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Al monumento natural Castillos de Pincheira, en Mendoza, se

lo puede disfrutar de diversas maneras: mediante la


contemplación visual de sus particulares geoformas, en la
esforzada aventura de trepar a su cima y con las sensaciones
que invaden a quien se interna en sus entrañas cargadas de
historias, leyendas y misterios.
La formación rocosa aparece a lo lejos como una franja oscura sobre
las opacas laderas del valle del Malargüe, en el sur provincial,  y
parece una sombra más de las bardas de la zona, al otro lado del río
del mismo nombre que corre junto a la pedregosa ruta provincial 27.
Pero al acortar distancia, esa sombra toma volumen, se eleva y
mientras torna al amarillo rojizo se fragmenta en grandes bloques
que, más cerca, definen la forma por la cual se los llamó “Castillos de
Pincheira”, al combinar su aspecto con el apellido de unos bandoleros
que se refugiaban en ellos hace dos siglos. 
Los Castillos emergen a la derecha del río en un sector donde el valle
se ensancha, la humedad prevalece entre las piedras y el verde se
expande en mallines, arbustos de hojas frescas, hierba tierna y
árboles frondosos, a diferencia del pastizal duro y amarillento, con
molles y chirriaderas, que caracteriza buena parte de la ribera hasta
la ciudad de Malargüe, 27 kilómetros al este.

Unos delincuentes que tras la independencia de Argentina y Chile


asolaron poblados a ambos lados de la cordillera, liderados por los
hermanos Pincheira -ex soldados realistas- tuvieron entre esas rocas
un refugio inexpugnable durante muchos años.
Vistos desde la polvorienta ruta de ripio, los bloques angulosos se
asemejan más a filosas proas de una escuadra naval que a castillos.
Pero en ese desierto montañoso y mediterráneo, y en épocas en que
los barcos tenían otro perfil, era improbable que a quienes los
bautizaron se les hubiera ocurrido asociarlos con naves marinas.
Las aguas del Malargüe corren con fuerza y diáfanas durante el
deshielo del estío y dejan ver su fondo de grandes cantos rodados,
bajo el azul impecable del cielo reflejado en su superficie matizada
por pequeñas turbulencias e incontables capullos de espuma blanca.
El curso de agua era también una protección para los Pincheira al
constituir una barrera natural frente a los Castillos, aunque hoy es
franqueado por un puente colgante de madera, de casi cien metros
de extensión.

Después de admirar a la distancia su imagen digna de postales,


comienza la aventura de acceder al monumento natural, para lo que
hay que caminar sobre esas maderas que a cada paso se mueven
como el teclado de un piano, tomarse de los cables de acero que las
sostienen para mantener el equilibrio y resistir al fuerte viento que
corre encajonado sobre el cauce, para no caer a las heladas aguas
que braman unos metros más abajo. Hay un cartel que, por
seguridad, prohíbe el paso a más de tres personas a la vez, y en esos
momentos es imposible no recordar que ese puente es la reposición
de otro similar que se desplomó y fue arrastrado por la corriente años
atrás.
Para llegar al
puente hay que pasar por un camping ubicado entre el camino y el
río, que tiene un bosque de álamos y, gracias a  un desvío del agua,
una pequeña laguna artificial junto a la cual se puede acampar. Los
pájaros cantan ocultos en las copas de los árboles y bajan raudos a
llevarse migajas de las comidas de los visitantes, mientras una
tropilla de caballos retoza y se alimenta de los pastos verdes
inundados junto al pequeño espejo de agua, hasta que alguien los
alquila para una cabalgata por el valle. Pero las bondades del
cámping pasan inadvertidas ante el poderoso imán que significan los
castillos.
Desde el puente se aprecian los estratos sedimentarios que
conforman las torres y  paredones que exponen toda la gama del
amarillo y el ocre, a los que la erosión de miles de años les otorgó
formas que, ayudadas por los juegos de sombras, dibujan columnas,
capiteles, balcones y bóvedas, hasta convencer al visitante que lo que
un rato antes parecía un grupo de proas es en realidad un castillo, en
el que no faltan amplias puertas que invitan a visitarlo.
Al llegar a la otra orilla, los castillos parecen estar al alcance de la
mano, pero la montaña siempre engaña a la vista y todo es más
grande y lejano de lo que parece. La caminata hasta el pie de las
formaciones –de unos sesenta metros de altura- demanda gran
esfuerzo y un largo rato por sendas que por momentos se pierden
entre el pedregullo y las matas, en una cada vez más pronunciada
pendiente de blanda arenisca en la que los pasos se hunden y
retrasan el andar.

