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OBRA

ESCOGIDA

Julio
Olaciregui
OBRA
ESCOGIDA

Julio
Olaciregui

Edición y selección de textos


Emiro Santos García
Fundadores del programa “Leer el Caribe”
Adolfo Meisel Roca
Alberto Abello Vives
Jorge García Usta (q. e. p. d)

Organizan
Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana

Apoyan
Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC
Corporación Cultural 4Gatos
RBN&CO.

Agradecimientos
María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)
Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC

Julio Olaciregui. Obra escogida


“Leer el Caribe”
Julio Olaciregui

© 2018 Julio Olaciregui

© 2018 De esta edición:


Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana

Primera edición: Octubre de 2018


ISBN: xxxx

Edición y selección de textos


Emiro Santos García

Corrección de estilo
Javier Córdoba Cuevas

Diseño Gráfico
Clara Buesaquillo Izaquita - RBN&CO.

Ilustraciones
Enrique Rivera - RBN&CO.

Impresión
Afán Gráfico Ltda.

Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propiedad
intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo permiso
escrito. Todos los derechos reservados.

Impreso en Colombia
2018
Leer el caribe en el 2018 | 11
Jaime Bonet

Julio Olaciregui: el carnaval y el duelo | 15


Pablo Montoya

Vestido de bestia y otro cuentos | 19


Historia del vestido
Viviendo bajo mis alas
Colocando el miedo
Tomados de la mano
CIAO

Los domingos de charito | 41


Un día de la primavera
Día en casa
Día sin amor
Días escritos

Trapos al sol | 87
Camisola de formas

Dionea | 131
El disfraz del maíz
Manes a la obra
Doña de divinas tetas
Diosa de Himeros
El redactor de Cosmogonías
Aparece el brujo
Cuarto de sirvienta

Días de tambor | 159


Últimas noticias de la Machaca
Una raya en el cielo
Erotes
El último tabaco de Ítalo
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Leer el caribe
en el 2018
Jaime Bonet1

El programa “Leer el Caribe” llega en 2018 a su décimo-


cuarta edición, lo que se convierte en motivo de regoci-
jo. Mantener un plan de promoción de lectura por tantos
años y con un trabajo colectivo de distintas instituciones
es realmente un gran mérito, especialmente porque esta-
mos acostumbrados a que las iniciativas regionales sean de
corta duración. Tener la vigencia de “Leer el Caribe” por
más de una década es un logro que quiero destacar en la
presentación de este nuevo libro.
En esta ocasión, el Programa ha trabajado la obra del es-
critor barranquillero Julio Olaciregui. Resulta especialmente
satisfactorio tener a Julio en el Programa en un momento en
que se reencuentra con el Caribe. Después de vivir varios
años fuera del país, en Francia, regresa a su Barranquilla del
alma, en donde se alimenta de la vida caribeña que refleja
en sus escritos. Para Julio Olaciregui el gran agradecimiento
por darnos la oportunidad de contar cons sus palabras.
Como siempre, este no es el producto de una persona, y
llegar a donde hemos llegado es fruto del trabajo conjunto
de distintas instituciones a las cuales expreso mis más pro-
fundo agradecimiento: el Área Cultural de la sucursal de
Cartagena del Banco de la República, la Red de Educado-
res de Lengua Castellana del Distrito de Cartagena, la Cor-
poración 4 Gatos, el Observatorio del Caribe Colombiano,
la Universidad de Cartagena, la Secretaría de Educación
Distrital y el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena
(IPCC). También es muy importante la cobertura que logra-

1 Gerente del Banco de la República, Sucursal Cartagena

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mos mediante el trabajo de las sucursales del Banco de la
República en Montería, Riohacha, San Andrés, Santa Marta,
Sincelejo y Valledupar, lo que nos permite llegar a más ciu-
dades del Caribe. A ellos todo nuestro agradecimiento por
el apoyo brindado.
Finalmente, quiero dar las gracias a las directivas del
Banco de la República, ya que generosamente año tras año
brindan el apoyo necesario para hacer posible “Leer el Ca-
ribe”. El trabajo de la selección de textos, edición y coordi-
nación editorial realizado por Emiro Santos García fue fun-
damental para el éxito del producto que presentamos. No
menos importante ha sido el trabajo de coordinación gene-
ral que con el mismo entusiasmo cada año adelanta María
Beatriz García. Los logros del Programa son posible gracias
a la participación activa de los docentes y estudiantes que
aceptan complacidos el reto de leer el Caribe a través de
los distintos autores de la región.

Cartagena de Indias, septiembre de 2018

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Presentación

Julio Olaciregui:
el carnaval y el duelo
Pablo Montoya1

Julio Olaciregui es un escritor que ha aprendido a vivir en el


extranjero. Sabe de desarraigos aunque en el fondo, como
buen caribeño, sus raíces son el viento y el mar. Conoce esa
intrincada cartografía de idas y venidas que diseñan todo
exilio, sin ignorar que el sabor del ñame es como el ancla
que lo fija por un instante al terruño. Pero el terruño no es la
coordenada habitual con que se definen los chauvinismos
de toda índole. Nada más ajeno al regionalismo que la obra
de Olaciregui, aunque ella expanda sus vibraciones más ín-
timas en los espacios del Caribe colombiano.
En París, ciudad hermafrodita, ciudad de todos y de na-
die, Julio Olaciregui, quien se define como periodista de
día y poeta de noche, ha aprendido a saberse lejos de casa.
Y esa lejanía, desde su primera novela Los domingos de
Charito hasta su último libro de cuentos Días de tambor,
es estar lejos, pero no cercenado, del coco, de la piña, del
maíz, de la vulva nutricia y el falo prístino. Y hablo de sabo-
res y de coyunturas seminales porque la escritura de Olaci-
regui, como pocas en la literatura colombiana, está estre-
mecida, de principio a fin, por estas realidades sensitivas.
 Desde que conocí a Julio Olaciregui, en París en 1996,
siempre he pensado en él como si fuera una suerte de
Lucrecio costeño. El Mare Nostrum y ese otro mar nues-
tro que es el Caribe confabulados. Ambas cosmografías
líquidas atravesadas por miles de itinerarios. Los de Julio
Olaciregui y los de los pueblos desplazados que sus pala-

1 Narrador y ensayista colombiano. Ha sido ganador del Premio Rómulo


Gallegos (2015). Autor de los libros La sed del ojo (2004), Lejos de Roma
(2008), Tríptico de la infamia (2014) y La escuela de música (2018), entre
otros.

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bras, festivas y desgarradas, sostienen. Pero este Lucrecio,
a diferencia del otro, además de cantarle al sol –“Por ti los
vientos huyen, las nubes se disipan, la flor crece, la ola se
infla, el cielo resplandece, los pájaros vuelan, los rebaños
saltan”–, sueña, si es que ya no lo es íntegramente en su
obsesión onírica, con transformarse en un hombre caimán.
 Porque en la obra de Julio Olaciregui, y como muestra
están los cuentos de Días de tambor, pero también Dio-
nea y sus obras de teatro, se otea la cultura y se llega a su
múltiple centro inasible a través del mito. Y también a través
del supremo goce de los sentidos. La mitología sin sensua-
lidad, nos dice Olaciregui, no es más que un equívoco pro-
puesto por las mentes rancias. Y es pertinente aclarar que
la cultura en este escritor errante es caótica. Quien busque
relatos simples en estos cauces híbridos, forjados con tam-
bores de tierra, de madera y piel, se sentirá perdido. Pero
entonces es menester decir que de lo que se trata, justa-
mente, es de zambullirse, de impregnarse, de enredarse en
esta suerte de extravío cultural celebratorio. Porque el caos
es, en Julio Olaciregui, su fresca y transgresora divisa.
 Poeta mercenario, así se define también Olaciregui. Sus
armas son la danza y la poesía. La copula de la palabra con
el cuerpo. Unión que se presenta en los cuentos de Días
de tambor como un ritual continuo en el que se festejan el
placer y el dolor. Ritual hecho de cruces de razas o de lazos
geográficos. El mismo Olaciregui dice: “Mi tema preferi-
do son los hilos invisibles que nos unen, la descripción del
escenario en el que, cual marionetas indias, aparecemos
y desaparecemos.” Y en este carrusel de muertes y naci-
mientos, los cuentos de julio Olaciregui muestran al deseo
como sed y hambre de la sensualidad que estimula incesan-
temente a sus personajes. Personajes que se debaten entre
el festejo apasionado del cuerpo y la trágica espoliación
provocada por la historia. Los suyos son negros desterra-
dos, indios usurpados, mulatos desgarrados, zambos fisu-
rados, mestizos que se afligen por el pasado y el presente
que cargan sobre sus hombros, pero que no le escatiman
al tiempo su esencial dosis de epifanía. En este sentido,
hay un diálogo sugerente entre la obra de Olaciregui con
el mundo narrativo de nuestros mejores escritores del Cari-

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

be, desde Héctor Rojas Herazo, Álvaro Cepeda Samudio y


Gabriel García Márquez hasta Germán Espinosa y Roberto
Burgos Cantor.
 Los cuentos de Días de tambor oscilan entre el carnaval
y el duelo, entre la máscara irrisoria y el llanto que deja
la ausencia, entre el baile frenético y la letanía desconso-
lada. Es un libro que manifiesta con claridad insoslayable
la apuesta estilística de un escritor que se niega a caer en
facilismos y modas narrativas. La obra de Julio Olaciregui
es como un islote en nuestra literatura. Un islote adonde
llega la increíble algarabía poblada de exilios que solo él
ha logrado captar.

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Vestido de bestia
y otros cuentos
-1980-

Historia del vestido



Viviendo bajo mis alas

Colocando el miedo

Tomados de la mano

CIAO
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Vestido de bestia y otros cuentos -1980-

Historia del vestido


Para la niña Elvi
y el viejo Mario

Se refugió en la vieja casa de sus padres a escribir. Había


pasado mucho tiempo afuera, entre lo que él llamaba los
ruidos y los escenarios de la historia, envejeciendo imper-
ceptiblemente mientras recorría calles, ciudades y hoteles.
Y se había cansado, según cuentan. Entonces estaba otra
vez asomado a la ventana viendo los muros sucios y la es-
cuela y acaso un cartel invitando al entierro de un vecino,
dejando que la brisa caliente y la arena le trajeran, mági-
camente, el color de unos cabellos o el recuerdo de una
melodía. Sabía que todo sólo sucedía en la biografía de los
poetas y por eso se sonreía escéptico y mudo. Desconfiaba
de sus fuerzas. El trabajo literario, según acostumbraba a
decir, necesitaba de reposo y concentración, de abandono,
de ir al fondo y él era un hombre que se había decidido a
cumplir al pie de la letra con lo que sospechaba era obli-
gación de un destino solitario. Burlándose, escribía cartas
a sus amigos, con mucha dificultad también, para decirles
que estaba descansando de aquellos años en que se había
dedicado, vertiginosamente, “a desenterrar pasiones” afir-
mación con la cual parecía disculpar su lejanía, sus fracasos
amorosos, su incapacidad para entregarse de lleno a algu-
nos de los movimientos políticos que durante la juventud se
le ofrecieron como rupturas.
Muchos de ellos dejaron de escribirle y de esta forma él
pudo darse cuenta de lo que pensaban de su actitud, mi-
diendo el silencio y el olvido de la misma forma en que ha-
bía mirado crecer y morir a los animales de la casa, los que
vivieron en el patio, bajo los árboles de guayaba o limón.
Hormechea había trabajado durante varios años como
libretista en una emisora de Medellín, dándole una vida
fugaz a personajes que nunca conoció. Había entrevista-

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do a pálidas y fantasmales reinas de belleza, había hecho
el juego a los políticos más ambiciosos y embusteros del
país y contribuido a inventar ídolos, retrasmitiendo las pa-
labras de futbolistas viejos y agotados que se burlaban de
la gente. Todo lo había hecho para poder alimentarse, de-
jando ir su cuerpo grande e inestable a fiestas llenas de
humo y coroneles del Ejército. Algunas de estas personas
lo halagaron y le permitieron sentarse a la mesa con ellos.
Lo palmearon amistosamente y llegaron a tratarlo como se
trataban entre ellos cuando nadie los veía, cuando habla-
ban del poder como algo muy concreto que servía para no
dejarse joder.
Durante los días que siguieron a su regreso a la ciudad
trató de no dejarse llevar por sus estados de ánimo. No
quería que el escribir se le volviera una forma de expresar
quién sabe qué cosas enfermas y pretendía más bien que
un recuerdo viniera atravesando la madrugada y lo encon-
trara allí, en el insomnio, desnudo, con toda la edad de sus
huesos, para llevarlo por calles oscurecidas a repetir entra-
das, abrazos y lágrimas como la primera vez. Por eso no
había escrito mucho, aunque se la pasaba encerrado como
si estuviera preparándose para ello. Creía muy poco en la
literatura de moda porque ésta, según él, lejos de ser una
voz serena que cantaba las desgracias de almas lúcidas en-
jauladas en cuerpos a su vez prisioneros de todas las pa-
siones, era, con pocas excepciones, un croar desafinado,
un negocio con pérdidas, estribillos y fórmulas que nadie
entendía y que a nadie quitaban el sueño, perdidos como
estábamos en los grandes mercados.

“El país es triste”, le había dicho a alguien en una carta. “La


poesía es secreta, los poetas son discretos empleados. Los
libros no circulan. Además, hay poco tiempo para leerlos;
todo el mundo mira al suelo cuando regresa a casa por la
noche. Entonces la poesía nombra silencios, revela cerra-
dos universos, un grito lejano en la noche. Lobo-hermano,
en pijama, con los ojos temblorosos y la boca cenicienta
mientras tu mujer vuelve al lado, hablando involuntariamen-

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

te de lo que cuesta la luz. Mientras tú sueñas, vuelves a


pensar en los días y encallas en la mañana: podrías desper-
tar en un mundo desconocido, de suaves geometrías, sentir
un calor en los pies, nadar en la música. Pero ya hay ruidos
en la cocina. Levanto la cabeza”.

Hormechea dejó de ir a cine desde aquella época. “La


gente se ha vuelto muy agresiva. Siempre es un problema
el cine. Además, no tengo con quién ir y todas las películas
que dan son malas. Hay que esperar mucho tiempo para
ver una buena o repetir las que ya uno ha visto. Salir a la ca-
lle, arriesgándose a todo, para ir a meterse a un teatro y de
pronto encontrarse con un hueso. Yo creo que a veces es
mejor quedarse, por ahí leyendo periódicos viejos. Tienen
su encanto porque ya uno puede descubrir las mentiras
bien claritas, darse cuenta de todo lo que habían inventa-
do” decía monótonamente como si se hubiera aprendido
esta historia de memoria. Pero exagerada. Nos consta que
leía angustiado la página de cine de El Nacional, por las
tardes, mirando y remirando los dibujitos, ilusionado, cre-
yendo que se iba a encontrar con una antigua película de
la que había leído toda su vida sin haber podido llegar a
tiempo y al lugar donde la estaban presentando. Cuando
tenía 22 años había visto El gabinete del Dr. Calígari y se
había dormido, había estado muy incómodo, estirando el
cuello para espantar la bobera, tratando de olvidarse que
estaba en eÍ teatro del Country Club a donde alguien lo
había llevado y diciéndose que debía poner cuidado, una
joya del cine, había dicho el doctor Madero. Le quedaron
unos manchones grises en la cabeza y por eso nunca per-
dió la esperanza de repetirla en otra ocasión, aunque si
bien estos secretos deseos no llegaron a cumplirse.
Se recuerda que durante las primeras semanas de su re-
greso a Barranquilla trató de encontrar a la gente con la
cual había hablado algunas veces antes de irse. Pero ya
no era lo mismo. “Me sentía fatigado y en el fondo estaba
prevenido” y por mucho que dió vueltas terminó abando-
nando la idea. Rodolfo Polifroni, quien ya en aquellos años

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era gerente de una fábrica de cervezas, dijo que lo había
encontrado muy cambiado y que le pareció esquivo, aun-
que sin ser descortés. Hormechea lo había saludado a la
entrada de la librería con una cara de verdadera alegría que
al parecer se fue diluyendo rápidamente. “Como a los diez
minutos se había despedido de mí por tercera vez. Yo vi
que él no quería decirme una grosería y que trataba de ser
sincero conmigo. Por eso yo también le dije con franqueza
que qué era lo que le pasaba, que si acaso tenía miedo de
que yo lo fuera a meter en un problema. Me dijo que río.
Que lo iba a hacer sentir apenado. Le dije que no se fuera,
que camináramos por ahí, que nos fuéramos a la setenta-y-
dos a ver si encontrábamos un par de viejas. Pero se echó a
reír y volvió a decirme que se iba, que tenía algo que hacer.
Y yo lo dejé irse, pero antes estuvimos hablando del cine
porque yo sabía que a él le gustaba y yo por joderle la vida
empecé a llevarle la contraria diciéndole que a mí el cine
me sabía a mierda, que me parecía un engaño y que lo me-
jor era la vida, el cuento éste”, recordaba Polifroni.
Pero en verdad parecía cansancio por parte de Horme-
chea: “Son muchos años ya en lo mismo. Me da pena ya.
Siempre lo mismo: no digo sino frases tontas que tratan de
ser brillantes e irónicas aunque yo no lo quiera. Pero Poli-
froni debe haber entendido, debe haber visto que la cosa
no era contra él, porque él debe saber muy bien, además,
que ya no hay mucho qué decirse” y se habían despedido
tranquilamente, otra vez a la puerta de la librería.

Con sus amigas de otra época sucedió también una espe-


cie de filtración, como si las nubes que hay en este mo-
mento en el cielo se borraran de pronto quitándonos esa
sensación de mano en el hombro, como decía él algunas
veces. Muchas de ellas seguían enviando a su casa tarjetas
de invitación; otras le daban la impresión de que querían
saltar sobre él para destruirlo y hubo una que le reprochó
su incapacidad para amarla. Nada de eso le afectaba ya. Él
se consideraba a salvo. “En realidad, siempre le tuve miedo
a todo. En los juegos, cuando niño, jamás me arriesgaba
a tirarme en la calle y una vez que subí a un árbol casi me

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

electrocuto porque como perdía el equilibrio traté de aga-


rrarme de los cables de alta tensión. Tuve dos o tres peleas
callejeras y las perdí todas. Por eso me retiré del oficio de la
pelea y siempre anduve pregonando que era cobarde, por
donde quiera que iba. La gente me aceptaba así porque a
lo mejor estaban cansados de encontrar siempre a alguien
dispuesto a pelear con ellos. Pero de esta forma tuve unos
amigos que ahora aman tercamente mi calavera, como diría
cualquier poeta español”, había confesado Hormechea.

Sobre uno de sus amores había escrito:


“Oh, la poesía. ¿Cómo eran los días?, me digo. Anoche
ella y yo nos encontramos. Hacía noche de verdad. Yo ha-
bía estado pisando las horas muertas, oyendo mis lamentos
en la oficina, los suspiros de mis compañeros, dolorosos y
mudos sobre las máquinas. Recuerdo que hablé bastante,
que me sentí inclinado a decir tonterías a los muchachos del
archivo y que nadie pareció darse cuenta de mi verdadero
estado de ánimo. Las cosas no marchaban bien en el fondo
y sólo sería más tarde (en lo profundo del patio oscuro que
era el final del día, de aquel día como cualquier otro, exis-
tente sólo en ciertos lugares del cuerpo de sus sueños —¿o
del sueño de sus cuerpos?—), sólo sería en ese instante —
ahora lo sé— cuando nos encontraríamos”.
Hormechea había pasado la mayor parte de sus días en
esta tierra tratando de encontrar un rumbo inexistente.
Siempre se imaginaba que los tiempos que vendrían se-
rían mejores, pero se estima ahora que tal vez todo aquello
formaba parte del espíritu de la época. La gente construía
su vida buscando al final el reposo, la tranquilidad y traba-
jaban mucho buscando la jubilación, una pensión que les
sirviera al final para seguir viviendo sin tener que trabajar,
después de haber casado a todos los hijos. Pero la gente
se moría entre los 50 y los 60 de alguna enfermedad del
corazón, de unos cálculos. Hormechea había dado tumbos
huyéndole a todo esto. Había oído a un político diciendo
que los grandes días estaban por venir y se había asustado,
se había sentido mal aquel día, parado en la puerta de la

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emisora donde trabajaba. Tenía entonces 26 años y había
acumulado experiencias que él consideraba únicas porque
habían sido dolorosas y vergonzantes para él, en la oscuri-
dad de algún lugar. Ya para esa época, leyendo en el patio,
se había dado cuenta que sus defensas eran mínimas por-
que la única manera de regresar a la casa, sano y salvo por
la noche, era mediante una actitud en la que sus desdenes
se apoyaban en largos silencios que terminaban por alejar
a sus compañeros y que a él lo convertía, antes de decidirse
al sueño, en un cuerpo caliente y desmadejado, mudo en
un mecedor junto a la ventana, oyendo sin querer un retazo
de la telenovela de las 10 de la noche.

Se sabe que durante algunos días Hormechea consiguió


escribir un poco, pero luego no se tienen datos sobre la
continuidad de su labor. El desorden lo había degenera-
do. Su cuarto estaba lleno de papeles empolvados a me-
dio escribir y de revistas en inglés con las crónicas sobre
la guerra del Vietnam que había guardado con la idea de
leerlas cuando supiera inglés, idioma que, por otra parte,
jamás llegó a aprender. Un día su mamá entró al cuarto y se
quedó mirándolo y a ella le pareció que estaba enfermo, allí
tirado, sin camisa, un lunes a las seis de la tarde, tratando
de leer un libro de historia colombiana.
—¿Supiste que se murió ese amigo tuyo…?
—No. ¿Cuál?
—Ese. Orteguita. O Mierdita. Ese que decían que fuma-
ba mariguana todos los días, que ya estaba como loco, de-
cían, que se le había caído el pelo antes de morirse, pero a
mí no me consta. . .
—Se murió?
—Hace ya como una semana, muchacho. Por aquí pasó
el entierro…
—¿Iba mucha gente?
—Bueno, más o menos. Todos los de la cuadra y un poco
de viejos ahí.
— No sabía. Se murió. Con razón no lo había vuelto a ver.

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Lo de refugiarse a escribir en la casa de sus padres fue un


pretexto, ahora lo sabemos. Por las notas suyas que se en-
contraron de esos días puede deducirse que estaba más
desconcertado que nunca, más solitario que antes. Sus
buenos propósitos se habían ido al suelo y todo lo que ha-
cía, cuando no estaba allí encerrado, casi con fiebre, era
caminar por el centro huyéndole a la gente como Polifronio.

De aquellos días data esta nota:


“Reflexiones de la tarde. Lo único y lo verdadero es que
hay un estrépito afuera que rompe goticas acá adentro y
contra ese malestar me defiendo. El mundo: qué feo puede
ser todo ésto. ¿Cómo escribir? Sería mejor soñar en silencio
o iniciar de una vez por todas la entrega. Abre el pecho.
Abre el pecho, bacán. Olvida que eres un personaje enve-
jecido y rebélate. ¡Llegar a esta edad sin el espíritu templa-
do! ¿Para dónde cogerás? ¿aaha? ¡Qué de veleidades! Te
has pasado todas estas tardes subido en el escenario, olvi-
dándote de vivir realmente. Estamos tan dispersos. Queda
poco mundo en nosotros y tan sólo, a algunos, la esperanza
de no llegar a encanallarnos tanto. Basta un poco de si-
lencio, unas ambiciones reducidas al mínimo y la práctica
constante de ese deseo de la proximidad humana”.

Un amigo suyo le había prestado un libro de León Felipe,


un poeta prometeico, y le había dicho que era así como
tenía que escribir “puesto que la palabra es una piedra”, y
entonces él se había sentido desgraciado por la blandura
de los poemitas que había escrito y los había quemado.
A Hormechea comenzaron a gustarle entonces los poetas
mortales. Había conocido a uno de ellos. Eran los tiempos
de la guerrilla en el monte, cayendo emboscada entre la
soledad, retratada a grandes titulares, en el cementerio de
aquel pueblito, de repente, nombrado cada dos horas en

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los radioperiódicos. El poeta en cuestión viajaba en bus y
leía a Hölderlin, se levantaba a las seis de la mañana los
miércoles para atravesar la ciudad e ir a hablar de la estética
hegeliana y, según se decía, leía revistas de moda e histo-
rias chismosas sobre Breton o García Márquez. Hormechea
amaba de él su figura gorda y su bigote, sus pies sobre una
banca en La cafetería de derecho dedicado a mirar las son-
rosadas transparencias de las estudiantes madurando una
frase que servía para equilibrar al mundo y dejar constancia
de que estaba advertido de la pequeña muerte que signifi-
ca la costumbre de un día a seguir.

Los escenarios históricos que Hormechea decía haber visi-


tado eran aquellos lugares en donde le había tocado ser a
él, con sus incapacidades de adaptación y su rebeldía in-
oficiosa, “un minúsculo caminante, un hombre con sueño y
con frío que sólo pedía al mundo una tibia caricia y un poco
de oscuridad”. En una conferencia que se atrevió a dictar
en 1961 en el barrio Manrique se le había escuchado decir
con cierta pedantería: “El narrador debe desaparecer. Al fin
y al cabo uno no puede sentirse jamás como algo confor-
mado, acabado, único. Uno siempre da paso a los demás,
los confirma y los niega. Y aunque este es un antiguo pro-
blema filosófico, la crudeza de estos días lo actualiza. Hoy
más que nunca, desde nuestros más complicados juegos
de la razón hasta las formas más elementales de nuestro
comportamiento, tenemos una historia mínima y oscura
que sólo biógrafos sensibles o hermanos nuestros podrían
hacer válida por cuanto no hay en ella nada de heroico. Es-
tos biógrafos imaginarios tendrán que rescatarnos partien-
do, por ejemplo, de la descripción de un retrato nuestro o
de la relación cronológica de encuentros y desencuentros
históricos, entendido esto como una gran voz, haciendo, de
paso, desaparecer nuestro prepotente ser, nuestro uno en
el gran manchón, el gran grito, los grandes movimientos”.
Sin haberse acostado nunca con una mujer de verdad,
había salido de Barranquilla a los 17 años, ilusionado con
las seguridades económicas que la universidad le iría a traer

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

cuando tuviera 30. Lo que le sucedió tuvo casi las caracte-


rísticas de una gran desgracia porque en aquellos tiempos
la universidad vivía grandes crisis, era invadida una vez por
semana por los gases lacrimógenos y estudiar, además de
ser imposible, era poco menos que reprochable, ya que “la
cultura era algo frío y lejano que habitaba en los cerros y
que nada tenía que ver con ese malestar que todos sentía-
mos”, casi una enfermedad para él. Un nuevo texto, o una
novela, solo contribuían a confundirlo porque los autores
decían que había que hacer algo y él lo único que hacía era
esperar un giro para comer y fumar marihuana y oír a Ata-
hualpa Yupanqui otro mes. Estaba muy triste en esos días.
“Con una pecueca espantosa”, confesaba.

Los papeles inéditos de Hormechea podrían publicarse


entonces si fuera fácil que los lectores consideraran que
“el amor ha sido el único pretexto para todo esto”, como
lo repetía él. Tales documentos están llenos de vacilacio-
nes estilísticas que nadie podría atreverse a corregir, pero
se piensa que el lector encontrará un mundo y unas imá-
genes, algunas de ellas ahogada, antes de existir, que le
permitirán darse cuenta qué hacía y cómo pensaba este
señor que murió a los 49 años de edad, en la ciudad de Ba-
rranquilla, en la cama, de un hospital público, acompañado
de la hermana menor que le miraba con miedo hablar sere-
namente del paso de los recuerdos y de los otros muertos
que le habían precedido.
Estos —lo advertimos— vendrían a ser los testimonios
de una gran soledad, como siempre, porque ya el mismo
Hormechea lo había dicho: “No sé dónde fue que me dejó
el mundo”, como si tratara, una vez más, de justificar to-
dos estos años dando vueltas pensando en hacer cosas sin
llegar a hacerlas “por físico miedo”, como decía él burlo-
namente. Habría que entender, además, que hay simples
anotaciones para un guión de cine imaginario en el que
debían filmarse muchedumbres en los estadios, recitar a
Prevert, retratar muros de la ciudad, mostrar escenas de
la vida cotidiana donde él y ella hablan de la muerte de

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un gatico aplastado por la puerta de la nevera. “Viviremos
siempre jodidos porque la conciencia tiene un ojo abierto
que no puede dormir el vergajo. Y el mundo da duro. No
hay lógica posible. No hay camino aunque, gracias a Dios,
todo comienza con el pretexto del amor, como cuando uno
se enamoraba de verdad. Me estoy muriendo, Dorita, pero?
qué carajo: hice todo lo posible para ser feliz. Eso era lo que
me tocaba. ¿Qué más?”, deliraba.

En los últimos días dormía intranquilo, le costaba traba-


jo levantarse. Escribir una palabra, y luego la otra, le era
aún más difícil. Todo le pesaba: había tanta lejanía, la ca-
lle estaba durísima, no quedaban sino viejas fotografías
de otras épocas, un deshilachado pañuelo de una antigua
noche de amores y vinos, frases subrayadas en libros y
periódicos. Se preguntaba si al final había valido la pena
el largo viaje, el cuento de la Magdalena y los recuerdos
regresando como mariposas, húmedos de ungüentos me-
dicinales para impedirle ese dolor en los huesos que le
hacía sentirse como una lata en un garaje, pasto de las
cada vez más escasas hormigas, entre botellas y restos de
civilizaciones, mirando las altas ventanas de los edificios
de apartamentos. Tirado ahí al sol.

Juzgar a Hormechea en estos momentos es fácil. Está


muerto. Bien muerto. De él podrían seguir diciéndose
muchas otras cosas, recogidas aquí y allá, en grabacio-
nes, cartas, dorsos de retratos abandonados y recortes
de prensa. Cada una de las personas que aportó datos
sobre su vida lo recuerda de una manera diferente, en una
fiesta o en una playa. Sin embargo, finalmente, será él el
encargado de cerrar este vano intento de hacerle una bio-
grafía: “He vivido toda mi vida en un país ajeno, en una
ciudad ajena, en una casa ajena. En realidad, no es que
me esté quejando de no haber sido el poseedor feliz de
estas cosas porque sospecho que el hombre, entre más
tiene, más infeliz se siente, más tiene que perder. Lo que

30
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

quiero decir no es eso. Lo que quiero decir es que a la luz


de la historia de mis días, tan lleno como estaba de todo
lo bueno y todo lo malo, nunca supe con mucha claridad
cuándo le tocaba el turno a mi ser trágico de arrastrarme
al fondo de los hechos y por eso mi ser intrascendente y
cómico lo detuvo, le dio pretextos, se burló de la seriedad
de sus propósitos. Todo estaba en mí y por eso todo me
sucedió. No tengo por qué negar que siempre sentí nos-
talgia de lo sagrado, ya que me irritaba ser tan vanidoso
y al mismo tiempo tan de la época, tan apasionado por
estas ciudades de postal y estas mujeres literarias que se
juntaron conmigo en el juego de la vida, como hubiera
dicho Polifroni acordándose de Rolando Laserie. Tal vez lo
peor de todo fue que tuve la conciencia abierta algunas
noches y la empleé en sonar, en el vagabundeo romántico,
en escribir palabritas. Pienso que todo lo que he escrito
sólo me ha servido a mí. Nunca he aprendido la felicidad
de la creación como tal. Pero de todas maneras era la flor
de mi pensamiento, la crónica de un hombre sin historia,
de trabajos sin grasa, de teatros y edificios cerrados. Lo
único que habría hecho con ganas es poner bombas para
ayudar a tumbar algunos de esos obscenos y avasallado-
res monumentos a nuestra propia destrucción, pero tam-
poco. Algún día se contará cómo era que conspirábamos.
Quizá diga todo esto para asustarme yo mismo, o para
disculparme. No lo sé. Este, ya lo sabemos todos, es el
tiempo de una gran desesperanza. Nuestros pasos dan en
el vacío, nuestros abrazos persiguen sombras. Pero segui-
mos. He visto a mis amigos dolorosos, con ese mal aliento
de las noches en que el cuerpo no ha podido escapar al
manoseo de los días. Pero ellos persiguen el rebote de la
luz, son maestros de la armonía y por eso han llenado de
colores diferentes muchas de las más conocidas escenas y
circunstancias de este mundo. Viéndolos hasta siento ga-
nas de levantar el brazo con la mano empuñada, en señal
de poder: tenemos paz en el alma aunque a veces este-
mos por ahí, llorando en el baño, vestidos de bestia”.

31
Vestido de bestia y otros cuentos -1980-

Viviendo bajo mis alas


En aquella ciudad fui otro animal con su cuello inflado al sol
que, cansado de perseguir, dormitaba con mis ojos abier-
tos sobre los techos. Con toda la mansedumbre de que era
capaz, a la hora de la radionovela me dejaba caer sobre la
arena del patio mientras oía el leve silbido de mi cola, un
grito lejano o el susurro de las hojas de níspero muertas
y amarillas. Bajo los alambres de sábanas o ropa interior
húmeda me detenía con el vientre latiéndome acompasa-
damente. De vez en cuando el pito de un automóvil asegu-
raba en la tarde, desde la calle de atrás, que nada se inven-
taba desde hacía años en aquellos exteriores sombreados.

