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Me dijo: “Algo hay que hacer, no podemos quedarnos así, encerrados aquí
mientras nuestros hijos mueren lentamente de hambre”. Yo estaba ya, como
todos, cansado del encierro en que el miedo nos había sumido, pero creo que
necesitaba sus reproches para decidirme a abandonar el socavón, en busca de
algo mejor, sabiendo que cualquier cosa que nos deparara nuestra suerte lo sería.
Teníamos un hambre agigantada y, escondidos en nuestra madriguera, no eran
muchas las oportunidades que teníamos de mitigarla. Salí por el espacio más
abierto mirando atrás repetidamente, con la apariencia de la resolución en mis
movimientos, muy a pesar de la luz que hería mis ojos hasta la ceguera. Ella, en
cambio, se quedó detrás, reprochando en silencio mientras nuestros hijos la
miraban fijamente, como si con ello quisieran forzarla a seguirme.
Otro sol ha nacido. Su luz y el calor que me proporciona me dan una energía que
anoche, cuando el día clausuró sus afanes, no sospechaba tener. Me lanzo de la
banca a toda prisa, llevado por la idea de ir en busca de trabajo. Es ese el camino
más certero para conseguir lo que necesito llevar a mi familia, me digo, sin
detenerme a pensarlo en su verdadera perspectiva. Me acomodo las ropas en
plena marcha (lo he visto hacer a los humanos) y me dispongo a avivar mis
sentidos, justo en el momento en que un pequeño grupo de personas invaden la
acera. Un hombre pasa a toda carrera. Arrastra y mueve hacia adelante sus
pesados y grandes pies, que lo hacen ver majestuoso ante mis ojos de animal.
Dos pies, me digo, intentando yo también erguirme y seguir lo que me reste de
travesía sobre mis dos pequeñas patas. No me es posible.
Así que sigo mi camino, al azar, volviendo mis ojos al suelo y aprovechando
la posición a que me obliga mi cuerpo para ver si encuentro migajas en el camino.
Nada encuentro más que los pies de un hombre, delante de él, otro hombre y
delante de ese, otro más. Me doy cuenta de que son muchos, es una fila que va a
terminar a un lugar en el que una mujer de gestos duros pregunta, censura o
aprueba para luego decidir con un “El siguiente”, tras lo que señala, con su vista,
una puerta por la que el hombre entrará, si es seleccionado, o con un dedo por
encima de su hombro, si quiere que se largue. Pregunto de qué se trata todo
aquello al hombre de los pies, quien me ignora en un primer momento para luego
responder, cuando ya no le estoy preguntando, que todo aquello se debe a que
están escogiendo hombres para un trabajo en una plantación.
Se trata de un puesto en el que se debe remover la tierra, poner las semillas,
regarlas y dar cuidado a la plantación. La información despertó de inmediato mi
atención, eso es lo mío, pienso; también se lo digo a aquel hombre. Él voltea hacia
mí y no me encuentra; luego mira hacia abajo y allí estoy. Tras reponerse de la
sorpresa, masculla: “Amigo, mírate: date cuenta qué eres. ¿Quién te va a
contratar?”.
De modo que te faltaron unos zapatos para ser gente, me digo mientras
atravieso lo que quedaba de fila a esa hora, ocultando el rabo entre mis patas en
mi huida. ¿Cómo no pude darme cuenta? Preocupado por lograr ver el rostro de
los humanos, no me había fijado en sus patas –sus pies-: siempre cubiertos en
zapatos, forrados previamente en medias. Camino sin rumbo, más desorientado
que al principio. Es verdad que mis patas son una lamentable imagen, me doy
cuenta ahora, o mejor, me doy cuenta cuán inferiores son, en comparación con los
pies de las personas: los zapatos, la cubierta de sus pies son la maravilla que me
acaba de ser revelada, y mi atención es toda para este nuevo espectáculo que
procuraré no dejar de mirar, vaya a donde vaya.
También está esa hermosa y suave piel sobre su piel, debajo de los
zapatos. Nada de extraño sería que esas cosas, en combinación con el resto de
su ropa y su tocado, sean responsables del amor que un humano despierta por
otro. Yo mismo he pasado del asombro a la admiración y de la admiración a algo
semejante a la idolatría ahora que los he mirado también hacia abajo. Y, entre una
cosa y otra, se me ha venido a ocurrir otra pregunta: ¿Tener zapatos significará
conseguir un trabajo? En realidad, la pregunta no es esa sino esta: Una vez los
tenga ¿estaré más cerca de ser un humano que seguir siendo lo que soy?
Continué caminando y enfocando mis preocupaciones en los pies de la gente,
cuando, de pronto, mi mirada se alargó como jalada por algo que quería ser visto.
Ahí estaban ellos, acomodados junto a todas esas cosas que alguien había
decidido que ya no le servían. Grueso cuero y áspera suela; fuertes cordones y
amplias aberturas por donde, seguramente, cabrían mis patas, a pesar de las
alargadas garras que en ellas sobresalían. Solo es cuestión de cruzar la calle con
un grupo de personas que, seguramente, irán al otro lado como un solo
organismo. Yo también seré ese organismo.
Después vendría a darme cuenta que no era contra nosotros que aquellas
bestias metálicas enfilaban los ronquidos de sus motores y la furia de sus ruedas;
también los humanos han de caminar con cuidado. Me pregunté si sería mayor el
número de topos atropellados que el de humanos. Por ahora, no tendría esa
respuesta. Salté de las calles a las aceras donde me esperaban los pisotones de
las personas que, en su prisa, no reparaban en lo que quedaba bajo sus pies;
luego, de empujón en empujón, fui a dar a las ruedas de otro auto que,
afortunadamente, alcanzó a detenerse antes de pasar sobre mí, no sin antes
soltar un fuerte grito de reproche con su bocina.
Conseguiré un trabajo, me vuelvo a decir, esta vez con más convicción. Doblo el
diario y apresuro mis pasos para alcanzar a los hombres que adelante van
llegando a una fila delante de la que se lee SE NECESITAN OBREROS
CALIFICADOS PARA LABORES DE CARGA.
ELKIN PORTA