Está en la página 1de 7

UN ASUNTO DE TOPOS

Me dijo: “Algo hay que hacer, no podemos quedarnos así, encerrados aquí
mientras nuestros hijos mueren lentamente de hambre”. Yo estaba ya, como
todos, cansado del encierro en que el miedo nos había sumido, pero creo que
necesitaba sus reproches para decidirme a abandonar el socavón, en busca de
algo mejor, sabiendo que cualquier cosa que nos deparara nuestra suerte lo sería.
Teníamos un hambre agigantada y, escondidos en nuestra madriguera, no eran
muchas las oportunidades que teníamos de mitigarla. Salí por el espacio más
abierto mirando atrás repetidamente, con la apariencia de la resolución en mis
movimientos, muy a pesar de la luz que hería mis ojos hasta la ceguera. Ella, en
cambio, se quedó detrás, reprochando en silencio mientras nuestros hijos la
miraban fijamente, como si con ello quisieran forzarla a seguirme.

Afuera, el mundo era una masa luminosa con formas difícilmente


perceptibles para mí. Aun así, me encaminé con pasos decididos por la roca que
se extendía bajo mis patas con una dureza que antes jamás habría imaginado y
que, a excepción de pequeñísimos espacios en los que se acomodaban árboles y
diminutas plantas, parecía llenarlo todo por donde quiera que yo pisara.

Los caminos recibían por igual a las personas y sus aparatos,


entrecruzados en un caos que, por momentos, parecía sincronizado, cuando cada
quien se movía por las vías que le eran asignadas según su naturaleza. Me
amparé bajo una sombra, casi enceguecido por la luminosidad de aquel lugar y su
vertiginosa anarquía, respirando de manera agitada y descontrolada mientras mi
cuerpo se sobrecogía, dejándome conocer la magnitud del miedo que creía no
sentir.

Encorvado y a tientas, busqué con anhelo un camino que me llevara de


vuelta al socavón, sintiendo que había perdido mi tiempo y que salir de la
seguridad de su interior había sido ponerle mayor costo a la solución de nuestra
situación. Nuestra, nuestra. En esa idea están los míos. Ellos están agregados a
mi decisión de venir como también vienen ahora pegados a mi resolución de
quedarme. Respiro con fuerza, como si con ello retuviera algo que busca salir de
mí; estiro mi cuerpo y poso con fuerza mis patas traseras sobre el suelo, que me
devuelve otra vez la dura sensación. Con otro movimiento de músculo, pongo
mayor fuerza en mis pezuñas y ordeno a mi cuello erguirse, en una especie de
impulso que me doy para salir del rincón de plantas y sombras en que me recluyó
el temor inicial de la llegada y animarme a ir hasta donde el bullicio delata la
presencia de la gente, que se presenta a mi sentido como enorme masa que se
mueve de aquí para allá como llevados por una azarosa corriente de aire.

Me acomodé expectante de la cercanía que delataban las pisadas. Al paso


de cada persona, alzaba mi hocico para pedir; trataba de ganar su voluntad de
regalarme algo de comer, unas migas de pan, una fruta o cualquier cosa que ya
no quisieran pero todo lo que conseguía era herir mis ojos con la blancuzca luz
que del cielo venía. Apenas algunos torcían sus cuellos para ver qué o quién se
ponía en su camino pero no se detenían. Seguían lo que parecía ser un plan diario
de correr y pelear un espacio en la calle para luego meterse lo más adentro que
pudieran de su espacio vital, sin prestar real atención a los otros. Por eso no me
percibían cuando me atravesaba en su camino. Por eso no se fijaban en mi
apariencia, como tampoco se fijaron -mucho menos- en mi necesidad, idéntica a
esa necesidad que padecían los míos, allá abajo en el socavón. Y la única vez que
sí ocurrió, fue para lanzarme un “Vaya a trabajar, vago”, con un tono de desprecio
que en ese momento no percibí como tal.

