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CULTURALIA

C olección d irig id a p o r

PA B L O W R I G H T
SILVIA CITRO

Cuerpos signiñcantes
Travesías de una etnografía dialéctica

E d i t o r ia l B ib lo s / C U IT U R am a
Citro, Silvia
C uerpos significantes: travesías por los rituales tobas - l 5 ed. -
B uenos A ires: Bíblos, 2009.
351 pp.; 23 x 16 cm.

ISB N 978-950-786-643-2

1. Sociología de la Cultura. I. Título


CDD 306

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Diseño de tapa: Luciano Tirabassi U.


Foto de tapa: Salvador Batalla
Armado: Ana Souza

© Silvia Citro, 2009


© Editorial Biblos, 2009
Pasaje José M. GiuíTra 318, C1064ADD Buenos Aires
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Impreso en la Argentina

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miso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Esta primera edición de 1.000 ejemplares


se terminó de imprimir en Primera Clase,
California 1231, Buenos Aires,
República Argentina,
en abril de 2009.
índice

In tr o d u c ció n
Travesías teórica s, h istórica s y e tn o g r á fic a s ......................................... 11

L A PA R TID A

C ap ítu lo 1
L os in icio s, en tre teoría s y e x p e rie n cia s ................................................... 23
Una etnografía con los to b a s ...............................................................................23
La antropología del cuerpo y los estudios de performance.............................. 29

P R IM E R A TRA VESÍA
L os cu e rp o s te ó rico s
D iá logos en tre la etn ografía , la filo so fía y el p sicoa n álisis

I n t r o d u c c ió n ........................................................................................................ 39

C ap ítu lo 2
V aria cion es sob re la co r p o ra lid a d ..............................................................43
Una filosofía desde los cuerpos: Nietzsche y Merleau-Ponty.......................... 43
La “carne”: historias de invisibilización y exotización.................................... 49
La hipótesis del vínculo del cuerpo con el mundo .....................................59
Danza, voluntad de poder y pulsión .................................................................. 62
La hipótesis del poder desde el cuerpo sobre el m undo............................ 72
La dialéctica de los seres-en-el mundo y la libertad .......................................73

C ap ítulo 3
H acia u n a etn ografía d ia léctica de y d esd e los c u e r p o s ......................83
Introducción .......................................................................................................... 83
Paradojas de la observación participante..........................................................84
Dialéctica y políticas del conocimiento ..............................................................86
El acercamiento-distanciamiento en el ca m p o............ 90
Entre fenomenologías y sospechas (pos)estmcturalistas............................. 100
Historicidades, condiciones sociales de existencia y hábitos..................101
Cuerpo y discurso en las genealogías y matrices
simbólico-identitarias................................................................................. 104
Los géneros performáticos en perspectiva dialéctica............................. 111

E p ílog o
La d ia léctica de los cu erp os sig n ifica n tes ........................................... 115

SEGUNDA TRA VESÍA


L os cu e rp o s h istó rico s
G en ealogías de los cu e rp o s e im agin arios tobas

I n tr o d u c c ió n .................................................................................................... 119

C ap ítulo 4
De ca za d ores g u errero s a tra b a ja d ores r u r a les................................... 121
“Salvajes” pero fuertes: masculinidad y resistencia del guerrero.............. 121
Los trabajadores agrícolas: misiones católicas, militares
y capitalismo....................................................................................................... 128

C ap ítulo 5
E va n gelios y p e r o n is ta s ............................................................................... 133
El nuevo poder de los blancos: encuentros con los dioses y con P e ró n 133
El dios Luciano y los menonitas norteamericanos: la creación de
las iglesias aborígenes formoseñas ................................................................. 142
Los tobas evangelio en un mundo blanco: autonomía e integración,
trabajo rural y clientelismo político............................................................... 147
Hegemonías, disputas y dilemas en las identidades tobas ......................... 159

E p ílog o
D el e q u ilib rio a da ptativo al m ovim ien to d ia lé c tic o ............................ 169

T E R C E R A TRA VESÍA
L os cu e rp o s ritu ales
E ntre el E va n g elio y los “ a n tigu os”

C ap ítu lo 6
A n cia n os: los cu e rp o s del p o d e r ............................................................... 175
Gestos y sonidos del poder de curación: chamanismo y Evangelio 175
En el mundo de los no humanos: corporeidad de los espíritus,
señas y contagios de la carne..................................................................... 188
En el mundo humano: conflictos intersubjetivos y certezas
del pensamiento ............................................................................................200
Las danzas de gozo y la sanidad ...................................................................... 213
La eficacia ritual: el poder del goce en el cu erpo.....................................221
La dialéctica'del ser-en-el-mundo toba: el devenir del poder y
la salud-enfermedad............................................................................................210
C apítulo 7
J óven es: corp o ra lid a d e s in tersticia les ...................................................243
Del nmi a la cumbia evangélica................ 244
Los bailes nocturnos: creatividad y placer .............................................. 244
Los cancionistas del Evangelio: entre sueños, gozos y grabaciones .... 253
Genealogías y disputas sobre la rueda ........................................................... 262
La rueda del poder: ¿rueda de ángeles o de potenciales chamanes? .......265
La rueda del placer: ¿un nuevo baile nocturno?...................................... 272
La rueda del disciplinamiento: control de los gestos e imagen
corporal......................................................................................................... 279
La administración de la rueda: secretarios, pastores y performance
legal-burocrática...........................................................................................286
Los gozos y la ambivalencia del poder de la música y la danza ................. 288
El ser-en-el-mundo intersticial: subjetividades, corporalidades y
estéticas................................................................................................................291

C ap ítulo 8
M ujeres: la p od e rosa am enaza d e la c a r n e ............................................ 297
Del niematak al cumpleaños de quince: rituales de iniciación femenina ...... 299
Fase de separación: prescripciones y mitos sobre la m ujer................... 299
Fase liminal y fase de agregación............................................................. 306
Un cuerpo más abierto y poderoso................................................................... 311
Experiencias e imaginarios sobre la corporalidad femenina................. 311
La matriz simbólico-identitaria de los géneros........................................ 316
Controles y disputas en las relaciones de género.......................................... 322

EL REGRESO

El d esa fío de la síntesis d ia lé ctica .............................................................327

B ib liogra fía y fu e n te s .................................................................................... 335


I n t r o d u c c ió n

Travesías teóricas, históricas y etnográficas

Vamos a caminar en la tierra con nuestros propios


pasos, en nuestro propio sendero. Si podemos copiar
algo importante de la cultura del hombre blanco
[doqshi], lo que parece edificación para la comunidad
no lo vamos a negar. Siempre buscamos escuchar cosas
nuevas que parecen edificar nuestra comunidad.
Pablo Vargas, Colonia Aborigen Misión Tacaaglé,
Formosa, 1999

Habitualmente, ante todo se intenta alejar la con­


tradicción, apartándola de las cosas, de lo existente, y
de lo verdadero en general; se afirma que no hay nada
que sea contradictorio. Al contrario, luego, se imputa
la contradicción a la reflexión subjetiva, que, por
medio de sus referencias y comparaciones la había
establecido en primer lugar [...]. Sin embargo, la expe­
riencia común manifiesta ella misma que por lo menos
hay una multitud de cosas contradictorias, de ordena­
mientos que se contradicen, etc., cuya contradicción no
se presenta sólo en una reflexión extrínseca, sino en
ellas mismas [...], es lo negativo en su determinación
esencial el principio de todo automovimiento, que no
consiste en otra cosa, sino en una manifestación de la
misma contradicción [...]. El mismo movimiento
extrínseco sensible representa su existencia inmediata.
Algo se mueve no sólo porque se halla en este momento
aquí y en otro momento allá, sino porque en uno y el
mismo momento se halla aquí y no aquí, porque en este
aquí existe y no existe conjuntamente [...], el movi­
miento es la contradicción misma en su existencia.
W.G.F. Hegel, Ciencia de la lógica

[ 11 ]
12 S ilv ia C itro

El misticismo en que se envuelve la dialéctica en


manos de Hegel no impide absolutamente que sea él
quien haya expuesto primero sus formas generales de
movimiento de un modo comprensivo y consciente.
Hegel pone la dialéctica al revés. No hay más que darle
la vuelta para descubrir el núcleo racional bajo la
envoltura mística [...]. En su forma racional, es un
escándalo y un horror para la burguesía y sus corifeos
doctrinarios; porque en la comprensión positiva de lo
existente incluye la inteligencia de su negación, de su
necesaria caída; porque lo concibe todo en movimiento,
y también, por lo tanto, como formas perecederas y
transitorias; porque nada la puede dominar, y es esen­
cialmente crítica y revolucionaria.
Karl Marx, El capital

Este libro incluye dos recorridos diferentes, cuyos objetivos no obstante se


entrelazan. Por un lado, se propone elaborar un enfoque teórico-metodológico
dialéctico para analizar la corporalidad en la vida social, a partir del concepto
de “cuerpos significantes” y sus genealogías teóricas en la antropología, la filo­
sofía y el psicoanálisis; por otro, aplicar este enfoque al estudio de los usos y
las representaciones del cuerpo entre los aborígenes tobas o qom del este de la
provincia de Formosa (Argentina), y especialmente en sus rituales, que combi­
nan creativamente expresiones discursivas, gestuales, músicas y danzas.
La noción de cuerpos significantes busca destacar el entrelazamiento de
las dimensiones perceptivas, motrices, afectivas y significantes en las expe­
riencias intersubjetivas, en tanto elementos constituyentes de toda praxis
sociocultural; asimismo, enfatiza que la materialidad del cuerpo (su forma e
imagen, percepciones, gestos, movimientos) no puede entenderse como un
mero objeto que soporta pasivamente aquellas prácticas y representaciones
culturales que la irán modelando sino que también incluye una dimensión
productora de sentidos, con un papel activo y transformador en la vida social.
Cuando hace más de diez años inicié mis investigaciones sobre el cuerpo
desde la antropología social, pocos eran los trabajos sobre el tema existentes
en la Argentina. Tal vez ello incidió en que, desde aquel entonces, mi interés
por profundizar en los enfoques teórico-metodológicos sobre la corporalidad
fuese paralelo a mi práctica etnográfica: a partir del trabajo de campo, inten­
tar la descripción y la comprensión de mundos culturales y corporalidades
específicas.
La metáfora de la travesía que encabeza estas páginas evoca algunas de
las características de mi investigación, la cual fue concebida inicialmente
como una tesis doctoral de antropología, presentada en la LLiiversidad de
Buenos Aires en 2003. A pesar de que pasaron varios años entre la tesis y este
libro, la estructura de aquélla no ha cambiado sustancialmente, aunque sí la
extensión de los contenidos y algunas de mis ideas sobre el cuerpo, que per-
den en movimiento. La imagen de la travesía sigue siendo entonces una
T ra v e sía s te ó rica s, h is tó r ica s y e tn o g rá fica s 13

metáfora eficaz para organizar el texto, en tanto involucra el recorrido por


diferentes senderos sobre los que intenté erigir algunos puentes: las teorías
sobre el cuerpo y la vida social construidas desde la antropología, la filosofía
y el psicoanálisis (primera parte), la historia (segunda parte) y la etnografía
(tercera parte) realizada con los tobas. La dialéctica es el enfoque con el que
intento arribar a las siempre parciales y provisorias síntesis entre estos cami­
nos del conocer.
Comenzaré este recorrido introductorio señalando algunas de las imáge­
nes y experiencias que originaron esta metáfora de la travesía, y que los epí­
grafes aquí citados buscan evocar. En primer lugar, la imagen de la travesía
permite simbolizar ese “mundo en movimiento”, impulsado por sus propias
contradicciones, que la visión dialéctica de Hegel empezó a conjeturar.
Además, permite subrayar cómo los desplazamientos y el devenir afectan a
las personas, cómo el “estar” en uno u otro espacio social, en uno u otro
momento histórico, definirán diferentes modalidades del “ser”. Resulta así
una metáfora propicia para subrayar la dimensión corporal —tal vez, el “estar”
del ser—en la materialidad histórica de la vida social, como la visión marxista,
al invertir el idealismo hegeliano, contribuyó a resaltar. A pesar de sus dife­
rencias, tanto Hegel como Marx también advirtieron que el mismo acto de
conocer se inscribía en esa dinámica histórica de contradicciones, superacio­
nes y síntesis que la dialéctica encarna, y que involucra construir y destruir,
positividades y negatividades, para erigir una nueva forma perecedera y tran­
sitoria que, al decir de Marx, incluye “su necesaria caída”.
En segundo lugar, la idea de travesía está particularmente ligada a la pro­
pia historia de la antropología como disciplina científica. Desde sus inicios, la
etnografía se vinculó con los viajes que permitían el encuentro con mundos
culturales diferentes del propio, a tal punto que éstos pasaron a identificarse
con su mismo método de investigación, el trabajo de campo, propiciando la
emergencia de la observación participante como herramienta metodológica
característica. Hacer una etnografía con los tobas hoy asentados en poblacio­
nes rurales del este formoseño implicó en cierta forma la continuidad de esa
tradición de viajes de trabajo de campo, aunque también su transformación,
pues varios interlocutores viajaron desde el campo a la ciudad de Buenos
Aires, el lugar en que resido, sea en búsqueda de trabajo, para contactarse
con iglesias evangélicas, dependencias gubernamentales o para visitarnos.
Así, en estos años de idas y venidas mutuas, en el entrecruzamiento de dis­
tintas travesías se fue construj'endo esta etnografía.
Finalmente, no hubiera elegido la metáfora de la travesía si sólo fuese sig­
nificativa para representar mi apropiación de las teorías dialécticas y de la
etnografía como método. Pienso que es también una imagen significativa para
muchos de mis interlocutores tobas, quienes le otorgan sus propios sentidos.
Tal es el caso del epígrafe de Pablo Vargas con el que elegí iniciar este trabajo.
La imagen de la travesía se encarna en ese “caminar por nuestros propios
pasos” que Pablo enuncia, un caminar por un “sendero propio” que, a la vez,
incorpora aquellos elementos asociados a los otros -a l mundo de los docjshi,
término toba que refiere a los blancos o criollos—y a las “cosas nuevas” que
14 S ilv ia C itro

puedan surgir. Pablo tenía en ese momento treinta y dos años, era “tercer pas­
tor” de una iglesia evangélica aborigen y nieto político de Chetolé, una cha-
mana de noventa y seis años muy reconocida por su “poder” y por ser una de
las pocas personas que nunca participó en aquellas iglesias que desde princi­
pios de los años 60 se difundieron masivamente entre los tobas. El texto de
Pablo pertenece a una carta que él nos dirigió a algunos antropólogos con los
que había colaborado, entre otras cuestiones, traduciendo las conversaciones
con Chetolé. Como intentaré demostrar, el “caminar” de Pablo, como el de
muchos otros interlocutores tobas, se caracterizaría por no rechazar aquellas
prácticas y sentidos que podrían resultar a primera vista contradictorios,
como el chamanismo y el evangelismo, sino más bien por intentar superarlos
en su contradicción, construyendo sus propias y provisorias síntesis, proba­
blemente, a la manera de un camino dialéctico. Me atrevería a agregar que
esa metáfora del caminar por la tierra que Pablo elige para hablar de su gente
se halla íntimamente vinculada con su historia. La frase “antes andábamos
de un lado al otro”, que a menudo se escucha entre los más ancianos, con­
densa la referencia a un pasado en que prevalecía la vida seminómada y las
prácticas de caza, pesca y recolección, y al que luego se sumarían los viajes
por las migraciones laborales y por motivos religiosos. Podría decirse, enton­
ces, que es ésta una historia constituida por múltiples travesías geográfico-
culturales. Mi estudio histórico-etnográfico intenta analizar esa diversidad de
travesías y el peculiar modo de caminar que contribuyeron a consolidar, pero
lo hace desde una mirada particular: a partir del análisis de los cuerpos y,
especialmente, de sus prácticas y representaciones en los rituales de aquellas
iglesias a las que Pablo pertenece y que están en una estrecha relación con los
rituales que Chetolé y otros chamanes hasta hoy realizan.
En suma, desde estos diferentes lugares aquí apenas vislumbrados, la idea
de travesía se fue perfilando como una metáfora promisoria para representar
este intento de etnografía dialéctica de y desde los cuerpos significantes.
Como veremos, se trata de una etnografía “desde” los cuerpos, en tanto el
involucramiento de la propia corporalidad del etnógrafo será parte ineludible
del conocimiento que intentamos construir. Así, aquel pie retratado en su
andar que se ve en la portada de este libro es un intento por darle figurabili-
dad y carnalidad a una travesía que ineludiblemente comprometió mi propia
corporalidad. Una vez le pregunté a una joven toba qué parte del cuerpo le
parecía más importante y me dijo que los pies, “porque sin ellos no podemos
caminar, y si no podemos caminar, no podemos hacer nada”. El recuerdo de
esta frase y otras similares, junto con el epígrafe de Pablo, me convencieron
de que aquella imagen podría ilustrar este paso en el camino siempre inaca­
bado del conocer. A medida que avancemos en el texto, espero que estas imá­
genes iniciales lleguen a ser comprendidas por el lector.
A la manera de un mapa que permita orientarse en los caminos por reco­
rrer, describiré brevemente las travesías que el libro involucra. El capítulo
inicial presenta los puntos, de partida, académicos y experienciales, de esta
investigación, a través desuna bre^e.^gseña de la denominada antropología
del cuerpo y de los estudios de la performance, así como de un primer acerca­
T ra v esía s te ó ric a s, h is tó r ica s y e tn o g r á fic a s 15

miento a mi etnografía con los tobas formoseños. Luego, en la primera trave­


sía, se elaboran las argumentaciones sobre el concepto de cuerpos significan­
tes y el abordaje teórico-metodológico para analizarlos, proponiendo la con­
frontación dialéctica de dos tradiciones de estudios sobre el cuerpo. Por un
lado, la que abreva en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty y su apro­
piación antropológica en autores como Thomas Csordas y Michael Jackson, y,
por otro, en aquellos autores que, siguiendo a Paul Ricoeur, ubico en las “her­
menéuticas de la sospecha”, iniciadas por Friedrich Nietzsche, Sigmund
Freud y Karl Marx, y continuadas y reelaboradas por aquellos autores asocia­
dos al posestructuralismo, como Michel Foucault, Jacques Lacan, Ernesto
Laclau y Judith Butler. De esta manera, mi abordaje dialéctico enfatiza la
conformación material-simbólica de los cuerpos significantes, así como su
carácter constituido-constituyente en la vida social, en tanto son atravesados
históricamente por los significantes culturales hegemónicos y, a su vez, pue­
den ser transformadores o creadores de otros nuevos.
En la segunda travesía se reseñan los principales procesos históricos vivi­
dos por los tobas del este formoseño. Se trata de una genealogía de los imagi­
narios sobre los tobas y sus corporalidades, los cuales fueron resultado de las
complejas experiencias históricas vividas por el grupo en sus relaciones con
diferentes actores e instituciones de la sociedad mayor. Especialmente, anali­
zaré la conformación sucesiva de cuatro poderosos imaginarios que hasta hoy
operan en sus disputas identitarias: su constitución como guerreros cazado-
res-recolectores, como trabajadores rurales y, por último, como evangelios y
como peronistas.
Finalmente, la tercera travesía se organiza a partir de las performances o
actuaciones de los ancianos, adultos y jóvenes, hombres y mujeres tobas, en
los rituales del movimiento de iglesias aborígenes denominado Evangelio. La
importancia de este movimiento religioso en la organización sociopolítica y
económica de los grupos tobas, así como su condición de concentrar los únicos
rituales colectivos vigentes, lo convirtieron en un lugar privilegiado para ini­
ciar la investigación sobre los usos y las representaciones del cuerpo, en tanto
espacio condensador de diversas dimensiones de la vida sociocultural. Dado
que los roles de edad y género son cruciales en sus celebraciones, cada capí­
tulo parte del análisis de las danzas, las músicas y otras actuaciones rituales
y sociales efectuadas por los ancianos y adultos (capítulo 6), los jóvenes (capí­
tulo 7) y las mujeres (capítulo 8). Como veremos, esta diversidad sociológica
de grupos de edad y género se corresponde, no por mera casualidad, con la
diversidad de la materialidad biológica de los cuerpos, común a toda cultura.
Así, en el análisis de las corporalidades masculinas y femeninas tobas halla­
remos algunas similitudes con las construcciones de género de otras culturas.
También encontraremos elementos comunes de la corporalidad al examinar
cómo las prácticas terapéuticas tobas ponen de manifiesto la inescindibilidad
del vínculo cuerpo-mundo, propuesta por Merleau-Ponty; o al explicar las
danzas de los ancianos y los jóvenes advertiremos la importancia de esa ener­
gía anclada en el cuerpo que nos* impoliar'a actúar sobré el ttluíido, a£W>xi-
mándonos así a las ideas de Nietzsche y el psicoanálisis acerca de lo pulsio-
16 S ilv ia C itro

nal. En suma, éstos serán algunos de los lugares en que las travesías histó­
rico- etnográficas y las filosóficas, a partir de su confrontación dialéctica, se
encuentran y dialogan.
Para finalizar esta introducción, unas breves palabras sobre los autores.
Entre 1998 y 2002, y posteriormente en 2005 y 2008, con las 185 personas
tobas nombrados más adelante mantuve diversas conversaciones y compartí
distintas experiencias, desde participar en rituales hasta cocinar, ir al monte,
cuidar bebés, ayudar en trámites burocráticos, ser “testigo” de casamiento,
etc. Nunca pude dejar de pensar que esos hombres y mujeres; esos hombres y
mujeres son coautores de esta investigación, y tampoco podrá dejar de moles­
tarme que, por inevitables cuestiones de políticas y costumbres académicas y
editoriales, el nombre de la antropóloga sea el único que figure en la tapa.
Como es de esperar en un texto inicialmente concebido para ser una tesis doc­
toral, producido íntegramente en un marco académico, la autoría final recae
totalmente en quien escribe, más allá de cualquier intento infructuoso de des­
centrarme del rol de poder, en el trabajo de campo y en el texto, que la auto­
ridad de la autoría suele involucrar. No obstante, en un contexto que nos ha
acostumbrado demasiado a las imposibilidades estructurales, creo que al
menos deben asumirse algunas responsabilidades sobre nuestras prácticas y
textos. No se trata entonces, solamente, de agradecer la colaboración y la
paciencia de cada una de estas personas, sin las cuales la investigación no
hubiera sido posible, sino también de reconocer en cada una de ellas a auto­
res de textos orales, cuyas reflexiones sobre su propia vida sociocultural fue­
ron luego convertidos por mí en textos antropológicos.
La decisión de citar en este libro algunos fragmentos de los diálogos man­
tenidos en los trabajos de campo también responde a esa intención de recono­
cimiento de los múltiples autores, aunque por cuestiones de espacio he debido
reducir sus voces y, a veces por cuestiones políticas, ocultar sus identidades.
Además, estos textos constituyen buena parte de las evidencias en que apoyo
mis hipótesis y, al ser explicitadas, espero puedan ser confrontadas o amplia­
das por otros investigadores. Con esta misma intención, también recurrí a
fotos y descripciones de las performances rituales y de experiencias prácticas
vividas en el campo, en tanto son imprescindibles en una etnografía de las cor­
poralidades. Finalmente, estas decisiones textuales también implican una
política del conocimiento: considero que reforzaría la posición de poder del
autor-antropólogo intentar “hablar por los otros” o “abstraer” las especificida­
des de sus prácticas, por ejemplo, reduciendo de antemano los discursos y las
corporalidades nativas a mis propios análisis. A lo que aspiro, en cambio, es a
poner en diálogo los textos y las prácticas de mis interlocutores con los propios,
intentando respetar aquellas voces-cuerpos originales. No se trata de una pos­
tura epistemológica ingenua que pretende superar la posición de poder de la
autora a través de una propuesta dialógica; todo lo contrario, soy consciente de
que siempre recae en esta última la elección de las palabras-cuerpos que dia­
logan, los inevitables recortes y las conclusiones extraídas; no obstante, sigo
prefiriendo recuperar algunas de estas voces y gestualidades en el texto a que
éstas permanezcan silenciadas. Como veremos, tampoco se trata de renunciar
T ra v e sía s te ó ric a s, h is tó r ica s y e tn o g r á fic a s 17

a la vocación explicativa y comparativa de la antropología para reemplazarla


por etnografías descriptivas y particularistas sino de postular la necesidad de
ambas, dentro de una propuesta de etnografía dialéctica.
En la lista que sigue, los autores participantes de la investigación han sido
agrupados por edades, y menciono algunos de sus roles religiosos y políticos
en los distintos asentamientos en los que realicé mi trabajo de campo. No
podré nombrar aquí a las multitudes de niños y niñas, hijos de estos matri­
monios; sin embargo, ellos también fueron parte de esta investigación.
Asimismo, varios pobladores criollos de los asentamientos vecinos también
participaron.1 Finalmente, también están presentes los antropólogos y otros
académicos, interlocutores inevitables de esta investigación, y los familiares,
que brindaron el invalorable soporte afectivo para que este trabajo fuera posi­
ble. A todos ellos, mi agradecimiento.

Autores d e La Prim avera

Ancianos y adultos mayores de cincuenta años: Cristino Sanabria (cacique),


Mateo Chilagaloy (administrador, empleado del Instituto de Comunidades
Aborígenes de Formosa, ICA) y Dominga Pérez, Julio Shitaki Sheetaki (ex
administrador y dirigente del Evangelio)2 y Cipriana Kiaparei, Lucas Medina
(dirigente, político, e x administrador, empleado del i c a ) y Rosa Dagei
Soqtena’, Juan Machagai (dirigente, político, empleado del i c a ) y Marta
Shitaki, Luciano Elidi (dirigente, político, empleado del i c a ) y Emiliana
Karaksoyi MaGasoye (dancista), Benancio Yabaré Onwai (dirigente) y Rita
YaGale (dancista), Miguel Velázquez Sachi (enfermero y dirigente) y Rosa
Shitaki, Ambrosio Navarrete (dirigente), Enrique Sanagachi (dirigente) y
Victoria Ñogochiri, Julián Chilagaloi (dirigente), Aureliano Maldonado (diri­
gente), Carlos Aquino (dirigente), Rosita Eliri (dancista), Juana Balbino
YoGochege (dancista), Amadeo Sosa (e x canchero, dancista), Anastasio
Queloni (dancista), Ricardo Alonso (dancista), Carlota Washoe (pi’ioGonaGa),
Guillermo Díaz (pi’ioGonaq evangelio), Celestino Artaza Shegelo (pi’ioGonaq
evangelio), Cresencio Justo (pi’ioGonaq evangelio), Pedro Sankai (pi’ioGonaq
evangelio), Palacios Natori (carpintero), Valentín Olaire, Luis Nanoiki, José
Nigodik Cancio, Queloni, Pelagia Medina Yilisha, Salustiano Miranda, Juan
Andrés.

1. En La Prim avera, mi agradecim iento al doctor Iván Guillen y el equipo de salud, a los
m aestros de las escuelas 318 y 296, a los docentes del Instituto Superior de Formación
D ocente de N aickneck, al profesor Vicente Leiva, a los guardaparques del Parque Nacional
Río Pilcom ayo. En M isión Tacaaglé, a la fam ilia Lezcano y a los m aestros de la escuela de la
Colonia.

2. U tilizaré el térm ino nativo “d irigente” para referirm e a aquellos que ocupan o han ocupa­
do cargos de “pastores” o “predicadores” en las iglesias del Evangelio.
18 S ilv ia C itro

Adultos (entre treinta y cincuenta años): Roberto Yabare (dirigente) y


Manuela Sankai, Marcial Sanagachi (dirigente) y Estela Medina, Antonia
Fonda Anaatole (dirigente y dancista), Guillermo Jara (dirigente), Elias Jara
(dirigente), Robustiano Medina (dirigente), Feliciano Sanagachi (dirigente) y
Alicia Chilagaloy, Clemente Sanagachi (dirigente), Balbino Fonda (dirigente
y auxiliar docente), Félix Díaz (dirigente mormón), Mercedes Fernández
Kachaana’ (dirigente), Fermín Yabaré (cancionista) y Norma Artaza; Juan
Medina (cancionista, artesano) y Virginia Sanagachi (artesana), Germán
Machagai (cancionista) e Hilaria Medina (administrativa del Evangelio, can­
cionista), Fabián Medina y Antonio Medina (cancionistas), Evangelina Fonda
(dancista); Jorge Yaklek (dancista), Gregorio Sosa (dancista), Arsenio Latranki
(dancista), Roberto Alonso (dancista), Rubén Palacios (músico folclórico),
Elíseo Camachi (político) y Gladis Palavecino, Adelaida Mendoza y Vicente
Díaz (artesanos), Gregorio Muratalla, Tito Chilliani, Amando y Ramón Olaire.

Jóvenes (menores de treinta años): Víctor Velázquez (secretario y cancionista,


estudiante terciario), Luis Medina (cancionista y músico de folclore, estudiante
secundario), Angélica Eliri (solista), Lucas Chilagaloy (cancionista), Sonia
Yabaré (dancista y solista), Adriana Fonda (dancista), Gabriel Velázquez (estu­
diante terciario), Milena Velázquez (evangelio), Loli Chilagaloy (auxiliar de
enfermería y evangelio), Isolina Chilagaloi, Adela Sanagachi (estudiante ter­
ciario y evangelio), Silvia Sanagachi (estudiante secundario y evangelio),
Delfín Sanagachi (estudiante en seminario evangélico), Kelo y Samuel
Chilliani, Leandro Díaz (artesano), Pérsida Velázquez (auxiliar de enfermería)
y Francisco Fernández, Mabel Pinek, Nirma Navarrete y Norma Brítez (evan­
gelios), Sonia y Rosalina Poli (estudiantes secundarios), hermanos Cucharú
(evangelios), Duver Chilagaloy (dirigente) y Rebeca Olaire.

Autores de Misión Tacaaglé y Colonia Nueva (Loro Cue)

Ancianos y adultos mayores de cincuenta años: Guillermo Muratalla Napiari


(cacique, ejecutante de niuike) y Francisca Pinaqte (enfermera), Gil Castorino
AshaGaik (dirigente, político y ex administrador, empleado del i c a ) , Teresa
Benítez (dancista) y Vicente Justo Taini (dirigente), María Oshigimi Tena
(dancista) y Pedro Cupai YoGoraik (dirigente), Esperanza Oyegemi (dancista)
y Quico Sánchez Netagi (dirigente), Angela Coyipe (dirigente) y Julio Copinai
(dirigente), Margarita Bianchi Shilaqta (dirigente), Pablo Sankai (dirigente)
y Ana Karaqsoyi, José Genaro (dirigente del Evangelio) y familia, Martín
Yebataki (dancista), Pérez Chico (dancista, p i’ioGonaq evangelio), Catalina
Almada Chetolé (pi’ioGonaGa), Alejandro Katache (pi’ioGonaq), Luis
Fernández (presidente de la Asociación Civil, cancionista), Felicita Chagaeyi
y familia, Serafín Jara Nachikit.

Adultos (entre treinta y cincuenta años): Mario Coyipe (administrador),


Feliciano Castorino (pi’ioGonaq) y Verónica Sanagachi, Arcadio Castorino
(dirigente) y Marta Pérez, Valeriano Castorino y Sixta Pérez (dancista),
T ra v esía s te ó rica s, h is tó r ica s y e tn o g rá fica s 19

Noemí Coyipé e Isidro Kishinakae (dirigente), Pablo Vargas (dirigente),


Zulma Justo de Castorino.

Jóvenes: Demecia Justo y Chacho Fernández (cancionista), Virgilio Justo


(cancionista), Silvina, Silvia y Alfredo Justo, Evangelino Paredes (dirigente y
cancionista) y familia.

Autores de Bartolom é de Las Casas

Ancianos: Zacarías Pereyra Laeki (cacique, dirigente, empleado del IC a),


Miguel Mendoza (dirigente, empleado del ICA) y Teófila Barchet, Guillermo
Flores Payenatak (ex dirigente del Evangelio, actualmente de la Iglesia mor-
mona), Antonio Romero (dirigente), Juan Chascoso Qareai (dirigente, emple­
ado del ICA), Nicasio García (dirigente), Juan Fernández (empleado del ICA),
Anastasio Tolosa TamaGasakai (mariscador), Juan Román Matoiki (marisca­
dor), Juan Ballesteros ChaGaeri, Ramón Cantón Kañori, Ernesto Caribula
Ka’atek, Ernesto Verón SheraGanagaik Nakiogot, María Sosa Sillagachi.

Adultos (entre treinta y cincuenta años): Filemón Muratalla Uñok (marisca­


dor, empleado del ICA), Cecilio Flores (dirigente y político), Ana García (dan-
cista), Aurelio Maciel, Liberato Mendoza (locutor en la radio local).

Jóvenes: Ariel (dancista, estudiante secundario), Sergio Mendoza e Inés,


Marcial García (músico de cumbia evangélica), Luis Corrales (cancionista).

Autores de Barrio Toba de Clorinda

Ancianos y adultos: Milton Caballero Sorigiche (cacique) y Alicia Yabaré, Joel


Jara (vicepresidente de la Iglesia Evangélica Unida, IEU), Severeo Sosa ( p o lí­
tic o ) y Teresa José, Benjamín Jara PaGasage (dirigente), Bernardina
Chilliani, Amalia Idawai, Mauricio Caballero.

Jóvenes: Liduvina Chilliani y Casilda Sosa (estudiante secundario).

Autores de Colonia Ensanche y Barrio Alberdi de Ibarreta

Ancianos y adultos: Alberto Muratalla Wau, Roberto Serrano PiaGeik y


Miguel Barchet.
Jóvenes: Santiago y Saturnino de las Casas, Javier Muratalla (cancionistas).

Autores de otros asentamientos

Fernández (pi’ioGonaq evangelio, de Estanislao del Campo), Ricardo


Mendoza (dirigente del ICA, reverendo de la Iglesia del Evangelio Cuadrangular,
del Lote 68), Hermenegildo Ramírez y Daniel Simón (cancionistas de Misión
Laishi).
20 S ilv ia C itro

Los antropólogos

Mi agradecimiento a Pablo Wright, pues muchas de las reflexiones aquí


escritas son inseparables de los múltiples y creativos diálogos compartidos; a
Irma iiuiz y José Braunstein, cuyos comentarios y sugerencias fueron de par­
ticular importancia; a César Ceriani Cernadas, con quien comencé a repensar
la historia del Evangelio; a Analía Fernández y Lorena Cardin, por sus amis­
tades y apoyos en el trabajo de campo de 2001; a Claudia Briones, quien me
apoyó entusiastamente en mis primeros pasos en investigación; a Elina
Matoso, por la creatividad y libertad que brinda en la cátedra Teoría General
del Movimiento de la Universidad de Buenos Aires, inspiradora de muchos de
estos recorridos sobre el cuerpo; a los integrantes del equipo UBACYT F821 y
P IC T273, que me acompañaron para seguir con estos recorridos, a Jorge Miceli,
por las discusiones metodológicas, y a muchos otros colegas imposibles de
nombrar, cuyos trabajos, críticas y sugerencias fueron para mí significativos.
Finalmente, a las instituciones que posibilitaron esta investigación: CONICET,
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y al equipo
UBACYT F151, que financió esta publicación, Fondo Nacional de las Artes,
DAAD de Alemania.

Y los familiares

A mi padre, por iniciarme en el placer por la historia, la reflexión y los pro­


yectos a primera vista imposibles; a mi madre, por sus múltiples apoyos; a
mis hermanos, sobrinas y sobrinos; y a Salvador Batalla, por estar en los
momentos clave de esta investigación, apoyándola y nutriéndola con su crea­
tividad, amor y paciencia.
LA PARTIDA
C a p ít u l o 1

Los inicios, entre teorías y experiencias

Toda travesía implica algún lugar de partida, un espacio relativamente cono­


cido que nos brinda ciertas certezas y desde el cual nos atrevemos a iniciar
nuevos rumbos, aún desconocidos. En este capítulo inaugural, presentaré
entonces los puntos de partida, experienciales y teóricos, desde los que inicié
mis travesías con los tobas formoseños y con lás reflexiones sobre la corpora­
lidad. En primer lugar, reseñaré los principales rasgos de la historia y la cul­
tura tobas que han sido descriptos por la etnografía, incluyendo mis trabajos
de campo, así como una aproximación inicial a los rituales, en tanto espacios
sociales clave que impulsaron mi interés en la corporalidad. Posteriormente,
presentaré una breve genealogía de la antropología del cuerpo y los estudios
de performance, pues fue a partir de abrevar en ambos campos e intentar su
confluencia como comencé a formular el enfoque dialéctico que este libro se
propone desarrollar.

