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¿Cómo surgió el mundo de las modelos?

En la anterior entrega nos preguntábamos sobre el origen de los desfiles y decíamos que éste no se
puede desligar de la historia de las modelos y el modelaje. Pues bien, partiendo de esa premisa
haremos una exploración en el devenir del oficio de modelo.

Entre los modistos de finales del siglo XIX y principios del XX era usual recurrir a sus esposas
como “musas inspiradoras”, y soporte físico por excelencia de sus creaciones. Fue así como en la
casa de Worth, Marie Vernet captó la atención de su esposo; Denise Poiret, fue la figura ideal para
llevar las ideas de Poiret; mientras que la esposa de Lucien Lelong, Natalie Payle, despertó toda
suerte de suspiros por su belleza y exquisitez vestimentaria. Sin embargo, ya existían las primeras
modelos, por lo general quienes ejercían de maniquíes eran chicas humildes, empleadas
anónimas de los salones de costura. El trabajo de las esposas de los modistos comparado con el
de ellas, indica la existencia de una jerarquía no sólo social sino también laboral, donde las esposas
eran la imagen exclusiva de la firma, y las jóvenes modestas sencillamente maniquíes de medición.
Así lo indica la existencia de fotografías preparadas y ambientadas donde las protagonistas son
justamente las esposas, fotografías que no hacen parte de retratos de familia sino de las primeras
imágenes promocionales. Pero en ese mismo periodo otro tipo de mujeres hacían las veces de
modelo, aquellas que al asistir a eventos sociales eran retratadas por los primeros cazadores de
modas, para luego aparecer en las revistas de moda y sociedad, evidentemente provenían de
familias burguesas, y usualmente tenían algún pasado aristocrático.

Hasta este momento es difícil considerar que el oficio del modelaje tuviera una estructura organizada
como la que se vería en años posteriores, o que por lo menos existiera un proceso establecido para
la selección de las chicas, y menos que el oficio fuera respetable, pues se cuenta que las primeras
modelos de pasarela, que según Elke Reinhold aparecieron hacia finales del siglo XIX, tenían
una reputación dudosa ya que para los cánones decimonónicos era indecoroso que una dama
de alcurnia se subiera a una plataforma elevada, esto sólo podría hacerlo una bailarina, o una
actriz de teatro, mujeres que por su profesión gozaban de una reputación lamentable.

El evento organizado para la selección de modelos más antiguo de que se tenga noticia, se
dio hacia la década del veinte, y tuvo como protagonista a Jean Patou. Al principio, las
creaciones que salían de su casa tuvieron un gran éxito en Estados Unidos, lo que despertó su
interés por llevar modelos estadounidenses a París, y resaltar así que sus diseños le sentaban bien
tanto a las “dianas americanas” como a las “venus parisinas”, de modo que las reclutó en 1924,
¿pero cómo las consiguió? Pues bien, puso un aviso de prensa para convocar a las aspirantes
quienes debían ser “listas, delgadas, con los pies y los tobillos bien formados, y de modales

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refinados”. Se presentaron quinientas mujeres, de las cuales se escogieron seis. Lo interesante de
esta historia es que tiene ciertos ingredientes en común con los actuales concursos de modelaje
televisados, pues la selección tuvo un jurado compuesto por profesionales de la moda de
entonces: Elsie de Wolfe (decoradora de interiores), Edward Steichen (fotógrafo de moda), Edna
Woolman Chase (quien entonces tenía el puesto que hoy ocupa Anna Wintour), y el mismo Patou.
De este modo, estaban sentando las bases para los futuros concursos de modelaje que la agencia
Ford pondría a la orden del día algunas décadas después, tras su inauguración en 1946.