 Ya en la base del monumento sus paredes ocupan todo el campo


visual y a uno lo invade esa extraña sensación de grandeza tras
alcanzar una meta imponente, que paradógicamente evidencia la
pequeñez humana.
Los recovecos y sombras son ideales para sacar la vianda y el equipo
de mate, sentarse y contemplar el camino recorrido y el paisaje de
malales con el fondo de la cordillera y sus nieves eternas, al otro lado
del río, para entonces casi tan distante como el verde del camping y
su bosque. Pero la nueva tentación es emular a los Pincheira y trepar
hasta los refugios en lo alto, por lo que conviene dejar el picnic para
después y sólo hidratarse para soportar la subida, con el sol que
refracta implacable en las rocas.
HACIA LA CUMBRE
El último tramo es de ascenso sobre la piedra pelada, por desparejos
escalones naturales y caminos de cabra que bordean los paredones
que caen a pique. Como en todo lugar de rocas erosionadas surgen
curiosas formas y uno descubre un enorme sapo, el perfil de un señor
sonriente, un hacha gigante o una gran mano que asoma desde el
suelo, y la subida se hace entretenida.

El ascenso, no apto para quien padezca vértigo, no tiene la dificultad


de una escalada, aunque serían útiles unos grampones, estacas,
cuerdas o un bastón de montañista, pero a falta de esos implementos
hay que arreglárselas con manos, pies y rodillas, gatear y hasta
arrastrase metro a metro. A medida que se gana altura, un viento
seco comienza enfriar la transpiración, aumentan los latidos y se
requieren descansos cada vez más frecuentes.
El esfuerzo da sus frutos y después de un buen rato se accede a la
cúspide, una cresta desde la cual se ve, a “espaldas” de los castillos,
infinidad de cumbres de cerros grises y más oscuros hasta el
horizonte, sobrevoladas por cóndores solitarios. Allí arrecia un seco
viento y la temperatura es mucho más baja que en la base.
Las fuertes ráfagas amenazan el equilibrio en ese angosto filo que
desde abajo era la punta de la proa del supuesto barco, por lo que sin
equipo adecuado es imposible concretar el deseo de todo el que sube
una montaña: erguirse en su punto más alto, al borde del abismo.
Pero sí se puede, unos metros
antes y bien afirmado, disfrutar del paisaje que regala ese mirador
privilegiado que domina todo el valle, con el río convertido en un hilo
celeste allá abajo, el cámping como un verde manchón al otro lado,
las oscuras cadenas de malales graníticos en los que se mueven
diminutos caprinos y el sol que comienza a declinar sobre los nevados
en la frontera con Chile, todo con el fondo de un cielo azul que sube
de tono con las horas de la tarde.
Una grieta se adentra en la roca y por ella se puede descender hasta
el refugio de los bandoleros, donde unos pasillos se ramifican hacia
galerías y ventanas desde las que se controlan todos los accesos
posibles. La luz solar que filtra al interior es tenue y en esa
semipenumbra el ulular del viento y el lejano murmullo del río lo
transportan a uno en el tiempo y en los huecos y oscuros pasadizos
es posible alucinar las voces de los bandidos y sus risas al festejar un
botín, también un grito de alerta ante la llegada de fuerzas de la ley,
órdenes presurosas,  corridas, algún relincho y el silencio del lugar al
quedar nuevamente desolado para decepción de los perseguidores.
 El carácter legendario de estas formaciones se debe a que los
Pincheira armaron una estrategia para su supervivencia en el lugar,
pero éstos en realidad no descubrieron ni inventaron nada, ya esas
tierras las habitaron los pehuenches desde tiempos precolombinos, y
para ellos también los actuales Castillos fueron un punto estratégico
para fines defensivos
Desde arriba se descubre con mayor facilidad el camino que baja
hacia el río, lo que también debió ser una ventaja de la banda -y de
aquellos primeros habitantes de lo que es hoy Mendoza- en el
momento de ocultarse y huir. El descenso es más rápido y relajado y
en poco tiempo se llega a la seguridad del suelo sin abismos, vientos
ni grietas, y a la comodidad del camping a la hora de la merienda.

