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Nuevos enfoques sobre el Estado en América Latina

Book · April 2020

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7 authors, including:

Pablo Roberto Andrade Esteban Nicholls


Universidad Andina Simón Bolívar (UASB) Universidad Andina Simón Bolívar (UASB)
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Bob Jessop Cristina Rojas


Lancaster University Carleton University
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Contronting transnationalizatoin: Economic, environmental and political strategies of Central American business groups View project

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Nuevos enfoques para el estudio
de los Estados latinoamericanos

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LA BI­BLIO­TE­CA DE CIEN­CIAS SO­CIA­LES
En un es­fuer­zo por im­pul­sar el de­sa­rro­llo de las in­ves­ti­ga­cio­nes so­cia­les
en Ecua­dor y di­fun­dir sus re­sul­ta­dos, la Cor­po­ra­ción Edi­to­ra Na­cio­nal
es­ta­ble­ció en 1984 es­ta Bi­blio­te­ca de Cien­cias So­cia­les, des­ti­na­da a re­
co­ger tra­ba­jos re­le­van­tes pro­du­ci­dos por ins­ti­tu­cio­nes aca­dé­mi­cas o por
in­ves­ti­ga­do­res par­ti­cu­la­res.
Los tex­tos que se pre­sen­tan pa­ra pu­bli­ca­ción en es­ta Bi­blio­te­ca de Cien­
cias So­cia­les son re­vi­sa­dos por un con­jun­to de ex­per­tos en di­ver­sas
áreas de la in­ves­ti­ga­ción. De es­ta ma­ne­ra se ga­ran­ti­za la ca­li­dad, aper­tu­
ra, plu­ra­lis­mo y com­pro­mi­so que la Cor­po­ra­ción ha ve­ni­do man­te­nien­do
des­de su fun­da­ción. Es po­lí­ti­ca de es­te pro­gra­ma edi­to­rial rea­li­zar coe­
di­cio­nes con cen­tros aca­dé­mi­cos, ins­ti­tu­cio­nes ofi­cia­les y pri­va­das del
país y del ex­te­rior.
Lue­go de más de tres dé­ca­das de pu­bli­ca­ción, la Bi­blio­te­ca de Cien­cias
So­cia­les se ha trans­for­ma­do en la se­rie edi­to­rial de ma­yor im­pac­to en el
me­dio aca­dé­mi­co del país. Ha lo­gra­do tam­bién cons­ti­tuir­se en un vín­cu­
lo de re­la­ción y dis­cu­sión de los edi­to­res na­cio­na­les con los tra­ba­ja­do­res
de las Cien­cias So­cia­les den­tro y fue­ra del Ecua­dor.

Programa de Investigación
de las Burocracias
y los Estados Latinoamericanos
Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador

Toledo N22-80
Apartado postal: 17-12-569 • Quito, Ecuador
Teléfonos: (593 2) 322 8085, 299 3600 • Fax: (593 2) 322 8426
www.uasb.edu.ec • uasb@uasb.edu.ec

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BIBLIOTECA DE CIENCIAS SOCIALES
Volumen 82

Nuevos enfoques para


el estudio de los
Estados latinoamericanos

Pablo Andrade
editor

2020

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Nuevos enfoques para el estudio de los Estados latinoamericanos
Pablo Andrade, editor

Primera edi­ción:
ISBN: Cor­po­ra­ción Edi­to­ra Na­cio­nal: 978-9942-32-050-6
Uni­ver­si­dad An­di­na Si­món Bo­lí­var, Se­de Ecua­dor: 978-9978-19-986-2
De­re­chos de au­tor: 058168 • De­pó­si­to le­gal: 006570
Tiraje: 700 ejemplares
Im­pre­so en Ecua­dor, marzo de 2020

© Corporación Editora Nacional


Ro­ca E9-59 y Tamayo • Apartado postal: 17-12-886 • Código postal: 170523
Quito, Ecua­dor • Te­lé­fo­nos: (593 2) 255 4358, 255 4558, 256 6340 • Fax: ext. 12
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© Uni­ver­si­dad An­di­na Si­món Bo­lí­var, Se­de Ecua­dor
To­le­do N22-80 • Apartado postal: 17-12-569 • Código postal: 170525
Qui­to, Ecua­dor • Te­lé­fo­nos: (593 2) 322 8085, 299 3600 • Fax: (593 2) 322 8426
ww­w.uas­b.e­du.ec • uas­b@uas­b.e­du.ec

Su­per­vi­sión edi­to­rial: Jor­ge Or­te­ga • Diagramación: Margarita Andrade R. • Co­rrec­ción de tex­


tos: Gabriela Cañas • Di­se­ño de cu­bier­ta: Raúl Yé­pez • Im­pre­sión: Ediciones Fausto Reinoso, Av.
Rumipamba E1-35 y 10 de Agosto, of. 103, Quito.

La versión original del texto de este libro fue sometida a un proceso de revisión por pares, conforme a las
normas de publicación de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, y de esta editorial.

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Contenido

Introducción:
Repensando la cuestión del Estado en América Latina 9

1. El enfoque estratégico-relacional del Estado


y su relevancia para el Sur Global
Bob Jessop 19

2. Hacia una comprensión metodológico-teórica de cómo investigar


al Estado desde la gubernamentalidad
Esteban Nicholls 59

3. La teoría del Estado en América Latina a principios del siglo XXI:


entre la continuidad de una tradición teórica y su ruptura
Pablo Andrade A. 91

4. Estado en América Latina: problemática y agenda de investigación


Juan Pablo Luna 113

5. Élites y capacidad estatal en América Latina: una perspectiva basada


en recursos sobre los cambios recientes en El Salvador
Benedicte Bull 139

6. La construcción del Estado en Ecuador a través del ciclo económico:


evaluando la “Revolución Ciudadana” durante el auge (y caída)
de los recursos naturales
James D. Bowen 169

7. Pluriversalizar la sociedad para descolonizar el Estado en Bolivia


Cristina Rojas 191

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6

8. Auge y colapso del socialismo bolivariano:


Estado, rentismo y Revolución bolivariana
Antulio Rosales 223

Los autores 251

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Agradecimientos

El libro que se ofrece a continuación es el resultado de un esfuerzo de colabo­


ración entre el Programa de Investigación sobre las Burocracias y los Estados La­
tinoamericanos (PRIBEL), del Área de Estudios Sociales y Globales de la Univer­
sidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador (UASB-E) y la Iniciativa Global para
el Desarrollo Sostenible (Oslo SDG) del Centro para el Desarrollo y el Ambiente
(SUM) de la Universidad de Oslo, Noruega. Esta colaboración se extendió por dos
años (2016-2018). Los fondos proporcionados por la Iniciativa Global hicieron posi­
ble la realización en abril de 2017 del encuentro “Transformaciones del Estado en el
siglo XXI. Una visión desde el Sur Global”, en el campus de la UASB-E en Quito.
Algunas de las ponencias presentadas en esta conferencia fueron luego revisadas para
incluirlas en el presente texto, otras fueron publicadas en un número especial de Third
World Thematics. Nuestro reconocimiento en especial para Dan Banik, quien dirige
la “Iniciativa”, por su contagioso entusiasmo, valiosos comentarios a las ponencias
originales y paciencia con los dos proyectos editoriales. Igualmente, queremos reco­
nocer la apertura y apoyo de Benedicte Bull, también de la Universidad de Oslo, quien
nos animó a presentar versiones todavía muy tentativas de los trabajos de Andrade y
Nicholls (aquí incluidos) en la conferencia anual de la Red Noruega sobre América
Latina y el Caribe (NorlatNet), en junio de 2016, y a realizar una memorable visita a
la Universidad de Oslo en esas mismas fechas. Más allá de las reflexiones académicas
compartidas con Dan y Benedicte, queremos aprovechar esta ocasión para dejarles sa­
ber que hemos aprendido y seguimos aprendiendo mucho de la amistad que nos une.
La Universidad del Azuay, a través de su Dirección de Posgrados, ha apoyado
de manera continua a la existencia del PRIBEL, y a las dos aventuras editoriales men­
cionadas con los fondos que nos permitieron contratar a Diana Castro como asistente
editorial. Nuestra deuda con Catalina Serrano, quien preside esa Dirección. Diana
conoce mejor que nadie este libro, fue un factor clave en su evolución y se encargó de
la magnífica traducción del texto –en inglés originalmente– de Bob Jessop.
Pablo Andrade desea expresar su agradecimiento personal al Comité de Investi­
gaciones de la UASB-E por haber financiado la investigación bibliométrica que sirvió
de base para su capítulo.

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Introducción:
Repensando la cuestión del Estado
en América Latina

Contrario a las expectativas de un sector importante de los académicos y de­


cisores políticos de fines del siglo anterior, los Estados, lejos de desaparecer o con­
vertirse en entidades prácticamente irrelevantes, se han transformado y retornado
con fuerza en el presente siglo. Con frecuencia, se señala a América Latina como
el lugar donde ese retorno inició o es más claramente evidente; esta es, sin embar­
go, una construcción ilusoria aunque se sostenga en algunos elementos empíricos.
Desde 1998 –con la elección de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela– la ola
de gobiernos de izquierdas se extendió por una buena parte de la región. Estos go­
biernos en distintas formas e intensidad usaron a los Estados bajo su control como
instrumentos para regular la participación de los ciudadanos en la toma de decisio­
nes (en general incrementándola) (Silva y Rossi 2018) o para impulsar políticas
que buscaban disminuir la desigualdad económica y social entre los ciudadanos.1
En definitiva, las izquierdas latinoamericanas emplearon a los Estados como instru­
mentos democratizadores.
Sin embargo, los cambios en los Estados modernos no se limitaron a América
Latina, ocurrieron en todo lado y normalmente de maneras espectaculares. En Eu­
ropa los ejemplos abundan y son dramáticos; entre otros cabe destacar: el impacto
de los nacionalismos escocés y catalán en los Estados del Reino Unido y del Reino
de España; el nacionalismo inglés en la creación del Brexit y más recientemente
el riesgo que para la Unión Europea supone la presencia de gobiernos y partidos
políticos xenofóbicos y económicamente nacionalistas en buena parte del continen­
te. Ninguno de estos desarrollos habría sido posible sin un fortalecimiento de los
Estados, y/o de la emergencia de proyectos de construcción de Estados alternativos
a los imperantes desde la Segunda Guerra Mundial.
Si retornamos nuestra mirada a América, nuevamente nos encontramos que
a partir de septiembre de 2001, en Estados Unidos sucesivos presidentes de signo

1. Sin embargo, es necesario destacar que este último conjunto de políticas no fue patrimonio de las
izquierdas, como bien lo han señalado Fairfield y Garay (2017).

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político diverso han adoptado políticas que han fortalecido al Estado federal (cen­
tral) estadounidense. En efecto, el Estado federal estadounidense del siglo XXI ha
adquirido nuevos dominios en la provisión de seguridad común para sus ciuda­
danos, el acceso y cobertura de educación primaria y secundaria y –como lo han
descubierto muy recientemente el presidente Trump y la mayoría republicana en el
Senado– servicios de salud vitales para segmentos importantes de la población. La
administración de Trump ha profundizado y adelantado aún más esas tendencias al
regular flujos migratorios y de comercio e inversiones internacionales.
Con abrumadora frecuencia, la comprensión de los desarrollos recién enu­
merados se ha caracterizado por la evasión de la cuestión del Estado. En donde
deberían estar las preguntas por los Estados como un punto central para la reflexión
teórica y la explicación de la vida política contemporánea, nos encontramos con
preguntas –y respuestas– que enfatizan las características peculiares de los regí­
menes políticos o incluso de líderes políticos individuales. En efecto, tanto en La­
tinoamérica como en Europa y Estados Unidos el diálogo común y especializado
está sesgado hacia el supuesto poder explicativo de la crisis de los sistemas de
representación política y el concepto de “populismos”. Este sesgo resulta tanto más
curioso cuanto que en la primera región en que se intentó esta explicación por apro­
ximadamente dos décadas, América Latina, los análisis de régimen centrados en
la oposición democracia/populismo no han producido avances significativos en la
comprensión de la vida política de esos países. El tratamiento de los nacionalismos
europeos y de la actual presidencia estadounidense bajo la perspectiva del régimen/
populismo tampoco parecería muy prometedor. Ante esta insuficiencia caben dos
comprobaciones: en primer lugar, que nuestra comprensión de la vida política con­
temporánea cambia cuando adoptamos como óptica preferencial al problema de los
Estados; en segundo, que la fuga hacia el sentido común prevaleciente es tanto más
curiosa cuanto que en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos existen escuelas de
pensamiento y academias bien establecidas que se han convertido en importantes
tradiciones de pensamiento e investigación sobre los Estados modernos. Retomaré
este último aspecto en la siguiente sección.
¿De qué manera nuestra comprensión sobre la vida política contemporánea
cambia si ponemos al centro la cuestión del Estado? Tomemos el caso más obvio,
el de los recientes referendos escocés, británico y catalán;2 en todos estos casos, el
problema central al que aluden esas consultas –y los resultados que de ellas se han
seguido– es el de si una fuerza altamente institucionalizada y centralizada en un
Estado puede o no ejercer autoridad –y hasta dónde– sobre una comunidad política
históricamente constituida que se reconoce a sí misma como una “nación”. ¿Qué
tipo de autoridad pueden ejercer los Estados conocidos como “el Reino Unido de la
Gran Bretaña y el Norte de Irlanda” y “el Reino de España” sobre las naciones es­

2. En 2014 para el primero y 2017 en el Reino Unido y Cataluña.

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cocesa y catalana, respectivamente? ¿Puede un Estado soberano dejar de obedecer


la autoridad de una entidad supranacional de la que hasta ese momento fue parte?
¿Bajo qué condiciones? Estas preguntas básicas sobre la autoridad política están
históricamente atadas a la cuestión del Estado.
Con relación al fortalecimiento y expansión de los dominios del Estado federal
estadounidense, el caso a favor de una óptica estatal parecería menos claro; sin em­
bargo no es así. Desde la presidencia de George W. Bush el predominio de políticas
contrarias a la autoridad del Estado federal –dominantes entre la primera presidencia
de Ronald Reagan y la segunda presidencia de Bill Clinton– fue sistemáticamente re­
emplazado por la creación de nuevas agencias y poderes concentrados en Washington
y en la Presidencia en particular.3 Hay un tema común que conecta cambios aparente­
mente disímiles de la política estadounidense. En efecto, la creación de la Oficina de
Seguridad Nacional bajo el presidente Bush, la iniciativa de esa misma administración
para mejorar la educación preuniversitaria; el activismo estatal en la provisión de sa­
lud de manera cuasi universal a los ciudadanos, esto es, el Medicare de la adminis­
tración de Obama, y las políticas del actual presidente estadounidense para recuperar
el poder estatal para regular y detener flujos internacionales que la administración de
Trump considera perjudiciales para Estados Unidos, aparecen como respuestas co­
yunturales y hasta idiosincráticas, atribuibles a situaciones excepcionales o a las pre­
ferencias políticas de los presidentes. Sin embargo, si vemos esas mismas alternativas
desde la perspectiva del desarrollo del Estado federal estadounidense, se hace evidente
una dimensión inesperada: ninguno de esos dominios estatales podrían alcanzarse sin
el ejercicio de la autoridad centralizada en el Estado federal, en el poder que comanda
Washington y no en el que reside en los Estados que hacen la Federación.
Ante la evidencia presentada se vuelve inevitable preguntarse ¿por qué la re­
flexión sobre el Estado ha quedado fuera? La respuesta a esta pregunta comprende
un conjunto amplio de factores cuya exploración sistemática excede las metas de
investigación y reflexión tanto de esta introducción como del libro que sigue en su
conjunto.4 Baste por el momento el arriesgar una interpretación que parecería plau­
sible. La mayoría de los ciudadanos en las democracias de América Latina, Europa
y Estados Unidos coinciden en una visión de la política como “espectáculo electo­
ral” provisto por profesionales individuales.5 Esta perspectiva reduce la política al

3. Hacker y Pierson argumentan que la tendencia Estado-céntrica en Estados Unidos fue de hecho la
opción política dominante desde la Depresión hasta los años ochenta; el retorno a partir del presi­
dente Bush implicaría simplemente el retomar la tendencia históricamente dominante.
4. Nettl (1968) indicaba que “el concepto de el Estado... retiene una existencia fantasmal, esqueléti­
ca”; un argumento similar sería usado dos décadas después para “traer al Estado de vuelta” al deba­
te de la ciencia política anglosajona (Evans, Rueschemeyer y Skocpol 1985). En la ciencia política
estadounidense ese reclamo rindió frutos y llevó a la creación y consolidación del campo conocido
como “desarrollo político americano”; no ocurrió un fenómeno similar en la sociología, la ciencia
y la historia política de habla hispánica.
5. La acertada caracterización es de Hacker y Pierson (2011).

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enfrentamiento entre actores individuales, sus intereses, recursos y estrategias, y


se refuerza por los déficits cognitivos alimentados por las nuevas tecnologías de la
información y las redes sociales como fuentes prioritarias de referencia política para
la mayor parte de los ciudadanos. En ese contexto de política como espectáculo, no
debería llamarnos la atención que para los ciudadanos comunes y los proveedores
de interpretaciones simplificadas –v. g. los analistas políticos que habitan los me­
dios de comunicación tradicionales y nuevos– lo importante sea el acontecimiento
cotidiano y no los procesos de larga duración que subyacen a los desarrollos políti­
cos del temprano siglo XXI. En síntesis, es más fácil hacer sentido de la crisis global
de refugiados, por ejemplo, si la vemos como un drama entre desesperados busca­
dores de refugio del lado africano del Mediterráneo (o del lado latinoamericano de
la frontera estadounidense) y gobiernos más o menos bondadosos o xenofóbicos,
porque así se presenta al sentido común en las pantallas de los varios dispositivos
de consulta de información.6 Lo curioso es que ese sentido común, periodístico y de
industria del entretenimiento, sea dominante no solo entre los ciudadanos comunes
y corrientes sino también entre los académicos. Y esto por una razón muy sólida:
en América Latina, Europa y Estados Unidos existen tradiciones de reflexión bien
establecidas sobre los respectivos Estados nacionales y sobre la forma general “Es­
tado moderno”.

LAS TRADICIONES TEÓRICAS


Y LA CUESTIÓN DEL ESTADO

En el campo de la teoría política contemporánea la cuestión del Estado ocu­


pa un lugar problemático. Por un lado, existe una dificultad histórica por alcanzar
algún acuerdo sobre el concepto de Estado en sí mismo. Novak (2015, 44) ha resu­
mido de manera clara la incomodidad teórica del concepto al señalar que “por cerca
de cien años” el consenso dominante entre los más importantes teóricos políticos
ha sido que el Estado es un concepto “difícil, espinoso, turbio y frustrantemente
complejo”. Por otro, el debate sobre el Estado ha estado presente en el pensamiento
occidental por un largo tiempo. Al menos desde el siglo XVIII se han desarrollado
tres tradiciones claramente reconocibles de reflexión sobre el Estado y cada una
de ellas ha resaltado alguna dimensión esencial del Estado que, sin embargo, es
insuficiente para dar cuenta del conjunto de significaciones políticas que “hacen” al
Estado. Desde la perspectiva adoptada en esta introducción y en el resto del libro,

6. Para ser justo, la cuestión del Estado sí es mencionada en la interpretación del sentido común en
la medida en que los flujos de refugiados son atribuidos al colapso de ciertos Estados, a conflictos
internacionales o a guerras civiles.

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“la cuestión del Estado” es el debate que queda enmarcado por esas tradiciones de
largo aliento y sus respectivas respuestas críticas.
La primera tradición, tanto en términos de desarrollo histórico como en la fre­
cuencia de su uso común, concibe al Estado como un objeto abstracto, neutral; una
esfera de la vida política claramente distinguible de la sociedad civil. Usualmente esta
tradición se ha entendido como “liberal”, pero sería más apropiado denominarla con­
tinental europea toda vez que su máxima expresión formal la encontramos en Hegel
y en el pensamiento legal europeo continental, en particular en Francia. La tradición
continental concibe al Estado de manera formal, abstracta, legalista; su enfoque prin­
cipal es el estudio de la dimensión constitucional del Estado-nación. De hecho, a
partir de 1870 esta perspectiva tendió a reducir al debate sobre el Estado dentro de los
márgenes estrechos de la identidad entre Estado moderno y Estado-nación. Desde la
presente perspectiva, la dimensión legal y de la identificación de los ciudadanos con
una nación y con la soberanía encarnada en el Estado-nación son elementos importan­
tes de la concepción política del Estado cuando esta es compartida por gobernantes y
gobernados; una condición que puede o no ocurrir. El enmarcar la cuestión del Estado
dentro de esos márgenes tan estrechos resulta poco útil para la comprensión de las ex­
periencias políticas de América Latina en el presente siglo. De hecho, un primer paso
indispensable para avanzar en el debate sobre la cuestión del Estado en Latinoamérica
es apartarse de la visión legal/formal del Estado-nación.
La segunda gran tradición fue fundada por Marx en su crítica a la concepción
liberal del Estado como una arena neutral y al fetichismo hegeliano del Estado
como abstracción de la nación y culminación del dominio de la razón en la política.
Para la tradición marxista, el Estado moderno es una construcción histórica que
resulta del conflicto entre actores organizados (clases) por construir y preservar un
aparato de dominación al servicio de la clase capitalista o de la reproducción de su
economía. En el marxismo el problema de la soberanía del Estado-nación es reem­
plazado por el de su relativa autonomía respecto de los capitalistas; un punto que
ha sido objeto de un continuo debate, empezando por el propio Marx. En los años
setenta el debate Milliband-Poulantzas enfrentó una versión fuerte de la concepción
instrumental a otra perspectiva que acentuaba la relativa autonomía del Estado.7
Esta tradición ha sido central en el debate latinoamericano sobre la cuestión del Es­
tado por lo menos desde inicios del siglo pasado; su aporte más importante al debate
político contemporáneo latinoamericano se produjo en los años sesenta y setenta al

7. Varios autores han destacado la existencia de dos teorías del Estado en Marx. La primera, y la más
común especialmente luego de la muerte de Marx, es la definición del Estado como el comité ejecu­
tivo de la burguesía. La segunda teoría aparece en cambio en el estudio de Marx sobre la economía
política del bonapartismo, donde el Estado aparece como el agente general de la reproducción de la
economía capitalista a nivel nacional, pero no a la manera de una expresión directa del poder de la
burguesía. Estas dos líneas se continuaron en el famoso debate Milliband-Poulantzas. El capítulo
de Jessop en el presente libro ofrece una nueva síntesis de esta trayectoria teórica.

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ser una de las fuentes de la teoría de la dependencia. En el capítulo segundo muestro


que el retorno del Estado de mano de los gobiernos de izquierdas resucitó la versión
más fuertemente marxista de la teoría de la dependencia y también el debate sobre
la relativa autonomía de los Estados latinoamericanos con relación a sus clases
capitalistas domésticas y a la reproducción del capitalismo en su fase neoliberal.8
Finalmente, la tercera tradición (la weberiana clásica) comparte con el mar­
xismo su concepción histórica de los Estados, así como su interés por la cuestión
de la dominación, pero deja de lado el reduccionismo instrumental del Estado a un
mero aparato de dominación al servicio de una clase. Esta corriente aportó al debate
sobre el Estado moderno la definición que es probablemente la de uso más común;
para Weber el Estado es un aparato político central que ha logrado el monopolio
del uso legítimo de la violencia y que ejerce el tipo de autoridad moderna por ex­
celencia, la dominación racional burocrática. En el Estado moderno la dominación
es administración por medio de un agente especializado y políticamente neutro: la
burocracia. Como puede verse, esta última tradición acentúa más fuertemente que
las dos anteriores la dimensión de la autonomía. La transformación de la tradición
weberiana en neoweberianismo en Estados Unidos convirtió a esta perspectiva en
un potente instrumento para la investigación del Estado. Por su peso en el debate
contemporáneo, vale la pena detenerse brevemente en ese desarrollo.
La trayectoria de la teoría del Estado en Estados Unidos ha sido muy peculiar;
en efecto, en las ciencias sociales estadounidenses el predominio en los años cin­
cuenta y sesenta del estructuralismo funcionalista y del pluralismo, así como de los
métodos y teorías conductistas, marginó al estudio del Estado reemplazándolo por
la investigación sobre el gobierno, pero en los tardíos años setenta y en la década de
los ochenta se produjo un cambio radical que “trajo de vuelta al Estado”. La conso­
lidación de la síntesis neoweberiana en los años ochenta marcó un cambio radical
no solo en la teoría del Estado sino en el conjunto del debate académico sobre la
política. El estudio del Estado se volvió central para tres disciplinas interesadas por
la política: la sociología, la historia y la ciencia política. Adicionalmente, y presio­
nados por la demanda de “cientificidad” de sus descubrimientos, los neoweberianos
desarrollaron un poderoso aparataje metodológico y conceptual que permitió el es­
tudio empírico con propósitos explicativos de la emergencia, cambio y continuidad
de las instituciones políticas. Como resultado de estas innovaciones surgieron dos
fuertes programas de investigación: por un lado, el programa comparativo histórico

8. Pueden identificarse dos versiones de la teoría de la dependencia. La primera está ligada a la


CEPAL y a los aportes de Furtado, Cardoso y Falleto para entender los Estados desarrollistas lati­
noamericanos. La segunda perspectiva, notablemente influida por marxistas estadounidenses como
Paul Barán y André Gunder Frank, fue formulada por marxistas latinoamericanos tales como Teo­
tonio Dos Santos, Vina Balvina y Ruy Muro Marini; en el transcurso de los años ochenta la teoría
evolucionó de la mano de Wallerstein y Arrigui en una perspectiva general del capitalismo como
sistema global integrado (teoría del sistema mundo).

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e institucional se convirtió en dominante en el campo de la “política comparada”;9


por otro, el encuentro interdisciplinario de la sociología, la historia y la ciencia po­
lítica dio origen a la subdisciplina del American Political Development. Con estos
desarrollos se abrió una brecha mayor entre el lenguaje especializado y el sentido
común de los ciudadanos y de los analistas políticos vulgares.10
La incorporación del estudio del Estado a la reflexión política entre los neowe­
berianos adopta una visión de la política como “guerra entre organizaciones”, enfatiza
la importancia y contingencia histórica de las instituciones formales (constitución y
legislación); pero también, en ciertas circunstancias, de las instituciones informales.
En síntesis, se trata de una visión y lenguajes que están en el polo opuesto del sen­
tido común compartido por los ciudadanos y los analistas políticos vulgares. De he­
cho, los fenómenos que aparecen como políticos desde las comunidades académicas
neoweberianas son muy distintos a los que los legos consideran importantes. Para los
neoweberianos la cuestión del Estado coloca al centro del debate político el análisis de
los cambios bruscos (tipo revoluciones) o graduales; considera como actores políticos
por excelencia a las fuerzas sociales organizadas de los movimientos sociales o de los
empresarios capitalistas;11 dado el peso del estudio histórico, la perspectiva se enfoca
en el desarrollo de los Estados, la conformación de regímenes de bienestar social y
de política social. En síntesis, en procesos de largo plazo. Con relación a la cuestión
del Estado es difícil pensar en alguna otra región donde el debate académico esté más
apartado del debate público común que en Estados Unidos.12
Hasta hace relativamente poco tiempo, las peculiaridades de la escuela neowe­
beriana han dificultado el diálogo con las comunidades especializadas en Europa y
América Latina. Como anota Bull en su capítulo, una buena parte del renovado interés
por el estudio de los Estados latinoamericanos se ha nutrido de la tradición neowebe­
riana, en particular de trabajos históricos comparativos (Centeno 2002; Kurtz 2013;
Soiffer 2015). Sin embargo, las innovaciones más importantes a la cuestión del Estado
en América Latina se han originado en la crítica posestructuralista francesa al legalis­
mo hegeliano y al marxismo estructuralista francés. En particular, la versión foucaul­
tiana del Estado como un conjunto (muy) relativamente articulado de formas de poder
y regímenes de gobierno (gobermentalidades) parecería haber ganado momento en
los esfuerzos por estudiar los Estados latinoamericanos.13

9. Mahoney y Thelen (2015) presenta el estado del desarrollo de este paradigma. Peinert (2017) ofrece
una aguda crítica a las pretensiones explicativas del paradigma.
10. Sugrue (2015) ofrece una historia del desarrollo de este subcampo y una evaluación de la ruptura
entre el sentido común académico y el de los legos.
11. Aunque el enfoque hace lugar también a la iniciativa y características de líderes individuales, esto
es, a la agencia del actor.
12. En América Latina es frecuente encontrar académicos en el rol de analistas y comentaristas po­
líticos, e incluso como políticos prácticos. El ejemplo más claro es el vicepresidente de Bolivia,
Álvaro García Liñera.
13. Kay y Vergara (2017) identifican una evolución similar en el campo de los estudios agrarios.

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Considerando, entonces, la existencia de esas tradiciones y sus respectivas críti­


cas, y que las prácticas políticas han revitalizado a los Estados como actores de la vida
política, ¿en qué consiste la cuestión del Estado en la América Latina contemporánea?
Por un lado, en colocar al centro del debate sobre la vida política latinoamericana pre­
guntas tales como ¿en qué lugar está localizada la autoridad más general de una socie­
dad nacional? ¿En qué grado esa autoridad está territorialmente centralizada o disper­
sa? ¿Mediante qué recursos y estrategias quienes controlan el gobierno formalmente
concebido como nacional hacen cumplir sus órdenes? ¿Esas políticas concentran el
poder en el centro formal/legal o fortalecen la capacidad de agentes de poder locales
para llevar a cabo sus políticas particulares? ¿De qué manera la autoridad política y
sus aparatos centralizados construyen poblaciones susceptibles de ser administradas?
¿Quiénes construyen los regímenes de autoridad y mentalidades de gobierno: las éli­
tes nacionales, los funcionarios públicos nacionales o los retadores de Estado locales?
Por otro, estas preguntas solo hacen sentido si se abandona la concepción puramente
formal y legal del Estado, así, en mayúsculas, y aludiendo a una persona jurídicamen­
te constituida como soberana. En su lugar, como argumentan varios de los autores de
esta colección, es posible adoptar una concepción débil de los Estados como procesos
que se encuentran abiertos a las contingencias del presente momento histórico. El uso
de esa concepción sería únicamente un punto de partida provisional para el examen de
las dimensiones de “estatalidad” de la política latinoamericana. Se trata, en definitiva,
de llevar a cabo un experimento en la reflexión sobre la cuestión del Estado; de esto
es de lo que se ocupa el resto de este libro.

ESTADO Y ESTATALIDAD EN AMÉRICA LATINA:


LA ORGANIZACIÓN DEL LIBRO

Los ensayos que siguen presentan al lector los diálogos y discusiones que
han mantenido los autores entre sí con relación a la problemática del Estado. ¿Qué
elementos teóricos unen a esos autores, de manera que el libro no sea una simple
colección sino algo más que la sumatoria de sus partes? En primer lugar es claro que
ninguno de los autores continúa la tradición legalista del Estado-nación, pero tam­
poco dejan de lado el espacio nacional para proponer tesis que enfatizan el sistema
mundial en desmedro de los procesos y factores políticos domésticos. En este sen­
tido, los autores se apartan de la corriente principal de los debates latinoamericanos
sobre el Estado. De hecho, los argumentos ofrecidos en este libro parten de la insa­
tisfacción de sus autores con el estado de la reflexión sobre el Estado en América
Latina. En segundo lugar, los autores evitan usar una concepción fuerte del Estado
como Estado-nación y, en general, la discusión sobre los Estados como entidades
abstractas. Finalmente, aunque este sea el elemento más importante desde el punto
de vista de una agenda de investigación futura, todos los autores argumentan sobre
la necesidad de dejar de lado el supuesto de que los Estados modernos, en gene­

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ral pero particularmente en Latinoamérica, puedan tratarse como constantes; tienen


que examinarse como variables y, en esa medida, como fuente independiente de
cambios sociales, políticos y económicos. Esta concepción cambia el eje de la cues­
tión del Estado de la pregunta: ¿qué son los Estados latinoamericanos?, hacia otra
interrogante: ¿en qué condiciones las relaciones políticas califican como estatales?
El libro está estructurado de manera que el lector acompañe a los autores en
el ejercicio de cambio desde una óptica estática del Estado a una visión dinámica
de los procesos estatales. El capítulo de Jessop presenta la perspectiva estratégico-
relacional como una alternativa plausible para el estudio de los Estados que hace­
mos parte del “Sur Global”. La complejidad de la discusión presentada por Jessop
es retomada por Esteban Nicholls desde el lado de las prácticas de Estado, lo que le
permite avanzar una propuesta para el estudio empírico de los regímenes guberna­
mentales. El capítulo de Pablo Andrade, por su parte, ofrece una panorámica crítica
de la teoría dominante en el estudio de los Estados latinoamericanos, mostrando
cómo se convierte en un obstáculo para la investigación del Estado como variable.
Juan Pablo Luna avanza en las implicaciones de la perspectiva relacional incor­
porando conceptos de la tradición neoweberiana, pero subvirtiéndolos para poner
en duda nociones de fortaleza y debilidad de los Estados, así como la aparente es­
tabilidad, naturalidad y rendimiento cognitivo de las oposiciones centro-periferia.
El suelo conceptual establecido por estos cuatro primeros capítulos le permitirá al
lector familiarizarse con conceptos complejos tales como la contingencia histórica
de la institucionalidad estatal, la construcción de “dominios de autoridad” estatales
y la diversidad de formas en que regímenes de mentalidades de gobierno pueden o
no articularse en formas estatales.
Sobre esa base teórica, el libro se mueve a lo que podría entenderse como pre­
sentaciones de estudios de caso de El Salvador (Bull, cap. 5), Ecuador (Bowen, cap.
6), Bolivia (Rojas, cap. 7) y Venezuela (Rosales, cap. 8). No lo son, a pesar de que
estos países se prestarían para una comparación sistemática, aunque no sea sino por
el mero hecho de compartir experiencias de construcción de Estado en las primeras
décadas del presente siglo a manos de distintos tipos de gobiernos de izquierdas. Sin
lugar a dudas el tema de la construcción (o, como en Bowen, el debilitamiento) de
los Estados está presente, pero no es el foco del análisis.
El trabajo de Bull (cap. 6) se concentra en la creación de organizaciones es­
tatales que en la versión estándar de la teoría neoweberiana se entenderían de modo
agregado a través del concepto de “capacidad estatal”. La autora, sin embargo, pien­
sa a los procesos de Estado salvadoreños como resultado de diversidad de combina­
ciones y acciones de actores y organizaciones estatales y privadas. Esta perspectiva
le permite ubicar al tema de las élites dentro del campo de la cuestión del Estado.
Los capítulos de Bowen y Rosales (caps. 6 y 8, respectivamente) son los que
más fácilmente se prestan para una lectura comparativa. En efecto, los análisis de
los dos autores muestran las formas altamente azarosas que asumieron los proyectos
de construcción de Estado en Ecuador y Venezuela, bajo gobiernos que se procla­

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maban socialistas. Estos trabajos ilustran no solo la importancia de la contingencia


histórica, sino también las dificultades que encuentran los constructores de Estado
en estatalizar a las sociedades como un todo.
Finalmente, el estudio de Rojas muestra la forma en que la disolución de los vín­
culos entre nación y procesos estatales abre un conjunto de problemas de difícil trata­
miento tanto para las élites gubernamentales como para los movimientos sociales. Es
importante destacar que el trabajo de Rojas está en tensión tanto con el fetichismo del
Estado-nación de la tradición continental europea, como con los discursos estatales
que desde el gobierno boliviano han querido construir una teoría del Estado indígena.
Pablo Andrade A.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Soifer, Hillel David. 2015. State Building in Latin America. Nueva York: Cambridge Uni­
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1. El enfoque estratégico-relacional
del Estado y su relevancia para el Sur Global

Bob Jessop

Este capítulo presenta los argumentos teóricos de los enfoques estratégico-


relacional y de la regulación, sobre el Estado y el poder estatal, y sus conexiones
con las relaciones económicas y sociales en sentido más amplio. En esta tarea se
combina el análisis de la forma y el análisis institucional. El análisis de la forma
ofrece reflexiones teóricas sobre la Forma Estado que mejor corresponde al modo
de producción capitalista o su forma concreta en diferentes momentos del tiempo
y/o diferentes lugares. Sin embargo, este enfoque no siempre constituye el mejor
punto de partida para el análisis empírico de la compleja diversidad de Estados
en el mundo moderno. En la medida en que no existe garantía de que un Estado
en una sociedad en la cual prevalecen relaciones capitalistas de producción (y no
solo intercambios en el mercado) deba tener una forma capitalista o deba promover
la acumulación de capital y la dominación política burguesa, esta cuestión debe
ser elucidada empíricamente. Este proceso requiere prestar atención a las fuerzas
sociales y sus proyectos y, al mismo tiempo, al análisis institucional y de la forma;
además, debe estar relacionado con las coyunturas específicas y los efectos del po­
der del Estado sobre diferentes horizontes espacio-temporales. Por lo menos siete
enfoques distintos pueden ser usados para dilucidar esta cuestión; sin embargo, el
poder heurístico de estos enfoques (por separado o combinados) se fortalece cuando
el énfasis cambia desde el aparato estatal hacia el poder estatal. Este es el escenario
en el que el análisis formal e institucional se conecta con los actores sociales y sus
esfuerzos por transformar el Estado, influir en sus políticas, resistirse o escapar de
su alcance.
Después de presentar el enfoque estratégico relacional (en adelante EER), las
secciones posteriores muestran cómo puede ser aplicado al análisis del rol del Esta­
do en la reproducción económica y social, la creciente naturaleza autoritaria de los
Estados “normales”, la distinción entre “Estados normales” y regímenes de excep­
ción, y la naturaleza abigarrada, heterogénea del capitalismo y el neoliberalismo. En
donde sea apropiado haré énfasis en la relevancia específica de estos problemas para

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el Sur Global. El capítulo termina con algunos lineamientos en clave estratégica-


relacional para el estudio de los Estados y el poder estatal.

SOBRE EL SUR GLOBAL


Y SU IMPORTANCIA TEÓRICA

Antes de presentar el EER, debo explicar qué significa para mí –y qué no–
desarrollar una aproximación teórica relevante para el Sur Global. Un comentario
de Jung-En Woo (1991) ilustra muy bien lo que está en juego en esta discusión: en
la medida en que se reconoce que las formaciones sociales en el “Sur” están carac­
terizadas por instituciones políticas y económicas diferentes a las del “Norte”, se
justifica el uso de diferentes objetos teóricos de análisis o líneas de investigación
para explicarlas. Ella notó que en el nororiente y en parte del sur (oriente) de Asia,
el “Estado para el desarrollo” ha atraído la atención de los investigadores; mientras
que en América Latina, y uno podría añadir también partes del norte y sur de África,
el “Estado capitalista dependiente” ha sido uno de los énfasis importantes de inves­
tigación. Esto se refleja aún más en los debates recientes sobre extractivismo y po­
sextractivismo. A la lista de Wood uno puede agregar el “Estado rentista” como un
asunto importante en el Medio Oriente y otras regiones ricas en recursos naturales;
además, en África y el sur y oriente de Asia se han desarrollado importantes trabajos
sobre los elementos comunes y las especificidades de las sociedades poscoloniales.
Aunque estos tipos de análisis evidencian la naturaleza abigarrada de la categoría
de Estado, algunas veces asumen un tipo ideal de forma Estado occidental y niegan
la variabilidad de la formación y desarrollo del Estado en esa región. Este problema
se agrava cuando los denominados Estados “frágiles”, “fallidos” o “canallas” son
identificados en el Sur Global, mientras a la larga historia de regímenes de excep­
ción y Estados colapsados en Europa se le resta importancia, para favorecer una
narración mítica del Estado westfaliano y su forma “normal” democrática liberal.
Estos supuestos y limitaciones convocan a la crítica de los sesgos eurocéntricos y
normativos de las teorías del Estado dominantes, que al mismo tiempo podrían be­
neficiarse de adoptar una perspectiva desde el Sur Global. ¿Qué significa esto para
el objetivo de este capítulo?
En primer lugar, la perspectiva del Sur Global desarrollada más adelante no
se fundamenta en ninguna forma de análisis potencialmente esencialista como la
“teoría desde el Sur”, la “ciencia social indígena”, las “epistemologías del sur” o
los “estudios subalternos” (véanse, por ejemplo, Connell 2007; Joseph 1991; Sousa
De Santos 2014; y Spivak 1987, respectivamente). Estos enfoques critican el falso
universalismo del canon occidental en las humanidades y las ciencias sociales, y sus
concepciones metrocéntricas de la modernidad, el ocultamiento de los mundos no
europeos y su explotación por parte de los centros metropolitanos. Como respuesta,

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privilegian el punto de vista de aquellos ubicados en el Sur Global o en posiciones


subalternas como algo más auténtico o válido que los análisis metrocéntricos. Aun­
que simpatizo con la crítica y los esfuerzos resultantes por construir una perspectiva
teórica o práctica distintiva desde el Sur Global, considero que es más importante
observar tanto el “Norte” como el “Sur” desde el punto de vista del mercado mun­
dial, la política mundial y la sociedad mundial.
En segundo lugar, sin embargo, existe un importante elemento racional para
buscar otro canon. Adoptar una perspectiva del Sur Global puede ayudar a corregir
los sesgos del norte arraigados en la naturaleza eurocéntrica de los esfuerzos gene­
rales por teorizar el Estado. Estos sesgos reflejan dos factores históricos. Uno es la
etimología del Estado (y sus equivalentes en otros idiomas europeos). El otro son
los orígenes europeos del Estado moderno como un aparato especializado con su
propia lógica operativa (la razón de Estado) que está institucionalmente despren­
dido de la sociedad en general, pero al mismo tiempo se encuentra por encima de
esta. La forma Estado westfaliana –sean sus elementos centrales míticos o no– ha
sido copiada en todas partes, empezando por las trece colonias que hoy forman
los Estados Unidos de América y Haití. Otras formas de dominación basadas en la
territorialización del poder político precedieron al Estado moderno, por supuesto,
y han sobrevivido en diversas formas modificadas. Estas requieren su propio aná­
lisis. Una de las ventajas del EER es que pone las instituciones en su lugar dentro
del conjunto amplio de relaciones sociales en vez de centrarse solo en el Estado
moderno o generalizar los hallazgos inapropiadamente a partir de casos específicos
en occidente. Esta es una manera de lidiar con el llamado de atención de Meredith
Woo (1991) sobre la necesidad de explorar la génesis de los diferentes enfoques
teóricos, incluyendo las perspectivas eurocéntricas en la medida en que estas no son
epistemológicamente privilegiadas.
En tercer lugar, dentro de esta perspectiva más amplia debemos poner estos
puntos de entrada y puntos de vista en su lugar de manera reflexiva y autocrítica.
Así como debe ser rechazado el metrocentrismo irreflexivo, se debe tener cuidado
al considerar el Sur Global como un “imaginario geopolítico” con connotaciones
más amplias. ¿Por qué usar el término “Sur Global” y por qué ahora?, ¿cuál es su
fuerza analítica?, ¿a qué intereses materiales o ideales sirve?, ¿puede empoderar a
los grupos subalternos?, ¿cómo puede ser traducido al lenguaje de la investigación
académica y/o al campo de las políticas públicas? El Sur Global desplazó términos
como Tercer Mundo o Mundo en desarrollo desde 1969 y se empezó a usar amplia­
mente a mediados de la primera década de este milenio. Sobre este término, Tobias
Schwarz (2015) señala:

Al hablar del Sur Global, uno no tiene que insistir constantemente en que vivimos en
un orden mundial que surgió de la dominación colonial europea sobre la mayor parte
del mundo desde 1880-1914, que ha resultado en la actual distribución desigual del
poder económico y político a nivel global.

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Sin embargo, como advierte Schwarz, esa connotación radical del concepto
“Sur Global” puede desaparecer rápidamente cuando el término es integrado dentro
de la academia dominante y el discurso oficial –reemplazando el término “países en
desarrollo”–. Esto sirve para desviar la atención del imperio, el (neo)imperialismo
y el (neo)colonialismo como puntos de entrada más apropiados para explorar las
relaciones Norte-Sur, Norte-Norte o Sur-Sur. Esto es importante en términos del
análisis histórico, en estudios sobre los efectos de dependencia de la trayectoria
del pasado imperial y los encuentros coloniales, y también es relevante para las
investigaciones sobre las relaciones actuales de dependencia económica y los Es­
tados dependientes. Esta es una de las lecciones de la escuela de la dependencia de
América Latina y sus aplicaciones a otras regiones poscoloniales ancladas dentro
de relaciones de dependencia económica, política y sociocultural entre países indus­
trializados y periféricos. Los dependentistas analizaron las diferentes formaciones
sociales nacionales evaluando la superposición histórica entre los modos de produc­
ción capitalista y pre-capitalista y/o los diferentes tipos de inserción dependiente en
el mercado mundial (véase Cardoso y Faletto 1969).
En cuarto lugar, sobre la base de estas consideraciones, mi aplicación del EER
al Sur Global está basado en un compromiso con el pluralismo teórico más que
con el esencialismo estratégico. Este último es un enfoque derivado de una táctica
política que apela a una identidad compartida, invocada en nombre de la unidad,
usada por grupos minoritarios (subalternos) en la arena pública durante la lucha por
iguales derechos u otros objetivos basados en su conexión esencial con esa iden­
tidad (Spivak 1987). En contraste con esta postura, argumento que los diferentes
enfoques reducen la complejidad del mundo real de diferentes maneras y ninguno
puede proveer la mejor entrada para todas las preguntas de investigación debido a
sus diferentes definiciones y supuestos de partida. Aunque distintos enfoques pue­
den ser compatibles con diferentes posturas, cada punto de entrada o posición re­
vela diferentes aspectos del Estado o del poder estatal y puede tener implicaciones
políticas opuestas. Cada enfoque construye y explica el mundo de manera diferente.
Cada uno tiene puntos ciegos específicos que impiden que aquellos que emplean
un enfoque determinado lo usen “para ver lo que este no puede ver”. Por tanto, la
combinación de enfoques permite a los observadores desinteresados o a los parti­
cipantes comprometidos ver (o sentir) lo que no puede ser visto (o sentido) desde
un único enfoque. Presenciamos diversos contrastes entre perspectivas burguesas
u obreras en la economía política; perspectivas dominadas por lo masculino, fe­
ministas o queer en muchas (trans)disciplinas; perspectivas coloniales, subalter­
nas o poscoloniales sobre el imperio, las relaciones internacionales o los Estados
poscoloniales; o, de nuevo, perspectivas orientalistas o del norte frente a aquellas
del oriente o del Sur Global. La combinación de diferentes perspectivas puede con­
tribuir a que los investigadores exploten sus respectivas fortalezas para construir
una caja de herramientas heurísticamente poderosa, que permita dar cuenta de las

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complejidades del Estado y el poder estatal. Aunque esto requiere un compromiso


con el pluralismo y el relativismo epistemológico, también invita a esforzarse tanto
como sea posible para hacer que las diferentes perspectivas o enfoques de análisis
sean conmensurables o por lo menos comparables, para ser integrados en un análisis
metateórico amplio.
En quinto lugar, sobre la base de estas aclaraciones, una perspectiva teórica so­
bre el Sur Global debería escapar del eurocentrismo y en general del metrocentrismo
sin caer en un esencialismo centrado en la periferia. Una solución relevante incluye
los siguientes aspectos: 1. evitar las definiciones conceptuales básicas que postulan
la normalidad (o la fuerza normativa) en los casos europeos o del norte; 2. desarro­
llar un vocabulario conceptual que permita el descubrimiento paso a paso de la alta
complejidad de los casos; 3. enfatizar la variación contingente de los casos según
su lugar dentro de configuraciones sociales de mayor alcance, teniendo en conside­
ración las diversidades espacio-temporales. En función de esto, hago énfasis en el
polimorfismo del Estado y el poder estatal, y distingo entre el tipo de Estado capi­
talista y la pluralidad de Estados en las sociedades capitalistas. Un enfoque similar
se necesita para abordar la pluralidad de regímenes económicos y sus articulaciones
diferenciales con los Estados y el poder estatal. Exploro esto en términos de un ca­
pitalismo abigarrado y las contribuciones del Estado en la reproducción de las con­
diciones económicas, políticas y sociales para la reproducción capitalista ampliada.
Finalmente, en sexto lugar, otro asunto tiene que ver con los marcos espacio-
temporales en los cuales se sitúan los debates e investigaciones sobre el Estado.
¿Debe uno situar el Estado en un tiempo cronológico estandarizado o en algún tipo
de tiempo histórico mundial? En el primer caso, el énfasis recae en la contemporanei­
dad y simultaneidad o, quizás, en una trayectoria estandarizada de modernización o
desarrollo; mientras que en el último caso, el énfasis se pone en la no-simultaneidad,
el desarrollo desigual, el subdesarrollo y las rupturas y las reversiones. En relación
con estas preocupaciones también se encuentran los problemas relacionados con
las unidades espaciales de análisis y sus trampas epistemológicas y metodológicas.
Dos ejemplos bien conocidos y relacionados en las ciencias sociales del Norte son
el nacionalismo metodológico en el análisis de las sociedades y la trampa territorial
en el análisis de los Estados. Las últimas secciones de este capítulo buscan mostrar
formas para evitar estos problemas mediante la adopción de un EER.

¿QUÉ ES EL ESTADO?

Esta pregunta ha sido presentada muchas veces en diferentes épocas y con­


textos políticos y ha recibido distintas respuestas. Es difícil –y algunos dicen que
imposible– definir el Estado con claridad teniendo en cuenta que tiene una larga his­
toria, que ha asumido diferentes formas y que cambia constantemente. La tradición

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constitucional, legal y de teoría del Estado continental europea constituye un punto


de entrada útil. Están identificados tres elementos constitutivos del Estado: 1. un
aparato coercitivo, administrativo y simbólico, organizado políticamente y dotado
con poderes generales y específicos; 2. un territorio principal claramente delimitado
bajo el control, más o menos incuestionado y continuo del aparato estatal, y 3. una
población estable para la cual la autoridad política del Estado y sus decisiones son
de obligatorio cumplimiento. Para complementar esta tradición, agrego un cuarto
elemento: la idea de Estado, que comprende un proyecto de Estado y su imagina­
rio político asociado, que conjuntamente definen la naturaleza y el propósito de la
acción estatal. Este proyecto invoca objetivos más altos que la autopreservación y
el interés propio, distinguiéndolo así de las organizaciones de tipo mafioso. Este
proyecto emerge normalmente del conflicto jurídico-político y social en general, y
sirve para legitimar el Estado y su poder. También provee los criterios para iden­
tificar las crisis de legitimidad y las fallas del Estado, y para buscar las formas de
enfrentarlas. Esto hace que las luchas por la legitimidad y la hegemonía sean una
parte vital del análisis del Estado y el poder estatal.
Defino el aparato estatal de la siguiente manera:

El núcleo del aparato estatal comprende un conjunto relativamente unificado de insti­


tuciones y organizaciones (Staatsgewalt) socialmente incrustadas y reguladas y estra­
tégicamente selectivas, cuya función socialmente aceptada es definir y hacer cumplir
las decisiones colectivamente vinculantes sobre los miembros de una sociedad (Staats­
volk), en un área territorial determinada (Staatsgebief), en nombre del interés común
o la voluntad general de una comunidad política imaginada que se identifica con ese
territorio (Staatsidee) (Jessop 2015, 49).

Esta definición puede ser traducida en la proposición elíptica de seis partes


que señala que el Estado puede ser fructíferamente analizado en términos de (1) el
ejercicio del poder estatal como (2) una condensación (reflexión-refracción) me­
diada institucional y discursivamente, de (3) una relación de fuerzas cambiante (4)
que busca influir las formas, objetivos y el contenido del orden político, la disputa
política y las políticas públicas (5) en coyunturas históricas específicas marcadas
por una combinación variable de oportunidades y constreñimientos (6) conectados
con un entorno natural y social más amplio. Diferentes enfoques al Estado priorizan
algunas de estas proposiciones sobre las otras. En la próxima sección se presentan
siete enfoques para analizar el Estado, y al final evaluaré sus fortalezas y debilida­
des vistos desde la perspectiva del EER.
Antes de continuar, debo señalar que esta definición no implica que el poder
estatal está confinado a la coordinación imperativa, como por ejemplo la coerción, la
planificación centralizada, la intervención vertical, la ley positiva o el control buro­
crático. El Estado cuenta con muchos otros recursos aparte de la coerción –como la
movilización y asignación de dinero y créditos y el uso estratégico de la inteligencia,

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la estadística y otros tipos de conocimiento (Willke 1997)–. Además, el poder esta­


tal puede ser ejercido a través de redes, alianzas, llamados a la solidaridad y otras
formas de gobernanza. Estos aspectos convocan a analizar el Estado como un orden
político. Esta concepción excede la visión estrecha jurídico-política del Estado y
provee la matriz institucional que constituye un terreno, ámbito, dominio, campo o
región distintiva, singular, de acciones políticas específicamente. Esta matriz da for­
ma a la dinámica política como “el arte de lo posible” y ayuda a distinguir las estrate­
gias que son “arbitrarias, racionales y deseadas” de aquellas que podrían llegar a ser
“orgánicas” y ayudarían a consolidar una nueva forma de Estado o régimen político
(Gramsci 1975, Q7, §19: 868). En este contexto, la dinámica política comprende las
formas, objetivos y objetos de las prácticas políticas. Esto incluye la disputa sobre
la arquitectura del Estado y la esfera política, junto con las luchas por fuera del Es­
tado que transforman los cálculos políticos y/o los proyectos estatales. La disputa
política constriñe, a su vez, el conjunto de políticas públicas posibles. Cuando se
habla de las políticas públicas, se denotan diferentes campos específicos de decisión
e intervención estatal o donde este se abstiene de decidir o intervenir. Dicho esto,
algunas políticas públicas transforman la dinámica política; como por ejemplo, el rol
despolitizador de las políticas neoliberales basadas en la retórica del “No existe al­
ternativa” (TINA, por sus siglas en inglés), la nueva gestión pública, la reducción del
Estado y la tercerización, o los efectos de repolitización de los reclamos feministas
de que lo personal también es político. Estos cambios a su vez dan forma al orden
político general (transformando las reglas constitucionales e institucionales, las nor­
mas y procedimientos que regulan la interacción entre actores sociales y políticos)
(sobre la distinción entre orden político, dinámica política y políticas públicas, véase
Heidenheimer 1986; y para una visión global, Lipschutz 2005).

Siete enfoques sobre el Estado

Esta sección presenta siete enfoques sobre el Estado y el poder estatal. Esta
selección no busca ser taxonómicamente completa –para lo cual, siete enfoques se­
rían insuficientes– porque ninguna teoría o perspectiva por sí sola puede capturar y
explicar completamente los Estados y el poder estatal. De hecho, tomar el Estado, el
poder estatal o las relaciones interestatales como objeto de análisis deja cuestiona­
mientos sobre todo aquello que pasará desapercibido por escoger dicho punto de en­
trada para el análisis. Estas dudas acerca del Estado también explican parcialmente
el creciente interés en la gobernanza o la gubernamentalidad como objetos de aná­
lisis. Considero que el Estado es un objeto de investigación válido con la condición
de que no sea estudiado como una cosa o un sujeto racional sino como una forma
de dominación. El EER provee un marco teórico heurístico que es compatible con
varios de los enfoques dominantes y que ayuda a poner al Estado y al poder estatal
“en su lugar” dentro de un análisis más comprehensivo del desarrollo societal.

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El primer enfoque estudia la constitución histórica de los Estados en términos


de trayectorias dependientes (path-dependency) o genealogías de partes individua­
les de los Estados en diferentes períodos. Este enfoque diacrónico ofrece una visión
de la articulación eventual y la coevolución de elementos claves del Estado moder­
no, como el ejército permanente, el sistema moderno de impuestos, la burocracia
racional, el Estado de derecho, el parlamento, el sufragio universal, los derechos de
ciudadanía y el reconocimiento por otros Estados. Esto plantea preguntas sobre qué
unifica a esas instituciones y permite que el poder estatal sea ejercido como si el
Estado fuera un sujeto singular (unitario). Adoptar este enfoque nos permite ver el
llamado sistema westfaliano de Estados solamente como una expresión institucio­
nal (o, mejor, paradigmática) del poder estatal, relativamente reciente, basada en un
conjunto de Estados nacionales formalmente soberanos, mutuamente reconocidos
y legitimados, ejerciendo el control soberano sobre áreas territoriales extensas y
exclusivas.
En segundo lugar, uno puede investigar la constitución formal del Estado en
términos sincrónicos, es decir, investigar cómo llegó a ser un conjunto distintivo de
relaciones sociales que se diferencia de otras formas sociales. Aquí está en discu­
sión la complementariedad entre las distintas características de una forma Estado o
un régimen político dado. Este enfoque es adecuado para el Estado moderno en la
medida en que es institucionalmente diferenciado de, por ejemplo, la religión y la
iglesia o la economía de mercado, y ha desarrollado su propia racionalidad política
(la razón de Estado) en lugar de permanecer incrustado o entrelazado con un orden
social más complejo.
En tercer lugar, diversas formas de análisis institucional argumentan que las
instituciones importan en el sentido de que los Estados pueden ser analizados como
un ensamble que comprende no solamente instituciones como los poderes públicos
ejecutivo, legislativo y judicial, o los bancos centrales, las fuerzas armadas, credos
religiosos, sino también los sistemas de partidos políticos, entre otros.
En cuarto lugar, y relacionado con el anterior, el “institucionalismo centrado
en los actores/agentes” estudia cómo las fuerzas sociales construyen la historia –la
suya propia y la de los otros– en un contexto institucional específico, y la manera
en que esto ocurre ya sea de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba o de manera
híbrida. Este enfoque es particularmente adecuado para un análisis desde el EER de
las selectividades estratégicas de las instituciones y cómo estas moldean las opor­
tunidades de acción para que los diferentes actores influyan en el desarrollo social.
En quinto lugar, inspirados por Michel Foucault, sus seguidores y en general
los estudios críticos sobre la gobernanza, encontramos estudios sobre la producción
de “efectos del Estado” a través de diversas prácticas orientadas a la gubernamen­
talidad, la gobernanza o la metagobernanza. Aquí son temas claves los dispositivos
(aparatos) y discursos, y su rol en la codificación estratégica de las relaciones de
poder (Bussolini 2010).

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En sexto lugar, los estudios figurativos se enfocan en las relaciones Estado-


sociedad civil de manera amplia, y ubican la formación estatal dentro desarrollos
históricos como los imperios burocráticos (Eisenstadt 1963), las dinámicas de larga
duración del Estado y la civilización (Elias 1982); los cambios en los clivajes socia­
les en más de 500 años (Rokkan 1999), y el peso de cuatro fuentes del poder social,
analíticamente distintas, en la formación del Estado (Mann 1986).
En séptimo lugar, las semánticas históricas (incluyendo la historia conceptual
y el análisis crítico del discurso) son usadas para analizar la emergencia de la idea
de Estado, incluyendo las doctrinas estatales, la consolidación del concepto de Es­
tado (y otros términos afines) en los inicios de la modernidad, la propagación de la
idea de Estado desde Europa occidental, y la diversidad de imaginarios políticos,
proyectos de Estado y visiones hegemónicas que han influido en la lucha por el
poder estatal, dentro y más allá del Estado (Bartelson 1995; Neocleous 2003; Skin­
ner 1989). Para este enfoque son relevantes las concepciones generales sobre la
economía y la política, así como los paradigmas de políticas públicas, ya que están
conectados con una amplia variedad de formas de Estado.
Aunque estos diferentes enfoques fueron desarrollados mayoritariamente para
analizar la formación y funcionamiento del Estado moderno (especialmente en Eu­
ropa), no están intrínsecamente limitados a este período de tiempo o región. La
mayoría pueden ser aplicados, mutatis mutandis, a la formación del Estado en Amé­
rica Latina, o el Sur Global en general –especialmente cuando son interpretados
en términos estratégico-relacionales–. De hecho, los estudios configurativos y las
semánticas históricas pueden ser de mucha utilidad para deconstruir los conceptos
“América Latina” y “Sur Global”. Los diferentes enfoques institucionales (inclui­
dos los centrados en los actores o la agencia) son muy adecuados para reconstruir y
analizar las diversas formaciones estatales dentro y fuera de los centros metropolita­
nos. Los análisis foucaultianos pueden aplicarse a través de diversas escalas y luga­
res y su interés en el rol de los dispositivos en la codificación estratégica del poder
estatal es muy útil. Al contrario, el enfoque del análisis de la forma, tal y como se
aplica convencionalmente en la teorización eurocéntrica, no es aplicable al contexto
de América Latina más que para analizar formalmente las constituciones y, en el
peor de los casos, lleva a lecturas equivocadas sobre la naturaleza del Estado en esta
región (véase la discusión más adelante sobre el tipo de Estado capitalista contra el
Estado en la sociedad capitalista). Aquí es donde se evidencian las limitaciones de
los sesgos del norte en la teorización eurocéntrica para explorar el poder estatal en
América Latina o el hemisferio en general. Más adelante discuto esto en términos
de dos distinciones: 1. el tipo de Estado capitalista frente al Estado en las sociedades
capitalistas, y 2. los Estados normales frente a los regímenes de excepción.

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EL ENFOQUE ESTRATÉGICO RELACIONAL (EER)

Independientemente de su fundamentación territorial o sus formas institucio­


nales específicas, el EER sitúa a todos los Estados en una perspectiva de historia
mundial, lo que permite observar las especificidades históricas y la no-simultaneidad
en la formación del Estado. El Estado es considerado no solo como un ensamblaje
institucional (como lo hace la teoría general del Estado) sino también como una
relación social. El EER se remonta por lo menos hasta Marx y fue elaborado, entre
otros, por el líder comunista italiano Antonio Gramsci (1975) y el teórico político
griego Nicos Poulantzas (1978). Mi interpretación se originó en los debates sobre el
Estado de los años setenta y ochenta: por un lado, el debate entre enfoques teóricos
centrados en el capital o en la clase y, por otro, el debate entre enfoques centrados en
el Estado o en la sociedad (sobre estos debates véanse Holloway y Picciotto 1975;
Skocpol, Evans y Rueschemeyer 1985). El enfoque rechaza la elección forzada que
se proponía en esos debates entre los enfoques que privilegian la lógica del capital
o la lucha de clases. Las leyes de movilidad del capital se mantienen solamente en
la medida en que la relación capitalista es reproducida en, y a través de, la lucha de
clases; y la lucha de clases se desarrolla dentro de los límites de dicha relación, a
menos que la desborden, socaven o derroquen. De la misma manera, rechaza los en­
foques que se centran únicamente en la sociedad o el Estado para analizar el gobier­
no y la gobernanza, puesto que la distinción Estado-sociedad no es una distinción
real a priori, sino que es un constructo social fetichizado (Jessop 1982). Los límites
entre el Estado y la sociedad son socialmente construidos, internos al sistema políti­
co y sujetos a cambios. Esto plantea cuestionamientos interesantes sobre el alcance,
las dinámicas y la “vigilancia” de la separación formal, institucional, entre el (los)
aparato(s) estatal(es) y otros órdenes institucionales; y también acerca del grado de
superposición organizacional o del personal entre estos órdenes (Jessop 1990). Las
formas de gobernanza que conectan los diferentes órdenes institucionales y organi­
zacionales son muy relevantes. El EER analiza el Estado y la sociedad en términos
de acoplamiento estructural y coevolución del gobierno y/o los arreglos de gober­
nanza con un conjunto más amplio de instituciones y prácticas sociales (Jessop
2002). Esto se amplió a cuestiones sobre la relación agencia-estructura, incluidos
los aspectos espacio-temporales; más recientemente, se incluyeron los debates entre
estructuralismo y constructivismo acerca de la capacidad explicativa de los cons­
treñimientos estructurales contra la semiosis (producción de sentido y significado)
de la experiencia vivida, la acción social y las instituciones (Sum y Jessop 2013).
El EER ofrece una lectura dialéctica de las relaciones agencia-estructura. La
estructura consiste en restricciones y oportunidades diferenciadas que varían según
la agencia y, a su vez, la agencia depende de las capacidades estratégicas que varían
según la estructura y los actores involucrados. Por ejemplo, las estructuras del es­

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tado tienen un impacto específico y diferenciado sobre la habilidad de las distintas


fuerzas políticas para alcanzar sus respectivos intereses y estrategias en contextos
específicos, a través del control sobre, o el acceso (in)directo a, ciertas capacida­
des estatales. Esto afecta la organización y configuración histórica y sustantiva de
las fuerzas políticas en coyunturas específicas, así como también sus estrategias
y tácticas, incluida su capacidad para reflexionar, responder o transformar las se­
lectividades estratégicas inscritas en todo el aparato estatal. La efectividad de esas
capacidades depende a su vez de las relaciones con otras fuerzas o poderes que
existen y operan más allá de los límites formales del Estado, y que actúan como
“fuerzas multiplicadoras” o, por el contrario, sirven para desviar, subvertir o blo­
quear cualquier intervención. Los cambios en las identidades, intereses, recursos,
objetivos, estrategias y tácticas de fuerzas políticas específicas también modifican
las oportunidades y constreñimientos emergentes asociados con ciertas estructuras.
Un aspecto clave de las dialécticas estructura-agencia son las propiedades espacio-
temporales y las selectividades de las estructuras, los patrones o dinámicas espacio-
temporales de la gobernanza, y la capacidad de los agentes para operar a través de
diferentes horizontes espacio-temporales de acción (este párrafo y los siguientes se
basan en Jessop 2015).

El Estado como una relación social

En una ocasión Marx recalcó que “el capital no es una cosa sino una relación
social, p. ej., una relación entre las personas mediada a través de la instrumentali­
dad de las cosas” (Marx 1976, 537). El EER afirma que el Estado también es una
relación social. La proposición elíptica de seis partes implica que, ya sea visto como
una cosa (o, mejor, como un ensamble institucional) o como un sujeto (o, mejor,
como el depositario de recursos, competencias y poderes políticos específicos), el
Estado no es ni un instrumento pasivo ni un actor neutral. Como propuso Poulant­
zas (2005), el Estado debe ser considerado como “una relación, más exactamente
como la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y facciones
de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica, en el seno del estado”
(154. Itálicas en el original). Yo prefiero extender esta afirmación más allá de las
clases y las fracciones de clase para incluir la cambiante relación de fuerzas en las
luchas políticas y las luchas políticamente relevantes en general, y considerar así
cómo la arquitectura institucional del Estado moldea las capacidades de los agen­
tes para buscar sus intereses (percibidos o posiblemente equivocados) en función
de sus cambiantes objetivos, estrategias y tácticas, en coyunturas que también son
cambiantes. Así, el poder estatal (no el aparato estatal) es una reflexión-refracción
determinada por la forma (institucionalmente mediada) del cambiante balance en­
tre fuerzas que buscan promover sus intereses en el Estado, a través del Estado o
contra el Estado. Estas “selectividades estratégicas estructuralmente-inscritas” tam­

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bién son espacio-temporales y por este medio condicionan los horizontes espacio-
temporales de acción y las oportunidades para la reorganización del Estado (orden
o régimen político), la dinámica política de una sociedad y las políticas públicas.
El argumento básico del EER es que la configuración general de los cuatro
elementos del Estado y las articulaciones más específicas de sus modos de repre­
sentación, su arquitectura institucional y sus modos de intervención, afectan las
complejas interacciones entre el orden o régimen político (polity), la dinámica polí­
tica (politics) y las políticas públicas (policy). Esto constituye un ámbito estratégico
con sesgos estructurales, discursivos y estratégicos que tienen efectos desiguales
sobre las capacidades de las diferentes fuerzas sociales que persiguen sus intereses
sobre determinados horizontes espacio-temporales –capacidades que dependen a su
vez de su habilidad para leer las coyunturas y desarrollar estrategias apropiadas–.
La configuración política resultante privilegia unas estrategias, fuerzas políticas,
intereses, horizontes espacio-temporales y posibles coaliciones sobre otras. Un de­
terminado tipo de Estado, una determinada forma de Estado, un determinado régi­
men, será más accesible para algunas fuerzas que para otras dentro de un sistema
político o una formación social más amplia, según las estrategias que adopten para
ganar poder estatal. También es más proclive a dar cabida a ciertos objetivos que a
otros debido a los recursos y modos típicos de intervención, así como a sus formas
de integración en ambientes más amplios como el sistema político y relaciones so­
ciales en general. De qué manera y en qué medida puede afectar las capacidades de
las diferentes fuerzas políticas para lograr sus intereses, depende de la naturaleza de
sus objetivos, estrategias y tácticas. De esta manera, el EER dirige su atención a las
potenciales disyuntivas, tensiones y fricciones en el Estado; a las dificultades que se
les presentan a los administradores del Estado en diferentes sectores, departamentos
y niveles de gobierno para ejercer sus respectivos poderes (en plural) para proyectar
el poder; y a la medida en que las fuerzas más allá del Estado, desde dentro o fuera
del sistema político, pueden actuar como energía multiplicadora o como fuentes de
resistencia frente a los amplios proyectos estatales y las políticas públicas especí­
ficas. Esto plantea cuestionamientos sobre las fuentes de la actividad política y de
las políticas públicas, los modos de cálculo y las tecnologías de poder/conocimiento
involucradas en el gobierno, el rol de los arreglos de gobernanza para proyectar el
poder estatal, entre otros aspectos.
La selectividad estructural del Estado, sus vulnerabilidades y capacidades es­
tratégicas específicas y sus poderes son siempre condicionales o relacionales. Su
realización, o concreción, depende de la compleja red de interdependencias estruc­
turales y las redes estratégicas que conectan el Estado con el sistema político y sus
ambientes más amplios; de las relaciones entre los administradores del Estado y
otras fuerzas políticas, y la acción, reacción e interacción de fuerzas sociales espe­
cíficas dentro y fuera de este ensamblaje. De esto se deriva que las capacidades del
Estado, sus sesgos estructurales y estratégicos, y sus efectos, no dependen solamen­

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te de considerar la naturaleza del estado como un aparato jurídico-político –incluso


asumiendo que es posible trazar de manera precisa y estable sus límites jurídicos
e institucionales–. El poder estatal tiene que estar relacionado con fuerzas situadas
por fuera de las fronteras formales del estado –fronteras que no son fijas sino conti­
nuamente recalibradas y reestablecidas–.
El EER tiene dos implicaciones importantes. En primer lugar, debido a que las
estructuras difícilmente comprenden constreñimientos absolutos, las acciones pueden
desbordar o burlar los sesgos estratégicos específicos asociados con una forma del
estado o el régimen. Las oportunidades para la reorganización de estructuras especí­
ficas y para la reorientación estratégica están sujetas a las selectividades estratégicas
estructuralmente inscritas; las fuerzas políticas pueden necesitar seguir estrategias so­
bre varios horizontes espacio-temporales de acción y movilizar diferentes conjuntos
de actores en diferentes contextos para eliminar o modificar ciertos constreñimientos
y oportunidades vinculados a determinadas estructuras estatales. A su vez, en segundo
lugar, la estructura y el modus operandi del sistema estatal puede ser entendido en
términos de su producción en, y a través de, estrategias y luchas políticas pasadas.
La selectividad estratégica del estado actual es, en parte, el resultado de la interac­
ción entre sus patrones previos de selectividad estratégica y las estrategias (exitosas
o no) adoptadas para su transformación. Una dialéctica similar, mediada a través del
aprendizaje, moldea los actores calculadores que operan en este terreno estratégico,
da forma a sus identidades e intereses y a sus estrategias y tácticas.
Como no estamos hablando de un sujeto real sino un ensamblaje institucional, el
Estado no puede ejercer poder. Es más, uno no debería hablar de “el poder” del Estado
sino de varios potenciales poderes estructurales (o capacidades estatales), en plural,
que están inscritos en el Estado en tanto ensamblaje institucional. Estos poderes son
activados por conjuntos cambiantes de políticos y funcionarios públicos situados en
partes específicas del sistema estatal. Son ellos quienes activan los poderes y capa­
cidades estatales específicas inscritas en instituciones y agencias determinadas, y al
hacer esto pueden estar guiados por su propia evaluación del contexto estratégico y
sus implicaciones para la dinámica política como “el arte de lo posible”, según sus
identidades, intereses, horizontes de acción, bases sociales, alianzas, entre otros as­
pectos. Por lo tanto, dejar de hablar del Estado y hablar de administradores estatales
ejerciendo poder es, en el mejor de los casos, perpetuar una ficción conveniente que
enmascara un conjunto mucho más complejo de relaciones sociales que se extienden
mucho más allá del aparato estatal y sus capacidades distintivas. Esto requiere realizar
un seguimiento a la circulación del poder a través de conjuntos de relaciones sociales
más amplias y complejas, dentro y más allá del Estado.
Si se pude discernir una línea de acción estratégica general en el ejercicio de
esos poderes es porque el Estado no solamente es un lugar donde las estrategias son
elaboradas y codificadas, sino porque también es un lugar con selectividades dis­
tintivas que facilitan la codificación estratégica. Redes de poder paralelas que atra­

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viesan y unifican sus estructuras formales contribuyen a lograr esto (Foucault 1979;
2007; Poulantzas 1978). Incluso, la coherencia formal de las estructuras estatales
(independiente de que sea por isomorfismo o complementariedad institucional) no
puede garantizar su unidad operativa sustantiva porque el Estado mismo está lleno
de conflictos y rivalidades entre sus diferentes sectores, y porque está impregnado
de las consecuencias de contradicciones estructurales más generales, dilemas estra­
tégicos y conflictos sociales. Sus agentes políticos siempre deben tomar en cuenta
la (potencial) movilización por parte de un amplio rango de fuerzas situadas más
allá del Estado, inmiscuidas en luchas que buscan transformarlo, determinar sus
políticas públicas o simplemente resistirlo. Esas fuerzas no se limitan a relaciones
de clase, sino que pueden incluir, por ejemplo, el género, la etnicidad, la “raza”,
las generaciones, la religión, la afiliación política o la ubicación regional. Uno no
puede comprender el ejercicio de los poderes estatales o su relativa unidad sin hacer
referencia a las estrategias políticas. La habilidad de actuar como si fuera una fuer­
za política unificada y perseguir objetivos políticos o desarrollar políticas públicas
(decisiones y no-decisiones) está asegurada por la creación de una autonomía insti­
tucional y operativa en relación con el “exterior constitutivo” del Estado y su siste­
ma político abarcador. Esto plantea preguntas importantes sobre las fuentes de los
proyectos, estrategias y tácticas estatales y las prácticas y procesos que mantienen
las fronteras que facilitan dicha autonomía. Esto ofrece un puente con una amplia
variedad de trabajos sobre los Estados y el poder estatal.

La especificidad de las luchas políticas

Estudiar los Estados de esta manera no excluye (de hecho, supone) las estruc­
turas y procesos específicamente engendrados y mediados por el Estado. La forma
y dinámica de la lucha política es relativamente diferente de otros lugares y formas
de lucha. Dadas las contradicciones sociales y las luchas políticas, así como los
conflictos internos y las rivalidades entre sus sectores, uno no puede entender la
capacidad del Estado de actuar como una fuerza política unificada –en la medida en
que alguna vez logre hacerlo– sin referirse a las estrategias políticas. Obviamente
que los administradores estatales (los políticos y los funcionarios públicos de ca­
rrera) son importantes en este asunto, pero ellos siempre actúan en relación con un
balance de fuerzas más amplio. Además, por supuesto que la dinámica política debe
ser ubicada dentro de su contexto social más amplio y las conductas y elecciones es­
tratégicas de los actores relevantes en el Estado y fuera de este. Esas especificidades
resultan de diversos procesos de variación, selección y retención que pueden produ­
cir un ensamblaje político relativamente estable, basado en arreglos institucionales
y espacio-temporales. Estos arreglos dependen de diferentes maneras de las formas
específicas de gobierno, gobernanza y metagobernanza (p. ej., “gobernanza de la
gobernanza”). Sin embargo, estos arreglos son inherentemente frágiles y propensos

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al fracaso debido a que existen limitaciones para desplazar geográficamente o dife­


rir hacia el futuro las contradicciones básicas y los ejes de conflicto para producir
zonas de relativa estabilidad dentro del territorio gobernado por un Estado. Mientras
más estructuradas sean las relaciones sociales dentro y fuera del Estado, mayores
serán sus constreñimientos sobre el arte de lo posible y las potenciales secuencias
de eventos.
Estas observaciones refuerzan la importancia de conceptos estratégicos para
proveer mediaciones de rango medio entre la forma Estado y el poder estatal. Entre
los conceptos estratégicos relevantes para los Estados en sociedades capitalistas
encontramos las estrategias de acumulación patrocinadas por el Estado y orienta­
das al crecimiento y desarrollo económico, los proyectos estatales orientados a la
construcción de Estado y su unidad internamente, y las concepciones hegemónicas
que definen la naturaleza y los propósitos del gobierno para la sociedad en general.
Estos pueden ser definidos inicialmente en relación con imaginarios específicos,
económicos, políticos y sociales, y posteriormente relacionarlos con la lógica y es­
tructura profundas de una formación social dada y su forma de inserción dentro del
mercado mundial, el sistema interestatal y la sociedad mundial. A su vez, las con­
cepciones hegemónicas pueden estar relacionadas con los principios dominantes
de la organización social y su reflejo en los proyectos estatales. Los políticos, los
funcionarios públicos de carrera y otros administradores del Estado son importantes
en el desarrollo de los proyectos estatales y las concepciones hegemónicas; pero
ellos siempre actúan en relación con el balance de fuerzas general. Gramsci destacó
además el papel de los intelectuales, los partidos, los sindicatos y los movimientos
sociales en la articulación y mediación de las relaciones ente la sociedad política y
la sociedad civil, y la construcción de estrategias de acción relevantes. Estas tienen
más posibilidades de éxito cuando se refieren a los constreñimientos impuestos por
las formas de dominación existentes, el equilibrio de fuerzas prevaleciente y las
perspectivas para su transformación a través de nuevas alianzas, nuevas estrategias,
nuevos horizontes espacio-temporales de acción, entre otros.