Pero antes de abrirse esta agencia, en Estados Unidos hubo otro precursor. John Robert Powers,
sería el primer agente de modelos, y empezó en 1923, representaba a chicas aspirantes a actriz de
Hollywood y a sus agenciadas se las conocía como las “Powers Girl”; pero también representó a
modelos hombres, que luego serían galanes de la pantalla: Henry Fonda y Cary Grant. Los nombres
de estos personajes, hombres y mujeres, sólo eran reconocidos por el público tras su triunfo en el
cine, y nunca como modelos. De manera que el papel de modelo no era algo socialmente relevante,
y si hoy conocemos nombres de algunas pioneras (Marion Morehouse, Lee Miller, etc.) es más por
un dato curioso y no porque gozaran de reconocimiento masivo en su época.

La noción de que la modelo es un personaje reconocido por el público, hoy se le adjudica a la


extensa carrera de Lisa Fonsagrivess, quienmodeló por casi veinte años (1930-1950), y sus
reiteradas apariciones en el Vogue o en Harper’s Bazaar lograron generar recordación entre
aficionados a la moda. Como puede verse, era un periodo donde la carrera de modelo era menos
fugaz ya que se valoraba una imagen señorial y madura, en oposición a la imagen juvenil. Quiere
decir que los años de permanencia de una modelo en escena le generaban gran prestigio, contrario a
lo que sucede en la actualidad donde la celeridad que exige mantener la novedad conduce a la
contratación de adolescentes a las que hacen pasar por adultas, y donde la presencia de modelos
excesivamente recorridas puede llegar a ser vista con sospecha, o ser motivo de sarcasmos.
(Recuerdo una vez que estando tras bambalinas en un desfile alguien dijo: ¿Dónde está el bastón?,
llegó “Fulanita”. Se refería a una modelo de vieja data).
Volviendo a los años cincuenta, esta fue la década en la que el modelaje adquirió verdadera
importancia social en la medida que la gente reconocía a sus diosas de la moda, pero también fue un
periodo que no tuvo en cuenta lo que para Chanel era una condición, que sus modelos debían
provenir de cuna burguesa, pues prevalecía la apariencia física por encima de los viejos discursos de
clase. O para ser más precisos, los discursos de clase ahora eran adaptados por una clase media en
expansión, que valoraba la prosperidad producto del trabajo y del esfuerzo. Esto permitió que
mujeres de cualquier nivel social lograran su propio ascenso en el ámbito del modelaje, tal como fue
el caso de Dovima (Dorothy Virginia Margaret Juba), pero a la vez sirvió para establecer el cliché

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según el cual las modelos eran chicas tontas e incultas, que sólo velaban por su apariencia. Dovima
había sido una muchacha de clase obrera a la que le gustaba leer cómics, y una vez cuando llegó a
Egipto para una sesión de fotos, le preguntaron qué tanto le gustaba África, ¿África? gritó ella,
¿quién dijo África? Esto es Egipto. Cuando entendió que Egipto quedaba en África replicó: “¡Debí
cobrar doble tarifa!”. De hecho, en la película Una cara con ángel se parodia así misma,
representando a una estúpida modelo llamada Marión. La película en sí también contribuye a ese
cliché; pero además prefigura el tipo de modelos de los años sesenta, delgadas y de una apariencia
pueril como la de Lolita en la película de Stanley Kubrick; esta nueva imagen se encarna en el cuerpo
escuálido de Audrey Hepburn, y permite entender el triunfo de modelos como Jean Shrimpton
o Twiggy.

En ese mismo periodo dominaron varios arquetipos, la modelo rubia de ojos claros y estilo
californiano, las gráciles modelos británicas comoGrace Coddignton, Twiggy, o Jean Shrimpton, y
la hippy rebeldeUschi Obermaier, considerada el símbolo sexual de esa generación, entre otras;
pero todas tenían algo en común, eran blancas. Finalizando el decenio el modelaje empezó a
conocer otros matices raciales, e incluyó mujeres de color entre sus portafolios, y diseñadores como
Yves Saint Laurent también lo hicieron, esto permitió el asenso de modelos
como Donyale Luna y Naomi Sims.

Campbell, Evangelista, Patitz, Turlington, y Crawford. Por Peter Lindbergh, Vogue 1990. © Condé Nast
Publications.

