del orden social en función de la felicidad terrenal.
N o ver eso, o no tom arlo en cuenta, hubiera significado u n a ridicula
política de avestruz. Yo había llegado a conocer dem asiado bien ese
despertar de las masas para poder negarlo o subestim arlo com o fuer
za social. Las razones de. Freud eran correctas. Pero tam bién lo eran
las de las masas en despertar. N o tomarlas en cuenta significa ponerse
del lado de los parásitos ociosos de la sociedad.
El otro hecho era que yo había aprendido a v e r a los individuos de
dos maneras. A m enudo eran corruptos, incapaces de pensar, deslea
les, llenos de lemas desprovistos de sentido, traidores o sim plem ente
vacíos. Pero esto no era natural. Las condiciones de vida imperantes
los habían hecho así. E n principio, entonces, p odían volverse diferen
tes-. decentes, rectos, capaces de amar, sociables, cooperativos, leales
y sin com pulsión social. D ebía reconocer cada vez más que lo que se
denomina «malo» o «antisocial» es realmente neurótico. P o r ejem
plo, un niño juega de una manera natural. El m edio am biente le pone
el freno. A l principio el niño se defiende, luego sucum be; pierde su
capacidad para el placer mientras mantiene en form a de patológicas e
irracionales reacciones de despecho, carentes de finalidad, su lucha
contra la inhibición del placer. D e la misma m anera, el com porta
miento hum ano p o r lo general sólo es u n reflejo de la afirm ación y
; negación de la vida en el proceso social. ¿Era concebible que el con-
v flicto entre la lucha p o r el placer y su frustración social pudieran re-
! ’: solverse algún día? La investigación psicoanalítica de la sexualidad ;
parecía ser el prim er paso en esa dirección. P ero este p rim er c o m ie n -:
191
zo no cum plió su promesa. Se convirtió en algo abstracto; luego, en
una doctrina conservadora de «adaptación cultural» cargada de múl
tiples contradicciones insolubles.
La conclusión era irrefutable: E l anhelo hum ano de vida y placer
no p u ed e desterrarse. Pero la regulación social de la vida sexual sí
p u ede cambiarse.
F ue aquí donde Freud com enzó a elaborar justificativos de una
ideología ascética. «Gratificación sin límites» de todas las necesida
des, dijo, «sería el m odo de vida más tentador», pero ello significaría
po n er el goce p o r delante de la prudencia y acarrearía castigos inme
diatos. A lo cual podía yo contestar, aun en esa época, que había que
distinguir entre los anhelos naturales de felicidad, y los secundarios,
los anhelos antisociales resultados de la educación compulsiva. Las
tendencias secundarias, no naturales, sólo pueden m antenerse sujetas
m ediante la inhibición moral, y siempre será así. A las necesidades
naturales de placer, en cambio, se aplica el principio de la libertad, en
otras palabras, el «vivirlas». Sólo hay que saber distinguir qué signi
fica la palabra tendencia en cada caso.
Escribe Freud: «La eficacia de los narcóticos en la lucha p o r la
felicidad y en la defensa contra la miseria, constituye un beneficio tan
grande que tanto los individuos como los pueblos les han otorgado
una posición perm anente en la econom ía de su libido». ¡Pero no
agrega ni una palabra acerca de la oposición médica a esa gratifica
ción sustitutiva que destruye el organismo! N i una palabra sobre la
causa de la afición a los narcóticos, a saber, la negación de la felicidad
sexual. E n toda la literatura psicoanalítica no encontram os una sola
palabra sobre la relación entre toxicomanía y falta de satisfacción
genital.
El p u n to de vista de Freud era desesperanzado. Es cierto, decía,
que no es posible suprim ir el anhelo de placer. Pero lo que había que
cam biar no era el caos de las condiciones sociales, sino el mismo
anhelo de placer. La complicada estructura del aparato psíquico admi
tía buen núm ero de m odos de influencia. D el mism o m odo que la
gratificación instintiva es felicidad, tam bién puede convertirse en
la fuente de graves sufrimientos si el m undo externo niega gratifica
ción. D ebía esperarse, p o r lo tanto, que influyendo sobre los im pul
sos instintivos (o sea, no influyendo sobre el m undo frustrador) p o
dríam os llegar a liberarnos de parte del sufimiento. Ese influir trataría
de dom inar la fuente interna de las necesidades. E n un grado extremo
192
leso se obtiene m atando los instintos, com o lo enseña la filosofía
oriental, y fue puesto en práctica p o r el yoga. ¡Y eso fue dicho por
Freud, el mism o hom bre que había presentado al m undo los hechos
irrefutables de la sexualidad infantil y la represión sexual!
A quí ya no se podía ni se debía seguir a Freud. Más aún, había que
organizar todas las fuerzas disponibles para luchar contra las conse
cuencias de esos conceptos, que procedían de tan elevada autoridad.
Era de prever que, en los días p o r venir, todos los espíritus malignos
representantes del m iedo de vivir llamarían a F reud como testigo. N o
era ésa la m anera de tratar un problem a hum ano de prim era magni
tud. N o se podía defender la resignación del coolí chino ni la m orta
lidad infantil de un cruel patriarcado de las Indias O rientales, que ya
estaba com enzando a recibir sus prim eras derrotas. El problem a más
candente de la miseria de la infancia y de la adolescencia era la matan
za de todos los im pulsos vitales espontáneos p o r el proceso de la
educación, en aras de un refinam iento sospechoso. La ciencia'no p o
día condenar esto; no podía tom ar u n cam ino de salida tan conve- ■;
niente. Y m ucho m enos cuando el p ropio F reud no ponía en tela de
juicio el anhelo hum ano de felicidad y su básica corrección.
C om o F reud lo adm itió, el esfuerzo p o r una culminación positiva
de felicidad, esa orientación de la vida que gira alrededor del am ory
espera todas las satisfacciones del am ar y del ser amado, podría pare
cer lo más natural a cada uno; el am or sexual proporcionaba las sen
saciones placenteras más intensas y se convertía así en el prototipo de
todo anhelo de felicidad. Pero, decía él, ese concepto tiene un punto
débil, o de lo contrario a nadie se le hubiera ocurrido abandonar tal
manera de vivir p o r otra. N adie está nunca m enos protegido contra
el sufrim iento que cuando ama, decía, y es más desgraciado que
cuando pierde u n am or o u n objeto de amor. El program a del princi
pio del placer, el logro de la felicidad, concluía, no podía ser puesto
en práctica. U na y otra vez, F reud m antenía la inm utabilidad de la
estructura hum ana y de las condiciones de la existencia humana.
A quí, F reud pensaba en actitudes semejantes a las reacciones neuró
ticas de desengaño de las mujeres em ocional y económicamente de
pendientes.
La superación de esos criterios freudianos y la elaboración de la
solución económ ico-sexual del problem a tuvo lugar en dos partes.
Prim ero, el anhelo de la felicidad debía ser claramente comprendido
en su naturaleza biológica. D e tal m odo sería posible separarlo de las
193
deformaciones secundarias de la naturaleza hum ana. E n segundo
lugar, estaba el gran problem a relativo a la practicabilidad social de
aquello que tan profundam ente anhelan los individuos y que al mis
mo tiempo tanto temen.
La vida, y con ella el anhelo de placer, no ocurren en u n vacío, sino
bajo condiciones naturales y sociales definidas. La prim era parte era
territorio biológico desconocido. N adie había explorado todavía el
mecanismo del placer desde el p u n to de vista de la biología. La se
gunda parte era sociológica, o más bien el territorio inexplorado de la
política sexual social. Si se reconoce en general que las personas tie
nen un anhelo natural, y que las condiciones sociales les im piden al
canzar su finalidad, surge entonces la cuestión de qué m edios y ma
neras les perm itirán alcanzarla. E sto se aplica tanto a la felicidad
sexual com o a los objetivos económ icos. N egar a la sexualidad lo que
en otros terrenos (por ejemplo, en los negocios o en la preparación de
la guerra) no se vacilaría en admitir, implica una particular m entali
dad caracterizada p o r el uso del cliché.
Salvaguardar la distribución de las materias prim as requiere una
política económ ica racional. U na política sexual racional no es dife
rente si los mism os principios obvios se aplican a lo sexual en lugar
de las necesidades económicas. N o llevó m ucho tiem po reconocer
que la higiene sexual era el p u n to central de la higiene m ental en ge
neral, diferenciarla de los intentos superficiales de reform a sexual y
de la m entalidad pornográfica, y abogar p o r sus principios científicos
básicos.
Lá producción cultural en su conjunto, tal com o se expresa en la
literatura, la poesía, el arte, la danza, el cinem atógrafo, el arte p o p u
lar, etc., se caracteriza p o r su interés en el sexo.
N o existe o tro interés que influya más en el hom bre que el interés
sexual.
Las leyes patriarcales relativas a la cultura, la religión y el m atri
monio son esencialmente leyes contra el sexo.
La psicología de F reud había descubierto que la libido, la energía
del instinto sexual, era el m o to r central de la actividad psíquica.
La prehistoria y la m itología hum anas son — en el estricto sentido
de la palabra— reproducciones de la econom ía sexual de la hum a
nidad.
N o había m anera de evadir el problem a: ¿Es la represión sexual
una parte indispensable del proceso cultural en general? Si la investi
194
gación científica podía dar una inequívoca respuesta afirm ativa a esa
pregunta, entonces to d o intento de un program a social positivo era
desesperado y sin esperanza tam bién cualquier esfuerzo psicotera-
péutico.
Eso no podía ser correcto. Era contrario a to d a em presa hum ana,
a todo descubrim iento científico y a toda pro d u cció n intelectual.
Dado que mi labor clínica me había infundido la convicción inex
pugnable de que la persona sexualmente com pleta es culturalm ente
también más productiva, era imposible aceptar la solución de Freud.
£1 problem a de si la represión sexual era necesaria o no, se reem pla
zaba p o r o tro m ucho más im portante: ¿Cuáles son los m otivos h u
manos que hacen que constantem ente y — hasta ahora— con tanto
éxito se evite dar una respuesta clara a ese problem a? Busqué cuáles
podían ser los de u n hom bre com o Freud, que puso su autoridad a
disposición de una ideología conservadora, y que con su teoría de
la cultura arrojó p o r la borda lo que había elaborado com o científico
y médico. Seguramente no lo hizo p o r cobardía intelectual ni porque
tuviera móviles políticos conservadores. Lo hizo den tro del marco
de una ciencia que, com o todas las otras, dependía de la sociedad. La
barrera social se hizo sentir no solamente en la terapia de las neurosis,
sino tam bién en la investigación del origen de la represión sexual.
En mi dispensario de higiene sexual vi claram ente que la función-
de la supresión de la sexualidad infantil y adolescente es facilitar a los
padres la sumisión de los niños a su autoridad.
Al com ienzo de la economía patriarcal, la sexualidad de los niños
y de los adolescentes solía combatirse mediante la castración o la m u
tilación genital de un tipo u otro. Más tarde, la castración psíquica,
mediante la implantación de la angustia sexual y el sentim iento de cul
pa, se convirtió en el m étodo aceptado. La represión sexual sirve a la
función de m antener más fácilmente a los seres hum anos en u n esta
do de som etim iento, al igual que la castración de p o tro s y toros sirve
para asegurarse bestias de carga. Sin em bargo, nadie ha pensado en
los resultados devastadores de esa castración psíquica y nadie puede
predecir cóm o p odrá la sociedad hum ana enfrentarlos. Más adelante,
cuando me fue posible publicar mis ideas sobre el problem a,5 Freud
¿onfirmó la relación entre la represión sexual y el som etim iento:
195
«El tem or a la rebelión de los oprim idos — escribe— se convierte -j
entonces en m otivo de regulaciones más estrictas aún. U na de las ’!
culm inaciones de ese tipo de desarrollo ha sido alcanzada en nuestra
civilización occidental europea. D esde un p u nto de vista psicológico, j
se justifica plenam ente el que haya em pezado controlando las mani- 'í
festaciones de la vida sexual de los niños, pues no sería factible res- !
tringir los deseos sexuales de los adultos si el terreno no hubiera sido i
preparado en la infancia. Sin embargo, la sociedad civilizada ultrapa- V
sa tanto todo eso en su negación real de la existencia de tales manifes- ■
taciones, que no tiene justificación posible.» La form ación de la es
tructura caracterológica negadora del sexo era, entonces, la finalidad ;
real, aunque inconsciente de la educación. P o r consiguiente, no podía
seguir discutiéndose la pedagogía psicoanalítica sin intro d u cir el
problem a de la estructura caracterológica, ni tam poco discutirse esta
últim a sin definir la finalidad de la educación. La educación está al
servicio del orden social de una época determ inada. Si el orden so
cial se halla en contradicción con el interés del niño, entonces la edu
cación no debe entrar a considerar al niño y hacer una de las dos co
sas siguientes: negar francam ente su finalidad específica, «el bienestar
del niño», o bienpretender defenderlo. Ese tipo de educación fracasa
al no distinguir entre \z fam ilia compulsiva, que suprim e al niño, y la
fam ilia, que se crea alrededor de la pro fu n d a relación de am or natu
ral entre padres y niños y que constantem ente se ve destruida p o r las
relaciones de la familia compulsiva. Además, la educación no supo
reconocer la gigantesca revolución que había tenido lugar desde el
com ienzo del siglo, tanto en la vida sexual hum ana com o en la vida
familiar. C o n sus «ideas» y «reformas» estaba — y está— cojeando
m u y atrás de los cambios reales. En pocas palabras, estaba enredada
en sus p ro p io s m otivos irracionales que no conocía ni osaba co
nocer.
Sin embargo, se puede comparar la plaga de las neurosis a una
peste. D esintegra todo lo creado p o r el esfuerzo, el pensam iento y e!
trabajo hum anos. Las pestes pudieron atacarse sin dificultades, por
que se trataba de un ataque que no afectaba los beneficios m onetarios
ni los intereses emocionales místicos. C om batir contra la plaga de las
neurosis es sobrem anera más difícil. Todo cuanto florece en el misti
cismo hum ano le queda adherido y adquiere poder. ¿ Q uién aceptaría
el argum ento de que no es posible luchar contra la plaga psíquica
p orque las necesarias medidas de higiene mental exigirían demasiado
196
de parte de la gente? C u lp ar a la falta de recursos es una excusa pobre.
Las sumas que se dilapidan en una semana de guerra serían suficien
tes para solventar las necesidades higiénicas de millones y millones
de personas. También propendem os a subestim ar las fuerzas gigan
tescas subyacentes en las personas y que em pujan hacia la expresión
y la acción.
La econom ía sexual incluía la finalidad biológica del anhelo hu
mano, la cual se encontraba en desacuerdo con la estructura humana
y ciertas instituciones de nuestro orden social. Freud sacrificaba la
finalidad de la felicidad a la estructura hum ana y al caos sexual exis
tentes. N o me quedaba otra cosa p o r hacer que retener esa finalidad
y estudiar las leyes según las cuales esa estructura se desarrolla yp u e- '
de ser modificada. N o tenía idea de la vastedad del problem a y mu
cho m enos de que la estructura psíquica neurótica se convierte en
una inervación som ática, en una «segunda naturaleza», p o r decir
lo así.
A pesar de todo su pesim ism o, F reud no podía dejar las cosas ;
en semejante estado, absolutam ente sin esperanzas. Su enunciado fi
nal fue:
197
El o r ig e n s o c ia l d e l a r e p r e s ió n s e x u a l
198
ropajes altam ente académicos y no confiaba en su pro p ia capacidad
para caminar. La sexualidad hum ana clamaba p o r el derecho a salir de
la oscuridad de la vida social, donde p o r milenios había llevado una
vida sucia, insalubre, purulenta, y situarse en el frente del brillante
edificio que tan grandilocuentem ente se denom inaba «cultura» y
«civilización». Los crímenes sexuales, los abortos criminales, la ago
nía sexual de los adolescentes, el asesinato de las fuerzas vitales en los
niños, las perversiones a granel, los escuadrones de la pornografía y
del vicio, la explotación vil de ansia hum ana de am or llevada a cabo
por vulgares empresas comerciales y publicitarias, los millones de
enfermedades tanto psíquicas como somáticas, la soledad y la m u ti
lación en todas partes, la fanfarronada neurótica de los supuestos
salvadores de la hum anidad, todas esas cosas difícilm ente podían
considerarse com o ornam entos de una civilización. La evaluación
moral y social de la más im portante de las funciones hum anas bioló
gicas, estaba en m anos de damas sexualmente frustradas y de p ro fe
sores vegetativamente muertos. Después de todo, no había p o r qué
criticar las sociedades de señoras sexualmente frustradas y momias
vegetativas; pero sí tenía que protestarse contra el hecho de que p re
cisamente esas mom ias eran quienes no sólo trataban de im poner sus
actitudes sobre los organismos sanos y florecientes, sino tam bién a
quienes les era posible hacerlo. Los frustrados y las m om ias apelaban
al generalizado sentim iento de culpa sexual para que atestiguara con
tra el caos sexual y la «decadencia de la civilización y la cultura». Las
masas sabían, p o r cierto, qué estaba sucediendo, pero callaban, pues
no estaban seguras de si sus sensaciones vitales naturales no eran cri
minales después de todo. N unca habían oído decir nada distinto. P o r
lo tanto, los descubrimientos de la investigación de M alinow ski en las
islas de los mares del Sur tuvieron un efecto extraordinariam ente fe
cundo. Tal efecto no consistió en despertar la curiosidad lasciva con
la cual los mercaderes sexualmente perturbados reaccionaban frente
a las jóvenes de los mares del Sur o se enloquecían con las danzas
hawaianas: no, se trataba ahora de algo serio.
A principios de 1926, M alinowski, en una de sus publicaciones,
rechazó el concepto de la naturaleza biológica del conflicto sexual
niño-padres descubierto p o r Freud (o sea, el conflicto de Edipo).
Señaló, correctam ente, que la relación niño-padres cam bia con los
procesos sociales; que, en otras palabras, es de naturaleza sociológica
y no biológica. Específicamente, la familia en la cual crece u n niño es
199
el resultado del desarrollo sociológico. E ntre los isleños de las Tro- |
briands, p o r ejemplo, no es el padre, sino el herm ano de la madre 1
quien determ ina la educación de los niños. Ésta es una característica i
im portante del m atriarcado. El padre sólo desempeña un papel de j
amigo para sus hijos. El complejo de Edipo de los europeos no existe j
en las Trobriands. D esde luego, el niño de esas islas tam bién desarro
lla un conflicto familiar con sus tabúes y preceptos, pero las leyes que
gobiernan su com portam iento son fundam entalm ente diferentes de
las de los europeos. Salvo los tabúes contra el incesto fraterno, esas
leyes no im plican restricciones sexuales. El psicoanalista inglés Jones
p ro testó enérgicam ente contra esa afirm ación, asegurando que el
com plejo de Edipo, tal como se encontraba entre los europeos, era
fo n s et origo de toda cultura, y, po r lo tanto, la familia actual era una
institución biológica inalterable. En esta controversia se trataba sim
plem ente del im portante problem a de si la represión sexual está bio
lógicamente determ inada y es inalterable, o si está sociológicamente
determ inada y es alterable.
E n 1929 se publicó la obra principal de M alinow ski, La vida
sexual de los salvajes del nordeste de la Melanesia. C ontenía un ri
quísim o m aterial que enfrentó al m undo con el hecho de que la re
p resión sexual es de origen sociológico y no biológico. E n su libro,
M alinow ski no discutía esa cuestión. M ucho más explícito era el
lenguaje de su material. E n mi libro D er Einbruch der Sexualmoral
(El colapso de la m oral sexual), intenté dem ostrar el origen socioló
gico de la negación sexual basándom e en el m aterial etnológico de
que disponía. Resum iré los puntos que aquí más nos interesan.
Los niños de las Trobriands no conocen represión sexual alguna y
no existen para ellos secretos sexuales. Su vida sexual se desarrolla
naturalm ente, librem ente y sin obstáculos a través de cada etapa de
su vida, con plena satisfacción. Los niños realizan con libertad las
actividades sexuales correspondientes a sus edades. A pesar de lo
cual, o m ejor dicho, justam ente p o r esa razón, la sociedad trobrian-
desa no conocía, en la tercera década de nuestro siglo, ni perversiones
sexuales, ni psicosis funcionales, ni psiconeurosis, ni crímenes sexua
les; no tiene ninguna palabra para designar el robo; la hom osexuali
dad y la m asturbación sólo significan para ellos formas artificiales y
no naturales de gratificación sexual, u n signo de una perturbación de
la capacidad para alcanzar la satisfacción norm al. Los niños trobrian-
deses desconocen el estricto y obsesivo entrenam iento para el con-
200
i; trol excrementicio, que socava la civilización de la raza blanca. Los
í' trobriandeses, p o r lo tanto, son espontáneamente limpios, ordena-
» dos, sociales sin com pulsión, inteligentes e industriosos. La forma
socialmente aceptada de vida sexual es la m onogam ia espontánea sin
compulsión, una relación que puede disolverse sin dificultades; en
consecuencia, no hay prom iscuidad.
En la época que M alinowski investigaba en las Trobriands, en las
islas A m phlett, unas pocas millas más lejos, vivía una tribu que tenía
una organización familiar patriarcal autoritaria. Los habitantes de
esas islas ya m ostraban todos los rasgos del neurótico europeo: des
confianza, angustia, neurosis, perversiones, suicidios, etcétera.
N uestra ciencia, saturada com o está de negación sexual, hasta
ahora ha logrado reducir a cero la significación de hechos decisivos
mediante el sencillo m étodo de presentar uno ju nto al otro, en clara
coordinación, lo im portante y lo no im portante, lo banal y lo gran
dioso. La diferencia recientem ente m encionada entre la organización
matriarcal libre de los isleños de las Trobriands, y la autoritaria y
patriarcal de las A m phlett, tiene más peso desde el punto de vista de
la higiene m ental que los diagramas más com plicados y aparente
mente más exactos de nuestro m undo académico. Esa diferencia sig
nifica: el factor determ inante de la salud m ental de una población es
el estado de su vida de am or natural.
Freud había sostenido que el período de latencia sexual de nues
tros niños, entre los seis y los doce años, era u n fenóm eno biológico.
Mis observaciones de adolescentes de distintos estratos de la pobla
ción habían dem ostrado que, dado un desarrollo natural de la sexua
lidad, el período de latencia no existe. A llí donde se da un período de
latencia, se trata de u n pro d u cto artificial de nuestra cultura. Esa afir
mación me valió el ataque de los psicoanalistas. A hora lo confirmaba
M alinowski: las actividades sexuales de los niños de las islas Tro
briands tenían lugar sin interrupción de acuerdo con su edad respec
tiva, sin un período de latencia. El coito com ienza cuando la puber
tad lo exige. La vida sexual de los adolescentes es monógama: se
cambia de pareja tranquila y ordenadam ente, sin celos violentos.
M uy diferentem ente de lo que ocurre en nuestra civilización, la so
ciedad de las T robriands se preocupa p o r la vida sexual de los adoles
centes y la facilita, en particular proporcionándoles chozas donde
pueden estar solos, y tam bién en otros aspectos, de acuerdo con su
conocim iento de los procesos naturales.
201
Sólo un grupo de niños se halla excluido de ese curso natural
de acontecimientos. Son los niños predestinados a u n cierto tipo de
m atrim onio económ icam ente ventajoso. Ese tipo de m atrim onio
aporta ventajas económicas al jefe, y es el núcleo a p artir del cual se
desarrolla un orden social patriarcal. Este m atrim onio, entre prim os
cruzados, se encuentra cada vez que las investigaciones etnológicas
han dem ostrado la existencia de un m atriarcado actual o histórico
(cf., por ejemplo, M organ, Bachofen, Engels). Los niños destinados
a tal tipo de m atrim onio se educan, exactam ente com o los nuestros,
en la abstinencia sexual, y presentan neurosis y rasgos de carácter
que nos son familiares en nuestros neuróticos caracterológicos. Su
abstinencia sexual cum ple la función de hacerlos sumisos. La supre
sión sexual es un instrum ento esencial en la producción de la esclavi
tu d económica.
Por lo tanto, la supresión sexual en el infante y en el adolescente
no es, com o afirma el psicoanálisis — de acuerdo con erróneos y tra
dicionales conceptos educativos— el prerreq u isito del desarrollo
cultural, la socialidad, la diligencia y la limpieza: es exactamente lo
opuesto. Los isleños de las Trobriands, con su plena libertad sexual
natural, no sólo han alcanzado u n alto desarrollo agrícola, sino que,
debido a la ausencia de tendencias secundarias, han m antenido un
estado general de cosas que parecería un sueño a cualquier nación
europea de 1930 o 1940.
Los niños sanos presentan una sexualidad natural espontánea.
Los niños enferm os, una sexualidad artificial, o sea, perversa. La al
ternativa que enfrentam os en este asunto de la educación sexual no
es, en consecuencia, sexualidad o abstinencia, sino vida sexual natu
ral y sana, o perversa y neurótica.
La represión sexual es de origen socioeconómico y no biológico. Su
función es sentar las bases de la cultura autoritaria patriarcal y la es
clavitud económica, com o podem os verlo de la m anera más clara en
Japón, China, la India, etc. E n los com ienzos de la historia, la vida
sexual hum ana seguía leyes naturales que ponían los fundam entos de
una socialidad natural. D esde entonces, el período del patriarcado
autoritario de los cuatro a seis mil años últim os, ha creado, con la
energía de la sexualidad natural suprim ida, la sexualidad secundaria,
perversa, del hom bre de hoy.
202
E l IR R A C IO N A L ISM O FASCISTA
203
lógicas fundam entales están en arm onía o en conflicto con las ins
tituciones que él mism o ha creado. P o r ello es im posible relevar
al hom bre trabajador de su responsabilidad p o r el orden o el desor
den, o sea, de la economía, individual y social, de la energía biológica.
D elegar entusiastam ente esa responsabilidad en algún Führer o polí
tico se ha convertido en uno de sus rasgos esenciales, puesto que no
puede ya entender ni a sí mism o ni a sus propias instituciones, de las
cuales sólo tiene miedo. Fundam entalm ente es u n ser desvalido, in
capaz de libertad, y que clama por autoridad, pues no puede reaccio
nar espontáneam ente; está acorazado y espera órdenes, porque está
lleno de contradicciones y no puede confiar en sí mismo.
La burguesía europea culta del siglo xix y principios del xx había
adoptado las compulsivas formas de conducta moral del feudalismo,
convirtiéndolas en el ideal de la conducta humana. D esde la era del
racionalismo, los individuos com enzaron a buscar la verdad y a clamar
p o r la libertad. Mientras las instituciones morales compulsivas estu
vieron en vigencia —fuera del individuo como leyes compulsivas y
opinión pública, dentro del mismo como conciencia moral compulsi
va— había algo así como una calma de superficie, con erupciones
ocasionales desde el volcánico m undo subterráneo de las tendencias
secundarias. M ientras eso se mantuviera así, las tendencias secundarias
sólo eran curiosidades que únicamente interesaban al psiquiatra. Se
manifestaban com o neurosis sintomáticas, actos neuróticos criminales
o perversiones. Pero cuando los cataclismos sociales com enzaron a
despertar en los europeos ansias de libertad, independencia, igualdad y
autodeterm inación, ellos se encontraron naturalm ente impelidos hacia
la liberación de las fuerzas vítales dentro de sí mismos. La cultura y la
legislación sociales, el trabajo de avanzada en las ciencias sociales, las
organizaciones liberales, todos trataron de traer la «libertad» a este
m undo. D espués de que la Primera G uerra M undial destruyó muchas
de las instituciones autoritarias compulsivas, las democracias europeas
trataron de «conducir a la humanidad hacia la libertad».
Pero ese m undo europeo, en su pugna p o r la libertad, com etió un
gravísimo erro r de cálculo. N o tom ó en cuenta que la destrucción de
la función viviente en el ser hum ano durante miles de años, había
engendrado u n m onstruo; olvidó el profundam ente arraigado defec
to general de la neurosis del carácter. Y entonces, la gran catástrofe de
la plaga psíquica, esto es, la catástrofe del carácter hum ano irracional,
em ergió en la form a de las dictaduras. Las fuerzas que habían sido
204
exitosamente contenidas p o r tanto tiem po bajo el barniz superficial
de la buena educación y el autocontrol artificial, dentro de las mis
mas m ultitudes que estaban clam ando p o r libertad, irrum pieron
ahora en acción.
En los cam pos de concentración, en la persecución a los judíos,
en la destrucción de tod a decencia hum ana, en la matanza de pobla
ciones civiles p o r m onstruos sádicos para quienes era un deporte
encantador am etrallar a los civiles y que sólo se sentían vivir cuando
desfilaban al paso de ganso, en el gigantesco engaño de las masas allí
donde el Estado pretende representar el interés del pueblo, en el ani
quilam iento y sacrificio de cientos de miles de adolescentes que, ,
lealmente, creían servir un ideal; en la destrucción de trabajo humano
evaluado en billones, una fracción de los cuales hubiera sido suficien
te para desterrar la pobreza de la faz de la Tierra; brevemente, en uña
danza de San Vito que continuará m ientras los poseedores del cono
cimiento y del trabajo no consigan desarraigar, tanto dentro como
fuera de sí mismos, la neurosis de masas que se denom ina «política» 1
y que prospera a base de la desvalidez caracterológica de los seres
humanos.
E ntre 1928 y 1930, en la época de las controversias con F reudque
describí antes, yo no sabía más del fascismo que el térm ino medio de
los noruegos en 1939 o de los estadounidenses en 1940. Sólo entre 1930
y 1933 fue cuando llegué a conocerlo en Alemania. Me encontré per
plejo cuando me enfrenté con él y reconocí en cada uno de sus aspectos
el tema de la controversia con Freud. G radualm ente comencé a com
prender la lógica de todo eso. Esas controversias habían girado en tor
no a una estimación de la estructura hum ana, al papel desempeñado
p o r el ansia hum ana de felicidad y al irracionalism o en la vida social.
E n el fascismo, la enferm edad psíquica de las masas se revelaba sin
disfraces.