Una etnografía con los tobas

Un elemento ineludible que debo comenzar aclarando en un libro que


refiere y fue realizado con “los tobas” es que esta denominación no abarca a
un solo pueblo, sino que es producto de una larga historia en la que confluye­
ron diversos pueblos con una organización social, jefatura, territorio e histo­
ria compartida, que los distinguía unos de otros. No obstante, en tanto estos
pueblos han hablado una misma lengua (aunque con importantes variaciones
dialectales) y se han identificado con prácticas culturales y creencias comu­
nes, la denominación “toba” se ha generalizado. Mis trabajos de campo fueron
realizados con dos de estos pueblos del este formoseño, que se autodenominan
takshik y UañaGashik. La mayor parte de estos trabajos transcurrieron con
los takshik asentados en las poblaciones rurales de Colonia Aborigen La
Primavera y Misión Tacaaglé, y también realicé trabajos más breves en otros
asentamientos, con parientes de mis interlocutores de La Primavera y
[23]
24 S ilv ia C itro

Tacaaglé: en Colonia Nueva (Loro Cue), en el asentamiento periurbano Barrio


Toba de Clorinda, en la Colonia Aborigen Bartolomé de Las Casas y en
Ibarreta (Barrio Alberdi y Ensanche), estos dos últimos también con pobla­
ción l’añaGashik. La mayoría de mis interlocutores fueron personas bilingües
toba-castellano, salvo unos pocos ancianos y ancianas que no hablaban caste­
llano o poseían un vocabulario muy reducido de esta lengua.
En los grupos de la familia lingüístico-cultural guaycurú, como son los
tobas, pilagás, mocovíes y abipones, cada pueblo o “tribu” se fue confor­
mando a partir de las alianzas entre varias unidades sociales menores o
“bandas”; a su vez, cada banda se constituía por familias extensas que se
consideraban parientes, era exógama y con norma de residencia matrilocal
(Braunstein, 1983, 2001-2002). Antes de que la colonización ocupara la
mayor parte de sus tierras, las bandas aliadas se desplazaban por territo­
rios que reconocían como propios, realizando actividades de caza, pesca y
recolección, y se establecían temporariamente cerca de las fuentes de agua.
En primavera y verano, celebraban encuentros en los que llevaban a cabo
intercambios económicos, concertaban matrimonios y realizaban activida­
des rituales que renovaban las alianzas entre las bandas (Braunstein,
1983). Entre los takshik, l’añaGashik y pilagás, estos encuentros realizados
sobre todo en la época de abundancia de la fruta de la algarroba (de noviem­
bre a enero, aproximadamente) fueron denominados niematak. Allí, además
de las ceremonias de bebida que permitían establecer los liderazgos, se cele­
braban la iniciación femenina, la iniciación de los hombres a la bebida, los
triunfos bélicos y el nmi o baile sapo, bailes nocturnos de los jóvenes previos
a sus encuentros sexuales.
En la organización socioeconómica se apreciaba la división del trabajo
por géneros, característica de este tipo de sociedades: al hombre le corres­
pondía la caza y la pesca, los roles de jefatura y la actividad bélica, mientras
que a la mujer las tareas de recolección de frutos y semillas, leña cercana y
agua, y la confección de objetos domésticos. La cosmovisión toba también
presenta importantes similitudes con otros pueblos de tradición cazadora-
recolectora; y especialmente los estudios de Edgardo Cordeu, Elmer Miller
y Pablo Wright han resultado fundamentales para desentrañar sus princi­
pales aspectos. Esta cosmovisión se basa en una serie de “dueños de los ani­
males” y de diferentes espacios geográficos y cosmológicos, los cuales están
“estrechamente vinculados con los principios culturales de clasificación del
espacio, con las regulaciones de caza y con la iniciación y práctica chamá-
nica” (Cordeu y Siffredi, 1971: 14). Los dueños constituyen entidades omni­
presentes y omniactuantes (Cordeu, 1969) que habitan los diferentes estra­
tos del cosmos: el cielo, las nubes y los vientos, la superficie e interior de la
tierra, y el agua (Miller, 1979: 39). Edgardo Cordeu y Alejandra Siffredi
(1971) sostienen que sobre esta cosmovisión cazadora se produjo la inserción
de creencias andinas y amazónicas, como “la noción cultural del tiempo, el
cual fue intuido desde entonces en términos de decursos periódicos que se
cerraban eñ" un acontecer apocalíptico” (14). Esta concepción se expresa en
una extensa narrativa mítica sobre cataclismos por fuego, diluvio, tiniebla,
L os in ic io s, e n tre te o ría s y e x p e rie n cia s 25

hambre y trastrocamiento del plano terrestre, en la que el universo es per­


cibido como un discurrir cíclico afectado sucesivamente por estos cataclis­
mos hasta concluir en las circunstancias actuales.
Como ha señalado Wright (1997), el término yaqa’a designa al conjunto de
los seres no humanos con poder (háloik) que habitan el cosmos. Los hombres o
mujeres chamanes (pi’ioGonaq o p i’ioGonaGa, respectivamente) son los encar­
gados de mediar entre el mundo de los seres no humanos poderosos y los
humanos, dado que algunos yaqa’a se convierten en sus espíritus auxiliares o
compañeros, otorgándoles un peculiar poder para curar enfermedades, prede­
cir ciertos sucesos futuros c controlar fenómenos atmosféricos. Si bien el cha­
mán ocupa el lugar de un especialista religioso con una peculiar concentración
de poder, cualquier persona puede tener un “encuentro personal” con los
yaqa’a o recibir alguna “seña” de ellos.
Ya desde fines del siglo xix los tobas se vieron compelidos a iniciar un
proceso de sedentarización y de incorporación al mercado laboral rural
—sobre todo en algodonales, obrajes e ingenios azucareros- que introduciría
importantes cambios en sus vidas. A partir de la década de 1940, también
comenzó a difundirse el pentecostalismo, lo cual condujo al abandono, en
unos casos, y a la transformación, en otros, de sus rituales, así como a la
incorporación de nuevas prácticas y creencias. De esta manera, se fue con­
formando el movimiento de iglesias conocido como Evangelio y, en 1961, se
crea la Iglesia Evangélica Unida ( i e u ) , la primera iglesia aborigen autónoma
de la Argentina. En este movimiento sociorreligioso confluyeron corrientes
histérico-culturales heterogéneas y a veces conflictivas entre sí, que inclu­
yen desde las vinculaciones con los misioneros pentecostales y menonitas
hasta las redes del clientelismo político local. Si bien hoy existen diferentes
iglesias consideradas parte del Evangelio, la IEU es la de mayor expansión
entre los tobas y se fue extendiendo a otras poblaciones aborígenes chaque-
ñas. Así, el término Evangelio actualmente es utilizado mayoritariamente
para referir a los cultos y creencias de origen pentecostal y, más allá de la
pertenencia específica a una u otra iglesia, los tobas suelen decir que son
“todos evangelios”.1 El siguiente cuadro muestra la cantidad de iglesias y
población existentes hasta 2003 en los asentamientos en que realicé mi tra­
bajo de campo:

1. U tilizo los térm inos nativos E va n gelio (en m ayúscula) para referir al m ovim iento religio­
so, y eva ngelio (en m inúscu la) para la au toadscripción de los fíeles. En trabajos anteriores
(C itro, 2003; C eriani C ernadas y C itro, 2005), priorizam os esta utilización de categorías
nativas para destacar los sentidos que los tobas construyen sobre su experiencia sociorre-
ligiosa.
26
S ilv ia C itro

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L os in ic io s, e n tr e te o ría s y e x p e rie n cia s 27

Actualmente, en los asentamientos rurales prevalece el trabajo agrícola,


en la propia tierra o como cosecheros de algodón u otros productos de terrate­
nientes criollos y, sólo de manera esporádica y reducida, continúan la caza, la
pesca y la recolección, usualmente denominadas “marisca”. La zona en la que
habitan los takshik es la más fértil de Formosa, por lo tanto suelen comercia­
lizar frutales (banana, pomelo, naranja, mango) y, en los últimos años, arrien­
dan sus tierras comunitarias a criollos que las utilizan para cultivos (batata,
mandioca, porotos, zapallo y, cada vez más, soja). Otra actividad que aporta
algunos recursos es la venta o intercambio de artesanías de cestería, tejidos y
collares. Asimismo, especialmente en los últimos veinte años, la creciente
diseminación de políticas asistencialistas y del clientelismo ha llegado a con­
vertirse en otro importante y controvertido medio de subsistencia. Desde
mediados de los 90, algunos jóvenes takshik también comenzaron a migrar a
la provincia de Buenos Aires por trabajo y se asentaron en La Matanza.
Para un visitante de clase media urbana que arriba a los poblados rurales
tobas, la primera impresión causada por las condiciones de vida material
seguramente sería la de pobreza. Generarían esta impresión las dietas en las
que predomina el mate y la torta frita, los ranchos de adobe y paja y las
pequeñas casas de material y chapa (realizadas en los últimos años a través
de planes estatales), la relativa “escasez” de ciertos objetos domésticos de con­
sumo, del calzado, las dificultades de acceso al agua potable y la luz eléctrica,
al sistema médico y al educativo. Para dar algunos ejemplos, si bien las per­
sonas de hasta treinta y cinco años, aproximadamente, generalmente poseen
algún grado de escolarización primaria en los colegios de las colonias (que hoy
cuentan con maestros criollos y auxiliares aborígenes), son escasos los jóve­
nes que acceden a completar estudios secundarios y menos aún terciaros.
Asimismo, aunque los asentamientos poseen salas de primeros auxilios con
médicos, enfermeros y auxiliares aborígenes, los profesionales a veces sólo
pueden concurrir mensual o quincenalmente.
En resumen, se trata de un cuadro que las estadísticas retratarían como
“familias numerosas” con ingresos “mínimos” y sin acceso a los servicios bási­
cos. Muchos tobas son conscientes de estos contrastes de clase y suelen defi­
nirse como “pobres” frente a los “blancos”, y fundamentalmente a los de
Buenos Aires, quienes son percibidos como “ricos”, aunque pertenezcan a la
denominada clase media. No obstante, algunas imágenes complejizan ese
retrato inicial, entre éstas, las fiestas del Evangelio, las cuales llegan a reu­
nir cientos de invitados de diferentes asentamientos, que son agasajados con
abundante asado y música en vivo, con teclados electrónicos y grandes par­
lantes. Esto sucede en las celebraciones especiales como los aniversarios de la
creación de cada iglesia, los cumpleaños (principalmente los de quince de las
jóvenes), bautismos y los casamientos de algunos fieles, y las celebraciones de
Navidad y Año Nuevo. Asimismo, como preparación a estos eventos, en los
días previos se llevan a cabo movimientos de alabanza-, se trata de reuniones
nocturnas realizadas casi diariamente, por una semana o hasta un mes, en
las que predomina la danza y la música. Más allá de estos rituales, también
se efectúan cultos regulares los domingos por la mañana y a veces los miérco­
28 S ilv ia C itro

les. Así, el calendario ritual ocupa buena parte de la vida cotidiana y, como
veremos, cumple un rol crucial en la organización social de estos grupos.
Durante mis trabajos de campo, casi todos los días había alguna celebración
a la que se podía concurrir y, casi siempre, el o la antropóloga eran bienveni­
dos, ya que las visitas de los blancos de Buenos Aires suelen ser altamente
valoradas.
Los edificios de las iglesias usualmente se hacían de adobe y paja pero,
cada vez más, las construcciones de ladrillo y chapa son una aspiración de los
pastores, pues les otorga prestigio a sus iglesias. Todas poseen una pequeña
elevación a la manera de altar y un púlpito en el que se ubica el pastor flan­
queado por los músicos; los que danzan se sitúan frente al altar y más atrás
se sientan separadamente los fieles hombres y mujeres. Las iglesias se ador­
nan con coloridos banderines, guirnaldas, imágenes cristianas y árboles de
navidad; además, casi todas poseen uno o más relojes para controlar la dura­
ción del culto, aunque éste puede extenderse más allá de lo previsto y abar­
car hasta cuatro horas. Cuando se reúnen muchas personas, los cultos suelen
celebrarse al aire libre, adquieren un gran fervor y se extienden por más
tiempo.
La organización es similar a la de otras iglesias pentecostales no aboríge­
nes; existen comisiones locales, zonales y una comisión general y, en cada uno
de esos niveles, ramas de adultos, jóvenes y mujeres.2 Cada congregación
posee su primer, segundo y tercer pastor, predicadores y portero, cargos de
prestigio que suelen ser ocupados por hombres mayores y adultos. Los hom­
bres y mujeres ancianos también participan en la danza y en las oraciones y
curaciones para los enfermos. Los cargos de tesorero, protesorero, secretario y
prosecretario son ejercidos mayormente por los jóvenes, pues su formación
escolar les facilita el desempeño de estas tareas administrativas. Asimismo,
los varones adultos y jóvenes participan como cancionistas, formando conjun­
tos musicales que desde los últimos diez años realizan ediciones comerciales
de música evangélica; los más jóvenes, solteros sobre todo, desde esa época
participan como dancistas en una danza circular denominada rueda. Las
mujeres jóvenes danzan en los coros, cantan como solistas de los conjuntos
musicales y recientemente han formado sus propios grupos de danza. Las
adultas casadas participan principalmente como fieles y en menor medida en
la danza. Las celebraciones se inician con cantos y, una vez congregados los
fieles, comienzan las prédicas y los testimonios de los pastores, predicadores
y fieles, tanto miembros locales como visitantes. Entre cada uno de estos actos

2. Si bien es difícil situar en térm inos exactos de edad cóm o los tobas diferencian a ancianos,
adultos y jóven es, sí puede definirse cóm o estas categorías dependen de las posiciones fa m i­
liares y se extienden a los roles en los cultos. Se considera anciano o persona m ayor a quien
ya tiene varios nietos y/o bisnietos (en toba, todo anciano, más allá del vínculo de parentes­
co, habítualm ente es llam ado y a p e ’, m i abuelo, y com e, abuela); adultos, a quienes tienen sólo
algunos nietos y/o hijos ya jóv en es (entre los treinta y cincuenta años, aproxim adam ente) y
jóven es, a aquellos que p erm anecen solteros o tienen hijos pequeños (entre quince y treinta
años).
L os in ic io s, e n tre te o ría s y e x p e rie n cia s 29

se alternan ejecuciones musicales, danzas y oraciones colectivas en los que los


fieles expresan fervorosamente sus propios discursos, en ocasiones intercala­
dos con manifestaciones de glosolalia o hablar en lenguas. Hacia el final del
culto, se hacen oraciones para personas que padecen enfermedades y se invita
a reconciliaciones públicas entre fieles y a arrepentimientos de aquellos que se
alejaron del Evangelio. Especialmente la danza pero también la música y la
oración son vías privilegiadas para acceder al estado de emoción intensa
denominado gozo o ntonaGak; la vivencia de este estado es fundamental para
los fieles, pues de este modo dicen “llenarse del Espíritu Santo”, lograr
"sanarse” de diferentes dolencias y “alegrarse”. Para finalizar, cabe aclarar
que cuando inicié mis trabajos de campo, si bien existían numerosos estudios
sobre la religiosidad toba, sólo algunas de sus danzas y músicas habían sido
abordadas en profundidad por unas pocas autoras, Irma Ruiz y Elizabeth
Roig.
En conclusión, dada la importancia que adquirían estas expresiones esté­
ticas, la vitalidad de sus transformaciones y, a la vez, su estudio escaso, desde
el inicio de mi etnografía me interesé en explorarlas, intentando develar los
usos y las representaciones del cuerpo que involucraban así como sus víncu­
los con los rituales y las creencias previas al Evangelio, con los roles sociales
y corporalidades de la vida cotidiana y, en términos generales, con las prácti­
cas que emergieron de las relaciones con la sociedad hegemónica. A través de
estos análisis, me interesó desentrañar el modo en que las performances
rituales intervienen en la construcción de las posiciones identitarias de los
tobas como hombres y mujeres de diferentes grupos etarios, así como en sus
relaciones y disputas político-culturales. Para comprender el origen de esta
perspectiva que entrelaza performance ritual y corporalidad enfatizando en
su dimensión activa y transformadora en la vida de los actores sociales, en el
próximo apartado reseñaré brevemente la historia de ambos campos de estu­
dios y cómo esas trayectorias me impulsaron a elaborar un enfoque dialéctico.
No obstante, debo reconocer que en el origen de mi interés por estas expresio­
nes estéticas y perspectivas teóricas también se hallan mis propias experien­
cias, no sólo académicas sino también artísticas, pues desde hace muchos
años practico diferentes danzas y ejecuto instrumentos musicales. Estas prác­
ticas estéticas, encarnadas en mi propia historia corporal, seguramente tam­
bién incidieron en la construcción de mi posición identitaria como antropó-
loga, incluidas las elecciones teóricas y profesionales que conllevan.

La antropología del cuerpo y los estudios de performance

Ya en 1936, Marcel Mauss apelaba a que las “técnicas corporales” de cada


cultura fuesen objeto de estudio antropológico. Si bien su propuesta fue muy
reciente dentro de la historia de la disciplina, diversos autores coinciden en
que recién en la década de 1970 la antropología del cuerpo comenzó a deline­
arse como un campo de estudio específico. Como veremos en el próximo capí­
tulo, esta ausencia del cuerpo es heredera de una invisibilización mucho más
30 S ilv ia C itro

amplia: del predomino de un enfoque dualista del sujeto, legitimado a través


de los procesos de disciplinamiento corporal diseminados por el capitalismo y
por la burguesía como clase social dominante.
Uno de los trabajos pioneros que analiza la noción de cuerpo en una socie­
dad aborigen fue el de Maurice Leenhardt (1961) sobre los canacos de
Melanesia. Este estudio fue clave para la antropología del cuerpo pues instaló
el paradigma de lo que se ha llamado una “concepción holista” que caracteri­
zaría a muchos grupos aborígenes y que se diferenciaría radicalmente de las
concepciones dualistas predominantes en Occidente. Se construiría así una
profunda dicotomía entre nuestros cuerpos y los de los otros, la cual revisare­
mos críticamente a lo largo de este libro.
En la década de 1970, el trabajo de Mary Douglas (1988 [1970]) retoma el
planteo seminal de Mauss sobre la forma en que cada sociedad modela las téc­
nicas corporales, pero extendiéndolo a la concordancia con los esquemas sim­
bólicos de percepción del cuerpo y de la sociedad, proponiendo a los primeros
como un “microcosmos de la sociedad” (97). Desde un enfoque que retoma crí­
ticamente la sociología durkheimiana y el estructuralismo levi-straussiano,
Douglas sostiene que las formas de control corporal constituyen una expre­
sión del control social. Se inaugura entonces una perspectiva simbólica sobre
cuerpo y sociedad que tendrá largo aliento en el área. Pocos años más tarde,
aparece una compilación de John Blacking (1977) que contribuye decisiva­
mente a institucionalizar esta área, pues se titula Antropología del cuerpo.
Allí se incluyen trabajos del propio Blacking y de Gilbert Rouget, Andrew
Strathern, Paul Ekman, Judith Hanna, Roy Ellen, entre otros. La mayoría de
estos autores provenían de campos de estudio en los que el rol de la corpora­
lidad era insoslayable, como el área de la comunicación no verbal, la etnomu-
sicología, el análisis de las danzas o de los fenómenos de trance, posesión y
éxtasis. No obstante, en muchos de estos trabajos iniciales, la noción de
cuerpo sustentada por los grupos y su representación sociocultural no siem­
pre fueron problematizadas. En el caso de las danzas, a menudo fueron men­
cionadas por los etnógrafos clásicos en sus monografías sobre pueblos no occi­
dentales y, en algunos casos, también fueron analizadas en lo que respecta a
sus funciones sociales; tal es el caso de Edvvard Evans-Pritchard, Margaret
Mead o Gregory Bateson, entre otros. Sin embargo, fueron los trabajos de
Gertrude Kurath (1960), considerada por muchos la fundadora de la “etnolo­
gía de la danza”, continuados luego por Joann Kealiinohomoku (1965, 1967),
los que permitieron el estudio sistemático de estas expresiones, al desarrollar
métodos específicos para su documentación y establecer variables para anali­
zar su estructura, estilos de movimiento y vínculos con la organización social.
Estas autoras, influidas por teorías difusionistas, se interesaron por los estu­
dios comparativos y por los problemas de cambio, intrusión y difusión de esti­
los; sin embargo, pocas veces se abordaron las significaciones y representacio­
nes culturales sobre aquellos cuerpos en movimiento.
Las obras de Michel Foucault (1983 [1963]; 19B7 [1975], 1995 [1976]) ten­
drán un particular impacto en los nacientes estudios socioantropológicos
sobre el cuerpo, pues llevaron la atención a las formas en que los discursos
L os in icio s, e n tre te o ría s y e x p e rie n cia s 31

sociales construyen y legitiman determinadas representaciones del cuerpo,


instaurando sutiles formas de disciplinamiento a través de prácticas institu­
cionales y de la formación de saberes específicos. Así, en lo que luego se con­
siderará una perspectiva posestructuralista, el cuerpo pasó a ser el sitio de
inscripción y disputa de una microfísica del poder históricamente situada y ya
no un mero símbolo de la estructura social general. Dentro de los estudios que
evidencian el impacto de las teorías foucaultianas, se hallan los trabajos pio­
neros de Emily Martin (1987) y Margaret Lock (1989) sobre las representa­
ciones del cuerpo femenino en la biomedicina, la sociología del cuerpo de
Bryan Turner (1996) y, dentro de los estudios de género, los de Luce Irigaray;
y Judith Butler (1993), entre muchos otros.
Según Thomas Csordas (1993, 1994), hasta finales de los 80 los trabajos
antropológicos enfatizarán en el abordaje del cuerpo como “representación”,
con un predominio de enfoques semióticos. El autor remite esta tendencia al
paradigma de “la cultura como texto”, que desde Clifford Geertz y la antropo­
logía interpretativa ha sido hegemónico en buena parte de la producción nor­
teamericana. Por mi parte, agregaría que en el campo de la etnología francesa
también se evidenciaba un énfasis en el estudio de las representaciones del
cuerpo, aunque en este caso influenciado por el enfoque estructuralista de
Claude Lévi-Strauss, tal como se aprecia en Françoise Héritier (1991a, 1991b).
En Latinoamérica, los primeros trabajos de antropólogos brasileños sobre el
cuerpo también priorizaron el estudio de representaciones y significados cul­
turales (Rodrigues, 1979; Viveiros de Castro, 1987; Fachel Leal, 1995).
Pierre Bourdieu es otro de los autores que a partir de la década de 1980
ejercerá una importante influencia en este campo. Principalmente a partir de
su concepto de habitus, el cuerpo dejará de ser pensado exclusivamente como
fuente de simbolismos o medio de expresión para pasar a considerárselo locus
de la práctica social, intentado superar de esta forma las oposiciones entre
posturas subjetivistas y objetivistas.
Posteriormente, la apropiación de la fenomenología de Merleau-Ponty tam­
bién tendrá un particular impacto en este nuevo énfasis antropológico en las
prácticas, especialmente en los trabajos pioneros de Jackson (1983, 1989,1996)
y Csordas (1993, 1994), en los que se critica el paradigma textual o represen-
tacional y se construyen enfoques teóricos alternativos basados en la noción
fenomenológica de “ser-en-el-mundo”. Jackson (1983) señaló cómo la percep­
ción del cuerpo sólo como “signo o símbolo” hizo que sea considerado pasivo e
inerte; un objeto sobre el cual los patrones sociales eran proyectados, descui­
dándose su carácter activo y transformador en la praxis social. Como veremos,
en prácticas que involucran el uso de movimientos corporales como uno de los
más importantes medios de expresión —por ejemplo, en danzas y otras técnicas
corporales—esta dimensión productiva de la corporalidad es especialmente des­
tacada. Las personas que participan activamente en estas prácticas usual­
mente experimentan procesos de cambio en sus imágenes corporales y en sus
modos perceptivos, afectivos, gestuales y kinésicos, y esos cambios pueden ser
una fuente para promover nuevas significaciones culturales, reformular iden­
tidades o reestructurar relaciones sociales. En el caso de Csordas (1999), se
32 S ilv ia C itro

enfatiza en recuperar para la antropología la perspectiva del embodiment, tér­


mino al que caracteriza como “una aproximación fenomeñológica en la que el
cuerpo vivido es un punto de partida metodológico, antes que un objeto de estu­
dio [...] un campo metodológico indeterminado definido por la experiencia per­
ceptual y por los modos de presencia y compromiso en el mundo” (136, 145).3
Es importante agregar que el impacto de la obra de Merleau-Ponty también
alcanzó a los estudios de género, especialmente a partir de la obra de Linda
Alcoff (2000).
En la antropología social argentina, son escasos y además recientes los
trabajos que focalizan en la corporalidad de manera sistemática. Liliana Seró
(1993), desde un enfoque que retoma los aportes de Bourdieu, Foucault y
Merleau-Ponty, entre otros autores, analizó el cuerpo de las trabajadoras de
la industria tabacalera de Misiones. Mis primeros trabajos en el área (Citro,
1997a, 1997b, 1999a, 1999b) también se basaron en estos autores y en los
aportes de Jackson y Csordas, sumándoles la propuesta de un enfoque teó-
rico-metodológico propio centrado en la noción de “géneros corporales”; este
enfoque fue aplicado inicialmente al estudio del baile denominadopogo en los
recitales de rock. Asimismo, los estudios de Florencia Tola (1998-1999,1999a,
1999b, 2001) focalizan en las representaciones del cuerpo femenino y en los
procesos de gestación entre los tobas, retomando, entre otros autores, la pers­
pectiva de Françoise Héritier y Philippe Descola. Finalmente, cabe mencionar
que en los últimos años el cuerpo se ha convertido en un tópico de renovado
interés en la antropología social local, lo que se aprecia en la creciente parti­
cipación de jóvenes investigadores en los simposios sobre el tema que, a par­
tir de 2004, comenzamos a organizar en diversos congresos.
Paralelamente a estos desarrollos aquí resumidos, el concepto de perfor­
mance también comienza a adquirir mayor relevancia en los estudios socioan-
tropológicos, destacando los vínculos entre las “actuaciones” o “ejecuciones”
culturales que combinan diversos lenguajes expresivos y el contexto situacio-
nal y social en el que éstas toman lugar. El concepto de performance proviene
del campo de la lingüística —la teoría de “los actos de habla” de John Austin
(1962), “la etnografía del habla” de Dell Hymes (2000 [1972]), los trabajos de
Richard Bauman y Charles Briggs (1990, 1996), para citar sólo algunos
hitos-, pero también de la misma práctica de las vanguardias artísticas del
siglo XX. A pesar del origen lingüístico del término, y tal vez más en consonan­
cia con su utilización en el campo artístico, la noción de performance también
empezó a utilizarse para identificar aquellas actuaciones que incluyen diver­
sos medios expresivos más allá de lo estrictamente verbal, como la gestuali-
dad, la música, la danza, la construcción visual y escénica de espacios. Milton
Singer elaboró una temprana definición de “performance cultural” en este
sentido, planteando que se trata de actuaciones que poseen un tiempo limi­
tado, un comienzo y un final, un programa organizado de actividades, ejecu­

3. Las traducciones de textos originalm ente en inglés (cf. B ibliografía) pertenecen a la autora.
f 1 4 C S 0 - Biblioteca

L os in ic io s, e n tre te o ría s y e x p e r ie n cia s 33

tantes y audiencia, y que se desarrollan en un lugar y ocasión determinadas,


constituyendo una “unidad de observación” en la que se expresan y comuni­
can los componentes elementales o básicos de una cultura (citado por Turner,
1980 [1968]: 23). La importancia del vínculo entre corporalidad y performance
cultural ya había sido sugerida tempranamente en los estudios de Milton
Singer y Victor Turner, al enfatizar en el papel de lo “no verbal”. Más recien­
temente, Diana Taylor (2001) propone incluso el uso del término español “per-
formático” para denotar “la forma adjetivada del aspecto no discursivo de per­
formance”, destacando que “los campos performáticos y visuales son formas
separadas, aunque muchas veces asociadas, de la forma discursiva que tanto
ha privilegiado el logocentrismo occidental”. En este sentido, he venido soste­
niendo que el estudio de las performances culturales y los usos del cuerpo per­
mite complementar los datos aportados por los discursos de los actores, pues
muchas veces aquello que las “palabras” de nuestros interlocutores olvidan o
estratégicamente invisibilizan o reconfiguran puede ser inferido por los
modos peculiares en que sus gestos, imagen corporal, movimientos y danzas
han sido expresados (Citro, 2003, 2006).
Para varios autores (Csordas, 1993; Lock, 1993; Bauman y Briggs, 1990),
el creciente número de trabajos sobre cuerpo y performance que se aprecia
desde fines de los 80 ha sido interpretado como un cambio de paradigma en
el enfoque de la cultura: ésta deja de pensarse a partir del modelo del texto
para analizarse desde el punto de vista performativo, como prácticas dinámi­
cas medidas por los cuerpos. Un elemento que me interesa destacar son las
diversas formas en que ha sido pensado el vínculo entre performance cultural
y contexto social. El enfoque de Singer antes mencionado planteaba una apro­
ximación representacional o simbólica, pues para el autor en la performance
se “expresan y comunican” los componentes básicos de una cultura. En etno-
musicología, Alan Lomax (1968) también postuló una homología entre música
y estructura social, buscando hallar en las características performativas de
los cantos la simbolización de rasgos significativos de esa cultura, pues consi­
deraba que “la estructura musical y la estructura social se.reflejan mutua­
mente, se refuerzan una a la otra” (17). Para las danzas, ya el estudio pionero
de Kurt Sachs (1980 [1937]) proponía una serie de correlaciones entre los
tipos de movimientos y estructuras de las danzas y el tipo de sociedad al que
éstas pertenecían, aunque lo hacía desde un enfoque predominantemente
evolutivo hoy ya superado.4 En los inicios de la antropología de la danza, se
profundizan y refman estos paralelismos; para Joann Kealiinohomoku la
danza se constituye en “microcosmos de la cultura” del grupo, para Adrienne
Kaeppler en “manifestación de su estructura profunda” y para Amya Royce en
“indicador de clase e identidad” (citadas por Kaeppler, 1978), perspectiva esta
última que también ha desarrollado Marta Savigliano (1993-1994). En térmi­

4. Posteriorm ente, Lom ax planteó correlaciones entre las form as económ icas de cada socie­
dad, especialm ente sus técnicas de trabajo, y sus estilos de danza, aunque este modelo tam ­
bién fue tem pranam en te criticado (Kaeppler, 1978; Kealiinohom oku, 1979).
34 S ilv ia C itro

nos generales, los primeros trabajos de Turner (1980 [1968]) y Geertz (1987
[1973]) también tendían a destacar cómo las performances rituales simboliza­
ban elementos clave de la vida social. Para Geertz (1987), los símbolos sagra­
dos “tienen la función de sintetizar el ethos de un pueblo -e l tono, el carácter
y la calidad de su vida, su estilo moral y estético—y su cosmovisión, el cuadro
que ese pueblo se forja de cómo son las cosas en la realidad” (89); los símbo­
los son entonces “modelos de” y “modelos para”, “expresan la atmósfera del
mundo y la modelan [...], al suscitar en el fiel cierta serie distintiva de dispo­
siciones” (93). En suma, estas perspectivas destacan las dimensiones simbó­
licas de las performances, enfatizando aquello que se representa, significa o
se intenta comunicar a través de las actuaciones; además, se analizan sus
dimensiones instrumentales o funcionales, especialmente cómo contribuyen a
consolidar determinadas creencias, valores y normas fundamentales para el
grupo, operando como “modelos para”, en términos de Geertz. Ya desde Emile
Durkheim (1995 [1912]) y luego con los antropólogos funcíonalistas, estas
dimensiones instrumentales del ritual fueron acentuadas, pues se los anali­
zaba como dispositivos de articulación y cohesión social o mecanismos de
ajuste que permitían la adaptación del individuo a la estructura social y, por
ende, la reproducción de esta última, sea regulando y reparando conflictos
sociales existentes o previniendo posibles desviaciones.
Los últimos trabajos de Turner (1989 [1969], 1992 [1983]) contribuyeron a
generar otras formas de entender las relaciones entre performance y contexto
social, más allá de lo meramente representacional o funcional. Por un lado,
este autor destacó la capacidad de ciertas performances para constituirse en
momentos de “antiestructura”, caracterizados por las experiencias de commu-
nitas y liminalidad. La dinámica de la vida social sería para él una alternan­
cia o vivencia sucesiva de “estructura y antiestructura”. La primera refiere al
orden diferencial y jerárquico regido por los estatus económicos, políticos y
legales en los que predomina lo cognitivo y pragmático, mientras que la
segunda, en cambio, se vincula con las experiencias de unidad, compañerismo
e igualdad que denomina communitas espontánea y con el predominio de la
emoción, el juego y el arte. Las dimensiones sensoriales y emotivas de la per­
formance son puestas de relieve, pero ya no solamente por el papel instru­
mental que poseen en un ritual -a l hacer “deseable lo obligatorio” (Turner,
1980)- sino también por el placer que otorgan al performer y porque le permi­
ten colocarse temporariamente al margen de su vida social normal, en una
posición liminar. Otro de los aportes de Turner (1992: 81) fue enfatizar que
tanto los “dramas sociales”5 como las performances culturales (los “dramas
estéticos” o de escena) ponían de relieve el carácter reflexivo de la agencia
humana: a través de sus actuaciones o también de la participación u observa­
ción de performances generadas por otros, las personas pueden conocerse

5. Con este térm ino, Turner (1989) refiere a unidades de procesos sociales que surgen en
situaciones conflictivas y qué poseen cüatroTases': ruptura, crisis, reparación y reintegración
del grupo social o reconocim iento del cisma.
L os in ic io s, e n tr e te o ría s y e x p e r ie n cia s 35

mejor a ellas mismas y a sus semejantes. Si bien las actuaciones de las per­
sonas en la vida cotidiana pueden ser pensadas como un tipo de teatralidad,
tal como planteaba Irving Goffman (1970), los dramas sociales y las perfor­
mances culturales serían para Turner (1992: 76) un tipo de “metateatro”, un
lenguaje dramatúrgico que permite reflexionar sobre aquellos roles y estatus
de la vida cotidiana. En suma, las performances “no son simples reflejos o
expresiones de cultura o aun de cambio cultural, sino que pueden ser ellas
mismas agentes activos de cambio, representando el ojo por el cual la cultura
se ve a sí misma” y desde la cual actores creativos pueden “bocetar aquellos
«diseños para vivir» que creen más aptos o interesantes” (Turner, 1992: 24).
En una perspectiva similar, Richard Schechner (2000) señala que los perfor-
mers, y a veces también los espectadores, son transformados por medio de las
performances, pues éstas proporcionan un lugar y unos medios para la trans­
formación: “Son modos de experimentar, actuar y ratificar el cambio” (89).
Para el autor, performance es una conducta restaurada o dos veces actuada
(36), sin embargo, “ninguna repetición es básicamente lo que copia, pues los
sistemas están en flujo constante” (13). Estas conductas, al estar separadas
de quienes las realizan, pueden ser guardadas, transmitidas, manipuladas y
transformadas (107). En relación con estos procesos, Taylor (2001) sostiene
que los “repertorios de memorias corporizadás” -expresadas en gestos, pala­
bras, movimientos, danzas, cantos- son medios de acumular y transmitir
conocimiento; en consecuencia, las “performances operan como actos vitales
de transferencia, transmitiendo saber social, memoria, y sentido de identidad
[...], reproducen y transforman los códigos heredados, extrayendo o transfor­
mando imágenes culturales comunes de un «archivo» colectivo” (1). En sínte­
sis, en este tipo de perspectivas que se han desplegado especialmente en los
estudios más recientes sobre música (Seeger, 1988; Blacking, 1990, 1997;
Behague, 1994; Frith, 1987) y danza (Blacking, 1985; Farnell, 1999; Reed,
1998; Henry, Magowan y Murray, 2000), las performances son vistas como
prácticas constitutivas de la experiencia social de los actores; no son mera­
mente representativas de la identidad de un grupo social sino que también
contribuyen a construirla.
Finalmente, al pensar en las dimensiones antiestructurales de las perfor­
mances, es inevitable la referencia a otro autor que ejerció unaj.nfluencia
decisiva en esta dirección, Mijaíl Bajtín (1994 [1930]) y su análisis del carna­
val. Con la recuperación de la obra de este autor, se abre una perspectiva que
enfatiza en la resistencia político-cultural que ciertas performances promue­
ven, frente a los intentos hegemonizadores de las estructuras de poder oficia­
les. Esto conduce a poner de relieve la capacidad de las performances para ser
utilizadas estratégicamente por diferentes grupos sociales, para crear con­
senso, legitimidad o disputa de las posiciones de poder. Pueden convertirse
entonces en un medio para producir exclusiones e inclusiones sociales, actua­
lizar y legitimar ciertas narrativas míticas o historias fundacionales y desle­
gitimar o suprimir otras, para imaginar o crear otras experiencias posibles.
En conclusión, el vínculo entre performance y vida Social no podría pensarse
apriori como mera representación, mecanismo adaptativo, momento de anties­
36 S ilv ia C itro

tructura, resistencia o estrategia de construcción de identidades y de posicio­


nes de poder, sino que en cada performance concreta se conjugan de manera
peculiar algunos de estos vínculos, incluso a veces coexistentes, no sin tensio­
nes y conflictos. Podría decirse entonces que las performances culturales
muchas veces operan como intentos de mediar entre estas tensiones o contras­
tes que las diferentes teorías han señalado: por un lado, se trata de lenguajes
estéticos que representan o incluso pueden servir para legitimar un cierto
orden sociocultural previo del cual emergieron; por otro, durante el mismo
transcurrir de sus actos, los performers pueden modificar o crear nuevas prác­
ticas y significados culturales compartidos, utilizarlos con fines contrahegemó-
nicos, o ser ellos mismos constituidos y/o transformados por su propias praxis.
Considero que una tensión similar recorre los estudios sobre cuerpo aquí rese­
ñados, entre las teorías identificadas con el estructuralismo y el posestructura-
lismo que resaltan el carácter determinado e históricamente construido de la
corporalidad y aquellas inspiradas en la fenomenología, que destacan su
aspecto constituyente y potencialmente transformador de las praxis actuales.
Es precisamente esta articulación teórica la que mi enfoque dialéctico se pro­
pone indagar, en la primera travesía que a continuación comenzaremos.
PRIMERA TRAVESÍA

Los cuerpos teóricos


D iálogos entre la etnografía,
la filosofía y el psicoanálisis
Introducción

Para quienes nos reconocemos en el escenario de un mundo multicultural (y


especialmente para los antropólogos, habituados a retratar la diversidad de
ese mundo), la percepción y la reflexión sobre la corporalidad pueden ser pro­
vocadoras de una estimulante paradoja. En tanto encarnación del sujeto,
materialidad, bios, el cuerpo es aquel sustrato común que compartimos con
las mujeres o con los hombres de distintas sociedades en el tránsito del naci­
miento a la muerte, aquello que nos hace semejantes. Sea porque unas y otros
poseen anatomías similares que pasan por etapas de desarrollo vital e invo­
lucran procesos fisiológicos y a veces disfunciones más o menos semejantes o,
también, porque para todos nosotros el cuerpo es nuestro anclaje en el mundo,
es el medio por el cual habitamos el espacio y el tiempo y podemos llegar a
captarlos -aquellas “intuiciones sensibles”, en términos de Kant, que están en
la base de toda posibilidad del conocer-. Sin embargo, sobre esta materiali­
dad común de los cuerpos, la vida sociocultural construye prácticas disímiles
(técnicas corporales cotidianas, modos perceptivos, formas de habitar el espa­
cio, gestos, expresiones de la emoción, síntomas, danzas) y da lugar a repre­
sentaciones de la corporalidad y de sus vínculos con el mundo también dife­
rentes. El cuerpo inevitablemente es atravesado por los significantes
culturales y él mismo se constituye en un particular productor de significan­
tes en la vida social. La reflexión antropológica sobre la corporalidad, desde
Marcel Mauss en adelante, ha dirigido su atención a develar el carácter cul­
turalmente construido de la misma. Así, especialmente a partir de las etno­
grafías sobre aquellos pueblos denominados (por Occidente) “no occidentales”,
ha mostrado la existencia de variadas formas de utilizar y representar los
cuerpos. No obstante, he elegido recorrer un camino en cierta forma hetero­
doxo, centrándome en la paradoja antes enunciada, en la pregunta por aque­
llos rasgos constitutivos que, a pesar de la reconocida diversidad cultural de
los cuerpos, nos permiten decir que se trata de un cuerpo que, según sus
variaciones en los diferentes géneros sexuales, transita su' recorrido de la
niñez a la ancianidad. Cabe advertir al lector que no se trata de discutir la
[39 J
40 S ilv ia C itro

cuestión de la relativa universalidad del desarrollo de los cuerpos sexuados,


postulada por la biología y ejercida por la práctica biomédica, a veces violen­
tamente, sobre cuerpos a los que negó su diversidad -u n tema sin duda fun­
damental, pero del que espero ocuparme en textos futuros—. Por el contrario,
se trata de reconstruir aquí tanto las similitudes como las diferencias en
nuestras “experiencias” corporales en el mundo, intentando dialogar con algu­
nos análisis provenientes de la filosofía, el psicoanálisis y la etnografía.
Una cuestión insoslayable en esta propuesta es la diversidad de enfoques
que las disciplinas aquí invocadas poseen. Frente a la singularidad cultural que
un abordaje etnográfico suele revelar, las reflexiones de la filosofía y el psico­
análisis se situarían en una tradición muy diferente, la de intentar captar
ciertos rasgos generales de la realidad humana. Desde una postura anclada
en un relativismo cultural radical, podría argumentarse que estas últimas
disciplinas remiten a un tipo de reflexión con connotaciones universal izantes,
demasiado ligada al pensamiento occidental y a cierto ethos colonialista que,
desde la modernidad especialmente, impregna su voluntad de saber. No obs­
tante, considero que esta argumentación no invalida totalmente su uso para
el antropólogo atento a la diversidad, aunque sí lo coloca en un peculiar
estado de alerta epistemológico ante cualquier tipo de proyección etnocén-
trica. Así, en esta perspectiva, la ilusión (moderna) de hallar leyes o estructu­
ras universales es suplantada por una ilusión diferente (y que creo limitado
calificar sólo de posmoderna): la del diálogo entre voces que pertenecen a tra­
diciones culturales disímiles, el cual conduciría a hallar no sólo diferencias
sino también posibles coincidencias.
Mi interés por confrontar las reflexiones de Merleau-Ponty y Nietzsche
reside en que, a pesar de sus diferencias, coinciden en un punto fundamen­
tal: construyen representaciones de la corporalidad que rompen con el para­
digma del dualismo cartesiano hegemónico en la modernidad y, al producir
esta ruptura, postulan aquellos elementos que, según mi hipótesis, defini­
rían la experiencia común de la corporalidad. En el caso de Merleau-Ponty,
al plantear la experiencia de la percepción corporal como un medio de cono­
cimiento prerreflexivo basado en la inescindibilidad del vínculo del sujeto
con el mundo; en el de Nietzsche, al reconocer en la experiencia del movi­
miento corporal el locus de la fuerza, la energía o el poder que empuja al
sujeto hacia su acción transformadora sobre el mundo y, en los movimientos
expresivos de las danzas en conjunción con la música, una de las formas en
que esa experiencia de poder adquiere su mayor plenitud. Justamente,
ambos elementos son también los que más insistentemente nos revelan las
etnografías que abordaron la corporalidad en otras sociedades, especial­
mente en aquellas que han representado el polo opuesto de la modernidad y,
por ende, el locus del “primitivismo" para el pensamiento colonial. Me refiero
a grupos aborígenes corno los tobas, pertenecientes a tradiciones cazadoras-
recolectoras que se han visto inevitablemente transformadas, aunque no
eclipsadas, por las imposiciones de capitalismo y las prácticas hegemónicas
del denominado “estilo de vida occidental”: medicina, alfabetización y escola-
rización, racionalidad legal-burocrática y, aunque más conflictivamente, cris-
L os cu e rp o s te ó rico s 41

tianismo. Por eso, las etnografías sobre estas sociedades que, a pesar de esa
historia de imposiciones, han elaborado sus propias representaciones y prác­
ticas corporales, serán las interlocutoras del diálogo con las concepciones del
cuerpo de los filósofos occidentales. Se trata de crear un diálogo intercultu­
ral e interdisciplinar que busca hallar ese cuerpo compartido, aun en la
diversidad más radical.
Finalmente, otra de las razones que me condujeron a reflexionar sobre los
rasgos compartidos de la corporalidad es que la materialidad del cuerpo
humano y de la naturaleza habitualmente son los límites de la cultura, es
decir, las materialidades sobre las cuales ésta se construye en una interac­
ción dialéctica, interacción que termina transformando no sólo la naturaleza
sino también la misma constitución biológica del cuerpo. Si bien el desplie­
gue de las tecnologías hizo que esos límites resulten cada vez menores, hasta
el punto de que parecen haber desaparecido como tales -com o en el rediseño
del cuerpo humano por las nuevas tecnologías que vaticina Paul Virilo
(1996)-, esto no significa que tal cosa haya efectivamente sucedido, al menos
hasta el presente. Así, reconocer estas interacciones y transformaciones posi­
bles del cuerpo no necesariamente se contradice con afirmar que es en el
nivel de su materialidad y de las experiencias vitales que atraviesa donde
puede hallarse un sustrato común de la vida humana. Asimismo, es necesa­
rio recordar que en esa materialidad de los cuerpos también se inscribe una
de las marcas de su diversidad que más ha contribuido a estigmatizar la dife­
rencia y la desigualdad: la construcción de lo racial. Frente a estas pesadas
herencias, la mirada antropológica habituada a ver la problemática de la
diversidad cultural por doquier, no necesariamente debería obnubilarnos y
hacer que dejemos de mirar nuestra corporalidad compartida. Esta es, al
menos, una de las cuestiones aprendidas en mi etnografía con los tobas. La
búsqueda de horizontes compartidos en el diálogo, de elementos similares en
nuestras prácticas culturales, fue parte de los intereses de muchos de mis
interlocutores a lo largo del trabajo de campo. Como sí de esa forma algunos
intentaran desmarcarse del exotismo con el que la mirada de “los blancos”
históricamente los diferenció y los discriminó en tanto “aborígenes”. El énfa­
sis en las particularidades muchas veces ha conducido las buenas intencio­
nes del relativismo cultural a peligrosos callejones lógicos y sobre todo polí­
ticos de difícil salida. Considero que en una dialéctica atenta tanto a la
diversidad como a lo similar o compartido es donde estos peligrosos callejo­
nes pueden, si no superarse, al menos intentar evitarse. A lo largo del texto,
reflexionaré sobre las implicancias políticas de este ejercicio dialéctico en la
mirada sobre la corporalidad.
En el próximo capítulo comenzaré entonces confrontando las filosofías de
Merleau-Ponty y Nietzsche, así como sus vínculos con los planteos de Freud,
Lacan, Foucault, Leenhardt, Ricceur, entre otros. Si bien estas genealogías
teóricas extenderán la reflexión, es sólo a condición de ejercer un análisis
detallado que el riesgo de emprender un camino heterodoxo puede asumirse.
Esta confrontación inicial nos permitirá también repensar los orígenes de
aquella otra paradoja que, como vimos, también atraviesa la producción
42 S ilv ia C itro

socioantropológica sobre el cuerpo: la tensión entre perspectivas fenomenoló-


gicas y estructuralistas/posestructuralistas, entre un cuerpo constituyente,
activo y transformador de las praxis y un cuerpo atravesado por poderosos
discursos sociales y estructuras económico-políticas que lo modelan. En el ter­
cer capítulo analizaré cómo esta tensión puede plasmarse productivamente
en una metodología etnográfica de carácter dialéctico.
C a p ít u l o 2

Variaciones sobre la corporalidad

Una filosofía desde los cuerpos: Nietzsche y M erleau-Ponty

No nos corresponde a los filósofos separar el alma del


cuerpo [...]. No somos ranas pensantes, ni aparatos de objetiva­
ción y de registro sin entrañas; hemos de parir continuamente
nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores y pro­
porcionarles maternalmente todo lo que hay en nuestra sangre,
corazón, deseo, pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad
[...]. No soy de los que tienen ideas entre los libros -estoy acos­
tumbrado a pensar al aire libre, andando, saltando, escalando,
bailando, sobre todo en montes solitarios o muy cerca del mar.
Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia

La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas.