Habiéndose convertido el modelaje en un negocio prometedor, las implicaciones económicas de esta


carrera llegaron a su máxima expresión en los años ochenta, generando así el llamado fenómeno

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de las supermodelos, que se extendería hasta mediados de los noventa aproximadamente. Se
trataba de mujeres jóvenes cuya fama, fortuna, poder y belleza superaba los objetivos del oficio, o
sea servir de gancho para la exhibición de una prenda o producto, se planteó que su presencia
eclipsaba a las prendas que exhibían y llegaba a ser más importante que los desfiles en sí. Por
ejemplo, cuando Claudia Schiffer desfiló en Colombia en 1996, a su salida a la pasarela parte del
público se puso de pie para aplaudir, pero no justamente a la ropa que llevaba puesta, y menos al
diseñador. Esta extraña actitud no es resultado simplemente del provincianismo, para las grandes
firmas en Europa y Estados Unidos también representó un problema que periodistas estuvieran más
interesados en cubrir la vida privada de las modelos que el contenido de los desfiles; pero el
problema tenía su contrapartida, pues poner a unasupermodelo en el desfile implicaba de por sí
mayor publicidad. La misma Betsey Johnson llegó a asegurar que de todo el montaje lo más
caro eran las chicas, pero que esto representaba un incentivo para la prensa.
Tras el ocaso de este fenómeno un nuevo y vario pinto grupo ocuparía el lugar de las supermodelos,
esta vez caras frescas y cuerpos irregulares en el sentido que ya no se trataba de cuerpos súper
poderosos, si no todo lo contrario: mujeres escuálidas con un fuerte aire urbano, grunges, punks,
tatuadas y confusamente andróginas, la misma situación aplicaba para los caballeros. Ahora el foco
de atención empezó a ser la extrema delgadez y apariencia macilenta que lucían algunas de
ellas. Sin embargo, fue propio de los años noventa tomar en cuenta bellezas alternativas, esto
incluía la apariencia enfermiza, andrógina, y de jolie laide (algo así como una belleza poco
convencional, o lo que en Colombia eufemísticamente llamamos “exótica”) que representaban Kate
Moss, Jenny Shimizu y Kristen McMenmy respectivamente. El tema de la desnutrición en las
modelos, y las controversias respecto a los talles llegaron al dominio público con documentales como
Deslumbrada, y con la dramática caída de las maniquíes en escena. Si tal como sostiene Susan
Sontag, lo importante de las enfermedades no está tanto en su aspecto biológico sino en el
uso cultural que de ellas hacemos, en realidad en los años noventa la delgadez se estetizó, del
mismo modo que la tuberculosis en el siglo XIX. Ya en la década de los ceros, en 2007
el Vogue norteamericano ponía en portada a las próximas modelos top del mundo, figuraron Agyness
Dyen, Coco Rocha y Sasha Pivovarova, entre otras siete. El tiempo dirá cuál fue nuestra percepción
del oficio del modelaje al comenzar el nuevo siglo, pues nada es más apresurado que hablar de las
inestabilidades del presente.

¿Cómo empezaron los desfiles de moda?


Arqueología de los desfiles de modas: origen y transformación de la noción de desfile

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De entre las formas de exhibición de la moda los desfiles son quizás el recurso más empleado; y lo
es porque constituye el espectáculo mediático por excelencia que garantiza la presencia de una firma
en la arena de la moda, generándole además una publicidad de gran alcance. Los actuales desfiles
son una composición de prendas, música, escenografía, modelos y diseñadores, muchos de los
cuales se muestran triunfales al final del espectáculo, o construyen una forma característica de
aparecer para recibir las ovaciones. Sin embargo, los desfiles no siempre fueron lo que son hoy, y su
historia se remonta, al parecer, al siglo XIX.

Presentación de modelos donde el modisto francés Paul Poiret, en el salón de su hotel particulier de los
Campos Elíseos. París 1925. © Lipnitzki / Roger-Viollet.