EL PODER ESTATAL COMO UNA RELACIÓN SOCIAL

El análisis previo sugiere la importancia de combinar el análisis formal (o


institucional) con el análisis estratégico para comprender la reproducción y la ten­
dencia a la crisis del Estado y el poder estatal. De hecho, el EER es particularmente
útil describiendo y explicando las crisis políticas. Me aproximo a esto en dos pasos.
Primero, en términos de la definición del Estado según los cuatro elementos, la
crisis estatal implicaría:
1. La pérdida de control sobre el territorio estatal a través de una catástrofe, la
conquista, la unión o secesión, el surgimiento de un gobierno multinivel, el

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desarrollo de un poder dual dentro del territorio debido a disputas por la so­
beranía por parte de las fuerzas armadas o fuerzas revolucionarias, o la emer­
gencia de reclamos de alguna autoridad extraterritorial.
2. El fracaso de las capacidades estatales, ya sea a través de la pérdida del mono­
polio de la coerción, la capacidad de imponer impuestos o dar crédito, fallas
de la administración pública, crisis de legitimidad o pérdida de legitimidad, de
tal manera que los grandes objetivos especificados en los proyectos estatales
acerca de la naturaleza y propósitos del gobierno no sean alcanzados.
3. La disolución de la población (Staatsvolk), ya sea a través de procesos como
genocidio, desplazamiento forzado, declive demográfico o a través de otras
formas como la guerra civil, poderes duales o lealtades divididas.
4. La crisis de la idea de Estado, que va más allá de los proyectos estatales es­
pecíficos e incluye un desafío a la forma básica del Estado, p. ej., a su sepa­
ración institucional del resto de la sociedad y a su reclamo de ejercer el poder
en nombre del interés (siempre ilusorio) de toda la comunidad política. Una
respuesta común a la crisis de la idea de Estado es la reforma constitucional,
independientemente de que se realice a través de canales políticos institucio­
nales o a través de un régimen de excepción o una revolución (Jessop 2015).
Segundo, en términos menos abstractos, el EER propone seis dimensiones
interrelacionadas del Estado. Tres de esas dimensiones son más formales, corres­
pondiendo a lo que los teóricos de sistemas podrían denominar insumos/entradas
(inputs), insumos/entradas dentro del sistema (withinputs) y productos/salidas (out­
puts); y otras tres dimensiones son más sustantivas y tienen que ver con caracterís­
ticas sociales y discursivas específicas que definen la naturaleza y los propósitos del
Estado, y pueden darle una cierta autonomía y unidad operativa. Estas dimensiones
comprenden: 1. modos de representación política y sus articulaciones; 2. la articula­
ción vertical, horizontal y transversal del Estado como un ensamblaje institucional y
su demarcación frente a otros Estados y en relación con estos; 3. los mecanismos y
modos de intervención estatal y su articulación global; 4. los proyectos y demandas
políticas presentadas por diversas fuerzas sociales desde dentro y fuera del sistema
estatal; 5. el proyecto estatal con su razón de Estado y arte de gobernar orientado
a imponer o crear una unidad relativa en las actividades del Estado y a regular las
fronteras del Estado como una precondición para tales esfuerzos; y 6. las concepcio­
nes hegemónicas que buscan reconciliar lo particular y lo universal interconectando
los propósitos del estado con una visión política, intelectual y moral más amplia
(aunque siempre selectiva) del interés público (Jessop 2015).
Como una primera consecuencia, estas seis dimensiones también indican las
correspondientes posibilidades de crisis. Estas son: 1. la ruptura de los canales de
representación establecidos; 2. una pérdida de coherencia en la medida en que el
Estado se fracture entre los sectores, departamentos y niveles de gobierno en com­
petencia; 3. una pérdida de efectividad de los modos de intervención pasados y pre­

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sentes; 4. una crisis en las bases sociales del Estado, reflejadas en a) una crisis fun­
damental del bloque de poder, que ocurre cuando ninguna clase o fracción de clase
puede imponer su liderazgo, a través de cualquier medio, sobre los otros miembros
del bloque de poder, y/o b) la descomposición del compromiso social general que
da soporte a los proyectos estatales, especialmente cuando esto lleva hacia la opo­
sición de partidos, movimientos sociales y asociaciones civiles que antes eran de
respaldo; 5. la pérdida de legitimidad, quizás porque el Estado ha fallado en alcan­
zar algún propósito en el que estaba comprometida su reputación, como una guerra
o la promesa de prosperidad económica; y 6. una crisis de hegemonía del bloque de
poder sobre la sociedad en general (sobre la primera, cuarta y sexta tendencia, véase
Gramsci 1975; sobre la tercera y quinta, véase Habermas 1975 y Poulantzas 1978;
sobre la sexta véase también Poulantzas 1978 y 1979; sobre las fallas de Estado más
generalmente, véase Taylor 2013).

Tabla 1. Seis dimensiones del Estado y el poder estatal

Dimensión Significado Aspectos de la crisis


Tres dimensiones formales
Modos Acceso desigual al Estado y/o habilidad desigual para * Crisis de
de representación resistir a distancia del Estado. representación
Modos División de las tareas con desigual capacidad para * Crisis de integración
de articulación influir, tomar e implementar las decisiones, directa o institucional
indirectamente.
Modos de Diferentes áreas, mecanismos y modos de intervención * Crisis de
intervención usando diferentes capacidades. racionalidad

CRISIS ORGÁNICA DEL ESTADO


Tres dimensiones sustantivas
Base social Distribución desigual de las concesiones materiales * Crisis en la unidad
del Estado y simbólicas para garantizar respaldo al Estado, sus del bloque de poder
proyectos, su conjunto de políticas y sus concepciones * Desafección con los
hegemónicas. partidos y el Estado
Proyecto estatal Puede asegurar la improbable unidad del sistema * Crisis de autoridad
estatal dando orientación común a las tareas de las * Crisis de legitimidad
agencias y agentes estatales.
Concepción Define los propósitos del Estado en términos de su * Crisis de hegemonía
hegemónica contribución al bien común, al bienestar público, al
interés nacional, etc.

Fuente: Versión modificada y aumentada de la tabla 3.1 en Jessop (2015, 59).

Pueden ocurrir otras crisis más complejas, p. ej., crisis fiscales-financieras,


movimientos secesionistas que amenazan la unidad del Estado, o una crisis orgánica
del Estado que ocurre como varias crisis en diferentes dimensiones que se refuerzan
mutuamente. Otros síntomas de una crisis orgánica podrían incluir: una crisis en la

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representación partidista, es decir, una ruptura entre diferentes clases, fracciones u


otras fuerzas sociales y sus partidos políticos asociados; intentos de varias fuerzas
sociales de evitar los partidos políticos e influir en el Estado a través de huelgas
(incluidas las huelgas de capital), acción de masas, desobediencia civil o resistencia
armada; esfuerzos por subordinar el aparato estatal o los rangos inferiores para im­
poner un orden político independientemente del poder ejecutivo; y divisiones entre
los funcionarios de alto y bajo rango en el sistema estatal o entre el centro y otros
sitios regionales o locales del poder estatal. La resolución de estas crisis normal­
mente involucra modificaciones sustantivas del equilibrio de las fuerzas de clases y
de la arquitectura formal del Estado (cfr. Poulantzas 1979).
Por supuesto que estas observaciones generales no sustituyen el análisis de
las causas concretas de un caso específico de crisis política o falla de Estado. El
Estado y las crisis políticas tienen sus propios ritmos, con subidas y bajadas, y pasos
a la ofensiva y a la defensiva. Vistas en términos estratégico-relacionales, las crisis
políticas están moldeadas no solamente por las formas del Estado sino también por
las luchas sobre el control del Estado y/o su arquitectura, y de manera importante
también por luchas que se mantienen distantes del Estado y que pueden no estar
directamente dirigidas a este.

EL PODER ESTATAL COMO “GOBIERNO + GOBERNANZA


A LA SOMBRA DE LA JERARQUÍA”

Combinando las perspectivas gramsciana y foucaultiana con la distinción tri­


partita entre orden/régimen político, dinámica política y políticas públicas (polity-
politics-policy), sugiero que el poder estatal puede ser analizado como “gobierno
+ gobernanza a la sombra de la jerarquía” (sobre la sombra de la jerarquía, véase
Scharpf 1994; y más generalmente, Jessop 2015, 176). Esto propone cambiar el
énfasis analítico desde el Estado como aparato jurídico-político formalmente loca­
lizado en el corazón del régimen político, hacia las diversas modalidades del poder
estatal considerado en términos amplios e integrales. Aquí es donde el EER es espe­
cialmente útil. Asimismo, este giro de énfasis requiere prestar atención a la dinámi­
ca política y las políticas públicas. En conjunto, esta reinterpretación reconoce que
el poder estatal 1. despliega diversos recursos y capacidades, no solo la coerción
legal o ilegal; 2. depende de la capacidad para movilizar el consentimiento activo
o la obediencia pasiva por parte de las fuerzas que operan más allá del Estado en
su sentido jurídico-político estrecho; y 3. incluye la corregulación (collibration),
esto es, esfuerzos para reequilibrar estratégicamente los modos de gobierno y go­
bernanza para mejorar la efectividad de la intervención estatal directa e indirecta,
incluyendo el ejercicio del poder a cierta distancia del Estado.

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La colibración es una de las formas de metagobernanza, es decir, la gober­


nanza de la gobernanza. Contrario a la búsqueda de equilibrio, que aspira balancear
solo dos modos de gobernanza (los estereotipos, mercado y Estado), la colibra­
ción involucra el continuo rebalanceo de varios modos de gobernanza (Dunsire
1996). Esto puede ocurrir a diferentes escalas e involucra varios actores o agencias
tomando roles de liderazgo a medida que las circunstancias cambiantes impulsan
esfuerzos para mejorar la gobernanza o cambiar la forma en que esta afecta los
intereses materiales e ideales. Los gobiernos son, con frecuencia, jugadores claves
en la metagobernanza en áreas de gran importancia social, independientemente de
que estas áreas sean formalmente privadas o públicas. Esto especialmente cierto en
períodos de crisis crónicas en (y aún más, de) los órdenes institucionales que son de­
terminantes para la reproducción social (p. ej., los órdenes económicos o jurídicos,
más que los deportes o campo artístico). Algunos ejemplos incluyen el rediseño de
los mercados, el cambio constitucional y la re-regulación jurídica de las formas y
objetivos de las organizaciones, la promoción del capital social y la autorregulación
de las profesiones y otras formas de expertos y, más importante aún, el rediseño de
los mecanismos individuales o modos particulares de gobernanza.
Un listado parcial de las actividades de colibración debería incluir:
• Proveer las reglas básicas para la gobernanza y el ordenamiento legal en las
cuales y a través de las cuales los socios en la gobernanza pueden perseguir
sus objetivos;
• Asegurar la compatibilidad o coherencia de diferentes mecanismos y regíme­
nes de gobernanza;
• Actuar como el principal organizador de los diálogos entre las comunidades
de políticas públicas;
• Desplegar el monopolio relativo de la inteligencia e información organizacio­
nal con el objetivo de moldear las expectativas cognitivas;
• Servir como una “corte de apelación” para las disputas que emergen dentro de,
y sobre los arreglos de gobernanza;
• Buscar el rebalanceo de las diferentes de poder mediante el fortalecimiento
de las fuerzas o sistemas más débiles con el objetivo de asegurar la cohesión
social y/o la integración del sistémica;
• Tomar medidas, materiales y simbólicas, de acompañamiento y apoyo para
estabilizar las formas de coordinación que son fundamentales pero propensas
al colapso;
• Contribuir al acoplamiento de las dinámicas temporales y los horizontes tem­
porales de corto, mediano y largo plazo, en los diferentes niveles, escalas y
entre varios actores, en parte para prevenir la salida oportunista y la entrada
dentro de los arreglos de gobernanza;

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• Intentar modificar la autocomprensión de las identidades, las capacidades es­


tratégicas y los intereses, de actores individuales y colectivos, en diferentes
contextos estratégicos para alterar sus estrategias y tácticas de preferencia;
• Organizar las redundancias y duplicaciones para mantener la resiliencia a tra­
vés de la variedad requerida para enfrentar los problemas inesperados;
• Asumir la responsabilidad política en el caso de ocurrencia de una falla de
gobernanza en áreas que están más allá del Estado (para mayor discusión y
referencias véase Jessop 2015, 171-83).
En este contexto, el rol del Estado (a cualquier escala) es el de primus inter
pares en una red compleja, heterogénea y de múltiples niveles, en lugar de com­
portarse como la autoridad soberana en una estructura de mando jerárquica única;
y su principal contribución es actuar como un actor/parte interesada entre otros en
la búsqueda de los fines y objetivos colectivamente acordados (o aceptados) que se
pueden originar más allá del Estado en sentido formal. El Estado contribuye con sus
recursos distintivos, como el monopolio de la coerción, los impuestos y el derecho a
tomar decisiones colectivamente vinculantes. En este escenario, la soberanía formal
puede ser vista como una serie de capacidades estatales, simbólicas y materiales, y
no como un recurso supremo o dominante. De la misma manera, otros subsistemas
sociales, órdenes institucionales, organizaciones o actores colectivos (como los mo­
vimientos sociales) contribuyen con sus propios recursos materiales y simbólicos,
como dinero privado, legitimidad, información, experiencia, capacidades organiza­
cionales o “el poder de los números”. La participación del Estado en la metagober­
nanza viene a ser quizás menos jerárquica, menos centralizada y menos directiva.
Comparada con la jerarquía clara de los poderes territoriales teóricamente asociados
con los Estados soberanos, la metagobernanza normalmente involucra entramados
de jerarquías e interdependencias. Estas respuestas de la metagobernanza son más
probables cuando los problemas involucran diferentes esferas sociales, relaciones
complejas entre la naturaleza y la sociedad con profunda importancia social, atra­
viesan fronteras territoriales o tienen otras geometrías variables.
Aunque la metagobernanza o corregulación es una actividad metapolítica
fundamental de los Estados, una actividad en la que el Estado tiene una posición
estratégica privilegiada, con frecuencia también es fuertemente disputada debido a
la competencia de otros proyectos y estrategias de metagobernanza y los diferentes
tipos de fuerzas económicas, políticas y sociales que estos proyectos involucran y/o
afectan. Por esto la metagobernanza no es solamente un proceso técnico o tecnocrá­
tico. Está afectada por el carácter del poder estatal como una reflexión-refracción
determinada por la forma, mediada institucionalmente, del cambiante balance de
fuerzas movilizadas que están detrás de los diferentes proyectos o políticas públicas
en competencia. Por lo tanto, esto implica esfuerzos para asegurar o reelaborar un
equilibrio inestable más amplio de compromiso organizado alrededor de objetos,
técnicas y asuntos de gobierno y/o gobernanza específicos, y con respecto a hori­

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zontes de acción y marcos espacio-temporales específicos. En general, el Estado


se reserva para sí el derecho de abrir, cerrar, “hacer malabarismos” y rearticular la
gobernanza no solamente en términos de sus tareas específicas, sino también desde
el punto de vista de obtener una ventaja partidista o ventajas políticas generales.

EL ESTADO DE TIPO CAPITALISTA


VERSUS EL ESTADO EN LA SOCIEDAD CAPITALISTA

Esta sección se desarrolla a partir de la distinción entre la constitución his­


tórica y formal del Estado y agrega una distinción adicional entre la adecuación
formal y material del Estado. Se afirma que “el Estado en la sociedad capitalista” es
un concepto más adecuado para estudiar los Estados y el poder estatal en América
Latina que “el Estado de tipo capitalista”.

El Estado de tipo capitalista

Esta forma de Estado corresponde a otras formas de la relación del capital.


Aunque algunas veces se describe como la forma normal del Estado capitalista,
esta es poco común –especialmente en el Sur Global–. La cualidad de “normal”
se refiere a la adecuación formal más que a la frecuencia histórica. El Estado de
tipo capitalista es un Estado constitucional basado en el Estado de derecho que
garantiza la igualdad formal a todos sus sujetos y no instituye restricciones sobre
la participación democrática. La libertad de los agentes económicos para participar
en el intercambio (desmentida por el despotismo de la fábrica dentro del proceso de
trabajo) está emparejada con la libertad política de los ciudadanos bajo el Estado de
derecho (desmentida por la subordinación del Estado a la lógica del capital) (Marx
1976). Cuando se establece dicho Estado, la dominación política de clase se asegura
a través de las aburridas rutinas de la política democrática mientras el Estado actúa
en favor del capital, pero no por orden directa del capital. Esta forma de Estado
promueve los intereses del capital al tiempo que disfraza este hecho, haciendo que
la dominación política capitalista sea relativamente invisible. Una lucha de clases
abierta es menos evidente en tales Estados y su legitimidad política democrática es
correspondientemente más fuerte.
El fetichismo mercantil de los mercados libres y el fetichismo político de un
Estado constitucional no pueden, por sí mismos, asegurar un acoplamiento estable
entre los mercados libres y la democracia liberal. Se requiere de algo más. Una
base material crucial para la reproducción de la democracia liberal es la separa­
ción institucional entre lo económico y lo político en las sociedades capitalistas y
su reflejo en una clara demarcación entre la lucha de clases económica y política.
Desde el punto de vista del capital, lo ideal es que la lucha de clases económica

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se confine dentro de los límites de las relaciones de mercado y la lucha política


de clases ocurra dentro del parlamentarismo burgués. Así, mientras que las luchas
sindicales se enfocarían en los salarios y las condiciones laborales, las luchas polí­
ticas buscarían reformas sociales a través de la movilización de la opinión pública
y de la búsqueda de mayorías parlamentarias. El poder sindical sería confinado a
las disputas industriales en lugar de ser usado para apoyar la acción parlamentaria;
el poder estatal sería limitado a la esfera pública y no sería usado para intervenir en
conflictos privados o constreñir los derechos a la propiedad privada, incluyendo los
derechos del capital de manejar sus empresas y asignar libremente su capital. En
la medida en que esta separación institucional y sus impactos en la lucha de clases
son reproducidos, las clases subalternas tienen dificultades para movilizar todo su
potencial para la acción colectiva, defensiva u ofensivamente. Además, donde el
capitalismo descansa en el intercambio equitativo (comercio en los mercados libres
y producción organizada racionalmente), la burguesía no necesita ejercer control
directo siempre y cuando el Estado mantenga las condiciones jurídicas, monetarias
y otras condiciones de tipo extraeconómico para la acumulación.
La forma normal del Estado burgués es un frágil logro histórico que se basa en
la continua disposición de la clase dominada para aceptar solamente la emancipa­
ción política en lugar de luchar por la emancipación social y/o, en la satisfacción de
la(s) clase(s) dominante(s) con la dominación social (p. ej., con la subordinación de
facto del ejercicio del poder estatal a los imperativos de la acumulación de capital)
en lugar de luchar por la restauración de su anterior monopolio del poder político
(cfr. Marx 1978). El rechazo de este compromiso de clase crea un terreno fértil
para el mantenimiento de formas de Estado predemocráticas y/o la suspensión del
principio electoral y otras características de la democracia, llevando a regímenes de
excepción (volveré sobre esto más adelante).
El tipo de Estado formalmente adecuado no es fijo sino que cambia dentro de
ciertos límites de acuerdo a como cambia la relación entre el mercado mundial y el
mundo de los Estados durante el desarrollo desigual y conjunto de la sociedad mun­
dial. Para los pioneros, un Estado parlamentario correspondiente con el capitalismo
liberal ha sido seguido por un Estado intervencionista asociado con el capitalismo
monopólico y, de manera más reciente, por un Estado estatista autoritario. Nicos
Poulantzas (1978) define las características claves de esta “nueva forma normal” de
la siguiente manera:
• Declive continuo de la rama legislativa y creciente concentración del poder
ejecutivo en la oficina del presidente o el primer ministro.
• Declive del Estado de derecho en favor de una regulación particularista y
discrecional.
• La administración, el ejecutivo, asume las funciones de legitimación que tra­
dicionalmente eran desempeñadas por los partidos políticos, dejándolos como
correas de transmisión de las decisiones del ejecutivo.

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• Papel creciente de los medios masivos de comunicación dentro del campo


ideológico a expensas de otros aparatos ideológicos más tradicionales (la es­
cuela, la iglesia, las casas editoriales).
• Crecimiento de nuevas formas de consentimiento plebiscitarias y populistas
junto con nuevas formas de legitimación tecnocráticas y/o neoliberales.
• Declive de la legitimación democrática en favor de la racionalidad instrumen­
tal y la lógica tecnocrática.
• Redes paralelas de poder que atraviesan la organización formal del Estado y
forman vínculos entre funcionarios públicos claves, el partido (o partidos) de
masas dominantes y los intereses económicos.
• Expansión del poder militar-policial y la vigilancia, con acciones preventivas en
contra de las luchas populares y otras amenazas para la hegemonía burguesa.
Como muestra la discusión sobre las crisis estatales, no se cumple que la ade­
cuación formal garantiza la adecuación material, p. ej., que la democracia liberal
como tal asegurará las condiciones extraeconómicas para la acumulación. Porque,
además de las fallas de gobierno y gobernanza, existen tendencias más generales
hacia la crisis política que son inherentes a la forma Estado y también en las con­
tradicciones económicas y políticas de la relación del capital en sí misma. Además,
las tendencias estatistas autoritarias son aún más marcadas en los regímenes de
excepción (p. ej., dictaduras militares, Estados policiacos, regímenes burocrático-
autoritarios y gobierno personalista o sultanista). Esos regímenes pueden haberse
originado en suspensiones constitucionales del gobierno parlamentario en áreas re­
lacionadas con las condicionalidades neoliberales impuestas por el Fondo Moneta­
rio Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), porque aunque estas agencias
elogian la “buena gobernanza”, también aceptan que el gobierno democrático puede
bloquear las anheladas medidas neoliberales para la crisis.

El Estado en la sociedad capitalista

Pocos Estados en las sociedades capitalistas son formalmente adecuados. Para


las formaciones sociales que experimentaron el desarrollo capitalista en el contexto
de la existencia de un mercado mundial, en situaciones de colonialismo, imperia­
lismo u otras formas de dependencia directa o indirecta, han estado ausentes las
condiciones para el desarrollo de una “forma normal” de Estado democrático bur­
gués. Además, como revela el “otro canon” de la historia económica y la economía
política, el Estado también ha jugado un papel importante en Occidente (Reinert
2010). De hecho, entre más tardíamente un país se embarca en el desarrollo capi­
talista, mayor es la necesidad de intervención estatal para garantizar el éxito (cf.
Gerschenkron 1962). Esto afecta la separación formal institucional entre la esferra
económica y la esfera política que, combinada con la correspondiente separación
entre las luchas de clases en esas esferas, fueron elementos centrales para la esta­
bilidad y legitimidad del Estado de tipo capitalista. En donde esta separación no se

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desarrolló o se suspendió por la instalación de un régimen de excepción, cosa que


es más probable que ocurra por fuera del norte metropolitano (zonas relativamente
prósperas y estables económica y políticamente), el análisis de la forma no es muy
relevante excepto como un tipo-ideal de referencia. La constitución histórica es un
punto de entrada más relevante para analizar los Estados en las sociedades capita­
listas, porque la contingencia resultante en el Estado y sus operaciones requieren
de estudios más concretos, históricamente específicos, sensibles a las instituciones
y orientados a la acción. El EER también es relevante en este contexto, aunque las
preguntas iniciales deben cambiar.
Tabla 2. El Estado de tipo capitalista versus
los Estados en sociedades capitalistas

Estado de tipo capitalista Estado en una sociedad capitalista


Enfoque Énfasis en la constitución formal (cómo el Énfasis en la constitución histórica (como
principal Estado adquiere una “adecuación formal”, la construcción del Estado está mediada por
sobre el una “forma adecuada” y en cómo “la forma el balance cambiante de fuerzas orientadas a
desarrollo problematiza la función”). diferentes proyectos).
del Estado
Medida Énfasis en la adecuación formal, p. ej., el Énfasis en la adecuación funcional o ma­
sobre la encuadre isomorfo o la complementariedad terial, p. ej., el éxito del poder estatal (que
cualidad de general entre la forma Estado y otras formas siempre es mediado por el balance de fuer­
adecuado de la relación de capital, de manera que la zas) asegurando las condiciones claves para
forma Estado refuerce las otras. la acumulación, para alcanzar otros objetivos
estatales y para lograr legitimidad política.
Poder El poder de clase es estructural y opaco. Es El poder de clase es instrumental y transpa­
estatal más probable que esta forma Estado fun­ rente. Existe alta probabilidad de que el Esta­
como poder cione para el capital como un todo (por lo do sea usado para buscar el interés de capita­
de clase menos nacionalmente) y su funcionalidad les particulares u otros intereses específicos.
depende menos de las luchas de clases ma­
nifiestas, abiertas.
Periodi- Fases en el desarrollo formal (de la forma), Fases en el desarrollo histórico, grandes cam­
zación crisis en/de Estado de tipo capitalista, alterna­ bios en el diseño institucional, cambios en los
ción de períodos normales y excepcionales. gobiernos y las políticas públicas.

Fuente: Basado en la tabla 4.1, Jessop (2015, 116).

Esto invita a prestar más atención a la adecuación material de formas esta­


tales específicas a los proyectos estatales específicos (si es que existe alguno) que
guían el ejercicio del poder estatal. Una pregunta inicial tiene que ver con ¿cuál es,
si existe, el principio dominante de organización social y cómo se relaciona con
la organización de la condición de ser Estado (“estatalidad”)?, ¿prioriza el Estado
el crecimiento económico, el poder militar, la teocracia, el florecimiento social, la
segregación racial, etcétera? Por ejemplo, la primacía del apartheid “racial” en Sud­
áfrica fue contraproductiva para la acumulación nacional de capital en el mediano

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plazo y provocó resistencias internas y en el exterior. De la misma manera, priorizar


creencias religiosas puede llevar a gobiernos teocráticos con un fuerte rol de la po­
licía religiosa dentro del aparato estatal (p. ej. Irán, Arabia Saudita) pero puede ser
compatible con una continua acumulación basada en las rentas petroleras, el capital
estatal, las empresas locales o la inversión extranjera. Y en sentido contrario, Esta­
dos en una sociedad capitalista que son prioritariamente constituidos alrededor de
la seguridad nacional y la construcción de nación pueden desarrollar políticas que
fortuitamente promueven la acumulación de capital (los Estados para el desarrollo
en Asia Oriental hasta los años noventa). El punto clave en estos y otros casos tiene
que ver con el impacto del principio de organización social dominante sobre los
compromisos y las capacidades del Estado para garantizar las necesidades econó­
micas y extraeconómicas de la reproducción capitalista ampliada en una coyuntura
específica. De esto se deduce que el énfasis recae menos en la forma del Estado y
más en cómo la dinámica política y las políticas públicas adquieren contenidos,
misiones, metas y objetivos específicos que sean ampliamente adecuados para lo
que requiere la reproducción de la relación de capital. Esto no vuelve irrelevante la
forma del Estado, simplemente señala que sus selectividades estratégicas no sirven
directamente a los intereses del capital en general, de la manera como ocurre en
el Estado de tipo capitalista. Se debe prestar más atención a la lucha abierta entre
fuerzas políticas que buscan dar forma al proceso político con el objetivo de privi­
legiar la acumulación por encima de los objetivos sociales, e independientemente
de que este sea un objetivo directo u ocurra por otras razones y a través de otros
mecanismos.

ESTADO Y PODER ESTATAL


EN LA REPRODUCCIÓN SOCIAL

Esta sección provee algunas sugerencias sobre cómo dar cuenta de la adecua­
ción material de los estados para la acumulación de capital y la dominación de clase.
Se distinguen cuatro aspectos de la participación del Estado en el aseguramiento de
la expansión capitalista. El primero es el amplio campo de la política económica
que asegura las condiciones de rentabilidad de los negocios privados que no pueden
ser garantizadas por las fuerzas del mercado solamente. Estas condiciones tienen
que ver con la competitividad institucional (Jessop 2002), e incluyen condiciones
favorables para la “destrucción creativa” producida por la innovación (Schumpeter
1934). El segundo aspecto es el amplio campo de la política social. Esta se refiere
a los roles del Estado en la reproducción de la fuerza de trabajo, individual y co­
lectivamente, sobre diferentes horizontes de tiempo, desde las rutinas cotidianas a
través de los ciclos de vida individuales hasta la reproducción intergeneracional.
Es un asunto importante porque la fuerza de trabajo es una mercancía ficticia. Esto

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plantea problemas económicos sobre la idoneidad, individual y colectiva, de la fuer­


za de trabajo para las necesidades del capital y para su propia sobrevivencia sin un
ingreso asegurado u otro activo; también plantea problemas económicos como la
inclusión o la cohesión social, y problemas políticos relacionados con la legitimidad
de la intervención estatal en esta área y su relación con otras identidades que tam­
bién pueden tener los trabajadores. El tercer aspecto está relacionado con la escala
principal (en caso de que exista) en la cual se deciden las políticas económicas y
sociales –incluso si son apoyadas o implementadas a otras escalas–. Esto es rele­
vante porque las políticas económicas y sociales están mediadas políticamente y las
escalas de la organización política pueden no coincidir con las escalas de la vida
económica y social. El cuarto aspecto se refiere al peso relativo de los diferentes
mecanismos de gobernanza, desplegados en el esfuerzo de mantener la rentabilidad
y reproducir la fuerza de trabajo al compensar las fallas e insuficiencias del merca­
do. Como se observa, la intervención vertical (top-down) del Estado es solamente
uno de esos mecanismos, y los Estados pueden recurrir a otros en su esfuerzo por
garantizar las condiciones para la acumulación de capital y la cohesión social, lle­
gando hasta la colibración y otras prácticas de metagobernanza. Como cualquiera
de todos esos mecanismos puede fallar, el cuarto aspecto también incluye el rol de
la colibración en el ajuste y reajuste de los modos de gobernanza.
Inicialmente exploré estas dimensiones institucionales y de políticas públicas
para el Fordismo del Atlántico en términos del dominio del Estado Nacional de
Bienestar Keynesiano (ENBK) y la tendencia a la emergencia del Régimen Pos­
nacional de Activación-del-Trabajo (Workfare) Schumpeteriano (RPWS), como la
forma en que las fuerzas económicas y políticas buscaban soluciones para las crisis
fordistas en el norte de América y Europa Occidental (Jessop 2002). Posteriormen­
te, las apliqué al rol del Estado en el “exportismo” del este Asiático (el Estado para
el desarrollo), en términos del Estado Nacional de Activación-del-Trabajo (Workfa­
re) Listiano (ENWL) –con el último término denotando el emblemático estatus
de Friedrich List como defensor del neomercantilismo competitivo–. Este modelo
emergió en otros lugares antes y después de los casos de Japón y otros países del
este Asiático. Algunos ejemplos son los Estados Unidos de América (EE. UU.),
Prusia, y Turquía con Kemal Atatürk. Resumiendo sus doctrinas y estrategias eco­
nómicas y bajo la denominación de desarrollismo, Erik Reinert (2010) sugiere que
su objetivo fundamental es:

diversificar la economía de una dependencia de la agricultura y otras materias primas


solamente (si es necesario, explotando el sector agrícola) y aumentar la riqueza nacio­
nal construyendo una estructura industrial diversificada, donde las actividades econó­
micas con grandes posibilidades de mejora tecnológica, sujetas a rendimientos crecien­
tes (costos unitarios decrecientes), y con sinergias importantes (conexiones) entre una
gran variedad de actividades económicas, jueguen un papel importante.

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Otras características distintivas del ENWL fueron el tratamiento del salario


(incluido el salario social) como un costo de producción (internacional) –en con­
traste con el rol del salario como fuente de demanda doméstica en el ENBK–; la
dependencia de altas tasas de ahorro (vinculadas en fases posteriores a un bienestar
familiar basado en activos) para la reproducción social; la primacía de la escala
nacional en virtud de la importancia que se le asigna a la seguridad nacional; con
respecto a los mecanismos de gobernanza para compensar las fallas del mercado, el
rol fundamental del Estado nacional y local y el importante rol secundario para la
familia extendida y las organizaciones de la sociedad civil (ver tabla 3).

Tabla 3. Estado Nacional de Activación-del-Trabajo


(Workfare) listiano (ENWL)

Estado Nacional de Activación-del-Trabajo (Workfare) Listiano (Estados para el Desarrollo)


Compensación Escala principal Políticas sociales Políticas económicas
de las fallas del para la elaboración distintivas distintivas
mercado de políticas
El gobierno como me­ Primacía de la escala Salario como costo Alcanzar un crecimien­
canismo principal. Pa­ nacional. Economía na­ de producción, trabajo to industrial liderado por
pel secundario para la cional gobernada por un como capital humano, las exportaciones basa­
familia extendida y la “estado de seguridad al­­tos ahorros, bienestar do en políticas centra­
“sociedad civil”. nacional”. Base nacio­ ocupacional, consumo das en la oferta y ges­
nalista de construcción colectivo para el expor­ tión neomercantilista
del Estado. tismo. de la demanda.
Estado Nacional Activación-del-Trabajo Listiano

Este modelo también puede ser aplicado a otros casos. Por ejemplo, sugiero
que el período de industrialización por sustitución de importaciones en varios
países de América Latina puede ser denominado como un Estado Nacional Popu­
lista Prebischiano (ENPP) (ver tabla 4). Raúl Prebisch es el emblemático econo­
mista identificado con las políticas económicas distintivas de esta forma Estado,
cuyos análisis de las economías políticas dependientes sirvieron para justificar
una estrategia de industrialización proteccionista, para salir de la dependencia
de las exportaciones de productos agrícolas y otras materias primas y corregir
los términos de intercambio desfavorables frente a las importaciones industriales
(Prebisch 1950). Las políticas sociales selectivas, características de este Estado,
estuvieron fundamentadas en movimientos populistas que favorecieron las clases
medias urbanas y los trabajadores organizados. Como era típico después de la
Segunda Guerra Mundial, la principal escala de elaboración de políticas públi­
cas fue el Estado nacional (independientemente de los lugares de ejecución de
las políticas), orientado a construir una economía nacional integrada, y en este
caso legitimado por un proyecto populista y la aspiración de una independencia

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económica relativa en lugar del bienestar universal (Keynesiano) o la seguridad


nacional (Listiano). Asimismo, el principal mecanismo para compensar las fallas
del mercado fue un Estado autoritario con un rol para las instituciones y organiza­
ciones corporativistas selectivas.
Tabla 4. Estado Nacional Populista Prebischiano (ENPP)

Estado Nacional Populista Prebischiano (Desarrollismo por Sustitución de Importaciones)


Compensación de las Escala principal para Políticas sociales Políticas económicas
fallas del mercado la elaboración de distintivas distintivas
políticas
Gobierno autoritario Primacía de la escala El salario social es la Crecimiento dirigido
como principal meca­ nacional. fuente de demanda in­ por la industrialización
nismo. Economía nacional go­ terna para los grupos por sustitución de im­
Rol secundario para bernada por un “Estado subalternos urbanos portaciones (ISI).
cuerpos corporativistas nacional” con una base más privilegiados, vin­ Apoyar las industrias
(p. ej., sindicatos, agru­ social populista. culados a coaliciones nacientes y los sectores
paciones profesionales populistas en lugar de relacionados, protegi­
o de negocios). la ciudadanía universal. dos por altos aranceles,
y buscando absorber el
trabajo excedente.
Estado Nacional Populista Prebischiano

Al igual que con los otros modelos discutidos aquí, el ENPP fue socavado por
cambios en la forma en que estaba integrado al mercado mundial y la emergencia de
contradicciones económicas y políticas internas. Se requiere un enfoque estratégico
relacional sobre estas formas estatales y modalidades de ejercer el poder estatal, y
para explorar las contradicciones, dilemas y tendencias a la crisis de los períodos
relativamente exitosos de crecimiento al igual que las fortalezas que se mantuvieron
en los períodos posteriores a la crisis. Esta es una manera de evitar el riesgo de los
análisis centrados en una sola cara de la moneda, ya sea en el período previo o pos­
terior a la crisis –exagerando el éxito del período previo a la crisis y los fracasos del
período posterior, o interpretando el pasado como algo patológico y planteando un
nuevo comienzo solo si se eligen las políticas “correctas–. Esto es consistente con
la orientación más general del EER para analizar las inherentes tendencias hacia la
crisis de las formas estatales y la preocupación teórica de los regulacionistas sobre
las contradicciones de la relación de capital.

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CAPITALISMO ABIGARRADO

El análisis previo señala la importancia de relacionar la abigarrada diversi­


dad de Estados con los diversos principios de socialización alternativos y con las
formas igualmente diversas en las que los Estados están implicados en asegurar las
condiciones económicas, políticas y sociales para la acumulación de capital –inde­
pendientemente de que sea, o no, un objetivo explícito de la intervención estatal–.
Este análisis trató los Estados principalmente a un nivel nacional, aunque reconocía
que los espacios económicos no pueden ser tratados de manera aislada del mercado
mundial. En consecuencia, ahora presento el enfoque estratégico relacional sobre
este aspecto de la economía política en términos de capitalismo abigarrado y sus
implicaciones para el análisis del mundo de los Estados.

Abigarramiento

El abigarramiento es un concepto importante para pensar la acumulación de


capital, la dominación política y la neoliberalización en América Latina y cualquier
otro lugar. Es una respuesta frente a los riesgos que tiene el hecho de tratar las va­
riedades de capitalismo en aislamiento mutuo o asumiendo que existe un sistema
mundial con su propia lógica que gobierna los espacios y la movilidad de los dife­
rentes aspectos económicos que existen en su interior. Esta respuesta postula que el
mercado mundial está dividido en una jerarquía enredada (compleja) y en desarrollo
desigual de los mercados locales, regionales, nacionales, transnacionales y supra­
nacionales correspondientes a los territorios asociados con Estados determinados.
Este enfoque además sostiene que: 1. existe con frecuencia amplia variación entre
sectores y/o regiones dentro de una misma economía nacional, planteando dudas
sobre la economía nacional como unidad analítica válida; 2. otras configuraciones
socioespaciales también son importantes, como bloques supranacionales emergen­
tes, las redes globales de ciudades, las relaciones centro-periferia, o las cadenas
globales de bienes primarios; 3. la coherencia interna de los espacios económicos y
sus gobernanzas debe combinarse con el análisis de la rivalidad, la competencia, el
antagonismo, la complementariedad o la coevolución entre los modelos de capita­
lismo y sus soluciones espacio-temporales en una división del trabajo más amplia;
4. además de las relaciones horizontales entre regiones o naciones, también son
importantes las relaciones “verticales” entre el centro y la periferia, y 5. espacios
económicos diferentes y sus respectivos regímenes políticos tienen diferentes capa­
cidades para influir en el mercado mundial y explotar, desplazar y/o posponer sus
respectivos problemas, conflictos y tendencias de crisis.

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La formación e integración del mercado mundial está relacionada con las di­
námicas de formación del Estado en un mundo de Estados. Sin embargo, existe una
diferencia fundamental entre estos procesos. El mercado mundial está tendencial­
mente unificado e integrado a través de la lógica de orientación hacia el lucro, la
competencia mediada por el mercado basada en el comercio, los flujos financieros,
y la producción (capitalista) de bienes. Y contrario a esto, el sistema político mun­
dial comprende una “diversidad incongruente” de Estados que necesitan coexistir
como rivales hostiles, o sino como enemigos mortales, y tienen una amplia variedad
de tamaños, capacidades, y habilidades para defender los intereses de sus respecti­
vos capitales y/o de los capitales que operan dentro de su espacio económico. Pero
estos Estados ya no están aislados unos de otros más que los mercados locales, re­
gionales o nacionales. Por esta razón, la naturaleza de las variedades de capitalismo,
local, regional o nacional, debe estar vinculada con las dinámicas tanto del mer­
cado mundial como del sistema interestatal tomando en cuenta la inserción de los
espacios económicos y los Estados dentro de un sistema mundial jerárquicamente
estructurado. Estos aspectos están muy relacionados entre sí, pero ninguno se puede
reducir a los otros, existiendo un margen real de diferenciación.
Dicho brevemente, el enfoque estratégico relacional de economía política
adoptado aquí supone un emergente capitalismo abigarrado, único pero fractal­
mente organizado. Este capitalismo abigarrado es el producto del acoplamiento
estructural, la coevolución, las complementariedades, rivalidades, tensiones y an­
tagonismos entre las variedades de capitalismo. Estas son acopladas no solamente
a través de su instanciación territorial (p. ej., su articulación dentro del mundo de
Estados) sino también a través de sus embrollos a diferentes escalas y a través de
redes (p. ej., sus respectivas relaciones con las divisiones espaciales y escalares del
trabajo y con los espacios de circulación). Estos procesos establecen los límites
de las variedades de capitalismo que pueden ser compuestas dentro un escenario
espacio-temporal dado –ya sea local, regional, nacional, supranacional, internacio­
nal o global–.

Algunas variedades son más similares que otras

Algunas variedades de capitalismo en el mercado mundial (o en escalas me­


nores) causan más problemas (o crean más “discordancias”) a otras variedades. La
manera en que las variedades de capitalismo se incrustan en el capitalismo abiga­
rrado global afecta las formas en que los Estados moldean y son moldeados por el
capitalismo abigarrado global en el cual ellos mismos están incrustados y al que, al
mismo tiempo, aspiran gobernar o guiar, o al cual tienen que adaptarse. En general,
esto obliga a los Estados, a diferentes escalas, a tratar de manejar la tensión entre
1. los intereses, potencialmente cambiantes, del capital para reducir su dependencia
del lugar y/o liberarse de los constreñimientos temporales, y 2. los intereses del Es­

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49

tado que busca sujetar al capital (señalado como benéfico) en su propio territorio y,
hacer compatibles la dinámica y horizontes temporales del capital con las dinámicas
temporales, las tendencias hacia la crisis y las rutinas estatales y/o políticas. Una
respuesta a estas presiones es el aumento a diferentes escalas de la “competencia en­
tre Estados”. Esta no promueve solamente la competitividad económica entendida
de manera estrecha, sino que también busca subordinar muchas áreas que eran con­
sideradas como extraeconómicas a los mencionados imperativos actuales de la acu­
mulación de capital (Jessop 2002, 95-139). Las diferentes formas en que los Estados
compiten reflejan diferentes modalidades de la competitividad, de cómo los Estados
están integrados (si es que lo están) dentro de las estrategias de acumulación y los
proyectos estatales, y las capacidades de los Estados para promover esas estrategias
y proyectos. Por ejemplo, el ENWL está orientado a alcanzar la competitividad y los
escenarios para lograrlo cambian en el tiempo. A su vez, el ENPP estaba orientado
a contrarrestar los términos de intercambio adversos entre las exportaciones prima­
rias y las importaciones industriales y a buscar, frecuentemente con limitado éxito,
mejorar la competitividad nacional a través de la industrialización por sustitución
de importaciones detrás de las barreras arancelarias. Los Estados más influyentes
son aquellos que definen los parámetros de la competencia –este fue el caso de EE.
UU. en el orden internacional de posguerra y, actualmente, se observan rivalidades
entre EE. UU., la Unión Europea y la China ascendente–. Esta rivalidad también se
disputa, de maneras interesantes, en América Latina.
La integración del mercado mundial es un proceso contradictorio. Por un lado,
mejora la capacidad del capital para diferir en el tiempo o desplazar sus contradic­
ciones internas aumentando el alcance de sus operaciones a una escala global, refor­
zando sus capacidades para desvincular algunas de sus operaciones de los constre­
ñimientos locales materiales, sociales y espacio-temporales, creando más oportuni­
dades para moverse entre y a través de las diferentes escalas, mercantilizando y se­
curitizando el futuro y rearticulando diferentes horizontes de tiempo. Esto también
fortalece el poder económico y político del capital en la medida en que se debilita
la capacidad del trabajo organizado para resistir la explotación económica a través
de la acción subalterna concertada en los campos económico, político e ideológico;
misión para la cual la “multitud” por sí sola no constituye un sustituto efectivo. Por
otro lado, estas capacidades mejoradas refuerzan ampliamente las tendencias al de­
sarrollo desigual a medida que continúa la búsqueda de nuevas soluciones espacio-
temporales para desplazar los costos de las contradicciones capitalistas a otro lugar
y/o diferirlos hacia el futuro para crear zonas locales de estabilidad. Esto socava el
poder de los Estados nacionales para regular las actividades económicas dentro de
enfoques principalmente nacionales. Y a medida que disminuye el poder de la clase
obrera aumentan las desigualdades de ingresos y riqueza, se fortalece el potencial
para la sobreproducción, se debilita la demanda y, como se reconoce ampliamente
ahora en la economía política crítica, se crea el potencial para la financiarización y

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la acumulación dominada por el sector financiero como fuerza conductora de una


mayor –pero desestabilizadora– integración del mercado mundial. Como el límite
último para el capital es el capital en sí mismo, la expansión e integración de un
mercado mundial relativamente libre (o desvinculado de otras relaciones sociales)
refuerza el alcance de las contradicciones para su realización y la resistencia para
convertirse en global.

Neoliberalismo abigarrado

El neoliberalismo también es abigarrado y por las mismas razones. Sus cuatro


formas principales surgieron como reacciones a la crisis de los modelos de desa­
rrollo capitalista después de la Segunda Guerra Mundial: el fordismo del Atlántico
en las economías capitalistas más avanzadas, la industrialización por sustitución de
importaciones en América Latina y el África subsahariana, el crecimiento orientado
a la exportación en el este Asiático y, en un contexto diferente aunque relacionado,
el socialismo de Estado en el Bloque Soviético, China e Indo-China. La forma más
radical fue la transformación neoliberal del sistema en los Estados sucesores que
emergieron del bloque soviético: Rusia y Polonia son dos casos con resultados dife­
rentes. La segunda forma fueron los cambios neoliberales de régimen. Rompiendo
con el compromiso fordista entre el capital y el trabajo en los países del Atlántico,
estos cambios incluyeron liberalización, desregulación, privatización, cuasi merca­
dos en el sector público, internacionalización y recortes en los impuestos directos.
Estas políticas públicas buscaban modificar el balance de fuerzas en favor del capi­
tal y han sido ampliamente exitosas en este objetivo. El thatcherismo y el reaganis­
mo son dos casos bien conocidos. Aunque se identifican con los partidos de derecha,
los cambios neoliberales de régimen también han sido apoyados por partidos de
centro-izquierda, con frecuencia bajo el rótulo de Tercera Vía. También, con ayuda
de los amigos del norte y/o de dictaduras militares, muchas economías de América
Latina realizaron este tipo de cambios entre los años setenta y noventa (presentados
como una respuesta a la crisis del modelo ENPP, sobre todo del endeudamiento y
la inflación).
Mientras la segunda forma está determinada por la dinámica política doméstica,
la tercera forma comprende procesos de reestructuración económica y cambios de ré­
gimen que fueron fundamentalmente impuestos desde el exterior por las instituciones
y organizaciones económicas transnacionales respaldadas por los principales poderes
capitalistas y sus socios locales. Esta tercera forma involucró típicamente las políticas
públicas neoliberales alineadas con el Consenso de Washington a cambio de asisten­
cia financiera o de otro tipo para las economías en plena crisis de Europa Central y
Oriental, América Latina, Asia y África (p. ej., Gowan 1996; Gwynne y Kay 2000;
Robinson 2008; Sader 2008; Veltemeyer, Peters, Petras y Vieux 1997). Independien­
temente de que el neoliberalismo se haya originado principalmente en procesos po­

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líticos domésticos o externos, o de que se haya desarrollado a través de medidas y


dispositivos políticos democráticos o autoritarios, las políticas públicas adoptadas en
la segunda y la tercera forma de neoliberalismo con frecuencia se sobreponen cuando
ocurren por fuera de las economías capitalistas avanzadas.
La cuarta forma son los ajustes neoliberales a las políticas públicas, más prag­
máticos y potencialmente reversibles. Estos comprenden cambios modestos consi­
derados como necesarios para mantener modelos económicos y sociales alternati­
vos frente a la internacionalización y a un cambio global en el balance de fuerzas.
Las socialdemocracias nórdicas y el capitalismo Renano son algunos ejemplos (cf.
Becker 2007; Lavelle 2007; Streeck 2009). A pesar del rumbo cambiante de los par­
tidos políticos que participaron en ellos, esos ajustes pueden, no obstante, llevar al
desarrollo de un régimen neoliberal a través de la acumulación gradual de cambios
que nunca son (totalmente) revertidos.
La transformación neoliberal del sistema fracasó rotundamente como un gran
proyecto. De la misma manera, los cambios neoliberales de régimen requirieron
el apoyo y complemento de las políticas públicas, las redes y las alianzas público-
privadas de la Tercera Vía. Los ajustes neoliberales a las políticas públicas fueron
en algunos casos revertidos y en otros gradualmente acumulados. La fraudulenta
cura del ajuste estructural neoliberal con frecuencia agravó la enfermedad llevando,
en América Latina, al resurgimiento de dinámicas políticas populistas y la demanda
de que los gobiernos se alejen de los excesos neoliberales. Con el declive de la ola
rosa en América Latina, sin embargo, el neoliberalismo se está expandiendo nueva­
mente, reforzando su legado residual e inercial (path-dependent) en la región, así
como en cualquier otro lugar.

REGÍMENES DE EXCEPCIÓN

Uno de los factores de fondo, determinante para la imposición del neolibe­


ralismo en el Sur Global, fue la crisis de las estrategias de acumulación prevale­
cientes, junto con sus regímenes políticos asociados y el alcance que esto dio a los
cambios neoliberales de régimen y/o la imposición de los programas neoliberales
de ajuste estructural. En general, las crisis económicas y políticas, especialmente
en Estados con una separación institucional limitada entre estas esferas y con altos
efectos de derrame entre estas luchas, con frecuencia crean las condiciones para la
inestabilidad política y los esfuerzos asociados para restablecer el orden a través
de regímenes de excepción. Esta situación es más probable que ocurra en donde
existen vínculos más fuertes entre los intereses capitalistas dominantes y el Estado
(p. ej., Estados rentistas, regímenes de capitalismo de Estado y otras formas del
capitalismo político).

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La flexibilidad inscrita en los Estados democráticos “normales”, que se da es­


pecialmente a mediante la rotación de partidos políticos y coaliciones, con frecuen­
cia provee una base adecuada para el majeo de las crisis o, por lo menos, para una
huida hacia adelante, p. ej., un juego continuo de acusaciones, desplazamiento de
los asuntos de interés público y una renovada desilusión. En donde esta flexibilidad
se ve bloqueada por la crisis política, ya sea en la forma de una solución de compro­
miso catastrófica, una ruptura severa de la efectividad de las instituciones políticas,
o graves amenazas al gobierno o a las clases dominantes y otras fuerzas sociales
importantes, las élites económicas y políticas intentan eliminar, suspender o atenuar
las instituciones democráticas. Las crisis políticas también pueden ocurrir donde el
alcance de las concesiones materiales a los subalternos se reduce en el largo plazo,
y esto limita la habilidad de los partidos y los gobiernos para seguir jugando este
juego. Una respuesta frente a estas crisis es la declaración de estados de emergen­
cia que llevan a dictaduras civiles o militares, suspensión temporal del Estado de
derecho, formación de gobiernos de unidad nacional o aumento del autoritarismo.
Los Estados normales y los regímenes de excepción son comúnmente diferen­
ciados de acuerdo a su conformidad con las instituciones democráticas y el lideraz­
go de la clase hegemónica. Los Estados normales corresponden a períodos donde la
hegemonía burguesa es estable y predomina el consenso por encima de la violencia
constitucionalizada. Contrario a estos, los regímenes de excepción son respuestas a
la crisis de hegemonía (con frecuencia ligada a otras crisis económicas o políticas).
Estos regímenes intensifican la represión física y desarrollan una guerra abierta en
contra de las clases dominadas. Esta diferencia básica se ve reflejada en cinco con­
juntos de diferencias institucionales y operativas que fueron identificadas por Nicos
Poulantzas (1976, 1978), entre otros (ver tabla 5).

Tabla 5. Estados normales vs. regímenes de excepción

Estados normales Regímenes de excepción


Democracia liberal con sufragio universal y elec­ Elecciones suspendidas (excepto para plebiscitos
ciones formalmente libres. y referendos).
Los partidos y/o los gobiernos transfieren el po­ No hay regulación legal de la transferencia de
der de manera pacífica, consensuada, según el poder (estado de excepción, estado de sitio, “la
Estado de derecho. fuerza es el derecho”).
Sociedad civil pluralista que opera relativamente Libertades civiles vigiladas y sociedad civil reor­
independiente del aparato jurídico-político formal. denada para reforzar y legitimar el poder estatal.
Separación de poderes. Concentración de poderes
El poder continúa circulando orgánicamente, lo Los regímenes de excepción congelan el balance
que facilita una reorganización flexible del poder. de fuerzas existente en el momento en que son
introducidos.

Fuente: Síntesis original inspirada por Poulantzas (1976, 1978).

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Poulantzas también sostuvo que el mismo acto de abolir las instituciones de­
mocráticas tiende a congelar el balance de fuerzas prevaleciente cuando el régimen
de excepción se establece. Esto hace que sea más difícil resolver nuevas crisis y
contradicciones a través de los ajustes graduales y rutinarios de las políticas públi­
cas y también crear un nuevo equilibrio de compromiso. La supuesta fortaleza del
estado de excepción oculta su debilidad real. Esto es especialmente cierto cuando
carecen de aparatos político-ideológicos especializados para conducir y controlar el
apoyo de las masas, no tienen ideología para forjar la unidad estatal y la cohesión
nacional-popular, y están marcados por una distribución rígida del poder estatal
entre los distintos grupos políticos ligados a cada uno de los aparatos estatales. Esto
hace que los estados de excepción sean vulnerables a colapsos repentinos, quizás
catastróficos, en la medida en que las contradicciones y las presiones se acumulan
hasta tal punto que cualquier intento de transición a la democracia será disruptivo
y propenso a la crisis.
Así como el tránsito de un Estado normal hacia un régimen de excepción in­
volucra crisis y rupturas políticas en lugar de un patrón continuo, lineal, de la misma
manera la transición de vuelta hacia una forma normal involucrará una serie de rup­
turas y crisis en lugar de ser un simple proceso de autotransformación. Esto otorga
un premio en la lucha política de clases para la que adquiera hegemonía sobre el
proceso de democratización. De hecho, Poulantzas (1976) insistía en que el carácter
de clase del Estado normal variaría significativamente según el resultado de esta
lucha (90-7; 124, y ss.). Esto ha sido profundamente evidente en América Latina.

OBSERVACIONES FINALES

Propongo seis lineamientos estratégico-relacionales para analizar el Estado:


1. el Estado es un conjunto de instituciones que no pueden, en tanto ensamblaje
institucional, ejercer poder; 2. el poder estatal es una relación social compleja que
refleja el cambiante balance de fuerzas sociales en una determinada coyuntura, tal
y como es reflejado y refractado a través del ensamblaje institucional del Estado; 3.
las fuerzas políticas no existen de manera independiente del Estado –son moldeadas
parcialmente a través de sus formas de representación, su estructura interna y sus
formas de intervención–; 4. esto se refleja en cristalizaciones polimórficas del poder
estatal (Mann 1986), algunas de las cuales favorecen la acumulación de capital
y otras no; 5. el poder estatal es capitalista en la medida en que crea, mantiene o
restaura las condiciones requeridas para la acumulación de capital en una situación
dada, y no es capitalista en la medida en que esas condiciones no son garantizadas;
y, 6. una adecuada teoría del Estado solamente puede ser producida como parte de
una teoría de la sociedad más amplia (Jessop 1982; 2007).

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El primer y segundo lineamientos se derivan del argumento de que el Estado


no es un sujeto unificado ni un instrumento neutral. Esto no excluye un rol activo
de los agentes individuales o colectivos ni la variación en capacidades y recursos
estatales. Sin embargo, las selectividades estratégicas estructuralmente inscritas
que están asociadas con el Estado, en tanto ensamblaje institucional, implican que
no todos los sujetos tienen igual acceso al Estado y que las capacidades estatales
no pueden ser usadas para cualquier propósito. El tercer lineamiento refuerza este
punto al señalar que los sujetos son moldeados en parte por el diseño institucional
del Estado. El cuarto lineamiento refleja la importancia de la distinción hecha pre­
viamente entre la adecuación formal y material del Estado, y la variabilidad de los
principios de socialización. El quinto lineamiento implica que el poder de clase de­
pende más de la importancia diferenciada que tienen para las clases los efectos del
ejercicio de las capacidades estatales en coyunturas específicas, y menos de los ele­
mentos contextuales de la clase o las identidades y proyectos subjetivos de quienes
nominalmente están al frente del Estado. Argumentos similares pueden aplicarse
para la naturaleza patriarcal, étnica o “racializada” del poder estatal, así como para
aspectos como su rol en la reproducción de las relaciones centro-periferia y el colo­
nialismo interno. Esto tampoco excluye la influencia de los funcionarios públicos de
primer orden, los militares, los parlamentarios u otras categorías políticas, en toda
su complejidad, en el ejercicio del poder estatal o la determinación de sus efectos.
El sexto lineamiento está ilustrado en la famosa proposición de Gramsci
(1975) que señala que “la noción general de estado incluye elementos que necesitan
ser referidos de vuelta a la noción de sociedad civil (en el sentido en que uno puede
decir Estado = “sociedad política + sociedad civil”, o en otros términos, hegemonía
protegida por la armadura de la coerción)” (Q 6, §88: 763-4). Este enfoque nos
recuerda que el Estado solamente ejerce poder al proyectar y realizar las capacida­
des estatales más allá de sus estrechos límites; y esa fuerza y hegemonía se pude
encontrar en cualquier lado de alguna división oficial entre lo público y lo privado
(p. ej., grupos paramilitares, educación estatal). Pero esta referencia de vuelta a la
sociedad civil es justamente el lugar donde se localizan la mayoría de problemas no
resueltos de la teoría del Estado.
Para el Estado es el lugar de una paradoja. El Estado es simultáneamente un
ensamblaje institucional entre otros dentro de una formación social y, sin embargo,
tiene la singularidad de estar encargado de la responsabilidad general para garan­
tizar la cohesión de la formación social de la cual forma parte. Como una parte y
como un todo de la sociedad, el Estado está continuamente interpelado por diversas
fuerzas sociales para resolver los problemas de la sociedad, y también está con­
tinuamente condenado a general “fallas del Estado” debido a que muchos de los
problemas están por fuera de su control y pueden ser agravados por su intervención.
Muchas diferencias entre las teorías del Estado tienen su raíz en enfoques contrarios
sobre diversos momentos, estructurales y estratégicos, de esta paradoja. Intentar

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comprender la lógica (o ilógica) general de esta paradoja podría proveer un punto


de entrada productivo para resolver algunas de estas diferencias y un análisis más
comprehensivo del carácter estratégico-relacional de los Estados modernos en toda
su diversidad polimórfica.
Permítanme concluir volviendo a enfatizar el valor intelectual del pluralismo
teórico y metodológico. Este puede incluir heurísticamente “doblar el patrón en
otra dirección” pero debería evitar el relativismo del “todo vale” y el “eclecticismo
flotante” que puede fácilmente ocurrir sin un esfuerzo serio y sistemático para ha­
cer conmensurables las diferentes perspectivas utilizadas. El EER proporciona un
medio para llevar a cabo esta tarea. Puede ser usado para reinterpretar y traducir los
siete enfoques discutidos arriba y ponerlos en un diálogo unos con otros. Mi propio
trabajo ha aplicado el EER principalmente en una tradición marxista heterodoxa;
sin embargo, sus principios estratégico-relacionales generales pueden ser aplica­
dos en otras tradiciones –viejas, inventadas o aun emergentes–. Mi uso del EER
refleja una elección razonada de puntos de entrada y posiciones apropiadas para
mis objetos teóricos escogidos, pero los análisis son posteriormente modificados a
través de la reflexión crítica sobre lo que otros enfoques pueden observar y que una
posición marxista heterodoxa no puede. He ilustrado esto desde la distinción entre
el Estado de tipo capitalista y el Estado en la sociedad capitalista, así como también
en mis comentarios sobre el rol del Estado en la reproducción económica y social.
Esto muestra que los puntos-de-entrada iniciales no deben ser los puntos-de-salida
finales. Debería existir una espiral de investigación que explore y mejore diferentes
perspectivas teóricas poniéndolas dentro de un diálogo virtual y explorando sus
respectivas fortalezas y debilidades. Espero haber dado algunas indicaciones sobre
cómo hacerlo.

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2. Hacia una comprensión metodológico-
teórica de cómo investigar al Estado
desde la gubernamentalidad

Esteban Nicholls

Este es un artículo de discusión teórica que se nutre de un proyecto de inves­


tigación más amplio sobre la planificación participativa en Ecuador (ver Nicholls
2014, 2018). La preocupación teórica principal es ¿cómo estudiar los procesos de
articulación del Estado1 en la sociedad, particularmente la ecuatoriana desde 2008?
Se argumenta que los procesos de intervención gubernamental pueden ser com­
prendidos de manera amplia observando tres procesos complementarios e interre­
lacionados: 1. la formación de narrativas sobre el Estado, que buscan legitimar su
presencia en la sociedad; 2. las prácticas de gobierno, es decir, las formas en que los
gobiernos aprehenden, organizan, distribuyen y finalmente crean campos específi­
cos de intervención; 3. el ejercicio de diferentes modalidades complementarias del
poder, incluidos el poder gubernamental y el poder disciplinario. Este conjunto de
elementos y su funcionamiento es lo que denomino la construcción de “regímenes
gubernamentales”.
En otro nivel de discusión teórica, este trabajo propone un novedoso uso de
las herramientas conceptuales de la escuela de estudios de la gubernamentalidad.
De manera específica, se argumenta que este enfoque puede ser especialmente fruc­
tífero para investigar las técnicas de formación del poder del Estado que no surgen
directamente de regulaciones legales o formas jurídicas, prohibiciones, coerción
y/u otras formas que generalmente se asocian con el Estado y la lógica de policía.
Las formas modernas de gobierno (las que incluyen dimensiones importantes del
Estado ecuatoriano) se caracterizan por la conjunción de varias formas de poder,
como la faceta del poder que busca construir poblaciones autogobernadas a través
de diversas técnicas basadas en el conocimiento. Comprender el proceso mediante
el cual el Estado busca penetrar la sociedad a través de estas técnicas y prácticas de
conocimiento es importante para entender las formas en que constituye campos de
intervención en la sociedad. Investigar la constitución de campos de intervención

1. Por “formación del Estado” entiendo la reproducción de las formas y prácticas del Estado. No
implica hablar de la génesis del Estado, sino de las diferentes maneras en que sus prácticas son
articuladas a través de actos de gobierno.

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desde el enfoque de la gubernamentalidad implica prestar atención a las formas en


que el Estado los problematiza y los convierte en cuestiones técnicas y manejables,
así como a las formas en que el Estado “protege” estas construcciones a través de,
por ejemplo, actos disciplinarios. De esta manera el trabajo desarrolla una serie de
argumentos teóricos que enfatizan la importancia de estos elementos en la constitu­
ción de los regímenes gubernamentales y, finalmente, en los procesos continuos de
formación (y reproducción) del poder del Estado.
Antes de continuar se debe señalar que este trabajo no busca desarrollar una
discusión definitiva sobre el poder del Estado, ni entrar en debates sobre cómo de­
finirlo. De esta manera, este trabajo se aleja del nominalismo para centrarse en lo
concreto del Estado. El argumento principal es producto de la pregunta metodológi­
ca ¿cómo se puede estudiar al Estado? Las dificultades para investigar una entidad
compleja y diversa como el Estado son evidentes y, siguiendo a Foucault (1991,
2007), considero que reducir esas complejidades en una única teoría abarcadora
sería contraproductivo. Por tanto, las afirmaciones que se hacen aquí son proposi­
ciones teóricas que buscan establecer una ontología manejable para investigar los
Estados y, más específicamente, para investigar cómo el Estado penetra la sociedad,
sin que sea necesario recurrir a una amplia generalización sobre su comportamiento.
El trabajo se organiza de la siguiente manera. En primer lugar, se define al Es­
tado en sus dos dimensiones: prácticas y narrativas. En segundo lugar, se establece
una relación entre esta conceptualización básica del Estado y los fundamentos teó­
ricos de los estudios de la gubernamentalidad. La segunda sección del capítulo trata
específicamente sobre las formas en que se pueden utilizar los estudios sobre guber­
namentalidad para investigar los procesos de formación del poder del Estado. En
tercer lugar, se hace un acercamiento a los aspectos específicos del análisis foucaul­
tiano sobre el poder que son pertinentes para estudiar al Estado, en particular, las
relaciones entre conocimiento y poder, en las diferentes dimensiones del poder es­
tudiadas por Foucault. En cuarto lugar, se abordan aspectos específicos sobre cómo
el Estado construye campos de intervención. En conjunto, estas secciones resaltan
la importancia de la construcción de narrativas, de los actos de problematización y
de convertir realidades sociales en temas propios del ámbito de lo técnico, así como
la importancia de la genealogía para investigar los regímenes gubernamentales. Los
dos últimos elementos de este artículo tratan sobre la política y las potenciales crí­
ticas al enfoque de la gubernamentalidad como herramienta para estudiar al Estado.
El trabajo termina con unas cortas consideraciones finales.

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LA GUBERNAMENTALIDAD Y EL ESTUDIO
DE LAS PRÁCTICAS DE ESTADO

Max Weber célebremente definió al Estado como “una relación de dominio de


hombres sobre hombres, una relación sustentada en medios de violencia legítima (o
considerada como legítima)” (citado en Migdal 2001, 13). Esta definición subraya
que el Estado es una relación de dominación y, por tanto, una relación de poder. Se
puede inferir que en esta definición de Weber existe una dimensión importante para
el rol de la fuerza. Sin embargo, el Estado no solamente domina por la fuerza o con
la amenaza del uso de la fuerza. Las relaciones de poder pueden tener lugar amplia­
mente antes del uso de la fuerza o en medio del uso de la fuerza. La definición de
Estado de Migdal (2001) complementa la definición de Weber precisamente en este
aspecto. Según Migdal el Estado es “1. la imagen de una organización dominante
coherente en un territorio que es una representación de las personas que pertenecen
a ese territorio, y 2. las prácticas reales de sus múltiples partes”.
Las dos definiciones ven al Estado conectado con las prácticas de poder y sus
fuerzas materiales. Para Migdal, vale la pena señalar, el Estado es también una ima­
gen, una construcción, por tanto, basada en narrativas sobre el Estado. Esto puede
ser visto como algo equivalente, aunque aplicado al Estado, a la definición de na­
ción de Anderson (1991) como una “comunidad imaginada”; la definición de Mig­
dal reconoce la materialidad de las prácticas, pero agrega los aspectos narrativos del
Estado en los cuales su poder no abarca solamente cosas, comercio, políticas públi­
cas, cortes de justicia, dinero, armas, recursos en general, sino que también abarca
representaciones y la construcción de imaginarios. Esto significa que al observar al
Estado y el poder estatal se deben considerar ambos lados de la ecuación: prácticas
y significados, luchas por recursos, así como luchas por conceptualizaciones y por
regímenes de representación (cfr. Rojas 2001, 2004).
Así, el Estado es el intersticio entre práctica e imagen. Por lo tanto, quisie­
ra hacer la siguiente proposición: el Estado puede ser definido como una serie de
regímenes gubernamentales que finalmente se soportan en el uso legítimo de la
violencia para dominar su población. Esta definición sintetiza las aproximaciones
de Weber y Migdal a través de los lentes de Foucault: un régimen gubernamental
es una forma de poder que vincula las narrativas (imágenes) y las prácticas (técni­
cas, planes, intervenciones) dentro de una actividad llamada gobierno (la que no
debe confundirse con el poder ejecutivo del Estado). Como señaló Foucault, son
las tácticas de gobierno las que hacen posible la continua definición y redefinición
de aquello que está dentro de la competencia del Estado y aquello que no lo está; la
definición de lo público versus lo privado, en otras cosas. De esta forma, el Estado
solamente puede ser comprendido en su sobrevivencia y sus límites sobre la base de

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las tácticas generales de gubernamentalidad (Burchell et al. 1991, 103; O’Malley


et al. 1997).
De manera concreta, la gubernamentalidad puede ser “entendida en un senti­
do amplio como técnicas y procedimientos para conducir el comportamiento huma­
no. El gobierno de los niños, el gobierno de las almas y las conciencias, el gobierno
de un hogar, de un estado o de uno mismo” (Foucault, citado en Rose et al. 2006,
83). He decidido denominar el enfoque que desarrollo en este trabajo como “pos-
foucaultiano” e “inspirado en la gubernamentalidad” por dos razones. En primer
lugar, porque muchos de los conceptos fundamentales en este trabajo provienen de
la vasta literatura sobre gubernamentalidad que ha emergido desde los años noventa
antes que de la obra específica de Foucault. Sin embargo, el enfoque de Foucault
y el enfoque dominante sobre la gubernamentalidad han sido más comúnmente
utilizados para analizar las sociedades altamente organizadas y “desarrolladas” del
norte global. En segundo lugar, como se señalará con más detalle posteriormente,
el uso que hago de la gubernamentalidad no es como una teoría en cuanto tal, sino
como “una forma de análisis político” (Walters; ver también Hindess 2005). Así, a
través del enfoque inspirado en la gubernamentalidad intento analizar y fortalecer
tres aspectos que considero fundamentales sobre el Estado, sobre su reproducción
y la expansión de su poder: primero, cómo este interviene en la sociedad (esque­
mas de intervención); segundo, sus modalidades de poder y formas de autoridad,
y, tercero, sus narrativas constitutivas (regímenes de representación). Todos estos
elementos están interrelacionados y se co-constituyen; es decir, ninguno de estos
elementos puede analizarse aisladamente y todos afectan su mutua constitución.
Además, como se argumentará más abajo, se considera que el enfoque de la gu­
bernamentalidad no es opuesto a algunos de los argumentos del estructuralismo,
el institucionalismo o el culturalismo. A pesar de esto, no se está proponiendo un
enfoque ecléctico, compatible con cualquier otra aproximación teórica. El enfoque
inspirado en la gubernamentalidad en muchos aspectos puede ser más apropiado
para comprender la transición desde un Estado desarticulado, en el caso ecuatoria­
no, antes de 2006 a uno más fuerte y organizado, cuya presencia en la sociedad no
tuvo precedentes en la historia ecuatoriana. El enfoque de la gubernamentalidad,
por ejemplo, no es enemigo de la idea que el Estado puede representar intereses de
clases o que las instituciones una vez que están incrustadas en prácticas sociales
pueden promover el desarrollo democrático y fortalecer el Estado.
Sin embargo, a la hora de estudiar al Estado, la diferencia fundamental de un
enfoque de gubernamentalidad frente a otros enfoques es su nivel de análisis: conec­
ta los niveles meso y micro sin la necesidad de hacer referencia a “grandes estruc­
turas, procesos amplios y comparaciones enormes” (Tilly 1983). Aunque su énfasis
ontológico está en el nivel de las intervenciones gubernamentales y las formas en
que estas son constituidas y penetran la sociedad, a nivel epistemológico su énfasis
está puesto en las interrelaciones entre el conocimiento, los discursos-prácticas y el

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poder. Como espero demostrar más adelante, esos dos niveles juntos son capaces de
producir una mirada incisiva sobre el poder y las diferentes modalidades del poder
ejercidas por el Estado sobre (y a través de) su población. De esta manera el enfo­
que de la gubernamentalidad entiende los regímenes gubernamentales como formas
concretas y observables del comportamiento del Estado. Desde esta perspectiva, el
Estado puede ser entendido como una serie de regímenes gubernamentales que no
necesariamente exhiben coherencia y unidad ni son racionales o progresivos (en el
sentido de progresión teleológica del gobierno: los gobiernos continuamente están
aprendiendo y mejorando), sino que con frecuencia son contradictorios, diversos e,
incluso, caóticos.
Se debe tener cuidado en no pedirle a un enfoque inspirado en la guberna­
mentalidad (y a cualquier enfoque) más de lo que este puede ofrecer; este enfoque
tiene limitaciones importantes (algunas de las cuales se señalarán luego) y puede ser
complementado por otras fuentes teóricas. Por ejemplo, aunque este trabajo princi­
palmente emplea herramientas desarrolladas por la escuela de la gubernamentali­
dad, también recurre a fuentes weberianas, de la teoría crítica (p. ej. la Escuela de
Frankfurt y otras fuentes gramscianas) así como a la teoría del Estado de Joel Mig­
dal (1989, 2001). Esta combinación específica de fuentes teóricas permitirá ampliar
el enfoque de la gubernamentalidad en tres direcciones: para comprender la relación
entre el poder burocrático y las intervenciones del Estado, particularmente en el
contexto de una burocracia tecnocrática en formación, como fue el caso ecuatoriano
entre 2008 y 2014; para permitir más campo a la agencia social en el enfoque teóri­
co de este trabajo y, en tercer lugar, para establecer relaciones entre las intervencio­
nes gubernamentales y los procesos de formación de Estado. En adelante buscaré
articular un enfoque interpretativo para comprender el Estado ecuatoriano desde
2008 y sus intervenciones en la sociedad, especialmente en lo que tiene que ver con
la planificación participativa.
Una de las premisas metodológicas y teóricas que subyacen a este trabajo es
su fundamentación histórica. Sitúo y comprendo al Estado ecuatoriano en un con­
texto histórico específico: una coyuntura histórica en el intersticio entre el fin del
neoliberalismo y la emergencia de una nueva forma de Estado. Hubo un período
(2006-2008) durante el cual los movimientos sociales politizados buscaron recons­
tituir un Estado elitista desarticulado, a través de un nuevo arreglo institucional y
una nueva identidad del Estado mediante la promulgación de una nueva Constitu­
ción Política. Desde que por primera vez Foucault habló de la gubernamentalidad
en sus cursos en el Collège de France (1978-1979), la conceptualizó como una
comprensión histórica de una modalidad de gobierno y ejercicio del poder político
(Dean 1991, 1999; Walters 2012). En este sentido, se enfatiza en que la guberna­
mentalidad implica observar el gobierno del Estado como un proceso, como una se­
rie de efectos, de inicios y finales; es decir, implica ver al Estado como un proyecto
siempre en construcción, no como una obra terminada.

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Aún más, históricamente la gubernamentalidad ha sido útil para comprender


lo que denomino “el carácter novedoso” de un proyecto de Estado y cómo este fue
rearticulado después del neoliberalismo. Sobre este aspecto una visión teleológica o
histórica de dependencia de la trayectoria (path dependecy) sobre el Estado ofrece
una capacidad analítica limitada. La preocupación de Foucault sobre la genealogía
del Estado sitúa los procesos de ruptura, en lugar de las continuidades, como los
momentos significativos para dar cuenta de los procesos de formación del Estado.
En el caso de Ecuador es claro que un momento de ruptura ocurrió entre 2006
y 2008. Igual que en otros países de la región como Venezuela (1998) o Bolivia
(2007), la población ecuatoriana votó ampliamente como presidente a un político
desconocido, antiestablecimiento, de tendencia de izquierda, que tanto en su retóri­
ca como en sus planes de gobierno representó una ruptura con el pasado neoliberal
del país. Uno de los momentos más significativos de ruptura política, propiciado por
las elecciones presidenciales de 2006 (como en Venezuela y Bolivia) fue la cons­
trucción de los lineamientos de la nueva Constitución que aspiraba la reconstitución
del Estado.
Finalmente, dado el alcance de esta investigación teórica, orientada a analizar
las intervenciones del Estado en la sociedad, específicamente en el área de la parti­
cipación política, se requiere un enfoque analítico que brinde luces sobre los esque­
mas, planes y técnicas gubernamentales y sus relaciones con procesos más amplios
como la identidad política y discursiva del Estado y sus condiciones materiales
(recursos financieros, doctrina económica). Las herramientas analíticas del enfoque
propuesto aquí permiten un acercamiento detallado al despliegue de los regímenes
gubernamentales: no se asume la existencia del acto de gobernar, sino que esta es
problematizada. De esta manera, analizar la participación implica problematizar las
formas específicas en que el Estado construye en el campo de la participación sus
delimitaciones, sus dispositivos institucionales, así como los conocimientos y técni­
cas usadas para ello. La preocupación principal de esta investigación es precisamen­
te comprender los procesos de formación del Estado a través de una investigación
de las intervenciones del Estado en la sociedad.

¿LA GUBERNAMENTALIDAD Y EL ESTADO?

De entrada, la gubernamentalidad no aparece como una elección obvia para


estudiar el Estado. No solamente porque Foucault fue cauteloso para desarrollar una
teoría del Estado (1994), sino porque una cantidad importante de literatura sobre la
gubernamentalidad ha sido devota de estudiar el poder más allá del Estado (Rose y
Miller 1992). Sin embargo, la desazón de Foucault sobre el desarrollo de una teoría
del Estado puede ser vista desde un ángulo diferente. En lugar de observar al Estado
como un todo, o en lugar de desarrollar una teoría Estado-céntrica como lo sugiere

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Skocpol (1985) en el texto clásico Bringing the State Back In (Evans et al. 1985),
con el Estado como un actor central y unitario, se lo podría observar como un con­
junto de regímenes gubernamentales que cuentan con diferentes grados de éxito. De
esta manera se puede evitar el problema de desarrollar una teoría sobre el Estado, y
librarse de esa “comida indigerible”, para citar la famosa frase de Foucault (citado
en Lemke 2007, 43).

