Está en la página 1de 4

EL FIN DE LA NORMALIDAD:TIEMPOS

FINALES
Adolfo Estrella

Septiembre 2019

Contacto: aestrella5812@gmail.com

Vivimos tiempos finales. El problema es que no sabemos exactamente qué es lo


que finaliza y qué es lo que comienza, ni si saldremos vivos de todo esto. Ni tampoco
qué es lo que merece ser salvado: ¿la humanidad? ¿la vida en su más puro sentido
biológico? ¿la civilización? Franco Berardi escribió un libro
notable: “Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva”. Una
reflexión sutil acerca de los cambios antropológicos a los que nos ha llevado el
capitalismo digitalizado: sustitución de las relaciones conjuntivas, corporales,
táctiles, por relaciones conectivas, informatizadas, codificadas.

Los seres humanos, sostiene Berardi, estamos perdiendo nuestra capacidad


sensitiva y sensible “a medida que (nuestra) comunicación pasa cada vez menos
por la conjunción de cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas,
segmentos, fragmentos sintácticos y materia semántica” y añade: “la mutación
digital, está invirtiendo la manera en que percibimos nuestro entorno y también la
manera en que lo proyectamos: no involucra únicamente nuestros hábitos, sino que
afecta, a la vez, nuestra sensibilidad» y sensitividad”. La experiencia entre los seres
humanos, entre los seres humanos y las cosas, entre las cosas y las cosas y entre
la naturaleza, los seres humanos y las cosas, se ha modificado sustancialmente
como efecto de la conexión tecnológica bajo la forma digital. Por sensibilidad
entiende “la facultad que hace posible la interpretación de los signos que no pueden
definirse con precisión en términos verbales”. Es una “capacidad para detectar lo
indetectable, para leer los signos invisibles y para sentir los signos de sufrimiento o
de placer del otro”. Esto es lo que estamos perdiendo.

La cognición, la percepción y la sensibilidad se debilitan o, lisa y llanamente, se


bloquean por el hecho de vivir en entornos digitalizados acelerados, soportados por
codificaciones binarias, eficaces y sofisticadas, pero banales. Se expanden las
conexiones de superficie mientras, simultánea y proporcionalmente, se atenúan las
conjunciones de profundidad. La codificación universal nos está haciendo torpes en
nuestra capacidad de interpretar el mundo, de encontrar otros sentidos fuera de las
sintaxis informáticas. Todo esto lleva a la extinción, dice Berardi, “del hombre y de
la mujer humanista, y conduce a la “disolución de la concepción moderna de
humanidad”.
Sin embargo, desde nuestra mirada, esta mutación, este fin, con toda su
profundidad y dramatismo, es un fin relativo. Fin de una manera de vivir la
condición humana, fin de una manera de experimentar los vínculos sociales, fin de
unos valores, fin, incluso, de una manera de encontrar sentido a la vida en común.
Fin relativo que supone, sin embargo, nuestra continuidad en el tiempo y en el
espacio. Supone que los humanos, junto a otros seres vivos, podamos seguir
habitando el planeta. Supone que la destrucción y la autodestrucción antrópica no
haya hecho ya estallar todavía las propias condiciones de la vida sobre la tierra.
Supone que el cambio climático, el agotamiento de los recursos energéticos, la
contaminación, el deshielo, las nuevas enfermedades, los desplazamientos de
población… Suponiendo, en fin, que la normalidad de la vida se mantuviera como
hasta ahora. Pero esto es mucho suponer: más bien es justamente lo que no está
sucediendo.

Asumiendo la realidad de la mutación y del fin antropológico señalado por Berardi,


podemos imaginar, además, un fin absoluto derivado de la extinción de una parte
importante de las formas de vida sobre la Tierra, incluyéndonos. Estamos viviendo
los comienzos avanzados de un desequilibrio sistémico generalizado: momento de
tránsito de un estado de estabilidad a otro. Tanto la vida social como la vida de la
naturaleza han entrado en un bucle de transformaciones impredecibles. Los
procesos morfogénicos están desbocados. Los acontecimientos golpean las
estructuras y desarman los órdenes conocidos.

En estos escenarios de mutaciones, sociales antropológicas y biológicas, la vida o


lo que va quedando de ella, se ha vuelto cambiante, impredecible, rara, anormal. Ni
la vida social ni la vida natural son lo que alguna vez fueron. Desde la consolidación
del neoliberalismo veníamos experimentando la aceleración y la inestabilidad,
expresada en la epidemia de precariedad, en la pérdida de proyectos colectivos, en
la destrucción de los vínculos solidarios, en el debilitamiento de las iniciativas
compartidas, en el retraimiento social. Quedamos a la intemperie, desnudos,
expuestos sin mediaciones a las inclemencias del Capital.