32
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Vestido de bestia y otros cuentos -1980-

Colocando el miedo
Nos han dicho que esta tarde viene ese fotógrafo. No sé
qué quieren que hagamos, pero lo cierto es que no he-
mos podido ensuciar y nos han vestido desde las once de
la mañana. La mona ha llorado mucho cuando han tratado
de peinarle el pelo, siempre tieso como una cabuya vieja y
mamá se ha cansado de discutir y empujarla y la ha dejado
finalmente toda enrojecida. La pobre mona se ha acostado
en mi cama y se ha quedado quieta riéndose de sí misma
y de su bobería. Desde la cocina mamá la ha amenazado
con no dejar que se fotografíe y se lo ha dicho como si la
estuviera amenazando con algo feo. Me he dado cuenta
cuando le ha gritado que si la dejan por fuera de la foto se
va a quedar como si estuviera muerta, como si no existiera
y se la pudiera llevar el diablo. La mona ha vuelto a llorar,
esta vez despacito, como si le costara trabajo convencerse
de su muerte ¿esta tarde a las cuatro y estuviera pensan-
do en todo lo triste que ha de ser que mañana lunes ella,
cuando todos estemos levantándonos para ir al colegio, no
va a poder hacerlo más porque estará dura, amoratada y
secretamente viva y muerta al mismo tiempo. Mirando las
junturas del cielo-raso se lo ha imaginado todo muy bien:
las llamadas del colegio para averiguar el por qué de su
ausencia, la sorpresa de sus maestras, los primeros y tibios
sollozos, su vestidito blanco y las trenzas que mamá le re-
cortaría con las tijeras, las pintas azules de su ataúd, la bo-
rrachera de papá y la mirada extraña del hombre que se
encargará de almidonar los carteles, la gente en la calle
Murillo Viendo pasar su entierro y la larga fila de unifor-
mes negritos inflados por el viento, el cemento fresco de
las losas y las últimas pisadas de nosotros que nos vamos a
seguir llorándola a otra parte.
Todo se lo ha encontrado demasiado cerca y esto le ha
hecho pegar un grito. Se ha levantado temblando de mi
cama y ha atravesado el corredor llorando hacia mamá que

33
aprovecha entonces y empieza a peinarla como si le estuviera
arrancando, con sufrimiento, tiras largas de cosas muy malas.

34
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Vestido de bestia y otros cuentos -1980-

Tomados de la mano
Todo ese olor de las papayas viejas, en una ciudad siempre
ajena, persiguiéndonos entre buses con sus faros rabiosos,
entre los letreros de propagandas, pidiéndole un beso en el
cabello para no llorar, para no arrojar las cartas en la basura
ni dejarse inflar los ojos. Cómo repetir el gesto de su mano
en la mía o el estremecimiento de sus huesos pegados a
los míos entre el semen arrugado, bajo la lluvia que todo
lo lava, allí entre las paredes, mientras la ciudad despierta
de una noche acaso como la nuestra interrumpida a ratos
por el deseo, los gemidos, el sueño pegajoso de un vientre
contra su espalda, el leve estremecimiento de sus caderas
buscándome inconscientemente.

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Vestido de bestia y otros cuentos -1980-

CIAO
Il faut aimer notre solitude, tú lo dijiste…

36
Los domingos
de charito
-1986-
Norte Azul

Un día de primavera

Día en casa

Día sin amor

Días escritos
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Los domingos de charito -1986-

Norte azul
No volverás a saber de mí, había escrito ella sobre una hoja
arrancada al cuaderno del niño. Trató de hacer las letras lo
mejor que podía para que después no fueran a decir que
era una ignorante pues a pesar de haber leído el Eclesias-
tés no deseaba pelar el cobre. Mientras se aplicaba le re-
gresó aquella oración, manecita rosadita muy experta yo te
haré para que hagas buena letra y no me manches el papel.
Aquella oración nunca sirvió de nada; todo, como podrán
imaginar, le fue saliendo con gestos bruscos y ciegos. La
frase, de no ser por lo que iría a significar, podía provocar
una sonrisa porque las letras eran grandes, abiertas, una
hilerita subiendo al cielo. Ella la había escrito con la boca
estirada en un hipo de cabellos revueltos. Mejor que no
lo hayamos visto. El papel con la frase final se quedó ahí
al lado de la frutera, sobre la mesa del comedor, allí don-
de pedíamos que no se nos matara con cuchillo sino con
tenedor. Las frutas, por qué no decirlo ahora, eran unas
manzanas y unos guineos de plástico un poco empolvados
por la brisa que venía del campo de fútbol. El fastidioso
embate de los Alisios del noreste había destruido desde un
comienzo la ilusión del mordisco. La emisora echaba, como
de costumbre, un bolero, sembré una flor, una propaganda
y luego la hora y el servicio social del momento. Toda la
tarde el radio estaba prendido en aquellas casas. La voz del
locutor alargaba las horas, ustedes saben, daba la impre-
sión de que había gente viviendo, lejos, en todas partes,
tras las paredes y aquellas puertas cerradas.

Alguien vivía en aquellos edificios que se veían a lo lejos.


En esta casa rosada de ventanas verdes se veía una lucecita
roja brillando en el fondo. Tras las puertas cerradas, tras
las cortinas el cocuyito encendido, la voz del locutor au-

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sente indicaba que alguien respiraba por allí, alguien había
viviendo. Se fue para siempre pero dejó el radio encendido,
pensaría Augusto cuando regresara. Ella era así, había de-
saparecido y sin embargo quedaba su espectro, su recuer-
do, su protección. Si la guerra que anunciaban desde hacía
tanto tiempo hubiese estallado de verdad, ella, en medio
de los disparos y el aguacero, le habría hecho bucles a su
hija o hubiera rallado un coco. Claro que a lo mejor no ha-
bría cocos sino perro muerto.
En medio de los hipos y los pensamientos de odio ca-
balgando por su espalda, nunca me quiso nojoda, mientras
echaba unas enaguas y unos brasieres desteñidos, mientras
conseguía una bolsa de plástico para guardarlo todo, se le
ocurría pensar en los ladrones. Pensarían, que aquella casa
no estaba sola esa tarde. Durante todos los años que ha-
bía vivido allí había aprendido a tener miedo. Mucho mie-
do. Cuánto miedo a que Augusto se atragantara con una
espina cuando comía lebranche borracho; miedo a que la
cabeza de la niña se atrancara entre los barrotes de la cuna.
Y a los ladrones. Augusto se había reído cuando ella lo dijo
por primera vez, hace años. Luego, una madrugada habían
oído pasos sobre las tejas, algo que caía, la maldición de
una sombra y después los ladridos a lo lejos. Augusto abrió
los ojos y no dijo nada, se quedó quieto pero después,
antes de volverse a dormir, habló de comprar un revólver
de segunda mano en la Brigada, “o tal vez mi primo pue-
da prestarme uno de los suyos” murmuró sibilante. Ella se
asustó pensando en el arma guardada entre los pañuelos
y las camisillas del chiffonnier y por eso prefirió no volver
a quejarse. En alguna parte había leído, además que uno
no debe quejarse tanto, la lloradera y el tanque de lágri-
mas eso no servía de mucho. Claro que ella era lavaperros
de Augusto y ya esto era bastante, sin mencionar lo de la
cresta de gallo. Y ya que hablamos de animales, un día, un
día de amargura intensa le había cantado a través de los
calados de la cocina aquella injuriosa canción.
Sapo ese hijo es tuyo,
sapo ese hijo es tuyo.
Después se había echado a llorar. Rosario, la niña Chari-
to, como le decían las vecinas, sentía miedo estando sola y

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

por eso prendía el radio desde temprano. Al salir a la calle


el miedo la tocaba. Cuando pasaba a las once de la mañana
por la esquina, al regresar de la carnicería, con el paquete
de huesos, el cilantro y lo otro, los hombres que estaban
allí sin hacer nada, fumando, la miraban. Uno de ellos era
un ladrón muerto, amigo de Augusto. Ella no volteaba a
ninguna parte, se imaginan. Ella miraba derecho, a lo lejos,
hacia la Calle de las Vacas, donde la carretera desaparecía
por entre un manchón verde y unas casas de cemento oscu-
ro. Pero no servía de nada, porque mientras se iba alejando
con su vestido apretado y descosido en la espalda, lenta
como era, sus chancletas resbalaban en aquellos ojos, en
aquellos charcos verdes y pardos, en aquella babita negra
que salía de la carnicería y se iba bajando, suave, al lado
del andén. Ella no temblaba pero todo le latía y la brisa,
arrastrando un papel, le metía una frase entre las piernas,
Si cocina como camina…
Una paloma de paticas duras con el buche lleno de san-
gre se paraba entonces sobre su pecho. No podía evitar
este mal pensamiento: la paloma se ahogaba. Cuando se
miraba en el espejo no reconocía a esa mujer de cabellos
largos y ondulados, quemados por el sol y el jabón, ese
escote con una verruguita y unos lunares en el profundo
cuello, ese vestido azul. De pura maldad la mujer la miraba,
quieta al principio y de pronto, en voz baja, se le acerca-
ba y le decía: “mira, ya no tengo dientes”. Luego el espejo
quedaba vacío, empañado, porque ella se alejaba por el
corredor, le daba la espalda y encontraba el suave tintineo
del adornito que colgaba del cielo raso. 

Esta era una historia sin futuro. Nos iba a costar mucho tra-
bajo imaginarla, le iba a costar mucho trabajo aprender a
cultivar cada recuerdo pero tendría que lograrlo a fin de
que la maleza, los gusanos, esto informe, únicamente las
ganas de abandonarse, no terminaran acabando con el jar-
dín. Ella tuvo un jardín pero había tantos mosquitos y bichos
alados que decidieron echarle cemento encima. Ahora no
sabía nombrar las matas, cada flor, a lo mejor un lirio y seis
heliotropos, todo amenazaba olvido, hasta la huella en for-

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ma de corazón que un albañil grabó con su palustre aquella
mañana de febrero cuando se terminaron las obras en la te-
rraza. Tanto trabajo y nada, tanta vividera inútil y mira ahora
qué. ¿Cómo? ¿Por qué Augusto? ¿Por qué Charito? ¿Por qué
una casa de ladrillos en el barrio el Carmen? ¿Todo no anda-
ba bien? No era así como se había imaginado la vida ¿cómo
se puede imaginar una vida?
“Íbamos a comprar unas butacas nuevas, el año próxi-
mo la niña estaría en la escuela, Augusto estaba sacando
cuentas para empezar a construir una pieza en el patio y
yo...” y ella, ella estaba, no digamos contenta, pero re-
signada sí, tranquila. Anoche estuvo remendando unas
medias sentada en la sala. Siempre había sido para mí un
misterio la manera como se remendaba una media rota.
Charito le metía un bombillo y luego, delicada y cuida-
dosa, repetía los punticos de hilo sobre el hueco abierto.
Yo la veía allí sentada. Un primo de Augusto que vendía
mercancía de contrabando les había dicho que les fiaba
el televisor sin cuota inicial. Margot, la comadre, le ha-
blaba de lo buena que estaba la telenovela en esos días.
La llamaba todas las mañanas y la tenía su media hora en
el teléfono contándole. La hacía llorar con esas historias,
no era llorar aunque ella era buena para las lágrimas, los
ojos se le aguaban tan sólo sin que pudiera evitarlo. Ella
sabía que era pura imaginación pero le ardía, era una his-
toria simple, a retazos, el escozor en la nariz le comenzaba
cuando Margot le decía:
—Figúrate que ya tú sabes que él no la quiere, que él es
un bloque de egoísmo, no piensa sino en él, la trata muy mal,
como si nunca hubiera tenido madre, como si ella fuera su
sirvienta, no la busca sino para calentarse la pierna, te pue-
des imaginar, va a terminar yéndose, egoísta y amañado es
lo que es, el caprichito se le está acabando, a mí me da la im-
presión de que ambos están muy aburridos con esta historia
que les ha tocado vivir. El capítulo de anoche terminó cuan-
do él le dijo que le tenía lástima, ya te puedes imaginar…
Por las noches, mientras se empolvaba frente a la luna
del tocador, antes de meterse a la cama, sonreía al acordar-
se del sufrimiento gratuito de aquellas mañanas. Era como
si los personajes estuvieran vivos. Confusos y grises se mez-

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

claban a su vida y a sus horas y hasta se atrevía a pensar


que ella era la mujer sufriente, la llorona de la cual estaban
hablando los periódicos, los programas de televisión. Ella
había anotado en la pared de la cocina esa palabra que le
había repetido tres veces a través de los barrotes de la ven-
tana —porque cuando Augusto no estaba ella no le abría
la puerta a nadie— el señor de las inyecciones. Él le había
dicho sonriente, mirándole la boca:
—Hipocondríaca, usted es de las que se imaginan siem-
pre algún mal, contenta de pensar que todo se le pudre.
Usted está buena, me consta, me consta, cuando le pongo
las inyecciones; esos gases se le quitan acostándose bo-
cabajo, mastique bien cuando coma, camine, tómese seis
vasos de agua al día, un dientecito de ajo no le hace daño,
no coma tanto cerdo, no tome café con leche, por el con-
trario, las verduritas...

Ahora iba caminando por una calle, mirando las ventanas


cerradas o alguna mujer como ella regando las matas del
jardín, una niñita mirando al cielo, un hombre fumando con
un periódico arrugado en una esquina ¿será un ratero?
Allá iba. Caminaba con su bolsa de plástico y la mirada en
el sardinel, pálida bajo el sol borroso de las cinco de la tarde.
La tarde caía sobre El trópico, una tienda llena de borrachos
mentirosos, casi todos ellos trabajadores del Terminal Marí-
timo, wincheros, aguadores, bebiendo cerveza helada antes
de irse a meter a las casas, serios y cansados. Hasta se oía
una música pero esta no parecía hacerles mucho efecto.
Ella tenía las sandalias empolvadas y las manos le suda-
ban. No sabía. Nada. No sabía dónde iría, dónde dormiría
entonces. Se iba alejando, grande era la sombra sobre las
paredes de la escuela. Pasó un bus, un camión cargado
de algodón, un gordo en bicicleta, una palenquera. Se
iba alejando. Un señor alto, parecía una burla, canilludo,
barrigoncito, se la quedó mirando mientras ella esperaba
que pasaran los carros. El hombre la miraba, una lucecita
sonriente le brillaba en las comisuras, te conozco mosco,
le estaba diciendo con sus cejas, qué buena estás y estas

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nubes, esta tarde aburrida, sería bueno estar solitos espe-
rando que la noche, vayamos a La noche, un hotel barato,
con sábanas limpias. Luz amarilla de intermitencia, el faro
se puso verdoso y ella se alejó. El hombre se parecía a
Augusto, con su bolsa del panipócrita y sus pantalones
anchos, mirando a las mujeres atravesar la calle, distraído
mirando la carne ajena, las rodillas de aquellas mujeres
con sus bolsas de plástico que caminaban, alejándose, el
medio paso, los pasos cortos, sin saber a dónde ir. Sintió
ganas de llorar, qué bueno que es llorar, pero después se
dijo “es muy temprano, no paga, silentium mortis”. Se iría
en un bus para Bogotá, para cualquier Pereira, donde las
primas, a las colonias de la Sierra Nevada, botaría la cédu-
la en una alcantarilla, se cambiaría el nombre, se haría una
operación, se haría cabaretera. Mejor no seguir pensando.
Tenía un billete de quinientos. En ese entonces no había
ocurrido el robo de los cuarenta millones en Cartagena y
por eso aquel billete nuevecito, aquel cara de tabla que
había guardado en el último diciembre, la salvaría, la lleva-
ría muy lejos, se iría sí, sí, ya no más. Las calles, sin embar-
go, eran aún las mismas que había visto siempre, al salir
donde el médico o donde Margot. A lo mejor el teléfono
estaba sonando en casa de Margot, Augusto preguntaba
si no había visto a Rosario, a lo mejor el radioperiódico de
esa tarde hablaría de la misteriosa desaparición de una
mujer, viste traje azul, tiene cabellos castaños, ondulados,
unos treinta y cuatro años de edad, responde al nombre
de Charito, se ruega dar informes sobre su paradero, hay
buena gratificación. Pero ella ni siquiera era un perrito de
raza y Augusto inventaría una historia dramática, común
y corriente, “mi mujer se volvió loca” o algo así, quema-
ría sus vestidos, rompería las fotos, se iría a vivir con los
niños donde la otra. Al principio lloraría, llorarás mi au-
sencia, llamaría a su hermano, a los de la Defensa Civil, al
cuñado que trabaja en el Hospital. Revisaría el botiquín
como si ella fuera mujer de suicidios, luego miraría en el
escaparate y en la cajita en donde guardaban el dinero de
la quincena, porque eso era ella, poquita cosa era ella, la
mujer que pasaba en esos momentos delante de un teatro
que comenzaba a encender las luces. No sentía hambre

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

pero el olor a carne frita que brotaba en ráfagas de un


restaurante santandereano le trajo un fuerte recuerdo, ella
misma delante de la estufa. Podía verse allí parada, con su
espalda joven, sus muslos duros, sus dedos rojizos con el
cuchillo relajando un pedazo de ubre, preparándolo todo,
a lo mejor cantando una cancioncita, amor es un algo sin
nombre que obsesiona a un hombre por una mujer, era
ella la que estaba allí de pie, en la cocina, mirando el reloj,
pelando unas cebollas, iba a ser mediodía, en vez de un
televisor lo mejor sería una licuadora para los jugos, ya
iba a pitar la sirena, la olla de presión, Augusto llegaba
sudoroso y de mal genio, con el periódico desteñido y el
Royé-galé ya bajito.

Cuando llegó al parque el reloj de la iglesia marcaba las


siete. Por un alto-parlante se anunciaba la misa, la tómbola
o la hora del juicio final. Había una estación de taxis y en
la caseta de la administración el celador estaba comiendo,
la marcha del radioperiódico comenzaba a sonar. Flotaba
por los cuatro costados un olor a llanta húmeda, a crispeta,
a cirio encendido. Una pareja de ancianitos se arrastraba
hacia las escalinatas de la iglesia. Iban el uno sosteniendo
al otro, las nudosas manos agarradas a las piedras. A lo le-
jos, tras unas ventanas, parpadeaba un televisor encendido,
era la época del I can’t get no satisfaction, todo el mundo
comenzaba a aburrirse. Charito había oído hablar del arre-
pentimiento y como viera que las luces moradas de la igle-
sia se iban tragando a las señoras que llegaban comenzó a
subir una a una las escalinatas, serena y pálida, con el ros-
tro iluminado a su vez, asaetado por alguna verdad interior.
Los hilos dorados de aquel vestido estrecho que llevaba
brillaron un instante y por eso el celador levantó la cabeza
alcanzando a ver su cabellera desordenada.
Se sentó muy cerca a la puerta. La brisa tomó su olor y
lo mezcló al de las flores tibias, al de los vestidos oscuros
de quienes estaban allí inclinados, tan mudos como ella,
hundidos en sus vidas. El sacerdote abría los brazos y la
música del órgano golpeaba las vigas del techo. Charito

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se descalzó y la frialdad del mosaico fue una gracia para
sus pies. Ojo a los dedos. Estos tenían las uñas grandes
y las venas subían o bajaban. Eran gorditos, ambiciosos,
cada uno señalando hacia una dirección distinta. No eran
los pies de una mujer delicada y acaso era lo único que
debía esconder si quería aparentar. Tampoco debía sonreír
mucho. Del fondo de la bolsa de plástico sacó una vieja caja
de chicles. Quedaba una pastillita y sin darse cuenta se la
echó a la boca como si estuviera en un cine. Al comienzo,
siempre que iba a cine con Augusto, compraban una caja
de chicles. Luego esa costumbre, ir al cine, se había ido per-
diendo, el amor se había ido gastando (pero yo no quería
decirlo tan pronto) y muchos chicles, muchos pedacitos de
lengua rosada quedaron ahí arrugados bajo las tablas de
la cama, bajo las mesas en donde tanto almorzaban. Ella
se había dejado llevar por Augusto, la culpa era de ambos
pero él tenía más culpa. Era natural que el hombre cargara
con la culpa, al fin y al cabo él le llevaba tres años y además
era él quien trabajaba y pagaba las facturas. “Soy mante-
ca sin sueldo”, repetía ella cuando peleaban. Era él quien
mandaba, tenía un gesto especial, casi elegante, al echar la
mano hacia el bolsillo de atrás para sacar la cartera y pagar.
Al principio no era tan tacaño como ahora. Siempre com-
praban chocolates, una cajita de chicles, mediopaquete de
cigarrillos. Augusto tenía mal aliento en esa época. Y ella
como que también, si no hacía nunca una buena digestión,
ahí con la carne sobada de las encías y las agrieras. Era ro-
mántico pasarse la bolita azucarada cuando apagaban las
luces… Olía entonces a secreto, a salivitadorada, al agua
de la misma cañería, a ríos de cerveza, a orín, a comien-
zos de fiesta. En una época creyó que ese sería el olor de
siempre. Los olores eran vivos, cabellos limpios, sobacos
profundos, sábanas, ropa oliendo a plancha caliente. El día
de su matrimonio vio que el sacerdote tenía un grano con
una puntica de pus en el cuello pero no le puso mucho
cuidado al asunto; a ella también le salían granitos como
ese en la espalda y en las nalgas que Augusto se encargaba
de reventarle los domingos por la tarde, después de haber
hecho la siesta, la digestión chaqui-chaqui. Tirados en la
cama, él fumaba después un cigarrillo o se expurgaba los

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

dientes, se desprendía algún vello mientras ella, pendeja,


satisfecha, gozosa y olvidada, cerraba los ojos de nuevo.

El día de la boda, como se acostumbraba, yendo hacia el


cuarto a cambiarse el vestido de novia por una falda pli-
sadita, ya por la noche, recordó nuevamente el grano del
sacerdote. Seis años después, sentada, como se dijo, muy
cerca a la puerta de la entrada de aquella otra iglesia, pen-
só en los días que habían transcurrido desde entonces. Vio
que el sacerdote, un hombre con cara de profesor, semi cal-
vo, con una sombra en el mentón, miraba disimuladamente
el reloj mientras el monaguillo hacía volar el incienso. Como
cuando le dije “te quiero” y estaba bostezando.
Charito no quería ponerse triste así tan rápido. Lo que
más debía dolerle era que había perdido los dientes delan-
teros, Augusto había cambiado mucho. Ella no le hizo repro-
che alguno sino que comenzó a engordar, esa fue su ven-
ganza, comía en silencio, a las tres de la tarde y a las once de
la noche, a las cinco o a las dos de la madrugada, un pedazo
de pudín, un vaso de leche, yuca brava, guineos, dulce de
guayaba, arroz frío con huevo, otro dulce, ñervo, y cuando
se le cayó el primer diente, se le astilló mordisqueando un
hueso, cuando se le salió, ella sintió como un triunfo peque-
ñito al oírlo llegar, amanecido, haciéndose el borracho. Él la
encontró desnuda, con los ojos abiertos y el cabello, el pa-
raco derramado sobre la almohada, la encontró con el otro
roto lado del colmillo. Augusto se echó a llorar pero no dijo
nada. Apagó la lamparita y después, cuando ella se durmió,
así abierta, la cubrió con una toalla.
Algunos decían, habían dicho, dirían, que el matrimonio
de ambos había sido el final de una juventud que aunque,
vengativamente, podría calificarse hoy en día de mediocre,
tuvo para ellos ese sabor fugaz e intenso, prohibido y nue-
vo, que todos tuvimos alguna vez en el cielo de la boca. Los
sabores que Augusto prefería eran los del camarón, la ce-
bolla, la piña y el ron; los de ella eran el queso y el bollo de
mazorca, el dulce de grosella madura y los guineos pasos
que vendían en la estación de los buses en Ciénaga.

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Charito estaba linda esa mañana. La brisa jugueteo con
sus cabellos, largos y ondulados, color miel, al momento
de bajarse del taxi y entrar a la iglesia. Augusto tenía vein-
tinueve años y una sonrisa fuerte. Algunos miembros de la
familia de Charito juzgaban que era todo lo que poseía de
bello o de bueno pero otros, como la prima Nícolasa, iban
más lejos en su severidad y encontraban que aquella son-
risa era grosera y chocante a fuerza de ser tan vistosa: esa
sonrisa quería decir, sin más vueltas, que al tal Augusto le
gustaba el placer y que no sentía vergüenza alguna en mos-
trarlo. Sus compañeros del aeródromo, en donde trabajaba
le decían cara de burro.
—Si yo fuera tú le tendría miedo a ese hombre —le había
dicho Nicolasa a Charito, días atrás, al acompañarla donde
la modista a medirse el traje de novia. Rosario había sonreí-
do suavemente.
—¿Miedo de qué, Nico?
—¿No has visto la manera que tiene de sonreír? Se las
debe saber todas.
Nicolasa se había sorprendido al ver en la sonrisa de
Charito cierto destello que le recordó la cara de Augusto
y aunque nada dijo eso bastó para tranquilizarla: pese a
la palidez de su cuello, a esos ojos dulces y a la fragilidad
de su talle (la modista había dicho: “es una de las novias
más delgaditas que me ha tocado vestir”) Charito daba la
impresión de ser “como una palmera”, armoniosa y flexible,
resistente y fina, producto de estas tierras calientes y ordi-
narias pero al mismo tiempo elegante, discreta, una luceci-
ta de burla y sabiduría brillándole en alguna parte.

Ya era entonces la noche, bien caída sobre los árboles y


los techos cuando salió de la iglesia. Había tocado el yeso
de colores de un santo y cerrando los ojos con fuerza ha-
bía gritado algo para ella misma. Las miradas que le diri-
gieron las viejas creyentes de la cuadra no fueron ni siquie-
ra curiosas. Eran, a lo mejor, miradas de envidia pensando
que aquella mujer tenía una pena bien grande. Los cho-

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

feres de taxi tomaban el fresco, conversando en grupos,


oyendo la transmisión de un partido de fútbol importante.
La vieron acercarse, la bolsa de plástico ahora contra el
pecho y dejaron de hablar, de fumar, para detallarla un
poco. El taxista de turno se separó del grupo y vino a su
encuentro. Era un hombre bajito, requemado, de mejillas
duras, el cabello con brillantina, la camisa muy ancha, las
llaves del carro tintineando en una mano. Ella pidió que la
llevara a la estación de buses, cerca al mercado y fue así
como abandonaron el parque, la iglesia, entrando de ver-
dad en lo oscuro. El interior del taxi hedía a un desinfec-
tante dulzón que le provocaba un ligero vértigo. Charito
miró con ternura una muñeca de plástico que colgaba del
techo del vehículo, casi rozando con sus pies desnudos la
frente del hombre conduciendo distraído, en apariencia,
el pesado hombro izquierdo echado contra la ventanilla.
La figurita estaba desnuda e implorante. Estaba colgada
de los cabellos, una larga cola de caballo. Se balanceaba
suavemente frente al tipo cuando el vehículo tomaba una
curva. El ojo del taxista —se dio cuenta— estaba ahora
encima de ella. Trataba de saber algo más sobre aquella
figura hundida en el plástico marrón del asiento de atrás.
Era un ojo indiferente y nervioso, apareciendo en el retro-
visor con un rictus insistente.

El cuerpo del hombre seguía sin moverse. Ahora sonreía. Ella


estaba cansada, sentía la barriga flojita y por eso nada pudo
hacer cuando una lágrima cayó sobre el tapete del carro.
A lo mejor el señor que ponía las inyecciones tenía razón
y lo que ella estaba haciendo era provocar la desgracia con
tanto mal pensamiento. Porque está demostrado que una
idea fija es dañina. Cómo le gustaba imaginar que iba en un
taxi sin saber el final de la noche, vela ¿no? oyendo respirar
a un desconocido a su lado, rumbo a la catástrofe. Qué
palabra. Sacó un trocito de papel higiénico de la bolsa y se
restregó la cara, fue borrando las arrugas, la amarga boca
reseca, la nariz levemente encogida.
—Mire, lléveme donde quiera señor. Lo misma da.

51
El hombre no dijo nada. Volteó bruscamente la pesada
cabeza y el automóvil pareció perder el control. El hom-
bre aminoró la marcha y el vehículo, solito, tomó una curva.
Todo estaba obscuro. Fue entonces cuando él le dijo:
—Ah, bueno, estaba pensando, estaba pensando viéndola
así, creí que se iba a echar a llorar. Y eso sí que no, me parte el
alma. Casi que le digo que se baje, no soporto las plañideras.
La luz de una bomba de gasolina rompió la intimidad del
asunto. El hombre dijo algo que ella no entendió. Ella se per-
signó cuando entraron de nuevo a las tinieblas. Oyó su voz:
—¿Cómo te llamas, hermana?
—Rosario. Pero me dicen Charito.
No se dijeron más nada pero el zumbido de la brisa en-
trando por las ventanillas del carro, mientras rodaban por
los lados del río, fue suficiente. La hierba de los jardines
estaba húmeda y las casas cerradas, las calles solas. Era
un martes y olía a huevo podrido, al ácido sulfúrico que
se cocinaba día y noche en las retortas de la llamada Vía
40. Las paredes de los talleres parecían más altas que de
costumbre, las puertas de los garajes más pesadas. Ella
tuvo de pronto esa idea dolorosa, pasar frente a la casa en
el taxi, ver si Augusto estaba durmiendo como todos o si
tenía las puertas abiertas, la luz encendida como cuando
hay tragedia a medianoche, alguna vecina preparándole
un agua de toronjil y hierbabuena para los nervios, dicién-
dole “ya vendrá, ya vendrá”. Pero era una idea loca y no
dijo nada, ya todo debía seguir su rumbo, ni un paso atrás,
no podía regresar. Ahora tendría que inventarse otro pei-
nado, otra manera de andar. A lo mejor debía teñirse el
cabello, color Coca-cola le sentaba muy bien, le habían
dicho que su piel se prestaba. Sobre todo con aquellos
hombros tan gruesos.

Había movimiento por los lados del Paseo Bolívar y ella cre-
yó que de todas formas podría tomar un bus esa madrugada
hacia cualquier montaña. Había todo ese humo, los charcos,
un camión del Aseo Público estacionado frente a la Barbe-
ría “Viena”. Los barrenderos comían ostiones delante de un

52
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

carrito, saboreando, alimentando el vigor, apoyados en sus


escobas sucias, las cachuchas sudadas bajo el sobaco.
—Tomemos un poco de sopa —dijo el hombre señalan-
do vagamente a través del parabrisas—. Cae bien siempre
y así es más fácil pensar.
Desde el pavimento pudo leer el aviso intermitente y
dorado, Los tres golpes —Nunca cierra, Los tres golpes,
Nun... Había unos camiones, mudos y severos, calientes aún
de la carretera, estacionados ahí. Ella miraba todo con an-
sias, siguiendo las espaldas del chofer. Se dio cuenta que
éste era realmente ancho y que tenía la camisa pegada,
con unas estrías sucias de tanto arrecostarse. Se sentaron
al fondo, cerca al baño, junto al lavamanos. Había parejas
como ellos, taxistas y mujeres trasnochadas, viajeros que
acababan de llegar y un indio vendiendo amuletos y co-
llares. Dos policías se escarbaban los dientes mirándolos
instarse. Ella empezó a buscar algo en la bolsa de plástico
para no mirar al hombre. Éste le dijo, posando una de sus
manos sobre las suyas:
—Yo me llamo Anatolio, ¿te provoca algo sólido?
Ella levantó suavemente los ojos y los clavó sobre aquella
cara achatada y grasosa que le sonreía abierta bajo el ruido
y los olores de la noche. Las aspas del ventilador oxidado
descargaban sobre ellos un poco de amoníaco o de ají pi-
cante. Anatolio era moreno, ya lo sabía, con mejillas de niño
caucho, con un rígido bulto de cabello sobre la frente. Y
el cuello, otra vez, secándose concienzudamente. Después
se atrevió a mirarla toda, sin pestañear. Le vio los cabellos
ondulados, aferrados al cráneo, perdiéndose luego en raci-
mos, cayendo sobre su pecho. Charito sintió que el pecho
se le calentaba. Su pecho estaba prisionero de la tela. Ana-
tolio, no se sabe por qué, comenzó a sonreír.

53
Los domingos de charito -1986-

Un día de primavera
Anhelo la prosa: construcción paciente de un edificio con
entrañas templadas y sólidas que posean algo de postes
metálicos, de columnas de estadio, de montañas que se
hundan en las nubes, de esqueleto inacabable, de armazón
de insecto obscuro.
Todavía, siendo un amateur en estos asuntos, estoy obli-
gado a gritarlo con el fin de convencerme ante todo a mí
mismo de la urgencia, de la necesidad de que este ejercicio
se lleve a cabo.
Estos pequeños prólogos en donde hablo del instru-
mento —la escritura— son inevitables. Es como atravesar
cortinas de humo para poder acercarme al centro del fue-
go, es decir, a la narración pura y olvidadiza que ya no ne-
cesita reflexionar sobre ella misma ni justificarse.

54
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

*
El señor Narciso Medrano está gordo. Ahora se ha queda-
do dormido en el mecedor porque es mediodía y hace ca-
lor, música clásica y quietud. El perro gris de los vecinos ha
saltado por encima de la paredilla y está en nuestro patio
escarbando, escarbando. Camina mirando a todas partes
bajo la enramada en torno a la cual crece perezosa, ensorti-
jada, la mata de uvas playa. Marleni despierta sobresaltada
de la siesta y lo espanta, lo persigue con una escoba. Hay
una gallina botando baba bajo el lavadero. Nuestra perra,
Mara-Hari, está gorda, tetona, encadenada al palo de limón,
derritiéndose. Nunca la han oído ladrar. Dicen que los ladro-
nes que se meten de noche pueden darle carne molida con
vidrio. A veces, cuando el niño-que-será-novelista viene de
la escuela por la tarde, se acerca a ella y le toca la chucha.
A la perra le gusta, le gusta.
A mi tío Julio le decimos el patón. Calza 44 y tiene el
pelo cuscú, usa los pantalones anchotes y tiene la cara roja.
Los domingos, cuando viene, don Narci pone el trío Mata-
moros: Ahora te voy a enseñar cómo se hacen las maracas.
Todos se ríen. A veces viene un fotógrafo. En días así se ven
las matas del jardín, unas pencas con espinas y unas flores
moribundas, alguien extraño asomado por entre los barro-
tes de la ventana.
—¿Qué quieres niñito?
—Nada.
—¿Cómo te llamas tú?
—Cucaracho.

55
—¿Dónde vives?
—Allí a la vuelta.
—¿Cómo se llama tu mamá?
—La señora Rosenda.
—¿Por qué no te vas para tu casa?
—Bueno.
—Ve, Charito, dale un poquito de helado para que se vaya.