ESTUDIANDO AL ESTADO COMO REGÍMENES


GUBERNAMENTALES

Como se mencionó previamente, este trabajo investiga cómo analizar el Esta­


do desde la forma en que este reproduce su poder y sus aparatos de poder se articu­
lan como tales en la sociedad. Para analizar este proceso se deben observar varias
facetas de la formación del Estado: sus narrativas constitutivas, sus modalidades de
poder y sus intervenciones en la sociedad a través de prácticas concretas de sus es­
feras formales y sustantivas (ver Jessop 2008). Siguiendo a Walters y Haahr (2005,
289-92), sugiero emplear el concepto de gubernamentalidad de dos formas especí­
ficas: en primer lugar, y más importante, como una forma de análisis político y, en
segundo, como el desarrollo histórico de una forma de técnicas de poder modernas
que incluyen el gobierno de las conductas. En concreto, desde esta perspectiva el
gobierno puede ser entendido como “una forma de actividad que busca dar forma,
guiar o afectar la conducta de alguna persona o personas... el gobierno abarca no
solamente el gobierno de los otros sino también las diferentes maneras en que nos
gobernamos a nosotros mismos” (Gordon, citado en Walters y Haahr 2005: 290).
De esta proposición teórica se derivan dos preguntas guías para investigar los re­
gímenes de gobierno: a) ¿cómo somos gobernados en vías de que nos gobernemos
nosotros mismos?, b) ¿Cómo se generan estos procesos desde el Estado?
En tanto forma de análisis político, la gubernamentalidad implica analizar el
gobierno y sus mentalidades, racionalidades y prácticas constitutivas; en otras pala­
bras, la relación entre gobierno y formas de pensamiento/conocimiento. La guber­
namentalidad “busca evidenciar las formas de razón política que sustentan tipos de
gobierno específicos y que con frecuencia son implícitas. Se pregunta por la forma
en que diferentes regímenes han planteado ciertos problemas del gobierno: ¿quién
puede gobernar?, ¿quién debe ser gobernado?, ¿qué cosas deben ser gobernadas
y cómo? (Walters y Haahr 2005, 290). Es importante resaltar que estas preguntas
implican la idea de contingencia en el acto de gobierno. Esto quiere decir que me­
todológicamente, el poder del Estado es siempre un proyeto en continua disputa.
Además, como han señalado Rose y Miller (1992, 176), la gubernamentalidad
debe ser analizada en términos de sus tecnologías gubernamentales, las compleji­
dades de los programas mundanos, los cálculos, técnicas, aparatos, documentos y

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procedimientos a través de los cuales las autoridades buscan concretar y hacer efec­
tivas las prácticas gubernamentales. A través del análisis de las intrincadas inter­
dependencias entre las racionalidades políticas y las tecnologías gubernamentales,
es posible empezar a comprender las múltiples y delicadas redes que conectan las
vidas de los individuos, los grupos y las organizaciones con las aspiraciones de las
autoridades en los Estados modernos.
Por tanto, y como ejemplo, la gubernamentalidad podría relacionar los temas
de participación y las técnicas de planificación configuran una forma de gober­
nar las “libertades” de ciertas pobalciones. Sobre la base de estas consideraciones
se pueden derivar otras dos preguntas adicionales de investigación metodológico-
teóricas: c) ¿cuáles son las mentalidades y formas de racionalidad que “emplea” el
Estado en su propia definición como actor social?, d) ¿cómo esas mentalidades se
convierten en prácticas gubernamentales concretas, a través de qué medios (agen­
cias, instituciones, regulaciones, etc.) y qué técnicas (cálculos, censos, estadísticas,
mapas, espacios de trabajo, libertades o restricciones)?

EL APARATO ESTATAL

No todos los Estados son iguales. Más allá de las diferencias en los regíme­
nes económicos y políticos, los Estados son diferentes en su organización interna
y, particularmente, en la forma en que el poder del Estado se manifiesta en las
relaciones Estado-sociedad. La importancia de la estructura burocrática para los
Estados es bien reconocida. En la clásica exploración de la dinámica política de la
burocracia, Allison (1973) mostró la conexión directa entre la posición que alguien
ocupa en la burocracia del Estado y el comportamiento que dicho agente despliega
con relación a sus funciones: “el lugar donde te sientas determina la forma en que
actúas”. De manera similar, los académicos de influencia weberiana han enfatiza­
do la importancia de un aparato burocrático moderno, efectivo y eficiente para el
funcionamiento del “estado para el desarrollo” (developmental state). Por ejemplo,
en su conocido trabajo sobre las diversas formas de Estado (depredador, para el
desarrollo o híbrido), Evans (1995, 40) mostró que el comportamiento del Estado
depende parcialmente de su organización interna y que esta “hipótesis weberiana
debe ser explorada a través de diferentes agencias [estatales] y países”. Es más,
Evans señaló que “analizar las agencias estatales involucradas en ciertos sectores
industriales... es una manera de poner más contenido empírico sobre la idea de que
es la escasez más que el exceso de burocracia lo que impide el desarrollo” (40).
Al analizar el comportamiento de las agencias estatales y del aparato burocráti­
co, Evans diferencia el efecto sobre la industria de los diferentes tipos de Estado
evaluados en su estudio. Aunque Evans estaba interesado en el rol del Estado en
la transformación industrial, es posible extrapolar su argumento al campo de la

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participación: analizar las agencias estatales responsables de fomentar la partici­


pación es esencial para comprender el tipo de Estado y el tipo de participación
que se está promoviendo. Sin embargo, simultáneamente se considera fundamental
problematizar las mentalidades (relación conocimiento-prácticas) de gobierno de
cada ente burocrático en conjunción con la idea de que más burocracia es mejor
para el “desarrollo”. De acuerdo con Jessop (2007), estudiar la gubernamentalidad
es estudiar la “constitución histórica de diferentes formas de estado en, y a través
de, las cambiantes prácticas de gobierno sin asumir que el estado tiene una esencia
general o universal”. Sin embargo, continúa Jessop, “a medida que evitaba alguna
teoría general del estado, [Foucault] ciertamente exploró las estrategias emergentes
(proyectos de estado, proyectos de gubernamentalidad) que identificaban la natu­
raleza y propósitos del gobierno (como se refleja en las formas alternativas de la
razón de estado) en diferentes contextos y períodos históricos” (Jessop 2007, 37).
En síntesis, siguiendo el trabajo de Weber y Foucault, de Evans y Lemke, a la hora
de estudiar al Estado es importante relacionar los tipos de intervención estatal con
los tipos de agencias que los hacen concretos hacia afuera y, de manera más gene­
ral, las relaciones de agentes no estatales con las oficinas, agencias, ministerios y
demás órganos burocráticos con quienes estos interactúan. Al analizar el tipo de
burocracia de un Estado, es posible sacar conclusiones acerca de su identidad (p.
ej. desarrollista, depredador, intermediador, disciplinario, autoritario) pero también
sus mecanismos para dominar a la sociedad, penetrar sus espacios y, extrapolando la
teoría de Evans, sus diversas formas de imbricación social (social embeddedness).

EL ESTADO Y LAS MODALIDADES DEL PODER

Se ha establecido que el Estado son prácticas y narrativas, racionalidades y


técnicas, aparte de su sus organizaciones formales. Por tanto, un análisis del Estado
como un conjunto de regímenes gubernamentales requeriría reconocer que el poder
va más allá de sus formas jurídicas y de represión. Esta afirmación tiene, por lo me­
nos, dos implicaciones para investigar el Estado. Primero, el poder y las reglas no
pueden ser reducidos a sus formas jurídicas y/o de represión (ni siquiera, como lo
hizo Weber, en un sentido de última instancia). Segundo, el poder es mucho más que
prohibición (legal o no), coerción y castigo. La noción del poder más allá de la ne­
gación es reconocida por diferentes tradiciones intelectuales como el gramscianis­
mo cuyo concepto de hegemonía ha tenido un rol prevalente en dar cuenta de lo que
el másico llama superestrucura. Los weberianos también reconocen que el poder es
más que dominación a través del uso (que se reclama) legítimo de la violencia. La
autoridad es para Weber, por ejemplo, un concepto que requiere de que los menos
poderosos se dobleguen, aunque sea de manera temporal, a la autoridad de un líder,
la ley o la tradición. De la misma manera, los estudios de la gubernamentalidad

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siguen a Foucault definiendo al poder históricamente y de manera concreta en tres


expresiones fundamentales: el poder soberano, el poder disciplinario y el poder de
gobierno.
Brevemente, el poder soberano significa, de cierta manera, dominación a través
del control de la muerte. Foucault pensó en el poder soberano como el poder último
del monarca para administrar la muerte. El poder era soberano en tanto y cuanto el
poder se concentraba en la figura de un soberano quien tenía el poder de matar o
dejar vivir. Por el contrario, el biopoder, producto del poder moderno denominado
gobierno, es el poder de potencializar la vida, administrar la salud y el bienestar. De
cierta manera, el biopoder es el poder que opera a través de la vida más que de la
muerte. El poder disciplinario es una forma de administrar las poblaciones a través
de los regímenes de disciplina (como en las escuelas, los cuarteles, los asilos, etc.).
Contrario al poder soberano, la definición del poder disciplinario implica la trans­
formación de las subjetividades de las personas. Por definición, implica un proceso
de “perfeccionamiento” –normalización a través de prácticas disciplinarias como los
horarios fijos, las formaciones militares, el encarcelamiento penitenciario moderno,
las ciudades configuradas en torno a una industria (la factoría), etc.–. Finalmente, el
poder gubernamental, al igual que el biopoder, proviene del esfuerzo de Foucault para
responder a las críticas marxistas que señalaban la incapacidad de su concepción del
poder para dar cuenta de configuraciones de capitalista, y más específicamente, su
debilidad “para ofrecer una consideración apropiada de la naturaleza y organización
del estado” (Walters 2012, 15). Tanto el biopoder como el poder gubernamental son
formas de comprender los regímenes de gobierno modernos, muchos de los cuales
tienen sus raíces en la administración de la vida, y no de la muerte; en la libertad, y no
en la restricción; en el autogobierno, y no en la obligación jurídica o policial (Dean
1999; Walters 2012).
Antes de discutir algunos de los elementos constitutivos de lo que Foucault
pensó como “poder” en un sentido más general, siguiendo a Hindes (2001; 2004)
quisiera discutir la idea de poder disciplinario por su importancia historica para el
desarrollo y constitución de los Estados modernos, incluidos los latinoamericanos.
El objetivo principal de la disciplina es la normalización de las poblaciones a través
de períodos más o menos amplios de sometimiento a regímenes disciplinarios. Un
régimen disciplinario es un mecanismo regulador generalizado para la “producción
de sujetos dóciles y útiles” (Dean 1992, 122). La disciplina está íntimamente ligada,
asimismo, a la producción de individuos autónomos y autorregulados, susceptibles
de ser gobernados desde la distancia y por lo tanto más sensibles a los designios del
poder, ya sea este capitalista o estatista. Un buen ejemplo de una institución discipli­
naria es el ejército. En un cuartel militar los hombres y mujeres están sujetos a una
serie de técnicas (marchar, un calendario estricto, etc.) diseñadas para transformar
un hombre o mujer en un/a soldado –una transformación en su subjetividad–. La
disciplina implica la afectación temporal de la libertad del individuo o del grupo

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hasta completar el proceso de normalización. Por tanto, una diferencia importante


entre el poder disciplinario y el poder soberano es que en este último los regímenes
de tortura o encarcelamiento no se preocupan por moderar, corregir o transformar
subjetividades sino solamente del castigo como herramienta ejemplificadora. Dicho
de otra manera, el objetivo de este poder no es transformar el sujeto sino usarlo
como un ejemplo para que otros no imiten el comportamiento del castigado. Es por
esto que prácticas como la tortura y el castigo hasta el siglo XVII se llevaban a cabo
como espectáculos públicos (Foucault, 1977).
Se podría argumentar que esta diferencia fundamental puede ser transpuesta
hacia una comprensión contemporánea de los diferentes regímenes de poder dentro
de los Estados: para un Estado autoritario, las poblaciones oprimidas son incorregi­
bles, por así decirlo (cfr. Hindess 2004). La intención del poder puede ser mantener
el statu quo, mas no potenciar a la población en general. Los ejemplos abundan,
pero los casos más decidores son la Alemania nazi y el apartheid de Sudáfrica. En
ambos casos las poblaciones oprimidas fueron manejadas a través de una casi total
abolición (judíos) o una exclusión radical (negros sudafricanos), respectivamente.
Ni la población judía en el caso alemán, ni la población negra en el caso sudafri­
cano, eran vistas como “corregibles”. Lo mismo puede decirse de otros períodos o
regímenes autoritarios sobre las poblaciones: los comunistas en Chile bajo Pino­
chet, los negros en el período de esclavitud y segregación en los Estados Unidos
o las mujeres en muchas sociedades contemporáneas. Por el contrario, en un régi­
men disciplinario, las poblaciones subyugadas son manejadas a través de accio­
nes disciplinarias diseñadas para transformarlas, para “normalizarlas” y potenciar
ciertos atributos por sobre otros. Particularmente en las sociedades capitalistas, la
productividad y la docilidad para el trabajo; el consumismo y el comportamiento
ordenado requerido por las fábricas o grandes empresas como Google o Amazon.
Se considera que esta es una distinción conceptual muy útil, como se verá más
adelante cuando se ejemplifiquen las modalidades de poder ejercidas por el Estado
ecuatoriano durante la construcción de lo que llamaron en aquella época “participa­
ción ciudadana”. En su relación con la población indígena, por ejemplo, ¿puede ser
el Estado ecuatoriano caracterizado como autoritario o disciplinario? Me inclino a
pensar en favor del primer caso.
Las medidas de disciplinamiento pueden tomar diferentes formas organiza­
tivas: la escuela, un programa de incentivo al trabajo, un asilo, una prisión o un
cuartel militar (Walters 2012). Sin embargo, las acciones disciplinarias, debemos
enfatizarlo, necesitan también de actos de vigilancia y por lo tanto no se limitan
a expresiones puramente organizacionales, sino que pueden ser psicológicas, dis­
cursivas y simbólicas, y pueden desarrollarse dentro regímenes de representación
específicos. Es posible que Foucault haya desestimado la importancia de la vigi­
lancia más allá de poblaciones encuarteladas o institucionalizadas, aunque saliese
de la vigilancia a sistemas más descentralizados, como por ejemplo el internet y

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su oblicuo acceso a los datos personales de millones y/o al hecho que toda ciudad
moderna hoy en día está llena de aparatos de vigilancia, como las cámara de video.
Ejemplos de esto también pueden ser las campañas de intimidación provenientes
del Estado que con propósitos diversos, dan un mensaje a la población sobre el esta­
do de vigilancia moderno. El aspecto central del poder disciplinario es administrar
poblaciones específicas a través de la disciplina y la vigilancia. En este sentido, el
objetivo último de disciplinar poblaciones sería reproducir un régimen de poder
específico, ya sea este estatal o no. Así, por ejemplo, el dominio de la modernidad
blanca americana, como lo indica Bolívar Echeverría, en países como Ecuador im­
plica que disciplinar y corregir comportamientos buscará reproducir un régimen de
poder que prioriza campos discursivos que acentúan las virtudes de la modernidad
americana (Echeverría 2010).
Finalmente, me gustaría desarrollar ciertos aspectos sobre el gobierno como
una forma de poder. Para Foucault la trayectoria del poder fue de alguna manera
teleológica: las sociedades más “primitivas” se sustentaban en formas de poder so­
berano y, las más modernas, las europeas, en el poder gubernamental. De acuerdo
con Li (2007a), Foucault veía esta progresión como algo más o menos inevitable.
Buena parte de la gubernamentalidad, así como el poder moderno, se interesa en las
tecnologías liberales del poder, principalmente, del ejercicio del poder a través de
las libertades, la autorregulación y de la inclusión más que de la exclusión. Vale la
pena enfatizar dos aspectos fundamentales relacionados el objetivo de este trabajo.
Primero, que el poder gubernamental es un proceso histórico, no un estado de cosas
estático. Esto significa que cualquier análisis sustentado en la gubernamentalidad
debe reconocer que los Estados de autorregulación son, en primer lugar, continua­
mente reproducidos por agentes diferentes a los individuos autorregulados. Los re­
gímenes deautorregulación liberal no surgieron en la oscuridad, fueron estimulados
y producidos por los actos de los gobiernos, así como por otras fuerzas como el
mercado. Por tanto, decir que la gubernamentalidad tiene que ver con la regulación
a través de las libertades no implica ignorar el papel que juegan los gobiernos en el
desarrollo (y eventualmente la reproducción) de la autorregulación en tanto hecho
histórico.
Concuerdo con Li (2007) en considerar que Foucault llevó muy lejos la idea
de la teleología del poder. Muchas sociedades occidentales, en particular aquellas
en los Andes como Ecuador, se caracterizan por la coexistencia de formas de orga­
nización social y económica premodernas y altamente modernas, liberales. De ma­
nera similar, mi argumento ejemplificado por el Estado ecuatoriano sugiere que una
de las razones por las que fue relativamente efectivo en su rearticulación, expansión
y reproducción durante los gobiernos de Alianza PAIS, fue la existencia de diferen­
tes modalidades de poder, desde el gubernamental al disciplinario. Como sugiere
el caso ecuatoriano, las diferentes modalidades de poder coexisten dentro de un
mismo momento histórico y sociopolítico. En la próxima sección se avanzará sobre

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la pista de las siguientes preguntas: ¿cómo se transforman la gubernamentalidad y


el poder en prácticas estatales?, ¿cómo es ejercida la gubernamentalidad?

CONOCIMIENTO, PODER Y GOBIERNO

Como un primer paso para dar respuesta a estas cuestiones se ampliará la no­
ción del poder como algo que produce sujetos. Para Foucault el poder tenía una fuer­
te dimensión productiva o positiva. De hecho, como señala Haugaard (2002, 68),
para Foucault la presencia de violencia señalaba la ausencia de poder. Es importante
aclarar que por “productivo” Foucault, o los teóricos de la gubernamentalidad, no
quieren decir deseable o bienvenido –no existía ningún propósito normativo con el
término poder “positivo” o productivo (Haugaard 2002). Con el rótulo “positivo”–
Foucault se refería a varias formas productivas, empoderadoras o constructivas, ya
sean para bien o para mal. Esta dimensión del poder es crucial en este trabajo por
tres razones. Primero, porque tanto desde el punto de vista teórico como empírico,
es claro que el Estado no opera exclusivamente a través de la fuerza. Segundo, por­
que las técnicas de poder modernas, como arguyo lo es la participación ciudadana
organizada desde el Estado, que no se basan en la opresión, la negación o la idea de
“poder sobre...”, deben ser consideradas desde unos lentes teóricos distintos a los
de las ideas verticalistas sobre el poder. Tercero, al investigar el Estado ecuatoriano
contemporáneo es evidente que buena parte de su proceso de rearticulación, inclui­
dos los procesos de lo que se llamó “poder ciudadano”, es altamente basado en el
conocimiento y altamente tecnocrático.
Establecer una conexión entre el poder y el conocimiento y las prácticas dis­
cursivas es, por lo tanto, una de las contribuciones teóricas fundamentales de la li­
teratura de la gubernamentalidad. Este es un momento oportuno para traer de vuelta
la idea de Migdal que el Estado es imagen y práctica. Por esta naturaleza dual del
Estado es imprescindible indagar dentro de los mecanismos de poder que operan
en la creación de una imagen sobre el Estado. Existen, por supuesto, las cuestiones
sobre el territorio, la nacionalidad, entre otras; pero de manera importante, también
existe la imagen del “gobierno como la esencia de la eficacia” (Barthes, citado en
Lemke 2007, 2). De hecho, esta noción es precisamente el primer uso dado al tér­
mino “gubernamentalidad” por el teórico francés Roland Barthes (1957) en su libro
Mythologies. La esencia de la eficacia no hace referencia solamente a “hacer las
cosas”, sino a hacer las cosas de la manera correcta. ¿Cuál es la manera “correcta”?,
y ¿cómo construye el gobierno una imagen de “lo correcto”? Justamente la relación
entre el poder y “lo correcto” o, más específicamente, la relación entre el poder y la
verdad era lo que interesaba a Foucault. Sin entrar en una amplia discusión filosó­
fica o metafísica sobre la relación entre verdad y poder, existen algunos asuntos en
torno a este tema que necesitan consideración.

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Desde la perspectiva de la gubernamentalidad y el estudio del Estado, como


afirma Jaeger (2010, 52), lo que se implica es fundamentalmente “formas histórica­
mente variables de imaginar y dar dirección a las conductas con la ayuda de conoci­
mientos (o racionalidades) y métodos específicos, y con frecuencia técnicos”. Uno
de los principios fundamentales de la gubernamentalidad es que “el gobierno define
un campo discursivo en el cual el ejercicio del poder es “racionalizado” (Lemke
2007, 2; énfasis añadido). Y para lograrlo los gobernantes necesitan de campos de
conocimiento específicos que revistan sus intervenciones con un manto de “conoci­
miento y experiencia técnica”. En este sentido, estudiar las intervenciones guberna­
mentales en la sociedad implica observar cómo el Estado, a través de sus diferentes
agencias, construye: 1. una imagen de sí mismo como la esencia de la eficacia y
también como la esencia de lo correcto; 2. los campos de conocimiento y las técni­
cas que emplea para construir tal imagen; y 3. las narrativas y discursos empleados
para definir los espacios gubernamentales y la legitimidad del Estado. En virtud de
esto se puede hacer la siguiente proposición: el poder del Estado, especialmente en
los Estados más modernos, pero también es Estados “híbridos” como el ecuatoriano
(donde se combinan prácticas de administración modernas con bajos niveles de
‘weberianización’ de su burocracia), está parcialmente enraizado en la producción
de conocimiento y en los campos de conocimiento que este puede generar. Las na­
rrativas y discursos a través de los cuales el Estado busca inculcar en la población
una imagen de sí mismo que es, sino legítima, por lo menos una imagen que justifica
sus intervenciones en la sociedad. A continuación discuto estos tres elementos para
después concluir con una discusión sobre la ontología del Estado con relación a la
constitución de regímenes de gobierno.

REGÍMENES DE GOBIERNO
COMO PRÁCTICAS DE ESTADO

Además de la autoetnografía inversa, los gobiernos usan muchas otras téc­


nicas prácticas relacionadas con la misma ecuación antes mencionada entre cono­
cimiento y poder. Estas técnicas son un paso previo a la creación de las políticas
públicas. Algunas de estas técnicas incluyen como ya lo mencioné: la constitución
de poblaciones, los actos de problematización, la producción de soluciones técnicas
a través de conocimientos técnicos, cuadros, estadísticas, mapas y otros dispositi­
vos que contribuyen a constituir un campo para la intervención (la participación,
la salud, la economía, la educación, el turismo, etc.). La constitución de un campo
de intervención por parte de un régimen gubernamental sigue uno de los principios
metodológicos básicos de Foucault: la genealogía. Un elemento central de este mé­
todo es que no puede darse por sentada (a priori) la existencia de campos como el

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de la salud, la economía, etc.; estos deben ser entendidos en conjunción con prác­
ticas de gobierno, es decir con prácticas políticas. En palabras de Donzelot (2012):

[Foucault] no se propuso mostrar la relatividad histórica de estos objetos, ni tampoco


negar su validez, como con frecuencia se ha dicho, sino que postuló a priori su no-
existencia, desmantelando así todas nuestras certezas sobre ellos, incluidas aquellas
de su pura historicidad. Esto le permitió revelar cómo algunas cosas que no existen
pueden llegar a existir, cómo fue posible que un conjunto de prácticas confluyera para
producir un régimen de la verdad con respecto a esos objetos, una combinación de
poder y conocimiento que permite decir, por lo menos mientras dicho régimen de la
verdad sigue siendo efectivo, qué es verdadero y qué es falso en temas concernientes a
la locura, la delincuencia, la sexualidad y el gobierno (citado en Walters, 17).

Sobre la base de esta perspectiva es posible decir que la formación de lo que


denomino regímenes gubernamentales dependen de, y son diseñadas al menos por,
tres prácticas concretas: primero, la constitución de las poblaciones; segundo, los
actos de problematización, y tercero, la creación de conocimientos técnicos y técni­
cas de intervención en relación al campo-objeto del gobierno.

La constitución de poblaciones

Las poblaciones ofrecen el tipo de regularidades que permite a los gobiernos


emplear medios diseñados para intervenir la sociedad: calcular las tasas de naci­
mientos y muertes, el envejecimiento, la salud, el número de hombres y mujeres
en edad de trabajar, etc. La modalidad de gobierno soberano de las monarquías de
Europa antes del siglo XIX tuvo sus raíces en el modelo de la familia (Dean 1999;
Foucault 1994). Sin embargo, en las formas modernas de gobierno “las poblaciones
proveen la clave para superar el modelo de la familia que era muy estrecho, débil
e insustancial, y un enfoque basado en la soberanía que fue excesivamente amplio,
abstracto y rígido (207: 103). Es la noción de las poblaciones la que hace posible
la elaboración de técnicas y racionalidades gubernamentales diferenciadas, distin­
tivas...” (Dean 1999, 127). Además, aunque las poblaciones poseen sus propios in­
tereses, historia y características, son altamente dóciles para ser gobernadas por el
gobierno y las grandes organizaciones administrativas, hecho que las diferencias
de otros grupos gobernables como los sindicatos, las organizaciones étnicas, los
grupos religiosos, entre otros. Las poblaciones son una aglomeración homogénea y
amplia de individuos unida por la nacionalidad, el territorio y el gobierno, y simul­
táneamente también son una serie de individuos dispersos incapaces de ser organi­
zados bajo el concepto de “población”. Así, la creación de una población constituye
la ontología fundamental del gobierno moderno. Este es el primer paso en la cons­
titución de un régimen de intervenciones gubernamentales.

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Sin embargo, debe señalarse que al contrario de lo que normalmente se piensa,


las poblaciones no existen simplemente “allá afuera”. Las poblaciones son consti­
tuidas mediante prácticas de conocimiento a través de patrones calculables como
pobreza, desigualdad, nivel educativo, grupos de edad, raza, entre otros. Esta es
una de las razones por las cuales los censos son tan frecuentes y al mismo tiempo
tan importantes para hacer inteligibles las racionalidades gubernamentales. Clark
(1998), por ejemplo, mostró que “aunque las estadísticas parecen presentar datos
objetivos a través del simple conteo de los hechos actualmente existente, las propias
categorías utilizadas en la recolección de datos revelan concepciones de la sociedad
y lo que es ser persona [personhood] (185)”. La relación entre población y gobierno
es presentada de manera estilizada en este fragmento tomado de un documento de
trabajo del gobierno ecuatoriano en 1950: “el censo es una estadística que es de in­
terés para todo el mundo: los comerciantes para sus negocios, los agricultores para
sus cultivos, los industriales para su producción, los trabajadores para su culturali­
zación y los campesinos para su mejoramiento” (198). Clark también evidencia la
mentalidad sobre el censo de esa época, que era pensado para establecer “cuantas
personas útiles existen en la república... cuántos ciudadanos tiene la república y
cuántas personas pasivas existen, para quienes no tiene importancia o interés lo que
ocurra con esto, debido a que su capacidad para la cultura es completamente defi­
ciente” (198). En síntesis, lo que muestra Clark con el ejemplo del primer censo en
Ecuador es precisamente lo que Foucault había predicho: que uno de los objetivos
del gobierno moderno es producir sujetos útiles y también que esta lógica de gobier­
no se sustenta en un campo discursivo que consideraba a las poblaciones indígenas
como atrasadas y necesitadas de ser culturizadas.

Problematización

De manera breve, la problematización significa “cuestionar cómo damos for­


ma y dirigimos nuestra conducta y la de otros” (Dean 1999, 38). El punto detrás
de este concepto no es si el gobierno problematiza o no, sino cómo lo hace y qué
elementos, grupos, asuntos, y consideraciones se dejan por dentro/fuera del campo
que está siendo problematizado. Como menciona Dean, problematizar un asunto no
significa solo plantear preguntas técnicas sobre un tema, como la participación; sino
que significa empezar a cuestionar cómo gobernar la participación. Podría decirse
que la problematización es un proceso doble: por un lado está el acto de crear, o por
lo menos clarificar, los límites de un área o asunto apropiado para la intervención
gubernamental y, por otro lado, se pregunta cuál es la mejor forma de gobernar esta
área o asunto. En el campo de la participación, por ejemplo, el tema de la proble­
matización es claro. Primero, antes de la Asamblea Constitucional de 2007-2008
la participación en Ecuador no era lo que es hoy en día. El campo denominado
“participación ciudadana o ciudadanía participativa” ha sido re-problematizado y

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sus fronteras re-dibujadas. Esto es menos un problema de los movimientos sociales,


los sindicatos y la agencia social, y más una cuestión de conocimiento y experien­
cia técnica. Después de unas claras demandas de los movimientos sociales sobre
la necesidad de incrementar la participación popular en la formulación de políticas
públicas, el Estado fue confrontado con la necesidad doble de crear un campo de­
nominado “participación” e identificar la mejor manera de gobernarlo. Ninguno de
estos actos es evidente ni obvio. Como se muestra posteriormente, la participación
fue modelada de maneras muy específicas, desde la esfera institucional-normativa
hasta el nivel de la práctica. Esta “especificidad” significa que muchas otras mane­
ras de considerar la participación fueron dejadas de lado para el campo que ahora se
define como participación.
Para investigar los regímenes de gobierno es necesario indagar cómo los go­
biernos problematizan los temas (cfr. Dean 1999). Se debe preguntar cuáles son
las implicaciones de tales procesos, en especial, preguntar cuáles temas deben ser
dejados de lado y cuáles deben considerarse en el proceso de constituir un campo
de intervención. El punto general, siguiendo el método genealógico de Foucault,
es hacer evidente el hecho de que la participación es una creación gubernamental,
no una categoría a priori. Como se dijo previamente, los gobiernos aspiran crear
una imagen de “la esencia de la eficacia y la esencia de lo correcto”, y al hacer esto
busca retratar un campo específico de intervención como una realidad incuestiona­
ble. La magnitud de la intervención del Estado, por ejemplo, puede ser “medida”
en relación con cuán efectivas son las intervenciones gubernamentales al crear tal
imagen. Así, investigar los regímenes gubernamentales significa mostrar la natura­
leza “construida” de los campos de intervención gubernamental.

Conocimientos técnicos y técnicas de intervención

Teóricamente, las problematizaciones “se hacen sobre la base de técnicas,


lenguajes, matrices de análisis y evaluación, formas de conocimiento y habilida­
des [expertise] específicas” (38). La relación del gobierno con el conocimiento es
fundamental; sin embargo, en términos más específicos, los conocimientos técnicos
están directamente relacionados con la manera en que los gobiernos de los Esta­
dos modernos delinean o enmarcan las áreas de intervención y crean soluciones
específicas a los problemas. Más que al contenido específico del conocimiento téc­
nico, esta categoría se refiere a la manera en que el conocimiento es utilizado para
convertir los temas en asuntos técnicos. El contenido real del conocimiento puede
ser mundano e incluso simplista, siempre y cuando se “extraigan del desorden del
mundo social, con todos los procesos que ello conlleva, un conjunto de relaciones
que pueden ser formuladas en un diagrama en el cual un problema (a) más una
intervención (b) producirá (c) un resultado benéfico” (Li 2007b, 264). Junto con
el acto de problematización, los conocimientos técnicos revelan un cierto rango de

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soluciones posibles para los problemas, y llevan a ciertos individuos a convertirse


en autoridades en el ofrecimiento de tales soluciones. Estos individuos son llamados
“expertos”, y el gobierno por parte de los expertos es denominado “tecnocracia”.
En este sentido un análisis de la gubernamentalización del Estado revela as­
pectos importantes de la dimensión política del gobierno. Por ejemplo, como se
verá luego con más detalle, lo que este enfoque revela es que los expertos y los
conocimientos expertos operan sobre cuestiones que no se limitan a su dominio de
experticia, sino que van más allá de ese lenguaje y conocimiento técnico que utili­
zan. Parafraseando a Rose, el objetivo es encontrar los “puntos de cambio”, es decir,
el lugar en que el escrutinio crítico del gobierno es absorbido por el dominio de la
experticia, en el que “una apertura se convierte en una clausura” (Rose, citado en Li
2007, 11). Sobre este respecto existen varios temas que metodológicamente podrían
observarse al momento de investigar al Estado. Primero, los “puntos de cambio”,
que pueden ser expresados como formas de silenciar a través de prácticas de cono­
cimiento; segundo, lo inverso, es decir, “las condiciones bajo las cuales el discurso
experto es desafiado por un algo que este no contempla; los momentos en los que los
objetivos de los esquemas expertos revelan, en palabras o hechos, su propio análisis
crítico de los problemas que los confrontan” (Li 2007, 11); y, tercero, las formas en
las que quienes son objetivos del conocimiento experto tienen éxito en incorporar
su propio conocimiento dentro de un esquema gubernamental (a través de la plani­
ficación participativa, por ejemplo).
En este sentido, uno puede preguntarse si no resulta obvio que los gobiernos
modernos deban basarse en el conocimiento para gobernar. La respuesta, sin duda,
es que, efectivamente, el conocimiento es crucial para la operación de un Estado
moderno. Pero más allá de una posible perogrullada en este sentido, la cuestión que
interesa a este trabajo, y que es relevante para el estudio de los regímenes guber­
namentales, no es solamente si los gobiernos usan conocimiento experto o no, sino
qué tipo de conocimiento usan, qué asuntos se revelan por este uso y qué asuntos
son desatendidos. El objetivo de esta elección metodológica es problematizar los
temas y soluciones que pueden parecer obvios, evidentes y/o automáticos. Es más,
esto revela el rol del conocimiento en la constitución de los campos de intervención
gubernamental, su naturaleza contingente y las diversas maneras en que un asunto
puede ser articulado con el objetivo de justificar la necesidad de que el Estado lo
intervenga. Identificar esos asuntos o temas es un elemento importante para com­
prender las tensiones políticas, presentes en los procesos de reproducción del poder
del Estado, sobre definiciones, significados o, de manera sintética, sobre las formas
de representación que el Estado en sus aparatos adopta.
Para complementar lo que se ha dicho sobre la formación de regímenes gu­
bernamentales es necesario abordar también el tema de la postura histórica de la
gubernamentalidad.

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HACIA UNA GENEALOGÍA GUBERNAMENTAL

El estudio de los regímenes gubernamentales desde una perspectiva de la gu­


bernamentalidad tiene que ver con la constitución de lo que Foucault (1972, 1980,
1994) llama epistemes o regímenes de verdad. La noción de Foucault de que existe
una voluntad social de conocimiento, que el conocimiento, el poder y el discurso
están íntimamente ligados, es crucial ya que permite una visión de la historia basada
en una genealogía de regímenes de representación. Es decir, en una historia política
del cómo se han configurado formas de gobierno en contextos específicos. Contra­
rio a otras aproximaciones a la historia que son comunes en ciencias sociales, como
la trayectoria de dependencia o el process tracing, aquí sugiero que si bien el Estado
puede ser visto como un producto de la modernidad, este debe ser entendido en
contextos históricos específicos a través de las luchas por representarlo en términos
de sus estructuras materiales y también en las luchas por proyectar su imagen en
la sociedad. La historia debe ser investigada en pequeños fragmentos; en sus mo­
mentos de ruptura y observando sus voces marginales. El poder es mejor entendido
desde los márgenes. Para comprender el proceso histórico de formación del Estado
a través de los arreglos de participación y la planeación participativa, no se debe
observar solamente lo que el Estado hizo o continúa haciendo, sino que también de­
ben observarse las voces disidentes, las rupturas en los regímenes de representación
y las voces de los marginados como los pueblos indígenas, los sindicatos y otras
fuerzas sociales y sus relaciones con aquellos regímenes de representación.
La gubernamentalidad permite mirar al Estado como una construcción histó­
rica a través de discontinuidades en la configuración de espacios de intervención.
Específicamente, nos referimos a la formas (intentos con relativo éxito) en que se
construyen, desde el Estado (en relación con la sociedad no estatal), el territorio,
la economía, la salud, la participación política, entre otros, como campos a ser in­
tervenidos. Genealógicamente, es posible situar la condición del Estado como una
expresión fragmentada de un momento histórico particular a través de la confi­
guración asimétrica de regímenes de gobierno. Por ejemplo, en otra parte he ar­
gumentado, basado en mi investigación hecha sobre SENPLADES y su sistema
de planificación y planificación participativa, cómo racionalidades y técnicas de
gobierno específicas se tejen por actores estatales y no-estatales en sus encuen­
tros para configurar espacios donde la participación se convierte en un objeto de
gobierno, un espacio gobernable y, por tanto, en principio manejable, entendible,
discernible de otros espacios, predecible (otros autores se han referido a este fenó­
meno como la “cooptación” o estatización de la participación, sin mayor discusión
sobre los detalles teóricos sobre dicha “estatización”; ver Lalander y Ospina 2012,
por ejemplo). Aunque la gubernamentalidad ha llevado a muchos investigadores a
conceptualizar el Estado neoliberal como el gobierno a través de las libertades (p.

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ej. Hindness 2001; Lemke 2000), la gubernamentalidad también permite conectar


los procesos de formación del Estado con los de planeación y participación más allá
del neoliberalismo, de esta manera interpretar el desarrollo que tuvo la “nueva iz­
quierda” en Ecuador (y potencialmente en otras partes de América Latina) más allá
de binarismos comunes como izquierda vs. derecha, autoritarismo vs. democracia,
populismo carismático vs. autoridad racional-legal.
Finalmente, lo que esta postura histórica hace evidente es la naturaleza contin­
gente y construida de los campos de intervención gubernamental. Como se mencionó
citando a Donzelot, el proyecto genealógico de Foucault no niega, relativiza o evade
el problema de la constitución de “estructuras” como el Estado o un sistema económi­
co, sino que se propone esclarecer su identidad histórica; de manera particularmente
importante, entiende a diferentes realidades sociales como la participación desde la
forma en que esta es (con éxito o no) constituida en una temporalidad determinada
como un espacio gobernable. En el contexto específico de este trabajo, lo que una
genealogía gubernamental permite es observar las formas en las que los campos gu­
bernamentales son constituidos a través de los procesos descritos. Incluso es posible
preguntarse, por ejemplo, cómo la ciudadanía participativa se convirtió, como en el
caso ecuatoriano (ver Nicholls 2014, 2018), en un campo en el que los expertos son
las “autoridades” en lugar de los líderes políticos y los activistas sociales. Como lo he
demostrado en otros trabajos, a diferencia del ethos participativo de la década de los
sesenta (las movilizaciones de Mayo del 68 son el caso emblemático) la participación
ahora puede ser comprendida como un campo tecnocrático, gubernamentalizado, dó­
cil para ser gobernado a través de la autoridad del Estado y sus planes técnicos (cfr.
Cooke y Kothari 2001; Nicholls 2014, 2018). En síntesis, y contrario a otros enfoques
mencionados, el método genealógico mira a la historia como un proceso de rupturas,
producción y reproducción de regímenes de gobierno y no como una serie de causas
y efectos inevitables del devenir histórico.
La primera parte de este capítulo ha esquematizado las formas de comprender
al Estado como un conjunto de regímenes gubernamentales y también ha especifi­
cado los componentes de un régimen gubernamental. La conjunción de elementos
como las narrativas estatales, incluida la autoetnografía inversa, los actos de pro­
blematización, la conversión de los temas en asuntos técnicos, entre otros, es lo
que denomino un régimen gubernamental. En pocas palabras, un régimen guberna­
mental busca gobernar “educando los deseos y configurando hábitos, aspiraciones
y creencias” (Li 2007a, 5). Pero la configuración de una serie de regímenes guber­
namentales es solamente una parte de la ecuación. Como los regímenes guberna­
mentales buscan penetrar la sociedad, normalmente encontrarán oposición. Como
señaló Foucault, donde existe poder, existe resistencia. Se tratará el problema de la
resistencia posteriormente; sin embargo, quisiera tratar con mayor detalle el tema de
la dinámica política. La resistencia es un acto político y la falta de política significa
falta de resistencia. Así, despojar los temas de su contenido político es una forma

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efectiva de gobernar, aunque temporal. En la siguiente sección se aborda el tema de


la política y la (des)politización.

REGÍMENES GUBERNAMENTALES
Y RESISTENCIA AL PODER

Una aplicación importante del análisis de la gubernamentalidad y de los


regímenes gubernamentales a los que he hecho referencia, es su tendencia “anti-
política” (p. ej. Ferguson 1994; Li 2007a, 2007b). El asunto de la politización es
importante en este trabajo, en especial porque una parte central del argumento aquí
esbozado es la relación entre regímenes de gobierno y política. Sobre la base de di­
versas fuentes, en esta sección se intenta proveer una definición de trabajo (útil) de
lo político. Antes de hacer esto, se debe reconocer que, como mostró Scott (1985),
la política puede ocurrir en espacios pequeños, dentro de regiones sin recursos, al
nivel de las comunidades, así como de los individuos. De hecho, en cierto sentido,
la política podría decirse que está en todo lugar. Sin embargo y pese a la validez (y
los problemas) de esta afirmación, debido a la extensa discusión existente sobre la
política en el pasado, en aras de ganar claridad conceptual, en este trabajo, la discu­
sión sobre la política se concentrará en el nivel de los grupos organizados dentro de
la sociedad civil y en el contexto de las relaciones Estado-sociedad.
Un buen lugar para empezar esta discusión son las definiciones de Mouffe
(2000) y Rancière (2001) sobre la política como el campo que hace el antagonis­
mo soportable, refrena o cancela su potencial bélico sin anular nunca el conflicto
y el disenso que conlleva. La política son aquellas prácticas a través de las cuales
las diferencias antagónicas entre amigos y enemigos son domesticadas, negociadas
(ideológica e institucionalmente) y transformadas en agonismos –relaciones entre
adversarios– que caracterizan los órdenes hegemónicos, con sus inclusiones y ex­
clusiones (Mouffe, citada en De la Cadena 2010, 343). El conflicto, las estrategias y
el poder son elementos importantes de la política; sin embargo, vale la pena señalar
que los agonismos y disensos políticos deben darse entre enemigos “en guerra”, la
política y la diferencia pueden emerger al interior de grupos sometidos a la misma
dominación. Esta perspectiva enfatiza la política como los medios de existencia
de los opuestos; implica que “lo político” puede ser pensado como el campo del
discurso-práctica donde está permitido que emerjan los opuestos (la oposición),
cuyas identidades políticas se definen por el momento político como tal, no a priori
(ver Rancière 2001).
De acuerdo a Rancière (2001) la política es “un modo de actuar específico
puesto en acto por un sujeto propio que depende de una racionalidad propia. Es la
relación política lo que permite pensar al sujeto político y no al contrario” (2001: 3).
Es más, este sujeto o subjetividad política es definida a través de su participación en

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controversias y disensos. Aquí Rancière determinó una condición necesaria para la


emergencia de la política: compromiso y participación. Como señala Rancière, no
existe sujeto político previo a su participación en controversias y en una forma es­
pecífica de racionalidad y discurso. A diferencia de los proletarios en varias aristas
del marxismo tradicional latinoamericano cuyas inclinaciones políticas se asumen
como dadas antes del momento político (el del encuentro entre contrarios al interior
o exterior de sus organizaciones), participar en las luchas “movimentistas”, el sujeto
político de Rancière no tiene un contenido previo a su participación en la política.
Existen algunas implicaciones importantes que pueden derivarse de esta pro­
posición. En primer lugar, la política solamente puede existir en un campo en el que
se permite la emergencia de nuevas subjetividades políticas. Esto significa que no
puede ser definida o atrapada por las estructuras formales del Estado. Como señala
Rancière, lo político es el polo opuesto de lo que él denomina la policía (la police)
–“un término que encapsula mucho de lo que normalmente consideramos como
política (las acciones de las burocracias, parlamentos y cortes) [dentro del aparato
formal del Estado]” (Chambers 2011, 303). Adicionalmente, la concepción de la
política de Rancière (y de Mouffe) va más allá de la visión institucionalista que ve
la política como una búsqueda por el poder institucional (sea electoral o por otros
medios). Estar “politizado” tiene que significar estar asociado a un partido o a un
movimiento “político” aunque esas entidades bien podrían ser espacios donde se
despliegan compromisos políticos. Desde este punto de vista, la participación políti­
ca popular no puede ser igualada o reducida a una comprensión formalista o jurídica
de la participación como votar, participar en sindicatos estatales, ocupar posiciones
burocráticas en instituciones “de participación” (como, por ejemplo, Consejo de
Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) en Ecuador, ser miembro del
parlamento o de un partido político. La política no es un término formalista equi­
parable a las organizaciones o burocracias estatales, o incluso a las organizaciones
políticas.

Despolitización

De esto se deriva que la despolitización conlleva la disminución de los es­


pacios o campos en donde ciertas subjetividades políticas pueden emerger; esto
significa, estrechar la posibilidad para que los sujetos políticos puedan entrar en
antagonismos y disensos. La despolitización implica el proceso a través del cual los
regímenes gubernamentales reemplazan los espacios en los que la política puede
emerger en oposición a regímenes establecidos. En otras palabras, si existe poco
espacio para que el antagonismo se convierta en agonismo, esto significa que un
proceso de despolitización se está llevando a cabo. Este reemplazo de la política
por otras fuerzas se efectúa a través de varios mecanismos: la intervención de los
expertos, la utilización parcial de conocimientos técnicos, la planificación, la terri­

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torialización, los regímenes disciplinarios y, claro, la “estatización de la participa­


ción. Dicho de otra manera, la gubernamentalización del estado implica una fuerza
despolitizadora que busca convertir los asuntos políticos en asuntos técnicos” (ver
Li 2007a; Scott 1999; Ferguson 1994).
Como señala Murray-Li, “las cuestiones que son convertidas en asuntos técni­
cos son simultáneamente convertidas en cuestiones no-políticas”. En la mayoría de
los casos, los expertos que trabajan con el mejoramiento excluyen la estructura de
las relaciones político-económicas de sus diagnósticos y prescripciones. Se enfocan
más en las capacidades de los marginados que en las prácticas a través de las cuales
un grupo margina a otro. Esta característica llevó a James Ferguson a describir el
aparato de planificación para el desarrollo como una “máquina antipolítica” que
“insistentemente embarga las cuestiones de la tierra, los recursos, los trabajos o
los salarios como ‘problemas’ técnicos que responden a intervenciones técnicas de
‘desarrollo’. La antipolítica de este tipo es subliminal y rutinaria” (Li 2007, 7). Así
mismo, Ferguson sostuvo que “al reducir sin ningún compromiso la pobreza a un
problema técnico, y al prometer soluciones técnicas al sufrimiento de las personas
menos poderosas y oprimidas, la problemática hegemónica del desarrollo son los
principales medios a través de los cuales la cuestión de la pobreza es despolitizada
en el mundo de hoy” (Ferguson 1994, 256). En este sentido, no es difícil ver cómo
actos de violencia por parte del Estado llevaron a la politización de las sociedades
latinoamericanas, en el sentido del que hemos hablado, durante los años sesenta y
setenta.
Para concluir, debo mencionar, una vez más, que el interés principal de este
trabajo no es preguntarse si el Estado ecuatoriano fue exitoso en la despolitización
de las fuerzas sociales durante los gobiernos de Alianza PAIS. Por supuesto que nin­
gún Estado puede llevar a cabo una completa eliminación de la política. El asunto
que sí interesa es enfatizar que el “ethos gubernamental” del Estado moderno, lo
cual incluye ciertos aspectos de los Estados modernos, particularmente aquellos con
gobiernos de tendencias tecnocráticas y monopolizadoras del conocimiento como
lo fue el ecuatoriano durante una década, es ampliamente antipolítico. Es más, un
artefacto importante para la construcción de un Estado más fuerte en Ecuador fue su
postura negativa hacia la política. Y finalmente, para terminar esta sección, quisiera
proponer tres afirmaciones teóricas generales: primero, que la antipolítica/despoli­
tización es considerada en este trabajo como un proceso continuo que desplaza la
política de una arena a otra, pero nunca la elimina por completo; segundo, a pesar
de la afirmación anterior, el desplazamiento efectivo de la política puede implicar
la desmovilización temporal o permanente de ciertos grupos sociales y el cambio
correspondiente en sus identidades políticas y tercero, la antipolítica es una forma
moderna de gobernar que no está enraizada en la coerción y la fuerza, sino en el
predominio de los regímenes gubernamentales que penetran la sociedad a través de

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medios técnicos, biopolíticos y del ordenamiento de las cosas y las personas (cfr.
Foucault 1998).

POBLACIONES MARGINALIZADAS,
REGÍMENES GUBERNAMENTALES
Y RESISTENCIA AL PODER

En una sección previa se mencionó el tema de la politización. Las teorías crí­


ticas, como la que estamos desarrollando, explican un elemento adicional sobre la
politización. El análisis Foucaultiano del poder implica dirigir la mirada hacia los
márgenes para ganar una ventaja epistémicamente privilegiada desde la cual obser­
var al poder estatal (cfr. Mohanty 2002). Este tipo de análisis sugiere que las voces
marginales, que a menudo no tienen estatus político formal, son metodológicamente
importantes a la hora de entender al poder del Estado ya que su posición política a
menudo no entra en el radar de las autoridades como potenciales desafiantes.
Quiero apuntar que no me estoy refiriendo con esto a la idea bastante bien
conocida de aproximarse a los marginados desde una perspectiva de justicia social
(lo cual es sin duda loable), sino desde una mirada metodológica para comprender
el funcionamiento de un ente sumamente abstracto y a la vez real, como el Estado.
En este sentido, la posición de los marginalizados.
De acuerdo con De La Cadena (2010), en el campo de batalla de la política
“se toman decisiones sobre quiénes son los enemigos, pero igual de importante,
sobre quién, a pesar del antagonismo, ni siquiera es merecedor del estatus de ene­
migo. En ocasiones ni siquiera merecen ser asesinados; pueden dejarse a la muerte
porque, aunque se incluyen en el concepto de ‘Humanidad’, ellos no importan –en
absoluto–, porque son más parecidos a la ‘Naturaleza’” (343). En otras palabras,
la despolitización va más allá de convertir los asuntos en cuestiones técnicas y de
desplazar las decisiones políticas hacia los expertos técnicos; la despolitización se
da también sobre la no-inclusión, el desprecio total e incluso la ignorancia total de
ciertos asuntos y grupos considerados como no merecedores del estatus de ene­
migos o adversarios. En este sentido, no se habla mucho de la despolitización de
ciertos asuntos y fuerzas sociales sino sobre su “apolitización”.
La relación entre los márgenes, la politización y los regímenes gubernamen­
tales es, al menos para los propósitos de este trabajo, una relación metodológico-
teórica importante ya que desde los márgenes de un régimen gubernamental es, en
principio, de donde se puede distinguir sus límites y los efectos de su poder. Esto
quiere decir que no basta con mirar a aquellos quienes se oponen a las intervencio­
nes del Estado ni tampoco a aquellos que han sido despolitizados, sino a aquellas
subjetividades que no tienen el estatus aun de enemigo.

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LOS PROBLEMAS CON LA GUBERNAMENTALIDAD

En primer lugar, los críticos han notado que un problema con el análisis fou­
caultinao tiene limitaciones para identificar explicaciones teóricas que den cuenta
de la resistencia de la gente al poder. En otras palabras, no da cuenta de cómo y por
qué la gente se moviliza contra el poder (agencia). Para ser justos, debe señalarse,
como dice Li (2007), que la gubernamentalidad y los trabajos de Foucault de mane­
ra general no estaban interesados en analizar las movilizaciones políticas; el interés
de Foucault no era por qué las personas se oponen al poder sino cómo el poder defi­
ne las vidas de quienes entran en relación con él. Esto no quiere decir, sin embargo,
que a través de la gubernamentalidad no se puedan plantear cuestiones significati­
vas sobre la resistencia de las personas al poder o sobre la habilidad de los sujetos
para escapar de la “trampa” del poder/conocimiento de Foucault. La gubernamen­
talidad, al igual que el análisis foucaultiano, es útil para descifrar las formas en que
el poder afecta las vidas de las personas sin, como señala Li, haber dado o negado
su consentimiento. La gubernamentalidad es crucial para investigar las implicacio­
nes en términos de poder de las técnicas gubernamentales que se muestran como
neutras, benevolentes o incluso emancipadoras como, por ejemplo, la planeación
participativa. Sin embargo, aunque Foucault, quizá debido a su prematura muerte,
no fue capaz de tratar la resistencia de las personas al poder, siempre sostuvo que
sin importar el lugar en que estuviera el poder, existía un campo correspondiente
de resistencia a él. En este sentido, el análisis de las formas de resistencia y movi­
lización política trata de complementar el programa de investigación de Foucault.
Otras dos críticas importantes se han hecho contra Foucault y la guberna­
mentalidad. Joseph (2010), por ejemplo, argumenta que “el peligro inherente en el
concepto de la gubernamentalidad es que es una categoría atrapa-todo que puede
ser aplicada de muy general” (226). Joseph sostiene que la gubernamentalidad de­
bería estar directamente asociada analítica e históricamente a los Estados liberales
(aunque él no define lo que es un Estado “liberal”, o cuando un país se convierte en
“liberal”). Los Estados de oriente medio, por ejemplo, son mejor comprendidos a
través de la noción de soberanía (la intervención directa del Estado sobre las vidas
de las personas) que a través de la de gubernamentalidad. Debido a que la esencia
de la gubernamentalidad es que el poder opera de maneras distintas a la coerción y
la negación, está mejor equipada para explicar las sociedades liberales en las cuales
el gobierno opera a través de las libertades, concesiones, autoresponsabilidad, entre
otros, y no para explicar los Estados donde el gobierno opera a través de la elimina­
ción o restricción de libertades.
Citándolo en extenso, la segunda preocupación de Joseph es que

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a pesar del propio trabajo de Foucault sobre el desarrollo del capitalismo, la extensión
de la economía política y la nueva preocupación por las poblaciones y la fuerza de
trabajo, muchos de los seguidores de Foucault no están preparados para hablar de
tales condiciones de posibilidad, sino solamente de las prácticas de gobernanza en sí
mismas. Aquí vemos el límite final de la gubernamentalidad. Esta explica un conjunto
particular de prácticas y técnicas, pero algo más se necesita para explicar el contexto
en el cual esas prácticas y técnicas pueden funcionar mejor. En términos simples, para
que la gubernamentalidad sea un concepto útil, debe ser parte de una ontología social
más amplia que pueda dar cuenta de sus éxitos y fracasos y, por tanto, de la natura­
leza desigual del terreno internacional... Los teóricos de la gubernamentalidad con
frecuencia tienen lo que se denomina una ontología plana en la que no están prepara­
dos para hablar de las causas, procesos o estructuras subyacentes... los enfoques de la
gubernamentalidad tienen la tendencia a enfocarse excesivamente en los aspectos de
mentalidades, esto es, la idea de gubernamentalidad como nomos o racionalidad políti­
ca. Esto olvida las posibilidades y limitaciones sociales, estructurales e institucionales
(241; énfasis añadido).

En cierto sentido se suscribe esta crítica de Joseph. De hecho, sin límites, la


gubernamentalidad junto con el análisis del discurso y el análisis foucaultinao del
poder tiene el potencial de representar una lógica de la cual no se puede escapar. Si
el discurso/poder está presente en todas partes, ¿cómo podemos saber cuándo y por
qué es el propio discurso/poder el que está teniendo sus propios efectos determinan­
do las condiciones de posibilidad de un fenómeno o evento particular? Este es un
problema común asociado con los enfoques posestructuralistas al análisis político:
aunque intentan evitar las lógicas totalizadoras o metanarrativas, su énfasis en el
discurso tiende a reproducir el mismo efecto totalizador de las metanarrativas.
Sin incurrir en una compleja discusión metateórica sobre el discurso y el po­
der, quisiera refutar la postura de Joseph en algunos aspectos. Aunque Joseph está
en lo correcto al afirmar que la gubernamentalidad no debe ser separada de otros fe­
nómenos sociales, él mismo minimiza la importancia de la historia, el capitalismo y
el Estado en su crítica de la gubernamentalidad. Esta postura olvida casi totalmente
la importancia y trayectoria de los estudios de Foucault sobre el poder y la guberna­
mentalidad. Para Foucault la gubernamentalidad es un fenómeno histórico que no
puede ser separado de un contexto social más amplio. De hecho, todo el proyecto
intelectual de Foucault respecto al poder es justamente sobre diferentes modalida­
des de poder en contextos sociohistóricos cambiantes (una mirada rápida a Vigilar y
castigar, El orden de las cosas o Historia de la sexualidad debería evidenciar esto
claramente). Foucault siempre dio importancia al desarrollo capitalista y a la mo­
dernidad en sus interpretaciones del poder, del conocimiento, del discurso, etc. Mi
punto es que esta crítica muy rápidamente menosprecia el rico contenido histórico
(y por tanto, contextualmente amplio) del análisis foucaultiano. Joseph parece co­
meter un error al confundir el énfasis del análisis foucaultiano en las mentalidades,
discursos e ideas, con un enfoque reduccionista de la vida política que reduce todo

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a la presencia de esos elementos. Por tanto, considero que Joseph construye una
caricatura del análisis proveniente de la “escuela” foucaultiana.
Un segundo problema con la lectura de Joseph sobre la gubernamentalidad es
que tiene poco sentido separar las mentalidades de las “estructuras”, a menos que
uno provenga de una perspectiva fundacionalista (cfr. Monteiro y Ruby 2009) y
ontológicamente dualista (cfr. Jackson 2008) (el mismo Joseph [2007]) se declara
realista científico). Las estructuras, si se definen como prácticas e instituciones so­
ciales consistentes y duraderas, no pueden ser separadas de las mentalidades/discur­
sos que revelan su significado para las personas. Considero que Joseph comete dos
errores sobre este aspecto. Primero, parece considerar las gubernamentalidades (y el
análisis foucaultiano) como algo que trata exclusivamente las ideas (mentalidades/
racionalidades) y las palabras (discurso). El segundo error es que él emplea una
ontología dualista (cfr. Jackson 2008) que arbitrariamente separa las estructuras,
como el capitalismo, de las mentalidades/discursos. Es decir, Joseph implícitamente
separa los sujetos del mundo en el cual viven –el mundo de “allá afuera”–.
Con respecto al primer punto, es muy importante señalar que para Foucault y
para muchos de sus seguidores (p. ej. Jessop 2007; Lemke 2000; Walters 2009), las
mentalidades (y los discursos) implican prácticas –ellas no puede ser separadas–.
Lemke (2007), por ejemplo, muestra que:

El primer aspecto importante del concepto de la gubernamentalidad es que no con­


trapone política [práctica significativa] y conocimiento, sino que los articula en “co­
nocimiento político”. Foucault no se preocupó del problema de la relación entre las
prácticas y las racionalidades, su correspondencia o no en el sentido de una desviación
o limitación de la razón. Su “problema principal” no era investigar si las prácticas
conforman racionalidades, “sino descubrir qué tipo de racionalidad están usando las
prácticas” (Foucault 1981, 226). El análisis del gobierno no solamente se concentra
en los mecanismos de legitimación de la dominación o la máscara de la violencia,
sino que va más allá y se enfoca en el conocimiento que es parte de las prácticas, la
sistematización y la “racionalización” de una pragmática de la orientación. En esta
perspectiva, la racionalidad no se refiere a una razón trascendental, sino a prácticas
históricas; no implica un juicio normativo puesto que se refiere a relaciones sociales
(7; énfasis añadido).

En este pasaje, Lemke aclara que la gubernamentalidad implica: 1. prácticas


sociales como parte de un contexto social más amplio; 2. la gubernamentalidad trata
las mentalidades/racionalidades y las prácticas; 3. las prácticas y las mentalidades
(y por tanto los discursos) no pueden separarse.
El segundo punto en el que considero que Joseph se equivoca, es en evaluar
el análisis foucaultiano desde una ontología dualista. Una ontología dualista es una
visión ontológica que separa el sujeto (el sujeto “conocedor”) del mundo (“allá
afuera”), siguiendo líneas cartesianas (Jackson 2008). Esto implica una condición
en la cual la realidad es concebida en sus propios términos, separada de aquellos

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que la pueblan/habitan, que la conciben y la viven, es decir, de los sujetos. Cuando


Joseph enuncia las condiciones de posibilidad de la gubernamentalidad en términos
causales, está ontológicamente separando las estructuras de las mentalidades. Esto
implica que existen estructuras objetivas “allá afuera” que pueden separarse de las
prácticas discursivas que revelan su carácter a las personas. En otras palabras, exis­
ten estructuras objetivas, por un lado, y discursos y mentalidades por otro.
Mi propósito no es refutar una ontología dualista desde un punto de vista
metateórico. Lo que quiero mostrar es que Joseph interpreta el análisis foucaultiano
desde una perspectiva dualista sin una discusión en propiedad sobre la relación (y
posible separación) entre mentalidades/discursos y estructuras. Puede ser útil seña­
lar que, como aclararon Laclau y Mouffe (1985), discurso y estructuras (realidad)
son inseparables. Es más, enfocarse en los discursos (o mentalidades y racionalida­
des) no tiene nada que ver con negar o aceptar la existencia de la realidad por fuera
de las prácticas discursivas. Bien puede existir una realidad más allá del discurso,
pero en la medida en que pensamos y hablamos sobre esa realidad, la verdadera
cuestión es si es posible o no, y en qué medida esa realidad puede ser constituida
independientemente de alguna condición discursiva de emergencia. Para Laclau y
Mouffe (1985), no tiene sentido separar discursos de “estructuras”, o ideas de prác­
ticas, tal y como lo hace Joseph. Joseph, sin embargo, comienza su análisis desde
una posición metateórica que la mayoría de académicos de la gubernamentalidad
rechazarían. En este sentido, sus críticas son de alguna manera arbitrarias.
Es importante señalar que la gubernamentalidad y los estudios que se basan
en ella, a diferencia de los enfoques marxistas, enfatizan las mentalidades que ha­
cen que sea posible gobernar en un contexto sociohistórico específico. Como se
dijo antes, Joseph está en lo correcto al señalar que la gubernamentalidad debe ser
usada dentro de ciertos límites y en ciertos contextos, pero se equivoca en concebir
las condiciones de posibilidad para la gubernamentalidad en términos de causales-
estructurales. El verdadero uso de la gubernamentalidad implica un énfasis en la
relación poder/conocimiento y en esto radica la especificidad analítica y la utilidad
asociada a la gubernamentalidad. No significa que la gubernamentalidad sostenga
que enfocarse en las ideas, los discursos o las mentalidades es todo lo que se ne­
cesita para comprender las prácticas gubernamentales en particular y la política en
términos más generales.
En síntesis, aunque las limitaciones de las teorías de Foucault, incluida la
gubernamentalidad, son importantes en la forma en que se hizo mención, pueden
ser complementadas y “mejoradas”. Sostengo que la gubernamentalidad es perfec­
tamente compatible con enfoques teóricos que, por ejemplo, se enfocan en las rela­
ciones poscoloniales de poder/conocimiento así como en cuestiones de la agencia
política (¿por qué las personas se oponen al poder y se movilizan?). Considero, de
hecho, que estas cuestiones son extensiones orgánicas de un programa de investiga­
ción foucaultiano. En la conclusión explico por qué esto es así. También presentaré

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algunas posturas teóricas que, complementando la gubernamentalidad foucaultiana,


serán útiles para mi análisis de las técnicas gubernamentales ecuatorianas como la
planeación participativa. Antes de hacer esto, sin embargo, quisiera tomar prestadas
las palabras de Li y señalar que la intención aquí no es producir una “superteoría”,
o una gran-narrativa similar a la de Imperio de Hardt y Negri (2000), sino “tolerar
el desorden y la tensión introducida por diferentes tradiciones teóricas debido a las
diferentes cuestiones a las que hacen frente, y a las herramientas que ellas ofrecen
para guiar [sus] análisis” (Li 2007a, 19).

CONCLUSIÓN

Para finalizar, puede ser útil sintetizar las contribuciones de este capítulo de la
siguiente manera. Al nivel de la teoría, el trabajo busca abrir el debate sobre un nue­
vo uso de las herramientas conceptuales de la escuela de la gubernamentalidad. El
argumento principal fue que los regímenes gubernamentales, que son formaciones
que ocurren cuando el Estado interviene en la sociedad, están compuestos de tres
elementos básicos: narrativas y prácticas de poder-conocimiento. La conjunción de
estos elementos revela el Estado en acción, dejando atrás cualquier forma de reifica­
ción del Estado. Se podría decir que visto de esta forma el Estado es la fuerza cinéti­
ca del Estado y por tanto consustancial a su existencia real –el Estado no es ilusorio
(Abrams 2006). Los Estados fuertes son capaces de penetrar y ordenar la sociedad
efectivamente mientras que los débiles no, o por lo menos no en el mediano y largo
plazo. Esta proposición surge de una dimensión de definición del Estado que conec­
ta sus intervenciones en la sociedad con su habilidad para generar narrativas sobre
su propia relevancia como actor social y su posición privilegiada como “la esen­
cia de la eficacia”. Además, las prácticas gubernamentales fueron vinculadas, entre
otras cosas, a las formas en las que el Estado construye, define y redefine espacios
para las intervenciones gubernamentales. A través de los actos de problematización
y/o la transformación de los asuntos, los regímenes gubernamentales técnicos son
formados y las prácticas modernas ensambladas. Una vez que un régimen guber­
namental es producido, el Estado lo protege. Algunos, como el Estado ecuatoriano,
protegen muchos de sus regímenes a través de una lógica disciplinaria que busca
transformar las poblaciones –una transformación que es compatible con sus “regí­
menes de perfeccionamiento”–.
Otro argumento teórico central presentado aquí es que incluso si se piensa
que la gubernamentalidad es normalmente aplicada a formas de gobierno más allá
del Estado, esta puede ser particularmente útil para investigar técnicas de control
del Estado que no están enraizadas en prohibiciones verticales, formas legales o
jurídicas de coerción u otros medios generalmente asociados con el Estado. Como
se mencionó antes, los Estados con una dimensión tecnocrática en particular, se

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vinculan con formas de regulación que son mundanas, indirectas y enraizadas en la


autorregulación de los agentes. La gubernamentalidad puede ser útil precisamente
para hacer inteligible las consecuencias no intencionadas de la aplicación de las téc­
nicas gubernamentales de gobierno como: metodologías, manuales, cálculos, entre
otras. Al mismo tiempo, se argumentó que este enfoque revela al Estado como una
entidad que necesita explicación, especialmente en la forma cómo es reproducido.
Desde esta perspectiva, el Estado nuca es asumido o cosificado. El Estado, tanto
como sus regímenes de gobierno y sus campos de intervención, son contingentes y
no son ontológicamente previos al acto de gobernar en sí mismo.

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3. La teoría del Estado en América Latina
a principios del siglo XXI:
entre la continuidad de una tradición
teórica y su ruptura
Pablo Andrade A.

INTRODUCCIÓN

El Estado como el actor social, político y económico central de las sociedades


latinoamericanas está de vuelta tanto para la política práctica como para la reflexión
académica. En el primer campo, este retorno se produjo a lo largo de las primeras
dos décadas del presente siglo, con independencia de las orientaciones políticas de
los distintos gobiernos de la región. Sostendremos que este proceso político, a su
vez, ha marcado un segundo retorno: el de la tradición latinoamericana de teoría
del Estado. Mediante un análisis bibliométrico mostraremos que los esfuerzos por
reflexionar teóricamente sobre el Estado en América Latina han sido numéricamen­
te modestos, disciplinariamente concentrados en la sociología política, y que los
instrumentos conceptuales de esa reflexión han revitalizado la tradición latinoame­
ricana de teoría del Estado.1 Adicionalmente, argumentaremos que el matrimonio
intelectual asimétrico entre el marxismo y el populismo –que constituye el núcleo
de la teoría latinoamericana del Estado– resulta problemático para el estudio de
los poderes y procesos estatales que se están desplegando en la actualidad en la
región. Finalmente, haremos un breve ejercicio comparativo entre la tradición lati­
noamericana y la óptica dominante en los estudios sobre el Estado en la academia
anglosajona, con el propósito de ilustrar los riesgos de asumir acríticamente una
óptica neoweberiana para el estudio de los Estados latinoamericanos contemporá­
neos. Antes de exponer nuestro argumento y evidencia, es necesario hacer un breve
excurso epistemológico.

1. Los estudios de Polga-Hecimovich y Trelles (2017) y de Vergara-Camus y Kay (2017) en los cam­
pos de la ciencia política y los estudios rurales, respectivamente, muestran tendencias similares a
las indicadas en este artículo, aunque con diferencias en los acentos interpretativos. Polga y Trelles
se muestran preocupados por el descuido en la literatura existente de lo que llaman “la política de la
burocracia” en los nuevos estudios del Estado. Vergara-Camus y Kay, en cambio, ponen el acento
en un punto similar al mío, en general en el campo de los estudios agrarios latinoamericanos: el
Estado está pobremente teorizado y empíricamente subestudiado.

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92

Es un lugar común en la epistemología de las ciencias sociales el afirmar que


nuestras preferencias normativas y opciones teóricas seleccionan no solo cómo es­
tudiamos un determinado conjunto de hechos, sino también la propia aparición de
esos “hechos” en nuestra conciencia, y el grado de interés que estamos dispuestos a
otorgarle a los procesos sociales y políticos que consideramos social, política y aca­
démicamente “relevantes” (Gerring y Yesnowitz 2006). Sabemos además que para
entender los esfuerzos intelectuales de las ciencias sociales no podemos dejar de
lado el contexto histórico en el que la empresa de conocimiento tiene lugar, toda vez
que es precisamente del despliegue de esos procesos de lo que se trata de dar cuenta.
Sin embargo, al estudiar el Estado en América Latina, aparentemente hemos olvi­
dado esa advertencia filosófica. En efecto, muchos académicos –tanto dentro como
fuera de Latinoamérica– seguimos con algo más que un mero interés científico el
arribo al poder de las izquierdas en varios países de la región desde 1999 (Baud
2015). Numerosos estudios florecieron para dar cuenta de las promesas de cambios
económicos, sociales, políticos y culturales que esos gobiernos portaban. En esos
esfuerzos, un tema destaca por su ausencia: la indagación por el Estado, esto es, por
el instrumento principal que han usado los gobiernos de izquierda –en particular
los de orientación radical– para impulsar esas necesarias transformaciones (Ellner
2014; Huber y Stephens 2012; Levistky y Roberts 2011; Beasley-Murray, Cameron
y Hershberg 2010).
Con una sola notable excepción,2 las comunidades académicas latinoame­
ricanas se han preguntado –cuando lo han hecho– relativamente poco acerca de
las diferentes dimensiones que hacen a los Estados latinoamericanos y cómo esas
dimensiones se articulan en casos particulares, así como por el grado de homoge­
neidad o variación entre los Estados latinoamericanos (Polga-Hecimovich y Trelles
2017; Hubert 2012). Las ciencias sociales latinoamericanas –incluido el emergente
campo de los estudios académicos del derecho–3 se encuentran masivamente atra­
padas en el estudio de los pequeños espacios sociales, de los movimientos sociales,
de los fenómenos a escala local, de la política informal y la protesta.4 El Estado
en este modo de hacer ciencias sociales es básicamente un supuesto, una “cosa”,
el telón de fondo del escenario en el que se despliegan los múltiples dramas de lo

2. El proyecto Núcleo Milenio sobre Estatalidad y Democracia que lleva a cabo el Departamento
de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile desde 2011, véase ‹http://www.
uc.cl/la-universidad/noticias/9694-nucleo-milenio-sobre-estatalidad-y-la-democracia-en-america-
latina-inaugura-sus-actividades-2013›, consultado el 20 de junio de 2016.
3. La reciente publicación El derecho y el Estado: procesos políticos y constituyentes en nuestra Améri­
ca (CLACSO 2016) permite apreciar el estado todavía embrionario de este campo de estudios.
4. Encontramos en este campo una situación similar a la que describen Vergara-Camus y Kay (2017,
242): la literatura ilumina el papel central del Estado en esos procesos, pero no se ha detenido a
examinar los instrumentos con los que pensamos al Estado, o peor aún la naturaleza de los Estados
involucrados en las transformaciones en curso.

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social, lo político y lo cultural. Esta posición es insatisfactoria en términos teóricos,


empíricos y normativos.
Como argumentan varios capítulos del presente libro (Jessop, Bull, Nicholls,
Luna) teóricamente, el Estado no puede pensarse como una “cosa”; si algo puede
decirse acerca de él es que es un conjunto –no siempre coherente– de procesos en
construcción. Empíricamente, los procesos estatales latinoamericanos no pueden
asumirse como desplegándose de manera homogénea en el espacio y a través de las
sociedades que formalmente gobiernan; todo lo contrario, la segmentación espacial
y funcional de los Estados latinoamericanos es casi una característica definitoria
(Luna en este libro; Silva 2015; Luna 2014; Altman y Luna 2012).
La objeción más importante a la visión dominante en América Latina es, sin
embargo, normativa. La creación de poderes estatales, su articulación en lo que
solemos llamar “proyectos de construcción de Estado” nunca es neutral y menos
para las sociedades latinoamericanas. Las sociedades modernas en general son
sociedades estatales (Fukuyama 2011); para el caso de América Latina la mera
posibilidad de su existencia y viabilidad en el largo plazo es inimaginable sin los
Estados. Adicionalmente –aunque no de menor importancia– las sociedades lati­
noamericanas del presente pueden transformarse a sí mismas en democracias (en
sociedades igualitarias). El desafío político que implican estas dos grandes con­
diciones no es menor. Las sociedades latinoamericanas tienen en este momento la
oportunidad de producir una rara síntesis: Estados democráticos (Novak, Sawyer
y Sparrow 2015); esta es, sin embargo, una posibilidad que bien podría no reali­
zarse. En suma, como científicos sociales latinoamericanos no podemos asumir ni
la democracia ni el Estado.
A continuación, dejaremos de lado el desafío democrático para encarar el de la
construcción de teoría sobre el Estado. En la primera sección mostramos el estado
de “la cuestión del Estado” (entendida como la reflexión sobre el Estado) en Amé­
rica Latina en los últimos quince años. Sobre esa base procederemos en la sección
siguiente al análisis del retorno de lo que hemos llamado “la tradición latinoameri­
cana de la teoría del Estado”. Esta tradición desarrolla una concepción instrumental
del Estado en dos sentidos. En primer lugar, aplica para América Latina los concep­
tos nucleares de la teoría política marxista sobre el Estado como instrumento de la
clase dominante y la democracia real como gobierno del pueblo. Esta aplicación no
es, sin embargo, estricta, en la medida que, trabajando desde la experiencia política
histórica latinoamericana, los estudios latinoamericanos del Estado han combina­
do la aproximación marxista con una visión populista del Estado al servicio del
verdadero portador de la soberanía popular: el pueblo. La tercera sección compara
el camino latinoamericano hacia una teoría instrumental del Estado, con otra tra­
yectoria que culmina también con el análisis del Estado como “cosa”: los estudios
neoweberianos del desarrollo político.

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Ambos ejercicios analítico-críticos nos permiten esbozar un campo de pre­


guntas que podrían dar lugar a una renovación de los estudios sobre el Estado en
América Latina. Esta posibilidad implicaría una ruptura con el instrumentalismo
de la tradición de reflexión heredada, debería incorporar la aguda conciencia de los
estudios neoweberianos sobre la heterogeneidad estatal y, simultáneamente, estaría
atenta a los riesgos de estudiar al Estado como si fuese una entidad radicalmente
autónoma –una mera cuestión del poder de las élites estatales– (Mann 1984). Am­
biciosa, como puede sonar esa agenda de investigación, contiene la promesa de dar
cuenta de las múltiples formas en las que los Estados latinoamericanos contempo­
ráneos están transformándose con (y a) sus sociedades.

MÉTODO

El estudio que sigue a continuación se desarrolla en dos momentos. El prime­


ro tiene una finalidad puramente descriptiva, esto responde a las preguntas: ¿quié­
nes han escrito sobre el Estado en América Latina?, ¿dónde se han publicado esos
escritos?, ¿los autores se leen entre sí? El interés es mostrar cómo se practica en
América Latina la reflexión teórica sobre el Estado.
La descripción resulta de un estudio bibliométrico que, siguiendo los procedi­
mientos aceptados para este tipo de trabajos (Schaer 2013), conformó un conjunto
de datos en base a los siguientes criterios: artículos académicos publicados entre
2000 y 2015, en español o portugués, en algún país latinoamericano, en ciencias
sociales, y por un autor (o autores) latinoamericano(s). El conjunto de datos se
determinó inicialmente a partir de tres bases de datos: Google Scholar, J Stor y Pro
Quest, con lo que se obtuvo un conjunto inicial de observaciones de 1451 artículos
publicados. Este grupo resultó excesivamente amplio en la medida que abarcaba un
conjunto de problemáticas que solo tangencialmente topaban la teorización sobre
el Estado. El criterio fundamental de depuración fue la teorización sobre el Estado,
entendida como el intento de hacer sentido sobre una configuración general y no
sobre algún aspecto específico de las relaciones Estado-sociedad; adicionalmente,
introdujimos un criterio disciplinario: autores que escribían desde las ciencias so­
ciales.5 El criterio de idioma (español o portugués) eliminó del conjunto de datos a
los artículos publicados en inglés que conforman la mayoría de las referencias en
Google Scholar y J Stor. El data set final estuvo constituido por los artículos publi­
cados en revistas de ciencias sociales indexadas, usualmente publicadas en América
Latina y/o España; un total de 33 casos.