ORIGEN GEOLÓGICO
Los Castillos de Pincheira parecen aflorar entre las montañas, pero en
realidad son sedimentos de erupciones volcánicas, lo mismo que los
conos de derrubio que hay entre ellos y el río Malargüe.
La arenisca
que compone este conjunto sedimentario se desgasta con facilidad
por la acción del agua y del viento, lo que genera las formas que
permiten jugar con la imaginación. La gran amplitud térmica de la
zona, tanto diaria como estacional –nevadas y viento zonda a dos mil
metros de altura- mantiene vivos sus colores y solidifica esas  formas
que se convirtieron en atractivo turístico.
Sobre la otra margen del río, después del camino, hay unos largos y
sinuosos paredones de “techos” planos, que muchos describen como
“cortados a pique”. Estos sí son afloramientos, de basalto, una roca
muy dura que resistió la presión de los plegamientos hace millones de
años y emergió formando los “malales”, que en lengua pehuenche
significa corrales.
El nombre obedece a que en esos planos los indios juntaban el
ganado caprino y cerraban la bajada, los que dejaba a los animales
encerrados contra el precipicio. Los malales le dieron a la zona el
nombre de Malal Hué, o tierra de malales, que finalmente derivó en
Malargüe.
LOS PINCHEIRA
La banda que se escondía en esos roquedales estaba compuesta por
los seis hermanos Pincheira y un centenar de hombres. Su líder era el
ex oficial español en Chile José Antonio Pincheira, quien tras la
independencia del país se rebeló contra las nuevas autoridades, cruzó
la cordillera y con sus hombres se asentó en Malargüe, desde donde 
asolaron poblaciones de los dos nacientes países en la década de
1820.
Los Pincheira pactaron con
varios caciques, alentaron malones y saquearon asentamientos
criollos en las actuales provincias de Mendoza, Buenos Aires, Córdoba
y San Luis y en las VII y VIII regiones chilenas.
En 1829, desavenencias entre el jefe y su hermano Pablo llevaron a
éste a abrirse de la banda y, con otros oficiales, continuar sus
andanzas en Chile, mas fueron derrotados por las tropas del general
Manuel Bulnes, que los pasaron a degüello. Pero del lado argentino,
José Antonio era como un fantasma que atacaba y luego desaparecía
en los Castillos, ya que dominaba sus accesos, caminos, galerías y
miradores.
Bulnes cruzó desde Chile con mil hombres, dispuesto a atraparlo,
pero él sobrevivió en ese refugio mientras, mediante el poder que le
daba la fortuna que mantenía oculta, buscaba pactar con el gobierno
de Chile. Fruto de esas negociaciones, en 1931 se entregó al general
pero le fue perdonada la vida.
Los malargüinos aseguran que el tesoro de los Pincheira está oculto
en un lugar de la Patagonia, cercano a San Martín de los Andes. Sin
embargo, algunos también admiten que se trata de una leyenda que
tiene más encanto que la historia oficial: El botín fue entregado al
gobierno de Chile por el jefe de la banda a cambio de una amnistía
que le permitió seguir con vida e indultado. (CsM)
 Gustavo Espeche ©rtiz

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