Por la noche, el calor hace que nos echemos en el piso de


las terrazas intentado coger el fresco. La euforia apagada
por lo pronto. Vemos pasar a ese que nos está nombrando,
un hombre distraído y nervioso a quien varias mujeres han
olvidado. A nuestra edad, algunos hemos terminado el ba-
chillerato y esperamos ansiosos el momento en que por fin
comenzaremos a ingresar “en la novela de la vida”, en esa
vida que se insinúa en los avisos de los periódicos, en las
caderas de las muchachas, en las catástrofes, las mediocres
catástrofes de los hombres maduros que a esta hora regre-
san a sus casas. Puede oírse, si se esfuerzan, el ardoroso
chillido de la carne al caer en la paila. Aun cuando nadie por
aquí diría paila sino sartén. Por estas calles que atraviesan
los personajes no se siente en modo alguno el aleteo secre-
to de los antiguos siglos. Pronto nos iremos a dormir pero
es como si acabáramos de despertar. Un novelista inexper-
to jamás se privaría de citar aquí a Quevedo:
¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!
¡Poco antes, nada; y poco después, humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!
Hay un taxi estacionado en la esquina, un automóvil fa-
bricado en 1951 en los talleres de Detroit, una ciudad que
nunca conoceremos. El carro tiene los guardafangos oxida-
dos y hace poco su chofer fue atracado por cinco antiso-
ciales, como lo dijera, como lo dice el radioperiódico que
se escucha en estos momentos por encima del olor a carne
asada. Al chofer lo apodamos desde entonces el salao.

56
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Cuando llegó la hora de escoger una profesión o un ofi-


cio, un destino, como dicen, a nadie por aquí se le ocurrió
ser novelista. Anatolio, Claudio y Orteguita decidieron ser
choferes de taxi. Los carros los traían de Venezuela y era fá-
cil participar en el mercado del transporte, señoras adúlte-
ras, niños con gastroenteritis camino a la Central de Hidra-
tación, ancianos chorreados que olvidaban sus maletines a
bordo (la novela, perdí los originales de mi novela) jóvenes
hampones con ganas de ir a una discoteca por los lados del
Country Club. Una vez, conduciendo la máquina por el Bou-
levard de la 54, me vi obligado a reprender a uno de estos
jóvenes que se hurgaba la nariz con disimulo y aplastaba lo
suyo contra los cojines. Esto no tiene importancia pero una
novela permite muchos detalles inútiles.
Con toda seguridad que el hombre que años atrás tar-
de describiría a los muchachos echados en la terraza, co-
giendo el fresco, se estaba preguntando cómo era posible
que esto sucediera mientras allá a lo lejos oh, la guerra, la
guerra acogía a cien, a doscientos, a trescientos muchachos
con todos los sueños intactos. La culpa puede brotar como
un rabo, la culpa tiene el rabo peludo. Con este hermoso
apéndice, con este áspid que reposa entre las carnes po-
demos espantar los mosquitos por la noche y las gordas
moscas lecheras por el día.
El desordenado pensamiento hacía estragos entre la ju-
ventud de la época. A merced del vaivén de las modas y las
leyes que rigen el comercio, solitarios, flacos, con parásitos,
egoístas y sin ardor también olorosos a perfume, triunfan-
tes, con llaveros de oro negociantes en cocaína, boxeado-
res, muchos considerábamos llegar a los 30 años, que ya
habíamos agotado todo lo que nos había sido dado a vivir
y que la ilusión, bah, era tan sólo un recuerdo.

Aunque no tuvieran novias, era costumbre andar siempre


con una cajita de chicles en el bolsillo. Y una peinilla. Había
quienes exageraban y andaban con un espejito, dos o tres
preservativos en la cartera y un pañuelo entre la nuca y el
cuello de la camisa a fin de evitar la mugre.

57
Había que estar preparados para lo que cayera, hombre
prevenido vale por dos, el que espabila pierde, si te descui-
das en el desarrollo te vuelves marica.
El hombre que vendía el hígado-bofe-corazón y riñones
venía sobre su burra en posición flor de loto, sus grandes
pies polvorosos en primer plano. Había quienes le admira-
ban el animal mientras él saltaba al pavimento a negociar
sus vísceras con las señoras —entre ellas podía distinguirse
a Charito— que abrían las ventanas para preguntarle:
—¿Lleva lengua, compadre?
De haber nacido en la ciudad, el compadre habría sido
baterista en alguna orquesta. Todas las señoras reconocían
su ritmo desde lejos, era la hora de preparar el almuerzo,
con la misma vara con que le medía el ánimo a la burra, hur-
gándole el flanco, puyándola para que caminara, el hombre
llevaba su ritmo, solo sostenido, redoble intenso. El cajón
en donde traía las tripas vibraba alegre:
—Se me terminó. Llevo el mondongo fresco, comadre.
Había unas goticas de sangre cuajada en el sillón de la
burra. Dos moscas revoloteaban embriagadas, engordan-
do verdosas, las pesadas alas. La burra levantaba su rabo y
abanicando ciegamente el aire las espantaba, tolón, tolón,
mostrando su culo negro y brillante, profundo. Las malas len-
guas, que todo degustaban, decían que era caliente como el
de las mujeres. Al narrador no le consta. Al autor tampoco.

Éramos unos caballos sueltos y ante nosotros los montes


eran anchos. Pero como en una noche de plenilunio Augus-
to se encontró bachiller mientras estallaba el flash de un
fotógrafo, en verdad nunca gustó de aquella iniciación al
amor que era frecuente atribuirnos.
Se reservaba para Charito, la muchacha.
Su primera piedra, sin embargo, le fue extraída por una
puta. Tres o cuatro años antes había tenido que aplicarse
una cuchara caliente en las tetillas para evitar que las pie-
dras que allí guardaba le crecieran, empujándolo hacia el

58
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

extravío de Tarzán el redondo conocido vendedor de Lucky


strike frente a los Almacenes Tía.
Aquella fruta madura, el sexo, corno se dice, había caído
pronto sobre él. El viento estaba encapuchado aquella no-
che que él, el otro, venía zarandeado no por el viento sino
por su hija, la brisa, que levantaba un arenal y lo empujaba
hacia ella, ella.
Con excepción de algunas cartas y tal vez de un requeri-
miento anotado en un papelito, la servilleta de la Lunchería
Santa Marta en donde solían encontrarse a escondidas an-
tes de ir a la pensión y pasar al acto, nada había sido escrito
aun. No había pie a novelas, al menos eso pensaban y por
eso el destino era alegremente banal, callejero, olvidadizo.
Se conocieron tal vez en un bus. Él iba a buscarla des-
pués de la salida del colegio. Caminaban, caminábamos
por Olaya Herrera burlándonos un poco de nosotros mis-
mos. Hermanados por la vulgaridad, nos reíamos de la cara
de las señoras y los niñitos que salían a esa hora de Mi va-
quita después de haber comido “opíparamente”.
—Ajo, Gusto ¿dónde te aprendiste esa palabrota?
—Ah, tú sabes, hay que culturizarse para que no le echen
cuentos a uno — le contestaba yo.
Intenté decirle a Charito que atravesáramos a la otra acera
para evitar pasar al lado de una media docena de albañiles
que se estaban enjuagando en un tanque al pie de un edifi-
cio en construcción, pero ya era muy tarde. Uno de ellos, sin
camisa, peinándose frente a un pedazo de espejo, soltaba
un largo chiflido Charito sonreía. Los otros, con las caras hú-
medas, los cabellos aún llenos de cemento, se volteaban a
vernos pasar. Uno de ellos que tenía únicamente una panta-
loneta de baño, se tocaba entre las piernas y decía:
—Ay, me duele el chichón que tengo aquí.
Los demás soltaban la carcajada. Otro, dirigiéndose a mí:
—Lo que se ha de comer el gusano que se lo coma el
humano…
Yo estaba morado de la rabia y de la vergüenza. Me sen-
tía cobarde, con el rabo entre las piernas. Le dije a Charito:

59
—Camina rápido, nojoda.
Pero ella no me prestaba atención. Tenía la sonrisa ancha
y volteaba a mirar hacia atrás a cada instante que dejara de
provocarlos me contestó:
—No seas tan celoso, niño.
Seguimos en silencio.
Encontré una caldereta y comencé a patearla con una
especie de ira aguachenta, sin convicción. Sentía un nudo,
la manzana de Adán se me había atragantado, deseaba
matar a alguien, no podía respirar, no tenía saliva. Charito
me estaba mirando, curiosa y contenta. Después se ponía
seria y con los labios fruncidos, posando una mano entre
los senos, murmuraba:
—Perdón.
Vi que tenía los ojos brillantes y que una vena le pal-
pitaba en la frente. Estábamos enamorados. Fue entonces
cuando se me dio por agarrarle la mano. Era suave como
peluche. Miré a todas partes para ver si nadie se estaba
riendo. Afortunadamente ya estaba oscuro y así nadie se
dio cuenta que ahora era yo quien tenía un bulto ahí. Pero
creo que Charito lo notaba porque me decía:
—Llévame a cine.
Oí que Charito gemía y aunque sentí un ligero estreme-
cimiento en la nuca, el temor a que alguien se diera cuenta
que tenía mi mano bajo su falda no me dejó gozar. Le pre-
gunté al oído:
—¿Te gusta?
Y ella abrió los ojos lentamente, como descansando de
un dolor, recuperándose poco a poco, un tanto despeina-
da. Mi mano se había quedado quieta y entonces ella apro-
vechó para desenterrarla. Me miró con un poquito de indi-
ferencia y asco y cuando pensé que iba a decirme alguna
cosa se sonrió enigmática.
Cogidos de la mano, sin hablar, con emoción y vergüenza,
habíamos llegado al teatro “La Bamba”, una sala gigantesca,
sin techo, grande e iluminada como un buque en la bahía,
situada frente a una bomba de gasolina, al lado de un par-

60
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

queadero, rodeada a un costado por bares y piqueteaderos.


Tan pronto apagaron las luces sentimos un olor a amoniaco y
un brusco cambio de temperatura. Ella me preguntó:
—¿Tienes un chicle?
Comenzamos a mascarlo despacio, yo dejaba que el sa-
bor a menta impregnara mis amígdalas, los huecos de mis
muelas. Me sentía tenso, ansioso, con ganas de orinar. Yo
no estaba muy enamorado de ella, dentro de mí brincaban
pensamientos inconfesables, íntimas mentiras. Me sentía
sucio y malo, un gran centauro sudoroso al lado de una niña
desnuda, en la banca de un parque, con la cosa parada.
Nos casamos. Un año después ella me dijo por primera
vez que yo sólo usaba su carne, su carne morena. Ella me
hacía la sopita de mondongo mientras yo estaba leyendo,
cuántas brutalidades tragaba, el librillo, los periódicos.
No sé por qué sentí esa tarde que Maruja, la otra, había
quedado encinta mientras estábamos en aquel hotel de la
Calle San Blas. Se veía a sí mismo pidiendo prestado para
financiar el primer aborto de su larga historia, buscando a
un doctor aburrido y cansado. Aun cuando trampeaba pa-
gaba los impuestos cada noviembre, no le gustaba mucho
ir al trabajo y por eso andaba de mal genio, esperando con
ansias las vacaciones, la pereza pura, ahorrar algo para lo
inservible, visitar cervezales, palacios de espejos, mujeres
de profundas cabelleras, mujeres de rotundas caderas.
En las vacaciones se la pasaba eructando, escudriñando
la bóveda celeste. Persistía en la idea de comprarse un re-
vólver de segunda mano, cada vez que salía de la casa de la
otra, con miedo a que lo guindaran en una esquina, la idea
le martillaba. Tal vez era el olor de sus piernas lo que me iba
protegiendo, se decía.

61
Los domingos de charito -1986-

Día en casa
Ilusión del más puro canto, inútil como un domingo.
Lo que importa es la ilusión pues tal canto ahora ya no
me es posible; basta darse cuenta que en seguida he es-
tablecido un sistema paralelo, la comparación (“como un
domingo”) y he recurrido además a los adjetivos “puro” e
“inútil”, evidencias estas que demuestran mi longitud de
onda ideológica, el desperdicio de mi ambición, mis pro-
pósitos y alcances, mi escepticismo, mi aspiración hacia una
bondad francamente inocua. Toda bondad es inocua.
Discursos sin historias ni personajes, catarsis. ¿Purifica-
ción, purgante? La historia buscándome, buscándose, el
amor buscándome, ojalá pudiera encontrarme. Pensé esta
mañana, ahora ya una vieja mañana que tan sólo existe
gracias a la lectura del recuerdo, el libro de mi memoria,
mientras me hallaba en la cocina calentándome un café, en
escribir una autobiografía llena de mentiras. Me veía dán-
dole a la máquina de escribir noche tras noche pero este
aparato anda casi solo y estereotipado me lleva y posudo
me arrastra, rebuscado.

62
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

*
En aquella casa Charito tenía algunas tardes libres. Esa tar-
de ella se estaba bañando con mucha suavidad y paciencia,
disfrutando del olor del jabón. Tenía cita con Vicente a las
cinco. El señor le había pagado la quincena ese mediodía y
casi podía sentirse contenta, hasta estuvo canturreando una
canción. Era en verdad una extraña sirvienta. Permanecía
largas horas en el baño sin que pudiéramos saber qué es-
taba haciendo. Casi no hablaba, no espabilaba nunca y por
eso no pudimos saber de dónde venía la tarde en que el ca-
mión la dejó en la puerta. Entró a la casa con sus Chancletas
mojadas y un pequeño maletín de plástico en la mano, mi-
rándolo todo con sus ojos resbaladizos. He aquí lo que vio:
Bajo un cuadro de La Última Cena (ella se aprendió el le-
trerito de memoria, amen dico vobis quia unus vestrum me
tradirurus est) estaba el señor en camisilla, comiendo. En la
otra pared había un gobelino en el que un jaguar atacaba a
un harem sobre las aterciopeladas, las ebúrneas arenas del
desierto. Soplaba un viento solano y por eso las cortinas se
movieron suavemente al cerrarse la puerta tras ella. En ese
instante, como tenía que ocurrir, sonó la campanita que col-
gaba del pescuezo del gato de porcelana que merodeaba
allí, estático, sobre un armario. Mi señora sonreía sin saber
qué hacer, los brazos en el aire, barnizada y suave. Se gus-
taron. Estaba encendido el radioperiódico de las seis de la
tarde, un bombillito en un rincón. Los muebles eran pesados
y grandes, las vigas del techo marrones, cosidas con hilos de
araña. Había un corredor que se perdía al fondo. Mi señora
se lo señaló con un dedo y yo la miré entonces.

63
—¿Quién es esa bruja? —pregunté.
—Nojoda, y a ti qué te importa —contestó Marleni.
—Sí me importa, yo soy el que pago y esta es mi casa.
—Me la manda Leoncio para que me ayude.
Charito alcanzó a oír este diálogo, seco y violento, tieso
y compuesto que se desarrollaba por sobre el tintineo de
los cubiertos y el sonido del hielo en la jarra de agua que se
inclinaba en aquel momento sobre el vaso del señor. “Es-
pérame en la cocina, niña, que ya voy para allá”, le dijo mi
señora. Siguió avanzando entonces, de frente a la obscuri-
dad del patio, por el corredor, antes de encontrar una pieza
iluminada que tenía las paredes manchadas de grasa y una
nevera oxidada en los bordes. Entró y se quedó ahí parada
frente al lavaplatos, quieta, chorreando, mirando el preci-
pitado caminito de las hormigas noctívagas transportando
pesadas migajas de pan.
Vio aparecer la cabeza de un niñito. “¿Cómo te llamas
tú?”. “Rosario”. No se dijeron más nada porque el niño le
dio la espalda para coger un vaso y servirse agua de la ne-
vera. Se fue haciéndole un gesto con la boca y la nariz que
ella no comprendió. Después llegó la señora a decirle que
se cambiara de ropa para que comiera y la ayudara a lavar
la loza. Esa primera noche aquí en nuestra casa se la pasó
llorando, removiéndose en la cama de lienzo que le habían
puesto en el corredor pero a la mañana siguiente se sintió
mejor en el patio, regando las matas. La señora le regaló
unos vestidos de su hermana, la señorita, y le dijo que ésta,
ojo, se había muerto porque le pusieron mal una inyección
cuando tenía diecisiete años. Charito dijo que no quería los
vestidos pero la señora le contestó que no fuera boba y se
los dejó sobre la mesa de planchar.

Oía de noche respirar las paredes. Esperaba largo rato an-


tes de decidirse a encender la luz. Nadie. El cuarto estaba
tranquilo, la cortinita amarilla no se movía, el almanaque
tampoco. Luego pensaba: es el inodoro el que hace ese
ruido, me voy a levantar.

64
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Pero atravesaba el corredor, veía las sombras, un triciclo


abandonado, la silueta del escaparate, muda, y luego al lle-
gar al baño todo estaba en silencio, no era nada. Volvía en-
tonces a la cama y allí vagaba, se resbalaba, le reventaba la
cabeza a Augusto de un martillazo, pero sólo había chispas,
cristales rotos y la luz de la sala titilando.
—¿Qué pasó, Charito?
—Debe ser un cortocircuito, señora. O se fue la luz. Hizo
“pum” y se reventó.
—Desconecte la nevera. Fíjese si la estufa está prendida.
¿Qué irá a decir don Narci cuando llegue?
Debían ser los frijoles con cerdo que le habían caído mal.
Hacía tiempos que no soñaba con Augusto y ella, ahora, lo
estaba deshojando, había levantado su mano contra él para
romperlo como una alcancía, no quería matarlo, sólo quería
saber lo que tenía adentro. Nada, ahora ya no sirve, pensó
antes de despertarse. Sonreía, cuando el niño vino a me-
terse en su cama, apretujándose contra sus pechos sueltos.
Volvió a dormirse. Lo de la televisión había sido preparado.
“Siempre quise matar a alguien”, estaba diciendo. Pero no,
nadie sabía cómo se sentía, todos la estaban mirando como
si estuviera enferma, la enfermedad del amor. Alguien dijo:
“hay que llamar al loquero”. Anatolio le había explicado
cómo hacer fundir una televisión. De nada sirvió porque en
la puerta de la calle había un camión guajiro cargado de
licuadoras, secadores, chancletas y televisores. La teleno-
vela de las diez de la noche estaba en lo mejor esos días.

Allí no hacía sino cocinar, de vez en cuando cambiar las sá-


banas de las camas, peinar al niño, cortarle el pan, trapear
el baño, restregar las baldosas, sacar la basura. Por eso en
las horas en que podía vagar sin hacer otra cosa que mirar
las telas, los vestidos de flores y los zapatos de charol, las
cremas y las pantuflas que traían de Maicao, que se amon-
tonaban, era, bueno... la brisa levantaba las faldas de las
mujeres que paseaban como ella mirándolo todo sin com-
prar, por las galerías y las esquinas del centro, inútiles.

65
Don Narci la miraba de una manera rara mientras ella
traía la bandeja, los vasos, los tenedores. Era una de esas
miradas de perro, triste, prisionero no se sabe de qué, un
poco con la lengua afuera como si quisiera que ella le pa-
sara su mano por el lomo, le acariciara, le dejara revolver su
hocico. No era una mirada de hombre pero entonces ella se
asustaba porque la entendía, sin darse cuenta la entendía,
caminaba pegándose a las paredes mientras su cabello flo-
taba por el comedor.
—Charito, le agradezco se recoja ese pelo —le dijo ese
mediodía la señora mientras ella estaba sirviendo la sopa. A
lo mejor, desde su silla, había olido lo que estaba pasando.
El señor había venido una noche a la puerta de su pieza,
en el fondo de la casa. Ella estaba tirada en la cama, con sus
grandes piernas al descubierto, leyendo. Ya había cogido la
manía de leer. La había mirado así otra vez. Ella se sentó,
recuperando su compostura. Cuando iba a decir algo, él le
dio la espalda y se alejó. Estaba en piyama y llevaba tam-
bién un libro en la mano.
El niño tenía la misma mirada del señor, ella lo había no-
tado en unas fotos que estuvo viendo. Pero los bucles dora-
dos del niño y sus piernecitas eran alegres. Ella lo apretaba
contra el pecho y él protestaba. Luego se quedaban tran-
quilos, se dormían. Se había encariñado con aquella figurita
silenciosa y por eso pasaba horas caminando con él por
las avenidas, bajo los frondosos árboles de aquel barrio,
el Paraíso, mecidos por la brisa, ligeros, viendo los rayos
del sol restregarse contra los ventanales polarizados de los
edificios, sintiendo la mirada de los celadores revolotear
pesadas en torno a ella.
La tarde de un lunes, muchas semanas atrás, la señora le
había dado dos billetes de cien pesos para que comprara
la carne, el papel higiénico, unos cuadernos para el niño y
un frasco de DDT porque de noche las cucarachas se apo-
deraban de la cocina. La señora estaba vestida como en un
retrato, el cabello un tanto inflado y la blusa sin una arruga,
los senos en apariencia duros y la falda verde obscuro, bo-
tella, bien planchada también. Debía ser una mujer celosa
porque tenía en permanencia góticas de sudor sobre los

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

labios. Casi nunca se miraban de frente, sus ojos resbalaban


hacia algún lado, debía ser la cabellera de Charito lo que
le molestaba ya que por las mañanas ésta no era sino un
manchón enrojecido, enmarcando su sonrisa desportillada.
aplastada hacia un lado, un poco obscena, grande, cruda.
Con el niño de la mano y el canasto de la otra debía pa-
recer una figura chocante, pero allá iba. A veces, la gratuita
caricia de la mañana, el olor de la hierba en los jardines, la
vision de aquellas otras mujeres camino al supermercado,
silenciosas, la hacía sonreír. Era casi feliz, como aquel niño
grande que caminaba dando salticos a su lado, gritando
al ver pasar un automóvil “mío” “mío”, “mío”, contestando
por su cuenta las ininteligibles peticiones que los choferes
gritaban a Charito desde las ventanillas de los taxis.
Aunque había hecho aquel camino hasta el cansancio
seguía leyendo mecánicamente todos los avisos que en-
contraba sobre las vitrinas y paredes, el consultorio de me-
dicina general del doctor Cuentas, la bizcochería “Gloria”,
la tienda El Rosal, Lavandería “La Cascada”, la Farmacia de
la Hoz. El supermercado aparecía allá en el fondo, redon-
do, abultado, con sus colores verdes y rojos, sus alto—par-
lantes, sus camiones descargando y el incesante tráfico de
mujeres entrando y saliendo. La bandera verdirroja flotaba
también en lo alto. Un hombre vestido de payaso estaba
parado en la entrada repartiendo folletos de propaganda
como siempre. Quiso hacer una mueca graciosa al niño y lo
único que consiguió fue que éste se aferrara a las piernas
de Charito, con miedo.
En el interior estaba sonando esa música, ella la conocía
pero no podía saber qué era. La hacía sentir lejos de allí, en
un diciembre, fuera de esa hora sin importancia. De vez en
cuando la voz de una empleada interrumpía aquellos elásti-
cos compases para anunciar lo baratas que habían amaneci-
do ese día las sardinas importadas del Ecuador. Empujando
el carrito, mientras el niño la seguía, penetrando por la hilera
de los productos de limpieza, se confundió definitivamente
con las señoras distraídas que miraban y sopesaban los ja-
bones y la cera para brillar las baldosas. Ella se distrajo tam-
bién. Lo primero que hizo fue dirigirse a la sección de ropa
interior. Allí estaba el hombre que armaba los maniquíes con

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un brazo en la mano ajustando a una muñeca de cabellos
recortados, lacios, cayéndole sobre la frente y que sonreía,
sonreía. Estaba desnuda pero sólo ella y el niño se detuvie-
ron frente a la pareja a mirar. El hombre encargado del asun-
to tenía una bata blanca como un científico. Era en verdad
un muchacho moreno, de cara huesuda, de patillas largas
estilo Simón Bolívar-entrando-en Porquera, con zapatos de
caucho un tanto grandes. Ahora estaba peinando a su mu-
ñeca. Lo hacía con una sola mano y luego se retiraba unos
pasitos hacia atrás, midiendo el efecto. Se dio cuenta que
lo estaban mirando y entonces dejó la peinilla, se la guardó
en el bolsillo y de una caja de madera que tenía al pie sacó
una bayeta y comenzó a frotarle los pechos, los muslos, el
ombligo, abajo, las rodillas, la espalda, sacándole brillo por
todas partes a esa carne silicona marrón chocolate. Charito
envidió aquel amoroso cuidado pero como era su maniquí
preferido lo único que hizo fue ladear la cabeza y sonreír
indulgente. El muchacho había comenzado a vestirla con las
prendas transparentes que se estaban poniendo de moda
en esos días. El mes pasado había sido el signo astrológico
entre las piernas y Charito había imaginado que caminaba
por todas partes con un escorpión ansioso, listo al ataque.
Ahora eran los días de la semana, un color rosado para ese
lunes de tanto calor, pensó entusiasmada.

A Charito la trataban bien en aquella casa. El señor, al menos,


estaba joven todavía, a lo mejor lleno de proyectos para el
futuro, nervioso y pálido, protegido con unas enormes gafas
de carey. Por las mañanas, mientras exprimía unas naranjas y
rompía los huevos, oía la música a todo volumen colándose
por las rendijas de la puerta de la cocina. Cuando le llevaba
el jugo al señor, éste le decía: “Charito ¿le gusta Bach?”, o
bien, “¿No le molesta la música, verdad?”. Ella sonreía, pes-
tañeaba sorprendida oyendo aquellas trompetas deliciosas.
Lo que no le gustaba mucho era trasnochar, o el ruido de los
vasos y las botellas cuando ya se estaba quedando dormida
y había reunión en casa (como decía el señor), los jueves o
los sábados, noches de fiesta, comida y montones de ollas
sucias esperándola para mañana.

68
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

El resto del tiempo no hacía sino exprimir las naranjas,


planchar, comprar los bollos, ir a la esquina a perseguir el
camión de la leche, recoger los papeles sucios del baño (el
señor fumaba y dejaba unas colillas vivas, moviéndose en el
agua, abiertas) barrer el patio, sacar las sábanas, tender las
camas, sacudir los elefantes de porcelana.
De pronto se quedaba quieta, con la escoba apoyada en
el pecho, mirándose las uñas de las manos, pensativa.
Luego, sacudía la cabeza y seguía, relajar la carne, pelar
las cebollas, machacar los ajos, limpiarle el culito al niño,
echar el arroz al caldero, lavar los ñames. En días así se acor-
daba de Augusto.

69
Los domingos de charito -1986-

Día sin amor


El hombre amaneció hoy lleno de envidia y soledad, de pe-
reza, marihuana verde, coñac, gripa, menta, auto-conmise-
ración, confortablemente instalado para leer la prensa. La
nieve caía en remolinos desordenados, frágil.
Alguien me habla de la nostalgia (la tristeza), el alma en-
ferma, de ver caer la nieve sin la persona amada (ojo, tema
reaccionario). Mi viaje ha sido: del sol a la Cabeza Hibernal.
La nieve cae silenciosa y grácil, sin gravedad. Son peda-
citos de algodón, estrellas heladas que van desprendiéndo-
se de un cielo vacío y hondo, ausente y serio. A los ancianos
el reumatismo los aqueja, los tiene todo el día entre las co-
bijas, esperando con ansiedad que sea la una de la tarde
para instalarse inamovibles frente al televisor… Cuando el
frío baja uno se da cuenta que la nieve se ha vuelto lluvia.
En esta melancólica estación sólo los pinos conservan su
verdor, esos dibujos japoneses y rudos oponiéndose a la
muerte. Hay pocos negocios en los almacenes y por eso
los propietarios se quejan y dicen que es la Morte saison,
tiempo en el que los clientes duermen o trabajan. Los ár-
boles desnudos aguardan ya el retoño de la primavera leja-
na. Esa desnudez es prueba de la esperanza. Lo irónico al
contemplar estos paisajes urbanos es que a cada momento
uno siente deseos de describirlos, de fotografiarlos o di-
bujarlos. Pasa lo mismo que con ciertas noches de Luna:
en lugar de admirar en silencio lo que misteriosamente nos
es ofrecido exclamamos: “parece un cuadro de Magritte!”.

70
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

*
Oh soledad: la fábrica está en un camino. Hay que atravesar
un monte en el que los goleros se festejan a mediodía, para-
dos sobre la calavera eterna y sonriente de un perro. Baten
las alas como cartones tiesos, haciendo el amago de volar
cuando se acerca alguien. Hay árboles raquíticos, más bote-
llas y llantas viejas, la tira reseca de una guardacaminos, una
enagua rasgada en la que se ven aún encajes manchados de
goticas de sangre marrón, la adolescente llamada sangre.
Por allí viene Augusto con los zapatos empolvados, la cara
arrugada por el agrio olor que exuda la maleza como una ci-
catriz abierta en medio de las casitas allá lejanas. De frente,
el muro de una fábrica de neveras, un letrero gigantesco, los
dueños de esta fábrica son unos turcos hijueputas y explota-
dores, de brochazos enérgicos, desesperados.
—¿Así que este es el joven Pradilla?
—Ya ve usted. El heredero, como dicen.
—Tirapiedra y todo, me imagino, ¿ah?... jo!
—Medio comunistoide, usted sabe, la juventud, pero
más bien tranquilino, distraído…
—Tranquilino. ¿Y qué sabe hacer usted don Tranqui?
—¡Qué va a saber hacer nada! ¿Qué sabes tú, Gusto?
¿Qué sabía? Sabía de memoria, por ejemplo, la sensa-
ción del vagabundeo solitario: no me gustaba bajar al cen-
tro de la ciudad porque me hacía soñar “inevitablemente”
con su pasado que siempre imaginé de otra manera pero
que encontraba careado por eso que algunos llaman “la
muerte que depara el olvido”.

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Pese a todo, me negaba a destruir las postales de mi último
viaje con esa especie de suerte negra que lleva al asesino a
recobrar los pasos que ha dado hasta el lugar de su crimen.
Un calor sano, “macho” como decía Charito, le subía por las
piernas mientras daba vueltas por el mercado, la calle Murillo
o el barrio Chino. Por esta vez todo había terminado para
siempre. Todos estaban cansados, hasta él, del va y viene.
—Bueno, él dizque lee mucho, pero hacer como hacer
yo creo que no sabe hacer nada. Dele cualquier cosa a ver si
se desembolata. Él estaba terminando el bachillerato, pero
se le dio por meterse a estudiar radiotecnia y después que
si el dibujo, hasta contabilidad estudió, algo debe saber. Tal
vez si pudieran meterlo en el kárdex en los archivos, algo
debe saber este vergajito.
—Archivos…. bueno, tú ves que esta es solo una fabri-
quita de ladrillos. No hay archivos. No hay nada como para
él. Tal vez mi hermano, ¿supiste que salió de suplente al
Concejo en la lista de Madero? Tiene una fábrica de latas…
te voy a dar una tarjetica para él. Yo le echo una llamada,
sin embargo. Es una fábrica de unos cientoveinte obreros,
grande ¿cierto? Tal vez él lo pueda acomodar en las oficinas
para que no se vaya a joder mucho el cuero.
—Ah, eso sería bueno, ¿cierto, Augusto? ¿Pero usted
cree que hay posibilidades?
—Claro, hombre, espérate y lo llamamos.
Allá iba Augusto sintiéndose productivo. En tercero de
bachillerato toda la clase había repetido en coro el “Sólo-
sé-que-nada-sé”, felices de encontrar la fin un pretexto ilus-
tre para la ignorancia y la pereza. En el fondo todo eso con-
tinuaba, aunque menos alegre ahora porque, a la fuerza, la
tabula rasa se había llenado: tal vez el horror de la juventud,
una mariposa disecada o las aspas de un abanico en un
hotel de cualquier parte, hicieron posible el esfuerzo y la
decisión final de embarcarme. No medí todo lo que aque-
llo significaba hasta que finalmente un viernes de agosto a
las cinco de la tarde me hallé en una villa sumergida en la
tranquilidad de las montañas.
Todos los compañeros que Augusto encontraba tenían
ya un oficio (y él se decía, pero yo tengo un swing): unos

72
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

eran dentistas, los otros choferes o profesores. Algunos es-


taban en el ejército o eran veterinarios abogados, ingenie-
ros. Conocía a varios vendedores de almacén y a unos cinco
o seis economistas. Augusto había soñado con embarcarse
“para ver el mundo gratis” porque la figura de un ahijado
de su madre le atraía. Su cabeza rapada de marinero, sus
tatuajes azules entre pecho y espalda y la pesada esclava
de falsa plata que llevaba en la muñeca izquierda eran lo de
menos. Lo importante era las historias que contaba de Río
de Janeiro, Norfolk y el Pireo. Pero nada. El mismo pariente
se encargó de disuadirlo después del quinto viaje: “no seas
marica, tú no serás capaz de acostumbrarte al trencito: cua-
rentaicinco días en altamar comiendo pescao al desayuno,
al almuerzo y a la comida. Además los que no saben hacer
nada, a bordo, tienen que ayudar en la cocina, lavar la cu-
bierta, mover los bultos. Déjate de huevonadas, estudia, es
puerta de luz un libro abierto entra por ella niño y no serás
cuando grande ni esclavo ni juguete servil de los tiranos”.
La puerta era de hierro azul. El celador asomó la cabeza
por la ventanita, oyó su explicación, vio la tarjetica para el
señor gerente y descorrió el cerrojo. Le mostró al fondo las
oficinas. Augusto atravesó el patio y le pareció agradable:
había grandes pirámides de tanques, una palmera solitaria
en medio del playón, arrumes de láminas de acero made
in japan, ángulos, ruedas y estrellas de hierro que solta-
ban un polvo cortante parecido a la ceniza. Todo bien en
orden. Sudaba copiosamente al caminar, la puerta de cris-
tal esmerilado con su aviso Aire acondicionado Siga Ud. lo
acogió. Vio la fila de escritorios, el desordenado movimien-
to habitual de las oficinas a las doce menos diez, la fuente
de agua helada y las secretarias: morenas, pálidas, tetonas,
con sus colas-de-caballo, sus grandes labios rojos riéndo-
se un poco, escarbando en las carteras, con los cepillos y
los espejitos, alistándose para salir a almorzar. Se alegró. El
gerente le sonrió amable, le echó un vistazo a la tarjeta y le
dijo: “Oká, apúrate para que alcances a hablar con el jefe
de personal antes de que se vaya. Ya yo le hablé de ti“. El
jefe de personal lo mandó esa misma tarde al octavo piso
del Centro Cívico, a la oficina del trabajo, para que renun-
ciara a la miopía y a una muela que tenía careada. Llenó el

73
formulario y volvió con todos los papeles al día siguiente. El
tipo le dijo entonces: “venga esta tarde a trabajar”.
Cuando le entregaron los guantes y el casco se asustó:
—¿Y esto?
—Ese es su equipo, cuídelo. Tráigase una ropita vieja mien-
tras le damos la orden y se toma las medidas para el overol.
El jefe de personal mandó llamar a alguien. Apareció un
gordo ahí con un casco y unos guantes iguales a los que
acababan de entregarle, aunque no nuevos como los suyos
sino ya usados, manchados de grasa.
—Vea Saavedra, muéstrele al joven lo que tiene que ha-
cer. Póngalo a trabajar en algo. Es un nuevo colaborador de
la empresa.
Augusto y el gordo tomaron un pasillo y se dirigieron has-
ta el fondo. Allí encontraron una puerta, el gordo abrió. Se
sintió algo como el alimento o el rugido de un animal, ense-
guida la temperatura fresca de las oficias huyó de sus axilas
y sus pies y un calor de hierros y máquinas se le instaló.
Este es el taller! —le gritó el gordo — ¿No trajiste ropa
de trabajo? Se te va a dañar la pinta, tráela mañana.
Augusto casi no le oía, el corazón le latía fuerte y además
estaba fascinado. Vio cadenas y grúas, rollos de alambre más
grandes que él, planchas de acero ordenadas en hileras que
dejaban pasadizos para los obreros. Todos los trabajadores
estaban vestidos con overoles azul grisáceo, diseminados en
el gigantesco galpón, encaramados en las escaleras metáli-
cas o frente a unas máquinas que se cerraban y abrían lenta-
mente con pesados suspiros. El techo era altísimo.
—Bueno, ayúdame con este cable. Hay que cortar cien
metros. Pon cuidado porque si se te suelta puede darte un
coletazo. Este cable se llama alma de acero y pega durísi-
mo. Dale pues, coge, ahí va…
Cuando regresó a la casa, ese primer día, se sintió como
si estuviera encementado, las manos le ardían y el hueso de
la cadera le sonaba dentro como si se le hubiera despren-
dido y estuviera flotando.