Saca de ellas sus modelos internos, y operando con esos índi­
ces o variables las transformaciones que su definición le per­
mite, no se confronta sino de tarde en tarde con el mundo
actual [...]. Es necesario que el pensamiento de ciencia -pen­
samiento de sobrevuelo, pensamiento del objeto en general- se
vuelva a situar en un “hay” previo y en el sitio, en el suelo del
mundo sensible y del mundo trabajado, tal como está en nues­
tra vida, para nuestro cuerpo; no ese cuerpo posible del que
fácilmente se puede sostener que es una máquina de informa­
ción, sino este cuerpo actual que llamo mío, el centinela que
asiste silenciosamente a mis palabras y mis actos en esta
historicidad primordial el pensamiento alegre e improvisador
de la ciencia aprenderá a posarse en las cosas mismas y en sí
mismo, llegará a ser filosofía.
Maurice Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu

La filosofía de Merleau-Ponty es una cita recurrente en los estudios antropo­


lógicos que en losúltimos veinte años abordaron la corporalidad. En el epí­
grafe se aprecia ¡a radicalidad de la propuesta fenomenológica: es necesario
[43]
44 S ilv ia C itro

que la ciencia se sitúe en ese “hay” previo, en el mundo vivido del cuerpo
actual. El proyecto de una descripción fenomenológica de todos los conceptos
a priori de las ciencias se remonta a Edmund Husserl. El universo de la cien­
cia se construye sobre ese mundo vivido y “si queremos pensar rigurosamente
la ciencia, apreciar exactamente su sentido y alcance, tendremos, primero,
que despertar esta experiencia del mundo del que ésta es la expresión
segunda” (Merleau-Ponty, 1993 [1945]: 8). Sólo de esta manera su “pensa­
miento alegre e improvisador” aprenderá a posarse en las cosas mismas y lle­
gará a ser filosofía. Esta idea de un pensamiento alegre e improvisador nos
conduce a Nietzsche, otro autor clave para la revalorización del cuerpo en la
filosofía occidental, aunque raramente citado en los estudios antropológicos
sobre el tema. Como se advierte en el epígrafe, su La gaya ciencia o “ciencia
alegre” también surgía de la experiencia del cuerpo en el mundo.
Probablemente no sean una mera coincidencia las calificaciones de “ale­
gre” e “improvisador” en ambas filosofías; tal vez ellas sean metáforas que
expresan el giro que el pensamiento de Nietzsche y Merleau-Ponty provoca­
rían: el encuentro de una nueva mirada, un abordaje del mundo desde la cor­
poralidad y, con él, la ruptura radical con las tradiciones racionalistas ante­
riores que desvalorizaban el cuerpo.
Comencemos por Nietzsche y las razones que lo llevaron a proponer su otra
mirada. La dura crítica del autor a la racionalidad socrática, desarrollada por
el platonismo y retomada luego por la tradición judeo-cristiana, se basaba en
que ellas encarnaban la negación de la vida y del valor de lo sensible, instau­
rando el desprecio hacia el cuerpo; de esta manera se constituyeron en una
metafísica, una religión y una moral que suplantaron e invirtieron los valores
vitales. Según Eric Alliez y Michel Feher (1991), en Platón puede encontrarse
la oscilación entre dos modelos sobre el vínculo entre el cuerpo y el alma: “El
cautiverio de un alma de origen celeste en un cuerpo-prisión, incluso en un
cuerpo-tumba —la fórmula soma-sémci- y el de la dominación de un alma moti­
vante sobre un cuerpo móvil (48). Esta oscilación respondería a que Platón se
sitúa en la encrucijada entre dos tradiciones, la primera “que se remonta a las
sectas órficas y pitagóricas”, y la segunda “que preside la moral pero también
el sentido estético [...], eleva la domesticación del cuerpo por el alma al rango
de virtud cardinal, pero celebra también la gracia que se desprende de su
unión” (48).1

1. A partir de estas tradiciones se constituyeron dos vías de pensam iento: la “m ística” y la


“cívica”; cuando Platón se ubica en la prim era, se dirige especialm ente al filósofo; cuando lo
hace en la segunda, al hom bre político (Alliez y Feher, 1991: 4S). Para el filósofo, la sum isión
del cuerpo presagia la liberación del alm a y el acceso a la verdad. Esta línea será esp ecial­
m ente continuada por Plotino y se vinculará tam bién con las tradiciones m ísticas del cristia­
nism o oriental. En la segunda vía, “el dom inio del cuerpo constituye a la vez la condición y
la prueba de una capacidad para gobernar a los dem ás hom bres” y se basa en los principios
do la dom inación de lo activo sobre lo pasivo y la búsqueda del ju sto m edio (49). Evidencias
de este control serán las id ealizacion es de la m oderación en la moral y de la proporción en la
estética. Para A lliez y Feher, esta segunda vía será profundizada por san A gustín y el pen­
s e " .' -uto cristiano occidental. A nalizarem os tam bién su incidencia en Descartes.
V ariacion es so b re la co rp o r a lid a d 45

Así como la crítica de Nietzsche se centró en los planteos de la tradición


socrática y platónica, fue en una manifestación previa a ellos, en la tragedia
griega antigua, donde el autor encontró uno de los primeros referentes e idea­
les para su pensamiento. Justamente aquella admirable “unidad” de “lo apolí­
neo y lo dionisíaco” (Nietzsche, 1997 [1886]), que la tragedia antigua encarnaba
para él, se rompería a partir de la filosofía socrática, que sometía la vida a la
razón, lo dionisíaco a lo apolíneo, siendo este último desnaturalizado a partir
de su escisión. Lo apolíneo, característico del arte del escultor y expresado en
la epopeya, remite a lo figurativo, a la apariencia, el orden, la medida, lo aca­
bado, la razón, y funciona como principio de individuación; lo dionisíaco, en
cambio, característico de la música y expresado en la poesía lírica, refiere a
la fuerza, la desmesura, la renovación (lo inacabado), la vitalidad, y permite la
alianza entre los seres humanos y la fusión con la naturaleza para hallar la ple­
nitud a través de la danza y el éxtasis festivo. El “sueño” y “la embriaguez”
son los “dos estados fisiológicos” que permiten imaginar la antítesis de
ambos “instintos” o “tendencias” del arte.2 A pesar de su antítesis, para
Nietzsche ambas tendencias se necesitarían una a la otra y la tragedia
griega constituía el ejemplo que testimoniaba que esa unión era posible.
En textos posteriores, la revalorización de la corporalidad produce una
redefinición del sujeto que invierte los términos de las tradiciones clásicas. El
espíritu es considerado instrumento del cuerpo y éste, en cambio, es la “razón
más grande”, la voluntad que obra como “yo”:

E l cu e r p o es u n a ra z ó n en g ra n d e, u n a m u ltip licid a d con u n solo sen ­


tido, u n a g u e rra y u n a p a z, u n re b a ñ o y un pastor. In s tru m en to de tu
cu e rp o es ta m b ié n tu ra z ó n p e q u e ñ a , h e rm a n o , la qu e lla m a s esp íritu:
u n in s tr u m e n tillo y ju g u e t illo de tu ra z ó n gran d e. T ú d ices “Yo” y te
e n o rg u lle ce s de esa p a la b ra . P e ro la m ás g ra n d e —cosa que tú no qu ieres
c r e e r - es tu cu e r p o y su g r a n r a zó n . E l no d ice Yo, p e ro ob ra com o Yo [...].
E l cu e r p o cre a d o r se cre ó el e sp íritu com o u n a m a n o de su volu n tad .
(N ie tzsc h e , 19 84 [1 8 8 4 ]: 25 )

Pasemos ahora a nuestro segundo autor, Merleau-Ponty. En su caso, la con­


frontación con el racionalismo se centra especialmente en el dualismo carte­
siano. Para René Descartes (1989 [1649]), “el pensamiento proviene del alma”
infundida por Dios y “los movimientos y el calor”, del cuerpo (84), que es lo que
tenemos en común con los animales. El hombre se identifica con el pensa­
miento, mientras que su cuerpo es mera extensión, un objeto que es movido por
el alma gracias “a una pequeña glándula en el medio del cerebro [la glándula
pineal] en la que el alma tiene su sede principal” (102). En esta idea de un
cuerpo móvil gracias a un alma motivante que lo controla se aprecian las hue­
llas del segundo modelo platónico. No obstante, lo característico de las prime-

2. Según aclaración del traductor, trieb es el térm ino alem án utilizado por Nietzsche. Habría
que entenderlo en un sentido m uy am plio com o “tendencia hacia”. Esto lo diferenciaría del
térm ino instinkt, en tanto instinto m ás ligado a lo biológico, a la fijeza del fin y del objeto.
46 S ilv ia C itro

ras obras de Descartes es el énfasis en un alma que durante el acto de pensar


se escinde del cuerpo, convirtiéndolo en el término no valorado de la persona,
a la manera de un “resto”: algo que se “posee” pero no lo que se “es”. La duda
metódica lo conduce a la primera intuición o verdad evidente (pienso, luego
existo) y de ahí se deriva el carácter de res cogitans del sujeto: “Conocí de aquí
que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que, para exis­
tir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material,
de suerte que este yo, es decir el alma, no dejaría de ser como es” (27). Si bien
Descartes reconocerá “el estrecho vínculo del alma y el cuerpo que experimen­
tamos todos los días”, es precisamente este mundo de “la vida y las conversa­
ciones ordinarias” una de las causas que hace que no “descubramos, con facili­
dad y sin una profunda meditación, la distinción real entre uno y otro” (citado
por Le Bretón, 1995: 70). El testimonio de los sentidos resulta engañoso,3 por
lo que se postula una clara diferenciación entre el mundo de la vida y aquel
otro mundo verdadero, accesible gracias a la inteligencia y la meditación. Esta
postura representa la antípoda del método fenomenológico, el cual comenzará
su análisis en ese mundo de la vida, tal cual se presenta a los sentidos. En rela­
ción con esta diferencia radical de los métodos, es significativo recordar el ini­
cio de la tercera de las Meditaciones metafísicas:

A h o ra ce rra ré lo s ojos, m e ta p a ré la s ore ja s, e lim in a r é tod os m is se n ­


tidos, in clu so b o rra ré de m i p e n sa m ie n to tod a s la s im á g e n e s d e la s cosas
corp orales o, al m en os, p o rq u e a p e n a s p u e d o h a ce r lo , la s c o n sid era ré
v an as o fa lsas. (D e sca rte s, cita d o p o r L e B re tó n , 19 95: 73)

La razón debe luchar contra el cuerpo, contra sus imágenes vanas o falsas;
las prácticas del cuerpo nada tendrán que ver entonces con la comprensión
del mundo; al contrario, serán su obstáculo. Dentro de esta concepción en la
que el cuerpo se convierte en lo otro, lo diferente del verdadero ser, que sería
la razón, se entiende que una de las imágenes recurrentes de Descartes para
referirlo sea la “máquina”, aunque el cuerpo humano conserve el privilegio de
ser la máquina más “perfecta” construida por “artesano divino” (Le Bretón,
1995: 78).
Retornemos a Merleau-Ponty. La opción por este sujeto cartesiano, en el
caso de la fenomenología, será la definición de “ser-en-el-mundo”. Para com­
prender esta noción debemos remontarnos a una proposición clave de Husserl
(1949 [1913]: 66-69): la certeza del mundo, aquella creencia originaria de que
la realidad está “ahí delante”, se me da a la experiencia perceptiva antes de
todo pensar o, como sintetiza Merleau-Ponty (1993), “el mundo está ahí pre­
viamente a cualquier análisis que yo pueda hacer de él” (10). Las consecuen­
cias de esta proposición son cruciales, pues redefinen el cogito y la noción de
sujeto, el cual pasa a considerarse inseparable del mundo, pues siempre es un

3. Como sugiere David Le Bretón (1995), dos de los'grandés iñVé'ñtoS téfcnicos de la época de
Descartes, el telescopio y el m icroscopio, prom ovían esta idea de insuficiencia de los sentidos.
V a ria cion es so b re la c o rp o ra lid a d 47

“ser-en-el-mundo”. Es decir, así como no hay conciencia sin sujeto, tampoco la


hay sin mundo; existo porque hay un mundo, tengo evidencia de mí y del
mundo ineludiblemente. Se trata de una rigurosa bilateralidad: no puede
constituirse el mundo como mundo ni el yo como yo si no es en su relación. De
este modo, la fenomenología introducía la cuestión del otro y de la construc­
ción intersubjetíva del sentido del mundo, diferenciándose radicalmente de
los planteos racionalistas clásicos que centraban este problema exclusiva­
mente en el individuo y su razón.4
La propuesta de la descripción fenomenológica será intentar recuperar o
captar esta experiencia primera, previa al pensar, que tenemos con el mundo,
y lo que interesa destacar aquí es que esta experiencia es posible o se consuma'
a través del cuerpo propio (Leib). En la filosofía de Merleau-Ponty, la noción de
ser-en-el-mundo implica justamente el reconocimiento de una dimensión “pre-
objetiva” del ser de la cual el cuerpo es el vehículo y que no podría reducirse ni
a la res cogitans ni a la res extensa, pues no es ni un “acto de conciencia” ni una
“suma de reflejos” (99). El cuerpo media todas nuestras relaciones con el
mundo, por ello, para Merleau-Ponty, no podría reducirse a un mero objeto, a
algo que sólo “está” en el espacio y en el tiempo, sino que será quien lo “habita”
(156). Así, el cuerpo propio “tiene su mundo o comprende su mundo sin tener
que pasar por unas representaciones, sin subordinarse a una «función simbó­
lica» u objetivante” (158). En la descripción de los fenómenos perceptivos, los
hábitos motores y también de la afectividad, la sexualidad o incluso de la per­
cepción verbal, que Merleau-Ponty brinda en diferentes capítulos de
Fenomenología de la percepción, se evidencia esta particular comprensión del
mundo a través de la corporalidad:

Es el cuerpo el que “comprende” en la adquisición de la habitud. Esta


fórmula podrá parecer absurda si comprender es subsumir un dato sen­
sible bajo una idea y si el cuerpo es un objeto. Pero precisamente el fenó­
meno de la habitud nos invita a manipular de nuevo nuestra noción de
“comprender” y nuestra noción de cuerpo. Comprender es experimentar
la concordancia entre aquello que intentamos y lo que viene dado, entre
la intención y la efectuación -y el cuerpo es nuestro anclaje en un
mundo. (162)

Nuestra relación práctica con el mundo no se da en términos de un “yo


pienso” sino de un “yo puedo” (154). En aquello que “intentamos” nuestro
cuerpo apunta hacia un mundo, tratando de incorporarlo -desde movimientos
sencillos como tomar un objeto o desplazarnos por el espacio hasta hábitos
complejos como utilizar herramientas, manejar un auto, ejecutar un instru­
mento musical—; mover el cuerpo “es apuntar a través del mismo, hacia las

4. No se trata ni del idealism o del cogito cartesiano ni del sujeto trascendental kantiano que
im pone las condiciones de posibilidad para quedas cosas sean conocidas, percrtam poca'es un
realism o u objetivism o en el que el m undo precede y trasciende al sujeto.
48 S ilv ia C itro

cosas, es dejarle que responda a la solicitación que éstas ejercen en él sin


representación ninguna (156). En el mundo fenomenal, de la experiencia
práctica, las cosas no generan en nosotros representaciones sino que se pre­
sentan como “conjuntos, dotados de una fisonomía típica o familiar”, y estas
“fisonomías de los conjuntos «visuales» reclaman” o solicitan de nosotros
“cierto estilo de respuesta motriz” (161).
En suma, gracias a esta comprensión preobjetiva experimentada como una
concordancia entre sujeto y mundo, entre lo que intentamos y lo que viene
dado, logramos cierta estabilidad y generalidad en las prácticas cotidianas.
Para Merleau-Ponty, la idea de “concordancia” o “equilibrio” refiere a la ten­
dencia, en términos prácticos, a reducir los desequilibrios que nos presentan
las situaciones. Uno de los ejemplos citados es que al mirar un objeto nuestro
propio cuerpo tiende a buscar la mejor distancia posible, es decir, aquella que
le permita visualizar tanto la totalidad como sus diferentes partes. Sea como
“sistema de potencias motrices o de potencias perceptivas [...], nuestro cuerpo
es un conjunto de significaciones vividas que va hacia su equilibrio” (170),
permitiéndonos así poseer nuestro mundo habitual pero, también, formar
nuevos núcleos de significaciones. Esto último sucede cuando “movimientos
antiguos se integran en una nueva entidad motriz” (por ejemplo, al lograr uti­
lizar eficazmente una nueva herramienta o aprender un paso de danza) o
cuando “los primeros datos de la vista se integran con una nueva entidad sen­
sorial”; en ambos, “nuestros poderes naturales alcanzan de pronto una signi­
ficación más rica que hasta entonces sólo estaba indicada en nuestro campo
perceptivo o práctico, no se anunciaba en nuestra experiencia más que como
una cierta deficiencia, y cuyo advenimiento reorganiza de pronto nuestro
equilibrio y colma nuestra ciega espera” (170).
Es pertinente agregar que la existencia de una forma de comprensión pre­
objetiva vehiculizada por la corporalidad aparece en otros desarrollos teóri­
cos. Un caso es la psicología genética de Jean Piaget (1964). En los primeros
años de vida (hasta el año y medio, aproximadamente) se desarrolla lo que
Piaget denomina “inteligencia sensorio-motriz”, como una inteligencia prác­
tica. En este “estadio” el niño se relaciona con el mundo a través de diferen­
tes “esquemas de acción” (percepciones y movimientos organizados) que cons­
tituyen la primera forma de conocimiento. Este esquema se construye sobre
la base de los reflejos y luego los hábitos de los primeros meses de vida. En
los inicios, casi no existe la diferenciación entre sujeto y objeto, ya que el niño
“refiere todo a sí mismo, o más concretamente a su propio cuerpo”. Recién al
final de la etapa, con la construcción de las categorías de objeto, espacio,
tiempo y causalidad, y la aparición del lenguaje, es decir de la función simbó­
lica, el niño “se sitúa ya prácticamente como un elemento o un cuerpo entre
los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que ahora siente
como algo exterior a él” (19). Pasa así del “egocentrismo integral primitivo a
la elaboración final de un universo exterior” (26). Según Piaget, estos esque­
mas no se pierden sino que subsisten y son reestructurados en los períodos de
desarrollo posteriores. Desde este enfoque, podría postularse entonces la per­
sistencia de la inteligencia sensorio-motriz en ese ser-en-el-mundo que des­
V ariaciones so b re la co rp o ra lid a d 49

cribe la fenomenología.5Asimismo, Lev Vygotsky plantea que “desde el punto


de vista filogenético y ontogenético el pensamiento y la comunicación a través
del cuerpo precede y se extiende siempre más allá del habla”; por tanto, sería
erróneo ver la praxis corporal como secundaria de la praxis verbal (Jackson,
1983: 328). Finalmente, Howard Gardner (1987) también destaca la existen­
cia simultánea de “múltiples inteligencias”; distingue ocho tipos entre los que
incluye la corporal-kinésica.
Como conclusión de esta primera presentación de los postulados de
Nietzsche y Merleau-Ponty, encontramos que ambos propondrán filosofías
en las que la corporalidad del sujeto es conocida y revalorizada. De esta
forma, los dos se colocan en la antítesis del sujeto cartesiano típico de la
modernidad. Además, confrontarán, aunque de maneras disímiles, con el
modelo científico positivista. A partir de este planteo inicial se deduce la
siguiente pregunta: ¿de qué manera específica cada autor construye la cor­
poralidad y qué papel juega ella en la definición de la subjetividad en su
relación con el mundo? Como analizaré seguidamente, el sujeto hecho
“carne” con el mundo que Merleau-Ponty describe será muy diferente de la
“voluntad de poder” que caracteriza al sujeto nietzscheano, pues cada autor
centrará su interés en distintas experiencias de la corporalidad —la “percep­
ción” de ese mundo que se nos aparece y el “movimiento” que intenta trans­
formarlo- y trazará caminos metodológicos también diferentes. No obs­
tante, pienso que en estas profundas diferencias reside la riqueza de su
combinación, a partir de una confrontación dialéctica como la que ensayaré.
Tal confrontación también permitirá plantear las hipótesis sobre los rasgos
constitutivos de la corporalidad que guían mi abordaje: la experiencia de la
“carne”, como vínculo del cuerpo con el mundo, y la de lo pulsional, como
poder desde el cuerpo sobre el mundo.

La “carne”: historias de invisibilización y exotización

Para ahondar en aquella experiencia originaria del mundo que la feno­


menología intenta captar, es útil recordar las reflexiones sobre la pintura
que Merleau-Ponty realiza en El ojo y el espíritu. Allí contrapone la activi­
dad del pintor con la de aquella “ciencia manipuladora” que, como señala en
la cita inicial, “renuncia a habitar las cosas”. La pintura, en cambio, abre­
varía especialmente en esa “napa primaria” de la experiencia que la feno­
menología describe: “Sólo el pintor tiene el derecho de mirar todas las cosas
sin algún deber de apreciación”, a diferencia el escritor o el filósofo, “quie­
nes no pueden declinar las responsabilidades del hombre que habla”
(Merleau-Ponty, 1977 [1960]: 12). Asimismo, el pintor posee una particular
relación cuerpo-mundo pues “es prestando su cuerpo al mundo como el pin­

5. También en H ubert Dreyfus y Stuart D reyfus (1999) se vinculan los planteos de M erleau-
Ponty con la ciencia cognitiva contem poránea.
50 S ìlv ia C itro

tor cambia el mundo en pintura” (15); esa relación también se evidencia en


las apreciaciones de muchos pintores acerca de que “las cosas nos miran” o
que “debe[n] ser traspasados[s] por el universo y no querer traspasarlo”
(25). Así, para Merleau-Ponty la actividad del pintor se convierte en arque­
tipo de la experiencia preobjetiva del mundo que la fenomenología describe.
Para comprender la elección de esta metáfora, es necesario indagar en dos
conceptos clave: la percepción como “comunión con el mundo” y la “carne”.
En el primer caso, la percepción implica una comunión en tanto el sujeto de
la sensación no es ni un pensador que nota una cualidad ni un medio inerte
afectado por ella sino “una potencia que co-nace (co-noce) a un cierto medio
de existencia o se sincroniza con él [...], es una cierta manera del ser del
mundo que se nos propone desde un punto del espacio, que nuestro cuerpo
recoge y asume si es capaz de hacerlo [...], la sensación es literalmente una
comunión” (Merleau-Ponty, 1993: 228).

En la percepción no pensamos el objeto ni pensamos el pensante,


somos del objeto y nos confundimos con este cuerpo que sabe del mundo
más que nosotros [...], vivo la unidad del sujeto y la unidad intersenso­
rial de la cosa, no los pienso como harán el análisis reflexivo y la cien­
cia. (253)

La experiencia de la percepción, donde sujeto y objeto constituyen poten­


cias en una relación de coimplicación, se convertirá para Merleau-Ponty en el
locus de la existencia: un modo de ser que es fundador de todo ser.
El concepto de carne surge en obras posteriores y es presentado como un
medio de superar la aparente paradoja que la corporalidad plantea. Esta
paradoja consiste en que el cuerpo es a la vez sensible y sintiente, visible y
vidente, es decir que puede convertirse en un cuerpo objetivo -cosa entre las
cosas, pertenecer al orden del objeto, a la manera de Descartes—pero es tam­
bién inevitablemente un cuerpo fenoménico -aquel que ve y toca las cosas-,
pertenece al orden del sujeto. Para Merleau-Ponty, el hecho de que general­
mente se haya planteado esta paradoja de la doble referencia de la corpora­
lidad no es mera casualidad, pues lo que ella esconde es que cada una “llama
a la otra”, en tanto cuerpo y mundo se comunican indefectiblemente por la
“facticidad de la carne”. En un intento de ejemplificar la experiencia de la
carne, dirá que lo que tenemos es “una carne que sufre cuando está herida
y unas manos que tocan” y no un “cuerpo” en tanto objeto permanente de
pensamiento. En otras palabras, la carne hace referencia a un sintiente sen­
sible que no puede desligarse de su relación con un mundo; si bien este
entramado de relaciones puede llegar a especificarse como “un cuerpo”, es
sólo a condición de ser pensado, objetivado, escindido de su condición exis-
tencial de carne. En Él ojo y el espíritu esta especie de equivalencia, de
unión y confusión entre cuerpo y mundo se ilustra diciendo que el mundo
está hecho con la misma “tela del cuerpo” y que el cuerpo pertenece al “tejido
del mundo”.
FLACSO- BíMt'ofeca
V ariacion es sob re la co rp o r a lid a d 51

Mi cuerpo es a la vez vidente y visible. El que mira todas las cosas,


también se puede mirar, y reconocer entonces en lo que ve el “otro lado”
de su potencia vidente. El se ve viendo, se toca tocando, es visible y sen­
sible para sí mismo [...]; es un sí mismo por confusión, narcisismo, inhe­
rencia del que ve a lo que ve, del que toca a lo que toca, del que siente a
lo sentido; un sí mismo, pues, que está preso entre las cosas [...]. Visible
y móvil, mi cuerpo está en el número de las cosas, es una de ellas, per­
tenece al tejido del mundo y su cohesión es la de una cosa. Pero, puesto
que ve y se mueve, tiene las cosas en círculo alrededor de sí, ellas son un
anexo o una prolongación de él mismo, están incrustadas en su carne,
forman parte de su definición plena y el mundo está hecho con la misma
tela del cuerpo. (Merleau-Ponty, 1977: 16-17)

En Lo visible y lo invisible, su obra postuma, Merleau-Ponty describe nue­


vamente la paradoja del cuerpo y sitúa la carne como una especie de “princi­
pio encarnado” de todos los seres visibles y tangibles:6

Si bien el cuerpo es cosa entre las cosas, es, en cierto sentido, más
fuerte y más profundo que ellas, y eso, decíamos, porque es cosa, lo cual
significa que se destaca entre ellas y, en la medida en que lo hace, se des­
taca de ellas. No es simplemente cosa vista de hecho (yo no veo mi
espalda), es visible por derecho, entra en el campo de una visión a un
tiempo ineluctable y diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es porque
tiene delante los seres visibles como objetos: están a su alrededor, llegan
hasta a invadir su recinto, están en él, tapizan sus miradas y sus manos
por dentro y por fuera. Si los toca y los ve, es únicamente porque, siendo
de su misma familia, visible y tangible como ellos, se vale de su ser como
de un medio para participar del de ellos, porque cada uno es arquetipo
para el otro y porque el cuerpo pertenece al orden de las cosas así como
el mundo es carne universal. Ni siquiera hace falta decir, como acaba­
mos de hacerlo, que el cuerpo se compone de dos hojas, una de las cua­
les, la de lo “sensible”, es solidaria del resto del mundo; no hay en él dos
hojas o dos capas [...], porque todo él, sus manos y sus ojos, no es más
que aquella referencia a una visibilidad y a una tangibilidad-patrón de
todos los seres visibles y tangibles, que tienen en él su semejanza y cuyo
testimonio recoge por la magia que es el ver y el tocar mismos. (Merleau-
Ponty, 1970 [1964]: 172)

En resumen, gran parte de la obra de Merleau-Ponty se esfuerza por des­


cribir aquella dimensión preobjetiva del ser, en la cual cuerpo y mundo se

6. “Para designarla [a la carne] haría falta el viejo térm ino »elem ento», en el sentido que se
emplea para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una
cosa general, a m itad de cam ino entre el individuo espacio-tem poral y la idea [...]. No hecho
o suma de hechos, aunque sí adherente al lugar y al ahora. M ucho más, inauguración del
dónde y del cuándo, posibilidad y exigencia del heo-ho, en una palabra, facticidad, lo que hacé
que un hecho sea h ech o” (M erleau-Ponty, 1970 [1964]: 74).
52 S ilv ia Citro

comunican a través de la carne. Sobre esta experiencia primera se alzan la


reñexión, el pensamiento, que instalan la escisión sujeto-objeto y con ella todo
el edificio de las ciencias; la fenomenología, sin embargo, intentará siempre
describir ese suelo de la experiencia vivida.
A medida que describamos las representaciones de la experiencia cuerpo-
mundo entre hombres y mujeres tobas, encontraremos importantes semejan­
zas con el tipo de interrelaciones que el concepto de carne plantea. Sobre todo,
porque los límites entre mundo humano, “natural”, y del poder no humano
resultan permeables y flexibles; incluso veremos que la misma idea de límite
es cuestionada, ya que a pesar de que estos mundos se diferencian en el len­
guaje, existencialmente están profundamente conectados. Ejemplos de estas
conexiones hallaremos al explorar sus concepciones de salud, enfermedad y
terapia, en los mitos, en las prescripciones relativas a las mujeres, o también
en la importancia atribuida a las “señas”, elemento que Wright (1997) ha des­
tacado. Ciertos episodios de la vida cotidiana —una dolencia o una enferme­
dad, un sueño, el canto de un pájaro—tienen la propiedad de convertirse en
señas, es decir, de actuar a la manera de índice de otros acontecimientos. En
la interpretación de la seña y en las experiencias vividas que la antecedieron
y la siguieron se ponen en juego una serie de elementos que se van encade­
nando. Estos elementos suelen abarcar desde vivencias corporales, pensa­
mientos, relaciones con las personas (yaqaya), con algunos animales (shigi-
yak), con ciertos fenómenos atmosféricos como el viento o la lluvia, hasta los
encuentros personales (nachaGan) con los seres poderosos (yaqa’a) y los vín­
culos con el Dios cristiano, todos en un mismo continuo existencial.
Uno de los estudios antropológicos clásicos sobre este tipo de representa­
ciones que vinculan estrechamente cuerpo-mundo es el análisis de Maurice
Leenhardt (1961) sobre la noción de cuerpo entre los canacos. Como eviden­
cia de los profundos vínculos entre cuerpo y naturaleza, el autor señala que
el léxico utilizado para designar las partes del cuerpo se corresponde también
con el del reino vegetal.7 Finalmente, el autor también describe mitos y prác­
ticas rituales que relacionan la vida de las personas con el árbol, revelando
así una supuesta “identidad de estructura y una identidad de sustancia entre
el hombre y el árbol” (28). Leenhardt concluye que en estas sociedades los
mitos constituyen una realidad vivida y que involucran una “identidad de
sustancia” entre cuerpo y naturaleza:

C u a n d o el h o m b re v iv e en la e n v oltu ra de la n a tu ra leza y tod a v ía no


se h a se p a ra d o de ella, n o se esp a rce en ella sino qu e es in v a d id o p or la
n a tu ra le za y sola m en te a tra vés de ella se con oce a sí m ism o. N o tiene
u n a visión an tro p o m ó rfica , sin o qu e q u ed a som etid o, p o r el con tra rio, a

7. A sim ism o, las correspondencias cuerpo-m undo se ilustrarían en la palabra karo, que
designa “al elem ento su sten tador necesario a la realidad de diferentes seres y cosas": karo
karno es el cuerpo hum ano; pero karo g i, el cuerpo del hacha (su m ango) y karo rhe, el cuer­
po del agua o m asa del río, para citar sólo algunos ejem plos (L eenhardt, 1961: 34).
V ariaciones so b re la c o rp o ra lid a d 53

los e fectos q u e p ro d u ce u n a v isió n in d iferen cia d a qu e le h a ce ab arca r el


m u n d o total e n c a d a u n a de su s re p resen ta cion es, sin qu e in ten te d istin ­
g u irse él m ism o de este m u n d o . S e p odría h a b la r de un a v isión cosm om ór-
fica. A sus ojos se c o rre sp o n d e n , en ton ces, la estru ctu ra d e la p lan ta y la
e stru ctu ra del cu e rp o h u m a n o : u n a id en tid a d de su sta n cia los con fu n d e
en u n m ism o flu jo de vida . E l cu e rp o h u m a n o está h ech o de la m ism a su s­
ta n cia qu e v e rd e a el ja d e , que form a las fron d osid ad es, que h in ch a de
sav ia to d o lo qu e v ive, y esta lla en los retoñ os y en las ju v e n tu d e s siem ­
pre re n o v a d a s. Y p o rq u e se h a lla totalm en te repleto de estas vibracion es
del m u n d o , el cu e rp o n o se d iferen cia de él. (L een h ard t, 1961: 35-36)

El trabajo de Leenhardt ha sido objeto de numerosas críticas pues tendía


a una interpretación casi literal de los datos de sus informantes, sin proble-
matizar la contextualización de los términos y, en general, la dimensión sim­
bólica y polisémica del lenguaje. Además, su idea de una “identidad de sus­
tancia” estaba influida por el modelo de Lucien Lévy-Bruhl sobre la
“participación” en la “mentalidad primitiva”, también ampliamente superado.
Más allá de estas críticas metodológicas, cabe destacar que autores como Le
Breton (1995) o Csordas (1999) le reconocen a Leenhardt haber captado esta
concepción “holista” del cuerpo, característica de muchas sociedades no occi­
dentales. Así, su trabajo fue fundamental para instalar un paradigma que
opone ese “cuerpo de los otros” a las concepciones dualistas predominantes en
Occidente.8
He mencionado algunos fragmentos del texto de Leenhardt por las simili­
tudes que presentan con las ideas de Merleau-Ponty sobre la carne. Las imá­
genes de Leenhardt de “un cuerpo repleto de las vibraciones del mundo”, que
se “confunde en un mismo flujo de vida”, resultan muy cercanas, por ejemplo,
a las de Merleau-Ponty acerca de que “el espesor del cuerpo, lejos de rivalizar
con el del mundo, es, por el contrario, el único medio que tengo para ir hasta
el corazón de las cosas, convirtiéndome en mundo y convirtiéndolas a ellas en
carne” (Merleau-Ponty, 1970: 168). No se trata aquí, sin embargo, de postular
solamente analogías simbólicas entre estos autores sino de proponer una
nueva mirada a partir de su confrontación. Considero que aquella identidad
y participación entre cuerpo y naturaleza que Leenhardt intentaba describir
para los canacos podría comprenderse mejor desde una perspectiva fenome-

S. Cito com o ejem plo de este tipo de definiciones algunas consideraciones de Arthur
Kleinm nn (19SS) en un trabajo de antropología médica. Para el autor, en ‘"Occidente sobre
todo a partir del m odelo biom édico”, el cuerpo constituye “una entidad discreta y objetiva í ...]
separada de los pensam ientos y em ocion es”, que funciona a la m anera de una máquimt; es
también “secularizado y pertenece al dom inio privado del individuo”. En las sociedades “no
occidentales, en cam bio, “el cuerpo es concebido com o un sistem a abierto que vincula las reía-
ciones sociales al sel/” ; un “balance vital entre elem entos interrelacionados en un cosmos
holístico [...] lo em ocional y cognitivo están integrados en procesos corporales” y el propio
cuerpo “es parte orgánica de un m undo sacro y sociocéntrico, un sistema com unicativo que
involucra intercam bios con los otros (incluido lo divino)” (11).
54 S ilv ia C itro

nológica, en tanto experiencia existencia! de la carne y no, como se hizo, en


términos lógicos de categorías de entendimientos diferentes de las occidenta­
les o, más recientemente, como nociones de cuerpo radicalmente contrapues­
tas. A mi juicio, tampoco alcanza con tratar estas relaciones cuerpo-mundo en
su dimensión meramente simbólica, pues esto ha conducido muchas veces a
olvidar el enraizamiento que los simbolismos poseen en la experiencia. Mi
hipótesis es que habría una experiencia fenomenológica de la carne común a
diferentes culturales, lo cual no implica, evidentemente, desconocer la diver­
sidad de prácticas y concepciones de la corporalidad, pero sí cambiar la pers­
pectiva desde la cual la analizamos. Así, la problemática de una experiencia
común de la carne y, a la vez, de la diversidad de cada cultura se replantea­
ría de la siguiente manera: ¿por qué la experiencia de la carne sería más visi­
ble en determinados contextos culturales -a partir de particulares usos del
lenguaje, de las prácticas y significaciones cotidianas, de los simbolismos
míticos y la vida ritual- mientras habría sido invisibilizada en la filosofía
occidental heredera del racionalismo y en las tradiciones culturales que se
conformaron con las burguesías europeas?
Ensayar la respuesta a estos interrogantes conduce ya no solamente a la
filosofía sino también a la historia. Sostener la existencia de un proceso de
invisibilización de la carne que se iniciaría alrededor del siglo xvn en la
Europa occidental supone postular que las cosas no siempre fueron así, que
aquella experiencia de la carne antes existió y fue visible, convirtiéndose
luego en objeto de disputas y relaciones de poder que buscaron negarla. En
efecto, al menos hasta el Renacimiento, predominaron concepciones sobre el
vínculo cuerpo-mundo en las que la experiencia de la carne sí era destacada.
Tal es lo que acontece, por ejemplo, en ciertas representaciones del cuerpo que
emergen en el cristianismo, así como en las culturas populares de la Edad
Media y el Renacimiento.9 En las definiciones de Bajtín sobre el cuerpo del
carnaval “enredado y confundido con el mundo”, “fusionado con la naturaleza”
y “asimilado con el cosmos”, resuena la analogía con la carne de Merleau-
Ponty:

N o te m o s en fin qu e el cu e rp o g ro te sco es c ó s m ic o y u n iv e rsa l, q u e los


e le m e n to s qu e h a n sid o se ñ a la d o s son co m u n e s al c o n ju n to d el cosm os:
tierra, ag u a, fu eg o, aire; está d ire cta m e n te lig a d o al sol y a lo s astros,
re la cio n a d o a lo s sig n o s del Z o d ía co y r e fle ja d o en la je r a r q u ía cósm ica ;
e ste cu erp o p u e d e fu sio n a rse con d iv e rso s fe n ó m e n o s d e la n a tu ra le za
[ ...] y p u ed e a sim ism o cu b r ir tod o el u n iv e rso [ ...]. E l h o m b r e a sim ila los
e lem en tos c ó sm ico s (tie rra agu a, aire, fu e g o ) e n c o n tr á n d o lo s y ex pe-
rie m n tá n d o lo s en el in te r io r de sí m ism o, en su p ro p io cu e rp o ; él sien te
el co sm os en sí m ism o. (B a jtín , 1994 [1930]: 28 7, 3 0 2 )

9. Dado que no podré e x te n d e r le agjty, e n f g t e punto, rem ito.al trabajo de Le B retón (1995)
y tam bién a mi propio análisis (Citro, 2003,'cap. 1) de las concepciones dél ctierpo en el cris­
tianism o, especialm ente en san Agustín, así como en Bajtín.
V a ria cion es sob re la co rp o r a lid a d 55