Debo decir, antes de proseguir con mi relato, que nosotros no tenemos,


como los humanos, que pagar impuestos por nuestras pertenencias; no tenemos.
No nos preocupamos por el regalo que habremos de llevar a las bodas de
nuestros amigos, tampoco por el pago de las pensiones en la escuela de nuestros
hijos. Mucho menos tenemos que mostrar los documentos a la entrada de los
conciertos de grandes estrellas ni pasamos la noche preocupados porque se
metan a nuestras casas, a robarnos lo que, con mucho esfuerzo, hubiéramos
logrado reunir en tantos años de trabajo. Todo lo que precisamos para vivir son
unas migajas de comida, suficientes para llenar nuestros minúsculos estómagos,
una o dos veces al día. El resto nos es ajeno, indiferente. A no ser que, en un acto
de generosidad, alguien nos regale un objeto cualquiera; entonces empezaremos
a sentir apego por éste, hasta hacerlo parte de nuestra vida.

Sin embargo, tras el insulto de aquella señora, me dije a mí mismo que


debía trabajar como lo hacen los humanos. Pero no sería por ahora; que todavía
hoy, la noche me sorprenda siendo lo que he sido; que mi indefensión siga
amparándose en mi pelaje espeso y repugnante a los ojos de la gente, con mis
uñas sobresaliendo de mis patas, que eran la parte que con más repugnancia
miraban cuando lograba que prestaran atención a mi solicitud de comida. Me
dormí con mis anhelos de solidaridad por todo sueño, con los músculos
aguijoneados por el frío que venía en ráfagas, aumentado por las gotas de lluvia
en su intermitente caída.
Aun así, alcancé a quedarme dormido y seguí así toda la noche. Cuando
una nueva mañana lanzó su olor a las calles, la generosidad me tocó las costillas
y me estiró en el rostro algo con qué tapar mi pelaje, que ya empezaba a ser inútil
ante los golpes del frío. Tirado en la banca de un parque, no alcancé a despertar
lo suficientemente rápido como para saber qué clase de persona se desprendía de
aquello que todavía pudiera resultarle útil. Quizá la mañana le traiga de vuelta. Si
es así, aquí estará mi hocico listo para besar sus pies y mis dientes para comer el
alimento que tenga en bien regalarme.

Otro sol ha nacido. Su luz y el calor que me proporciona me dan una energía que
anoche, cuando el día clausuró sus afanes, no sospechaba tener. Me lanzo de la
banca a toda prisa, llevado por la idea de ir en busca de trabajo. Es ese el camino
más certero para conseguir lo que necesito llevar a mi familia, me digo, sin
detenerme a pensarlo en su verdadera perspectiva. Me acomodo las ropas en
plena marcha (lo he visto hacer a los humanos) y me dispongo a avivar mis
sentidos, justo en el momento en que un pequeño grupo de personas invaden la
acera. Un hombre pasa a toda carrera. Arrastra y mueve hacia adelante sus
pesados y grandes pies, que lo hacen ver majestuoso ante mis ojos de animal.
Dos pies, me digo, intentando yo también erguirme y seguir lo que me reste de
travesía sobre mis dos pequeñas patas. No me es posible.

Así que sigo mi camino, al azar, volviendo mis ojos al suelo y aprovechando
la posición a que me obliga mi cuerpo para ver si encuentro migajas en el camino.
Nada encuentro más que los pies de un hombre, delante de él, otro hombre y
delante de ese, otro más. Me doy cuenta de que son muchos, es una fila que va a
terminar a un lugar en el que una mujer de gestos duros pregunta, censura o
aprueba para luego decidir con un “El siguiente”, tras lo que señala, con su vista,
una puerta por la que el hombre entrará, si es seleccionado, o con un dedo por
encima de su hombro, si quiere que se largue. Pregunto de qué se trata todo
aquello al hombre de los pies, quien me ignora en un primer momento para luego
responder, cuando ya no le estoy preguntando, que todo aquello se debe a que
están escogiendo hombres para un trabajo en una plantación.
Se trata de un puesto en el que se debe remover la tierra, poner las semillas,
regarlas y dar cuidado a la plantación. La información despertó de inmediato mi
atención, eso es lo mío, pienso; también se lo digo a aquel hombre. Él voltea hacia
mí y no me encuentra; luego mira hacia abajo y allí estoy. Tras reponerse de la
sorpresa, masculla: “Amigo, mírate: date cuenta qué eres. ¿Quién te va a
contratar?”.