74
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

La vida, gruesa palabra, se había detenido.


Todo el sueño de la vida de un joven hombre podía ver-
se allí, representado en los objetos que había atesorado,
manía infantil de guardarlo todo, construyendo recuerdos,
prometiéndose la revisitación, fotos de la playa, la cabeza
tallada de madera de un hombre desconocido con el aire
de don Quijote que fio en un almacén de la calle Jesús,
años atrás, durante unas vacaciones. Una vez disipado el
miedo que padeció durante su adolescencia comenzó a
observar sus propias reacciones, su manera de irse acomo-
dando al giro de los días, Yira, Yira, a la vuelta de la noche
y al ansiado regreso del sol. Él abría los ojos y se reubicaba,
dejándose llevar por el impulso de la hora, el desayuno, la
calle con un movimiento de hombres y mujeres camino a
las fábricas y a las oficinas del Centro, con sus bolsas de
comida, en grupos de dos o tres, riéndose.
A los ojos de los demás debía parecer un inválido, egoís-
ta, cobarde, puesto que al afrontar el mundo de la fábrica
se le notaba irresoluto, rebelde (esto no me concierne), con
la idea de que no se quedaría mucho allí; lo que más le ten-
taba era trabajar hasta cansarse, llenarse de odio hasta las
orejas, “mandar a comer mierda al gerente”. El problema
de su ubicación era que se sentía un artista, lo creía a veces
con los ojos cerrados, en el bus que lo llevaba al trabajo;
falsa creencia que hacía las cosas más duras, los hierros más
pesados, los horarios…
El viejo Pradilla y él vivían solos en un caserón del barrio
El Carmen, cerca a la Central de Hidratación, disimulándose
el respeto y el menosprecio que se inspiraban mutuamen-
te. Augusto se asustaba a veces al llegar por la noche, vién-
dolo dormido en un mecedor, con un libro abierto sobre el
vientre, el bigote encanecido y un vaso de agua en el piso,
su gran cuerpo navegando en la obscuridad y el vacío de
la sala. Y eran como dos extraños personajes: más que un
parecido físico el aire de familia les venía de algo ordinario
en el carácter, de ciertas actitudes bruscas e incongruen-
tes. La seguridad de que comenzaban a resbalar, el uno

75
hacia adelante y el otro hacia atrás, en un destino idéntico,
provocaba en ambos la misma confusa, débil y regocijada
compasión. Claro está que, en esencia, lo que diferenciaba
al viejo del muchacho era la pasión escondida que este úl-
timo sentía por la música.

76
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Los domingos de charito -1986-

Dias escritos
Allí en esa ventanita iluminada del quinto piso vivía yo y a
veces cuando alguien pasaba por la calle se decía grati-
ficado que el “yo” estaba en vida, escribiendo, amando,
caminando, leyendo. Era bueno imaginarlo encerrado, re-
cuperando de lo vivido un cierto orden fraseológico, una
gramática vesperal.
¿Y cuál es la materia de la escritura? Tal vez la espera, las
huellas que deja la búsqueda del conocimiento. Vivimos en
estado permanente de aprendizaje: los viejos son los que
se niegan a aprender más o los que ya lo aprendieron todo.
Aprendí a escribir y se multiplicó el pensamiento leído, le-
gendario. ¿Era sagrada toda escritura? Alguien viene y me
sopla al oído lo siguiente: el Signo y la Divinidad nacieron
al mismo tiempo y en el mismo lugar. Por eso a lo mejor
no había que desperdiciar nada, la narración de algunos
hechos —narración casi periodística— venía a ser un des-
perdicio necesario pues de todo aquel montón de descrip-
ciones podía surgir inesperadamente una “revelación”, un
sentido en blanco y negro. Por eso el apetito nos llevaba
a la anotación, al numeraje, a la progresión, al encuentro
consonántico, a las ideas plasmadas, encuadernadas y al
alcance de los sentidos, miren lo que dice aquí, oigan, mi-
ren, vengan acá que les voy a contar la historia de un beso.

77
*
El muchacho de los maniquíes se llamaba Vicente pero ella,
atrevida, le dijo Boli desde el comienzo. Era de tarde y ha-
bía ido al supermercado a comprar cualquier cosa para la
comida. Se conocían, se miraban, se gustaban ya. Él le dijo:
“te invito a cine esta noche” y ella le contestó: “Voy a ver si
me le puedo escapar a los patrones. Mis días de salida son
los domingos”. La sonrisa de él no fue muy alegre cuando
supo que trabajaba de sirvienta… Ella se dio cuenta, casi le
pudo leer en el rostro lo que estaba pensando, visos psi-
cologistas de la novela, “yo creí que eras una muchacha
que te aburrías con tu hijito, te veía dando vueltas por aquí
todas las tardes”. Ella no quiso desilusionarlo del todo y
por eso añadió: “Tú sabes, no me considero una sirvienta,
no soy una sirvienta de verdad—verdad, estoy ganándome
unos centavitos ahí, tengo que ajuntar un dinero que me
hace falta para el pasaje, el año que viene me voy, para
donde sea pero me voy, ya estoy haciendo el papeleo, has-
ta para los Estados Unidos soy capaz de irme”.
Así que esa noche, entonces, se bañó concienzudamen-
te, recortándose las uñas de los pies, afeitándose las axilas,
depilándose las piernas, pasándose un poco de piedra pó-
mez por los codos y las rodillas, en todas las callosidades
obscuras que se le habían ido formando por el descuido. La
señora le había regalado una peluca color paja abandonada
que le daba un parecido con una maestra que ella había
tenido en la escuela. Se puso también unas gafitas negras y
unas medias transparentes color carne. Se perfurmó tras las

78
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

orejas, como se acostumbra, y estuvo ensayando unas son-


risas frente al espejo, constatando cómo debía hacerlo para
que Vicente no se diera cuenta que le faltaban los dien-
tes de arriba. La señora estaba en bata viendo la televisión
cuando ella apareció en la sala con ese olor barato y con las
mismas sandalias con las cuales había llegado el primer día.
El señor don Narci estaba en camisilla sentado en la mesa
del comedor escribiendo a máquina. Ella lo vio sonreír por
primera vez desde su llegada a esa casa. Tenía las mejillas
duras y la cabeza grande, unas canas florecían en sus sienes
mientras iba engordando en aquel rincón.
—¿Me presta sus llaves, don Narci? Voy a llegar un po-
quito tarde esta noche —le dijo ella inclinándose burlona.
Boli la estaba esperando en la esquina. Se veía raro sin
la bata del supermercado, ahí flaco, con las manos en los
bolsillos solitario bajo un farol.
—Te voy a llevar a un sitio mejor —le dijo él—. Otro día
vamos a cine. Además me están esperando allá.
Charito no pudo evitar algunos pensamientos cuando
cogieron un bus que iba hacia los lados de las cañadas de
San Nicolás. Tenía algo de miedo, después de todo nada
sabía de aquel hombre. Había imaginado siempre que al-
guna tragedia comenzaba en la plaza, frente a la estatua de
Colón, una muchacha que sería perjudicada y acuchillada
sobre la arena sucia de la Bahía de Cupinó había reído lo-
camente una hora antes mientras ponía su pie derecho en
el estribo del bus. Cosas así se imaginaba Sin darse cuenta
pensó en Dios. Ella había olvidado a Dios en la pared de la
iglesia Santo Domingo, cerca a la casa de sus padres, hacía
muchos años, ella había visto dibujado un animaleja ya na-
die respetaba, la iglesia era la puerta del infierno eso esta-
ba pensando. Iría a sonreír llena de contento el día en que
Vicente —que se la pasaba a toda hora citando libros— le
contara lo que escribió Rimbaud en uno de aquellos últi-
mos días de su parqueada en el infierno:
Creo hoy en día, sin embargo, haber terminado
el relato de mi estadía en el infierno. Pues
se trataba en verdad del infierno; del antiguo,
aquel cuyas puertas abriera el hijo del hombre.

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Una luz suave, enmohecida, flotaba siempre en la igle-
sia de San Nicolás. La iglesia era también un paradero de
buses; cuando llovía todo el mundo corría a meterse en la
iglesia, los que no tenían paraguas, ni trabajo, ni citas ur-
gentes. Y últimamente, los que hacían huelga de hambre…
Tuvo tiempo de mirar hacia el interior y vio a unos hom-
bres descolgando la estatua de Jesucristo, el pobre Jechu,
como pasado de moda, desconchinflado y con la pintura
cayéndosele, moribundo y sonrosado pese a todo. A lo me-
jor le iban a dar su mano de pintura. El letrerito que colgaba
de su cabeza, INRI, le trajo, como siempre, recuerdos de
su infancia, ella también se imaginaba lo que querían decir
aquellas letras, en eso pensaba mientras jugaba a lo de una
limosnita a la otra casita. Ella había tenido un traje especial
para ir a la iglesia. Tenía en verdad varios trajes y cuando se
casó con Augusto hasta mandó a coser uno solamente para
los velorios y las misas de muerto, uno con bolitas negras
que debía ponerse con un chalequito beige y una pañoleta
morada, como las otras señoras jóvenes que ella había visto
en los velorios a los que fue siendo aún una niña. ¿Cuánto
hacía que no se confesaba? Vicente, a su lado, la vio sonreír
sin saber por qué. Ahora ella estaba pensando en aquellos
juegos con Augusto, cuando estaban de novios y él empe-
zaba a pedir algo más que un beso. Ella le decía: “¿quieres
que te diga mis pecados? ¿Cuánto me pagas? Son rojos y
bien gordos, hediondos, puñalada trapera….”. Un cieguito,
acurrucado junto a la entrada de la iglesia, estaba tocando
un acordeón oxidado. Ella sacó una moneda de su cartera y
se la arrojó en el chócoro. El hombre dejó de tocar algo que
se parecía a la marcha nupcial (“ya-se-casó-ya-se-jodió”),
se metió la mano al bolsillo y le tendió una tarjetica (Hotel
La luna, pasajeros, ambiente familiar, por horas y por días,
baños y abanico, frente a la estatua de Cristóbal Colón).
Mientras se alejaban lo oyeron cantar algo de su propia ins-
piración. Esto cantaba:
El beso negro, la cinta roja
esas dos cosas me harán quererte,
el beso negro, la cinta roja…

Charito sin saber por qué, recordó que una tarde —atrave-
sando un solar de la mano de Augusto, rumbo a uno de los

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

cursillos pre-matrimoniales que les exigió el sacerdote para ca-


sarlos —unos hombres habían gritado desde unos camiones:
¿Adónde la llevaaaannnn?
A la loma, a darle palooooma!

Pero esa noche, todo lo que ocurrió fue maravilloso. Boli no


decía nada pero tampoco fueron a las playa ni a sitio pare-
cido. El bus que habían tomado los dejó cerca a un edificio
semioscurecido.
Entraron por un jardín en el que lo único que parecía
vivo era un olor a heliotropo, profundo, y el canto de al-
gún bichito sediento pidiendo agua lluvia. No había mucha
brisa y las ventanas de la casa de al lado estaban también
sumidas en la oscuridad. “Por aquí es”, dijo él inútilmente,
empujando un portón. En el interior de aquel caserón el
olor de las flores desapareció dando paso a uno más fuerte
de sudor y aserrín. Charito oyó al fondo alguien pujando,
respirando con dificultad pero también, inexplicablemen-
te, dejó de sentir miedo. Vio que había sillas, unas tarimas
negras, unos muñecos colgando. Boli le dijo al oído: “están
ensayando ya, espérame aquí, siéntate”. Ella supo entonces
que estaban en el teatro.
Se sentó lentamente, mirándolo todo con los ojos bien
abiertos, siguiendo el movimiento de toda aquella gente
silenciosa y grave que entraba y salía. Estaba sonriendo.
Boli apareció sin que ella se diera cuenta, vestido con una
especie de uniforme azul, una gorra, unas gafas ray-bans y
un sapo en la mano. Charito sintió nacer en ella una carca-
jada lenta e inútil, sin miedo y por eso se contuvo, se tapó
la boca para que nadie se diera cuenta de su atrevimiento.
Boli extrajo un fusil de un cajón y lo colocó al lado de una
butaca, en el fondo del escenario. Caminaba encorvado,
envejecido, difícilmente, buscando algo en aquella pieza en
la que ahora se había quedado solo. Tenía las cejas blan-
cas, abundantes, cansadas. Se inclinó para cerrar el canda-
do aquí, para correr una cortina allá. Luego desconfiado,
hosco, severo, miró hacia el techo, a todas partes. Se sentó
en la butaca y encendió un radiecito que tenía a su lado.

81
Durante mucho tiempo estuvo así, sin moverse, mirando el
vacío mientras la música sonaba allá bajo, llena de ruidosos
parásitos. De un paquete que tenía en los pies, sacó un
portacomidas y comenzó a fingir que comía algo sabroso.
Charito sintió ganas de aplaudir y, no supo por qué, ganas
de estrecharlo contra ella y darle el seno. Esta idea la des-
concertó, cualquiera que hubiese podido traspasar la obs-
curidad y asomarse a sus ojos, lo hubiera constatado. ¿Qué
hacía esa silueta silenciosa y desconocida en el fondo de la
salita? Aunque ella sabía que todo era por jugar parpadea-
ba tratando de espantar la tristeza que le había producido
aquella imagen del hombre encerrado, comiendo, brillando
ahora la punta del fusil descuidadamente con la manga de
la camisa mientras se escarbaba los dientes con la lengua,
haciendo un ruidito de aire comprimido.

Al salir del edificio, después del ensayo, Vicente le agarró


la mano a Charito por primera vez. Caminaron sin hablar
durante mucho rato. Él llevaba el ceño fruncido y sus gran-
des zapatos de caucho hacían un ligero ruido burlesco
que sin embargo no alcanzaba a romper la hosquedad del
pavimento húmedo. Como la pieza de Vicente quedaba
por los lados del Boliche, simple coincidencia, tuvieron
que atravesar parte del mercado. Desde la ventanilla de
un bus que iba hacia Santo Tomás un hombre le dijo a
Vicente: “oiga cuñado, tratemela con cuidado, no me la
descosa mucho!”. La luna, esa noche, estaba velada y muy
alta, sucia o escondida. Charito se sintió feliz, muchacho,
mi corazón, marido mío, tuae Charitoe dulcis anima. Había
conocido a un actor de teatro. Ahora pasaban delante de
almacenes cerrados, viendo los rectángulos azules de las
casas irse borrando poco a poco a medida que el him-
no nacional anunciaba el fin de los programas de televi-
sión. Charito se imaginó que Vicente, con toda seguridad,
saldría algún día en aquellas pantallas, con su rostro de
mártir tuberculoso, sus ojos dulces y sucios, sus dientes
manchados por la nicotina.

82
Trapos al sol
-1991-
Camisola de formas
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Trapos al sol -1991-

Camisola de formas
Ella está leyendo un libro ajeno, voluminoso, y yo, que tam-
bién tengo la manía de la lectura y la escritura, siento algo
parecido al deseo. Me prometo, le prometo, dedicarle lar-
gas noches y días a contarle cien historias posibles, pega-
das unas a otras frase a frase, hasta que me transforme en
un chorro de letras, en un pesado objeto de papel en el que
pueda rastrearse mi ausencia, el estado de mi imaginación,
mis ratos libres, mis ocios y negocios, las acuarelas de algu-
nos paisajes interiores que transporto.
Procuraré darles acción también.

Estos textos serán, como los croquis, esbozos, cuadros


y grabados de Jair dos Santos, estados de ánimo, movi-
mientos del espíritu, teoría y práctica, representaciones
de algo que ha sucedido o va a suceder, fragmentos de
historias en los que se nota la mirada, la influencia cine-
matográfica. El mito busca contarse. La palabra, el lengua-
je, los sistemas que significan nos rodean por doquiera. El
mundo se sostiene gracias a la fábula de la vida cotidiana.
Cada uno es portador de su mito, de su historia, de su cuento.

Ilusión de los comienzos. Todo está por definirse, por nom-


brarse, por organizarse. La telenovela va a comenzar de
nuevo en contados instantes y no encuentro las benditas
gafas. Soy miope desde los siete años —Hoy comienza una
nueva historia y todos en casa estamos ansiosos, deseosos
de embarcarnos en el vagón familiar, hundirnos en las buta-
cas y mecedores tan queridos y usados por largas horas de
regodeo, arrellanamiento y abandono.
Las fábulas continúan, las ilusiones también.

87
Escribimos para interpretarnos. La pintura, o por lo me-
nos algunos de esos manchones que hemos adivinado en
nuestros sueños o viajando por la carretera, una de esas
carreteras en donde se siente el sol y el agua y el verdor
salvaje, el rastro de las bestias y la respiración de ángeles
caídos, esqueletos, quijadas mordaces, cachos de carnava-
les olvidados, nos ayuda y nos alimenta.
Sobra advertir que esta es una autobiografía mentirosa y
audaz. Busco ser tierno y cumplido, no procaz.

El antifaz de los personajes es la paciencia. De un buen mo-


mento vivido surge una muchacha amorosa. Toda la historia
no es más que su contemplación, la escritura en paz, la re-
flexión sobre el misterio. Ahora que estoy lejos de allá, lejos
de la tierra placentaria. Pese a la burla y la dejadez, lo que
más me interesa es contar cómo se manifestó el espíritu en
aquellas tierras. Para hablar del espíritu hay que tener pa-
ciencia y hacerlo día a día. Nuestro espíritu inmortal, el de
los antiguos. Sí señoras. Uno ha oído hablar de eso, sabe en
sueños que él le da libre curso a su voluntad, pero luego lo
olvida y no le canta ni lo invoca.

Los personajes son fuerzas que brotan de nosotros. Poder


pensar, goza pensándote, viaja sobre el mar, por el cielo.
Luego celébrate en la cocina, junto al fuego, con la carne,
el vino, el humo de la hierba, el agua, el café, otro libro
para seguir escuchando las mil historias del ser, los cuentos
de las marionetas divinas, las metamorfosis del cerdo, el
amor a esta bruja parlanchina contando los cadáveres en
la sala de redacción.
Uno está escuchando cuentos siempre, leyéndose per-
manentemente, enterándose de mil muertes a diario. Lue-
go puede levitar, una mano invisible te jala por la punta del
cuerpo, te invade un difuso sentimiento de abandono, de
flojedad, de húmedo estar ahí al ver a una mujer encinta: tal
vez la flor carnívora del amor por la vida que seguimos ama-

88
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

mantando los que todavía podemos leernos en la historia


del efímero paso del sol sobre nuestras cabezas de sueño.

Estaba en una ciudad extranjera, lejos de la Arenosa, oyen-


do una canción terrible y sentimental y pensando en mi
vida, en lo que me había convertido. Siempre quise ser un
animal de amor y por eso heme aquí enjaulado, aprendien-
do a escribir mi historia. Sonreí interiormente, con desdén,
al recordar la bella y utópica expresión francesa que repiten
las celadoras de los edificios, los peinadores en los salones
de belleza, los profesores de la Sorbonne: “poner un poco
de orden en las ideas”
Me levanté del camastro donde estaba echado y decidí
salir a la calle. Mientras caminaba por una empedrada ave-
nida sembrada con gigantescos edificios grises a lado y lado
que debían temblar al paso de los tranvías, me sentí enveje-
cer. Ya me encontraba para siempre ligado por el recuerdo a
esa antigua ciudad, a su bruma y a sus callados gritos.
El anuncio de la paternidad me había hecho demasiado
sensible, todo yo, era como una fontanela, me sorprendía
imitando a mi padre y pensaba noche y día en el ser que
iba a nacer, en el niño que flotaba siempre a la salida de
los cines, en la hierba de los parques, bajo las faldas. El
misterio de la flor mística de todo amor fetal, antes de que
se convierta en Uno, macho o hembra, particularizado y con
nombres y apellidos, me traía borracho de verdad.
Mientras caminaba y pensaba en libros que hablaban de
la bola amorosa y la hermafroditez del beso, del mensajero
del afro, del hermano frutal, del frondoso matriarcado y la
redondez del fruto, reconocía los signos de mi nueva edad.
Pese a que se me estaba cayendo el pelo me mantenía en-
tre primavera y verano y las otras dos estaciones sólo eran
para mí referencias literarias.

Oía voces.
—¿Tienes prisa? La escritura apresurada no puede dar
cuenta de un tiempo diferente, propio a las fábulas destro-

89
zadas que nos contamos mientras vamos caminando por la
calle, o en el metro, al regresar a casa por la noche. Pacien-
cia para amarme, paciencia mi corazón, se decía el viejo
muchacho Aquiles. Te gustaría hablar de la guerra, descri-
bir el caos, ponerte tu máscara de carne rota, pero no eres
más que un novelista citadino mordisqueando el pan en el
ascensor que lo lleva a una cita de amor.

En un instante vuelan siete historias tras abandonar un pan


picoteado en el andén. Sus labios, no olvidarlos jamás. Pen-
samiento de la guerra interna, caos, desorden, “júbilo de la
moriencia”, barrios peligrosos.

Ella le está dando el seno a un bebé de pocos días mientras


lee Berénice, de Racine. Su cuarto (de sirvienta) se ha llena-
do de juguetes, una cuna.
El bebé aprieta golosamente el pezón, con los ojos ce-
rrados. Ella le sonríe.

Escribo un libro para una lectora innominada, perdida en la


ciudad, a lo lejos, que se deja absorber por los libros, que los
prolonga y continúa, que es ella misma personaje de libros.
Yo me transformo en ella. Tendremos un hijo, debo narrar
los nacimientos, entre un polvo y un nacimiento. Un sueño.
El hijo crece ajeno.

Cuando bailamos ella se deja atraer confiada, dispensado-


ra de placer. Una vez en Lisboa, meditando al sol, me di
cuenta que el baile es la entrega de las manos y la cintura.
También de los senos, a veces de las axilas.
En mi ciudad a los muchachos les gusta bailar mucho.
Todos los sábados están buscando un pretexto para abra-

90
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

zarse con las vecinas y las desconocidas. Cuando alguna de


ellas me llama por teléfono para invitarme a una fiesta, sien-
to que a pesar de todo no hay que descuidar este asunto de
la danza. El tristón que soy, con mis códigos y mis gramá-
ticas, mis horóscopos y mis homeopatías, mis periódicos,
mis gafas y mis reglas de cálculos, va y se busca un calzón
brillante y deja de lado la mudez, la cadera embalsamada,
la sordera y las ganas de pelear. Al batuqueo ese que no
es sino simulacro gozoso de antiguas guerras, a la tambora
que nos separa y nos hace sudar y nos alegra la piel volvién-
donos babillas, Ieonzas, burros contentos, seguirá un bole-
ro, bajará la luz, y podremos fundirnos sin tapujos, vestidos
y profundos, el uno en la otra.

Ella es actriz.
La actriz se entrega en escena. Su juventud, su impacien-
cia por vivir, su transformación. Parece un personaje soñado.
En medio de la calle echa a correr para ir a buscar a su niña.
Quiere vivir de manera romántica, lo logra. Después del es-
pectáculo le cuesta trabajo dormirse y muchos días está le-
jos del juego. Las dos horas en escena le parecen largas. El
mejor momento es el de la inclinación agradecida ante los
aplausos. Frágil de día: una niña. Su cuerpo parece de cristal,
su madurez resalta cuando está frente a los espectadores.
Después está seria, como si lamentara haberse mostra-
do tanto. Su risa, su humor salta volátil. Padece la espera.

Jota es novelista, como yo. A veces voy a visitarlo para oírle


hablar y pedirle consejos. Me deja leer sus notas sueltas.
Quiso algún día ser profesor y por eso tiene un tono cere-
monioso, pesimista, didáctico. Evita hablar sobre la guerra.

Uno sueña con las formas, piensa en el suicidio, añora a


sus amigos, siente el paso de los días mordiéndose la cola,

91
se siente apresurado y lleno de odio, quisiera sonreír de
verdad y no como la máscara. Finalmente encuentra la paz,
el tiempo para escribir, el silencio. Los personajes esperan,
doblados, inertes como trapos. La novela se deshace.

Atravesé el puente y salí del centro de la ciudad. Sin dar-


me cuenta mis pasos me habían llevado hasta la estación
central.“Tal vez en secreto deseaba irme, regresar a buscar
los míos“, sentarme en el patio a que mi viejo me contara
de los antiguos, ver la palmera que sembramos, los cami-
nitos de hormigas, el cielo sobre la arenosa tarde. Había
perdido mis documentos de identidad en una borrachera y
aguardaba reunir el dinero necesario para cancelar el valor
de un nuevo pasaporte. Monsanto me tenía jodido, aunque
mi caso no era tan desesperado como el de los mucha-
chos que se habían tenido que ir a la fuerza, amenazados
de muerte si regresaban. Ya éramos una verdadera nación
pues familias enteras dormían en albergues del extranjero o
luchaban con el insomnio, tratando de aprender declinacio-
nes, fumando cigarrillos belgas, escribiendo una invisible
novela epistolar en infinita expansión.
Mientras daba vueltas por la ruidosa sala de espera, con
las manos en los bolsillos como un vagabundo (como lo que
era), admirando de nuevo la inmensa.cúpula de vidrio, las
estructuras metálicas, las columnas, sintiendo resonar en mi
pecho el eco de los trenes que partían o llegaban, pensé
que todo lo que deseábamos se reducía a la aparición de
un ser amado entre la muchedumbre, a la paz, a que no
hubiera tanto llanto ni despedidas, a un abrazo, un pastel,
algo de música, mucha frescura. Un viaje al mar.
En las calles de París, en ese momento, los viejos saca-
ban a pasear sus perros mientras les llegaba la hora dei
aperitivo. Las señoras hacían una ligera cola para comprar
el pan, la carne de cerdo, las butifarras o los salchichones.
Decidí hacerme invisible, omnisciente, antiguo como la
vida misma. Siempre una historia pugna por contarse ella
sola o movida tal vez por un hado, fuerza o dios.

92
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Siglos y siglos de escritura han terminado por despres-


tigiar significados y significantes y por eso se pide aceptar
que la representación comience en una estación de trenes
de París con la llegada de una muchacha de cabellos cortos
y cuerpo de bailarina. Sus ojos no miran asustados, más
bien parece decidida, contenta de llegar a esta ciudad, cu-
rioseando, viendo detalles de la vestimenta de las numero-
sas personas que se cruzan con ella en el andén. Lleva un
pequeño bolso de cuero colgándole en un hombro y una
maleta en una mano.
Ahora atraviesa el inmenso hall o sala de pasos perdidos.
La perdemos de vista entre la muchedumbre que deambula
por allí. La gente espera la llegada de alguien, un pariente,
un amor, las miradas se cruzan ¿seré yo? El ambiente, con
los maleteros, la voz suave en los altoparlantes, las luces
tamizadas, las ventas de salchicha y cerveza, recuerda las
obras de Bertolt Brecht.
La inmensa explanada de la estación también hormiguea
de gente presurosa que llega o sale.
La muchacha se detiene a descansar junto a la escultu-
ra de los cien relojes machacados y aglutinados que desa-
fían con sus manecillas detenidas el tiempo de todos los
que por allí pasan. Su mirada se cruza con la de un taxista
vestido a la usanza árabe, un turbante y una ropa a rayas
grises, marrones y blancas que se adivina larga y holgada.
Ella hace una seña y él se acerca con su vehículo. Algunas
personas que pasan por allí voltean a mirar a la muchacha
subiendo sus faldas para abordarlo.
Una música árabe se escucha mientras vemos las calles
abigarradas, sucias, bellas, con anchas perspectivas de gri-
ses edificios viejos del este de París. El cielo tiene una leve
claridad de tres de la tarde y desfilan, avanzan veloces las
nubes. Tal vez sopla el viento.

El taxi se detiene en una callejuela desconocida y empe-


drada, anónima. La muchacha desciende. Sus torneadas
piernas envueltas en el fino tejido ahumado de los viajes

93
avanzan hacia la puerta de un edificio. Siempre que iba a
otra ciudad se compraba medias veladas.

Jota se levantó tarde hoy. Pensar un poco, a solas. Inven-


tar una flor que brota, regar las plantas. Cuando uno está
solo se le da por el infinitivo. Le gustaba saberse así, aún
en piyama, con una bata de entrecasa, en chinelas, oyendo
una suave y deliciosa música. El rumor del pasado era per-
ceptible. Después se preguntaba a qué horas deja uno de
hacer proyectos, cierra la puerta, apaga la luz. Estamos de
verdad solos. Decidió llamar al colegio, se sentía afiebrado,
incapaz de enfrentarse a sus alumnos.
La desaparición del pensamiento.
El río se detiene, se seca, se hunde en la tierra. La hume-
dad, todo se vuelve tierra seca después, ya no puedes pensar.
Secreto de mi existir, dulce razón del mediodía en que vivo.
Aprendo a estar solo.
Durante las últimas semanas corriendo detrás de la
NADA, y afuera, torturado por lo informe, por el caos, sin
poder hallar reposo, con la risa olvidada, soñoliento.

La muchacha está acostada en una pequeña cama. Está in-


móvil mirando el techo blanco de su habitación y un libro
abierto reposa sobre su vientre: Amores ridículos, Milan Kun-
dera. Se oye el tic—tac de un reloj despertador, monótono,
creando más silencio a su alrededor. Lo que más llama la
atención en su rostro, de formas vagamente egipcias, son
sus labios bien dibujados, no sensuales, no, sino bien defini-
dos, tiernos, grandes, generosos, voluntarios. Hoy se los ha
pintado de color rosa, pero suele jugar con el malva, el rojo.

A través de la pequeña ventana se ven los grises tejados de


París, las chimeneas, las lejanas torres. Pegadas a la pared
se ven fotografías y tarjetas postales de paisajes.

94
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Sus medias transparentes cuelgan ahora de un alambre.

Estoy viviendo mi sueño. La vida es generosa y terca, aun


cuando en mi tierra se enseñoree la muerte. Salí a conocer
el mundo, huyendo de la NADA, buscando respirar otros
aires. Allá soñarán conmigo, uno debe irse en algún mo-
mento para que los vecinos puedan recordarnos de tarde
en tarde, por alguna alusión. Aun cuando aquí huela a hu-
medad y se insinúe el moho y el sol se hurte, nos saque
el cuerpo. Jamás lo sabrán y me verán como una heroína
romántica: inmóvil, solitaria, lejos de los míos, sufriendo por
aprender otra lengua, por aprender algunos pases nuevos.

Un alma ha tomado cuerpo en ella, un alma le ha entrado,


la posee, desde el lecho de manchadas sábanas arrugadas
almidonadas y profundas, verdadera concha de trapo hú-
meda y caliente en donde nos envolvemos y nos desnuda-
mos, a mí que antes no me gustaba encontrar esas manchas
amarillas, ojos aplastados como una célula un ostión dibu-
jado en el lienzo.
El esbozado sueño de papel higiénico al lado de la cama
en donde te van a parir, la palangana con agua. El pintor se
lava las manos, retrocede, mira su trabajo dominical.
Estamos esperando un niño, una madre llora, otra duer-
me, oh niño consuelo, parcela de sufrimiento, violín, música
sin escuchar, tu destino ya está tejido y tu padre trata de re-
cordar, de buscar adentro lo que tratas de decirme, hoy de
verdad ha sido un día lluvioso y tu madre te ha llevado de
un lado a otro de la ciudad con tus dos meses ya de viejos
sueños, acariciado.