Seguramente, la visión cosmomórfica que Leenhardt describía para los


canacos no hubiera resultado tan exótica comparada con estas otras represen­
taciones, aunque sí, obviamente, si sólo se la coteja con el cuerpo-máquina de
la modernidad, con ese “objeto” singular que se “posee”. Esta última compa­
ración fue, en efecto, la que eligió hacer Leenhardt:

Al ignorar el melanesio que este cuerpo suyo es un elemento del cual


es el poseedor, se encuentra por ello mismo en la imposibilidad de dis­
criminarlo. No puede exteriorizarlo fuera de su medio natural, social,
mítico. No puede aislarlo. No puede ver en él a uno de los elementos del
individuo [...]. El primitivo es el hombre que no ha captado el vínculo
que lo une a su cuerpo y ha sido incapaz, por tanto, de singularizarlo. Se
ha mantenido en esta ignorancia al vivir el mito de la identidad, que él
experimenta sin diferenciarlo y que se presenta desde entonces como el
telón de fondo sobre el cual se perfilan muchas formas míticas de su
vida. (Leenhardt, 1961: 35-36)

En contraste con el autor, podríamos decir, por ejemplo, que muchos de los
filósofos racionalistas occidentales se han mantenido en la “ignorancia” al
vivir el mito del cuerpo-máquina y ser así incapaces de reconocer la carne con
el mundo, que los canacos o aquellos hombres y mujeres de las culturas popu­
lares de la Edad Media sí reconocieron. Nuevamente, es importante situar
aquí la intención que anima estas comparaciones interculturales. No se trata
de marcar analogías casuales sino de avanzar en la argumentación de nues­
tra hipótesis. Considero que, en la base de estas concepciones de la relación
cuerpo-mundo que en algunos aspectos son similares, se hallan ciertas expe­
riencias que también poseen similitudes. La experiencia práctica de la rela­
ción cuerpo-mundo entre los campesinos medievales europeos probablemente
tendría más semejanza, por ejemplo, con la experiencia práctica de los cana­
cos de Leenhardt; más semejanzas, al menos, que la que éstos tendrían con
las relaciones cuerpo-mundo de un burgués actual habitante de las ciudades
europeas. Este tipo de comparaciones entre contextos más ligados a los ciclos
de la naturaleza en contraposición con los urbanos tal vez resultan hoy dema­
siado simples y en efecto lo serían si con ellas se buscaran modelos explicati­
vos generales. No obstante, si lo que se intenta es identificar sólo “algunas”
dimensiones prácticas de la experiencia que incidirían en ciertas similitudes
presentes en diferentes culturas, la perspectiva no tiene por qué resultar
infructuosa de antemano. Probablemente, si algunas de estas semejanzas
hubiesen sido recordadas más a menudo, la antropología no habría incurrido
en algunos de sus excesos de exotización de los otros.
Retornemos entonces a la pregunta pendiente sobre los cambios producidos
con el avance de la burguesía. Si en ésta se consolida aquella ideología que
escindía el cuerpo de la persona y del mundo, es porque una nueva serie de
prácticas y por lo tanto de mentalidades se estaban afianzando. La experien­
cia del cuerpo en el mundo estaba cambiáñSb, en tanto formaba parte de un
proceso de transformación social más amplio. A pesar de la complejidad de este
56 S ilv ia C itro

proceso, señalaré sintéticamente algunos tópicos que lo resumen, a partir del


trabajo de José Luis Romero (1993). Entre éstos, la proliferación de las activi­
dades comerciales y productivas encaradas por aquellos hombres “libres” que
se desprenden de los lazos que los unían a sus comunidades de origen y se lan­
zan a la aventura personal y a la búsqueda del ascenso socioeconómico -la
“carrera abierta al talento”, en términos de Eric Hobsbawm-; el crecimiento de
las ciudades y la creación de sus propias formas de gobierno, que evocan tanto
la ruptura con el medio natural como con las jerarquías sociales heredadas; el
avance del individualismo frente al papel que antes poseían los lazos comuni­
tarios y la tradición; la desacralización del mundo que irá minando los dogmas
cristianos; el desarrollo de las ciencias experimentales, que plantea una doble
disolución entre realidad sensible y realidad sobrenatural, por un lado, y entre
el hombre y la naturaleza, por el otro. La naturaleza se conforma entonces
como un objeto separado del sujeto, que puede ser conocido y dominado a tra­
vés de la ciencia y la técnica e, incluso, también admirado como objeto estético.
Se trata de un proceso similar, en términos estructurales, al que vive el cuerpo:
es desacralizado convirtiéndose en pura extensión o máquina, es objeto de
conocimiento a partir de las disecciones de cadáveres y el desarrollo del cono­
cimiento anatómico, es objeto de control a través de técnicas de disciplina-
miento en diferentes instituciones y también se convierte en objeto estético,
especialmente en la pintura y escultura renacentistas.
La representación cartesiana del cuerpo-máquina se correspondía con su
utilización práctica como “herramienta”, como un “medio” que al ser discipli­
nado y controlado en su funcionamiento, hasta en los más mínimos detalles,
permitía aumentar su utilidad y hacerlo así cada vez más eñcaz para la pro­
ducción capitalista. De ahí, el proceso de alienación que vive el obrero a tra­
vés de su trabajo fragmentario y monótono en las fábricas. Para Marx, el
obrero es enajenado del producto de su trabajo, pero también de la misma
actividad del trabajo la cual, de ahora en más, sólo consumirá su fuerza física,
sus movimientos. El propio cuerpo es convertido en una máquina-herra­
mienta separada del ser, escindido de muchos de sus saberes prácticos que ya
no serán requeridos, por la repetición mecánica de un mismo gesto produc­
tivo; así, el trabajo capitalista “hace del ser genérico del hombre, tanto de la
naturaleza como de sus facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para
él, un medio de existencia individual. Hace extraños al hombre su propio
cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana”
(Marx, 1974: 115). Foucault nos recuerda que este disciplinamiento del cuerpo
se extenderá no sólo a las nacientes fábricas sino al conjunto del tejido social:

“ El lib ro del c u e r p o -m á q u in a ” se e scrib ió sim u ltá n e a m e n te en dos


re g is tro s: “ el a n a to m o -m e ta fís ic o ” , d el q u e D e sc a r te s h a b ía co m p u e s to
la s p rim e r a s p á g in a s y qu e los m é d ico s y filó so fo s c o n tin u a ro n , y “ el té c ­
n ic o -p o lític o ”, co n stitu id o p o r tod o un c o n ju n to d e re g la m e n to s m ilit a ­
res, e sco la re s, h o s p ita la r io s y p o r p ro c e d im ie n to s em p írico s y r e flex iv os
p a ra c o n tro la r la s o p e ra cio n e s del cu e rp o . (F o u c a u lt, 1987: 140)
V ariaciones so b re la c o rp o ra lid a d 57

Otro proceso fundamental para comprender los cambios en torno a la cor­


poralidad es la transformación de las costumbre de la vida cotidiana, primero
entre las capas cultivadas del Renacimiento y luego en la burguesía en gene­
ral, que comienzan a diferenciarse así de las culturas populares. Norbert
Elias (1993) estudió este importante aspecto de lo que denominó “proceso civi-
lizatorio” a través del análisis de los cambios en el comportamiento que, a
partir del siglo xvi, pueden rastrearse en las actitudes frente a las necesida­
des naturales del cuerpo, las maneras de mesa y las transformaciones de la
agresividad. Según Elias:

L as c o a c cio n e s so cia le s e x te r n a s se v a n co n v irtie n d o en coa ccion es


in te rn a s , la sa tis fa cc ió n de la s n e ce sid a d e s h u m a n a s p asa p oco a p oco a
re a liz a rs e en los b a s tid o r e s de la v id a social y se carga de sen tim ien tos
de v e r g ü e n z a y la r e g u la c ió n del co n ju n to de la v id a im p u lsiv a y a fectiv a
v a h a cié n d o s e m á s y m á s u n iv e rsa l a tra vés de un a a u tod eterm in a ción
c o n tin u a . (4 4 9 )

El autodominio del individuo se convierte de esta manera en un rasgo


característico del burgués, enfatizado también por la ética ascética del protes­
tantismo, que para Max Weber (1998 [1905]) será crucial en el surgimiento
del capitalismo. En contraste con el autodominio del cuerpo y la emoción,
Elias señala, por ejemplo, la dimensión pasional, de dolor y goce en el propio
cuerpo,' implicada en la práctica de la guerra y el misticismo en el mundo
medieval. Justamente, analizaré luego cómo Nietzsche reivindicaba aquella
dimensión del valor y la fuerza, que hallaba en la mentalidad de los varones
germánicos y que se extendió a la caracterización de lo masculino.
Para completar este análisis genealógico acerca de la concepción moderna
del cuerpo y la persona es necesario situar una de las críticas clave del pensa­
miento feminista: en qué medida estas concepciones se corresponden con la
imposición de un modelo de masculinidad que invisibiliza la experiencia feme­
nina. Retomaré brevemente algunas de las críticas de Christine Battersby
(1993) a la semántica cognitiva de Mark Johnson y George Lakoff. Estos auto­
res sostienen que uno de los rasgos más penetrantes de la experiencia corpo­
ral es la percepción de nuestros cuerpos “como un recipiente con límites”:

E l self e sta ría d e n tro del cu e r p o y sus lím ite s “n os p roteg en y resis­
ten co n tra la s fu e rz a s e x te r n a s” y ta m b ié n “r e tie n e n las fu erza s in te r ­
n a s de e x p a n s ió n ” . E ste tipo d e e stru ctu ra s su b y a ce n te s del em boclim cn t
“fo rm a n y co n str iñ e n la im a g in a ció n vía p a tro n e s de tipo g está ltico o
e sq u e m a s q u e o p e ra n en u n n iv el p re co n ce p tu n l” ; así, el n iv el m ás
b á sico de la sig n ifica ció n r e sid e “ sobre los esq u e m a s de im ag in ación que
se le v a n ta n de la e x p e rie n cia (u n iv e rsa l) del e m b o d im e n t". (C itad o por
B attersb y, 1993: 31)

Para Battersby, en cambio, esta experiencia del embodiment n o p o d r í a


considerarse universal. Retomando a Irigaray, considera que la concepción
de la “identidad basada en contenedores espaciales, en sustancias y átomos”
58 S ilv ia C itro

y en la “repulsión o exclusión del no ser” es fundamentalmente parte del ima­


ginario masculino, y este modo se habría trasladado a la ciencia, a modelos
que “privilegian la forma, la solidez, la óptica y lo fijo” (34). Más allá de algu­
nas críticas puntuales de Battersby a Irigaray, la autora concuerda con que
el modelo de self prevaleciente en Occidente es masculino. De esta manera,
“se perdió en nuestras culturas la tradición alternativa de pensar la identi­
dad basada en la fluidez” y “en la interpenetración del ser con los otros”, tra­
dición alternativa que sería más cercana a la experiencia femenina (34-35).10
Siguiendo este modelo, podríamos sostener que la profunda interpenetración
del cuerpo con el mundo que caracterizamos con Merleau-Ponty retomaría
estos aspectos invisibilizados de la experiencia que Irigaray y Battersby aso­
cian con lo femenino; en cambio, la resistencia y la confrontación con el
mundo que, como veremos, caracterizan a la voluntad de poder nietzscheana,
tendrían más elementos cercanos a la caracterización de lo masculino postu­
lada por las autoras. En el capítulo 8 profundizaré estos temas, al analizar
cómo la experiencia fenomenológica de apertura al mundo, de la carne, se
intensificaría en las mujeres tobas.
Ahora bien, frente a esta breve genealogía del cuerpo moderno,ucabe pre­
guntarse si la experiencia fenomenológica de la carne seguiría existiendo en
nuestras sociedades. Evidentemente, desde Merleau-Ponty, un autor que la
describe desde su experiencia cotidiana como europeo de mediados del siglo XX,
la respuesta es que sí; no obstante, es indudable que también existió un pro­
ceso de invisibilización de esa experiencia en nuestras representaciones cul­
turales hegemónicas. Paradójicamente, entonces, si consideramos que la
experiencia de la carne posee una amplia extensión cultural, podrían inver­
tirse las proposiciones que asignan el exotismo a los otros y señalar que es la
concepción del cuerpo-máquina la que resultaría exótica, en tanto marcada­

10. Para Irigaray, en la filosofía occidental y el psicoanálisis, la m ujer h a sido concebida sólo
como “lo diferente a lo m asculino” , sea “com o carencia o com o exceso” . En este sentido,
Battersby sostiene que no se trata de oponer la experiencia fem enina de la flu idez e in te r­
penetración a la m asculina, en térm inos esenciales. La experien cia fem enina no con stitu i­
ría ni la excepción al m odelo m asculino ni tam poco d ebería proponerse com o el ideal o
norma de lo que debería ser; se trata de form as alternativas de concebir la identidad que
siem pre han existido -a u n q u e una de ellas haya sido la h e g e m ó n ic a - y que requ erirían ser
integradas para construir una “nueva m etafísica del ser” . U n planteo sim ilar se encuentra
en la propuesta de R ita Segato (1997), aunque basada en el m odelo lacaniano. Para esta
autora, existe la capacidad de circular por las posiciones posibles que la estru ctu ra de géne­
ros presupone, no sólo en lo que atañe a los aspectos fu ncionales sino tam bién en el regis­
tro de los afectos.
11. Cada vez que aluda a las representaciones “m odernas” de la corporalidad, refiero a las
representaciones del dualism o y del cuerpo-m áquina, las cuales em ergieron com o hegem óni­
cas a partir de los procesos socioculturales m ás am plios aquí analizados. A sí, el térm ino
posee un valor de síntesis analítica, pero no intenta, de ninguna m anera, negar la existencia
de otras representaciones de la corporalidad dentro de ese período histórico. De hecho, los
planteos de N ietzsche, H usserl y M erleau-Ponty, por ejem plo, son parte de ese período.
V a ria cion es so b r e la co rp o ra lid a d 59

mente diferente de las de otras sociedades. En efecto, ésta es la ideología que


emerge como creación particular de una tradición sociocultural, la de la bur­
guesía europea en su momento de consolidación, la cual intentaba borrar los
lazos que testimoniaban los vínculos de la corporalidad con el mundo, víncu­
los que, sin embargo, se destacan en las representaciones de la persona de
muchísimas otras sociedades, no sólo aborígenes sino también en diferentes
sistemas de creencias orientales. La paradoja antes mencionada reside en que
de aquella tradición sociocultural provinieron los mayores intentos de erigir
sus propias concepciones de sujeto y de mundo (¡tan exóticas!) como norma
universal: el colonialismo y aquella “ciencia manipuladora” a la que Merleau-
Ponty refería son ejemplos de tales intentos.
Tal vez uno de los argumentos más contundentes para corroborar esta
hipótesis de la persistencia de la carne aun en la modernidad provenga, para­
dójicamente, de Descartes. Máximo exponente de la obsesión por controlar el
cuerpo a través de la razón e incluso por hacerlo desaparecer para evitar sus
interferencias engañosas, terminó reconociendo, sin embargo, que en la vida
cotidiana eso era imposible de lograr. Así, en sus últimos escritos, cuerpo y
alma aparecen indisolublemente ligados y las “pasiones del alma” (asentada
principalmente en la glándula pineal) recorrerían el cuerpo, en tanto “son
causadas, mantenidas y fortificadas por un movimiento de los espíritus” ani­
males que transitan por nuestros nervios y sangre (Descartes, 1989 [1637]:
99). La pregunta por cómo se produce la acción de la res cogitans u alma sobre
el cuerpo y viceversa fue planteada a Descartes por una mujer, la princesa
Isabel de Bohemia. En su respuesta, Descartes le reconoce a Isabel la impor­
tancia del problema que le presenta, al cual no se había dedicado antes, pues
su “principal objetivo consistía en probar la distinción que hay entre el alma
y el cuerpo” (Granada, 1989: xxvi). Así, de esta sutil y provocativa interferen­
cia femenina en los cimientos de la filosofía racionalista masculina, surge el
Tratado de las pasiones del alma, escrito por Descartes un año antes de su
muerte, donde sostendrá que “el alma está verdaderamente unida a todo el
cuerpo”. De esta forma, el dualismo ontològico de la res cogitans y la res
extensa, destinado inicialmente a consumar la desanimación y la desantropo-
morfización del mundo despojándolo de toda finalidad para ponerlo bajo la
tutela del pensamiento y el dominio de los hombre (no de las mujeres), pasa
a ser cuestionado en el ámbito de la realidad humana. No obstante este
importante cambio, el dualismo no dejará de ser una prescripción metodoló­
gica clave para “el” filósofo racionalista: es necesario aquietar esas pasiones
(que pasarán a vincularse preponderantemente a lo femenino) y desconfiar de
los datos de los sentidos para alcanzar el verdadero saber.

La hipótesis del vínculo del cuerpo con el mundo

Después de este largo recorrido que nos ha llevado de la “carne" al cuerpo


de los otros y a la génesis del cuerpo occidental moderno con sus dimensiones
masculinas y femeninas, es momento de extraer las conclusiones que guiarán
60 S ilv ia C itro

nuestro trabajo. Por un lado, la hipótesis de encontrar en la experiencia de la


carne, en la imbricación existencial del cuerpo con el mundo, un elemento
común, un rasgo existencial de la vida humana, aunque vivenciado con inten­
sidades disímiles por hombres y mujeres de diferentes épocas y lugares. Por
otro, la certeza de que en la medida en que estos mundos son diferencial­
mente construidos en cada cultura y hasta las mismas prácticas cotidianas de
los cuerpos son diferentes, aquella experiencia primaria de la carne adquiere
modos disímiles y, por lo tanto, podrá ser representada de diversas maneras
en las filosofías y concepciones culturales, incluso hasta ser enmascarada y
negada. Cuando la antropología olvida esta experiencia originaria y compar­
tida de la carne y, continuando con la tradición de Leenhardt, contrapone las
concepciones modernas del cuerpo con las no occidentales, lo que hace es opo­
ner una determinada ideología que invisibiliza el vínculo cuerpo-mundo con
las representaciones culturales de otras sociedades que no invísibilizan ese
vínculo, presentándolas como radicalmente diferentes de las del investigador.
Cabe recordar aquí que trabajos más recientes como el de Michel Lambek
(1998) no sólo destacan este carácter fuertemente ideológico de lo que se ha
querido definir como “representación occidental del cuerpo” sino que también
analizan la presencia de tópicos como el dualismo o el individualismo en
sociedades aborígenes, las cuales solían caracterizarse como totalmente
extrañas a estas nociones.12 Por eso resulta imprescindible un análisis que
vincule las prácticas de las corporalidades de hombres y mujeres con los sis­
temas de representaciones y con las luchas ideológicas por legitimarlas que
acontecen en cada contexto sociohistórico.
En resumen, a partir de este enfoque, por un lado, tenemos la posibilidad
de encontrar ciertas experiencias comunes, tal vez universales, de la corpora­
lidad; por otro, la advertencia de que la diversidad cultural siempre surge. Y
si he dicho “tal vez”, es porque hoy resulta difícil atreverse a hablar de uni­
versales, después de la deconstrucción, la crítica poscolonial y la feminista.
Sin embargo, si nos atrevemos a nombrar este “tal vez”, es porque aquellas
legítimas críticas de los universalismos pueden volverse contraproducentes,
teórica y políticamente, si terminan impidiéndonos pensar de modo compara­
tivo, si impiden plantear las similitudes entre los seres humanos, si coartan
los diálogos. Como Strathern y Lambek (1998) han destacado, el hecho de que
los paradigmas de cada cultura (y, agregaría, de los géneros sexuales) sean
“inconmensurables” no significa que sean “incomparables”; que no exista una
regla o norma común contra la cual medir o evaluar las diferencias no implica

12. Lam bek propone pensar las relaciones cuerpo-m ente com o una tensión fundam ental de
la experiencia hum ana, un problem a inherente a la condición y a la capacidad de autorrefle-
xión del ser hum ano. Si bien el dualism o sería trascendido en la experiencia práctica, como
la fenom enología ha dem ostrado, para L am bek la distinción entre lo corpóreo y to m ental
estaría presente de diferentes m aneras en las categorías de pensam iento de gran parte de
las culturas; aunque cada una conceptualizaría estos térm inos y sus relaciones de una form a
particular, por ejem plo, en m odelos tripartitos de persona.
V ariacion es sobre la co rp o r a lid a d 61

que los diálogos sean imposibles y que dialogando encontremos ciertas seme­
janzas, además de diferencias. Mi intención, entonces, no es erigir la fenome­
nología de Merleau-Ponty en una especie de referencia universal sino poner
en diálogo la particular sensibilidad de este europeo de la segunda posguerra
para describir su relación cuerpo-mundo, con las particulares sensibilidades
de algunos hombres y mujeres tobas -com o Teresa Benítez, Chetole, Estela
Medina, Roberto Yabaré, Miguel y Víctor Velázquez, entre muchos otros-,
quienes a partir de sus propias descripciones y de sus prácticas me han per­
mitido conocer algo de sus experiencias y representaciones de las relaciones
cuerpo-mundo. Posiblemente, desde la perspectiva de la economía política del
conocimiento que algunos todavía defienden, la legitimidad asignada a los
capitales simbólicos de unos y de otros resulte muy diferente, pero ¿acaso eso
impediría el diálogo...? Todo lo contrario, para nosotros lo impulsa como polí­
tica de resistencia y disputa frente a esas perspectivas. Creo firmemente que
esta especie de relativismo clialógico es uno de los aportes que la mirada
antropológica sobre los otros —a menudo periféricos- y sobre sus saberes -a
menudo soterrados—puede brindar. Finalmente, es este juego de contrastes el
que también permite deconstruir nuestras propias concepciones científico-
culturales, “proporcionándonos alguna facultad crítica con que evaluar y com­
prender las suposiciones sacrosantas e inconscientes que se construyen y sur­
gen de nuestras formas sociales” (Taussig, 1992: 29). En nuestro caso, esta
perspectiva dialógica es la que permite develar el carácter socialmente cons­
truido de proposiciones sacrosantas de la modernidad, como las del cuerpo-
máquina y el dualismo.
Hechas estas aclaraciones, precisemos la doble dimensión que nuestra
hipótesis de la experiencia fenomenológica de la carne abarca: si bien los
modos de percepción o las técnicas cotidianas por las que nuestro cuerpo se
mueve en el mundo son diferentes según las culturas, todas éstas, a pesar de
su diversidad, pondrían enjuego indefectiblemente una dimensión preobjetiva
del ser, por la cual podemos “habitar” el mundo y nos hallamos unidos a él. Así,
esta hipótesis es la que nos permitirá crear uno de esos lugares de encuentro
entre nuestra travesía filosófica y la etnográfica. En las Meditaciones cartesia­
nas la existencia de la carne puede ser borrada de nuestras representaciones
o ser puesta entre paréntesis, pero nunca logra ser eliminada como dimensión
existencial del ser humano. Más allá de los intentos de la razón por disciplinar
el cuerpo, éste sigue revelándonos que posee su propia vida como parte inne­
gable de nuestra subjetividad, sea por su comprensión preobjetiva del mundo
como por aquellas pasiones cartesianas o, como enseguida veremos, por esa
libido que ya san Agustín reconocía y que reencontraremos en Nietzsche y en
Freud. Es momento, entonces, de explorar esta última faceta de la corporali­
dad, probablemente otra de las dimensiones existenciales comunes, otro de
nuestros lugares de encuentro. Sin embargo, otra discusión nos aguarda antes
de animamos a enunciar tal posibilidad.
62 S ilv ia C itro

Danza, voluntad de poder y pulsión

La confrontación inicial de Nietzsche con las tradiciones platónicas y el


cristianismo continuó hasta el positivismo científico. Nietzsche veía en la bús­
queda de un orden, de una verdad, y en el deseo de certeza de la ciencia, la
sombra de las ideas metafísicas de la tradición judeo-cristiana. En contraste,
su gaya cie?icia desechaba todo deseo de certeza y se ejercitaba en la sospecha:

El grado de fuerza de un individuo (o de debilidad, para expresarse


más claramente) se manifiesta en la necesidad que tiene de creer para
prosperar, de contar con un elmento “estable” lo más sólido posible por­
que se apoya en él [...]. En Europa el cristianismo sigue siendo hoy nece­
sario para la mayoría, porque en él se encuentran todavía creencias [...].
Algunos siguen necesitando la metafísica; pero está también ese impe­
tuoso deseo de certeza que hoy estalla en las masas, bajo la forma cien­
tífico-positivista, ese deseo de poseer algo absolutamente estable
Por el contrario, cabría concebir una autodeterminación alegre y fuerte,
una libertad en el querer, ante la cual un espíritu desecharía toda cre­
encia, todo deseo de certeza, por haberse ejercitado en mantenerse en
equilibro sobre el ligero alambre de la posibilidad, e incluso bailar ade­
más al borde del abismo. Un espíritu así sería el espíritu libre por exce­
lencia. (Nietzsche, 1995: 220, 222)

El “espíritu libre” y posteriormente el “superhombre” representarían a ese


ser humano que ha tomado conciencia -n o sólo teóricamente sino vitalmente-
de que Dios ha muerto, que no hay un más allá y, en general, del carácter fic­
ticio (creado) de la trascendencia de lo bueno, lo bello y lo santo. En conse­
cuencia, se descubrirá a sí mismo con el poder de invertir los valores vigentes
y crear otros nuevos. Esta actitud de crítica y creación es el modelo que define
la reflexión filosófica nietzscheana. En sus últimos escritos, la crítica de los
valores se extiende, adquiriendo un carácter epistemológico más general:
todos los valores constituyen “interpretaciones nuestras introducidas en las
cosas”, no existe por tanto “un sentido en el «en sí»”; se trata simplemente de
sentidos “de relación y de perspectiva” (Nietzsche, 2000 [1901]: 407).
Una de las primeras metáforas de Nietzsche para caracterizar a este
nuevo hombre es la del trovador provenzal, “síntesis de cantor, caballero y
espíritu libre” (citado por López Castellón, 1995: 15). Es bien conocida la recu­
rrencia a la música y al lirismo poético para expresar su nueva filosofía; tal
vez ha sido menos recordado que esa música debía ser una “canción de
danza”, como sostenía Nietzsche: “Mi estilo es una danza, un juego de sime­
trías de toda especie y un atropello y mofa de esas simetrías” (ídem). En
efecto, en el párrafo de La gaya ciencia antes citado se aprecia que la danza
simboliza el movimiento que realiza su ciencia, que se ejercita en mantenerse
en equilibro sobre el “ligero alambre de la posibilidad” y que incluso “baila” al
borde del abismo; “posibilidad” y “abismo que remiten a la no existencia de
certezas sobre el mundo. Sugestivamente, en el epílogo, aparece nuevamente
la metáfora del baile: los espíritus del libro le recuerdan al filósofo que “deje
V ariacion es so b re la c o rp o r a lid a d 63

la música fúnebre” y vuelva a entonar “una música que invite a bailar”


(Nietzsche, 1995: 270). En diferentes textos, la metáfora del baile vuelve a
surgir, para exaltar la libertad y la creación de ese nuevo sujeto:

Es tremendo el grado de resistencia que hay que vencer para man­


tenerse en la superficie; se trata de la medida de la libertad, lo mismo
en lo que se refiere a la sociedad que a los individuos; poniendo la liber­
tad como un poder positivo, como voluntad de poder [...]. Hay que tener
contra sí a los tiranos para ser tirano; esto es, libre. No es pequeña ven­
taja tener sobre la propia cabeza cien espadas de Damocles: así se
“aprende a bailar” y se llega a la “libertad de movimientos”. (Nietzsche,
2000: 506)

El baile, en tanto símbolo de la libertad humana, se convierte en expresión


de lo más sublime que puede hallarse en el hombre:

Y una vez quise bailar como nunca había bailado aún; quise bailar
allende todos los cielos. Entonces ganasteis a mi más querido cantor. Y
entonó su canto más lúgubre y sombrío. ¡Ay! ¡Me zumbó en los oídos
como el cuerno más fúnebre! ¡Cantor mortífero, instrumento de maldad,
tú el más inocente! Yo estaba dispuesto para el mejor baile, y tú con tus
notas mataste mi éxtasis. Sólo en el baile sé yo decir los símbolos de las
cosas más sublimes. (Nietzsche, 1984: 79)

Al inicio de ese mismo libro, Así hablaba Zaratustra, Nietzsche presenta


otra metáfora del superhombre, en la cual también se aprecia el valor otor­
gado a la creación. Me refiero a la idea del superhombre como “niño”. Tres
transformaciones son necesarias en el proceso de generación del superhom­
bre: primero debe convertirse en “camello”, para tomar sobre sí la pesada
carga de la moral invertida; luego transformarse en “león”, para criticar la
moral del deber ser, del “tú debes”, y luchar por el “yo quiero”, por “crearse
una nueva libertad”; finalmente, se transforma en “niño” , en el creador espon­
táneo de su propio juego, de los nuevos valores, pues “para el juego de la cre­
ación, hace falta una santa afirmación: el espíritu quiere ahora su voluntad,
el que ha perdido el mundo quiere ganarse su mundo” (20).
En resumen, movimiento, baile, creación y juego son las principales imá­
genes que simbolizan la actitud crítica que la filosofía nietzscheana impli­
caba. También me interesa profundizar la concepción del baile como manifes­
tación de lo sublime, la cual aparece ya en las primeras reflexiones sobre lo
dionisíaco:

Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de


una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en
camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la
transformación mágica [...], en él resuena algo sobrenatural: se siente
dios. (Nietzsche, 1997: 45)
64 S ilv ia Citro

El arte, en términos generales, era considerado por Nietzsche “la tarea


suprema y la actividad propiamente metafísica” del hombre. Sostenía que
“sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo (39,
31); de ahí que el artista fuese en sus primeros escritos ese artista-dios cre­
ador de mundos. Estas reflexiones sobre el arte y específicamente sobre la
danza poseen una particular resonancia para quien estudia estas manifesta­
ciones y las practica. La frase antes citada, “sólo en el baile sé yo decir los
símbolos de las cosas más sublimes”, podría encontrarse expresada, con sus
propios modos, entre bailarines de diferentes culturas.
Repasemos brevemente algunas de estas fascinaciones que la danza ha
ejercido en el pensamiento occidental. Mary Wigman, una de las pioneras de
la danza expresionista alemana, sostenía que si ella pudiera decir con pala­
bras lo que expresaban sus danzas, no habría razón para bailar. Sachs (1980)
también otorgó un especial lugar a la danza; la consideraba “la madre de
todas las artes” por ser la única que “vive en el espacio y en el tiempo”, y sos­
tenía que, “en esencia, la danza es simplemente la vida en un nivel superior
(13, 15). En muchos rituales, la danza y su inevitable conjunción con la
música constituyen las formas privilegiadas de contacto o acceso al poder
sagrado. El mismo Sachs nos recuerda algunas expresiones que evidencian
ese papel, por ejemplo, la del canto derviche que enuncia que “el que conoce
el poder de la danza tiene su morada en Dios”, o la de Jesucristo, según un
himno gnóstico: “Quien no baila desconoce el camino de la vida” (13-14).
Susanne Langer (1983 [1953], una de las pocas filósofas abocadas a la danza,
señalaba que lo caracteristico.de ese arte, su “ilusión primaria” distintiva, era
“crear una región virtual de poder”, es decir, crear la apariencia de poderes o
fuerzas que actúan a través de los gestos de los danzantes (38-39). Su plan­
teo, influido por el pensamiento de Ernst Cassirer sobre la conciencia mítica,
se basaba en el papel de la danza en el mundo tribal, en el cual los hombres
vivían en “un mundo de poderes” que para Langer determinaban el curso de
los eventos humanos y cósmicos. Más allá de cierta persistencia de los mode­
los de “mentalidad primitiva” en su propuesta, lo interesante es que el primer
reconocimiento de la idea de poder, en tanto fuerzas o impulsos, surgiría de la
experiencia del cuerpo humano y, por ende, su primera representación habría
sido a través de la danza.13 Los tempranos planteos de Rafael Karsten (1915)
para los grupos chaqueños poseen algunas analogías. Según este autor,
cuando en la noche los espíritus se aproximaban a los poblados, lo hacían dan­
zando; por eso, imitando sus movimientos, voces o apariencias, los hombres
podían controlarlos:

13. Paul S pencer (19S5) sostiene que en la teoría de L anger tam bién existe una im portante
influencia del p ensam iento de E m ite D urkheim , aunque ella no lo m encione. En el capítulo
7 analizaré cóm o el “poder” intrínseco otorgado a la danza se vincula con aquel “estado de
efervescencia” ritu al descripto por D urkheim (1995), y que hacía que la “fuerza m oral” de la
sociedad se im pusiera sobre los individuos participantes.
V ariaciones so b r e la co rp o ra lid a d 65

La magia de las danzas depende de la misma idea del poder mágico


adscripto a la voz humana y a ciertas partes del cuerpo humano. El
cuerpo humano en sí mismo es mágico debido al espíritu por el cuál éste
es animado o, aun, por la energía vital y psíquica con cual es llenado
[...], a través de ciertos movimientos rítmicos del cuerpo, parte de la
energía latente en el organismo es soltada [...]. Estos movimientos, com­
binados con el canto [...] y el poderoso sonido de tambores o sonajas, se
cree que actúan irresistiblemente sobre los seres sobrenaturales que los
indios intentan influenciar. (34)

Más allá de los diferentes contextos culturales aludidos en estas reflexio­


nes, un núcleo significativo que persiste es el vínculo de la danza con alguna
noción de poder, tema fundamental que veremos reaparecer en nuestro aná­
lisis de las performances tobas. Para ahondar en estos vínculos entre corpora­
lidad, movimiento y poder, otro concepto fundamental de Nietzsche que deseo
mencionar es el de “voluntad de poder”. Esta noción presenta no pocas dificul­
tades. Por un lado, porque ha sido elaborada por Nietzsche sobre todo en su
último trabajo -La voluntad de poder (Ensayo de una transmutación de todos
los valores)-, que no había llegado a concluir ni a revisar, por lo que el con­
cepto presenta un tratamiento sumamente fragmentario. Por otro, a esta
situación se suman una serie de tergiversaciones, originadas en que los apun­
tes manuscritos sufrieron un intencional recorte al ser editados por la her­
mana del filósofo. Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu (1996) aclaran
que “la voluntad de poder no consiste en ningún anhelo ni en ningún afán de
apoderarse de nada ni de dominar a nadie, sino que es creación; es el impulso
que conduce a hallar la forma superior de todo lo que existe y a afirmar el
eterno retorno que separa las formas superiores, afirmativas, de las formas
inferiores o reactivas”. Veamos una definición de la voluntad de poder que
destaca la dimensión orgánica de este impulso agente:

Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida


instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma
básica de voluntad -a saber, de la voluntad de poder, como dice mi
tesis-; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgáni­
cas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en ella también la solu­
ción del problema de la procreación y de la nutrición -es un único pro­
blema—, entonces habríamos adquirido el derecho a definir
inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder.
(Nietzsche, 1 9 83 [1 886]: 62)

Otro rasgo clave en torno a este concepto es su vinculación con las expe­
riencias de “goce y displacer” o “placer y dolor”. Es pertinente recordar que
una de las críticas de Nietzsche al cristianismo consistía en que éste proponía
“no sufrir a cambio de no gozar”, es decir, postulaba una “felicidad” en un nuís
allá, el cual sólo se podía alcanzar a cambio de destruir o aquietar las pasio­
nes, la sensualidad y la voluntad. Así, por ejemplo, caracterizará al cristia­
nismo como “voluntad de ocaso” o “filosofía del miedo”. En oposición, toda su
66 S ilv ia C itro

filosofía reside en una disposición a sufrir y gozar, pues “en el dolor hay tanta
sabiduría como en el placer” (Nietzsche, 1995: 193). Por eso, entre sus arque­
tipos, además del trovador provenzal se hallan el héroe y guerrero, persona­
jes complementarios en su ideal filosófico en tanto encarnan los atributos del
noble medieval: “Lo único noble es el ocio y la guerra” (200). El tema del dolor
aparece constantemente en sus textos y también en su vida, atravesada por
diversas experiencias de enfermedad; incluso la misma práctica filosófica será
concebida como “una cura regeneradora”: “En lo tocante a la enfermedad esta­
ríamos tentados a preguntarnos si es totalmente posible prescindir de ella.
Sólo el gran dolor es el liberador último del espíritu, el pedagogo de la gran
sospecha” (40). En su último trabajo, Nietzsche definía la dialéctica del pla­
cer y el dolor:

Si es v e rd a d q u e la n a tu ra le za ín tim a del s e r es la v o lu n ta d de poder,


si el goce eq u iv a le a to d o a u m e n to de poder, y el d isp la ce r a tod o c e ñ i­
m ie n to de n o p o d e r re sistir [...], ¿n o d e b e ría m o s co n sid e r a r e n to n c e s el
p la ce r y el d isp la ce r com o h e ch o s ca rd in a le s? ¿P u e d e e x is tir la v o lu n ta d
sin esta d ob le o scila ció n del sí y del n o? [...]. L a c ria tu ra es v o lu n ta d de
p o d e r en sí m ism a y, p o r c o n sig u ie n te , s e n tim ie n to del g o zo y la tristez a .
Sin em b a rg o , la cria tu ra tie n e n e c e sid a d de los c o n tra ste s , de la s r e s is ­
te n cia s; p or co n sig u ie n te , d e la s u n id a d e s qu e r e la tiv a m e n te se s o b r e p o ­
n e n en poder. (N ie tzsch e , 20 00: 46 4)

De los diferentes párrafos sobre la voluntad de poder aquí seleccionados,


me interesa destacar dos cuestiones. En primer lugar, su caracterización
como una “fuerza agente” o “energía” que refiere a todas las funciones orgá­
nicas (el “mismo problema” de la procreación y la nutrición); se trata de una
“sabiduría total del organismo”, de la cual el “yo consciente” no es más que un
instrumento (citado por López Castellón, 1995: 15). En segundo lugar, esa
fuerza que al aumentar o desplegarse genera placer necesita también de la
resistencia, de unidades que se sobreponen a ella y generan displacer, pues
una no puede comprenderse sin la otra: “Y en cuanto cualquier fuerza sólo
puede desplegarse contra resistencias, es necesario en toda acción un ingre­
diente de displacer; no obstante, este displacer actúa como estímulo vital,
reforzando la voluntad de poder” (Nietzsche, 2000: 465). Es más, placer y dis­
placer no serían más que “juicios de valor de segundo orden que se deducen
de un valor dominante”, consecuencias de aquella voluntad de poder que
busca su aumento y que “no anhela el placer ni esquiva el displacer” (469).
La caracterización de la voluntad de poder como aquella energía propia del
cuerpo que en vez de obedecer a la razón hace que ésta la obedezca nos
recuerda a la libido que ya tan tempranamente san Agustín reconociera. Si
bien el concepto nietzscheano es mucho más amplio, comparte con el de san
Agustín el carácter de una fuerza corporal que no depende exclusivamente de
la conciencia. No es extraño que el “santo” y el que aceptara con placer iden­
tificarse con el “anticristo” se ocuparan de una problemática semejante pero
que valorarían en forma inversa. Lo que ambos afirman es la importancia de
V a ria cio n e s so b r e la co rp o r a lid a d 67

esta energía propia del cuerpo: para uno, es fruto del castigo del hombre que
desobedeció a Dios;14 para el otro, es la fuerza que hace que no deba obedecer
a nadie más que a sí mismo, es la que lo hace sentirse dios.
Pocos años después de Nietzsche, las elaboraciones de Freud sobre el Trieb
o pulsión13 y sobre la libido retomarían estos tópicos, aunque sus desarrollos
posean sentidos específicos. Según una sintética definición del no menos com­
plejo concepto de pulsión, ésta refiere al “proceso dinámico consistente en un
empuje [...] que hace tender al organismo hacia un fin [...], una pulsión tiene
su fuente en una excitación corporal (estado de tensión); su fin es suprimir el
estado de tensión que reina en la fuente pulsional; gracias al objeto, la pul­
sión puede alcanzar su fin” (Laplanche y Pontalis, 1981: 324).
La pulsión es un “concepto límite entre lo psíquico y lo somático” que posee
un carácter determinante para la realidad psíquica, pues refiere a aquellas
“fuerzas cuya existencia postulamos en el trasfondo de las tensiones generado­
ras de las necesidades del Ello” (326). La libido, para Freud, es la energía psí­
quica de la pulsión y corresponde a su magnitud cuantitativa. El “fin” de la
pulsión -d e esta “fuerza que ataca al organismo desde el interior” y “lo empuja
a realizar ciertos actos” (326)- es la satisfacción, aunque puede experimentar
desviaciones o inhibiciones en sus caminos, como la transformación en lo con­
trario, la orientación contra la propia persona, la represión y la sublimación.
El “objeto” de la pulsión es variable y contingente, y sólo es elegido en su forma
distintiva en función de las vicisitudes de la historia del sujeto. Estas y otras
características serán fundamentales para distinguir la pulsión de las teorías
biológicas sobre los instintos; asimismo, no se postulará detrás de cada tipo de
actividad su correspondiente fuerza biológica -com o hacían las teorías del ins­
tinto—sino que Freud tenderá a agruparlas en torno a oposiciones fundamen­
tales (327). En una primera etapa, se dividirán en “pulsiones sexuales” y de
“autoconservación”; en este sentido, recordemos que Nietzsche también men­
cionaba la idea de una misma energía o fuerza agente que estaría en el fondo
de la procreación y todo lo que refiere a la conservación del organismo. Más
tarde, Freud definirá ambos tipos de pulsiones como “pulsiones de vida”, que
se opondrán a un nuevo género pulsional, las “pulsiones de muerte”, “aquellas
que tienden a la reducción completa de las tensiones, es decir a devolver al ser
vivo al estado inorgánico” (336). Remitirá esta última definición a dos perso­

14. San A gustín (1958) introduce la noción de libido, térm ino “traducible com o deseo o ganas
y em pleado con m ás propiedad para los órganos de la generación, aunque sea término general
para toda pasión (962). D espués del pecado original, de la desobediencia del hom bre a Dios, el
castigo que éste le habría im puesto es la desobediencia del propio cuerpo a su voluntad.