No hago caso y me acomodo nuevamente la ropa sobre mi piel, tratando de


ocultarla a la vista de los otros. Arreglo un poco los pelos sobre mi cabeza y no
vuelvo a hablar con aquel hombre, no lo miro siquiera, pero sé que me dedica
miradas de reojo y que, también de reojo, me lanza su desprecio. Esperé mi turno
en silencio y con paciencia (de eso sabemos bastante nosotros) y, cuando “El
siguiente” se refería a mí, arreglé nuevamente los pelos sobre mi cabeza y traté de
acomodar mi cara de manera que tuviera una de esas expresiones que he visto en
el rostro de quienes solicitan un empleo. Sonrisa: estoy sonriendo.

He llevado mi sonrisa hasta donde está sentada la mujer. La miro con la


curiosidad de adivinar en su rostro si tiene la intención o no de darme el trabajo.
Inútil: la impenetrable roca que era su expresión no me dejó saber nada. Y estaba
yo, sosteniendo ese gesto humano sobre mi cara, mientras la mujer me
preguntaba sobre lo que sabía hacer, alternando su interrogatorio con miradas a
mi ropa, mi pelaje y mis orejas. Varias preguntas después -cada una en un tono
más intimidante que la anterior-, dio por terminada la entrevista (fue esta la
palabra que usó). Ya no podía seguir sonriendo; mi optimismo era quien sostenía
aquella sonrisa que amenazaba con resbalarse de mi rostro y caer a los pies de la
mujer. Pero no se cayó. Por eso, tuve coraje para preguntarle si el puesto era mío.
“¿Creíste que con esa camisa adecuadamente puesta y el cabello acomodado
podrías engañarme? Sé lo que eres, se te asoma por donde la ropa no alcanza a
taparte”, me respondió, mirando los dedos de mis pies, descubiertos y sucios. ¡Por
Dios! Al menos, ponte unos zapatos.

De modo que te faltaron unos zapatos para ser gente, me digo mientras
atravieso lo que quedaba de fila a esa hora, ocultando el rabo entre mis patas en
mi huida. ¿Cómo no pude darme cuenta? Preocupado por lograr ver el rostro de
los humanos, no me había fijado en sus patas –sus pies-: siempre cubiertos en
zapatos, forrados previamente en medias. Camino sin rumbo, más desorientado
que al principio. Es verdad que mis patas son una lamentable imagen, me doy
cuenta ahora, o mejor, me doy cuenta cuán inferiores son, en comparación con los
pies de las personas: los zapatos, la cubierta de sus pies son la maravilla que me
acaba de ser revelada, y mi atención es toda para este nuevo espectáculo que
procuraré no dejar de mirar, vaya a donde vaya.

También está esa hermosa y suave piel sobre su piel, debajo de los
zapatos. Nada de extraño sería que esas cosas, en combinación con el resto de
su ropa y su tocado, sean responsables del amor que un humano despierta por
otro. Yo mismo he pasado del asombro a la admiración y de la admiración a algo
semejante a la idolatría ahora que los he mirado también hacia abajo. Y, entre una
cosa y otra, se me ha venido a ocurrir otra pregunta: ¿Tener zapatos significará
conseguir un trabajo? En realidad, la pregunta no es esa sino esta: Una vez los
tenga ¿estaré más cerca de ser un humano que seguir siendo lo que soy?
Continué caminando y enfocando mis preocupaciones en los pies de la gente,
cuando, de pronto, mi mirada se alargó como jalada por algo que quería ser visto.
Ahí estaban ellos, acomodados junto a todas esas cosas que alguien había
decidido que ya no le servían. Grueso cuero y áspera suela; fuertes cordones y
amplias aberturas por donde, seguramente, cabrían mis patas, a pesar de las
alargadas garras que en ellas sobresalían. Solo es cuestión de cruzar la calle con
un grupo de personas que, seguramente, irán al otro lado como un solo
organismo. Yo también seré ese organismo.