La muchacha está sentada en la sala de una casa junto a


una señora elegante de unos cincuenta años. La decora-
ción es moderna, funcional. Un gran mueble de madera
sirve al mismo tiempo de biblioteca y de aparador para

95
el gigantesco televisor encendido. El sonido no es muy
fuerte y pueden conversar. En medio de las sombras y las
luces de ese crepúsculo de verano que no se decide a ser
noche, los senos de la muchacha se ofrecen pesados y de-
licados bajo la tela de algodón blanco de su camisa. Tiene
una minifalda verde y unos calcetines negros que sólo le
cubren los tobillos. El cabello teñido de color ladrillo en-
cendido contrasta con sus ojos verdes jaspeados gatunos.
La señora la mira fijamente.
—Tenemos tanta ilusión con ese niño. ¿Usted está decidida?
—Sí, pero es mejor no hablar ahora de lo que vendrá.
La señora hunde en los poros de sus dedos y mejillas dos
gruesos lagrimones. Se quedan en silencio. La voz de una
mujer, hablando en el televisor, llega hasta nuestros oídos:
—Tengo siempre la impresión de desear cosas que no
existen…

La señora elegante se levanta, atraviesa el salón caminando


con glamour. Desaparece.
La muchacha se toca el vientre y cierra los ojos. Se que-
da así un momento. Luego se levanta y va hasta el gran
ventanal desde el que se ve caer lentamente la noche so-
bre París. Se oye su voz grave ahogando la de los persona-
jes en el televisor: por ahora la magia se concentra en dar
la vida y mantenerla.
Entra una anciana vestida de negro, gorda, con el cabe-
llo cano recogido en un moño- Trae un vaso de leche sobre
una bandeja de plata.
—Mesié Arthur le pide que suba.
La muchacha bebe lentamente el vaso de leche.

Toda una nación, un rumor citadino, gritos, lluvias que no


he sentido caer. Debo convertirme en el ignorado fabrican-
te de muñecos sagrados (ídolos) en el fondo del pueblo.

96
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Uno a veces está como visitando ya las ruinas de algo fas-


tuoso, convertido en un hombre moderno, silencioso, de
paso, escéptico, constantemente atraído, solicitado por lo
fugaz, lo trivial, encajonado en un papel, en un cuerpo de
papel, civilizado. Sin embargo, las fábulas continúan, las
ilusiones también. El gran miedo es reconocer que día a
día se apagan las luces, que el silencio va invadiéndolo
todo, que la inmovilidad gana terreno. Cree, cree, no te
sientas solo. Durante el día va uno caminando por la calle
pensando en la noche, esta noche no debo tener miedo
(no soy el guardaespaldas de Monsanto), debo dormir, no
tener miedo, la vida es suave y tranquila.
Uno es una escultura moderna, de hierro retorcido y elec-
trizado, moviéndose, a medio terminar, recordando vaga-
mente lo ya pasado, lo arcaico, lo que tenía un significado.

La muchacha pasea por el barrio chino de París. Empuja


un cochecito en el que duerme un bebé. Son las 11 de la
mañana en el reloj de una iglesia vecina. Un camión se ha
detenido en mitad de la calle y un oriental lanza, uno por
uno, los cuerpos desollados de unos cerdos sobre un carro.
Ella alcanza a ver los hocicos dormidos de las bestias.
Aparta la vista, de nuevo el oriental, con su bata manchada,
sucia, tira otro puerco rosado y muerto sobre la pila de los
que ya esperan.
Ella sigue de largo.
La anciana vestida con su uniforme de sirvienta la mira
en silencio beber el vaso de leche. Se sienta al lado de ella.
—¿Qué noticias tiene de Colombia? —le pregunta.
—Mmmh, parece que están en guerra casi... por lo me-
nos eso es lo que dicen los periódicos que me envía mi
papá... ni siquiera los leo ya…
—Ya no le interesa su tierra, Laurita.
—Estoy hecha de esa tierra. Mis huesos son de piedra,
mis lágrimas de aguamarinas... falsas esmeraldas... dígame

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¿y usted, ya no piensa volver?
—Yo estoy aquí como escondida. Mis hijos están en el
monte peleando y me pidieron que me fuera. Así ellos pue-
den estar tranquilos. Saben que a mí la sangre no me gusta,
me da vértigo.
—Uno tiene que hacer su vida, buscar el sol como esas
plantas desesperadas, creer en algo que no sea tan dañino.
Salí de mi país para dar a mi gente la impresión de que creía
en algo, allá, del otro lado del mar... casi les dije... me voy,
pero regresaré luego a cantarles otras canciones.

La infancia del mundo se renueva en cada uno de nosotros,


escoge sus campos, sus animales, sus cielos, sus músicas y
terrores. Los cíclopes existen en la alacena, la autocensura
deja ver su rabito gris bajo la cama, las cucarachas ajenas
de los malos pensamientos de la materia suben por las ca-
nalizaciones. Ustedes comprenderán.

El pensamiento organizador busca la manera de enroscarse


en la voluntad de soñar y contar historias, cavando en la ima-
ginación. El discurso se desespera a veces, ellos lo saben.

Maíz, maicito. Ahora se me ha dado aquí en París por que-


rer hacer bollos. No recuerdo la fórmula. Voy por la calle y
entro a una tienda de ultramarinos y me compro mi kilito
de sémola de maíz añorando los días idos, aquellos sabo-
res. Una muchacha francesa, revolucionaria, que acaba de
regresar de Colombia, me pregunta burlándose si quiero
que nos reunamos para hablar de arepas, músicas, mochi-
las, pescados a la orilla del mar. ¿Por qué no? le pregunto a
mi vez ¿O quieres hablar únicamente de los muertos? Ella
se ríe —no acabaría en mucho tiempo— me dice. El maíz
era un dios, ahora estamos ciegos y nada nos conmueve, no
hacemos ofrendas, no nos recogemos en silencio a hacer

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

plegarias, nos hemos vuelto únicamente zampabollos, nos


interesa el ruido, somos conductores del ruido.
A veces, sin embargo, añoramos el silencio, la obscuri-
dad, la inactividad, los brazos caídos, la huelga, el apagón.
Todos nos recogemos temprano en nuestras casas pues el
mismo cielo presiente, al obscurecerse repentinamente,
que algo puede ocurrir. Las estrellas reaparecen y ahí sen-
tados en la terraza espantando los mosquitos, no podemos
dejar mentalmente de sacar del cajón la frase “el cielo está
tachonado de estrellas”.
El satélite transmite también los apagones de Santiago
de Chile y Lima, siempre al caer la noche, pretendiendo
quemar algunos cartuchos en gallinazos a ver si con el bo-
rrón se puede iniciar una cuenta nueva.
Yo de la guerra no sé nada por ahora, si algo pasó, yo
no estaba ahí, a mí me lo contó el pájaro madrugador.
Hago todo lo posible por hablar de amor. Mis aventuras
incluyen muchas, muchas escenas de amor. Ando iman-
tado con el pararrayos, hendiendo el nuboso culo de los
días. Como dicen los indios: el aguacero es una mujer que
baila con el trueno.

Se oye una sirena. Las semanas enteras son negras, largas


mangueras. En la obscuridad del laboratorio de fotografía
alguien trabaja haciendo venir al papel, en los ácidos, un
plasma desligado, escombros. La calavera sobre el piano-
ble me recuerda a Jair. Las profundas cavidades parietales
aparecían como una geografía de marfil. Edulcorar, media-
tizar la mortandad, hacerla noticia de novena página, una
mala noticia familiar, particular.
Luego en la caverna tipográfica iluminada con neón el
cilindro de zinc con la mezquina historia de este día. Ojo.
Vuelva a narrar siempre una historia de amor.

La noche puede oler a heliotropos o capachos y estoy de


visita en casa de Adela. Todos se han dado cuenta que ella

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y yo estamos enamorados, nos gustamos, estamos traga-
dos el uno por la otra. Nos dejan solos para que la acaricie
y algún día me case o la saque a vivir. Tengo alucinaciones
con Delvaux adivinándola desnuda y pálida bajo el traje
morado de florecitas. La veo gris como una señora tejien-
do una prenda de lana que me asusta. ¿Será para mí? Sus
vellos negros, carbón, pelusilla, encaje, por todo el cuerpo
tibio y húmedo.

...volver a iniciar el descubrimiento del mundo, las sensacio-


nes, la moral.

El novio eterno visita noche a noche a Magnolia hasta que


(faltando tres meses para el matrimonio) se suicida.

Estaban dando el otro día una película semihistórica y me-


dio porno sobre la conquista de la tierra de los Arhuacos
por un lugarteniente de Rodrigo de Bastidas, a orillas del
mar Caribe, en las estimaciones de la Sierra Nevada de lo
que después se llamaría Santa Marta, y el teatro estaba lle-
no de colegialas de un pensionado católico del seizième
que habían venido a ver cómo era ese mundo y cómo ha-
blaban las gentes de la Nueva Andalucía, los colombianos
que habían interpretado y hecho el film.
Julián entró a la sala un tanto teatralmente, momentos
antes de que apagaran las luces, y se sorprendió al ver tan-
tas adolescentes de ojos claros y piernas desnudas. La suer-
te quiso darle una tarde de sueños, comida para el ham-
briento fantasma vestido de negro que llevaba escondido.
El único sitio libre era al lado de Dulcie. Sus amigas querían
oírla hablar en italiano con él y le pidieron una frase. Julián
no dudó un segundo: lo voglío dire che ti amo, le dijo. Ella
movió las pestañas, los hoyuelos de sus mejillas le contesta-
ron: Anche io. Todas se rieron de manera cerril, al compren-
der, mientras las cabelleras ocultaban las ansias, la timidez,

100
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

el deseo de lo nuevo, las ganas de jugar. Habían venido


al cine con la profe de español. Su padre era italiano, ella
había nacido en Estados Unidos.
La película contaba la estancia de un escritor castellano
en la costa norte de lo que después se llamaría Nueva
Granada. El hombre, un plumífero, se había embarcado
hacia el nuevo mundo para escapar a su mujer, a su trabajo
de adulón en la corte, a sus querellas con los otros poetas,
El personaje, que estaba basado un tanto en Quevedo,
vivía encendidas historias de amor con las indias. Por eso
sus compañeros de tropa lo llamaban el buscón de indias.
Julián y la adolescente vestían de negro se miraban a
los ojos cada vez que había largas secuencias eróticas en la
pantalla, húmedas piernas, espaldas, axilas profundas, que-
jidos bajo los árboles de papaya.

El escritor en la periferia. Montrouge.


La búsqueda — Graal.
El presente parodia, el pasado mítico.
El buscón, Bosch, Dante.
Acción, los sueños: Cristo, Aquiles, Jair, Camacho.
Los parques (el vacío) — El amor (máscara)
La caída (del ángel, de la hoja). Fausto.

Ella está sentada ahora en la terraza de un café del boule-


vard Saint Michel, leyendo un libro. Es primavera y por eso
está vestida con un traje de florecitas y un simple chaleco.
Tiene los cabellos largos, un tanto rizados, en tirabuzones.
Lleva un sombrero negro de rabino. Está linda. El reloj a la
entrada del metro marca las 10 de la mañana.
Su rostro inclinado sobre las páginas del libro parece se-
reno, grave. Lo descubro en medio de la muchedumbre y
todo me suena de alegría: justo en ese momento se oye
el claxon escandaloso de un automóvil, el grito de un ven-
dedor de FRANCESOIR, las campanas de Notre Dame, el
aleteo de cien pichones de palomas, la brusca emanación

101
de los fuertes chorros de agua de la fuente bajo la estatua
del Arcángel pegándole al demonio.
Me detengo a detallar su rostro, no es bella, pero tiene
ALGO, un misterio, la sapiencia. Un mesero se le acerca y le
trae un té. Me aproximo también, no puedo dejar de mirarla.
—Perdone ¿es usted Laura Donostia? le pregunto en
francés.
Ella parece sorprendida. La he interrumpido brutalmente
en su lectura. Sus ojos son marrones, grandes. Tiene pecas
sobre las mejillas y la nariz, jamás lo hubiese imaginado. Su
boca invita a besarla. No parece asustada de que un desco-
nocido la aborde en un café. Todo parece haberse detenido
y callado en la hasta hace poco agitada y rumorosa calle.
—Sí, soy yo ¿nos conocemos?
—¿Puedo sentarme? La vi hace tres noches, es usted una
Bérénice inolvidable... pero perdone, me presento... me lla-
mo Jair dos Santos y soy un pintor brasileño…
Se miraron. Laura parpadeó y todo el ruido de la calle
volvió a sentirse.
—También usted ha leído a André Breton y piensa que
es posible hablar con una desconocida en la calle.
—No lo tome a mal, Laura. No pretendo molestarla. Dé-
jeme compartir algunos minutos de mi vida con usted. Me
gusta mucho el teatro, pero nunca voy. Qué suerte haberla
visto en Bérenice.
El mesero se acerca y lo interrumpe.
—¿Qué va a tomar?
—Una cerveza, por favor.
Jair vuelve a la carga.
—En realidad vengo siguiéndola desde que actuó en
Las sirvientas del templo. Le confieso que me enamoré de
usted inmediatamente. Tiene tanta magia al estar ahí en
escena. El movimiento de su cuerpo, no sé, parece usted al
mismo tiempo tan frágil y decidida.
—Qué cómico, qué romántico.
Ella parece de verdad emocionada, sus mejillas se cubren

102
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

de arrebol. Jair, un hombre de unos 35 años, de piel reque-


mada, ojeras, flaco, ladino, de bella sonrisa, la mira enter-
necido. Bebe de manera estudiada un sorbo de su cerveza.
Barro y mármol luchando siempre.
Máscaras olvidadas, el deseo de una canción.

Al cumplir los treinta y cinco años e inspirado, claro está,


por el primer verso de la Divina Comedia y por las palabras
de Walt Whitman al iniciar su canto, decido consagrarme a
celebrar y narrar, a poner en claro algunas visiones e ideas.
Yo, un hombre sedentario, sediento, imagino un navío
en que estoy embarcado y que mis palabras construyen a
medida que avanza. Desciendo por los escalones de ma-
dera, antiguos árboles, y voy hasta la biblioteca. Allí una
muchacha ciega me presta un diccionario.

El hombre solo, en un cuarto, deseando un hijo.


El hombre, en la pieza de al lado, deseando la muerte
de la abuela.

Aprendo la paciencia mientras aguardo a que venga un


cuento para derrotar las culpas, los desamores, los aban-
donos. Ahora que hace sol me pongo a celebrar los míos y
la paz que reina, el suave ronroneo de la tarde de sábado
llena de proyectos, de ocultas canciones.
El cuento nace de un centro, del ombligo de una mujer
amada por un hombre, por un muchacho, por un viejo mo-
ribundo. El proyecto se presenta hermoso en el respirar; la
mezquindad y las lágrimas aparecerán en el camino, en aven-
turas y trasnochos, olvidos, sin sentidos, gastos, desperdicios.

103
Llega una mujer rubia y pálida, cuarentona, a llorar a mi
puerta. Quiere que la deje entrar, sufre, al parecer se ha
enamorado de mí y me persigue, me suplica, me amenaza,
me insulta porque no soy capaz de amarla. Siento que soy
yo quien la he creado, inventado, sacándola de la calle. El
miedo a su exacerbada pasión, a su histeria, a sus reclamos,
me invade, ¿Por qué he creado a esta mujer?

La leyenda de la patria comienza en la soledad de un cuarto


de sirvienta, arriba en un quinto piso. Aquí uno está obli-
gado a pensar pues ha venido a eso y el grisoso pedazo
de cielo que se alcanza a distinguir por el tragaluz es una
incitación a recordar los cielos puros escrutados desde el
patio de lo ya vivido.
¿La patria te interesa? Aquí va perdiendo usted, poco a
poco, todo contacto con la realidad de esa nación. Esta ma-
ñana, después de leer un periódico colombiano atrasado que
un amigo me regaló, quedé casi enfermo, desanimado, flojo.
Tuve que ir a botarlo a la basura. Aquí he aprendido incluso a
mirar la basura con cuidado, tratando de saber, a partir de los
desechos, quiénes son mis prójimos, semejantes o vecinos.

El viejo en el parque, con la nieta. Son las once de la maña-


na de un viernes de verdadera primavera.

Ese mediodía, con hambre, su madre lo llevó a pasar un


examen con rayos equis. Coincidieron en aquel edificio con
docenas de muchachas que también debían radiografiar-
se los pechos. El olor de perfumes baratos, blusas de tela
manchadas por el joven sudor, jabón o champú, impregna-
ba el enorme salón donde se encontraban.
El niño Marbor, dándole la mano a la madre, asustado
al ver tantos senos, sintió vértigo al no saber bien en esos

104
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

momentos quién era y qué le iban a hacer en ese cuarto


obscuro. Sentía también la sedosa caricia, el frote de unos
hombros desnudos contra su espalda. Cuánto había gozado.

El gusto por la creación de personajes me lleva a caminar


por la calle y a observar la vida ajena, imaginándome histo-
rias o atento a lo que sucede en torno a mí.
Trataba de escoger un nombre para mis personajes que
tuviese algún significado sonoro o un lazo secreto con mi
pasado o mi fantasía. Tan pronto se apagaban las luces y se
extinguían las conversaciones, cuando ya de verdad.estaba
solo sin tener que hacer esfuerzo alguno por argumentar,
convencer, aparentar o mostrarme “a la altura”, venían a mí
rostros, gestos, retazos de frases dichas y deseos de revivir
antiguas situaciones, de estar al lado de alguna muchacha
admirando su trenza, sus ojos profundos, la manera que te-
nía de combinar sus pañolones y sus faldas.
La mujer rubia del sueño, a quien decidí llamar Ana Dio-
menes, apareció por la noche en el reflejo de la ventanilla
del autobús. Era ella, estoy seguro.
—Qué miedoso eres. ¿Qué te pasa? Siento en ti una frus-
tración física… ¿no me quieres besar?
Sus hábitos me intimidaban. El deseo que sentía por ella
lo tenía más bien concentrado en su voz. Al ver sus manos
no me dieron ganas de caricias. Llevaba en la muñeca iz-
quierda un reloj de metal amarillo, moderno y electrónico;
un anillo de aristas blancas en el anular, dedo que como los
otros era ligeramente gordito y rojizo, terminado en una
puntiaguda uña de señorita que no utiliza sus manos, brilla-
ba indiferente, fino, fastidioso. En su mirada, en cambio, se
concentraba profundamente su alma.

Vive ahora como un apestado en las afueras de la ciudad.


Ama y teme el vino (cuántos vicios tendría si no escribiera,
dice Flaubert). Se la pasa como todos ansiando una buena
noticia. Tiene un hogar, una gata, una familia, una bicicleta,

105
algunos libros. Fuma hierba, escucha las noticias, se las da
de escritor y por eso anda observando la vida ajena, leyen-
do historias que lo inspiren y le den ganas de seguir es-
cribiendo. Tiene como todos un romance permanente con
eso que llamamos luz y tinieblas, generosidad y perdición,
futuro y sequedad, ascensión y caída. Ahora se interesa
por sus sueños, quisiera encontrar la tan cacareada clave
de lo suyo, su interioridad, sus puertas, sus entradas. Le
gusta tanto hablar del vacío que ahora trata de describirlo.
Vislumbra corredores apagados que no conducen a centro
alguno, tiene miedo.
La lectura diaria que nos alimenta, las promesas del saber.
Un libro conduce a otro.

Padrecito perdona no guerrearé más contigo semilla astro.


Me despierto cada día te pienso. Me inspiro en lo tuyo para
tener entusiasmo y paciencia y salir de caza. Mira que esta-
mos lejos, columna.

En la sala la televisión está encendida, pero nadie la está


viendo. Il fit taire les loíx dans les bruit des allarmes. K. des-
cubre que el libro de leyes es una novela porno en realidad.
El pensamiento sobre la guerra se transmite telefónicamen-
te, visitamos las ruinas de las bananeras. Todo calcinado,
la producción está detenida y la iglesia vacía. La mente se
ocupa de la incoherencia que vendrá.

Como una ofrenda sus nalgas blancas iluminan la alcoba:


sus pelos hojas de té en el agua luna.
Nos quedamos luego oyendo la música sentados en la
cama, viendo a través de la ventana caer los gruesos cho-
rros de lluvia desde el cogote de las palmeras. En una no-
che así fui engendrado.

106
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Pensamiento: en la intimidad del lecho del pensamiento la


lectura del libro que me regalaste, secreto compartido.
Mirando los reflejos involuntarios de un cielo, un sol y
unas nubes en el charco plateado que le gana un fragmento
de magia a la terráquea voluntad del realismo.

Los nervios son flores, el humo las marchita.


¿Qué misterio acude a mí? Temores, desgarradas ideas
de otros siglos, de otras vidas. Pido paciencia, paciencia y
fuerzas para poder entonar mi canto. No lucharé más con la
voz y la dejaré que balbucee lo que tiene que decir.
La voz: escribe una frase para la alegría de la lectura,
la gota de sol en la mandarina, el televisor encendido que
nadie mira, el cazador negro, la disponibilidad, la tinta, los
de mi país.
Lo que es mítico es la voz del narrador.
La voz que cuenta puede sobrevolar todo, encarnarse.
En el cielo flota una cometa, alegre, sin hilo. Es un dragón
de seda amarilla y negra que vibra alegre sobre un río. Yo
estoy contento.
Dejarse llevar por un sueño.

Debió ser en sueños que me vino la necesidad de compren-


der mediante un relato la transformación que sufriera mi ami-
go Julio Barros, oriundo como yo de Barranquilla, la célebre
Arenosa, a donde nunca quiso volver para fingir un desdén
más literario que sincero y crear con su ausencia un enorme
vacío. Ahora no estoy seguro de que haya nacido de verdad
en Barranquilla pues siempre hablaba mucho de Santa Mar-
ta. Cuando lo conocí, además, se hacía pasar por un pintor
brasileño y cortejaba a la mujer de un escritor francés.

107
Lo difícil con esta historia será primero convencerme a
mí mismo de que existió de verdad alguien llamado así.
“Mi pretensión es pasar del barro al mármol”, me decía, y
por eso se comportaba como si pugnara por nacer, como
si lo estuvieran modelando o cincelando delante de uno.
Confieso que a veces esto resultaba fastidioso para mi se-
ñora y yo pues era como asistir a un acto clínico e íntimo
en el que nada teníamos que ver. No entendíamos por qué
se complicaba tanto la vida y no aceptaba como todo el
mundo su edad, sus muelas gastadas, su oficio, su familia,
su país. Era como si posara todo el tiempo, convirtiéndo-
nos así en espectadores, en espejos, en destinatarios de
cartas y postales no recibidas. Escribo esto tal vez para
que nos deje en paz, para alabarlo y endiosarlo, para con-
tarle las costillas, para escupirlo, para hablar de su rabo y
sus cachos, de sus pezuñas, de sus andanzas nocturnas.
No quiero engañarlos, sin embargo. Jamás, delante de mí,
se atrevió a transformarse o si lo hizo fue de manera legal,
a la luz del sol que tanto amaba, una tarde del mes de
agosto, en el distrito catorce de París. Allí, en la alcaldía
del barrio, mientras asistíamos a su boda con Antoinette
Marbor, todos risueños, bien peinados y perfumados, fue
tal vez cuando se plantó en mí la espina que debía florecer
en el sueño de anoche. Esto es un decir, pues el tiempo en
que escribo esta historia es un secreto, un misterio. Entre
lo poco que sabemos está el que para tranquilizarnos y si-
tuarnos tenemos necesariamente que nombrar, designar,
crear personajes. Anoche soñé con él, soñé con nosotros.
Esa noche existió.
Barros, como muchos de los que aquí vivimos, llegó a
esta ciudad gracias a los libros, al amor por los libros. Vul-
gar, ordinario, anodino, algún día leyó que en París bas-
taba caminar por las empedradas calles y mirar correr la
Seine para sentirse ligado a una historia antigua. Por eso
se vino. Una historia antigua escrita en las piedras, en las
catedrales de libros que se levantan sobre una de las más
portentosas invenciones de la humanidad: el pasado, el
tiempo transcurrido.
Así que yo también soy antiguo, tan antiguo como el
polvo, vamos a ver si logro hacer que el polvo hable, se

108
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

decía mientras leía un libro de antropología colombiana en


su cuartico de sirvienta. Minúsculo, perdido, grano de are-
na en el desierto de la Guajira, hombre de tierra caliente,
gente de la iguana y la cresta de gallo, gota del Océano At-
lántico, una letra entre miles de millones de letras. Eso era.
Levantaba la cabeza del libro y oía el rumor del Universo,
la brisa cósmica soplando sobre las generaciones sepulta-
das ya, anunciando las que vendrían. Pensaba luego en el
Reino de las Madres, en las botellas de vino que se había
bebido, en lo que había venido a hacer a esta antigua ciu-
dad, en su familia, en los hijos que nunca tendría.
Lo del matrimonio con Antoinette había sido por la farsa
de las nacionalidades. Aunque eso fue lo que él creyó, des-
pués se enamoró de ella. Toda su vida no fue más que pura
habladuría sobre el amor, sobre el arte, sobre el miedo a
perder el hilo del canto y a quedarse mudo o gagueando,
convertido en un señor sin rostro, sin voz, sin obra, sin ilu-
siones. Soy de verdad mil voces, mil espíritus enjaulados en
este cuerpo, en esta página. ¿Para qué hablas? Lo escucho,
parece que fue ayer. Lo que me interesa de verdad es ha-
blar de lo que hacía, de cómo pasaba el tiempo, de cómo
se transformaba minuto a minuto, segundo a segundo.
Le gustaba vestirse de rojo. No quiero disimular más que
soy un tipo alegre, en peligro, lleno de sangre. El diablo me
persigue, quiero ser un toro. Quisiera romper el cerco y oír
los gritos de la gente: “¡se salió el toro! ¡cuidado! ¡se salió
el toro!”. El toro, decía cuando había bebido mucho, piel
negra y reseca e impenetrable, mirada furiosa y barba dura,
puñales en la frente, peligro a la vista, verga humeante, mi-
tología densa y rica.
Pasaba rápido por la vida, pidiéndome en secreto que
tuviera paciencia, yo que era uno de sus amigos y podía es-
cucharle sus cuentos, corregírselos, escribirle otros. Ahora
que no está me consagro a eso. Una vida adquiere cohe-
rencia mediante la escritura. Una coherencia temblorosa y
descarnada, una falsa perspectiva, un movimiento congela-
do, una lectura permanente.
El día de su matrimonio, después de haber bebido ese
frutal vino blanco helado alsaciano y verdoso en el que se

109
conserva su memoria de sátiro cangrejo, me dijo: ¿ves mis
muelas? ahora comienzo a ser un señor de verdad. Mañana
me traen el televisor y el perro. Pienso cambiarme de nom-
bre, botar mi pasaporte a la basura.
Borracho como estaba no le creí y me burlé, pues me pa-
recía que su edad era una eterna adolescencia. Lo digo tal
vez por lo de su rebeldía y el pelo parado, la trasnochadera
arreglando países y el mohín desafiante, los sahumerios de
hierba y los ruidosos festines a los que acudía, celebrando,
bailando hasta caer rendido, persiguiendo el silencio y la
frugalidad, la soledad y la simple desaparición. Antoinette
era la dueña de una librería situada frente al Sena y antes
de conocer a Julio jamás había oído hablar de Colombia.
Ella, que siempre tuvo miedo a visitar nuestro país, lo aso-
ciaba, claro está, con su aspecto físico, con sus manías y sus
debilidades, con sus ilusiones y sus terribles contradiccio-
nes, con su frivolidad y su bienhechora despreocupación.
Al verlo reunido por la noche con sus amigos cantando y
llorando, pensaba: “tan parecidos a nosotros y sin embargo
tan diferentes, con tanto lujo y tan pobres, con tanto color
y tanto gris, con esos monstruosos volcanes y esos maravi-
llosos y apocalípticos incendios en plena Capital, con esa
admirable capacidad de fábula mística y esa frivolidad que
se gastan, con esa música y ese luto…”.
Él era ingenuo, atento, tímido, y fingía siempre que aca-
baba de llegar, que nada sabía, que carecía de pasado. No
tengo rey ni reina, soy esa sombra en la pared, esa nube de
humo que flota en el cielo, ese ídolo de madera ennegreci-
da que venden por Bellas Artes.

Adela está sentada en la sala de una casa junto a una señora


vestida de negro. La televisión está encendida, pero el vo-
lumen no es muy fuerte y pueden conversar. En medio de
las luces y sombras de ese crepúsculo de verano que no se
decide a ser noche los senos de Adela se ofrecen pesados
y delicados bajo la tela de su franela de algodón. Se oyen
unas frases: “Hablemos de los senos sin chocar, tembloro-
sos, aureolados, de esos que pueden rozar tus entrepiernas,

110
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

tu más profunda hendija para darte placer con el pezón.


Todo tiembla. Tengo la impresión de estar volteando mis
cartas. Mi pretensión es hacer que sus senos crezcan me-
diante mis caricias y succiones. Cuando me acomodo, tirado
en el lecho frente a ella que se ha subido el camisón por
completo, tratando de abarcar sus pechos con un solo labio,
me dice oye, deja, que no soy tu madre, pero luego se aban-
dona dulce a mi largo teteo…”
Adela y la anciana escuchan en silencio. La noche cae
suavemente. Una gata perezosa se aparece caminando len-
tamente de la penumbra a la claridad.
La anciana aparta su vista del televisor y contempla a
Adela fijamente. Le pone la mano en el vientre.
—Pobre nietecita mía, ¡sin padre!
—Abuela, no se ponga así. Todo se arreglará... no decía
usted que hay que tener fe. Néstor me dice en la última
carta que piensa asilarse. Quiere estar aquí cuando nazca
la niña. Hay que esperar. Lo que me preocupa no es eso...
—¿Tu trabajo? Cierto ¿qué vas hacer?
—Bérénice es un reto para mí. Mi acento mejora, no me
conviene perder esta ocasión.
—¿Y dime… cómo fue que te descuidaste? ¿No tomas
precauciones?
—Yo quería quedar encinta, abuelita. Usted no sabe
cómo lo quiero, sé que no puedo vivir con él ahora, pero
no me importa… también era una manera de cortar por lo
sano con Arthur…
Ahora la noche se ha instalado despacio sobre los edifi-
cios. Las fachadas desaparecen y sólo se ven las ventanas
iluminadas. El eco de la película se escucha. La voz de una
actriz diciendo:
—Ella tenía las manos cerradas y estaba gorda y triste y
con la carne enferma y su espíritu era lento y se movía como
en un frasco lleno de formol. Seguramente que debía estar-
se oyendo una canción de lejanías y que algún muchacho
había muerto en mitad del camino de la vida…
—Oh.. apaguemos ya esta horrible historia —dice la an-
ciana levantándose.

111
En ese momento suena el timbre de la puerta.

Llegada de la noche tierras de la noche


tierras del sol dueños de la noche del día
niño leña retoño tallo niño pescado

A los muchachos, aquí en París, les gusta hablar de las comi-


das que les preparaban las mamás allá en Colombia cuando
estaban chiquitos. Uno de ellos se disfraza de gigantona y
se la pasa todo el domingo pelando plátanos, cortando las
cebollas, oliendo el cilantro, relajando la carne,partiendo
las mazorcas, quitándole la cáscara a los ñames, tomando
vino y soñando con las formas. Se iba, alelado, mirando al
cielo. ¿Y el achiote? ¿Rezaste por mí? ¿Cómo rezaste?
—Haz que todo le salga bien, que consiga mármol para
trabajar, que no tome tanto, que deje de fumar hachís, que
se acueste temprano y estudie y se bañe de vez en cuando,
que respire aire puro…
—Corteja el silencio, busca un rincón solitario.

Mientras los soldados de don Rodrigo de Bastidas corta-


ban trupillos (prosopis julliflora) o recibían en el cuello las
afiladas y venenosas saetas de los arawacs, movidos por la
ilusión de levantar santuarios en aquellas ordinarias tierras
vírgenes, año 1525 del calendario, bla, bla, se terminaba
acá en París la catedral de Saint Eustache y el monje de
Chinon, el muy risueño y erudito Pacho Rabelais, redactaba
la crónica de los dipsómanos y amantes del saber, el amor,
las aventuras por la verdad.
En Santa Marta nació la madre de uno de nuestros hé-
roes, el narrador de estas historias, quien aprendió como
muchos de nosotros a leer y a escribir...

112
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

La voz:
—¿Quieres que te meta un poco de miedo? Vengo de
un país donde meten miedo... no, no, Bélgica no... El mie-
do es la niña despeinada de largos colmillos, la hijita del
guardaespaldas de Monsanto, el comandante de la Brigada
de segunda mano negra. En Colombia se necesitan hartos
guardaespaldas ahora. Hay mucha gente armada, la sangre
corre por el río...
—Deja la sangre por ahora.
De noche, Jota se sentía joven, escuchando tocar la gui-
tarra, dibujando en los bares, haciéndose pasar por un bra-
sileño en Praga, dejándose crecer la barbilla, enfocando el
proyector de su imaginación para disipar o acostumbrarse
a las sombras en que se envolvía el futuro, lo que iba a su-
cederle a él y a sus personajes.
Andaba por el centro de la ciudad como una babilla bus-
cando su charco. Andaba por el centro lagarteando, bus-
cando a algún político conocido para mandarle una mor-
dida, un sablazo, un varillazo que le hiciera sangrar: anda,
vive una historia conmigo, cuéntame tu historia, ayúdame a
escribir una novela.

Mi vida fragmentada. ¿Qué hace usted en la vida real? Por


la rendija la niña me habla del lobo Arthur. Tirado luego
en la cama leyendo a pedazos “miedo a las vacaciones”,
“el viejo favor de mi cuerpo”. Un amigo me transforma con
un timbre en un cómico paño de lágrimas, desconcertados
por esta vida novelesca que no alcanzamos a empaquetar,
a encuadernar. El marido de su amante sufre, ella le tira el
teléfono.
Música de Colombia en el encierro del miércoles inver-
nal. Ganas de fumar hierba.
Luego una puré sintética, un pescado congelado y diver-
tido frente al televisor viendo a la mujer del candidato a la
presidencia de la república ajustarse muy bien a su papel.