5. Este criterio eliminó de la muestra la producción del derecho, un campo que, entiendo, no puede
reducirse a las ciencias sociales.

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La prioridad otorgada a artículos publicados en revistas indexadas se debe a


que este tipo de publicación ha ganado importancia en la producción de las ciencias
sociales latinoamericanas en el período en estudio (2000-2015) (Gilbert-Galassi
2015; Altman 2012; 2005). Sin embargo, y como el interés sustantivo de este capí­
tulo es el de dar cuenta de una tradición o escuela de pensamiento, es indispensable
considerar que en América Latina la publicación de libros sigue siendo un vehículo
muy importante para la difusión de la producción en ciencias sociales, por lo que al
data set original se añadieron dos libros de alcance regional sobre teoría del Estado
(Thwaites 2012 y Gandarilla y Peralta 2014). Elegimos al 2000 como año base por
un criterio teórico: hay consenso en la literatura especializada que es a partir de este
momento en que puede identificarse una tendencia política de giro hacia gobiernos
de izquierdas en la región, y dada la importancia que las izquierdas latinoameri­
canas otorgan a los Estados como instrumentos de transformación social, parecía
razonable el plantearse la hipótesis de que la existencia de gobiernos de izquierda en
varios países de la región habría aumentado la producción teórica latinoamericana
sobre el Estado.
El segundo momento del estudio sigue, a grandes rasgos, la metodología de
los programas de investigación para analizar una teoría como constituida por dos
conjuntos de proposiciones. El primero está dado por las teorías centrales a la prác­
tica de indagación que llevan a cabo los miembros de una cierta comunidad científi­
ca y sin las cuales esa comunidad no podría haberse constituido en primer lugar. El
segundo conjunto teórico está dado por las teorías explicativas o interpretativas que
esa comunidad genera para proteger la estabilidad de las proposiciones del núcleo
teórico fundamental. Desde la perspectiva adoptada, un programa de investigación
puede ampliar el campo de fenómenos estudiados y explicados o estancarse en la
defensa del conjunto de teorías nucleares, reduciendo en la práctica el campo de
estudios; en el primer caso nos encontramos frente a un programa progresivo; en el
segundo, frente a uno regresivo (Lakatos 1983). El propósito del segundo momento
del ensayo es, por lo tanto, evaluar la práctica latinoamericana de la reflexión teóri­
ca sobre el Estado en términos de su avance o retroceso con respecto a los fenóme­
nos de los cuales intenta dar cuenta.

PERSPECTIVA GENERAL DEL DEBATE


LATINOAMERICANO

¿Existe tal cosa como un debate sobre el Estado en las ciencias sociales lati­
noamericanas? Los resultados del estudio bibliométrico indican que la respuesta es
un “sí” acotado. Contrario a las expectativas sobre el crecimiento de la producción
teórica sobre el Estado, luego del año 2000 encontramos que solo 33 artículos han

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sido publicados por científicos sociales sobre el tema en 15 años.6 Pero, por otro
lado, se comprueba la hipótesis de que la consolidación de la tendencia a que varias
formas de izquierda asuman el poder, entre 2005 y 2007 (con la elección de Evo
Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador) efectivamente provocó el aumento
del número de artículos publicados. La tabla 1 indica que hasta 2004 solo se ha­
bían publicado 4 artículos (12%), mientras que entre 2005 y 2015 se publicaron 29
(88%). Si se examinan las frecuencias de producción por año individual, encon­
tramos que los años de mayor productividad fueron el 2013 y 2014. La diferencia
de frecuencias entre estos dos últimos años y el período previo a la consolidación
del giro a las izquierdas es estadísticamente significativa. Aunque los datos que
disponemos no permiten explicar el aumento de la producción en los últimos años
citados, podemos razonablemente conjeturar que ese incremento puede deberse a
factores internos; esto es, una vez que hubo autores que se arriesgaron a publicar sus
reflexiones, otros se animaron a entran en el campo.

Tabla 1. Publicación de artículos teóricos sobre el Estado


en las ciencias sociales latinoamericanas (2000-2015)

Año Número de publicaciones


2000-2004 4 (12%)
2005-2015 29 (88%)

¿Quiénes contribuyen al debate sobre el Estado? Para identificar las voces


que participan en la conversación sobre el Estado construimos una tipología de los
enfoques usados por los autores para estudiar/hablar sobre el tema (tabla 2).
Los autores que exploran las implicaciones empíricas de conceptos tales como
“desarrollo estatal”, “autonomía estatal”, “poder infraestructural” y “fortaleza o de­
bilidad del Estado” pueden ser considerados como trabajando dentro de la tradición
teórica del “neoweberianismo” (Amenta 2005; Skocpol 1995; Mann 1984). Quie­
nes trabajan desde este enfoque comparten una concepción del Estado como un
conjunto de organizaciones que tienen un complejo socialmente único de funciones
y misiones. Disciplinariamente, estos autores provienen en su mayoría de la ciencia
política. En el grupo de casos examinados constituyen una minoría.
Un segundo grupo de autores, si bien estudian el Estado, no lo hacen con el
propósito de generar teoría sino recomendaciones políticas prácticas sobre reformas
puntuales del aparato estatal, su interrogante principal es ¿cómo hacer que los Esta­

6. Polga-Hecimovich y Trelles (2007), usando una metodología a grandes rasgos muy similar, pero
que incluye también artículos publicados en inglés, indican que “solo 107 artículos (de 15.000
identificados en su muestra inicial) tratan sobre el tópico (en su caso, la política de la burocracia)
en alguna forma sistemática” (579).

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dos latinoamericanos (en conjunto o individualmente) mejoren su funcionamiento


en este u otro aspecto? La procedencia disciplinaria de este grupo es amplia.
El tercer conjunto de voces puede agruparse a grandes rasgos en lo que Keu­
cheyan (2016) ha llamado “teorías críticas”; esto es, las ideas que circulan entre
actores políticos –que se autoidentifican como “de izquierda”– como vehículos de
comprensión de las sociedades y la formulación de programas políticos igualitarios.
El espectro de teorías críticas es en sí mismo amplio, incluyendo varias formas de
marxismos, diversas escuelas de ecología política y múltiples interpretaciones del
posestructuralismo. Al igual que en otras regiones del mundo, y en particular Euro­
pa, los practicantes latinoamericanos de esta tradición provienen básicamente de la
sociología. En el conjunto de nuestra base de datos estas voces son relativamente
mayoritarias.

Tabla 2. Enfoques teóricos en el tratamiento del Estado

Tradición teórica Neoweberiano Teorías críticas Otros


Número de 4 16 13
publicaciones

La conversación latinoamericana sobre el Estado no está homogéneamente


distribuida en toda la región. Brasil, Argentina y México, en ese orden, son los
lugares donde más frecuentemente han publicado sus reflexiones los latinoameri­
canos. A este grupo se suman tres países andinos, Chile, Ecuador y Colombia. Esta
heterogeneidad y la coincidencia de que los autores neoweberianos provengan de la
ciencia política y sean chilenos o argentinos, son llamativas, pero no sorprendentes.
Varios estudios han señalado que los procesos de diferenciación y profesionaliza­
ción de la ciencia política en estos dos últimos países (y Uruguay) han avanzado
más que en el resto de América Latina, donde predominan definiciones amplias del
estudio de la política que hacen lugar a la sociología política y el derecho. Junto con
la diferenciación entre ciencia política y otros enfoques, han aparecido –o tomado
fuerza– revistas especializadas que además adoptan explícitamente criterios esta­
dounidenses para su publicación e indexación.7
Como lo muestra la tabla 3, factores institucionales también podrían estar
influyendo en otra característica adicional del debate latinoamericano. Las publi­
caciones sobre el Estado de la corriente crítica han ocurrido en dos revistas de cir­
culación regional identificadas con la izquierda: OSAL y Nueva Sociedad. Aunque
el número de artículos publicados por autores brasileños supera largamente a los

7. Por esto también el ejemplo más acabado y teóricamente más interesante de estudios nuevos sobre
el Estado en América Latina es el número especial de la Revista de Ciencia Política, publicada por
el Departamento de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile en 2012.

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de otros países latinoamericanos, el impacto de estos autores parecería difuminarse


porque estas publicaciones se hicieron solo en revistas brasileñas; el idioma podría
estar actuando como una barrera para la difusión del pensamiento brasileño. En
contraste, los autores latinoamericanos de habla española publican en revistas de
amplia distribución regional y extraregional, como lo indica el porcentaje de publi­
caciones en España.
Tabla 3. Orígenes y revistas de publicación

Origen % de Revista Número de


publicaciones artículos
Brasil 24 OSAL 8
México 16 Nueva Sociedad 4
Argentina 14 Otras 21
Colombia 12
Ecuador 8
Chile 2
Otros países 8
España 14

Las cifras que hemos mostrado hasta acá dan cuenta de personas que publican
sobre un tema, pero un debate académico es algo más que eso. Como mínimo, los
autores tendrían que leerse entre sí e idealmente disputar las ideas propuestas. Un
análisis de impacto de los artículos permite identificar al conjunto de autores más
citados; acá se produce un fenómeno curioso, aparte de lo que cabría esperar como
referencia a los autores centrales de cada enfoque (Weber, Marx, Gramsci, Mann,
Skocpol, en cierto sentido O’Donnell), nos encontramos que tres autores son los
más frecuentemente referidos por quienes trabajan dentro de la tradición de teorías
críticas: Boaventura De Sousa Santos, René Zavaleta y Álvaro García Linera.
Dos autores “canónicos”, Zavaleta y García Linera, provienen de un país don­
de las publicaciones sobre el Estado en el período examinado han sido práctica­
mente inexistentes: Bolivia. Encontramos además que otros dos autores bolivianos,
Luis Tapia y Raúl Prada, son también frecuentemente citados. ¿Cómo explicar la
importancia otorgada a la producción boliviana? Aparentemente el interés desper­
tado por la idea de construir un Estado plurinacional en este país, y el lugar promi­
nente que en ese proyecto de construcción de Estado ha ocupado el vicepresidente
Álvaro García Linera, habrían renovado la importancia continental que alcanzó el
pensamiento boliviano en los años setenta. En efecto, las publicaciones más citadas
de García Linera hacen referencia directa al trabajo de René Zavaleta y, por otro
lado, Tapia y Prada han dialogado polémicamente con García Linera o han escrito

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sobre Zavaleta (Keucheyan 2016; Gómez 2014; De Sousa Santos 2010). Sin em­
bargo, y con la sola excepción de Tapia, ninguno de los autores bolivianos pueden
clasificarse como “académicos”; su perfil se aproxima más al de la figura social del
intelectual político.
En síntesis, la reciente reflexión teórica latinoamericana sobre el Estado está
parcialmente atada al giro hacia gobiernos de izquierdas que caracterizó a la región
en las últimas dos décadas. El debate teórico sobre el Estado se encuentra limitado
a un grupo relativamente pequeño de científicos sociales. Los sociólogos políticos
latinoamericanos de izquierda contribuyen mayoritariamente a llevar adelante ese
debate, aunque más recientemente han aparecido otras voces que desde la ciencia
política proponen un programa de investigación diferente. En comparación con las
teorías críticas, el nuevo programa de investigación –de inspiración neoweberia­
na– todavía tiene un largo camino que recorrer antes de consolidarse, básicamente
porque el proceso de institucionalización de la ciencia política en América Latina es
relativamente reciente e incipiente (Altman 2012; 2005). En contraste, el programa
de las teorías críticas tiene una larga tradición en América Latina y cuenta al mo­
mento con vehículos importantes para su amplia difusión en la región. Proponemos
que es necesario examinar las dinámicas internas del programa de las teorías críticas
por constituir la tradición central del pensamiento político latinoamericano sobre el
Estado.

LA TRADICIÓN LATINOAMERICANA EN ACCIÓN

El estado del debate sobre el Estado en América Latina no ha conducido a una


renovación de las concepciones dominantes en la sociología política de la región
sobre el Estado. La teorización se ha detenido en una visión del Estado como ins­
trumento mediante el cual la clase dominante protege y avanza sus intereses (Borón
2006; Groth 2002). La teoría estatal dominante en el programa de investigación
teórico-crítico sigue siendo fundamentalmente marxista.
La concepción clásica marxista fue originalmente formulada por Marx y En­
gels en El Manifiesto Comunista y en el Prefacio a una Contribución a la Crítica de
la Economía Política. La visión fundamental de esta perspectiva es que el Estado
y sus instituciones son esencialmente los agentes (el comité ejecutivo) de la clase
dominante en la sociedad capitalista (la burguesía). Existe, sin embargo, una alter­
nativa teórica en los propios trabajos de Max (Leftwich 2000). La segunda versión
marxista del Estado fue dejada de lado en los trabajos de Lenin; la síntesis marxista-
leninista es la que adoptó el marxismo latinoamericano (Sonntag 1988; 1999).
La síntesis leninista ofreció a los marxistas latinoamericanos del siglo XX
un método para ordenar sus reflexiones políticas. Las transformaciones sociales
que acompañaron a la consolidación de proyectos estatales exitosos en México,

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Uruguay o Chile, por ejemplo (Soifer 2015; Kurtz 2013), o que conspiraron contra
el éxito de esos procesos en Argentina, Perú y Colombia (Soifer 2015; Kurtz 2013),
marcaron el fin de los proyectos liberales de construcción de Estado. En los años
veinte y treinta emergieron –en el caso de México y Argentina– movimientos anti­
liberales que pusieron fin a los proyectos estatales del XIX; a grandes rasgos, estos
movimientos afirmaban la soberanía popular y competían con organizaciones de
inspiración marxista, como los partidos socialistas y comunistas, por adelantar otro
tipo de proyectos estatales. Así, el marxismo latinoamericano debió desarrollar res­
puestas a una segunda problemática, esta sí propia: ¿cómo crear Estados modernos
que respondan a los sectores populares?
El pensamiento marxista-leninista latinoamericano se ocupó en los años se­
senta y setenta de ofrecer una interpretación que, por un lado, diese cuenta de las
situaciones latinoamericanas y, por otro, preservara el núcleo normativo fundamen­
tal (i. e. la deseabilidad de una revolución anticapitalista que culminara en la cons­
trucción de una sociedad socialista). La indagación por el Estado se apoyó en la
reconstrucción histórica de la lucha de clases entre una oligarquía que había creado
un Estado liberal depredador enfrentada a “sectores populares” ampliamente defini­
dos y que se encontraban en distintas situaciones toda vez que emergían a lo largo
de múltiples relaciones precapitalistas (ocasionalmente, como en Mariátegui, “no”).
Las características de heterogeneidad regional del debate actual sobre el Es­
tado en América Latina que hemos señalado en la sección anterior se encontraban
también presentes en la Era de Oro del marxismo latinoamericano. En efecto, en
los años sesenta y setenta cuatro países fueron la sede fundamental del marxismo
clásico latinoamericano: Argentina, Brasil, México y Chile.8 Las sedes institucio­
nales de los marxistas clásicos fueron en esos momentos la Universidad de Buenos
Aires y del Rosario en Argentina; la Universidad de Sao Paulo y la Universidad de
Río de Janeiro en Brasil; la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM);
y la Universidad de Santiago de Chile. La creación del Consejo Latinoamericano de
Ciencias Sociales (CLACSO) en 1967 proveyó de un importante vehículo adicional
para la formación y desarrollo del marxismo clásico latinoamericano –aun cuando
la orientación intelectual de CLACSO en estos años fue pluralista–. Finalmente,
y por la reputación que alcanzó en la región la Revolución Nacional de Bolivia
(1952), su estudio y el de sus desarrollos posteriores impulsaron al centro del esce­
nario al pensamiento boliviano, en particular al creado por René Zavaleta durante
su estancia en la UNAM.
El marxismo latinoamericano retuvo la teoría modelo marxista-leninista del
Estado como instrumento de dominación de una clase. El estudio histórico, socio­

8. La influencia político-intelectual de Cuba, el único país socialista de América Latina, se vio limita­
da tanto por las políticas de Estados Unidos como por el cerco anticomunista que implantaron los
autoritarismos militares de aquellos años.

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lógico y económico de las sociedades latinoamericanas, su esfuerzo por entender


a sectores populares tercamente populistas, lo llevó, sin embargo, a enfatizar la
peculiaridad de las sociedades latinoamericanas destacando especialmente la per­
sistencia de formas de dominación que emanaban directamente de la experiencia
colonial latinoamericana y de su posición periférica y subordinada en el sistema
capitalista mundial. En particular el grupo de pensadores que se agrupó en México
–especialmente en la UNAM (Gandarilla y Peralta 2014)– luego de la oleada de
regímenes militares autoritarios en Sudamérica, puso énfasis en lo incompleto del
proceso de formación de los Estados-nación latinoamericanos como consecuencia
de la colonización europea.
Los marxistas latinoamericanos en su teoría del Estado enfatizaron la reduc­
ción de los procesos políticos estatales a las transformaciones sociales provocadas
por la penetración del capitalismo en las sociedades latinoamericanas. Esta peculia­
ridad de su método fue particularmente saliente en el análisis de los regímenes au­
toritarios militares. El lector debe recordar en este punto que los autoritarismos lati­
noamericanos vieron en el marxismo a su gran enemigo y, a pesar de las variaciones
regionales que tuvieron, en general buscaron eliminar su enseñanza y difusión en
la sociedad. No es extraño, por lo tanto, que autores como el brasileño Ruy Mauro
Marini viesen en las evoluciones políticas de las décadas de los sesenta y setenta la
conformación de una forma particular de Estado, que reafirmaba de manera cruda
su naturaleza instrumental fundamental.
Mediante ese tipo de reflexiones, el marxismo clásico latinoamericano legó
a las teorías críticas latinoamericanas contemporáneas un método de investigación
que llevaba inevitablemente a confirmar el supuesto teórico fundamental sobre el
Estado como instrumento de la lucha de clases. En efecto, hoy al igual que en los
años setenta, para el pensamiento crítico latinoamericano la generación de teorías
sobre los Estados latinoamericanos pasa por la construcción de tipologías de “for­
mas de Estado”, que luego son explicadas a partir del estudio histórico/sociológico
de las relaciones de poder entre las fuerzas sociales (la burguesía enfrentada a los
sectores populares) moviéndose en variadas lógicas de constitución de “sujetos po­
líticos”. La indagación histórico-sociológica sirve para mostrar la conformación (la
forma) que asume el instrumento, no se pregunta por la naturaleza del artefacto o
por la posibilidad de que haya formas estatales no instrumentales.
La descripción histórica precedente no implica que estemos afirmando que el
marxismo clásico fuese la corriente dominante en las ciencias sociales latinoameri­
canas; de hecho, con frecuencia ocurrió lo contrario. En efecto, si queremos encon­
trar en la producción de aquellos años una teoría alternativa del Estado, debemos
dirigir nuestra indagación a los trabajos de la Escuela de la Dependencia que, si
bien culmina también en una visión del Estado como “cosa”, lo hace por la vía del
examen de las coaliciones domésticas que conforman las élites, las cuales impulsan
procesos de construcción estatal en relación con un sistema económico y político

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mundial.9 Lo que importa para el presente estudio es la relevancia que otorgaron los
marxistas latinoamericanos a la cuestión del Estado. Adicionalmente, la descripción
precedente permite identificar el patrón de desarrollo de la tradición central sobre la
cuestión del Estado en América Latina.
La tradición latinoamericana de teoría del Estado pasó por un período de de­
cadencia a partir de la segunda mitad de los años ochenta. Un desarrollo político,
y dos evoluciones académicas que ocurrieron durante esos años dan cuenta de ese
proceso. En cuanto a lo político, desde principio de los ochenta los autoritarismos
que habían reinado en la región empezaron a dejar paso al largo proceso de de­
mocratización en el que todavía se encuentra inmensa. Este movimiento estuvo
acompañado por un primer desplazamiento del Estado hacia la periferia del debate
en las ciencias sociales latinoamericanas; el centro lo ocupó la transición hacia la
democracia (Groth 2002). Bajo la égida de la construcción de teoría democrática
retornó la concepción liberal del Estado como lugar neutral a disputarse por las
fuerzas emergentes en las luchas políticas contra los regímenes autoritarios. Este
desarrollo tuvo una consecuencia adicional: las ciencias sociales latinoamericanas
abandonaron las explicaciones estructuralistas (marxistas o no) para abrazar apa­
sionadamente al estudio de los nuevos movimientos sociales (Sonntag 1988). Espe­
cialmente entre los estudios críticos de la política, el Estado se convirtió en telón de
fondo, lo realmente importante ocurría en las sociedades, en la formación de nuevos
sujetos sociales, en los movimientos sociales. La teoría del Estado por casi dos dé­
cadas se convirtió en tierra de nadie, momentáneamente ocupada por los discursos
anti-estatistas del (neo)liberalismo; cuando se estudiaba al Estado se lo daba por
supuesto para disminuirlo o reformarlo.
El consenso sobre el Estado como telón de fondo se rompió nuevamente por
un desarrollo político. La emergencia de gobiernos de izquierda en el cambio de
siglo permitió el retorno de la tradición latinoamericana sobre el Estado. El interés
estratégico de estudiar al Estado para cambiarlo o dirigirlo hacia el logro de un
conjunto de metas políticas transformativas es el núcleo teórico del programa de in­
vestigación/acción política de las teorías críticas latinoamericanas contemporáneas.
Lo interesante de ese retorno es que el marxismo clásico se haya afirmado, tanto en
su componente propiamente teórico como en el de acción política
El interés instrumental (o de acción política dirigida a provocar una revo­
lución) por el Estado del marxismo clásico latinoamericano contemporáneo tiene
su contrapartida teórica en la conceptualización del Estado como aparato de do­
minación de una clase social (i. e. capitalista dependiente, vinculada a los intere­
ses transnacionales, al que debe transformarse poniéndolo al servicio del pueblo y

9. En la creación de la teoría de la dependencia fue muy importante la contribución de teóricos mar­


xistas como el ya citado Marini, pero también Theotonio Dos Santos y Vania Bambina (Martins
2008).

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103

avanzando intereses nacionalistas), y simultáneamente como expresión de un tipo


particular de sociedad nacional (capitalista e indeseable). La exploración de esa
simultaneidad continúa la tradición teórica estatal latinoamericana (bajo la pregunta
central del leninismo: ¿qué hacer?).
El lugar central al que ha sido restituida la teoría marxista del Estado no ha
sido, sin embargo, indiferente a la pérdida de legitimidad política e intelectual del
leninismo. En efecto, los esfuerzos dedicados por los científicos sociales latinoa­
mericanos en el estudio de lo local, lo pequeño, los movimientos sociales han en­
contrado un nuevo lugar en el retorno selectivo a las teorías de Gramsci sobre el
bloque histórico, la revolución pasiva y la lucha contrahegemónica.10 El estudio del
Estado, para los (neo)gramscianos latinoamericanos, abandona el plano mecánico
de la dominación directamente ejercida por un conjunto de aparatos burocráticos
mediante los conceptos interdependientes de “hegemonía” y “bloque histórico”. En
efecto, ambos conceptos introducen una concepción dinámica y más autónoma del
Estado, que protege a la descripción histórica del Estado como dominación. La so­
ciologización de la historia se logra mediante el estudio de “la construcción de un
bloque histórico... entendida como un sistema de articulación de diversas facciones
sociales”; lo cual supone tomar en cuenta para períodos históricos delimitados el
cómo se ha “ejercido el juego político” (Rossell 2009, 25).
Los conceptos de “revolución pasiva” y “transformismo” les permiten a los
autores de raíz gramsciana estudiar las transformaciones que estarían ocurriendo
en los Estados latinoamericanos antes, durante y después de los giros a las izquier­
das. No debe olvidarse, sin embargo, que la teoría gramsciana continúa la tradición
marxista clásica del Estado, se interesa por la teoría solo en tanto instrumento de
la lucha revolucionaria. El análisis gramsciano no solo se pone al servicio de la
transformación futura –o en proceso– (Rossell,2009) sino que además acentúa el
componente estructuralista del programa de investigación. Las coyunturas, o situa­
ciones políticas, son estudiadas para encontrar las relaciones entre las fuerzas so­
ciales dentro de los límites dados por las relaciones económicas (Portantiero 1979;
Modonesi 2013; Rossell 2009).
Una lectura superficial de los ensayos sociológicos latinoamericanos sobre
el Estado parecería autorizar a registrar otras novedades. En efecto, algunos au­
tores intentan seguir el camino señalado por teóricos franceses como Bourdieu y
Foucault para ir “más allá del Estado”. Esa búsqueda, sin embargo, viene con una
respuesta anticipada: lo que está más allá del Estado son los movimientos sociales.
Así, para el boliviano Raúl Prada “el punto de partida” del análisis del Estado boli­
viano es su carácter colonial/neocolonial –identificado en el concepto de Zavaleta

10. Un fenómeno que, de hecho, encontramos también en los años sesenta y setenta, e incluso anterior­
mente en los trabajos de Mariátegui (Maiguashca 2015; Portantiero 1979).

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de “Estado aparente”– y el del proceso político contemporáneo bajo Evo Morales,


es “la descolonización” (Prada 2010, 68).
El peso de la tradición latinoamericana no permite (re) descubrir el Estado,
todo lo contrario, solo logra restablecerlo como punto fijo, “cosa” y no “proceso”;
esto es, lo opuesto a lo que busca hacer la teoría foucaultiana del Estado. La lectura
que los teóricos latinoamericanos han hecho de la discusión francesa opera dentro
de la tradición latinoamericana para proteger el concepto nuclear del marxismo clá­
sico latinoamericano acerca de los Estados latinoamericanos como herederos del
colonialismo europeo del siglo XVI, instrumentos del imperialismo europeo del
siglo XIX y del neoimperialismo y neocolonialismo estadounidense del siglo XX.
La vertiente de teoría poscolonial boliviana es la que más influencia ejerce en
el programa latinoamericano contemporáneo. Esta versión se respalda fuertemente
en dos “grandes autores”: el boliviano René Zavaleta y la sociología del derecho
de Boaventura De Sousa Santos. En el trabajo de este último autor, el análisis del
“colonialismo interno” desarrollado en los sesenta y setenta por el mexicano Gon­
zález Casanova recibe una atención central (De Sousa Santos 2010, 26). El autor
portugués, sin embargo, define al colonialismo en términos más amplios que el de
una política estatal, para convertirlo en uno de los dos elementos que definen a los
Estados latinoamericanos (el otro es, por supuesto, el capitalismo). Para este autor
–como en general para los intelectuales bolivianos, y una buena parte de los trabajos
de la teoría dominante latinoamericana– el poscolonialismo no es solo un programa
político sino también y fundamentalmente un programa de construcción teórica (De
Sousa Santos 2010, 29).
La “nueva epistemología” por la que abogan De Sousa Santos y sus intérpre­
tes latinoamericanos tiene como objeto principal a las declaraciones de intención
de dos gobiernos latinoamericanos de izquierda, el de Bolivia y el de Ecuador, por
volver a fundar sus respectivos Estados sobre una idea poscolonial de naciones múl­
tiples compartiendo un mismo conjunto de instituciones políticas fundamentales,
y como instrumento para la transición hacia una sociedad futura “poscapitalista”;
esto es, la idea de un Estado plurinacional. Lo hace también porque apuntala el
núcleo teórico compartido de la tradición latinoamericana: los Estados latinoame­
ricanos actualmente existentes –excepción hecha de aquellos que se encuentran en
transición hacia otra forma– son “ilusorios” (“aparentes” decía Zavaleta) porque
“convierte[n] intereses privados en políticas públicas” (De Sousa Santos 2010, 68).
El poscolonialismo a la De Sousa Santos es institucionalista y formalista, lo que
cuenta es la formalización del “nuevo” Estado en un conjunto de “instituciones
compartidas” que se encuentran prescritas en una constitución, y su puesta en ac­
ción a través de aparatos administrativos (De Sousa Santos 2010, 84-98). El Estado
en esta perspectiva deja de ser objeto dado para convertirse en sujeto imaginario,
pero esa imaginación es la de las instituciones formales; reaparece así el Estado

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despojado de su neutralidad liberal, y de su depredación marxista, pero todavía


instrumento y aparato, solo que al servicio de los (que dejaron de ser) dominados.
En síntesis, la tradición latinoamericana de teoría sobre el Estado parecería
haberse ampliado, y en cierto sentido renovado, pero solo hasta límites bien de­
finidos. El rango de fenómenos a estudiarse abarca un conjunto más bien discreto
de preguntas susceptibles de ser investigadas empíricamente: las demandas de los
grupos sociales organizados, siempre y cuando sean posibles de identificar como al­
gún tipo de movimiento “progresista”; la incorporación y realización más o menos
efectiva de esas demandas en instituciones políticas formales; las implicaciones de
la evolución de la economía mundial para las sociedades latinoamericanas (i. e. los
cambios en el capitalismo dependiente periférico latinoamericano); las alianzas po­
líticas que, como consecuencia de esas transformaciones, prolongan o retan el do­
minio de la clase capitalista por sobre la sociedad. Esas preguntas están atadas a dos
concepciones fundamentales: primera, el Estado es un instrumento de dominación
de la clase capitalista y, segunda, la posibilidad de usar ese instrumento para superar
esa dominación mediante cambios económicos, políticos, culturales y sociales.
El método de estudio de las preguntas de la tradición latinoamericana es bási­
camente histórico-sociológico. La historia da cuenta de las formas de Estado sucesi­
vas que corresponden en grandes rasgos a etapas evolutivas del capitalismo –y más
recientemente del colonialismo–. El método permite la descripción de los actores
en juego –ocasionalmente, de las instituciones políticas en un determinado período–
mediante una tipología relativamente simple: clases capitalistas dominantes, por un
lado, y “sectores populares”, por otro, con énfasis en la identificación de “sujetos
(revolucionarios)” de entre estos últimos.
Finalmente, y siguiendo una vez más la tradición establecida en las décadas
de los sesenta y setenta, la comunicación de los descubrimientos de los autores que
trabajan en esta tradición se hace a la manera de ensayos sociológicos especulati­
vos, que aportan poca evidencia empírica –aparte de las narraciones históricas– para
sustentar las conjeturas presentadas. Con este último elemento se cierra el círculo
de la tradición: el ensayo, aun cuando es publicado en la forma profesional por
excelencia de las prácticas académicas internacionales, esto es, el artículo en una
revista especializada, está dirigido hacia una audiencia privilegiada: el/la intelectual
comprometido/a con la transformación de las sociedades latinoamericanas, y/o su
equivalente en el ejercicio del gobierno. El ensayo es formulado como una guía de
acción, un intento de respuesta a la pregunta marxista clásica por excelencia: ¿qué
hacer? El supuesto de esta pregunta es el Estado, la respuesta: transformarlo para
que sirva al sueño de una soberanía popular inmediata. Estamos ante un programa
político que presupone el Estado, que tiene respuestas, no preguntas. ¿Dónde están,
entonces, las preguntas en el estudio académico de los Estados latinoamericanos?

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MÁS ALLÁ DEL LIBERALISMO Y EL MARXISMO,


PERO NO NECESARIAMENTE DEL ESTADO:
LOS ESTUDIOS (NEO)WEBERIANOS

La tradición latinoamericana parecería estar consciente de que las presiones


sociales tienen que abrirse paso a través del Estado (Hall 1988), y que este hecho
constituye –al menos potencialmente– un fenómeno que en sí mismo no puede re­
ducirse a las fuerzas sociales en operación. Una conciencia que, por cierto, está muy
cercana a la segunda teoría marxista del Estado, descrita en la sección anterior. Sin
embargo, en su forma actual a la tradición latinoamericana se le escapan dos impli­
caciones teóricas de esa conciencia, las cuales podrían abrir paso a los sociólogos
políticos latinoamericanos al redescubrimiento del Estado.
En primer lugar, ese “abrirse paso” de las viejas y nuevas fuerzas sociales solo
es posible porque la dinámica de expansión y retracción del Estado es parte inhe­
rente de la creación y emergencia de esas fuentes de poder social. Los segmentos
sociales, el despliegue de la economía capitalista internacional, la difusión, forma­
ción y circulación de ideologías, el poder militar, las relaciones internacionales,
en definitiva, los procesos que originan y constituyen a las fuerzas sociales y su
trayectoria, ocurren al interior de un conjunto de restricciones institucionales y de
recursos –estatales y no estatales– preexistentes. El estudio del Estado, por lo tanto,
no puede reducirse a la investigación de la sociedad. El comportamiento estatal es
un elemento constitutivo de las relaciones/actores de quienes interactúan con el
Estado (Mann 1984, 185).
La segunda implicación es que el estudio de los Estados con el propósito de
generar teoría estatal lógicamente debe enfocarse en los procesos estatales, y en las
instituciones formales e informales que hacen esos procesos posibles. Dicho de for­
ma más simple, al asumir las dos implicaciones ocurre un cambio de óptica respecto
del Estado; deja de ser telón de fondo para ocupar el centro de la indagación; ya no
es más objeto del saber, sino sujeto de la conversación académica.
A primera vista ese cambio de perspectiva puede resultar amenazante para
quienes practican dentro de la tradición latinoamericana de teoría del Estado, toda
vez que parecería apuntar hacia el tercer modelo teórico weberiano. Aunque en el
canon de las ciencias sociales latinoamericanas existen ilustres ejemplos de teóricos
weberianos, en general el weberianismo desde la segunda mitad de los años sesen­
ta perdió prestigio entre los estudiosos latinoamericanos por su asociación con el
funcionalismo de Talcott Parsons y la teoría de la modernización (Sonntag 1988).
Los teóricos críticos latinoamericanos en el último cuarto del siglo XX tomaron una
fuerte distancia de las teorías weberianas, desechándolas más o menos rápidamente
bajo las acusaciones de positivismo, fragmentación del conocimiento, eurocentris­
mo y falso “objetivismo” al servicio de oscuros proyectos imperiales (véase, por

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ejemplo, Borón 2006, 185). Para hacer aún más plausible el rechazo, no solo que
las teorías weberianas han sido pobremente desarrolladas en América Latina, sino
que los desarrollos más importantes dentro del campo de los estudios del Estado
han ocurrido en la academia estadounidense (Novak, Sawyer y Sparrow 2015). Este
hecho no puede ignorarse por dos razones: primero, el idioma puede constituir una
barrera para académicos cuya formación ha ocurrido solo dentro de América Latina
y dentro de una tradición de profesionalización distinta a la estadounidense (Altman
2005, 2012; Rocha y Garcé 2015); segunda, la selección de casos examinados por
esa literatura hasta muy recientemente no incluyó países latinoamericanos.
Dejando de lado el problema de la validez de la crítica estándar latinoamerica­
na, es preciso reconocer que da en el blanco de un problema central de los estudios
weberianos sobre el Estado: el Estado no puede deificarse como una realidad en sí
misma completamente separada de la sociedad en la que emerge y a la que da for­
ma. La concentración exclusiva en el estudio de los Estados adopta una perspectiva
claramente de arriba hacia abajo, que es inherente al modelo teórico de Weber. En
efecto, el estudio del Estado a través de sus élites, sus instituciones formales y orga­
nizaciones centrales –en particular del desarrollo de una burocracia moderna– pue­
de conducir a producir “crónicas de la existencia especializada de gente especial”
(Elton 1970, citado en Novak 2015); esto es, a una teoría aristocrática del Estado
(Novak, Sawyer y Sparrow 2015). Este es, efectivamente, un riesgo políticamente
muy problemático para la teoría social en las sociedades latinoamericanas. Hay, sin
embargo, una contrapartida a ese riesgo: por su concentración en la lucha de clases
y en los proyectos políticos de los sectores populares, la tradición latinoamericana
en su forma actual no permite construir ese tipo de crónicas que serían valiosas para
entender los procesos contemporáneos de estatalización en la región.
El retorno hacia la teoría weberiana que ocurrió en la ciencia y la sociología
política estadounidenses del último cuarto del siglo XX –y que no tuvo lugar en
América Latina– conquistó logros importantes que no pueden ignorarse si el propó­
sito es avanzar en el conocimiento de los Estados que realmente están ocurriendo
en la América Latina de hoy –no en los que nos gustaría que llegaran a existir.
El núcleo básico del “traer de vuelta al Estado” que en su momento encabezaron
estudiosos norteamericanos como Skocpol, Evans, Mann, Skowronek, entre otros,
no puede despreciarse, aun cuando no sea sino para tomarlo como punto de partida
problemático. Los Estados modernos son organizaciones territorialmente centrali­
zadas, el corazón de cualquier Estado está en “sus organizaciones administrativas,
legales, extractivas y de coerción” –como bien identificó Skocpol en su momen­
to–. Tampoco podemos dejar de lado que “el proceso de construcción de estado es
básicamente una reconstrucción de la organización preexistente de poder estatal”.
Para el estudio de los Estados latinoamericanos no puede ignorarse que su capa­
cidad para penetrar las sociedades sobre las que formalmente presiden –su poder
infraestructural, en la terminología de Mann (2009, 1984)– es muy desigual, tanto

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108

considerados individualmente como entre los distintos Estados latinoamericanos


(Soifer y Von Hau 2009). Esa variabilidad, en sí misma, constituye un desafío a la
curiosidad intelectual.
Finalmente, es importante constatar que algunos estudios recientes que han
avanzado académicos estadounidenses, y latinoamericanos con formación en Es­
tados Unidos, han permitido desempacar algunas dimensiones de los Estados la­
tinoamericanos largamente ignoradas. La imagen más o menos homogénea de los
Estados latinoamericanos como oligárquicos y, en gran medida, premodernos ha
sido puesta en cuestionamiento por el estudio de los proyectos de construcción de
Estado del siglo XIX en México, Chile, Colombia, Perú, Uruguay y Argentina (Soi­
fer 2015; Von Hau 2009). De igual manera, estos estudios –y los de autores de raíz
Mooreana, Kurtz 2013 y Williams 1994– han logrado aclarar la variación entre
proyectos y organizaciones estatales en un amplio espectro de países latinoameri­
canos con relación a los orígenes domésticos de las democracias latinoamericanas.
Igualmente, el examen de los “Estados híbridos” latinoamericanos ha mostrado la
importancia que tiene la ausencia –parcial o total– de burocracias autónomas en el
desempeño de las economías latinoamericanas tanto en sus procesos de industriali­
zación (Evans 1997; Andrade 2015) como en la creación de sectores agroindustria­
les (Kurtz 2013); el resultado agregado de estos últimos trabajos pone en dudas la
caracterización mecánica de la inserción de las economías latinoamericanas en la
economía mundial como resultado de fuerzas puramente económicas y externas a
las decisiones de las élites gubernamentales domésticas latinoamericanas. En suma,
esos trabajos contienen la oportunidad de multiplicar las comparaciones entre casos
latinoamericanos y a través de un espectro amplio de variaciones internacionales,
nacionales y subnacionales.
Es todavía temprano como para anticipar que estos desarrollos culminarán en
el corolario de Weber por privilegiar el estudio del orden moderno por sobre el de
las múltiples fuentes de transformación social, básicamente porque para América
Latina se trata de una historia de producción de conocimiento todavía muy corta
tanto en comparación con la larga tradición que he descrito en secciones prece­
dentes, como con el desarrollo más o menos continuo del modelo (neo)weberiano
por cuatro décadas en Estados Unidos. Sin embargo, tampoco puede dejarse de
lado la insatisfacción que ha emergido en sectores de la academia que estudian
la historia política estadounidense con la “ortodoxia weberiana”. La equiparación
entre la burocracia y la administración central con “el Estado” es antidemocrática,
conduce a una falsa concepción de la relación entre Estado y democracia como un
juego suma cero, que descuida la mutua contribución que hacen las democracias
para la existencia de los Estados contemporáneos y viceversa (Novak 2015). Esta
concepción tiende a reconstruir la historia de los Estados y la práctica del arte de go­
bernar, “enfocándose en los dominantes antes que en los dominados, en el gobierno
en lugar de los gobernados, los pocos en lugar de los muchos” (Novak 2015, 69).

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Tres consecuencias se derivan del trasfondo aristocrático del (neo)weberianismo: la


objetivación del Estado, el fetichismo por la burocracia y una concepción excesiva­
mente rígida de la autonomía estatal.
La tradición weberiana, tal y como ha ocurrido en el contexto estadounidense
de fines del siglo XX, parecería ser una respuesta al menos tan insatisfactoria como
la proporcionada por la tradición marxista latinoamericana.

REFLEXIONES FINALES

El retorno del Estado en la América Latina del siglo XXI es el lugar del reen­
cuentro con la insatisfacción que provocan nuestros modelos convencionales para
pensar los Estados. He argumentado que el núcleo de esa insatisfacción está for­
mado por dos grandes componentes: la imagen marxista clásica del Estado como
instrumento de dominación y el modelo weberiano del Estado como organización
moderna. Ambos modos de reflexión teórica nos obligan a pensar a la novedad
como “retorno” –en clave marxista– de la dominación o de la oportunidad para
dejarla atrás; en el lenguaje weberiano, de la administración de las sociedades, de
los actores estatales, de los constructores de Estado, de los oficiales del Estado.
Ante la incomodidad con las camisas de fuerza conceptuales siempre cabe la salida
de huir hacia otra problemática, como la democracia, el más allá del Estado o la
epistemología.
También es posible no escapar, e intentar mirar lo que ocurre ahora como una
novedad, estructurada, sin embargo, por un largo acumulado histórico. En Améri­
ca Latina sabemos –tanto por la experiencia histórica como por el conocimiento
teórico– que no es la primera vez que élites diferentes a las que gobernaron antes
del momento actual han lanzado proyectos de construcción de Estado. Conocemos
también, y en gran medida gracias a los aportes de los estudios recientes sobre el Es­
tado, que el grado de éxito y los factores que hicieron –o impidieron– la realización
de esos procesos estatales fueron altamente contingentes. Estos dos conocimientos
resuenan con la concepción del Estado como proceso, como ocurrencia que sucede
más allá de cualquier reduccionismo económico, social, cultural e internacional.
Sin embargo, esas constataciones no nos dicen nada de la manera en que está ocu­
rriendo la ampliación o retroceso de los dominios de los Estados ahora mismo –de
la estratificación estatal de América Latina–. ¿Cuánto y cómo le está ocurriendo el
Estado a los latinoamericanos aquí y ahora? ¿Cómo sabemos que ciertos efectos
–y no otros– son agregados dentro de un conjunto organizacional, aparentemente
coherente y supuestamente territorializado, al que llamamos Estado? ¿Esos efectos,
procesos, ocurrencias, pasan a la manera de una relación porosa entre los grupos
sociales y las agencias estatales –antiguas, en reelaboración, o nuevas–? O, por el
contrario ¿esas relaciones crean límites endurecidos de alta autonomía y autoridad

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110

pública? ¿Ocurren los dos tipos de relaciones, si es así qué factores, procesos, con­
tingencias, llevan a una u otra solución? ¿En qué espacios: nacional o subnacional?
El descubrimiento de la originalidad del momento estatal latinoamericano
contemporáneo parece pasar, entonces, por no suponer que disponemos de una
teoría definitiva del Estado y, en cambio, asumir el reto de estudiar los procesos,
efectos, modos de existencia, prácticas, etc. de lo que, a falta de un mejor nombre,
llamamos los Estados latinoamericanos.

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4. Estado en América Latina:
problemática y agenda de investigación

Juan Pablo Luna

INTRODUCCIÓN

La referencia a los problemas de estatalidad que enfrenta América Latina es


recurrente en los estudios sobre la democracia en la región. Sabemos y repetimos
sistemáticamente que la presencia de un Estado capaz y soberano constituye una
condición necesaria para el efectivo ejercicio de la ciudadanía democrática (UNDP
2004). Al mismo tiempo que repetimos este dogma, usualmente lo olvidamos, luego
de haber citado el clásico texto de Guillermo O’Donnell (1993) en el que se referen­
cia la presencia de zonas marrones y cristalinas del Estado latinoamericano.
En este texto intentaré lograr tres objetivos. Primero, presento un breve e in­
completo recuento de situaciones que ilustran el tipo de desafíos que hoy deben
enfrentar varios Estados de la región. Dichos desafíos tienen relación con la acción
de actores ligados al crimen organizado y ponen en tensión la relación entre el
fenómeno estatal y la ciudadanía democrática en América Latina. Los casos selec­
cionados en este recuento omiten aquellas instancias más dramáticas, usualmente
referidas al pensar el problema estatal en América Latina, como las situaciones que
se verifican en Colombia, México, Centroamérica y crecientemente en Venezuela.
Segundo, derivaré una serie de implicancias sustantivas, haciendo foco en
tensiones normativas que nuestro debate actual sobre la democracia en América
Latina, tal vez por corrección política, tiende a subestimar. Tercero, identificaré una
serie de desafíos analíticos que el fenómeno estatal nos impone a quienes intenta­
mos comprenderlo. Argumentaré que las transformaciones que ha sufrido reciente­
mente el fenómeno estatal en la región operan sobre nuestros objetos de estudio al
punto de volver (relativamente) obsoletos nuestros métodos, conceptos y acuerdos
normativos.

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NUEVO REALISMO MÁGICO

Latinoamérica acaba de vivir un período de crecimiento económico inusitado


en la historia de la región: el boom de los commodities. Ese boom permitió una
fuerte expansión en los servicios educativos, de salud y de infraestructura. Un buen
ejemplo es Perú, que llegó a los titulares internacionales gracias a la exitosa re­
ducción de la pobreza lograda durante los últimos años. En un artículo de reciente
publicación, junto a Andreas Feldmann y Eduardo Dargent, documentamos cómo
ese Estado, tradicionalmente débil y con poca capacidad de alcance, expandió sig­
nificativamente su presencia en todas las regiones del país: creció notablemente el
número de escuelas y clínicas de salud, la infraestructura vial, la presencia territorial
del sistema judicial (fiscalías) y la dotación policial (Dargent et al. 2017).
A pesar de todo eso, el Estado peruano es hoy, en términos relativos, menos
poderoso que antes del boom. ¿Cómo se explica esta paradoja? El boom económico
no solo potenció la economía formal, sino también la economía ilegal.
En nuestro artículo documentamos la expansión de la criminalidad en Perú,
así como la de los conflictos sociales asociados en muchos casos a actividades ex­
tractivas irregulares e ilegales. Entre los mercados en expansión destacan los de la
producción de cocaína (por el efecto “globo” del Plan Colombia, que desplazó la
producción de droga hacia el sur, Perú es hoy en uno de los principales producto­
res), la extorsión (asociada a mercados tan disímiles como las obras de construcción
o los colegios privados), la minería ilegal, la tala y el contrabando.
Una historia similar puede contarse de la otra economía latinoamericana que
ha mostrado más dinamismo económico en los últimos años: Paraguay. Según datos
de la oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas (UNODC), Paraguay se
ha convertido en uno de los dos mayores productores de marihuana del mundo y
posee fronteras increíblemente permeables con el segundo mercado de consumo del
mundo (Brasil), así como con Bolivia y Argentina. Por dichas fronteras no solo pasa
droga, sino una variedad de productos. La trata de personas también es frecuente­
mente denunciada y tiene a varios países de la región como destino frecuente.
Las estrategias que usan los traficantes y el impacto que tienen en las eco­
nomías de sus países desafían la creatividad del “realismo mágico”. Un ejemplo
es la denominada “culebra”,1 un convoy de camiones que transita por los pasos
fronterizos irregulares en el altiplano peruano-boliviano. Las autoridades de ambos
países no se atreven a detenerlo por el riesgo de generar reacciones violentas por
parte de las poblaciones locales que viven del contrabando. La “culebra” lleva a

1. Véase “Cuatro familias de Juliaca controlan las ‘Culebras’ que llegan de Bolivia”, La República, 6
de diciembre de 2011, ‹http://larepublica.pe/politica/595348-cuatro-familias-de-juliaca-controlan-
las-culebras-que-llegan-de-bolivia›.

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Perú, entre otros productos, electrodomésticos que, aunque parezca inverosímil, son
más baratos en Bolivia aunque ese país no posea puertos propios a los que lleguen
esas mercaderías. Una hipótesis probable es que provengan de Paraguay, país con
el que Bolivia tiene frontera abierta en la zona del Chaco, y donde gran cantidad de
mercadería ingresa sin tributar.
Según declaró un fiscal anticrimen organizado que entrevisté en 2012 en
Asunción, la aduana paraguaya solo tiene capacidad de revisar uno de cada 40 con­
tainers que pasan por la frontera. El funcionario judicial también me dijo, aludiendo
a la profesionalidad de la aduana paraguaya: “y adivine usted qué container se abre;
seguramente, el que trae todo en regla”.
Se estima que desde Perú “la culebra” lleva hacia el Atlántico cocaína, madera
y productos de la minería ilegal: parte del oro peruano termina siendo exportado por
Uruguay, un país que prácticamente no cuenta con minas de oro y que históricamen­
te posee una significativa exportación del mineral, al tiempo que ha operado como
una plaza histórica para el lavado de dinero.
El mismo tipo de vínculos internacionales se observa en el negocio de auto­
móviles que son robados en Argentina y que ingresan a Bolivia por pasos fronterizos
legales, como vehículos de turistas. Este negocio, según una acuciosa investigación
de Matías Dewey (2015), crece gracias a la exitosa cooperación entre la policía,
las bandas de ladrones y la actividad política, tanto en el país en que los autos son
robados como en el que son vendidos.
Según registra Dewey (2015), las bandas pagan a la policía importantes sumas
para generar “zonas liberadas” para el delito. Pero esos recursos no solo contribu­
yen al enriquecimiento ilícito de los agentes, sino también son una de las “cajas”
fundamentales para el financiamiento de la política local. En otras palabras, casi
no hay político local que pueda tener aspiraciones serias si no “arregla” con los
policías. Aun si el candidato puede financiarse por otros medios, “estar mal” con
la policía puede traducirse en un aumento de la delincuencia y la inseguridad en el
distrito o jurisdicción relevante, lo que definitivamente puede también complicar las
chances electorales de los candidatos locales.
En otro giro que el realismo mágico envidiaría, Dewey muestra en su investi­
gación que las coimas contribuyen a financiar incluso la compra de útiles de oficina
para las comisarías (financiamiento que escasea por parte de fuentes estatales). Con
esos materiales se imprimen las denuncias con la que los dueños de los vehículos
robados acuden a sus compañías de seguros. Según Dewey (2015), las aseguradoras
también parecen cooperar con la policía para mantener su “riesgo” dentro de pará­
metros que garanticen la rentabilidad del negocio. En este sentido, la policía no solo
cede terreno al crimen organizado, sino que contribuye al negocio de las asegura­
doras manteniendo los niveles de delito bajo parámetros relativamente controlados
(y controlables) y estimulando, al mismo tiempo, la propensión de los dueños de
vehículos a asegurarse contra el robo.

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Del lado boliviano, los autos que no son desguazados en Argentina –y en otros
países limítrofes como Brasil o Perú–, y cruzan la frontera, son popularmente cono­
cidos como “chutos”: autos sin patente. La masividad de este mercado, sobre todo
en el medio rural donde circulan libremente, le ha permitido al gobierno del MAS
generar un beneficio tangible para sus “propietarios” vía la legalización y “naciona­
lización” de los vehículos. En 2011, a través del “Programa de Saneamiento Legal
de Vehículos” (una de las varias “regularizaciones” promovidas por el MAS), al
menos 130 mil vehículos comenzaron el trámite de nacionalización, aunque solo 80
mil lograron terminarlo. En el intertanto, se calcula que entre 2010 y 2016 cerca de
15 mil nuevos “chutos” ingresaron a territorio boliviano.2
Aquellos que no lograron terminar el trámite, así como los nuevos dueños
propietarios, conformaron distintas asociaciones y continúan presionando por una
solución al gobierno, el que posee un doble incentivo para legalizar: ganar el favor
de los “chuteros” y, al mismo tiempo, aumentar la capacidad del Estado de cobrar
patentes.
El otro caso que analiza Dewey (2015) es el mercado de la vestimenta “tru­
cha” que se produce en talleres ilegales –en muchos casos en condiciones de semi-
esclavitud y con trabajadores en condición de inmigración ilegal– que circundan el
mega-mercado de La Salada.3 Este mercado no solo opera, como el de los autos,
con protección policial, sino que permite al Estado cobrar impuestos (de forma no
oficial), y a las transnacionales cobrar royalties (rebajados) a los talleres que falsi­
fican sus marcas.
Todos los casos mencionados tienen una particularidad que los distancia del
violento crimen organizado que caracteriza a México, Venezuela, Colombia y Cen­
troamérica: la cooperación entre la criminalidad organizada y agentes a cargo del
Estado (Poder Judicial, políticos locales y, en algunos casos, políticos de nivel na­
cional).
Dicha cooperación puede asumir distintos formatos, por ejemplo, las poli­
cías tienen capacidad de imponer más condiciones al sistema político en Argen­
tina que en Paraguay o Bolivia; en cambio, en Brasil, como se ha hecho evidente
recientemente,4 las bandas criminales han arrebatado a los partidos parte del poder
político y han transformado las cárceles en lugares desde donde se influye signifi­
cativamente en lo que sucede en las principales ciudades del país. Pero estos casos

2. Véase por ejemplo “100 mil vehículos ‘chutos’ inscritos para perdonazo”, The Clinic, 30 de junio
de 2011, ‹http://www.theclinic.cl/2011/06/30/100-mil-vehiculos-chutos-inscritos-para-perdonazo/;
“Evo Morales justifica legalizar autos de contrabando porque ‘son para los pobres’”, Emol, 8 de ju­
nio de 2011, ‹http://www.emol.com/noticias/economia/2011/06/08/486263/evo-morales-justifica-
legalizar-autos-de-contrabando-porque-son-para-los-pobres.html›.
3. Para mayor información sobre el Proyecto La Salada ver ‹http://www.lasaladaproject.com›.
4. Ver por ejemplo Gil Alessi (2017). “Un motín en una cárcel de Brasil deja más de 50 muertos”, El País,
2 de enero, ‹https://elpais.com/internacional/2017/01/02/actualidad/1483375027_334367.html›.

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generan, comparativamente, bajos niveles de violencia. En esta menor violencia


influye el menor interés de la Administración para el Control de Drogas​ (en inglés,
Drug Enforcement Administration, DEA) en reprimir el tráfico de drogas en la re­
gión sur de nuestro continente –cooperando con las fuerzas de seguridad locales–,
en tanto ese tráfico no tiene usualmente como destino Estados Unidos, sino las rutas
que conectan África y Europa.
No obstante, existen casos que muestran lo efímera que puede ser la “tran­
quilidad social” conseguida a través de la cooperación y convivencia del sistema
político-institucional con el crimen organizado. Rosario, en la provincia argentina
de Santa Fe, es un terrible ejemplo. Contando históricamente con altos niveles de
desarrollo humano, en comparación con otras provincias, Rosario tiene hoy la tasa
de homicidios más alta de Argentina y superior a gran parte de las ciudades colom­
bianas y mexicanas.
La violencia escaló en esa zona argentina a partir de 2007, como resultado de
la alternancia en el gobierno provincial, luego de un período de largo dominio del
peronismo. El gobierno del Frente Amplio, en Rosario, rompió los pactos de protec­
ción existentes entre la policía y las organizaciones de crimen organizado. Y lo hizo
en un contexto en que el boom económico incrementó la demanda para bandas de
microtráfico local, así como la llegada masiva de inmigrantes de la región del Chaco
a la periferia rosarina. El quiebre de los pactos tradicionales y la competencia entre
bandas que comenzaron a fragmentarse y que pujaban por asentar su control sobre
el territorio, incrementaron los niveles de violencia de modo exponencial. El caso
de Rosario es similar, en términos de su trayectoria, al de México tras la alternancia
entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que gobernó México por 71 años
y el Partido Acción Nacional (PAN) que lo reemplazó en 2000. Esos casos ilustran
lo rápido que un orden clandestino y relativamente pacífico, asentado en la corrup­
ción, puede mutar a un orden abiertamente violento, en que el Estado, intentando
poner bajo control al crimen organizado, termina limitando aún más su capacidad
de acción. Períodos de calma y de baja visibilidad de la criminalidad pueden no
ser el resultado de pocos actos delictuales, sino de la existencia de pactos entre el
sistema legal y el ilegal. Los gobiernos que tratan de desmontar esos pactos pueden
terminar desatando una violencia inusitada.
Asimismo, los mercados ilegales son dinámicos y sumamente plásticos. Sus
operadores, a diferencia de los Estados que intentan controlarlos y regularlos, se
mueven rápido, cambiando de territorio o de bien transado. Que hoy no exista una
penetración fuerte del crimen organizado en Chile no garantiza, necesariamente,
que en el futuro cercano no se generen más oportunidades para la expansión de re­
des criminales que operan con mucho éxito (y, por tanto, generando muchos recur­
sos de poder) en el futuro. La relativa debilidad económica de los Estados naciona­
les para asentar su poder en numerosas localidades de su territorio vis-a-vis el poder

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que acumulan las redes criminales en las arenas locales en que operan, les brinda
la capacidad de desafiar la acción estatal de modo efectivo y relativamente rápido.
Tercero, aún en aquellos casos en que el crimen organizado tiene mayor pre­
sencia, los analistas y los técnicos tienden a no considerar sus efectos. Los mercados
ilegales, aunque no los queramos ver, son parte esencial de la economía y la política
de nuestros países. Entre otras cosas, estos mercados pueden generar empleos más
rentables que la economía formal, financian el consumo de una fracción significa­
tiva de la población, proveen al Estado y a los políticos formas de financiamiento
alternativo y hasta pueden establecer en ciertas localidades servicios de asistencia
social más efectivos y legítimos que los de los propios Estados nacionales.
En contextos en que el empleo formal se precariza y en que la educación y
el trabajo pierden legitimidad (y eventualmente eficacia) como canales de movi­
lidad social ascendente, existen también más oportunidades para la expansión de
los mercados ilegales. Subestimar el rol de la economía ilegal en la realidad social
posee implicancias importantes en la formulación de políticas públicas. El debate
reciente sobre la regulación del financiamiento de las campañas en Chile es un
ejemplo concreto de nuestra miopía respecto a la posible incidencia de este fenó­
meno en el país. Todo el debate estuvo centrado en el rol de los empresarios como
financistas de la política. Pero ¿es descabellado esperar que en localidades en que
operan redes de criminalidad organizada existan vínculos entre políticos locales y
bandas criminales?
Esas redes, aunque relativamente débiles e invisibles a nivel nacional, pueden
eventualmente ser muy poderosas a nivel local. ¿Qué sucede entonces si profundi­
zamos la descentralización? ¿No correremos riesgo de generar más oportunidades
de captura del sistema político y la institucionalidad estatal local por parte de ope­
radores del crimen organizado?
Analizar la relación entre crimen organizado y Estado en América Latina tam­
bién permite evaluar la “solucionática” que izquierda y derecha proponen para el
problema de la delincuencia. En términos muy esquemáticos, la izquierda tiende a
pensar que la delincuencia es una consecuencia de las condiciones de pobreza en
que vive parte significativa de la población. Desde esta perspectiva, el crecimiento
económico aunado a políticas sociales adecuadas debiera atenuar la incidencia de la
criminalidad. Sin embargo, recientemente, la criminalidad organizada se ha vuelto
más presente en América Latina en el contexto de un fuerte y significativo creci­
miento económico y de una expansión sin precedentes de políticas de transferencia
condicionada hacia los sectores más pobres. En este plano, la complejidad de las
realidades de exclusión y desigualdad, y su efecto sobre varias generaciones de
ciudadanos, vuelve mucho menos lineal la solución al problema.
La derecha, por su parte, tiende a enfatizar políticas de “mano dura”. En paí­
ses como Brasil, esas políticas, implementadas en los años setenta, dieron pie al
surgimiento en las cárceles de lo que hoy son las más potentes organizaciones cri­

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minales, con presencia no solo en Brasil sino en países limítrofes (a modo de ejem­
plo, un senador paraguayo que entrevisté en 2012 confesó que el financiamiento de
su partido provenía masivamente de “sus amigos en el Brasil”). Esas organizaciones
gestadas por las políticas de encarcelamiento masivo durante los años setenta y por
la “mezcla” de criminales comunes con presos políticos de la dictadura brasilera
que transmitieron ideales revolucionarios a sus compañeros de presidio, dio lugar al
surgimiento de “sindicatos criminales” que hoy poseen muchísimo poder en Brasil,
dentro y fuera de la cárcel.
Quienes conocen La Legua, en Santiago de Chile, comentan que la interven­
ción policial de la población también habría generado efectos perversos. Si bien
Chile no ha vivido el surgimiento de sindicatos criminales como en Brasil, la inter­
vención de La Legua parece haber contribuido a fragmentar las bandas dedicadas al
microtráfico y a aumentar la violencia. Lo ha hecho, además, reduciendo dramáti­
camente la edad de ingreso (entre 8 y 12 años de edad) al consumo y a la actividad
criminal.5

IMPLICANCIAS SUSTANTIVAS Y NORMATIVAS


DE LAS CARACTERÍSTICAS DEL FENÓMENO ESTATAL
EN AMÉRICA LATINA CONTEMPORÁNEA

Cuatro consecuencias sustantivas

La problemática actual de los Estados latinoamericanos es relativamente no­


vedosa. Mientras en términos económicos, el dilema clásico consistía en determinar
el grado adecuado de intervención estatal en la economía del país, históricamente, y
a excepción de casos de guerra civil e insurgencia política, el problema fundamental
del Estado latinoamericano consistía en lograr proyectar su poder eficientemente
en el territorio, especialmente en las zonas rurales (Soifer 2015). El centro (usual­
mente la capital) constituía tradicionalmente la sede privilegiada del poder estatal,
así como de la economía moderna. La periferia, por su parte, representaba zonas de
“atraso” y de baja presencia estatal y de dinámica económica. El desafío del desa­
rrollo consistía entonces en modernizar la periferia proyectando el poder estatal y
lógicas modernas de vida y producción económica. Las causas que explican por qué
algunos Estados lograron desplegar, en el siglo XX, mayor capacidad “infraestruc­
tural” que otros, poseen raíces históricas y se enmarcan en procesos sobre-determi­
nados por la larga duración (Soifer 2015; Kurtz 2013; Mahoney 2010).

5. Ver por ejemplo Cecilia Correa (2017). “Los pasajes malditos de La Legua”, Qué Pasa, 16 de ju­
nio, ‹http://www.quepasa.cl/articulo/actualidad/2017/06/los-pasajes-malditos-de-la-legua.shtml/›;
Ignacio Bazán (2016). “Las marcas de La Legua (a 15 años de la intervención)”, La Tercera, 30 de
abril, ‹http://www.latercera.com/noticia/las-marcas-de-la-legua-a-15-anos-de-la-intervencion/›.

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Al menos implícitamente, nuestros modelos analíticos sobre la realidad demo­


crática latinoamericana tienden a asumir la operatividad de una estatalidad homogé­
nea, tanto en términos territoriales como funcionales. Los distintos casos reseñados
arriba cuestionan dicho supuesto, así como las visiones clásicas sobre el problema
de la estatalidad, desde distintas perspectivas. En esta sección hago foco en cuatro
implicancias particularmente relevantes.
Primero, los Estados latinoamericanos poseen actualmente una segmentación
funcional, lo que refuerza la presencia de las brechas sociales características de
sociedades desiguales, así como la tradicional heterogeneidad territorial de la esta­
talidad latinoamericana. A modo de ejemplo, los jóvenes de La Legua en Chile, al
igual que los rolezinhos brasileros,6 fueron muy probablemente receptores de polí­
tica social durante su infancia, habiendo sido, mediante esa vía, incorporados a la
ciudadanía social. Al mismo tiempo, el mismo Estado que los incorpora y les reco­
noce parcialmente sus derechos sociales, viola su ciudadanía civil al criminalizarlos
ex ante y al prohibir su acceso al “espacio público”. En Paraguay, así como en la
Araucanía chilena, distintos sectores sociales tienen acceso claramente diferencial
al sistema judicial o a la protección de sus derechos de propiedad.
Una derivación fundamental de la bifurcación estatal que presenta la región ya
esbozada por O’Donnell (1993) y retomada por PNUD (2004) y Yashar (2005) es su
efecto sobre los regímenes de ciudadanía. En este sentido, parece interesante retomar
el clásico texto de T. H. Marshall (1950) en que se concibe un desarrollo secuencial
de configuración de tres ciudadanías, partiendo de una reconstrucción histórica del
proceso inglés.7 En dicho proceso, primero se consolida la ciudadanía civil, luego la
ciudadanía política y finalmente la ciudadanía social. Esta concepción supone, por
definición, pensar en la ciudadanía civil como una condición necesaria, aunque no
suficiente para la ciudadanía política. Y también supone que la ciudadanía política
es una condición necesaria, aunque no suficiente para la ciudadanía social. La figura
1 representa, a través de un diagrama de Venn, la relación lógica que se presume en
Marshall respecto al proceso secuencial de conformación de estas tres ciudadanías.
Pensar la ciudadanía democrática en América Latina desde la perspectiva
de Marshall resulta problemático, tal como ya se señaló en el informe de PNUD
(2004). En este sentido, las tres ciudadanías en América Latina operan de forma
escindida, rompiendo con la secuencia y la condición de necesidad lógica que de
ella se deriva. A modo de ejemplo, hoy es posible pensar en ciudadanos con acceso

6. Los rolezinhos fueron movimientos juveniles que tuvieron lugar en Brasil en 2016, en que jóvenes de
estratos socioeconómicos bajos se coordinaban por redes sociales para dar una vuelta (rolar) en cen­
tros comerciales frecuentados por la élite brasilera. La masividad del fenómeno, así como su progre­
siva criminalización, transformaron lo que comenzó como un pasatiempo juvenil en un movimiento
con alto potencial disruptivo, dotándolo de fuerte contenido político. Véase Caldeira (2014).
7. Una versión preliminar de este planteo fue presentada en Luna et al. (2012), y luego retomada en la
publicación sobre el Estado de la ciudadanía en América Latina del PNUD (2014).

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Figura 1. Las ciudadanías según T. H. Marshall

CIUDADANÍA
SOCIAL

CIUDADANÍA
POLÍTICA

CIUDADANÍA
CIVIL

a ciudadanía social (por ejemplo, a través de la expansión de programas de asisten­


cia social), pero con restringido acceso a ciudadanía política (participan poco, no
se sienten representados, no pueden en términos prácticos incorporarse a partidos,
etc.). Algunos de estos ciudadanos tampoco poseen la posibilidad de ejercer plena­
mente su ciudadanía civil (por ejemplo, viven en barrios donde el Estado de derecho
no opera). Los millones de habitantes en barrios marginales de la región no tienen
asegurados en su realidad cotidiana sus derechos civiles básicos, tales como el libre
tránsito o el acceso a la justicia. La figura 2 ilustra esta concepción escindida de la
ciudadanía, nuevamente a través de un diagrama de Venn. Si bien múltiples inter­
secciones son posibles, solo la intersección entre las tres ciudadanías corresponde a
lo que hoy entendemos como ciudadanía democrática plena.
La desigualdad social, en sus múltiples manifestaciones (socioeconómica, ét­
nica, de género, etc.), es un factor determinante respecto al acceso que distintos in­
dividuos poseen a la ciudadanía democrática y sus tipos disminuidos (las múltiples
pertenencias e intersecciones parciales que ilustra la figura 2). Es importante subrayar
que esta configuración de ciudadanías es causada por la debilidad estatal y no necesa­
riamente por deficiencias asociadas al régimen político. En otras palabras, es posible

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Figura 2. Ciudadanías escindidas en las democracias


electorales de América Latina

CIUDADANÍA
CIVIL

CIUDADANÍA
DEMOCRÁTICA
PLENA

CIUDADANÍA CIUDADANÍA
SOCIAL POLÍTICA

DEMOCRACIAS ELECTORALES

observar democracias electorales (PNUD 2004) en las que al mismo tiempo se confi­
guran distintos tipos de ciudadanía escindida (véase Arias y Goldstein 2006).
Segundo, los casos referidos arriba dan cuenta también de otra implicancia
relevante: en nuestros países, distintos tipos de desafiantes contestan (y en algunos
casos reemplazan) a las autoridades legales a nivel local (e incluso regional). En
algunos casos, dichos desafiantes constituyen para-Estados, con capacidad de con­
trol territorial. En otros, no solo monopolizan la coerción en el territorio, sino que
implementan también otras funciones típicamente estatales como la inversión en
infraestructura o la provisión de asistencia social. En otros casos, los desafiantes del
Estado instrumentan mecanismos predatorios y someten a la población local a un
poder sin límites, forzando, en general, fenómenos relevantes de migración nacional
y regional. También encontramos territorios en disputa, sea entre agentes estatales
y desafiantes, como entre bandas de desafiantes. En dichos escenarios, la violencia

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suele escalar. No obstante, los agentes estatales y sus desafiantes no siempre están
en conflicto. En una serie también relevante de localidades, las autoridades legales
y sus desafiantes cooperan en arreglos de “zona gris” que subvierten el Estado de
derecho. En esta serie de casos, la violencia abierta es limitada, pero la corrupción
y la violencia estructural se tornan sistemáticas.
Actualmente, contamos con Estados que de manera unilateral son relativa­
mente capaces de controlar su territorio, y que poseen una densidad institucional
significativa. Es decir, los Estados latinoamericanos actuales poseen, desde un pun­
to de vista “absoluto”, mayor capacidad infraestructural que nunca. No obstante,
como denotan claramente los casos de Rosario, Perú y Paraguay presentados arriba,
dichos Estados se encuentran también desbordados por el surgimiento de mercados
ilegales que proveen amplios márgenes de ganancia. Dichos mercados articulan y fi­
nancian actores que logran, a nivel local, contestar la soberanía estatal. En términos
económicos, una porción significativa del crecimiento económico está catalizado
por economías informales, en las que el Estado no tiene una participación central.
Las economías ilegales se articulan en torno a mercados fuertemente globa­
lizados y, por tanto, se encuentran sujetas a dinámicas que exceden al ámbito de
acción de los gobiernos nacionales. Por esta razón, los Estados nacionales se en­
cuentran simultáneamente enfrentados a (o coludidos con) actores locales cuyas
dinámicas y estrategias de acumulación escapan a los fenómenos que ocurren en
el territorio nacional. Dichos fenómenos, así como las estrategias de adaptación
que implementan los emprendedores ilegales en respuesta a la acción estatal y a
otros factores locales (por ejemplo, el surgimiento de competidores, la exploración
de nuevas oportunidades de negocio, etc.), pueden generar cambios rápidos en la
configuración y estrategias de los desafiantes locales al Estado. Dichos cambios,
por su parte, tienen consecuencias fundamentales respecto al tipo de relación que se
observa a nivel local entre agentes estatales y desafiantes.
Tercero, la relación entre crecimiento económico derivado del commodity-
boom, el Estado y las dinámicas de conflicto social y criminalidad que hoy se veri­
fican en casos como el peruano o el paraguayo, desafían las hipótesis establecidas
en la literatura sobre el resource course (Sachs 1995; Ross 2001; Dunning 2008;
Haber y Menaldo 2011; Ross 2012; Collier y Hoeffler 1998; 2004; y 2005; Dixon
2009; Fjelde 2009; Humphreys 2005; Acemoglu y Robinson 2012; Bates 2001).
Las tendencias reseñadas arriba no derivan de la presencia de un autócrata rentista
o de una oligarquía capaz de apropiar los retornos del crecimiento económico vía la
colusión con élites estatales. Quienes se benefician del crecimiento económico del
país se encuentran diseminados en la sociedad y poseen una capacidad creciente de
“desafiar” al aparato estatal en las localidades en que poseen operaciones. En este
sentido, el caso de Perú es uno en que actores no estatales han ganado creciente
capacidad de desafiar a un Estado que, si bien es más fuerte en términos absolutos y
generales, se ha vuelto más débil en términos relativos (vis-à-vis actores no estata­

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les) y en algunas localidades donde los mercados ilegales resultan centrales para la
actividad económica. Dichos actores no estatales ponen en entredicho el Estado de
derecho, generan problemas de inseguridad y medioambiente, desplazan población
y en algunas localidades han devenido en la emergencia de insurgencias criminales.
Cuarto, las dinámicas de economía política recientemente observadas en la
región también distorsionan la tradicional dicotomía entre campo y ciudad, usual­
mente representada por la noción de centro-periferia. Gran parte del dinamismo
económico reciente se ubica en las zonas rurales. Mientras tanto, las zonas urbanas,
especialmente en los cinturones de pobreza que circundan o se enclavan en las
zonas metropolitanas, se articulan actores que desafían la soberanía estatal constitu­
yendo en algunos casos territorios auténticamente liberados.
La transformación del medio rural en la región se vincula a la interacción en­
tre coyunturas y factores internacionales (por ejemplo, commodity boom, consolida­
ción de tecnología transgénica y la mecanización de la producción rural, incremento
de los flujos de inversión extranjera e intraregión), factores de institucionalidad
nacional (por ejemplo, el clima hostil para la inversión en Argentina, la precarie­
dad institucional y legal en Paraguay) y varianza intrapaís (regiones con dotación
de recursos productivos, matrices socioeconómicas y de asentamiento humano, y
capacidad institucional variable). Dicha interacción se vincula, además, a matrices
de desarrollo político y social divergentes y de carácter multi-final (el mismo fenó­
meno, en un contexto institucional y nacional diferente, termina asociándose con
desenlaces opuestos).
Considérese, por ejemplo, la migración campo-ciudad verificada en Uruguay
y en Paraguay. En el primer caso, la mecanización de la producción rural, así como
la sustitución del caballo por las motocicletas de procedencia china (de muy bajo
costo), ha impulsado en el campo uruguayo un doble proceso de urbanización (por
la migración campo-ciudad de los trabajadores rurales) y sindicalización de traba­
jadores rurales (por la organización de cooperativas –denominadas comparsas– de
trabajadores rurales que realizan la zafra en distintos establecimientos, pero que
residen en centros poblados). Al amparo de un gobierno que ha estimulado y prote­
gido la sindicalización, este desarrollo ha contribuido a mejorar las condiciones de
vida de los antiguos peones rurales.8
En Paraguay, la migración campo-ciudad se asocia a la conformación de cin­
turones de pobreza en las principales ciudades del país. Dichos cinturones son hoy
un mercado en expansión para el microtráfico de pasta base. Este último no solo
ha crecido exponencialmente en el país, sino que se asocia a un incremento signi­
ficativo de la violencia criminal. La consolidación de Paraguay como territorio de

8. Al mismo tiempo, por ejemplo, ha dejado obsoleta una infraestructura de educación pública rural
muy descentralizada (las escuelas rurales se han vaciado, al tiempo que las urbanas se encuentran
sobrepobladas).

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producción de marihuana, así como territorio de tráfico de pasta base de cocaína


desde Bolivia hacia Brasil y Europa, contribuye también a generar este desenlace.9
El contexto estatal y político del Paraguay, la permeabilidad de sus fronteras, y su
situación geopolítica respecto al mercado asociado al tráfico de drogas resulta clave
para entender este fenómeno y su proyección a futuro.
En síntesis, ya no es posible (si alguna vez lo fue) entender el fenómeno es­
tatal desde una perspectiva que enfatice meramente el desarrollo institucional o el
rol del Estado en la economía formal. La anatomía y topología de los actuales esta­
dos latinoamericanos depende de la interacción entre agentes estatales, desafiantes
locales y dinámicas institucionales y económicas que se producen fuera de fronte­
ras. Las interacciones, así como aquellas dinámicas, pueden mutar rápidamente,
en función de fenómenos sumamente complejos pautados por la economía política
de los mercados legales, los mercados ilegales, así como por transformaciones so­
cioeconómicas, tecnológicas y de geopolítica global. Tampoco parece adecuado, en
función de las dinámicas emergentes, enfrentar el análisis del fenómeno estatal en
base a una noción clásica de centro-periferia.

Tres tensiones normativas

El análisis de los casos elaborados arriba sugiere problematizar tres supues­


tos normativos que todos compartimos a priori, a saber: la democracia es siempre
preferible a otras formas de gobierno; la descentralización política e institucional
constituye un objetivo deseable de cara a una mayor democratización, y la transpa­
rencia en los asuntos públicos es siempre preferible a la opacidad. En esta sección
desarrollo un argumento incómodo; lo hago desde una perspectiva analítica y no
normativa.10
De acuerdo con la evidencia sistemática reciente, la alternancia electoral, en
zonas con alta participación de actividades ilegales en las economías locales, se
asocia a la generación de espirales de violencia (Forhig 2015; Trejo y Ley 2015). La
evidencia cuantitativa también es consistente con narrativas de caso como la ofreci­
da arriba para la Provincia de Santa Fe o para el caso de México (véase por ejemplo,

9. Esta dinámica se asocia a diversos factores. Por un lado, en Bolivia la sustitución de la exportación
de hoja de coca por pasta hace aproximadamente una década, al influjo de un proceso de tecnifica­
ción estimulado por la cooperación de los cocaleros con narcos colombianos. Por otro, la llegada
de bandas mexicanas, a instalar laboratorios de terminación de cocaína en la periferia de Asunción,
para su posterior exportación a Brasil y Europa. Finalmente, y en términos generales, la consolida­
ción de Paraguay como eje del narcotráfico en el cono sur, dada su institucionalidad estatal anémica
y corrupta; y su posición como segundo productor de marihuana a nivel mundial, como vecino del
segundo productor mundial de coca (Bolivia) y como vecino del segundo mercado de consumo de
narcóticos a nivel global (Brasil).
10. Es decir, aunque comparto los ideales normativos enunciados, analizo sus implicancias cuando
dichos ideales son implementados en el contexto de estatalidades precarias.