Y allá vamos, yo insignificante y débil, ellos altivos e imponentes. Cada


paso, una fuerza que se une a otras fuerzas; cada paso, una señal para construir
un solo ritmo, un solo paso que irá constante hasta llegar al otro lado de la
carretera. Mis pies tendrán ese ritmo y mi sangre se moverá al ritmo que ese paso
dicte; su olor será mi olor y algo de mi aroma todavía quedará en ellos cuando
cada uno llegue a sus casas. Y así, paso a paso, mi cuerpo va irguiéndose, mi
vista se levanta poco a poco; me gusta esta altura que he ganado y desde la cual
los miro a sus rostros y me hago, en lo que dura cruzar al otro extremo de la calle,
uno de ellos.

La majestuosidad se asoma de nuevo, representada en el espectáculo de


velocidad de cuatro ruedas que levanta ligerísimas gotitas sobre los rostros y los
cuerpos de los que se mueven a lo largo del camino. El miedo, mezclado con el
respeto que ya siento por estos seres, apareció de nuevo ante la imagen. Me hice
a un lado, lejos de la amenaza del carro. ¿Qué clase de sitio es este en el que los
autos se lanzan sobre todo ser no-humano que se mueva por las vías?

Después vendría a darme cuenta que no era contra nosotros que aquellas
bestias metálicas enfilaban los ronquidos de sus motores y la furia de sus ruedas;
también los humanos han de caminar con cuidado. Me pregunté si sería mayor el
número de topos atropellados que el de humanos. Por ahora, no tendría esa
respuesta. Salté de las calles a las aceras donde me esperaban los pisotones de
las personas que, en su prisa, no reparaban en lo que quedaba bajo sus pies;
luego, de empujón en empujón, fui a dar a las ruedas de otro auto que,
afortunadamente, alcanzó a detenerse antes de pasar sobre mí, no sin antes
soltar un fuerte grito de reproche con su bocina.

Alguien debería poner freno (¡Qué apropiadamente vino esa palabra a mi


mente!) a los ataques. No faltaba más: lanzar sus autos sobre los ciudadanos de
esa manera. Esta última idea me hizo sentir mucha vergüenza conmigo mismo,
pues nacía de los pensamientos de este topo que ya empieza a querer ser
humano. Podría conseguir un empleo, me digo, recogiendo la sección de
clasificados de un diario que alguien ha dejado tirado sobre un bote de basura. Se
necesita ingeniero civil, dice un aviso. Recapacito por un momento: no tengo
estudios ni conocimientos de ingeniería, no en la forma que se requiere en el
aviso. Panadero; sueldo a convenir. Tampoco.

En una vitrina de almacén, me quedo mirando las imágenes que brotan de


una pantalla enorme que reina en un salón en el que otros aparatos de hogar se
acomodan cerca a las paredes. Un hombre conversa con otro, ubicados como
están bajo la protección de su parasol, junto a una mesita que congrega varios
tipos de alimento que los hombres ni determinan. Junto a él, un perro peludo y
aparentemente fiero, lame su mano, arrebatando quizá residuos de alimento, y
más seguramente refrendando con su saliva, el pacto de sumisión y fidelidad que
sus ancestros han de haber hecho desde mucho tiempo atrás.

Conseguiré un trabajo, me vuelvo a decir, esta vez con más convicción. Doblo el
diario y apresuro mis pasos para alcanzar a los hombres que adelante van
llegando a una fila delante de la que se lee SE NECESITAN OBREROS
CALIFICADOS PARA LABORES DE CARGA.

Estoy en la fila. Varios hombres delante de mí lucen alegres, se ha


esparcido el rumor de que contratarán a siete y todos ellos sienten que estarán
entre los escogidos. Me lleno de optimismo –así es como dicen los humanos-,
siento que también yo seré uno de ellos. Por ello acomodo mis cabellos, justo en
el momento en que uno de los hombres que se forman detrás de mí dice: “¿acaso
eran topos los que necesitaban? Si no es así ¿qué hace este sujeto aquí?”. Pienso
en mi familia allá abajo en el socavón, pienso en los días que ya llevo acá arriba y
decido que me quedaré en la fila.

ELKIN PORTA

También podría gustarte