Los enemigos del fascismo, dem ócratas liberales, socialistas, co
m unistas, econom istas marxistas y no marxistas, etc., buscaban la
solución del problem a ya fuera en la personalidad de H itler o en los
errores políticos de los diversos partidos dem ocráticos alemanes.
Tanto lo uno com o lo o tro significaba reducir la plaga psíquica a la
m iopía del individuo hum ano o a la brutalidad de un solo hombre.
En realidad, H itler no era más que la expresión de un conflicto trági
co en las masas, el conflicto entre el anhelo de libertad y el miedo real
a la libertad.
205
El fascismo alemán decía de muchísimas maneras que estaba ope
rando no con el pensam iento y el conocim iento del pueblo, sino con
sus reacciones emocionales infantiles. Lo que lo llevó al p o d er y le
aseguró luego la estabilidad no fueron ni el program a político ni n in
guna de sus innum erables y confusas prom esas económ icas: fue,
esencialmente, su llamado a oscuros sentimientos místicos, a un anhe
lo indefinido, nebuloso, pero sin embargo extrem adam ente potente.
N o com prender eso, significa no com prender el fascismo, que es un
fenómeno internacional.
La irracionalidad de los esfuerzos políticos de las masas alemanas
puede ilustrarse en función de las contradicciones siguientes:
Las masas alemanas querían «libertad». H itler les pro m etió una
dirección autoritaria absoluta, que excluía explícitamente toda ex
presión de opinión. D e treinta y u n millones de electores, diecisiete
millones lo llevaron jubilosam ente al p oder en m arzo de 1933. Los
que m iraban las cosas con los ojos abiertos supieron ver: las masas se
sentían desamparadas e incapaces de tom ar la responsabilidad de una
solución de caóticos problem as sociales dentro de un sistema político e
ideológico viejo. El F ü h rer podía hacerlo y lo haría p o r ellos.
H itler les prom etió la abolición de la discusión dem ocrática de
opiniones. Las masas acudieron corriendo hacia él. H acía m ucho
tiempo que estaban cansadas de las discusiones, p orque siem pre ha
bían evadido sus problem as diarios personales, esto es, aquello que
era subjetivam ente im portante. N o querían discutir «el presupues
to» o la «alta diplomacia»; querían conocim iento real y verdadero
acerca de su propia vida. A l no obtenerlo, se entregaron al liderazgo
autoritario y a la protección ilusoria que se les prom etía.
H itler prom etió la abolición de la libertad individual y el estable
cimiento de la «libertad de la nación». Entusiastam ente, las masas
cambiaron sus posibilidades de libertad personal p o r la libertad ilu
soria, esto es, libertad m ediante la identificación con una idea; y lo
hicieron p orque tal libertad ilusoria los revelaba de to d a responsabi
lidad individual. A nsiaban una «libertad» que el Führer debía con
quistar y garantir para ellos: la libertad de aullar, de h uir de la verdad
hacia la falsedad fundam ental, de ser sádico, de jactarse — aunque en
realidad uno fuera una nulidad— de superioridad racial, de im presio
nar a las muchachas con los uniform es en lugar de hacerlo con p ro
fundas cualidades hum anas, de sacrificarse a las finalidades im peria
listas en lugar de sacrificarse a las luchas de la vida diaria, etcétera.
206
La educación anterior de masas de gente para la aceptación de una
autoridad formal, política, en lugar de una autoridad basada en el
conocimiento de los hechos, fue el suelo donde la dem anda fascista de
autoridad rápidam ente podía echar raíces. El fascismo, p o r lo tanto,
no era un nuevo tipo de filosofía, como sus amigos y m uchos de sus
enemigos querían hacernos creer; menos tenía aún que ver con una
revolución racional contra condiciones sociales intolerables. E l fa s
cismo no es nada más que la extrema consecuencia reaccionaria de
todos los tipos de liderazgo no democráticos del pasado. Tam poco
tiene nada de nuevo la teoría racista; es sólo la continuación, en form a
sistemática y brutal, de las viejas teorías sobre la herencia y la degene- ■
ración. D e ahí que los psiquiatras de la escuela de la herencia y los
eugenistas de la escuela vieja se sintieran particularm ente inclinados
al fascismo.
Lo nuevo en el fascismo es el hecho de que la reacción política
extrema logró utilizar las profundas ansias de libertad de las masas.
El intenso anhelo de libertad, más el miedo a la responsabilidad que,
entraña la libertad, engendran la m entalidad fascista, tanto en un
individuo fascista como en uno demócrata.
Lo nuevo en el fascismo es que las mismas masas dieron su consen
timiento para su propia sumisión y se em peñaron activam ente en
realizarla. El ansia de autoridad dem ostró ser más fuerte que la v o J
luntad de independencia.
H itler prom etió a la m ujer subyugarla al hom bre, abolir su inde
pendencia económica, quitarle voz y voto en la vida social y relegarl;
a la casa y al hogar. Las mujeres, cuya libertad había sido anulad;
durante siglos y que habían desarrollado en alto grado u n m iedo in|
tenso a la vida independiente, fueron las prim eras en aclamarlo. ¡
H itler prom etió la abolición de las organizaciones socialistas \
democráticas. Las masas socialistas y dem ocráticas se agruparon a si
alrededor, porque sus organizaciones, aunque habían hablado mu;
cho de libertad, ni siquiera habían m encionado el difícil problem a de
ansia hum ana de autoridad y su desvalidez en m ateria de polític
práctica. Las masas estaban desilusionadas p o r la actitud indecisa d
las viejas instituciones democráticas. La desilusión de las organiza
dones liberales agregada a la crisis económica y a una trem enda necé
sidad de libertad, tuvo p o r resultado la m entalidad fascista, es deci
la voluntad de la gente de someterse a una figura paternal y autorj
taria. ;
207
r.f¿
Ti
. H itler prom etió recurrir a las medidas más enérgicas contra los i
m étodos anticoncepcionales y el m ovim iento a favor de la reforma |
sexual. E n la Alemania de 1932, alrededor de quinientas mil personas |
pertenecían a organizaciones que propugnaban una reform a sexual \
racional. Sin embargo, esas organizaciones nunca se anim aron a lle
gar al fondo del problem a, es decir, el ansia de felicidad sexual. Sé, por
haber trabajado durante muchos años con las masas, que eso era pre
cisam ente lo que querían. Se descorazonaban si se les daban con
ferencias científicas sobre eugenesia en lugar de explicarles cómo
debían educar a sus hijos para que fueran gallardos y desinhibidos,
cóm o podían resolver sus problem as sexuales y socioeconómicos
los adolescentes y los m atrim onios enfrentar sus conflictos típicos.
Las masas parecían sentir que el consejo acerca de la «técnica de hacer
el amor», tal com o lo daba Van de Velde, podía ser beneficioso para el
editor, pero que en realidad no tocaba sus problem as, ni lo sentían en
m odo alguno com o una solución de los mismos. D e ahí que las ma
sas, decepcionadas, se apresuraron a rodear a H itler, quien, aunque .
de una m anera mística, despertaba fuerzas hondam ente vitales. Pre
dicar sobre la libertad, sin luchar continua y resueltamente a fin de
.que la responsabilidad implicada en la libertad se establezca y obre en
ios acontecimientos de la vida cotidiana, y sin crear al mismo tiem
po las condiciones previas necesarias para tal libertad, conduce al
fascismo.
D u ran te m uchos años, la ciencia alemana luchó p o r separar el
concepto de sexualidad del concepto de procreación. D e esta lucha
nada sabían las masas trabajadoras, pues estaba almacenada en volú
menes académicos y, p o r lo tanto, carecía de efectos sociales. Ahora,
H itler prom etía hacer de la procreación, y no de la felicidad en el
'amor, el principio fundam ental de su program a de cultura. Las ma
sas, enseñadas a no llamar nunca a las cosas, p o r su nom bre sino a
rabiar del «m ejoram iento eugenètico del plantel racial», cuando en
•ealidad querían significar «felicidad en el amor», aclam aron a H itler
rorque había agregado a ese viejo concepto una em oción fuerte aun
que irracional. Los conceptos reaccionarios más la emoción revolucio-
laria crean la m entalidad fascista.
La Iglesia había proclam ado «la felicidad en el más allá», y con
yuda de la noción del pecado, había im plantado en lo hondo de la
■structura hum ana la desvalida dependencia respecto de una figura
o b ren atu ral y todopo d ero sa. Pero la crisis económ ica de 1929
208
a 1933 enfrentó a las masas con su más aguda necesidad terrena. Eran
incapaces de dom inar p o r sí mismas tal necesidad, ya fuera social o
individualmente. H itler se declaró enviado de Dios, Führer terrestre
om nipotente y om nisciente, capaz de extirpar la miseria terrena. La
escena estaba preparada para que nuevas masas jo aclamaran, multi
tudes integradas p o r personas acorraladas entre su propia desvalidez
individual y la satisfacción m ínim a procurada p o r la idea de una feli
cidad en el más allá. U n D ios terrestre que les.hiciera gritar ¡Viva! a
pleno pulm ón tenía para ellos más significado emocional que un
Dios que jamás habían p o dido ver y que ni siquiera los ayudaba afec
tivamente. La brutalidad sádica unida al misticismo engendran la
mentalidad fascista.
En sus escuelas y universidades, Alem ania había luchado durante
largos años p o r el principio de la «freie Schulgemeinde» (comunidad
escolar libre), p o r la m oderna actividad espontánea y p o r el derecho
del estudiantado de gobernarse a sí mismo. Las autoridades demo
cráticas responsables de la educación eran incapaces de superar los
principios,autoritarios que instilaban en el estudiante miedo a la
autoridad y al mism o tiem po una rebeldía que adoptaba todas las
formas irracionales posibles. Las organizaciones educativas liberales
no sólo carecían de protección p o r parte de la sociedad, sino que
tam bién veían constantem ente am enazada su existencia "por toda
clase de entidades reaccionarias y dependían de subsidios privados.
N o era sorprendente, entonces, que esos comienzos dirigidos a una
nueva form ación estructural de las masas se redujeran a una gota en el
océano. M ultitudes de jóvenes fueron hacia H itler. Él no les impuso
responsabilidad alguna, pero edificó sobre su estructura tal cual ésta
habíase desarrollado gracias a la familia autoritaria. H itler logró un
fuerte asidero sobre el m ovim iento de la juventud porque la sociedad
dem ocrática había fracasado en to d o lo que estaba a su alcance para
educarla en form a de que pudieran tener la responsabilidad de su li
bertad.
En lugar de una realización voluntaria, H itler prom etió una dis
ciplina férrea y el trabajo como deber. Varios millones de obreros y de
em pleados alemanes le dieron su voto. Las instituciones dem ocráti
cas no sólo habían fracasado en su lucha contra la desocupación,
sino que además se habían m ostrado sum am ente temerosas de con
ducir realm ente a las masas trabajadoras hacia una responsabilidad
auténtica p o r el rendim iento en su labor. H abían sido educadas para
209
no com prender nada del proceso del trabajo o de la totalidad del
proceso de la producción, y sí para recibir sim plem ente su salario.
Así, esos millones de obreros y de em pleados no tuvieron dificultad
en someterse al principio hitleriano; no era más que el viejo prin ci
pio en una form a acentuada. A hora les era posible identificarse con
el «Estado» o «con la nación» que era — en lugar de ellos— «grande
y fuerte». En sus escritos y discursos, H itler declaró abiertam ente
que las masas rinden lo que reciben, p o rq u e son, básicamente, infan
tiles y femeninas. Las masas lo aclam aron; al fin había alguien que las
protegería.
H itler decretó la sub o rd in ació n de la ciencia al concepto de
«raza». Im portantes sectores de la ciencia alemana se som etieron,
pues la doctrina racista enraizaba en la teoría m etapsíquica de la he
rencia, la cual, con la ayuda de los conceptos de «sustancias hereda
das» y «predisposiciones hereditarias», una y otra vez había perm iti
do a la ciencia evadir el deber de tratar de comprender el desarrollo
de las funciones vitales y el origen social del comportamiento hum ano
en su realidad. Solía creerse, p o r lo general, que si se decía que el
cáncer, la neurosis o la psicosis eran de origen hereditario, se había
dicho en realidad algo. La teoría fascista de la raza no es más que la
prolongación de las cómodas teorías de la herencia.
Difícilmente, otro lema de la Alem ania fascista entusiasm ó tanto
a las masas com o el de la «vitalidad y pureza de la sangre alemana».
Pureza de la sangre alemana significaba liberación de la sífilis y de la
«contaminación judía». El m iedo a las enferm edades venéreas, conti
nuación de la angustia genital infantil, está profundam ente arraigado
en todo m ortal. Así, es com prensible que las masas aclamaran a H it
ler, pues les prom etía «pureza de sangre». Todo ser hum ano siente en
sí mismo algo que denom ina sensaciones «cósmicas» u «oceánicas».
La árida ciencia académica se sintió dem asiado superior para intere
sarse por tales «misticismos». Pero esa nostalgia cósmica u oceánica
de la gente no es más que la expresión de su anhelo orgástico de vida.
H itler acució ese anhelo. E n consecuencia, fue a él a quien las masas
aclamaron, no a los secos racionalistas que trataban de ahogar esos
oscuros sentimientos de vida con estadísticas económicas.
En E uropa, la «preservación de la familia» había sido siempre
u n lema abstracto, detrás del cual se ocultaban el com portam iento
y la m entalidad más reaccionarios. Q u ien se anim ara a distinguir
entre la familia com pulsiva autoritaria y la relación de am or natural
210
entre niños y padres era considerado u n «enemigo de la m adre pa
tria», u n «destructor de la sagrada institución de la familia», un fac
cioso. N o existía una sola institución oficial que se atreviera a señala
qué había de patológico en la familia o a hacer algo relacionado co:
la anulación de los niños p o r los padres, los odios familiares, etc. L
típica familia autoritaria alemana, en particular en el cam po y en la
pequeñas ciudades, engendraba la m entalidad fascista a granel. Es
familia creaba en los niños una estructura cuya característica era <
deber compulsivo, la renunciación y la obediencia absolutas a la autc
ridad, que H itler supo explotar tan espléndidam ente. Invocando I
«preservación de la familia» y al mismo tiem po sacando a la juventu
de sus familias y llevándola a sus propios grupos juveniles, el fascism
tom ó en cuenta tanto la fijación a la fam ilia como la rebelión conv
elía. Porque el fascismo im prim ió profundam ente en el pueblo i
identidad emocional de la «familia», el «Estado» y la «nación», la e;
tructura familiar del pueblo pudo continuarse fácilmente en la estrui
tura nacional fascista. E n verdad, ello no resolvía u n solo problen
de la familia real o las necesidades reales de la nación, pero hacía p<
sible que masas de gente transfirieran sus lazos familiares desde i
familia com pulsiva a la familia más grande llam ada «nación». «Mad-
Alemania» y «Padre-D ios-H itler» se convirtieron en los símbolos <
emociones infantiles profundam ente reprim idas. A hora, al identij
carse con la «fuerte y única nación alemana», cada vulgar m ortal, cc
toda su miseria y sus sentimientos de inferioridad, po d ía ser «alj
grande», aunque lo fuera de una manera ilusoria. Finalm ente, la ide!
logia de la «raza» logró enjaezar las energías sexuales y desviarl;
Los adolescentes podían ahora tener relaciones sexuales, si creí
— o pretendían creer— que estaban procreando hijos en aras delp t
feccionamiento de la raza.
Las fuerzas vitales naturales no sólo seguían detenidas en su de$
rrollo; tam bién, en la medida en que podían ahora manifestarse, d,
bían hacerlo de una manera m ucho más disfrazada que anteriorm e
te. Com o resultado de esa «revolución de lo irracional» hubo
Alemania más suicidios y más miseria social que en el pasado, i
muerte en masa durante la guerra p o r la gloria de la raza alemana
la apoteosis de esta danza de brujas.
A la par con el ansia de la «pureza de la sangre», o sea, la liberaci
del pecado, m archa la persecución a los judíos. Los judíos trataron!
explicar, o de probar, que ellos tam bién eran morales, que ellos tai
211
bién pertenecían a la nación o que ellos tam bién eran «alemanes».
Los antropólogos antifascistas intentaron dem ostrar m ediante medi
das craneanas que los judíos no eran una raza inferior. Los cristianos
y los historiadores procuraron probar que Jesús era de origen judío.
Pero en m odo alguno se trataba de problem as racionales; es decir, no
se trataba del problem a de si los judíos tam bién eran personas decen
tes, de si eran o no inferiores, o de si tenían las medidas craneanas
Apropiadas. El problem a radicaba en otra parte. Fue justam ente en
lese p un to donde se com probó la consistencia y corrección del pensa-
Imiento económ ico-sexual.
C uando el fascista dice «judío», significa cierto tipo de sentim ien
to irracional. C om o fácilmente puede u n o convencerse en cada de
signación de judíos y no judíos en la cual se profundiza suficiente
m ente, el «judío» tiene el significado irracional del que «hace dinero»,
'el «usurero», el «capitalista». En u n nivel profundo, «judío» significa
«sucio», «sensual», «brutalm ente lascivo», y tam bién «Shylock»,
«castrador», «asesino». El miedo a la sexualidad natural está tan h o n
dam ente arraigado en todos los humanos com o el terro r a la sexuali
dad perversa. Podem os así com prender con facilidad que la persecu
ción a los judíos, tan inteligentem ente ejecutada, conm ovió los más
profundos mecanismos de defensa antisexual del individuo criado
m tisexualm ente. Así, la ideología de los «judíos» hizo posible enjae
zar las actitudes antisexuales y anticapitalistas de las masas, p onién
dolas com pletam ente al servicio de la m aquinaria fascista.
El anhelo inconsciente de felicidad y pureza sexuales, más el miedo
im ultáneo a la sexualidad norm al y la aversión a la sexualidad per
versa, originaron el sádico antisemitismo fascista. «El francés» tiene
para el alem án el mismo significado que «el judío» y «el negro» para
:1 inglés inconscientem ente fascista. «Judío», «francés» y «negro»
ignifican «sexualm ente sensible».
Y así sucedió que el m oderno «reform ador sexual», psicópata
exual y crim inal pervertido Julius Streicher p u d o p oner su diario,
der Stürm er, en las manos de millones de adolescentes y de adultos
demanes. N ad a podría dem ostrar más claram ente que el Stürmer,
Ómo la higiene sexual había dejado de ser un problem a exclusivo
le los círculos médicos y que se había convertido en un problem a de
lecisiva im portancia social. Los siguientes ejemplos de la im agina
ción de Streicher, extraídos del Stürmer, ilustran lo dicho:
212
H elm ut Daube, de veinte años, se acaba de graduar de bachiller. Fue
para su casa aproximadamente a las dos de la mañana y a las cinco sus
padres encontraron su cadáver frente a la casa. Le habían seccionado el
cuello hasta la columna vertebral, y cortado los genitales. N o había san
gre. Le habían cortado las manos. El bajo vientre mostraba varias heridas
inferidas con cuchillo.
U n día, un viejo judío atacó a una no judía desprevenida, la violó y la
profanó. Más tarde, entraba en el cuarto de ella a su voluntad; la puerta
no podía cerrarse.
Una joven pareja, paseando por el Paderborn, encontró un trozo de
carne en el medio del camino. Mirando más de cerca vieron con horror
que era un gen ital fem en in o disecado anatóm icam ente del cuerpo.
El judío había cortado a la mujer en p e d a zo s que pesaban más o me-.
nos una libra. Junto con su padre, los había desparramado por todo el
vecindario. Se los encontró en los pequeños bosques, en las colinas y en
los troncos, en un lago, en una fuente, en un desagüe y en un pozo negro.
Los pechos fu ero n encontrados en un m ontón de heno.
Mientras Moisés ahogaba con un pañuelo al niño que Samuel había :
puesto sobre sus rodillas, este últim o cortó un trozo de la m ejilla del niño
con un cuchillo. Los otros recogieron la sangre en una taza y- al mismo
tiempo clavaron alfileres en su cuerpo desnudo.
La resistencia de la mujer no detuvo su lascivia, al contrario. El trató
de cerrar la ventana para que los vecinos no pudieran mirar. Y entonces
tocó a la mujer nuevamente de manera vil, típicamente judía [...J Le ha
blaba ansiosamente, diciéndole que no fuera tan mojigata. Cerró las
puertas y ventanas. Sus palabras y acciones eran cada vez más desvergon
zadas. Acorralaba a su víctima cada vez más. Cuando ella trataba de
gritar pidiendo ayuda, se reía y la empujaba sobre la cama. D e su boca
salían las expresiones más viles y soeces. Luego, com o un tigre, saltó so
bre el cuerpo de la m u jer p a ra term in ar su trabajo demoníaco.
M ientras leían este libro, m uchos lectores pensaban sin duda que
yo exageraba al hablar de la plaga psíquica. Puedo asegurarles que no
he introducido ese térm ino frívolamente, ni com o una figura retóri
ca. Lo pienso m uy seriamente. E n millones y millones de pueblos,
tanto alemanes com o otros, el Stürm er no sólo ha confirmado la an
gustia de castración genital, sino que tam bién ha estimulado en grado
trem endo las fantasías perversas que yacen dorm idas en todos noso
tros. D espués de la caída en E uropa de los principales portaestandar
tes de la plaga psíquica, queda p o r ver cóm o podrem os enfrentar el
problem a. N o es u n problem a alemán, sino un problem a internacio
213
nal, porque la angustia genital y el anhelo de am or son hechos inter
nacionales. Jóvenes fascistas que habían conservado una pequeña
porción de sentim iento natural p o r la vida, vinieron a verm e en Es-
candinavia y me preguntaron qué actitud debían tom ar frente a Strei-
cher, la teoría racial y otras creaciones de la época. E n to d o eso, de
cían, había algo equivocado. Les resum í las medidas más esenciales
de la manera siguiente:
¿Q ué se puede hacer?
En general: la obscenidad reaccionaria debe ser contraatacada m e
diante una ilustración bien organizada y fácticam ente correcta de la dife
rencia entre la sexualidad sana y la patológica. Todo individuo m edio
comprenderá la diferencia, porque la ha sentido en sí m ism o. T odo indi
viduo tiene vergüenza de sus ideas patológicas, perversas, sobre el sexo y
desea claridad, ayuda y gratificación sexual natural.
E specíficam ente: debem os ilustrar y ayudar. E llo puede hacerse
com o sigue:
214
b) La gratificación sexual no es idéntica á la procreación. El individuo
sano tiene relaciones sexuales entre tres y cuatro mil veces durante su
vida, pero sólo un promedio de dos a tres hijos. Los anticoncepcio
nales son de necesidad absoluta para la salud sexual.
c) La gran mayoría de los hombres y de las mujeres están sexualmen-
te perturbados como resultado de un entrenamiento que inhibe su
sexualidad, esto es, no encuentran satisfacción en el coito. Es me
nester, por lo tanto, establecer un número suficiente de dispensario!
para el tratamiento de los trastornos sexuales.
Lo que se necesita es una educación sexual racional, que afirm e U
' v a lid e z d e l amor.
d) La juventud enferma debido a conflictos relativos a la masturbación
La masturbación no es perjudicial para la salud cuando no va acom
pañada de sentimientos de culpa. La juventud tiene derecho a uní
v id a sexual feliz, en las mejores condiciones. L a abstinencia sexua-
crónica es netam ente perjudicial. Las fantasías patológicas sólo desa
parecen con una vida sexual satisfactoria. ¡Luche por este derecho!
215
lógicas de la vida como lo estaban las poblaciones de la Edad Media
frente a las enfermedades infecciosas. Al mism o tiem po, sentimos
dentro de nosotros mismos que la experiencia de la plaga fascista
babrá de m ovilizar en el m undo esas fuerzas que se necesitan para
resolver el problem a de la civilización.
Los fascistas pretenden estar realizando la «revolución biológi
ca». La verdad es que el fascismo hapuesto ante nosotros, sin disfraces,
el hecho de que las funciones vitales del ser hum ano se han vuelto
;cabalmente neuróticas. E n el fascismo opera, p o r lo m enos desde el
¡punto de vista de la cantidad de sus adherentes, u n enorm e deseo de
vivir. Sin em bargo, la form a en que se manifiesta ese deseo ha dem os
trad o con demasiada claridad los resultados de una antigua escla
vitud psíquica. Por el m om ento, sólo han asomado las tendencias
perversas. El m undo posfascista deberá llevar a cabo la revolución
biológica que el fascismo no creó pero hizo necesaria.
Los capítulos siguientes de este volum en examinan las funciones
del «núcleo biológico». Su com prensión científica y el dom inio so
cial del problem a que presenta serán un logro del trabajo racional, de
la ciencia m ilitante y de la función del am or natural, del esfuerzo
auténticam ente dem ocrático, valiente y colectivo. Su finalidad es la
felicidad en la Tierra, tanto material com o sexual, de las masas.
216
C apítulo 7
LA IRRUPCIÓN EN EL DOMINIO
DE LO VEGETATIVO
217
cas, pero al mismo tiem po el individuo tenía un «instinto am oroso»
y un «instinto de muerte» que pugnaban entre sí. Según Freud, había
una completa dualidad de instintos. N o se daba conexión alguna en
tre la sexualidad y su supuesta contraparte biológica, el instinto de
muerte; sólo existía una antítesis. F reud psicologizó la biología al
postular «tendencias» biológicas, es decir, fuerzas que tenían tal o
cual «intención». Tales opiniones eran metafísicas. La crítica de que
fueron objeto estuvo justificada p o r ulteriores pruebas experim enta
les de la naturaleza funcional simple de la vida instintiva. Era im posi
ble com prender la angustia neurótica en función de la teoría de los
instintos erótico y de m uerte. Finalm ente, F reud abandonó la teoría
de la angustia-libido.
La «com pulsión de repetición» biológica más allá del principio
del placer explicaba — según se creía— la conducta m asoquista. Se
suponía una voluntad de sufrir. Eso concordaba con la teoría del
instinto de m uerte. E n resum en, F reud transfería leyes, que había
descubierto en el funcionar de la psique, al fundam ento biológico de
ésta. C onsiderando que la sociedad estaba construida igual que el
individuo, se suscitó una sobrecarga m etodológica de psicología que
no podía ser lógica y que, además, allanó el cam ino para las especula
ciones sobre «sociedad y Tánatos». El psicoanálisis com enzó a soste
ner con m ayor frecuencia que podía explicar to d o cuanto existía; al
mismo tiem po, fue apartándose cada vez más de una correcta com
prensión sociológica, fisiológica y puram ente psicológica del único
objeto: el H om bre. Sin em bargo, no cabía duda de que lo que hace al
hombre diferente de los demás animales es u n entrelazam iento espe
cífico de procesos biofisiológicos, sociológicos y psicológicos. La
solución del problem a del m asoquism o verificó la exactitud de ese
principio estructural de mi teoría. A p artir de allí, la estructura psíq u i
ca se reveló,.poco a poco, com o una unificación dinámica de factores
biofisiológicos y sociológicos.
El p r o b le m a d e l m a s o q u is m o y su s o l u c i ó n
218
tal índole. Pues si se le decía al paciente que «por razones biológicas»
él deseaba sufrir, todo quedaba com o antes. La orgasm oterapia
me colocaba frente al problem a de p o r qué el m asoquista convertía
la fácilmente com prensible exigencia de placer en una exigencia de
dolor.
Algo que me ocurrió en el ejercicio de m i profesión me curó de
una errónea form ulación que había llevado p o r mal cam ino a la psi
cología y a la sexología. En 1928 tuve en tratam iento a u n individuo
que sufría una perversión masoquista. Sus lam entaciones y sus de
mandas de ser castigado obstaculizaban to d o progreso. D espués de
algunos meses de tratam iento psicoanalítico convencional, se me
agotó la paciencia. Cierto día, al volver a rogarm e que le pegara, le
pregunté qué diría él si yo lo hacía. Se le ilum inó el sem blante en feliz
expectativa. Tomé una regla y le di dos recios golpes en las nalgas.;
D io u n alarido; no había señal alguna de placer, y desde esa fecha
nunca repitió sus ruegos. Sin embargo, persistieron sus lam entacio
nes y sus reproches pasivos. Mis colegas se habrían h o rro rizad o de
haberse enterado de este incidente, pero yo no me arrepentí de lo
sucedido. C om prendí de pro n to que — contrariam ente a la creencia
general— el dolor está m uy lejos de ser la finalidad instintiva del
masoquista. Al ser golpeado, él, como cualquier o tro m ortal, siente
dolor. U na industria entera (sum inistradora de instrum entos de to r
tura, ilustraciones y descripciones de perversiones m asoquistas, y de
prostitutas para satisfacerlas) florece sobre la base del equivocado
concepto del masoquism o, que ella ayuda a crear.
Pero el problem a subsistía: si el m asoquista no busca sufrir, si
no experim enta el dolo r com o un placer, entonces, ¿por q u é p idt
que se le torture f D espués de grandes esfuerzos, d escu b rí el m oti;
vo de esa conducta perversa, a prim era vista una idea verdadera'
m ente fantástica: el masoquista desea estallar y se im agina que h
conseguirá m ediante la tortura. Sólo de ese m odo espera conseguid
alivio. i
Las lam entaciones masoquistas se revelaron com o la expresión di
una dolorosa tensión interior que no podía ser descargada. E ran rué
gos, francos o encubiertos, de que se le liberara de la tensión instin
tiva. El m asoquista —debido a su angustia de placer — es incapaz d
gratificar activamente sus im pulsos sexuales, y espera el alivio orgás
tico —justam ente aquello que más teme— com o una liberación de¡
de afuera, que le proporcionará otra persona. A l intenso deseo d
219
estallar se opone un tem or igualmente intenso de que ello suceda. La
tendencia m asoquista a la auto depreciación em pezaba a aparecer bajo
una luz enteram ente nueva. El autoengrandecimiento es, p o r así de
cir, una construcción biofísica, una expansión fantástica del aparato
psíquico. A lgunos años más tarde aprendí que está basada en la per
cepción de cargas bioeléctricas. Lo opuesto es la autodepreciación.