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Grillo 2012; Knight 2012). La alternancia electoral supone en estos casos la ruptura
de pactos de colusión entre autoridades políticas establecidas y con incumbencias
fuertes, y operadores de mercados ilegales. Ante la caída de dichas figuras políticas
locales, se genera incertidumbre y competencia entre bandas rivales por establecer
un nuevo pacto; lo que muchas veces se asocia a un espiral de violencia criminal
motivada por distintos incentivos (Lessing 2012). En términos de ideales norma­
tivos, este tipo de secuencia contrapone un equilibrio en que predominan la co­
rrupción, las zonas grises y los déficits de calidad democrática (o el autoritarismo)
con otro en que mayores grados de democracia (al menos en el plano meramente
electoral) se asocian a niveles de violencia en ascenso.
Nuestro canon también predica usualmente las ventajas de la descentraliza­
ción (véase, no obstante, Eaton 2012). Sin embargo, cuando el poder político y
los recursos se descentralizan en un contexto en que la desigualdad y la capacidad
estatal se estratifican y distribuyen en clave territorial, se corre el riesgo de contri­
buir a reproducir intertemporalmente las diferencias entre diferentes localidades. En
aquellos casos en que la estatalidad es débil o se encuentra capturada por actores ile­
gales, la descentralización provee mecanismos de acceso complementarios al poder
político formal a dichos actores. En dicho contexto, la configuración de ciudadanías
escindidas se refuerza.
Finalmente, los organismos internacionales, así como distintos think tanks con
base en la región, se encuentran promoviendo de forma activa la transparencia, por
ejemplo, en el financiamiento y rendición de campañas electorales. Nuevamente, si
bien normativamente los principios de transparencia son compartibles y deseables,
cuando se promueven y se activan (aún parcialmente) en contextos de “zona gris”,
en que los actores ilegales poseen redes establecidas de financiamiento de la polí­
tica, dichas mecánicas de transparencia contribuyen a generar profundas crisis de
legitimidad. Dichas crisis “barren” con actores partidarios establecidos y terminan
generando vacíos de poder que son ocupados por nuevos actores. Si bien no hay
nada intrínsecamente negativo en la caída de actores políticos establecidos y con
lazos con operadores de mercados ilegales, nada garantiza que los actores emergen­
tes no sean rápidamente cooptados por las mafias que operan en una localidad o a
nivel nacional.
Precisamente en dicho contexto, y ante la sucesión de escándalos de corrup­
ción y crisis de representación política, tanto los gobiernos como las ONGs, los me­
dios independientes y los organismos multilaterales han comenzado a impulsar una
agenda protransparencia. En principio, y en términos normativos, la transparencia y
el accountability son sin duda deseables.
No obstante, en un escenario como el latinoamericano en que la relación entre
políticos, empresarios (legales e ilegales) y múltiples actores e intereses transna­
cionales se juegan prevalecientemente en “zonas grises”, la mayor transparencia
puede contribuir a catalizar profundas crisis de legitimidad de los elencos políticos.

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Dichos déficits de legitimidad desgastan y “descartan” actores políticos tradiciona­


les, generando vacíos de poder que en algunos casos son llenados por liderazgos
personalistas y outsiders.
En síntesis, como señala el señero y certero análisis de Mainwaring (2006), la
crisis del Estado latinoamericano constituye una clave analítica fundamental para
entender los problemas de representación política que hoy aquejan a la región. El
desborde de la estructura estatal por arriba (en el plano transnacional) y por deba­
jo (en el plano local) la incapacidad de dicha estructura de garantizar el principio
del monopolio de la coerción y la provisión de servicios básicos a la población, la
segmentación territorial, funcional, y socioeconómica del Estado, así como la pe­
netración y corrupción del aparato estatal por parte del crimen organizado explican,
al menos parcialmente, la incapacidad de los actores partidarios de erigirse y man­
tenerse como los agentes legítimos de la representación política. En otras palabras,
la democracia constituye simplemente un conjunto de reglas de juego que suponen,
además, su operatividad en un contexto de vigencia del Estado de derecho. El pro­
blema latinoamericano actual no es, como se presume usualmente, consecuencia de
un déficit mayor en las reglas de juego o en los actores políticos que operan en cada
país. Dicho problema tiene como causa fundamental los problemas de estatalidad.

CUATRO DESAFÍOS ANALÍTICOS


PARA LA CIENCIA POLÍTICA

Esta última sección del trabajo elabora cuatro de los varios desafíos analíticos
que la transformación del fenómeno estatal impone a la ciencia política contem­
poránea. Los dos primeros desafíos remiten a los cambios que ha sufrido nuestro
objeto de estudio. Los dos últimos, al herramental analítico con que contamos para
abordar dicho campo.
Primero, como objeto de estudio, las arenas institucionales (formales) siguen
siendo relevantes pero en muchos casos constituyen epifenómenos de procesos de
“zona gris”. Así, el análisis de instituciones formales y de los actores que en ellas
operan oscurece aspectos fundamentales de la realidad latinoamericana contempo­
ránea.
A modo de ejemplo, asignarle al caso de Paraguay en 2012 un “1” o un “0”
en nuestras bases de datos, según interpretemos si la remoción de Lugo constituyó
un golpe de Estado o un juicio político ajustado a derecho, posee múltiples impli­
cancias para nuestros análisis e incluso para decisiones de política internacional.
No obstante, es en el trasfondo del caso Lugo y sus múltiples derivaciones donde
debe buscarse, en mi opinión, lo realmente significativo del caso paraguayo. La
ciencia política actual, en general, tiende a ignorar o simplificar excesivamente di­
cho trasfondo. Para dar cuenta de la conflictividad del mismo (y de sus equivalentes

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funcionales en otros casos) es necesario abandonar las seguridades que nos brinda
el análisis de la arena institucional y sus actores, y avocarse al análisis de “zonas
grises”. Este punto me parece fundamental, por lo que le dedicaré más espacio que
a los siguientes. ¿Qué entiendo entonces por el “trasfondo” en el caso paraguayo?
Lo exploro en las siguientes cuatro viñetas.

Viñeta 1: el mercado de tierras en Paraguay

Paraguay no posee en la actualidad un catastro único y completo de tierras.


Existen diversos catastros en “competencia” y solamente se cuenta con un registro de
aproximadamente 60 a 70% del territorio (Glauser 2009; Campos Ruiz Díaz 2013).
Por esta razón, la doble o triple titulación de una determinada parcela es sumamente
usual. En este contexto, y en el marco de una institucionalidad absolutamente preca­
ria, la capacidad de asentar y hacer valer derechos de propiedad radica en el poder
económico (para “comprar voluntades” en el poder político, las FF. AA. y en el sis­
tema judicial) y de fuerza (para alambrar y vigilar los límites de la “propiedad”) de
los contendientes en pugna. La debilidad estatal respecto a la regulación del mercado
de tierras supone también la incapacidad de instrumentar de modo efectivo dos dis­
posiciones legales estratégicas: el control de la extranjerización de la tierra (el que
se sortea mediante la simple conformación de una sociedad anónima) y el fortaleci­
miento institucional en las zonas fronterizas a través de la delimitación en 2006 de
una “Zona de Seguridad Fronteriza de la República del Paraguay” de 50 km. Según
esta última disposición, la propiedad de la tierra a 50 m y menos de la frontera, debe
estar en manos de nacionales paraguayos. Elocuentemente, no obstante, según un
relevamiento recientemente realizado en la zona de Nueva Esperanza (fronteriza con
el Brasil), más del 75% de la tierra a menos de 50 km del Brasil tiene propietarios
brasileros (Glauser 2009).
Este patrón respecto al registro e institucionalidad de la propiedad rural res­
ponde a variables de larga duración. Por un lado, el procedimiento de registro ante
el IBR (en el pasado) y ante el INDERT (actual), insume una larga serie de ins­
tancias y suele tomar “muchos años” (Campos Ruiz Díaz 2013). Todo esto abre
espacios, en el marco de un Estado con altísimos niveles de corrupción y bajísima
capacidad institucional, para el registro irregular. Por otro lado, el Estado paraguayo
se ha embarcado, históricamente, en procesos de entrega masiva de tierras, de forma
nuevamente irregular.
Primero, luego de su derrota en la Guerra de la Triple Alianza, el Estado para­
guayo financió su reconstrucción mediante la venta de grandes extensiones a mul­
tinacionales extranjeras, así como a productores brasileros. Sus herederos son hoy
conocidos como “brasiguayos”, y controlan grandes extensiones de tierra dedicadas
a la producción agrícola, especialmente en la frontera. Dichas tierras, no obstante,
no poseen límites ni títulos asentados.

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Segundo, entre 1947 y 1988 (bajo la dictadura de Stroessner), nuevamente


según las estimaciones de Campos Ruiz Díaz (2013), se repartieron casi 3’000.000
de ha en la Región Oriental, y casi 7’000.000 de ha en la Región Occidental (Cha­
co) del Paraguay. En esta última región, el 79,3% de la tierra fue repartida bajo
Stroessner, en predios de gran extensión (el 94% de las adjudicaciones corresponde
a lotes de más de 1500 ha). Connotados Stronistas recibieron, en dicho período,
un gran número de títulos.11 Aunque buena parte de las tierras cedidas durante el
régimen de Stroessner son consideradas hoy como habidas ilegalmente, de facto,
han permanecido en buena medida en manos de sus propietarios “legales”. Esto ha
abierto espacios de contestación entre movimientos campesinos que han ocupado
fincas (como “los carperos” y los “sin tierra”), así como acciones de insurgencia
abierta por parte del Ejército Popular Paraguayo, organización que según estima­
ciones disponibles ocupa hoy una superficie de aproximadamente 500.000 ha; en el
norte del país.12
Tercero, entre 1988 y la actualidad, se ha continuado, aunque a menor ritmo,
con el reparto de tierras (452.860 ha en la Región Oriental y 1’769.657 ha en la Re­
gión Occidental) (Glauser 2009; Campos Ruiz Díaz 2013). Dicho reparto, a pesar
de la democratización, ha continuado siendo irregular (véase por ejemplo viñeta 3).
De hecho, el primer escándalo de corrupción que involucró al gobierno de Federico
Franco, inaugurado luego de la remoción de Fernando Lugo en 2012, involucró a
jerarcas del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT) ligados
al gobernante Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA).
Finalmente, cabe señalar que una proporción significativa de los títulos otor­
gados incluyen predios ocupados o previamente cedidos legalmente a comunidades
indígenas o campesinas. Muchos de estos predios, de reducido valor comercial,
habían sido previamente expropiados a terratenientes que “se habían hecho invadir”
para poder obtener un mejor “precio” (compensación estatal) por tierras de poco
valor comercial (Glauser 2013, entrevista personal).
En síntesis, la superposición de una débil capacidad estatal para regular el
mercado de tierras, la ocupación de hecho del territorio por parte de comunidades
indígenas y agricultores “de subsistencia”, y la sucesión de oleadas de titulación
formal (aunque irregular) por parte del Instituto de Bienestar Rural (IBR) y el IN­
DERT han contribuido a generar un régimen de propiedad de la tierra que solo
puede asentarse mediante acciones que involucran la corrupción estatal, el ejercicio

11. A modo de ejemplo, según Alegre y Orué (2008), la familia Rosatti obtuvo 25 títulos y casi 3.500
ha en los departamentos de Amambay, Concepción, Canindeyú y Alto Panamá.
12. La propia matanza de Curuguaty, por ejemplo, ocurrió a partir del enfrentamiento entre organiza­
ciones campesinas que habían ocupado la propiedad de un connotado líder político colorado (Blas
Riquelme), quien había recibido su tierra durante la dictadura de Stroessner. Por otra parte, en un caso
de gran resonancia a comienzos de 2013, el EPP asesinó en su campo al ganadero Luis Lindstrom.

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directo del poder económico, la actuación de fuerzas de choque privadas, o una


combinación de estos mecanismos.

Viñeta 2. El boom

“Entre 1974 y 2000 (26 años) la soja pasó de 40 mil a 1 millón de hectáreas.
Entre 2000 y 2009 se llegó a 1 millón 600 mil hectáreas. Esto es, en nueve años casi
duplicó el área de siembra alcanzada en un cuarto de siglo” (Palau 2009, 66). Si bien
el régimen de propiedad descrito en la primera viñeta debiese amedrentar a poten­
ciales inversores en el negocio rural, el boom de la soja que se ha verificado a nivel
regional ha generado incentivos en el sentido opuesto. Solo a modo de ejemplo,
Paraguay se ha convertido hoy en el quinto productor mundial de soja, luego de EE.
UU., Brasil, Argentina y la India (USDA 2014). Según datos oficiales reportados
por González Bozzolasco (2009), el 70% de las exportaciones del país proviene de
la agricultura, siendo la soja (57%) y la ganadería (13%) los rubros principales. A
nivel de agricultura, actualmente la soja corresponde a casi el 75% de la producción
del Paraguay, habiendo desplazado gran parte de los cultivos tradicionales, consoli­
dando así un sistema de monocultivo extremo.
En el mismo sentido, entre las zafras 1995/1996 y 2006/2007, la superficie
plantada de soja pasó de 833.005 ha, a 2’426.000 has, densificándose su producción
en zonas sojeras históricas (Alto Paraná e Itapúa) y expandiendo la frontera sojera
a zonas menos tradicionales como San Pedro y Caaguazá (Palau et al. 2009). Para
facilitar dicha expansión, en 2009, por ejemplo, se deforestaron en promedio 776
ha por día (Glauser 2009).
La expansión de la soja tiene al menos cinco correlatos significativos: a) un
aumento explosivo de la tasa de deforestación; b) la expansión de grandes estable­
cimientos sojeros en desmedro del modelo farmer tradicional;13 c) una profundi­
zación del patrón histórico de extranjerización de la tierra; d) la incursión de mul­
tinacionales dedicadas al negocio de la soja transgénica (operando en la venta de
insumos y tecnología, así como en la comercialización posterior del grano), y e) el
desplazamiento y arrinconamiento de la población campesina e indígena (Glauser
2009; Palau et al. 2009; González Bozzolasco 2009).
La expansión de la soja no solo ha puesto bajo presión a los “sin tierra”, sino
que también ha generado una reestructuración del negocio rural. Dicha reestructu­
ración ha reforzado la presión sobre la población campesina e indígena.
En este sentido, la reconversión de tierra de pastoreo en tierra para el culti­
vo de soja ha fomentado la expansión de la ganadería extensiva, nuevamente en
grandes superficies, a zonas crecientemente desmontadas para expandir la frontera

13. Quienes poseen más de 500 ha son actualmente el 2,6% del total de propietarios, pero concentran
el 85% de la tierra.

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productiva (especialmente en la zona del Chaco). Mientras tanto, la concesión de


tierras para la exploración del gas y el petróleo (en la frontera con Bolivia), así como
el aumento de las concesiones mineras para la explotación de metales preciosos
(especialmente el oro), también ha restringido las tierras disponibles. Finalmente,
el creciente “riesgo ambiental” que se configura en Paraguay (por ejemplo por el
aumento en la utilización de agroquímicos, la deforestación, los deslaves mineros y
la desertificación por monocultivo) ha motivado la compra de grandes extensiones
de tierra por parte de ONG ambientalistas internacionales para la instauración de
reservas privadas (Glauser 2009).
Aunque el mecanismo de deforestación ha contribuido a generar una frontera
móvil, la creciente escasez de la tierra ha contribuido a aumentar su precio (Glauser
2009), así como los incentivos para el tráfico ilegal de tierras al amparo de la corrup­
ción del INDERT. De acuerdo con los estudios de la ONG BASE IS, las corporacio­
nes multinacionales (proveedoras de insumos y de canales de comercialización) y
los productores extranjeros (especialmente brasileros), han incrementado su control
territorial mediante tres tipos de mecanismos.
Por un lado, se ha persistido en la ya consabida titulación fraudulenta y la en­
trega de tierra fiscal a productores extranjeros (legalmente no elegibles como bene­
ficiarios de la reforma agraria). Por otro lado, se ha consolidado el desplazamiento
“económico”. En este plano, los grupos sojeros han establecido asociaciones con
campesinos paraguayos, quienes, en grandes números, han terminado perdiendo sus
parcelas por la imposibilidad de repagar las deudas en que incurrieron para invertir
en sus parcelas, seducidos por la posibilidad de beneficiarse del boom (Palau et al.
2009). Finalmente, los problemas de contaminación y desaparición de especies para
la caza y la pesca, así como los problemas de salud generados por la exposición sos­
tenida a agrotóxicos, estimularon también la migración campesina hacia los centros
urbanos.14

Viñeta 3. La dinámica regional

Argentina y Uruguay, así como el sur de Brasil, han sido parte del mismo
boom sojero observado en Paraguay. Lo anterior ha contribuido a generar un fe­
nómeno creciente de “difusión” y contagio. No obstante, en cada país el boom se
asocia a dinámicas políticas y socioestructurales diferentes. En Argentina, la pro­

14. A modo de ejemplo, solo un 22,3% de 139 familias sondeadas por un estudio de BASE IS no repor­
ta síntomas de intoxicación crónica e intoxicación aguda por agrotóxicos; al tiempo que cerca de un
80% de los habitantes rurales entrevistados en cuatro departamentos reporta que la cantidad de caza
y pesca ha disminuido drásticamente en sus comunidades (Palau et al. 2009). Como colofón, cabe
señalar que el boom exportador no redundó en beneficios fiscales. A modo de ejemplo, el análisis de
la recaudación por parte del Impuesto a la Renta Agropecuaria (IMAGRO) para el año 2008, indica
que su contribución a la recaudación fiscal asciende al 0,1% (Ortiz 2009).

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ducción sojera, especialmente en la pampa, se encuentra organizada con base en


establecimientos individuales o familiares. En Uruguay, en tanto, se ha asistido a un
proceso marcado de concentración y extranjerización de la tierra, en el que grandes
conglomerados sojeros de capital argentino han jugado un rol preponderante.15 Allí,
el boom exportador, la densificación de la producción forestal,16 así como la recon­
versión de áreas pecuarias para el cultivo de soja y otras oleaginosas, han contribui­
do a mecanizar el campo, a aumentar su productividad y a generar un incremento
exponencial del precio de la tierra.17
La dinámica del negocio sojero en el Río de la Plata se vincula directamente
a la realidad paraguaya, en tanto, solo a modo de ejemplo, se ha traducido en un
incremento marcado de la presencia de productores rurales uruguayos compran­
do predios agropecuarios en Paraguay (especialmente en Alto Paraná, en la zona
del Chaco). Estos productores vendieron sus campos en Uruguay a precios record
(usualmente a grandes corporaciones sojeras argentinas) y reinvirtieron sus ganan­
cias en la compra de tierra paraguaya. De acuerdo con Glauser (2009), el aumento
en la llegada de uruguayos a Paraguay se verificó especialmente entre 2007 y 2008,
previamente a la toma de posesión por parte de Lugo.
Llamativamente, y según reporta Glauser (2009), los productores uruguayos
adquirieron predios destinados a la reforma agraria a un precio de entre 120 y 180
dólares la hectárea (lo que contraviene el orden legal), conformando en algunos casos
propiedades de hasta 20.000 ha (lo que equivale a 5 lotes de reforma agraria cuya
extensión tipo es de 4.000 ha). Quienes vendieron dichos lotes fueron, o bien benefi­
ciarios de la reforma Agraria impulsada por el INDERT desde la redemocratización,
o bien “dueños” de tierras mal-habidas bajo el gobierno de Stroessner. En ambos ca­
sos, la transacción es ilegal, en tanto o bien se requería de una autorización de venta
del INDERT en el caso de los beneficiarios de la reforma agraria, o bien los títulos de
propiedad se encuentran impugnados como ilegales. No obstante, las transacciones
se realizaron, de acuerdo con Glauser (2009), bajo el siguiente mecanismo:

Solo ciertos funcionarios del IBR (hoy INDERT) manejaban la información sobre los
lotes fiscales disponibles. Esto era posible, y es posible porque hasta el presente no
existe un catastro oficial. Ante la inexistencia de un catastro oficial, varios catastros,
de orígenes diversos, y que coincidían solo en partes, fueros usados por los interesados
en la zona. La borrosidad de la información permitía el tráfico encubierto de lotes.
Así, cuando uno de los funcionarios informados recibía una orden superior, tanto en
dictadura como en la transición, “liberaba” un lote para que sea transferido al nuevo

15. Probablemente esto se asocie a los incentivos tributarios presentes en uno y otro país y al clima
político hostil presente en Argentina.
16. A la que contribuyeron la Ley de Prioridad Forestal de 1992, así como la más reciente instalación
de dos macroemprendimientos para la producción de pasta de celulosa.
17. Se pasó de un promedio de USD 300 por ha durante los últimos cien años, a valores promedio por
ha de entre 7.000 y 8.000 USD en los últimos 5 años.

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propietario. Antes de ser “liberados” los lotes permanecían bajo nombres de falsos
propietarios o de personas inexistentes. Existe un caso conocido de uno de estos fun­
cionarios que aún después de jubilarse seguía traficando con lotes desde su casa. Los
uruguayos que compraron tierras en el norte del Chaco se aprovecharon de una coyun­
tura especial: en el lapso de tiempo transcurrido entre la victoria electoral de Fernando
Lugo, en abril, y su asunción, en agosto de 2008, los funcionarios del INDERT que
tenían lotes escondidos, comenzaron a venderlos masivamente ante la amenaza de una
reforma agraria o una revisión catastral que Fernando Lugo había anunciado (99-100).

Como argumento a continuación, los funcionarios del INDERT no eran los


únicos que anticipaban una reforma agraria bajo el gobierno encabezado por Lugo.
Reforma agraria que, por lo demás, no se implementó.

Viñeta 4. Lugo y su gobierno

Lugo llegó al poder en 2008, encabezando una muy heterogénea coalición so­
cial y política (la Alianza Patriótica para el Cambio), sin contar, además, con mayo­
ría parlamentaria. De hecho, los sectores progresistas o de izquierda que apoyaron
su candidatura solo contaban con cinco parlamentarios (2 diputados y 3 senadores)
sobre un total de 125. Los cinco, además, pertenecían a movimientos sociales y
partidos distintos.
En este contexto, y como parámetro inicial, conviene señalar que ya en 2009
diversos analistas anticipaban la alternativa del juicio político como un resorte
posible para interrumpir el proceso Lugo (Rojas 2009). En síntesis, en el plano
institucional, Lugo poseía una coalición precaria con el tradicional PLRA (cuya
élite posee lazos directos con el sector terrateniente y empresarial) y con un campo
extremadamente diverso de organizaciones de izquierda. La frágil coalición debía
enfrentar a un conglomerado opositor compuesto por la Asociación Nacional Repu­
blicana, ANR (Partido Colorado), la Unión Nacional de Ciudadanos Éticos, UNA­
CE (Oviedismo) y el Partido Patria Querida (un nuevo partido de centro-derecha,
con una agenda programática liberal y pro-probidad).
En el plano social, las organizaciones populares que dieron su apoyo a la
candidatura de Lugo radicalizaron rápidamente sus posturas ante la “pasividad” del
nuevo gobierno, lo que también generó un rápido quiebre de la Alianza Patriótica en
el plano popular (Palau 2009). De acuerdo con el ordenamiento propuesto por Palau
(2009), se estructuran varios frentes con posiciones diversas. El Frente Popular y
Social, junto con el Movimiento Patriótico Popular, se ubican en una posición de
apoyo al gobierno. Mientras tanto, la Coordinadora por un País para la Mayoría,
así como el Frente Patriótico Popular, mantienen una posición crítica respecto al
gobierno de Lugo, y persisten en sus reivindicaciones y tácticas de acción directa.
Mientras tanto, a mediados de 2009 se conforma la Mesa de Izquierda, con base en
la coalición del Partido Comunista, el Partido Convergencia Popular Socialista, el

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Partido Movimiento al Socialismo, y el Partido Tekojoja. La Mesa termina confor­


mando el Espacio Unitario y Popular, con el objetivo de impulsar, durante el perío­
do de Lugo, tres reivindicaciones centrales: un proceso de democratización popular,
la reforma agraria y una recuperación de la soberanía nacional.
Además de sus complicaciones en el campo estrictamente parlamentario y so­
cial, Lugo también se encontró con cuatro obstáculos adicionales: a) la crisis econó­
mica de 2008 (la que contribuyó a retroalimentar la ansiedad del empresariado y los
terratenientes); b) la campaña de desprestigio público liderada por los dos periódi­
cos principales en torno a sus múltiples demandas por paternidad; c) la incapacidad
para controlar un aparato estatal sin músculo, y que permaneció funcionando como
aparato del partido Colorado, y d) el quiebre con un vicepresidente que lideraba
un PLRA tensionado por luchas fraccionales y que poseía obvias aspiraciones de
desplazarlo del sillón presidencial.
En este escenario, el gobierno consolidó su inoperancia, frustrando las expec­
tativas del movimiento social y de quienes esperaban la instauración de cambios
profundos en el funcionamiento del país. Por su parte, y “bajo cuerda”, el presidente
entabló negociaciones con parlamentarios de la oposición, especialmente colora­
dos, para lograr cierto grado de gobernabilidad. Ya en 2009, la ausencia de políticas
públicas reformistas, así como la continuidad de la lógica prebendal y la corrupción
gubernamental, resultaban patentes (Rojas Villagra 2011; Méndez Grimaldi 2009).
La radicalización de los movimientos populares campesinos, así como muy
posiblemente la instigación de invasiones de tierra y acciones violentas por parte de
operadores de ambos partidos tradicionales, generaron un aumento de la represión
estatal en el medio rural. Al tiempo que concedían gobernabilidad a Lugo a cambio
de proteger los intereses económicos de los grandes productores rurales (bloquean­
do la agenda de reformas), los líderes políticos tradicionales promovieron el quiebre
de la Alianza Patriótica mediante la salida del PLRA de la coalición parlamentaria.
Dicho quiebre dio lugar, luego de sucedida la “matanza de Curuguaty”, al juicio po­
lítico y sustitución express del presidente Lugo por el vicepresidente Franco. Dicha
sustitución, así como la posterior victoria electoral de la ANR en 2013, restituyeron
el orden tradicional en el país, garantizando también la continuidad del modelo
agroexportador.
En suma, el ejemplo de Paraguay sugiere que debemos problematizar el su­
puesto de la “autonomía de lo político” sobre el que se construyó el paradigma neo-
institucionalista en los años ochenta y noventa. La arena institucional es relevante,
pero sus fronteras con otras arenas de la realidad sociopolítica deben derribarse en
términos analíticos. Para que eso suceda, es necesario además interactuar activa­
mente con investigación que se produce fuera de los límites disciplinarios, en áreas
como la antropología, la historia, la sociología, la ecología y la economía. Esta es,
en mi opinión, la primera implicancia analítica que se deriva de situaciones como
las descritas aquí.

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Para finalizar, me refiero ahora a las restantes tres implicancias analíticas que
el fenómeno estatal latinoamericano impone a la ciencia política que intente en­
tenderlo. En segundo lugar, es necesario aceptar que nuestro objeto de estudio se
descentró y que se encuentra sumamente fragmentado. Esta constituye una dife­
rencia fundamental con épocas anteriores en que el principal clivaje constituía la
noción de centro-periferia, en un contexto en que la expansión territorial y funcional
de las capacidades estatales incorporaba crecientemente más ciudadanos. Hoy, las
experiencias de ciudadanía que los latinoamericanos poseen en su cotidianeidad
dependen de la interacción entre las capacidades locales del Estado y de la presencia
de desafiantes territoriales al mismo. Dicha interacción varía enormemente en clave
territorial, funcional y de acuerdo con el nivel socioeconómico de cada individuo.
En definitiva, existen múltiples y variados regímenes de ciudadanía a lo largo
del territorio nacional. En este sentido, nuestras investigaciones, para ser realistas,
deben poseer la capacidad de mapear dichos regímenes y de integrar dicha varianza
analíticamente en narrativas que logren al mismo tiempo tener validez científica
y parsimonia. El análisis de regímenes subnacionales (Gibson 2005; Eaton 2012;
Giraudy 2015; Freidenberg y Suarez-Cao 2014) va en la dirección correcta. No
obstante, dicho análisis es insuficiente y tal vez inadecuado, especialmente dado
su foco jurisdiccional (se analizan divisiones políticas subnacionales que tal vez
no reflejen la distribución territorial de los desafíos de estatalidad). Como señalan
Snyder y Durán-Martínez (2010), el foco jurisdiccional posee limitaciones analíti­
cas profundas (asimilables a las de cometer falacias ecológicas hacia arriba y hacia
abajo) para el análisis de fenómenos cuya varianza territorial no corresponde a las
divisiones jurisdiccionales.
Tercero, la ciencia política comparada y la ciencia política dedicada al aná­
lisis de las RRII han operado como compartimentos estancos. Tal como la ciencia
política debe dialogar más ampliamente con otras disciplinas y aprender de ellas,
también es necesario un diálogo mucho más articulado entre especialistas en RRII y
política comparada. Por un lado, gran parte de los conflictos armados que hoy están
presentes en el mundo son conflictos internos. Por otro, no es posible entender las
dinámicas de los mercados que configuran actores en el plano nacional y local, sin
dar cuenta de la economía política internacional y las dinámicas de la economía
global. En síntesis, tanto las RRII como la política comparada son necesarias para
dar cuenta adecuadamente de fenómenos cuyas implicancias son sustantivamente
interesantes para ambas subdisciplinas.
Finalmente, también considero fundamental repensar nuestro herramental
analítico-conceptual. Es muy frecuente, por ejemplo, encontrar concienzudos aná­
lisis de la política parlamentaria en Perú, México o Colombia. Dichos análisis se
basan, en algunos casos, en la observación de bancadas partidarias. El concepto
de “bancada partidaria” asume la presencia de un partido político que funciona de
acuerdo con los cánones tradicionales que la literatura estipula.

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No obstante, en esos tres casos los analistas locales han hecho referencia a
la presencia de narcobancadas. Esas bancadas están constituidas por congresistas
de distintos partidos (que operan como etiquetas relativamente vacías) y poseen en
común el haber sido financiados por organizaciones vinculadas al “narco” cuyos
intereses tratan luego de representar y proteger en la arena parlamentaria. En este
contexto, analizar bancadas partidarias constituye, más allá de los méritos técnicos
del trabajo, un mero ejercicio de negación de la realidad. En muchas ocasiones, me
parece, terminamos analizando arenas y actores legales, y asumiendo paralelamente
que los actores ilegales no existen o no son relevantes.
Si bien este constituye un ejemplo menor para quienes no se encuentran inte­
resados en el análisis de congresos y parlamentos, nos remite al argumento gene­
ral planteado en la introducción: asumir que en América Latina la democracia, sus
instituciones y sus principales actores operan en un contexto de soberanía estatal,
es equivalente a asumir que los partidos políticos deben ser por definición y sin ex­
cepciones quienes agregan intereses en las sociedades contemporáneas. Por el con­
trario, es necesario problematizar estos supuestos y abandonar las seguridades que
ellos nos otorgan en nuestra práctica de investigación. Abandonar dichas certezas y
las categorías analíticas tradicionales constituye en mi opinión un paso ineludible
para avanzar hacia una comprensión más rica de las sociedades latinoamericanas
contemporáneas.

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5. Élites y capacidad estatal en América
Latina: una perspectiva basada
en recursos sobre los cambios
recientes en El Salvador
Benedicte Bull

INTRODUCCIÓN

Después de un largo período en el cual la democracia y la “buena gobernanza”


fueron consideradas como las claves para el desarrollo, el establecimiento de insti­
tuciones estatales poderosas se ha vuelto a situar en el centro de las investigaciones
sobre el desarrollo internacional, así como en el debate público. La capacidad esta­
tal es definida con frecuencia simplemente como “la habilidad de las instituciones
estatales para implementar efectivamente los objetivos oficiales” (Sikkink 1991,
4). Comparado con la buena gobernanza, la capacidad estatal evita concepciones
normativas sobre lo que el Estado debería hacer o sobre cómo debería hacerlo,
incluido el nivel de democracia (Fukuyama 2014), aunque algún tipo de división
institucionalizada del poder es considerada como importante. Mientras que la capa­
cidad estatal fue considerada durante un largo período como un concepto clave para
las teorías de los Estados desarrollistas (developmental state), que desafiaron los
dominantes modelos de desarrollo orientados por el mercado (Evans 1995; Johnson
1999; Leftwich 1995), actualmente las instituciones estatales sólidas son conside­
radas como un factor esencial para cualquier tipo de políticas de desarrollo exitosas
(Acemoglu y Robinson 2013; Evans 2014; Teichman 2016).
También existe un consenso emergente sobre el rol de las élites y sus decisio­
nes en la emergencia de tales instituciones (Amsden et al. 2012; Dahlström y Wäng­
nerud 2015; North et al. 2013).1 Esto también se refleja en el auge de la literatura
histórica sobre la construcción del Estado en América Latina, donde los intereses,
las ideas, las divisiones y las fortalezas de las élites están entre las principales va­
riables usadas para entender si emergieron o no aparatos estatales con la capacidad
de extraer, controlar y proveer servicios a la población (Centeno 2002; Saylor 2014;
Soifer 2015).

1. Lo mismo ocurre en el escenario del debate público. Véase, p. ej. Naím, Chang y Piketty, en La­
fuente (2016).

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Sin embargo, existe mucho menos consenso sobre cuál es el verdadero rol que
desempeñan las élites actuales en el fortalecimiento o debilitamiento de los Estados.
Mientras que mucha de la literatura histórica señala el rol positivo que han jugado
ciertas élites en la construcción de los Estados, la literatura contemporánea de la
economía política crítica tiende a considerar a las élites como el mayor obstáculo
(singularmente considerado) para la emergencia de Estados con capacidad de ser­
vir a toda la población. De hecho, una de las premisas de la teorización del Estado
en América Latina es que su origen colonial y su dependencia del comercio y la
inversión globales, han establecido como un rasgo definitorio su carácter elitista y
la ausencia de una relación orgánica de las élites con el conjunto de la población
(Zavaletta 1990). Si el Estado se va a transformar en una institución orientada al
desarrollo, entonces debe eliminarse el control que las élites dominantes ejercen
sobre este (Thwaites Rey y Ouvina 2012).
Este capítulo busca proveer un marco para el análisis de las élites y la capaci­
dad estatal basado en las recientes experiencias de América Latina, con énfasis par­
ticular en El Salvador. América Latina constituye un área interesante para estudiar
estos temas debido a que ha experimentado profundos cambios en las relaciones en
las élites y el Estado. El desarrollo de la “ola rosada” (nuevos gobiernos de centro-
izquierda surgidos después del cambio de milenio) ha generado nuevas incógnitas
sobre las relaciones entre las élites y el Estado. Considerándose a sí mismos como
antielitistas, los “gobiernos de la ola rosada” prometieron la transformación del Es­
tado en una institución que debería servir al pueblo (incluidos los grupos indígenas
y otros grupos marginados social y económicamente). Sin embargo, estos nuevos
gobiernos contribuyeron a crear nuevas élites gobernantes. De esta manera se gene­
raron nuevas cuestiones sobre cómo interactúan las viejas y las nuevas élites y sobre
las posibilidades que estas dejan para el fortalecimiento de los Estados.
El capítulo se organiza de la siguiente manera. Primero, se presenta el marco
analítico basado en la investigación reciente sobre capacidad estatal en América
Latina y la teoría de élites. Se argumenta que los efectos sobre la construcción del
Estado y los cambios políticos dependen ampliamente de los resultados de la com­
petencia entre diferentes élites y la medida en la cual estas élites son capaces de
“enclavar” sus intereses y proyectos políticos en instituciones estatales específicas.
La segunda mitad del capítulo ilustra este argumento a través del caso de El Salva­
dor después de la llegada al poder de dos gobiernos (Mauricio Funes 2009-2014 y
Salvador Sánchez Cerén 2014-2019) que por primera vez desafiaron las élites do­
minantes. Este caso muestra cómo estos gobiernos encararon una fuerte resistencia
por parte de las “viejas” élites, pero al mismo tiempo cómo estuvieron basados en
una constelación de élites totalmente nueva, y que la interacción dinámica entre
las viejas y las nuevas élites influenció la evolución del Estado. Después de haber
estado fuera del poder desde 2009, es interesante observar que el discurso de las
viejas élites ha venido enfatizando de manera creciente la importancia de contar con

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instituciones estatales fuertes, mientras que antes su principal énfasis era la libera­
lización de los mercados.

LA TEORÍA DE ÉLITES Y LA EVOLUCIÓN


DE LA CAPACIDAD ESTATAL

El éxito de los Estados para el desarrollo de Asia Oriental impulsó un debate


sobre las características de las instituciones estatales efectivas capaces de conducir
a las élites industriales hacia la inversión en sectores con alto crecimiento y pro­
ductividad (Amsden 2001; Johnson 1995; Wade 1990). Las últimas contribuciones
a esta literatura hicieron énfasis no solamente en aspectos de las agencias de pro­
moción industrial, sino también en las condiciones históricas para la emergencia
de élites estatales con suficiente motivación y autoridad para inducir a las élites del
sector privado a contribuir a un proyecto conjunto. Desde entonces ha emergido
una vasta literatura sobre el amplio rol de las instituciones para el desarrollo. Como
por ejemplo argumentaron Acemoglu y Robinson (2012) la emergencia de institu­
ciones políticas inclusivas, que son centralizadas (p. ej. instituciones que aseguran
suficiente control sobre un área geográfica determinada) y plurales (p. ej. que existe
un acuerdo sobre la división del poder), son las instituciones más decisivas para el
crecimiento y el desarrollo económicos (81).
Considerar la capacidad estatal como una variable lleva a tener cautela sobre
las definiciones del Estado que presuponen un número de funciones específicas,
tales como servir a la economía capitalista o estar basado en su monopolio del uso
legítimo de la violencia, una definición que además podría excluir varios de los
actuales Estados latinoamericanos (Altman y Luna 2012). En este trabajo se aplica
una definición minimalista que pone el énfasis en el núcleo jurídico-político del
Estado que puede ser sintetizada como “un conjunto de organizaciones investidas
de un mandato formal para controlar y regular las sociedades dentro de las fronteras
de un territorio estatal determinado” (Bull 2016).2
El interés renovado en las instituciones estatales para el desarrollo ha gene­
rado investigaciones sobre cómo definir y medir la capacidad estatal. Por ejemplo,
Kurtz (2013) la define como la habilidad para inducir a los pobladores, las empresas
y las organizaciones a actuar de cierta manera que no sería posible sin su presencia

2. Una definición jurídico-formal debería identificar tres elementos constitutivos del Estado: 1. un
territorio nuclear claramente delimitado que está bajo el control más o menos disputado del aparato
estatal; 2. un aparato coercitivo, administrativo y simbólico, políticamente organizado y dotado
con poderes generales y específicos (descritos variadamente como Staatsgewalt, Staatsapparat o
Staatshoheit: poder estatal, aparato estatal o soberanía estatal, respectivamente); y, 3. una población
permanente o estable sobre la cual se aplican la autoridad y las decisiones políticas con carácter
vinculante (Staatsvolk) (Jessop 2015, 476).

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administrativa y regulatoria. En general se considera que la capacidad estatal in­


cluye tres dimensiones: capacidad coercitiva (control), capacidad extractiva (cobro
de impuestos) y capacidad administrativa (Hanson y Sigman 2013; Luna 2016). La
capacidad estatal tiene también una dimensión espacial, debido a que puede variar
significativamente a través del territorio que está legalmente incluido en el Estado
(O’Donnell 1993).
La capacidad estatal es esencialmente un concepto relacional basado en parte
en el poder infraestructural o la habilidad de los Estados para penetrar la sociedad
(Mann 1993). El desarrollo de la capacidad estatal depende de la interacción estra­
tégica entre diferentes grupos y de la manera como esto contribuye a construir un
Estado con capacidad para desarrollar e implementar eficientemente las políticas
públicas que buscan el crecimiento y desarrollo económicos (Jessop 2008). Por tan­
to, la capacidad estatal no puede medirse a lo largo de una dimensión, sino a través
de una combinación de medidas de capacidades (p. ej. el tamaño y presupuestos
de la burocracia estatal, la presencia territorial de los funcionarios estatales, etc.);
el impacto real de la acción estatal (p. ej. impuestos a ingresos, niveles de crimi­
nalidad) o percepciones ciudadanas sobre dicha acción. Sobre la base de múltiples
indicadores respecto de las tres dimensiones señaladas previamente, se han pro­
ducido rankings generales sobre capacidad estatal (Hanson y Sigman 2013).3 Sin
embargo, esas amplias mediciones nacionales han recibido recientemente dos tipos
de críticas. Por un lado, no dan cuenta de las desigualdades en la capacidad estatal
a través del territorio. Como fue inicialmente señalado por O’Donnell, la mayoría
de Estados latinoamericanos tienen “zonas marrones” con poca o ninguna presencia
estatal. Luna y Soifer (2017) también encontraron grandes discrepancias en la ca­
pacidad estatal dentro de los países de América Latina actuales. Por otro lado, esas
mediciones tampoco dan cuenta de las diferencias de las capacidades estatales entre
las diferentes agencias del Estado que pueden llegar a ser mayores que las diferen­
cias entre países (Gingerich 2013). Estos son elementos sumamente importantes a
la hora de estudiar el impacto de las élites en la capacidad estatal.

Las élites en la literatura sobre construcción del Estado

La literatura histórica sobre la construcción del Estado en América Latina


incluye un énfasis en cómo las relaciones entre las élites y sus decisiones fortalecen
o debilitan las instituciones, específicamente las instituciones estatales, entendidas

3. Hanson y Sigman (2013) encuentran que en el período 1960-2009 la capacidad estatal en América
Latina ha incrementado más en Chile, Panamá, Uruguay, Brasil y Bolivia, y mucho menos en
Argentina y Venezuela. Ordenando los países a lo largo del mundo en términos de una capacidad
absoluta en el año 2000, Chile y Uruguay obtienen los mayores puntajes entre los países de Améri­
ca Latina, seguidos por México, Brasil y Bolivia. Honduras, Ecuador y Venezuela se encuentran en
la parte baja de la tabla.

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como el núcleo institucional permanente de la autoridad política sobre el cual se


construyen y del cual dependen los regímenes (Centeno 2002, 2). Esas relaciones
entre las élites y sus decisiones afectan la centralización del poder en el Estado, la
habilidad para extraer recursos de la sociedad y el establecimiento de un monopolio
sobre la violencia legítima; todos estos son prerrequisitos para la emergencia de un
Estado que a su vez pueda desarrollar funciones distributivas y crear un sentido de
comunidad y ciudadanía integradas. Sin embargo, hasta ahora no se sabe cómo se
produce esta relación entre élites y construcción estatal.
Uno de los argumentos frecuentes viene de los análisis marxistas que consi­
deran la evolución del Estado como una función del modo de producción capitalista
que los sostiene (Thwaites Rey 2012). Aunque podría existir una separación fun­
cional entre las clases capitalistas y las élites estatales, estas últimas deberían servir
a los intereses de las primeras porque aquellos que administran el aparato estatal
dependen del mantenimiento de algún nivel razonable de actividad económica, y en
la economía capitalista esta última está ampliamente determinada por la inversión
privada (Block 1977). Las diferencias en el Estado entre distintas regiones han sido
explicadas haciendo referencia a las divergencias en el proceso de incorporación a
la economía global y los procesos continuos de colonización de nuevas esferas de
acumulación (Boron 1995). En algunos casos esto ha llevado al ascenso de “burgue­
sías nacionales” (Teubal 2004) y de fuerzas contrahegemónicas, pero en términos
generales, la incorporación dentro de economías capitalistas ha resultado en Esta­
dos neocoloniales que privilegian el capital extranjero y sus aliados domésticos. Los
cambios recientes se explican por el hecho de que el capital ha sido parcialmente
“desnacionalizado” y “desterritorializado”, haciendo que el Estado cambie en sus
formas, pero no en sus propósitos (Moncayo 2012; Robinson 2010). En otras pa­
labras, los Estados no son “débiles” sino que se han enfocado más en funciones
específicas que dan soporte a la expansión del capitalismo global.
Aunque estas contribuciones usan el término élite y se centran en el Estado,
con frecuencia equiparan las élites con las clases capitalistas y consideran al Estado
como una función de la economía más que como una institución diferenciada en
términos de sus fortalezas, su presencia a través del territorio y la calidad de la
administración pública. Por tanto, a las élites no se les asigna una gran capacidad
de agencia, sino que se comportan de acuerdo a las estructuras económicas más
amplias de las cuales ellas constituyen una parte. En otras palabras, la cuestión de
que puedan adoptar ciertas ideas y que defiendan ciertos proyectos de construcción
del Estado es poco relevante. Además, mientras que las diferencias generales entre
agroexportadores, terratenientes, industriales y el capital financiero son muy im­
portantes para esta literatura, los conflictos entre grupos de élite basados en la com­
petencia comercial, la ubicación geográfica, los feudos familiares o las diferencias
ideológicas generalmente son minimizados.

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Por el contrario, algunas de las contribuciones recientes más importantes para


la literatura sobre construcción del Estado en América Latina buscan no solamente
comprender el rol de las divisiones de élites. Una de las hipótesis importantes en
esta literatura histórica es que las élites solamente realizarán inversiones costosas
en instituciones centrales si tienen una certeza razonable de que los frutos de esas
inversiones serán compartidos entre las élites (Kurtz 2013). Esto, a su vez, depende
de la unificación de las élites.
Los enfoques “belicistas” que siguen a Weber y Tilly enfatizan cómo la guerra
falló en conducir la centralización del poder en América Latina y en provocar la uni­
ficación de las élites. Aunque las élites latinoamericanas compartían el miedo co­
mún al “enemigo de abajo” (los grupos subalternos no-blancos), se dividieron entre
liberales contra conservadores, criollos contra peninsulares, entre otros clivajes. En
el extremo, estas divisiones significaron que el Estado “nunca fue capaz de imponer
la unidad interna requerida para el proceso de extracción, ni siquiera cuando se
enfrentaron amenazas militares” (Centeno 2002a, 138-9). Con las élites divididas,
los capitalistas rurales invirtieron en milicias locales de las cuales podían fiarse para
su protección, en lugar de invertir en un Estado nacional en el que no confiaban. De
hecho, mientras que en Europa el Estado se construyó al mismo tiempo que se ad­
quirió el territorio, en América Latina la lucha se dio por asumir el control sobre lo
que quedó de un Estado patrimonial, incluso así este no ejerciera ninguna autoridad
significativa sobre gran parte de la nación formalmente definida (Centeno 2002).
La geografía es una de las dimensiones específicas a lo largo de la cual las
élites se dividieron. David Soifer sostiene que la voluntad de las élites para con­
tribuir a los bienes públicos está correlacionada con la proximidad a ellos. Donde
existe una ciudad dominante es más probable que emerja una capacidad estatal más
fuerte, mientras que existen bajos niveles de capacidad estatal en donde la primacía
urbana fue baja (Soifer 2015, 35). En otras palabras, élites regionales fuertes pueden
ser compatibles con la provisión de bienes públicos locales, pero este no constituye
un contexto propicio para la construcción de un poder estatal nacional (33-4). Alan
Knight (2002) representa un argumento diferente: la oposición regional debilita los
Estados incluso en los casos en que esta no desafía directamente la autoridad cen­
tral. Con referencia al Estado mexicano, aunque aumentó su tamaño, “incorporó en
su inmensa masa tantos intereses conflictivos que la acción decisiva y coordinada se
hizo difícil. Las facciones estatales tiraron en direcciones diferentes como pectora­
les rivales [...] El tamaño por sí solo no logró la autonomía relativa” (196).
Una tercera hipótesis, relacionada con la anterior, es que las élites invierten en
los Estados cuando necesitan de ellos para la subordinación de grupos subalternos o
para dar soporte a sus intereses económicos. Kurz argumenta que donde las relacio­
nes laborales son libres y las élites cooperan para formar una oligarquía excluyente,
se puede iniciar una trayectoria de desarrollo institucional. Al contrario, donde pre­
valecen relaciones sociales no libres o las élites están atrapadas en una lucha de su­

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ma-cero por el control de la política nacional, la institucionalización de los sistemas


administrativos nacionales será retardada y potencialmente atrofiada. En este último
caso, las élites económicas confían en el control local sobre el aparato coercitivo
oficial más que en el Estado central porque deben prevenir la huida del trabajo in­
voluntario y confrontar las rebeliones que son endémicas de estos sistemas (Kurtz
2013). Un argumento relacionado sostiene que las élites dependen del Estado para
la infraestructura y requieren de la capacidad estatal según el tipo de actividad eco­
nómica que desarrollan. La división clásica era entre terratenientes, por un lado, que
generalmente confían en las fuerzas armadas locales para el control y no demandan
mucha capacidad estatal, y los industriales, por otro. Los argumentos “por el lado de
la oferta” consideran en cambio cómo los choques económicos expansivos (booms,
frecuentemente generados por ciclos económicos globales) crean una demanda por
bienes públicos por parte de actores que desean maximizar beneficios privados,
para lo cual necesitan distintos servicios que solamente el Estado puede proveer
(Crabtree y Durand 2017; Saylor 2014). Sin embargo, los booms económicos rara
vez benefician por igual a los diferentes grupos. De hecho, pueden generar cambios
en la distribución del poder económico (y conllevar a cambios de élite, como se dis­
cutirá más adelante). Como resultado, los poderes establecidos se pueden vincular
en un proceso de construcción de Estado para responder a las demandas, así como
también para afianzar su propio poder (Saylor 2014, 4-6).
Un argumento adicional está relacionado con las ideas defendidas por las éli­
tes. La corriente más importante que contribuyó inicialmente a los proyectos de
construcción del Estado fue el liberalismo político y el constitucionalismo liberal,
que dieron soporte a la emergencia del Estado central (frente a la autonomía regio­
nal), la inserción de las economías en el sistema capitalista global y el rol del Estado
en la formación de ciudadanos para contribuir a los objetivos de orden y progreso
(Mahoney 2001; Thompson 2002). Sin embargo, aunque en general fueron domi­
nantes, las ideas liberales del siglo XIX fueron diferentes entre los países, dando
lugar a la emergencia de diferentes procesos de construcción del Estado (Soifer
2015, 46-58; Paige 1998; Mahoney 2001).
Por supuesto que esta revisión de la literatura sobre las élites en la construc­
ción del Estado en América Latina no es exhaustiva. Sin embargo, podemos resumir
algunos puntos esenciales de la siguiente manera: la voluntad de las élites para
invertir en las instituciones estatales históricamente depende de: 1. la división o
unidad inicial de las élites; 2. el nivel en que sus actividades económicas demandan
bienes públicos o se requiere el involucramiento del Estado para dominar a los su­
bordinados; 3. las ideas dominantes sobre lo que es y debería ser el Estado, y, 4. su
inserción en la economía global. De todas maneras, la mayoría de la literatura sobre
élites y construcción del Estado está relacionada con un período en el cual las élites
pueden significar cosas muy diferentes a lo que significan hoy.

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Una perspectiva basada en los recursos


sobre las élites y la capacidad estatal

El concepto de élites no necesariamente significa lo mismo hoy que cuando


se establecieron los Estados en América Latina. En la literatura mencionada ante­
riormente las “élites” normalmente no son definidas y se usan indistintamente con
“clases media-alta y alta”, o se considera que las élites comerciales, terratenientes
o políticas operan en alianzas estrechas y frecuentemente aliadas con élites políti­
co-económicas globales (Cortés 2012). Esta definición con frecuencia implícita se
mantiene en un gran número de publicaciones sobre temas de actualidad. De hecho,
como señaló Rovira (2011), en una región en la que la afirmación marxista de que
“el poder político es una derivación del poder económico” ha sido considerada con
frecuencia como algo verdadero, ha habido cierta desconfianza en los esfuerzos
para distinguir a las élites de las clases.
Este énfasis está justificado en muchos casos. Sin embargo, tal y como se re­
conoce actualmente en la literatura, no solamente las élites influyen en los Estados,
sino que los Estados y otras instituciones sociales también influyen en la forma­
ción de las élites (North y Clark 2018). Esto es mejor capturado por el “enfoque
institucional” que, siguiendo a Mills (1956, 2-3), define las élites como los grupos
que pueblan los “esqueletos superiores” de las instituciones políticas y sociales im­
portantes. En ausencia de instituciones fuertes, el estudio pionero de Lipset y So­
lari sobre las élites en América Latina las definió como: “las personas que ocupan
posiciones en la sociedad que se encuentran en la cima de las estructuras sociales
importantes, como los más altos puestos en la economía, el gobierno, las fuerzas
armadas, la política, la religión, las organizaciones de masas, la educación y las pro­
fesiones” (1967, vii). Estudios posteriores han tomado una perspectiva institucional
para investigar las élites burocráticas (incluidas las tecnocráticas) y las parlamen­
tarias en América Latina (Ai Camp 2002; Alcántara Sáez 1995; Joignant y Güell
2011; Montecinos 1996).
Aunque el control sobre el capital (el dinero) y los aparatos estatales son de
gran importancia, en las sociedades modernas las élites también pueden emerger
alrededor de otros tipos de recursos. La escuela italiana que se basa en los trabajos
de Mosca (1939), Mitchels (1962) y Pareto (1997) define las élites en función de su
influencia, como un grupo distinto dentro de la sociedad que goza de una condición
privilegiada y ejerce un control decisivo sobre la organización de la sociedad. Las
élites potencialmente pueden emerger del control sobre recursos organizacionales
(control sobre organizaciones), políticos (apoyo público), simbólicos (conocimien­
to y habilidad para manipular símbolos y discursos) y personales (como el carisma,
el tiempo, la motivación y la energía) (Etzioni-Halevy 1997, xxv). Este enfoque
de múltiples recursos abre la puerta para hacer énfasis en múltiples élites, según el

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control sobre diferentes recursos. Basado parcialmente en el enfoque de la escuela


italiana, las élites pueden ser definidas como: “Grupos de individuos que, debido al
control que ejercen sobre recursos naturales, económicos, políticos, coercitivos, so­
ciales, organizacionales y/o simbólicos (experiencia/conocimiento), se encuentran
en una posición privilegiada para influir de manera formal o informal en organiza­
ciones y prácticas institucionales” (Bull 2015).
Un aspecto importante de la escuela italiana es su énfasis en que siempre
existirá una élite gobernante. Las élites gobernantes son cambiadas por familias o
grupos que ascienden lentamente desde las clases más bajas, y serían reemplazadas
en un proceso lento de circulación de élite (Pareto 1997). De hecho, es esta circu­
lación de élite y no la construcción de sujetos políticos entre las clases desposeídas
lo que llevará a un cambio. Highley sostiene que los líderes políticos se encuentran
incrustados en élites políticas de las cuales depende también su efectividad, defini­
das como “grupos pequeños que mantienen sus posiciones estratégicamente con la
capacidad organizada para afectar y regular sustantivamente los resultados políti­
cos” (Highley y Burton 2006, 5-8). Estas pueden estar compuestas por magnates de
negocios que fácilmente pueden pasan por alto los canales políticos regulares, por
“operadores políticos”, intelectuales y tecnócratas.
Otra implicación importante de la “perspectiva basada en recursos” es que las
élites no emergen solamente basadas en el control del dinero. Aunque el dinero con
frecuencia es el recurso más importante para controlar, como muestran los estudios
recientes sobre élites, otros recursos como las redes sociales, el conocimiento y la
administración de la información (los medios de comunicación) pueden ser fuen­
tes de influencia y también medios para acceder a las élites dominantes.4 También
el control sobre medios de coerción puede suplir el control del dinero de manera
importante. Actualmente, la capacidad de los Estados latinoamericanos depende no
solamente de las relaciones con las élites comerciales tradicionales y formales, sino
también de las relaciones con élites informales, incluidos los grupos ilegales (Luna
2016). Estos pueden desafiar las élites tradicionales debido al control combinado
que ejercen sobre medios de fuerza (violencia) y fuentes de dinero.
Pareto argumentó que los ciclos de élite tienden a coincidir con las oscilacio­
nes económicas y culturales; esta es una perspectiva compartida por Weber quien
consideró el contexto sociohistórico en el cual se producen los cambios de lideraz­
go, sosteniendo que estos últimos siempre se dan como resultado de situaciones
políticas y económicas inusuales. En las crisis más profundas aparece el liderazgo

4. Por ejemplo, entre las élites dominadas por grandes familias de negocios y antiguas familias te­
nedoras de capital, no es extraño encontrar personas o grupos que se han asegurado su influencia
a través de su posicionamiento como asesores políticos o económicos, consultores, abogados o
administradores a pesar de no poseer los antecedentes de la élite. Esto con frecuencia se debe a la
posesión de algún conocimiento específico o a la habilidad para manejar redes sociales e informa­
ción. Véanse, por ejemplo, Crabtree y Durand (2017, cap. 5) y Aguilar-Støen y Bull (2016).

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carismático y plebiscitario (Weber 1978). Sin embargo, este liderazgo carismático


y plebiscitario no clausura una transición posterior hacia un liderazgo democrático
más racionalizado y ordenado. La ocurrencia o no de esta última transición depen­
de de una división funcional de poderes entre diferentes órganos e instituciones
(Highley y Pakulski 2008, 12-3). Y esta transición final depende a su vez de la
emergencia de nuevas élites.
A la hora de estudiar el Estado, adoptar una perspectiva multidimensional
basada en recursos implica que es posible considerar la existencia de múltiples éli­
tes en competencia con diferentes visiones sobre el Estado y diferentes grados de
voluntad para fortalecerlo. Incluso si una coalición gobernante emerge de fuerzas
subalternas desarrollará su propia “élite”. Y su habilidad para desarrollar un cambio
social depende del grado en que sea capaz de institucionalizar una élite estatal que
pueda mantenerse más allá del control del poder por un gobierno específico.
Considerar las élites como multidimensionales también abre la posibilidad
para pensar en múltiples proyectos estatales y esfuerzos para fortalecer agencias es­
tatales específicas o su presencia en áreas específicas (y su ausencia en otras áreas).
Como señaló Boone (2012) con base en las experiencias africanas, una baja capa­
cidad estatal puede ser el resultado del abandono estratégico de regiones, grupos
sociales y funciones como parte de la acción de grupos que quieren mantenerse
en el poder o beneficiarse a ellos mismos, y no necesariamente es el resultado del
fracaso en la incorporación de funciones o áreas dentro del dominio del Estado.
Esos grupos pueden ser considerados en muchos casos como élites. En América
Latina la literatura reciente sobre élites y capacidad estatal se basa en estudios de
casos y se enfoca en aspectos más específicos de la capacidad estatal. El tema es­
tudiado con más frecuencia es cómo las élites –entendidas mayoritariamente como
élites económicas– buscan limitar la capacidad extractiva del Estado a través de, por
ejemplo, el bloqueo de reformas tributarias (ICEFI 2015; Sánchez 2009; Schneider
2012). El segundo tema más abordado es cómo las élites (de nuevo, comprendidas
como élites económicas) impusieron una agenda neoliberal sobre los Estados, in­
cluyendo la liberalización comercial, la privatización y la reducción de la asistencia
social. Esto se basaba en la retirada del Estado de algunas funciones particulares en
la sociedad, y debilitaba su capacidad administrativa y su capacidad para generar
un cambio social, al tiempo que las agencias que sirven al capital transnacional
o grupos de empresarios particulares fueron comúnmente fortalecidas (Bull 2005;
Crabtree y Durand 2017; Di John 2005; Grugel y Riggirozzi 2012; Robinson 2003;
Wolf 2009). En algunos casos la transformación neoliberal estuvo soportada por
el establecimiento de una nueva élite tecnocrática. Esto está especialmente bien
documentado en Chile, México y Perú (Ai Camp 2002; Crabtree y Durand 2017;
Joignant y Güell 2011). De hecho, como afirman Crabtree y Durand (2017), la exis­
tencia de esa élite tecnocrática ha contribuido a reducir la posibilidad de un cambio
hacia la izquierda, o por lo menos ha hecho que sea menos radical.

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149

Basados específicamente en los casos de Colombia y México, existe también


una literatura sobre la relación entre las élites locales/regionales y las élites nacio­
nales y cómo esto ha contribuido a disminuir la capacidad coercitiva del Estado
(Flores Pérez 2009; Ríos Contreras 2012; Van Isschot 2018).
Del lado positivo se tienen ejemplos de intentos de políticas industriales indu­
cidas por el Estado, respaldadas por agencias que se han esforzado por construir una
capacidad adecuada para generar crecimiento industrial y desarrollo. Sin embargo,
en América Latina la mayoría de estos casos han tenido corta vida y/o han benefi­
ciado solamente a una élite pequeña. Aunque las razones del fracaso pueden variar,
usando los conceptos de Peter Evans (1995) se puede afirmar que comúnmente este
fracaso se relaciona con una falta de “incrustación” (embeddedness) que lleva a que
las agencias estatales fracasen en mantener relaciones productivas con un amplio
conjunto de élites empresariales para lograr el intercambio eficiente de información,
o una “autonomía” que se refiera a la habilidad para formular políticas públicas
de manera coherente y sin que lleguen a ser “capturadas” por élites particulares.
Incluso uno de los casos más exitosos de desarrollo de política industrial durante la
última década (Chile) ha sido denominado un caso de “desarrollismo estatal” (state
developmentalism) sin un Estado desarrollista (developmental state) (Kurtz 2001).
Sin embargo, durante los últimos años se han hecho cada vez más evidentes los
límites del estrecho proyecto de desarrollo chileno (Clark 2018).
En la mayoría de esta literatura, por “la élite” se entiende la clase que posee el
capital que también domina la política. Sin embargo, con el ascenso de un número
de nuevos gobiernos que llegaron al poder prometiendo desafiar la influencia de la
élite, esta conceptualización vino a ser más compleja. Algunos se han esforzado por
establecer correlaciones entre capacidad estatal y desarrollos políticos en la región.
Por ejemplo, Grassi y Memoli (2016) encuentran una correlación positiva entre
gobiernos de izquierda/centro-izquierda y el fortalecimiento de la capacidad estatal.
Sin embargo, estas mediciones generales nos dicen poco sobre el tipo de capacidad
estatal que emergió, o sobre cómo la dinámica entre diferentes grupos afectó esta
capacidad estatal. En lo que sigue se discutirán estas cuestiones con referencia al
caso de El Salvador.

LAS ÉLITES Y EL ESTADO DURANTE LA “OLA ROSADA”:


EL SALVADOR EN PERSPECTIVA COMPARADA

De un total de 49 elecciones presidenciales en América Latina en el perío­


do 2003-2013, 22 fueron ganadas por candidatos de centro-izquierda, y con la ex­
cepción de México y Colombia, todas las grandes economías de la región fueron
dirigidas por gobiernos de centro-izquierda en la mayor parte de este período. La
mayoría de estos gobiernos fueron respaldados por movimientos populares amplios

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150

unificados alrededor del rechazo de las políticas económicas neoliberales y la do­


minación elitista de los partidos políticos y las instituciones (Bull 2013a; Cameron
y Hershberg 2011). El estudio de las ideas y las potencialidades de esos gobiernos,
por tanto, se enfocó en los movimientos sociales y los partidos políticos que los
catapultaron al poder.
Sin embargo, las élites influyeron en los resultados de los diferentes proyec­
tos políticos de varias maneras. Primero, las viejas élites influyeron, limitaron y
les dieron forma a estos nuevos proyectos de varias maneras (Crabtree y Durand
2017; North y Clark 2018). Incluso, a pesar de que estas viejas élites se encontraran
también bajo procesos de cambio que tuvieron efectos sobre sus propios intereses
y estrategias. Segundo, emergieron nuevas élites alrededor de recursos claves de
tipo económico, administrativos y políticos (Andrade y Zenteno Hopp 2015; Ho­
genboom 2015; Salman y Sologuren 2011; Zenteno Hopp y Høiby 2015). Y tercero,
el reajuste entre los nuevos actores políticos y las viejas élites con frecuencia con­
tribuyó a la transformación de esos proyectos políticos (Acosta 2012; Unda 2011;
Wolff 2016). A continuación, se discutirán esos procesos con referencia al caso de
El Salvador. El énfasis estará en las agencias del Estado con competencias sobre el
desarrollo económico, comparado con otras formas de capacidad estatal: Estado de
derecho e inclusión social.

De un Estado oligárquico hacia el intento


de establecer un Estado neoliberal

El Salvador normalmente es presentado como el ejemplo paradigmático de


un Estado oligárquico latinoamericano, dominado por una pequeña élite agroexpor­
tadora con inversiones en varios sectores y cultivos. Los orígenes de las fortunas
de la élite salvadoreña pueden rastrearse en la producción de índigo (añil) y en la
ganadería durante la época colonial. Alrededor de 1860 el café reemplazó gradual­
mente al índigo como el principal cultivo de exportación, y el Estado emergente
que servía a las élites cafeteras es comúnmente denominado “la república del café”.
La élite cafetera invirtió en plantaciones de azúcar a comienzos del siglo XIX. La
producción azucarera se expandió con el embargo de los Estados Unidos de Améri­
ca (EE. UU.) a la azúcar cubana (Bulmer-Thomas 1987, 158-9), y entre el final de
los años cincuenta y 1975 se introdujo la producción de algodón (Williams 1994).
La producción de azúcar y algodón requería de grandes inversiones y los miembros
de las principales familias azucareras y algodoneras normalmente eran también los
propietarios de los bancos (Williams 1986, 44-8).
Entre 1931-1979 El Salvador estuvo regido por gobiernos militares. Los últi­
mos veinte años de estos gobiernos se caracterizaron por el ascenso de numerosas
empresas industriales, creadas sobre la base de las ganancias del negocio agroex­
portador que circulaban a través de los bancos nacionales que eran de propiedad de

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la misma élite agroexportadora, bajo la égida de las políticas de sustitución de im­


portaciones. Sin embargo, la diversificación económica no creó una élite más hete­
rogénea debido a que fueron los viejos cultivadores y exportadores de café quienes
pasaron a ocupar los nuevos sectores (Balyora 1989; Colinderes 1977). En efecto, si
bien las élites familiares se han transformado y adaptado a las nuevas condiciones y
oportunidades económicas, El Salvador ha estado dominado por un número limita­
do de élites familiares; originalmente se argumentó que eran 14 y recientemente se
encontró que son 26 familias (Martínez-Peñate 2017).
En 1961 se estableció la primera Ley del Servicio Civil en El Salvador, bus­
cando fortalecer la administración pública, por ejemplo, para servir a las nuevas
necesidades industriales. Entre 1961-1976 fueron introducidas nuevas leyes y re­
formas que regulaban los servicios públicos.
El dominio de los grupos agroexportadores empezó a decaer en los años
ochenta debido a una combinación de varios factores: las reformas adoptadas por
la junta civil-militar que gobernó El Salvador después del golpe de Estado de 1979,
el declive de los precios mundiales de los principales cultivos de exportación y
la guerra civil de 1980-1992. Las reformas incluyeron la nacionalización de los
bancos, las instituciones financieras y las exportaciones de café y una reforma de
tierras parcial que cambió los patrones de propiedad de la tierra e incrementó el
número de tierras controladas por las cooperativas. Sin embargo, debido al efecto
combinado de la guerra, la caída de los precios de las materias primas, la migración
al extranjero y las reformas incompletas, hubo solo pequeños efectos positivos en
los medios de subsistencia de comunidades rurales. A pesar de todo, las reformas
redujeron la participación de la agricultura tradicional (café, azúcar y algodón) en
el PIB desde un promedio de 20,6% en el período 1975-1979 hasta 2,4% en 1999.
Como porcentaje de las exportaciones, la reducción fue de 64 a 11,7% en el mismo
período (Segovia 2002).
Esos cambios llevaron al debilitamiento de la relación entre la agricultura y el
sector financiero que había dominado a El Salvador por décadas. La estocada final
para los ingresos agroexportadores fueron las remesas de los migrantes salvadore­
ños radicados en EE. UU. Las remesas crecieron prácticamente desde cero en 1980
hasta 3.500 millones de dólares por año en 2006, representando el 55% de la gene­
ración de ingresos del exterior (Rosa 2008). En el período posterior a la firma de los
Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992, la vieja élite agroexportadora reorientó
sus inversiones. Después de la reprivatización de los bancos en 1992, las institucio­
nes financieras se convirtieron en el punto nodal para densas redes de inversiones
que se extienden a todos los sectores de la economía (Paniagua 2002). La mayoría
de estas instituciones financieras evolucionaron hacia conglomerados financieros
regionales, y entre 2005-2007 todas fueron vendidas a bancos extranjeros, así como
pasó con la mayoría de las compañías industriales de El Salvador. Las antiguas
élites agroexportadoras se concentraron en cosechar los beneficios de las remesas

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concentrándose en el comercio, los servicios, la construcción y los bienes raíces, de­


pendiendo en buena medida de sus alianzas con las compañías transnacionales para
acceder a la tecnología y se convirtieron en grupos empresariales transnacionales
(Bull 2013b). Otro efecto de la guerra fue poner en la agenda la modernización de
la administración pública. Entre 1976 y 2011 no hubo ninguna legislación sobre la
modernización del Estado (FUSADES 2015a).
Entre 1989 y 2009 el partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista
(ARENA) ganó cuatro elecciones presidenciales consecutivas (1989, 1994, 1999,
2004) con un margen relativamente amplio (excepto en 1999), y controló entre 206
(en 1994) y 111 (en 2004) municipalidades (Fundaungo 2011). ARENA siguió sien­
do un partido controlado por la élite económica del país. Dentro de la clase socioe­
conómica más alta, el apoyo a ARENA es cerca del doble del apoyo que tiene este
partido en el resto de la población (Artiga González 2004) y el Concejo Ejecutivo
Nacional (COENA) del partido está dominado por la élite empresarial.
El éxito de ARENA debe ser entendido como un resultado del control de por
lo menos cuatro tipos de recursos. Primero, ARENA movilizó más recursos econó­
micos que cualquier otro partido en El Salvador para financiar sus campañas. En la
campaña de 2009 ARENA gastó en anuncios en los medios de comunicación más
del triple de dinero de lo que gastó el Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional (FMNL), y además tuvo el financiamiento de las fortunas personales de
sus candidatos (Koivumaeki 2010). Segundo, ARENA ha movilizado experiencia
técnica. Unos años antes de unirse a ARENA, el anterior presidente, Alfredo Cris­
tiani, había establecido el centro de pensamiento Fundación Salvadoreña para el
Desarrollo Económico y Social (FUSADES), que fue generosamente financiada
por USAID, y entre sus miembros fundadores la mayoría pertenecía a la élite eco­
nómica salvadoreña (Paige 1998, 37). ARENA, además, estableció dos institutos
que desarrollan investigaciones técnicas: ARENA Estrategia (fundada en 2003) y el
Centro de Estudios Políticos Dr. José Antonio Rodríguez Porth (CEP) (Koivumaeki
2010). Tercero, la élite controlaba los medios de comunicación. Históricamente, dos
familias (Altamirano y Dutriz) han dominado los periódicos impresos en El Salva­
dor (Rockwell y Janus 2005). La televisión está dominada por la Telecorporación
Salvadoreña, propiedad de Boris Eserski, que controla tres de los canales de tele­
visión más populares, un número importante de estaciones de radio, empresas de
publicidad y la principal guía de televisión.5 Cosa similar pasa con la radio que está
dominada por cinco grupos económicos de los cuales el expresidente Elías Antonio
Saca (ARENA, 2004-2009) es propietario del más grade. El cuarto componente del

5. Boris Eserski es miembro de la familia Eserski Araujo, cuyas raíces se remontan hasta el expre­
sidente Manuel Enrique Araujo (1911-1913), y está relacionado con Carlos Araujo Eserski que
fue presidente de ANEP, y con Walter Araujo que fue presidente de ARENA y de la Asamblea
Legislativa, y actualmente es juez de la Corte Suprema Electoral, ‹http://www.tse.gob.sv/index.
php/organismo-colegiado/79-categorias-tse/magistrados/120›.

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control de la élite ha sido el control sobre el sistema judicial, en particular sobre la


Corte Suprema que históricamente le ha sido leal, con frecuencia haciendo eco de
las fuerzas más conservadoras dentro de la élite (Freedman 2012).6
Los gobiernos de ARENA desarrollaron uno de los ejemplos más claros de las
políticas económicas neoliberales en Centroamérica. Uno de los elementos más re­
presentativos fue la privatización de los bancos y los servicios públicos en los años
noventa, la dolarización en 2001 y la firma del Tratado de Libre Comercio entre
Centroamérica, los EE. UU. y República Dominicana (DR-CAFTA) que entró en
vigor el primero de enero de 2006. Estos cambios fortalecieron los grupos relacio­
nados con el sector financiero y de servicios frente al sector agroindustrial (Towers
y Borzutzky 2004). Aunque la privatización aseguró en el corto plazo un aumento
de las inversiones (tal y como pasó con la venta masiva de los bancos reprivatiza­
dos en 2007), las políticas públicas fracasaron en asegurar inversión y crecimiento
sostenidos. De hecho, mientras la élite doméstica invertía en el extranjero los recur­
sos provenientes de la venta de sus empresas, dependiendo exclusivamente de las
remesas para alimentar la demanda interna para sus servicios, el gobierno se quedó
con un muy pequeño margen de maniobra para una política pública de desarrollo.
El gobierno de ARENA eliminó una serie de instituciones e impuestos esta­
tales: incluyendo el impuesto a la exportación de azúcar, el Instituto Nacional del
Café (Incafé), el Instituto Nacional del Azucar (Inazucar), el Instituto Salvadoreño
de Fomento Industrial (Insafi) y el Ministerio de Planificación (Miplan) (Martínez-
Peñate 2017). Sin embargo, estableció un gran número de nuevas instituciones gu­
bernamentales. De hecho, 63 de las 160 instituciones públicas con las que cuenta
El Salvador fueron creadas durante los gobiernos de ARENA y la mayoría de ellas
durante el gobierno de Alfredo Cristiani. La mayoría de esas instituciones se espe­
cializaron en servicios económicos y, entre otros, el énfasis principal estuvo en el
sector servicios.7 De los ministerios principales, el mayor aumento de empleados
ocurrió en el Ministerio de Finanzas, que vio un incremento de más de 600 empleos,
al tiempo que decreció el personal que trabajaba en las áreas de agricultura y cul­
tura (FUSADES 2015a). Después del cambio de milenio se iniciaron una serie de
reformas para modernizar el Estado, ante todo como resultado de la presión y los
préstamos del Banco Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El
énfasis estuvo puesto en reducir la burocratización e incrementar la eficiencia de la
administración pública. Como consecuencia, El Salvador mejoró su posición en el
Índice de Desarrollo del Servicio Civil pasando de 11 a 29 entre 2004-2009 (FUSA­

6. La falta de independencia se puso en evidencia, entre otros casos, en el año 2005 cuando la Sección
de Probidad de la Corte solicitó a dos bancos nacionales que suministraran información sobre las
cuentas de varios funcionarios públicos incluyendo al expresidente Francisco Flores. Los bancos se
negaron y presentaron una denuncia ante la Corte Suprema que terminó quitándole estas competen­
cias a la Sección de Probidad (Wolf 2009, 444).
7. Datos del Estado de la Región, Estadísticas de Centroamérica, 2014.

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DES 2015a), sin embargo, se había transformado para atender específicamente las
necesidades de la élite del país. La administración pública siguió siendo altamente
politizada. Solamente una pequeña parte de los puestos en los ministerios centrales
fueron asignados a través de competencia pública, aunque hubo grandes variaciones
entre las diversas áreas. Mientras que ninguno de los puestos el Ministerio de Rela­
ciones Exteriores, el Ministerio de Cultura o el Ministerio de la Presidencia fueron
sometidos a competencia pública, en el Ministerio de Finanzas más del 60% de los
puestos fueron asignados por competencia pública (FUSADES 2015a). Este puede
ser un indicador del establecimiento de una tecnocracia, en la cual el conocimiento
es más importante que los contactos políticos.
Desde mediados de los noventa, El Salvador también vio una reducción sig­
nificativa de la pobreza y la desigualdad de ingresos, así como un mejoramiento en
otros indicadores de bienestar social. Sin embargo, esto ocurrió en un contexto de
bajo crecimiento, pérdida de empleo e inseguridad rampante. Aún se mantiene una
mejoría de la percepción de la administración pública desde los primeros años del
nuevo milenio (véase gráfico 1).

Gráfico 1: Percepciones sobre aspectos de capacidad del Estado

80

60

40

20

0
2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2013

Percepción de corrupción Eficiencia del gobierno


Calidad regulatoria Voz y rendición de cuentas

* En el caso de la percepción de corrupción de los empleados públicos, solo se tienen datos para 2004.
Fuente: Estadísticas de Centroamérica, 2014. Proyecto Estado de la Región.