En París existía una tienda cuyo nombre era Gagelin et Opigez; según se cuenta, su producto
estrella eran los chales de cachemira, que estaban de moda por aquél entonces debido a la fiebre
que despertaba el colonialismo europeo por todo lo “exótico” y que condujo a la adopción en la moda
occidental de ciertos componentes provenientes del Caribe, de la India, y de Japón. Las clientas
principales de este negocio, como habría de esperarse, eran damas pertenecientes a la nobleza y a
la burguesía, y para ellas se pensó un modo de enseñar las posibilidades de drapear esos chales en
torno a sus cuellos; las encargadas de hacerlo eran las mismas vendedoras, quienes los lucían
sobre un traje blanco, libre de cualquier elemento distractor, anulando así su presencia para
concederle todo el realce a la prenda objeto de la venta.

Esta idea sería retomada por uno de los empleados de Gagelin et Opigez, quien posteriormente
abriría una casa de modas llamada Worth & Bobergh; sí, el empleado era Charles Frederick Worth,
y una de las vendedoras que llevaba el traje blanco era Marie Verne, la futura esposa de este
modisto. Dado que sólo existen estos datos, los historiadores de la moda suelen coincidir en que la

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primera modelo de que se tenga noticia fue justamente la esposa del fundador de la Haute
Couture.
Si Worth, como dice Lipovetsky, convirtió la moda en espectáculo, esto implicaba que él acogiera la
idea de hacer presentaciones a sus clientas, donde ellas se dedicaran solamente a observar,
mientras que otra chica lucía el vestido. A éste tipo de chica inicialmente se le llamó le sosie, que en
castellano quiere decir la sosia. Sosia según el diccionario de la RAE, significa: “persona que se
parece tanto a otra que llega a confundírsela con aquella a la que se parece”. Esta definición sugiere
que con dicha práctica la casa de Worth le daba un alivio a la desdicha que significa para los
humanos el no poder verse a sí mismos en tiempo real, o saber cómo ellos se ven desde la
perspectiva visual de los otros. La intención era clara: mostrarle a sus clientas cómo serían vistas por
los demás, despertando así el anhelo de poseer tal o cual vestido, bajo la promesa de que con esa
prenda se proyectaría la imagen deseada, puesto que ya se tenía una idea previa de esa imagen.

Desfile en 1947. © Roger Schall, París

En la era de Worth los desfiles fueron presentaciones privadas, sin una hora fija, sin sonido y con
ciertos juegos de luces que se hacían con lámparas a gas para imitar la iluminación del salón en el
cual sería llevado el traje; las presentaciones se hacían a petición de clientas, o se preparaban
cuando se anunciaba la visita de una de ellas, es decir, no se trataba de un espectáculo regulado,
sino más bien casual. Sería en la primera década del siglo XX cuando este tipo de presentaciones
adquirían características similares a las actuales, como por ejemplo la regulación de desfiles
acorde con las temporalidades de la moda: primavera-verano, otoño-invierno. Esto gracias a
que ya para esa época se perfilaba la fundación de una entidad encargada de reglamentar el trabajo
de los modistos parisinos: La Chambre Syndicale de la Haute Couture Parisienne. Para ese mismo
periodo los desfiles ya eran un asunto habitual entre las casas de moda francesas, e incluso fueron

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espectáculos de exportación puesto que salieron de Europa continental, a modo de giras, hacia
América y el Reino Unido, así lo hizo por ejemplo Paul Poiret, quien en 1911 viajó a Nueva York con
un grupo de modelos y sus vestidos. Entre tanto, en Inglaterra, otro personaje había reconocido las
posibilidades comerciales de presentar las prendas sobre mujeres de carne y hueso, se trataba de
Lucile (Lady Duff Gordon) quien preparaba a las modelos en su casa de modas. ¿Sería esta la
primera escuela de modelos?