El m asoquista se encoge a causa de su tem o r de expandirse al punto
; de estallar. Tras la autodepreciación m asoquista opera la am bición
im potente y el inhibido deseo de ser grande. Resultaba así claro que
i la provocación del masoquista al castigo era la expresión del p ro fu n
do deseo de alcanzar la gratificación, contra su propia voluntad. Las
mujeres de carácter m asoquista nunca tienen relaciones sexuales sin
la fantasía de ser seducidas o violadas. El hom bre ha de forzarlas
— contra su propia voluntad— a hacer justam ente lo que desean an
gustiosam ente. N o pueden hacerlo ellas mismas porque sienten que
' está prohibido o cargado de intensos sentim ientos de culpabilidad.
El conocido espíritu vengativo del masoquista, cuya confianza en sí
mismo está seriam ente dañada, se desahoga al colocar a la otra perso
na en una posición desfavorable o al provocarla a conducirse con
crueldad.
El m asoquista con frecuencia tiene la peregrina idea de que la piel,
en especial la de las nalgas, se «calienta» o «quema». El deseo de que
le rasquen con cepillos duros o lo golpeen hasta que se rom pa la piel
no es más que el deseo de p oner fin a la tensión p o r m edio del estalli
do. Es decir, el dolor concom itante no es en m odo alguno la meta; es
sólo el acom pañam iento desagradable de la liberación de una ten-
sión, sin duda alguna verdadera. El m asoquism o es el p ro to tip o de
una tendencia secundaria, y una dem ostración evidente del resultado
de la represión de los im pulsos naturales.
En el masoquista, la angustia de orgasmo se presenta en fo rm a es
pecífica. O tro s enfermos, o no perm iten que ocurra excitación sexual
alguna en el genital propiam ente dicho, o escapan hacia la angustia,
como en el caso de los histéricos. El masoquista, en cambio, persiste
en la estim ulación pregenital; no la elabora en síntom as neuróticos.
Ello aum enta la tensión y, en consecuencia, ju n to con la simultánea
incapacidad creciente de descarga, alimenta tam bién la angustia de
orgasmo. P o r lo tanto, el masoquista se encuentra en u n círculo vi
cioso de la peor especie. C uanto más trata de deshacerse de la ten
sión, tanto más se enreda en ella. En el m om ento en que debiera
220
ocurrir el orgasm o, las fantasías masoquistas se intensifican en forma
aguda; a m enudo no se to rn an conscientes hasta ese mismo instante.
El hom bre podrá im aginar que lo están arrastrando a través de las
llamas; la mujer, que le tajean el abdom en o que la vagina le estalla.
Para m uchos, ésta es la única m anera de lograr u n poco de gratifica
ción. El ser forzado a estallar significa recurrir a la ayuda externa para
conseguir alivio de la tensión.
D ado que el tem or a la excitación orgástica forma parte de toda
neurosis, se encuentran fantasías y actitudes masoquistas en todos
los casos de neurosis. El intento de explicar el masoquismo como la
percepción de u n instinto de m uerte interno, com o resultado del te
m or a la m uerte, contradecía com pletam ente la experiencia clínica.
En realidad, los m asoquistas sienten m uy poca angustia mientras
p u edan ocuparse en fantasías m asoquistas. D esarrollan angustia
cuando tales fantasías son reem plazadas p o r mecanismos histéricos o
neurótico-com pulsivos. P o r el contrario, el masoquism o plenamente
desarrollado es u n m edio excelente de evitar la angustia, ya que es
siem pre la otra persona la que hace las cosas malas o la que obliga a
hacerlas. Además, el doble significado de la idea de estallar (deseo y
tem or de alivio orgástico) explica satisfactoriamente todos los deta
lles de la actitud masoquista.
El deseo de estallar (o el tem or) que p ro n to encontré en todos los
enferm os, me dejaba perplejo. N o encuadraba dentro de los concep
tos psicológicos usuales. U n a idea debe tener u n origen y una fun
ción determ inados. Estam os acostum brados a derivar ideas de im
presiones concretas; la idea tiene su origen en el m undo externo y es
transm itida al organism o p o r los órganos sensoriales en forma de una
percepción; su energía proviene de fuentes interiores, instintivas. En
la idea de estallar no podía encontrarse tal origen externo, lo que
hacía difícil coordinarla. Pero de cualquier m odo, podía yo consig
nar algunos descubrim ientos im portantes:
221
Consiste en el intento de hacer que justam ente ocurra lo que más
intensamente se teme: el alivio placentero de la tensión, alivio que se
está vivenciando y tem iendo como un proceso de estallido.
222
E l f u n c i o n a m i e n t o d e u n a v e j ig a v iv a
223
tural que en el transcurso del tiempo se han vuelto mecánicas. Todas
las demás manifestaciones de la neurosis son el resultado de esa per
turbación original. Allá p o r el año 1929 comencé a com prender el
hecho de que el conflicto patogénico original de las enfermedades
m entales (el conflicto entre el esfuerzo p o r procurarse placer y la
frustración moral) está estructuralm ente anclado de una manera fi
siológica en la perturbación muscular. E l conflicto psíquico entre la
sexualidad y la m oralidad opera en las profundidades biológicas del
organismo como un conflicto entre la excitación placentera y el espas
m o muscular.
Las actitudes masoquistas adquirieron gran significación para la
teoría económ ico-sexual de las neurosis, pues representan ese conflic
to en plena ebullición. Los neuróticos obsesivos y los histéricos —que
evitan la sensación orgástica desarrollando síntomas neuróticos o de
angustia— pasan regularmente p o r una fase de sufrim iento masoquis-
ta en el proceso de curación. Ello acontece cuando se ha eliminado el
tem or a la excitación sexual en grado suficiente com o para permitir
que ocurra la excitación genital preorgástica, sin llegar, empero, al
acmé de la excitación sin inhibiciones, es decir, sin angustia.
A dem ás, el m asoquism o se convirtió en un problem a central de
la psicología de las masas. La solución práctica de ese problem a en el
fu turo era u n asunto que parecía ser de im portancia decisiva. Millones
de trabajadores sufren las más severas privaciones de to d a índole,
siendo dom inados y explotados p o r unos pocos individuos que tienen
el p o d er en sus manos. El m asoquism o prospera com o una maleza
bajo la form a de las distintas religiones patriarcales, como ideología y
práctica, ahogando todas las exigencias naturales de la vida. Mantiene
a la gente en u n profundo estado de resignación humilde, frustrando
sus esfuerzos p o r actuar en form a cooperativa y racional, haciéndola
eternam ente temerosa de asumir la responsabilidad p o r su existencia.
Ese es el obstáculo contra el cual tropiezan aun las mejores intencio
nes de dem ocratizar a la sociedad.
F reud explicó que las caóticas y catastróficas condiciones sociales
son el resultado del instinto de m uerte actuando en la sociedad. Los
psicoanalistas sostenían que las masas eran biológicamente maso
quistas. La necesidad de m antener una fuerza policial — aseguraban
algunos— era una expresión natural del m asoquism o biológico de las
masas; los pueblos, ciertamente, son sumisos a los gobiernos autori
tarios com o lo es el individuo a un padre poderoso.
224
Sin embargo, en vista de que la rebelión contra la autoridad dicta
torial —el padre— era consideraba neurótica, y, p o r otra parte, la
adaptación a sus exigencias e instituciones se reputaba normal,
la refutación de esa teoría hacía necesaria la dem ostración de dos he
chos: prim ero, que no existe el m asoquism o biológico, y segundo, que
la adaptación a la realidad contem poránea (por ejemplo, en forma de
educación irracional o política irracional) es en sí misma neurótica.
N o tenía yo ideas preconcebidas en ese sentido. La demostración
de esos hechos fue el resultado de un sinnúm ero de observaciones,
lejos de la furiosa mêlée de ideologías. Surgieron de la sencilla res
puesta a una pregunta casi tonta: ¿ Cóm o se comportaría una vejiga si
se la inflara por dentro con aire, y no pudiera reventar? Supongamos
que la m em brana de la vejiga fuera elástica pero no pudiera romper
se. Esta ilustración del carácter hum ano com o una coraza alrededor
del núcleo vivo era sum am ente apropiada. La vejiga, si pudiera ex
presarse en su estado de tensión insoluble, se quejaría. E n su im po
tencia, buscaría afuera las causas de su sufrim iento, y estaría llena de
reproches. Rogaría que la pincharan. Provocaría a todo lo que la ro
dea hasta conseguir su objetivo tal com o ella lo concibe. Lo que no
podría lograr en fo rm a espontánea desde dentro, lo esperaría pasiva
mente, im potente, que sucediera desde fuera.
Pensemos en el organism o biopsíquico, cuya descarga de energía
está perturbada, en térm inos de una vejiga acorazada. La membrana
sería la coraza del carácter. El estiram iento es el resultado de la conti
nua producción de energía interna (energía sexual, excitación biológi
ca). La energía biológica presiona hacia fuera, ya sea hacia la descarga
placentera, ya sea hacia el contacto con personas y objetos. El impulso
a la expansión es sinónim o de la dirección de dentro hacia fuera. En
cuentra la oposición de la fuerza de la coraza que la rodea, la que no
sólo im pide que estalle, sino que ejerce además una presión desde
fuera hacia dentro. El resultado es la rigidez del organismo.
Ese cuadro concordaba con los procesos físicos depresión interna
y tensión superficial. H abía yo tom ado contacto con estos conceptos
en 1926 cuando escribí una nota crítica sobre u n im portante libro de
Fr. K raus,1 famoso internista berlinés.
225
TS = tensión superficial
PI = tensión interna
A n t ít e s is f u n c io n a l e n t r e l a s e x u a l id a d y l a a n g u s t ia
227
ras y precisas cedían el lugar a misteriosas operaciones que no podían
ser desentrañadas po r el pensamiento psicológico p o r sí solo. Freud
había intentado aplicar a las fuentes de vida los conceptos psicológi
cos derivados de la investigación psicoanalítica. Eso llegó inevitable
m ente a la personificación de los procesos biológicos y a la rehabili
tación de conceptos m etafísicos que anteriorm ente habían sido
elim inados de la psicología. Al estudiar la función del orgasmo, yo
había aprendido que en el dom inio somático no es admisible pensar
en térm inos derivados del dom inio psíquico. Cada proceso psíquico
tiene, además de su determ inación causal, un significado en función
de una relación con el medio ambiente. A eso correspondía la inter-
pretación psicoanalítica. Pero en el dom inio fisiológico no hay tal
«significado», y no puede presumirse su existencia sin volver a intro
ducir un po d er sobrenatural. Lo viviente sim plem ente funciona, no
tiene «significado».
La ciencia natural intenta excluir los postulados metafísicos. N o
obstante, cuando nos es imposible explicar el cóm o y el porqué del
funcionam iento biológico, solemos buscar una «finalidad» o un «sig
nificado» que adjudicarle a la función. Volví a enfrentarm e con los
problem as de los com ienzos de mi labor, los problem as del mecani
cismo y del vitalismo. E ludí form ular una respuesta especulativa,
pero aún no tenía un m étodo para resolver correctam ente el proble
ma. C onocía el materialismo dialéctico, pero no sabía cóm o aplicarlo
a la investigación en las ciencias naturales. Si bien es cierto que había
dado una interpretación funcional a los descubrim ientos de Freud, la
inclusión del fundam ento fisiológico de la vida psíquica hacía surgir
u n nuevo problem a, relativo al método correcto.
D ecir que el soma influye sobre la psique es correcto aunque uni
lateral; y, a la inversa, que la psique influye sobre el som a es una ob
servación cotidiana. Pero es inadmisible am pliar el concepto de la
psique al p u n to de aplicar sus leyes al soma. El concepto de que los
procesos psíquicos y somáticos son m utuam ente independientes, y
que sólo están en «acción recíproca», lo contradice la experiencia
diaria. N o encontraba solución al problem a. Sólo una cosa estaba
clara: la experiencia de placer, es decir, de expansión, está inseparable
m ente ligada al funcionam iento de lo viviente.
E n ese p unto, m i concepto de la función m asoquista recientem en
te desarrollado acudió en mi ayuda. Razoné así: La psique está deter
m inada p o r la cualidad; el soma, p o r la cantidad. E n la psique, el fac-
228
Soma Psique
229
lógico, debe ser posible captarlo mediante un m étodo que capte el
factor común que dom ina la totalidad del aparato biopsíquico. Ese
factor com ún no puede ser el «significado», ni tam poco puede ser la
«finalidad», ya que éstos son funciones secundarias. D esdé u n punto
de vista funcional consecuente, en el dom inio biológico no hay obje
tivo ni finalidad algunos, sino sólo función y desarrollo, que siguen
leyes determ inadas.
Q uedaba la estructura dinámica, el equilibrio de las fuerzas. Esto
es algo que tiene validez en todos los dom inios, algo a que aferrarse.
Lo que la psicología llama «tensión» y «relajamiento» es una antítesis
de fuerzas. M i idea de la vejiga, sencilla com o era, se hallaba en pleno
acuerdo con el concepto de unidad de lo psíquico y lo somático. Junto
con la unidad existe, al m ism o tiem po, la antítesis. Tal concepto fue el
germen de mi teoría del sexo.
En 1924, yo había supuesto que, en el orgasmo, la excitación se
concentra en laperiferia del organism o, especialmente en los órganos
genitales, fluyendo luego de vuelta al centro vegetativo, donde se
diluye. Inesperadam ente, se había com pletado u n ciclo de ideas. Lo
que antes había parecido excitación psíquica, podía describirse ahora
como corriente biofisiológica. D espués de todo, la presión interna y
la tensión superficial de una vejiga no son otra cosa que las funciones
del centro y de la periferia de un organism o. Están funcionalm ente
opuestas la una a la otra. Su fuerza recíproca determ ina la «suerte» de
la vejiga, así com o el equilibrio de la energía sexual determ ina la salud
psíquica. La «sexualidad» no puede ser otra cosa que la función bio
lógica de expansión («fuera del yo») desde el centro a la periferia. A la
inversa, la angustia no podía ser otra cosa que la dirección inversa, de
la periferia al centro («retorno al yo»). La sexualidad y la angustia
son un solo y único proceso de excitación, aunque en direcciones
opuestas.
M uy p ro n to se hizo evidente la conexión entre esa teoría y un
sinnúm ero de hechos clínicos. E n la excitación sexual, los vasos peri
féricos se dilatan; en la angustia se siente dentro — en el centro— una
tensión, com o si fuera a estallar; los vasos periféricos están contraí
dos. E n la excitación sexual, el pene se expande; en la angustia, se
encoge. El «centro de energía biológica» es la fuente de la energía
actuante; en la periferia está el funcionam iento propiam ente dicho,
en el contacto con el m undo, en el acto sexual, en la descarga orgásti-
ca, en el trabajo, etcétera.
230
Esos descubrim ientos ya sobrepasaban los confines del psicoaná
lisis. E charon p o r tierra gran cantidad de conceptos. Los psicoanalis
tas no podían seguirlos, y mi posición era tan conspicua que mis
opiniones divergentes no podían existir dentro de la mism a organi
zación sin acarrear complicaciones. Freud había rehusado aceptar mi
intento de considerar los procesos libidinales com o parte del sistema
autónom o. Situado como estaba en prim era línea entre los psicoana
listas, no estaba yo en buenas relaciones con los psiquiatras oficiales
y otros clínicos. D ebido a su m odo de pensar mecanicista, contrario
al espíritu analítico, hubieran entendido m uy poco de lo que yo de
cía. P or lo tanto, la recién nacida teoría del sexo se encontraba sola,
en un am plio vacío. Me estimulaba el gran núm ero de descubrim ien
tos confirm atorios que la fisiología experim ental p ro porcionaba a mi
teoría, los que parecían reducir a un com ún denom inador los descu
brim ientos, sin relación aparente, acum ulados p o r generaciones de
fisiólogos. U n pun to central de esos descubrim ientos era la antítesis
entre el sim pático y el parasimpático.
¿Q u é es l a e n e r g ía b io p s íq u ic a ?
231
Freud, la ciencia oficial se negaba a ocuparse de la sexualidad. El pro-
pió psicoanálisis eludía cada vez más la cuestión. La preocupación ,!
p o r ese problem a, además, se acercaba dem asiado a las efusiones co- |
m uñes de u n tipo de sexualidad patológica pervertida, con un tinte |
pornográfico, típico de la actualidad. U nicam ente, la distinción pre- j
cisa entre las manifestaciones sexuales naturales y las patológicas, ;
entre los im pulsos «primarios» y los «secundarios», hacía posible '
perseverar y seguir tratando de dilucidar el problem a. La reflexión .
p o r sí sola no hubiese conducido a una solución, com o tampoco la
integración de todos los excelentes datos pertinentes, que aparecían
cada vez en núm ero m ayor en la literatura fisiológica m oderna a par
tir del año 1925 y que fueron recopilados p o r M üller en su libro
(El sistema nervioso simpático).
C om o siempre, la observación clínica señalaba la dirección acerta
da. E n Copenhague, en 1933, tuve ocasión de tratar a un hom bre que
ofrecía una resistencia especialmente intensa contra mi empeño de
develar sus fantasías homosexuales pasivas. Tal resistencia se manifes
taba en una actitud extrema de rigidez en el cuello. Después de un
enérgico ataque a su resistencia, cedió de pronto, pero en form a bas
tante alarmante. D urante tres días presentó agudas manifestaciones
de shock vegetativo. El color de su rostro cambiaba rápidamente de
blanco a amarillo o a azul; la piel aparecía m anchada y de varios tintes;
sentía dolores agudos en el cuello y el occipucio; los latidos del cora
zón eran rápidos, tenía diarrea, se sentía agotado y parecía haber
perdido el control. Me sentía preocupado, pues si bien era cierto que
a m enudo había visto síntomas parecidos, nunca los había observado
tan violentos. Algo había ocurrido aquí que de algún m odo era inhe
rente al proceso terapéutico, pero que al principio resultaba ininteli
gible. Los afectos se habían hecho sentir somáticamente después de
haber consentido el enfermo en una actitud psíquica defensiva. El
cuello tieso, expresando una actitud de tensa masculinidad, aparente
m ente había contenido energías vegetativas que ahora escapaban en
form a incontrolada y desordenada. U n a persona con una economía
sexual equilibrada hubiera sido incapaz de pro d u cir una reacción de
esa índole, que presupone una inhibición y contención continuas
de la energía biológica. Era la m usculatura la que servía a esa función
inhibitoria. Al relajarse los músculos del cuello, escaparon poderosos
im pulsos, com o impelidos p o r un resorte. La palidez y el ru b o r que
alternaban en el rostro no podían ser otra cosa que el m ovim iento de
232
; un lado para otro de los fluidos corporales, la contracción y el relaja-
: miento alternantes de los vasos sanguíneos. Eso concordaba perfecta
mente con mi concepto del funcionam iento de la energía biológica. La
dirección «fuera del yo - hacia el m undo» alternaba velozmente con
la dirección opuesta «fuera del m undo - retorno al yo». Al contraerse,
la musculatura puede inhibir la corriente sanguínea; en otras palabras,
puede reducir al m ínim o el m ovim iento de los fluidos corporales.
Este descubrim iento verificaba mis observaciones anteriores y
otras de casos recientes. M uy p ro n to tuve gran cantidad de hechos
que pueden resum irse en la siguiente form ulación: La energía sexual
puede ser fijada por tensiones musculares crónicas. Lo mismo cabe
decir de la ira y de la angustia. O bservé que siem pre que yo reducía
una inhibición o tensión musculares, asomaba una de las tres excita
ciones biológicas básicas: angustia, ira o excitación sexual. P or cierto,
ya había podido pro d u cir ese resultado anteriorm ente, reduciendo
inhibiciones y actitudes puram ente caracterológicas; la diferencia radi
caba en el hecho de que ahora la irrupción de la energía biológica
era más com pleta, más enérgica, experim entada con m ayor intensi
dad y ocurría más rápidamente. Además, en m uchos enfermos estaba
acompañada p o r una disolución espontánea de las inhibiciones carac
terológicas. Estos descubrim ientos, aunque fueron hechos en 1933,
no se publicaron hasta el año 1935, en form a preliminar, y en 1937, en
forma definitiva.2 M uy p ro n to esclarecieron algunos puntos decisi
vos del problem a m ente-cuerpo.
La coraza caracterológica m ostraba ahora ser funcionalm ente
idéntica a la hipertensión muscular, la coraza muscular. El concepto
de «identidad funcional», que tuve que introducir, no significa otra
cosa que el hecho de que las actitudes m usculares y del carácter de
sempeñan la mism a función en el aparato psíquico; pueden influirse
y reemplazarse m utuam ente. Fundam entalm ente no pueden ser se
paradas; en sus funciones son idénticas.
Los conceptos a que se llega p o r la unificación de hechos condu
cen inm ediatamente a otras cosas. Si la coraza caracterológica se ex
233
presaba p or mediación de la coraza m uscular y viceversa, entonces la
unidad de las funciones psíquicas estaba com prendida y era suscepti
ble de ser influida en form a práctica. D e ahora en adelante me era
posible hacer un uso práctico de esa unidad. C uando una inhibición
del carácter no respondía a la influencia psíquica, me dedicaba a la
actitud somática correspondiente. A la inversa, cuando una actitud
muscular perturbadora resultaba difícil de alcanzar, me aplicaba a su
expresión caracterológica para así aflojarla. P o r ejemplo, una típica
sonrisa amable, que dificultara la labor, podía eliminarse tanto descri
biendo la expresión com o alterando la actitud muscular. Esto consti
tuía un im portante paso hacia delante. El ulterior desarrollo de esa
técnica, hasta llegar a la orgonterapia actual, llevó seis años más.
El aflojamiento de las actitudes m usculares rígidas dio com o re
sultado sensaciones somáticas peculiares: tem blor involuntario, sa
cudim iento de los m úsculos, sensaciones de calor y de frío, picazón,
sensaciones de pinchazos, «horm igueo», erizam iento y percepción
somática de la angustia, la ira y el placer. Para com prender esas m ani
festaciones tuve que rom per con todos los viejos conceptos de inte-
rrelaciones psicosomáticas. Tales manifestaciones no eran el «resul
tado», ni las «causas», ni el «acom pañam iento» de los procesos
«psíquicos»; eran sencillamente esos procesos mismos en la esfera so
mática.
R euní en u n solo concepto, com o «corrientes vegetativas», todas
aquellas manifestaciones somáticas que — en contraste con la rígida
coraza m uscular— se caracterizan p o r su m ovim iento. Inm ediata-
ménte surgió el interrogante: ¿son esas corrientes vegetativas sólo
m ovim ientos de fluidos corporales, o algo más? Los m ovim ientos
puram ente mecánicos de los fluidos pueden explicar, es cierto, las
sensaciones de calor y de frío, la palidez y el rubor, pero no otras
manifestaciones tales com o el horm igueo, la sensación de pinchazos,
los estrem ecim ientos, ni la cualidad «dulce», disolvente, de las sensa
ciones preorgásticas de placer, etc. El problem a de la im potencia or-
gástica perm anecía sin solución: el genitalpuede estar lleno de sangre,
y, sin embargo, no experimentarse señal alguna de excitación placen
tera. Lo que significa que la excitación sexual no es en m odo alguno
idéntica a la corriente sanguínea ni producida p o r ella. Además, hay
estados de angustia sin que se advierta palidez especial del rostro o
del resto del cuerpo. La sensación de constricción en el pecho (ansie
dad, angustia), la sensación de «opresión», no podía atribuirse única
234
mente a la congestión de los órganos centrales, pues entonces expe
rim entaríam os angustia después de una buena com ida, cuando la
sangre se concentra en el abdom en. D ebe existir algo, además de
la corriente sanguínea; algo que, de acuerdo con su función biológica,
produce angustia, ira o placer. La corriente sanguínea sólo puede
desempeñar el papel de un medio esencial. Q uizás ese «algo» desco
nocido no ocurre cuando se impide, de algún m odo, la corriente de
los fluidos corporales. Esto señala una etapa en que mis reflexiones
sobre el problem a no habían aún tom ado form a.
La f ó r m u l a d e l o r g a s m o : t e n s i ó n - * c a r g a - »
D E S C A R G A - * R E L A J A C IÓ N
235
aplicarse sin dificultad a las diferencias en las tensiones eléctricas. 1
C uando u n cuerpo m uy cargado se conecta p o r m edio de un cable a
uno m enos cargado, fluirá una corriente del prim ero al segundo; la
energía eléctrica estática se convierte en energía corriente (es decir, en
m ovim iento). Se establece una igualación entre las dos cargas, del
m ism o m odo que el nivel del agua en dos recipientes se iguala cuando
éstos se conectan p o r un tubo. Esa igualación de energía siempre
presupone una diferencia de energía potencial. A hora bien, nuestro
cuerpo consiste de innum erables superficies internas de distinta
energía potencial. En consecuencia, la energía eléctrica del cuerpo se
halla en constante m ovim iento entre lugares de potencial mayor y
otros de potencial menor. Los conductores de las cargas eléctricas en
ese continuo proceso de igualación son las partículas de los fluidos
del cuerpo, los iones. Éstos son átomos que albergan una determina
da cantidad de carga eléctrica; según se dirijan hacia el polo negativo
o positivo, se llaman cationes o aniones. Pero ¿qué tiene que ver todo
eso con el problem a de la sexualidad? ¡Pues mucho!
La tensión sexual se siente en todo el cuerpo, pero especialmente
en el corazón y el abdomen. G radualm ente, la excitación se concen
tra en los genitales, que se llenan de sangre, y en cuya superficie ocu
rren cargas eléctricas. Sabemos que un toque delicado en una parte
sexualm ente excitada del cuerpo provoca excitación en otras partes.
La tensión o la excitación aum entan con la fricción, culm inando eñ el
orgasm o, u n estado en el cual se producen contracciones involuntarias
de la musculatura de los genitales y del cuerpo como un todo. Es un
hecho bien conocido que la contracción m uscular es acompañada
p o r la descarga de energía eléctrica. Esa descarga puede ser medida y
representada en form a de una curva gráfica. Algunos fisiólogos opi
nan que los nervios almacenan energía que se descarga en la contrac
ción muscular. N o es el nervio, sino únicam ente el m úsculo, capaz de
contraerse, el que puede descargar energía. C on la fricción sexual, la
energía es almacenada en ambos cuerpos, y luego descargada en el
orgasm o. E l orgasmo debe ser entonces un fen ó m en o de descarga
eléctrica. La estructura de los genitales está especialmente adaptada
para ello: gran vascularidad, densos ganglios nerviosos, erectilidad, y
una m usculatura especial capaz de contracciones espontáneas.
Investigando el proceso más detenidam ente se descubre u n movi
m iento en cuatro tiempos: .
236
1. Los órganos se llenan de fluido: erección con tendón mecánica.
2. Eso conduce a una excitación intensa, que supuse de naturale
za eléctrica: carga eléctrica.
3. En el orgasmo, la carga eléctrica o excitación sexual se descar
ga en contracciones musculares: descarga eléctrica.
4. Sigue la relajación de los genitales, m ediante un reflujo de los
fluidos corporales: relación mecánica.
237
Inorgánica Orgánica, viviente
Membranas
.. Fluidos del
cuerpo
- Ganglios (generador
central de energía)
podría ejecutar varios m ovim ientos rítm icos, com o expansión y con
tracción al tem antes,, el m ovim iento de una lom briz o de peristalsis
intestinal:
238
estado de tensión — carga y descarga— relajación. Se convertiría en
calor, energía mecánica, cinética, o trabajo. U n a vejiga de tal índole
se sentiría, com o el niño, identificada con el am biente, el m undo, los
objetos. Si hubiera varias vejigas, tom arían contacto inm ediatam ente
unas con otras, pues cada una identificaría la experiencia de su ritm o
y m ovim iento propios con la de las demás. N o serían capaces de
com prender el desprecio p o r los m ovim ientos naturales, ni tam poco
la conducta no natural. La producción continua de energía interior
garantizaría el desarrollo, lo mismo que en el caso del b ro te de las
plantas o de la división progresiva de células, después del agregado de
energía p o r medio de la fertilización. Más todavía, el desarrollo no
tendría fin. El trabajo se efectuaría dentro de la estructura de la acti
vidad biológica natural, y no en contra de ella.
La expansión longitudinal durante largos períodos de tiem po ten
dería a hacer que la vejiga mantuviera esa form a y podría conducir al
desarrollo de un aparato de soporte (esqueleto) en el organismo. Ello
haría imposible el retorno a la forma esférica, pero la flexión y la exten
sión serían todavía completamente factibles, es decir, existiría aún el
metabolismo de la energía. Por cierto, la presencia de ese esqueleto
haría al organismo más vulnerable a las perjudiciales inhibiciones de la
motilidad, pero en sí no constituiría una inhibición. Tal inhibición sólo
podría compararse con el hecho de sujetar a una serpiente p o r un p u n
to de su cuerpo. Si atáramos a una serpiente p o r u n p u n to cualquiera
del cuerpo, perdería el ritmo y la unidad del m ovim iento orgánico
ondulado, incluso en aquellas partes del cuerpo que quedaran libres.
El cuerpo animal y el hum ano se asemejan en realidad a la vejiga
que acabamos de describir. Para com pletar el cuadro debem os in tro
ducir un m ecanism o bom beador autom ático que hace circular el
fluido a un ritm o uniform e desde el centro a la periferia y de vuelta:
el sistema cardiovascular. A un en las etapas más inferiores del desa
rrollo, el cuerpo animal posee un aparato central para la producción
de bioelectricidad. E n los m etazoarios, tal aparato está form ado por
los llamados ganglios vegetativos, que son conglom erados de células
nerviosas situados a intervalos regulares y unidos p o r fibrillas a to
dos los órganos y sus partes respectivas. Regulan las funciones vitales
involuntarias y son los órganos de las sensaciones y sentimientos v e
getativos. F orm an una unidad conexa, un «sincitio», y al mism o
tiempo están divididos en dos grupos que tienen cada uno una fu n
ción opuesta: simpático y parasimpático.