El gobierno de Funes y el desafío a la élite dominante

El amplio descontento con el desempleo y la inseguridad contribuyó a la vic­


toria electoral de Mauricio Funes en 2009. Su gobierno estuvo apoyado por una
coalición diversa formada por el partido de la antigua guerrilla de izquierda el
FMLN, el pequeño partido de centro-izquierda Cambio Democrático (CD), y un

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grupo diverso de apoyo de Mauricio Funes unidos en el Movimiento Amigos de


Mauricio (MAM). El gobierno de Funes se dispuso conducir una reforma estructu­
ral que buscaba modificar la manera en la que el gobierno ejercía el poder, introdu­
cir nuevas formas de gobernanza y fortalecer las instituciones estatales. Todo esto
tenía que ocurrir dentro de los límites de la constitución existente. Con una referen­
cia implícita pero clara a otros procesos de la región (como por ejemplo Venezuela),
el gobierno enfatizó que lo que había ocurrido era una victoria democrática elec­
toral y no el comienzo de una revolución (Gobierno-de-El-Salvador 2010a). Para
garantizar la implementación y los impactos de los planes, el gobierno consideró
“necesario establecer un nuevo tipo de relaciones con el sector empresarial que no
debería implicar una subordinación del gobierno a los intereses privados y, por otro
lado, generar un clima de requisitos mínimos de confianza para la inversión nacio­
nal e internacional (19).
El equipo de Funes tuvo un perfil diferente al de los gobiernos previos. Estuvo
constituido por una mezcla negociada de representantes de cierto rango e historia
del FMLN y el CD con una experiencia política diversa, y algunas personas selec­
cionadas por el MAM. Muchas personas fueron reclutadas de las organizaciones
internacionales y los centros de pensamiento. Aunque estos grupos difícilmente
pueden ser denominados como una “élite” como cuando se habla de la élite econó­
mica del país, controlaron recursos significativos en términos de experiencia técnica
y algunos fueron acusados de constituir una nueva tecnocracia. 8
En el gobierno de Funes solamente se crearon siete nuevas agencias estatales,
la mayoría de ellas dentro de los sectores sociales.9 La nueva institución más impor­
tante fue el Banco de Desarrollo Salvadoreño. Después de la masiva reprivatización
de los bancos, la mayoría de bancos del país quedaron en manos externas. Esto
constituyó un problema particular luego de la crisis financiera cuando hicieron falta
recursos para apalancar proyectos de desarrollo. Un banco de desarrollo guberna­
mental también fue considerado como un instrumento importante para establecer
una fuerza de contrapeso frente a las élites económicas más grandes.10
Funes llegó al poder prometiendo un cambio y su gobierno se involucró en
un frenético período de transición en el cual se elaboraron un conjunto de planes
con el objetivo de guiar el proceso de cambio. El primer plan fue el Programa de
Gobierno 2009-2014: Nace la Esperanza, Viene el Cambio,11 que fue la plataforma
programática promovida en las elecciones por Funes y su fórmula vicepresidencial
Salvador Sánchez Cerén del FMLN. Posteriormente se lanzó el Programa Integral
Anticrisis que, aunque incluyó las principales reformas sociales para combatir la po­

8. Entrevistas con funcionarios públicos, El Salvador 2015.


9. Datos tomados del Estado de la Región, Estadísticas de Centroamérica, 2014.
10. Entrevistas con funcionarios públicos, El Salvador 2014-15.
11. ‹http://www.fmln.org.sv/oficial/index.php?option=com_content&view=article&id=122&Item
id=61›.

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breza y mejorar los servicios públicos, también incluyó medidas de austeridad. Esto
fue en parte un requisito del Acuerdo de Derechos de Giro por USD 800 millones
con el FMI, que permitió enfrentar la crisis financiera inmediata en la cual se sus­
tentaba el plan. El acuerdo con el FMI estaba concebido para incrementar el gasto
social y proveer un estímulo económico para ayudar a salir al país de la crisis, pero
también incluyó requisitos de control de gastos y un 17% de aumento de ingresos
fiscales para el 2014.12
Con el objetivo de asegurar la implementación y el impacto de los planes, el
gobierno consideró “necesario establecer un nuevo tipo de relación con el sector
empresarial que no implicara una subordinación del gobierno a los intereses pri­
vados y, por otro lado, generar un clima con requerimiento mínimos de confianza
para la inversión nacional e internacional” (Gobierno-de-El-Salvador 2012, 19).
Para entonces, los más grandes grupos económicos salvadoreños habían cambiado
su énfasis hacia el sector servicios y muchos tenían más inversiones en los países
vecinos (así como en EE. UU. y República Dominicana) que en El Salvador. Al
concentrarse en hoteles, renta de autos, centros comerciales, compañías de impor­
taciones y grandes almacenes, los grupos económicos se hicieron dependientes de
los ingresos de las remesas y la migración. En la medida de lo posible estos grupos
operaron en alianza con compañías multinacionales (Bull 2013b). Necesitaban las
instituciones estatales fundamentalmente para que crearan una imagen favorable de
El Salvador para los inversores extranjeros, principalmente para garantizar la segu­
ridad física y jurídica (FOMILENIO 2015). Solamente dos sectores dependieron
fuertemente de la presencia física del Estado en el territorio: la agricultura (donde la
participación de las élites se centraba cada vez más en el azúcar y el abandono del
café) y la construcción (Bull 2017).
El gobierno entonces hizo énfasis en construir nuevos foros para el diálogo y
la gobernanza con la élite tradicional. En 2009 creó el Consejo Económico y Social
(CES) con representantes de gremios económicos, organizaciones sociales, organi­
zaciones sindicales, académicos y miembros del gobierno. Aunque algunas cámaras
empresariales junto con los sectores más radicales de la izquierda y la derecha radi­
cal boicotearon el CES, inicialmente este contó con amplia representación. Paralelo
a esto, el gobierno dio inicio a la Estrategia Nacional de Desarrollo Productivo
que buscaba reestructurar la economía para estimular la innovación y mejorar las
condiciones para que las pequeñas y medianas empresas (Gobierno-de-El-Salvador
2010b, 92) se abrieran a los megaproyectos para ser desarrollados conjuntamente
entre el sector público y privado.
También buscó establecer relaciones con los grupos más moderados y progre­
sistas entre las élites empresariales, incluyendo las familias Salume y Cáceres. Otra
medida fue asegurar nuevas fuentes de financiamiento donde fuera necesario para

12. ‹http://www.imf.org/external/np/sec/pr/2010/pr1095.htm›.

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estimular la creación de una élite alternativa. Algunos grupos al interior del FMLN
también propusieron estrechar vínculos con la ALBA (Alianza Bolivariana para los
Pueblos de Nuestra América) liderada por Venezuela y otras organizaciones rela­
cionadas con el objetivo de asegurar fuentes de financiamiento alternativas. Esto
ocurrió en parte con el ALBA Petróleos y al ALBA Alimentos que otorgó USD 90
millones de inversión para reactivar 100 mil manzanas de tierras de cultivo, generar
empleos e incrementar la producción. Para 2014, una élite económica alternativa
estaba emergiendo en el centro de ALBA Petróleos, pero con inversiones en varias
compañías y líderes estrechamente vinculados al FMLN (Lemus 2014).
A pesar de varias iniciativas que buscaban fortalecer el diálogo y tranquilizar
a las antiguas élites sobre las intenciones moderadas, las relaciones entre el gobier­
no y las viejas élites económicas parecían estar lejos de componerse. En el infor­
me anual sobre la administración de Funes que produjo el centro de pensamiento
FUSADES, en los capítulos sobre la relación entre el gobierno y el sector privado
durante los primeros años se refleja ampliamente una “guerra de palabras”: una pro­
funda pérdida de confianza reflejada en acusaciones mutuas de intenciones y accio­
nes. Sin embargo, el reporte del tercer año de gobierno se refiere a varias medidas de
política pública y otros asuntos políticos que contribuyeron a deteriorar el ambiente,
incluyendo una particular “violencia tributaria” y requisitos gubernamentales para
aumentar la transparencia empresarial (FUSADES 2012). Al final, la relación entre
el gobierno y la organización de la élite del sector privado, la Asociación Nacional
de la Empresa Privada (ANEP), era tan conflictiva que según algunos informantes
estos últimos organizaron un “boicot de inversiones” y así contribuyeron a lograr un
bajo crecimiento económico para el país (Bull 2013b).
Aun así, debido a diversas medidas la capacidad del Estado salvadoreño con­
tinuó aumentando. En el Índice de Desarrollo del Servicio Civil del BID el país
ganó otros cinco puntos desde el 2009 (para el período 2012-2015).13 En particu­
lar, mejoraron la administración de recursos humanos y la consistencia estructural
(FUSADES 2015a). El número de empleados públicos contratados sin concurso
público aumentó en el primer año de gobierno y el Ministerio de la Presidencia
siguió siendo la institución con menos concursos públicos para sus funcionarios. La
diferencia con los gobiernos de ARENA es que estos contrataron más personal con
menos concursos públicos en el Ministerio de Finanzas, mientras que en el gobierno
de Funes fueron el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN)
y el Ministerio de Obras Públicas donde hubo el mayor incremento de empleados
y donde el registro de concursos públicos fue más débil. Esto contradice la idea de
que en el MARN estaba emergiendo una nueva tecnocracia. Sin embargo, sí fueron
ampliamente contratados tecnócratas altamente calificados. Según el centro de pen­

13. ‹https://mydata.iadb.org/Reform-Modernization-of-the-State/-ndice-de-Desarrollo-del-Servicio-
Civil/ujmw-6ihh/data›.

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samiento del sector privado FUSADES, el de Funes fue percibido como gobierno
altamente capaz en el área de la educación y en parte también en seguridad, pero fue
percibido como mucho menos capaz en el manejo de la salud y la economía (2016).

El gobierno de Sánchez Cerén


y la consolidación de una nueva élite

A pesar de haber sido vicepresidente bajo el mandato de Mauricio Funes, la


elección de Salvador Sánchez Cerén como presidente en 2014 significó cambios
importantes en la forma en que El Salvador había sido gobernado. A diferencia de
Funes, Sánchez Cerén es un antiguo comandante de la guerrilla con fuertes raíces
en el FMLN. Su situación frente al Congreso fue mucho más difícil que la que
había tenido Funes. Durante la presidencia de Funes se produjo una división entre
las élites que llevó a la ruptura del partido ARENA y la creación de la Gran Alianza
por la Unidad Nacional (GANA), organización que respaldó el gobierno de Funes.
Durante la presidencia de Sánchez Cerén, esta alianza se rompió y ARENA ganó la
mayoría en el Congreso después de las elecciones legislativas de 2015.
Sin embargo, Sánchez Cerén llegó al poder con la idea de diseñar una trans­
formación del Estado. El objetivo general fue inspirado en el referente del “Buen
Vivir” ecuatoriano y boliviano, y el Estado debía ser transformado en contra de las
influencias neoliberales para garantizar los derechos humanos y fortalecer su pre­
sencia en los diferentes territorios. Se hizo énfasis en la planificación centralizada
y la participación ciudadana como medios para evitar los devastadores efectos del
libre mercado desregulado (Gobierno de El Salvador 2014).
La relación con las viejas élites empezó siendo mejores que en el caso de la
administración Funes. Las élites empresariales criticaron su falta de participación
en el desarrollo del plan quinquenal, la decisión unilateral del gobierno de incluir
a El Salvador en el Petrocaribe iniciado por Venezuela, y el establecimiento de una
comisión presidencial del trabajo. Sin embargo, diversos espacios para el diálogo
abiertos por el gobierno contribuyeron a una mejoría temporal de las relaciones con
la élite empresarial que estuvo de acuerdo con un rol más activo del gobierno en la
promoción de actividades económicas. Pero esta relación se deterioró rápidamente
por varias razones. Algunas de estas fueron políticas específicas y concretas sobre
con las que no estaban de acuerdo, como la reforma previsional, el aumento del
salario mínimo y la política fiscal. Un asunto más que causó tensiones significativas
fueron los reiterados conflictos del gobierno con la Corte Suprema de Justicia (FU­
SADES 2015b; 2016; 2017). Algunos de los puntos más problemáticos estuvieron
relacionados con la percepción de pérdida de capacidad estatal, como las acusacio­
nes por parte de las élites empresariales contra el gobierno de que había fallado en
el combate a la corrupción. Se revelaron una cantidad de casos de corrupción de alto
nivel, que condujeron a la detención del expresidente de ARENA (2004-2009) y a la

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sentencia de Mauricio Funes quien recibió asilo en Nicaragua cuando se conocieron


las acusaciones.14 Este problema estaba relacionado con la seguridad. Aunque la
violencia y la seguridad han sido siempre un asunto clave en El Salvador, después
de la ruptura de la tregua entre las dos principales pandillas juveniles (2012-2014),
la tasa de homicidios se disparó –desde alrededor de 40 homicidios por cien mil
habitantes en 2014 pasó a 104 en 2015–, y los grupos criminales tomaron el control
sobre grandes franjas de territorio, incluyendo territorio rural (Segovia et al. 2016).
La extorsión severa sobre los conductores de buses llevó a una huelga en el trans­
porte público en julio de 2015. La respuesta del gobierno fue fortalecer el proceso
de implementación del plan El Salvador Seguro, pero en 2016 también buscó intro­
ducir medidas especiales que incluyeron un nuevo impuesto del 5% sobre cualquier
compañía u otra entidad con ganancias por encima de USD 500 mil.15 Esto llevó
a una disputa larga e intensa sobre si la pérdida de seguridad se debía a la pérdida
de recursos y la baja capacidad extractiva, o si se debía a la ineficiencia estatal en
el control sobre el territorio. Este conflicto tuvo su punto más alto cuando la cerve­
cería La Constancia tuvo que parar temporalmente sus operaciones en una de las
plantas de producción alegando inseguridad en el área (esta empresa forma parte de
Agrisal que es uno de los grupos económicos más poderosos del país, propiedad del
magnate Roberto Murray Meza, quien a su vez es miembro fundador de ANEP y
FUSADES).16 La seguridad continúa siendo uno de los temas más controversiales
entre quienes respaldan el gobierno, pero también entre estos y las élites empresa­
riales. Los responsables de la ruptura de la tregua de 2012 entre las pandillas fueron
arrestados por haber negociado con criminales en el anterior gobierno ya que este
prometió endurecer su acción contra el crimen.
Sin embargo, gran parte de la controversia entre las élites empresariales y el
gobierno también fue claramente el resultado de una nueva competencia entre las
élites. Bajo el gobierno de Funes, nuevas élites incipientes se formaron en minis­
terios como el MARN (Bull et al. 2015). Sin embargo, con frecuencia competían
entre ellas mismas. Un ejemplo fueron los desacuerdos constantes entre los exper­
tos del MARN y los tecnócratas financieros en el Ministerio de Finanzas. Además,
también existieron tensiones entre grupos tecnocráticos y otros sectores dentro de
la misma estructura nacional del partido FMLN, así como con otros movimientos
sociales de apoyo.
La llegada al gobierno de Sánchez Cerén significó traer a la élite del FMLN
más directamente al gobierno, así como también a la élite emergente que se aso­
ciaba al manejo de ALBA-Petróleos. De los miembros del nuevo gabinete, cinco

14. ‹http://www.elsalvador.com/noticias/nacional/174853/gobierno-de-sanchez-ceren-se-resiste-a-
combatir-la-corrupcion-segun-grupo-gestor/›.
15. Ley de Contribución Especial para la Seguridad Ciudadana y Convivencia y la Ley Especial para
Grandes Contribuyentes.
16. ‹http://elblog.com/noticias/registro-27353.html›.

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habían ocupado altos cargos en compañías del ALBA (ALBA-Petróleos, ALBA-


Alimentos o ALBA-Médicos) y quince ocupaban o habían ocupado altos cargos
en el FMLN (FUSADES 2015b). El gabinete también se caracterizó por un alto
grado de estabilidad. Con excepción del ministro de Seguridad, todos los ministros
se mantuvieron durante los primeros tres años. La asociación cercana con la élite
del partido generó acusaciones por parte de las viejas élites empresariales de que
mientras el gobierno buscaba mantener relaciones cordiales con las comunidades
empresariales en diferentes foros de diálogo o sectoriales, sus verdaderos apoyos
eran el partido y las compañías asociadas al ALBA.
Esta percepción se agravó por la lealtad que el gobierno prometió a Venezuela
en medio de la profunda crisis económica, social y democrática que ha atravesado
el país desde 2014. Las críticas a este apoyo incondicional del gobierno salvadoreño
a Venezuela en diferentes foros regionales se agravaron en mayo de 2017, cuando
el país estuvo de acuerdo en organizar una reunión extraordinaria de la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en respaldo a Venezuela. Esto
fortaleció claramente la percepción de las viejas élites de que no solamente estaban
perdiendo el control sobre el Estado salvadoreño, sino que alguien más estaba au­
mentando su control.
Es muy pronto para hacer algún juicio sobre las consecuencias de estos procesos
para la capacidad estatal. El centro de pensamiento del sector privado, FUSADES, a
través de sus encuestas de percepción pública sobre la capacidad estatal en las áreas
de seguridad, educación y salud, muestra un rápido deterioro (véase gráfico 2). Sin
embargo, también se evidencia deterioro durante el gobierno de Funes, mientras que
otras figuras muestran una mejoría de la percepción pública sobre la capacidad regu­
latoria del gobierno y la eficiencia gubernamental (véase gráfico 1). Lo que no está en
discusión es la caída en picada de la popularidad del gobierno de Sánchez Cerén, y así
también el apoyo a la democracia en El Salvador. Según el Latinobarómetro, el apoyo
a la democracia ha caído desde 68 a 35% entre 2010-2017. Solamente el 17% aprueba
el gobierno, muy por debajo del 83% en el año 2010. Una gran mayoría (85%) opi­
naron que el gobierno administraba para favorecer el interés de una minoría poderosa
(Latinobarómetro 2017). La élite empresarial continúa acusando al gobierno de no
ser democrático.17 Al final de cuentas, a pesar de su promesa de desafiar a las élites
atrincheradas en El Salvador, el gobierno de Sánchez Cerén aparentemente significó
el establecimiento de una élite diferente. A pesar de que esta élite de ninguna manera
se acerca a controlar los mismos recursos monetarios que la vieja élite, es creciente la
percepción de que se está beneficiando a una pequeña minoría.

17. ‹http://elmundo.sv/para-anep-gestiones-de-sanchez-ceren-y-funes-son-un-fracaso/›.

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Gráfico 2: Evaluación del desempeño del Gobierno en diferentes áreas,


2009 y 2016 (aquí el porcentaje de los respondientes
que han marcado “bueno” o “muy bueno”)

70

60

50

40
2010
30
2016

20

10

0
Seguridad Educación Salud Economía
Fuente: Elaboración propia en base de encuestas de La Prensa Gráfica, varios años.

CONCLUSIONES

Las instituciones capaces de generar e implementar decisiones conjuntas para


el beneficio de la mayoría de la población son sumamente importantes no solo para
el desarrollo en su concepción tradicional, sino también para los esfuerzos conjun­
tos que buscan mejorar las condiciones sociales y las transformaciones medioam­
bientales. Sin embargo, existe poco consenso en la forma de lograrlo o sobre el rol
que juegan los diferentes grupos de actores. Mientras que la literatura anglosajona
ha enfatizado crecientemente en la necesidad de una “élite orientada al desarrollo”,
en la literatura latinoamericana las élites son vistas principalmente como un pro­
blema para la evolución hacia Estados inclusivos. En este capítulo se ha buscado
matizar esta visión a través del desarrollo de un concepto multidimensional de las
élites, al verlas no solo emergiendo del control del capital, sino también a partir de
otros recursos diferentes como la coerción o el conocimiento. Se considera que esta
perspectiva es muy útil para interpretar los desarrollos de los Estados durante la lla­
mada “ola rosada” en la cual candidatos, partidos políticos y movimientos sociales

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prometieron desafiar los intereses de las élites dominantes poseedoras de capital. Lo


que ocurrió en la mayoría de países fue más bien un cambio entre los que desafiaron
a las viejas élites y diferentes formas de arreglos, ambos procesos con implicaciones
importantes para la evolución de la capacidad estatal.
El Salvador es un ejemplo interesante de estos procesos. Con su pequeña pobla­
ción y su dependencia tradicional de los EE. UU., no es el caso más común para estu­
diar un gobierno de la “ola de izquierda”. Sin embargo, al igual que muchos otros paí­
ses latinoamericanos, el Estado salvadoreño emergió de la colonización y la necesidad
de las élites de un control relacionado con la exportación agrícola. Esta élite pasó por
varias transformaciones y en los primeros años del nuevo milenio se transformó en
un conjunto de grandes grupos empresariales multisectoriales con vínculos transna­
cionales. Al contrario de muchos otros países, en el FMLN la izquierda ha construido
un partido político sólido que cuenta con el apoyo y participación de una buena parte
de la población. La victoria electoral del primer gobierno apoyado por el FMLN, el
gobierno de Mauricio Funes, produjo entre las viejas élites grandes temores de perder
el control sobre el Estado. Esto condujo a fuertes enfrentamientos a pesar de los repe­
tidos intentos del gobierno para despejar las dudas de que esta no era una revolución
sino un proceso de reforma gradual que también tomaría en cuenta sus intereses. Con
el paso del tiempo, se formó una élite alternativa con base en los recursos humanos
controlados por el FMLN, junto con algunos recursos económicos controlados por
las diferentes compañías del ALBA establecidas en el país con el apoyo de Venezue­
la. Esto contribuyó a elevar el nivel del conflicto al punto que impidió el desarrollo
de capacidades más fuertes en áreas en las que el Estado salvadoreño es más débil.
También contribuyó a menoscabar la habilidad para enfrentar la mayor debilidad de la
capacidad del Estado salvadoreño –su capacidad coercitiva frente a las organizaciones
criminales, en este caso las pandillas juveniles o Maras, que han llegado a controlar
grandes franjas de territorio–.
Hacer énfasis en la capacidad estatal como algo que evoluciona o se desarrolla
en la interacción dinámica y los conflictos frecuentes entre élites puede contribuir
a responder la pregunta: ¿por qué la capacidad estatal puede ser más fuerte en al­
gunas instituciones y simultáneamente más débil en otras? Aunque las mediciones
globales sobre la capacidad estatal pueden ser útiles para los rankings y las grandes
comparaciones, nos dicen muy poco sobre los procesos que llevan al fortalecimien­
to de formas específicas de la capacidad estatal. Para dar cuenta de estos procesos,
investigar las élites, los recursos que controlan y las relaciones de competencia
entre élites, puede constituir una ruta más prometedora.

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6. La construcción del Estado en Ecuador
a través del ciclo económico:
evaluando la “Revolución Ciudadana” durante
el auge (y caída) de los recursos naturales

James D. Bowen

Toda vez que el ciclo de auge de las materias primas de principios del siglo
XXI se ha cerrado, es un buen momento para preguntarse ¿cuánto se ha logrado en
el área de las reformas de construcción estatal durante esta bonanza económica? El
presente capítulo busca responder a esa pregunta mediante el análisis de las refor­
mas de construcción estatal propuestas (o continuadas) por el gobierno de Rafael
Correa en Ecuador, comparándolo con lo ocurrido en otros Estados latinoamerica­
nos. El capítulo está organizado de la siguiente manera. En primer lugar, describo
la literatura relevante sobre construcción de Estado y democratización y de qué
manera el ambiente político económico prevaleciente en América Latina “calza”
con ese contexto teórico; en segundo lugar, resumo los logros que el gobierno del
presidente Correa alcanzó en el área de la construcción de Estado; tercero, compara­
ré el proyecto de construcción de Estado del presidente Correa con los de los líderes
que lo precedieron en el gobierno durante períodos similares de auge económico;
finalmente, intentaré mirar hacia el futuro y evaluar la posible significación de las
reformas de Correa para Ecuador y las lecciones que pueden extraerse de la expe­
riencia ecuatoriana con relación a otros países de la región.
Los últimos 40 años de la historia ecuatoriana han estado marcados por la
democratización política, así como por un importante, si bien inestable, crecimiento
económico. Estos dos fenómenos, a su vez, han multiplicado la cantidad e identida­
des de actores políticos poderosos activamente involucrados en el proceso político.
Habiendo sido un país gobernado por élites económicas en competencia y/o por los
militares, grupos previamente marginalizados (o que no existían) ahora ejercen un
poder político importante tanto dentro como fuera de las instituciones formales de
gobierno. Grupos de ambientalistas e indígenas han emergido como agentes de po­
der (y ocasionalmente como agentes de desorden político), tecnócratas de clase me­
dia han actuado como la columna vertebral de la toma de decisiones en el gobierno
de Correa y varios sindicatos públicos y privados son fuerzas políticas importantes
que deben tomarse en cuenta. Como lo han señalado numerosos estudiosos, sin
embargo, las instituciones políticas del país no han logrado mantener el paso de esta

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170

cambiante realidad socioeconómica (Pachano 2007; Bowen 2015). Los partidos po­
líticos siguen siendo fragmentarios y clientelistas; el poder judicial, politizado y
débil, y los militares continúan gozando de una fuerte influencia política. Esta reali­
dad de rápido cambio social, económico y político sin las correspondientes mejoras
de la capacidad institucional fue uno de los principales catalizadores detrás de una
década de inestabilidad política que presenció el derrocamiento de tres presidentes
democráticamente electos entre 1997 y 2005. Se trata del clásico dilema político
descrito por Huntington (1968) hace casi 60 años. Cuando las instituciones políticas
no responden al rápido cambio social y económico, el resultado es inestabilidad y
desorden. Algo así como un orden político institucional fue restaurado luego de la
elección de Rafael Correa en 2006. Sin embargo, queda como una pregunta abierta
el saber cuánto de esta nueva estabilidad depende del alto precio de las materias pri­
mas que reforzó la economía ecuatoriana por la mayor parte del período de Correa.
El argumento de este capítulo es que la combinación de los altos precios de las
materias primas y la dolarización creó una apariencia de capacidad estatal, pero que la
caída del petróleo y el fortalecimiento del dólar eventualmente revelarán el grado real
de desarrollo institucional que ocurrió en la década anterior. El gobierno de Correa,
como el custodio temporal del Estado ecuatoriano, experimentó lo que llamo “un
momento de soberanía”, en el que las restricciones tanto internacionales como domés­
ticas para la acción gubernamental eran particularmente débiles. Sin embargo, en la
medida en que esas restricciones políticas y fiscales retornan, la soberanía del Ecuador
una vez más estará limitada, y la capacidad (o falta de ella) de muchas instituciones
estatales se volverá aparente. Durante ese momento de soberanía, Correa pudo cons­
truir y mantener una coalición de gobierno excepcionalmente amplia con el objetivo
de avanzar una agenda de construcción de Estado. Pero, conforme ese momento se va
cerrando, la falta de recursos económicos y la camisa de fuerza de la dolarización irán
imponiendo pesados costos en esa coalición (o en algunos segmentos de ella) y gran
parte del proyecto de construcción estatal será desechado al basurero de la historia.

ÉLITES, CLASES POPULARES Y SOBERANÍA

La noción de soberanía tiene un componente tanto externo como interno. Ex­


ternamente, la soberanía implica que un Estado es capaz de resistir o evitar las pre­
siones de actores externos para comportarse de formas que los líderes estatales ven
como contrarias a los intereses de su Estado. Internamente, la soberanía implica que
los Estados (y los gobiernos que los dirigen) son capaces de imponer homogénea­
mente a través de la sociedad sus regulaciones y políticas. Sabemos que la soberanía
es siempre parcial (Krasner 1999). Ningún Estado es inmune a la presión interna­
cional o carece de puntos débiles domésticos. Pero, todo lo demás siendo igual,

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171

podemos esperar que proyectos efectivos para fortalecer las instituciones estatales
incrementarán la soberanía tanto externa como interna.
Lo dicho nos lleva a un problema metodológico. En un caso como el de Ecua­
dor, en décadas recientes las amenazas externas a la soberanía han tendido a derivar
más de la dependencia económica que de la debilidad militar. Durante períodos de
auge económico esta dependencia se afloja, creado al menos la apariencia de una
mayor soberanía. Como veremos más tarde, a medida que el auge de recursos se
desvanece este momento de soberanía puede o no haber producido mejorías reales
en la capacidad institucional. Esta dinámica también es válida para la soberanía
interna. Los auges de recursos dan a las élites gobernantes la capacidad para incor­
porar a grandes cantidades de electores, disminuyendo la competencia y el conflicto
por recursos estatales y creando la apariencia de fortaleza. A medida que el auge se
torna en caída y los recursos públicos se vuelven escasos, esos conflictos pueden
resurgir y desafiar la robustez de las instituciones que fueron creadas durante los
tiempos de prosperidad.
El mecanismo a través del cual ese momento de soberanía se manifiesta deri­
va de la naturaleza de las coaliciones políticas en Ecuador (y globalmente) y de la
incorporación selectiva –y la exclusión– de una variedad de grupos de élites econó­
micas y políticas que van desde la aristocracia tradicional, remanentes reinventados
de la vieja partidocracia, una clase media políticamente empoderada, élites econó­
micas modernas, corporaciones multinacionales (en especial en los sectores minero
y petrolero), un sector informal enorme, los militares y la policía, y variopintos
movimientos de la sociedad civil bien organizados, quienes se mostraron cruciales
para la remoción de algunos presidentes anteriores a Correa. La riqueza petrolera
compró estabilidad política luego de la década tumultuosa que precedió el ascenso
al poder de Correa, en parte al permitirle el construir (i. e. pagar por) una coalición
muy grande que incluyó –o por lo menos aplacó– a casi todos los electores impor­
tantes del país. En otras palabras, la incorporación selectiva de élites que Correa
intentó no necesitaba ser particularmente selectiva. El presidente pudo dar algo a
casi cualquier grupo poderoso de la sociedad, o desmovilizar efectivamente a la
oposición mediante la cooptación o marginalización de líderes clave. Los niveles de
conflicto político entre élites han sido bajos, como corresponde, obviando por tanto
la necesidad de instituciones estatales fuertes que medien esos conflictos.
Aún más, la dolarización permitió a los gobiernos ecuatorianos “externalizar”
una función mayor del Estado moderno (la política monetaria) de una forma similar
a la que la extradición hizo posible para países como Colombia y México el confiar
a terceros la administración de justicia en casos difíciles. Si bien la decisión de do­
larizar ayudó a estabilizar la economía en los tempranos años 2000 y parecía como
una decisión política defendible mientras los petrodólares fluyeron hasta 2013, a
medida que la economía de Ecuador se contrae bajo el peso de la caída del precio de
las materias primas, la falta de política monetaria independiente podría convertirse
en una debilidad institucional en lugar de una fuente de fortaleza y estabilidad.

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172

Figura 1: Precio de equilibrio fiscal por barril de petróleo (el precio al que los ingresos
por ventas de petróleo coinciden con los compromisos de gasto)

250
USD 215

200
USD 153
USD 150
USD 124
USD 117
USD 117

150

Turkmenistán USD 46
USD 113
USD 113
USD 112
USD 102
USD 99
USD 98
USD 97
USD 95
USD 95
Arabia Saudita USD 84
Emiratos Arab. USD 71
100

USD 64
USD 59
USD 58
USD 52

Noruega USD 40
Rep. del Congo
50
Azerbaiyán
Venezuela

Brent price
Kazajstán
Ecuador
Nigeria

Angola
Algeria
Yemen

Gabon
Baréin

Oman

Kuwait
Rusia

Libia

Catar
Iraq
Iran

0
Fuente: Amundi Research ‹http://research-center.amundi.com/page/Article/2015/01/Falling-oil-prices-
and-their-impact-on-growth-and-financial-vulnerability›.

La incorporación selectiva de élites se ha vuelto sustancialmente más com­


plicada dadas la apreciación del dólar y la declinación de las rentas petroleras. Por
ejemplo, en comparación con las monedas de los vecinos (el sol peruano y el peso
colombiano) el dólar se apreció en 37,5 y 48% respectivamente, entre fines de 2012
y comienzos de 2016, antes de caer ligeramente durante la primera mitad de 2016.
Este cambio tan grande, ha debilitado dramáticamente la competitividad externa del
Ecuador y ha requerido la imposición de restricciones a la importación para prote­
ger la balanza de pagos del país. Además de competir con una moneda sobrevaluada
(en relación con las de sus vecinos), Ecuador también experimentó un dramático
deterioro de los términos de intercambio para algunas de sus exportaciones más
importantes. Para mencionar el ejemplo más obvio, la caída a la mitad del precio del
petróleo desde 2013 ha creado tensiones severas en las finanzas de los países expor­
tadores de petróleo, y el Ecuador no es una excepción. De hecho, como lo indica la
figura 1, Ecuador estuvo entre los países petroleros más fuertemente afectados por
esa caída mundial.1 Aun durante los años de auge, las finanzas públicas ecuatorianas
tuvieron que estrecharse.

1. Por los costos de la extracción y colación del petróleo ecuatoriano en el mercado mundial. El precio
de equilibrio es el precio al que las exportaciones actuales pueden cubrir los niveles actuales de
gasto público.

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173

Por lo tanto, Correa estuvo obligado a ser más selectivo en decidir cuáles élites
incorporar en un sistema político que se volvió crecientemente suma-cero. Los dos
factores mencionados en párrafos anteriores (un dólar fuerte y una base de ingresos
debilitándose) forzaron al gobierno de Correa (y al de su actual sucesor) a hacer
dolorosos cálculos políticos, reintroduciendo, por lo tanto, una capa de conflicto
político que las instituciones estatales podrían estar mal preparadas para manejar.

LA CONSTRUCCIÓN DE ESTADO
EN LA TEORÍA Y EN LA PRÁCTICA

Las teorías tradicionales de construcción de Estado son pobres en explicar


los logros y fallas del gobierno de Correa. Las teorías belicistas de construcción de
Estado (Tilly 1985) explican la emergencia de Estados modernos efectivos como
el resultado de la necesidad, de sociedades militarmente vulnerables, por construir
instituciones domésticas para extraer impuestos y obtener conscriptos, las cuales
pueden luego dirigirse hacia otros propósitos, tales como el desarrollo económico.
Dada la relativa tranquilidad regional, este tipo de explicación nos dice poco acerca
del intento de Correa por construir instituciones estatales más efectivas. De hecho,
la era de inestabilidad política reciente (1996-2007) coincidió con un período de
tensiones militares altas con los dos vecinos de Ecuador, incluyendo las secuelas de
una corta guerra fronteriza con Perú.
Las explicaciones geográficas y demográficas para la debilidad de muchos
Estados, por contraste, descansan en características más bien estáticas de una socie­
dad, haciendo difícil que expliquen por qué casos difíciles para la construcción de
Estado a veces experimentan un importante desarrollo de las instituciones estatales
(Herbst 2000). Ecuador podría ser un caso ideal para tales explicaciones, dada su
complejidad geográfica, diferencias raciales y étnicas, y divisiones regionales. Sin
embargo, como el resto de este capítulo mostrará, ha habido importantes logros ins­
titucionales que no pueden ser explicados por factores demográficos o geográficos.
Siguiendo a Grindle (1996), entiendo al Estado como “un conjunto continuo
de instituciones para el control social y la toma e implementación de decisiones
obligatorias” (3).2 Aun cuando es conceptualmente distinguible tanto de la econo­
mía como de la sociedad, el Estado necesariamente mantiene interacciones com­
plejas con ellas. En la economía, cuando menos el Estado (y el gobierno que inten­
ta dirigirlo) está restringido o facilitado por los recursos disponibles dentro de la
economía nacional. En tiempos de bonanza, los recursos disponibles naturalmente
crecen y los líderes están tentados a obtener el control sobre ellos. Del lado de la
sociedad, grupos de interés, organizaciones subnacionales y movimientos sociales

2. Una definición cercana a la que emplea Bull en este mismo libro.

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pueden resistir las pretensiones hegemónicas del Estado. Durante los auges econó­
micos los grupos sociales pueden buscar el acceso directo a recursos económicos
para sí mismos y, de igual manera, durante crisis económicas buscarán trasladar
el costo del ajuste económico a otros. Teóricamente, por lo tanto, el Estado es el
conjunto institucional que debería mediar esas pretensiones en competencia. Esto
hace del Estado el pilar natural para la construcción de coaliciones a través del ciclo
económico. También hace al Estado inherentemente inestable, en la medida que
grupos opuestos compiten por controlar el Estado, o acceder a su poder y recursos.
El papel del Estado en América Latina ha fluctuado en el tiempo en función
de ideologías dominantes, condiciones económicas globales y capacidades estatales
domésticas. Durante gran parte del siglo XX, el Estado jugó un importante papel
económico en la dirección del desarrollo económico, bien sea mediante la protec­
ción y subsidio de los intereses empresariales, o bien mediante la propiedad directa
de empresas económicas importantes (Kohli 2004; Mussachio y Lazzarini 2014).
Aun cuando Ecuador fue un tardío invitado al desarrollo guiado por el Estado, este
llegó a jugar un papel económico importante, en particular durante los regímenes
militares de los años sesenta y setenta. En parte, este período coincidió con la explo­
tación temprana de la riqueza petrolera del Ecuador, la cual proveyó un fácil acceso
a recursos económicos para que el Estado expandiera sus actividades económicas.
Cuando la prosperidad alimentada por el petróleo se convirtió en decadencia en
los años ochenta, nuevas ideologías que apoyaban la reducción del rol estatal en la
economía se volvieron populares. El neoliberalismo, promovido por prominentes
economistas, instituciones financieras internacionales y ciertos sectores de la comu­
nidad de negocios, argumentaron que la crisis económica de los ochenta derivaba de
los efectos distorsionadores de la intervención estatal en el mercado, lo que llevó al
clientelismo, el rentismo, la ineficiencia y la corrupción. La solución, por tanto, era
un dramático repliegue del Estado en la economía.
La reestructuración estatal se encontró con altos niveles de resistencia social
revelando un problema fundamental de debilidad estatal a lo largo de toda América
Latina, no solo en Ecuador. Los defensores de un Estado mínimo con frecuencia de­
jaron de lado el problema de la capacidad estatal. Esto es, incluso si alguien apoya
un papel mínimo para el Estado en la economía, normalmente apoya la idea de que
el Estado debe ser efectivo en el cumplimiento de los roles que de hecho debe llevar
a cabo. A medida que la liberalización económica llevaba repetidamente a crisis
financieras, protesta social e inestabilidad política, crecientemente se fue volviendo
claro que muchas reformas orientadas a achicar el tamaño del Estado exponían o di­
rectamente causaban la debilidad de instituciones estatales necesarias tales como las
cortes, agencias impositivas y reguladores financieros (Conaghan y Malloy 1994;
Yashar 2005; Silva 2009).
El dolor impuesto por la “neoliberalización” combinado con el retorno de un
crecimiento económico robusto apadrinado, en parte por el crecimiento del precio

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175

de las materias primas durante la primera década del siglo XXI, crearon las condi­
ciones para el retorno del Estado como un actor económico y social más asertivo.
Los votantes, desde Uruguay y Venezuela a Nicaragua, eligieron una sucesión de
gobiernos de izquierdas. Si bien hubo una gran diversidad dentro de este grupo de
gobiernos, una constante fue la afirmación de un Estado más económicamente ac­
tivo. Este grupo representó el “desafío posliberal” de las sociedades y los Estados
latinoamericanos. Si el neoliberalismo representó el movimiento hacia la limitación
del poder del Estado y el empoderamiento de los ciudadanos individuales, el desafío
posliberal fue la demanda para que los Estados de la región efectivamente exten­
dieran los derechos de ciudadanía hacia amplias colectividades de ciudadanos tales
como los pueblos indígenas, las mujeres, las comunidades LGBTI y los trabajado­
res informales (Yashar 2005).
Tanto los fracasos del neoliberalismo como una creciente insatisfacción con la
actuación de los gobiernos de izquierda (en particular en ausencia de masivas rentas
de recursos naturales) han hecho que los estudios retornen a los conceptos relacio­
nados de gobernanza y capacidad estatal (Grindle 1996; Bowen 2015). Desde esta
perspectiva, las preguntas que hacemos acerca del Estado no están preocupadas por
cuánto debería estar haciendo el Estado, sino cuán bien hace cualquier cosa que los
líderes estatales le indican que debe hacer. Así, este capítulo es agnóstico respecto al
rol más adecuado del Estado con relación a la sociedad y la economía, y más bien se
enfoca en la capacidad administrativa, institucional y técnica del Estado para llevar
a cabo las tareas a él asignadas.
La literatura reciente sobre construcción estatal, gobernanza y capacidad esta­
tal ha empezado a moverse lejos de los enfoques primariamente institucionalistas de
las décadas pasadas hacia perspectivas que enfatizan la importancia de comprender
las dinámicas de las coaliciones dentro de los Estados y las sociedades en producir
resultados (Schneider 2012). Este es el enfoque que adopto para el Ecuador contem­
poráneo. En este capítulo argumento que el resultado de la reforma de construcción
estatal de Correa durante la bonanza de recursos naturales estuvo moldeada por
la naturaleza de la coalición de su gobierno con los segmentos de la comunidad
empresarial, de la clase media y sectores populares pobremente organizados (o de­
liberadamente desorganizados). En esta perspectiva, si los costos de incorporar un
grupo social en particular aumentan o si los recursos disponibles para los líderes
estatales para pagar esos costos caen, entonces la coalición debe, por fuerza de la
necesidad, renegociarse. En el caso de Correa, el mantener una coalición tan diversa
resultó siendo muy costoso; razón por la cual el capítulo concluye con una discusión
prospectiva del “estado del Estado” ante el derrumbe de las materias primas.

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CORREA EN CONTEXTO:
COMPARACIÓN HISTÓRICA

La construcción de Estado es siempre parcial y contingente (Joseph y Nugent


1994). Las instituciones (incluido el Estado) son dinámicas y experimentan ciclos
de fortalecimiento y debilitamiento. Por esta razón, es importante analizar cómo
(o si es que) momentos de soberanía como el que Ecuador experimentó durante la
década pasada se asentaron sobre intentos previos de fortalecimiento de las institu­
ciones estatales, y lo que estos dejan para futuros constructores de Estado.
Este no es el primer proyecto de construcción de Estado en la historia del
Ecuador, y a grandes rasgos aparece vagamente similar a proyectos pasados. Por
propósitos comparativos y de contextualización podemos dividir la historia ecua­
toriana de experimentos de construcción estatal en cinco períodos. El primero es el
proyecto conservador de construcción de Estado liderado por el presidente Gabriel
García Moreno, quien, como presidente, sirvió dos períodos no consecutivos entre
1861 y 1875. El segundo, y parcialmente como reacción a las reformas de García
Moreno, fue el proyecto liberal liderado por Eloy Alfaro que buscó fortalecer las
instituciones estatales durante su presidencia. Al igual que García Moreno, Alfaro
sirvió dos períodos no consecutivos entre 1895 y 1911. La tercera experiencia de
construcción de Estado digna de notarse ocurrió bajo una sucesión de gobiernos
militares entre 1963 y 1979. Luego del retorno al gobierno civil, en 1979, podemos
identificar un cuarto esfuerzo de construcción estatal asociado con las reformas de
la era neoliberal. La presidencia de Rafael Correa representó el quinto y más recien­
te episodio de construcción institucional, explorado en el presente capítulo. Estos
períodos de construcción estatal comparten una característica común: todos ellos
terminaron en crisis políticas y económicas, pero, vistos desde una perspectiva de
largo plazo, dejaron tras de sí residuos institucionales importantes que sirvieron
como bases para la construcción de proyectos estatales posteriores. Por propósitos
expositivos, dejaré de lado muchos detalles de esos proyectos de construcción de
Estado para enfocarme en las coaliciones que las apoyaron y en los legados de largo
plazo que dejaron.
Luego del caos de las primeras décadas de independencia, Gabriel García
Moreno buscó construir instituciones políticas clave que pudiesen mantener junta a
una sociedad dividida geográfica, étnica y económicamente. Ideológicamente Gar­
cía Moreno se apoyó en una identidad cultural única que mantuviera a toda la élite
ecuatoriana unida: el catolicismo. García Moreno, hijo de una prominente familia
guayaquileña, también se movía con facilidad entre los terratenientes serranos (su
matrimonio lo emparentó con la poderosa familia Ascásubi). Esta alianza formó la
base de una coalición conservadora de la élite que fusionaba los intereses de pode­
rosas familias serranas y costeñas con aquellos de la Iglesia católica (en particular

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con los jesuitas) alrededor de la meta de una modernización conservadora del Esta­
do (Henderson 2008). Bajo García Moreno, la educación básica fue establecida en
muchas áreas rurales del país por primera vez y fue confiada a la Iglesia católica.
El servicio postal fue modernizado y el correo entre Quito y Guayaquil se volvió
un servicio confiable. En parte esto fue posible por la herencia más duradera de
García Moreno, la expansión de la red de caminos del Ecuador para conectar partes
alejadas del país con la capital. Aun cuando no todos los caminos fueron completa­
dos durante su presidencia, él inició proyectos de construcción mayores vinculando
Quito con Guayaquil (vía Riobamba), Ibarra, Yaruquí, Píntag, Santo Domingo y
Bahía de Caráquez (Lara 2012). Al momento de su asesinato en 1875, las raíces
del moderno Estado ecuatoriano se habían afirmado. Aun cuando muchas de sus
reformas educativas (en particular su fuerte énfasis católico) serían revertidas por
líderes posteriores, las instituciones básicas de educación y comunicación como
tareas estatales permanecieron.
El período inmediato al asesinato de García Moreno estuvo marcado por la
inestabilidad política, fueron frecuentes los golpes de Estado y las sublevaciones,
pero también por la emergencia del primer gran auge de materias primas del Ecua­
dor. Comenzando en los años noventa del siglo XIX, tanto la producción como los
precios del cacao empezaron a aumentar notablemente en respuesta a la creciente
demanda popular por chocolate en Estados Unidos y Europa. Un pequeño grupo de
familias de (o cerca de) Guayaquil dominaba la producción y comercialización del
cacao, la riqueza producida rápidamente estimuló la prosperidad del sector bancario
guayaquileño, transformando a la Costa en el motor económico dominante (Quin­
tero y Silva 2001).
Eloy Alfaro había sido un prominente opositor de García Moreno y fue ca­
tapultado al poder cabalgando sobre el auge cacaotero. Durante los dos períodos
de Alfaro como presidente, el gasto gubernamental creció dramáticamente, conti­
nuando y expandiendo el incremento en infraestructura que empezó durante Gar­
cía Moreno. Además de los proyectos de construcción de caminos empezados por
gobiernos previos, Alfaro logró completar el ferrocarril Quito-Guayaquil, el primer
vínculo comercial confiable entre la capital (Quito) y el principal puerto del país
(Guayaquil). Alfaro, un liberal comprometido, impulsó reformas de construcción
de Estado opuestas a las apoyadas por García Moreno. Destaca la Ley de manos
muertas de 1908 que nacionalizó de facto las tierras de la Iglesia. También cons­
truyó el Partido Liberal que gobernó Ecuador de una u otra forma de manera casi
ininterrumpida hasta 1952.
Si bien las reformas de Alfaro marcaron una transformación del Estado ecua­
toriano, él fue tal vez más afortunado que García Moreno en tanto que el fin del
auge cacaotero en los años veinte fue rápidamente seguido por otro auge de mate­
rias primas. Esta vez fue el banano y, una vez más, los mercados primarios fueron
Estados Unidos y Europa. Concentrado a lo largo de la costa central y del sur, el

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auge bananero reforzó los vínculos del Estado ecuatoriano con las élites costeñas.
Sin embargo, dada la abundancia de recursos que proveyó al tesoro nacional, el
dominio de las élites costeñas no amenazó a los terratenientes tradicionales serra­
nos. De hecho, puede argumentarse que los recursos fiscales generados por el auge
bananero ayudaron a reflotar al decadente sistema de hacienda de la Sierra por al­
gunas décadas porque el Estado (bajo la tutela de los intereses costeños) tuvo poco
interés en cobrar impuestos a los grandes terratenientes, o desafiar su control sobre
las inmensas propiedades. De manera similar a la reciente bonanza petrolera, el
banano también compró para Ecuador un período de estabilidad democrática entre
1948 y 1960, durante el cual tres presidentes democráticamente electos completaron
sus ciclos. Decidor de la estabilidad de esta temporada fue el hecho de que el cinco
veces presidente, José María Velasco Ibarra, completara por primera y única vez el
período para el que fue elegido (1952-1960). El fin del auge del banano al inicio de
1960 (junto con el aumento de las amenazas de la Guerra Fría) marcaron el fin del
período de estabilidad democrática, y también el fin apresurado de una más de las
presidencias de Velasco Ibarra en 1961.
El fin de la presidencia de Velasco Ibarra dio paso a una fase de caos político
bajo gobiernos tanto militares como civiles hasta que definitivamente los militares
tomaron el poder en 1972, bajo el liderazgo del general Guillermo Rodríguez Lara.
El régimen militar tuvo una estrategia relativamente clara de modernización y cons­
trucción de Estado que comprendió grandes inversiones en infraestructura y una
profundización del proceso de sustitución de importaciones. Al igual que en años
recientes, estas ambiciosas metas estatales fueron financiadas con crecientes rentas
petroleras.
Según Conaghan (1988), el Plan Integral de Rodríguez Lara (el plan de de­
sarrollo económico de largo plazo del régimen militar) fue “nacionalista, mode­
radamente redistributivo, y modernizante” (81). En relación con su dinámica de
coalición, el régimen militar hizo a un lado, reprimió o cooptó a los movimientos de
los sectores populares a fin de formar una fuerte alianza con élites económicas “mo­
dernizantes” y “nacionalistas”. Como resultado, las propuestas de reforma agraria
avanzaron lentamente, si es que lo hicieron. Mientras que la agenda económica de
los militares benefició a industriales “modernizadores” sobre otras élites más tradi­
cionales (en su mayoría rurales), la disponibilidad de recursos debido a la bonanza
petrolera permitió salvar las diferencias entre élites en competencia (91).
Si bien los militares fueron de alguna manera exitosos en consolidar al Estado
como un contrapeso al poder de las élites terratenientes tanto de la Sierra como
de la Costa, el gobierno militar y el nacionalismo económico crearon sus propios
problemas de largo plazo. Según Hidrobo (1992), “en el contexto de expansión
de recursos, el Estado ecuatoriano fue capaz de definir la política industrial, pero
sus opciones más atractivas estuvieron limitadas por las preferencias políticas de
los sectores industriales” (3). No debería sorprender, entonces, que cuando el auge

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petrolero se convirtió en crisis hacia finales de los años setenta, la habilidad de los
militares para mediar las demandas de las facciones de élite en competencia (así
como las de una clase media crecientemente importante) declinó. Tanto Conaghan
como Hidrobo han documentado cómo las élites fueron capaces de jugar con el
sistema de industrialización por sustitución de importaciones tomando ventaja de
las posibilidades ofrecidas por la política monetaria, fuga de capitales y muchas
otras oportunidades para apropiarse de rentas, lo que demuestra la debilidad de las
instituciones estatales creadas para implementar la agenda de política económica de
los militares.
Cuando los precios internacionales del petróleo empezaron su caída en picada
a fines de los años setenta, la agenda de construcción de Estado de los militares que­
dó comprometida. Dado el amplio malestar económico que azotó a América Latina
durante la siguiente “década perdida”, una nueva agenda de construcción de Estado
se hizo necesaria. A través de la región esta necesidad tomó la forma del Estado
neoliberal, un esfuerzo concertado para reducir el papel económico del Estado al
mínimo mientras se permitía que las fuerzas del mercado tuvieran un mayor papel
en asignar recursos a través de la sociedad. En Ecuador, el proyecto neoliberal fue
asumido en fragmentos y episodios durante los años ochenta (Hey y Klak 1999)
y fue implementado en su totalidad durante la presidencia de Sixto Durán Ballén
(1992-1996). Durán Ballén creó el Consejo Nacional de Modernización del Estado
(CONAM) y le otorgó autoridad para rediseñar radicalmente (o eliminar) institu­
ciones estatales a fin de completar la transición de Ecuador hacia una economía
basada en el mercado. En la práctica, estos cambios resultaron en la desarticulación
de muchas instituciones políticas existentes sin que se crearan nuevas instituciones
efectivas, poniendo así las condiciones para las repetidas crisis económicas y polí­
ticas de la segunda mitad de los noventa (Andrade 2009).
El examen del esporádico proceso de reforma neoliberal durante los ochenta
y noventa expone la fragilidad de la coalición que apoyaba el proceso de reforma.
Como ha demostrado Schamis (1999) para los casos de Argentina, Chile y México
la coalición política neoliberal está mayormente definida por los potenciales gana­
dores, en el corto plazo, de tales reformas: el sector financiero, los exportadores,
las compañías multinacionales y los tecnócratas liberales. Si bien se trata de acto­
res poderosos, no logran formar una coalición numéricamente grande, por tanto, el
proceso de reforma se vuelve difícil dentro de los confines de un sistema político
democrático. Como han argumentado Hey y Klak (1999), en Ecuador cuatro presi­
dentes consecutivos intentaron avanzar partes de la agenda neoliberal y todos ellos
fueron forzados a volver atrás, en parte debido a la oposición política masiva a la
reforma. Yashar (2005) y Silva (2009) han llevado este argumento aún más lejos
mostrando que la reforma económica neoliberal bajo un régimen democrático de
hecho sirvió para crear y fortalecer la oposición organizada a la profundización del
neoliberalismo.

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El colapso del proyecto neoliberal en Ecuador estuvo marcado por la profunda


crisis financiera de fines de los noventa (causada en gran medida por una laxa vigi­
lancia regulatoria del sistema financiero) que culminó en hiperinflación y el even­
tual abandono de la moneda nacional (el sucre) a favor del dólar estadounidense en
el año 2000. No es mera coincidencia que este período de grave crisis económica y
política ocurriese junto con un desplome de los términos de intercambio del Ecua­
dor, provocado por el colapso de los precios del petróleo a fines de los noventa. La
crisis del neoliberalismo llevó no al fortalecimiento de las instituciones estatales
para confrontar un período de caos económico y político, sino a la total externaliza­
ción de la política monetaria.
Dentro del contexto descrito, el proyecto de construcción estatal de Correa no
luce inusual o sin precedentes, sino como la extensión de una larga trayectoria his­
tórica. Habiendo llegado al poder a caballo de la crisis del neoliberalismo, Correa
prometió un papel más activo del Estado en la protección de los intereses económi­
cos de los pobres y la clase media. También llegó al poder en un momento de rápido
crecimiento de los precios del petróleo, lo que significó que él (al igual que otros
líderes de tiempos de auge anteriores) dispondría de los recursos para impulsar su
nuevo proyecto de construcción de Estado.

Construcción de Estado bajo Correa: logros y fallos

Cuando se compara con períodos previos de esfuerzos de construcción de


Estado alimentados por auges de mercancías, la era de Correa calza en un patrón
general de fortalecimiento de capacidad estatal de una forma que no erosiona fun­
damentalmente el poder de las élites existentes. El Estado en Ecuador gradualmente
se ha vuelto más inclusivo, incorporando grupos previamente marginalizados en el
sistema político sin que cambien fundamentalmente las reglas básicas bajo las cua­
les el sistema opera. De muchas maneras, la construcción de Estado en Ecuador ha
procedido de manera similar a lo que Slater (2010) describe para el sureste asiático:
“El mundo poscolonial está lleno de gobiernos que se parecen a la peor pesadilla
de Madison: no tienen las capacidades para controlar la sociedad, ni tampoco están
obligados a controlarse a sí mismos... La democratización ha avanzado mucho más
que la construcción de Estado en el mundo poscolonial”. Este es el problema polí­
tico y organizacional identificado por Huntington (1968) hace 50 años –que la par­
ticipación política (y la inclusión de grupos previamente excluidos) ha sobrepasado
la habilidad de las instituciones políticas para canalizar la participación de manera
efectiva y ordenada.
En un trabajo anterior (Bowen 2015), he descrito algunos de los logros y fa­
llas del intento de Correa por construir o fortalecer las instituciones estatales en
Ecuador. Si bien Correa fue ampliamente efectivo en crear un conjunto de nuevas
instituciones estatales, es bastante más incierto el saber qué impacto práctico estas

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instituciones han tenido. A pesar de los intentos de Correa por “des corporatizar”
las instituciones estatales, la revuelta de la policía de 2010 y las demostraciones
masivas de 2014 y 2015 crean serias dudas acerca del grado en el cual la partici­
pación política fue canalizada a través de las instituciones estatales. Correa tuvo
éxito en debilitar o destruir los partidos políticos existentes, pero falló (a pesar de
sus esfuerzos tempranos) en convertir a Alianza PAIS en un partido político insti­
tucionalizado. El constante cambio de liderazgo en ministerios clave y la creación
de nuevos “superministerios” sugieren una falta de institucionalización incluso al
interior del Ejecutivo. El Poder Judicial, que ya era débil y politizado, mostró pocos
signos de mejoría.
El área donde Correa tuvo un impacto durable y significativo de construcción
de Estado fue la construcción de infraestructura. Desde que asumió el gobierno, Co­
rrea lideró un conjunto de iniciativas que fortalecieron (al menos potencialmente)
la capacidad del Estado ecuatoriano y avanzaron metas de desarrollo económico.
Destacan entre esas iniciativas la infraestructura para el transporte. Al igual que go­
biernos anteriores con ambiciones de construcción de Estado, Correa invirtió fuer­
temente en caminos, puertos y aeropuertos. Si bien es cierto que hubo clientelismo
y corrupción en la distribución de contratos, los resultados en infraestructura son
impresionantes a pesar de todo. Un proyecto masivo de construcción de carreteras
conectó la mayor parte del país con caminos pavimentados y autopistas. Tanto Qui­
to como Guayaquil tienen ahora nuevos y mejores aeropuertos con capacidad para
ayudar a Ecuador a mejorar su competitividad exportadora (especialmente en Quito,
que carece de un fácil acceso al mar). Otras grandes inversiones en infraestructura
se realizaron en el sector energético, particularmente en energía hidroeléctrica. Pro­
yectos, como la represa hidroeléctrica Coca Codo Sinclair prometen generar energía
barata y abundante por décadas. Si bien hay importantes controversias alrededor
de las implicaciones ambientales y financieras de este tipo de proyectos masivos
de infraestructura, no hay duda de que pueden hacer grandes contribuciones tanto
a la capacidad estatal como al desarrollo económico mucho después que finalizó el
gobierno de Correa.
Sin embargo, estos logros han tenido un alto costo político y social. Apar­
te de la represión episódica de varios movimientos sociales y organizaciones de
la sociedad civil (Becker 2013), Correa sistemáticamente construyó instituciones
legales para restringir, vigilar y suprimir universidades, medios de comunicación,
y ONG. La Ley Orgánica de Comunicación (LOC), adoptada en 2013, creó dos
nuevas agencias para vigilar a los medios de comunicación y castigar aquello que el
gobierno calificaba como conducta abusiva en los medios impresos y de televisión.
El gobierno usó ampliamente leyes antilibelo y reglamentos contra la incitación a
la “agitación social” para silenciar voces opositoras. El Sistema Unificado de Infor­
mación de la Organizaciones Sociales (SUIOS), creado por decreto en 2013, estuvo
oficialmente encargado de permitir al Estado que identifique organizaciones de la

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sociedad civil para colaborar en proyectos de interés mutuo. En la práctica sirvió


para enterrar a las ONG bajo pilas de formularios y regulaciones y expandir la
habilidad del gobierno para monitorear e intervenir en las actividades de las ONG.
La Ley Orgánica de Educación Superior, adoptada en 2010, puso el control de su
financiamiento bajo el control de oficiales designados por Correa, quienes además
poseían el poder de designar y remover a funcionarios universitarios de alto nivel
(Conaghan 2015).
En el nivel institucional, muchos de los logros de construcción estatal del pe­
ríodo de Correa de hecho tuvieron su origen en reformas anteriores. La más obvia
es el sistema de impuestos, que fue dramáticamente reformado a finales de los años
noventa, en parte para enfrentar las realidades de una economía recientemente dola­
rizada. La agencia de impuestos del Ecuador, el Servicio de Rentas Internas (SRI),
atravesó un proceso de modernización y actualización tecnológica desde finales
de los noventa que llevó al incremento de los ingresos públicos incluso antes que
recientes incrementos en los impuestos aumentaran y crearan nuevas tasas imposi­
tivas y fuentes de financiamiento (Carrasco 2013).
Bajo Correa, el Estado ecuatoriano experimentó una marcada mejoría en una
capacidad estatal clave: la capacidad para cobrar impuestos de los ricos, una tarea
especialmente difícil (Fairfield 2015; Schneider 2012). Mientras que la carga tri­
butaria total se incrementó al 13,9% del PIB bajo Correa,3 un conjunto de impues­
tos específicamente dirigidos a los ciudadanos más ricos y a los negocios fueron
adoptados. Nuevos ingresos fiscales fueron generados por impuestos a la salida de
divisas, a las ganancias extraordinarias y a las propiedades rurales de más de 25
hectáreas (Weisbrot, Johnston y Lefebvre 2013, 14).
Sin embargo, la capacidad institucional para generar financiamiento adicio­
nal habría alcanzado sus límites políticos hacia el final del gobierno de Correa.
En 2015, el gobierno presentó un conjunto de reformas impositivas diseñadas para
generar nuevas fuentes de financiamiento, en particular desde la clase alta y me­
dia. Correa propuso recalcular los valores de la propiedad inmueble (cuando las
propiedades fuesen vendidas) a fin de recuperar para el Estado los beneficios de la
inversión pública en caminos, provisión de agua y otra infraestructura que eleva
el valor de las propiedades vecinas. Otros impuestos propuestos habrían elevado a
más del doble la tasa impositiva sobre herencias (del 35 al 77,5%) y disminuido el
monto de dólares exentos de impuestos (de $860.000 a $566.000). Estas propuestas
se encontraron con vehementes protestas entre los ecuatorianos de clase media y
alta. Confrontado con tales protestas de la élite, Correa gradualmente diluyó sus

3. Como lo señalé anteriormente, la recaudación de impuestos había mejorado antes de que Correa
asumiera el gobierno, así que es difícil afirmar con precisión cuánto de esta mejoría en recaudación
se debe a las reformas específicas desde que Correa tomó el poder en 2007.

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propuestas bajando las tasas de impuestos (a 47,5%) y exceptuando a los negocios


existentes de nuevos impuestos a la propiedad (Ospina 2015).
Desde los primeros días de la administración de Correa (en 2007), el presiden­
te promovió una agenda muy explícita de construcción de instituciones económicas
estatales luego de una década de reformas económicas neoliberales e inestabilidad
política. Con relación a la regulación económica, el gobierno de Correa hizo nume­
rosos intentos por construir y fortalecer instituciones que guiaran, incentivaran y
regularan varias actividades económicas, pero los resultados de estas reformas son
bastante ambiguos. De acuerdo con Pabel Muñoz, antiguo director de la SENPLA­
DES (el ministerio de planificación y desarrollo) la estrategia económica de largo
plazo de la administración de Correa tuvo que moverse progresivamente desde el
modelo económico neoliberal heredado, hacia construir nuevas instituciones (o for­
talecer las existentes como la misma SENPLADES) que pudiesen planear y guiar el
desarrollo económico, abrir estas nuevas instituciones a formas más democráticas
de control y, finalmente, usar estas nuevas y más democráticas instituciones para
transformar la totalidad de la estructura de la economía ecuatoriana desde su base
en la extracción de recursos naturales hacia otra basada en la industrialización, la
energía renovable, la agricultura sustentable, la biotecnología, la química y farma­
céutica, y el ecoturismo (entrevista, 8 de marzo de 2015).
Esta planificación sistemática para el crecimiento económico sostenible fue
expresada en dos planes consecutivos (Plan Nacional del Buen Vivir) que abar­
caban los años 2009 a 2013 y 2013 a 2017. Los planes establecieron los sectores
identificados como “prioritarios” que recibirían un conjunto de beneficios incluidos
las tarifas de protección, acceso a financiamiento de bajo costo y asistencia guber­
namental para la exportación. SENPLADES también tuvo a cargo la coordinación
entre varias instituciones estatales con un papel en el desarrollo económico (por
ejemplo, el Ministerio de Finanzas, el Banco Nacional de Desarrollo, el Ministerio
de Política Económica, etc.)
Dadas las metas de los dos planes y la función coordinadora de la SENPLA­
DES, podemos empezar a evaluar la capacidad de esta nueva institución estatal
por los resultados que ha producido. A pesar de las grandes inversiones que se hi­
cieron, el rendimiento ha sido modesto y, en algunos casos, aún contraproducente.
Aún más, parecería que diferentes coaliciones de élites económicas compitieron
por reorientar la política económica del Ecuador de forma que se ajustara mejor a
sus intereses particulares, con la consecuente inconsistencia política e inestabilidad
en los niveles altos de muchas instituciones clave del Estado. Como ha argumen­
tado Andrade (2015), hay pocos peldaños para la carrera administrativa dentro de
SENPLADES (y en general en la burocracia estatal) lo que significa que, para el
avance en su carrera, los burócratas se encuentran forzados a saltar a otras partes
de la burocracia estatal, debilitando la capacidad profesional de todas las institucio­
nes estatales. Aún más, luego de la ratificación de la nueva Constitución en 2009,

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muchas instituciones nuevas esperaron más de cuatro años para ser adecuadamente
dotadas de personal, incluidos los cargos de procurador del Estado, la Contraloría
General, la Defensoría del Pueblo y varias instituciones dentro del poder judicial
(Pachano 2013).
A pesar de que fueron priorizados los sectores industriales modernos y de
servicios, los sectores que se beneficiaron más durante la presidencia de Correa fue­
ron los tradicionales. Las importaciones crecieron dada la moneda fuerte y estable,
excepto cuando el gobierno explícitamente actuó para reducir las importaciones a
fin de proteger su balanza de pagos (como lo hizo en 2009 y 2013). El sector de la
construcción también tuvo un crecimiento mayor, vinculado a la inversión pública
masiva en proyectos de infraestructura y la canalización de crédito subsidiado para
vivienda. Como parte de la agenda económica temprana de Correa se concentró en
grandes proyectos de infraestructura, el período inicial del auge de la construcción
no debería sorprender ni considerarse desde la perspectiva de la construcción de
instituciones estatales capaces. La captura de los fondos de pensiones estatales, en
parte para continuar el financiamiento de créditos de vivienda, demuestra cuán de­
pendiente se volvió el gobierno del sector de la construcción y cuán poco cambio
SENPLADES fue capaz de generar.
Más preocupante que el auge de la construcción es la incapacidad de la SEN­
PLADES (y de la burocracia económica del Ecuador en general) para mover al
Ecuador lejos de una economía dependiente de las materias primas. De hecho, un
rápido vistazo a las principales exportaciones ecuatorianas durante la administra­
ción de Correa demuestra una creciente dependencia de las exportaciones de mate­
rias primas tradicionales. En 2014 las exportaciones principales del Ecuador fueron,
en orden, petróleo, banano, flores, camarón, cacao, café, madera y pescado (CIA
World Factbook). SENPLADES misma admitía que no había tenido éxito en diver­
sificar e industrializar la economía ecuatoriana, aun cuando se habían diversificado
significativamente sus mercados de exportación (Andrade 2015). De acuerdo con
datos del gobierno ecuatoriano, la estructura general de la economía había cambia­
do muy poco. Al tiempo que las exportaciones de materias primas continúan do­
minando, los mayores grupos económicos del país siguen dominando la economía
y se volvieron más grandes (Martín Mayoral 2013). Adicionalmente, en lugar de
expandirse a las áreas que el gobierno identificó como prioritarias, esos negocios
permanecieron enfocados en los sectores de comercio, banca y bienes raíces. Como
resultado de estas tendencias, las ventas totales de las 400 compañías más grandes
del Ecuador subieron del 50% del PIB en 2004 a 58% en 2014 (Ospina 2015).
Debido a los excesos financieros que llevaron al colapso de la economía ecua­
toriana (y la pérdida de soberanía monetaria) en 1999, la regulación bancaria ha
sido otra área en la que el gobierno de Correa ha intentado (re)construir capacidad
estatal para aprovechar el sector financiero y avanzar en las prioridades de desarro­
llo del gobierno. El gobierno ha demostrado claramente la capacidad (y la voluntad)

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para dirigir el sector financiero, como lo evidencian los mayores requisitos de capi­
tal y las restricciones a las tasas de interés (Bowen 2015).
En contraste con el récord ambiguo de las instituciones económicas, las insti­
tuciones políticas del Estado ecuatoriano se han vuelto más centralizadas y autori­
tarias, pero existe poca evidencia de que se fortalecieron o volvieron más efectivas
bajo el liderazgo de Correa. Con el objetivo de “des corporatizar” las instituciones
estatales, Correa fue bastante efectivo en usar tácticas legales (y a veces extralega­
les) para desorganizar y debilitar a poderosas organizaciones de la sociedad civil, en
particular aquellas que representan a los pueblos indígenas, grupos ambientalistas y
los medios de comunicación.
Los logros y fracasos de la agenda de construcción de Estado de Correa se
derivan en gran medida de la naturaleza de la coalición que lo apoyó y de la dispo­
nibilidad de rentas para mantener una coalición relativamente grande. Por razones
ideológicas, los primeros pilares de la coalición de Correa fueron los ciudadanos
de clase media y baja, pero Correa no fue universalmente hostil a la comunidad de
negocios ecuatoriana, a pesar de su retórica agresiva. Dentro de este grupo de élite,
Correa intentó dejar de lado a los grandes beneficiarios de la era neoliberal (esto es,
el sector financiero y los grandes agroexportadores), al tiempo que apoyaba a los in­
dustriales y empresas orientados hacia el mercado doméstico, los cuales proveyeron
el impulso inicial al Estado para desarrollar la infraestructura del país.
Aun cuando algunos académicos han descrito a los gobiernos de “la nueva
izquierda latinoamericana”, como el de Correa, como directamente hostiles con los
empresarios (Weyland 2010), la realidad es mucho más matizada. Algunas partes
de la comunidad empresarial han sido importantes en la coalición de gobierno, sin
embargo, Correa incorporó cuidadosamente a líderes empresariales de forma indi­
vidual en lugar de trabajar a través de las redes institucionales existentes, tales como
las ubicuas cámaras (máximas asociaciones de empresarios). El presidente atacó a
ciertas élites empresariales por su supuesta conducta criminal (el caso de los her­
manos Isaías, líderes de un grupo financiero poderoso) o por su ambición política
(en el caso del magnate y cuatro veces candidato presidencial Álvaro Noboa). Sin
embargo, el gobierno de Correa trabajó selectivamente con líderes empresariales de
forma ad hoc con el fin de promover intereses de negocios locales sin empoderar
directamente a élites económicas específicas (Wolff 2014).
Con el fin de atraer el apoyo de los votantes de clase baja, Correa prometió
(y entregó) un conjunto de subsidios y programas de transferencia de dinero que
proveyeron beneficios directos a millones de familias de bajos ingresos. Estos pro­
gramas se dirigieron a varios tipos de electores desde padres de familia de niños en
edad escolar, personas con discapacidades y adultos mayores (a través del Bono de
Desarrollo Humano, por ejemplo) hasta subsidios para la adquisición de viviendas
de interés social, electricidad y transporte. El apoyo de la clase media se derivó
principalmente de la expansión del empleo en el sector público y el auge de las

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importaciones que acompañaron a un dólar fuerte y flujos sustantivos de rentas pe­


troleras. La industria doméstica fue promovida mediante políticas de sustitución de
importaciones. Los sectores empresariales vinculados a la provisión para el Estado
–compras públicas– (particularmente en la construcción) florecieron a lo largo de la
presidencia de Correa.
¿Qué mantuvo junta a esta coalición? Como he señalado anteriormente, se
trató de una coalición manejable durante el período de auge económico. De hecho,
incluso el sector financiero fue altamente rentable, aun cuando estuvo políticamente
marginalizado. Sin embargo, el apoyo de cada uno de esos sectores (que de ninguna
manera son homogéneos internamente) fue comprado con recursos públicos antes
que con política pública. A medida que las tensiones entre las rentas declinantes, el
fortalecimiento del dólar y la falta de política monetaria (que perjudica a las expor­
taciones y afecta a la balanza comercial del país), y una coalición política costosa se
volvieron más rígidas, la administración de Correa tuvo que confrontar elecciones
difíciles.
La institución clave que hizo posible muchas de las reformas generadoras de
capacidad en áreas tales como la administración de impuestos y la regulación finan­
ciera es, sin embargo, la única institución que el Estado ecuatoriano y su liderazgo
no controlan: el dólar. La exteriorización de la política monetaria trajo estabilidad a
un país azotado por crisis inflacionarias repetidas. La necesidad de generar ingresos
para sostener la dolarización forzó a líderes gubernamentales –incluido quien la
adoptó, Jamil Mahuad (1998-2000)– a mejorar la independencia y eficiencia de las
autoridades de impuestos y a restringir la libertad del sector financiero. A medida
que el dólar se fortalece y los precios de las mercancías caen, la falta de una política
monetaria independiente es la espada de Damocles que pende sobre los cuellos de
los líderes ecuatorianos.

CONCLUSIÓN

Este capítulo es un ejercicio tanto retrospectivo como prospectivo. Necesi­


tamos establecer una línea base del desempeño institucional para el Estado que
Correa heredó. Debemos, por tanto, preguntar cómo (o si) Correa buscó fortalecer
las instituciones estatales y con qué consecuencias. Finalmente, podemos mirar ha­
cia adelante y proponer algunas expectativas teóricas y empíricas acerca de cómo
importantes instituciones estatales funcionarán cuando el sucesor de Correa tenga
que lidiar con el fin del súper ciclo de las mercancías.
A lo largo de la historia del Ecuador, las crisis económicas, usualmente en
forma de desplomes de materias primas, se han traducido casi directamente en crisis
políticas. Pero bien podría no ser el caso. Estados fuertes pueden capear las tor­
mentas económicas sin los espasmos de inestabilidad que han plagado al Ecuador y

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otros países en desarrollo dependientes de los recursos. En esta conclusión resalto


los logros en construcción de Estado que podrían sobrevivir a pesar de los fallos
políticos coyunturales y los contratiempos económicos que probablemente vendrán
con la caída de los precios de las mercancías.
La evidencia del intento del gobierno de Correa por construir y fortalecer
las instituciones estatales es instructiva cuando se ve a través de los lentes de los
intentos de construcción estatal históricos. Tal comparación nos permite llegar a
unas breves conclusiones finales. Primera, en economías pequeñas, dependientes
de materias primas, los proyectos de construcción estatal serán probablemente más
tenues que en economías más grandes, más diversificadas e industrializadas. Esto
no significa que esos proyectos sean irrelevantes, sino que la construcción estatal
probablemente continuará en un patrón de “dos pasos hacia adelante, uno hacia
atrás”. Los caminos, plantas hidroeléctricas y capacidad institucional para cobrar
impuestos y regular a importantes sectores de la economía probablemente sobrevi­
virán. Estos serán los bloques para futuras rondas de construcción estatal.
Adicionalmente, es probable que haya legados institucionales menos dura­
deros y positivos. Las instituciones de vigilancia social y control probablemente
resultarán útiles para futuros gobernantes y será difícil desmantelarlas. Como ha
argumentado persuasivamente Conaghan (2015), “la ola regulatoria... no debe
despreciarse simplemente como el capricho de un gobierno de turno en particular.
Arraigadas en leyes y prácticas burocráticas, estas reformas tienen el potencial de
dar forma al enfoque regulador del Estado e impactar el desarrollo social por años”
(23). Así, las ONG, universidades y los medios de comunicación probablemente
se encontrarán en un ambiente políticamente restrictivo bajo el sucesor de Correa.
La importancia de estas instituciones represivas ha sido más notable dada la
incapacidad (o falta de voluntad) de Correa y sus aliados por construir un partido
político efectivo. Si bien los primeros signos fueron prometedores, tales como la
realización de elecciones primarias para las elecciones para la Asamblea Nacional
en 2009, ahora ellos parecen la excepción antes que la regla. Dado el estilo tecno­
crático de gobierno, la falta de partidos políticos significativos probablemente crea­
rá incentivos de largo plazo para usar instituciones represivas antes que represen­
tativas para avanzar las agendas económicas, sociales y políticas de los gobiernos.
De la Torre (2013) nota en su comparación de Correa con otros líderes de “la nueva
izquierda” que, “a diferencia de Evo Morales, su casi contemporáneo en Bolivia,
Correa carece de profundas raíces en la sociedad civil y los movimientos sociales
[...] a diferencia de Hugo Chávez, Correa no ha creado instituciones participativas a
nivel local [...] Como resultado, la lealtad a su ‘Revolución Ciudadana’ bien podría
ser efímera” (44-5).
Finalmente, bajo la tenue agenda de construcción de Estado de Correa estu­
vo la posición, relativamente única, de Ecuador como una economía dolarizada.
Históricamente, el mantener una moneda nacional estable ha sido central para los

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esfuerzos de construcción estatal en Latinoamérica y el resto del mundo. La dola­


rización es un sustituto barato (y probablemente poco efectivo) para reformas de
construcción de Estado de largo plazo que habilitarían al Ecuador para manejar una
de las tareas más esenciales del Estado moderno: la política monetaria. Aun cuando
el Ecuador disfrutó de un momento de soberanía durante la primera década del
siglo XXI, la falta de reservas internacionales y el desplome de ingresos estatales
probablemente significan que el proyecto de construcción estatal de Correa termi­
nará en una crisis parecida a los esfuerzos de construcción de Estado del pasado
ecuatoriano. Sin embargo, podría también haber legado logros institucionales (tanto
positivos como negativos) sobre los cuales futuros gobiernos puedan construir.