113
El banco me envía publicidad para que haga planes y me
convierta en propietario de estos muros. La mierda de la
gata lo invade todo. También escribo unas palabras para
mi amiga la gigantona de piedra y madera y aprovecho la
siesta de la niña para bajar a ver sino hay cartas de la reli-
giosa en el buzón.
Vivo como un artista, así vive uno sin camisa, mirando
por la ventana, imaginándose ser un matón aunque sin ar-
mas (...) un hombre con su hija en silencio esperando tan
sólo que pasen las horas, miramos fotos, echamos colores.
La infancia es un espectro de colores y miedo a que nues-
tros padres nos abandonen.
Uno piensa todo el día, recuerda a sus amigos, escar-
ba en la ropa sucia de su mujer, tiene pensamientos como
hebras, como cabellos, cada una de las personas que nos
acompañan en el padecer está colgada de un hilo de estos.
Ella me quiere llevar al mar.
En estos días he pensado en la felicidad que había en los
preparativos para ir al mar, buscando las toallas, el aceite de
coco, los peines, los balones, las sandalias, los neumáticos.
Hacer que la casa funcione. La mujer del candidato, mi
mamá, la giganífona y yo haciendo funcionar la casa, lavan-
do los platos de anoche para poder servir el almuerzo, pen-
sando que había echado mucho aceite en la sartén.
El amor. Poder decir “al amor” como se dice “al carajo”.
Pensando en el cine de la realidad deseos de ser filma-
do durante estas lentas horas en que esperamos la llega-
da de la tarde, de la noche, de la madre. Así actuaríamos
con más entusiasmo.

Una linda adolescente de grandes senos, emancipada, con


un corte de cabello punk que pretende en vano afearla, se
ríe a carcajadas mientras orina delante de mí aprovechando
que nos han dejado solos.

114
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Suena el timbre de la puerta. Adela camina descalza por


el suelo de madera del apartamento de su abuela. La gata
la sigue. La señora permanece en el fondo de la pieza ilu-
minada por la azulosa luz de la televisión. Se encienden las
luces. Podemos ver tu vientre abultado: cuatro meses de
embarazo. Abre la puerta.
Un muchacho con una barbilla dorada, vestido de negro,
la mira. Tiene un gran ramo de flores entre los brazos.
Adela sonriendo.
—¿Sí?
—Adela, perdone que la moleste y que me atreva a venir
a su casa. Me dijeron en el teatro que había pedido usted
una larga licencia por enfermedad.
Adela sonríe con fuerza, te gusta que te miren y te hagan
comprender que eres una mujer soñada. Hoy está vestida
con un inmenso suéter negro y unas mallas verdes. Sostiene
la puerta con una mano.
—No estoy enferma, espero un bebé.
Abre los brazos como si quisiera abrazar al muchacho de
las flores. Adela se da cuenta que él tiene los cabellos teñidos.
—¿Y eso? —dice mirando el ramillete de grandes flores
rojas y amarillas. —¿Para mí? Ay... gracias ¿es usted Pablo,
el de la radio? —Sonríe nerviosa.

Me gusta de verdad la poesía de soñarla. Alimentarse para


el amor, cantarle al espíritu, tratarlo bien. Oh eroticón, ¡ven!
Ella nada tiene que ver con la guerra.
La voz:
—¿Y él? ¿Es el papá? ¡Qué suerte tienen! Todavía con
ganas de tener más niños, qué ilusión ¿y para cuándo es?
¿niña o niño? ¿qué nombre le pondrán?
—Nacerá en pleno invierno. Es niño y se llamará como
el papá.
El Arcángel Miguel, de piedra verde, hierático, golpea
con su espada al diablo.

115
Pedirle que venga a buscarme. ¿Qué hace allá tan lejos?
El amor crece entre los seres en el convivir. Estar lejos el
uno del otro significa toda la ausencia. Supongo que esto
puede considerarse como un sacrificio a los dioses. Cuánto
quisiera irme con él a una nueva tierra. Comenzar de nuevo.
Ahora estoy aquí como prisionera de mi destino.
La sala del apartamento es inmensa. Tenemos un ven-
tanal desde el que se ve casi todo París. Es una visión que
al comienzo te prende por su callada lejanía y mudez, rota
muy de vez en cuando por un irreconocible grito, chirrido
o golpe del viento desprendiéndose de las cornisas. Los
edificios, el ancho espacio de techos y chimeneas te trae la
nostalgia de una inmensa bahía. ¡El mar!
El pecho de Adela, que ahora está acostada en mitad de
la sala, es frágil, blanco, casi huesudo. Sus pezones obscu-
ros, violeta, rosa, pecosos, se yerguen contra el cielo raso.
Su cabellera está desparramada sobre la alfombra, aban-
donada. Ella sueña con los ojos abiertos. Abre lentamente
los brazos hasta ponerlos en cruz.
El vello de sus axilas, mirarlo sin lascivia.
Unos gruesos pies desnudos, casi animales, avanzan por
la alfombra. La bata negra de entrecasa de un hombre muy
grande flota por el corredor. Se oye el llanto de un niño de
meses en el fondo de las habitaciones; un llanto lastimero.
A lo lejos se oye una sirena.
—¿Arthur?
El hombre atormentado por las dudas, en piyama, acos-
tado en su cuarto, rodeado de libros, anhelando una pre-
sencia. Su hijo vive en la calle y se droga. Es un adolescente,
tiene un amigo mayor que le da la droga y lo hostiga con
sus requiebros amorosos.
La mujer y el hombre no se entienden ya mucho.
Están al borde de los cuarenta. Ella, en secreto, desearía
tener otro hijo antes de que se haga tarde.
El marido, en silencio, leyendo un libro.

116
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Ganas de reírme y pasearme por la Arenosa. Kafka tiene


el proyecto de aprender español y llegarse por estos lares
como emigrante huyéndole a las callejuelas sombrías de
Praga. Y a su viejo. Una noche un muchacho elegante, con
saco y corbata, bien peinado, lo evocó en el patio de un
club de Barranquilla en donde se llevaba a cabo una fiesta.
El muchacho se me acercó y tras conversaciones vanas
y chistes ambientales me confesó con la mirada vaga —su
cabellera brillaba mientras removía el hielo de su Chivas
Regal— que a él su padre lo trataba como el de Kafka. Que-
dé sorprendido y no supe qué decir. La fiesta se prolongó
hasta la madrugada, pero el elegante desapareció sin que
me diera cuenta.

Contigo aprendí, es verdad que así comienza una canción,


pero debo repetirte que aprendí a estar tranquilo y a escri-
bir, a tener ganas de construir. Me gustó cuando decidiste
quedar preñada. Así somos los indios.
Este es un aglomerado libresco, una telaraña donde
caen letras, frases. Su boca me maravilló, Marthe. Sueño
con usted. Es usted una extranjera, bajo otros totems pasó
su infancia, otro le arrebató la flor, muchos se le treparon,
sus agujeritos besaron, mordisquearon sus pezones, te-
teándolos. Bueno, no soy un viejo verde aunque a veces
me paseo por callejuelas de París y Barranquilla disfrazado,
rojo, negro, con una peluca de virrey, taconeando inseguro,
con prendas ajenas. Buscar la pureza, dicen, con el yoga, la
abstinencia festiva, más vegetales, silencio, calláte fumón,
apagá ese pucho, dejá el aguardiente un rato.
Hay noches eternas, enteras, hablando, arreglando el
país. La situa está jodida. Hay que salir de la olla.

Extracción de la piedra de la locura, filón de estaño cubre


mis ambiciones de belleza y las muchachas caracolas piden
pasión a manos llenas y las muchachas desesperadas aguar-
dan la lluvia del otoño y sus cejas florecen, sus cuerpos de

117
niñas hambrientas, lágrimas obscuras para bañar los pies
cansados, buscando un aguacate que ofrecer al amor.
Amor y sangre, látigo del remordimiento, culebra de las
herejías y las renuncias, colores aciagos del cólico, verde
hermoso del olvido y ayuda del caminar.
Por amor a un cielo rosado, por amor a una monja des-
nuda, por amor a una mujer flor de higo, vivo en una cama
de colchas rojas, trasnoche en Lisboa, me arrodillo inocente
y perverso y le pido besos y pensamientos de agua dulce y
ella de espalda dorada y rodillas pulidas me empuja trastor-
nada y literaria hacía el frío. Noche de los adioses.
Llegué a Santa Marta en noviembre de 1627. Me había
embarcado en Barcelona en el bergantín de don Pedro de
Almagro, tres meses antes, dispuesto a no regresar nun-
ca más a Valladolid, hastiado de las intrigas de Palacio, de
Góngora y de mis servicios al conde de Osuna. América:
allí, aquí, todo comienza. ¿Cómo podía yo imaginar lo que
iba a suceder siglos después?
Santa Marta es un rosario de haciendas, caserío con te-
cho de paja, una cruz, y la comandancia.
La guerra que han hecho nuestros hombres ha sido
cruenta y maldita como todas las guerras y por eso no me
referiré a ella. Además aún vivimos inmersos en la polvera
de Marte y Ogún. Me referiré al amor de las indias, de las
cabellonas, las de sexo como hicoteas. Quiero practicar el
mestizaje a fondo, tener muchos hijos en este continente,
me decía mientras la nave se acercaba a la costa verde,
agreste, y el maderamen se reflejaba en el agua coralina,
jade, índigo. Una desconocida humildad… religiosa me en-
coge el corazón al ver las montañas de la Sierra Nevada.
Las gaviotas repiten sus gritos poemáticos una y otra vez.

Laura en el ascensor, absorta, lleva en la mano una bolsa de


basura. Sale del edificio y llega hasta un sitio donde están
unas gigantescas canecas.
Abre una de ellas, deja caer la bolsa asustada, un leve
grito. Se paraliza. El pie de un niño emerge de entre los
desperdicios.

118
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

—Qué tonta soy ¡es sólo un muñeco!


Lo rescata de entre la basura, le quita pedazos de papel,
hojas de col, lechugas sucias.
Lo abraza contra su pecho. Se ríe nerviosamente y des-
aparece.

Jair se sintió de regreso en Lisboa, caminando por las empe-


dradas callejuelas, viendo los barcos en el puerto, pensando
que en aquellas piedras terminaba Europa. Había gente me-
tida en el fango. Escribió luego mucho sobre los siete días
que pasó bañándose desnudo con unas amigas en el mar,
muy lejos; había tomado allí conciencia de ser un personaje
pues se había hospedado en casa de una colombiana amiga
suya enamorada de un escritor francés, Arthur Boivin.
El tal Arthur se hallaba ausente, pero su presencia se
notaba en toda la casa, en los geranios, en la mecedora,
en los versos de Quevedo, ¡ay de la vida, nadie me res-
ponde! que ella se había aprendido de memoria oyéndolo
todas las mañanas. Arthur se paseaba sin camisa, bron-
ceado y flaco, iluminado, enamorado, por los silenciosos
pasillos, por los anchos espacios de la casa de largos y
suaves cortinajes. Escribía cuando la muchacha se iba a
trabajar a la emisora. Era el final del verano y todo era
propicio para una dulce vida: la vid daba su néctar, los
ombligos eran acariciados por el mar, se escribían cartas,
las ilusiones estaban vivas.
Jair se enamoró de la muchacha tan pronto vio sus pies
desnudos con las uñas pintadas de rojo. Los colores se ar-
monizaron para jugar y hacerlos cómplices en la vida. No
había lamentos, andaban libres por el barrio Alfama, vivían
para que otro pudiera escribir sobre ellos, no eran inútiles
aquellos paseos por las terrazas con sus tendidos y enrama-
das, sus flores de subidos tonos, sus trapos al sol.
Se miraron a los ojos en el patio, cuando ella se desnudó
para bañarse con la manguera.
El gran miedo es a quedarte callado. Ahora hemos inte-
riorizado el ruido, el silencio está lleno de ruidos.

119
El gran miedo es reconocer que día a día se apagan las
luces (LA GENTE SE MUERE HASTA DE HAMBRE), que el
silencio va invadiéndolo todo, la visión tiñéndose de ama-
rillo, la inmovilidad ganando terreno.

Y yo, la voz, la conciencia, el pensamiento, el recuerdo, el


escriba, uno, el Otro, el narrador mítico, el ciudadano des-
cifrante, la persona, la máscara, el individuo, el viento, el
habitante, el visitante, el polen, el soñador, el lector, la mu-
siquita, la soledad…

En este momento Guillo camina por la avenida Jiménez


pegado a la pared rasando los muros, triste y asustado, fu-
mándose un hediondo cigarrillo negro, él que es tan eco-
lógico. ¿Qué le pasa, viejo Guillo? le preguntó la Chiqui al
encontrárselo. ¿Por qué camina así? ¿Y esa mirada? No te
puedes imaginar, tengo miedo, estoy amenazado, además
me botaron del trabajo. Qué joda ¿no? Imagínate que el
Toño, que es tan pacífico, anda armado, lo que es a él no se
lo bajan así tan fácil.

Cada día uno de nosotros se desprende y se queda calla-


do. La ilusión termina como una vela apagándose en una
casa modesta en cuya terraza hay unos viejos dormitando,
mirando las estrellas, oyendo en el transistor las noticias
del lejano mundo. Ellos viven, son de ese pueblo, Ciénaga,
que ya tiene un sitio en la geografía literaria de Colombia.
El mar está por ahí cerca, bravo y mudo en la obscuridad,
profundo, innombrable. Jair lo recuerda así, ahora, como
yo que escribo de este lado de la luz, en calma, en París, un
mes de enero, un lunes.

120
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Las voces del mundo, las noticias. Un murmullo, enemigo


rumor, todo se murmura. Durante las noches, en los hos-
pitales, las enfermeras juegan a las cartas. Cuando se en-
ciende la luz roja es fácil pensar en guadañas, en espadas,
el rojo del esmalte de una de las enfermeras atravesando
el pasillo a las dos cuarenta minutos de la madrugada, evo-
carlo en lugar del líquido ese. Tan fácil hundirse y callarse,
no pensar ni desear, sólo toser y estar en la obscuridad
lejos, cada vez más lejos, sin saber. La juventud abnegada,
febril, los sábado siempre quieres fumar y acostarte tarde,
oír música, vestirte de negro, echarte pintalabio, colorete
en las mejillas, todos estamos tan pálidos, el sol no sale
para todos. El sol, en esta capital, es civilizado. La natura-
leza está protegida, fértil.

Las ramificaciones, el árbol de las venas, las finas redeci-


llas, los cables, las fibras. Nos queda la música. Los niños
están obligados a sonreír, ellos vienen atrás con sus jue-
gos, pero tú no los oyes, no sabías cómo comportarte con
ellos, habías olvidado jugar.
Heredé la tristeza de Occidente, este cielo gris musical.
En la esquina del edificio venden mangos, plátano, ñame,
pimientos. El “yo”, disminuirlo, rebanarlo. Se estaba desmo-
ronando a ojos vistas, el bello edificio corporal mostraba
sus grietas, era un pobre señor salvaje y gruñón, aunque a
veces leía un libro sobre las estrellas, otro sobre el sueño y el
dolor, poemas en otras lenguas, todo como un santo y seña,
un encuentro en la calle con una filipina, respirar al sol, pen-
sar fugazmente en la madre sentada en su taburete, allá en
Ciénaga, contemplando la noche estrellada, esperándolo.
Necesitaba que lo miraran, que lo amaran, que lo desea-
ran. El precio es alto ¿cómo entender el desorden? ¿Cómo
descifrar los mensajes secretos? Era el escenario de una co-
media de travestidos criminales y cagones, tenía miedo a
matar a la ancianita que cuidaba por Menilmontant.
Adentro y afuera, viejo dios burlón de sexo ambiguo.
París es la ciudad de las tentaciones, Joyce y Rilke lo di-

121
jeron. Hay que encerrarse a estudiar, guardar silencio, soñar
con el vacío.

Sufro con el desprestigio del padre. La inmovilidad hará que


se me hinchen los pies. Debo cuidar mi rebaño. La nube de
pensamientos rotos, el enjambre de cortas ideas obligando
a que la luz se doble para tratar de llegar a los otros. Co-
miéndose una manzana en el trabajo, como en la escuela,
desnudo. ¿No puedes estarte quieto un segundo, criatura?

Sentado pensativo en el retrete, oyendo el VIENTRO lamer


el vacío de las cañerías, chimeneas, conductos de basuras,
agua caliente y usada, Jair dos Santos imitaba mentalmente
la más célebre escultura de Rodin. De verdad le gusta pen-
sar a este muchacho, la madre lo piensa y él se refleja en
este ejercicio: bosquejos, trazos inseguros delineando su
cuerpo flaco, aceituno. Ojos de ternero huérfano, cochon
de lait, miedo de conejo en mitad de la carretera, despei-
nado como al final de un amanecer, de un siglo más. En la
Academia de Bellas Artes ¿quién lo mencionará?
Toda la vida que se deja a un lado. Más pesada que la
muerte, desperdicio. Uno quiere salir a la calle a cantar, ha-
cer que salga el sol, ir a las islas griegas. Entre tanto debe
ir al supermercado a coger el turno aunque esté haciendo
frío, agradece que respiras, así sirves de homenaje.
El mundo, el universo, dicen, tiene un plan, una arquitectura.

Laura enseña su ligero vientre abultado y sus pechos de


futura mamá. Ahora no usa sostenes.
Natalia pone su mano en el seno de Laura. Mira al joven
de la barbilla.
—¿Y él? ¿Es el papá? ¡Qué suerte tenéis! ¡Tan chulis! ¡Tan
majos! ¡Qué buena pareja hacéis! Me da tanta ilusión.

122
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

—¿Para cuándo es?


—Para mayo.
—¿Qué prefieres? ¿Niña o niño?
—Creo que ya está decidido: es una niña y se llamará
Dulcie.… cierto... ea ¿cómo te llamas tú? ¿Flórez? ¿Flóres?
Marcos Flórez... ¿Jairo? ¿Flores con zeta? ¿eres portugués?
Natalia se ríe a carcajadas. Tiene trece años.

Laura, Marcos y Natalia van ahora juntos, caminando por la


rue Saint-André-des-arts. En una acera un hombre sucio,
casi desnudo, hediondo y barbado, lleno de heridas, espa-
radrapos, con una botella de vino blanco, los mira.

Mientras escupe y eructa les dice en alemán, con los ojos


desorbitados Got will Gótter!!! GOT WILL GOTTER!!!!…
¿spanish? Got… God... Dieu... Dios quiere dioses... él me
levanta de las puertas de la muerte…
Natalia lo mira con lágrimas. Aplaude.
Es de noche y la callejuela está animada. Más allá una
muchacha vestida de Colombina baila una música de reso-
nancias hindúes. Se detienen a mirar un rato. Natalia está
absorta en el espectáculo. Marcos mira fijamente el perfil de
Laura. Laura aparta la vista de la bailarina, le devuelve la mi-
rada a él con una leve sonrisa. Se toca el vientre de repente,
como si la niña le hubiese dado una patada, una punzada.
La luz de la calle los nimba a todos de un halo de irrealidad.
La marquesina del teatro Saint-André-des-arts ilumina-
da. Ciclo Ingmar Bergman. Natalia y Laura se dicen algo al
oído mientras Marcos está en mitad de la calle como ale-
lado. Frente a un letrero que dice “Sandwiches griegos”
están ahora allí los tres esperando que les despachen. La
animación de la calle es colorida, estridente, rápida. Mucha-
chas con minifaldas por todas partes. Los turistas se pasean
mirando, fotografiando, detallando los enormes sánduches.

123
En la fuente, varios Punks están allí tirados bebiendo de
enormes botellas de cerveza de a cinco litros. Uno de ellos
le tiende la mano a Natalia y ésta le da la mitad de su sand-
wich. Laura y Marcos se miran y se sonríen de nuevo.
Siguen caminando. Marcos, luego, las invitará a su estu-
dio. Escucharán música (Bob Marley). Caerá la noche. Dor-
mirán los tres en la misma cama. Vestidos.
—¿Y qué vamos a comer?
—Plátano tostado. Queso. Vino.
—¿No hay tomates?
—Sí. ¿Te gusta el aceite de olivas?

Se oye el canto de un gallo en la obscuridad que al punto se


va descorriendo, tiñéndose de amarillo el cielo, azul: se ven
entonces los árboles sembrados en un inmenso patio. Un
berrido descorazonador se escucha. Un golpe. Un trancazo.
Un coro de niños:
—¿En tu casa mataron puerco?
—¿Le tuviste miedo a la sangre?
Una niña se remueve en su cama. La luz del sol entra por
los calados octogonales y blancos en yeso practicados so-
bre una de las paredes. Se oyen voces en el patio:
—Ya se jodió el puerquito.
—Mira, Ester, trae otra palangana.
—¿Ya hirvió el agua?
—Sopla la candela que se está apagando.
—El señor Mario que le aparten unas chuletas.
—¿Quieres bollo, Catalina? Este tiene full queso.
—Carmenza, dígale a Laurita que venga a desayunar.

Una mancha, una maraña, obscuridad de trazos, de pelos


revueltos. Es de mañana y el sol inunda la sala del aparta-

124
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

mento. Laura se pasea desnuda, vestida únicamente con


unas medias veladas que le llegan hasta el ombligo y que
permiten ver su aplastado pubis como una mancha bajo el
fino tejido negro. Mechón, vellocino. Avanza por el alfom-
brado pasillo del apartamento leyendo en voz alta a Béré-
nice, de Racine:
Aprés tant de sermens, Titus m’abandonner!
Titus qui me juroit... Non, je ne le puis croire,
Il ne me quitte point, il y va de sa gloire…

El camión lleno de orquídeas estacionó frente a la casa de


Monsanto. Eran las 11 de la mañana y en el patio las parien-
tas preparaban los pasteles de puerco y gallina para la fiesta.

Cuánto miedo y gozo había sentido en el Circo. Ahora vivía


como le gustaba, en un desorden devorador, trasplantado
de una lejana y olvidada ciudad, casi un pueblo, a la ilumina-
da metrópoli. El asunto, sin embargo, no era muy floreciente
en los últimos días. La añoranza del mar lo trabajaba. Cuando
llegamos al parque en el que habían instalado la carpa nos
dimos cuenta en seguida que era un circo a la antigua, con
la familia dueña de los animales, las babillas sedientas y con
los ojos lagañosos, los tigres flacos. Y los otros empleados
eran al mismo tiempo sirvientes, amantes, maridos, gitons,
verdaderos saltimbanquis, bufones sin destino, trompetistas
sin orquesta, actores y trapecistas enamorados a pesar de
todo su arte, un poco gorditos ya.
La exmonja llevaba la contabilidad y repartía las octavi-
llas al llegar a los barrios de las afueras.
Lo de la religiosa había comenzado en Londres. Pasaba
yo allí algunos días tratando como de costumbre de apren-
der inglés. Todo era novedoso y al mismo tiempo sentía
que había vivido ya algunas situaciones. Los mediodías de
aquellas semanas están impregnados para siempre de un
verdor y un lento acercarme al restaurante vegetariano, le-
yendo golosamente cuanta publicidad o aviso veía en las
calles, dando seguramente la apariencia de ser lo que era:
un despreocupado y modesto estudiante extranjero.

125
Por la mañana es bueno bañarse en el mar, desnudos to-
dos, en cueros, las cabellonas, los niños, el sacerdote Die-
go. El verdor se nos mete por todas partes, los cielos pro-
fundamente abiertos. Siana prepara a la brasa un róbalo,
la arena es blanca, fina, brillante. Luego nos tendemos en
una cueva y nos besamos y follamos. Ella me está tejiendo
una mochila. Se cubre únicamente con un pedazo de tela
desnuda profundidad enmarañada entre las piernas.
Esta historia es como una mentira para turistas. Queve-
do en el trópico escribiendo en un mesón, bajo una cho-
za, ensayo comparando la manera en que Ulises y Perceval
enteran de la muerte de la madre. Tiene aquí varios hijos
(haveth childers everywhere), se ha puesto fuerte, anda sin
camisa, bronceado, con una barba canosa y rala, sin impor-
tarle que lo vean cojear. Las indias le empañan los espejitos
cuando él se acuesta con ellas a hacer la siesta.

En la mochila puedes meterte tú. Un espejito para que


cuentes algo con esos ojazos que parecen soles. ¿Y fuma
ahora? ¿Qué fumas? Nos enamoramos a la orilla de la la-
guna. Una planta en forma de cerebro brillaba en el fondo
del agua. Quiero sugerir el encuentro y poder hablar de
Luna antes de que se oigan los disparos de arcabuces y
rugidos. Las hojas amargas de la Coca me tienen después
aún en medio del sueño lejos en una guerra, atravesando
barrios, montes buscapleitos, comiendo con el culo, po-
niéndome la máscara.
Ella dice llamarse Siana Nolavita. Diego ha comenzado
a enseñarle castellano Te quiero mucho, te quiero mucho,
y luego se echa a reír. Por primera vez en mi vida puedo mi
rar fijamente los pechos de una mujer, su sexto, la ofrenda,
la solidez, la arruga ancestral. He perdido el temor y puedo
inclinarme a detallarla: son unos hermosos y húmedos péta-
los rosados, pegados con grosería sobre lo peludo, a lado
y lado de la marrón oruga, todooferentes, boca de animal
estrecho y antiguo. Una electricidad bienhechora me reco-
rre la médula espinal mientras me da de mamar como a un
culicagado. Su hermano nos interrumpe al entrar repentina-

126
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

mente en la choza. Le dice gesticulando y con una sonrisa


de picardía algo en su lengua que no entiendo. Siana se ríe
y me mira y pone la mano en mi verga. No comprendo, me
quedo en la superficie, avergonzado de que “mi cuñado”
Hankua me haya visto así con su bella hermana la pantera.
Ellos se ven enlazados. Me levanto de la hamaca y regreso
de nuevo al mesón a tratar de seguir escribiendo. ¿Qué otra
cosa puedo hacer?

127
Dionea
-2005-
El disfraz del maíz

Manes a la obra

Doña de divinas tetas

Diosa de Himeros

El redactor de Cosmogonías

Aparece el brujo

Cuarto de sirvienta
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Dionea -2005-

El disfraz de maíz
Ese día: el profesor Jean Dindon, ahora conocido hasta por
los gigolós —cigarrones— marroquíes, dijo de manera sor-
prendente: “Los invito a que me coman”, así lo comprendi-
mos; algún día; siendo ya famoso, confesaría, como Umber-
to Eco, que el gran dilema de su vida fue ese: Escribir una
novela o entregarse, boca abajo, a un hombre.
Después de haber sido nombrado en aquella cátedra
muchos pensamos que por fin escribiría su novela, pero
durante su lección inaugural en el College de France, el
profesor se nos había ofrecido en carne propia a nuestro
apetito de antropófagos literarios, diciendo que no tenia
poder alguno, que algo sabía de literatura y aspiraba a un
poco de sabiduría, pero sobre todo, lo que más deseaba, lo
que más le enorgullecía, era tener sabor, lo máximo, le plus
de saveur posible... hasta que reviente el hervor…
Yo había llegado a Francia en la primavera del 78 para
seguir su curso sobre “La preparación de la novela”, des-
cubriendo asombrado que esta forma literaria es omnívora,
pantagruélica, se traga todo lo que puede, tragaldabas, es
una olla mágica con vacas y carneros, recetas de cocina,
dichos de la gente, lo que no mata engorda, la nostalgia de
la madre, el pensamiento mágicorreligioso, la experimenta-
ción permanente…
La suerte, que todo lo puede, me llevó a conocerlo
—Y… ¿que tal si venís a casa una de estas noches y prepa-
rás una típica comida colombiana? Te lucirás con Jean—
me dijo Raúl Escari, un muchacho argentino, muy amigo
de él y de Marguerite Duras, que trabajaba conmigo en la
Fábrica de Noticias…
Gracias a su inteligencia, su gracia y sus numerosas aven-
turas, Raúl se ha vuelto personaje de relatos de sus amigos
escritores, mientras que él siempre se ha resistido a ese

131
prurito de escribir novelones que nos asalta a todos los sud-
americanos al llegar a París.
Muchos fuimos a visitarlo con lápiz y papel, como un orá-
culo. Fue él quien me recordó que tras aquella célebre opo-
sición entre lo crudo y lo cocido se podía hablar del mármol
europeo y la arcilla americana, de la diosa Ceres, con su pan
de trigo, de la Pachamama, con su bollo de maíz, de la novela
y el mito… ahí mismo saqué el cuaderno y me puse a escribir.
—… Pero che, es algo insoportable, no puedo abrir la
boca, todo lo que digo sale impreso… y por ahora… cero
peso, exclamó Raúl.
—¡Wa-sa Allah que tú puedas remediar eso!, me pediría
el profesor poco antes de desaparecer, meses después de
aquella comida que sería memorable, sobre todo para mí.
En Marruecos habíamos aprendido el significado de la
palabra ¡ojalá!
Todo había comenzado por el deseo de hablar de la
emocionante mazorca de maíz hervida que venden duran-
te el verano los africanos en las calles de París, a las cuatro
de la tarde, la misma hora en que las palenqueras entonan
en Barranquilla sus pregones en algunos barrios ¡bollo, bo-
llo, bollo’e mazorca! Se me podía ir la mano de felicidad
sacando palabras y alimentos de la olla secreta que nutre
la imaginación…
…los yorubas santeros cubanos nos enseñaron que hay
un mundo invisible donde también está nuestro cuerpo
mágico pletórico de vacío, sonriendo satisfecho, sin ham-
bre, hambre que espera comida no es hambre, muerto de
la risa, desencarnado, sosteniendo el puente de los recuer-
dos entre el más allá y este ahora, once de la mañana de
un día viviente…
El pan nuestro de las oraciones europeas de cada día
había sido remplazado por el bollo de maíz en la Nueva
Andalucía, como se llamaba la costa caribe colombiana
en tiempos de la colonización española... los Curas doc-
trineros, protectores de indios, se preocupaban porque a
veces peligraba su “pan coger” a causa de las rebeliones y
fatigas de sus protegidos... nuestros ancestros indios culti-
varon desde siempre el maíz, ese dios con barbas que les

132
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

ofrece a diario su cuerpo de grano su masa tierna, como


puede leerse en el Popol Vuh, testamento de los mayas,
ancestros de los antiguos caribes y taínos... en el gran
mestizaje que se produjo todos nosotros, descendientes
de los guineos y congos palenqueros, siete leches, tatara-
nietos de Juan de la Cosa y Americo Vespucci, nos conver-
timos en verdaderos hombres de maíz, así lo dejó escrito
Miguel Ángel Asturias, dios se lo pague a dios, lo descu-
brimos desde niños con las arepas, buñuelos y el bollo
de angelito, bollo limpio hecho de maíz blanco hervido,
molido, envuelto en tusas, la espata o farfolla, las hojas de
la mazorca, vamos…
—Jean me preguntó si conocés un cuento escrito por
un ecuatoriano, creo, o por un paisano tuyo… no sé, un tal
Ramón Virgilio Molinares Sarmiento, de Santo Tomás, Car-
ne de varón tierno, dice, pasarás a la historia si le conseguís
aunque sea una fotocopia de ese cuento, me dijo Raúl tra-
tando de convencerme para que además de cocinarle al
profesor me convirtiera en uno de sus secretarios…
Este oráculo del dandy argentino, estimulándome para
que no cejara en mi voluntad de vivir manifestándome, se
está realizando ahora que trato de escribir la historia de
aquellos sábados de los años ochenta, aprovechando los
ratos de ocio que me dejan las noticias sobre la guerra, el
padre nuestro…
…la parte femenina resurge en nosotros, imitando a
nuestras madres… sin haber aprendido jamás a cocinar re-
construíamos las comidas de la infancia en París, buscando
el maíz, los plátanos, los camarones…
Un dicho francés advierte que no hay que hacerse ilusio-
nes, no hay que pensar que a las dos de la tarde es aún
mediodía… confieso que los hermosos labios y la suavidad
de la Dionea, la sardina colombiana vendedora de harina de
maíz por los lados de Montparnasse, fueron necesarios para
darme cuenta de que estaba dispuesto a probar el sabor del
profesor con tal de publicar un libro de anécdotas y recetas
de cocina para ser famoso durante mi cuarto de hora…
… como el perfume del incienso llamado “palo santo”,
que nos reaviva el recuerdo de los cerros de Bogotá, los ojos

133
de Dionea y la cumbia que se escuchaba esa tarde en su al-
macén me llevaron por los cielos hacia ese territorio compar-
tido, la patria es la infancia… ¡Qué dirán los niños de la calle!
Sentirse lejos de casa, un poco depresivo o sin dinero,
seducido y abandonado, se dice en Colombia: “Estar en la
olla”, atacados por el “yeyo”, fenómeno climático revuelto
con nostalgia “chupacobre”, malestar indefinido de domin-
go por la tarde, mirando unas altas paredes, un cielo cuadri-
culado, lejos del mar… ogro caníbal que nos despechuga en
las pesadillas y nos mata a veces de tedio, cuando perdemos
el sentido o la ilusión de lo que estamos viviendo…
…Uno de los mejores remedios para combatir ese mons-
truo de los sinsabores, me enseñarían Dionea y Raúl, es
reunirse con amigos y preparar algún plato, escuchando
música... En la cuenca caribeña la comida siempre ha sido
tema de canciones, vamos a hacer un ajiaco entre tres o
cuatro canta Daniel Santos, y pasteles bien picantes como
los cocina Flor, comida tradicional navideña ensalzada por
Bobby Cruz, salsero puertorriqueño.
…Ahora la flauta de millo sube, viene buscándola desde
el río Magdalena, el tambor me llama con sus “tres golpes,
tres golpes”, así le dicen allá a las tres comidas del día, el
palpitar del cuero de venado nos estremece y nos hace mo-
ver, estilo piragua, en el aire frío del otoño parisiense, y este
cielo, nuestro amigo de siempre, arroja ya su luz de maíz
tierno sobre nuestras cabecitas locas, un poco de locura a
nadie le hace mal, carnaval, carnaval, cantaba Raúl mientras
me ayudaba a pelar los plátanos verdes para preparar unos
patacones... Cortaba rebanadas gruesas como monedas de
aquellos bananos gigantes mientras el aceite se calentaba,
papi, ojo con quemarte, y antes de freírlas las pasaba por
agua-sal y ajo...
Sonaron unas maracas, ahora les voy a enseñar cómo se
hacen las arepas, para poder saborear estas frases necesito
escuchar a los gaiteros de San Jacinto, un grupo de viejos
campesinos colombianos que descubrieron el secreto para
enamorar a las muchachas y cuyas canciones se dedican a
los aguaceros de mayo, a los saínos y gallinas que gustan
también del maíz, ese dios que tiene pelusas y las comparte
con el algodón, con las frutas, con las mujeres…

134
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

...La olla mágica, digo, es la asociación libre, sacando un


recuerdo al que viene ahí mismo otro pegado como ristra
de butifarras, la imagen está en ese cuento, Con el doctor
afuera, de José Félix Fuenmayor, aquel tío—abuelo que
ayudó a fundar Macondo…
...El poeta salvadoreño Roberto Armijo atravesó el puen-
te, apareció desde el más allá, el pensamiento no muere,
dice Gerardo, nunca se imaginó que sería recordado para
siempre en París por sus textos, su barba de mazorca y su
famoso guacamole, el otro día en un brindis surgió su figu-
ra de hermano mayor, estábamos con la negra Ana María
sintiendo en el aguacate y el cilantro el poder de la tierra
amante, la memoria, única grieta en la coraza de orgullo
de la muerte... Probar de nuevo un bocado, lo sabemos,
nos lleva trenzados al recuerdo de la primera vez, somos
memoria de lo que hemos comido, el sexo femenino es a
veces llamado “la arepa”... en muchos países americanos
las venden en las calles, fritas o asadas, acompañadas con
picadillos de carne… prepararla es muy sencillo, harina de
maíz y un poco de agua, las manos “tortilleras” aplanando
la bola de masa parecen aplaudirnos: ¡bravo!, el machismo
quedó atrás, la cocina ya no es, como lo era durante mi
infancia, dominio exclusivo de las mujeres, perdimos el mie-
do a vestir el delantal… Quiero decir que cuando fundamos
nuestras familias, lejos ya de la casa grande, recordamos
ante el fogón las comidas que nos preparaban las madres y
abuelas... siempre queremos domesticar y masticarlo todo,
hasta el sol se nos parece a la arepa friéndose en aceite
hirviente, tú lo que quieres es comerte el tiempo, me dijo
Dionea cuando me atreví a comparar el calendario de los
mayas con la arepa, los indios nos enseñaron a adorar la
luna y el sol.
Por aquí aparece sudoroso mi papá, viene del mercado,
el hombre de la casa, título de nobleza, bembón, bembón,
bembón… un hombre bueno... para dar muela, llega con un
kilo de camarones, quiere preparar un arroz… entrañable
imagen verlo allí sentado en el patio de la casa descasca-
rando los hermosos bichos rosados, quitándoles las cabe-
zas, conchas y colas, que pone a hervir para luego utilizar
el agua, mientras por otro lado los crustáceos ya desnudos,

135
dormidos, son llevados hacia la corriente del caldero junto
al arroz, los tomates, la cebolla, el achiote y el ají, le podías
agregar a ese arroz, papá, una hoja de laurel, te cuento que
la fiesta completa la hago yo, ahora en París, hombre de la
casa, “viejo” de mis hijas, con una botella de vino blanco...
maldito vientre que nunca nos deja en paz, se queja Ulises
cuando está “pasando filo”, quiere decir muy hambreado,
muy amolado, muy aguzado, muy dispuesto a cortar, ya
che, cortála, ya está reventando el hervor, ha sido una linda
noche, pero es hora de que te vayás.
Recuerdo que el profesor dijo... si alguna vez llegara a
desaparecer, y el día esté lejano, quiero que mi epitafio sea:
“Jean Dindon ha cesado la farsa de probar… o de experi-
mentar, aún no estoy decidido sobre el verbo exacto” …
Ahora Jean Dindon se ha vuelto mito, había desaparecido,
pero sigue vivo en la olla mágica, nunca comprendí por qué
dijo mientras exista la muerte habrá mito, en lugar de decir
“mientras exista la vida”…
Raúl me ha llamado hace unos instantes desde Buenos
Aires para leerme una décima de su libro, algún día tenía
que probar, El sabor de los muchachos, aprovechando las
sabrosas conversaciones de Jean, sus aforismos, sus anéc-
dotas de viajes y hasta las recetas de cocina que él apun-
taba en su libreta de escritor, sin pasar jamás al acto, sin
meter las manos en la masa…
De fácil preparación
la novela nos parece
y por eso se apetece
para cualquier función.
Pero mito es ilusión
de ser siempre recordado
por un muchacho adorado
y que sin ningún estorbo
concluya el último orbo
con el último bocado.