239
N u estra imaginaria vejiga puede expandirse y contraerse. Podría
expandirse a un grado extremo y luego relajarse m ediante unas pocas
contracciones. Podría estar floja o tensa, relajada o excitada. Podría
concentrar las cargas eléctricas junto con los fluidos que las condu
cen, ora más en u n lugar, ora más en otro.
Si se la comprimiera en toda su superficie, es decir, imposibilitando
la expansión, m ientras continuara sim ultáneam ente la producción
interna de energía, experimentaría constante angustia, o sea, una sen
sación de opresión y constricción. Si pudiese hablar, nos imploraría
que la «liberáramos» de su doloroso estado. N o le interesaría lo que
pudiera sucederle, salvo una cosa: que el m ovim iento y el cambio
reem plazaran su estado rígido y com prim ido. C om o no podría lo
grarlo p o r si sola, alguien tendría que hacerlo po r ella. Eso podría
obtenerse arrojándola p o r el espacio (gimnasia), am asándola (masa
je), si fuera necesario pinchándola (la fantasía de que la hacen esta
llar), dañándola (fantasía m asoquista de ser golpeado, harakiri), y,
si to d o lo demás fracasara, derritiéndola o disolviéndola (nirvana,
m uerte sacrificial).
U na sociedad com puesta de tales vejigas crearía las filosofías más
perfectas acerca de los ideales del «estado de ausencia de dolor». En
vista de que toda expansión causada p o r el placer o tendiente al placer
sólo podría ser experimentada como dolorosa, la. vejiga desarrollaría
tem or a la excitación placentera (angustia de placer) y, además, for
mularía teorías acerca de la cualidad «mala», «pecaminosa» y «destruc
tiva» del placer. E n resumen, sería la imagen del ascético del siglo xx.
C o n el transcurso del tiempo, llegaría a aterrorizarse ante la mera
idea de la posibilidad del relajamiento que tanto ansia; entonces lo
odiaría, y finalm ente lo castigaría con la m uerte. Se uniría con otras
de su clase en una sociedad de criaturas peculiarm ente estiradas, e
inventarían una serie de rígidas norm as de vida. La única función de
tales norm as consistiría en m antener la producción interior de ener
gía al m ínim o; en otras palabras, m antener la adhesión a u n camino
conocido y tranquilo y a las reacciones acostum bradas. Tratarían de
240
dominar, de alguna m anera inadecuada, cualquier excedente de ener
gía interior que no pudiera encontrar su natural salida en el placer o
en el m ovimiento. P o r ejemplo, introducirían la conducta sádica y
ceremonias m uy convencionales y de escaso sentido para ellas (por
ejemplo, la conducta religiosa compulsiva). Las metas realistas se al
canzan p o r sus propias sendas adecuadas, y p o r eso provocan nece
sariamente m ovim iento y desasosiego en quienes las buscan.
La vejiga podría sufrir convulsiones repentinas, en las que la ener
gía contenida se descargaría; es decir, p odría sufrir ataques histéricos
o epilépticos. Tam bién p odría volverse com pletam ente rígida y seca
como un esquizofrénico catatónico. A unque pudiera aparentar cual
quier otra cosa, esa vejiga siem pre sufriría angustia. Todo lo demás es
el resultado inevitable de esa angustia, trátese de misticismo religio
so, de fe en un F ührer o de una insensata voluntad de morir. D ado
que en la naturaleza todo se mueve, cambia, evoluciona, se expande y
se contrae, esa vejiga acorazada se com portaría frente a la naturaleza
en forma extraña y antagonista. Se creería «algo m uy especial», per
teneciente a una «raza superior», p o r ejemplo, porque viste cuello
duro o uniform e. Representaría «una cultura» o «una raza», «ende
moniada», «animal», «desenfrenada» o «indecorosa». Pero como no
podría dejar de sentir en sí misma algún últim o vestigio de esa natu
raleza, la trataría de m anera efusiva y sentim ental, p o r ejemplo, ha
blaría de «am or sublim e». Pensar en la naturaleza en función de
contracciones del cuerpo sería una blasfemia. Al mismo tiempo, esa
vejiga crearía la pornografía, sin pensar que así se contradice a sí
misma.
La fórm ula de tensión y carga reunió ideas que se me habían pre
sentado anteriorm ente durante el estudio de la biología clásica. Su
exactitud teórica debía ser com probada. E n cuanto a la parte fisioló
gica, mi teoría estaba verificada p o r el conocido hecho de las contrac
ciones espontáneas de los músculos. La contracción muscular puede
ser producida p o r estímulos eléctricos. Pero tam bién ocurre cuando
—com o Galvani— se lastim a el m úsculo y se conecta la extremidad
cortada del nervio con el m úsculo en el p u n to de la herida. La con
tracción es acom pañada p o r una corriente de acción medible. En un
m úsculo lastim ado hay además una corriente normal. Esta puede
observarse cuando se conecta el medio de la superficie muscular con
el extrem o lastim ado m ediante un conductor, un alambre de cobre,
por ejemplo.
241
El estudio de las contracciones m usculares ha sido u n im portante
campo de investigación fisiológica desde hace varias décadas. Yo no
podía com prender p o r qué la fisiología m uscular no se vinculaba con
los hechos de la electricidad animal general. Si se juntan dos prepara
ciones neurom usculares en form a tal que el m úsculo de una toca el
nervio de la otra, y se hace contraer el prim er m úsculo m ediante la
aplicación de una corriente eléctrica, el segundo m úsculo tam bién se
contrae. El prim er m úsculo se contrae en respuesta al estím ulo eléc
trico y desarrolla p o r sí m ism o una corriente de acción biológica.
Ésta, a su vez, obra a m odo de estím ulo eléctrico sobre el segundo
músculo, el que responde con una contracción, desarrollando así
otra corriente de acción biológica. D ado que los músculos del cuerpo
animal están en contacto entre sí y conectados al organismo total p o r
medio de los fluidos corporales, toda acción m uscular tiene forzosa
mente que ejercer una influencia estimuladora sobre el organismo to
tal. Tal influencia variará, desde luego, según la situación del músculo,
el estímulo inicial y su fuerza; pero siempre hay una influencia sobre el
organism o total. La contracción orgástica de la m usculatura genital
es un p ro to tip o de esa influencia; es una contracción tan potente que
se transm ite al organism o entero. Acerca de este p u n to nada podía
encontrarse en la literatura; sin em bargo, parecía que era de im por
tancia decisiva.
U n examen detallado de la curva de acción cardíaca confirm ó mi
presunción de que el proceso tensión-carga tam bién rige la función
cardíaca en form a de una onda eléctrica que corre desde la aurícula al
ápice. U n requisito previo para el com ienzo de la contracción es que
la aurícula se llene de sangre. El resultado de la carga y descarga es la
propulsión de sangre a través de la aorta debido a la contracción del
corazón.
Las drogas que aum entan de tam año en el intestino tienen un
efecto catártico. Ese aum ento de tam año actúa sobre los músculos
como u n estím ulo eléctrico: se contraen y relajan en una onda rítm i
ca, vaciando así los intestinos. Lo mism o sucede con la vejiga urina
ria: se llena de líquido, lo que conduce a la contracción y vaciado del
contenido.
Esa descripción contiene u n hecho fundam ental de extrema im
portancia, que puede servir com o paradigm a para la refutación del
pensam iento teleológico en biología. La vejiga urinaria no se contrae
«con el fin de cum plir la función de orinar» a causa de una voluntad
242
divina o poder biológico sobrenatural; se contrae en razón de un
sencillísimo principio causal: porque su llenado mecánico produce
contracción. Este principio es aplicable a cualquier otra función. N o
tenemos relaciones sexuales «con el fin de p ro d u cir hijos», sino p o r
que la congestión de fluido produce una carga bioeléctrica en los
órganos genitales y presiona para ser descargado. E sto es acom paña
do p o r la expulsión de las sustancias sexuales. E n otras palabras, no
se trata de la «sexualidad al servicio de la procreación», sino de que la
procreación es, en sí, un resultado incidental del proceso tensión-
carga en los genitales. Este hecho constituye una desilusión para los
adherentes a una filosofía m oral eugenésica, pero, sin em bargo, es un
hecho.
E n 1933 leí un trabajo experimental publicado p o r el biólogo ber
linés H artm ann. E n experimentos especiales relativos a la sexualidad
de los gametos, dem ostró que la función m asculina y fem enina en la
cópula no es fija. O sea, que un gameto m asculino débil puede actuar
como fem enino frente a un gameto m asculino más fuerte que él.
H artm ann no contestaba la pregunta acerca de qué es lo que determ i
na el agrupam iento de gametos del mism o sexo, su «cópula», si se
quiere; presum ía que se debía a «ciertas sustancias, aún desconoci
das». M e percaté de que se trataba de un asunto de procesos eléctri
cos. A lgunos años más tarde me fue posible d em ostrar el mecanismo
del agrupam iento mediante un experim ento eléctrico con los biones.
Son las fuerzas bioeléctricas las causantes del hecho de que el agrupa
miento en la copulación de los gametos se efectúe de u n m odo deter
minado y no de otro. Al mismo tiem po recibí el recorte de u n diario
en que se hablaba de unos experimentos realizados en M oscú. U n
hom bre de ciencia (cuyo nom bre no puedo recordar) había dem os
trado que las células ováricas y espermáticas resultan en individuos
masculinos y femeninos, respectivamente, según su carga eléctrica.
P o r lo tanto, la procreación es una función de la sexualidad, y no a
la inversa com o se había creído hasta entonces. F reud había postula
do lo mism o en punto a la psicosexualidad, cuando separó los con
ceptos de «sexual» y «genital». Pero, p o r razones que nunca llegué a
comprender, volvió a colocar la «genitalidad puberal» al «servicio de
la procreación». H artm ann suministró, en el dom inio de la biología, la
prueba de que la procreación es una función de la sexualidad, y no
viceversa. La consecuencia de tales descubrim ientos para la evalua
ción m oralista de la sexualidad es notoria. Ya no es posible considerar
243
la sexualidad com o un subproducto desagradable de la preservación
de la raza. Yo estaba en condiciones de agregar u n tercer argumento,
basado en estudios experimentales realizados p o r diversos biólogos:
la división del huevo, al igual que la división de las células en general,
es tam bién u n proceso orgástico; sigue la ley de tensión y carga.
C uando el huevo es fertilizado y ha absorbido la energía del es
perm a, en el prim er m om ento se pone tenso. A bsorbe fluido y su
m em brana se vuelve tirante. Ello significa que la presión interna y la
tensión superficial aum entan en form a simultánea. C uanto m ayor es
la presión dentro de esa vejiga, representada p o r el huevo, tanto más
difícil es para la superficie el «mantenerla intacta». Esos son aún p ro
cesos que se originan enteramente en la antítesis entre la presión in
terna y la tensión superficial. U na vejiga puram ente física, si se expan
diera más, estallaría. En el óvulo, en cam bio, com ienza u n proceso
característico del funcionam iento de la sustancia viva: el estiramiento
se torna contracción. El crecimiento del óvulo se debe a la absorción
de fluido y puede llegar solamente hasta un p u n to determ inado. El
núcleo com ienza a «radiar», o sea, a producir energía. G urw itsch dio
a ese fenóm eno el nom bre de «radiación mitogenética» (mitosis sig
nifica división del núcleo). Más tarde aprendí a juzgar la vitalidad de
los cultivos de biones, observando el grado de ciertas clases de radia
ción en su centro. E n la célula el llenado excesivo, es decir, la tensión
mecánica, es acom pañada p o r una carga eléctrica. Llegado a u n deter
m inado punto, la m em brana comienza a contraerse; ello sucede en la
m ayor circunferencia de la esfera y en el p u n to de máxima tensión;
éste es el ecuador, o un m eridiano cualquiera, de la esfera. C om o
puede observarse fácilmente, la contracción no es gradual y pareja,
sino u n proceso de lucha y conflicto. L a tensión en la m em brana se
opone a la presión desde dentro, la que se torna cada vez más intensa.
Se observa con facilidad cóm o la presión interna y la tensión superfi
cial se acrecientan m utuam ente. Esto resulta en una vibración, o n d u
lación y contracción visibles:
O CO
La indentación avanza más y más, la tensión interior continúa en
aum ento. Si la célula pudiera hablar, expresaría angustia. Sólo existe
una m anera de aliviar esa presión interior (aparte del estallido): la
244
división de la, vejiga grande con su superficie tensa, en dos vejigas más
pequeñas en las que el mismo contenido de volum en está rodeado de
una m em brana mucho más grande y, en consecuencia, menos tensa. La
división del huevo, p o r lo tanto, corresponde a un proceso de relaja
ción. El núcleo, en su form ación fusiforme, ha pasado anteriormente
por el mism o proceso. Esa form ación fusiform e es considerada por
muchos biólogos com o un fenóm eno eléctrico. Si pudiéramos medir
el estado eléctrico del núcleo después de la división celular, lo más
probable es que encontráram os una descarga. La «división por reduc
ción», en que la m itad de los cromosom as (que se han duplicado en el
proceso de form ación fusiforme) han sido echados hacia fuera, apun
taría en esa dirección. Cada una de las células hijas contiene ahora el
mismo núm ero de crom osom as. La reproducción se ha completado.
La división de las células, p o r lo tanto, tam bién sigue los cuatro
tiempos de la fórm ula del orgasmo: tensión -» carga -* descarga
relajación. Es el proceso biológico más im portante. La fórmula del
orgasmo, en consecuencia, puede ser llamada la «fórmula de la vida».
D urante aquellos años no quise publicar nada de todo esto. Me
limitaba a hacer insinuaciones en presentaciones clínicas y sólo p u
bliqué u n pequeño trabajo, D ie Fortpflanzung als F unktion der
Sexualität (La función reproductiva de la sexualidad, 1935), basado
en los experim entos de H artm ann. El tem a me parecía de tan decisiva
im portancia que no deseaba publicar nada al respecto sin antes llevar
a cabo experim entos especiales que confirm arían o confutarían mi
hipótesis.
P la cer (e x p a n s ió n ) y a n g u s t ia (c o n t r a c c ió n ):
A N T ÍT E S IS B Á S IC A D E L A V ID A V E G E T A T IV A
245
del organismo como u n todo. Existen en el organismo m ucho antes del
desarrollo de un tejido nervioso organizado. Los protozoarios, aun
que no poseen aún un sistema nervioso organizado, m uestran las m is
mas acciones e im pulsos fundam entales que los m etazoarios. K raus y
Zondek lograron dem ostrar el im portante hecho de que las sustan
cias químicas pueden no sólo estim ular o deprim ir las funciones del
sistema nervioso autónom o, sino también reemplazarlas. Kraus, basán
dose en sus experim entos, llega a la conclusión de que la acción de los
nervios, de las drogas y de los electrólitos puede reem plazarse entre
sí en el sistema biológico con respecto a la hidratación y deshidrata-
ción de los tejidos (como ya hem os visto, las funciones básicas de la
sustancia viva).
246
Grupo veg eta tiv o Efecto general sobre Efecto central Efecto periférico
los tejidos
Colina Músculo:
tonicidad
aum entada
Lecitina Irritabilidad
eléctrica
aumentada
Iones-O H C onsum o de
O ,, dism inuido
Presión sanguínea
disminuida
247
dolor. El proceso vital se desarrolla en una constante alternancia de
expansión y contracción.
U n estudio más detenido demuestra, p o r una parte, la identidad
de la función parasimpática y la función sexual; p o r otra, la de la fun
ción sim pática y la función de displacer o angustia. Vemos que duran
te el placer los vasos sanguíneos se dilatan en la periferia, la piel se
enrojece, el placer se siente desde ligeras sensaciones agradables hasta
el éxtasis sexual; en cambio, en el estado de angustia la palidez, la
contracción de los vasos sanguíneos, corren parejas con el displacer.
E n el placer, «el corazón se expande» (dilatación parasimpática), el
pulso es pleno y tranquilo. E n la angustia, el corazón se contrae y late
rápida y fuertem ente. E n el prim er caso, im pulsa la sangre p o r an
chos vasos sanguíneos, su trabajo es fácil; en el segundo, tiene que
im pulsar la sangre a través de vasos sanguíneos contraídos, y su tra
bajo es difícil. E n el prim er caso, la sangre se distribuye principal
m ente p o r los vasos periféricos; en el segundo, los vasos contraídos la
contienen en la dirección del corazón. Ello hace en seguida evidente
p o r qué la angustia va acompañada p o r la sensación de opresión y por
qué la opresión cardíaca produce angustia. Es el cuadro de la hiper
tensión cardiovascular, que desempeña u n papel tan im portante en la
m edicina orgánica. Esta hipertensión corresponde a u n estado gene
ral de contracción simpático-tónica en el organismo.
248
reemplazada p o r el grupo iónico del potasio y la función simpática
por el grupo iónico del calcio. O btenem os así un cuadro convincente
de un funcionam iento unitario en el organismo, desde las sensaciones
psíquicas más elevadas hasta las más profundas reacciones biológicas.
La siguiente tabla presenta ambas series de funciones según su
profundidad:
Sexualidad A ngustia
Parasimpàtico Sim pático
Potasio Calcio
Lecitina Colesterina
Iones-O H , colina Ion es-H , adrenalina
(bases hidratantes) (ácidos deshidratantes)
Función de expansión Función de contracción .
Tom ando en cuenta esa fórm ula del funcionam iento psicosomàti
co unitario-antitético, se aclaran algunas aparentes contradicciones
de la inervación autónom a. A nteriorm ente, la inervación autónoma
del organismo parecía carecer de orden. La contracción de los múscu
los se debe unas veces al parasim pàtico; otras, al simpático. La fun
ción glandular es estimulada, ora p o r el parasim pàtico (glándulas
genitales), ora p o r el sim pático (glándulas sudoríparas). Se aclarará
aún más ese aparente orden en la siguiente tabla, que m uestra la opo
sición de la inervación simpática y parasim pàtica de los órganos del
sistema autónom o:
F u n c io n a m ie n t o d e l s is t e m a n e r v io s o a u t ó n o m o
249
Acción simpática Órgano Acción parasimpàtica
Inhibición de E stim ulación de
glándulas salivales: Glándulas salivales glándulas salivales:
«Boca seca» «H ace agua la boca»
250
Acción sim pática Ó rgano Acción parasim pàtica
251
Mundo
Parasimpàtico Simpático
(placer) (angustia)
— Fluido
— Membrana
Centro
(ganglios)
252
Impulso secundario,
síntoma neurótico
Angustia
Impulso primario
Centro
(núcleo biológico)
Coraza muscular
Periferia
Simpático Parasimpàtico
253
Es significativo, en térm inos de la función sim pática unitaria de
la angustia, el hecho de que el m ism o nervio (el sim pático) inhibe las
glándulas salivales y sim ultáneam ente estim ula la secreción de adre
nalina, produciendo así angustia. Igualm ente, en el caso de la vejiga
urinaria vemos que el sim pático estim ula el m úsculo que im pide la
micción; la acción del parasim pático es la inversa. Es además signifi
cativo, en función del organism o total, que en estado de placer las
pupilas se contraen com o resultado de la acción parasim pática, y
actúan com o el diafragm a de una cám ara fotográfica, aum entando
así la agudeza de visión; a la inversa, en u n estado de parálisis angus
tiosa dism inuye la agudeza de visión debido a la dilatación de las
pupilas.
La reducción de la inervación au tónom a a las funciones biológi
cas básicas de expansión y co n tracció n del organism o to tal fue,
naturalm ente, u n adelanto im portante, y al m ism o tiem po una bue
na prueba para mi hipótesis biológica. El parasim pático, entonces,
siempre estim ula los órganos — sin tener en cuenta si el estím ulo
es en el sentido de la tensión o en el de la relajación— cuando el
organismo total se halla en estado de expansión placentera. El sim
pático, en cam bio, estim ula los órganos de m anera biológicam ente
significativa, cuando el organism o to tal se encuentra en estado de
contracción angustiosa. El proceso vital, en especial la respiración,
puede com prenderse así com o u n estado constante de pulsación en
el cual el organism o alterna continuam ente, a m odo de péndulo,
entre la expansión parasim pática (espiración) y la contracción sim
pática (inspiración). Al form u lar esas consideraciones teóricas, pen
saba yo en la conducta rítm ica de una am eba, una m edusa o u n co
razón. La función de la respiración es dem asiado com plicada para
presentarla aquí brevem ente en térm inos de estos nuevos conoci
mientos.
Si ese estado biológico de pulsación se ve p erturbado en una u
otra dirección, es decir, si predom ina ya sea la función de expansión
o la de contracción, entonces es inevitable u n trastorno deí equilibrio
biológico. U n estado de expansión m u y prolongado equivale a una
parasim paticotonía general; y a la inversa, u n estado de contracción
angustiosa m uy prolongado equivale a una sim páticotonia. P or lo
tanto, todas las condiciones somáticas conocidas clínicamente como
hipertensión cardiovascular, se hacen com prensibles com o condicio
nes de una crónica actitud sim paticotónica angustiosa. E n el centro
254
■ Expansión Retorno a la forma esférica a raíz
y movimiento de un fuerte estímulo eléctrico
,
Corrientes de plasm a en la am eba con expansión y contracción.
255
do necesario inform arm e de las razones en que se fundaba mi expul
sión; más aún, ni siquiera se me había notificado de ella. Finalmente,
descubrí que mi libro sobre el irracionalismo fascista3 me había colo
cado en u na situación tal, debido a la publicidad que se le había dado,
en la que era poco deseable mi calidad de m iem bro de la Asociación
Psicoanalítica Internacional. C uatro años más tarde, F reud tuvo que
h u ir de Viena y refugiarse en Londres, y los grupos psicoanalíticos
fueron disueltos por los fascistas. A fin de m antener mi independencia,
no aproveché la posibilidad de volver a hacerme m iem bro de la Aso
ciación Internacional m ediante la afiliación a la Sociedad Noruega.
A c t it u d m u s c u l a r y e x p r e s ió n c o r po r a l
257
embargo, es justam ente ese aspecto fisiológico del proceso de repre
sión el que merece nuestra m ayor atención. Es sorprendente encon
trar una y otra vez cóm o la disolución de la rigidez m uscular no sólo
libera la energía vegetativa, sino que, además, vuelve a traer a la m e
moria precisamente el recuerdo de la misma situación infantil en que
se había efectuado la represión. Cabe afirm ar que cada rigidez m us
cular contiene la historia y el significado de su origen. P o r lo tanto, no
es necesario deducir, a partir de los sueños o asociaciones, la form a en
que se desarrolló la coraza muscular; antes bien, la coraza mism a es la
forma en que la experiencia infantil pervive com o agente perjudicial.
La neurosis no es, en m odo alguno, únicam ente la expresión de un
equilibrio psíquico perturbado; es m ucho más correcto y significati
vo considerarla com o la expresión de una perturbación crónica del
equilibrio vegetativo y de la m otilidad natural.
El térm ino «estructura psíquica» adquirió una especial connota
ción durante los años recientes de mi labor. C o n n o ta el carácter de las
reacciones espontáneas del individuo, la condición que le es típica
como resultado de todas las fuerzas sinérgicas y antagónicas que
pugnan en su interior. Es decir, una determ inada estructura psíquica
es al mismo tiempo una determ inada estructura biofísica, una repre
sentación de la interacción de las fuerzas vegetativas dentro de una
persona. N o hay duda de que algún día se dem ostrará que la mayor
parte de lo que hoy se considera predisposición, o «m odo de ser ins
tintivo», es conducta vegetativa adquirida. El cam bio en la estructu
ra que nosotros producim os m ediante nuestra terapéutica no es otra
cosa que u n cam bio en el juego recíproco de las fuerzas vegetativas en
el organismo.
Las actitudes m usculares tienen especial im portancia en la técnica
del análisis del carácter. P o r ejemplo, hacen posible, cuando es nece
sario, evitar el enfoque indirecto p o r el cam ino de las manifestaciones
psíquicas, y penetrar directam ente hasta los afectos a p artir de la ac
titud corporal. Si se procede de tal manera, el afecto reprim ido apare
ce antes que el recuerdo correspondiente. A sí se asegura la descarga
del afecto, siem pre que la actitud m uscular crónica haya sido bien
com prendida y debidam ente disuelta. Si se intentara pro d u cir los
afectos m ediante u n enfoque puram ente psicológico, la descarga
de afectos quedaría librada a la casualidad. El trabajo del análisis del
carácter sobre las capas de las incrustaciones caracterológicas es tan
to más eficaz cuanto más com pletam ente disuelva las actitudes mus
258
culares correspondientes. E n muchos casos, las inhibiciones psíq u i
cas sólo ceden ante el aflojamiento directo de las tensiones m us
culares.
La actitud m uscular es idéntica a lo que llam am os «expresión
corporal». M uy a m enudo es imposible saber si u n enferm o es o no
muscularmente hipertónico. Sin em bargo, puede decirse que está
«expresando algo», ya sea con todo el cuerpo o con ciertas partes de
éste. P or ejemplo, la frente puede parecer «perpleja», o la pelvis ex
presar incapacidad sexual, inercia, o los hom bros dar la im presión de
estar «rigidos» o «condescendientes». Es difícil saber qué es lo que
nos perm ite tener una sensación tan inm ediata de la expresión co rp o
ral de una persona y de expresarla en palabras adecuadas. E sto nos
recuerda la pérdida de la espontaneidad en los niños, que constituye
el primer indicio, y el más im portante, de la supresión sexual final,
a la edad de cuatro o cinco años. Esa pérdida de la espontaneidad
siempre se experimenta prim eram ente como una «insensibilidad», un
«estar encerrado entre muros» o «ser puesto dentro de u n a armadura».
Más adelante tal sensación de «insensibilidad» p o d rá ser encubierta
por una conducta psíquica com pensatoria, com o ser la hilaridad su
perficial o una sociabilidad carente de contacto afectivo.
La rigidez de la musculatura es el aspecto somático del proceso de
represión, y la base para la continuación de su existencia. N u n ca es un
asunto de músculos individuales que se vuelven espásticos, sino de
grupos de músculos que form an una unidad fu ncional desde el punto
de vista vegetativo. P or ejemplo, si se suprime u n im pulso a llorar, se
ponen tensos no sólo el labio inferior, sino toda la m usculatura de la
boca, la m andíbula y la garganta; es decir, todos los m úsculos que,
como unidad funcional, entran en actividad durante el proceso del
llanto. Recuérdase aquí el conocido fenóm eno de que los histéricos
producen sus síntom as somáticos sobre una base funcional y no ana
tómica. U n ru b o r histérico, p o r ejemplo, no sigue las ramificaciones
de una arteria determ inada, sino que aparece, p o r ejem plo, exclusiva
mente en el cuello y la frente. La función vegetativa no conoce las
delimitaciones anatómicas.
La expresión corporal total puede resum irse en general en una
fórmula que, tarde o tem prano, aparece espontáneam ente en el trans
curso del análisis del carácter. A unque parezca extraño, la fórm ula
deriva por lo com ún del reino animal, com o «zorra», «cerdo», «víbo
ra», «gusano», etcétera.
259
La función de un grupo muscular espástico no se revela hasta que
la labor de desenredarlo la ha alcanzado en form a «lógica». Sería inú
til tratar de disolver una tensión abdom inal, p o r ejemplo, directa
m ente al com ienzo. La disolución del espasmo m uscular sigue una
ley que no puede aún ser form ulada com pletam ente. P o r lo general,
la disolución de la coraza muscular com ienza en los lugares más ale
jados del aparato genital, casi siempre en la cabeza. La actitud facial
es la prim era que nos im presiona a todos. La expresión del rostro y la
naturaleza de la voz son tam bién funciones de las que el enfermo es
consciente con la m ayor frecuencia; raras veces se percata de las acti
tudes m usculares de la pelvis, los hom bros o el abdom en.
A continuación describiré los signos y los mecanismos de algunas
actitudes musculares típicas, aunque esta descripción está m uy lejos
de ser completa.
Cabeza y cuello: Los dolores de cabeza violentos son u n síntoma
m uy com ún, localizándose a m enudo justam ente arriba del cuello,
sobre los ojos o en la frente. En psicopátología, esos dolores de cabeza
son conocidos com únm ente p o r el nom bre de «síntom as neurasténi
cos». ¿C óm o se producen? Si tratam os de poner tensos los músculos
del cuello durante un lapso considerable, com o si intentáram os de
fendernos de la amenaza de un golpe en la parte posterior del cuello,
m uy p ro n to sentimos u n d olor occipital, que aparece sobre el lugar
en que la m usculatura expresa un tem or continuo a que suceda algo
peligroso desde atrás, u n golpe en la cabeza, etcétera.
El d olor de cabeza frontal, sobre las cejas, que se siente como
«una faja alrededor de la cabeza», es el resultado de la costum bre de
arquear las cejas, como po d rá com probarlo cualquiera manteniendo
las cejas arqueadas durante algún tiem po. Al hacerlo, observará que
toda la m usculatura de la frente, y tam bién la del cráneo, se pone
tensa. E sta actitud expresa una angustiosa expectación crónica en los
ojos, y plenam ente desarrollada, la expresión correspondería al abrir
desm esuradam ente los ojos, característica del miedo.
E n realidad, esas dos actitudes, tensión en la frente y el cuero ca
belludo, y arqueo de las cejas, van juntas. Al sufrir súbitam ente un
susto, los ojos se abren m ucho, y, en form a simultánea, los músculos
del cuero cabelludo se ponen tensos. H a y enferm os con una expre
sión que podríam os llamar «orgullosa», la que al disolverse resulta
ser una defensa contra la expresión de atención asustada o angustiosa
del rostro. O tros enfermos presentan la frente del «pensador serio».
260
Casi nunca se encuentra entre ellos uno que no haya tenido en la ni
ñez la fantasía de ser un genio. Tal actitud se desarrolla generalmente
como defensa contra la angustia, en la m ayoría de los casos relaciona
da con la m asturbación; la expresión facial de susto se convierte en la
«actitud pensativa». En otros casos, la frente tiene un aspecto «liso»,
«chato» o «inexpresivo». D etrás de esa expresión siempre se encuen
tra el tem or a recibir un golpe en la cabeza.