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7. Pluriversalizar la sociedad
para descolonizar el Estado en Bolivia

Cristina Rojas

INTRODUCCIÓN

Las movilizaciones indígenas de finales del siglo XX en América Latina y es­


pecialmente en Ecuador y Bolivia transformaron la política y el Estado colonial. A
lo largo del siglo XX los movimientos sociales buscaron extender los beneficios so­
cioeconómicos a la población y ampliar la democracia mediante la mayor participa­
ción ciudadana en distintas instancias de decisión del Estado. La política moderna,
como la definió Harold Lasswell (1936), consiste en la negociación con el Estado
sobre “quien obtiene qué parte, cuándo y cómo la obtiene”. Pero fue el Estado quien
gozó de la capacidad de identificar las partes a beneficiarse, los bienes a distribuir y
las reglas que gobiernan el quién, cómo y cuánto. En el caso de Bolivia el Estado re­
publicano representó a una élite criolla, compuesta principalmente de terratenientes
que adoptaron los estándares de la civilización europea como patrón universal. El
deseo civilizador moderno estableció una “división de lo visible” (Rancière 1999,
28-9),1 entre otros, en torno a una ciudadanía blanca, propietaria, ilustrada, racional
y masculina. Los proyectos de vida de las poblaciones indígenas y afrodescendien­
tes no formaron parte de este orden de visibilidad. El Estado, como se verá más
adelante, tuvo que confrontar la resistencia indígena a este proyecto civilizatorio,
tal como sucedió durante la exvinculación en el siglo XIX y la reforma agraria de
la mitad del siglo XX. Para estas poblaciones, la ciudadanía, como explica la so­
cióloga Aymara Silvia Rivera Cusicanqui (1990), se condicionó a que abandonaran
sus formas de existir y asimilaran formas liberales y occidentales de civilización:

El espíritu liberal de las leyes republicanas –desde la ley de exvinculación hasta la Re­
forma Agraria– ha sido puesto al servicio de una lógica de reproducción en la cual no
es posible, ni admisible, el respeto por la “otredad” cultural andina, y donde la misma

1. Rancière se refiere a la división de lo perceptible como el orden que define cuándo ciertas activida­
des son visibles y otras invisibles; cuando un discurso es comprendido como discurso y otro como
ruido.

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“libertad”, la “igualdad” y otros derechos civiles son escamoteados en tanto los indios
no concluyan su aprendizaje de la lógica dominante y por lo tanto el proceso de su
propia auto-negación.

Argumento en este trabajo que el movimiento indígena que se inició en 1990


en Bolivia interrumpió el orden civilizatorio de la modernidad y negoció desde
sus formas de existencia el continuar tejiendo su propia historia (Segato 2011). El
preámbulo de la Constitución de Bolivia que se ratificó en el 2009 resume este
rompimiento al afirmar que los bolivianos dejaron “en el pasado el Estado colonial,
republicano y neoliberal”. Al mismo tiempo invitó a asumir “el reto histórico de
construir colectivamente el Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Co­
munitario” confirmando el llamado a construir desde la sociedad un Estado que
posibilite la convivencia entre los mundos indígenas y occidentales.
Este capítulo muestra que históricamente, la división de lo visible entre la na­
turaleza universal y la humanidad diferenciada culturalmente (De la Cadena 2015b)
posibilitó que los proyectos de vida de las poblaciones indígenas no formaran parte
del orden civilizatorio moderno. La universalidad cultural, que en los siglos XV y
XVI se asoció con el cristianismo, no dejó lugar para las manifestaciones de vida ni
participación política de las poblaciones indígenas.2 La división en culturas facilitó
la universalización de la modernidad como única alternativa posible y asignó al
Estado colonial el poder de administrar estas poblaciones. Al clasificar jerárquica­
mente en diferencias culturales, las poblaciones indígenas fueron dejadas con tres
opciones: la asimilación, el aislamiento o la desaparición. El discurso de diversidad
cultural justificó la expansión de la modernidad por medios violentos y encubrió
esta violencia bajo la bandera de emancipación (Dussel 1995, 35).
En Bolivia, los movimientos indígenas del Oriente que iniciaron en los años
noventa las ‘marchas por el territorio y la dignidad’, interrumpieron el orden moder­
no de visibilidad centrado en la cultura y la separación entre humanos y naturaleza.
Allí, como en muchos otros lugares, el neoliberalismo de la década de los ochenta
se acompañó de políticas multiculturales que despolitizaron la resistencia indíge­
na y exacerbaron el racismo y la desigualdad. Específicamente, la Constitución de
2004 y la Ley de Participación Popular (LPP) promovieron una estrategia de “in­
corporación administrada” cuyo objetivo era “civilizar lo popular” (Medeiros 1990,
413). Los pueblos indígenas, como se demostrará más adelante, marcharon para de­
mostrar que otras formas de existir son posibles y hablaron y negociaron desde sus
proyectos de vida propios. Siguiendo a Raquel Yrigoyen Fajardo (2011) la Consti­
tución de Bolivia superó el constitucionalismo liberal monista, el integracionista, el
multiculturalista y el pluriculturalista. El primero promulgó un monismo jurídico

2. Lo mismo se aplica a los afrodescendientes, campesinos y poblaciones pobres. Para ver la ex­
clusión de la ciudadanía en Bolivia ver Irurozqui 1999a y 1999b. En este trabajo me refiero a las
poblaciones indígenas; sin embargo, estoy consciente de otras exclusiones.

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y pretendió convertir a los indios en ciudadanos civilizados. El segundo, pretendió


integrar a los indígenas al Estado y al mercado sin romper el Estado-nación. El
constitucionalismo multicultural que aparece en los ochenta reconoce el derecho a
la cultura y al idioma indígena, cuyo alcance es ampliado por el constitucionalis­
mo pluricultural que acoge el Convenio 169 de la Organización Internacional del
Trabajo para oficializar los idiomas indígenas, la educación bilingüe intercultural,
el derecho sobre las tierras, la consulta y nuevas formas de participación (142).
Según Yrigoyen, la Constitución del 2009 supera el multiculturalismo ya que “los
colectivos indígenas mismos se yerguen como sujetos constituyentes y, como tales
y junto con otros pueblos, tienen poder de definir el nuevo modelo de Estado y las
relaciones entre los pueblos que lo conforman” (149). Sostengo en este capítulo que
la propuesta indígena de un Estado Plurinacional coemerge con la pluriversalidad
de la sociedad. La pluriversalidad se refiere a otras formas de existir y hacer el mun­
do y negociar políticamente desde y entre estos mundos; estas formas de existencia
son ontológicas, no meramente culturales.3
La segunda parte de este capítulo explica cómo la modernidad se constituyó
en un proyecto universal y cómo al clasificar las diferencias como culturales exclu­
yó otras alternativas de vida, incluyendo los proyectos de vida de las poblaciones
indígenas. La tercera parte documenta cómo, a pesar de que la modernidad no dejó
espacio para la política indígena, la defensa de su propia existencia excedió la legis­
lación moderna. Ilustro cómo comunidades indígenas usaron esta legislación para
mantener sus proyectos de vida usando dos ejemplos: el “pacto de reciprocidad”
entre el Estado y los ayllus en las tierras altas y el “pacto reduccional” entre las
misiones jesuitas y las poblaciones de las tierras bajas. La cuarta parte se concentra
en el rompimiento ontológico con la modernidad como resultado de las “marchas
por el territorio y la vida” que iniciaron las poblaciones de las tierras bajas en los
noventa. La quinta parte muestra las conexiones heterogéneas entre las poblaciones
indígenas del altiplano y las tierras bajas y también las conexiones con movimien­
tos sociales no indígenas que se plasmó en el Pacto de Unidad que convocó a una
Asamblea Constituyente para refundar el país. Del Pacto de Unidad coemergen
el Estado Plurinacional y la Sociedad Pluriversal. Es mi argumento que la una no
puede existir sin la otra. La sexta, y última parte, muestra cómo desde el Estado,
y bajo la presidencia de Evo Morales, se está regresando a percibir las diferencias
ontológicas, centrales a la pluriversalidad, como diferencias culturales. El resultado
inmediato es la despolitización de las demandas basadas en los proyectos de vida in­
dígenas que difieren ontológicamente de la modernidad y, específicamente, despoli­
tiza la naturaleza, a la que la modernidad expelió de la política. No reconocer estos
proyectos es no aceptarlos como antagonistas políticos y descalificar las luchas por
la defensa de su existencia, o de la naturaleza, dando paso a las tendencias homo­

3. Este concepto se inspira en el pensamiento de Mario Blaser, Arturo Escobar y Marisol de la Cadena.

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geinizadoras y asimilacionistas del período colonial. Esta despolitización se dirige a


los proyectos de vida de las mujeres que es antagónico al proyecto desarrollista del
Estado y de las multinacionales extractivistas.

LA CONSTRUCCIÓN UNIVERSAL DE LA MODERNIDAD


Y LA PERCEPCIÓN DE LA DIFERENCIA CULTURAL
CON LOS MUNDOS INDÍGENAS

La expansión imperial europea dentro de nuevos territorios que forman lo que


hoy es América, impulsó un nuevo universalismo que extendió su legislación hacia
las colonias que se encontraban más allá de su jurisdicción territorial (Pagden 2003,
178). Presentar las diferencias entre civilizaciones como culturales, religiosas en
este caso, facilitó la expansión imperial al declarar el pensamiento moderno4 como
el único posible “sometiendo a todos los demás mundos a sus propios términos o,
aún peor, relegándolos a la inexistencia” (Escobar 2016, 15). Siguiendo al historia­
dor Anthony Pagden (2003, 182-3) los primeros teóricos del Estado moderno tales
como Thomas Hobbes, y también Hugo Grocio, quisieron demostrar que no todos
los seres humanos evolucionan hacia la formación de una sociedad; para ambos
“algunas sociedades, como es el caso de África y los indígenas de América, se com­
portan de manera distinta”. Esta distinción se clasificó como diferencia cultural y
sobre esta se argumentó la superioridad de las sociedades que hacen “buen uso de la
tierra” otorgándoles el derecho de propiedad. Los pueblos indígenas fueron situados
más allá del límite de los que poseen el arte del cultivo de la tierra. Pagden cita a
Emeric deVattel quien escribió en 1758 un tratado sobre el “Derecho de Gentes o
el Principio de la Ley natural”. En este tratado Vattel sostenía que el “Cultivo de la
Tierra”:

No solo amerita la atención del gobierno por su gran utilidad sino porque es una obli­
gación impuesta sobre el hombre por la naturaleza [...] Cada nación está obligada por
ley natural a cultivar la porción de tierra que le corresponde [...] (183. Traducción
propia)

Aun cuando los pueblos quechuas, aztecas o los mayas, y gran parte de la po­
blación precolombina se dedicaba a cultivar la tierra, el argumento de que las pobla­
ciones indígenas no sabían cultivar la tierra sirvió para privarles de los derechos ju­
rídicos; así, los imperios europeos pudieron apropiarse de la tierra, las propiedades
y aun tener propiedad sobre los habitantes de las Américas. Más aún el no cultivar

4. Sobre la modernidad temprana que coincide con la conquista de América, ver Dussel (1993). Para
Dussel, sostener que la modernidad empezó con la Ilustración oculta el papel que jugó España y el
pensamiento español en la modernidad.

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la tierra fue percibido como una amenaza para los que sabían cultivarla y tenían de­
recho a ella. Como concluye Pagden (2003, 177-8), si los indígenas se oponían a la
apropiación de sus tierras, estaban violando el derecho natural de los colonizadores
y se les podía declarar la guerra. Aún sin oponerse, cometían el delito de no mejorar
la tierra, por lo cual fueron declarados un fracaso como ‘seres humanos’. Así las
comunidades que vivían de la caza o del pastoreo fracasaban en sus obligaciones
y podían ser desposeídos por los que pertenecían a la civilización. La declaración
de la legislación como universal permitió no solo extender los preceptos legales de
una cultura, la europea, a todas las regiones del mundo, sino también le permitió a
Europa convertirse en estándar de civilización para decidir qué poblaciones podían
gobernarse por sí mismas y cuáles serían gobernadas por Europa. Estos principios
fueron reconocidos en el Tratado de Westphalia firmado en 1648.
La percepción de una división cultural entre los modernos y los habitantes de
las colonias fue posible por la creación de la división ontológica entre naturaleza
y cultura. Esta división sirvió de fundamento a la separación entre la ciencia de la
política, y negó la política a los indígenas con el argumento de que estaban tan cerca
de la naturaleza que eran incapaces de distinguir los signos de la realidad y, por lo
tanto, desprovistos de la capacidad de razonar. Según Bruno Latour (2007):

La Gran División Interna [entre Naturaleza y Cultura] da cuenta de la Gran Divi­


sión Externa [entre Nosotros y Ellos]: nosotros [los modernos] somos los únicos que
diferenciamos absolutamente entre Naturaleza y Cultura, entre Ciencia y Sociedad,
mientras que a nuestros ojos todos los demás –ya sean Chinos o Amerindios, Azande
o Baruya– no pueden realmente distinguir los que es conocimiento de lo que es socie­
dad, lo que es signo de lo que es cosa, lo que viene de la Naturaleza en sí de lo que sus
culturas requieren (147).

Mientras las poblaciones indígenas fueron acercadas a la naturaleza, los mo­


dernos fueron alejados de ella por la posesión de la cultura; esta distancia les otorgó
el derecho de apropiarse y gobernar los territorios indígenas. Es decir, “la división
de lo visible” (Rancière 1999, 44) entre grupos cercanos y lejanos de la naturaleza
silenció a las voces de los pueblos indígenas atribuyendo su incapacidad para dife­
renciar entre lo humano de la naturaleza como ausencia de razón. Como consecuen­
cia, sus argumentos fueron declarados ininteligibles dada su falta de razón –definida
en términos de distancia frente a la naturaleza (De la Cadena 2010; 2015a). Esta
percepción fue divulgada por autores como Hegel ([1975]1997, 126).

Tan pronto como el hombre surge como ser humano se ubica en· oposición a la natura­
leza y es esto solamente lo que lo hace un ser humano. Pero si él meramente ha hecho
una distinción entre él mismo y la naturaleza, se encuentra en el primer estadio de su
desarrollo: está dominado por la pasión y no es nada más que un salvaje (citado en de
la Cadena 2008, 144).

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La declaración de la universalidad de la cultura del Imperio, en este caso Es­


paña, aparece en la obra del teólogo y jurista del siglo XVI, Francisco de Vitoria;
específicamente en su propuesta para una ley universal que abarcara la cultura es­
pañola y la indígena.5 Vitoria argumentaba que el uso de la razón por parte de la
población indígena los obligaba a obedecer el derecho de gentes (ius gentium).6 Al
mismo tiempo, al poseer España una cultura universal que deriva de la doctrina
cristiana, hace que el potencial humano de los pueblos indígenas solamente pueda
ser realizado si adoptaran, incluso por la fuerza si fuera necesario, “las prácticas
universalmente aplicables de los españoles” (Anghie 1996, 327). Esta universalidad
legal le garantizaba a España el derecho de intervenir y apropiarse de los territorios
indígenas. Más aún, la soberanía y el derecho de hacer la guerra aparecen como una
prerrogativa española, y cualquier intento de impedir a España la penetración de los
territorios indígenas es interpretado como un acto de guerra.
El universalismo de Thomas Hobbes y Hugo Grocio también se fundamentó
en la división naturaleza-cultura. El concepto de “estado de naturaleza” asignó el
progreso a los países cuya cultura les permitió dominar a la naturaleza tal y como
había ocurrido en Europa, y como no ocurrió entre los salvajes de las Américas
(Pagden 2003). Como consecuencia, la distancia cultural de la naturaleza le garan­
tizó a Europa el derecho a acceder a los territorios y cuerpos indígenas; aquellos
que no se explotan la naturaleza fueron declarados un peligro para la humanidad y
por ello Europa tenía el derecho de hacer la guerra en su contra, desposeyéndolos
de su territorio (183). “Aquellos que no tenían culturas que se comportaran como
nosotros asumimos que las culturas deben comportarse, podían ser desposeídos por
quienes sí las tenían” (183).
Definir las diferencias como un asunto cultural le asignó a Europa “toda” la
cultura y dejó a los indígenas con “nada”. Así describe Hobbes (1980) el concepto
de “estado de naturaleza” en el cual viven los salvajes:

En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es


incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra [...] ni conocimiento de la faz de la
tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo,
existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria,
pobre, tosca, embrutecida y breve (103).

La referencia a su “brutal” y “asquerosa” vida refleja la percepción de una


amenaza permanente de las vidas indígenas frente a la existencia moderna, que nue­
vamente justifica el uso de la violencia para contener dicha amenaza, hasta el punto
de que John Locke recomendó que los pueblos indígenas “sean destruidos como un

5. El análisis de Vitoria es retomado en Anghie (1996).


6. El ius gentium se refiere en el derecho romano a las leyes que regían las interacciones entre los
romanos y los no romanos.

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león o un tigre, una de esas bestias salvajes, con las cuales los hombres no pueden
tener ni sociedad ni seguridad” (citado en Pagden 2003). Declarar la existencia mo­
derna como el único mundo posible dejó a los pueblos indígenas con las opciones
sombrías de su asimilación o su destrucción, como pedía Locke.
La independencia, que en América tuvo lugar en los primeros años del siglo
XIX, puso fin a la dominación política, pero dejó intactas estas divisiones culturales,
por lo cual los líderes criollos7 desarrollaron programas para asimilar a las comuni­
dades indígenas dentro de la civilización europea en el siglo XIX,8 y dentro de los
programas para el desarrollo en el siglo XX (Escobar 1998). El ideal de una nación
homogénea y el deseo de dominar y monopolizar todo el territorio dentro de un de­
terminado Estado (que ha sido llamado “gobierno territorial total”) fueron estrategias
para contener el miedo a la existencia de mundos diversos (Parasram 2014).

LA POLÍTICA DEL EXCESO EJERCIDA


POR LOS MOVIMIENTOS INDÍGENAS

Al momento del encuentro con los españoles, las Américas estaban habitadas
por una multiplicidad de pueblos que el Estado colonial homogenizó bajo el concep­
to de “indios”. Los españoles crearon un orden perceptible que incluyó jerarquías
de salvajismo y delegaron la administración de la población a los representantes
oficiales de la nobleza y otros actores privados, incluyendo la iglesia, los hacenda­
dos y las corporaciones privadas. También crearon sistemas de gobierno indirecto
a través de los caciques, que eran miembros de la élite india que actuaban como
intermediarios entre las comunidades y el Estado (Hylton y Thomson 2007, 36). En
Bolivia, una división basada en la geografía fue establecida entre las comunidades
que vivían en las tierras altas, principalmente Qhechwas y Aymaras, y los “indios de
los bosques” que habitaban las tierras bajas; estos últimos fueron clasificados con
un estatus mayor de salvajismo.
Siguiendo a Marisol de la Cadena (2015a), la indigeneidad emerge en “rela­
ción” con el Estado y al mismo tiempo lo “excede” (275-6). Existió una diferencia
entre el Estado colonial y el republicano. En el primero, la Corona española no
quiso destruir las comunidades sino reorganizarlas, después del colapso demográ­
fico entorno a la minería, manteniendo la forma tributo como vínculo. Este arreglo
fue conocido como el pacto colonial. El Estado republicano fue más ambivalente
pero hasta 1864 las comunidades no fueron realmente afectadas. El mayor ataque
vino con la Ley de Exvinculación. No obstante, las comunidades indígenas usaron

7. Descendientes de los españoles, pero nacidos en el territorio americano. Con excepción de Haití
donde la independencia la lideraron los esclavos, en el resto de las Américas fueron los criollos los
que lideraron el movimiento independentista y gobernaron las repúblicas independientes.
8. He ilustrado la violencia de este régimen de representación en el siglo XIX en Colombia (Rojas 2002).

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la legislación colonial y la republicana en defensa de su existencia. Sus prácticas


excedieron el alcance de la legislación. Parte de este exceso es onto-epistémico re­
lacional ya que sus prácticas indígenas no se basan en los dualismos modernos que
dividen el mundo en racionalidad/irracionalidad; naturaleza/cultura o cuerpo/alma.
Como lo explica Silvia Rivera Cusicanqui (1970), el concepto Aymara ch’ixi junta
“lo que es y lo que no es al mismo tiempo [...]. La potencia de lo indiferenciado es
que conjuga los opuestos [...] lo ch’ixi conjuga el mundo indio con su opuesto, sin
mezclarse nunca con él” (70). Son estas diferencias ontológicas las que permiten
construir mundos que excedan las dicotomías modernas.

Excediendo el “Pacto de reciprocidad”


entre los ayllus y el Estado

En el altiplano de los Andes, los territorios de los ayllus9 comprenden di­


ferentes pisos térmicos, permitiendo la disponibilidad de diversos recursos a las
comunidades que se involucraban en complejos sistemas económicos y políticos,
y redes de reciprocidad, redistribución y trabajo (Rivera Cusicanqui 2010, 36). La
pertenencia al ayllu y el ejercicio de la autoridad es decidida por asambleas comu­
nales que definen las obligaciones y responsabilidades. El fundamento de la auto­
ridad es territorial que, como lo define Rivera Cusicanqui (2016a) en el caso de dos
comunidades, Päsa y Macha:

En ambos la tierra es de quien pasa cargos. Es decir la pertenencia de la gente (jaqi,


runa, hombre/mujer) se determina por las obligaciones y compromisos con la comuni­
dad, sujetos al control de la asamblea... La pervivencia de este sistema se funda en el
hecho de que no es la condición de jaqi/runa (persona) la que determina la tenencia de
la tierra, sino al revés; es la tierra la que define el estatus y la condición de las familias
o personas que la trabajan (29. Itálicas aparecen en el original).

La política anticolonial indígena precedió la que libraron los criollos por la in­
dependencia.10 La “más grande revolución anticolonial” contra el gobierno colonial
fue liderada por Túpac Amaru en el Cusco en 1781 y Túpac Katari y Bartolina Sisa
en la Bolivia contemporánea (Hylton y Thomson 2010, 39). La insurrección fue
derrotada y sus líderes fueron sentenciados a muertes violentas. Como bien lo anota
Rivera Cusicanqui (2008), esta derrota fue convertida en ‘una paradójica victoria’
en parte porque posibilitó la democratización del poder el cual retornó a la base de
la comunidad, y desde la comunidad bloqueó a “largo plazo la misión civilizadora

9. La importancia de los ayllus ha disminuido progresivamente, especialmente durante el período


1864-1953. Luego de 1953 su presencia es marginal.
10. Pocos años después, en 1825 triunfó la independencia de España, esta vez liderada por la élite
blanca y mestiza.

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de las élites coloniales” (16). La política comunitaria hizo posible que transcurrida
la independencia las comunidades indígenas siguieran usando y reinterpretaron la
legislación colonial de las Dos Repúblicas y la de los gobiernos republicanos para
preservar la autonomía de los ayllus y las Markas (Rivera Cusicanqui 2004).
Lo sucedido con la legislación “dos repúblicas” que se implementó bajo la
administración de Francisco de Toledo (1569-1581) es un buen ejemplo del exceso
de la política indígena que va más allá de la política occidental moderna. Durante
su Virreinato en el Perú11 Toledo dividió en “dos repúblicas”, la República de Es­
pañoles y la República de Indios. Toledo estableció un “pacto de reciprocidad” en
el cual el Estado colonial reconoció los ayllus a cambio del pago de un tributo o
contribución territorial (Platt 2016).
Tal como lo sostiene el historiador Tristan Platt (2016, 126-7) durante la pri­
mera etapa del período republicano, los ayllus lograron suplir efectivamente la de­
manda local de productos agrícolas, contradiciendo la visión generalizada de una
agricultura atrasada orientada a la subsistencia. Más aún, durante los primeros cin­
cuenta años de la república los tributos pagados por los indígenas financiaron la
mayor parte del presupuesto nacional. Platt afirma que el “pacto de reciprocidad”
de Toledo continuó bajo la forma de “pacto tributario”, y que las comunidades vo­
luntariamente aceptaron el pago a cambio de la protección del Estado para continuar
existiendo como ayllus. Los gobiernos posteriores a la independencia consciente
y ciegamente buscaron la destrucción de los ayllus, como puede verse en el caso
de las dos principales reformas agrarias: la “Ley de la Exvinculación de Tierras
de Comunidad” de 1874 y la “Revolución Agraria” de 1952 (124). La primera de
estas abolió la propiedad comunal e incluso prohibió el uso del concepto de “co­
munidad” (Soria Choque 1992, 42). Los defensores de la abolición de la propiedad
comunal, como José Vicente Dorado, eran conscientes de las diferencias entre los
dos mundos, tal y como ilustran las quejas y reclamos de Dorado de que los indios
“no daba[n] muestras de prestarse a la civilización ni aspira[ban] a salir del esta­
do de atraso e ignorancia en que viv[ían]” (citado en Irurozqui 1999a, 720-1). Él
añadía que los indios vivían en “un Estado aparte, indiferente de todo punto a los
acontecimientos y transformaciones que vive la clase blanca y sirviendo de obstá­
culo a los progresos y reformas” (Irurozqui 1999a, 721). Siguiendo los dictados del
liberalismo, Dorado aspiraba a “desposeerlos de sus tierras para ganar su lealtad al
estado” (723).
Contra los postulados de la Ley de Exvinculación, Pedro Zárate Willka y Juan
Lero, actuando como “una nación dentro de una nación”, reclamaron la restitución
de las tierras comunales usurpadas y el establecimiento de un gobierno indio au­
tónomo (Rivera Cusicanqui 1986, 85-6). El levantamiento fue derrotado, y Willka
más treinta y un prisioneros fueron acusados de traición y ejecutados. Gabriel René

11. El Imperio inca del Tawantinsuyo incluía lo que hoy es Perú y Bolivia.

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Moreno, miembro de la élite mestiza gobernante, declaró una vez más el “no-lugar”
de los mundos indígenas en una Bolivia moderna: “El indio y el mestizo incásicos
radicalmente no sirven para nada en la evolución progresiva de las sociedades mo­
dernas. Tendrán tarde o temprano, en la lucha por la existencia, que desaparecer
bajo la planta soberana de los blancos puros o purificados” (87-8).
Contradiciendo esta predicción, un nuevo ciclo de protestas explotó entre
1910-1930, organizadas por una red de caciques apoderados quienes, usando la
legislación liberal y aquella de las “dos repúblicas”, bloquearon las inspecciones de
las tierras comunales (Gotkowits 2007, 35; Rivera Cusicanqui 1986, 150). Como el
historiador Aymará V. Soria Choque (1992) sostiene: “las comunidades indígenas se
dieron cuenta de que la defensa de sus tierras era posible dentro de la legislación li­
beral ya que la noción de igualdad jurídica proporcionaba un marco para el ejercicio
de sus derechos” (60). Esto confirma el argumento de este trabajo que no se logró
una imposición unilateral por parte del Estado sino una negociación alrededor de
los modos de existencia de las comunidades. Los caciques apoderados excedieron
la legislación colonial y republicana: “El doble lenguaje en que se formularon las
demandas –a nivel interno a través de un ‘decálogo’ moral y de reinterpretaciones
de la tradición oral; a nivel externo haciendo uso de las categorías jurídicas criollas”
(Rivera Cusicanqui 1986, 103).
En 1952, la Revolución Agraria de inspiración liberal reformista declaró ar­
caicos los ayllus, convirtió a los indios en campesinos y a los ayllus en sindicatos
(159). En palabras de Rivera Cusicanqui (1986), la confianza en el sindicalismo para
representar a los indios fue otra forma del proyecto de “civilizar a los indios”, involu­
crando un rechazo de la organización indígena que también fue considerada como un
obstáculo para la soberanía del Estado.12 La sindicalización de los ayllus excluyó las
mujeres de la esfera pública, y los sindicatos se convirtieron en espacios masculinos y
clientelistas. Además, en muchas regiones, el trabajo de las mujeres era el que permi­
tía la participación de los hombres en esos sindicatos y en la política en general (11).
Como en el pasado, la defensa de los mundos indígenas estimuló la formación
de partidos indígenas incluidos el Indianismo, el Katarismo y el Partido Indio de
Bolivia. El Manifiesto de Tiwanaku de los Kataristas (1973) enfatizó que los indios
se sentían “extranjeros en su propio país”.
Las formas de vida y el ejercicio de autoridad propios de las comunidades
indígenas continuaron en las prácticas cotidianas en la medida en que los ayllus
continuaron designando sus propias autoridades junto con los representantes sin­

12. Cabe mencionar que las comunidades en 1953 apoyaron la reforma agraria ya que este garantizó
títulos individuales para los comunarios que habían sido convertidos en pongos y también títulos
colectivos para comunidades enteras. La penetración del mercado desde 1952 destruyó casi com­
pletamente las relaciones basadas en parentesco el cual era crucial para controlar diversos pisos
ecológicos, para hacer circular bienes, para distribuir bienes evitando acumulación al interior de las
comunidades.

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dicales. Los historiadores Carlos Mamani e Igidio Naveda (2015) explican cómo
en las comunidades la sindicalización campesina y la reconstitución de los ayllus
“son dos caras de la misma historia”. Añadiendo que las dos caras constituyen un
‘juego de máscaras’ una que mostraban al Estado y otra que miraba hacia dentro de
la comunidad. Ellos ven el proceso de reconstitución de los ayllus como un acto de
“desenmascaramiento” (39).
El multiculturalismo de los años ochenta que acompañó los programas neolibe­
rales, también buscó la eliminación de los mundos indígenas; esta vez a través de la re­
novada incorporación de estos pueblos al mercado, “como comerciantes de su propia
herencia cultural, incluso de sus deidades tutelares” (Rivera Cusicanqui 2016b, 68).
Un mayor esfuerzo en el proceso de dar forma a los mundos de las comunida­
des indígenas fue el lanzamiento de un proyecto regional de Reconstitución de los
ayllus en los años ochenta. De acuerdo a la activista y líder Quechua, Toribia Lero
(2012), quien participó en el proceso, y René Gutiérrez, la reconstitución:

Es volver a lo propio, volver a practicar institucionalmente los principios y valores


sociales, culturales, económicos, políticos y territoriales que se practican y se mantie­
nen hasta el presente. Significa también el re-establecimiento de la autoridad [...] es la
búsqueda de las partes complementarias del ayllu y la marka que fueron fragmentadas
y desestructuradas por la invasión colonial española, el Estado de la República, como
por el Estado Nación de 1952 (17).

Para Lero y Gutiérrez (2012), la reconstitución no es un regreso al pasado; “es


una realidad que se vive, se hace historias”. Esta recuperación de la historia hace
parte de la construcción de sus mundos (Huanca Salles 2017, 29). Un papel primor­
dial lo desempeñó “Taller de Historia Oral Andina” (THOA), donde una alianza
entre académicos y autoridades indígenas recolectaron, pusieron en circulación y
distribuyeron documentos testimoniales (Choque y Mamani 2001). La reconstitu­
ción incluyó la creación de organizaciones regionales de ayllus.13

Excediendo el “Pacto Reduccional”


en las comunidades de Mojos

Las relaciones de las comunidades de tierras bajas14 con el Estado eran di­
ferentes de las que mantenían las comunidades de tierras altas. Primero, estas co­
munidades eran consideradas las más “salvajes” entre los salvajes, y sus territorios

13. En 1983 se creó la Federación de Ayllus del Sur de Oruro (FASOR); en 1993 se creó la Federación
de Ayllus Originarios Indígenas del Norte de Potosí (FAOINP). Finalmente, el 22 de marzo de
1997 se creó el Consejo de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ).
14. En Bolivia las tierras bajas están divididas en tres regiones: el Chaco, la zona oriental de Santa Cruz y
la Amazonía, que tiene dos departamentos, Pando y Beni, donde habitan los mojos. Los mojeños son
el tercer grupo de indígenas más grande de la Amazonía con una población de ochenta mil indígenas.

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fueron clasificados como tierras baldías. Segundo, ellos fueron excluidos de los
acuerdos con el Estado, incluyendo el “pacto de reciprocidad” colonial y la Ley de
Reforma Agraria de 1953, cuyo artículo 129 establecía que esta no aplicaba a los
“indios del bosque” debido a su condición de salvajismo y organización primitiva
(Gobierno de Bolivia, 1953). La sanción de la Ley del Instituto Nacional de Refor­
ma Agraria (Ley INRA)15 en 1996 constituyó la primera vez en la historia que el
Estado boliviano reconoció los derechos territoriales de los pueblos indígenas de
tierras bajas (Anthias s. f.).
Contrario a la proclamada “condición de salvajes”, las comunidades de tierras
bajas han tenido desde la época precolonial prácticas complejas de construcción del
mundo. Un visitante español del siglo XVI, por ejemplo, menciona que el pueblo
Mamoré producía “grandes cantidades de comida; trabajaban la tierra en formas
que son admirables” (citado en Block 1980, 88). David Block (1980) menciona que
sus conocimientos del ciclo de la vida les permitían capturar enormes cantidades de
pescado y usar el bosque como una fuente de plantas para propósitos medicinales
y de salud. Él también notó que las mujeres desplegaban una gran destreza para
trabajar la cerámica y diseñar alfombras, canastas y cunas usando paja y otras fibras
naturales; además, las mujeres ocupaban cargos de autoridad, incluso como chama­
nes, hecho que las ponía en una situación excepcional en la Amazonía (Block 1980;
Lehm 1996; 1999; van Nalen 2013). Los mojeños desarrollaron complejos sistemas
hidráulicos que incluían presas, canales y estanques artificiales (Porto-Gonçalves
2009, 11).16 Tenían una fuerte relación con el territorio; los dioses y espíritus habi­
taban montañas o lagos específicos (van Nalen 2013, 13). El investigador Clastres
(2001) describió a los mojeños como “pueblos del territorio”, comparados con los
pueblos de tierras altas que fueron llamados “pueblos de la tierra”.
Considerando que estas comunidades fueron vistas como “sociedades sin un
estado”, Zulema Ardaya Lehm (1996, 438) sostiene que esta designación, de hecho,
no es un signo de ausencia de civilización, sino que habla de la presencia de un
sistema de poder incrustado en la sociedad. De acuerdo con la descripción de un
sacerdote jesuita, los mojeños obedecían solamente después de “mucho ruego y
súplica y siempre y cuando lo que se les mandaba estuviese muy de acuerdo con su
parecer” (citado en Lehm 1999, 22).
Lehm denominó la relación entre los jesuitas y los mojos como un “pacto re­
duccional” (1999), ya que los indígenas aceptaron vivir en asentamientos o ‘reduc­
ciones’ a cambio de bienes y protección de los españoles (33).17 Las Reducciones
ubicaron a comunidades nómadas o seminómadas en pequeños poblados llamados

15. El INRA es la agencia responsable de titulación de tierras.


16. Ellos son considerados nómadas, el Imperio inca no residió en la Amazonía y la presencia de la
España imperial allí fue muy débil.
17. Las misiones jesuitas llegaron en la década de 1670 y permanecieron hasta 1767, cuando fueron
expulsados del país.

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Cabildos o Misiones, similar a las que existían en España. Para algunos académicos
este pacto creó una “cultura misional” que sintetizó elementos indígenas y euro­
peos (33). Sin embargo, una revisión de la literatura permite concluir que, así como
ocurrió con los ayllus, dentro de esas misiones los mundos indígenas excedieron la
organización de las reducciones. Por un lado, la autoridad de los caciques se mantu­
vo y, por otro, es en el territorio mojeño donde han surgido experiencias de defensa
de la existencia, incluidas las estrategias de huida al monte y la organización de
proyectos de vida alternativos a la modernidad.
Así como en las tierras altas, después de la independencia los reformadores
liberales emprendieron un programa de modernización promoviendo el libre co­
mercio que abrió el país a los mercados internacionales para los productos tropi­
cales como la Quina (corteza de Cinchona) y el Caucho (van Nalen 2013, 58). El
sistema de terror aplicado durante la época de auge de la explotación del caucho
tuvo consecuencias devastadoras para las poblaciones indígenas del oriente bolivia­
no ya que diezmó la población, sometiéndola a la esclavitud por deuda, destruyen­
do sus lazos de solidaridad y amenazando su propia existencia. Las comunidades
resistieron escapándose hacia áreas de refugio. Este movimiento conocido como
La Guayochería, y renombrado como La Búsqueda de Loma Santa (la tierra sin
demonio), buscaba “una sociedad libre del dominio colonial” (Lehm 1999, 96). Su
emancipación enfrentó tanto a la sociedad blanca como a las relaciones de poder
dentro del cabildo, ya que algunas autoridades indígenas reclutaron a su gente para
trabajar en las plantaciones. Su respuesta fue salir de los cabildos y recobrar la au­
tonomía perdida (405-6).
Las mujeres indígenas ocuparon espacios de liderazgo en los cabildos, y tam­
bién en la Búsqueda de la Loma Santa. En los cabildos, las mujeres regulaban las
relaciones de poder entre las autoridades políticas y espirituales e impusieron las
reglas durante las movilizaciones, lo que demostraba su responsabilidad por la re­
producción de la vida.

Serán nuevamente las mujeres, ya no las profetas sino las mujeres comunes las que
determinen los límites del movimiento milenarista al constatar el costo social de estos
movimiento pues son ellas las que caminan con los niños a cuestas, son ellas las que
les buscan alimento [...] y son las que más el sufrimiento y la muerte de los niños y
ancianos que durante más de una centuria se ha cobrado el movimiento milenarista de
la loma santa [...] encontramos que las mujeres, entre otros, cumplen el rol fundamen­
tal de regular las relaciones de poder, sea en relación al poder de los cabildos, sea en
relación al poder de los profetas, manteniendo de esta manera el equilibrio al interior
del pueblo mojeño en tanto sociedad amazónica, es decir, sin poder enajenado de la
comunidad (406-7).

La resiliencia de la comunidad mojeña es también evidente en la migración


masiva hacia la ciudad de Trinidad en 1978 debido a una inundación en su región,

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donde crearon el Cabildo Indígena de Trinidad, combinando la estructura de las


reducciones y su mundo de vida comunitaria en el ambiente urbano (99). Como
concluye Rivera Cusicanqui (1996):

La misma capacidad de resistencia les serviría a los moxeños en los albores de este siglo
[XX] para engrosar las filas de los buscadores de la Loma Santa [...] Pero también la
larga experiencia de contacto multiétnico en misiones y gomales, les permitiría nuevas
articulaciones multiétnicas que cohesionarían más a las comunidades de huidos o trans­
humantes [...] Fueron estos cabildos de “nuevo tipo”, reconstruidos a lo largo de un siglo
de transhumancia, dispersión y reagrupamiento, y anclados en experiencias contradic­
torias del ‘buen gobierno’ los que brindaron finalmente [...] el “tejido federativo” que
habría hecho posible el surgimiento de la Central de Cabildos Indígenales Moxeños en
1987 y la Central de Pueblos Indígenas del Beni en 1990 (60).

Así como en las tierras altas, las comunidades indígenas de las tierras bajas
crearon organizaciones regionales. En 1982 se creó la Confederación de Pueblos In­
dígenas del Oriente Boliviano (CIDOB);18 y luego se formó la Asamblea del Pueblo
Guaraní (APG) en 1987. También en ese año nació la Central de Cabildos Indígenas
Mojeños (CCIM), el principal actor en la organización de la Marcha por el Terri­
torio y la Dignidad de 1990, que será abordada en la siguiente sección. En 1989 el
primer Congreso de los Indígenas de Beni creó la Central de Pueblos Indígenas de
Beni. Como afirma Lehm, las memorias de la Búsqueda de la Loma Santa influen­
ciaron la tardía creación de organizaciones indígenas de mujeres como la Central de
Mujeres Indígenas Mojeñas (1987), posteriormente renombrada como Central de
Mujeres Indígenas del Beni (Lehm 1996, 424).

LA NEGOCIACIÓN ONTOLÓGICA
POR EL “TERRITORIO Y LA VIDA”

Las marchas organizadas por las poblaciones indígenas de las tierras bajas
en los años noventa interrumpieron el concepto del territorio tanto por parte del
capitalismo que mercantiliza la tierra como por la Revolución de 1952 inspirada en
el principio “de la tierra es de quien la trabaja”.19 La magnitud del cambio permite
hablar de un “giro territorial” (Escobar 2007), ya que abrió la posibilidad de nego­
ciaciones entre los pueblos y naciones indígenas y el mundo de las élites blancas y
mestizas.
Un primer paso fue la organización de marchas masivas desde las tierras bajas
hacia la capital, iniciativa asociada con el movimiento de la Búsqueda de la Loma

18. Renombrada como Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia.


19. Frase de Emiliano Zapata, líder de la Revolución mexicana.

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Santa (Lehm 1999, 107). Al marchar juntos, las comunidades hicieron que su ex­
periencia y proyectos ‘contaran’ y que las voces y mensajes de las comunidades
indígenas fueran audibles y se constituyeran en sujetos de negociación. La noción
de ‘constitución de sujetos’ como lo propone Rancière (1999) produce “un cuerpo y
una capacidad de enunciación que antes no era identificable dentro de un determina­
do campo de experiencia” (35). Este campo de experiencia fue negado a las pobla­
ciones indígenas al atribuírseles falta de razón y de capacidad para autogobernarse.
Más aún, Rancière incluye en el proceso de subjetivación la desidentificación con
un lugar y la apertura de un espacio en el que cualquier persona puede ser contada
y donde se hacen conexiones entre tener parte y no tener parte alguna. Este proceso
de desidentificación y derecho a existir y a ser escuchados, es precisamente lo que
demanda Rubén Yuco (1990), uno de los líderes de la marcha: “El gobierno tiene
que hacer notar en el pueblo boliviano que nosotros existimos, que somos humanos
y que debemos compartir la igualdad” (citado en Lehm 1999, 127. Énfasis añadido).
Este proceso de desidentificación aparece también en la petición por “terri­
torio” diferente a la petición por acceso a la “tierra” tal como se naturalizó en la
modernidad. Este cambio se refleja en el eslogan de la marcha, “no queremos tierra,
queremos territorio” (citado en Porto-Gonçalves 2009, 33). Este cambio conectó “el
territorio con la vida”, tal y como se denominó la primera marcha en marzo de 1990,
organizada por la Central de Cabildos Indígenas Mojeños. De acuerdo con Rivera
Cusicanqui (2016b), abordar conjuntamente “territorio” y “dignidad” conectó lo
político con lo económico en un concepto de territorio que implica “espacio produc­
tivo, comunidad, autogobierno, polis: espacio en el que se reproduce la vida” (73).
La falta de un lugar para las comunidades de tierras bajas en la legislación
boliviana las llevó a apartarse de la política como reconocimiento y las introdujo
en una reclamación que excedía el concepto de propiedad de la tierra. La propuesta
quedó consignada en el borrador de la “Ley Indígena”, escrito por la CIDOB en
1986 (Balza 2001, 37). El artículo 21 define así el concepto de territorio:

Se entiende por Territorio Indígena las tierras ocupadas, poseídas par los pueblos in­
dígenas, las que constituyen su hábitat, su espacio socioeconómico, las utilizadas para
actividades de producción, caza, pesca y recolección incluyendo aquellas necesarias
para la preservación de los ecosistemas y recursos naturales; áreas imprescindibles
para la generación, sustentación y sostenimiento de una capacidad de población huma­
na que garantice su crecimiento y desarrollo (Balza 2001, 37).

El artículo 20 incluye la propiedad de tierras para las comunidades indígenas,


otorgándolas a:

A las comunidades indígenas que por efecto del despojo, usurpación, migración, colo­
nización, concentraciones misionales o por cualquier otras circunstancias se encuen­
tran asentadas en zonas geográficas alejadas de los territorios indígenas que ancestral­

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mente han poseído, ya sea que posean tierras comunales o estén sometidas a regímenes
de servidumbre (37).

El proyecto fue presentado al Congreso boliviano el 12 de octubre de 1992,


pero fue rechazado por considerar que el concepto de territorio allí contenido iba en
contra de la constitución boliviana y del concepto de soberanía territorial (Guzmán
2008, 19). A pesar de este revés, el gobierno ratificó el derecho a la consulta previa
formulado en la Convención de la Organización Internacional del Trabajo y creó
varios territorios protegidos, incluyendo el Territorio Indígena Parque Nacional
Isiboro-Sécure (TIPNIS).
Las marchas sirvieron para que las comunidades interrumpieran el concepto
moderno de conocimiento que divide el sujeto que conoce y la realidad a conocerse.
Durante las marchas surge un “pensamiento incorporado” como lo propone Rosal­
ba Icaza (2017, 40) ya que el conocer de otra manera emerge desde subjetividades
fronterizas y en momentos de vulnerabilidad del cuerpo. Para ella las subjetividades
fronterizas desestabilizan el pensamiento binario como sitios epistémicos incorpo­
rados. Esta relación entre conocimiento y la experiencia corporal, especialmente la
violencia sobre sus cuerpos, es señalada por el líder sindical Jacinto Herrera:

[...] mucha gente y dirigentes del campo no tenían idea de cómo comenzar, pero las
ideas nacieron desde las comunidades. La gente hace nacer desde las propias necesida­
des del pueblo, hace nacer la propuesta en esas jornadas populares que se realizaron.
Se fue recogiendo las propuestas de las comunidades, de la dirigencia sindical. La
necesidad fundamental fue a partir de los maltratos que vivíamos los campesinos como
si nosotros fuesemos animales, desconocidos por las autoridades, las leyes que existen
en la [Constitución Política del Estado] CPE, las injusticias. A partir de eso dijimos que
hay que plantear reformas a la Constitución y muchos decíamos que hay que cambiar
la CPE para una nueva CPE, y quienes van a cambiar son los representantes de los
pueblos indígenas campesinos que sepan vivir en la pobreza, son los que van a decir
cuáles son las necesidades para la construcción de un estado plurinacional (citado en
Garcés 2010, 43).

No menos importante, las marchas facilitaron las alianzas entre grupos ét­
nicos, entre organizaciones indígenas y no indígenas y conectaron humanos con
la naturaleza. Durante la primera marcha, un encuentro masivo entre pueblos del
altiplano, de los valles, de las yungas y de las tierras bajas amazónicas tuvo lugar en
la Cumbre. Así describe Rivera Cusicanqui (2010) el encuentro:

A su arribo a la cumbre de la Cordillera Oriental que constituye la frontera (apachita)


simbólica entre las alturas y los llanos, entre el antiguo espacio nuclear andino y los
territorios pluriétnicos del Payititi, aymaras, qhichwas y urus llegados de todas las
latitudes, junto con miles de habitantes urbanos de los más diversos orígenes, fuimos
espontáneamente a recibir y dar encuentro a nuestros hermanos del oriente, en una

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fiesta multiétnica que no pudo ser dominada ni desvirtuada por el país oficial de terno
y corbata. La unión de las partes fragmentadas del cuerpo indígena –unión ctónica,
desde las profundidades del tiempo-espacio– pareció vislumbrarse, o al menos así lo
percibimos la mayoría de los presentes, como un pachakuti, un vuelco cósmico, que
irrumpía nuevamente como un rayo en el cielo despejado del tiempo lineal (62).

El encuentro simboliza el concepto ch’ixi, o frontera donde se encuentra “lo


que es y lo que no es al mismo tiempo”; y además evoca el pachakuti que en aymara
y qhichwa significa la revuelta o conmoción del universo. Más aún, en la cumbre se
dan cita lo humano y la naturaleza: “En el momento del encuentro en la Cumbre, se
produjeron extraños fenómenos: en un día claro y apacible, súbitamente se nubló el
cielo y se desató una tormenta”. La intervención de la naturaleza enlaza el encuen­
tro de la cumbre con la muerte de Tupaq Amaru II y Tupaq Amaru I.
La segunda marcha por el “territorio, el desarrollo y la participación polí­
tica de las naciones indígenas” (1996) facilitó la creación de un diálogo con las
organizaciones de los campesinos (Confederación Sindical Única de Trabajado­
res Campesinos de Bolivia, CSUTCB) y de los colonizadores20 (Confederación de
Colonizadores de Bolivia, CCB). La cuarta marcha por “la soberanía popular, el
territorio y los recursos naturales” (2002) creó una importante alianza entre las or­
ganizaciones indígenas de las tierras altas y de las tierras bajas conocida como el
Pacto de Unidad (PU).21

EL ESTADO PLURINACIONAL
EN UNA SOCIEDAD PLURIVERSAL

Salvador Schavelzon (2013) correctamente denominó el Pacto de Unidad


como un “encuentro cosmopolítico” constituido por “conexiones heterogéneas,
mezclas de cosas que se suponía que debían permanecer separadas, híbridos de
naturaleza y cultura de los que pueden poner en entredicho a toda estructura mo­
derna” (247-8). Esta alianza de organizaciones indígenas, campesinas y sindicatos,
impulsó la idea de una asamblea constituyente que refundara Bolivia. El PU elaboró
la Propuesta de Ley de Convocatoria a la Asamblea Constituyente, uno de cuyos
considerandos denuncia el estatus de salvajes otorgados a las poblaciones indígenas

20. Colonizadores es el término usado para referirse a los cultivadores de coca que migraron hacia
tierras bajas y cuyo líder fue Evo Morales (Balza 2001, 42 y 47).
21. El Pacto de Unidad fue creado en 2004 por cinco organizaciones indígenas y campesinas: la Con­
federación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB); el Consejo Nacional de Ayllus y Markas
del Qullasuyu (CONAMAQ); la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de
Bolivia (CSUTCB); la Federación Nacional de Mujeres Campesinas de Bolivia “Bartolina Sisa”
(FNMCB-BS); y la Confederación Sindical de Colonizadores de Bolivia (CSCB) posteriormente
denominada Confederación Sindical de Comunidades Interculturales de Bolivia (CSCIB).

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y la asimilación a civilización occidental a que fueron sometidos (citado en Garcés


2010, 36): “desde el nacimiento de la República, los originarios de estas regiones
fueron ignorados en sus derechos, los consideraban salvajes y por tanto, necesitaban
ser ‘civilizados’ e integrados a la sociedad nacional desconociendo su identidad
como pueblo”. El artículo 2 plantea que la Asamblea tenga “la potestad de redactar
una nueva Constitución Política del Estado que refunde total e integralmente al
Estado boliviano”. Llamada cuando Evo Morales asumió la presidencia (2006), la
Asamblea Constituyente obtuvo una mayoría (56%) de representación indígena y
una tercera parte (36%) de mujeres, muchas de ellas indígenas. Las organizacio­
nes de mujeres indígenas y campesinas realizaron dos cumbres en 2008 y 2009,
lideradas por la organización Bartolina Sisa. La Coordinadora de la Mujer creó la
red Mujeres en la Historia que consultó más de 20.000 mujeres para elaborar una
propuesta constitucional.22
La propuesta de Constitución construida por el Pacto de Unidad interrumpió
la relación Estado-nación. Como lo explica el exconstituyente Raúl Prada Alcore­
za (2012), en la Constitución del 2009 “ya no hay cabida para el Estado-nación.
Constitucionalmente este Estado habría muerto”. La Constitución declaró a Bolivia
pluriversal y al Estado plurinacional. De acuerdo con el artículo 1 de la Constitu­
ción, “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional
Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentra­
lizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político,
económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”.
No se trata como en el pasado de incorporar lo indígena en el Estado o de tolerar
sus diferencias culturales como lo prometió el multiculturalismo, sino que las co­
munidades indígenas son sujetos colectivos que configuran el Estado plurinacional.
Citando a Yrigoren (2011):

Los pueblos indígenas son reconocidos no solo como “culturas diversas” sino como
naciones originarias o nacionalidades con autodeterminación o libre determinación.
Esto es, sujetos políticos colectivos con derecho a definir su destino, gobernarse en
autonomías y participar en los nuevos pactos de Estado, que de este modo se configura
como un “Estado plurinacional”. Al definirse como un Estado plurinacional, resultado
de un pacto entre pueblos, no es un Estado ajeno el que “reconoce” derechos a los
indígenas, sino que los colectivos indígenas mismos se yerguen como sujetos constitu­
yentes y, como tales y junto con otros pueblos, tienen poder de definir el nuevo modelo
de Estado y las relaciones entre los pueblos que lo conforman. Es decir, estas Consti­
tuciones buscan superar la ausencia de poder constituyente indígena en la fundación
republicana y pretenden contrarrestar el hecho de que se las haya considerado como
menores de edad sujetos a tutela estatal a lo largo de la historia (149).

22. Sobre el papel de las mujeres en la Asamblea, ver Rousseau (2011) y Monasterios (2006a; 2006b).

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Estado plurinacional y sociedad pluriversal coemergen. El Estado adopta los


principios éticos de los pueblos indígenas y se declara responsable de promover los
(artículo 9-1),23 que incluyen “suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armonio­
sa), teko kavi (vida buena) e ivi maraei (tierra sin mal)” (artículo 8-I). En palabras
del intelectual aymara Simón Yampara (2011), el Suma qamaña es un “paradigma
de vida” que significa “convivir” y se centra en la “cuestión de armonizar los diver­
sos mundos” (13-14).
La Constitución reconoce los mundos indígenas que existieron antes de la
colonia y por lo tanto tienen derecho al territorio y gozan de libre determinación y
autogobierno:

Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesi­


nos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en
el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogo­
bierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus
entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley (artículo 2).

El artículo 30-II le garantiza a los pueblos indígenas el derechos a tener su


propia cosmovisión; a la libre determinación y territorialidad; a sus saberes y co­
nocimientos tradicionales, incluyendo la propiedad intelectual colectiva de sus sa­
beres, ciencias y conocimientos; al ejercicio de sus sistemas políticos, jurídicos y
económicos acorde a su cosmovisión; a ser consultados mediante procedimientos
apropiados; a la gestión territorial indígena autónoma, y al uso y aprovechamiento
exclusivo de los recursos naturales renovables existentes en su territorio sin perjui­
cio de los derechos legítimamente adquiridos por terceros. La economía es decla­
rada como plural,24 está orientada a mejorar la calidad de vida de la población que
comprende los sistemas de producción y reproducción de la vida social; el sistema
judicial indígena goza del mismo estatus que la justicia ordinaria; además le otorga
al Estado que “promoverá y fortalecerá la justicia indígena originaria campesina”
(artículo 192-III).
Finalmente, pero no menos importante, la política como negociación entre
mundos es formulada en el Pacto de Unidad cuyo carácter es subrayado por la so­
cióloga boliviana, Sarela Paz (2011).

23. La Constitución le otorgó al Estado la responsabilidad de su propia descolonización y la descoloni­


zación de la sociedad, al declarar que “Son fines y funciones esenciales del Estado, además de los
que establece la Constitución y la ley: 1. Constituir una sociedad justa y armoniosa, cimentada en
la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena justicia social, para consolidar las
identidades plurinacionales”.
24. El modelo económico boliviano es plural y busca mejorar la calidad de vida y el bienestar de todos
los bolivianos (artículo 306-1).

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210

La Asamblea Constituyente en Bolivia se ha declarado fundacional y originaria. El


carácter y magnitud de los cambios que proponen los pueblos indígenas y campesinos
originarios está lejos del paradigma político de reconocimiento o de reforma consti­
tucional. De hecho, tienen que ver con la necesidad de gestar un nuevo pacto social
que permita sancionar una Constitución Política que contenga en su seno el carácter
originario de la propuesta indígena y el carácter constituyente de una nueva forma
social en Bolivia (214).

La existencia indígena no surge del reconocimiento del Estado sino son pro­
ducto de la política indígena,

No se trataba de exigir reconocimiento como medio para ampliar y democratizar mo­


delos neoliberales de sociedad; ahora, sectores movilizados de la sociedad boliviana,
entre los que se encuentran los pueblos indígenas, han instaurado nuevos términos del
debate. El desafío ya no es reflexionar acerca de cómo un proyecto liberal de sociedad
asume las perspectivas políticas de los discriminados, sino más bien la posibilidad de
pensar un nuevo proyecto de sociedad donde los pueblos indígenas sean un elemento
constitutivo de la nación (199).

Siguiendo a Rita Segato (2011), el Estado en una sociedad pluriversal no des­


aparece sino debe estar disponible para garantizar la deliberación entre modos de
existencia “sin abusos por parte de los más poderosos en el interior de la sociedad”.
Para ella la deliberación conduce a tejer los hilos de la propia historia:

Lo que en este caso tendría que ser restituido, concluí, era la capacidad de cada pueblo de
deliberar internamente. Con la devolución de la justicia propia y la recomposición institu­
cional que eso involucraba, sobrevendría naturalmente la devolución de la historia propia
–pues deliberación es marcha, es movimiento de transformación en el tiempo (2011, 375).

Para ella la devolución de la historia no es lo mismo que cultura que evoca


inercia y corre el peligro que sea apropiada por grupos poderosos para influenciar
una comunidad (376).

ESTADO POSCONSTITUYENTE:
REVERSANDO LA ONTOLOGÍA EN CULTURA

Esta sección ilustra cómo las victorias ontológicas están siendo convertidas en
diferencias culturales debilitando las posibilidades de negociación política entre mun­
dos al quitarle validez a los argumentos provenientes de interlocutores indígenas. Esta
sección se enfoca en el papel que juega la traducción en la negociación entre mundos
ya que los conceptos empleados en las conversaciones desde mundos diferentes se

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211

prestan a equivocaciones (De la Cadena 2008, 150).25 Como lo sugiere Mary Louise
Pratt (2002), en toda traducción existe un “tráfico entre significados” (28) que pueden
conducir a cuestionar el carácter colonial del concepto, tal como sucedió durante las
marchas por el territorio analizado anteriormente, o conlleva a una “reversión cultu­
ral” que destruye el significado original del concepto de territorio, tal como sucedió
en las dos grandes reformas agrarias de 1874 y en 1952 y en las misiones civilizadoras
cuyo objetivo fue destruir el significado original y sustituirlo por la versión moderna
de territorio (34). De la Cadena llama al primer caso “momentos cosmopolíticos”, ya
que en estos momentos las propuestas indígenas logran ‘irritar’ o cuestionar el signi­
ficado colonial de los conceptos, y abrir espacio para la negociación política desde las
experiencias indígenas. La interpelación de Esperanza Huanca, elegida a la Asamblea
por la Marka Saqaqa y Suyu Charcas Q’ara Q’ara, sobre el significado del “proceso
de cambio” entre los indígenas y los líderes de los partidos políticos tradicionales, es
ejemplo de un momento cosmopolítico que cuestiona el tipo de cambio ejercido por
las élites blancas que naturaliza la exclusión indígena de la política:

Ustedes son ahoritita los representantes de las transnacionales que no quieren el cam­
bio, su propuesta solamente son parches y nosotros queremos cambios profundos...
Evidentemente, nos dicen, “estos indios, estos campesinos... no saben nada”. ¿Será
que no sabemos de la historia? Pero en nosotros está nuestra realidad, en nosotros
está innato. No es como nos dicen, no es como en los medios de comunicación nos
están tratando, especialmente a las mujeres... Quiero cambios. Y para eso me han en­
comendado desde mis bases a redactar una Nueva Constitución Política del Estado, de
acuerdo a nuestras vivencias, no copias de otros países. [...] Y que quede bien claro.
Que no nos tomen de tontos, antes lo han hecho con nuestros abuelos, ahora aquí esta­
mos [...] (Schavelzon 2012, 154. Énfasis añadido).

Este encuentro muestra cómo en la Asamblea la voz de las mujeres indígenas,


en este caso, se sitúa “en simetría política” con los representantes del poder blanco
colonizador (De la Cadena 2015a, 279). Durante la presidencia de Evo Morales,
como lo demostraré más adelante, se está gestando una “reversión cultural” para
convertir esta victoria ontológica en mera diferencia cultural que elimina la política
indígena al desautorizar su realidad-mundo y por lo tanto a sus portavoces como
interlocutores válidos con capacidad de negociar y hacer su propia historia.26
Es de anotar que la concepción del Estado plurinacional en una sociedad plu­
riversal no es del todo ajena al gobierno Evo Morales, especialmente en su período
de gobierno inicial, ya que este se presentó como un gobierno de los movimien­

25. De la Cadena sigue a Vieiros de Castro (2004) para quien las traducciones son equivocaciones, ya
que usando la misma palabra los interlocutores no están hablando de lo mismo. Para él las equivo­
caciones no son visiones diferentes de un mismo mundo sino visiones desde mundos diferentes.
26. Agradezco a Marisol de la Cadena el ayudarme a comprender este punto en una comunicación
personal.

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212

tos sociales acogiendo la máxima zapatista de “mandar obedeciendo” (Schavelzon


2012, 29). Ya en el año 2010 se notan las fisuras entre el Estado plurinacional y los
movimientos indígenas, no solo en Bolivia sino en Ecuador, ante las protestas por
los proyectos extractivistas27 de los dos gobiernos. Este quiebre se manifiesta clara­
mente durante la Cumbre del ALBA en la ciudad de Otavalo, presidida por los pre­
sidentes Correa, del Ecuador y Evo Morales, de Bolivia y con la asistencia de 300
autoridades indígenas y afrodescendientes invitados al evento en que denunciaron
los proyectos extractivos en sus territorios, sin haber hecho la consulta previa. (Bol­
press 2010). Ambos, Morales y Correa, cuestionan la capacidad de interlocución
indígena al localizarla en el exterior y voceras del imperialismo “una nueva forma
de conspiración de think tank y ONG financiadas por transnacionales de extrema
derecha, incluso por agencias de inteligencia” (Bolpress 2010).
La Declaración del ALBA (Declaración de Otavalo 2010) firmada por los
dos gobernantes califican las diferencias ontológicas dentro del Estado plurina­
cional como culturales:

Entendemos al Estado Plurinacional Unitario en la forma como se ha dado en los pro­


cesos constituyentes de la República del Ecuador y Estado Plurinacional de Bolivia,
como expresión de unidad en la diversidad, que asume una forma democrática de con­
vivencia, expresada en la interculturalidad que es el relacionamiento armónico entre
las culturas (énfasis añadidos).

El 8.º considerando reconoce al Estado cómo máxima autoridad de la admi­


nistración de los recursos naturales con el objetivo de minimizar impactos ambien­
tales y favorecer al conjunto de la sociedad. Este reconocimiento equipara de nuevo
Estado y nación y desconoce los logros de la población indígenas respecto a la
consulta previa y al autogobierno:

Expresamos que el manejo, administración y aprovechamiento de los recursos natu­


rales no renovables corresponde al Estado de acuerdo al interés de sus pueblos y la
sociedad en su conjunto y no a uno o varios grupos o sectores sociales o económicos.
El Estado garantizará la participación social y la distribución justa y equitativa de los
beneficios, especialmente a favor de las comunidades en donde esos recursos naturales
se encuentran y buscará, en armonía con la Naturaleza, minimizar los impactos am­
bientales y sociales adversos que generen.

El considerando 14.º invita a las comunidades indígenas y afrodescendientes


a un “diálogo intercultural” no muy alejado de las promesas multiculturales del
neoliberalismo:

27. Por proyecto extractivista se entiende la tendencia a intensificar la minería, la explotación de hidro­
carburos o la agroindustria como base del progreso económico.

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213

Nos comprometemos a que un encuentro de autoridades indígenas y afrodescendientes


electas y designadas del ALBA, se realice anualmente como un mecanismo de encuen­
tro y diálogo intercultural.

El momento de ruptura entre el Estado y el movimiento indígena en Boli­


via sucede en el año 2010 a raíz de la firma de un contrato entre el gobierno del
presidente Evo Morales y la compañía brasilera OAS, para construir una carretera
que atraviesa el parque TIPNIS, territorio mojo y de otros grupos indígenas, sin el
consentimiento previo. En protesta en 2011, mil indígenas de la región del TIPNIS
marcharon durante 65 días hacia La Paz. Al igual que en la época de la Búsqueda
por Loma Santa, las marchas incluyeron un número importante de mujeres, an­
cianos y niños, y recibieron el apoyo de organizaciones indígenas como CIDOB,
CONAMAQ y otros movimientos sociales. Las mujeres instalaron una vigilia en La
Paz, donde colocaron en primer plano la estrategia de defensa de la vida, amenazada
por un cerco policial a la marcha. Como lo expresa Catalina Molina, Mama T’alla
del Jach’a Suyu Pakajaqui:

Nosotras instalamos la vigilia para apoyar directamente a los hermanos marchistas. Lo


hicimos indignadas por el bloqueo de los colonos en Yucumo y el cerco de los policías.
Eso no lo podíamos permitir así nomás. Se quitó hasta el derecho al agua de los niños,
no se dejaba pasar medicamentos, no se dejaba pasar agua, estaban aislando a nuestros
hermanos y las mujeres no podíamos permitir eso (citada en Díaz y Jiménez 2011, 9).

Al mismo tiempo, ella establece una relación clara entre cuerpo de las muje­
res, la vida, el territorio y la pacha mama (naturaleza):

Las mujeres en la marcha y en la vigilia también hemos expresado la lucha por las
TCO que están siendo todas afectadas con lo que se pretende hacer al TIPNIS, nosotras
hemos sido la voz gritando la vulneración del TIPNIS y los territorios; hemos dicho
que con esa carretera bioceánica, se está partiendo el cuerpo del territorio del TIPNIS
pero también se está partiendo a otros territorios porque los territorios indígenas son
como un cuerpo unido y lo del TIPNIS es un precedente (Díaz y Jiménez 2011, 14).

Al llegar a La Paz, los marchantes se encontraron con demostraciones masi­


vas de apoyo, llevando al presidente Morales a negociar una agenda de 16 puntos
propuesta por CIDOB y a suspender la construcción de la carretera, declarando al
TIPNIS una zona “intangible” (Achtenberg 2013).28 A pesar de la promesa de dete­
ner el proyecto, en 2015 el gobierno anunció que la carretera debería ser construida
como parte de un acuerdo con China.

28. Para un recuento detallado de las marchas por el TIPNIS, véase Soto Watara (2012).

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214

Lo que el conflicto del TIPNIS demuestra es la estrategia del gobierno de


invocar la cultura como un dispositivo para acallar las peticiones sobre el territorio
como reproducción de la vida. Me concentro en los argumentos esgrimidos por
el vicepresidente Álvaro García Linera, quien se constituyó en el vocero intelec­
tual del gobierno asumiendo una interpretación marxista-leninista del “proceso de
cambio”. Como confiesa en una entrevista a Maristella Svampa y Pablo Steffanoni
(2007), para él, el mundo indígena no existe:

Las visiones de un mundo indígena con su propia cosmovisión, radicalmente opuesta


a occidente, son típicas de indigenistas de último momento o fuertemente vinculados
a ONGs, lo cual no quita que existan lógicas organizativas, económicas y políticas
diferenciadas. En el fondo, todos quieren ser modernos (152).

La visión del Estado plurinacional propuesta por García Linera no es diferente


de la historia lineal de un mundo moderno que sigue un progreso universal tal como
fue propuesto por Weber y Hegel. Para el vicepresidente el “Estado en el sentido
Weberiano y Hegeliano del término, [aparece] como representación de la voluntad y
los intereses generales de la sociedad” (Svampa y Steffanoni 2007, 149). La historia
sigue etapas que él reinterpreta como la transición desde la plurinacionalidad hacia
un estadio supremo donde el Estado controla la economía siguiendo tres momentos
claves: “plurinacionalidad (igualdad de nacionalidades), autonomía (desconcen­
tración territorial del poder) y conducción estatal de la economía plural”. Estado
plurinacional no difiere del Estado colonial que tiende a la posesión de una “terri­
torialidad homogénea”, lo que significa que tiene “derechos similares en cualquier
lugar” (García Linera 2012, 29). Más que un Estado que garantiza la deliberación
y convivencia, el Estado para García Linera (2012) es integrador de indígenas en
el Estado moderno, “es el primer esfuerzo en 500 años para integrar la totalidad de
los pueblos y naciones indígenas-originarios-campesinos en la estructura de mando
del poder político, del poder económico, y del poder cultural del país” (28). A lo
cual agrega que:

El Estado monopoliza exitosamente varias facultades y en particular, la capacidad de


representar la voluntad general de una sociedad, la imaginación y la ilusión de yo co­
lectivo de la misma [...] Esa es la idea de Estado Plurinacional: igualdad de culturas,
supresión del colonialismo, de la discriminación por idioma, por color de piel o por
apellido, igualdad de oportunidades entre un indígena y un mestizo [...] pero ante todo,
el reconocimiento de la igualdad de los pueblos (García Linera 2009, 17).

Para el vicepresidente, decolonizar es indigenizar el Estado, “es que ya no


cuente la piel si es más oscura o más blanca para tener un cargo, para tener un cré­
dito bancario [...] descolonizar es saber que puedo estar sentado con una compañera
de pollera y que tiene tanto derecho como yo que uso saco y corbata” (García Li­

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215

nera 2013). La igualdad consiste en el incremento de indígenas que ocupan cargos


directivos dentro del Estado (García Linera 2014): “Los pueblos indígenas fueron
condenados a ser campesinos, trabajadores, artesanos informales, porteros o ca­
mareros”. Ahora, dijo, “los pueblos indígenas son ministros (hombres y mujeres),
diputados, miembros del senado, directores de empresas públicas, redactores de la
constitución, magistrados de la corte suprema, gobernadores y presidente”. María
Galindo (s. f.), activista feminista del grupo Mujeres Creando, atina al observar que
la despatriarcalización y la descolonización se reduce a “una cuota cuyo contenido
es biológico sin contenido ideológico” (43).
Para el vicepresidente, es el Estado quien otorgó el territorio, no solo desco­
nociendo siglos de movilizaciones y violencia, sino que le otorga al Estado el poder
de sobreponer el interés colectivo:

El gobierno indígena-popular ha consolidado la larga lucha de los pueblos por tierra y


territorio. En el caso de los pueblos indígenas minoritarios de tierras bajas, el Estado
ha consolidado millones de hectáreas como territorialidad histórica de muchos pueblos
de pequeña densidad demográfica; pero junto al derecho a la tierra de un pueblo está el
derecho del Estado [...] conducido por el movimiento indígena-popular y campesino,
de sobreponer el interés colectivo mayor de todos los pueblos. Y así vamos a proceder
hacia delante (citado en Cannesa 2012, 21-2).

Como respuesta a la movilización del TIPNIS, García Linera publicó un libro


en el que borra la historia de los movimientos indígenas de tierras bajas y los priva
de tejer los hilos de su propia historia. Primero, reduce a minoría a la población
indígena que vive en tierras bajas, señalando que representan “menos del 4% del
total” (García Linera 2013, 15). Segundo, priva a estos pueblos de su papel histórico
al afirmar que las misiones jesuitas “fueron el escenario del moldeamiento del alma
indígena y de la modificación de sus hábitos productivos” (17). Finalmente, afirma
que los hacendados se adueñaron de la existencia de los pueblos indígenas: “En la
Amazonía, hasta hace poco, el [...] hacendado era dueño de todo [...] y mediante la
violencia de grupos de choque hacendal ocupó tierras e impuso su ley sobre [...]
indígenas y campesinos pobres de los alrededores” (24). Además, García Linera
introduce la división colonial entre comunidades indígenas de las tierras altas y de
las tierras bajas, a favor de los primeros:

En la Amazonía no son pues los pueblos indígenas quienes han tomado el control
del poder territorial, como sucedió hace años atrás en las zonas de tierras altas y de
los valles, en donde los sindicatos agrarios y comunidades desempeñaron el papel de
micro-Estados indígenas con presencia territorial, y en realidad fueron la base material
previa de la construcción del actual Estado Plurinacional. En la región amazónica, las
cosas transcurrieron de manera muy distinta. El orden despótico hacendal predomina
y ni las organizaciones indígenas, ni las campesinas o las obreras de reciente creación,

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216

han logrado crear un contrapoder organizativo o discursivo que resquebraje este siste­
ma hacendal-patrimonial (25-6).

Más aún, el olvido histórico lo extiende al período posterior a la Constitución


del 2009, ya que, según García Linera, las ONG reemplazaron a los hacendados,
ya que asignan a los indígenas “[E]l papel de cuidadores del bosque amazónico”
(27). Para García Linera es el despotismo de los terratenientes lo que prevalece en
la selva; “Los pueblos indígenas y campesinos son tratados como un accesorio más
de su propiedad, imponiéndoles su criterio sin reparo o negociación alguna” (33).
Finalmente, para el vicepresidente, no existen mundos por fuera del capitalismo:
“cuando las TCO’s y parques nacionales también sean sometidos a los circuitos
de acumulación capitalista [...] hablaremos de una subsunción de la territorialidad
indígena y de la naturaleza a la acumulación capitalista externa”. El TIPNIS “no
es una excepción a esta situación de subsunción formal de la economía indígena y
de la naturaleza a la acumulación del capital” (36).
Hacer un balance sobre los efectos de esta reversión cultural está fuera del
alcance y el espacio asignado a este trabajo. Durante el gobierno del presidente Mo­
rales se dividió y fragmentó a las organizaciones indígenas. Las palabras de Mama
Juana, exautoridad de CONAMAQ resume esta frustración, a la que dedicaré otro
trabajo:

En la comunidad en estos 3 o 4 años habíamos pensado que iba a haber cambio ver­
dadero. Siempre trabajamos como pueblos originarios. No ha sido así, hemos sufrido
discriminaciones. Divisiones en el municipio. Hemos estado divididos. Nos han divido
a nivel político. Nos han puesto a los originarios a un lado. Por eso Totora Marka ha
planteado la autonomía indígena. Estábamos en las manos de los partidos políticos.
Los pueblos indígenas hemos dicho autogobierno. La autonomía indígena, para poder
gobernarnos nosotros mismos. Ese es el objetivo de los pueblos indígenas gobernarnos
a nosotros mismos. Anteriormente los hermanos que han planteado que nos goberne­
mos nosotros mismos, han dado su vida. No somos colonizadores, nosotros somos
netos del lugar, por eso es que queremos gobernarnos... Nos gobernamos así no más.
El gobernarnos entre nosotros es esa la libre determinación. Pero hay veces que en
nuestros municipios no nos entienden a los pueblos indígenas. Dicen que pensamos
en otra forma, piensan que estamos dividiendo. Nos quieren hacer perder los usos y
costumbres por los partidos políticos. Que hagamos chacha warmi. No puede hacer
una persona sola, no puede hacer. Es dualidad. Lo que planteamos nos quieren hacer
perder (entrevista personal).

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8. Auge y colapso
del socialismo bolivariano:
Estado, rentismo y Revolución bolivariana

Antulio Rosales

Desde hace unos años en Venezuela, el vocablo “bachaquear” se ha popula­


rizado para describir la práctica común de personas –generalmente provenientes
de clases populares– que invierten horas de su tiempo en largas filas para obtener
productos de primera necesidad que se venden a precios regulados, muy por debajo
de su valor de mercado. El bachaqueo consiste en luego vender estos productos en
el llamado mercado negro o alimentar el negocio del contrabando hacia países veci­
nos a cambio de monedas convertibles (Purcell 2017). Parte de un entramado mayor
de prácticas ilícitas y otro síntoma de la crisis económica que enfrenta el país, el
bachaqueo, junto con mecanismos informales de sobrevivencia, se han convertido
en formas cotidianas de vida.
El bachaqueo ha sido identificado como un severo problema para grandes
sectores de la sociedad, se asume que ha contribuido a intensificar la escasez y ha
estimulado la ya acelerada inflación. Para el gobierno bolivariano es incluso un
arma central de la denominada “Guerra Económica” que cierne sobre sí el imperio
norteamericano y sus lacayos locales.1 Como bien advierte el historiador venezola­
no Tomás Straka (2015), no obstante, el bachaqueo es expresión de un fenómeno
arraigado en la estructura social y económica venezolana: la organización de am­
plios sectores de la sociedad alrededor de la captura de un trozo de la renta inter­
nacional que ofrece la venta de hidrocarburos. Se trata de un fenómeno que tiene
expresiones diversas en más de ochenta años de historia desde que el Convenio Ti­
noco sentenciara la sobrevaluación de la moneda nacional, el bolívar, en 1934 como
un mecanismo de apoyo a la agricultura y una forma elemental de transferencia de
renta de los hidrocarburos al campo.2
Si bien la clave histórica de la dependencia en la renta es fundamental para
comprender el proceso bolivariano y su crisis, también es cierto que una perspectiva

1. En lo sucesivo explicaré algunos de los argumentos centrales del discurso oficial sobre la Guerra
Económica. Para una mirada sucinta y acabada de este discurso, ver Salas Rodríguez (2015).
2. Straka, a su vez, cita y basa su argumento en el trabajo Bautista Urbaneja (2013) que también refe­
riré más tarde.

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de long durée del rentismo venezolano permite muchas veces soslayar los mecanis­
mos propios del socialismo rentístico que ha desarrollado la Revolución bolivariana
en los últimos 18 años. De hecho, analizando la actual crisis política, económica
y social venezolana, diversos autores simpatizantes de la Revolución bolivariana
tienden a explicar y, baste decir, justificar las críticas condiciones actuales del país
como el desenlace inevitable de un modelo histórico y parte de una gran crisis es­
tructural que trasciende al proceso político bolivariano (ver, por ejemplo, Hetland y
Ciccariello-Maher 2017). Más allá de ser resultado de un proceso de larga data, la
escasez actual es una pieza más del colapso de un sistema estructurado alrededor de
nuevas formas de captura de la renta y de apropiación de las estructuras del Estado
venezolano en el actual sistema político bolivariano.
El proceso bolivariano que lideró Hugo Chávez, y ahora lidera Nicolás Madu­
ro se ha sustentado en la capacidad de apropiación de la renta del suelo y el control
directo, casi personal, del devenir de la riqueza nacional. Diversos mecanismos
se han erigido para lograr ese propósito, pero en esencia, la política de control de
cambios encarnada en su etapa inicial por la Comisión de Administración de Divi­
sas (CADIVI), ha sido el centro de la captación de renta y la redistribución de la
misma a través de mecanismos centralizados por el gobierno nacional con escasa
fiscalización, monitoreo y control. De hecho, la sobrevaluación del bolívar se ha
convertido en el principal mecanismo de apropiación de renta, contradiciendo la
dinámica histórica del rentismo venezolano que se basaba en la aplicación de im­
puestos y regalías a las empresas extractoras, sean estas extranjeras o la estatal
Petróleos de Venezuela (PDVSA) (Dachevsky y Kornblihtt 2017; Mora Contreras
2009). Junto al control de la renta petrolera, el gobierno bolivariano ha intervenido
estructuras fundamentales del Estado, comenzando por PDVSA, las Fuerzas Arma­
das y el resto de los poderes públicos (en esto, el abandono especialmente en 2005
de espacios de elección por la oposición implicó una contribución importante), con
el fin de subvertir los mecanismos tradicionales de democracia representativa vene­
zolana. Al mismo tiempo, ha creado instancias paralelas, con el propósito –al menos
nominalmente– de empoderar a sectores subalternos de la población y fortalecer
una emergente noción de democracia participativa3 (Ciccariello-Maher 2017). Estas
instancias paralelas, como el sistema de misiones sociales y comunas, sin embargo,
han servido para premiar lealtades y castigar disensos, así como repartir la renta de
manera discrecional, al tiempo de mermar las estructuras locales y autónomas de
gobierno.
El fenómeno de la Revolución bolivariana ha concitado la atención de diver­
sos campos de pensamiento. No obstante, su análisis también ha sufrido de la pola­
rización política que el país mismo vive a partir del surgimiento de Hugo Chávez.