136
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Dionea -2005-

Manes a la obra
Entonces voy con una muchacha al Louvre, a la que llama-
ré Dionea, después, a ver nuestros cuerpos de dioses… la
metamorfosis de este relato es hasta el día de hoy perma-
nente, constante, como nuestro cuerpo transformándose,
día a día… no sabía que al fin la iba a encontrar, daría con
ese fantasma, la famosa novia de la tierra, la reina de los jar-
dines, la hembra divina, nos conocimos en un baile, jamás
habíamos ido el Louvre, hace poco abrieron unas nuevas
salas con las máscaras de nuestros ancestros taínos —Ca-
nalla rumbero —me dijo ella, —¿qué le han aportado uste-
des los franceses a la tierra?
—Pensar en clasificar… le dije yo... Había terminado
siendo francés, pese a que nací en la región de los caribes
caníbales… Varias veces me vi obligado a cambiar de piel,
a reconciliarme con otras naciones ensayando técnicas de
vida como el yoga, el vegetarianismo, el psicoanálisis, y so-
bre todo la danza, quiero contar… la historia del alma mía…
Tal vez mover el esqueleto permitió que nuestros padres
se encontraran, el baile permite encontrarnos, darnos alien-
to, con los ojos bien abiertos vamos ahora acariciando las
esculturas de mármol, arcilla, granito y madera, esta ninfa
es mi doble, lo sé, qué curioso, la idea me vino mientras
veíamos al hermafrodita despertándose, Oh señora Venus,
ayúdanos que vamos a exponer a nuestra metafísica, el
amor, oí que me susurraba el espíritu de Fernando Gonzá-
lez en la sala del hermafrodita, el pensamiento no muere, lo
sólido se desvanece en el aire, pero el espíritu no, tratemos
de ser como ese monstruo bueno, hermafrodita omniscien-
te, tiernos y aplicados, labios de chocolate o africanos, yo
soy, yo fui, yo seré uno de sus diez amantes, yo le dije que
sus nalgas son como duraznos, con algo de palenquera…
El domingo por la tarde podía ser fatal para los extran-
jeros recién llegados a la ciudad de las tentaciones, curso
de alta cocina literaria, el seminario sobre la preparación de
la novela fue suspendido de manera brutal por la irrupción

137
del mito, nuestro querido Roland Barthes fue atropellado la
semana pasada por una camioneta al salir del Collège de
France y se ha ido al cielo.
Ahora me siento encerrado, con el Yeyo, ese fantasma
de rostro calloso que bosteza sin cesar en un cuarto de sir-
vienta, imaginándonos que somos como esos vagabundos,
caminantes, nietos de piratas en isla Tortuga… ¿Somos aca-
so guardianes de nuestros abuelos? Gente paseando por
el campo, o a orillas del mar filmando a los nenes, lejos de
la guerra, distraídos en el cine, Psiquis ociosa, seducidos y
abandonados, hay que lavar la ropa sucia y luego hacer los
ejercicios, viene entonces cierto desespero, si se envuelve
en una siesta la amenazan los gritos de quienes van o vuel-
ven del estadio, quién la tomaría de la mano, el mito son
las otras posibilidades del hombre por fuera de la razón,
los relatos de sueños se asemejan a los mitos, imaginaba su
propio calendario, en el Amazonas la piel de las serpientes
se desprendía, los hermosos rombos verdiamarillos queda-
ban flotando entre las lianas, pese a que se volvían pellejos,
había pasado un año, a lo mejor ella se haría musa de un
escritor, no es eso lo que falta en París, tierras de la metá-
foras, diría mi tocayo sacándole partido a la memoria, quizá
su padre soñó que en esta ciudad museo podían iniciarla
en el arte y en las letras y en la política forastera, ¡qué gran
juerga el conocer!, cierto...
—Tengo telarañas entre las piernas —me confesó esa
tarde iniciando su mito incompleto y fragmentario, mien-
tras leía cien libros y tratados, Anansi, tía araña, había esta-
do con su baba atrapamoscas tejiendo algo funerario entre
sus muslos, acaso el miedo a entregarnos, pero ahora nos
habíamos encontrado en esta fábula del primer mundo, le-
jos de casa, qué va a ser de ti, color de hormiga adquiere
nuestro cuerpo cuando camina a medianoche por Trocade-
ro y Passy, las sombras de los violadores se agigantan ex-
presionistas sobre los muros, no soy la nieta de Menguele,
soy la nieta de Chagall.
…Al salir del museo me pedirá que la lleve a bailar,
íbamos caminando por los pasillos del Louvre, laberintos
donde velan desde hace siglos nuestros cuerpos gloriosos,
incorruptibles, fríos, sin hambre, sin pelambre, Dionisos,

138
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

qué temprano se levantó el dios festivo, dios padre, diosa


madre, dios hijo, beber vino por la mañana ya es alcoholis-
mo, máscaras del teatro, qué legal, vas naciendo durante
siglos, tu madre te dio a luz en la caja del trueno, sabías, el
ojo de los dioses encerrados en estas antiguas piedras va
moldeando nuestras espaldas, acariciando nuestras nalgas,
somos la gente que se aleja por los pasillos admirando las
cabelleras ajenas, las contorsiones, es entonces cuando ella
va y me dice,
—¡Oye! ¡se me estaba olvidando lo bueno que es eso
que tienen ustedes entre las piernas, lo buena que es tener-
lo adentro, ahora mismo necesitaría diez hombres…
El deseo de ser abrazados se vuelve a veces una vitrina
que te separa de tus posibles amantes, ¡oh señora Venus!,
a veces vamos como ahora acosados por la locura de ser y
culiprontos, deseosos de encuerarnos pese al frío, regresa-
mos a su cuarto de sirvienta, ella va y se acuesta sobre el
colchón de mármol, desmadejada como Zoé, la bailarina
del Congo que el otro día, después de la danza, se tiró
al piso sudorosa y abierta, nos miramos sorprendidos, qué
postura de entrega, abriendo sus piernas desde hacía mil
años y entonces recobramos la memoria, qué tiempo nos
regalan las fuerzas, comenzaba la paciente metamorfosis,
el Yeyo revoloteaba bajo su camastro, ella abrió el tragaluz
para dejarlo salir del cuarto.
Después del amor nos quedamos dormidos, ¡ay, qué
lejos Barranquilla! Vela el caimán en la orilla del agua,
la boca abierta, mi abuelo Nicolás, Honoris causa, nariz
como nudo de corbata. ¿Qué cosas estuve soñando? Creo
recordar que iba en un avión, rumbo a la tierra de los mi-
tos, la gente allí dice una frase y por arte de magia queda
grabada en las paredes y murallas, lagarto, lagarto, pare-
cía Atenas, pero era más al norte, mucho más lejos, había
que pasar el mar y luego atravesar por campos sembrados
de naranjos y guásimos…
Llevaba mucho tiempo sin escribir cuando se me apa-
reció Dionea, somos criaturas divinas aunque se haya im-
puesto cierto realismo, oí que me decía, trata de hilarme
una historia, te haré el milagro, préndele una vela a la Can-
delaria, vida mía…

139
Dionea -2005-

Doña de divinas tetas


Un trueno me despertó y recordé que íbamos llegando a
Barranquilla, aquí vuelve y juega el pichón, todo lo pasado
en el ahora, vamos, ya es Vox pópuli, rueda del cumbión,
el tiempo no pasa sino que se regresa, eterno retorno y
tal, dirá el profesor, pude ver el abismo de los mares, el
agua ceniza y limón entrando por el caño de la Ahuyama, y
en seguida a Dionea en el barrio Rebolo, asomándose a la
ventana del hotel Las tres palmeras.
En sus ojos se reflejó el camión que estacionaba en la es-
quina, levantando una polvareda de la que brotaron hom-
bres con mazas y martillos, picos y palas, descargando la
brea, la cal y el cemento. Eran los pavimentadores, manes
de Prometeia y Kagoro, diría ella, tratando de darle una pá-
tina de bronce a esta escena de los tiempos del alfabeto,
al comienzo de nuestra hora, cuando papá es un gigante
como los hombres que sanean los pantanos y fundan a
Puerto Colombia.
La brisa entre los robles, pinos y matarratones aliviaba
la hora de los burros, el puro demonio del mediodía aman-
saba aquellos guapos en la sombra permitiéndoles pesta-
ñear y suspirar, olvidando por unos instantes la obra que
debían acabar.
Después, el arenal más fino lo aprovechaban para el ce-
mento, rompían piedras con los pies y las arrojaban entre
los rieles y varillas de hierro.
Cómo podía imaginarse alguien en ese entonces los bu-
levares y las cantinas, los discos traídos por los marineros,
la gente en el hay mañana, si quieren habrá mañana, años
sin cuenta, sudor sobre el hierro, yo soy el hijo de Elegua
yo trabajo con Ogún yo soy el negrito guapo chambelé que
rompo piedra con los pies, la voz de la cubana Celina can-
tando ya en un bar cerca del mercado, por la plaza Colón, la
ciudad de calles arenosas volviéndose concreta.

140
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Los pavimentadores instalaron un fogón con ladrillos para


cocinar: pescados sancochados, plátanos guineos, yuca,
arroz, carne de res salada, tomate y cebolla, guarapo de
caña con hielo y limón eran, junto con el cerdo, guandules o
gallina, los platos del barrio. Aún había comida para todos.
En medio del fragor civilizador, la mezcladora, el clave-
tear y las noticias del radioperiódico, el camino de arena
con sus arroyuelos y sapos fue desapareciendo, convirtién-
dose en la calle Maturin. Por allí cerca quedaba el Matade-
ro, no olvidarlo.
En aquel entonces la ciudad terminaba en un monte es-
peso. En algunas casas la cocina y el patio daban a cañadas
y bosques con sus tamarindos, sus palos de grosella y sus
iguanas. Las palomas despertaban a la gente andando con
sus paticas sobre los techos de zinc en los cobertizos.
Esa tarde Dionea la pasó oyendo música brasileña (Gal
Costa), cocinando un postre, agregar una raja de canela, y
leyendo a Pessoa, a musica, o luar (claro de luna) e os son-
hos sao as minhas armas mágicas.
Vio que uno de los pavimentadores, grande y congo,
Yaya Bonivento, le sonreía con una pala en la mano desde el
otro lado de la calle, por donde vivía Julia Pacheco y pena-
ba el ánima, decían, de su amante española desaparecida,
Antxoni de Oyarzun, “Enfermera diplomada”, como reza
aún la placa verdinosa sobre la pared. La verja con las ma-
tas de gladiolos blancos y capachos rojos de esa casa que
tanto conocía parecía haberse distanciado, qué raro cómo
se había alejado la casa de Anchoni, la vasca, más conocida
como la Choni, muy querida porque aplica inyecciones sin
que te duela la nalga.
En aquella fecha no teníamos apellidos, ahora ya nadie
recuerda cómo era esa época, cómo creció el barrio, a la
gente se le está olvidando el origen de los nombres, a
muchos no les importa lo que pasó, ya es clavo pasado
dicen, o tal vez en este momento alguna muchacha escri-
tora, Dionea, se imagina que la fundación continúa, Eros
enamorado de la Psiquis la hizo nacer a ella en la ciudad
y sus alrededores ya era fama que la diosa nacida en el
profundo mar azul plata formada con el rocío del afros, la

141
fluctuante espuma de las olas, había reaparecido regando
la potencia a los cuatro vientos, mezclándose con la gente
de la costa, le habían dicho que un anciano de su fami-
lia, el tatarabuelo Emiliano Rebolo, descendía de un se-
ñor que fue esclavo en el siglo pasado, Sebastián Congo,
quien venía dentro del lote vendido en Cartagena a doña
Belisa Simanca, dueña del hato llamado Porquera de San
Antonio de Padua de la Soledad, en el sitio de los indios
Paluato, muy cerca de la actual Barranquilla, donde vivía
un ermitaño que llegó de Sevilla en la época, digamos,
de la alcahueta Celestina o del poeta Góngora, ese que
cuando está solo le canta a la bella esposa enterrada, la
hija entregada unos meses en usufructo de la semilla al rey
de los metales Plutón Kagoro, deidad polimorfa de los
subsuelos, cátodos, camino descendente de la electrici-
dad, enchufe, toma del rayo en la tierra.
Emiliano Rebolo, cuenta su ahijado Peyo Beltrán en una
canción —el fundador de la Cumbia soledeña lo conoció
en su niñez, —era bueno para la boga por el río Magda-
lena, pero a los cuarenta años parecía un musculoso viejo
de sesenta, y por eso decidió quedarse a vivir a orillas del
caño de la Ahuyama y currar allí fabricando clavos para las
vías del ferrocarril entre bahía Cupino y las Barrancas de
San Nicolás. Él era uno de los que organizaba la danza del
Garabato cuando llegaba la fiesta de la Candelaria, el 2 de
febrero, pero en la época en que ocurre este cuento, ya
verán, su encuentro con el Cucaracho Milton Cipolla trae
luto y cenizas a la ciudad.
Emiliano vivía en ese entonces con una india guajira de
veinte años, Yona, quien más bien parecía su hija. Esto, re-
petimos, fue a fines del siglo pasado y de ello no quedó
registro. Se supone que ese Emiliano, mencionado en al-
gunas décimas y mapalés de los municipios de Cipagua y
Piojó, fue abuelo de Lucila Rebolo, la madre de Dionea, así
nos lo contó un peluquero del Paseo Bolívar, Mitomartin
Brochero, quien tenía muchos libros de arqueología de las
Barrancas de San Nicolás y las playas de Salgar, ustedes sa-
ben que la memoria y el tiempo van enredando el cordel, la
pita, porque lo propio de los humanos es inventar leyendas
en las que somos amados por diosas, nos unimos a esas

142
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

fuerzas que nunca mueren, personajes atanatois, desente-


rrándolos del olvido.
Digamos que en la genealogía popular del santo día la
gente se imagina descender siempre de antiguas coyas,
reinas y príncipes de la selva, mandando sobre los manes
del barrio de los acostados, abuelas brujas y ancestros má-
gicos, admirando cuánta sabiduría necesita la humanidad
para levantar una ciudad sin que haya guerra, esas casas
con sus palmeras y sardineles donde la gente echa cuentos
y a veces canta al atardecer, manteniendo las creencias de
la buena vencidad enamorándome en los bailes con ganas
de vivir y creer que somos productos del amor, ellos gozan-
do en el templo de la cama, miscebatur in venerern, mez-
clando alientos y humedades para que el mundo siga, en la
fábrica de playa Sabanilla concibieron a las cincuenta niñas
que nacieron el mismo día, un viernes 18 de noviembre,
nueve meses después de los carnavales, qué bueno sería
tener hijos sin parir, aquí ya se me apareció la Virgen, basta,
ahora os toca imaginaros la encarnación de nuestra heroí-
na, Dionea, la propia novela, una hembra muy popular, ella
jamás conoció a su genitor, su padre biológico, un marino
brasileño, Saulo Montes do Ebano, ex futbolista en Grecia
donde, ¡qué galleta!, después de ser una estrella del club
Olympiakos del Pireo incubó esa rara enfermedad de los
hombres lagartos.
Mi tío Alfonso, ingeniero de Astilleros Magdalena, me
contó que eso fue por los años sesenta, el buque entró a
reparaciones y el hombre aquel aprovechó para meterle un
gol a Lucila, mesera en el restaurante del puerto, así fue y
ya es clavo pasado.
La propia Dionea, que en esta historia es una muchacha,
también con esos ojitos de india que tiene, le cantará Totó,
intenta imaginar sus lazos con las almas de los manes que
relampaguean ahora en el huracán y los ciclones, haciendo
tiempo sobre el Gran Caimán, oye a Celia Cruz cantándole
a los santos, impulsados por la brisa marina, con su cami-
nado suave de flamenco por la playa ella adivina bajo el
lomo del mar sumergidos mascarones de proa, imagínen-
se, el genio de la lámpara de Aladino gigantón siete leches
padre en el secreto de mi semilla con sus aretes de luna,

143
acostado entre tiburones más allá de los tajamares y man-
glares de Bocas de Ceniza y las Antillas, Canarias y hasta
los confines de Grecia y la tierra de los congos, si quieren
que se diga.
Ella nada sabía, pero había descubierto con alegría los
orígenes del barrio Rebolo, con sus danzas, sus comparsas,
sus decimeros, muchos de ellos trabajadores del terminal
marítimo y fluvial o mecánicos en los talleres de latonería
que a ciertas horas retumban y repican como música de jazz.
Dionea, la futura suegra deseada, puede ganarse la vida
bailando, diseñando vestidos, cuidando niños, inventando
coreografías para la danza del garabato, la que desfila por
el paseo Bolívar al llegar el carnaval. También, los sábados
por la tarde, trabaja de salvavidas en la piscina olímpica.

144
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Dionea -2005-

Diosa del himeros


Ahora es de nuevo sábado, mi día preferido.
Empecé a escribir la historia de los días de la semana al
salir de la adolescencia, una tarde como ésta, qué casuali-
dad, un viernes, día de Venus, al regresar del mar, besán-
dome con Dionea mientras nos sacábamos la sal, mi espejo
de sal y agua donde ella se mira desde los siglos de los
siglos el pubis de algas y almejas, claro, chivas y caraco-
las, ya se las leeré, no soy tan supersticioso, por lo pronto
quiero dedicarme a contarles algunos enredos sobre mi
novia, la protagonista, se ganó el papel de actante dijo el
profesor, una hembra barranquillera, Dionea, una hembra
muy popular comienza toda la historia, son chismes sobre
la reaparición de la diosa del himeros, deseo natural fecun-
dante del mar besando las playas, lluvia mojando polvo,
necesidad de lamer la gota de leche del pezón, paloma
anidando en los robles. Trataré de desenterrar una parte
de su leyenda, les contaré la progresión de mis amoríos
con ella, no me gustaría que nos trague el monte del olvi-
do, mejor quiero el de su hija, como recordar un sueño al
despertar… Y poder anotarlo.
Dionea y yo, muy hermafroditas, estamos tirados en la
cama, antes de que mi papá entre al cuarto a gritarnos:
“¡Nalgonas, a lavar los platos!”.
Su cabellera enredada y ahora teñida como alambres de
cobre, semejante al fuego de paja, reposa sobre la almoha-
da y ella mira las vigas del techo mientras yo detallo sus pe-
cas, oyéndola contarme sus amoríos aquí en Barranquilla.
Ella es hija de extranjeros, creo que su padre es griego
o africano, dicen que vive en Brasil, no sé por qué razón
hemos resultado primas, tengo que averiguarlo bien. Me
contó que una mañana estaban ella y uno de sus amantes,
un viejo francés ahí que se llama Jean Dindon y vive en
Pradomar o Puerto Colombia, corrigiendo unas hojas de la
tesis que piensa presentar en La Sorbona.

145
Amanecimos estudiando, eran como las seis de la ma-
ñana y estábamos hasta aquí de mitos, de cuentos y re-
ferencias, de intertextualidad y otras carajadas. Él tiene
49 años y piensa que puede regresar todavía a Francia
y presentar la tesis, bueno, estábamos con el cachondeo
de siempre, no sé si te he mostrado fotos de él, o si te he
dicho cómo es de loco, es flaco, hirsuto, canoso, con la mi-
rada honda y alucinada de fumador inveterado de hierba,
un burro de verdad cargado de libros y libros, por eso fue
que su mujer lo dejó.
Nunca me imaginé que a los 25 años iba ser amante
de un hombre mayor. Me encanta: le digo papico, mi cie-
lo, corazón, siempre se las ha arreglado para no traba-
jar como los demás y ha inventado el cuento de que está
en una misión antropológica pagada por el “Musée de la
Femme”, recogiendo datos por todo el Caribe colombia-
no sobre la sexualidad de nuestras ninfas y matronas, el
feto es mujer al comienzo de la vida luego nacen los testí-
culos por eso ustedes los hombres tienen tetas y nada de
leche le dijo doña Julia Pacheco la enfermera amante de
Antxoni nosotras tenemos los cojones en las tetas dijo sin
reírse el profesor apuntó en su cuaderno con un interro-
gante cómo se acomoda en nosotros hijos de la sagrada
pareja el sentimiento oscuro y vaginal culebreo de la tierra
que da frutos y meses después está yerta esperando la
metamorfosis de las estaciones lluviosas y sequías por un
lado luz solar razón cristalina alfabeto libro leyes y abajo
la caverna con lagartos mire ese cielo decida hombre o
bestia caimán, parece un jubilado, aunque no tiene ba-
rriga, por eso siempre está disponible cuando uno lo va
a buscar, si no lo encuentras en la casa es porque anda
por el mercado, o en el centro poniendo unas cartas, es-
cribe con cojones, pilas, cantidades de folios, se la pasa
buscando libros por las aceras de Pica-Pica, se le suele
ver embarcándose en un bus por los lados de la estatua
de Colón, esperando salir para Sabanilla lo más pronto
posible, a bañarse en el mar, leer y escribir y buscar más
historias sobre Dionea doña de asombrosas tetas y de sus
bailes con los manes de Rebolo almas de los difuntos be-
nefactores del barrio.

146
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Bueno, el cuento es que yo le gusto mucho a él, le en-


canta mirarme y tocarme, y a mi tampoco me disgusta que
me dé cariño y que juegue conmigo y me abrace. Mi padre
era brasileño pero no lo conocí, vuelve y juega, era un fut-
bolista del Junior, creo que he heredado de él esos trances
y arrebatos que me dan. Además, con el calor que estaba
haciendo Jean se fue a buscar la manguera, la instaló y em-
pezó a regar las matas. Me dieron ganas de que me mojara,
así que me levanté del mecedor y sin pensarlo mucho me le
atravesé al chorro. Pese a que estábamos en la terraza y en
ese momento pasaba un muchacho que me conoce, pues
trabaja en el aeropuerto, Jean dejó la manguera ajustada
con unas piedras en medio de la grama y la arena y se vino
adonde yo estaba, sentada en una rueda de madera gran-
de que hay ahí. Me alzó lo poco que me quedaba de faldita,
me dio la vuelta, me bajó los calzoncillos (qué risa, yo tenía
toda la ropa sucia y, preciso, ese día me había puesto a
escondidas un calzoncillo de él) y sin más allá ni mas acá
me metió los dedos y empezó a frotarme, a lavarme. Sin
que me diera cuenta tenía un jabón y un estropajo y me
fregaba y me fregaba entre las nalgas. El muchacho que iba
pasando por la acera del frente se quedó ahí alelado vién-
donos así, mientras Jean no disimulaba, ya que me estaba
bañando como a un animal casero, sino que hasta se puso
de rodillas en la arena y me pasaba y me pasaba la lengua.
Hubo una gritería desde un bus, la gente toda alborotada
se quería bajar, y por eso nos entramos a la casa.
Después de secarnos Jean encendió la radio y oímos las
noticias, el ejército estaba bombardeando a los guerrilleros
en el sur. Como sabía que yo tenía parientes y amigos arma-
dos me miró en silencio, transmitiéndome un pensamiento
arcaico, de un padre a su hija, no son para ti Dionea las
obras de la guerra. Conságrate más bien a querer a la gente
y al dulce embate del himeneo. Luego dijo:
—Ahora sí estamos a punto de terminar la tesis… hay
que comenzar a preparar el viaje a París.

147
Dionea -2005-

El redactor de cosmogonías
Había una vez en París un hombre que tenía el poder de
transformarse, me volvía un ocho, una culebrilla o salaman-
queja brotando bajo la piedra roída por el todopoderoso
tiempo, perdiendo mi pronombre el lagarto se asomó bajo
los bloques de mármol porosos del santuario, la vida ani-
mal latiendo siempre, sus amigos bohemios lo llamaban el
supremo mestizo, el camaleón, de ahí que le hubiese resul-
tado fácil convertirse en Jean Charles Dindon, un profesor
mitad francés, mitad de otra parte oscura, bajo el pavimen-
to la playa, anhelaba figurar en las historias, abandonar su
pellejo y convertirse en papel, en libro, en cuento, en re-
cuerdos, en un hombre de letras. A fe que lo consiguió, he
aquí la prueba.
Estaba casado con Léone, una abogada parisiense de-
fensora de indocumentados y apátridas, con quien tenía
dos niños. Su comportamiento había sido normal hasta que
se le ocurrió viajar a descubrir el mundo, Colombia, se las
dio de Cristóbal y se hizo “al cielo”, se metió en el lío que
contaba cuando había amigos cenando en casa, se tomaba
unos vinos y la lengua soltaba, ya un tanto bebido e hirsuto
no era de extrañar que de su cabellera brotaran dos bultos
que parecían, ni más ni menos, pequeños cachos de fauno
o sátiro coribante.
Oí su cuento una noche de octubre en que nos invitó a
cenar a Talla y a mí junto con otra pareja franco-colombiana
y un pintor, Efraím Darío hacía dos meses había llegado de
Colombia y pasaba un hambre sexual terrible, unas arreche-
ras de simio, no lo podíamos creer, lo considerábamos de
verdad un mentiroso, disque se lo había tragado Colombia,
treinta millones de seres vivos buscando ser como el amor,
más fuertes que la muerte.
—Y con aquellas fauces abiertas, esperándonos, lejos
de sus fronteras, los caníbales civilizados nos conside-
ramos paradigmas de la humanidad, tratando de vivir y

148
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

mover el esqueleto más allá de los basurales del mundo,


donde las energías aberrantes desechan hombres y los
cuentos se olvidan, dijo el profesor esa noche al declararse
un espíritu barranquillero.
Dindon es ensayista, pero no desdeña la imaginación,
viva el mito de la vida, trata de arreglar este cuento hacién-
dolo literario, pasión de las creencias, nada puerco, la gen-
te quiere vivir y engendrar a toda costa, pese a la guerra.
—¿Cómo es el cuento, manito? —¿De qué guerra me ha-
blas?, —dije yo tratando de seguir el hilo, uno nunca sabe
con la gente colombiana, el gringo Fallidis se puso a rezar
sagrado corazón oscuro no me desampares aún no quie-
ro ir al reino de los manes telúricos somos amigos de este
pueblo nosotros los americanos levantamos el acueducto
y las fábricas de harinas y tejidos no queremos volver a ser
asesinados en esta tierra tan hermosa.
El profesor Dindon acaba de regresar de Colombia. Se
ha traído a una muchacha de allá, Dionea, parece una au-
gusta coya india o mulata veinteañera el fantasma de la mu-
chacha eterna primavera Encarna la llamó cuando nos invitó
a ver sus máscaras y los otro tesoros que trajo, nos vamos a
emparrandar, la queríamos conocer.
Dijo que en el país de las selvas esmeraldas descubrió
la presencia de la guerra antigua, difusa, polemos panton
men pater esti, la guerra es padre de todos, los manes
polémicos son los más pantalleros, medusa, ojos desor-
bitados, cuerpos degollados, la guerra de los callados,
como dice el Joe, esqueletos a medio quemar, monicon-
gos, enciende la tele y verás, en carboncillo, expulsados
del baile por las energías aberrantes, miles de maniquíes
funerarios, qué lástima, con esos paisajes, ¡Colombia es
una licuadora, vale!
Afuera comenzó a llover, nuestras manos se tocaban,
cielo líquido, llanto, con los ojos cerrados su viuda lloraba,
por qué, por qué Jean, te nos fuiste, para vivir bien en la
Colombiada mundial uno tiene que ser malicioso e idealis-
ta, escribí antes de que me llamaran… él quería mucho ese
país… a su gente…
—Venimos también de la tortuga y el sapo, eso fue lo

149
que ocurrió en el Edén. Es el huevo quien lo asegura. Todo
el espacio dividido en cuatro…
El profesor se quedó callado y oímos un leve susurro.
—Nos llevó el putas, no me puedo concentrar, ese plás-
tico alborotado en la cocina me distrae: ¡Dionea!
Fue entonces cuando pudimos ver el reflejo de aquella
adolescente mestiza ¿no te basta con seducir el espíritu de
las mujeres que se entregan? con algo de virgen morena,
rostro no tan indio, como decía el profesor, más bien pa-
recía una cubana, una carabalí, que en Cuba quiere decir
bailarina, un poco guajira, sus pechos sueltos, duros, empu-
jando el tejido de una camiseta de propaganda en la que
podía leerse Mystic Company.
Era la sirvienta, una adolescente colombiana, ojos negros
piel canela niña abuela de la humanidad llevas tu máscara
de la esclava en esta ciudad extraña aguanta por ahora este
papel protagónico en nuestra casa la tierra desde antes de
los indios y los reyes etíopes numerosas máscaras y almas
vendidas han sido obligadas a servir a otros hermanos y se
afligen sufrimientos se gritan y se tratan mal se hacen daño,
para hablar, se quitó una mecha rebelde de la frente.
—Señor, ¿llamaba?
—Vea qué es lo que ocurre con ese ruido de bolsa de
plástico arrastrándose por el suelo de la cocina. ¡Ah! Y por
ahí derecho tráigame el manuscrito del libro que estoy es-
cribiendo, si no es mucho pedirle…
—¿Cuál, señor?
— El de las energías aberrantes.
Dionea se persignó, hija del cielo abandoné la carnicería
tiembla con sólo oír la palabra guerra aunque estén matán-
dose lejos de mí.
—¿Ese de los lazos rotos, señor? ¿El manuscrito de Los
huesos de Aquiles?
—Dionea ¡atrapamoscas no! Está usted meando fuera
del tiesto.
No y no. Mi tesis, eso es lo que quiero que me traigas.
¡LA TESIS!

150
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

—Ah, disculpe, ¿dónde la ha dejado?