15. Trieb es el térm ino alem án utilizado por F reu d y p ulsión , el de las traducciones fran ce­
sas. En las traducciones al castellano de las obras de Freud que aquí cito (basadas en la de
Luis López B allesteros y de Torres) el térm ino aparece com o “in stin to”. En Jean Laplanche
y Jenn-Bertrand Pontalis (1981: 324), en cam bio, se utiliza “p ulsión”, en tanto perm ite dife­
renciarlo de las teorías del instinto ligadas a la biología. U tilizam os aquí esta últim a pala­
bra para evitar tales confusiones.
68 S ilv ia C itro

najes míticos, a la eterna lucha entre Eros y Tánatos: “El fin de Eros consiste
en crear unidades cada vez mayores y mantenerlas: es la ligazón; el fin de la
pulsión destructiva, por el contrario, es disolver los conjuntos y, de este modo,
destruir las cosas” (342). Freud extiende los principios que regían las pulsio­
nes de vida y de muerte al resto del mundo vital e incluso al inorgánico, “a los
grandes procesos vitales de asimilación y desasimilación; en último extremo
[...], en el par antitético que impera en el reino inorgánico: atracción y repul­
sión” (341). Como señalan Laplanche y Pontalis (1981), “produce cierto emba­
razo designar con la misma palabra pulsión lo que Freud, por ejemplo, descri­
bió y mostró en su acción al detallar el funcionamiento de la sexualidad
humana [...] y estos «seres míticos» que él ve enfrentarse, no tanto al nivel del
conflicto clínicamente observable como en una lucha que va más allá del indi­
viduo humano, puesto que se encuentra en forma velada en todos los seres
vivos, incluso los más primitivos” (340). Si bien Freud señala cómo su concep­
tualization se inspira en la biología, también reconoce las similitudes que pre­
senta con la filosofía de Arthur Schopenhauer, la cual, a su vez, retoma ele­
mentos del budismo, como la idea del Nirvana. Así, el principio de Nirvana
será entendido por Freud como una de las “tendencias” del aparato psíquico “a
reducir a cero o, por lo menos, a disminuir lo más posible en sí mismo toda can­
tidad de excitación de origen externo o interno” (294-296). Para las filosofías
budistas o hinduistas, el deseo es la causa del dolor humano, de ahí que deba
suprimírselo para obtener la liberación o estado de perfección supremo.
Es interesante destacar que en el caso de Nietzsche también nos hallamos
ante un intento de encontrar este tipo de vinculaciones que trascienden el
mundo humano, pues busca extender el mundo de deseos y pasiones al mundo
orgánico en su totalidad, como principio de causalidad. No obstante, para
Nietzsche (2000: 61) la voluntad, de poder (que a su vez es continuación con­
ceptual del Trieb dionisíaco) es la que domina, constituyéndose en una fuerza
interna que busca extenderse sobre el mundo, una tendencia hacia la asimi­
lación, la búsqueda de la ligazón y la unidad. Así como la pulsión de muerte
freudiana se enraíza en algunas concepciones orientales y de Schopenhauer,
las pulsiones de vida poseerían ciertas afinidades con esta voluntad de poder
nietzscheana.
En suma, tanto en Nietzsche como en Freud surgió este impulso de buscar
principios que ligaran la corporalidad, los deseos y las pasiones de los sujetos
con el funcionamiento de da naturaleza, intentando identificar una lógica
común. No es casual que ambos autores, quienes desde diferentes perspectivas
rompieron con las certezas del individuo racional de la modernidad, cedan a
estos impulsos (“premodernos”, si se quiere) de revincular al sujeto con el
mundo natural. Podría agregarse también que es ésta una poderosa tendencia
de la tradición filosófica alemana, que se remonta al romanticismo y al idea­
lismo que culmina en Hegel, en tanto conlleva el tránsito desde un “misticismo
naturalista” a un sistema filosófico que intentaba conciliar dialécticamente
espíritu y naturaleza. Tal vez, basta descentrarse un poco de aquel “exótico
sujeto moderno” para reencontrarse, desde representaciones muy disímiles,
con esta genérica tendencia a ligar la corporalidad del sujeto con el mundo.
V ariaciones so b re la co rp o r a lid a d 69

Otra cuestión a analizar es cómo el dualismo pulsional propuesto por


Freud se relaciona con los principios que rigen el aparato psíquico y, funda­
mentalmente, con la cuestión del placer:

E l p rin cip io d el N ir v a n a e x p re sa la te n d e n cia del in stin to de m u erte;


el p rin cip io del p la ce r re p r e se n ta la a sp ira ción de la lib id o, y la m o d ifi­
ca ció n de este ú ltim o p rin cip io , el p rin cip io de la r e a lid a d , c orresp on d e
a la in flu e n c ia del m u n d o exterior. (F reu d , 1995 [1 924])

Para Freud, el aparato psíquico se rige por dos principios opuestos: el del
placer (“que tiene por finalidad evitar el displacer y procurar el placer”) y el
de realidad, que modifica al anterior, imponiéndose “como principio regula­
dor” pues “la búsqueda de la satisfacción ya no se efectúa por los caminos más
cortos sino mediante rodeos y aplaza su resultado en función de las condicio­
nes impuestas por el mundo exterior” (Laplanche y Pontalis, 1981: 296, 299).
El principio de Nirvana, sin embargo, introduce cierta ambigüedad en este
primer modelo. En efecto, en las primeras definiciones de la pulsión Freud
propone que la satisfacción proviene de la descarga, la supresión de una ten­
sión; se trata de un modelo homeostático en el que se tendería a mantener
constante el nivel de energía, pero a partir de 1920 la conceptualización de la
pulsión de muerte introduce el problema de una descarga radical. El pro­
blema que se presenta en este punto es “saber si lo que Freud denomina prin­
cipio de placer corresponde a un mantenimiento de la constancia del nivel
energético o a una reducción radical de las tensiones al nivel más bajo” (298).
Para estos autores, la respuesta en la obra de Freud es ambigua; depende de
si las pulsiones de muerte y el principio de Nirvana que expresan serán
entendidas como una manifestación peculiar del principio de placer o como un
principio que “va más allá” de él. A pesar de esta ambigüedad, podría decirse
que en ambos casos existe una cierta equivalencia entre placer y reducción de
tensiones. No obstante, Freud también señala los límites de su hipótesis, pues
reconoce que en las tensiones también hay placer:

D e m o m e n to id e n tifica re m o s este p rin cip io del N irva n a con el p rin ­


c ip io del p la ce r-d isp la ce r. T odo d isp la ce r h a b ría , p u es, de coin cid ir con
u n a e le v a ció n ; to d o p lacer, co n u n a d ism in u ció n de la ex cita ció n e x is­
te n te en lo a n ím ico y, p o r ta n to , el p rin cip io del N irv a n a (y el p rin cip io
del p la ce l' qu e s u p o n e m o s id é n tico ) acLuaría p o r co m p leto al serv icio de
los in s tin to s de m u e rte , cu y o fin es co n d u cir la vida in esta b le a la esta ­
bilid a d del e sta d o in o rg á n ico , y su fu n ción sería la de p re v e n ir con tra las
e x ig e n c ia s de los in stin to s de v id a de la lib id o de in te n ta r p ertu rb a r tal
r e cu rso de la v ida . P e ro esta h ip ó te sis no p u ed e ser exacta. H a de s u p o ­
n e r s e qu e en la se rie g ra d u a l de la s se n sa cion es de ten sión sen tim os
d ire cta m e n te el a u m e n to y la d ism in u ció n de la s m a g n itu d es de e s tí­
m u lo, y es in d u d a b le qu e e x iste n te n sio n e s p la cie n te s y d isten sion es d is­
p la cie n te s. E l e sta d o de e x cita ció n sex u a l n os ofrece un acab ad o ejem p lo
de tal in cre m e n to p la cie n te del estím u lo y se g u ra m e n te no es el ún ico.
El p la c e r y el d isp la ce r no p u e d e n se r referidos, p or tanto, al a u m en to y
70 S ilv ia C itro

la d ism in u ción d e u n a ca n tid a d a la qu e d e n o m in a m o s te n sió n d el e stí­


m ulo, a u n qu e, d esd e lu eg o, p re s e n te n u n a e stre ch a r e la c ió n con este fa c ­
tor. M as no p a re ce n e n la za rse a este fa cto r c u a n tita tiv o sin o a cierto
carácter del m ism o , de in d u d a b le n a tu ra le za cu a lita tiv a . H a b ría m o s
a v a n za d o m u ch o en p sico lo g ía si p u d ié ra m o s in d ic a r cu ál es este c a r á c ­
ter cu alitativ o. Q u iz á se a el ritm o, el ord e n te m p o ra l de la s m o d ific a c io ­
n es, de los a u m e n to s y d ism in u cio n e s de la ca n tid a d de e stím u lo. P ero
no lo sab em os. (F r e u d , 1995 [1 9 2 4 ])

Como han señalado Laplanche y Pontalis, esta relación entre los aspectos
cualitativos y cuantitativos o económicos del placer es una dificultad que tam­
poco es resuelta en la obra de Freud, siendo la única probabilidad que insinúa
la de comprender estos aumentos y disminuciones de estímulos en función de
su orden temporal, del ritmo que estas modificaciones poseen. En Más allá
del principio de placer, Freud (1995 [1920]) ya había realizado una sugeren­
cia similar: “Probablemente, el factor decisivo, en cuanto a la sensación, es la
medida del aumento o la disminución en el tiempo”. La siguiente definición
de Serge Leclaire también enfatiza en esta cualidad temporal de las tensio­
nes como rasgo definitorio del placer:

E l tie m p o d e l p la ce r o d e l g o ce es e se tie m p o de la d ife r e n c ia en tre


u n m ás y u n m en o s de te n sió n , d ife re n cia in a sib le q u e c o n stitu y e lo v iv o
del placer. L a e x cita ció n o e x c ita b ilid a d de tip o se x u a l de la z on a e róg en a
se d efin iría, p u es, co m o la p ro p ie d a d qu e tie n e u n lu g a r d el cu e r p o de
s e r el asien to de u n a d ife re n cia in m e d ia ta m e n te se n sib le (p la c e r o d is ­
p la cer) y de p o d e r r e g is tr a r de a lg u n a m a n e ra la m a r ca de esa d ife r e n ­
cia. (C itad o p o r B e rn a rd , 1980: 137)

Como veremos en los capítulos 5 y 6, este tipo de redefmiciones sobre el


placer serán fundamentales para entender cómo éste se asocia a otras mani­
festaciones, más allá de las sexuales, como las danzas, pues en estas últimas
también existe un “incremento placiente del estímulo”, una “diferencia entre
un más y un menos de tensión”, en tanto sensaciones que se inscriben con un
“orden temporal”, un “ritmo” en el propio cuerpo.
Para finalizar, quiero referirme al planteo de Nietzsche sobre esta proble­
mática, pues él advierte justamente las “confusiones en que caen los psicólo­
gos” por no diferenciar los tipos de placer-displacer posibles:

S u elen c o n fu n d irse el d isp la cer, e n g e n e ra l, con u n a n o r m a p a r tic u ­


la r del d isp la ce r, la del a g o ta m ie n to , éste r e p r e s e n ta e fe c tiv a m e n te u n a
p ro fu n d a d ism in u c ió n y un r e b a ja m ie n to de la v o lu n ta d de p o d e r [...],
existe: a) el d is p la ce r co m o m e d io p a ra e x c ita r el r e fu e r z o del p oder, y
b) el d isp la ce r qu e p ro v ie n e del d e sp ilfa rro d el p o d e r; en el p rim e r caso,
e sta m o s c la r a m e n te an te u n e stím u lo ; en el se g u n d o , la c o n se c u e n c ia
de una irrita ció n ex ce siv a . La in ca p a cid a d d e re s is te n c ia es p ro p ia de
e ste seg u n d o d isp la ce r: el rqto a ja . q u e re siste es p ro p io d el p rim ero; el
ú n ico p la ce r qu e se e x p e rim e n ta en el e sta d o de a g o ta m ie n to es el de
ad o rm e ce rse ; el p lacer, e n el o tro caso, es la v icto r ia . L os p sicó lo g o s son
V a ria cion e s so b re la co rp o ra lid a d 71

m u y d a d o s a c o n fu s io n e s p o r n o s e p a r a r e sta s d o s fo r m a s d e p la cer: la
del a d o r m e c e r s e y la d el v e n ce r. (N ie tz sc h e , 2 0 0 0 : 4 7 0)

Nos hallaríamos así frente a dos tipos de placer: el que proviene de la


reducción de las tensiones —“de adormecerse”, similar a la “pulsión de
muerte”- y el que proviene de enfrentarse a un estímulo que produce un
aumento de la tensión, un enfrentamiento que trae implícita la posibilidad de
superar esa tensión y así “asir” ese tiempo de goce o placer, esa diferencia
entre un más y un menos de tensión. Por ello, para Nietzsche:

L a ca u sa del p la c e r n o es la sa tisfa cció n de la v o lu n ta d [...] sin o el


h e c h o de qu e la v o lu n ta d q u ie re a v a n z a r y es sie m p re n u e v a m e n te
d u e ñ a de lo q u e se e n c u e n tra a su p a so . E l se n tim ie n to g ozoso ce
en c u e n tra p re c isa m e n te e n la in s a tis fa c c ió n de la v o lu n ta d , en el h e c h o
de q u e la v o lu n ta d n o v iv e sa tisfe ch a si n o tie n e u n a d v ers a rio y u n a
r e siste n c ia . (N ie tzsc h e , 20 00: 4 6 5 -4 6 6 )

Para el autor, la voluntad de poder no puede desligarse de las resistencias


y el displacer que el mundo le impone, el placer no deviene sólo de su satisfac­
ción sino de un placer si se quiere más último, el de siempre “avanzar”.
Considero que la perspectiva de Jacques Lacan sobre la pulsión y la lógica del
deseo permite extender, tal vez hasta sus últimos límites, las ideas que
Nietzsche aquí insinúa. Lacan distingue entre el destino final de la pulsión, su
meta (g o a l), que sería la satisfacción, y su propósito real (a ú n ), el reproducirse
a sí misma como pulsión, el camino en sí, volver a su senda circular, conti­
nuarla hasta y desde la meta (Zizek, 2000 [1991]: 21). Para Lacan, el desear
emerge porque existe una relación imposible del sujeto con el denominado
o b je t o a . Este refiere al “objeto mítico” u “objeto causa de deseo”, a la “presen­
cia de un hueco, de un vacío” que se instaura en el sujeto a partir de la primera
experiencia de satisfacción (tal sería, por ejemplo, la satisfacción de la pulsión
oral del niño por medio del seno materno), pero justamente, en tanto ese pri­
mer objeto queda “perdido” para el sujeto, es irrecuperable, y será esta caren­
cia o falta constitutiva la que genera el desear (Lacan, 1964, clase 14). “La pul­
sión al apresar su objeto aprende en cierta manera que no es justamente por
ahí que se satisface [...]. Si distinguimos, al principio de la dialéctica de la pul­
sión [...], la necesidad de la exigencia pulsional es precisamente porque ningún
objeto de ningún N o t , necesidad, puede satisfacer la pulsión” (ídem). Por eso, la
pulsión circula interminablemente en torno al objeto causa de deseo, un objeto
que nunca alcanza definitivamente: “Ningún elemento satisfará jamás a la pul­
sión oral, a no ser contorneando el objeto que eternamente falta” (ídem).
En conclusión, en Nietzsche, la falta de satisfacción era el estímulo para el
avance dentro de su ontología del s u p e r h o m b r e , quien era guiado por esa volun­
tad cuasiorgánica que definió como v o l u n t a d d e p o d e r , en el psicoanálisis laca-
niano, la falta se convierte en un elemento estructurante de otra ontología, la
del s u je t o b a r r a d o , en tanto es un sujeto del inconsciente im p u l s a d o p o r s u s
p u l s i o n e s , las cuales circulan, bordean, ese o b j e t o a pero nunca lo apresan defi­
72 S ilv ia C itro

nitivamente. Nos hallamos así, probablemente, ante ontologías diferentes,


niveles de registros distintos acerca de qué es el placer o la satisfacción; no obs­
tante, ambas plantean la problemática de la falta en términos estructural­
mente semejantes.16 Dada la posibilidad de esta circulación interminable de lo
pulsional en torno al objeto causa de deseo, es necesario imponer un corte a la
reflexión. Es momento de renunciar a nuestro deseo/voluntad de saber qué es
ese placer del cuerpo que aparece en la sexualidad y también en prácticas como
las danzas para poder extraer algunas conclusiones provisorias al respecto.

L a h ip ó te s is d e l p o d e r d e s d e e l c u e r p o s o b r e el m u n d o

Recapitularé brevemente el recorrido realizado hasta el momento, para


arribar a la formulación de la segunda hipótesis sobre la corporalidad. Las
ideas nietzscheanas iniciales sobre el movimiento corporal y el baile me lleva­
ron a indagar en sus vínculos con la noción de voluntad de poder y, luego, con
aquella energía límite entre lo somático y lo psíquico que empuja al hombre
desde su interior, con la pulsión freudiana. Posteriormente, analicé cómo esa
energía/empuje/poder que parte desde el cuerpo se vincula con las resisten­
cias que el mundo le presenta y, por ende, con la lógica del placer-displacer y
del deseo, causa del dolor para las filosofías orientales, impulso vital para
Nietzsche, elemento constitutivo y estructurante del sujeto para el psicoaná­
lisis. Es preciso aclarar que no he intentado aquí homologar estos conceptos,
forzando o menospreciando sus diferencias teóricas; lo que sí he buscado plan­
tear, en cambio, son los elementos comunes que los atraviesan. Pienso que
esos elementos revelan otra de las problemáticas compartidas de la vida
humana, otra de las paradojas existenciales que cada cultura significa y valo­
riza de una manera particular. Lo que denominaré entonces el problema de
ese poder desde el cuerpo (esa peculiar energía, empuje o pulsión) sobre el
mundo y sus relaciones con la dialéctica del placer-dolor y de la satisfacción-
insatisfacción sería, según mi hipótesis, otra de estas experiencias constituti­
vas de la corporalidad.17 No se trata de universalizar la perspectiva psicoana-
lítica, la nietzscheana, la de ciertas tradiciones orientales o de cualquier otra
índole sobre estas cuestiones, sino de tomarlas como ejemplos de tratamien­

16. D ecim os que probablem ente se trate de ontologías diferentes porque la problem ática del
placer en psicoanálisis no aparece referida tanto a nuestros deseos conscientes sino fu nd a­
m entalm en te a los inconscien tes (L aplanche y Pontalis, 1981: 298-299). En el concepto de
voluntad de p od er de N ietzsche es difícil establecer fehacientem ente su carácter consciente,
preconscíente o inconsciente; por un lado, sería una fuerza netam ente orgánica, pero, por
otro, sería parte de la conciencia de aquellos superhom bres que el autor im aginaba.

17. Cada vez que refiera al “poder desde el cuerpo sobre el m u n d o” será haciendo alusión a
esta construcción teórica más extensa. Elijo esta caracterización porque los térm inos “pul­
sió n ” o “voluntad de poder” im plican rem itir a los conceptos específicos de los autores, cu an ­
do lo que pretendo destacar, en cam bio, son estos elem entos com unes y m ás genéricos que los
atraviesan.
V a ria cio n e s sobre la co rp o r a lid a d 73

tos posibles; ejemplos que, en nuestro caso, pondremos en diálogo con los que
hallamos en nuestra etnografía con los tobas. Especialmente cuando aborde­
mos algunas prácticas como las danzas de los ancianos y el gozo o ntonaGak
que generan, analizaremos las sensaciones y emociones que los movimientos
corporales conllevan, las significaciones de placer con que se asocian, así como
un elemento clave que los caracteriza: su capacidad para poner en juego un
particular poder desde el cuerpo que permite modificar el devenir del ser-en-
el-mundo. En conclusión, comprender cómo se construyen estos entramados
de movimiento corporal, sensaciones, emociones y poder entre los tobas y la
eficacia que poseen es otro de los objetivos de la travesía etnográfica. Sin
embargo, mi hipótesis es que en este entramado particular también opera esa
experiencia común del poder desde el cuerpo sobre mundo, que subyace en
distintas culturas. Será éste, entonces, el segundo lugar en el que esperamos
que estas travesías filosóficas y etnográficas de los cuerpos se encuentren.

La dialéctica de los seres-en-el-mundo y la libertad

Efectuados ya estos recorridos por Merleau-Ponty y Nietzsche y por las


principales temáticas de investigación con las que los vincularé, expondré
ahora sintéticamente el eje que motivó su comparación inicial: cómo cada uno
construye la corporalidad del sujeto. Ambos autores recurrieron a metáforas
artísticas para ejemplificar sus filosofías: el pintor en Merleau-Ponty y el
músico-bailarín en Nietzsche. A partir de las concepciones de persona que tales
metáforas encarnan, señalo comparativamente sus rasgos característicos:

S e r-e n -e l-m u n d o V o lu n ta d de p o d e r (m ú s ico -b a ila rín )


(p in to r)
P e rc e p c io n e s Visibilidad-tangibilidad Audición y sensaciones de movimiento
E x p e rie n c ia s Preobjetividad/prerreflexividad Critica y creación, riesgo y disposición al
que permiten cierta placer y al dolor que permiten
generalidad y estabilidad especificarse como diferente de otros
con el mundo. sujetos (la prueba del “eterno retorno”).
R e la ció n Cuerpo unido al mundo, hecho Cuerpo con poder de transformación del
c u e rp o -m u n d o “carne” con el mundo. mundo y de sí mismo (“sentirse dios”).
A c titu d El mundo se revela, está Se sospecha de ese mundo, se lo
m e to d o ló g ic a “ahí delante” para ser critica y se intenta transformarlo.
descripto tal como se presenta
en la experiencia.

Los elementos en que ambas filosofías difieren son precisamente los que
marcan la necesidad de su complementariedad, pues considero que la corpo­
ralidad del sujeto abarca ambos modos de existencia: esa napa primaria de la
experiencia perceptiva y práctica que la fenomenología ha sabido describir, y
74 S ilv ia C itro

ese modo activo y transformador que Nietzsche buscaba develar. La corpora­


lidad del ser se hace carne con el mundo pero, también, otras veces se con­
fronta con ese mundo que se le resiste, se moviliza e intenta transformarlo.
Así, las metáforas que cada autor privilegia en sus textos, el pintor y el
músico-bailarín, simbolizan las diferencias entre percepción y kinesis como
experiencias constitutivas de la corporalidad; diferencias que, vale la pena
recordarlo, ya se encuentran presentes en la articulación de las vías aferen­
tes (sensitivas) y eferentes (motrices-viscerales) que conforman la red de ner­
vios de nuestro sistema nervioso. Exploraré sucintamente estas diferencias
entre percepción y kinesis en el nivel de la experiencia.
Un primer elemento a señalar es que el énfasis de Merleau-Ponty en la
visualidad-tangibilidad no debe confundirse con la idea de un sujeto percep­
tivo pasivo, adaptado a su mundo. Justamente, en una de las pocas mencio­
nes sobre el baile en la obra de Merleau-Ponty, se destaca que el cuerpo no
puede pensarse como “vieja costumbre” o forma pasiva de la naturaleza,
puesto que también posibilita crear nuevas significaciones:

Si n u e stro cu e rp o n o n o s im p o n e , co m o lo h a ce con el a n im a l, u n os
in stin tos d e fin id os d e sd e e l n a cim ie n to , sí es él, c u a n d o m en os, el q u e da
a n u estra v id a la fo rm a de g e n e r a lid a d y q u e p ro lo n g a en d isp o s icio n e s
e stables n u e stro s a ctos p e rs o n a le s. [...] n u e stra n a tu ra le z a n o es u n a
v ieja co stu m b re , p u e sto q u e la c o stu m b re p re s u p o n e la form a de p a s iv i­
dad de la n a tu ra le za . E l cu e r p o es n u e stro m e d io g e n e r a l de p o se e r u n
m u n d o. O ra se lim ita a los g e sto s n e ce sa rio s p a ra la c o n se r v a c ió n d e la
v ida y, c o rre la tiv a m e n te , p ro -p o n e a n u e stro a lr e d e d o r u n m u n d o b io ló ­
g ico ; ora ju g a n d o co n su s p rim e ro s g e sto s y p a sa n d o de su sen tid o p ro ­
pio a u n sen tid o fig u ra d o , m a n ifie s ta a tra vés de e llos u n n u ev o n ú cleo
de sig n ifica ció n : es el ca so d e los h á b ito s m o to re s, com o el ba ile.
(M erlea u -P on ty , 1993: 16 3 -1 6 4 )

Este fragmento de Merleau-Ponty nos conduce a reflexionar sobre la


importancia de la diferenciación entre ese cuerpo cotidiano con disposiciones
estables —al que en otros pasajes refiere como “centinela silencioso”— y ese
cuerpo que, “jugando” con sus gestos, crea nuevos núcleos de significación,
como cuando danza. Desde una perspectiva fenomenológica similar, Drew
Leder describe el “cuerpo ausente” que caracteriza las rutinas perceptivas y
motrices de la vida cotidiana:

E l cu erp o se tra n sfo rm a e n u n a e sp e cie d e in s tr u m e n to qu e se


m u ev e h a cia algo o p ara lo g ra r alg o [...], se co n v ie rte en in v isib le , tr a n s ­
p aren te h a cia el tra b a jo q u e a co m p a ñ a : la g e n te actú a d esd e el cu erp o
h a cia el o b jeto fo ca l o .fin [...], el cu e r p o se re tra e al fon d o d e la c o n c ie n ­
cia y se co n v ie rte e n e x p e r ie n cia lm e n te a u sen te. (C ita d o p or L ew is,
1995: 228)

En estos casos en que el cuerpo es un “medio” para lograr un fin, una


dimensión instrumental práctica se pone enjuego en nuestros actos, lo cual
V a ria cio n e s so b re la c o rp o r a lid a d 75

permite designar esos usos como “técnicas” Para dar un ejemplo, al caminar
hacia un lugar generalmente no pensamos en los movimientos que debemos
hacer (el ser-en-el-mundo no necesita pasar por “representaciones objeti­
vas”) y muchas veces tampoco “sentimos” nuestro cuerpo, salvo que irrumpa
una sensación de dolor, un obstáculo con el que tropezamos o, por ejemplo,
que elijamos dirigir nuestra atención a las sensaciones que nuestro movi­
miento de caminar nos provoca, por entretenimiento o por placer. En estas
últimas situaciones, se daría otra forma de embodiment: “El cuerpo en sí
mismo es puesto en primer plano de la conciencia, el cuerpo aparece para el
sujeto como tematizado, en un primer plano” (Leder, citado por Lewis, 1995:
228). Para el autor, esto sucede cuando las cosas “van mal”, como en la enfer­
medad, los daños o las lesiones. No obstante, considero que el cuerpo puede
hacerse “presente” no sólo a través del dolor sino también de otras sensacio­
nes asociadas al placer, aunque este placer muchas veces implica la percep­
ción de sensaciones más genéricas o difusas junto a un estado emotivo que
abarca la totalidad del ser. En contraste, la manera en que el dolor hace pre­
sente al cuerpo generalmente conlleva un registro más consciente de las sen­
saciones involucradas; a menudo el dolor es sentido en alguna parte del
cuerpo.18 Sobre la base de estos diferentes modos en que el cuerpo puede
hacerse presente propongo el uso del término “inscripciones sensorio-emoti­
vas” (Citro, 1997a) para aludir a estas diferentes situaciones en que las
dimensiones sensoriales y emotivas de nuestras actuaciones son enfatizadas
y, de alguna manera, registradas por los sujetos, en tanto se inscriben dife­
rencialmente, dejan huella, en su devenir. Tal vez no sea casual, entonces,
que esa atención al “cuerpo presente” que aparece en la filosofía nietzsche-
ana -se a por el placer que la música, el movimiento y el baile pueden pro­
veer o por sus experiencias de dolor físico- haya llevado al autor a discurrir
sobre la importancia de la dialéctica del placer-dolor en su definición de la
subjetividad. En Merleau-Ponty, en cambio, la atención a ese cuerpo “habi­
tual”, que de manera silenciosa e invisible para nuestra conciencia permite
habitar el mundo, lo llevó a enfatizar en la inextricable y preobjetiva unión
cuerpo-mundo, constitutiva de toda existencia. No obstante, repito, ambas
dimensiones son ineludibles al reflexionar sobre la corporalidad.
Un segundo elemento que deseo subrayar es que, pese a los distintos
aspectos de la corporalidad que Merleau-Ponty y Nietzsche destacan, existe
un punto en el que sus filosofías confluyen: la libertad que le asignan al ser
humano. No es casual, entonces, que ambos optaran por las metáforas del
arte, en tanto la creatividad ha sido identificada como uno de los espacios de
libertad por antonomasia en la modernidad occidental. Ya vimos la importan­

18. Le B reton (1995) observa que las sensaciones placenteras tienden a producir un efecto
integrador de la propia corporalidad, m ientras que el dolor tiende a producir el efecto de esci­
sión de nuestra im agen corporal individual. En un trabajo anterior (Citro, 1997b) discutí más
detalladam ente estos diferentes m odos de em bodim ent.
76 S ilv ia C itro

cia del espíritu libre y el superhombre en la concepción nietzscheana: a la par


que se reconocen las pesadas influencias del pasado, se postula un sujeto que
puede sobreponerse a ellas y crear un nuevo mundo. De hecho, su misma
práctica filosófica demuestra esa posibilidad de superar aquellas herencias
-d e un medio académico, una moral y una religión legitimados-. Es necesa­
rio recordar también la importancia del devenir: gran parte de su crítica a la
filosofía occidental residía en que ésta ponía el mundo real del devenir en fun­
ción de un falso mundo estático y suprasensible, como si uno fuese sólo la
“copia” de esa otra realidad más verdadera (el modelo platónico). En efecto,
sólo aceptando el devenir puede otorgarse al sujeto un carácter constituyente
y, por tanto, responsable del mundo. En el caso de Merleau-Ponty (1993), la
reflexión sobre la libertad ocupa un lugar clave; es el título del último capí­
tulo de La fenomenología de la percepción y, en mi opinión, uno de los más
bellos y esclarecedores del libro. Allí discute con el “análisis reflexivo y el pen­
samiento objetivo” que sostienen que “el acto libre es posible o no lo es - o el
acontecimiento viene de mí, o viene impuesto desde el exterior” (450). Sin
embargo, como toda su obra se ha encargado de señalar, el error de este tipo
de perspectivas es que ignoran el orden de los fenómenos, aquella dimensión
en la que “estamos mezclados al mundo y a los demás inextricablemente”
(461). No se trata entonces de definir si existen o no “actos” libres, sino de ver
la libertad “en situación”, en el flujo de la existencia. Así, el autor puede
seguir hablando de “libertad”, pues “nada me determina desde el exterior”,
pero, aclara, “no porque nada me solicita sino, al contrario, porque de entrada
estoy, soy, fuera de mí y abierto al mundo” (463). En esta concepción se sigue
reconociendo la incidencia del pasado, la historia, la cultura (ese mundo ya
constituido, aunque no completamente, que está ahí) pero no como determi­
nantes “externos” de un ser sino como lo constitutivo del “ser en situación”,
que puede asumir de diferentes maneras las situaciones. Estas reflexiones
sólo pueden entenderse en la medida en que tengamos presente la redefmi-
ción del ser que la fenomenología propone:

¿ Q u é es, p u e s, la lib e rta d ? N a c e r es a la v ez n a c e r del m u n d o y n a ce r


al m u n d o . E l m u n d o e stá y a co n stitu id o , p e ro n u n ca c o m p le ta m e n te
co n stitu id o . B a jo la p rim e r a re la ció n , som o s so licita d o s; b a jo la seg u n d a ,
e sta m o s a b ie rto s a u n a in fin id a d de p o sib le s. P e ro este a n á lisis es aú n
u n a b str a c to , d ad o q u e e x is tim o s b a jo la s d os re la c io n e s a la vez. N u n ca
h a y p u es d e te rm in ism o , ni ja m á s op ció n a b so lu ta , n u n ca soy u n a cosa ni
n u n ca co n c ie n c ia d e sn u d a [...]. T oda s las e x p lic a c io n e s de m i co n d u cta
p o r m i p a sa d o , m i te m p e ra m e n to , m i m e d io , son , p u es, v e r d a d e r a s, a
c o n d ició n de q u e se c o n sid e re n no co m o a p o r ta cio n e s se p a ra b le s , sino
co m o m o m e n to s de m i ser to ta l del q u e m e es p e rm itid o e x p lic ita r el s e n ­
tid o en d ife re n te s d ire ccio n e s, sin qu e ja m á s p u e d a d ecirse q u e soy y o
q u ie n les da su se n tid o o si y o los r e cib o de ellos. S oy u n a estru ctu ra p s i­
c o ló g ic a e h istó rica . R e c ib í con la e x iste n cia u n a m a n era de ex istir, un
estilo. T od a s m is a ccio n e s y m is p e n sa m ie n to s está n en rela ción con esta
e s tru c tu ra [...]. Y sin e m b a rg o , y o so y lib re , no p ese a e sta s m o t iv a d o -
V a ria cio n e s so b re la co rp o ra lid a d 77

n e s o m á s acá d e la s m ism a s, sin o p or su m e d io , p u es esta v id a sig n ifi­


ca n te , esta c ie rta s ig n ifica ció n de la n a tu ra le za y de la h is to ria qu e yo
soy, n o lim ita m i a cce so al m u n d o , es, p or el con tra rio, m i m ed io de
c o m u n ic a r m e con él. (4 6 0 -4 6 2 )

Estas definiciones nos introducen en el último punto a discutir, preámbulo


a su vez del siguiente capítulo: los métodos a los que Merleau-Ponty y
Nietzsche recurren y mi propuesta de combinar dialécticamente una mirada
cercana sobre el mundo tal cual se nos revela y otra más distanciada que
ejerce la sospecha y la acción crítica. Precisamente, pienso que cuando
Merleau-Ponty reconoce que “todas mis acciones y pensamientos están en
relación con esa estructura” constituida por las explicaciones por mi pasado y
mi medio, deja la puerta entreabierta a esta difícil combinación. Pero antes es
necesario caracterizar brevemente los métodos de ambos autores. Merleau-
Ponty, para reconstruir aquella napa originaria de nuestra experiencia con el
mundo, propone la paradójica y no menos discutida “reducción fenomenolo­
gica ”, basada en la epoche husserliana: aquel movimiento de “poner en sus­
penso”, “fuera de juego”, “entre paréntesis” o “desconectada” la actitud natu­
ral (Husserl, 1949: 71). ¿Por qué decimos “paradójica”? Porque la actitud
natural sería nuestra creencia en la realidad del mundo —tenemos “certeza”
del mundo y del yo ineludiblemente, por ello es una certeza constitutiva, una
“creencia imaginaria”—, sin embargo, en lugar de permanecer en esa actitud,
deberíamos ponerla entre paréntesis para así llegar a captarla y conocerla
más completamente. Según Merleau-Ponty, una de las mejores definiciones
de la reducción es la de Eugen Fink, discípulo de Husserl, en tanto “asombro
ante el mundo”. A partir de la relectura existencialista que Merleau-Ponty
efectúa sobre Husserl, basándose en sus últimos trabajos, redefíne la reduc­
ción como una actitud que permite volver paradójico lo familiar, extraño lo
dado como natural; asimismo, sostiene que este movimiento nunca es total,
pues “la mayor enseñanza de la reducción es la imposibilidad de una reduc­
ción completa” (Merleau-Ponty, 1993: 13). De esta forma, la reducción pierde
algo de ese carácter misterioso e inaccesible que muchas veces se le ha otor­
gado y se asemeja, en cambio, a uno de los consejos prácticos de la etnografía,
acerca de exotizar lo familiar y desexotizar lo diferente.
En suma, comparando sucintamente estas metodologías, encontramos:
Merleau-Ponty, siguiendo la tradición fenomenològica, pone entre paréntesis la
certeza del mundo, la actitud natural; Nietzsche propone “dudar” de toda cer­
teza, sospechar o, como gustaba decir, “filosofar con el martillo”. La única cues­
tión en la que convergen es que ninguno cree totalmente en las supuestas cer­
tezas del mundo que creó el racionalismo; uno, al poner entre paréntesis la
creencia del mundo; el otro, al sospechar del mundo tal como es presentado,
como si algo escondiera. La divergencia reside en lo que cada uno encuentra
tras sus respectivas dudas: Merleau-Ponty se reencuentra coa el orden de los
fenómenos prácticos, esa interrelación sujeto-mundo de la que la carne es
vehículo, esa experiencia perceptivo-kínésica previa a que el mundo sea pen­
sado; Nietzsche, al dudar de todas las certezas instituidas, encuentra la histo-
78 S ilv ia C itro

ria de su conformación ideologica, el camino en que aquellos valores llegaron


a instituirse como tales. Con este movimiento, Nietzsche inaugura el método
genealógico en filosofía; en ese sentido la obra de Foucault, que retomaré en el
capítulo siguiente, se encuentra en una línea directa de descendencia —“soy
simplemente nietzscheano”, decía Foucault-. Pero también, en la base de este
movimiento de genealogización filosófica, Nietzsche encuentra un nuevo pro­
totipo de sujeto: aquel que duda, destruye y crea un nuevo mundo, es decir,
encuentra al sujeto movilizado por su voluntad de poder. Nuevamente, consi­
dero que cada movimiento reflexivo podría resultar incompleto en sí mismo,
pero juntos, en cambio, se enriquecen. Además, lo interesante de esta compa­
ración es que, después de ejercer sus diferentes maneras de dudar, ambos
autores se reencuentran con un sujeto corporizado, aunque de maneras disími­
les: hecho carne con el mundo o avanzando sobre ese mundo a partir de aque­
lla voluntad encarnada en la propia corporalidad. Después de dudar sobre cier­
tas certezas del racionalismo, ambos encuentran otras certezas, las de la
corporalidad: la percepción y la habitud, en un caso; la energía-pulsión ligada
al placer-dolor del movimiento transformador, en otro.
Mis experiencias reflexivas y corporales —como música y bailarina conver­
tida luego en antropologa, con intermitentes viajes de campo y numerosas
horas sentada frente a libros y computadoras- me llevaron a los autores aquí
analizados. Dentro de la filosofía moderna, ambos constituían dos de las
opciones (y reacciones) más importantes frente al sujeto dualista cartesiano.
A pesar de las diferencias en sus métodos, a medida que avancé en su compa­
ración fue surgiendo la necesidad de indagar en su posible combinación, intu­
yendo la posible riqueza que juntas aportarían. Parte de esa sospecha se con­
firmó al encontrarme, tiempo después, con algunos trabajos de Paul Ricoeur
(1976 [1969], 1982, 1999 [1965]). Su propuesta de una “hermenéutica dialéc­
tica” combina la “hermenéutica de la escucha” o “la “interpretación recolec-
tora” con la “hermenéutica de la sospecha” o “interpretación reductiva”. La
primera está representada por la fenomenología de la religión: Rudolf Otto,
Johannes van der Leeuw, Mircea Eliade y los trabajos de Ricoeur sobre la
simbólica del mal; la segunda, por Nietzsche, Marx y Freud, a quienes Ricoeur
denominó, en una bella y acertada expresión, “maestros de la sospecha”. Para
finalizar este capítulo, reseñaré entonces la perspectiva de Ricceur y cómo nos
conduce a replantear el devenir del ser-en-el-mundo en términos dialécticos,
confrontando a Merleau-Ponty y a Nietzsche.
En primer lugar, es conveniente situar el punto de partida de Ricceur, bas­
tante alejado del que inició este libro. Mi investigación empezó con una pre­
gunta por el cuerpo, por la experiencia práctica; Ricceur, en cambio, comenzó
por la problemática de los signos y los símbolos. Para este autor, la función
simbólica es condición de posibilidad del yo, mientras que el ser-en-el-mundo
es anterior a la reflexión y precedería a la constitución de un yo enfrentado
como sujeto a un mudo objetual. Si bien “el sujeto que pregunta” pertenece a
la realidad sobre la que se interroga, crea una distancia entre el yo y los actos
en los que se objetiva; por ello, sólo una hermenéutica de los signos y los sím­
bolos permitiría una cabal comprensión ontològica (Cortés Morato y Martínez
V a ria cio n e s so b r e la co rp o r a lid a d 79