3. Ciccariello-Maher llamaría este proceso uno de “democracia sustantiva” que trasciende a la institu­
cional (liberal).

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Como plantea Hawkins (2016), en el campo de la ciencia política la principal divi­


sión se enfoca entre quienes ven en el proyecto bolivariano un atentado a la demo­
cracia y quienes, por el contrario, lo ven como una oportunidad de radicalización y
profundización de la misma. Además, son exiguos los análisis que vinculan el de­
venir de la forma de Estado en Venezuela y su democracia con la economía política
del rentismo bolivariano.4
El objetivo de este capítulo es precisamente vincular ambos. Pretende anali­
zar los procesos de transformación que ha vivido el Estado venezolano en las dos
últimas décadas, con el establecimiento del socialismo bolivariano. En ese sentido,
busca comprender los mecanismos propios de desarrollo rentístico de este sistema
que lo ubica como una etapa superior del histórico rentismo venezolano. Pero más
allá de detallar la economía política del socialismo bolivariano, el argumento de­
linea la forma de Estado planteado por la Revolución bolivariana que se sustenta
en el desmantelamiento progresivo de la estructura de democracia liberal represen­
tativa (amén de su propia crisis) y la consolidación de una pretendida democracia
participativa que enmascara el Estado personalista de Hugo Chávez y, posterior­
mente, de Nicolás Maduro. Ambos procesos, el socialismo rentístico y el Estado
personalista entran en crisis a partir de 2013, más por el agotamiento progresivo del
modelo económico imperante que por la caída de los precios del petróleo, así como
por la muerte del líder carismático y su reemplazo por Nicolás Maduro. La actual
coyuntura de crisis muestra la consolidación del autoritarismo con la suspensión de
mecanismos de democracia representativa (mecanismos sustentados principalmen­
te en el sufragio universal, libre y secreto) y la profundización de mecanismos de
apropiación de la renta del suelo por vías del despojo y la violencia.
Este capítulo se nutre de aproximadamente un lustro de investigaciones sobre
la industria petrolera venezolana y su vínculo con la economía mundial. En buena
medida, las reflexiones acá plasmadas se inspiran de la ciencia política y economía
política venezolana pero también de la literatura anglosajona de esas disciplinas
acerca de Venezuela y su petróleo. Se alimenta de impresiones recogidas en entre­
vistas y otras fuentes primarias obtenidas entre 2014 y 2016 en trabajo de campo
en Venezuela y comunicaciones telefónicas desde el exterior.5 El capítulo comienza
con un planteo conceptual acerca del capitalismo rentístico en Venezuela y su evo­
lución en conjunto con la democracia representativa. La siguiente subsección anali­
za los principales rasgos de crisis que enfrenta el modelo de acumulación rentística
y el sistema político de democracia representativa liberal. En la segunda mitad del
capítulo, abordo la forma de Estado que se erige con la Revolución bolivariana y,
posteriormente, se analizan los principales mecanismos de apropiación del ingreso
petrolero: el control sobre PDVSA y la puesta en marcha de una política cambiaria

4. Para notables excepciones, ver Bautista Urbaneja (2013); López Maya (2016).
5. Otros detalles metodológicos y teóricos sobre el proyecto más amplio en Rosales (2017a).

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y fondos extraordinarios ajenos a la fiscalización de las instituciones. Por último, el


capítulo analiza los más importantes rasgos que delinean la crisis actual del socia­
lismo rentístico bolivariano.

EL CAPITALISMO RENTÍSTICO
Y LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

De acuerdo con el reconocido trabajo de Asdrúbal Baptista (2010), el capi­


talismo rentístico surge de la condición de terrateniente del Estado, que se vincula
con el mercado global para la venta de la mercancía que extrae del suelo. En este
sentido, “el capitalismo rentístico [...] es una peculiar estructura económica que
descansa sobre la relación entre el mercado mundial y la propiedad terrateniente
nacional”. De la venta del petróleo, una mercancía extraída pero no producida, el
terrateniente obtiene rentas por su condición de dueño de los frutos del subsuelo
(Mommer 2010). Sobre esa condición rentística se erigen agencias especializadas
que el Estado constituye para maximizar la apropiación de la renta, pero además,
distintos actores sociales también se organizan en función de la búsqueda de un tro­
zo de esa renta. Estos son los individuos o grupos que Bautista Urbaneja denomina
“reclamadores de renta”.
Para Bautista Urbaneja, la distinción de reclamadores de renta y el tradicional
término de rent seekers en la literatura anglosajona, es fundamental. Dice Bautista
Urbaneja (2013, 28) que “el reclamador de renta reclama una porción de la renta
que el Estado terrateniente le ha cobrado a las compañías para permitirle el acce­
so al petróleo y que ya está en sus manos”. La distinción es importante ya que el
reclamador, a diferencia del rent seeker, “al reclamar una cuota de riqueza que ya
está en las arcas del Estado, no le quita a nadie nada que fuera suyo” ni tampoco,
como el rent seeker, “se beneficia de su posición para obtener ganancias superiores
a las que le proporcionara un mercado no distorsionado”. En última instancia, nos
encontramos primero con un fenómeno estructural y que trasciende a la lógica na­
cional: el capitalismo rentístico, que vincula el subsuelo nacional con la economía
internacional y un mercado global de commodities. En segundo lugar, se erige el
denominado “petro-Estado” (Karl 1997; Colgan 2014a) que establece instituciones,
políticas públicas y prácticas rutinarias para extraer y maximizar las rentas obteni­
das por la venta del hidrocarburo en el mercado internacional. Y, por último, una red
de individuos y grupos organizados alrededor de la captura o el “reclamo” de trozos
de esa renta ya obtenida. En ese proceso, el Estado es un actor que participa en la
distribución, determinando muchas veces ganadores y perdedores en la repartición,
pero también es un actor que reclama y aprovecha su posición de “árbitro”.
La relación terrateniente-recurso implica la propiedad sobre el recurso, aun­
que no necesariamente implica la propiedad sobre los medios que permiten su ex­

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tracción. De hecho, por más de medio siglo, el Estado venezolano se especializó en


la captación de rentas por la vía de regalías que cobraba a las empresas concesio­
narias que extraían el petróleo. En términos sencillos, la relación de negociación
y tensión entre el Estado y las empresas era una clásica expresión de intereses de
mercado. El primero buscaba maximizar la renta, mientras que las segundas maxi­
mizaban la producción (Vivoda 2011).
Durante los cincuenta años de sistema concesionario en el que el Estado en­
tregaba grandes extensiones de tierra a empresas extranjeras para la extracción del
hidrocarburo, la lógica “terrateniente” se enfocaba en la extracción de regalías de
estas empresas. Se trata del “derecho del propietario del suelo” a una porción de los
frutos de la tierra (Mommer 2010; 2002a; Mora Contreras 2009). Inicialmente, el
régimen de inversiones a comienzos del siglo XX fue un régimen de corte liberal en
el cual el Estado proveía concesiones de largas extensiones de tierra a individuos a
través de quienes las empresas transnacionales de petróleo establecerían el negocio
de extracción. Con la intervención del ministro de Fomento, Gumersindo Torres, y
del dictador Juan Vicente Gómez, la regalía se instauraría por primera vez en la ley
de hidrocarburos de 1920. La regalía de un sexto (1/6) se convertiría en una cons­
tante en la historia petrolera venezolana y se asentaría con la ley de hidrocarburos
de 1943 durante la presidencia del general Isaías Medina Angarita.
Con excepción del interludio dictatorial del General Marco Pérez Jiménez
(1952-1958), los gobiernos civiles que se instauran en Venezuela en el período
1945-1948 y a partir de 1958, fundamentaron su estrategia petrolera alrededor del
denominado “pentágono petrolero” (Garavini 2011; Darwich Osorio 2015). La po­
lítica petrolera diseñada por uno de los más reconocidos expertos petroleros del
partido socialdemócrata AD, Juan Pablo Pérez Alfonzo, se centraba en: la maximi­
zación de la apropiación de renta; el establecimiento de una empresa nacional de
petróleo; la conservación del recurso para generaciones futuras; el no otorgamiento
de nuevas concesiones y la articulación internacional de los intereses de los pro­
ductores de petróleo en una suerte de cartel de productores (Garavini 2011). Estas
cinco líneas generales no solo inspiran la política petrolera entre los años sesenta y
ochenta del siglo pasado, sino que acompañan y fortalecen paulatinamente la con­
solidación de una democracia liberal representativa.
Este sistema, denominado por el politólogo venezolano Juan Carlos Rey
como un sistema populista de “conciliación de élites”, estaba sustentado en el pacto
entre los principales partidos civiles y centristas que fundan la democracia moderna
venezolana. El conocido Pacto de Puntofijo contaba con, además del partido Ac­
ción Democrática, el socialcristiano Copei y, temporalmente, la Unión Republicana
Democrática (URD) (Bautista Urbaneja 2013). Los tres partidos se comprometen
a gobernar en coalición en el período 1958-1963 y, posteriormente, asumir la al­
ternancia política como valor del sistema imperante. Con la exclusión del Partido
Comunista de Venezuela (PCV), el otro artífice de la Junta Patriótica que derrocó

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la dictadura de Pérez Jiménez, emerge un período de confrontación armada y un


clivaje social y político que tiene reverberaciones importantes hasta nuestros días e
incluye la política petrolera y la identidad de Estado rentista.6 Cabe señalar que la
ruptura con el PCV y su posterior persecución implicó para la izquierda una traición
al pueblo, lo que convirtió a la democracia partidista en la “subversión de la volun­
tad” del pueblo (Ciccariello-Maher 2017, 10) sin importar la eventual estabilidad y
legitimidad que gozara este sistema.
Guiado por el pentágono petrolero de Pérez Alfonzo, el Estado alcanza al­
tos niveles de sofisticación y apropiación de la renta a lo largo del siglo XX. En
simultáneo, el sistema de conciliación de élites se estructura alrededor de la dis­
tribución de la renta entre los diversos grupos corporativos (sindicatos, gremios
y empresarios) que el sistema de partidos alimenta y del cual, a la vez, depende
(Bautista Urbaneja 2013). En consecuencia, la nacionalización del petróleo en 1976
es un resultado evidente y casi inevitable de la evolución del Estado rentista. Con
la nacionalización, el Estado venezolano alcanza una nueva propiedad, ya no solo
la del petróleo en el subsuelo sino la de la industria petrolera, que lo extrae. De esta
forma, las tradicionales tensiones que enfrentan el Estado terrateniente y las em­
presas extractoras,7 se trasladan al ámbito estrictamente doméstico. Inicialmente se
esperaba que nueva dualidad Estado-industria nacional implicara la sumisión de la
segunda bajo las directrices del primero, pero no fue así. Dicho de otra manera, se
“nacionalizó” también la tensión y negociación de Estado e industria. En palabras
de Bernard Mommer (2016), con la nacionalización: “había surgido un nuevo régi­
men petrolero, de dos polos. Por un lado estaba, más poderoso que nunca, el Estado
terrateniente, accionista y soberano: el principal, personificado por el presidente de
la República. Por el otro lado estaba Petróleos de Venezuela, su agente, una socie­
dad anónima” (46).

6. La izquierda venezolana caracterizaría esta exclusión como una traición al espíritu del 23 de enero
y las luchas revolucionarias de la Junta Patriótica que logran el derrocamiento del dictador. El par­
tido AD emprende una lucha militar guiada por los principios anticomunistas de la Guerra Fría que
incluye importantes excesos represivos contra la guerrilla y elementos presuntamente subversivos
de la sociedad. Si bien la izquierda armada no logra alcanzar apoyos sustanciales en la población,
mantiene apoyos focalizados en sindicatos, universidades e incluso en la fuerza armada. De estos
apoyos emerge posteriormente el movimiento revolucionario que daría sustento a la figura de Hugo
Chávez y la lucha contra los partidos del Pacto de Puntofijo representará un aspecto consustancial
al movimiento bolivariano. Para más detalle, ver Aveledo Coll (2017).
7. Más sobre las discusiones relativas a las negociaciones Estado-empresas transnacionales en Vernon
(1977); Vivoda (2016). Acerca del papel del nacionalismo de los recursos en América Latina en la
actualidad, ver Haslam y Heidrich (2016).

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LA CRISIS DEL RENTISMO PETROLERO


Y DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

A partir de 1976, la industria petrolera venezolana enfrenta cambios sustan­


ciales. En primer lugar, hay un abrupto recorte de producción, con la intención de
alargar la vida productiva de los campos maduros de petróleo liviano (en este punto
ya con fechas de agotamiento cercanas). En segundo lugar, se recorta considera­
blemente el peso fiscal de la nueva empresa nacional con el propósito de facilitar
el financiamiento de inversiones en nuevos proyectos y en mejoras de los campos
e instalaciones existentes. Todo esto se ve acompañado de importantes pagos que
el Estado debe realizar para compensar a las concesionarias nacionalizadas (San­
teliz Granadillo 2017). A finales de la década del setenta, eventos ajenos al poder
del gobierno venezolano, pero fundamentales en la política internacional, producen
una alteración en el precio del petróleo que permite atenuar estas condiciones pre­
viamente descritas. Más aún, hacen creer que Venezuela se encuentra destinada a
la prosperidad y el desarrollo. En 1977, el ingreso per cápita nacional tiene un pico
al que no retornará, aunque en 2012 se acercaría, al tiempo que el gobierno de Car­
los Andrés Pérez emprende ambiciosas políticas de industrialización, apalancadas
por el ingreso petrolero e ingentes recursos proveniente del endeudamiento externo
(Karl 1997; Coronil 1997).
La renta continúa siendo alimento fundamental a las industrias protegidas
por el Estado, pero, además, a los distintos grupos sociales que Bautista Urbaneja
(2013) llama reclamadores de renta. Durante la década de los ochenta, tal y como
ocurrió en buena parte de América Latina, Venezuela enfrenta la caída abrupta de
los precios de los commodities y el aumento de las tasas de interés por la reserva
federal estadounidense que contribuye a elevar el peso de la deuda externa en el
fisco nacional. El sistema puntofijista mantiene las políticas de controles de precio
y subsidios a la industria que considera base fundamental de la transferencia de
renta a la población y sostén del sistema democrático. No obstante, a estas políti­
cas inerciales subyace una realidad objetiva marcada por el declive del rentismo
petrolero. El ingreso nominal entraría en una etapa de caída sostenida, al tiempo
que las ganancias privadas encuentran mejor destino en el exterior que en una eco­
nomía nacional controlada y con limitados caminos de expansión. Asdrúbal Bap­
tista (2016) lo plantea sucintamente “a los años finales de 1970 y comienzos de la
década siguiente, y en la mitad de una situación de extraordinaria rentabilidad del
mercado petrolero, la economía venezolana dejará de crecer a un ritmo satisfactorio
para compensar siquiera el aumento poblacional, y con ello se abrirá un prolongado
tiempo de empobrecimiento” (72).
Los intentos de ajuste y reformas de mercado durante las presidencias de Luis
Herrera Campíns y Jaime Lusinchi son tímidas, mientras que los alegatos de corrup­

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ción entre altos funcionarios públicos se hacen endémicos, especialmente durante el


gobierno de Lusinchi. Si bien la resistencia frente a las reformas económicas tiene
mayor peso en la élite política, intelectuales e influyentes opinadores presionan por
su ejecución y estos canalizan a través de la Comisión Presidencial para la Reforma
del Estado (COPRE) algunos aspectos importantes de reforma estatal, especialmen­
te concernientes con la descentralización y el establecimiento de mecanismos de
eficiencia y transparencia en la gestión pública (Aveledo Coll 2016).
Durante los años ochenta, sin embargo, mientras el rentismo petrolero va en­
frentando sus límites y la crisis de los partidos políticos del puntofijismo empieza
a hacerse evidente, PDVSA tiene un primer encontronazo con el gobierno central.
En 1982, frente al prospecto de crisis económica que se avecina por la caída de los
precios del petróleo y el aumento de los compromisos de la deuda, el Banco Central
de Venezuela recomienda al presidente Herrera Campíns repatriar los fondos deno­
minados en dólares de la empresa nacional. El fondo de inversiones, creado con la
nacionalización, había sido hasta entonces protegido por la autonomía financiera de
PDVSA y alcanzaba un monto superior a los 5.000 millones de dólares (Philip 1999).
Pese a la resistencia de la gerencia de la empresa e incluso de algunos políticos en el
Ministerio de Energía y Minas, Herrera Campíns decreta la repatriación del fondo que
en pocos meses se diluiría en la devaluación del 18 de febrero de 1983.
Con este evento surge otro punto crítico en la coyuntura de deterioro econó­
mico y político venezolano. La apropiación de estos recursos por parte del Estado
incita la rebeldía de la gerencia de PDVSA que de manera cada vez menos tímida
busca asentar su autonomía frente al gobierno (Mommer 2003). Más allá de este
evento coyuntural, la tensión descrita anteriormente entre empresa y terrateniente
es el factor sustancial que subyace en las disputas por venir entre ambos actores. De
acuerdo con Mommer (2016), PDVSA buscaría expresamente no acumular reservas
líquidas sino adquirir activos en el exterior que estuvieran fuera de las manos del
gobierno central. Para la gerencia de PDVSA, esta política de internacionalización
se fundamentaba en la necesidad de acercar el petróleo venezolano a sus mercados
naturales, considerando que el petróleo pesado sería de más difícil colocación que el
tradicional petróleo liviano (Luong y Sierra 2015; Manzano y Monaldi 2010, 409).
El proceso de internacionalización a través del cual PDVSA adquiere una red de re­
finerías y estaciones de servicio en Europa, Estados Unidos y las Antillas, encontró
resistencias importantes en AD y el gobierno central, pero pese a esas resistencias
el Estado nunca detuvo el proceso por completo.
Mientras la internacionalización avanzaba y se consolida con la adquisición
total de CITGO en Estados Unidos, llega al gobierno por segunda vez Carlos An­
drés Pérez. Esta vez, Pérez instaura una agenda de ajuste estructural que buscaba
transformar radicalmente las bases del acuerdo tácito de la conciliación de élites y
el rentismo petrolero venezolano –el programa de ajustes lo llamaría el propio go­
bierno un “gran viraje”–. (Bautista Urbaneja 2013). Sin embargo, el plan de ajuste

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que implicaba la liberación de precios, incluyendo de la gasolina, transporte y ser­


vicios públicos, así como la liberación de la tasa de cambio y una inicial campaña
de privatizaciones, es revertido casi inmediatamente después de su aplicación por
las masivas protestas que produjo los aumentos de las tarifas del transporte en el
área conurbada de Caracas y que se extendió por buena parte del país (López Maya
2003a). La respuesta armada del gobierno frente al “sacudón” de febrero de 1989
tuvo implicaciones importantes. Por un lado, se hizo evidente la crisis del sistema
de partidos en canalizar las demandas sociales, así como la respuesta represiva del
Estado puso en tela de juicio la calidad del pregonado sistema democrático. Por
otro lado, las élites políticas que ya veían con suspicacia las políticas de Pérez –por
considerarlas parte de una agenda personal más que de un consenso político de los
partidos– cerraron filas contra la aplicación de medidas “neoliberales” de ajuste. La
crisis del sistema político continuó hasta el juicio político contra Pérez que lo saca­
ría de la presidencia en 1993, pasando por sendas intentonas golpistas en febrero y
noviembre de 1992, una de las cuales fue liderada por el entonces teniente coronel
Hugo Chávez, líder del clandestino Movimiento Bolivariano Revolucionario 200.
Concomitantemente, el deterioro de la calidad de vida de la sociedad se hace más
pronunciado, con vastos sectores de la población ingresando en los umbrales de la
pobreza (Buxton 2003).
Pese al interés del gobierno en transformar las bases económicas del país a
tono con las nuevas normas globales de gobernanza apegadas al libre mercado, la
visión petrolera de Pérez se mantuvo cercana a la visión tradicional del pentágono
petrolero. Su primer ministro de Energía, Celestino Armas, era un representante
de la visión vernácula del nacionalismo petrolero adeco8 y en tal virtud chocó con
la gerencia de PDVSA y su presidente, Arturo Sosa. En este período, PDVSA dio
un paso más en la transformación de la política petrolera nacional, pasando de la
internacionalización a la apertura. El plan de apertura buscaba atraer inversiones
extranjeras en la Faja Petrolera del Orinoco (FPO) para la extracción de crudos
pesados y extrapesados.
En este sentido, la política de apertura que buscaba ampliar la producción
estaba obstaculizada por las cuotas de la Organización de Países Exportadores de
Petróleo (OPEP) y la lógica tradicional de maximización de rentas. En efecto, como
plantea Bautista Urbaneja (2013, 352), detrás de la apertura “parece haber estado
una filosofía productivista, no rentista, respecto al petróleo, que apuntara a una ex­
pansión de la industria y la producción, aun al costo de sacrificar renta por barril”
(352). Un nuevo ciclo de inversiones era solo posible bajo un marco flexible y
atractivo para los inversionistas extranjeros. PDVSA se amparó en una interpreta­

8. Aunque en la segunda mitad del siglo XX la noción dominante de nacionalismo petrolero en Ve­
nezuela era la que había instaurado AD a través de Pérez Alfonzo y Rómulo Betancourt, esta no
sería la única visión de nacionalismo petrolero que en Venezuela emergiera. Para una discusión más
amplia, ver Straka (2016).

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ción laxa de la Corte Suprema de Justicia del controvertido artículo 5 de la Ley de


Nacionalización que le facilitó reducir al mínimo la regalía, al tiempo de proveer un
escudo legal que protegía a los inversionistas (Mommer 2002a). PDVSA se ubicó al
centro de la elaboración de la política petrolera, supliendo al Ministerio de Energía,
cuyas capacidades técnicas habían mermado desde la nacionalización.
La izquierda más radical representada en el Congreso por el partido Causa R y
con Alí Rodríguez Araque al frente de la comisión de energía y minas del parlamen­
to, elevó las críticas más férreas a la política de apertura. En primer lugar, denunció
el conflicto de interés que representaba el doble papel de PDVSA como operadora
en alianzas con inversionistas y como reguladora de los propios emprendimientos
(Rodríguez Araque 1997; Vallenilla 1995). Pero más allá de ello, para Rodríguez
Araque (1997) y una parte importante de la izquierda venezolana, la política de la
apertura era un paso inicial para finalmente privatizar PDVSA. Por último, se cues­
tionaba la reducción de la regalía, en algunos casos al 1%, que pasó de ser un tributo
al volumen de la extracción a un impuesto variable, dependiendo de la rentabilidad
de los pozos.9 En tres rondas de subastas, la apertura atrajo significativas inversio­
nes que elevaron la producción venezolana en alrededor de 1 millón de barriles por
día (bpd) (Philip 1999). PDVSA ganó la batalla de cuotas a la OPEP aduciendo la
venta de bitumen en vez de petróleo y la tradicional política de maximización de
rentas fue sustituida por la de optimización de la producción.

LA FORMA DE ESTADO BOLIVARIANO

Si bien el sistema económico del capitalismo rentístico se encontraba en crisis


desde la década del setenta, la crisis del sistema político de “conciliación de élites”
es más evidente a finales de los años ochenta y a lo largo de los noventa del siglo
XX. Esta doble crisis busca una salida en la renovación económica del país por la
vía de la adopción de medidas de libre mercado. Esas políticas económicas tienen
como correlato político distintos intentos de reforma del Estado que buscaban des­
centralizar la función pública, democratizar espacios locales de gobierno y opti­
mizar la rendición de cuentas. Tanto los esfuerzos en la política económica como
en la reforma del Estado enfrentan resistencias importantes, en especial de parte
de los factores tradicionales del poder público, los partidos políticos tradicionales
del puntofijismo. Rafael Caldera, uno de los representantes más importantes del
puntofijismo, era uno de los más severos críticos de las reformas durante la primera
mitad de los noventa. Sin embargo, sería durante su segunda presidencia cuando

9. Este es un tema de amplia discusión cuyos detalles técnicos y políticos son imposibles de abordar
con la complejidad que ameritan en este capítulo, para debates más pormenorizados, consultar
Mommer (2016); Hults (2012); Manzano y Monaldi (2010).

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las políticas “neoliberales” de privatización, flexibilización laboral y liberación de


precios fueran llevadas a cabo –empujado por una severa crisis bancaria en 1994–
junto con la continuación y profundización de la apertura petrolera. En todo caso, el
Estado en general y los partidos políticos en particular, fueron incapaces de concitar
importantes apoyos sociales a tales reformas (López Maya 2002b). Asimismo, dis­
tintos factores de la sociedad civil, sobre todo los medios de comunicación, se con­
virtieron en importantes críticos del sistema político, convocando a una renovación
de sus figuras y sus principios.
El sistema político de conciliación de élites no logra renovarse por la vía de
la descentralización y el ajuste estructural, sino que termina por implosionar. El
Estado de justicia y derecho se convierte en bandera de Hugo Chávez quien logra
aglutinar apoyos en sectores de la izquierda civil, antiguos compañeros de armas y
grupos sociales desfavorecidos especialmente en las últimas dos décadas de declive
del rentismo y crisis del bipartidismo (Straka 2017b). Advierte Aveledo Coll (2017),
más allá de la bandera de justicia social, el chavismo viene acompañado con una
agenda revolucionaria que data de la lucha armada de los años sesenta del siglo XX
y que ve en la democracia liberal representativa encarnada en el puntofijismo un
enemigo histórico a vencer.
Con la elección de Hugo Chávez en 1998, se concreta una importante ruptura
del sistema político imperante en Venezuela desde 1958. El movimiento que lidera
Chávez, a comienzos ecléctico y heterogéneo, confluía en torno a una crítica al neo­
liberalismo imperante en la época y, en especial, a los intentos de apertura económi­
ca que se intentaron en Venezuela en años anteriores. Con ello, no obstante, el mo­
vimiento bolivariano rechazaba íntegro el período histórico que denominó “cuarta
república” y en especial la “democracia representativa” de 1958-1998 inspirada en
el Pacto de Puntofijo. El antiimperialismo se mezcla con un discurso antioligárquico
que redefine las bases culturales y políticas de la nación alrededor de nociones de
clase y raza. Explica Straka (2017b) que para el chavismo:

la historia ha sido una constante e implacable lucha entre el pueblo y las clases domi­
nantes, comenzada con la resistencia de los indígenas a los conquistadores; seguida
por los cimarrones, llevada más alto que nunca por el Libertador y después por líderes
populares como Ezequiel Zamora. Los guerrilleros comunistas de la década de 1960
fueron los auténticos continuadores de aquellas luchas, ahora finalmente consumadas
por Chávez (82).

En este sentido, el movimiento de Chávez reemplaza el discurso igualitario


de la democracia representativa, sustentado en la capacidad de la renta petrolera de
proveer movilidad social y prosperidad a las mayorías (este discurso cada vez más
distaba de una realidad poco alentadora para las mayorías nacionales, en especial a
partir de los años ochenta), por uno revanchista y redentor, con tonos emancipato­
rios que busca rescatar una gesta traicionada. Se trata en última instancia de la gesta

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libertadora de Simón Bolívar, a quienes se le suma Simón Rodríguez y Ezequiel


Zamora, frente a potencias extranjeras y sus cipayos locales.
En un período inicial, el movimiento político que acompañaría al chavismo
incorpora transformaciones importantes al sistema político venezolano que se con­
vertiría, teóricamente, en una nueva y fortalecida democracia: la democracia parti­
cipativa y protagónica. Algunos de estos nuevos principios quedan plasmados en la
Constitución de 1999 elaborada a través de una Asamblea Nacional Constituyente
electa por sufragio universal.10 A la estructura del Estado social de derecho exis­
tente se le incorporan mecanismos de democracia directa como las iniciativas de
referendos consultivos y revocatorios, así como la inclusión de la iniciativa ciuda­
dana para la elaboración de leyes. Se incorporan reconocimientos a los derechos de
pueblos ancestrales, el de sus idiomas como oficiales, el respeto a la demarcación
y propiedad colectiva de sus tierras y la representación directa de sus pueblos en el
parlamento nacional. Los convenios internacionales de derechos humanos suscritos
por la república se convierten en norma constitucional. Por primera vez una cons­
titución latinoamericana reconoce el trabajo no remunerado de las trabajadoras del
hogar (Llavaneras Blanco, 2017).
En simultáneo, sin embargo, la nueva Constitución incorpora distintos me­
canismos que fortalecen el poder de la presidencia de la República. En primer lu­
gar, la/el presidente determina los ascensos militares sin pasar por aprobación del
cuerpo deliberante legislativo. La Asamblea Nacional se convierte en un cuerpo
unicameral (teóricamente electo bajo preceptos de proporcionalidad y universali­
dad) y los partidos políticos pierden financiamiento público, haciendo más difícil
la entrada en política de ciudadanos desligados de las instituciones del Estado o de
fuentes de financiamiento privadas (López Maya 2003b). Más allá de esto, surgen
numerosos mecanismos parainstitucionales por medio de los cuales el Poder Ejecu­
tivo socava los contrapesos, mina las estructuras autónomas de poder y transforma
la “democracia participativa” en un autoritarismo competitivo y jerárquico centra­
do en la figura del presidente (Corrales y Penfold-Becerra 2007; 2011). El princi­
pal mecanismo, argumentaré, sería ejercer control sobre PDVSA y la ingeniería de
herramientas que permiten la apropiación de la renta petrolera y la centralización
de los mecanismos para su distribución. De esta manera, el gobierno bolivariano
utilizaría la distribución de la renta, no como un mecanismo para asentar el Estado
social de derecho, sino para burlarlo. El denominado “libro rojo” del Partido So­
cialista Unido de Venezuela (PSUV) (2010) lo plantea así: “durante los años del
Gobierno Bolivariano Revolucionario, se ha dado prioridad a la inclusión social, la
misma exigía respuestas rápidas y masivas; de allí el origen de las misiones como
una estrategia para burlar la estructura burocrática y pesada del estado burgués he­
redado, utilizando la renta petrolera como fuente de financiamiento” (8). La idea de

10. Más sobre el proceso constituyente en Brewer-Carías (1999).

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las misiones sociales era satisfacer demandas urgentes de sectores desposeídos de la


población, con criterios de universalidad, aunque los resultados de estos programas
varían considerablemente y son escasos los datos de evaluación y monitoreo sobre
su desempeño (España, Morales y Barrios 2016).
En síntesis, el proceso político de la Revolución bolivariana viene a concretar
luchas de clase históricas del pueblo venezolano. De acuerdo con el “libro rojo”,
disputas históricas de distintos sectores, aunque dispersas y desconectadas entre sí,
se encuentran realmente concatenadas y entrelazadas en la “acumulación de fuer­
zas” que da sustento a la “nueva legalidad” de la Revolución bolivariana:

La resistencia indígena, la lucha por la libertad de los negros y negras, el proceso de


independencia, la guerra federal, el nacionalismo, la defensa de los precios del petró­
leo con la creación de la OPEP, la lucha armada y la táctica electoral de las distintas
concepciones de la izquierda, el movimiento estudiantil anti pago de la deuda externa,
el caracazo y su impacto en todo el país, las rebeliones cívico militar del 4 de febrero
y del 27 de noviembre, es la expresión síntesis de la acumulación de conciencia que
se traduce en la acumulación de fuerzas para institucionalizar la nueva legalidad de la
Revolución Bolivariana, y posteriormente complementada con la concepción Socialis­
ta, que se caracteriza por su carácter volcánico porque no ha tenido un ápice de paz,
la confrontación de clases más bien ha sido un proceso ardiente donde se dilucidan
el Socialismo Bolivariano frente al Capitalismo rentista (Partido Socialista Unido de
Venezuela 2010, 37).

Irónicamente, pese a la aparentemente incesante lucha frente al capitalismo


rentista, el rentismo petrolero no ha sido abandonado durante el chavismo. El ren­
tismo venezolano no solo no fue superado, sino que el socialismo bolivariano cons­
tituyó nuevas formas de apropiación del ingreso petrolero para profundizar su de­
pendencia en la renta. Esta fue la base material que permitió transformar el Estado
venezolano, socavando las bases de la democracia representativa, sustituyéndola
por un modelo autoritario que en un período gozó de un importante apoyo popular
y electoral. Fue entonces un autoritarismo competitivo, o una suerte de democra­
cia plebiscitaria, pero una vez erosionado el apoyo popular, pasó a ser un régimen
autoritario que Margarita López Maya (2017) cataloga de neopatrimonial: “la do­
minación carismática ha dado paso a otra de naturaleza neopatrimonial, donde se
han borrado definitivamente las fronteras entre lo público y lo privado [...] Se han
transformado los familiares, amigos y colegas militares de Chávez y de Maduro en
tribus políticas que controlan el aparato del Estado para su usufructo privado”.11
No obstante, los rasgos que dan vida al neopatrimonialismo están presentes en el
régimen bolivariano desde su era embrionaria y, como plantea Aveledo Coll (2017),

11. Tiempo atrás, Leonardo Vera (2008) había elaborado una incipiente discusión acerca del Estado
patrimonialista petrolero, con base en los primeros años del despliegue de la política social y de
desarrollo del gobierno de Chávez.

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tiene también una base ideológica que precede al propio chavismo, aun cuando no
fue sino hasta 2015 cuando el gobierno de Nicolás Maduro abandona el sufragio
universal como base de sustentación del sistema político.
Esos rasgos que prefiguran el desenlace del modelo de Estado bolivariano
están vinculados con el control del gobierno sobre la empresa petrolera y, poste­
riormente, con la ingeniería de mecanismos de apropiación del ingreso que evaden
las estructuras institucionales existentes y desdibujan los límites de lo público y lo
privado. El ingreso petrolero pasa a formar parte de una amplia cartera de fondos
extraordinarios utilizados discrecionalmente por el presidente, quien se encarga de
distribuirlos con criterios que en última instancia fortalecen su propio poder.

PDVSA ROJA ROJITA

En octubre de 2006, el presidente de PDVSA y ministro de petróleo, Rafael


Ramírez, en un discurso dentro de las instalaciones de la compañía anunciaba que la
nueva PDVSA respaldaba inequívocamente al presidente Hugo Chávez. El mensaje
proselitista de Ramírez no fue accidental, representaba la concreción de una política
de Estado que tenía como destinatarios tanto a los empleados de la empresa como
al resto de la sociedad. La autonomía de PDVSA había sido aniquilada y la empresa
petrolera nacional sería una piedra angular del modelo político y económico del
presidente Chávez, el socialismo bolivariano. En ese sentido, Ramírez exigía disci­
plina a los diversos rangos de la empresa y hacía público el control político de PD­
VSA. Pedía Ramírez: “yo quiero que los compañeros gerentes nos ayuden a borrar
de nuestra normativa, de nuestros correos internos, de cualquiera de los elementos
que dirigen la empresa, cualquier asunto que pueda ser una duda respecto a nues­
tro apoyo al Presidente Chávez”. Terminó con la frase más famosa de la campaña
presidencial de 2006 que consolidó el poder de Chávez con su segunda reelección:
“nosotros tenemos que decir claramente, como ustedes me han venido escuchando
en las áreas que estoy diciendo y que estamos repitiendo, y ayer incluso lo dijimos
en la prensa: que la Nueva Pdvsa es roja, rojita de arriba abajo”. El dominio sobre
PDVSA ejemplificado en este discurso ilustra también un proceso que en ese mo­
mento había ya abarcado buena parte del Estado. El gobierno de Hugo Chávez logró
neutralizar a la oposición y esta torpemente entregó todos los espacios posibles al
decidir sabotear la elección parlamentaria de 2005, con costos tremendos para la
institucionalidad democrática del país (López Maya 2016). En síntesis, la agenda
del socialismo bolivariano no encontró contrapesos y, en cambio, tuvo la venia de
una bonanza petrolera envidiable y un contexto internacional favorable con la elec­
ción de gobiernos progresistas en buena parte de la región latinoamericana.

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El origen del control sobre PDVSA viene de 2002, cuando la empresa emergió
como un actor político importante en contra de Chávez. Meses antes, el presidente
había decretado por la vía de una ley habilitante, una serie de decretos con fuerza de
ley, incluyendo una nueva ley de hidrocarburos. Esta ley de hidrocarburos retornaba la
centralidad de la captación de rentas, por vía de la regalía y los impuestos a empresas
extractoras, a la política petrolera nacional. Además, la regalía se elevaba a un 30%, al
tiempo que el impuesto sobre la renta al sector petrolero disminuía, pero en todo caso
transformaba radicalmente la relación con las empresas extractoras, incluyendo aque­
llas que operaban en la FPO (Hults 2012; Manzano y Monaldi 2010). El nuevo marco
jurídico, sin embargo, incluía una salvedad importante: las nuevas reglas no eran re­
troactivas y el Estado venezolano respetaría los contratos vigentes de la apertura y las
nuevas reglas aplicarían a nuevos acuerdos y los futuros contratos que debían ser ne­
gociados a mediados y finales de la década de 2010 (Lander 2002; Mommer 2002b).
El nuevo marco legal se sumó a un cambio de dirección en la política petrolera del
gobierno hacia el exterior. Chávez se comprometió con una agenda activa para reac­
tivar a la OPEP y el respeto a sus cuotas (Mora Contreras et al. 2017; Mora Contreras
2009). Además de esto, el gobierno solicitó la inclusión de los petróleos pesados y ex­
trapesados de la FPO dentro de las cuotas de la OPEP, así como la certificación de las
reservas de la faja como parte del portafolio nacional (Dachevsky y Kornblihtt 2017).
La ley enfrentó críticas importantes, incluyendo de parte de la gerencia de
PDVSA que consideraba inconvenientes los nuevos términos. Sin embargo, el go­
bierno de Chávez avanzó con la aprobación de esta y otras 48 leyes que detonan
el descontento de vastos sectores que se oponían al gobierno. En un contexto de
importante descrédito de los partidos políticos tradicionales, organizaciones civiles,
empresariales, sindicatos, la jerarquía de la Iglesia católica, entre otros, canaliza­
ron el descontento de quienes se oponían al gobierno. El entonces presidente de
PDVSA, general Guaicaipuro Lameda, nombrado por el propio Chávez en 2001,
hizo pública su oposición a la ley, por lo que fue removido del cargo (Lameda
2001). Mientras tanto, el gobierno reemplazó varios altos gerentes de la empre­
sa, privilegiando la lealtad con el proyecto bolivariano. Más allá de los términos
de la nueva legislación, para la gerencia de PDVSA el principal descontento con
Chávez emergió de su irrespeto a las normas corporativas de meritocracia, además
de su desdén por la autonomía de la empresa. Por tanto, PDVSA se incorporó a las
protestas contra el gobierno y eventualmente a la conspiración y golpe de Estado
que sacaría a Chávez del poder por unos días en abril de 2002 y, posteriormente,
organizaría una huelga general en diciembre del mismo año que redujo al mínimo
la producción de crudo y, junto con otros sectores empresariales, paralizó la activi­
dad económica del país. La coyuntura de 2002-2003 significó un punto de quiebre
de la disputa chavismo-oposición. Si bien el chavismo ha sido denunciado por sus
intentos autoritarios a lo largo del período estudiado, durante estos años iniciales,
fueron los sectores opositores los principales responsables del desconocimiento del

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orden constitucional (López Maya 2002a; E. Lander 2002; López Maya y L. Lander
2002; Cannon 2014). En todo caso, el gobierno neutralizó la situación después de
dos meses de huelga y tomó las instalaciones de PDVSA con apoyo de las fuerzas
armadas. Como consecuencia del llamado sabotaje petrolero, el gobierno destituyó
a más de 10.000 trabajadores de la nómina y los reemplazó con empleados leales al
gobierno, en una reestructuración corporativa sin precedentes.
El aumento de los precios del petróleo y los cambios progresivos a la estruc­
tura impositiva del sector petrolero llevaron al gobierno bolivariano a obtener la
mayor bonanza de la historia económica nacional. Entre 2003 y 2006, el gobierno
logró recuperar la producción petrolera, llevándola a una cantidad cercana a los 3
millones de bpd. Los emprendimientos privados de la FPO tuvieron un peso im­
portante en esa recuperación, todas bajo la estructura legal de la apertura (Bautista
Urbaneja 2013). A esto se sumó un aumento sostenido de los precios del petróleo
producto del incremento de la demanda de energía que incentivó el crecimiento eco­
nómico de China, India y otras economías emergentes (Mora Contreras et al. 2017;
Colgan 2004b) . La recuperación de la producción estuvo ligada a esos dos factores,
tanto el aumento de los precios como la continuidad de las políticas de inversión
extranjera; en cambio, la producción bajo la exclusiva responsabilidad de PDVSA
declinó pronunciadamente y se hizo especialmente crítica una vez desplomados los
precios del petróleo (Hernández y Monaldi 2016). La decisión de ejercer control
político y financiero sobre PDVSA y la expulsión de sus cuadros técnicos ha impli­
cado que la industria petrolera entrara en un período de crisis prolongada (Philip y
Panizza 2013). Sin embargo, antes de los cambios regulatorios –que se llevaron a
cabo en 2006 con la aplicación del nuevo modelo de contratos que forzaron la mi­
gración de las inversiones a empresas mixtas– un mecanismo de política cambiaria
creado en 2003 constituiría un pilar del nuevo socialismo rentista venezolano.

EL SOCIALISMO RENTISTA

Durante el complejo 2002, después del intento de golpe de Estado y huelga


general que buscaba sacar del gobierno a Hugo Chávez, el gobierno había manteni­
do una política cambiaria de libre flotación del bolívar, bajo el mando del ministro
de Planificación Felipe Pérez Martí. La política de Pérez Martí buscaba equilibrar el
bolívar a su valor de mercado por primera vez en décadas (el bolívar había perma­
necido controlado y sobrevaluado por largos períodos con cortas excepciones). La
idea era incentivar las exportaciones no petroleras. Sin embargo, la libre flotación
fue un experimento de corta duración. La fuga de capitales durante el paro petrolero
llevó las reservas internacionales a un mínimo histórico por debajo de los 10.000
millones de dólares. El gobierno decretó un control cambiario que fijó la mone­
da primero en 1.950 bolívares por dólar y, posteriormente, en 2.150 bolívares por

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dólar, esta paridad ha ido cambiando con el tiempo en devaluaciones progresivas


pero que en los últimos años no guardan relación alguna con la valoración de la
moneda en el mercado libre e ilegal de divisas (Palma 2011; 2013). El gobierno
creó la Comisión de Administración de Divisas (CADIVI), un órgano centralizado
encargado de aprobar divisas extranjeras a la población general, importadores y
entes del Estado. A finales del gobierno de Hugo Chávez, CADIVI se disolvió y se
constituyó otro organismo con competencias similares. En todo caso, el espíritu del
control de cambio y la centralización de la administración y asignación de divisas
se ha mantenido intacto hasta la actualidad.12
La política cambiaria implica, entre otros factores, el surgimiento de un mer­
cado ilegal de divisas de libre cambio, así como la centralización por parte del go­
bierno nacional de la adjudicación y uso final de las divisas del país. Divisas estas
que en primera instancia son obtenidas casi en su totalidad por la exportación de
petróleo, es decir, por el Estado mismo. No se puede menospreciar la importancia
del control de cambios en la estructuración del socialismo bolivariano. De acuerdo
con Dachevsky y Kornblihtt (2017), durante el chavismo y en especial durante su
primera etapa, el aumento en la captación de renta del suelo no fue producto de un
aumento del ingreso fiscal con respecto a los años noventa del siglo XX, tuvo que
ver más con el aumento de los precios del petróleo. No obstante, “la mayor parte de
la renta del suelo provista por PDVSA a la economía no petrolera fue consecuencia
de la sobrevaluación de la moneda” (8).
Aunado a la política cambiaria, el gobierno nacional estructuró la distribución
del ingreso nacional a través de mecanismos ad hoc que terminaron convirtiéndose
en el centro del Estado bolivariano. En primer lugar, estimó de manera conservadora
el precio del barril a la hora de elaborar el presupuesto nacional (ley de la República
que debe ser aprobada por el parlamento y debe seguir trámites de los contrapesos
tradicionales de la democracia representativa), constituyendo un artificial superávit
de ingresos que en vez de pasar a engrosar los fondos de estabilización creados para
paliar la vulnerabilidad eventual de los precios del petróleo, fueron utilizados de
manera discrecional por el Ejecutivo (Cardoso 2015; Mora Contreras et al. 2017).13
En segundo lugar, el gobierno central modificó en julio de 2005 la Ley del Banco
Central de Venezuela (mediante la “Ley de Reforma Parcial de La Ley Del Banco
Central de Venezuela” llamada LRPBCV) e instauró un novedoso concepto de “re­

12. Mientras que la política cambiaria del gobierno ha mantenido el control de cambios como pilar,
también ha constituido distintos mecanismos de mercado alternativos con la intención de paliar los
efectos de la restricción de disponibilidad de divisas. El detalle de estas políticas se puede compren­
der más ampliamente en Vera (2015).
13. Además de los fondos para uso doméstico, estos y otros fondos extraordinarios se crearon para
apalancar una ambiciosa política exterior. Nuevamente, el grueso de la política de solidaridad in­
ternacional del gobierno nacional se desarrolló a partir del uso del petróleo, por lo que el reparto
de la renta petrolera tuvo también un circuito internacional, siendo el más importante el circuito
centroamericano y caribeño organizado alrededor de la iniciativa Petrocaribe.

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servas necesarias” y “reservas excedentarias” que permitieron al gobierno crear un


bypass en las cuentas externas y constituir fondos especiales sin supervisión institu­
cional. El primero y más significativo de estos fondos es el Fondo de Desarrollo de
la Nación (FONDEN) que acumularía unos 131 mil millones de dólares hasta 2014,
así como los fondos de inversión binacionales con China (Fondo Pesado y Gran
Volumen) que han acumulado más de 60 mil millones de dólares entre 2004 y 2017
(Rosales 2016; Mora Contreras et al. 2017; Balza Guanipa 2017). Sin embargo, los
montos totales de estos fondos no son conocidos con certeza debido a los diversos
mecanismos de contabilidad, la opacidad en las cuentas y el uso discrecional de los
recursos.
PDVSA fue responsable por transferencias para la inversión social en unos
214 mil millones de dólares hasta 2015, esto es, transferencias discrecionales que
nada tienen que ver con pago de impuestos y regalías (Balza Guanipa 2017). Se
crea así lo que Juan José Pérez (2011) denominó “un nuevo patrón histórico de dis­
tribución de la renta petrolera” (136). Este debe ser visto como un cambio histórico
fundamental en la trayectoria del rentismo petrolero venezolano. Entre la década de
1920 y en 1976 emerge y se consolida un modelo de apropiación de rentas por el
Estado terrateniente basado principalmente en regalías y el impuesto sobre la renta.
A partir de 1976, ese modelo entra en crisis, declina la participación del Estado
en la renta del suelo, se afianza la política de autonomía de PDVSA que expande
las inversiones privadas, se reduce la carga impositiva del sector, se maximiza la
producción y la integración con el mercado de compradores. Con el control de la
nueva PDVSA a partir de 2003 y el establecimiento del control cambiario y otros
mecanismos de apropiación de la renta del suelo, emerge una nueva etapa, marcada
por la sobrevaluación del tipo de cambio y la redistribución discrecional del ingre­
so petrolero sin pasar por el pago de regalías e impuestos sino a través de fondos
extraordinarios (Vera 2015; Palma 2011; Pérez 2011, 125). En esta nueva etapa, el
poder se centra en el presidente de la República para la administración, uso y distri­
bución de los recursos. La centralización de los mecanismos y procesos de distribu­
ción determinan un patrón dual en el que coexiste, por un lado, los procedimientos
tradicionales del presupuesto, elección de autoridades locales y distintos entes del
Estado, y por otro, estructuras paralelas con tanto o más poder que las existentes y
que responden directamente al presidente.
Los efectos de las estructuras paralelas financiadas directamente por la renta
petrolera fueron múltiples. Por un lado, se reeditó lo que Fernando Coronil (1997)
denominó la prestidigitación de un “Estado mágico”, capaz de hacer realidad obras
sorprendentes y cuya audiencia era una sociedad pasiva, produciendo una latente
paz social gracias a la distribución de la renta. En efecto, la pax cadívica, como lo
ha denominado Guillermo Aveledo Coll, forma parte del relato legitimador de la
Revolución bolivariana:

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la estructura de clases de Venezuela produce grandes tensiones en el seno de la socie­


dad que... nuestra revolución ha logrado amortiguar por la vía del direccionamiento
de lo que se capta de la renta petrolera, hacia beneficios sociales que llegan a los tra­
bajadores, entre otras maneras con las misiones diseñadas por el Comandante Chávez
(renta petrolera que, en el pasado, era captada, en su casi totalidad, por los circuitos
financieros internacionales) (Partido Socialista Unido de Venezuela 2010, 45).

El renacimiento del Estado mágico de Coronil tiene en la era de Chávez carac­


terísticas especiales. La distribución del ingreso petrolero de manera discrecional y
directa empoderó a sectores comerciales y empresariales con conexión directa con
el Estado, pero además, fomentó un modelo de ampliación de la demanda a nivel
del consumo final, dándole un piso electoral sólido al chavismo (Dachevsky y Kor­
nblihtt 2017). El crecimiento económico de los años de bonanza estuvo marcado
por la importación de bienes y servicios y el aumento sostenido del consumo (Palma
2011). En simultáneo, se profundizó la desindustrialización del aparato productivo,
cuyos intereses de clase fueron asociados con la derecha y el imperialismo inter­
nacional (Mora Contreras et al. 2017; Vera 2015). Por un lado, permanecían vivos
los mecanismos tradicionales de democracia, el sufragio, la existencia de poderes
públicos en apariencia autónomos, mientras que, por otro, eran supeditados a es­
tructuras para-institucionales financiadas por catéteres de la renta petrolera y que
tenían como centro gravitacional al presidente.

LA CRISIS DEL SOCIALISMO RENTÍSTICO


Y LA DEMOCRACIA SUSPENDIDA

A partir de 2013, Venezuela enfrenta una crisis fiscal, con severo impacto en
la inflación, escasez de productos de primera necesidad y pérdida de valor real del
signo monetario (Vera 2015). Esta crisis tiene su antecedente más cercano el pro­
nunciado aumento del gasto público en 2012 a vísperas de la elección presidencial
que ganara Chávez por tercera vez. Las transferencias de divisas al FONDEN y el
uso de nueva deuda contraída sobre todo con instituciones financieras chinas fueron
utilizadas para la expansión del consumo final y la construcción de viviendas.14 A
finales de 2012 comienza el racionamiento de divisas al sector privado, elevando
la tasa de cambio de mercado, acelerando la inflación y la escasez. La crisis eco­
nómica coincidió con la muerte de Hugo Chávez el 5 de marzo de 2013. Nicolás
Maduro, designado sucesor, lleva adelante una campaña presidencial sustentando

14. En su conocido “testimonio ante la historia”, el ministro de Planificación de Chávez, Jorge Giordani
(2014), explica cómo el año 2012 las contiendas electorales implicaron “un gran sacrificio” que
implicó un importante “esfuerzo económico y financiero que llevó el acceso y uso de los recursos
a niveles extremos” y que, a su vez, “requerirán una revisión”.

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su liderazgo en la herencia de Chávez y la continuación de su legado. El resultado


no es alentador para Maduro, quien fue electo con un margen de poco más de un
punto porcentual sobre el candidato de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD)
Henrique Capriles Radonski. En síntesis, Maduro se enfrenta a la difícil coyuntura
de una crisis económica en ciernes y la necesidad de mantener unido el movimiento
chavista en vista de los avances electorales cada vez más tangibles de la MUD.
En este contexto, Maduro en vez de establecer medidas de ajuste, decide pro­
fundizar el modelo de socialismo rentista. El gobierno atacó los síntomas de la
crisis con medidas centradas en controles y regulaciones de precios y márgenes de
ganancia. Esta estrategia produjo mayores restricciones en la oferta de bienes mien­
tras que el Banco Central satisfacía las carencias de flujo de caja de PDVSA con
la compra de bonos denominados en moneda nacional (Vera 2015; Balza Guanipa
2015). El aumento de la base monetaria estuvo acompañado con la reducción de la
oferta, profundizando la crisis inflacionaria y la escasez de productos. Al tiempo, la
caída de los precios del petróleo a partir de octubre de 2014 entra a complicar el pa­
norama, erosionando las reservas internacionales. En consecuencia, la caída de las
reservas, acompañada por el aumento de la liquidez disparan el tipo de cambio de
mercado, lo cual se traduce en un círculo vicioso de aumento de los precios para los
consumidores (Saboin 2017). Además, los incentivos para el arbitraje se elevan sus­
tancialmente con el aumento de la prima que ofrece el tipo de cambio paralelo sobre
el oficial. Se agravan las sospechas y denuncias de corrupción sobre el uso indebido
de las divisas administradas por el Estado y, posteriormente, de los productos adqui­
ridos a precios regulados (Dreier y Goodman 2016). En este contexto, economistas
de la más diversa orientación han recomendado la eliminación de esta brecha con la
unificación cambiaria, incluso, en 2014 el propio Rafael Ramírez, en su condición
de jefe del Gabinete Económico, recomendó llevar adelante la unificación y la rene­
gociación de la deuda externa (Toro 2017; El Impulso 2014). En 2016, un grupo de
economistas independientes pero afines al gobierno hicieron una recomendación si­
milar (Rodríguez 2017). Maduro, sin embargo, se ha mantenido obcecadamente leal
al control de cambios y el uso de tipos de cambio diferenciados con amplias brechas
entre sí y los distintos ministros que han propuesto el abandono del control, incluso
progresivamente, después de Ramírez han sido sacados de sus puestos. En cambio,
un grupo de economistas defensores del gobierno han elaborado una tesis que sus­
tentan estas políticas, basadas en la noción de una “guerra económica” determinada
por factores económicos con fines políticos de desestabilización y subversión, cuya
herramienta más conspicua es el marcador electrónico del tipo de cambio paralelo.15

15. Según estos argumentos, la liquidez monetaria no tiene incidencia en la inflación, al tiempo que
cuestionan la existencia misma del fenómeno inflacionario tal y como es comprendido en la econo­
mía tradicional. En cambio, la inflación es vista como un simple reflejo de la lucha de clases (Salas
Rodríguez 2015; Daboín 2017; Curcio 2015).

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Como he argumentado en otros espacios, por un tiempo, el gobierno logró


contener la crisis con el apoyo financiero de China que se convirtió en un prestamis­
ta de última instancia para el país. El compromiso venezolano fue el repago de la
deuda con petróleo y la entrega bajo condiciones especiales de zonas de producción
y desarrollo, así como otros proyectos extractivos, bien sea vinculados al petróleo o
la minería (Rosales 2016). La elección parlamentaria de 2015 cambia este proceso.
En ese momento, el gobierno recibe su más contundente derrota electoral, que se
traduce en dos terceras partes de la Asamblea Nacional para los representantes de la
MUD. Con la elección parlamentaria, el gobierno de Maduro decide atrincherarse
en el poder por la vía del Tribunal Supremo de Justicia, anulando judicialmente la
mayoría calificada de la MUD y, posteriormente, negando todas sus decisiones. En
ese contexto, las instituciones financieras de China y otros países emergentes deci­
den replegarse y no extender onerosos apoyos financieros a Venezuela por temor a
que su deuda sea desconocida por el parlamento.
En ese contexto, el gobierno de Maduro no pudo evitar un ajuste que se dio
principalmente por la vía de la restricción dramática de importaciones, agravando la
crisis social del país. Las consecuencias fueron tan hondas que las cifras indican una
hecatombe sin precedentes en un país que no enfrenta un conflicto bélico: el nivel
de las importaciones llegó a un tercio en 2016 frente su equivalente de 2012; en
2017, el 87% de los hogares había caído por debajo de la línea de la pobreza (UCAB
2018); en el tercer trimestre de 2017 el país cruzó el umbral de la hiperinflación;
existen tangibles riesgos de desnutrición infantil en las zonas más pobres del país
(Caritas de Venezuela 2017); y la contracción económica ha pasado los dos dígitos
entre 2015 y 2017. Pese al aumento del circulante por la impresión de dinero inor­
gánico, el gasto real se ha contraído. A partir de 2015, el gasto real se ha reducido
en un 78,5% (Rodríguez 2018).
La propuesta central del gobierno en materia económica ha sido la expansión
de la minería a gran escala en el sur este del territorio venezolano, el Arco Minero
del Orinoco (AMO). El plan busca obtener recursos de la minería para cancelar la
deuda externa y reactivar las importaciones (Rosales 2017). De acuerdo con Lan­
der, ello se haría a cambio “de la destrucción socio-ambiental irreversible de una
significativa proporción del territorio nacional y el etnocidio de los pueblos indí­
genas habitantes de la zona”. Paradójicamente, el gobierno defiende la propuesta
del AMO como una forma de trascender el rentismo petrolero. No obstante, sigue
Lander (2016), “lejos de representar una mirada alternativa a la lógica rentista que
ha predominado en el país durante un siglo, expresa [...] una decisión estratégica
de profundizar el extractivismo y acentuar la lógica rentista”. El planteo del AMO
presupone la vinculación de mecanismos de control violento del territorio, en con­
nivencia entre factores estatales y grupos armados irregulares que por años han
practicado la minería ilegal en la zona (Olivares 2016).

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Aunado a ello, en octubre de 2016, el gobierno de Nicolás Maduro, junto al


Consejo Nacional Electoral (CNE) y con el apoyo de tribunales subalternos del
sistema de justicia, decide anular la convocatoria a referendo revocatorio contra el
presidente. El trámite que avanzaba la MUD contaba con vasto apoyo popular y era
previsible que Maduro sería revocado en elecciones libres. El gobierno decidió sus­
pender la democracia electoral hasta tanto tuviera la capacidad de ganar elecciones,
bien sea limpiamente o predeterminando desde el mismo gobierno quienes deben
gozar el derecho de elegir y ser elegidos.16 En marzo de 2017, el TSJ avanza en el
camino del autogolpe al eliminar definitivamente las competencias de la Asamblea
Nacional, abrigándose a sí misma o a un tercer órgano, el poder de legislar y con­
trolar a los otros poderes del Estado (Straka 2017a). Esta decisión produce masivas
protestas y la denuncia de la fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, de
la ruptura del orden constitucional.17 En última instancia, el gobierno controla la
situación por la vía de la represión y convocando a una Asamblea Nacional Cons­
tituyente con carácter originario capaz de redactar una nueva constitución, pero,
sobre todo, con suprapoderes que deberán ser reconocidos por todos los órganos del
poder público nacional.

CONCLUSIONES

Pese a que la tesis de la guerra económica ha sido desmentida por especialistas


incluso de izquierda (Dachevsky y Kornblihtt 2017; Purcell 2017), el gobierno man­
tiene el sistema de apropiación de ganancias extraordinarias que implica el diferen­
cial cambiario, aunque en la actualidad, frente a la caída abrupta de los ingresos pe­
troleros, tiene pocos efectos en la satisfacción de necesidades de la población. Todo
ello agrava el escenario de acceso a productos de primera necesidad y replantea el
escenario inicial del Estado rentista. En la actualidad, el Estado no distribuye la renta
que capta y administra para satisfacer necesidades sociales, redimir marginaciones
de larga data o estabilizar un sistema corporativo de pluralidad política. En cambio,
utiliza las herramientas centralizadas con las que cuenta para administrar la escasez

16. Tal es el caso en julio de 2017 cuando el gobierno organiza elecciones poco transparentes para la
Asamblea Nacional Constituyente. Entre otros factores, se viola el principio una persona un voto, y
emergen evidencias de manipulación de los resultados. Partiendo de esa base, el gobierno retoma la
agenda electoral con elecciones regionales y municipales, pero nuevamente se concretan violacio­
nes al voto, concretamente en los estados Bolívar y Zulia. En el primero, el candidato a gobernador
por la MUD, Andrés Velázquez demostró actas forjadas que el CNE publicó favoreciendo al candi­
dato del PSUV. En Zulia, el gobernador electo nunca pudo tomar posesión de su cargo tras oponerse
a juramentarse frente a la ANC.
17. En tiempo récord, el TSJ decidió revertir parcialmente las sentencias que diluían las competencias
de la Asamblea Nacional, pero efectivamente, tanto el Tribunal como el Ejecutivo mantuvieron su
no reconocimiento al parlamento.

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y focalizar el esfuerzo del Estado en la distribución de alimentos básicos a una


red-clientela, bajo la condición de lealtad y sumisión (España, Morales y Barrios
2016; Dreier y Goodman 2016; Lander 2016). Los “reclamadores de renta”, como
plantea Bautista Urbaneja, en la etapa crítica del socialismo rentístico, se centran
en capturar ya no servicios aparentemente universales como las misiones sociales,
o transferencias sectoriales, sino en el escaso producto controlado y subsidiado que
el Estado provee a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Distribución
(CLAP) (Mallett-Outtrim 2017; Valery 2016; Amaya 2016). De hecho, la provisión
de servicios públicos desde el Estado se concentran alrededor de la distribución de
alimentos. De ahí que el bachaqueo represente una forma de transferencia de renta,
pero que en sí mismo esconde un proceso macro que lo supera: la élite política y sus
operadores capturan una prima muy superior por la adquisición de divisas contro­
ladas que son reinvertidas en el mercado a precios exponencialmente mayores. Ese
mecanismo que representa la base de sustentación material del régimen de Maduro
tiene sus orígenes en el proceso histórico de gestación y estabilización de la Revo­
lución bolivariana.
El desenlace reciente de la confrontación social en torno a la figura de Nicolás
Maduro y las políticas del socialismo bolivariano demuestran que los mecanismos
de la democracia electoral son prescindibles para el líder de la Revolución boliva­
riana. En este proceso, cabe resaltar, distintos factores de oposición han contribui­
do con la erosión democrática, comenzando con las sublevaciones de 2001-2002,
pero especialmente con el abandono del camino electoral en 2005 y en 2014 con la
división entre sectores que buscaban “la salida” en protestas de calle, y otros que
mantienen la estrategia de la acumulación de fuerzas con miras a una victoria elec­
toral. De hecho, la oposición venezolana ha oscilado entre estrategias insurreccio­
nales e institucionales desde el comienzo del gobierno chavista (Cannon 2014). En
todo caso, el establecimiento de un modelo neopatrimonial se ha logrado estabilizar
temporalmente, pero su base de sustentación material se halla en la transformación
de las estructuras de captación de la renta y el establecimiento de un mecanismo
centralizado de distribución del ingreso petrolero. Es decir, sería iluso plantear que
la democracia suspendida es el resultado casi azaroso que produjo la muerte de
Chávez y su reemplazo por Nicolás Maduro. Las bases institucionales de la demo­
cracia formal, la división de poderes, la pluralidad política y el Estado de derecho
han sido socavados desde mucho antes, especialmente a partir de 2006. Y las nuevas
formas de socialismo rentístico se construyen a partir de 2003 con el control sobre
PDVSA y, posteriormente, con la bifurcación de los recursos petroleros a meca­
nismos parainstitucionales de administración y gasto. El agotamiento del modelo
económico del socialismo bolivariano produce la crisis que surge a partir de 2013
y la élite política venezolana actuó en consecuencia para preservar su poder, que se
sustenta más en el usufructo de la renta del suelo que en el sufragio.

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Los autores

Pablo Andrade A. es PhD en Social and Political Thought por la Universidad de


York, Toronto (Canadá). Es docente investigador del Área de Estudios Sociales y Glo­
bales, y coordinador del Programa de Investigación sobre las Burocracias y los Estados
Latinoamericanos (PRIBEL), de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.
Correo electrónico: ‹pablo.andrade@uasb.edu.ec›.

James D. Bowen es profesor Asociado de Ciencias Políticas en la Universidad


de Missouri-Saint Louis (Missouri). Sus investigaciones se centran en cómo las élites
políticas y económicas responden al surgimiento de movimientos sociales influyentes
liderados por grupos previamente excluidos. Su disertación doctoral: “Un tipo sutil
de racismo: élites, democracia y movimientos indígenas en el Ecuador moderno”, se
centra en la relación entre los pueblos indígenas de América Latina y los grupos de
clase alta que históricamente han dominado la vida política y económica de la región.
Es investigador en el área de la política exterior de EE. UU. en América Latina.
Correo electrónico: ‹james.bowen@slu.edu›.

Benedicte Bull es profesora de Ciencia Política en el Centro para el Desarro­


llo y Medio Ambiente (SUM) de la Universidad de Oslo (Noruega). Es directora de
la Red Noruega de Investigación sobre América Latina (NorLARNet) y dirige la
Academia de Gobernanza Global de Oslo. Recientemente ha investigado y publica­
do sobre teoría del desarrollo, élites latinoamericanas y economía política.
Correo electrónico: ‹benedicte.bull@sum.uio.no›.

Bob Jessop es profesor distinguido de Sociología en la Universidad de Lan­


caster (Reino Unido). Académico británico conocido por sus amplias contribucio­
nes a la teoría del Estado, economía política crítica, el análisis de la reestructuración
del Estado de bienestar y, más recientemente, la economía política cultural. Ha pu­
blicado State Power: A Strategic-Relational Approach (2007), Towards A Cultural
Political Economy. Putting Culture in its Place in Political Economy (2014), The
State. Past, Present, Future (2016).
Correo electrónico: ‹b.jessop@lancaster.ac.uk›.

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Juan Pablo Luna es profesor titular de la Escuela de Gobierno y del Instituto de


Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile, además de ser investi­
gador asociado del Instituto Milenio para los Fundamentos de los Datos. Sus temas de
interés son los efectos políticos de la desigualdad sobre los procesos de representación
política, la capacidad del Estado y el crimen organizado.
Obtuvo su PhD y magíster en Ciencia Política en la University of North Carolina-
Chapel Hill. Es licenciado de Ciencias Sociales Aplicadas (UCUDAL) y diplomado en
Marketing (ORT-Uruguay). Ha sido consultor de la OEA, CEPAL, PNUD, Segpres,
IDEA-International, y las fundaciones Frederick Ebert Stiftung y Konrad Adenauer.
Fue profesor visitante en las universidades de Princeton, Harvard, Brown, Columbia
y Sciences Po. También se desempeña como editor asociado de Latin American Poli­
tics and Society y de la Serie Elements Politics and Society in Latin American, ambos
editados por Cambridge University Press. Es también miembro fundador de la Red de
Economía Política de América Latina.
Correo electrónico: ‹jp_luna@me.com›.

Esteban Nicholls A. es doctor en Ciencias Políticas por la Carleton University,


Ottawa (Canadá). Es docente investigador y coordinador de la Maestría de Estudios La­
tinoamericanos. Su disertación doctoral, “Gubermentalidad y participación ciudadana
en Ecuador desde 2006”, ganó la Medalla del Senado por Excelencia Académica en es­
tudios doctorales (Carleton University, Canadá, 2014). Investiga en temas de teorías del
Estado, filosofía política, participación ciudadana y economía política internacional.
Correo electrónico: ‹esteban.nicholls@uasb.edu.ec›.

Cristina Rojas es profesora en el Departamento de Ciencias Políticas y direc­


tora del Instituto de Economía Política en la Carleton University, Ottawa (Canadá).
Sus investigaciones se centran en las áreas de ontología política, desarrollo crítico
y teoría poscolonial, política social y estudios de ciudadanía. Actualmente investiga
sobre la relación entre los movimientos indígenas y el Estado en Bolivia. Es autora
de Civilization and Violence: Regimes of Representation in the Nineteenth Century
Colombia (2002) y coeditora de Narratives and Imaginings of Citizenship in Latin
America (2014) y de Elusive Peace: International, National and Local Dimensions
of Conflict in Colombia (2005).
Correo electrónico: ‹cristinarojas@cunet.carleton.ca›.

Antulio Rosales es becario posdoctoral en el Centro para el Desarrollo y el


Medio Ambiente (SUM) de la Universidad de Oslo (Noruega). Sus intereses de
investigación se centran en las industrias extractivas de América Latina, la inver­
sión extranjera y las trayectorias de desarrollo. Sus publicaciones más recientes se
pueden encontrar en International Studies Quarterly, International Studies Review
y Canadian Journal of Development Studies.
Correo electrónico: ‹antuliorosales@gmail.com›.

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La Universidad Andina Simón Bolívar es una institución académica creada
para afrontar los desafíos del siglo XXI. Como centro de excelencia, se dedica a
la investigación, la enseñanza y la prestación de servicios para la transmisión de
conocimientos científicos y tecnológicos.
La Universidad es un centro académico abierto a la cooperación internacional.
Tiene como eje fundamental de trabajo la reflexión sobre América Andina, su histo­
ria, su cultura, su desarrollo científico y tecnológico, su proceso de integración y el
papel de la subregión en Sudamérica, América Latina y el mundo.
La Universidad Andina Simón Bolívar –creada en 1985 por el Parlamento
Andino– es una institución de la Comunidad Andina (CAN) y, como tal, forma parte
del Sistema Andino de Integración. Además de su carácter de institución académica
autónoma, goza del estatus de organismo de derecho público internacional. Tiene
sedes académicas en Sucre (Bolivia), Quito (Ecuador), sedes locales en La Paz y
Santa Cruz (Bolivia), y oficinas en Bogotá (Colombia) y Lima (Perú).
La Universidad Andina Simón Bolívar se estableció en Ecuador en 1992. En
ese año, la Universidad suscribió un convenio de sede con el Gobierno de Ecuador,
representado por el Ministerio de Relaciones Exteriores, que ratifica su carácter
de organismo académico internacional. En 1997, el Congreso de la República del
Ecuador, mediante ley, la incorporó al sistema de educación superior de Ecuador, y
la Constitución de 1998 reconoció su estatus jurídico, ratificado posteriormente por
la legislación ecuatoriana vigente. Es la primera universidad en Ecuador que recibe
un certificado internacional de calidad y excelencia.
La Sede Ecuador realiza actividades de docencia, investigación y vinculación
con la colectividad de alcance nacional e internacional, dirigidas a la Comunidad
Andina, América Latina y otros espacios del mundo. Para ello, se organiza en las
áreas académicas de Comunicación, Derecho, Educación, Estudios Sociales y Glo­
bales, Gestión, Historia, Letras y Estudios Culturales, y Salud, además del Progra­
ma Andino de Derechos Humanos, el Programa Académico de Cambio Climático,
el Centro Andino de Estudios Internacionales, y las cátedras: Brasil-Comunidad
Andina, Estudios Afro-Andinos, Pueblos Indígenas de América Latina, e Integra­
ción Germánico Salgado.

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CORPORACIÓN EDITORA NACIONAL
Biblioteca de Ciencias Sociales
1. Gustavo Cosse, Estado y agro en el Ecuador: 1960-1980
2. Nick D. Mills, Crisis, conflicto y consenso: Ecuador, 1979-1984
3. Osvaldo Barsky, La reforma agraria ecuatoriana
4. Enrique Ayala Mora, Lucha política y origen de los partidos en Ecuador
5. Nelson Argones, El juego del poder: de Rodríguez Lara a Febres Cordero
6. Louis Lefeber, ed., La economía política del Ecuador: campo, región, nación
7. Miguel Murmis, ed., Clase y región en el agro ecuatoriano
8. Santiago Pérez, Crisis externa y planificación en Ecuador: 1980-1984
9. Amparo Menéndez-Carrión, La conquista del voto: de Velasco a Roldós
10. Lê Châu, ed., Investigación agraria y crisis: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú,
Bolivia
11. Varios, El Ecuador en la encrucijada: crisis, empleo y desarrollo
12. Varios, La crisis de la economía ecuatoriana: elementos para su interpretación
13. CONADE-UNFPA, Población y cambios sociales: diagnóstico sociodemográfico
del Ecuador, 1950-1982
14. Rob Vos, Industrialización, empleo y necesidades básicas en Ecuador
15. Arnaldo M. Bocco, Auge petrolero, modernización y subdesarrollo: el Ecuador de
los años setenta
16. Carlos Larrea, ed., El banano en el Ecuador: transnacionales, modernización y
subdesarrollo
17. Gonzalo Ortiz, La incorporación del Ecuador al mercado mundial: la coyuntura
socioeconómica, 1875-1885
18. Gonzalo Rubio Orbe, Los indios ecuatorianos: evolución histórica y políticas indi-
genistas
19. Eduardo Santos A. y Mariana Mora D., Ecuador, la década de los ochenta: crisis
económica y ensayo neoliberal
20. Enrique Ayala Mora, ed., Pensamiento de Pedro Moncayo
21. Marie-Danielle Demélas e Yves Saint-Geours, Jerusalén y Babilonia: religión y
política en el Ecuador, 1780-1880
22. Fausto Jordán B., El minifundio: su evolución en el Ecuador
23. Washington Padilla, La Iglesia y los dioses modernos: historia del Protestantismo
en el Ecuador
24. Fernando Velasco Abad, Ecuador: subdesarrollo y dependencia
25. Patricia de la Torre, Patrones y conciertos: una hacienda serrana, 1905-1929
26. Alain Dubly, Los poblados del Ecuador: estudio geográfico
27. Eduardo Santos Alvite, El Ecuador al año 2000: sector agropecuario, forestal y
pesquero
28. Jaime Breilh y otros, Deterioro de la vida: un instrumento para análisis de priori-
dades regionales en lo social y la salud
29. Rafael Quintero L., ed., La cuestión regional y el poder

Nuevos enfoques BCS 82.indd 255 2/3/20 12:28


256

30. Juan Maiguashca, ed., Historia y región en el Ecuador: 1830-1930


31. Simón Pachano, Los diputados: una élite política
32. María Cristina Cárdenas, Velasco Ibarra: ideología, poder y democracia
33. Rosemary Thorp y otros, Las crisis en el Ecuador: los treinta y ochenta
34. Silvia G. Álvarez, Los comuneros de Santa Elena: tierra, familia y propiedad
35. Julio Pazos, Literatura popular: versos y dichos de Tungurahua
36. Enrique Ayala Mora y otros, Pueblos indígenas, Estado y derecho
37. Magnus Mörner, Ensayos sobre historia latinoamericana: enfoques, conceptos y
métodos
38. Marie S. Bock, Guayaquil: arquitectura, espacio y sociedad, 1900-1940
39. José Moncada Sánchez, Ecuador: ¿integración mundial o desintegración nacio-
nal?
40. René Báez, Ecuador: ¿genocidio económico o vía democrática?
41. Genaro Eguiguren, El gobierno federal de Loja: la crisis de 1858
42. Teodoro Coello y otros, Universidad, Estado y sociedad
43. Marco Antonio Guzmán, Bicentralismo y pobreza en el Ecuador
44. Paco Moncayo Gallegos, Fuerzas Armadas y sociedad
45. Germánico Salgado Peñaherrera, Del desarrollo al espejismo: el tránsito de la eco-
nomía ecuatoriana en los años 60 y 70
46. Bernard Lavallé, comp., Bibliografía francesa sobre el Ecuador (1968-1993): cien-
cias humanas, sociales y de la tierra
47. Wilma Salgado Tamayo, ed., El sistema mundial de comercio: el Ecuador frente al
GATT y la OMC
48. Agustín Grijalva, Elecciones y representación política
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59. Luis Tapia, Ciudades, regiones y globalización: un análisis sobre descentraliza-
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62. Roque Espinosa, ed., Las fronteras con Colombia
63. Pierre Calame, Hacia una revolución de la gobernanza: reinventar la democracia
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tica de la cultura y reforma institucional
65. Pablo Ospina Peralta, Olaf Kaltmeier y Christian Büschges, eds., Los Andes en
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66. INFA/MIES/UASB, eds., Políticas sociales e institucionalidad pública
67. Pablo Andrade A., La era neoliberal y el proyecto republicano. La recreación del
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70. Paco Moncayo Gallegos, Cenepa: antecedentes, el conflicto y la paz
71. Catalina León Pesántez, El color de la razón: pensamiento crítico en las Américas
72. José María Egas, Escritos desde la academia
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74. Stuart Hall, Sin garantías: trayectorias y problemáticas en estudios culturales
75. Fernando Hidalgo Nistri, La República del Sagrado Corazón: religión, escatología
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76. Manuel Chiriboga Vega, Jornaleros, grandes propietarios y exportación cacaotera,
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77. Diego Falconí Trávez, ed., “Me fui a volver”: narrativas, autorías y lecturas teori-
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78. Mabel Moraña, ed., Para una crítica de la modernidad capitalista: dominación y
resistencia en Bolívar Echeverría
79. Pablo Andrade A., Política de industrialización selectiva y nuevo modelo de desa-
rrollo
80. Pablo Andrade A., coord., La gobernanza ambiental en Ecuador: historia, presente
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81. César Montúfar, ¿Vivimos en democracia?: análisis conceptual del régimen políti-
co de la revolución ciudadana
82. Pablo Andrade A., ed., Nuevos enfoques para el estudio de los Estados latinoame-
ricanos

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