—Debajo del lavaplatos está.
Dionea desapareció y Talía, curiosa, preguntó a Jean:
—¿Qué es esa historia del Aquiles?
—Es un homenaje a los muertos jóvenes. Inspirándome
en Joyce y en la galleta griega estoy escribiendo un mamo-
treto imposible, desde hace doce años, acerca de un héroe
fundador que deja todo a medio hacer porque le cae encima
la parca Láquesis. Si se estudia la influencia que han tenido
Aquiles, Orfeo y Jesucristo en nuestras vidas de europeos
habrá que aceptar que nuestra cultura está a medio hacer,
se quedó a mitad de camino. Todos ellos murieron jóvenes.
Y ni hablar de la hermosa y temible Coré, la reina del Hades,
la muchacha innombrable. Una teenager secuestrada, de la
edad de Dionea, fue coronada en el reino de lo invisible.
Habrán ustedes de saber que la mamá de Aquiles, al ente-
rarse por un sueño de que si su hijo se iba a pelear a Troya
lo matarían, lo disfrazó de mujer y lo mandó a un harén para
que no lo enrolaran en el ejército ni con la guerrilla y mucho
menos con los paramilitares, en aquella época sólo guerrea-
ban las Amazonas desde entonces significa mujeres sin teta
las gineco se dedican a dar de mamar regando el himeros
de la vida cuidando nuestro sueño aun cuando haya resis-
tentes, en resumidas cuentas le permitió la mascarada de los
sexos, lo feminizó, él es el primer travesti. Aquiles, a quien en
su adolescencia llamaban la pelirroja, se quitó la falda para
subirse al navío de guerra e irse a Troya a que lo fulminaran.
Me dio mucha risa cuando leí lo que decía sobre la gloria -el
sol que alumbra a los muertos- según Balzac.
—¿Qué es eso de la gloria?— preguntó Marina, quien
por ser escritora también estaba interesada en que sus tex-
tos quedaran guardados en las bibliotecas del siglo XXI.
—En la Ilíada, al comienzo, Aquiles se queja, llora por-
que ve comprometidas sus posibilidades de ser famoso,
como Joe Arroyo desde muy niño luché para conseguir
fama, algo así me ocurre a mí y a otros personajes en esta
Colombiada, teatro de la guerra mundial permanente no
declarada, experimento trascendental, diálogo entre un
millón de vivos y un millón de muertos…

151
Dionea -2005-

Aparece el brujo
El día de los Manes me hallaba en la estación de Austerlitz
esperando a una de mis hijas cuando de repente sentí que
alguien me hacía señas. Un negrazo parecido a mí, Cam-
bundongo, Congo, Rebolo, Benguela, Muchicongo o Ca-
labar, estaba allí de pie, sonriéndome. Se me acercó y nos
saludamos como habíamos visto que se saludan los ami-
gos al encontrarse en el centro de Barranquilla, en Dakar, o
Martinique, en el Bronx o en Puerto Rico, una mutua palma-
da seca y alegre con los dedos abiertos.
Me di cuenta en seguida de que aquel hombre de unos
cuarenta años era mi doble mágico, alguien que había veni-
do desde muy lejos en el tiempo, desde el valle del Omo y
la noche antigua de la Atlántida, lo sé, a banquetear conmi-
go cual un Poseidón de rostro quemado por el sol para ayu-
darme a escribir este libro que tenía varado, empantanado
desde hacía años con mis iguanas y caimanes, mis burros y
mis muchachos muertos sin saber cómo resucitarlos y dar-
les aliento, forma, oír sus historias con la gran viajera.
Nos vinimos en el tren con la niña, hablando de la Santa
Madreselva que nos hacía falta, del collar de la buena suer-
te que le traje de México...
—¿Has oído hablar de los negros de Alejandro Dumas,
nieto de una esclava haitiana, Balzac dijo, uuuy cómo me
van a comparar con ese negro, los que le ayudaron a es-
cribir sus libros, piel canela, chocolate, los que nos dieron
el azúcar de caña y la conga, sabor? —Pues yo soy uno de
ellos —me dijo con su cara de genio de la lámpara, soltan-
do la carcajada de los tímidos. Sus ojos brillaron tras los
aros de sus quevedos intelectuales. Su sonrisa me gustó y
me hizo desarrugar el ceño que yo tenía en ese entonces
bien fruncido, cara de nalga, sí, preocupado como estaba
por acabar con este bendito libro, historia de la bestia que
se vuelve hombre por sortilegio de una diosa que se ena-
mora de él, ella lo saca del fango y lo pone a secar al sol,

152
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

junto al mar, el hombre abandona su cuero de caimán y se


vuelve padre de familia, funda la ciudad de Barranquilla.
Por la noche destapamos una botella del buen vino ba-
rato de Francia, patrimonio de la humanidad, y nos pusimos
a conversar. Antes, al entrar al edificio, cuando comenzó a
hablar francés con la celadora, madame Beaumont, vi que
ella lo trataba como a un negrito de alfombra, un enano, lo
quería ver más tartamudo que un niño pigmeo que acabara
de llegar al aeropuerto de París-Roissy Charles de Gaulle.
—¿Y qué ha venido usted a buscar a Francia, si no es
mucha indiscreción?, le preguntó la mujer policía.
Para explicarle él trató de corregir su acento, de hablar
como un actor de la Comedie Francaixe que recitara a Racine.
—Vine a París, linterna para enamorados colgada en la
selva del mundo, porque me dijeron que aquí vivía mi padre.
La señora policía se encogió de hombros. Siguió barrien-
do y nosotros subimos a la torre a comer plátano frito con
ajo y queso, tomando el buen vino barato de Francia ¡mien-
tras nos poníamos de acuerdo acerca de cómo íbamos a
trabajar para que me ayudara a terminar este libro.
Oí que la mujer policía murmuraba entre dientes vean
qué cosas, si así como ese negro tiene los labios besa, y
esas nalgas, ese culo bueno cómo lo menea al caminar, así
debe tener lo otro, una tremenda, una mítica, capote verga
dice la gente que tienen, en ese plano yo sí no soy racista.

153
Dionea -2005-

Cuarto de sirvienta
Contratamos a Dionea para que se encargue de hacer la
limpieza en casa, preparar la comida y acostar a los niños. A
veces huele a sexo, a pachulí, a mariguana, parece distraí-
da, nostálgica, aún no habla muy bien el francés, aliento de
vino, se maquilla como puta con frecuencia para ocultar su
palidez de monja.
Me advirtió que si queda encinta tendrá el hijo, no quiere
saber nada de abortos, desde el primer día que la vi sentí el
bebé flotando, nuestro hijo nació porque ella así lo decidió.
No anda muy alegre en estos días, está escribiendo un
libro sobre el novio que le mataron en Colombia, trabajan-
do con la muerte de Emiliano, con la guerra de las larvas
colonizantes, con esa organización que se burla de lo que
otra vez fue sagrado, la ceremonia caótica. ¿Cómo puede el
caos instituirse en ceremonia? La guerra es padre de todos.
La carreta, este cuento por ahora empantanado con las
bestias, atraviesa una llanura sembrada con sauces lloro-
nes. Van a enterrar a Emiliano Rebolo después del balazo
de esta mañana que le paró el corazón, le silenció el mur-
mullo de la sangre, extinguió el soplo de sus huesos, ya
no baila, recuerdo el pasito tun tun, pero no se aflijan, no
pongan esa cara, bueyes, que estoy vivo, si me llaman, les
voy a resucitar, vuelve y juega.
En el reino del Congo cuando alguien es llamado por los
ancestros y los por nacer, cuando viaja al otro mundo, en
el sueño donde se despierta con otros recuerdos, sus ami-
gos lo despiden cantando. El lugar del velorio, mientras los
parientes pasan las nueve noches en vela con los vecinos,
se presta para decir lo no hablado, chismorrear chambrear,
hablar de política, gallinacear, ligar, beber caldos levanta
muertos.
Luego salen las máscaras, las danzas y los tambores. La
ceremonia es llamada Matanga.

154
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

El muñeco Emiliano Rebolo, de piel color níspero, tama-


rindo o maní, recibió de sus amigos cargabultos del puerto,
Juan Jolofo, Gabriel Angola y Milton Carabalí, entre otros,
un homenaje como los que se practican aún del otro lado
del mar, en Benguela. Bien muerto estaba y se había puesto
blanco, morado, de un color que daba miedo.
Los congos de Rebolo fueron los encargados de pregun-
tarle al difunto el porqué de la muerte de otros personajes
¿Qué había sido de Julen? ¿Por qué le habían disparado ese
domingo de carnaval en el Mercado?
Julen se transformó en iguana y salió esa noche con sus
ojos de brasa a pasear por las calles aledañas a Carrizal,
arremánguense las faldas señoras mías que vamos a atra-
vesar el infierno, le oyó decir a Mutis María, un poeta de
Bogotá. Mientras arrastraba su cola por las calles bulliciosas
en la tarde de un lunes de Carnaval, sin que nadie lo viera,
admiraba a la gente bailando en los jardines, las mujeres
con espermas encendidas en las manos.
Ahora vivo en la candela, en el relámpago, en la piel de
los bongoes, en las flores para el altar de los santos. He
olvidado la geografía de arriba, me deslizo por playones y
cuevas, he dejado para siempre la comuna Nueva Granada,
ya no soy de Matamba ni de Nganga, tampoco de Sevilla,
quiero saber, me alejé de ustedes, de dónde vinieron los
abuelos, no lo sé muy bien, uno llegó huyendo de la vio-
lencia, el otro, yo quizás, no supe por qué, fui machacado
a los 36 años, la brisa hace más llevadera la soledad, han
pasado tres mil años en el santuario de Dodoni, ahora yo,
un saurio sin alfabeto en medio de las altas hierbas, oigo la
canción esa, fueron nueve noches que pasaron de velorio,
mija Dionea va caminando en estos momentos por el patio
de la casa en Barranquilla, oigo sus zuecos de madera, aca-
ba de lavar sus pantaletas azul cielo y las está poniendo a
secar en el alambre.

155
Días de tambor
-2012-
Últimas noticias
de la Machaca

Una raya en el cielo

Erotes

El último tabaco de Ítalo
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Días de tambor -2012-

Últimas noticias
de la machaca

Nadie sabe cuáles meandros recorre zigzagueante la mos-


ca del deseo en sus vuelos para aguijonear a hombres y
mujeres en las oficinas a entregarse.
No hablamos de “amor” sino de antojos, secreciones,
magnetismo carnal, ronroneo gatuno, vibraciones, ondas,
en suma algo animal como el estar en celo aullando o tem-
blando al leer en el diario la palabra “prostitución”. Uff ha-
cer el vacío, contraer el perineo, ¡soplar!.
Hay hombres inocentes e iluminados como Julio Porfirio
por el solo hecho de haber nacido en tierras de indios, y
quizás por eso posea secretos para seducir que nosotros
los “urbanos” desconocemos. Él es quien mejor entiende
en nuestra oficina el sabio murmullo de los difuntos. Eso
nos imaginamos, qué raro, por qué
— ¿Cómo van los muertos? —oigo que pregunta Porfi-
rio, nervioso, comiéndose las uñas, al llegar a la oficina esta
mañana.
Hoy está más atolondrado que nunca porque esta noche
presenta su novela, creo, o su nuevo libro de poemas, no
sé, en la Maison de l’Amérique Latine.
Lo peor que hay, pensábamos los veteranos en la oficina,
son los periodistas que se creen poetas. O escritores. Nos
rompen las bolas, digo, y no es envidia ni nada pues todos
hemos escrito alguna obra por ahí y no por eso vamos a estar
cacareando con esa joda, alegando y echándonos flores.
—Yo no respiro por la herida, dijo también Bermejo.
Sin embargo, cuando llega algún joven peruano o bo-
liviano por aquí, pidiendo trabajo, lo primero que hace-
mos es darle a leer nuestras obras. Yo les recomiendo que
se lean, incluso antes del manual de la Radio, la novelita

159
que escribí basándome en la vida de Julio Porfirio More-
no, aquel colega colombiano que se perdió a causa de sus
amoríos con Hurí Gieseken, la alemana embrujadora que
hacía unas prácticas en nuestra sesión. Ese muchacho fue
un desastre, se perdió para el periodismo por su fantasía
enfermiza y su erotomanía desaforada. Lo “defenestraron”.
No niego que puse mucho de mi propia experiencia en
ese escrito y si me volvieran a invitar a leer en la Maison de
l'Amérique Latine a lo mejor podría hacerles pasar un buen rato.
Seguro que no me pondría nervioso como Julio Porfirio
pues ya soy veterano. Y si bien me tiño el bigote creo con-
servar el alma juvenil. Un alma de espontáneo, como dicen
en la tauromaquia.
Sí, pues. Oigan lo que les cuento.
Para que nadie se vaya a mosquear en la oficina inventé
todos los nombres y escribí el asunto en tercera persona.
Las noticias traían muy triste a uno de nuestros colegas-
poetas y para alegrarlo, viéndolo así casi de luto, picado
por la mosca de “lo que está ocurriendo en este mundo
despiadado y guerrero”, una diosa, sin que nadie se diera
cuenta, había decidido ofrecérsele tomado posesión del
cuerpo de Hurí Gieseken, la colega del servicio de informa-
ción económica.
Ella quiso insuflarle aliento e impedirle desfallecer en es-
tos bellos días. "Debía aguantar“. Por eso, además de las
noticias le hizo redactar algunos versos sobre lo ocurrido
durante el viaje que hicieron juntos a Lima, cuando les tocó
cubrir la matazón en la embajada de Japón. Nunca nadie lo
supo. Hurí le había salvado de verdad la vida. Él agonizaba
con la información de la bolsa de valores y los atentados
en Bagdad.
En la oficina, hay que reconocerlo, somos periodistas de
día y poetas de noche, la mayoría de nosotros sueña aún
con aventuras milagrosas o hechiceras, no nos resignarnos
a perder ese pensamiento mágico que, dicen, tiene su san-
tuario en las selvas del Amazonas.
El colega Bermejo dice que Julio Porfirio no es poeta ni
es nada, “sólo es un hazmerreír”, “un intelectualoide”.

160
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Cuando empezamos a leer los versos que nos inspiró


Hurí Gieseken, de quien Bermejo está enamorado también,
“tragado” sin remedio, como” dicen en Bogotá, se salió de
la sala. En su rostro y en sus hornbros caídos se leían como
unos versos agridulces
Los riñones débiles, la moral usada, el yo gastado
El deseo y la fantasía en ebullición permanente
Qué mosca nos ha picado, qué juego tan malvado
Cómo gozar de mi tiempo, soy un ascua ardiente

Hurí Gieseken había regresado muy cambiada del Perú.


Ve, y a esta ¿qué mosca le habrá picado? Preguntaban
las otras reporteras con envidia.
Ya sabíamos que preparaba su boda con el bello Antoi-
ne, uno de los jefes de redacción de la Gran Noche. Com-
binaba muy bien en su personaje la inteligencia con cierta
frivolidad o vacío. Parecía además muy engreída: el indio
Julio Porfirio, el pesado de Bermejo y yo le habíamos dedi-
cado poemas. Y sin embargo se iba a casar con el francés.
Logré sonsacarle a Julio Porfirio y a Hurí algo de lo ocu-
rrido en Perú.
Trato de escribirlo como me lo contaron en aquella ve-
lada en casa de Efer, donde se recitaron poemas, se comió
yuca con ceviche de camarones y se regó el vino.
Después de que terminó la toma de la Embajada de Japón
nos fuimos a pasear a las selvas del Amazonas sin saber nada
de la Machaca, ese insecto cuya picada, dicen, es mortal si
uno no se aplica, en el acto, frotándose, el sexo de alguien
sobre el propio… Hurí sacó un cuaderno y empezó a leer
Es más limpio chupar al hombre que ese pescado
Que guardamos entre los muslos, no soy paciente
Con ese olor a hembra que te tiene alborotado
Para amarme debes ser bello y también buena gente

Algunas mujeres juegan con nosotros a ser monjas, pen-


saba Bermejo.
Al comienzo Hurí Gieseken fingía ser muy tímida, pero
el deseo es un bicho invisible, una serpiente que se desliza
bajo los escritorios y puede picarles a ellas también. A ve-
ces tenía algo vulgar en su manera de hablar.

161
—Tengan cuidado muchachos, no seáis solo chupaculos.
Buscad el amor, no somos perras muertas para atraer solo a
los gallinazos. El sexo sin amor es la muerte, no lo contrario.
Ustedes son unos enfermos.
Bermejo, por supuesto, se fue rápido, parecía celoso,
seguro ahora estaba bebiendo solo y comiendo maní Chez
Georges. Muerto de la envidia al sospechar que Julio Porfi-
rio no sólo escribía bien, sino que además se había comido
a Hurí en Lima. ¿Pueden imaginarse su rabia? Va pues.
Una de las jóvenes periodistas escuchaba con disimulo,
sonriente, nuestra conversación de periodistas de 50 años
¿Cómo se había enamorado la alemana tan linda y tetona
de aquel peruano huevo frito?
Al salir de la oficina, Bermejo, sacudiéndose la caspa del
stress, daba vueltas por la calle de Moliere, la Rue Saint
Honoré, mirando hacia la Comédie française. Una tarde se
había encontrado con Hurí. Ella lo abrazó por fin.
Acababa de cumplir la edad en que murieron Moiiére y
Balzac, enfermos de verdad, y seguro temía que le pasara
lo mismo, ya, volviéndose viejo en la escena del día, pelo
cayéndosele, sin fuerza en los riñones, acaso se preguntaba
¿No hay algún peligro en hacerse el muerto en vida?
Bermejo era el más loco y desesperado de nosotros con
aquellos deseos insatisfechos que lo estrangulaban, él los
llamaba “el genio encerrado en el botellón”. También se
definía como un poeta amenazado por el periodismo. Era
algo chismoso y mal hablado. En la cafetería de la Radio
empezó a contar lo que se imaginan.
—Antoine arrugó el entrecejo cuando se enteró por un
chisme de lo ocurrido entre Julio Porfirio y la Hurí tan hechice-
ra, allá en Leticia, en la Amazonía colombiana, dizque el Por-
firio comenzó a quejarse de que le había picado la Machaca.
No soy culipronta, pero unas veces me he prestado
He sido veneno y suero, me han hincado el diente

Dime quiénes son esos espíritus que te han pisoteado


Revoloteando sobre ti, Bermejo, te han dejado doliente.

162
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Él trataba también de escribir sus versos como todos en


la oficina
Energías y espíritus, cosmos y caos, fuerzas del pasado
por el cielo vienen dispersas, vienen en vuelo diligente
Divina pareja que mi paso por la tierra no sea equivocado
La agonía de las sábanas es un motor muy potente.

En la cena donde Efer aquella noche Hurí elogió a su


marido, el bello Antoine, quien solo arrugó el entrecejo
cuando supo que ella se dejó “comer el chocho” por Julio
Porfirio, alzándose de hombros…
Si aquello le había salvado la vida.
Lo único generoso de Bermejo fue cuando contó lo ocu-
rrido después de que Hurí hizo el milagro aplicándole a
Porfirio el deseado antídoto.
—Mientras se vestían Hurí le hizo prometer a Julio Porfi-
rio que nunca más fingiría esa enfermedad ansiosa y carnal,
le hizo jurar que a partir de la curación se consagraría, con
el favor de las siete potencias y todos los espíritus del cielo
y de la tierra, a la contemplación del misterio y a la poesía…

163
Días de tambor -2012-

Una raya en el cielo

Rosalía y el joven del “bigotito”, qué buena pareja harían,


se miraron, se determinaron a la salida de una función en
el cine Rex, en el centro histórico de Barranquilla; ese día
dieron en matinée “La novia del pirata”.
Él y todos vieron su falda blanca almidonada, sus pier-
nas bien prietas, sus sandalias, sus hombros de chocolate y
los conos de sus pechos tensando el azul celeste del corpi-
ño. Estaba con Julia, su mejor amiga en el bachillerato, se
codearon al ver al moreno con los ojos clavados en ellas,
llamaban la atención por el contraste, una bien mulata y la
otra rubia, de pelo color mazorca, aunque usaban candon-
gas salmones parecidas y se reían sin pena mostrando sus
dientes de coco.
Roger, así se llamaba el joven, le dijo al otro, Joaco, oiga
mi socio, mire qué mangos, sí, fruta bomba oís, y nos están
dando fuego, el amigo era caleño, se le oía en el acento.
La romería de los cinéfilos se alejó comentando la pelí-
cula francesa y empezaron a bajar por la Carrera 45, rumbo
al Paseo Bolívar. —“EI son es lo más sublime para el alma
divertir”. Oyeron la canción, se rieron felices, se escuchaba
fuerte un picó, era época de pre-carnestolendas, y los sá-
bados por la tarde los empleados del Puerto hacían verbe-
nas en plena calle, abiertas a todos, era fácil gozar.
—¿Bailamos?
Se abrazaron sin temores en medio de la muchedumbre,
hacía quince minutos no se conocían y ahora ya movían al
compás sus cuerpos enlazados.
—Tienes un aire a Celia Cruz, se ve que te gusta el sol
y bañarte en el mar… con más vitaminas que una toronja
dulce ¿eres cantante o bailarina?
—Sí, qué comes que adivinas, estoy en primer año de
música en el conservatorio... me gustan los pelaos como tú

164
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

que saben parpadear… y piropear…


—Por tus lindos ojos, morena, sí, marrones, cálidos, ga-
tunos ¿eres samaria?
—Oye, brujildo, adivinaste... nací en Mamatoco
Daban vueltas y vueltas, movían abrazados sus rítmicas
caderas. Se besaron
Vibración de cocuyos que con su luz
bordan de lentejuelas la oscuridad...
noche, tropical, lánguida y sensual...

—Mi abuela Caridad, mamaíta, dice que los bigotes de


los muchachos crecen con la saliva de nuestros besos.
Giraron abrazados otra vez, las frentes pegadas con el
tierno sudor. Las hileras de focos de colores entre las palme-
ras se movían con la brisa de enero; de repente, al final de
una canción, en una pausa, el silencio de la noche criolla se
levantó amenazante, creció, se abrió paso, y las diez campa-
nadas de San Nicolás comenzaron a sonar, tan, tan, tan.
—Julia, Julia, ¿dónde estás? Son las diez, mi viejo me va
a matar… Su amiga se le había perdido, las dos copas de
ron que se tomaron hicieron su efecto, los besos de Roger
la tenían trastornada, lo besó de nuevo, las palmeras se in-
clinaban suplicantes con la brisa, pedían que jamás acabara
esa noche.
Roger la vio palidecer de repente, Rosalía se asustó, se
tapó la cara, había visto en medio de la muchedumbre de
bailadores a un hombre canoso parecido a su papá, “¡Dios
mío, mamaíta, es mi papá!” —“Ay, Roger es mi papá, si me
ve, mi papá me mata”
El hombre canoso, con los ojos entrecerrados, cantu-
rreaba “noche, tropical”, bailaba con una muchacha cade-
rona, por algo le decían el Siete Mujeres a su padre, eso lo
sabría después.
—Mi papaíto tiene la manía de alejarme los novios sin pa-
rar, cree que soy una niña y hace un mes cumplí los diecisiete…
Rosalía no podría olvidar jamás esa noche.
Vio que el aire arrancaba del cabeza de congo de su pa-
dre un mechón de canas, parecía rejuvenecido, de repente

165
él abrió los ojos, la vio, ¿me vio? sí, sí ¿mija? la distinguió,
pero la moviente y compacta muchedumbre dando vueltas
y haciendo farandolas los ocultó, le cerró el pasó, “Roger,
llévame de aquí, rápido”, él la jaló de la mano, salieron co-
rriendo… corrieron por la Calle Caldas, el letrero iluminado
fue una invitación, Pensión “Parque Almendra”, allí se ama-
ron sin descanso durante dos horas.
Tras el amor él la acompañó en un taxi a su casa en el
barrio San José. Su padre no había llegado aún, su abuelita
parecía que la esperaba detrás de la puerta, abrió corrien-
do, “entra rápido, rápido mami, estaba rezando, mijita, para
que llegaras antes que tu pae, hace poco llamó y preguntó
por ti, le dije que estabas durmiendo ya”.
En su cuarto, Rosalía abrió una gaveta con la llave que
tenía colgada al cuello, sacó un cuaderno y escribió: “Ya no
soy la virgen de Regla, ahora soy Yemayá, Barranquilla, 21
de enero de 1969”.

166
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

Días de tambor -2012-

Erotes
Un sábado me invitan a una casa, la mujer es una bella ac-
triz y escultora aindiada, peruana o colombiana de cabellos
negros; el marido es un cabecicuadrado, un rico psiquiatra
francés de ojos verdes “color detergente”, qué horrible de-
cirlo, pero así lo oí describir a un periodista.
—Sexo, droga y mitologías de la guerra y la paz es lo que
domina entre ustedes, los artistas colombianos —diagnos-
ticó esa noche el psiquiatra.
Somos esa noche varios artistas en el círculo de comen-
sales, ahí estaba el pintor Saturnino ya alucinado con la idea
de su finca “Volver”, un homenaje al tango y a Neruda, el del
amargo útero de la tierra, vivir allá como un chamán retira-
do, acostado en la arena, regodeándose en sus visiones, en
esa finca lejana, remota, inalcanzable para los vivientes, un
poco como el Pénjamo de la ranchera que tanto le gusta es-
cuchar; sin embargo esa noche aún es fuerte como un Pro-
meteo bronceado, ebrio como un estudiante de medicina
que hubiese descubierto en el hígado la sede del alma. Esa
noche la cocaína circulaba en secreto, como en casi todos
los talleres de los pintores, muchos artistas amanecíamos
arreglando a Colombia y el mundo mambeando ese anesté-
sico y estimulante ponderado por Freud un siglo atrás.
En una pausa de la opípara cena, el vino coloreaba ya
nuestras narices y mejillas, voy a la sala de comodidades de
aquella mansión parisiense. Ene se entonces andaba curán-
dome del “erotes”, una muy antigua afección de literatos,
una melancolía causada por el exceso de morbo o deseo
para cuya sanación se recomienda, qué tal, vino, baños, es-
pectáculos, representaciones, músicas y cosas alegres que
separen nuestro entendimiento de este trauma profundo.
Al lado del lavamanos había un canasto repleto de ropa
sucia íntima de Idalia, saqué dos o tres “cucos” con manchas
en el fondo, eran breves triángulos de seda y encaje azafrán

167
o esmeralda, me las robaré ya bastante prendido con la in-
tención de componer mañana domingo en la soledad de mi
taller –para combatir “La Nada”– algún soneto o elegía a
las prendas sensuales de nuestras indias, los guayucos que
cubren el origen del universo.
Idalia resultó ser guajira, por eso me parece que su nom-
bre en realidad es Irama, “venado” en lengua wayunaiki;
pero en nosotros predomina tanto el modelo de la mitología
griega que hasta Michel Perrin en su viaje a la Guajira califica
de “Eurídice wayuu” ese mito de la india muerta que vio su-
frir allá en Jepira tanto a su viudo marido que se reencarnó
de nuevo para venir a buscarlo a la tierra de los vivientes.
Años después…
Ahora estamos en la habitación 1002 del hotel Tequen-
dama, me han invitado a la feria del libro de Bogotá, esta-
mos ahí oliendo de nuevo el soplete de la cocaína, huele a
gasolina, a sudor, a sobaco, a selva asfixiada, cubierta de
plástico, calentándonos el pecho y la imaginación, me cuen-
ta que se disgustó mucho porque Saturnino, antes de que
lo flechara el Wanulu, se le declaró a su hija, se la quería
mambear también como a ella, pero no estaba ni tibio, ella
me ve flaco como él cuando estaba preso allá en Jepira,
con deseos de volver a París. Veo los encajes de su cor-
piño y recuerdo aquellos años en que la deseaba con ar-
dor en los cenáculos parisienses… –La coca doméstica, la
que se consume en Colombia, es menos rosada que la que
conseguimos allá en París ¿recuerdas? –Será que le echan
menos sangre… la buena, como el café, la reservan para la
exportación… –mmh no sabía que ahora la mezclaban con
sangre… sus efectos son más miedosos… –sí, cuesta mu-
cho sacarla del País… se deben sacrificar por lo menos dos
indios por cada tonelada, para que el almendruco rinda y
funcione, es ya una superstición –así es, lo descubrieron los
39 Centauros en Bahía Portete…
Al amanecer intentamos dormir, teníamos demasiadas
pilas. Ella me abrazó en la cama, deseaba transmitirme su
calor solar, almacenado en el Cabo de la Vela.
La droga impide soñar. Michel dice que no es lo mismo el
uso ritual de las hojas de coca entre los indios. Sin embargo

168
OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

esta madrugada soñé que estaba en la Alta Guajira, vien-


do las túnicas al viento de Irama, la palabrera, me encanta
la historia de dos hermanos, yo soy uno de ellos, el yoluja,
el desaparecido, Saturnino Epiayu, un pintor, el hermano
menor del cacique Wanulu, el capo de Bahía Portete, un
indio de camión, contrabandista de gasolina, aliado de los
39 Centauros. Él manda que me sacrifiquen cuando cese la
noche para poder sacar la tonelada de este martes rumbo
al puerto de Roterdam, ya nos veo crecer trenzados en la
mitología, somos Caín y Abel, Rómulo y Remo, el pasado y
el futuro de la humanidad, cada una de las palabras de Ira-
ma es el ladrillo de una fortaleza, es un edificio de letras tan
grande como el periódico Le Monde, me acero a descifrar
mi cuento, la meditación sobre la vida es lo único que cuen-
ta, celebrar esto, los militares sirven para tapar los huecos
de las calles, reparar las goteras de la escuela, sí o qué, no
olvidar lo del cabaret de la vida, no hablar tanto del cemen-
terio aunque los muertos nos piden con sus gritos silencio-
sos que no los olvidemos, es lo que hago al despertarme,
pintar, juntar estos pedazos de arcilla, la bella múcura se
había roto, le cuento a Michel mi sueño y él me lo explica
diciéndome que si en algunas épocas el pensamiento mí-
tico guajiro supo integrar con habilidad elementos nuevos,
ahora ha estallado al chocar con un mundo sometido a vio-
lentos cambios, dejándonos mitos “dolorosamente grotes-
cos o de una nostalgia desesperada”.

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Días de tambor -2012-

El último tabaco de ítalo


El día en que su abuela se fumó la última colilla, a Ítalo Ju-
ventino Anubis, su nieto más querido, le tocó ir a buscar al
carpintero —el “ataúl” lo quiere en “listón de cativo”, sí, lo
dejó dicho.
Anubis, triste, joven mariguanero del barrio Cacho Solo,
decidió dejar ese día para siempre el consumo del psicotró-
pico. Había fumado la hierba, iba a cumplir con el encargo
de enterrar a su abuela, caminando por la loma del Ángel
tuvo una pesadilla despierto. Puro cuento de velorio, mu-
chacho ¡¡¡me desdoblé!!!
El muchacho, aprendiz en la capitanía del Puerto de Ba-
rracumbé, iba esa tarde, poco antes de la hora vespertina,
por una loma del barrio Nuevo Egipto, cerca del Matadero,
lejos de aquí.
Fue en la época posterior a la guerra del humo, cuando
el auge del tabaco del Carmen de Bolívar; él venía cansado
de su trabajo, le tocaba contar cada día miles de sacos en
el Puerto; pocos sabían que su verdadera pasión era contar
cuentos y recitar poemas antiguos. Ese día lo supimos.
—Yo venía caminando cuando de pronto se me apareció
ese viejo cara de perro, Hermógenes, madre mía, le vi el
hocico, más miedoso que el de un bulldog —muchacho,
me llama, oye tú eres el que te las das de que sabes cuentos
viejos, pero no te sabes mi historia, soy el Viejo Lusko, tu
tío, te acuerdas, me mostró los colmillos, soy hermano de tu
papá, me dijo, yo no lo conocía… del susto para disimular
le pregunté
—y ¿qué anda haciendo por este barrio usted, tío Lusko?
En eso vi detrás de él unas muchachas bonitas, una esta-
ba en minifalda y sostenes, llevaba una pañoleta en la mano
y se estaba recogiendo la melena, las otras estaban pren-
diendo unas velas, y esa casa que me pareció al comienzo
oscura, sucia, llena de bichos, se iluminó, y hasta me dieron

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OBRA ESCOGIDA Julio Olaciregui

ganas de entrar… ven me dijo el viejo no te ofusques entra,


entra, mija, mira quién esta aquí el poeta Nubis… el hijo de
Hermógenes… mis hijas vengan denle un beso, ellas dan
un baile esta noche y me dijeron que cuando te viera pasar
te invitara,
brrr grrraarrarr,
me puse a temblar me dije ha llegado la hora… de gozar.
El viejo me agarró y pensé, su mano es como un hocico
frío, me agarró por la muñeca, frío, la muñeca, pupis, la mu-
ñeca, le tienes miedo a las muñecas, entra, entra, una de
mis hijas, te la presento, es la mayor, Semela, su falda de
flores salmones me hizo recordar un cuadro de Gaugin, se
me quitó el miedo
—Me voy a cambiar, nenas, atiendan al poeta.… — el
viejo desapareció y me quedé con Flor Marina, una con-
golesa veinteañera. ¿Te gusta la champeta? Nos pusimos a
bailar la Vuelta la Vuelta la Vuelta.
—Niña, dame un barato —apareció una vieja muy fea, le
decían por algo la Cucaracha, empujó a la congolesa que
desapareció tragada por la pared que era terrosa como
hormiguero en esa casa, la vieja me agarró el sexo fuerte y
con la otra mano las pelotas, me estás haciendo daño le dije
suelta suelta vieja bandida, las velas se apagaron ahhahh-
ahh me desperté y era que la sábana me estaba ahorcando
los testículos y seguía fuerte la música estaba sonando otra
vez, seguía estridente, me había dormido unos instantes,
seguía la parranda “no me acuerdo de la muerte”.
No me acuerdo… la música al lado en casa del guajiro, a
Pomponio no le importa un carajo que estemos velando a
la abuela, él esta de cumpleaños “una vieja me dio un beso
que me supo a cucaracha”,
una vieja me dio un beso que me supo a vieja… cucara-
cha… por fumar ahh cucaracheroo aa cha chaddah
Ahí si me desperté de verdad, todo estaba en calma, mi
abuela había muerto hacía muchos años de vieja en Santa
Marta, no era ella la de la canción ¡¡¡uff!!!

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