Marlene Dietrich asiste al primer desfile de Dior en 1947. © Willy Maywald

En la década del treinta con Elsa Schiaparelli el desfile adquiere otro enfoque puesto que se
convierte en una presentación más cercana a la plástica, al arte del performance. Susy Menkes al
referirse a una colección de Elsa en 1938, comenta que las modelos se “columpiaban en las
vitrinas del salón de la Place Vendôme”. Esta forma de exhibición de las prendas constituía una
novedad, si se tiene en cuenta que en ese momento el lugar de las modelos era simplemente un
camino por entre sillas atiborradas de clientes, y personajes de la prensa especializada, en los
grandes salones de las casas de moda donde fumar era sociablemente aceptable; salones
inundados de un silencio que se hacía turbio por los murmullos de los asistentes, ya que la música
estaba totalmente ausente. Era esa la atmósfera solemne, y de tensión para el modisto, en la cual se
celebraban los desfiles; una atmósfera que se cargaría de austeridad con la llegada de la Guerra y
que dejaría su hogar natal, ya que a partir de 1941 y durante la ocupación Nazi los desfiles
trasladarían de París a Lyon, debido a que ésta última había sido declarada zona de libre comercio,
por lo tanto allí acudirían los compradores españoles, suizos, alemanes, o sea los neutrales y pro
alemanes, algunas francesas con permiso especial; y otros clientes de países aliados que habían

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sido introducidos a Francia vía la península itálica, gracias a la gestión de Lucien Lelong entonces
presidente de la Chambre Syndicale.

Desfile en los años cincuenta, las modelos ya no van a ras del piso, hay una pasarella sobre la cual desfilan.
© Hulton-Getty

Pasada la Guerra los desfiles recuperaron su antigua sede, y volvieron a su vieja usanza, pero ahora
las modelos hacían movimientos como de ballet, para alzar al vuelo las profusas faldas de la
posguerra; habría que esperar hasta los años sesenta cuando las presentaciones del español
Paco Rabanne evocaran las ideas de Elsa más de treinta años atrás, esta vez con luces y
sonido. En las décadas siguientes las casas más tradicionales siguieron manteniendo su viejo estilo
de exhibición, al que se le sumaba un número que portaba la modelo en sus manos o pegado sobre
el vestido para que el comprador pudiera identificar lo que iría a llevar.

En vísperas del nuevo siglo, y ante el reconocimiento del desfile como una de las herramientas de
márquetin más eficaces, la competencia se hizo feroz, las firmas masivamente sacaron sus
novedades de sus sedes habituales y se instalaron en iglesias, estaciones de tren, en lugares
inusitados. Ahora los desfiles incorporaban especialistas en escenografías, luces, sonido y
efectos especiales, algo que recuerda los espectáculos ópticos del siglo XIX. La idea incluso
ha llegado a incluir la intensión de generar en los presentes sensaciones de lluvia, frio, o
calor. Se ha transformado en todo un monumento al carácter transitorio de la moda, pues qué hay
más efímero que la puesta en escena de cualquiera de los desfiles actuales.

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Christian Dior y su equipo en la tras escena de su desfile de 1957 (el año de su muerte) © Loomis Dean/Life.

Sin embargo la idea de exhibir unas prendas sobre cuerpos vivos acompañados de todo un aparataje
escenográfico, ha sido tomada para otros fines no consecuentes con las motivaciones que dieron
paso a esta invención de la cultura de la moda, pues como sostiene una colega, “hoy en día se
hace un desfile hasta para el lanzamiento de una ferretería”, pero este tipo espectáculos están
orientados en ciertos casos a satisfacer el deseo de los compradores vía la exhibición y
comercialización de prototipos femeninos y masculinos que gozan de mayor aceptación entre las
masas, donde el producto en sí pierde cualquier relevancia, y donde no se asiste tanto a un
espectáculo de la indumentaria como sí de exhibición del cuerpo.

Puede concluirse que lejos de ser una distracción para satisfacer grandes volúmenes de personas
que asisten a ver rostros y cuerpos de deseo, como a veces se ha entendido en el contexto
latinoamericano, el desfile comporta una serie de experiencias que apuntan a mantener la
vigencia de una firma; y a recalcar en sus valores e intensiones comerciales, allí los cuerpos
exhibidos son resultado de entender esos valores y esas intensiones, no el fin único del
espectáculo.

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