Una nueva “normalidad de la anormalidad” se instaló. Se acabó la vieja y


tranquilizadora normalidad de los procesos sociales y de los procesos naturales. La
normalidad de la distinción del tiempo de trabajo y del tiempo de ocio, de la comida
de acuerdo a las estaciones, de la relación virtuosa entre estudio y empleo, del
estudio como mecanismo de ascenso social, del empleo y del amor para toda la
vida, de la escuela como lugar de autoridad y transmisión, del barrio como lugar de
socialización, de la figura central del pater familia, de los partidos políticos como
representantes ciudadanos, del poder e independencia del Estado, de los productos
de consumo de larga duración…

Se acabó también la normalidad de los procesos de la naturaleza: sus cadencias y


ciclos están alterados. Ya no llueve ni nieva como antes y los veranos son más
calurosos. O llueve a destiempo y en lugares en los que habitualmente no lo hacía
con esa intensidad. Aparecen tornados en otros hemisferios, los glaciares
desaparecen. La naturaleza nos envía mensajes que no sabemos leer, porque
cualquier condición caótica implica precisamente la ruptura de los códigos que
permiten su lectura. No sabemos cuál será el nuevo equilibrio que nos tiene
preparado la naturaleza ni si nos tiene contemplado en él. Lo más probable es que
no estemos en sus próximos planes.

Las mutaciones catastróficas de la naturaleza están imbricadas con las mutaciones


catastróficas de la sociedad, de la economía y de la cultura y, siguiendo a Berardi,
con las mutaciones en el estrato más profundo, antropológico de nuestra existencia.
“Las cosas cambiaron tan rápido que no podemos acompañarlas”, dice Bruno
Latour. Vivimos tiempos en los que la geopolítica interacciona con la geofísica. Los
humanos nos hemos transformado de simple agente biológico a fuerza geológica
(Chakrabarty) modificando las propias condiciones de la existencia de la vida sobre
este pequeño planeta sin versión de recambio.

Y esta “aceleración del tiempo y compresión del espacio” (Danwski & Viveiros de
Castro) nos encuentran desvalidos, solitarios y desconfiados; sensitiva y
cognitivamente exhaustos. “El entorno acelerado por el poder de la tecnología hoy
excede cualquier posibilidad de medida humana. Pensemos en la hipersaturación
del entorno mediático que está arrastrando la capacidad de pensamiento crítico. La
razón humana se encuentra exhausta. La infinita complejidad de los fenómenos
satura nuestra capacidad de observación. La sensibilidad, impulsada más allá del
dominio de lo propiamente humano a través de su interfaz tecnológica, se ha
incorporado a lo inorgánico”, continúa Birardi.

Desprovistos de herramientas de protección colectiva, los escenarios de futuros


eco-fascismos son más probables que escenarios de comunidad solidaria.
Neoliberalismo, digitalismo y colapso climático son expresión de una misma crisis
sistémica y frente a ellos las subjetividades, individuales y colectivas, están
perplejas y asustadas. No sabemos si hay o no un mundo, habitable, por venir. No
hay ni dioses ni amos sobre los cuales podamos depositar esperanzas de salvación.
Vivimos el doble colapso de la naturaleza y de la civilización, y esto es inédito, es lo
que tiene de particular este momento. Muchas civilizaciones en el pasado
sucumbieron, muchas por crisis ecológicas catastróficas, pero siempre había “otro
lugar” para la continuidad de la especie, otro lugar para la reproducción de los
genes, otro lugar para reinventar la cultura. En la actualidad, no hay refugio local
que nos proteja de la catástrofe generalizada.

Cuesta imaginar el fin porque siempre cuesta imaginar la muerte. ¿Queda la


posibilidad de una muerte colectiva digna, sin sufrimiento, sin estertores? Es difícil.
Ninguno de los escenarios del desastre son indoloros. Estamos jodidos, como
señala Roy Scranon. Muy jodidos, pero quizás imaginar la alta probabilidad del
desastre es la condición para restarle probabilidades de ocurrencia. Frente a ello,
aquí y ahora: ¿depresión o rebelión?, ¿melancolía o grito?, ¿adaptación o
resistencia? Quizás hay que partir del derrumbe y del miedo que es “aquello que
sentimos cuando nos acercamos a la verdad”, dice la budista Pema Chödrön.
Quizás. Tenemos ante nosotros posibilidades, perodesconocemos sus
probabilidades. La campana del señor Gauss se fue al carajo: no tenemos la
normalidad necesaria para sustentar modelos predictivos continuos. La
discontinuidad catastrófica es la norma. Solo queda rescatar impulsos dis-tópicos

positivos, prefigurativos, arriesgados, lúcidos y, por tanto, escépticos. Porque,


hagamos lo que hagamos, siempre estaremos en el reino de las paradojas y, por lo
tanto, de las soluciones a la vez necesarias e imposibles. Y “cuando algo es
necesario e imposible, hay que cambiar las reglas de juego, para inventar nuevas
dimensiones”, decía Jesús Ibáñez.

También podría gustarte