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AGUSTINIANOS
Carátula:
Santiago el menor, Pedro Pablo Rubens, óleo sobre tela (1610-1612),
Museo del Prado, Madrid.
MANUAL DEL PREDICADOR
ÍNDICE
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MANUAL DEL PREDICADOR
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MANUAL DEL PREDICADOR
Parte bíblica
1. Introducción
Desde el inicio de su carta, el apóstol Santiago habla de la importancia de la Palabra
de Dios. Por eso, en el texto que nos sirve hoy como lectio divina, señala los deberes prin-
cipales del creyente con relación a la Palabra de Dios. En primer lugar, hay que saber es-
cucharla. La expresión usada por Santiago «Tenedlo presente (sabéis)» (v. 19) corresponde
al griego «íste», forma clásica en lugar de la helenística «oídate», que es más común. Para
algunos autores se trataría de un imperativo; no obstante, creemos que puede ser más
bien un indicativo que recuerda cosas ya conocidas por los lectores.
De este modo, todo lo que sigue se encuentra sustancialmente en diversos libros bíbli-
cos como son los Proverbios (13,3; 17,27; 29,20), en el Eclesiastés (5,2; 7,10), en el Eclesiás-
tico (4,29-34), y en algunas sentencias sapienciales de autores profanos.
Santiago llama a sus lectores «hermanos míos queridos» (v. 19). Es una expresión de
ternura con la que suele dividir el texto de la carta para presentar un tema nuevo. Por eso,
podemos reconocer en este texto el inicio de un nuevo argumento, a la vez que la carga
afectiva con la que Santiago desea que sean acogidas sus palabras, y sus reproches como
correcciones fraternas, y no como una diatriba judicial (vv. 26-27).
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De hecho, la misma expresión usada para referirse al tiempo que es preciso tomarse
para hablar, se aplica asimismo a la ira. El hombre de Dios debe controlar sus primeros im-
pulsos y ser lento para la ira (bradùs), dar tiempo a que su corazón se serene, pues como
señala a continuación, «la ira del hombre no realiza la voluntad de Dios» (v. 20).
Así pues, el hombre de fe debe ser, «tardo para la ira» (v. 19), colocándose en la misma
sintonía de los libros sapienciales (Pr 14,19; 16,32). Por otro lado, como señala el apóstol,
el que está irritado no realiza la justicia que Dios quiere, es decir, no está en condiciones
de hacer lo que es justo y santo delante de Dios. Para Santiago, como lo es para Jesucristo
(Mt 5,20), la justicia es la conducta virtuosa y meritoria delante de Dios. Para san Pablo, en
cambio, la justicia es la santidad de Dios, la gracia santificante comunicada al hombre (2
Co 5,21).
Posteriormente, Santiago nos presenta los elementos que es preciso quitar para no
ahogar el dinamismo de la Palabra de Dios en el corazón del creyente. Por eso dice: «des-
echad toda inmundicia y abundancia de mal» (v. 21). O bien, no la «abundancia del mal»
(que es como traduce la Vulgata: «abundantiam»), sino como traducen otros, tomando el
término griego discutido «perisseía», como «resto de maldad», acentuando que el creyen-
te que escucha la Palabra, está ya en un camino de conversión, pero que este camino no
ha llegado todavía a su perfección, por lo que es preciso dejar que la Palabra siga interpe-
lando a la persona para que cada día prosiga su proceso de conversión.
Por otro lado, Santiago subraya que la Palabra debe ser recibida con «docilidad» (v, 21).
La palabra «praúteti», tiene el sentido también de humildad, de forma que Santiago invi-
ta a acoger la Palabra con espíritu de discípulo, con una amable mansedumbre y ánimo
de aprender, deponiendo el orgullo de quien cree que lo sabe todo. Asimismo, el após-
tol Santiago invita a la humildad, al reconocer que la Palabra no proviene de la persona
misma, sino de Dios, quien la ha «sembrado» (v. 21b), o la ha «injertado» en el creyente.