Riu, 1996). Como sostenía Hans-Georg Gadamer (1992), el lenguaje es el que


media toda relación con el mundo, la realidad es siempre fruto de una inter­
pretación.
En segundo lugar, es necesario precisar que la fenomenología de lo
sagrado a la que Ricoeur refiere difiere de la fenomenología de Merleau-Ponty,
aunque poseen ciertos puntos de partida comunes, como la preocupación
metodológica por “describir su objeto sin reducirlo” a explicaciones por sus
causas, su génesis o su función. Para Ricceur, “lo sagrado” es ese “objeto” al
cual la fenomenología de la religión apunta, ese “algo” que el rito, el mito y la
creencia “quieren significar” a través de sus símbolos (Ricoeur, 1999: 29).
Conviene introducir aquí la definición de símbolo de Ricoeur, para compren­
der cómo se conectaría con su propuesta dialéctica. Define el símbolo en torno
a una doble dimensión: la semántica, por medio de la cual damos cuenta de la
significación a través de un movimiento que nos transfiere de una significa­
ción “literal” o “primera” a una significación “segunda” (tomando como modelo
de este movimiento a la metáfora), y esta faz semántica reenvía a una “no
semántica”, “ligada” a distintas actividades “no simbólicas” o “prelingüísticas”
que tienen sus “raíces en la profundidad de la experiencia humana” (Ricceur,
1982: 25). En el caso de los símbolos religiosos, la dimensión no semántica
correspondería al carácter de potencia, poder o fuerza que lo sagrado posee
para el creyente. Es lo que Otto (1925) denomina “numinoso”, el mysterium
tremendum que aleja y fascina o atrae, y al que sólo se puede acceder, de
manera aproximada, por las sensaciones y los sentimientos que provoca en los
devotos.19 Ricoeur (1982) también sostiene que en el análisis de los sueños o
del síntoma que realiza el psicoanálisis, sus simbolismos aparecen como fenó­
menos fronterizos entre “el deseo y la cultura”, entre “la pulsión y sus legados
representativos o afectivos [...] entre un conflicto pulsional y un juego de sig­
nificantes” (16). Como conclusión, afirma entonces que el símbolo “titubea
sobre la línea de división entre bios y logos, confirma el enraizamiento pri­
mero del Discurso en la Vida”, y si bien el simbolismo “exige ser llevado al len­
guaje, no «pasa» totalmente a él, es siempre del orden del poder, de la efica­
cia, de la fuerza” (19, 20).
Me he detenido en este análisis pues posee un peculiar valor para esta
investigación. Muestra cómo una reflexión que parte del símbolo y su signifi­
cación, del estatuto del lenguaje como mediador de toda realidad, al incorpo­
rar la mirada fenomenológica se reencuentra con la experiencia de la corpo­
ralidad. Como expondré en el capítulo 7, los significantes de lo sagrado
mencionados por Otto y Ricceur (fuerza, poder, temor y fascinación) aparecen
en las creencias y los símbolos religiosos de los tobas, y se enraízan y son sus­
citados en experiencias no verbales: en sus danzas y músicas rituales. Se
trata siempre de continuos de experiencias perceptivo-motrices, emotivas y de
significación, que sólo pueden ser plenamente comprendidas en sus vincula­

19. La idea de que el sim bolism o religioso se enraíza en experiencias vitales y aun fisiológi­
cas com unes aparece, de diversas form as, en V ictor Turner (1980) y M ary D ouglas (19S8).
80 S ilv ia C itro

ciones y, como intentaré demostrar, estos vínculos son claves para construir
una teoría explicativa de la eficacia ritual.
Establecidas ya estas primeras referencias sobre la importancia del len­
guaje en el pensamiento de Ricceur, regresemos a la combinación dialéctica que
él propone. La fenomenología implicaría una particular hermenéutica, en tanto
permite “escuchar, recolectar o restaurar un sentido” que se me ha dirigido
como “mensaje”; se trata aquí de lo que la palabra, el símbolo o también el gesto
“dan o revelan”; pero existe también un movimiento hermenéutico totalmente
opuesto, el de los maestros de la sospecha que buscan la “desmitificación”, “la
reducción de ilusiones”, se trata de la voutnad por “descifrar”, pues se sospecha
que lo que es dado como verdad puede no serlo (Ricceur, 1999 [1965]: 28). Según
Ricceur, ya no se trataría de la duda cartesiana “sobre la cosa” sino de la duda
sobre la misma “conciencia”, pues para Nietzsche, Marx y Freud “sentido y con­
ciencia” ya no coincidirán, por ello crearon “una c i e n c i a mediata del sentido,
irreductible a la c o n c i e n c i a inmediata del sentido” (33, 34).
Es preciso reconocer que tanto el movimiento de la revelación como el de
la sospecha se convierten en contradictorios si se los considera como “única”
clave de acceso al mundo, pues justamente lo que cada uno hace es conducir­
nos hacia distintas dimensiones del mundo. Asimismo, se convierten en con­
tradictorios si en el movimiento de sospecha conservamos ciertos residuos de
la noción cartesiana de persona -convertida ahora en un s u j e t o determinado,
sujetado, ya no por su conciencia individual sino por las estructuras económi­
cas o su inconsciente-, pues evidentemente esta concepción contradice ese
s e r - e n - e l - m u n d o constituyente de la fenomenología. Estas contradicciones
metodológicas nos colocan frente a una paradoja: lo único que justificaría la
recurrencia a estos métodos contradictorios entre sí es reconocer un carácter
contradictorio a los seres humanos y a su relación con el mundo, que torne
necesarios ambos métodos. Es decir, si reconocemos que no nos revelan mun­
dos lógicamente inconmensurables sino diferentes dimensiones posibles de
ese mundo que está “ahí delante” de los sujetos. Sólo si nos redituamos en una
cuidadosa reinterpretación del s e r - e n - e l - m u n d o —que no resulte incompatible
con el sujeto comprensivo de la hermenéutica y con los conflictivos procesos
que los maestros de la sospecha revelaron—, sólo de esta manera, decíamos,
podremos recuperar la riqueza descriptiva de la fenomenología y la riqueza
explicativa de la sospecha. Es cuestión, tal vez, de poner a dialogar a los
maestros y agregar, no sin timidez, algunas voces de nosotros, los aprendices.
Reconstruyamos entonces este carácter contradictorio que atribuyo al s e r -
e n - e l - m u n d o Tomamos de la fenomenología la proposición de que no puede
pensarse al ser escindido de sus relaciones con el mundo, incluidos los otros
seres, y, al menos en el caso de sociedades como la toba, debe agregarse tam­
bién a los no humanos dentro de esos “otros” seres. De ahí en más, cuando uti­
lice el término “intersubjetividad” haré referencia a esta concepción exten­
dida del s e r - e n - e l - m u n d o , a esta dimensión relacional de los seres humanos y
no humanos que-, además, se encuentra inevitablemente mediada por espa­
cios y objetos particulares. Destacamos también el papel de la preobjetividad
en estas relaciones y, especialmente, la manera en que ésta posibilita una
V ariaciones so b re la co rp o r a lid a d 81

cierta familiaridad y generalidad en nuestro vínculo con el mundo, cómo nos


permite “poseer” ese mundo que se nos revela y hacernos “carne” con él. Con
Nietzsche, nos introducimos en las hermenéuticas de la sospecha, esto es, la
duda sobre cómo fue construido ese mundo que está ahí delante y los conflic­
tos entre el sujeto y su mundo. Esta dimensión conflictiva y los procesos de
enmascaramiento (psicológicos o ideológicos) que suelen ocultarla han sido
puestos de relieve, de diferentes maneras, por los tres maestros de la sospe­
cha. En Nietzsche, el conflicto surge porque la voluntad de poder se encuen­
tra siempre con la resistencia del mundo, incluida la de aquellos otros hom­
bres con valores disímiles; es la inevitable dialéctica del deseo y las
resistencias, del placer y el displacer. En psicoanálisis, la confrontación entre
el principio de placer y el de realidad postula un conflicto semejante, aunque
la diferencia reside en que se trata de un conflicto internalizado, que crea un
sujeto en sí mismo conflictivo o en tensión, por la presencia siempre latente
de lo inconsciente reprimido en su psiquismo; he aquí la noción de s u j e t o
barrado, a la que Lacan alude. Podría decirse, así, que el yo emerge, en parte,
de la conflictiva tensión entre los impulsos del ello y del superyó. En Marx, el
conflicto se postula en términos económico-sociales, la lucha entre los que
poseen y controlan los medios de producción y los que sólo poseen su fuerza
de trabajo, entre dominadores y dominados, constituía el motor de la historia;
una lucha que tendía a ser enmascarada por formaciones ideológicas especí­
ficas. Así, lo que retomaré de estos autores es la importancia otorgada a estos
aspectos contradictorios y conflictivos, así como algunas de sus hipótesis
explicativas sobre los orígenes y las consecuencias de estos conflictos en la
vida intersubjetiva y social.20
Hechas estas aclaraciones, ¿es posible, entonces, redefinir el s e r - e n - e l -
m u n d o desde estas diferentes posiciones? Creo que sí, pero sólo en la medida
en que reconozcamos que se trata de un mundo esencialmente dialéctico pues,
al decir de Hegel (1968: 76), en sus contradicciones se halla “la pulsación
inminente del automovimiento y de la vitalidad”, y es en estas contradiccio­
nes y en sus consiguientes superaciones donde emerge el “devenir”. Sólo pen­
sando dialécticamente el mundo intersubjetivo este diálogo teórico es posible
-o , si se quiere, a la inversa, es este amplio diálogo teórico el que nos obligó a
pensar dialécticamente la intersubjetividad—. Así, esta perspectiva implica

20. Una crítica antropológica legítim a, en m uchos aspectos, a estas “grandes teorías" expli­
cativas de la m odernidad es que estos autores han postulado conflictos típicos de los seres
hum anos (probablem ente más de los hom bres) de la historia occidental (y tal vez más de la
m odernidad), los cuales sería erróneo proyectar a hom bres y m ujeres de otros tiempos y cul­
turas. N o obstante, así com o se ha dem ostrado lo infructuoso que puede resultar aplicar
m ecánicam ente esquem as de análisis m arxista a determ inadas sociedades aborígenes, tam ­
bién ha sido suficientem ente dem ostrado lo infructuoso que es obviar las desigualdades y las
dim ensiones conflictivas de su vida social, así como las form aciones ideológicas que las legi­
timan; lo m ism o podría decirse de algunas reapropiaciones del psicoanálisis posestructura-
Hsta en antropología, que perm iten explicar ciertas constantes en la construcción de las sub­
jetivida des generizadas que se dan en diversas culturas (Doray, 199-1; Segato, 2003).
82 S ilv ia C itro

que “la negación, la resistencia y la alteridad son tan fundamentales a la exis­


tencia humana como el orden, la seguridad y la rutina” (Jackson, 1989: 26) y,
como también postula Michael Taussig (1993), que las tendencias a la alteri­
dad coexisten con las tendencias a la mimesis. Sin esta tendencia a la mime­
sis, sin las rutinas que nos permiten cierta estabilidad en el mundo de la vida
cotidiana, si no existiese la posibilidad de síntesis superadoras de las contra­
dicciones, sin esta tendencia a la búsqueda de acuerdos que permitan algún
grado de orden y seguridad, la vida social sería imposible; pero sin la alteri­
dad, sin lo inesperado y lo creativo, sin la resistencia y el conflicto, segura­
mente no seríamos seres deseantes ni agentes de la historia. Por eso, la socie­
dad ha sido pensada alternativamente como un organismo o sistema que
tiende a funcionar eficaz y regularmente o como grupos en una cuasiperma-
nente tensión y conflicto. Como han destacado Jean y John Comaroff (1991),
la vida social suele aparecer en todo lugar en forma dualista, “simultánea­
mente ordenada y desordenada”, y ésta sería una de las grandes confrontacio­
nes entre las “perspectivas modernas y posmodernas” (30) del mundo, pues
cada una enfatiza uno de estos polos, en vez de preocuparse por considerar
ambos.
El mundo de la experiencia práctica que la fenomenología describe —las
percepciones y las rutinas de los hábitos que permiten establecer las relacio­
nes entre seres humanos, no humanos, espacios y objetos de una manera
regular y más o menos previsible—parece evocar aquella primera dimensión
de la intersubjetividad y la vida social. De ahí la recurrencia de metáforas que
evidencian cierta idea de armonía y unidad —“comunión”, “hacerse carne” con
el mundo-. Pero, como vimos, la inmediatez de esa experiencia puede ser
abierta por el lenguaje, ser objeto de reflexión y, además, resultar profunda­
mente conflictiva. En conclusión, pensar la intersubjetividad dialécticamente
implica que somos seres preobjetivos y reflexivos; somos “uno” con el mundo
y también escindidos y distanciados, por medio del lenguaje reflexivo, de ese
mundo; somos carne y, a la vez, resistencia con ese mundo; somos constitui­
dos por ese muñdo previo en el cual nacemos e inevitablemente morimos, pero
también constituimos ese mundo en el cual nos es dado habitar. Finalmente,
en la intersubjetividad también se ponen de manifiesto las vinculaciones
entre lo particular y lo universal, pues a pesar de la diversidad de cuerpos y
lenguajes, si no existe una “condición humana común”, sería imposible el diá­
logo intercultural y, por supuesto, el mismo trabajo de campo. Es en torno a
estos conjuntos de tensiones dialécticas constitutivas como en cada cultura se
construye la vida intersubjetiva de maneras peculiares.
En el capítulo siguiente intentaré mostrar cómo este contradictorio mundo
intersubjetivo puede ser abordado en una etnografía dialéctica de y desde los
cuerpos.
C a p ít u l o 3

Hacia una etnografía dialéctica de


y desde los cuerpos

Introducción

El comienzo del invierno me detuvo en un lugar en


donde, no encontrando conversación alguna que me'
distrajera y no teniendo, de otra parte, por dicha, ni
cuidados ni pasiones que me turbasen, permanecía
todo el día en una habitación encerrado con una gran
estufa, en la que disponía de tranquilidad para entre­
garme a mis pensamientos.
René Descartes, Discurso del método

El etnógrafo es, a un tiempo, su propio cronista e


historiador; sus fuentes son pues, sin duda, de fácil
accesibilidad pero también resultan sumamente evasi­
vas y complejas, ya que no radican tanto en documen­
tos de tipo estable, materiales, como en el comporta­
miento y los recuerdos de seres vivientes [...]. El
etnógrafo tiene que salvar esa distancia a lo largo de
los laboriosos años que distan entre el día que puso por
primera vez el pie en una playa indígena e hizo la pri­
mera tentativa por entrar en contacto con los nativos, y
el momento en que escribe la última versión de sus
resultados. Un breve bosquejo de las tribulaciones de
un etnógrafo tal como yo las he vivido puede ser más
esclarecedor que una larga discusión abstracta.
Bronislaw Malinowski,
Los argonautas del Pacífico occidental

Los epígrafes intentan retratar la diferencia en los métodos que cada


autor practicaba: a partir de ese pensar individual y aislado del mundo, en el
primero, y a partir de ese encuentro con los otros, en el segundo. Además, las
imágenes que cada uno utiliza permiten evocar los contrastes de sus cuerpos
[ 83 J
84 S ilv ia Citro

y de los espacios que habitaron: aquel encierro invernal de Descartes frente a


la imagen del viaje que condujo a Malinowski a una lejana playa indígena.
Como sostuve en la Introducción, el viaje está unido a los comienzos de la
etnografía como método y es a partir de ese traslado de nuestros cuerpos y de
la convivencia con los otros por un lapso, como se fundamentará nuestro cono­
cimiento sobre ellos y, en cierta forma, sobre nosotros mismos. Este capítulo
estará dirigido a reflexionar sobre esta forma de conocer que es la etnografía.
No obstante, no lo hará a la manera de una larga discusión abstracta que
constituya algún “discurso del método” librado de todo cuerpo y pasión, sino
más bien desde la reflexión sobre la misma práctica y, especialmente, desde
nuestra intención (no exenta de pasión) de hacer tanto del trabajo de campo
como del texto resultante una práctica dialéctica y democrática de conoci­
miento. A partir de estas reflexiones buscaré también mostrar cómo aquella
dialéctica de la “revelación y la sospecha” con la que concluí el capítulo ante­
rior puede ser abordada en un estudio etnográfico de y desde los cuerpos sig­
nificantes. En suma, este capítulo expone el enfoque metodológico más gene­
ral que atraviesa los capítulos históricos y etnográficos siguientes y, aunque
ubicado antes de éstos, es en realidad el resultado de la totalidad de esta prác­
tica de investigación teórica e histórico-etnográfica.
Prob^olemente, entre mi propuesta metodológica de una etnografía dialéc­
tica y la etnografía concreta que representaré luego en estas páginas, el lec­
tor halle algunas diferencias o aun contradicciones que se me escapen. No
obstante, estas “tribulaciones” no deberían impedir reflexionar sobre la etno­
grafía que quisiéramos practicar. La eficacia simbólica de las utopías tal vez
resida en que, como sostenía Eduardo Galeano, nos impulsan a caminar:
frente a cada paso que damos hacia ellas, otro paso se vuelven a alejar.

Paradojas de la observación participante

Desde que inicié mis trabajos de campo en Formosa, la reflexión sobre las
relaciones intersubjetivas construidas entre el etnógrafo y la gente con la que
trabaja se constituyó en una temática de particular interés. En parte, alen­
tada por conversaciones y trabajos de Pablo Wright (1994b), y seguramente
también porque mis trabajos de campo anteriores habían sido más cortos y en
contextos urbanos; no requerían por tanto del viaje ni de la convivencia por
un lapso prolongado. Es en estas convivencias donde suelen ponerse de
relieve otras facetas o roles del etnógrafo, pues la participación en la vida coti­
diana hace que se compartan distintas experiencias y no sólo la de preguntar
u observar. Además, pueden generarse desde lazos afectivos que deriven en
amistades hasta tensiones y desacuerdos que provoquen alejamientos o
incluso enemistades, pero difícilmente la relación etnográfica pase totalmente
inadvertida, dejando nuestros posicionamientos intactos. No obstante, la
etnografía más tradicional, ligada al paradigma positivista, intentaba mini­
mizar estas “interferencias subjetivas”, a partir de la escisión entre las
dimensiones, personales e históricas del investigador, por un lado, y las inte­
Hacia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d esd e los cu erp os 85

lectuales y metodológicas, por otro. Las primeras tendían a ser anuladas o


invisibilizadas a través de distintas operaciones textuales dentro del discurso
académico;1 así, las informaciones que el etnógrafo recogía en su estadía en el
campo —los “datos”—se presentaban como objetos que permanecían fuera de
su mundo existencial. Esta tendencia representaba una de las particulares
manifestaciones del modelo dualista del racionalismo que el primer epígrafe
evoca: la razón puede desembarazarse de las contingencias del sujeto histó­
rico que la encarna y, gracias a la puesta en práctica de métodos que se pre­
tenden objetivos y universales, accedería al conocimiento válido. A pesar de
estas pretensiones, en antropología, la misma práctica del trabajo de campo
ponía en tensión esta perspectiva. El epígrafe de Malinowski muestra cómo
las experiencias Ínter subjetivas inevitablemente estaban presentes desde los
inicios de la etnografía. Sin embargo, los códigos imperantes en la disciplina
hicieron que aquellas “tribulaciones” de Malinowski fuesen desplegadas más
en su diario personal que en sus trabajos académicos.
Considero que en la misma prescripción de la “observación participante”
-dimensión constitutiva de la práctica etnográfica que le confiere a la antropo­
logía social buena parte de su identidad disciplinar-ya estaba implícita esta
tensión o ambigüedad en el rol del etnógrafo. Por un lado, se debe participar
en la dinámica de los contextos sociales estudiados, lo cual generalmente
requiere que se desempeñen, aunque sea transitoriamente, otros roles, actitu­
des y prácticas diferentes a las de un mero observador externo al fenómeno.
Por otro, también se debe seguir observando, entendiendo esta actividad como
una reflexión, un esfuerzo por objetivar aquella dinámica social en la que tem­
porariamente se está incluido. Si bien participación y observación en alguna
medida se superponen,2 el movimiento de acercamiento que subyaee en la pri­
mera y el distanciamiento que posibilita la segunda, por su carácter antagó­
nico, suelen presentar dimensiones conflictivas. Un ejemplo significativo surge
de las reflexiones de Sidney Mintz (1989: 788) acerca de la recepción que tuvo
su trabajo sobre una historia de vida de un trabajador puertorriqueño. En los
60 se lo criticó por su “falta de objetividad”, por ser el resultado del trabajo con
un “informante” que era además un amigo; en los 80, en cambio, el libro fue
juzgado en sentido totalmente opuesto; el texto “mantenía o incrementaba la
desigualdad” entre etnógrafo e informante. Ambas posturas reflejan los cam­
bios que ha sufrido la disciplina, de una tendencia más ligada a la tradición
positivista, a la oposición que se genera luego a partir de la antropología crí­
tica y el movimiento posmoderno. La pregunta ante esta tensión entre distan-

1. George M arcus y Dick Cushm an (19S2.I sintetizan las operaciones típicas del “realismo
etnográfico”: el uso de la tercera persona, la tendencia a que los individuos perm anezcan sin
nom bres y rasgos específicos, la descripción de los eventos como m anifestaciones típicas de
parentesco, ritual u otras categorías generales, la aserción de que la etnografía representa el
punto de vista del nativo.

2. Peter Rigby (19S5: 31) señala el absurdo que im plicaría pensar que es posible observar sin
p a r tic ip a r -la sola presencia conlleva algún grado de p a rticip a ción -y , asim ism o, participar
sin observar, sin tener algún grado de reflexión sobre la situación que se está viviendo.
86 S ilv ia C itro

ciamiento y acercamiento es si ésta se resolvería optando por la prevalencia de


uno de los polos y, por lo tanto, ocultando y/o deslegitimando al otro, o, en cam­
bio, intentando una confrontación dialéctica. Si bien la crítica al denominado
“realismo etnográfico” tendió a enfatizar la dimensión de acercamiento y par­
ticipación, en ciertas posiciones posmodernas más extremas también condujo
a renunciar a la posibilidad de distanciamiento y reflexión sobre las interpre­
taciones de los actores. La constatación de que todo texto era una representa­
ción en la que el posicionamiento del autor es determinante, en muchos casos
llevó a una especie de renuncia de la explicación de los fenómenos sociales,
como si lo único posible fuese la descripción de la experiencia de participación.
Así, las tribulaciones personales del etnógrafo en su encuentro con los otros
pasaron a ocupar un lugar cada vez mayor. A difei-encia de este enfoque, sos­
tengo que es en la complementariedad de ambos movimientos, el de participa­
ción-acercamiento y el de observación-distanciamiento, donde reside la riqueza
de la etnografía. La observación participante constituye así otra de esas con­
tradicciones de la experiencia intersubjetiva que, al ser abordada dialéctica­
mente, permitiría alcanzar una nueva síntesis superadora. Además, esta expe­
riencia fundante de acercamiento-alejamiento es la que demanda un análisis
que confronte la fenomenología con la hermenéutica de la sospecha. Para
expresarlo en términos de Malinovvski, confío en que esa peculiar dialéctica en
el campo y en el análisis es la que permite “salvar” esa distancia entre el
momento en que “apoyamos el pie en la playa de los otros” y aquel en que escri­
bimos la última versión de este encuentro, ya en nuestro propio lugar.
Antes de exponer esta propuesta metodológica, es preciso responder una
pregunta si se quiere más fundamental y que hasta el momento he dejado en
un relativo suspenso: por qué encarar dialécticamente la etnografía sería una
práctica de conocimiento “mejor” que otras. Si bien, como se verá, la confianza
en la dialéctica no es más que una decisión epistemológica y sobre todo política,
es necesario justificar sus fundamentos y la misma necesidad de tal decisión.

Dialéctica y políticas del conocimiento

E l a fá n d e v e r d a d e s u n a n h e lo d e e s t a b il iz a c ió n , el
h e c h o d e h a c e r v e r d a d e r o y d u r a d e r o , u n a s u p r e s ió n d e
e s e c a r á c t e r fa ls o , u n a tr a s p o s ic ió n d e é s te a l ser. L a
v e r d a d n o e s e n c o n s e c u e n c ia a lg o q u e e s t é a h í y q u e
h a y a q u e s o r p r e n d e r y e n c o n tr a r , s in o a lg o q u e h a y q u e
in v en ta r. M e j o r a ú n , a la v o lu n ta d d e c o n s e g u ir u n a
v ic to r ia , v o lu n ta d q u e, p o r s í m is m a , c a r e c e d e fin :
a d m it ir la v e r d a d e s in ic ia r u n p r o c e s o in in fin itu m ,
u n a d e t e r m in a d a a c c ió n a c tiv a , y n o la ll e g a d a a la
c o n c ie n c ia d e a lg u n a c o s a fi ja y d e te r m in a d a .
F r ie d r ic h N ie t z s c h e , L a v o lu n ta d d e p o d e r

En toda propuesta metodológica subyace una determinada ontología.


Como vimos, si una ciencia objetiva y positivista era posible, es porque en el
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica d e y d e sd e lo s cu e rp o s 87

ser-científico la razón dominaba y por lo tanto le otorgaba esa particular capa­


cidad de escindirse de sus sensaciones, sentimientos, relaciones con el mundo
e historia. Cuando esta capacidad de dominio del individuo comienza a cues­
tionarse y el ser es pensado como sujeto del inconsciente (psicoanálisis), emer­
gente de las praxis históricas (marxismo) o ser-en-el-mundo (fenomenología),
otras epistemologías y otros métodos son requeridos.
En Nietzsche, aquella sospecha que comenzó con los “valores” de la moral
cristiana, se fue extendiendo cada vez más hasta abarcar los cimientos de la
cultura occidental: la idea de “ser”, “verdad”, “causa”, la lógica aristotélica,
la propuesta kantiana. En sus múltiples e inacabados recorridos genealógi­
cos, podría hallarse uno de los primeros intentos de lo que hoy suele denomi­
narse “deconstrucción”. La idea expresada en el epígrafe acerca de que cual­
quier “verdad” es producida o inventada y que es resultado de una operación
ligada a una voluntad de poder sintetiza el profundo quiebre del autor con el
racionalismo ingenuo. Tiempo después, las genealogías de Foucault consti­
tuirán los análisis posiblemente más minuciosos acerca de los procesos por
los cuales se construyen determinadas verdades científicas. Para el autor, el
problema fundamental consiste en cómo la verdad se define “por el conjunto
de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y~se ligan a
lo verdadero efectos políticos de poder”; pues “la verdad” está “ligada circu­
larmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los
efectos de poder que induce y que la acompañan” (Foucault, 1979: 188-189).
En el capítulo 2, sostuve que mi propuesta de un abordaje dialéctico se
basaba en el carácter ambiguo y contradictorio (dialéctico) reconocido en las
relaciones intersubjetivas —y, de hecho, acabo de adscribir también un carácter
contradictorio a una de estas relaciones: la del etnógrafo y la gente con la que
trabaja, con la observación participante que involucra—. La pregunta que ahora
se impone, entonces, es cómo conciliar esta “confianza en la dialéctica” con una
epistemología de la sospecha que postula las luchas de poder subyacentes en la
elaboración de todo saber y, por lo tanto, el carácter relativo de los saberes. Una
metodología dialéctica involucra la recurrencia al proceso de tesis, antítesis y
síntesis. Al momento de afirmación de una posición le sigue el de su negación,
esto es, de contraste y conflicto; la síntesis representa la mediación, el logro de
una nueva posición superadora de la contradicción entre las anteriores, posi­
ción que, aunque diferente de ellas, a la vez las asume. Es el complejo Aufheben
hegeliano, según Rodolfo Mondolfo (1968: 11), “un movimiento progresivo en
que el grado anterior queda eliminado y conservado al mismo tiempo, es decir,
superado en una realización más elevada”.3 Finalmente, esa nueva posición

3. En térm inos de H egel (1968): "La palabra A u fh eb en [elim inar] tiene en el idiom a [ale­
mán] un doble sentido: significa tanto la idea de conservar, m antener, com o, al m ism o tiem ­
po, la de hacer cesar, poner fin. El m ism o con servar ya in clu ye en sí el aspecto negativo, en
cuanto saca algo de su inm ed iación y por lo tanto u n a existencia abierta a las acciones
exteriores, a fin de m antenerlo. - D e este m odo lo que se ha elim inado es a la vez algo con­
servado, que ha perdido sólo su inm ediación , pero que no por esto se halla anulado—. Las
88 S ilv ia C itro

debería ser sometida al mismo proceso y así sucesivamente. Para Hegel y


Marx, sin embargo, este proceso dialéctico no era infinito; para el primero, la
comprensión total era posible; para el segundo, las contradicciones de la socie­
dad capitalista permitirían el advenimiento del socialismo.4 Si bien postular un
conocimiento dialéctico implica asumir que se trata de un proceso con ruptu­
ras, transformaciones y contradicciones y no un simple proceso acumulativo y
lineal hacia una verdad, cierto carácter “progresivo” y de “desocultamiento”
sigue presente. La cuestión que se plantea entonces, tanto para la praxis polí­
tica general como para la del conocimiento en especial, es si es posible afirmar
algún carácter progresivo o, por el contrario, si habría que negar este “resabio”
de modernidad y quedarse, como diría Nietzsche, en la etapa nihilista del ador­
mecimiento de la voluntad y del reposo. Ubicándome entre aquellos que nece­
sitan continuar con la primera de estas posibilidades, es imprescindible buscar
nuevas argumentaciones para defenderla. En el caso de la etnografía, se trata
de seguir planteando la discusión acerca de qué criterios permitirían producir
“mejores” etnografías, aunque la definición de ese “mejor” será siempre inesta­
ble, cambiante y definido hegemónicamente dentro de un “campo” académico
afectado por restricciones económico-sociales y relaciones de poder (Bourdieu,
1967); o, parafraseando a Ernesto Laclau (1996), reconociendo que esa cons­
trucción metodológica seguramente se fundamentará en “significantes vacíos”,
pero necesarios. Luego de la crítica posmoderna, quedan pocos lugares teóricos
de donde asirse si se pretende continuar con ciertas ilusiones de la modernidad
y el concepto de “significante vacío” posiblemente sea uno de ellos. Aunque des­
víe brevemente el curso de la reflexión, resumiré las ideas de Laclau sobre este
concepto, pues será retomado, cuando profundice en las hermenéuticas de la
sospecha.
Para Laclau (1996), “todo sistema significativo está estructurado en torno
a un lugar vacío que resulta de la imposibilidad de producir un objeto que es,
sin embargo, requerido por la sistematicidad del sistema” (76). Esta perspec­
tiva, vinculada en su origen a la teoría lacaniana,0 es llevada por Laclau al
campo de la política; sostiene así que significantes como “«liberación» u «orden»

m encionadas d eterm inaciones del A u fh eb en pueden ser aducidas lexicológicam ente corno
dos significados de esa palabra. Pero debería resu ltar sorpren den te a este resp ecto que un
idiom a haya llegado al punto de utilizar una sola y m ism a palabra para dos d eterm in acio­
nes opuestas” (13S).

4. Estas prom esas de total liberación del intelecto y de la sociedad son difíciles de sostener hoy
en día. No pueden obviarse las críticas provenientes de esa especie de voluntad deconstructiva
característica de la posm odernidad, pero también previam ente de la teoría crítica, pues ya
Theodor Adorno (2005 [1970]) señalaba que las síntesis sólo podían alcanzarse situándolas por
fuera de la historia, en un pensam iento abstracto e idealizado como el de Hegel.
5. E ste p lanteo de L aclau se v in cu la con la con ceptu a lización lacan iana del y a m en cion a ­
do “objeto a ”, u objeto causa de deseo, que perm an ece d escon ocido y p erdido para el su je­
to. pero es fu nd am ental en la e stru ctu ra ción del “fa n tasm a” , la p osición del su jeto frente
ai m undo.
H a cia u n a e tn o g ra fía d ia lé ctica de y d esd e los cu erpos 89

se vacían ya que sólo existen en las varias formas en que en los hechos son
realizados [...], pero en una situación de desorden radical, por ejemplo, el
orden está presente como aquello que está ausente; pasa a ser un signifi­
cante vacío, el significante de esa ausencia [...J, hegemonizar algo significa,
exactamente, llenar ese vacío [...]. Cualquier término que en un cierto con­
texto político pasa a ser el significante de la falta desempeña el mismo
papel” (84).
No obstante, esta representación será constitutivamente inadecuada “por­
que sólo puede darse a través de contenidos particulares que asumen, en cier­
tas circunstancias, la función de representación de la universalidad imposible
de la comunidad” (132). Esta inadecuación implica la imposibilidad de funda-
mentaciones radicales y de saberes absolutos, sin embargo, esta “imposibili­
dad estructural” es “posibilitadora” en las prácticas, pues amplía el área de
responsabilidad y decisión sobre nuestros actos:

D a d o qu e de ¡o qu e se tra ta es del ca rá cte r in co m p leto de las reg la s


y n o d e u n a total a u se n cia de la s m ism a s, el p ro b le m a de u n a fu n d a m en -
ta c ió n ética to ta l n u n c a su rg e [...]. L a d e m o cra cia no n e c e sita y n o puede
se r fu n d a d a r a d ica lm e n te . S ó lo p o d e m o s en ca m in a rn os h a cia u n a so cie ­
dad m ás d e m o crá tica a tra v é s de u n a p lu ra lid a d de actos de d em ocra ti­
zación . (1 43)

Podría decirse entonces que, aunque en el contexto posmoderno, las fun-


damentaciones plenas se resquebrajen y, por ejemplo, ciertos significantes se
vacíen rápidamente -e n el ámbito intelectual por la crítica deconstructiva, en
el de las identidades socioculturales por la intensa hibridación y movilidad de
prácticas y representaciones, en el político por la imposibilidad de una demo­
cracia radical-; significantes como “ciencia social”, “identidad” o “democracia”
siguen presentes, pues son claves para continuar con el juego social iniciado,
al menos, desde la modernidad occidental. Asimismo, esta posición lleva a
asumir la imposibilidad para el analista social de hallar la significación plena
de cada significante político-cultural; no obstante, sí es posible mapear las
luchas discursivas sociales que buscan hegemonizarlos, es decir, llenarlos de
un contenido, prenderlos a otros significantes.
Hechas estas aclaraciones, que serán luego profundizadas, volvamos al
cuestionamiento inicial: los fundamentos de esta opción por una etnografía
dialéctica. Al no poder fundamentarse radicalmente cuál es la mejor forma de
hacer etnografía, al reconocer que es imposible acceder a ese conocimiento
pleno de los significantes y corporalidades de los otros, las decisiones posibles,
como ya se adelantó, serían renunciar a reflexionar sobre nuestros métodos o
seguir intentando mejorarlos estableciendo nuevas reglas, en un juego que.
sabemos de antemano, nunca ganaremos, lo cual no necesariamente nos priva
del placer de seguir jugándolo. Se trata de decisiones a partir de las cuales se
establecen conjuntos de relaciones significativas, en este caso, una política clel
conocimiento, pero la decisión primera es siempre cuestionable, constitutiva­
mente inadecuada y, no obstante, una decisión necesaria, pues somos inevita­
90 S ilv ia C itro

blemente responsables de nuestro actuar en el mundo —y, obviamente, la inac­


ción, la pasividad, el silencio, son también formas de actuar en él— Así, en la
propuesta metodológica a desarrollar, dos decisiones fundantes subyacen.
Una, que es posible extender —mas no alcanzar definitivamente— el conoci­
miento de mundos culturales disímiles, explorando las diferentes dimensio­
nes posibles de la íntersubjetívídad en el trabajo de campo. Esto nos conduce
entonces a una estrategia de explorar radicalmente aquella contradicción
fundante que reconocimos en la relación etnográfica: el movimiento de acer­
camiento/participación y el de observación/distanciamiento, a la manera de
una tesis y su antítesis, de una descripción fenomenológica y de su confronta­
ción por las hermenéuticas de la sospecha. Así, buscaremos alcanzar las pro­
visorias y parciales síntesis que, seguimos “creyendo”, serán superadoras de
cada uno de estos movimientos en particular. La otra decisión es la intención
de que este proceso de conocimiento se oriente hacia una democratización
cada vez mayor de la relación etnográfica. De algún modo, conocimiento inter­
subjetivo y democracia representan aquí los significantes vacíos; no obstante,
son los que justifican para nosotros seguir haciendo etnografía. Exploraremos
entonces algunas formas de radicalizar los movimientos de acercamiento y
distanciamiento: primero en la práctica del trabajo de campo y luego en los
análisis que a partir de ellos construiremos.

El acercamiento-distanciamiento en el campo

En primer lugar, sintetizaré cómo la cuestión de la participación ha sido


tratada en la literatura etnográfica. Según han destacado Sergio Visacovsky
y Roxana Guber (2002), ya en la década del 60 algunos autores pusieron de
relieve la manera en que las pertenencias de género, edad y nacionalidad del
investigador incidían en la construcción de los datos. Años más tarde, tam­
bién se comienza a proponer un mayor involucramiento y una mayor refle­
xión sobre los aspectos subjetivos de la investigación. Bob Scholte (1972) sos­
tenía que la objetividad del conocimiento antropológico se fundamentaba en
la intersubjetividad y en la posibilidad de lograr una verdadera interacción
comunicativa en el encuentro etnográfico. John Pocok (citado por Blacking,
1977: 7) proponía una “antropología personal” en la que la subjetividad del
investigador fuese incluida en los análisis y usada conscientemente como
herramienta de investigación. En los 80, y especialmente en la academia
norteamericana, muchas de las reflexiones ligadas a la antropología posmo-
derna retomarán estas preocupaciones, aunque le otorgarán un mayor énfa­
sis a la reflexión sobre el proceso de escritura etnográfica. Precisamente,
gran parte de las críticas al realismo etnográfico consistieron en deconstruir
sus operaciones textuales y ensayar nuevas formas de representación. De
esta forma, se procuraba poner en el centro del análisis la manera en que se
construía la relación del etnógrafo con la gente que estudiaba -s u participa­
ción en el campo—y promover lá reflexividad dentro de la disciplina. Esta
tendencia se aprecia en el énfasis en los eventos concretos sucedidos en el
H a cia u n a e tn o g ra fía d ia lé ctica de y d e sd e los cu e rp o s 91

campo,6 incluso en incidentes cotidianos de la vida doméstica que luego


resultan significativos, en la generalización del recurso de escribir en pri­
mera persona y, en general, en el uso de modos narrativos que privilegian “la
experiencia inmediata y los testimonios directos, frente a las abstracciones y
el panoptismo del discurso científico” (Jackson, 1989: 33-34). A través de
estos medios, se intentaba darles voz a personas concretas y no ya represen­
tar a genéricos pueblos o culturas. Además, los autores comenzaron a hacer
más visibles en los textos sus experiencias intelectuales y de trabajo de
campo, con registros más pormenorizados de estos itinerarios y de los proce­
sos reflexivos y afectivos que involucraban. En este sentido, ya temprana­
mente Vincent Crapanzano (1977) señalaba que el trabajo de campo implica
una confrontación que suele conducir al etnógrafo a la disolución o disrup-
ción del sentido de sí, pues en su aprendizaje sobre los otros, inevitablemente
adquiere nuevos sentidos que pueden oponerse a los que previamente poseía.
Para el autor, el particular movimiento de reconstitución del sentido del self,
se lograría fundamentalmente a través del “acto de escritura”.
A contrapelo de esta perspectiva que enfatiza en la escritura, mi interés se
orienta aquí a explorar las dimensiones prácticas que la participación genera
en el mismo trabajo de campo; además, no me interesa solamente lo que le
ocurre al etnógrafo en su movimiento personal de disolución-reconstitución,
sino lo que sucede en la “relación” etnográfica, tanto al etnógrafo como a las
personas con las que interactúa.7 Veamos entonces algunos autores que enfa­
tizaron este tipo de enfoques. Jackson (1996), basándose en Jean-Paul Sartre,
Theodor Adorno y William James, critica el “empirismo tradicional” que con­
cibe el conocimiento como una relación con límites claros entre sujeto y objeto
y en la que ambos términos permanecen inconmovibles, y propone, en cambio,
un “empirismo radical” centrado en la experiencia de interacción, en la cual
el ser es constantemente modificado así como modifica a los otros. Esta pers­
pectiva conduciría a focalizarse en las formas en que el conocimiento se fun­
damenta en nuestra participación “personal y práctica” en el trabajo de
campo, de ahí que la “experiencia vivida del observador” resulte clave para
Jackson. Una postura similar surge de las definiciones de Wright (1994b) en
torno a la etnografía como un “desplazamiento ontológico”, pues “el sujeto
desplaza su Ser-en-el-mundo (Dasein) a un lugar diferente - o permanece en
su sitio pero con una agenda ontológica distinta-. Es el Ser-en-el-mundo del

6. El énfasis en los eventos y procesos, com o opuesto a los m odelos generalizadores del
estructural-funcionalísm o, aparece ya en la escuela de M anch ester y en su m étodo de estu­
dios de caso (Turner, 1980, capítulo 5). Para Stoller (1989: 54), el evento debería convertirse
“en autor del texto” y el escritor, en el intérprete del evento, m ediando entre éste y el lector.