M ucho más im portantes, y tam bién más frecuentes, son los espas
mos de la boca, la barba y el cuello. M uchas personas tienen una ex
presión facial de máscara. La barba sobresale y parece ancha; el cuello
bajo la barba, «sin vida». Los m úsculos esternocleidom astoideos
sobresalen, semejantes a gruesas cuerdas; los músculos debajo de la.,
barba están tensos. Esos pacientes a m enudo sufren náuseas; tienen
casi siempre una voz m onótona, baja, «descarnada». Esta actitud po
demos reproducirla en nosotros mismos con sólo imaginar que esta
mos tratando de reprim ir u n im pulso a llorar. Observarem os que los
músculos del fondo de la boca se ponen m uy tensos, al igual que
los músculos de toda la cabeza; echamos la barba hacia delante y la
boca se achica.
En sem ejante condición, en vano se tratará de hablar con voz
fuerte y resonante. A m enudo, los niños adquieren esas condiciones a
edad tem prana, cuando se ven obligados a reprim ir violentos im pul
sos a llorar. La prolongada concentración de la atención en determi
nada parte del cuerpo, da com o resultado una fijación de la inerva
ción correspondiente. Si la actitud adoptada es igual a la que se
tomaría en una situación em ocional diferente, las dos funciones po
drán acoplarse. C on sum a frecuencia he encontrado náuseas acopla
das con impulso a llorar. U n examen más detenido dem ostró el hecho
de que am bos provocan una actitud m u y similar en los músculos del
fondo de la boca. En esos casos, es totalm ente inoperante tratar de
eliminar las náuseas sin antes descubrir la tensión de los músculos del
fondo de la boca, pues las náuseas son el resultado de contener otro
impulso, el de llorar. Ú nicam ente la total liberación del impulso a
llorar elim inará las náuseas crónicas.
En la región de la cabeza y de la cara, son de especial importancia
las peculiaridades expresivas del habla. E n su mayoría son el resulta
do de espasmos de la m usculatura de la m andíbula y de la garganta.
En dos enferm os observé una violenta reacción defensiva que apare
cía tan p ro n to com o se les tocaba, aun con la m ayor suavidad, la re
261
gión de la laringe. A m bos enferm os tenían fantasías de que se les
dañaría la garganta sofocándolos o cortándolos.
Debe observarse con sum o cuidado la expresión facial como un
todo —independientem ente de las partes individuales— . C onoce
mos el rostro deprim ido del enferm o melancólico. Es singular cóm o
la expresión de flacidez puede asociarse con una aguda tensión cró
nica de la m usculatura. H ay personas con una perm anente expresión
artificialmente radiante; las hay con las mejillas «tiesas» y «hundi
das». G eneralm ente los enferm os pueden, p o r sí mismos, encontrar
la expresión correspondiente si se les señala y describe repetidam en
te la actitud, o si se les m uestra im itándola. U n paciente con «mejillas
tiesas» dijo: «Mis mejillas están com o pesadas de lágrimas». El llanto
reprim ido fácilmente produce una rigidez de máscara de la m uscula
tura facial. A edad tem prana, los niños desarrollan m iedo a las «caras
feas» que se com placen en hacer; tem en, p orque se les ha dicho que si
las hacen «les quedará así», y p orque justam ente los im pulsos que
expresan en sus muecas son im pulsos que seguram ente serían re
prendidos o castigados. P o r eso los contienen, m anteniendo su ros
tro «rígidamente controlado».
La t e n s ió n a b d o m in a l
262
hombros y permanecemos en actitud rígida; a veces levantamos los hom
bros. Si m antenem os esta actitud durante algún tiem po, aparece una
presión en la frente. H e tenido varios enfermos en quienes no me fue po
sible eliminar la presión de la frente hasta que descubrí su actitud de
expectativa ansiosa en la m usculatura del tórax.
¿ C u á l es la f u n c ió n de esa a ctitu d d e « r e sp ir a c ió n su p e rficia l» ? Si
o b se r v a m o s la p o s ic ió n d e lo s ó r g a n o s in te r n o s y su r e la c ió n c o n el
p le x o so la r (pág. 3 3 6 ), v e r e m o s en se g u id a lo q u e s u c e d e . A l e x p e r i
m entar u n s u s to , in v o lu n ta r ia m e n te se inspira; c o m o , p o r e je m p lo , al
ah ogarse, d o n d e ju sta m en te esa in sp ir a c ió n c o n d u c e a la m u erte; el
diafragm a se co n tra e y c o m p r im e el p le x o so la r d e sd e arriba. L o s
resu lta d o s d e la in v e stig a c ió n ca rá ctero -a n a lítica d e lo s m e c a n ism o s
in fa n tiles n o s p r o p o r c io n a n u n a cabal c o m p r e n s ió n d e d ic h a a c c ió n
m uscular. L o s n iñ o s c o m b a te n esta d o s p r o lo n g a d o s y d o lo r o s o s de
a n gu stia, a c o m p a ñ a d o s p o r s e n sa c io n e s típ ic a s e n e l « e s tó m a g o » ,
c o n te n ie n d o la resp ira ció n . L o m is m o h a c e n c u a n d o tie n e n s e n s a c io
nes p la cen tera s e n el a b d o m e n o lo s g en ita les y las te m e n .
El contener el aliento y m antener el diafragm a contraído es uno
de los prim eros y más im portantes mecanismos para suprim ir las
sensaciones de placer en el abdom en y, además, para cortar en sus
fuentes la «angustia de la barriga». Este m ecanism o de contener la
respiración es ayudado p o r la presión abdom inal, que tiene u n efecto
similar. Todo el m undo conoce tales sensaciones vegetativas en el
abdomen, aunque se las describe de diversas maneras. Los enfermos se
quejan de una «presión intolerable» en el estóm ago, o de una faja que
«restringe». O tro s tienen sobrem anera sensible u n señalado lugar del
abdomen. Todos tienen miedo de recibir «un puñetazo en la barri
ga». Este tem or es el centro de las más ricas fantasías. O tro s tienen la
sensación de que «hay algo en la barriga que no puede salir»; «siento
como un plato en mi barriga»; «mi barriga está m uerta»; «tengo que
sostenerme la barriga», etc. La mayoría de las fantasías de los niños
pequeños acerca del embarazo y del parto se form an alrededor de las
sensaciones vegetativas en su abdomen.
Si presionam os suavemente con dos dedos — sin atem orizar al
enfermo— a unos dos centímetros y medio debajo del esternón, n o
taremos tarde o tem prano, una tensión parecida a u n reflejo o una
resistencia constante. El contenido abdom inal está siendo protegido.
Los enfermos que se quejan de una sensación de una faja o de presión
crónica m uestran una rigidez «de tabla» en la m usculatura abdom i
263
nal superior. Es decir, la m usculatura allí ejerce una presión desde
delante hacia el plexo solar, del mismo m odo que el diafragma ejerce
presión desde arriba. Bajo presión directa, así com o tam bién al inspi
rar profundam ente, el potencial eléctrico de la piel del abdom en baja,
térm ino m edio, de 10 a 20 MV.1
264
mentos crea en ergía. E n e se p r o c e s o se crean el calo r y la energía c i
nética. La b io e le c tr ic id a d ta m b ié n es creada e n e ste p r o c e so de c o m
bustión. Si se r e d u c e la r e sp ir a c ió n , se in tr o d u c e m e n o s ox íg en o ; só lo
penetra la ca n tid a d s u fic ie n te para m a n ten er la v id a . Si se crea e n el
organism o u n a ca n tid a d m e n o r d e en erg ía , lo s im p u lso s veg eta tiv o s
son m en o s in te n s o s y , p o r lo ta n to , m ás fá cil d e dom inar. La in h ib i
ción de la re sp ir a c ió n , tal cu a l se e n c u e n tr a reg u la rm en te en lo s n eu
róticos, tien e , d e s d e el p u n to d e v ista b io ló g ic o , la fu n c ió n de reducir
la p ro d u cc ió n d e en erg ía e n el o r g a n ism o , y, d e tal fo rm a , de reducir la
p rod u cción d e a n g u stia .
El r e f l e jo d el o r g a sm o . U n a h is t o r ia c l ín ic a
265
Pasaba su ocio en los restaurantes y salas de juego, en conversaciones
vanas y en chanzas tontas. Sentía, de algún m odo, que ésa era una actitud
patológica, pero aún no com prendía el alcance patológico de estos ras
gos. Sufría una com pulsión a ser sociable pero sin establecer contacto
afectivo, perturbación ésta que se da con frecuencia.
La im presión general que causaba el paciente se caracterizaba por sus
m ovim ientos indefinidos; caminaba con paso forzado, de manera que su
andar parecía desm añado. Su postura no era erguida, sino que expresaba
sum isión, com o si estuviera siempre en guardia. Su expresión facial era
vacía y no indicaba nada especial. La piel de la cara era brillosa, tirante, y
parecía una máscara. La frente parecía «chata». Tenía la boca pequeña,
apretada, y apenas la m ovía al hablar; los labios, delgados y apretados.
Sus ojos carecían de expresión.
A pesar del evidente grave deterioro de su m otilidad vegetativa, se
percibía, por detrás de su apariencia, a un ser m uy vivaz e inteligente.
Probablem ente a ello cabría atribuir la gran energía con que intentó eli
minar sus dificultades.
El tratamiento duró seis m eses y m edio, con sesiones diarias. Trataré
de presentar los pasos más im portantes de su curso.
Ya en la primera sesión tuve que resolver si com enzaría por su reser
va psíquica o por su notable expresión facial. M e decidí por la última,
dejando librada al desarrollo ulterior la decisión acerca de cóm o y cuán
do atacar el problem a de la reserva psíquica. C o m o resultado de mis re
petidas descripciones de la actitud rígida de su boca, apareció un leve
tem blor convulsivo de los labios, que luego fue aum entando constante
mente. Se sorprendió ante la naturaleza involuntaria del tem blor y trató
de com batirlo. Le insté a ceder ante cualquier im pulso que sintiera. Sus
labios com enzaron entonces a sobresalir y a retraerse de una manera
rítmica, perm aneciendo protruidos durante algunos segundos, com o en
un espasm o tónico. M ientras sucedía eso, el rostro dem ostró la incon
fundible expresión de un niño m am ando. El enferm o se sorprendió,
preguntando ansiosam ente adonde conduciría eso. Le tranquilicé, ins
tándole al m ism o tiem po a que cediera a cualquier im pulso, y que me
informara de cualquier inhibición de im pulsos que advirtiera.
En las sesiones siguientes, las diversas m anifestaciones del rostro se
hicieron más y más definidas, despertando gradualmente el interés del
paciente. E sto, pensó, debía de indicar algo m uy im portante. Sin embar
go, extrañamente, tod o eso no parecía tocarlo; más bien, después de tales
espasmos clónicos o tónicos en la cara, continuaba hablándom e tranqui
lamente com o si nada hubiera sucedido. En una de las sesiones siguien
tes, las contracciones nerviosas de la boca aum entaron hasta llegar al
llanto contenido. Em itía sonidos que semejaban el estallido de sollozos
largo tiem po retenidos. M i insistencia en rogarle que cediera a los impul
266
sos musculares tuvo éxito. La actividad que dem ostraba su rostro se hizo
m últiple. Si bien es cierto que la boca se d istorsionó en un espasm o de
llanto. N o obstante, la expresión no llegó hasta el llanto, sino que, para
sorpresa nuestra, se convirtió en una expresión distorsionada de ira.
A unque parezca extraño, el enfermo no sentía la m enor ira, si bien sabía
que lo que él expresaba era ira.
C uando esos fenóm enos musculares se tornaban particularm ente
intensos, poniéndosele azul el semblante, el enferm o se volvía inquieto y
ansioso. Continuam ente me preguntaba adonde lo conducía eso, y qué
le sucedería. C om encé entonces a explicarle que su m iedo a algún suceso
im previsto se correspondía plenamente con su actitud caracterológica
general; que estaba él dom inado por un vago tem or de que algo inespe
rado podía sucederle de repente.
N o deseando y o abandonar la investigación consecuente de una acti
tud somática, una vez emprendida, tenía prim ero que aclararme a m í
m ism o cuál era la conexión entre las actividades musculares del rostro y
su defensa caracterológica general. Si la rigidez muscular hubiese sido
m enos franca, habría com enzado a tratar la defensa caracterológica que
se presentaba bajo el aspecto de reserva. M e veía obligado a llegar a la
conclusión de que su conflicto psíquico predom inante estaba dividido
de la siguiente forma: La función defensiva, en esos m om entos, se halla
ba contenida en su reserva psíquica, mientras que aquello contra lo que
se defendía, o sea, el im pulso vegetativo, se manifestaba en las acciones
musculares del rostro. A tiem po recordé que la actitud muscular en sí
contenía no sólo el afecto contra el que se defendía, sino tam bién la de
fensa. La boca pequeña, apretada, podía, en efecto, n o ser otra cosa que
la expresión de lo opuesto, de la boca protruida, contraída, del llanto. Me
propuse entonces llevar a su conclusión el experim ento de destruir las
fuerzas defensivas en forma coherente, partiendo del aspecto muscular y
no del psíquico.
En consecuencia, procedí a trabajar sobre aquellas actitudes m uscu
lares del rostro que supuse eran contracciones espasm ódicas, es decir,
defensas hipertónicas contra las acciones musculares correspondientes.
En el transcurso de algunas semanas, la actividad de la musculatura de la
cara y el cuello evolucionó del siguiente m odo: a la boca apretada siguie
ron contracciones nerviosas y, más tarde, protrusión de los labios. Esa
protrusión se transformó en llanto, aunque sin que éste estallara abierta
mente. El llanto, a su vez, fue seguido de una expresión facial de ira in
tensa, con la boca distorsionada, la musculatura de las mandíbulas dura
com o una tabla, y rechinar de dientes. H u b o otros m ovim ientos expre
sivos. El paciente se incorporó a medias, sacudiéndose de rabia, y levan
tó el puño, com o para asestar un golpe, pero sin p e g a r en realidad. Luego
se desplom ó en el sofá, exhausto, reduciéndose todo a una especie de
267
lloriqueo. Estas acciones expresaban «rabia im potente», tal como la ex-
perim entan tan a m enudo los niños hacia los adultos.
U n a vez pasado el ataque, hablaba de él tranquilamente, como si |
nada hubiera sucedido. N o cabía duda: en alguna parte había una inte- "i
rrupción entre sus im pulsos musculares vegetativos y su percatación
psíquica de tales im pulsos. Naturalm ente, seguí discutiendo con él no
sólo el orden de sucesión y el contenido de sus acciones musculares, sino
tam bién el extraño fenóm eno de su desligam iento psíquico al respecto.
L o que le llam ó la atención, com o también a mí, era el hecho de que —a
pesar de ese desligam iento psíquico— com prendía inmediatamente la
función y el significado de los ataques. N o había necesidad alguna de que
y o se los interpretara. Por el contrario, m e sorprendía continuamente
con las explicaciones que le eran inm ediatam ente evidentes. Tal estado
de cosas era sumamente satisfactorio. Recordaba yo los m uchos años de
trabajosa labor interpretando síntomas, en el curso de los cuales deducía
ira o angustia a partir de los síntomas o asociaciones de ideas, trataba
después, durante meses o años, de que el paciente tuviera algún contacto
con ellas. En esos años, ¡cuán rara vez y en qué pequeña escala había sido
p osible llegar más allá de una com prensión meramente intelectual! Por
lo tanto, tenía fundada razón para estar encantado con mi paciente,
quien, sin explicación alguna de mi parte, inm ediatam ente comprendía
el significado de sus actos. Sabía él que estaba expresando una tremenda
ira que durante largos años había estado conteniendo. El desligamien
to psíq u ico desapareció cuando uno de los ataques reprodujo el recuer
do de su herm ano mayor, quien acostumbraba a intimidarlo y a maltra
tarlo cuando niño.
Espontáneam ente com prendió ahora que en aquel tiem po había re
prim ido el o d io hacia su hermano, el favorito de la madre. C om o sobre-
com pensación de su odio, desarrolló una actitud especialmente amable y
cariñosa hacia su hermano, cosa que se hallaba en violenta contradicción
con sus verdaderos sentim ientos. Había hecho eso con el fin de mante
nerse en buenas relaciones con la madre. Este odio, que entonces no ha
bía sido expresado, encontraba ahora salida en sus acciones musculares,
com o si el pasar del tiem po no lo hubiera alterado en lo m ínim o.
269
d eseo in c e stu o so , e x c e p to en fo rm a in telectu a l. L o q u e sig n ific a , en
realidad, q u e el le v a n ta m ie n to d e la r e p r e sió n n o h a te n id o é x ito .
C o m o ilu stra ció n , v o lv a m o s a la p o ste r io r e v o lu c ió n d el tratam ien to.
270
A esas alturas del tratamiento, después de unos tres m eses, la m uscu
latura de la cabeza, el pecho y el abdom en superior habían adquirido
m ovilidad, al igual que la de las piernas, en particular de las rodillas y
m uslos. A l m ism o tiem po, el abdomen inferior y la pelvis continuaban
inm óviles. El desligam iento psíquico respecto de las acciones m uscula
res también permanecía constante. El enfermo sabía de los ataques; com
prendía su significado; sentía el afecto contenido en el ataque. Sin embar
go, no parecía que ése, en realidad, lo tocara. La cuestión principal seguía
siendo: ¿cuál era el obstáculo que causaba esa disociación? Se h izo n o to
rio que el enferm o se estaba defendiendo contra la com prensión total
en todas sus partes. A m bos sabíamos que él procedía con sum a cautela,
la que se expresaba, no sólo en su actitud psíquica, no só lo en el hecho de
que su amabilidad y cooperación en la labor terapéutica nunca sobrepa
saban un punto determinado y que siempre se mostraba en cierto m odo
frío o distanciado cuando la labor pasaba determ inados límites; esa «cau
tela» tam bién se encontraba en su conducta muscular; era mantenida,
por así decir, en form a doble. Él m ism o com prendió y describió la situa
ción, en térm inos de un niño a quien perseguía un hom bre que trataba de
propinarle una paliza. A l hacer esa descripción, dio unos pasos hacia un
lado, com o si esquivara algo, miró ansiosam ente hacia atrás y echó las
nalgas hacia delante, com o para poner esa parte del cuerpo fuera del
alcance de su perseguidor. En el lenguaje psicoanalítico usual, habríamos
dicho: detrás de ese tem or de ser castigado se esconde el tem or de un
ataque hom osexual. En realidad, el enfermo había sido analizado duran
te un año o más, y allí su hom osexualidad pasiva había sido interpretada
constantem ente. Esta interpretación había sido correcta «en sí», pero
desde el punto de vista de nuestro conocim iento actual, debem os decir
que fue inútil, pues ahora vem os qué era lo que im pedía al enferm o com
prender realmente en forma afectiva su actitud hom osexual: su cautela
caracterológica, así com o la fijación muscular de su energía; ambas se
hallaban aún m uy lejos de ser disueltas.
Procedí a dedicarme a su cautela, no desde el aspecto psíquico, com o
es costum bre en el análisis del carácter, sino desde el aspecto som ático.
Por ejemplo, le demostraba repetidas veces que, si bien expresaba él su
ira en acciones musculares, nunca continuaba la acción; que, si bien le
vantaba el puño, nunca asestaba el golpe. Varias veces se dem ostró que en
el preciso m om ento en que el puño estaba por golpear el sofá, el enojo
había desaparecido. Me concentré luego en la inhibición de com pletar la
acción muscular, guiado siempre por la presunción de que era justamen
te su cautela la que se expresaba en esa inhibición. D espués de algunas
horas de trabajo consecuente sobre la defensa contra las acciones m uscu
lares, súbitam ente recordó el siguiente episodio, ocurrido a los cinco
años de edad: siendo pequeño, vivía con su familia en lo alto de un acan-
271
tilado que caía bruscamente al mar. M ientras se entretenía haciendo :|l
fuego al borde del acantilado, estaba tan absorto en su juego que corría J
peligro de precipitarse al mar. Apareció la madre en la puerta de la casa, |
que se hallaba a pocos m etros deí lugar, se asustó, y trató de hacerlo retí- |
rar del borde. Sabiendo que era un niño de m otilidad m uy vivaz, conti- íj
nuaba asustada. Lo atrajo hacia ella con palabras bondadosas, prome- á
tiéndole u n dulce. Luego, le propinó un terrible castigo. Esa experiencia f
le había im presionado m uy hondamente; pero ahora la comprendía en '§
relación con su actitud defensiva hacia las mujeres y la cautela que exhi- |
bía en el tratamiento. j
Sin embargo, eso no solucionó el asunto. La cautela persistía como y
antes. C ierto día, entre dos ataques, me hizo, jocosam ente, el siguiente i
relato: Era un entusiasta pescador de truchas. M e describió, de manera | :
m u y im presionante, el placer de pescar truchas, acom pañando sus pala- J
bras con los m ovim ientos correspondientes; m e explicó cóm o se avista la %
trucha, cóm o se arroja la línea. Al hacer tal descripción, su rostro tenía >
una expresión de enorm e avidez, casi sádica. Pero me llamó la atención {
el hecho de que, aunque describiera el procedim iento con tod o lujo de
detalles, había om itido uno, o sea, el m om ento ¿n que la trucha muerde
el anzuelo. Capté la relación, pero m e di cuenta de que él no se había
percatado de la om isión de ese detalle. Siguiendo la técnica analítica
usual, le hubiese enterado de la relación o le hubiese estim ulado a encon
trarla por sí m ism o. Pero para mí era más im portante que antes el enfer
m o se diera cuenta de su om isión, y de los m otivos de ella. Cuatro sema
nas después ocurrió lo siguiente: las contracciones del cuerpo comenzaron
a perder cada vez más su naturaleza espástica tónica; el clonus también
d ism in uyó, apareciendo extrañas contracciones en el abdom en. Estas no
eran nuevas para mí; las había observado en otros enferm os, pero nunca
en la relación en que este enfermo las presentaba ahora. La p a rte superior
d el cuerpo (hom bros y pecho) se sacudía hacia delante, el m edio del abdo
m en perm anecía quieto, y la p a rte inferior d el cuerpo (muslos y pelvis) se
sacudía hacia la p a rte superior. En esos ataques, el enferm o de pronto se
incorporaba a medias, mientras la parte inferior del cuerpo se levantaba.
Era to d o un m ovim iento Orgánico unitario. H abía horas en que tales
m ovim ientos ocurrían continuamente. C on estas sacudidas del cuerpo
entero alternaban sensaciones de corrientes, especialm ente en las piernas
y el abdom en, sensaciones éstas que el enferm o experimentaba con pla
cer. La actitud del rostro y la boca cambiaron algo; en u n o de esos ata
ques la cara tenía uiía inconfundible expresión de pez. A un antes de que
le llamara la atención al respecto, el enferm o m e inform ó espontánea
mente: «M e siento com o un animal prim itivo», y luego: «M e siento
com o un pez». {Q u é teníam os aquí? Sin saberlo, sin haber deducido
con ex ió n alguna por m edio de asociación de ideas, el enfermo, en sus
272
movimientos corporales, estaba representando un pez; aparentemente,
un pez que había sido apresado y se sacudía prendido del anzuelo. En el
lenguaje de la interpretación analítica, diríamos que estaba «actuando» la
trucha en la línea. Esto lo expresaba de varias maneras: la boca sobresalía,
tiesa y distorsionada; el cuerpo se sacudía de la cabeza a los pies; la espalda
estaba tiesa como una tabla. Lo que no resultaba muy comprensible,
entonces, era el hecho de que, durante algún tiempo, en el ataque, exten
día sus brazos como si abrazara a alguien. No recuerdo si llamé la aten
ción del enfermo acerca de la relación con el relato de la trucha, o si lo
comprendió en forma espontánea (tampoco es éste un detalle de especial
importancia); de cualquier modo, tuvo la sensación inmediata de la rela
ción, y no tuvo duda alguna de que representaba a la trucha así como
también al pescador.
Desde luego, el episodio tenía una relación inmediata con las desilu
siones respecto de la madre. Desde cierta época de sú niñez, ella lo había
descuidado, tratándolo mal y castigándolo a menudo. Muchas veces él
esperaba algo hermoso y bueno de ella, y ocurría exactamente lo opues
to. Se comprendía ahora su cautela. No confiaba en persona alguna, pues
no quería ser atrapado. Tal era la base fundamental de su superficialidad,
de su temor a rendirse, de su miedo a la responsabilidad, etc. Cuando se
estableció esa relación, cambió en forma notable. Desapareció su super
ficialidad, se volvió serio. La seriedad hizo su aparición en forma repen
tina durante una sesión. El enfermo dijo, textualmente: «No comprendo.
De pronto, todo se ha vuelto muy serio». Es decir, no se trataba de que
hubiera él recordado la actitud emocional seria que había tenido en de
terminado período de su niñez; antes bien, había cambiado realmente, de
lo superficial a lo serio. Se hizo notorio que su actitud patológica hacia
las mujeres, o sea, su temor de entrar en relaciones con una mujer, de
entregarse a una mujer, era el resultado de ese temor que se había estruc-
turalizado. Les resultaba muy atrayente a las mujeres; no obstante, no
utilizaba su poder de atracción.
Desde entonces en adelante hubo un rápido y pronunciado aumento
en las sensaciones de corrientes, primero en el abdomen, luego en las
piernas y en la parte superior del cuerpo. Describió tales sensaciones no
sólo como corrientes, sino como voluptuosas, como un «derretirse»,
en especial si las sacudidas abdominales habían sido fuertes y enérgicas,
sucediéndose con rapidez.
A q u í resu lta rá c o n v e n ie n te q u e n o s d e te n g a m o s u n m o m e n to
para pasar r e v ista a la s itu a c ió n e n q u e se en co n tra b a el en ferm o.
L as sa c u d id a s a b d o m in a le s n o eran s in o la ex p r esió n d e l h ech o de
q u e la te n s ió n tó n ic a d e la p a red a b d o m in a l se estaba aflojando. T od o
273
funcionaba com o un reflejo. U n leve golpe en la pared abdom inal
producía inm ediatam ente una sacudida. D espués de varias sacudidas,
se ablandaba y podía presionarse fácilmente con los dedos; antes es
taba tirante, dem ostrando una condición a la que, p o r el m om ento,
daremos el nom bre de «defensa abdom inal». Ese fenóm eno puede
observarse, sin excepción, en to d o individuo neurótico. Si hacemos
espirar intensam ente al enferm o, y ejercemos luego una leve presión
en la pared abdom inal a unos dos centím etros y medio debajo del
esternón, sentirem os una violenta resistencia dentro del abdom en,
o el enfermo experimenta u n dolor similar al que se produce apretando
el testículo. Si echamos un vistazo a la posición de los órganos abdo
minales y al plexo solar del sistema nervioso vegetativo — considera
da en conjunto con otros fenóm enos de los que tratarem os más ade
lante— verem os que la tensión abdom inal tiene la función de ejercer
presión sobre el plexo solar. El diafragma tenso, en su posición de
presión hacia abajo, llena la mism a función. Este síntom a tam bién es
típico. En todo individuo neurótico, sin excepción, puede observarse
una contractura tónica del diafragma; ésta se manifiesta en el hecho
de que los enferm os pueden exhalar sólo en form a superficial y es-
pasmódica. Al exhalar, el diafragm a se levanta, dism inuyendo la p re
sión sobre los órganos que están debajo, incluso el plexo solar. C uan
do durante el tratam iento producim os una dism inución en la tensión
del diafragma y de los m úsculos abdom inales, se libera al plexo solar
de la presión abdom inal a que estaba som etido. Ello lo dem uestra
la aparición de ,una sensación parecida a la que se experim enta en
un deslizador a ruedas, en un ascensor al descender súbitam ente, o al
caer. La experiencia clínica dem uestra que es éste u n fenóm eno so
brem anera im portante. Casi todos los enferm os llegan a recordar que
de niños practicaban la supresión de esas sensaciones abdominales,
las que eran especialm ente intensas cuando sentían enojo o angustia;
aprendieron en fo rm a espontánea a lograr esa supresión, conteniendo
el aliento y encogiendo el abdomen.
274
serpentinos del cuerpo. Sin embargo, la pelvis permanecía rígida, hasta
que le hice tomar conciencia de esa rigidez de la m usculatura pélvica.
Durante las sacudidas, toda la parte inferior del cuerpo se m ovía hacia
delante; la pelvis, sin embargo, no se m ovía por sí sola; es decir, tomaba
parte en el m ovim iento de las caderas y de los m uslos, pero de ningún
m odo se m ovía com o unidad corporal separada. Solicité al enferm o que
tratara de concentrar la atención en lo que inhibía el m ovim iento de la
pelvis. Tardó cerca de dos semanas en captar com pletam ente la inhibi
ción muscular de la pelvis y en superarla. En form a gradual, aprendió a
incluir la pelvis en la contracción. Entonces apareció en el g en ital una
sensación de corrientes que nunca había conocido anteriorm ente. Tuvo
erecciones durante la sesión, y un poderoso im pulso de eyaculación.
Ahora, las contracciones de la pelvis, de la p a rte superior d e l cuerpo y del
abdom en, eran iguales a las del clonus orgástico. D e ahí en adelante, el
trabajo se concentró en hacer que el paciente hiciera una descripción
detallada de su conducta en el acto sexual.
275
de dism inuir el espacio abdom inal m ediante presión desde abajo. Más
adelante hablaremos de la importancia de este descubrim iento en el de
sarrollo y m antenim iento de condiciones neuróticas.
Luego de unas cuantas semanas se logró la com pleta disolución de la j
coraza muscular. Las contracciones abdom inales aisladas disminuyeron i :
en proporción al aum ento en la sensación de corriente en el genital. Con ¡
eso, el carácter serio de su vida em ocional tam bién aumentó. A l respecto, ;
el paciente recordó una experiencia de su segundo año de vida. ;
Está solo con su madre en un lugar de veraneo. Es uná noche lumino- '
sa, estrellada. La madre duerme respirando profundamente; desde fuera
llega hasta él el sonido rítmico de las olas. Experimenta la misma dispo
sición de ánimo, seria y algo triste, que acaba de sentir ahora. Podemos
decir que acaba de recordar una de las situaciones de su más temprana
infancia, en que permitía aún que sus anhelos vegetativos (orgásticos) se
hicieran sentir. D espués de la desilusión con respecto a la madre, que
ocurrió cuando tenía unos cinco años de edad, luchó contra la experien
cia plena de sus energías vegetativas, y se volvió frío y superficial; es de
cir, desarrolló el carácter que presentaba al com ienzo del tratamiento.
D esd e esa etapa del tratamiento, sintió en grado cada vez mayor un
«peculiar contacto con el m undo». M e aseguró la com pleta identidad de
su actual seriedad de sentim iento, con el sentim iento que solía tener
de m uy niño hacia su madre, especialm ente aquella noche. M e describió
tal sentim iento así: «Es com o si estuviera en un contacto com pleto con el
m undo; com o si todas las im presiones fueran registrándose en m í lenta
m ente, com o en olas. Es com o una cubierta protectora alrededor de un
niño. Es increíble cóm o siento ahora la profundidad del m undo». Yo no
tuve que decírselo, él lo com prendió espontáneam ente: la proxim idad a
la m adre es lo m ism o que lap ro x im id a d a la naturaleza. La identificación
de la madre y la tierra, o el universo, tiene un significado más profundo
cuando se com prende desde el punto de vista de la armonía vegetativa
entre el individuo y el m undo.
E n una de las sesiones siguientes, el enferm o tuvo un severo acceso de
angustia. Súbitamente se incorporó con la boca distorsionada por el do
lor, la frente cubierta de sudor; toda la musculatura estaba tensa. Como
alucinado, encarnaba a un animal, un m ono; la m ano reproducía la acti
tud del p u ñ o fuertemente apretado de un m ono, y él emitía sonidos que
parecían salir desde lo más hondo del pecho, «com o si no tuviera cuerdas
vocales», según explicó más tarde. Tenía la sensación de que alguien se le
acercaba peligrosam ente y le amenazaba. E ntonces, com o en un trance,
gritó: « N o te enojes, sólo quiero mamar». D espués de eso se calmó, y en
las horas que siguieron desciframos el significado de la alucinación. Re
cordó, entre otras cosas, que a la edad de dos años, más o m enos — fue
posib le determinar la edad por una cierta situación— había visto por
276
primera vez la Vida an im al de Tierleben de Brehm.2 N o recordaba haber
experimentado la m ism a angustia en esa ocasión; sin embargo, no cabían
dudas de que la angustia real correspondía a esa experiencia: había mi
rado a un gorila con gran asom bro y admiración.
Aunque esa angustia no se había manifestado entonces, había, sin
embargo, dom inado toda su vida. Sólo ahora había asomado bruscamen
te. El gorila representaba al padre, la figura amenazante que trataba de
impedirle mamar. La relación con la madre se había fijado en ese nivel. Al
com ienzo del tratamiento se había m anifestado en los movimientos de
succión de los labios; pero ello no se h izo espontáneamente evidente
hasta después de la com pleta disolución de la coraza muscular. N o fue
necesario buscar durante años enteros su experiencia infantil; en la se
sión terapéutica se convirtió en un niño de pecho, con la expresión facial
de un bebé y experim entando realmente las angustias originales.
El resto de la historia puede contarse en pocas palabras. Después de la
liquidación del desengaño respecto de la madre y su consiguiente temor
de entregarse, aum entó rápidamente la excitabilidad genital. Pocos días
después conoció a una mujer joven y bonita, con la que trabó amistad
fácilmente y sin conflictos. D espués del segundo o tercer contacto sexual
con ella, llegó radiante un día y me inform ó con gran sorpresa que la pel
vis se había m ovido «en forma m uy peculiar p o r sí sola». Una investiga
ción más detallada dem ostró que tenía aún una leve inhibición en el mo
mento de la eyaculación. Sin embargo, en vista de que la pelvis se había
movilizado, no fue difícil eliminar ese últim o remanente. Lo que tenía
aún que superar era su tendencia a contenerse en el m om ento de la eyacu
lación, en lugar de entregarse com pletam ente a los m ovim ientos vegetati
vos. N o dudaba él por un instante de que las contracciones producidas
durante el tratamiento no eran otra cosa que los m ovim ientos vegetativos
•contenidos d el coito. Pero, según resultó, el reflejo del orgasmo no se ha
bía desarrollado com pletam ente sin perturbaciones. Las contracciones
musculares durante el orgasm o todavía eran convulsivas; evitaba enérgi
camente el relajamiento del cuello, o sea, el adoptar la actitud de entrega.
Al p oco tiem po, el enferm o abandonó su resistencia contra el curso sua
ve, arm ónico, de los m ovim ientos. Entonces cedió también el resto de su
perturbación, que anteriormente había pasado más o menos inadvertido.
La form a dura, convulsiva, de las contracciones musculares, correspondía
a una actitud psíquica que significaba: «El hom bre es duro e inflexible;
cualquier clase de entrega o rendición es un rasgo femenino».
D esp u és pudo, asim ism o, resolverse un antiguo conflicto infantil
con el padre. Por una parte, se sentía protegido y amparado por su padre.
2. Libro sobre la vida de los animales, clásico en los países de lengua ale
mana.
277
Siempre podía estar seguro de que, si las cosas se hacían demasiado difí
ciles, podía «refugiarse» en el hogar paterno. Pero, al mismo tiempo,
quería mantenerse por sus propios medios y ser independiente del
padre; sentía que su necesidad de protección era femenina, y quería li
brarse de ella. Existía, pues, un conflicto entre su deseo de independen
cia y su necesidad pasivo-femenina de protección. Ambas tendencias
estaban representadas en la forma de su reflejo orgástico. La solución
del conflicto psíquico ocurrió paralelamente con la eliminación de la
forma dura, convulsiva, de su reflejo orgástico, al desenmascararlo como
una defensa contra el movimiento suave, de entrega o rendición. Cuan
do experimentó la entrega en el propio reflejo por vez primera, se asom
bró muchísimo. «Nunca hubiese pensado —dijo— que también un
hombre podía entregarse. Siempre pensé que era una característica del
sexo femenino.» De ese modo, su propia feminidad, contra la que se
defendía, estaba ligada a la forma natural de la rendición orgástica, y, por
lo tanto, la perturbaba.
E s in te r e sa n te o b serv a r c ó m o el d o b le n iv e l s o c ia l d e m oralid ad
estab a refleja d o y a n c la d o e n la estru ctu ra d e e ste e n fe r m o . E s parte
in teg ra n te d e la id e o lo g ía so c ia l o fic ia l eq u ip arar la r e n d ic ió n c o n la
fe m in id a d , y la d u r e z a in fle x ib le c o n la m a sc u lin id a d . S e g ú n esa id e o
lo g ía es in c o n c e b ib le q u e u n a p e r so n a in d e p e n d ie n te p u e d a entregar
se, o q u e u n a p e r s o n a q u e se en treg a p u e d a ser in d e p e n d ie n te . A sí
c o m o la m u jer — a cau sa d e esa e c u a c ió n — p r o te s ta c o n tra su fe m in i
dad y trata d e ser m a sc u lin a , a sí ta m b ié n el h o m b r e lu c h a co n tra su
natural r itm o se x u a l p o r te m o r a p a recer a fe m in a d o . D e a h í d eriva su
aparente ju s tific a c ió n , el d is tin to c o n c e p to d e se x u a lid a d en el h o m
bre y en la m ujer.
278
quier m odo había sido de corta duración— , sino, indudablem ente, sobre
la base de su estructura modificada, de su sentim iento del propio cuerpo,
de su readquirida m otilidad vegetativa. En casos tan difíciles com o éste,
no estam os acostumbrados a lograr el éxito en un período tan corto.
Durante los cuatro años siguientes — mientras seguí recibiendo noticias
de él— , el enferm o continuó consolidando sus ganancias, en form a de
m ayor ecuanimidad, capacidad de felicidad y m anejo racional de situa
ciones difíciles.
El e s t a b l e c im ie n t o d e l a r e s p ir a c ió n n a tu ra l
280
forme, de todo el cuerpo. Im aginem os que algunos segmentos del
cuerpo estuviesen paralizados o de o tro m odo restringidos, de mane
ra que no pudieran participar del m ovim iento rítm ico de todo el
cuerpo. En tal caso, las demás partes, aunque no estuvieran paraliza
das o trabadas, se verían im posibilitadas de moverse como antes; más
bien, el ritmo total estaría p erturbado p o r la eliminación de grupos
musculares individuales. Para que la arm onía y la m otilidad del cuer
po sean completas, p o r lo tanto, los im pulsos corporales deben tra
bajar como una sola unidad imperturbada, como un todo. P or móvil
que sea una persona en otros aspectos, si inhibe la motilidad en la
pelvis, toda su actitud y su m otilidad se inhiben. A hora bien, la esen
cia del reflejo del orgasm o consiste en que una ola de excitación y
movimiento corre desde el centro vegetativo p o r la cabeza, el cuello,
el pecho, el abdom en y las piernas. Si se obstaculiza, retarda o detiene
esa ola en algún pun to de su curso norm al, entonces se «disloca»
todo el reflejo. P or lo general, los enferm os presentan en el reflejó del
orgasmo, no uno, sino muchos obstáculos e inhibiciones que ocurren
en varias partes del cuerpo. P o r lo regular, se encuentran en dos par
tes: en la garganta y en el ano. Cabe presum ir que ello se debe a la
índole em brionaria de esas dos aberturas, ya que son los dos extre
mos del conducto intestinal prim itivo.
El procedim iento técnico consiste en localizar el asiento de la in
hibición del reflejo del orgasmo, e intensificar la inhibición; luego de
eso, el cuerpo, p o r sí solo, busca el cam ino prescrito por el curso
natural de la excitación vegetativa. Es asom broso observar cuán «ló
gicamente» el cuerpo integra el reflejo total. P o r ejemplo, cuando se
ha disuelto una rigidez en el cuello, o u n espasmo en la garganta o la
barba, aparece casi siempre alguna clase de im pulso en el pecho o los
hombros; m uy pro n to , éste es contenido p o r la correspondiente in
hibición. Si se procede a disolver esa inhibición, aparece algún impul
so en el abdom en, hasta que éste es a su vez inhibido. Así, pronto nos
convencemos de que es imposible p ro d u cir m otilidad vegetativa en la
pelvis antes de lograr la disolución de las inhibiciones en las partes
superiores del cuerpo.
Sin em bargo, no ha de tom arse esa descripción en forma esque
mática. Es cierto que cada disolución de una inhibición posibilita la
aparición de un poco de im pulso vegetativo «más abajo». Pero, in
versamente, puede ocurrir que un espasmo de garganta sea posible de
disolución sólo después de que im pulsos vegetativos más intensos
281
hayan irrum pido en el abdom en. A m edida que irrum pen nuevos
impulsos vegetativos, se manifiestan en form a inequívoca inhibicio
nes que antes perm anecían ocultas. E n m uchos casos no es posible
descubrir siquiera severos espasmos de la garganta hasta que la exci
tación vegetativa de la pelvis se ha desarrollado considerablem ente.
El aum ento de excitabilidad m oviliza el resto de los mecanismos in
hibitorios disponibles.
A ese respecto, son de particular im portancia los m ovim ientos
sustituimos. M uy a m enudo ocurre que un im pulso vegetativo sólo es
simulado p o r u n m ovim iento adquirido, más o m enos voluntario. Es
imposible despertar el im pulso vegetativo básico sin antes desenmas
carar el m ovim iento sustitutivo y eliminarlo. P o r ejemplo, muchos
enfermos sufren de tensión crónica en la m usculatura de las m andí
bulas, lo que com unica a la m itad inferior de su rostro una «expre
sión de m ezquindad». Al tratar de m over la barba hacia abajo, nos
percatam os de una fuerte resistencia, de rigidez; si indicam os al en
fermo que abra y cierre la boca repetidam ente, lo hace sólo después
de alguna vacilación y con visible esfuerzo. Sin em bargo, prim ero
tenemos que hacer experim entar al paciente esa form a artificial de
abrir y de cerrar la boca, antes de que sea posible convencerle de que
la m otilidad de la barba se halla inhibida.
E n consecuencia, los m ovim ientos voluntarios de ciertos grupos
de m úsculos pueden servir com o defensa contra los movimientos
involuntarios. D e igual m odo, pueden aparecer m ovim ientos invo
luntarios com o defensa contra otros m ovim ientos involuntarios, por
ejemplo, u n tic del párpado com o defensa contra una m irada fija,
sostenida. Los m ovim ientos voluntarios pueden producirse también
en la misma dirección que los involuntarios; la imitación consciente
dei u n m ovim iento pélvico puede inducir u n m ovim iento pélvico
vegetativo involuntario.
Para producir el reflejo del orgasm o cabe proceder según el prin
cipio básico siguiente:
282
El m étodo más im portante para p ro d u cir dicho reflejo es una
técn ica d e resp ira ció n , que se desarrolló casi p o r sí sola en el transcur
so del trabajo. N o existe neurótico capaz de exhalar en u n solo alien
to, profunda y suavemente. Los enferm os han desarrollado todas
las prácticas concebibles para evitar la e sp ira c ió n p r o f u n d a . Exhalan
«espasmódicamente», o, tan p ro n to com o han expelido to d o el aire,
rápidam ente vuelven el pecho a la posición inspiratoria. A lgunos
pacientes, cuando se percatan de la inh ib ició n , la d escriben así:
«Es com o si una ola del mar golpeara contra u n acantilado. N o sigue
adelante».
La sensación de esa inhibición se localiza en la parte superior o en
la m itad del abdom en. Al espirar profundam ente, aparecen en el ab
domen vividas sensaciones de placer o de angustia. La función del
bloqueo respiratorio (inhibición de la espiración profunda) es preci
samente la de evitar que ocurran esas sensaciones. C om o preparación
del proceso de producir el reflejo orgástico, insto a mis enferm os a
que «sigan hasta el fin» su respiración, para «ponerse en condicio
nes». Si uno les indica que respiren hondo, generalm ente inspiran y
espiran en form a forzada y artificial. Tal conducta voluntaria sólo
sirve para obstaculizar el ritm o vegetativo natural de la respiración.
Procedo entonces a desenmascararla, dem ostrándoles que es una in
hibición, y luego les ruego que espiren sin esfuerzo, es decir, sin h a c e r
ejercicios re sp ira to rio s, como desearían. D espués de respirar de cinco
a diez veces, generalmente la respiración se hace más honda, y apare
cen las prim eras inhibiciones. E n la espiración h o n d a n a tu r a l, la ca
beza se mueve e s p o n tá n e a m e n te hacia atrás al term inar la esp ira ció n .
Los enfermos no pueden dejar que ello suceda en form a espontánea.
Echan la cabeza hacia delante para evitar el m ovim iento espontáneo
hacia atrás, o la sacuden violentam ente a uno u o tro lado; de cual
quier forma, el m ovim iento es diferente de lo que sería si se p ro d u je
ra naturalmente.
En la respiración natural se relajan los h o m b ro s y se m ueven sua
ve y levemente hacia delante al final de la espiración. N u estro s en
fermos m antienen tiesos los hom bros justam ente cuando term ina la
espiración, o los encogen o los echan hacia atrás; en resum en, ejecu
tan varios m ovim ientos de los hom bros con el fin de no perm itir que
se dé el m ovim iento vegetativo espontáneo.
O tro m étodo en el procedim iento de p ro d u cir el reflejo orgástico
es presionar suavemente la parte superior del abdom en. C oloco las
*1
puntas de los dedos de ambas manos más o m enos en el medio entre :|
el om bligo y el esternón, presiono la parte superior del abdomen ■§
suave y gradualm ente hacia dentro. Eso produce reacciones muy 1
diferentes en distintos individuos. En m uchos casos, el plexo solar
m uestra ser sum am ente sensible a la presión. O tro s hacen un movi-
m iento en sentido contrario, arqueando la espalda; son los mismos
que, en el acto sexual, reprim en la excitación orgástica, encogiendo
la pelvis y arqueando la espalda. E n otros casos, la presión sobre el
abdom en tiene com o resultado, después de un rato, contracciones
ondeadas en el abdom en. Ocasionalmente, ello induce el reflejo del
orgasm o. La espiración honda continuada siem pre resulta en una
relajación de la anterior alta tensión de la pared abdom inal, siendo
entonces más fácil presionarla hacia dentro; los enferm os declaran
que se «sienten mejor» (cosa que hay que creer con ciertas reservas).
H e adoptado una fórm ula que los enfermos entienden espontánea
mente. Les p id o que «cedan» com pletamente. La actitud de «ceder»
es igual a la de «entregarse», «rendirse»; la cabeza se desliza hacia
atrás, los hom bros se mueven hacia arriba y delante, se encoge el
m edio del abdom en, la pelvis es empujada hacia delante, y las piernas
se separan en form a espontánea. La espiración profunda produce es
pontáneam ente la actitud de entrega (sexual). Podem os así explicar,
en las personas incapaces de entrega, la inhibición del orgasm o por
contención del aliento cuando la excitación en el acto sexual alcanza
su culm inación.
M uchos enferm os m antienen arqueada la espalda, en form a que la
pelvis se retrae y la parte superior del abdom en sobresale. Si pone
m os la m ano debajo de la parte inferior de la espalda arqueada, indi
cando al paciente que la baje, se nota cierta renuencia a hacerlo; el
hecho de ceder en la postura expresa lo mism o que la actitud de en
trega en el acto sexual o en un estado de excitación sexual. U na vez
que el enferm o ha com prendido la actitud de entrega y se ha hecho
capaz de adoptarla, ha cum plido el prim er requisito previo para el
establecim iento del reflejo del orgasmo. Para establecer la actitud de
entrega, la abertura relajada de la boca constituye una ayuda. En el
transcurso de este trabajo se manifiestan num erosas inhibiciones
antes ocultas; p o r ejemplo, muchos pacientes fruncen el ceño, o ex
tienden sus piernas o pies de una manera espástica, etc. P o r lo tanto,
no es posible elim inar las inhibiciones «prolijam ente, una después
de la otra», y encontrar p o r últim o que se ha establecido el reflejo
284
del orgasmo. M ás bien es sólo en el proceso de volver a unificar el
ritmo orgánico desorganizado de to d o el cuerpo donde se descubren
todas esas acciones e inhibiciones m usculares que anteriorm ente
obstaculizaban el funcionam iento sexual y la m otilidad vegetativa
del enfermo.
Es sólo en el transcurso del tratam iento cuando salen a luz los
métodos que los enferm os practicaron de niños como medio de do
minar sus im pulsos y sus «angustias en la barriga». C on el mismo
heroísmo con que entonces lucharon contra el «diablo» —el placer
sexual que sentían dentro de sí mism os— , luchan ahora con absurdo
valor contra su capacidad para gozar del placer que tanto ansian.
Mencionaré sólo algunas de las más típicas formas de los mecanismos
somáticos de represión. M uchos enferm os, cuando durante el trata
miento las sensaciones abdom inales se han hecho demasiado fuertes,
fijan la m irada vagamente en un rincón o fuera de la ventana. Si se les
pregunta el porqué de esa conducta, recuerdan que de niños hacían
eso conscientem ente siem pre que tenían que dom inar la ira contra
sus padres, parientes o maestros. Ser capaz de contener largo tiempo
el aliento era una heroica hazaña de autodom inio. El lenguaje repro
duce claram ente el proceso som ático de autodom inio; ciertas expre
siones oídas en la educación diaria representan exactamente lo que
aquí describim os com o coraza muscular. «U n hom bre debe saberse
dom inar a sí mismo»; «un niño grande no llora»; «no te muestres
así»; «no te dejes llevar»; «no dem uestres que tienes miedo»; «es muy
malo perder la paciencia»; «hay que tener valor»; «sonríe y aguanta»;
«ten ánimo»; etc. Esas am onestaciones típicas son primeramente re
chazadas p o r los niños; luego, adoptadas y puestas en práctica. Siem
pre perjudican la fibra del niño, quebrantan su espíritu, destruyen su
vida interior, convirtiéndolo en u n m onigote bien educado.
285
sintiera dolor— . Entonces no debo m overm e para nada. Sólo puedo jugar
con esa partecita allí abajo — se refería al clítoris— , entonces le d o y tiro
nes com o loca, de arriba para abajo, de un lado a otro. El mago me dice:
“N o debes m overte, sólo allí abajo, eso lo puedes m over”. Cuando me da
más y más m iedo, quiero encender la luz. Pero entonces tengo que m o
verme con m ovim ientos grandes, y eso m e da más m iedo. Sólo cuando
hago m ovim ientos m uy pequeños ias cosas van mejor. Pero cuando la luz
está encendida y he tironeado bastante allá abajo, entonces me quedo más
y más tranquila, y se pasa del todo. El mago es com o N ana — la niñera— ;
siempre m e está diciendo: “N o te m uevas, acuéstate tranquila”. — Al
decir esto, adopta una expresión seria— . Si únicam ente tuviera las manos
debajo de las cobijas, sin hacer nada, ella vendría y me las sacaría.»
Durante el día m antenía la m ano sobre o cerca del genital casi conti
nuamente. A l preguntarle la madre por qué hacía eso, resultó que la pe
queña no se había percatado de que lo hacía tan a m enudo. Entonces le
describió las diversas clases de sensaciones que tenía. «Algunas veces
siento deseos de jugar, y entonces no tengo que tironear. Pero cuando
tengo m ucho m iedo, entonces tengo que tironear com o loca allá abajo.
Cuando todos se han ido y no hay nadie con quien pueda hablar de estas
cosas, entonces tengo que hacer algo allí tod o el tiem po.» U n poco más
tarde agregó: «C uando siento m iedo m e p on go terca; entonces quiero
pelear con algo, pero no sé qué. N o creas que quiero pelear con el mago
— la madre para nada lo había m encionado— , le tengo dem asiado miedo.
Es otra cosa, pero no sé cuál».
286
tros vegetativos, aum entándose así la irritabilidad refleja. La espira
ción repetida reduce el estasis y con ello la irritabilidad angustiosa.
La inhibición de la respiración — específicamente, de la espiración
profunda— crea así un conflicto: cum ple el p ro p ó sito de am ortiguar
las excitaciones agradables del aparato vegetativo central, p ero al
hacerlo crea una m ayor susceptibilidad a la angustia y m ayor irrita
bilidad refleja. Se hizo así com prensible otra pequeña p orción del
problem a de la conversión de la excitación sexual en angustia. Tam r
bien com prendem os el descubrim iento clínico de que, en nuestros;
esfuerzos p o r restablecer la capacidad de placer, encontram os prim e
ramente reflejos de angustia fisiológicos. La angustia es el negativo
de la excitación sexual, y al mismo tiem po es idéntica desde el p u n
to de vista de la energía. La llamada «irritabilidad nerviosa» no es más
que una serie de cortocircuitos en la descarga de la electricidad de los
tejidos, causada por la contención de la energía que no puede encon
trar salida m ediante la descarga orgástica.
287
te de energía para toda clase de síntomas neuróticos y fantasías. La
locuacidad es uno de los medios favoritos de suprim ir excitaciones
vegetativas. Ello explica la locuacidad compulsiva neurótica. En tales
casos hago callar al paciente hasta que m uestre señales de inquietud.
288
La m o v i l i z a c i ó n d e l a « p e lv is m u e r t a »
289
puede a m enudo ser vencida, si el enferm o trata de p ro d u cir en ellos
contracciones y relajam ientos voluntarios.
Encogimiento del fo n d o pélvico. Este mecanismo im pide una li
bre corriente vegetativa en el abdom en, en la misma form a que es
impedida desde arriba p o r la fijación del diafragma hacia abajo y
desde delante p o r la contracción de la m usculatura de la pared abdo
minal.
Siempre se encuentra que la posición típica de la pelvis aquí des
crita tuvo su origen en la niñez, y surge en el curso de dos p ertu rb a
ciones típicas del desarrollo. Los cimientos han sido preparados por
la costum bre brutal de inculcar lim pieza al niño, cuando se le exige el
control del intestino a m uy tem prana edad; el castigo severo p o r ori
narse en la cama conduce igualmente a esta contractura de la pelvis.
Pero es m ucho más im portante la contractura de la pelvis que el niño
establece cuando com ienza a suprim ir las intensas excitaciones geni
tales que constituyen el incentivo para la m asturbación infantil.
Pues es posible am ortiguar cualquier sensación de placer genital
mediante una contractura crónica de la m usculatura pélvica. Prueba
de ello es el hecho de que tan p ro n to com o se ha logrado p ro d u cir un
relajam iento de esta contractura pélvica, aparecen las sensaciones
genitales de corriente. Para lograr esto, el enfermo debe prim eram ente
sentir la form a en que está sosteniendo la pelvis, es decir, debe tener
la sensación inm ediata de que «está sosteniendo quieta la pelvis».
Además, debe producir todos los m ovim ientos que im piden el m ovi
miento vegetativo natural de la pelvis. El más im portante y más co
m ún de esos m ovim ientos voluntarios es el de m over el abdom en, la
pelvis y los muslos en una sola pieza. Es com pletam ente inútil hacer
que el enferm o haga ejercicios con la pelvis, com o indican intuitiva
mente m uchos profesores de gimnasia. M ientras no se descubran y
. eliminen las actitudes y acciones defensivas escondidas, no podrá
desarrollarse el m ovim iento pélvico natural.
C uanto más intensam ente se trabaja sobre la inhibición del m ovi
m iento de la pelvis, tanto más com pletam ente com ienza la pelvis a
participar en la ola de excitación. A m edida que lo hace se mueve
— sin esfuerzo alguno de parte del enferm o— hacia delante y arriba.
El paciente siente que la pelvis está siendo levantada hacia el om bli
go, como p o r una fuerza exterior. Al mism o tiem po, los m uslos per
manecen quietos. Es de suma im portancia hacer la debida diferen
ciación entre el m ovim iento vegetativo natural de la pelvis y otros
290
m ovim ientos que son una defensa contra aquél. Tan p ro n to com o la
ola corre desde el cuello p o r el pecho y el abdom en hasta llegar a
la pelvis, la naturaleza del reflejo total sufre u n cambio. M ientras que,
hasta ese mom ento, el reflejo era esencialmente desagradable, a ver
ces hasta doloroso, ahora comienza a ser agradable. M ientras que,
hasta este momento, había movimientos defensivos, como el de empujar
el abdom en hacia fuera y arquear la espalda, ahora to d o el tronco sé
arquea hacia delante, como el m ovim iento de un pez. Las sensaciones
agradables en el genital y las sensaciones de corriente en todo el cuer
po, que ahora acompañan cada vez más los m ovim ientos, no dejan
lugar a dudas de que se trata de los m ovim ientos vegetativos n atu ra
les del coito. Su naturaleza difiere básicamente de la naturaleza de los
reflejos y reacciones corporales anteriores. La sensación de vacío en
el genital se convierte, con más o menos rapidez, en una sensación de
plenitud y de apremio. Así se desarrolla espontáneam ente la capaci
dad de experim entar el orgasmo en el acto sexual.
Los mismos movimientos que, al aparecer en grupos individuales
de m úsculos, representan las reacciones patológicas del cuerpo en la
defensa contra el placer sexual, son — en su totalidad, en form a de
m ovim iento ondeado de todo el cuerpo— la base de la capacidad
vegetativa espontánea de placer.
291
tativas, p o r ejemplo, la constipación crónica, el reum atism o muscu
lar, la ciática, etc. En muchos casos, aunque haya existido durante
m uchísim os años, la constipación desaparece con el desarrollo del
reflejo del orgasmo. Su desarrollo es precedido a m enudo p o r náu
seas y vértigo, condiciones espásticas de la garganta, contracciones
aisladas en la m usculatura abdom inal, el diafragma, la pelvis, etc.
Todos esos síntom as, empero, desaparecen tan p ro n to se logra desa
rrollar plenam ente el reflejo del orgasmo. La pelvis «tiesa, muerta,
retraída», es una de las perturbaciones vegetativas más com unes en el
ser hum ano. Es una de las causas del lum bago, com o tam bién de las
perturbaciones hem orroidales. Su relación con otra enferm edad co
m ún, el cáncer del genital en las mujeres, tendrá que ser dem ostrada
en otra parte.
Se com probó, así, que ese mecanismo de «insensibilizar la pelvis»
tenía la m ism a función que el de «insensibilizar la barriga», o sea,
evitar las sensaciones, especialmente las de placer y angustia. Es p ro
ducido p o r una estrecha circunvalación del «centro vegetativo». En
el curso del tratam iento se libera al centro vegetativo m ediante la re
lajación de esa circunvalación.
A estas alturas, cuando se esclareció la conexión entre las diversas
form as y manifestaciones de la actitud y expresión del cuerpo, por
una parte, y el reflejo del orgasmo y la defensa contra él, p o r otra, se
hicieron com prensibles muchos oscuros fenóm enos anteriorm ente
observados en la labor terapéutica.
292
sexual había reducido el estasis. El tic respiratorio correspondía a la con
tracción involuntaria del diafragma, que representaba un intento neuró
tico por reducir el espasmo.
293
do un niño está siendo «bien educado», es grande la tentación de re
plicar a estos intentos de educación con un «pup». Pero el niño tiene
que curarse de esa tendencia, y la única m anera de hacerlo es «apri
sionar el pup en la barriga». Esto no puede hacerlo el niño sin rep ri
mir toda excitación que se hace sentir en el abdom en, y ello incluye
las excitaciones genitales sexuales; esta represión se consigue m e
diante el retraim iento del niño dentro de sí mismo, y «haciendo que
la barriga se m eta dentro de si misma». El abdom en se vuelve duro y
tenso, y ha «aprisionado la maldad».
Valdría la pena presentar con lujo de detalles, desde el p u n to de
vista histórico y funcional, el desarrollo com plicado de las actitudes
corporales patológicas, según se observan en distintos casos. D ebo,
sin em bargo, contentarm e con indicar algunos hechos típicos.