7. La intención de este recorte es focalizar el análisis en las prácticas; sin em bargo, esto no
implica negar que el trabajo de cam po es parte de un proceso m ás am plio, en el que diferen­
tes instancias se influyen recíprocam ente, desde las instituciones que financian las investi­
gaciones y los ám bitos de difusión académ ica hasta las coyunturas políticas regionales y
nacionales.
92 S ilv ia C itro

etnógrafo, su estructura ontológica, la que sufre modificaciones en su contacto


con la gente” (367). Otros autores como Rigby (1985: 26), por ejemplo, postu­
lan una total participación crítica, tanto intelectual como emocional, en las
actividades cotidianas de la comunidad y señalan incluso su rechazo a hacer
cuestionarios o “preguntas formales”, excepto las referidas al lenguaje o a
objetos culturales específicos. En relación con este tema, es ilustrativo el caso
de Stoller (1989), cuando “descubre” que algunos interlocutores songhay no
tenían inconvenientes en mentirle, hasta que uno de ellos le explicó: “Si tú
vienes y haces preguntas personales y escribes, no aprenderás nada de nos­
otros, tienes que aprender a sentarte con la gente y escuchar” (128). Al inicio
de un trabajo de campo es habitual esta actitud de escucha, pero tal vez
demasiado rápidamente pasamos al modo interrogativo como dominante en
nuestras interacciones.8
Para discutir algunas dimensiones epistemológicas y políticas de la parti­
cipación, mencionaré brevemente un episodio sucedido en mi primer trabajo de
campo en Misión Tacaaglé, durante enero de 1998, en la casa de Teresa
Benítez. Deseo aclarar primero algunas peculiaridades de este trabajo. Una de
ellas es la presencia de Salvador, mi pareja, durante su transcurso, de ahí su
participación en el diálogo que a continuación citaré. La otra, es que no estaba
en mis “planes” iniciales trabajar en Misión Tacaaglé, pero fuimos llevados allí
por Lucas Medina y su esposa, Rosa Daegei (madre de Teresa), quienes vivían
en La Primavera. Pablo Wright me había mencionado a Lucas entre otros
conocidos por los cuales podía preguntar; como su casa es la que estaba más
cerca de la ruta, fue la primera persona que encontramos y terminamos resi­
diendo allí. También nos recomendó que lo acompañásemos a Misión Tacaaglé
a conocer a sus familiares, y terminamos solventando los gastos del viaje. En
una de las charlas con Teresa, luego de responder “nuestras preguntas” sobre
las “danzas” y el “gozo” en el Evangelio, ella nos preguntó:

T eresa : - N o s é si ig u a l son lo s ca tólicos, ¿ u s ted es so n ca tó lico s ?


S a lv a d o r : - M h . .. (d u d a n d o )
T.: - ¿ C ó m o ora n lo s ca tó lico s?
S a.: - M u y q u ie to s ...
S ilv ia : S í , no, los ca tó lico s es m á s ... no d a n z a n ...
S a.: S e n t a d o s rezan.
T.: - P e r o ¿ cier r a n su s o jo s ? (S a lv a d o r h a b ía h e c h o esa p reg u n ta
a n tes)
S a .: -A lg u n o s sí, otros n o ...
T.: - Y c ó m o . . . ¿ q u é s ien te?

8. Cabe destacar las reflexiones de E lm er M iller (1995: 130) cuando com para su actividad
entre los tobas com o m isionero y com o antropólogo. Com o antropólogo, las conversaciones
eran determ inadas m ás por los tópicos de su investigación que por los tobas, a la inversa de,
lo que habría ocurrido durante su trabajo com o m isionero. Esto constreñía la inform ación
etnográfica que podía adquirir e hizo crecer las “d udas” epistem ológicas del autor en torno a
la etnografía.
H a cia u n a e tn o g ra fía d ia lé ctica de y d e sd e lo s cu e rp o s 93

Sa.: - Y y o . . . lo q u e p a s a q u e y o era ca tó lico h a ce m u ch o (son rien d o,


risa s de to d o s)
Si.: -C u a n d o era c h ic o ...
Sa.: -C u a n d o era c h ic o ...
T.: - M h . ..
Sa.: —D e s p u és no fu i m u ch o a la s...
T.: —¿P ero n o sen tís n a d a ...?
Sa.: - Y e n esa é p o c a ... sí, se s en tía ...
T.: —M h ... ¿y vo s? (dirigiéndose a mí)
Si.: - E r a ... a m í m e p a s a b a c o m o ... C u a n d o voy a sí a un lu g a r m u y ...
C laro, y o vivo en un d ep a rta m en to , un lu g a r c h ic o ... C u a n d o voy a sí a
lu g a res m u y g r a n d e s, m u y a m p lio s ... m e h a cía r ec o r d a r a s í a D io s ...
T.: -M h ...
Si.: -A s í, a un lu g a r con m u c h o aire, verde, m on ta ñ a s, com o qu e esa
sen s a c ió n de v er eso m e h a cía r e c o r d a r a D io s ...
T .:- M h ...
Si.: -P e r o ésa e s m i fo r m a ¿no?, p o r eso vem os cóm o ca d a un o sien te
d e una fo r m a ...
T.: - S í .. . p a r e c e q u e vos e sta b a s m uy cerca de D ios cu a n d o vos e s ta ­
b a s le jo s ...
Si.: - ... y ... cla ro, p u e d e s e r ...
T.: -S í, p e r o un p o c o d e m ied o p a r e c e ...
Si.: - ¿ A vos te da co m o un p o c o d e ...?
T. -N o , vos.
Si.: -A h , a mí, d e c ís ... N o, no, e s igu al, n o sé, com o m u y g ra n d e, p er o
no, no m e d a b a m ie d o ... L o q u e p a s a es qu e a nosotros, a la religión , así,
bu en o, cu a n d o é ra m o s ch icos, q u e n os e n señ a b a n en el coleg io, no, n o se
d a n z a b a en la m isa , era m u y d e e s ta r qu ieto, d e escu ch ar. P o r eso a m í
m e g u s ta p r e g u n ta r p o r esta s fo r m a s , p o r q u e a m i m e g u s ta la d a n za
ta m b ién y siem p re m e lla m ó la a ten ció n eso q u e los ca tólicos no d a n za n
y h a y o tra s r elig io n es q u e ... q u e s í...

T e r e s a , c o m o e l l a s o l í a d e c ir , y a h a b í a “ t r a b a j a d o ” a n t e s c o n o t r o s a n t r o p ó ­
lo g o s , c o n o c í a e n t o n c e s n u e s t r o m o d o i n t e r r o g a d o r , p e r o a h o r a e r a e lla la q u e
c o m e n z a b a a h a c e r su s p r o p ia s p r e g u n t a s . D e a h í e n m á s , e sta p r á c t ic a d e
“ d e v o lv e r m e ” la s p reg u n ta s se r e p e t ir ía en lo s años s ig u ie n te s . I n c lu s o ,
t ie m p o d e s p u é s , e n m a y o d e 1 9 9 9 , e lla y s u e s p o s o , V ic e n t e J u s to , t a m b ié n m e
d e v o l v e r í a n l a “ v i s i t a ” , p u e s v i a j a r o n a B u e n o s A ir e s y r e s i d i e r o n e n m i c a s a
d u r a n t e u n o s d ie z d ía s . O t r a c u e s t i ó n a d e s t a c a r d e l d i á l o g o e s c ó m o la s p r e ­
g u n t a s d e T e r e s a , a d e m á s d e p r o v o c a r m e c i e r t a s o r p r e s a , p o n ía n e n j u e g o m i
s u b je t i v i d a d . R e c u e r d o q u e m e g e n e r a b a u n p o c o d e i n c o m o d i d a d p r e s e n ­
t a r m e c o m o u n a p e r s o n a q u e “n o e r a c r e y e n t e ” , q u e n u n c a h a b ía “ s e n t i d o ”
n a d a , e n u n c o n t e x t o t a n f u e r t e m e n t e e v a n g e l i z a d o y c o n u n t e m a d e i n v e s t i­
g a c i ó n c o m o l o s r i t u a l e s y l a s d a n z a s . T a l v e z p o r e s o la s p r e g u n t a s d e T e r e s a
m e c o n e c t a r a n c o n c i e r t o s r e c u e r d o s a d o l e s c e n t e s q u e e lla i n t e r p r e t a r í a d e
u n a fo r m a p e c u l i a r ; p e r o t a m b i é n s u s p r e g u n t a s m e c o n d u je r o n a r e ío r m u ia r ,
d u r a n t e la m i s m a c o n v e r s a c i ó n , el t e m a d e la i n v e s t i g a c ió n e n t é r m i n o s m á s
s u b je t i v o s , e s d e c ir , d e m is i n t e r e s e s p e r s o n a l e s .
94 S ilv ia C itro

Esta situación inicial condensa algunas cuestiones metodológicas clave


sobre la participación que es pertinente destacar. En primer lugar, permite
aclarar que el propósito de reflexionar sobre cómo la subjetividad se pone en
juego en el trabajo de campo no debería sor necesariamente aburrir o entrete­
ner al lector con la historia personal del antropólogo, sin embargo, tampoco se
trata de censurarla u ocultarla. Que la opción al “realismo etnográfico” sea el
diario personal del turbado antropólogo occidental en su esfuerzo (nunca total­
mente logrado) por comprender al otro sólo lleva a profundizar las diferencias.
La propuesta, en cambio, es centrarse en la relación en sí misma, en lo inter­
subjetivo, en la manera en que personas que generalmente poseen modos de
vida diferentes, intentan conocerse y comprenderse. En este caso, Teresa tra­
tando de saber qué siente un doqshi católico; nosotros, tratando de saber qué
siente una qomlashe (mujer qom) evangelio cuando danza. Esta situación, que
se inició con Teresa, luego se fue ampliando a otros interlocutores, sobre todo
con los integrantes de las familias con las que residía o con las personas que
fui visitando en forma continuada y adquiriendo más confianza. A veces sur­
gían preguntas del tipo: “¿Y cómo es eso entre ustedes...? o “¿Cómo va tu inves­
tigación... qué resultados obtuviste...?”, o en lo que refiere a los mitos: ‘Y uste­
des no tienen cuentos... ¿qué cuentos tienen?”. Seguramente, la particular
tendencia de los tobas a la apertura, intercambio e incorporación de distintas
prácticas y representaciones culturales facilitaba este tipo de situaciones, tal
vez más difíciles de suscitarse en otros grupos. No obstante, la riqueza de
intentar este tipo de diálogos es que permiten ampliar el conocimiento mutuo,
reflexionando tanto sobre nuestras diferencias como sobre nuestras similitu­
des. En varias ocasiones fueron justamente las preguntas de los otros las que
me llevaron a desexotizar algunas temáticas de investigación y a intentar bus­
car puntos en común con nuestras experiencias culturales. Incluso con algunos
interlocutores, como Teresa especialmente, se apreciaba una predisposición a
enfatizar nuestras similitudes más que las diferencias. Esta predisposición no
debería desligarse del contexto histórico-político de estas interacciones, puesto
que aquellas “costumbres” diferentes de los aborígenes fueron durante mucho
tiempo el pretexto para su discriminación y aún lo son entre algunos criollos
de los pueblos vecinos. Esto nos conduce al segundo punto a subrayar: más allá
de los beneficios epistemológicos que este tipo de diálogos puede promover,
ellos poseen también una dimensión política fundamental. Por un lado, porque
posibilitan que los roles y las condiciones discursivas de la relación etnográfica
adquieran un carácter más simétrico. Podemos reproducir la asimetría de las
posiciones —estableciendo el control del proceso comunicativo o legitimando la
distancia entre saberes científicos/saberes cotidianos- o intentar modificarla,
al menos en el nivel de las relaciones intersubjetivas. Pienso que sólo corres­
pondería hablar de diálogo cuando las preguntas van y vienen, de ambos lados;
sería iluso pretender practicar una “etnografía dialógica” cuando la forma dis­
cursiva predominante es la entrevista, por más que ellas sean “abiertas” o “no
estructuradas”. Además, aquella estrategia-reflexiva de Teresa y otros interlo­
cutores de ocuparse de nuestras “similitudes” y no sólo de las “diferencias”
recuerda las consecuencias políticamente peligrosas que un exceso de particu-
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé c tic a d e y d e sd e lo s c u e r p o s 95

larismo y relativismo cultural conlleva. Se comprende así uno de los funda­


mentos de la perspectiva comparativa expuesta en el capítulo 2, ésta no es sólo
una opción filosófica de interés personal sino también la que emergió de los
intereses reflexivos de muchos interlocutores tobas.
A partir de estas primeras situaciones etnográficas, es posible sintetizar
esta estrategia metodológica de radicalización de la participación. Si las
dimensiones personales del investigador se ven implicadas en el trabajo de
campo y si inevitablemente se generan diferentes posicionamientos intersub­
jetivos, en vez de intentar ocultar estas dimensiones en nuestro discurso (la
solución del realismo etnográfico), o de sólo reservarlas para nuestras refle- ,
xiones personales en el momento de escritura (la propuesta de algunos pos­
modernos), de lo que se trata aquí es de explorarlas y profundizarlas estraté­
gicamente en el mismo trabajo de campo. Así, una de las estrategias posibles
es la de descentrarse del rol tradicional de etnógrafo, en tanto “etnógrafo inte­
rrogador”, es decir, en tanto sujeto interesado primordialmente en obtener
información o indicios acerca de una serie de temáticas, para lo cual observa
e interroga a otros sujetos no etnógrafos. Experiencialmente, esta posición de
etnógrafo interrogador es muy distinta de la de un sujeto (etnógrafo, entre
otros roles) que vive ciertas situaciones en las que se relaciona con otros suje­
tos (con distintos roles sociales) a través del diálogo, sus múltiples percepcio­
nes sensibles y sus diferentes intereses, deseos y afectos. En el primer caso,
se limita el desplazamiento ontológico que conlleva el trabajo de campo, pues
en las relaciones establecidas con los otros se suprimen algunas estructuras
del sujeto etnógrafo, para dejar actuar principalmente a las del etnógrafo
interrogador. En el segundo, descentrarse de este rol sería favorecer que las
dimensiones personales, afectivas y socioculturales del investigador se inte­
gren a las experiencias de campo y no que surjan como meros accidentes, des­
cuidos o casualidades. Para dar un ejemplo, el desempeño de diferentes acti­
vidades o roles durante el trabajo de campo a veces permite acceder a
dimensiones de la vida inter subjetiva por las que difícilmente se pregunte,
puesto que requieren del hacer práctico o, en otros casos, de una relación dia-
lógica. Instancias de este tipo surgen al compartir ciertas tareas domésticas,
al realizar juegos con los niños, al mostrar e intercambiar formas de danzar
o de hacer música o durante conversaciones sobre nuestras respectivas rela­
ciones familiares o afectivas. Nuevamente, sería fructífero recordar aquí otra
de las tempranas “confesiones” de Malinowski (1986 [1922]):

Empecé a tomar parte, de alguna manera, en la vida del poblado, a


esperar con impaciencia los acontecimientos importantes o las festivida­
des, a tomarme interés personal por los chismes y por el desenvolvi­
miento de los pequeños incidentes pueblerinos [...], y fue gracias a esto,
a saber gozar de su compañía y a participar de algunos de sus juegos y
diversiones, como empecé a sentirme de verdad en contacto con los indí­
genas; y ésta es ciertamente la condición previa para poder llevar a cabo
con éxito cualquier trabajo de campo. (25-26)
96 S ilv ia C itro

En suma, sólo es posible llevar a cabo con éxito un trabajo de campo


cuando la dimensión personal del etnógrafo también se pone enjuego. No obs­
tante, esta radicalización de la participación no debería confundirse con aque­
lla crítica que mencioné a propósito del trabajo de Mintz: no ser lo suficiente­
mente “iguales” o “amigos” de los “informantes”. No se trata de intentar
olvidarse de la condición de etnógrafo para relacionarse desde un ficticio
“igual a igual” y establecer altos grados de confianza. Este tipo de proposicio­
nes, además de ingenuas, resultarían irreales, pues toda relación intersubje­
tiva presenta diversos grados de compromiso, afectividad y confianza, así
como roles sociales estructuralmente diferentes. Lo que sí se plantea, en cam­
bio, es que la experiencia de campo puede estar atravesada por diferentes
intencionalidades y estrategias de parte del etnógrafo. No sólo estar obsesio­
nado y extremadamente consciente de ese rol, condicionando y prescribiendo
de antemano todas las relaciones sociales que se establecen en la búsqueda
de información, sino también intentar insertarse en este otro espacio social
desde una posición más amplia que incluya las diversas facetas de nuestra
subjetividad, además de la condición de etnógrafos con intereses académicos.
Una postura similar puede proponerse en lo que refiere a las hipótesis de tra­
bajo. Como señala Rigby (1985: 42), si bien la formulación previa de hipótesis
es fundamental para orientarnos acerca de qué elementos indagar, ellas no
tendrían que conducirnos a excluir otras problemáticas que surgen a partir de
la participación intersubjetiva y que son importantes para la gente con la que
trabajamos. En otras palabras, podríamos también descentrarnos de nuestras
propias hipótesis y “sentarnos a escuchar” más al otro, cómo los songhay le
recomendaban a Stoller.
Otra cuestión a señalar es la apertura epistemológica y, a la vez, los ries­
gos ontológicos que una radicalización de la participación puede suscitar.
Describiré otro episodio del trabajo de campo, en torno al papel de los sueños.
Una mañana, durante mi tercer trabajo de campo, Roberto Yabaré, el
padre de una de las familias de La Primavera con la que suelo residir, me pre­
guntó si había soñado. Aquella noche sí había soñado: me hallaba en una casa
junto a un familiar fallecido y estábamos siendo atacados por un grupo de
gente desconocida de la que debíamos huir. Como todavía estaba impactada
por el sueño, sin pensarlo mucho, se lo conté a Roberto. Si bien sabía, incluso
por Roberto, que es habitual que en las familias se converse sobre los sueños,
nunca había participado de aquella práctica. Luego de relatarle el sueño,
Roberto me dijo que la aparición del familiar muerto era “una seña, un aviso”,
pues había venido en mi ayuda. Asimismo, Roberto descubrió por qué los
perros habían ladrado tanto esa noche, se trataba de otra seña: “El lovvanek
(espíritu o alma) de algún pi’ioGonaq había estado rondando la casa”, segu­
ramente quería “atacarme”, por eso el familiar había aparecido en mis sue­
ños. El diálogo derivó entonces en que debía tener cuidado en mis charlas con
los p i’ioGonaq, pues a algunos podía no gustarles que les preguntara por sus
cosas. Finalmente, Roberto comenzó a contarme sobre diferentes señas que él
había tenido en sueños.
En otra ocasión, fue un amigo de La Primavera el que había soñado con-
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica d e y d e sd e lo s cu erpos 97

migo y con una anciana p í’ioGonaGa de otra comunidad. El "mensaje” a


transmitirme era que la p i’ioGonaGa había sido la causante de ciertos proble­
mas que alguna vez le había comentado; según su interpretación, tal vez ella
estuviese enojada porque esperaba que le llevara "más regalos” (cigarrillos,
ropa), por lo cual me recomendó llevarle algunas cosas y luego alejarme, pues
era muy peligrosa.
Estas y otras instancias semejantes me permitieron conocer diferentes
operaciones hermenéuticas con los sueños y las “señas”, la fuerza de verdad
que poseían y su capacidad para comunicar mensajes a las personas. Es inte­
resante destacar cómo esta hermenéutica, además de proveer índices del
estado de determinadas relaciones intersubjetivas, puede convertirse tam­
bién en un medio estratégico para intentar modificarlas. Esto se aprecia espe­
cialmente en el último caso, en el que mi amigo probablemente buscaba
influir en la elección de las personas con las que yo debía trabajar en mis esta­
días en el campo. La relación con el antropólogo era parte de la disputa den­
tro de las intrincadas relaciones de parentesco y poder, lo cual nos recuerda
la necesidad de reflexionar constantemente sobre los posicionamientos .que
asumimos y sus posibles consecuencias. Para sintetizar estos ejemplos, ade­
más de preguntar al “otro” qué soñó y cómo lo interpreta, podemos ser nos­
otros mismos interpretados por esos otros. Posiblemente, surjan así ciertas
dimensiones de la práctica que para nosotros permanecían desconocidas;
posiblemente, también, el riesgo ontológico sea mayor, pues nuestra subjeti­
vidad se pone en juego; pero ¿acaso con nuestra “pregunta antropológica” no
ponemos en juego la “subjetividad” -la historia, los afectos, las relaciones
interpersonales—de los otros? ¿Acaso algunos de ellos no habrán sentido, de
manera similar, cierto riesgo o temor al comenzar a contarle a un antropólogo
sobre sus vidas? Democratizar la relación etnográfica, entonces, implicaría
también esta “reciprocidad” intersubjetiva: que los riesgos ontológicos, si es
que los hay, al menos sean mutuos.
Finalmente, otra estrategia para profundizar la participación, se desarro­
llaría en el nivel de los modos de percepción y conocimiento. Concretamente,
descentrándonos de la visión en tanto modo predominante de la sensibilidad
occidental para intentar explorar con igual importancia las percepciones de
los cinco sentidos así como la participación corporal en el hacer práctico, en los
movimientos corporales de la vida cotidiana, lo cual involucra el sentido
cenestésico.9 En el trabajo pionero de John Blacking (1977) sobre la antropo­
logía del cuerpo, ya se ponía de relieve que el cuerpo del antropólogo podía

9. El concepto de sensación abarcaría, adem ás de los cinco sentidos conocidos, “el sentido
cenestésico que com prende el dolor, la orientación en el espacio, el paso del tiempo y el
ritm o’’ (F eldenkrais, 1980: 40). Para M ichael B em a rd (19S0), la cenestesia abarca dos tipos
d iferentes de sensibilidad: “La propiam ente visceral o «interoceptiva» [...] y la propiocepti-
va o postu ral, cuyo asiento p eriférico está en articulaciones y m úsculos [...] y regula el equi­
librio y las sinergias [...] necesarias para llevar a cabo cualquier desplazam iento del cuer­
po” (28).
98 S ilv ia C itro

servir como una “herramienta de diagnóstico” y un “modo de conocimiento”


(6) del cuerpo de los otros. En la propuesta de empirismo radical de Jackson
(1989) y en la tasteful ethnography de Stoller (1989) se encuentran ejemplos
de cómo el descentramiento del énfasis en lo visual posibilita acceder a face­
tas inadvertidas de la intersubjetividad, sobre todo porque en muchos pue­
blos no occidentales son otros los sentidos que se privilegian en las activida­
des de la vida cotidiana o que son valorados simbólicamente. Según vimos
con Merleau-Ponty, a través del carácter preobjetivo o prerreñexivo de la cor­
poralidad se aprehenden significaciones o sentidos perceptivos, motrices,
afectivos, que promueven una particular comprensión del mundo. Por eso,
este particular modo de conocimiento sería complementario de aquel que
proviene del discurso. En especial, los usos del tacto, el gusto y el olfato tien­
den a ser invisibilizados desde una perspectiva centrada sólo en la observa­
ción y la distancia. Precisamente, cuando se intenta conocer sobre los usos
del cuerpo y las significaciones que se le otorgan, este tipo de participaciones
es fundamental, como Jackson (1983) tempranamente destacaba: “La parti­
cipación corporal en las tareas prácticas cotidianas fue una técnica creativa,
la cual siempre me ayudó a fundamentar el sentido de una actividad, usando
mi cuerpo como otros lo hacían” (340); tiempo después, Loic Wacquant (2004)
también plantearía la necesidad de una “participación observante”. Otra
cuestión a tener en cuenta es que las dimensiones prácticas o prerreflexivas
de la vida cotidiana no suelen ser objeto explícito de discurso y, como ya
señaló Bourdieu (1991), cuando son objeto de reflexión por parte de sus agen­
tes, es a condición de perder su lógica original, sufriendo una transmutación
de sentido. No obstante, pienso que esta última aserción no inhabilitaría al
investigador de analizar el discurso de los actores sobre sus prácticas, pero
sí lo advierte de que en estos casos es aun más necesario que la exégesis sea
contrastada con los modus operandi identificados en tales prácticas. Así, la
apreciación como observador pero también como participante en una prác­
tica puede resultar un medio fructífero a tal fin. En resumen, experimentar
aquellos conocimientos preobjetivos o sensorio-motrices, para retomar la
expresión de Piaget, tal vez nos conduzca a reflexiones más ricas. Y no es
casual aquí el uso de una metáfora asociada al sentido del gusto, el cual
requiere del contacto y la incorporación del objeto al cuerpo, es decir, una
intensa compenetración cuerpo-mundo.
El último tema a discutir en este apartado es la cuestión del distancia-
miento reflexivo en el mismo trabajo de campo. Si bien tradicionalmente la
interpretación del etnógrafo acerca de las interpretaciones de los actores se
asocia a las etapas posteriores al trabajo de campo —al momento de escritura
o al intercambio con los pares académicos—, considero que no necesariamente
debería limitarse a esos espacios. Además, cuando esto sucede, se tiende a
reforzar la asimetría de los saberes considerados legítimos, pues nuestros
interlocutores son colocados en una posición pasiva de meros objetos de aná­
lisis. Una estrategia posible para descentrarse de tal monopolio reflexivo es
que nuestras reflexiones entren en juego con las de los actores, a través del
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d e sd e lo s cu e rp o s 99

diálogo en el mismo trabajo de campo10 o incluso del intercambio de materia­


les escritos. Es decir, si es inevitable la objetivación del otro en el distancia-
miento analítico, radicalizarlo implicaría que esta objetivación sea mutua,
que el etnógrafo y sus análisis también sean objeto de las reflexiones de los
actores. Distintos autores han planteado estos propósitos, por ejemplo
Esteban Krotz (1988), cuando sostiene que aquellos que “habitualmente son
vistos sólo como fuentes de información en el proceso de producción de cono­
cimiento antropológico sean admitidos Analmente como interlocutores sobre
los resultados formulados e incluso como coproductores de éstos” (48); o
Jackson (1989), cuando señala que nuestras ideas deben ser contrastadas con
la totalidad de nuestra experiencia, “percepciones sensoriales, valores mora­
les, propósitos científicos y objetivos de la comunidad”, para lo cual es necesa­
rio “abandonar la inducción y activar el debate y el intercambio de puntos de
vista con nuestros informantes” (14). Este tipo de propuestas pueden resultar
difíciles de llevar a la práctica; habrá interlocutores más dispuestos o intere­
sados en un diálogo reflexivo que otros, habrá quienes lean nuestros trabajos
o realicen sus propias producciones o, por el contrario, las diferencias entre
códigos pueden ser tan profundas que se requiera de otras instancias media­
doras. No obstante, sigue siendo una estrategia posible intentar descentrar­
nos de las asimetrías y buscar que las interacciones adquieran rasgos más
simétricos, favoreciendo la expresión de las reflexiones, los intereses y objeti­
vos de “ambas partes”. Nunca lo lograremos totalmente, y seguramente será
un proceso siempre difícil y hasta tal vez conflictivo.11 Como ya se dijo, la
democracia es en última instancia un significante vacío, pero no por ello
menos necesario para seguir intentando actos de democratización; intentar­
los o no dependerá de opciones epistemológicas y políticas personales.
Por último, es importante aclarar mi opción por el término “estrategia”
para caracterizar esta metodología. Una estrategia, a pesar de responder a
una intencionalidad, no necesariamente debe concebirse como el producto
de un cálculo consciente y racional, sino que puede pensarse, siguiendo a
Bourdieu (1987), como “resultado del sentido práctico como sentido del jue go
[...], que conduce a «elegir» el mejor partido posible dado el juego de que se
dispone” (70-71). Así, la radicalización de la observación y la participación
no constituyen una técnica a priori, a la manera de una receta metodológica,
sino más bien una actitud, una manera de estar en el campo que sólo puede
definirse situacionalmente, en el devenir intersubjetivo, en cada “juego

10. El capítulo de T u m e r (1980) “M uchon a el A bejorro, intérprete de la religión”, es un tem ­


prano y bello ejem plo de un a relación etnográfica reflexiva.

11. En otro trabajo (C itro, 2001b), exam iné la com plejidad del proceso de creación de una
biblioteca com unitaria intercultural en uno de los asentam ientos tobas, a partir del pedido
de libros que m e hizo un jo v e n interlocu tor que estaba em pezando el colegio secundario.
E specialm ente, analicé las expectativas disím iles construidas sobre nuestros roles y la em er­
gencia de conflictos intersubjetivos y políticos dentro del asentam iento.
100 S ilv ia Citro

social” del que se participa. Concluidas estas reflexiones sobre los trabajos
de campo dialécticos que quise, mas no siempre pude, practicar, pasaré
ahora a reseñar la metodología dialéctica que guiará los análisis represen­
tados en este texto.

Entre fenomenologías y sospechas (pos)estructuralistas

Mi propuesta analítica de una etnografía dialéctica de los cuerpos involu­


cra la confrontación de dos grandes perspectivas. En primer lugar, a partir
del movimiento de acercamiento-participación, se intenta describir la expe­
riencia práctica del cuerpo en la vida social, su materialidad y su modo pre-
objetivo de vincularse con el mundo a través de percepciones, sensaciones,
gestos y movimientos que, en términos de Merleau-Ponty, permiten “habi­
tarlo” y “comprenderlo” de una manera peculiar. No obstante, reconocimos
que estos modos preobjetivos que se encuentran en la base de toda construc­
ción social de la realidad están a su vez atravesados por significantes cultu­
rales. Por eso, la descripción fenomenológica de las prácticas sigue siendo un
paso insoslayable del análisis aunque insuficiente por sí solo, y debe comple­
mentarse con la comprensión de los múltiples sentidos que los sujetos nos
revelan en sus discursos sobre aquellos significantes clave de la vida social.
Este paso se correspondería con la “hermenéutica de la escucha”, según la
definición de Ricoeur, o con lo que Csordas (1999) ha denominado “fenomeno­
logía cultural”. Para este autor, se trata de “sintetizar la inmediatez de la
experiencia corporal con la multiplicidad de significaciones culturales en las
cuales las personas están siempre e inevitablemente inmersas” (143), para lo
cual propone combinar la perspectiva fenomenológica del embodiment con
los enfoques antropológicos centrados en la textualidad, es decir, el abordaje
del ser-en-el-mundo con el de la “representación”, “la constitución inmediata
de la experiencia” con “la posibilidad de revelar o dar a conocer” esa expe­
riencia a través del lenguaje (147).
En suma, a partir de este primer movimiento de acercamiento, podría­
mos acceder a una descripción de las prácticas de los distintos actores socia­
le s así como a los sentidos que éstos les otorgan. Sin embargo, este primer
movimiento por sí solo no es suficiente; considero necesario avanzar un paso
más y entrar en el campo de las hermenéuticas de la sospecha y en el movi­
miento de maximización del distanciamiento que involucran. Se trata de
sospechar sobre aquellos sentidos ya constituidos que las personas nos
comunican y sobre aquellos cuerpos actuantes que observamos, e intentar
explicar el papel que las condiciones económico-políticas, las prácticas cor­
porales y los discursos sociales preexistentes han tenido en la construcción
de esos discursos y cuerpos actuales con los cuales, como etnógrafos, nos
enfrentamos en el trabajo de campo. Finalmente, en un intento de síntesis,
se trata de volver a analizar cómo esos sentidos y prácticas, ya histórica­
mente situadas, son puestas en “juego” y, por lo tanto, reconfigurados y
resignificados en la dinámica de la vida social.
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d e sd e lo s cu e rp o s 101

En el capítulo anterior he profundizado mi apropiación de la fenomenolo­


gía; en los apartados que siguen, abordaré entonces dos de las problemáticas
teóricas vinculadas al estructuralismo y al posestructuralismo que el movi­
miento de la sospecha plantea: por un lado, la cuestión de la historicidad de
las condiciones sociales de existencia y su incidencia en la conformación de los
hábitos actuales; por otro, la historicidad de los discursos sociales y las
“matrices simbólicas” que los organizan así como su incidencia en las defini­
ciones identitarias que se encarnan en los cuerpos. Finalmente, en el último
apartado, señalo cómo esta perspectiva dialéctica más general se plasma en
una metodología de análisis de las performances rituales.

Historicidades, condiciones sociales de existencia y hábitos

Ya Edward Evans-Pritchard (1990 [1962]) y, más recientemente, Eric Wolf


(1993 [1982]) y John y Jean Comaroff (1991) han argumentado acerca de la
necesidad de unir antropología e historia; perspectiva que, sin embargo, fue
por mucho tiempo olvidada a causa del predominio de la antropología funcio-
nalista y luego del estructuralismo francés. Radicalizar el distanciamiento
que involucra la perspectiva histórica implicaría un análisis que recurriera a
historias cada vez más abarcativas. Tal análisis podría representarse a la
manera de un espiral: partiendo de la historia local del grupo abordado, para
pasar a las incidencias de las historias regionales, los Estados-nación y, final­
mente, los modos de producción capitalista y sus formaciones culturales más
generales. Como sostenía Wolf, las interconexiones entre los procesos histó-
rico-sociales son hoy innegables, “mientras más etnohistoria sabemos, más
claramente emerge su «historia» y nuestra «historia» como parte de la misma
historia” (34). Para dar un ejemplo, en el análisis de la corporalidad de los
adultos y jóvenes tobas advertiremos la presencia de elementos característi­
cos del disciplinamiento corporal, según fuera descripto por Foucault (1987),
especialmente a través de la escolarización y las iglesias del Evangelio, pero
también veremos la persistencia de prácticas que contrastan con estas formas
disciplinares. Así, la recurrencia a estas otras historicidades permite recono­
cer, en el nivel local, índices que remiten a procesos histórico-culturales más
generales. Sin embargo, el reconocimiento de estas huellas no implica necesa­
riamente una relación mecánica de causas y efectos. Considero que no puede
definirse a priori un grado de determinación histórica y, en última instancia,
tal definición depende de nuestra concepción subyacente acerca de las relacio­
nes entre lo socialmente preexistente y la libertad humana. Como postulé en
el capítulo 2 con Merleau-Ponty, si acordamos que el ser-en-el-mundo es libre
dentro de un “estilo o manera de existir” que recibe con la misma existencia,
no pueden “separarse” o autonomizarse estas explicaciones por el pasado y el
contexto.
Un concepto especialmente ligado a la corporalidad del sujeto y que pro­
metía abarcar esta doble dimensión constituido-constituyente, fruto de una
historia y operante en la actualidad, es el controvertido concepto de habitas
102 S ilv ia C itro

de Bourdieu. Para el autor, “los condicionamientos asociados a una clase de


existencia producen habitas" y éste “no es más que esa ley inmanente, lex
ínsita inscripta en los cuerpos por idénticas historias” (Bourdieu, 1991 [1980]:
92-102). No obstante, si bien los habitas operan como “estructuras estructu­
radas” -lo que en Mauss corresponde a la idea de que las técnicas corporales
surgen de la socialización en una cultura-, también constituyen sistemas de
“disposiciones duraderas y transferibles predispuestas para funcionar como
estructuras estructurantes, es decir como principios generadores y organiza­
dores de prácticas y representaciones” (92). Los habitus conforman los senti­
dos prácticos que operan en la experiencia cotidiana y que están en la base de
las representaciones construidas sobre el mundo. Por este doble carácter
“regulado” y "regulador”, no podrían pensarse como simple producto de obe­
diencia a reglas: “El habitus se opone por igual a la necesidad mecánica y a la
libertad reflexiva, a las cosas sin historia de las teorías mecanicistas y a los
sujetos «sin inercia» de las teorías racionalistas” (98). En esta crítica al “obje­
tivismo” y al “subjetivismo”, la noción de práctica de Bourdieu posee similitu­
des con la de preobjetividad de Merleau-Ponty aunque, vale la pena aclararlo,
sólo en este punto. Si bien el habitus “aspira a superar” una serie de “disyun­
tivas tradicionales” propuestas por aquel pensamiento teórico que se olvida
de las prácticas -com o “determinismo y libertad, condicionamiento y creativi­
dad, consciente e inconsciente, individuo y sociedad” (96)—, esta sutil dialéc­
tica a veces parece sucumbir frente al predominio de una estructura que pro­
duce el habitus y gobierna las prácticas:

El habitus h a ce p o sib le la p ro d u cció n lib re de to d o s los p e n sa m ien tos,


. toda s las p e rce p cio n e s y a ccio n e s in s crip to s d e n tro d e lo s lím ite s qu e
m a rca n la s co n d icio n e s p a rticu la re s de su p rod u cción , y sólo éstas. A tra ­
v és de él, la estructura que lo produce gobierna la práctica, no por la uta
de un determinismo mecánico, sino a través de las constricciones y lími­
tes originariamente asig n a d o s a su s in v e n cio n e s [...]. D eb id o a q u e el
habitus es u n a ca p a cid a d in fin ita de e n g e n d ra r en total libertad (contro­
lada) p rod u ctos -p e n s a m ie n to s , p e rce p cio n e s, e x p re sion es, a c c io n e s - que
tien en siem pre com o lím ite la s co n d icio n e s de su p ro d u cción , h is tó rica y
socialm en te situ a d a s, la libertad condicionada y condicional q u e a seg u ra
e stá ta n le jo s d e u n a cre a ció n de im p re v isib le n o v e d a d com o de u n a sim ­
p le re p ro d u cció n m e cá n ic a de lo s c o n d icio n a m ie n to s in icia les. (96)

Nuestros destacados pretenden señalar las paradojas de estas condiciones


o estructuras histórico-sociales que no “determinan” mecánicamente (si por
eso se entiende definir una forma final) pero sí “gobiernan, constriñen y limi­
tan” las prácticas, dando como resultado esta “libertad” que es “controlada”,
“condicionada y condicional”. Aunque la determinación del pasado no implica
reproducción mecánica de sus condiciones iniciales -pues el habitus permite
desplegar variadas estrategias en cada juego social—, sí es el “límite” de las
formas posibles de cualquier práctica actual. En consécuencia, sólo si las con­
diciones iniciales de existencia varían, podrá variar el habitus:
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d e sd e los cu e rp o s 103

E l h a b itu s [...] p ro d u ce , p u e s, h is to r ia co n fo r m e a lo s p rin cip io s


e n g e n d r a d o s p o r la h is to r ia [...], tie n d e a g a r a n tiz a r la c o n fo r m id a d de
la s p rá ctic a s y su c o n sta n cia a tra v é s del tie m p o [...]. P a s a d o qu e s o b r e ­
v iv e en la a ctu a lid a d y q u e tie n d e a p e rp e tu a r s e en el p o r v e n ir a c tu a li­
z á n d o s e e n la s p rá ctic a s e s tru c tu ra d a s se g ú n su s p rin cip io s, le y in te rio r
a tra v é s de la cu a l se e je rce c o n tin u a m e n te la le y de n e c e s id a d e s e x te r­
n a s ir re d u c tib le a la s co n s tr icc io n e s in m e d ia ta s d e la c o y u n tu r a . (9 4 -9 5 ).