Resulta sobrem anera interesante observar cóm o el cuerpo — aun
que puede funcionar com o un organism o total— puede tam bién di
vidirse, funcionando una parte en el sentido del parasim pático, y la
otra en el sentido del simpático. U na de mis enfermas dem ostró el
siguiente fenóm eno en determ inada fase de su tratam iento: la par
te superior del abdom en ya estaba com pletam ente relajada; tenía las
sensaciones típicas de corriente, la pared abdom inal podía presio
narse fácilmente hacia dentro, etc. Ya no existía interrupción alguna en
las sensaciones en la parte superior del abdom en, el pecho y el cuello.
Sin embargo, la parte inferior del abdom en se com portaba en forma
muy distinta, com o si se hubiese trazado una línea divisoria. Allí
podía palparse Una masa dura del tam año aproxim ado de la cabeza de
un niño. Sería im posible decir, en térm inos anatómicos, cóm o se ha
bía form ado esta masa, o sea, qué órganos habían participado en su
formación, pero no cabía duda de que existía. E n una fase posterior
del tratam iento, había días en que la masa aparecía y desaparecía al
ternativam ente. Siempre aparecía cuando la enferm a tem ía el co
mienzo de la excitación genital y la reprim ía; desaparecía cuando la
enferma estaba en condiciones de perm itir que la excitación genital se
sintiera.
Las manifestaciones somáticas de la esquizofrenia, especialmente
de la catatonía, tendrán que ser estudiadas en u n tratado especial so
bre la base de material más amplio. Las estereotipias, perseverancias
y autom atism os de todas clases que se observan en la esquizofrenia
son el resultado del acorazam iento m uscular y de la irrupción de la
energía vegetativa; esto resulta especialmente evidente en el caso del
294
ataque catatónico de rabia. E n una neurosis com ún, la inhibición de
la m otilidad vegetativa es sólo superficial; bajo esta coraza superficial
existe aún la posibilidad de excitación interna y de cierta descarga de
energía en la «fantasía». En cambio, si, com o sucede en la catatonía,
el proceso de acorazam iento se extiende a estratos más profundos, de
manera que bloquea las partes centrales del organism o biológico y se
extiende a toda la m usculatura, sólo quedan dos posibilidades: ya sea
una irrupción violenta de la energía vegetativa (ataque de rabia, que
es experim entado como un alivio), o el deterioro gradual y com pleto
del aparato vital.
U na serie de enfermedades orgánicas, tales com o la úlcera p ép
tica, el reum atism o y el cáncer, son problem as que tendrán que ser
examinados desde ese punto de vista.
Sin duda, los psicoterapeutas observan gran cantidad de tales sín
tomas en su labor clínica diaria. Sin em bargo, estos síntom as no
pueden ser analizados o com prendidos individualm ente, sino única
mente en relación con el funcionam iento biológico total del cuerpo,
y con las funciones de placer y de angustia. Es im posible dom inar los
múltiples problem as de las actitudes corporales y la expresión som á
tica, si se considera a la angustia únicam ente com o la causa del estasis
sexual, y no, prim era y prim ordialm ente, com o un resultado del esta
sis sexual. «Estasis realmente no significa otra cosa que una inhibición
de la expansión vegetativa y una obstaculización de la actividad y
motilidad de los órganos vegetativos centrales.» E n este caso, la des
carga de energía se halla obstaculizada, y la energía queda fijada.
El reflejo del orgasmo es una contracción unitaria de to d o el cuer
po. En el orgasm o no somos nada más que una masa convulsiva de
protoplasma. D espués de quince años de estudiar el problem a del
orgasmo, había descubierto p o r fin el núcleo biológico de las p ertu r
baciones psíquicas. El reflejo del orgasmo se observa en todos los
organismos copulativos. E n los organism os más prim itivos, como
los protozoarios, se observa en form a de contracciones de plasm a.5
El nivel más bajo en que puede encontrarse es el proceso de división
de las células.
Se presentaron algunas dificultades debido a la duda acerca de qué
es, en los organism os más altamente organizados, lo que reem plaza la
contracción a la form a esférica característica de los protozoarios.
5. Véase Wilhelm Reich, Die Bione (Los biones), Sexpol Verlag, 1938, pág. 295.
295
Desde una determ inada etapa de su evolución, los m etazoarios po
seen una estructura ósea. Eso im pide el m ovim iento característico de
los m oluscos y protozoarios, a saber, el de adoptar una form a esféri
ca al contraerse. Imaginemos que nuestra vejiga biológica se ha desa
rrollado en form a de un tubo elástico. Supongamos que contiene una
vara longitudinal, que representa la columna vertebral, que sólo pue
de doblarse a lo largo. Si el tubo elástico tiene ahora el im pulso de
contraerse, a pesar de su im posibilidad de adoptar la form a esférica,
verem os que sólo tiene una posibilidad de hacerlo: debe doblarse, tan
rápida y com pletam ente como le sea posible:
i X
estómago
___________f ^ __________
V 0 u =?
abertura bucal intestino
primitiva primitivo
296
de desarrollo, son con más frecuencia el asiento de condiciones es-
pásticas neuróticas. G uando ocurre un espasmo en la garganta o el
ano, se hace im posible la contracción orgástica. La «retracción» so
mática se expresa en una actitud que es la opuesta del reflejo orgásti-
co: la espalda arqueada, el cuello tieso, el ano tenso, el pecho hacia
fuera, los hom bros tensos. El are de cercle histérico es exactamente lo
opuesto del reflejo del orgasm o y es el p ro to tip o de la defensa contra
la sexualidad.
Todo im pulso psíquico es funcionalm ente idéntico a una excita
ción som ática determ inada. El concepto de que el aparato psíquico
funciona p o r sí solo e influye sobre el aparato somático — que tam
bién funciona p o r sí solo— no concuerda con los hechos. Es incon
cebible un salto de lo psíquico a lo somático, pues la hipótesis de dos
campos separados es errónea. Tam poco puede una idea, tal como la
de dorm irse, ejercer una influencia somática, salvo que ya sea, en sí
misma, la expresión de u n im pulso vegetativo. El desarrollo de una
idea a partir de u n im pulso vegetativo es uno de los problemas más
difíciles que tiene que resolver la psicología. La experiencia clínica no
deja lugar a dudas de que el síntom a som ático, así como la idea in
consciente, son resultados de una inervación vegetativa conflictual.
Este descubrim iento no contradice el hecho de que pueda eliminar
se un síntom a som ático haciendo consciente su significado psíquico,
pues cualquier m odificación producida en el dom inio de las ideas
psíquicas es necesariamente idéntica a las modificaciones de la exci
tación vegetativa. Es decir, lo que cura no es el que la idea en sí se haga
consciente, sino la m odificación que se opera en la excitación vege
tativa.
E n el curso de la influencia de una idea sobre la esfera somática
encontram os, p o r lo tanto, la siguiente sucesión de funciones:
297
vegetativa; el odio psíquico se expresa en una decidida acti
tud vegetativa de odio: am bos son idénticos y no pueden ser
separados.)
e) El estado vegetativo establecido actúa a su vez sobre el estado
psíquico.
298
pero habían sido reprimidos. Los impulsos de violenta ira así expresados
en la actitud de la boca y de la barba habían sido encubiertos p o r una ac
titu d de indiferencia en toda la cara; fue sólo después de elim inar la indi
ferencia cuando se pudo ver la expresión de enojo en la boca. La función
de la indiferencia era evitar que la enferma se expusiera constantem ente a
. la dolorosa percepción del odio que hubiese expresado la boca. Después
de unas dos semanas de trabajo en la región de la boca, la expresión ira
cunda desapareció completamente, a raíz del análisis de una reacción m uy
intensa de desengaño. U no de los rasgos sobresalientes de su carácter era
la com pulsión de exigir cariño constantemente, y de enojarse cuando sus
im posibles exigencias no eran satisfechas. Después de la disolución de la
actitud de la boca y de la barba, aparecieron contracciones preorgásticas
en todo el cuerpo, prim ero en form a de un m ovim iento serpentino sem e
jante a una ola, que incluía tam bién a la pelvis. N o obstante, la excitación
genital estaba inhibida en un lugar definido. D u ran te la búsqueda del
m ecanismo inhibitorio, la expresión de los ojos y de la frente se hizo
gradualm ente más pronunciada, tornándose en una m irada colérica,
observadora, crítica y atenta. Sólo entonces se percató la enferm a de su
actitud de «no perd er la cabeza jamás» y de «estar siem pre en guardia».
299
distintas. N o se elimina un síntom a som ático haciéndolo históricamente
com prensible. N o podem os prescindir del conocim iento de la función
que desem peña una actitud en el presente inm ediato. (¡Esto no debe
confundirse con el conflicto actual!) El hecho de que la frente atenta
derivara de la identificación con el padre severo no haría ceder en lo mí
nim o la perturbación orgástica.
La evolución posterior del tratam iento com probó la exactitud de ese
criterio, pues la defensa contra la genitalidad se acentuó en la misma
m edida que la expresión «crítica» reem plazó a la «muerta». A continua
ción, la expresión severa y crítica em pezó a alternar con una expresión
alegre, casi infantil, en la frente y en los ojos. Es decir, unas veces la en
ferm a se sentía en arm onía con su deseo genital, otras adoptaba una acti
tu d crítica y defensiva contra el mismo. Al desaparecer finalmente la
actitud crítica de la frente, y ser reemplazada p o r la actitud optimista,
la inhibición de la excitación genital desapareció tam bién.
H e presentado con algún detalle este caso p orque ilustra una se
rie de perturbaciones del proceso de tensión y carga en el apara
to genital. P o r ejemplo, la actitud defensiva de «no perder la cabe
za», que esta enferma dem ostraba tan claramente, es un fenómeno
com ún.
Esta enferm a tenía la sensación de un cuerpo dividido, no integra
do, desunido; por eso carecía de la conciencia y la sensación de su
gracia sexual y vegetativa.
¿C óm o puede suceder que un organism o que, después de todo,
form a u n to d o unitario, pueda «desmembrarse» en lo que a su per
cepción se refiere? El térm ino «despersonalización» no significa
nada, pues es necesario explicarlo. D ebem os preguntarnos: ¿cómo es
posible que las partes del organism o puedan funcionar p o r sí solas,
com o si estuvieran separadas de él? Las explicaciones psicológicas no
nos conducirán a nada aquí, pues la psique depende completamente,
en su función emocional, de las funciones de expansión y contrac
ción del aparato vegetativo vital. Este aparato es un sistema no ho
m ogéneo. La evidencia clínica y experimental dem uestra que el pro
ceso de tensión y carga puede ocurrir en todo el cuerpo y tam bién en
grupos individuales de órganos solamente. El aparato vegetativo es
capaz de m ostrar excitación parasim pática en la parte superior del
abdom en y, al mism o tiempo, excitación sim paticotónica en la parte
inferior del abdom en. D e igual modo, puede pro d u cir tensión en los
m úsculos de los hom bros, y al mismo tiem po relajam iento y hasta
flacidez en las piernas. Ello sólo es posible porque, como hemos
dicho anteriorm ente, el aparato vegetativo no es una estructura ho
mogénea. E n una persona ocupada en u n a actividad sexual, la región
de la boca puede estar excitada, y al mism o tiem po el genital puede
estar com pletam ente sin excitación o en u n estado negativo, o vice
versa.
Estos hechos proporcionan una sólida base para la evaluación de
lo que es «sano» y de lo que es «enfermo» desde elpunto de vista de la
economía sexual. N o hay duda de que el criterio básico de la salud
psíquica y vegetativa es la capacidad del organismo de actuar y reac
cionar com o una unidad y com o un todo, en términos de las funcio
nes biológicas de tensión y carga. A la inversa, debemos considerar
patológica la no participación de órganos individuales o de grupos de
órganos en la unidad y la totalidad de la función vegetativa de tensión
y carga, si ella es crónica y si representa una perturbación duradera
del funcionam iento total del organism o.
La experiencia clínica dem uestra, además, que las perturbaciones
de la autopercepción realm ente desaparecen sólo después de desa
rrollarse plenam ente el reflejo del orgasmo. O cu rre entonces como si
todos los órganos y sistemas de órganos del cuerpo estuvieran reuni
dos en una sola unidad experiencial, en lo que se refiere a contracción
y a expansión.
D esde este p u n to de vista, se hace com prensible la despersonali
zación com o una carencia de carga, o sea, com o una perturbación de
la inervación vegetativa de órganos individuales y sistemas de órga
nos, de la punta de los dedos, los brazos, la cabeza, las piernas, el
genital, etc. La falta de unidad en la percepción del propio cuerpo
también es causada po r la interrupción, en una u otra parte del mis
mo, de la corriente de excitación. Eso sucede especialmente en dos
regiones: una de ellas es el cuello, donde u n espasmo obstaculiza la
progresión de la ola de excitación desde el tórax a la cabeza; la otra es
la m usculatura de la pelvis que, cuando es espástica, interrumpe el
curso de la excitación desde el abdom en a los genitales y las piernas.
Toda perturbación de la capacidad de experim entar plenamente el
propio cuerpo, perjudica no sólo la confianza en sí mismo sino tam
bién la unidad del sentim iento corporal. Al mismo tiempo crea la
necesidad de com prensión. La percepción de la propia integridad
vegetativa, que es la única base segura y natural de la confianza en sí
mismo, se halla perturbada en todos los neuróticos. Esta perturba
ción se manifiesta en las form as más diversas, siendo el grado extre
mo la completa escisión de la personalidad. N o existe una diferencia
fundamental entre la simple sensación de ser em otivam ente frío, por
una parte, y la disociación, la falta de contacto y la despersonaliza
ción esquizofrénicas, p o r la otra; sólo existe una diferencia cuantita
tiva, aunque tam bién se manifiesta cualitativamente. La sensación de
integridad se relaciona con la sensación de contacto inm ediato con el
mundo. Al establecerse, en el decurso de la terapéutica, la unidad del
reflejo del orgasm o, retorna la sensación de profundidad y seriedad
perdidas hacía tiem po. A este respecto, los enferm os recuerdan aquel
período de su prim era infancia en que aún no se había pertu rb ad o la
unidad de sus sensaciones corporales. Profundam ente conm ovidos,
relatan cóm o, de niños, se sentían identificados con la naturaleza, con
todo lo que les rodeaba, cóm o se sentían «vivos»; y cóm o to d o eso
fue destruido después p o r su educación. Esa dispersión de la unidad
de las sensaciones corporales p o r medio de la represión sexual, y el
anhelo constante de restablecer contacto con el yo y con el m undo,
es la base subjetiva de todas las religiones que niegan el sexo. «Dios» es
la idea mística de la arm onía vegetativa del yo con la naturaleza.
Siempre y cuando D ios represente nada más que la personificación
de las leyes naturales que gobiernan al hom bre y lo hacen parte del
proceso natural universal, entonces — y sólo entonces— p o d rán es
tar de acuerdo las ciencias naturales y la religión.
El hom bre ha hecho grandes progresos en la construcción y el
dominio de la máquina. Hace escasamente cuarenta años que trata de
comprenderse. La plaga psíquica que caracteriza nuestra era será in
superable sin una econom ía planificada de la energía biológica del
hombre. El camino de la investigación científica y del dom inio de los
problemas vitales es largo y arduo; es el extremo opuesto de la imper
tinencia del político, basada en la ignorancia. Cabe esperar que algún
día la ciencia logre dom inar la energía biológica tal com o hoy domina
la energía eléctrica. H asta entonces, la plaga psíquica no será vencida.
E nferm edades p s ic o s o m á t ic a s t íp ic a s : r e s u l t a d o s
DE LA SIMPATICOTONÍA CRÓNICA
302
medades orgánicas que deben su existencia a la im potencia orgástica
del hom bre. La angustia del orgasmo crea la sim paticotonía crónica;
ésa, a su vez, crea la im potencia orgástica, y ésta, en u n círculo vicio
so, m antiene la simpaticotonía. La característica básica de la sim pati
cotonía es la actitud inspiratoria del tórax y la lim itación de la plena
espiración (parasimpática). La función de esta actitud inspiratoria
sim paticotónica es esencialmente la de evitar que surjan los afectos
y sensaciones corporales que aparecerían con la respiración norm al.
A continuación se enum eran algunos de los resultados de la acti
tud crónica de angustia.
303
papel predom inante en la supresión de afectos y sensaciones
corporales. En especial, suele localizarse en la m usculatura del
cuello («estirado», «tieso»), y entre los om óplatos, donde la
acción m uscular típica es la de echar hacia atrás los hom bros, o
sea, en el lenguaje del análisis del carácter, de «autodom inio» y
«retención». Además, en los dos gruesos m úsculos del cuello
que van desde el occipucio a la clavícula (esternocleidom as-
toideos). C uando la supresión inconsciente de la ira es cróni
ca, estos músculos están en un estado de hipertensión crónica
U n enferm o reum ático m ordazm ente designó esos grupos de
m úsculos con el nom bre de «músculos del rencor». A ellos
deben agregarse los maseteros (músculos de las mandíbulas),
cuya hipertensión crónica comunica a la m itad inferior de la
cara una expresión de terquedad y amargura.
E n las partes inferiores del cuerpo, los m úsculos afectados
con más frecuencia son aquellos que retraen la pelvis, p ro
duciendo una lordosis. C om o es sabido, la retracción crónica
de la pelvis tiene la función de suprim ir la excitación genital.
A este respecto, el síndrom e del lum bago requiere una investi
gación detallada. Se observa con m ucha frecuencia en enfermos
que m antienen los músculos de las nalgas en hipertensión cró
nica con el fin de suprim ir sensaciones anales. O tro grupo de
m úsculos en que ocurre a m enudo el reum atism o es el de los
aductores superficiales y profundos de la cadera, que causan el
«apretam iento de las piernas». Su función, que se observa más
claram ente en las mujeres, es la de suprim ir la excitación geni
tal. E n el trabajo orgonterápico su función es tan obvia que se
ha dado en llamarlos los «músculos de la m oralidad». El ana
tom ista vienés Tandler solía llamarlos jocosam ente custodes
virginitatis. E n los enfermos reum áticos, y tam bién en la gran
m ayoría de las neurosis del carácter, esos músculos se palpan
com o rollos gruesos y sensibles que no pueden hacerse relajar.
E n la mism a categoría se encuentran los flexores de la rodilla
que van desde la superficie inferior de la pelvis al extrem o su
perio r de la tibia. Éstos están en contracción crónica si el en
ferm o suprim e sensaciones en el fondo pélvico.
Los grandes m úsculos anteriores del pecho (pectorales)
están en hipertensión crónica, duros y prom inentes, si la acti
tu d inspiratoria del pecho se mantiene en form a perm anente.
304
A m enudo producen neuralgias intercostales que desaparecen
con la hipertensión m uscular del tórax.
3. Existen razones para suponer que el enfisema pulmonar, con su
tórax en tonel, es el resultado de una actitud inspiratoria cróni
ca del tórax. D ebe tenerse en cuenta el hecho de que cualquier
fijación crónica de una determ inada actitud muscular perjudica
la elasticidad de los tejidos, com o sucede en el caso del enfise
ma con respecto a las fibras elásticas de los bronquios.
4. A ún no se ha aclarado la conexión entre el asma bronquial
nerviosa y la sim paticotonía.
5. Ulcera péptica. D e acuerdo con la tabla que figura en la pági
na 307, la sim paticonía crónica suele estar acompañada por
una preponderancia de acidez, la que también se refleja en un ex
ceso de acidez gástrica. La alcalización disminuye, quedando
la m em brana m ucosa del estóm ago expuesta al efecto del áci
do. La localización típica de la úlcera péptica es en el medio de
la pared posterior del estómago, justam ente frente al páncreas
y el plexo solar. Todo parece indicar que en la condición de
sim paticotonía los nervios vegetativos de la pared posterior
se retraen, reduciendo así la resistencia de la mucosa contra
el ataque del ácido. La úlcera péptica ha sido tan plenamente
reconocida com o u n acom pañam iento de las perturbaciones
afectivas crónicas, que ya no puede dudarse de su naturaleza
psicosomática.
6. Espasmo de toda clase de músculos anulares:
305
7. U na serie de enfermedades de la sangre, tales com o la cloro
sis y algunas formas de anemia, descritas p o r Müller, en su
trabajo Die Lebensnerven Lebensnerven (El sistema nervioso
simpático), com o enferm edades simpaticotónicas.
8. Exceso de bióxido de carbono en la sangre y los tejidos. D e
acuerdo con el trabajo fundam ental del científico vienés War
burg sobre el exceso de C 0 2 en el tejido canceroso, es eviden
te que la espiración crónicam ente reducida debido a la simpa-
ticotonía representa una parte esencial dé la predisposición al
cáncer. Esa respiración externa reducida tiene com o resultado
una respiración interna insuficiente. Los órganos que tienen una
respiración crónicam ente deficiente y una carga bioeléctrica
insuficiente son más susceptibles a los estímulos productores
del cáncer que los órganos que tienen buena respiración. La
relación entre la inhibición espiratoria de los neuróticos carac-
terológicos sim paticotónicos y el descubrim iento de W arburg
de la perturbación respiratoria de los órganos cancerosos, fue
el pun to de partida del estudio de la econom ía sexual del cán
cer. N o es posible entrar en la discusión de este tem a aquí.
Sin em bargo, el siguiente hecho, em inentem ente im portante,
pertenece al contexto de este libro: el cáncer de las mujeres se
localiza principalm ente en los órganos sexuales. La conexión
con la frigidez es obvia y conocida p o r m uchos ginecólogos.
Además, la constipación crónica se encuentra, p o r regla gene
ral, com o antecedente del cáncer en la región intestinal.
H uelga decir que esta som era reseña no tiene el objeto de reem
plazar una obra detallada, lo que sería tarea im posible para una sola
persona, exigiendo, más bien, la colaboración de gran núm ero de
médicos e investigadores. Sólo pretende señalar el vasto cam po pato
lógico relacionado más íntim am ente con la función del orgasmo; re
calcar las conexiones que hasta ahora se han pasado p o r alto y apelar
a la conciencia de la profesión médica para que considere las pertur
baciones sexuales del hom bre con la seriedad que merecen; y procu
rar que los estudiantes de m edicina tengan u n conocim iento exacto
de la teoría del orgasm o y de la sexología en general, para poder sa
tisfacer las enorm es necesidades de la población. Es necesario que los
médicos no perm anezcan absortos ante una placa microscópica, sino
que puedan relacionar debidam ente lo que ven p o r el microscopio
306
Perturbación sexual de origen social
con la función autonóm ica vital del organismo total; deben dom inar
esta función total en sus com ponentes biológicos y psíquicos; y, fi
nalmente, deben com prender que la influencia que ejerce la sociedad
sobre la función de tensión y de carga del organism o y sus órganos es
de importancia decisiva para la salud o la enferm edad de quienes es-
307
tán bajo su cuidado. Entonces, la medicinapsicosomática, que es hoy
preocupación de personas especialmente interesadas y de especialis
tas, podría llegar a ser en poco tiempo lo que prom ete ser: la estruc
tura general de la medicina del futuro.
Es innecesario decir que esa estructura perm anecerá inalcanzable
m ientras la función sexual normal del organism o vivo siga siendo
confundida con las manifestaciones patológicas de seres neuróticos y
los productos de la industria de la pornografía.
C apítulo 9
La f u n c i ó n b i o e l é c t r i c a d e l p l a c e r y l a a n g u s t i a
H asta el año 1934, sólo apliqué mi teoría clínica, derivada del te
rreno de la econom ía sexual, al dom inio biofisiológico general. Pero
no terminaba aquí la labor. P or el contrario, ahora más que nunca, pa
recía com pletam ente esencial p ro b ar experim entalm ente la exactitud
de la fórm ula del orgasmo. E n el verano de 1934 llegó a Dinamarca
el doctor Schjelderup, director del Instituto Psicológico de la U ni
versidad de O slo, con el objeto de participar en u n curso que yo dic
taba para colegas escandinavos, alemanes y austríacos. Deseaba el
doctor Schjelderup aprender la técnica del análisis del carácter. En
vista de que él no podía continuar el trabajo en Dinamarca, sugirió
que yo siguiera mis experim entos en el Instituto Psicológico de la
U niversidad de O slo. A llí fui a enseñar la técnica caráctero-analítica,
y se me dio, en cambio, la oportunidad de llevar a cabo mis experi
mentos fisiológicos.
Sabía que, al principio, necesitaría la ayuda de técnicos especialis
tas a cada paso. Conversé con el ayudante del Instituto Fisiológico de
O slo, con quien no tuvim os dificultad en entendernos. M i teoría le
pareció razonable. El problem a fundam ental era averiguar si los ór
ganos sexuales, en estado de excitación, dem ostrarían un aumento de
carga bioeléctrica. Basándose en mis datos teóricos, el fisiólogo pro
yectó un aparato. Se desconocía la m agnitud del fenómeno a medir
se. Jamás se habían llevado a cabo experim entos de esa naturaleza. La
carga superficial de las zonas sexuales, ¿sería de un milésimo de vol
tio o de m edio voltio? La literatura fisiológica no contenía datos para
contestar a esas preguntas. Más aún, no era un hecho generalmente
conocido el que existía una carga eléctrica en la superficie del cuerpo.
C uando en diciem bre de 1934 pregunté al director de un Instituto
Fisiológico en L ondres cóm o podría medirse la carga de la piel, en
309
contró m uy extraña la pregunta. A ntes de finalizar el siglo pasado,
Tarchanoff y Veraguth habían descubierto el «fenóm eno psicogalvá-
nico», es decir, que se producían cambios en el potencial eléctrico de
la piel como resultado de las emociones. Pero el placer sexual nunca
había sido medido.
Después de algunos meses de deliberaciones, se decidió construir
un aparato que consistía en una cadena de tubos electrónicos. Las
cargas eléctricas del cuerpo perturbarían la corriente norm al («co
rriente anódica») de los tubos, que sería amplificada p o r el aparato,
transmitida a un oscilógrafo electrom agnético, y p o r medio de un
espejo se registraría sobre una tira de papel. El aparato quedó term i
nado en febrero de 1935. Los sujetos experimentales fueron algunos
de mis amigos noruegos y yo.
Fue sorprendente encontrar que las curvas que representaban las
corrientes de la acción cardíaca eran sum am ente pequeñas en com pa
ración con los cambios en las cargas superficiales. Después de una
serie de experim entos de tanteo preliminar, se aclaró la perspectiva.
Om itiré aquí todos los porm enores de los ensayos, presentando ún i
camente los descubrim ientos más esenciales. Los experim entos
duraron dos años, y sus resultados fueron publicados en una m ono
grafía1a la que rem ito al lector interesado en los detalles técnicos y en
los experim entos de control.
La superficie total del organism o form a una «m em brana porosa».
Esta m em brana dem uestra un potencial eléctrico con respecto a cual
quier región del cuerpo donde se raspa la epidermis. E n circunstan
cias corrientes, la piel sana dem uestra un potencial básico o normal,
el que representa el potencial biológico norm al de la superficie del
cuerpo. Es sim étrico en ambos lados del cuerpo y en to d o el cuerpo
es aproxim adam ente igual (cf. fig. 2, pág. 330). Varía, dentro de estre
chos límites, según la persona (10-20 MV). Aparece en electrogram a
como una línea horizontal pareja. E n superposición se observan, a in
tervalos regulares, los puntos máximos del electrocardiogram a. Las
crestas cardíacas corresponden a cambios en el potencial norm al de la
piel debidos a las pulsaciones eléctricas del corazón.
Existen ciertas zonas en las que se observa una conducta com ple
310
tam ente distinta de la del resto de la superficie: son las zonas eróge-
nas: labios, ano, pezones, pene, mucosa de la vagina, lóbulos, lengua,
palmas de las m anos y —aunque parezca extraño— la frente. La car
ga de estas zonas puede estar dentro de las cifras del potencial de
otras partes de la piel, pero tam bién pueden acusar u n potencial n o r
mal m ucho m ayor o m ucho m enor que la piel com ún. E n las perso
nas vegetativam ente libres, el potencial de una m ism a zona sexual
rara vez es constante; las mismas zonas pueden acusar variaciones
hasta de 50 M V o más. Esto corresponde al hecho de que las zonas
sexuales se caracterizan p o r una intensidad de sensación y capacidad
de excitación sum am ente variable. Subjetivam ente, la excitación de
las zonas sexuales se experimenta com o una corriente, com o pica
zón, rubores, olas de sensación, calor agradable, o sensaciones «dul
ces», «disolventes». Estas características no se encuentran, o sólo en
un grado m ucho menor, en aquellas zonas de la piel que no son espe
cíficamente erógenas.
M ientras que la piel com ún registra su carga bioeléctrica en form a
de una línea horizontal, casi recta (cf. fig. 1, pág. 330) la sucesión de
los distintos potenciales de una zona erógena se registran com o una
línea ondulada, ascendiendo o descendiendo en form a más o m enos
pronunciada. A este cambio constante de potencial lo llam arem os
«errante» (cf. fig. 3, pág. 331).
El potencial de las zonas erógenas — salvo el caso de que estuviera
dentro de las cifras del resto de la piel— «yerra», es decir, aum enta y
disminuye. El ascenso de la curva ondulada indica un aum ento de la
carga de la superficie; su descenso, una dism inución. E l potencial en
las zonas erógenas no aumenta, salvo que exista una sensación placen
tera de corriente en las zonas respectivas. P o r ejemplo, el p ezó n p u e
de erguirse sin que ocurra un aum ento de potencial. El aum ento de
potencial en una zona sexual siempre va acom pañado p o r u n aum en
to en la sensación de placer; a la inversa, una dism inución del p o ten
cial, siempre corre paralelo a la dism inución de la sensación de placer.
En varios experim entos, el sujeto pudo, basándose en sus sensacio
nes, indicar lo que estaba registrando el aparato en la habitación
contigua. Esos descubrim ientos experimentales confirm an la fórm u
la de tensión y de carga. D em uestran que una congestión o tum es
cencia en u n órgano no basta p o r sí sola para p ro d u cir la sensación
vegetativa de placer. Para que la sensación de placer sea perceptible
es necesario que, además de la congestión mecánica del órgano, haya
311
un aum ento de carga bioeléctrica. La intensidad psíquica de la sensa
ción de placer corresponde a la cantidad fisiológica del potencial bio-
eléctrico.
Experim entos de control con material no vivo dem ostraron que
este lento «errar» orgánico del potencial es una característica especí
fica de la sustancia viva. Las sustancias no vivas no dan reacción algu
na, o, en los cuerpos cargados de electricidad, com o ser una linterna,
p ro ducen sacudidas, saltos irregulares, mecánicamente angulares, del
potencial (cf. figs. 6 y 7, pág. 332).
Llam em os al potencial «errante» ascendente, potencial preorgásti-
co. Éste varía, en el mismo órgano, según la ocasión; varía también
según la persona en el mismo órgano. C orresponde a la excitación
o corriente preorgástica en el órgano vegetativamente activo. El aumen
to de carga es la respuesta del órgano a un estímulo placentero.
Si hacem os cosquillas con un trozo de algodón seco en una zona
erógena, conectada a un electrodo aplicado suavemente y sin p re
sión, provocando una sensación de placer, el potencial registra una
oscilación ondulada; el llamado «fenómeno de las cosquillas» (Ka:;\
fig. 8, pág. 333). Las cosquillas son una variante de la fricción sexual.
Esa últim a es u n fenóm eno básico en el dom inio de los seres vivien
tes; tam bién lo es la sensación de picazón, pues autom áticam ente re
sulta en el im pulso de rascarse o frotarse. Tales im pulsos tienen una
relación esencial con la fricción sexual.
P or la experiencia clínica adquirida en orgonterapia, sabemos que
no siem pre pueden producirse conscientem ente las sensaciones de
placer sexual. Similarmente, no puede provocarse una carga electro-
biológica en una zona erógena simplemente mediante estímulos pla
centeros. El que u n órgano responde o no con excitación a un estím u
lo depende p o r entero de la actividad del órgano. Es ése un fenómeno
que ha de tenerse m uy en cuenta en el curso de los experimentos.
El fenóm eno de las cosquillas puede presentarse en todas las re
giones de la superficie del organismo. N o ocurre al frotar sustancias
inorgánicas húm edas con algodón seco. Las partes positivas ascen
dentes de la oscilación de las cosquillas generalmente son más em pi
nadas que las descendentes. La línea ondulada del fenóm eno de las
cosquillas que se obtiene en zonas que no sean las específicamente
sexuales es más o m enos horizontal. En las zonas sexuales, la oscila
ción de las cosquillas se superpone a la onda eléctrica «errante», al
igual que las crestas cardíacas.
312
La presión de cualquier índole disminuye la carga de la superficie,
volviendo ésta exactamente al nivel anterior cuando se alivia la presión.
Si se interrum pe, p o r medio de presión, u n agradable ascenso «erran
te» del potencial, éste cae bruscam ente, al suprim ir la presión conti
núa al nivel que tenía cuando fue interrum pido (cf. fig. 9, pág. 333).
El aum ento de potencial en una zona sexual depende de la suavi
dad del estímulo; cuanto más suave el estímulo, más pronunciado el
aum ento. D epende, además, de la disposición psicológica para res
ponder al estímulo. C uanto m ayor es esta disposición, tanto más
pronunciado, es decir, rápido, es el aum ento.
Los estím ulos agradables, que p roducen sensaciones de placer,
p o r lo general dan com o resultado un aum ento de potencial; por el
contrario, los estímulos que producen angustia o displacer disminu
yen la carga superficial con m ayor o m enor rapidez e intensidad.
N aturalm ente, la am plitud de esas reacciones depende también de la
p ro n titu d del organism o para reaccionar. Las personas emocional
m ente bloqueadas y vegetativam ente rígidas, como, p o r ejemplo, los
catatónicos, muestran escasas o m u y leves reacciones. En ellos, la ex
citación biológica de las zonas sexuales cae dentro de las cifras regis
tradas por el resto de la superficie del cuerpo. P o r tal motivo, la in
vestigación de esos fenóm enos eléctricos de oscilación requiere la
selección de sujetos experimentales apropiados. Se observan reaccio
nes a la angustia en form a de bruscos descensos de la carga superficial
en las mucosas de la vagina y de la lengua, y en las palmas de las ma
nos. El m ejor estím ulo es p roporcionar al sujeto una emoción ines
perada, ya sea gritándole, haciendo explotar un globo, o dando súbi
tam ente u n violento golpe de gong, etcétera.
El fastidio, al igual que la angustia y la presión, disminuye la carga
bioeléctrica en las zonas sexuales. E n un estado de ansiosa expectati
va, dism inuyen todas las reacciones eléctricas, no pudiéndose produ
cir el aum ento del potencial. P o r regla general, es más fácil provocar
las reacciones de angustia que las de placer. La disminución de carga
más pronunciada ocurre con el susto (cf. figs. 10 y 11, pág. 334).
El pene, en estado de flacidez, puede registrar un potencial mucho
m enor que la piel com ún. La compresión de la raíz del pene y la con
siguiente congestión de sangre en él, no aum entan el potencial. Este
experim ento de control dem ostró que sólo la excitación placentera, y
no la congestión mecánica p o r sí sola, produce un aumento en la car
ga bioeléctrica.
313
Es m ucho más difícil p roducir reacciones de placer después de
una reacción de susto. Es com o si la excitación vegetativa se volviera
«cautelosa». Si se utiliza una solución concentrada de azúcar como
fluido electródico en la lengua, el potencial aum enta rápidam ente.
Si se aplica una solución de sal inm ediatam ente después, el potencial
disminuye (cf. figs. 12 y 13, pág. 335).
Si se aplica azúcar nuevam ente, después del experim ento con la
sal, ya no se da un aum ento de potencial. La lengua reacciona como
si estuviera «cautelosa» o «desilusionada». Si se aplica a la lengua
azúcar únicam ente varias veces consecutivam ente, el aum ento de
potencial registrado es m enor en cada oportunidad, com o si la lengua
se «acostumbrara» al estím ulo agradable. Los órganos que se han
desilusionado o acostum brado reaccionan lentam ente, aun a los es
tímulos placenteros.
Si el electrodo no se conecta a la zona sexual que se está explorando,
sino que se emplea un conductor indirecto, los resultados son los mis
mos. Por ejemplo, si un sujeto masculino y uno femenino colocan si
multáneamente un dedo en los fluidos electrógenos conectados al os
cilógrafo, al tocarse sus labios en un beso se registra un pronunciado
aumento de potencial (cf. fig. 14, pág. 335). Es decir, que el fenómeno
ocurre sin tener en cuenta dónde se aplica el electrodo. Se obtienen los
mismos resultados si los sujetos se tocan las manos que tienen libres.
Las caricias suaves producen un aum ento, la presión o la fricción vio
lenta de las palmas una dism inución de carga. Si el sujeto es contrario a
la participación en las actividades que requiere el experimento, el mis
mo estímulo, en lugar de producir un aum ento de potencial (reacción
de placer), produce una dism inución (reacción de displacer).
¿Cuál es el m étodo de conducción de la energía bioeléctrica des
de el centro vegetativo a la periferia, y viceversa? D e acuerdo con las
opiniones tradicionales, la energía bioeléctrica se desplazaría por
las sendas de las fibras nerviosas, suponiéndose que estas fibras no
son contráctiles. P o r otra parte, todas las observaciones llevaron ne
cesariamente a la presunción de que los plexos sincitiales nerviosos
vegetativos son en sí contráctiles, es decir, capaces de expansión y
contracción. Tal suposición fue confirm ada más tarde por observacio
nes microscópicas; E n gusanos pequeños y transparentes se observan
fácilmente, por medio del m icroscopio, los m ovim ientos de expan
sión y contracción en nervios autónom os y el aparato ganglionar. Es
tos movim ientos son independientes de los m ovim ientos de todo el
314
cuerpo, y generalmente los preceden. De acuerdo con esa observa
ción, la ameba continúa existiendo en los animales superiores y en el
hom bre, en form a de sistema nervioso autónom o contráctil.
Si hacemos que el sujeto respire hondo o presione com o si estu
viera evacuando el vientre, y le colocamos un electrodo diferencial en
la piel abdom inal más arriba del ombligo, se nota que, al inspirar p ro
fundam ente, el potencial superficial dism inuye más o m enos brusca
mente, y que al espirar vuelve a aumentar. E n gran núm ero de suje
tos se obtuvieron los mismos resultados una y o tra vez; sin em bargo,
no se p u d iero n obtener estos resultados en personas bloqueadas
em otivam ente, o que dem ostraban una pronunciada rigidez m uscu
lar. Este descubrim iento, en com binación con el descubrim iento clí
nico de que la inspiración dism inuye los afectos, llevó a la siguiente
hipótesis:
A l inspirar, el diafragma desciende, ejerciendo presión sobre los
órganos abdominales; en otras palabras, constriñe la cavidad ab d o
minal. P or el contrario, al espirar, el diafragma se eleva, dism inuyen
do la presión sobre los órganos abdominales; la cavidad abdom inal se
expande. Las cavidades torácica y abdom inal se expanden y contraen
alternativam ente al respirar. Acerca de la im portancia de este hecho
se trata en otra parte. En vista de que la presión siem pre dism inuye el
potencial, la dism inución de éste al inspirar no tiene nada de particu
lar. Lo que sí es extraño, sin embargo, es el hecho de que el potencial
dism inuya aunque la presión no sea ejercida en la superficie de la piel
sino en el centro del organismo.
El hecho de que la presión interna se manifiesta exteriorm ente en
la piel abdom inal puede explicarse sólo p o r la suposición de que exis
te un continuo campo bioeléctrico de excitación entre el centro y la
periferia. La transm isión de bioenergía no puede lim itarse a las regio
nes nerviosas únicamente; más bien debe pensarse que sigue todas
las membranas y fluidos del cuerpo. Esta suposición concuerda con
nuestro concepto del organismo como una vejiga m em branosa, y
confirma la teoría de Fr. Kraus (cf. capítulo VII).
El descubrim iento de que las personas con perturbaciones em oti
vas, cuya espiración está restringida, dem uestran sólo fluctuaciones
mínimas de carga en la piel abdominal, o no dem uestran fluctuación
alguna, confirm ó esa suposición.
Resumiendo los descubrim ientos anteriorm ente descritos en tér
minos de nuestro problem a básico, podem os decir lo siguiente:
315
El aum ento en la carga bioeléctrica ocurre sólo cuando el placer
biológico va compañado de una sensación de corriente. Toda otra ex
citación, ya sea de dolor, susto, angustia, presión, fastidio, depresión,
es acompañada por una disminución en la carga superficial del orga
nismo.
Existen, fundam entalm ente, cuatro clases distintas de dism inu
ción de carga en la periferia del organismo:
Carga Superficial
A u m en to D ism inución
Placer de cualquier clase Tensión central previa a la acción
Descarga orgástica periférica
Angustia, fastidio, dolor, presión,
depresión
M uerte (extinción de la fuente de energía)
316
habitación contigua. La intensidad de la sensación de placer corres
ponde a la intensidad de la carga bioeléctrica de la superficie, y vice
versa. Las sensaciones de «ser frío», de «estar muerto», de «no tener
contacto», experimentadas p o r personas neuróticas, son la expresión
de una deficiencia en la carga bioeléctrica en la periferia del cuerpo.
La fórm ula de tensión y carga, que fue u n descubrimiento clínico,
quedó así confirm ada experimentalmente. La excitación biológica es
u n proceso que, además de tum escencia mecánica, requiere una caíga
bioeléctrica. La gratificación orgástica es una descarga bioeléctrica,
seguida de una relajación mecánica (detumescencia).
E l proceso biológico de expansión, ejemplificado en la erección de
u n órgano o la proyección hacia fuera de seudopodios en las amebas,
es la manifestación externa del m ovim iento de la energía bioeléctrica
desde el centro hacia laperiferia del organismo. Lo que aquí se mueve
es — en el sentido psíquico, así com o en el somático— la carga eléc
trica misma.
D ado que sólo las sensaciones vegetativas de placer son acompaña
das por un aum ento en la carga de la superficie del cuerpo, la excitación
placentera debe ser considerada como el proceso específicamente pro
ductivo en el sistema biológico. Todos los demás afectos, tales como el
dolor, el fastidio, la angustia, la depresión, así como la presión, son
antitéticos a la misma desde el punto de vista de la energía, y, por lo
tanto, representan funciones negativas para la vida. En consecuencia,
el proceso del placer sexual es el proceso de vida per se. Esto no es sim
plemente u n decir, sino u n hecho com probado experimentalmente.
La angustia, en su carácter de antítesis funcional básica de la sexua
lidad, es concom itante con la m uerte. Pero no es idéntica a la muerte,
pues en la m uerte se extingue la fuente de energía, mientras que en la
angustia la energía es retirada de la periferia y contenida en el centro,
lo que crea la sensación subjetiva de opresión (angustiae).
Esos hechos com unican al concepto de economía sexual un sig
nificado concreto en térm inos de las ciencias naturales. Significa el
modo de regulación de la energía bioeléctrica, o, lo que es lo mismo,
de la economía de las energías sexuales del individuo. «Economía
sexual» significa el m odo com o maneja el individuo su energía bio
eléctrica; qué p ro p o rció n retiene y qué descarga orgásticamente.
D ebiendo tom ar la energía bioeléctrica del organismo como punto
básico de partida, se nos abre una nueva vía de acceso a la compren
sión de las enferm edades orgánicas.
317
Las neurosis se nos presentan ahora bajo un aspecto fundam en
talmente distinto del que presentan para los psicoanalistas. N o son
en modo alguno simplemente el resultado de los conflictos psíquicos
y fijaciones infantiles sin resolver. Antes bien, esas fijaciones y con
flictos causan perturbaciones fundam entales en la econom ía de la
energía bioeléctrica, y, p o r lo tanto, enraízan som áticam ente. P or
esta razón, no es posible, ni defendible, la separación de los procesos
psíquicos de los somáticos. Las enferm edades psíquicas son p ertu r
baciones biológicas, que se manifiestan en la esfera som ática así como
en la psíquica. La base de las perturbaciones es una desviación res
pecto de los m odos naturales de descarga de energía biológica.
La psique y el soma fo rm a n una unidad funcional, teniendo, al
mismo tiempo, una relación antitética. Am bos funcionan según leyes
biológicas. La desviación respecto de esas leyes es el resultado de
factores sociales en el medio ambiente. La estructura psicosomática es
el resultado de un choque entre las funciones sociales y las biológicas.
La función del orgasmo es el patrón de m edida del funcionam iento
psicofísico, porque en ella se expresa la función de la energía biológica.
So l u c ió n t e ó r ic a d e l c o n f l ic t o e n t r e m e c a n ic is m o
Y VITALISMO
318
vital. A hora me hallaba en condiciones de hacer una contribución
esencial a la milenaria disputa entre los vitalistas y los mecanicistas.
Los vitalistas habían sostenido siempre que había una diferencia fu n
dam ental entre la sustancia viva y la inerte. Para hacer com prensible
el funcionam iento de la vida, aducían algún principio metafísico, tal
com o la «entelequia». Los mecanicistas, p o r el contrario, sostenían
que la materia viva no se diferenciaba física y quím icam ente en m odo
alguno de la materia inerte, sólo que aún no se había investigado lo
suficiente. Es decir, que los mecanicistas negaban que existiera una
diferencia fundam ental entre la materia viva y la inerte. La fórm ula
de tensión y carga dem ostró que ambas escuelas tenían razón, aun
que no de la m anera como habían pensado.
E n realidad, la materia viva funciona sobre la base de las mismas
leyes físicas que la materia inerte, como sostienen los mecanicistas.
Es, al mism o tiem po, fundam entalm ente distinta de la m ateria inerte,
com o sostienen los vitalistas. E n la materia viva, las funciones mecá
nicas (tensión, relajación) y las eléctricas (carga, descarga) están com
binadas de un modo especifico que no ocurre en la m ateria inerte. Esta
diferencia de la materia viva, sin embargo, no debe atribuirse — com o
creen los vitalistas— a algún principio metafísico más allá de la m ate
ria y la energía. M ás bien debe com prendérsela sobre la base de las
leyes de la materia y la energía. Lo vivo, en su función, es al mismo
tiem po idéntico y diferente de lo inerte.
Seguramente, los vitalistas y los espiritualistas objetarán esa afir
mación, señalando que los fenómenos de la conciencia y la autoper-
cepción quedan aún sin explicación. Si bien esto es así, no justifica la
presunción de u n principio metafísico; además, parece probable que
ya estam os acercándonos al esclarecimiento final de ese problem a.
Los experim entos eléctricos han dem ostrado que la excitación bioló
gica del placer y angustia es funcionalm ente idéntica a su percepción.
P o r lo tanto, se justifica la presunción de que hasta los organism os
más prim itivos poseen la capacidad de percibir placer y angustia.
La « e n e r g ía b io ló g ic a » es l a e n e r g ía d e l o r g ó n
ATMOSFÉRICO (CÓSM ICO)
319
abrió la investigación del orgasmo. Los experim entos bioeléctricos
hicieron surgir una cuestión tanto inesperada com o de primordial
im portancia, la de la naturaleza de la energía bioeléctrica que se ma
nifestaba en estos experimentos. Evidentem ente, no podía ser ningu
na de las form as de energía conocidas.
P or ejemplo, la velocidad de la energía electrom agnética es la de la
luz, o sea, unos trescientos mil kilóm etros p o r segundo. Si observa
mos las curvas y los intervalos de tiempo, veremos que el movimiento
de la energía bioeléctrica es, en su form a y velocidad, fundam ental
m ente distinto del m ovim iento conocido de la energía electromagné
tica. El m ovim iento de la energía bioeléctrica es excesivamente lento,
pudiendo m edirse en m ilím etros p o r segundo. (El núm ero de las
crestas cardíacas indica la velocidad; cf., p o r ejemplo, fig. 8, pág. 333.)
El m ovim iento de la energía bioeléctrica es una ondulación lenta,
parecida a los movimientos de un intestino o de una serpiente. Corres
ponde tam bién al lento ascenso de una sensación orgánica o de una
excitación vegetativa. Podríam os tratar de encontrar una explicación
en el hecho de que es la alta resistencia de los tejidos animales la que
dism inuye la velocidad de la energía eléctrica en el organism o. Esta
explicación es errónea, pues si aplicamos u n estím ulo eléctrico al
cuerpo, inm ediatam ente se percibe éste, produciéndose la reacción.
Inesperadam ente, el conocimiento de la función biológica de ten
sión y carga me llevó a descubrir procesos de energía en los biones, en
el organism o hum ano y en la radiación solar, desconocidos hasta
entonces.
E n el verano de 1939 publiqué una breve com unicación2 en la que
inform é acerca de las siguientes observaciones. C ierto cultivo de
biones obtenidos de la arena de m ar influía de tal m odo sobre el cau
cho o el algodón, que estas sustancias producían un pronunciado
m ovim iento del indicador de u n electroscopio estático. El cuerpo
hum ano, siem pre que no esté vegetativamente perturbado, influye
sobre esas sustancias del mismo m odo, especialmente p o r el abdo
m en y los genitales; es decir, que si el caucho o el algodón, que en sí
no m anifiestan una reacción medible por electroscopio, están en con
tacto con el cuerpo durante quince a veinte m inutos, producen des
pués una desviación del electroscopio. La arena en la cual tuvieron su
320
origen los biones, no es otra cosa que energía solar inmovilizada.
Esto me sugirió el experim ento de exponer caucho o algodón a la luz
brillante del sol, después de asegurarm e que no producían una des
viación en el electroscopio. Se dem ostró que el Sol emite una forma
de energía que influye sobre la celulosa, el caucho y el algodón, del
mismo m odo que el cultivo de biones m encionado, y que el organis
mo hum ano en estado de respiración fisiológica y sin perturbaciones
vegetativas. A esta energía, capaz de cargar sustancias no conducto
ras, le di el nom bre de orgón.
Los biones son vesículas microscópicas cargadas de energía orgóni-
ca («vesículas de energía»). Pueden obtenerse de materias orgánicas e
inorgánicas p o r u n proceso de desintegración e inflación. Se propagan
como las bacterias. También se desarrollan en form a espontánea en la
tierra, o, com o en el cáncer, de los tejidos en proceso de desintegración.
Mi libro D ie Bione (Los biones, 1938) dem uestra la importancia que
adquirió la fórm ula de tensión y carga para la investigación de la orga
nización natural de la sustancia viva partiendo de la sustancia inerte.
La energía orgónica puede dem ostrarse en form a visual, térmica y
electroscópica en la tierra, en la atmósfera y en los organismos vegeta
les y animales. La vibración que se observa en el cielo, y que muchos
físicos atribuyen al m agnetism o terrestre, y el titilar de las estrellas,
son la expresión inm ediata del m ovim iento del orgón atmosférico.
Las «torm entas eléctricas» que perturban los aparatos eléctricos en
ocasiones en que hay un aum ento en la actividad de las manchas sola
res son, com o puede dem ostrarse experimentalmente, un efecto de la
energía orgónica atmosférica. H asta ahora es tangible sólo como una
perturbación de las corrientes eléctricas.
El color del orgón es azul, o gris azulado. E n nuestro laboratorio,
el orgón atm osférico se acum ula p o r medio de un aparato construido
especialmente. U n a disposición especial de materiales permite hacer
lo visible. La detención de la energía cinética del orgón se expresa
com o un aum ento de tem peratura. La concentración de la energía
orgónica se refleja en la velocidad variable de descarga en el electros
copio estático. El orgón contiene tres clases distintas de radiación, a
saber: form aciones nebulosas de color gris azulado; puntos de color
violeta azulado oscuro, que se expanden y contraen; y puntos y lí
neas blanquecinos, que se m ueven rápidamente.
El color del orgón atm osférico se ve en el cielo azul y en la bruma
azulada que se observa en la distancia, especialmente en días caluro
321
sos de verano. Igualm ente, las luces septentrionales de color gris
azulado, el llamado Fuego de San Telmo y las form aciones azuladas
que los astrónom os observaron recientem ente durante u n período
de intensificación de la actividad de las manchas solares, son manifes
taciones de la energía orgónica.
La formación de las nubes y torm entas —fenóm enos éstos que
hasta la fecha no han podido ser explicados— dependen de los cam
bios en la concentración del orgón atmosférico. E sto puede dem os
trarse en form a sencilla, m idiendo la velocidad de la descarga del
electroscopio.
El organism o vivo contiene energía orgónica en cada una de sus
células, y sigue cargándose orgonóticam ente de la atm ósfera m edian
te el proceso de respiración. Los corpúsculos «rojos» de la sangre,
con un aum ento de más de dos mil veces, m uestran u n centelleo azu
lado; son vesículas cargadas de la energía orgónica que transportan
desde los pulm ones a los tejidos del cuerpo. La clorofila de las plan
tas, que se relaciona con la proteína que contiene hierro, de la sangre
animal, incluye orgón, el que absorbe directam ente de la atmósfera y
la radiación solar.
En las células y los coloides, al ser observados con u n aum ento de
más de dos mil veces, la energía orgónica es visible en la coloración
azulada del protoplasm a y del contenido de vesículas orgánicas. To
dos los alimentos cocidos consisten de vesículas azules cargadas de
orgón. Igualm ente cargadas de orgón están las vesículas del hum us y
de todos los biones obtenidos calentando sustancias inorgánicas has
ta la incandescencia y haciéndolas hincharse. D e igual m odo, todas
las células gonadales, protozoarios, células cancerosas, etc., consisten
de vesículas azuladas de energía cargada de orgón.
La energía orgónica tiene u n efecto parasim paticotónico y carga
los tejidos vivos, en especial los corpúsculos rojos de la sangre. Mata
las células cancerosas y muchas clases de bacterias. N u estro s experi
mentos terapéuticos relativos al cáncer se basan en tales efectos bio
lógicos del orgón. M uchos biólogos (como M eisenheimer, Linné y
otros), han observado la coloración azul de las ranas en estado de
excitación sexual, o una luz azulada que emana de las flores; estamos
aquí frente a la excitación biológica (orgonótica) del organismo.
El organism o hum ano está rodeado de u n cam po orgonótico
cuyo alcance varía según la m otilidad vegetativa del individuo. La
dem ostración de esto es sencilla. El orgón carga sustancias orgánicas,
322
tales com o la celulosa. Por lo tanto, si colocam os una placa de celu
losa de más o menos treinta centímetros cuadrados, a una distancia
de unos cinco centrím etros de un electrodo de plata conectado a u n
oscilógrafo, encontrarem os lo siguiente: Si m ovem os u n m aterial
inorgánico de un lado a otro delante de la placa de celulosa, no habrá
reacción en el oscilógrafo (siempre que esto se haga en form a de no
m over parte de nuestro cuerpo delante de la placa). Sin em bargo, si
m ovemos los dedos o la m ano de un lado a o tro delante de la placa, a
una distancia de cincuenta centímetros a tres m etros — sin ninguna
conexión metálica entre el cuerpo y el aparato— tendrem os fuertes
reacciones oscilográficas. Si quitam os la placa de celulosa, ese efecto
desaparece com pletam ente o casi com pletam ente. A diferencia de la
energía electromagnética, la energía orgónica se transm ite exclusiva
m ente p o r m edio de materias orgánicas no conductoras.
El segundo volum en de este libro habrá de dem ostrar cóm o la
investigación del bion llegó al descubrim iento de la energía del orgón
atmosférico, las formas en que puede dem ostrarse objetivam ente el
orgón, y la im portancia de su descubrim iento para la com prensión
del funcionam iento biofísico. Llegando al fin del presente volum en,
el lector no podrá dejar de sentir, así com o el p ro p io autor, que la
investigación del orgasmo — la Cenicienta de las ciencias naturales—
nos ha hecho penetrar un buen trecho en los em ocionantes secretos
de la naturaleza. La investigación de la m ateria viva sobrepasó los
confines de la psicología profunda y la fisiología, entrando en terri
torio biológico aún inexplorado. El tema de la «sexualidad» se iden
tificó con el de «lo viviente». A brió un nuevo cam ino de acceso al
problem a de la biogénesis. La psicología se convirtió en biofísica y
en genuina ciencia natural experimental. Pero su núcleo perm ane
ce inalterable: el enigma del amor, al que debem os nuestra existencia.
323
GLOSARIO
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C o ra za c a r a c te r o ló g ic a . Suma total de las actitudes caracterológi-
cas que desarrolla el individuo com o defensa contra la angustia y
cuyo resultado es la rigidez de carácter, la falta de contacto, la «insen
sibilidad». Funcionalm ente idéntica a la coraza m uscular (véase).
C o r a z a m u s c u l a r . Suma total de las actitudes musculares (espasmos
musculares crónicos), que el individuo desarrolla com o defen
sa contra la irrupción de afectos y sensaciones vegetativas, espe
cialmente la angustia, la rabia y la excitación sexual. Funcional
mente idéntica a la coraza caracterológica (véase).
D e m o c r a c i a d e l t r a b a j o . U na organización dem ocrática racional,
basada no en mecanismos dem ocráticos formales y políticos, sino
en el rendim iento real en el trabajo y la responsabilidad real de
cada individuo p o r su propia existencia y función social. Inexis
tente aún, es la form a de organización dem ocrática hacia la cual
podría, quizás, evolucionar la actual democracia.
D i s p l a c e r . El «L ust-U nlust-P rinzip» freudiano solía traducirse
como «principio del placer-dolor». Sin em bargo, «Unlust» es un
concepto m ucho más am plio que dolor, ya que incluye toda clase
de sensasiones displacenteras. Ello justifica el empleo del térm ino
«displacer» com o traducción de «Unlust».
E c o n o m í a s e x u a l . C uerpo de conocim ientos que trata de la econo
mía de la energía biológica en el organism o.
E s t a s i s . Estancam iento (contención) de la energía sexual en el orga
nismo; p o r lo tanto, la fuente de energía de las neurosis.
I m p o t e n c i a o r g á s t i c a . A usencia de potencia orgástica. Es la carac
terística más im portante de la generalidad de las personas en la
actualidad. P or contención o estancam iento de energía biológica
en el organism o, p roporciona la fuente de energía de toda clase de
síntomas psíquicos y somáticos.
N e u r o s i s a c t u a l . Térm ino em pleado p o r F reud para ciertas for
mas de neurosis, com o la neurosis de angustia y la neurastenia,
que, a diferencia de las «psiconeurosis», son causadas p o r conten
ción directa de la «libido». Véase Neurosis estásica.
N e u r o s i s e s t á s i c a . Originalm ente igual a la «neurosis actual» (véase)
de Freud. El concepto incluye ahora todas las perturbaciones somá
ticas que son el resultado inm ediato del estasis de energía sexual.
O r g ó n . Energía radiante descubierta en 1939 en los biones (véase)
derivados de la arena. Más tarde se descubrió su presencia en la
tierra, la atmósfera, la radiación solar y el organism o vivo.
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O r g o n te r a p ia . La técnica terapéutica de la econom ía sexual. Su
finalidad terapéutica es liberar las energías vegetativas fijadas,
devolviendo así al enfermo su m otilidad vegetativa.
P o t e n c i a o r g á s t i c a . En esencia, la capacidad de entregarse com
pletam ente a las contracciones involuntarias del orgasm o y la
com pleta descarga de la excitación sexual en la culm inación del
acto sexual. Siempre ausente en los neuróticos. Presupone la p re
sencia o el establecimiento del carácter genital, o sea, la ausencia
de corazas caracterológica y muscular patológicas. Es u n concep
to esencialmente desconocido y, p o r lo general, no se le distingue
de la potencia erectiva y la potencia eyaculativa, que no son sino
requisitos previos de la potencia orgástica.
R e f l e j o d e l o r g a s m o . C ontracción y expansión unitarias involun
tarias en la culm inación del acto sexual. Este reflejo, p o r su n atu
raleza involuntaria y p o r la angustia de placer predom inante, es
suprim ido p o r la mayoría de las personas en la actualidad.
(1) A m plificador y electrodos de plata.
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R o tta * 7. C am bios de potencial producidos p o r „»a linterna eléctrica. '
F ig u ra 8. M ucosa del labio Ka'v = fenóm eno de las cosquillas. (Se observan
las crestas cardíacas a intervalos regulares.)
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