Comparando esta perspectiva con la de Merleau-Ponty, encontramos las


siguientes similitudes y diferencias. Para Merleau-Ponty el mundo está ya
constituido, pero nunca completamente (no hay reproducción mecánica, en
términos de Bourdieu) y aunque con la existencia recibí una manera de exis­
tir, un estilo (hasta aquí, un habitus, diría Bourdieu) y todas mis acciones y
mis pensamientos están en relación con esta estructura (el habitus hace posi­
ble la producción libre de todos los pensamientos, percepciones y acciones,
para Bourdieu), al ser-en-el-mundo le es permitido explicitar el sentido en
diferentes direcciones, en cada situación o coyuntura de su existencia. Es en
este último punto donde surge una de las diferencias cruciales entre ambos
autores: para Merleau-Ponty, el ser-en-el-mundo tendría el potencial (aunque
no siempre lo utilice) de producir otra historia, elegir una dirección que no sea
la dictada por sus condiciones pasadas, es un ser constituyente. En cambio, el
concepto de habitus, tal como es planteado en El sentido práctico, parecería
circunscribir este potencial transformador y constituyente de los sujetos a los
límites impuestos por sus condiciones iniciales de existencia.
Para delimitar las influencias pero también mi apropiación diferencial
(merleaupontiana, diría) del concepto de habitus de Bourdieu y evitar confu­
siones, en este libro decidí utilizar la noción menos marcada de “hábito”. Así,
el hábito no será pensado como atrapado en el límite infranqueable de nues­
tro proceso de socialización y de las condiciones de existencia que lo origina­
ron sino en torno a esa sutil dialéctica que, considero, se expresa más clara­
mente en la propuesta de Merleau-Ponty. En esta reconsideración crítica,
hábito será el nombre que le demos a aquel “medio o estilo” recibido con la
misma existencia “en el que soy...”, pero esas predisposiciones a actuar, perci­
bir, sentir y pensar incluyen también la capacidad de traspasarse a sí mis­
mas, a partir del ejercicio continuado de nuevas prácticas en situaciones
actuales. Aunque las condiciones de existencia asociadas a una clase social
persistan, y aunque la compulsión a la repetición de ese pasado encarnado sea
poderosa, el ejercicio continuado de la reflexión, la imaginación, de nuevas
experiencias y praxis corporales también tiene la capacidad de desafiar o
poner en crisis hábitos anteriores y, probablemente, crear otros nuevos. Como
veremos, de eso se tratan muchas de las transformaciones subjetivas promo­
vidas por las “conversiones religiosas” y, como actualmente estamos anali­
zando, por el aprendizaje de técnicas corporales vinculadas a artes performa-
tivas no occidentales (Aschieri, Mennelli y Citro, 2008), en tanto procesos de
resocialización que implican una reforma del ser-en-el-mundo, marcando un
antes y un después en sus vidas. En conclusión, sigo optando por pensar que
104 S ilv ia C itro

el ser-en-el-mundo posee una libertad en situación y no una libertad (contro­


lada), seguramente, porque es ésta una opción que me resulta políticamente
más esperanzadora.
Finalmente, otro mérito de la noción de habitus que me interesa retomar
es el de destacar el estrecho vínculo entre prácticas y representaciones. Si
bien es evidente que no podría intentar comprenderse una práctica sin inda­
gar en las representaciones de los actores, lo contrario, sin embargo, no siem­
pre resultó tan evidente en el análisis antropológico del cuerpo, dado el énfa­
sis de los enfoques simbólicos.12 Asimismo, la idea de que existen “principios
generadores y organizadores” permite plantear la cuestión de algún nivel de
coherencia o unidad que hace distintivo a un grupo sociocultural, en tanto
esos principios atravesarían tanto sus prácticas como sus representaciones.
Ahora bien, ¿cómo analizar el proceso de construcción de esos principios orga­
nizadores, esas disposiciones a actuar y pensar que, por ejemplo, permiten
diferenciar a las mujeres jóvenes evangelio de las ancianas no evangélicas, o
a los hombres tobas ancianos de los más jóvenes? El concepto de hábito, tal
como fue definido, permite historizar los posibles antecedentes de estas dis­
posiciones y las condiciones histórico-sociales que las originaron. No obstante,
queda pendiente explicar cómo esta historicidad interviene en los discursos y
las prácticas que hoy sostienen las definiciones identitarias, sobre la base de
pertenencias étnicas, religiosas, de género y edad. Lo que pretendo destacar
es que los discursos sociales, y dentro de éstos los identitarios, poseen una
historicidad y una lógica propia organizada por matrices simbólicas que
merecen ser analizadas en su especificidad, en tanto no pueden derivarse de
una simple correlación o analogía con las condiciones histórico-sociales que
las generan.
Nos introducimos así en la segunda problemática, la relación entre histo­
ricidad, discursos y lo que denomino matrices simbólico-identitarias. Es aquí
donde recurro a Foucault y también a Laclau y Butler, en sus reapropiaciones
de Lacan, autores posestructuralistas que permiten extender la fructífera
línea de la sospecha iniciada por Nietzsche, Marx y Freud.

Cuerpo y discurso en las genealogías y matrices simbólico-identitarias

La relación entre cuerpo y discursos sociales lleva a indagar, parafrase­


ando a Foucault (1983 [1963]), cómo en aquellas “palabras sinnúmero pro­
nunciadas por los hombres” (más poderosamente por hombres que por muje­
res, agregaría) ha “tomado cuerpo un sentido que cae sobre nosotros” (10). En
los primeros trabajos de Foucault no se trata de efectuar una mera historio­

12. Tal es lo que acontece, por ejem plo, cuando las representaciones de la corporalidad en una
err.o anatomía o en relatos m íticos se escinden de la vida intersubjetiva, de las p rácticas con ­
cretas en las que tales representaciones se despliegan, entran en disputas y se transform an.
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica d e y d e sd e los cu erp os 105

grafía de prácticas discursivas ni de una interpretación hermenéutica cen­


trada en cada discurso particular sino de un análisis “estructural”:

La posibilidad de una crítica y su necesidad [...] en nuestros días


están vinculadas —y el Nietzsche filólogo es testimonio de ello- al hecho
de hay un lenguaje y de que, en las palabras sinnúmero pronunciadas
por los hombres -sean ellas razonables o insensatas, demostrativas o
poéticas-, ha tomado cuerpo un sentido que cae sobre nosotros, conduce
nuestra ceguera, pero espera en la oscuridad nuestra toma de concien­
cia para salir a la luz y ponerse a hablar. Estamos consagrados históri­
camente a la historia, a la construcción paciente de discursos sobre dis­
cursos, a la tarea de oír lo que ha sido dicho. ¿Es fatal, por lo mismo,
que no conozcamos otro uso de la palabra que el del comentario? [...],
comentar es admitir por definición un exceso de significado sobre el sig­
nificante, un resto no necesariamente formulado del pensamiento .que
el lenguaje ha dejado en la sombra [...]. El comentario se apoya sobre
este postulado que la palabra es acto de “traducción”., de que tiene el
peligroso privilegio de las imágenes de mostrar ocultando y de que
puede ser indefinidamente sustituida por ella misma, en la serie
abierta de repeticiones discursivas; es decir, se apoya en una interpre­
tación psicológica del lenguaje que señala el estigma de su origen his­
tórico: la Exégesis, que escucha, a través de todo el aparato de la
Revelación, el Verbo de Dios, siempre secreto, siempre más allá de sí
mismo Pero ¿es necesario que el significado sea siempre tratado
como un contenido? [...] ¿No es posible hacer un análisis estructural del
significado, que escape a la fatalidad del comentario dejando en su ade­
cuación de origen significado y significante? Será menester entonces
tratar los elementos semánticos, no como núcleos autónomos de signi­
ficaciones múltiples, sino como segmentos funcionales que forman gra­
dualmente sistema. El sentido de una proposición no se definiría por el
tesoro de intenciones que ésta contuviera, descubriéndola y reserván­
dola a la vez, sino por la diferencia que la articula sobre los demás
enunciados reales o posibles, que les son contemporáneos o a los cuales
se opone en la serie lineal del tiempo. Entonces aparecerá-la forma sis­
temática del significado. (10-12)

Esta extensa cita permite situar algunas de las diferencias entre un aná­
lisis estructural y otro hermenéutico. Sin embargo, en la perspectiva dialéc­
tica que postulo, los dos “sentidos” mencionados por Foucault serán importan­
tes de analizar: el que emerge de seguir “comentando” cada significante en
particular, a partir de las múltiples significaciones que las personas nos reve­
lan en sus discursos y prácticas (a través del acercamiento fenomenológico), y
el que surge de la “diferencia que articula” los significantes entre sí (a partir
del distanciamiento de la sospecha). En trabajos posteriores, la propuesta de
una “arqueología del saber” le permitió a Foucault precisar su método y dife­
renciarse más claramente del estructuralismo tradicional. Sus investigacio­
nes empíricas, especialmente sobre los saberes científicos, se consagraron a
analizar “la aparición y transformación de los discursos”, pero no para en con-
106 S ilv ia C itro

trar una ley general u oculta ni tampoco una verdad u origen, sino para des­
plegarlos en su “dispersión” y “discontinuidad” en tanto acontecimientos y,
posteriormente, hallar las “reglas propias” que definirían su práctica en cada
momento histórico, “el conjunto de condiciones desde donde se ejerce esa prác­
tica” (Foucault, 2002: 348, 351). Así, a pesar de la dispersión y discontinuidad
de los acontecimientos discursivos, era posible llegar a definir las epistemes
dominantes en cada período.
Posteriormente, con la noción de “genealogía”, Foucault (1979) extiende su
estudio más allá de los saberes científicos, pues enfatiza en “el acoplamiento
de los conocimientos eruditos y de las memorias locales”, hace “entrar en
juego los saberes locales, discontinuos, descalificados, no legitimados, contra
la instancia teórica unitaria que pretende filtrarlos, jerarquizarlos, ordenar­
los en nombre del conocimiento verdadero y de los derechos de una ciencia
que está detentada por unos pocos” (130). De esta forma, la noción de genea­
logía permite destacar la imbricación de discurso, saber y poder en la trama
histórica que constituye al sujeto:

E s p re ciso d e se m b a r a z a r se d e l su je to c o n stitu y e n te , d e se m b a r a ­
za rse del su jeto m ism o , es decir, lle g a r a u n a n á lisis q u e p u e d a d a r
cu en ta de la co n stitu c ió n d e l su je to e n la tra m a h is tó r ica . Y es eso lo qu e
yo lla m a ría g e n e a lo g ía , es decir, u n a fo rm a d e h is to r ia q u e d a cu e n ta de
la c o n stitu ció n de lo s sa b e re s , de lo s d iscu rso s, de lo s d o m in io s del
ob jeto, etc. S in te n e r q u e r e fe r irs e a u n su jeto q u e se a tra s ce n d e n te en
rela ció n al ca m p o de los a co n te cim ie n to s o q u e c o rr e en su id en tid a d
v a cía , a' tra v é s de la h is to ria . (1 8 1 )

Si bien estas genealogías son fundamentales para dar cuenta del carácter
complejo y de lucha que constituye esta trama histórica, y si bien en este
movimiento de distanciamiento el "sujeto constituyente” momentáneamente
desaparece, esto no implica que necesariamente haya que hacerlo desapare­
cer para siempre., Precisamente, lo que un movimiento dialéctico demanda es
tanto el distanciamiento como la necesidad de regresar a ese sujeto constitu­
yente y así sucesivamente. En suma, la noción de genealogía de Foucault ha
sido clave para destacar el potencial analítico de historizar los vínculos entre
discursos, prácticas y poder, y es en este sentido general que la retomaré aquí.
No obstante, cuando se pretende genealogizar estas relaciones para dar
cuenta de manifestaciones sociales muy distintas a las analizadas por el
autor, es preciso introducir algunas especificidades.
En el caso que me ocupa, como fruto de la historia que analizaré en los
capítulos 4 y 5, los tobas han llegado a definir su identidad actual en torno a
los siguientes significantes hegemónicos: son evangelios, aborígenes y, en
menor medida, pobres y peronistas, y, en los capítulos siguientes, veremos
cómo estas adscripciones se cruzan con sus definiciones en tanto hombres o
mujeres, ancianos, adultos, jóvenes o niños. Se trata de significantes identita-
rios hegemónicos, porque estos térmwws tienen1la propiedad de repetirse
insistentemente en las narrativas y los discursos de los actores, operando
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d esd e lo s cu e rp o s 107

como puntos de gravitación alrededor de los cuales se organiza toda una serie
de significantes y se excluyen otros, a partir de relaciones de similitud y opo­
sición cargadas de valoraciones positivas y negativas. Así, considero que este
entramado opera como una matriz que, en el nivel del orden simbólico, deli­
mita el conjunto de significantes disponibles para definir y disputar, en el
devenir de la práctica social, estos significantes hegemónicos. Lo importante
es que los significantes identitarios funcionarían como identificaciones par­
ciales que nunca llegan a significar plenamente ninguna “identidad”. Se trata
de esa “incompletud esencial”, esa “negatividad” productiva que reside en la
idea misma de toda identidad y que, a pesar de ser entendida de maneras
diferentes, autores como Judith Butler, Slavoj Zizek y Ernesto Laclau, inspi­
rándose en Lacan, coinciden en destacar:

L a “id e n tid a d ” e n s í n u n c a se c o n stitu y e p le n a m e n te ; d e h ech o,


p u e sto q u e la id e n tifica ció n n o es r e d u cib le a la id e n tid a d , es im p o r ta n te
c o n s id e r a r la b r e c h a o in c o n m e n s u r a b ilid a d e n tre a m b a s. (B u tler,
L a c la u y Z iz e k , 2 0 0 3 : 9)

Para entender esta referencia al papel de los significantes en el orden sim­


bólico, es pertinente situar, al menos parcialmente, algunas conceptualizacio-
nes de Lacan. Frente a la noción unitaria de signo de Ferdinand de Saussure,
dominante en las ciencias humanas, Lacan destacó la escisión entre signifi­
cante y significado como “dos redes de relaciones que no se recubren la una a
la otra [...], dos órdenes diferentes, separados por un trazo o una divisoria
resistente a la significación, dos flujos paralelos donde los punteados de
correspondencia son mínimos” (Rifflet-Lemaire, 1992: 80-81). Dada esta esci­
sión, se produce un desplazamiento perpetuo del significado:

N o h a sid o n u n c a p o sib le p re n d e r de m o d o d e fin itiv o u n a s ig n ifica ­


c ió n d e u n sig n ifica n te . D e p re te n d e r h a ce r lo , d e h e c h o n o se log ra
n u n c a m á s q u e p re n d e r otro sig n ifica n te a e ste s ig n ifica n te p rim ero, qu e
su s cita r o tra n u e v a s ig n ifica ció n y a sí s u ce siv a m e n te sin fin . (1 9 1 )

Esto conduce a la imposibilidad de hallar una significación plena o total,


“el significado final perseguido está radicalmente excluido del pensamiento,
ya que depende de una dimensión inconmensurable, de lo «real»” (81). La teo­
ría lacaniana destaca que es el mismo acceso al registro simbólico el que crea
esa escisión (spaltung) con lo real, constitutiva de toda subjetividad:

A s í c o m o se h a d e cla ra d o q u e la p a la b r a e n g e n d r a la m u e rte de la
cosa , q u e es p re c iso q u e la co sa se p ie rd a p a ra qu e se la r e p r e se n te (a fir­
m a ció n de H e g e l), a sí ta m b ié n el su je to q u e h a de n o m b r a r se en su d is­
cu r so y q u e h a de s e r n o m b r a d o p o r la p a la b ra d e l otro se p ierd e en su
re a lid a d o su v e rd a d . (1 31).

Lo que Lacan llamará>eg¿s£ro de lo real, refiere precisamente a aquello


que no puede llegar a ser plenamente simbolizado por el sujeto, aquello que
108 S ilv ia C ìtro

resiste a los mecanismos de simbolización. Por la inevitable existencia de este


resto de “lo real” el sujeto quedaría “perdido” en su realidad o verdad plena.13
El r e g i s t r o d e lo s i m b ó l i c o se vincularía con lo que Lacan denomina G r a n
O t r o : el conjunto de significantes culturales disponibles, el lugar del cual el
sujeto extrae los significantes sobre la realidad, un particular recorte sobre
ella. A lo largo de su historia, el sujeto se apropiará de esos significantes de
una manera peculiar, irá construyendo encadenamientos que prenden un sig­
nificante a otro (y no u n significante a u n significado) y que estarán en un per­
petuo desplazamiento. Los significantes forman redes “a las que tenemos
escaso acceso consciente pero afectan nuestra vida en su totalidad. Organizan
nuestro mundo cuya trama misma es simbólica” (Cobas e t a l ., 1987: 51). En
términos de Lacan, “de donde puede decirse que es en la cadena significante
donde el sentido insiste, pero que ninguno de los elementos de la cadena, con­
siste en la significación de la que es capaz en el momento mismo” (citado en
Cobas e t a l ., 52). Justamente, el discurso del Yo, aquellas significaciones que
la persona enuncia y cree verdaderas constituirían otro registro, que Lacan
llama i m a g i n a r i o ; por eso, el autor distingue al y o en su dimensión imagina­
ria del s u j e t o en su dimensión simbólica: “El Yo es otro, es un Yo que él cree
que es y no es” (22).
Sin pretender trasladar estos complejos conceptos de la esfera psicoanalí-
tica al análisis cultural, lo que sí me parece fundamental rescatar es la impor­
tancia de prestar atención a estos tres registros de la realidad que, para
Lacan, operarían siempre articuladamente. Como antropólogos, cuando escu­
chamos y documentamos los discursos de nuestros interlocutores -su s diálo­
gos cotidianos, aquello que nos cuentan en las entrevistas, los diferentes dis­
cursos sociales como mitos, relatos históricos, creencias, relatos de
conversión- nos enfrentaríamos al orden de lo imaginario, en el que los acto­
res despliegan la diversidad de significantes con los que definen, por ejemplo,
sus identidades y creencias. No obstante, además de documentar en su “dis­
persión y discontinuidad” (como diría Foucault) este imaginario, también es
posible intentar develar si en esta diversidad existen significantes hegemóni-
cos en torno a los cuales se forman redes o matrices de significantes que van
más allá de la conciencia de los actores; es decir, intentar introducirnos en la
posible estructuración del registro simbólico de un grupo sociocultural. Es
esto lo que me he propuesto como conclusión de la travesía histórica, al defi­
nir las matrices simbólico-identitarias que se organizarían en torno a los sig­
nificantes hegemónicos de e v a n g e l i o , a b o r i g e n , p o b r e y p e r o n i s t a y, en el capí­
tulo 7, de a n c i a n o s , a d u l t o s y j ó v e n e s y, en el 8, de h o m b r e s y m u j e r e s . Es
importante aclarar que, a diferencia de un enfoque estructuralista tradicio­
nal, y situándome más cerca de las epistemes y genealogías foucaultianas,

13. La unión del significante a u n significado es esencialm ente m ítica y rem ite al origen del
lenguaje en el niño: “En el m om en to de una atribución m etafórica prim era, por ejem plo,
cuando el niño desconecta la cosa del nom bre, se establece, sin re to m o posible, la división de
lo real y lo sim bólico, 4 e l pensam iento y el significante” (R ifflet-Lem aire, 1992: 192).
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica d e y d e sd e lo s cu e rp os 109

sostengo que estas matrices simbólico-identitarias se forman históricamente,


pues son el resultado de prácticas, discursos y luchas sociales. Asimismo, más
afín con los planteos de Laclau y Butler, postulo que estos significantes están
sometidos a disputas en el devenir de la vida social. Cabe retornar aquí a la
noción de “significante vacío” de Laclau. Justamente, los significantes identi-
tarios tobas se caracterizan por cierta incompletud o vacío estructural, en
tanto son objeto de disputas sociales que intentan, mas nunca logran, “llenar­
los”, prendiéndolo a una serie de significantes y excluyendo otros, y esos
intentos son lo que Laclau define como operación hegemónica. En el caso de
Butler (2002), esta perspectiva sobre la hegemonía implica que, a pesar de
que ciertos significantes como los de “hombre” y “mujer” interpelan reiterada­
mente a los sujetos a lo largo de su historia, y excluyen o expulsan al campo
de lo abyecto a otros, en ese mismo proceso de reiterada citación los sujetos
también pueden efectuar rearticulaciones o resignificaciones subversivas. En
suma, a diferencia del estructuralismo clásico, es imprescindible estudiar
tanto la persistencia de estas matrices que se reiterarían en diferentes órde­
nes sociales, como su genealogía histórica y las cambiantes apropiaciones y
disputas que las personas efectúan en cada acto de reiteración. Precisamente,
las matrices se constituyen en ese mismo proceso social de reiteración perfor-
mativa y no por el obrar de un “espíritu humano” inconsciente (Lévi-Strauss)
o una invariante “Ley” de lo simbólico (Lacan). Para Butler (1999), la perfor-
matividad “es una repetición que logra su efecto mediante su naturalización
en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto, como una duración
temporal sostenida culturalmente" (15), “un proceso de iteración, de repeti­
ción regularizada y obligada de normas. Y no es una repetición realizada por
un sujeto; esta repetición es la que habilita al sujeto y constituye la condición
temporal de ese sujeto (Butler, 2002: 145).
Es necesario advertir que, aunque retomo las ideas de Butler sobre la per-
formativídad, prefiero hablar de reiteración de significantes hegemónicos y no
de “normas”, pues estoy pensando no sólo en la imposición de una matriz
heterosexual, como hace la autora, sino también en la construcción de otros
tipos de identificaciones, como las étnicas, religiosas, etarias, que, si bien
también construyen su propio exterior excluido, veremos que lo hacen con sus
propias formas, intensidades y violencias.
A partir de estas últimas reflexiones, podemos situar la importancia de
reconstruir estas matrices. Si bien como sujetos de discurso no siempre somos
plenamente conscientes de ellas, terminarán afectando nuestras trayectorias
de vida, poseen efectos de sentido que se inscriben en nuestra subjetividad o,
mejor dicho, la “habilitan”, son su condición de posibilidad. La imbricación de
los discursos sociales en la materialidad de los cuerpos es precisamente otro
de los temas que los autores posestructuralistas han puesto de relieve. Como
sostiene Butler, la misma percepción de la sexualidad es producto del dis­
curso:

L as d ife re n cia s se x u a le s n u n ca son sim p lem en te un a fu nción de las


d ife re n cia s m a te r ia le s [...], la s d ife re n cia s se x u a les son in d isociables de
110 S ilv ia C itro

la s d e m a rca cio n e s d iscu rsiv a s, p e r o e sto n o e s lo m is m o q u e d e c ir q u e el


d iscu rso cau sa la d iferen cia s ex u a l [...], la c a te g o r ía de “ s e x o ” , es a q u e ­
llo que F o u ca u lt h a lla m a d o u n “id e a l r e g u la to rio ” . E n este sen tid o,
“ sex o” n o sólo fu n cio n a co m o u n a n o r m a , sin o q u e es p a r te de u n a p r á c ­
tica re g u la d o ra qu e p ro d u ce lo s cu e rp o s qu e g o b ie r n a , es d ecir, cu y a
fu e rz a re g u la d o ra se m a n ifie s ta co m o u n a e sp e cie de p o d e r p ro d u c tiv o ,
el p o d e r de p ro d u c ir -d e m a r c a r , circu n scrib ir, d ife r e n c ia r - lo s cu e rp o s
que con trola . (B u tler, 2 0 0 2 : 18)

Con el destacado de la frase intento marcar lo que considero es una sutil


pero no menos importante diferencia con ciertas interpretaciones sesgadas de
los análisis foucaultianos en torno al poder formativo del discurso: si bien éste
“produce” las corporalidades y sus sexualidades, en el sentido de que las atra­
viesa, generando demarcaciones y diferencias, no es su “causa”. En esta línea,
Butler también plantea que “admitir el carácter innegable del «sexo» o su
«materialidad» siempre es admitir cierta versión del «sexo», cierta formación
de «materialidad del sexo»”; pero “afirmar que el discurso es formativo no
equivale a decir que origina, causa o compone exhaustivamente aquello que
concede; antes bien, significa que no hay ninguna referencia a un cuerpo puro
que no sea al mismo tiempo una formación adicional de ese cuerpo” (Butler,
2002: 31). Referirse a un objeto extradiscursivo exige una delimitación previa
del mismo (siempre discursiva, siempre ideológica). No obstante, la imposibi­
lidad de acceder a ese “puro cuerpo” (probablemente a la manera de un real
lacaniano) no es excusa para que las experiencias corporales concretas (indis­
cutiblemente atravesadas por los discursos ideológicos) sean excluidas de los
análisis, como muchas veces sí termina sucediendo en los trabajos posestruc-
turalistas (Alcoff, 2000). En otras palabras, sostener que existe esta produc­
ción discursiva del cuerpo no necesariamente debe llevarnos a olvidar que,
por ejemplo, los procesos fisiológicos y las experiencias perceptivo-motrices
también inciden en las definiciones de la corporalidad de los sujetos y en los
discursos con que las significan; así, procesos fisiológicos, experiencia percep-
tivo-motriz, emoción y discurso están en relaciones de coimplicación que
merecen ser estudiadas.
Recapitulemos brevemente el camino hasta aquí recorrido. Si existe una
dialéctica entre “los factores histórico-sociales preexistentes que constituyen
cualquier situación humana y el camino en el cual la acción humana proyecta,
imagina y propone” (Jackson, 1989: 27), debemos dar cuenta de ambas cues­
tiones relacionadamente. La fenomenología y la hermenéutica de la revela­
ción por sí solas difícilmente permitan explicar los factores preexistentes al
sujeto, pero sí son una buena herramienta para comprender cómo las perso­
nas constituyen con su acción práctica y reflexiva el mundo.14 Por otra parte,
las genealogías foucaultianas apuntan a explicar cómo los sujetos emergen a
partir de los discursos y las prácticas que los anteceden y los irán confor­

14. Para esta dialéctica de la com prensión y la explicación, m e baso en Ricoeur (1982).
H a cia u n a e tn o g r a fía d ia lé c tic a de y d e sd e lo s cu e rp o s 111

mando hasta en la materialidad de sus cuerpos, y los estudios de autores


como Laclau y Butler nos han impulsado a intentar identificar algunos de los
significantes y matrices simbólicas hegemónicas que organizan esos discur­
sos-prácticas, imponiendo un campo de inteligibilidad que, para constituirse,
requiere a la vez de un exterior excluido. No obstante, estas últimas perspec­
tivas no siempre nos permiten indagar en cómo los seres-en-el-mundo imagi­
nan, proyectan e intentan transformar ese mundo. Es aquí donde debemos
retornar al acercamiento que provee la mirada fenomenológica, intentando
una síntesis. En resumen, cada una de estas perspectivas, en su propio nivel
de análisis, es legítima y coherente, pero al compararlas resultan contradic-,
toñas: una postula que somos seres-en-el-mundo, otra que somos sujetos a ese
mundo. No obstante, y aun cuando elijamos situarnos en el ser-en-el-mundo
como punto de partida, y también de llegada, durante el trayecto de un movi­
miento dialéctico es legítimo alejarnos y ejercer la sospecha, asumiendo la
radical y fructífera contradicción que ambos métodos encarnan.

Los géneros perform áticos en perspectiva dialéctica

Para finalizar este capítulo, puntualizaré' algunos aspectos metodológicos


sobre la manera en que esta perspectiva dialéctica puede aplicarse al estu­
dio de las performances rituales y a los usos y las significaciones del cuerpo
que involucran, tal como haré en la tercera parte. En primer lugar, es pre­
ciso aclarar que para abordar las performances rituales, considero que es útil
identificar los distintos géneros performáticos existentes, siguiendo las cate­
gorías nativas explícitas y, de ser necesario, agregando otras que surjan de
la observación. Por ejemplo, los fieles del Evangelio distinguen claramente la
rueda, asociada a los jóvenes, de la danza y el gozo de los ancianos, o la ora­
ción colectiva de la prédica individual. Si se optara por un análisis que dis­
tinguiera las expresiones musicales de las danzadas y las verbales
(siguiendo las clasificaciones occidentales), esto no siempre resultaría opera­
tivo, pues muchos de estos géneros suelen combinar, cada uno de manera
específica, expresiones corporales, musicales, verbales y recursos visuales, y
es justamente en esta vinculación donde adquieren su eficacia.15 Asimismo,
es importante advertir que dentro de un mismo ritual, habitualmente los
actores sociales participan sólo en algunos géneros y no en otros, y desde
esas prácticas específicas les otorgan sentidos tanto a sus actuaciones como
a las de otros participantes.
Precisemos entonces nuestra definición de los géneros performáticos. A
partir de algunos lineamientos de Bajtín (1985 [1952]) y Bauman y Briggs
(1990, 1996) para los géneros discursivos así como de reformulaciones propias

15. En el caso de los aborígenes chaqueños, este entrelazam iento ya había sido destacado por
Irma Ruiz (1978-1979, 1985), al proponer la denom inación de “canto-danza” para sus expre­
siones rituales colectivas.
112 S ilv ia Citro

para la corporalidad (Citro, 1997b), defino los géneros performáticos como


tipos más o menos estables de actuaciones que pueden deducirse de los com­
portamientos individuales y que combinan, en diferentes proporciones, recur­
sos kinésicos, musicales y discursivos, pero también visuales e incluso gusta­
tivos u olfativos, según los casos. Estos tipos se caracterizarían por poseer un
conjunto de rasgos estilísticos identificables, una estructuración más o menos
definida y una serie de inscripciones sensorio-emotivas y significaciones pro-
totípicas asociadas. No se plantea aquí la categoría de género a la manera de
las perspectivas tradicionales que afirmaban “la existencia de rasgos inma­
nentes y la presencia de invariantes integradas en sistemas genéricos de gran
consistencia interna y mutuamente excluyentes” (Bauman y Briggs, 1996:
103). Por el contrario, se enfatiza que este conjunto de elementos nucleares o
prototípicos difícilmente permanezcan fijos, pues suelen ser utilizados por los
actores de maneras diversas.
Retomando la perspectiva de la intertextualidad (Bajtín, 1994; Voloshinov,
1993), me interesa destacar cómo todo género se construye con relación a otros,
recurriendo a diversos grados de maximización o minimización de estos víncu­
los y, a partir de los conceptos de textualidad y entextualización (Hanks, 1989),
enfatizo en la capacidad de los géneros o de algunos de sus rasgos para descon-
textualizarse y recontextualizarse en otros. Así, en los géneros performáticos
es posible detectar ciertas marcas que evidencian conexiones con otros géneros
y prácticas histérico-sociales, y es justamente en las formas como los sujetos se
apropian de estas marcas (descontextualizándolas y recontextualizándolas,
combinándolas, resignificándolas, enmascarándolas) donde pueden develarse
parte de sus posicionamientos sociales más amplios y también sus intentos por
legitimarlos o modificarlos. Como sostienen Bauman y Briggs (1996), remitirse
a un género crea conexiones indexicales que se extienden mucho más allá de
la escena actual de producción o recepción, por eso los géneros se vinculan con
las negociaciones y las estrategias de identidad y poder.
Desde la perspectiva dialéctica que he venido desarrollando, propongo con­
frontar una descripción fenomenológica y una explicación genealógica de los
géneros, para integrarlas luego en un tercer nivel de síntesis. A partir del
movimiento de acercamiento-participación vinculado a la fenomenología cul­
tural, se describen los géneros performáticos presentes en un ritual según la
relación entre las siguientes variables:

a) El estilo. Si bien la temática del estilo es compleja,16 se propone carac­


terizar ciertos patrones que se repiten, analizando y comparando las
relaciones entre: posturas e imagen corporal,17 gestualidad, formas de

16. M e baso aquí en una serie de propuestas para el análisis del m ovim iento (L aban, 1958),
la gestualidad y la im agen corporal (Pavis, 1980), el análisis coreográfico (H um phrey, 1965;
K urath, 1960) y el estilo m usical (L om ax, 1962; Feld, 1994b).

17. Lim ito el concepto de im agen corporal a los aspectos visibles del cuerpo, desde sus p ro­
piedades intrínsecas, (tam año, form a, color) a los tratam ientos que se le aplican (pinturas,
H acia u n a e tn o g r a fía d ia lé ctica de y d e sd e lo s cu erp os 113

movimientos (rectilíneos o curvos, centrífugos o centrípetos, simétricos


BIBLIOTECA

o asimétricos), cualidades tónicas (grados de tensión muscular), uso del


peso y la energía corporal, modalidades perceptivas, velocidades,
estructura melorrítmica y usos de las voces e instrumentos musicales,
contenidos discursivos, recursos visuales y escenográficos.
b) La estructuración. A pesar de los diversos grados de improvisación y
variabilidad situacional que puede involucrar una performance, para
identificarla como un género debe ser posible detectar una cierta
estructuración que se repite, a partir de una determinada organización
temporal (marcas de principio y fin, secuencias internas, usos de repe­
ticiones, variaciones, oposiciones), diseños espaciales y roles de los par­
ticipantes.
c) Las percepciones, emociones y significantes prototípicos. Se trata de
reconstruir las inscripciones sensorio-emotivas y los principales signi­
ficantes que la ejecución del género promueve tanto en los performers
como en la audiencia. En relación con las expresiones no verbales cabe
aclarar que no se trata de reducirlas a un supuesto contenido que se
intentaría comunicar. En un trabajo anterior (Citro, 1997a) discutí la
operatividad de la distinción entre “informar” y “comunicar” en el
campo de lo corporal, diferenciando si se trata de recursos que poseen
o no una significación intencional para un otro, si presentan algún
grado de codificación y la referencialidad o indexicalidad metapragmá-
tica (Silverstein, 1976; Golluscio y Briones, 19’94) que implican.18

A partir del distanciamiento-observación ligado a las hermenéuticas de la


sospecha, propongo un análisis genealógico de los géneros que explique sus
antecedentes, incluyendo:

a) Las transformaciones del género y de sus relaciones con otros géneros


performáticos, practicados tanto por los mismos performers como por
otros grupos sociales con los que se han relacionado a lq largo de su his­
toria. En el caso toba, esto lleva a evaluar la incidencia, dentro de los

tatuajes, escarificaciones, vestim entas, peinados, adornos). Reservo el térm ino representa­
ción para las construcciones sim bólico-culturales de carácter discursivo o visual referidas a
los cuerpos. E n tanto estos térm inos poseen una gran variabilidad sem ántica y, por ejem plo,
son utilizados tam bién en psicología (Shilder, 1977; Dolto, 19S6), es necesario fijar su exten­
sión conceptual, para evitar errores de interpretación. No obstante, estos conceptos son sepa­
rables sólo a los fines analíticos, pues coincido con Bernard (1980) en que la corporalidad
im plica el entrelazam ien to de lo biológico, lo pulsional y lo sociocultural.
18. Según Jen s A lw ood (1995), ciertos gestos y actitudes corporales pueden constituirse en
“ actos com u nicativos” —cuando están orientados hacia la consecución de un objetivo o propó­
sito en u n m arco interactivo, dependiendo de un canal y un cód ig o-, pero otra gran m ayoría,
si bien pueden contribuir a la realización del evento com unicativo o contextualizarlo brin­
dando alguna inform ación, no son en sí m ism os actos comunicativos.
114 S ilv ia C itro

géneros performáticos del Evangelio, tanto de géneros rituales tobas


del pasado como de músicas y danzas criollas.
b) Las relaciones con otras prácticas y discursos socioculturales de los per­
formers y de los grupos sociales vinculados. Aquí es donde se evalúa la
incidencia de los “hábitos” y las “matrices simbólico-identitarias”, his­
tóricamente conformadas, en un determinado género. En el caso toba,
analizaré desde el impacto de la escolarización, el entrenamiento mili­
tar, las prácticas deportivas de los criollos, hasta los mitos y las creen­
cias, el discurso de conversión, entre otros temas.
c) Las condiciones económico-políticas en las que se produjeron las trans­
formaciones situadas en a) y las relaciones identificadas en b).

Para analizar la incidencia de estos antecedentes en los géneros, se inda­


gará en posibles continuidades, apropiaciones selectivas, transformaciones,
rupturas o abandono de rasgos estilísticos, formas de estructuración, percep­
ciones, emociones y significantes asociados.
Finalmente, en un movimiento de síntesis, se propone un nuevo acerca­
miento, para intentar develar cómo la práctica reiterada de un género, ya his­
tóricamente situado, interviene en la vida social de los performers, teniendo
en cuenta:

a) El contexto de la performance. Se analiza cómo los géneros se vinculan


entre sí, los fines que poseen y si resultan o no eficaces en el contexto
específico de cada performance. Por ejemplo, dentro del Evangelio,
cómo cada género contribuye a la creación-legitimación o a la transfor­
mación-disputa de las creencias y los liderazgos religiosos, al logro de
■la sanidad, la seducción entre jóvenes, etcétera.
b) Las relaciones sociales más allá de la performance. Se exploran las
posibles consecuencias qué las performances poseen en la reproducción,
legitimación, redefinición o transformación de las posiciones identita-
rias de los performers (étnicas, religiosas, de género, edad, clase, políti­
cas), tanto en sus relaciones sociales intra como interétnicas.

Así, en este enfoque metodológico, el estudio de los géneros performáticos


es el inicio de una serie de encadenamientos analíticos que conduce tanto al
proceso histórico más general como a las relaciones sociales actuales. De este
modo, se confronta dialécticamente la descripción fenomenológica de las
actuaciones y significaciones de los performers con una hermenéutica de la
sospecha que pretende descifrar los antecedentes y las consecuencias socio-
culturales de estas performances.
Finalmente, en estos caminos de acercamientos y alejamientos, nos reen­
contraremos con ciertas constantes transculturales que atravesarían la cor­
poralidad de los performers, como fuera propuesto en el capítulo 2.
E p íl o g o

La dialéctica de los cuerpos significantes

En su conjunción, los capítulos 2 y 3 despliegan una concepción dialéctica del


mundo social y una metodología etnográfica para abordarlo. En ambos casos,
el cuerpo ha estado en el origen de este camino reflexivo: teóricamente, reco­
nociéndolo como dimensión constituyente e inalienable del ser-en-el-mundo;
metodológicamente, considerándolo dimensión constituyente e inalienable
de la observación participante. Pero, como he argumentado, este cuerpo no es
una pura materialidad, sino una materialidad atravesada y productora de
significantes. Así, el abordaje de los cuerpos significantes requiere tanto de
los movimientos analíticos de acercamiento como de los de distanciamiento.
Estos movimientos poseen un carácter antitético pero a la vez complementa­
rio; en alguna forma, cada uno deconstruye al otro o, retomando los términos
hegelianos, podríamos decir que “la verdad de un momento reside en el
momento siguiente” (Ricceur, 1976 [1969]: 71).
En efecto, el distanciamiento permite develar el carácter socialmente cons­
truido de lo que en un contexto particular aparece como naturalizado y habi­
tual, la historia que a veces se oculta detrás de una situación actual, los ras­
gos comunes o compartidos que subyacen en lo aparentemente particular y
único. Se trata, en última instancia, de ejercer la sospecha sobre una situa­
ción y un cuerpo ya dados, explicar cómo emergen de un devenir histórico
social específico y de hábitos determinados o qué matrices simbólicas los orga­
nizan; pero, paralelamente, se trata de comprender cómo ese devenir se cons­
truye a través de las actuaciones de seres humanos concretos. Así, el acerca­
miento, la atención al detalle de lo local, permite relativizar las abstracciones
y los modelos más generales, descubrir las resistencias a las fuerzas históri­
cas o las particularidades que adquieren las significaciones y praxis de los
actores frente a estructuras económicas, políticas o simbólico-ideológicas
similares. El movimiento de acercamiento implica un esfuerzo por describir
las prácticas en sus propios términos y por avanzar en la comprensión de los
sentidos de los actores, a través del diálogo y la participación corporal en la
experiencia. La fenomenología y la hermenéutica son aquí nuestras herra­
[1 1 5 ]
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mientas teóricas principales. Si bien en el movimiento de distanciamiento


reconocimos que es fructífero recurrir a teorías explicativas posestructuralis-
tas y en general a las hermenéuticas de la sospecha, para lograr una tempo­
raria síntesis dialéctica estos últimos enfoques deberían ser siempre comple­
mentarios con el de acercamiento y no que uno reemplace al otro. Es decir,
tras el distanciamiento se propone retornar a las prácticas concretas, a la
etnografía, aunque, seguramente, lo haremos ya con otros “ojos”. Sólo con este
movimiento de regreso podría lograrse un abordaje dialéctico. Pienso que es
en este juego de distancias, de acercamientos y alejamientos, como la mirada
antropológica puede enriquecerse —aunque también confundirse- y en ello
reside el beneficio - y el riesgo—de intentar un camino dialéctico.
Para concluir, probablemente resulte ambicioso un abordaje de la corpora­
lidad que pretende abarcar desde la materialidad de los cuerpos a los signifi­
cantes histérico-culturales que lo atraviesan y que para hacerlo recurre desde
la fenomenología hasta el posestrueturalismo. No obstante, pienso que es pre­
ferible correr este riesgo al de la ceguera, al de olvidar los esfuerzos que las
diferentes teorías de las ciencias humanas han hecho por comprender al
“hombre total”. Como Mauss (1979 [1936]) ya había señalado en su artículo
seminal sobre las técnicas corporales:

Yo h e lle g a d o a la c o n c lu sió n de q u e n o se p u e d e lle g a r a te n e r u n


p u n to de v ista cla ro so b re esto s h e c h o s [la s té cn ica s c o rp o r a le s], si n o se
tie n e e n cu e n ta u n a trip le c o n sid e r a c ió n , y a sea físic a o m e cá n ic a , com o
p u e d e serlo u n a te o ría a n a tó m ic a o fis io ló g ic a del a n d a r o q u e p o r el co n ­
tra rio sea so c io ló g ica o p sico ló g ic a , lo qu e h a c e fa lta es u n trip le p u n to
d e v ista , el del “h o m b r e t o ta l” . (3 4 0 )

Sabemos ya que así como no podemos hallar una significación plena, tam­
poco podremos abarcar metodológicamente a ese hombre total que Mauss
señalaba. Sin embargo, es esa falta constitutiva la que nos impulsa a conti­
nuar en ese camino sin fin que es el intento por conocer el devenir del ser-en-
el-mundo. Los capítulos que siguen serán entonces las síntesis parciales de
estos siempre inacabados recorridos dialécticos. Comenzaré por las travesías
históricas, las cuales buscan develar algunos de los procesos que originaron la
actual situación de los tobas takshik y, específicamente, la genealogía de sus
actuales significantes identitarios y hábitos. En cuanto a las travesías etno­
gráficas, se proponen como narrativas que describen pero también buscan
comprender y explicar el papel de los cuerpos significantes en los rituales y la
vida cotidiana toba, así como encontrar algunas similitudes con las de otras
sociedades. Todos estos recorridos se sustentan en mis acercamientos y dis-
tanciamientos de las experiencias y significaciones de aquellas mujeres y
hombres tobas (niños, jóvenes, adultos y ancianos), que pude conocer a partir
de esas paradójicas relaciones intersubjetivas que son los trabajos de campo.

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