La palabra griega «énfuton», encierra ambos sentidos, tanto implantar, injertar, así como
«plantar en el interior».
Y Dios ha injertado o plantado en el interior su palabra, ya que ella «es capaz de salvar
vuestras vidas» (v. 21b), es decir, de regenerarlas con un nacimiento sobrenatural median-
te la infusión de la gracia. En esta regeneración, el hombre no puede comportarse de un
modo meramente pasivo, sino que ha de cooperar con la acción divina, desechando toda
maldad y revistiéndose de docilidad y mansedumbre para recibir en su corazón la Palabra
de Dios de una manera cada día más plena.
3. La fe y las obras
Por otro lado, Santiago nos recuerda que la fe ha de ir acompañada de las buenas
obras y que es preciso poner en práctica la Palabra de Dios (vv. 22-27). Se trata de un
tema que nos recuerda Cristo en el evangelio al llamar «necio» al hombre que escucha
sus palabras y no las pone en práctica (Mt 7,26). San Pablo enseña lo mismo, empleando
expresiones casi idénticas a las de Santiago: «No son justos ante Dios los que oyen la Ley,
sino los cumplidores de la Ley; ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Esta idea es inculca-
da frecuentemente en el Antiguo Testamento, por lo que los ambientes judíos a los que
se dirige nuestra epístola tenían gran necesidad de que se les recordase este principio.
En los v.23-24, Santiago explica mediante una imagen elocuente lo que acaba de decir.
Así como un hombre que se mirara en un espejo e inmediatamente se olvidara de cómo
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era su cara, lo mismo le sucede al oyente olvidadizo de la Palabra de Dios. De nada le sirve
haber escuchado dicha Palabra. De hecho, en esta imagen de Santiago se inspiraron los
Padres de la Iglesia cuando consideraron la Sagrada Escritura como un espejo en el que
se debe contemplar el creyente. Como dice san Gregorio Magno: «La Sagrada Escritura se
pone ante los ojos de la mente como un espejo, para que se vea nuestro rostro interno en ella;
ahí lo contemplamos feo o hermoso, ahí nos damos cuenta de cuánto hemos avanzado, ahí
vemos qué lejos estamos de la perfección» (Moralia in Iob 2,1). Es preciso pues, meditar la
Palabra divina, no de un modo olvidadizo, sino con el propósito de cumplirla.
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MANUAL DEL PREDICADOR
Se trata por extensión de una invitación a la santidad, a vivir una vida irreprochable y
sin tacha. La Palabra de Dios debe dar este fruto en el corazón del creyente, lo debe llevar
a vivir una vida configurada por la misma Palabra, dejándose edificar por ella misma.
Parte agustiniana
1. Introducción
Nuestros ejercicios este año llevan el título: «“Poned por obra la Palabra” (St 1,22): Co-
munidad profética y solidaria con los pobres en la carta de Santiago». Tenemos por tanto
dos temas que son los argumentos esenciales de nuestros ejercicios espirituales. Por una
parte, está la escucha atenta de la Palabra de Dios, y, por otro lado, una vez que la Palabra
nos ha interpelado, ser capaces de reconocer el rostro de Cristo en los pobres, en los que
sufren, y en todos aquellos que necesitan de nuestra ayuda.
El texto que nos sirve de lectio divina en este día tiene precisamente estas dos partes,
a las que añade la invitación a controlar la ira y el enfado, pues como señala el texto que
hoy meditamos, la ira del hombre no realiza la justicia de Dios (St 1,20).
2. «Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar» (St 1,19)
Ser «veloces» para escuchar. Es preciso aprender a escuchar y a retardar el deseo de
hablar, particularmente cuando lo que impulsa las palabras no es el amor, sino la ira y el
enfado. El escuchar, particularmente la Palabra de Dios nos ayuda a interiorizar y a dejar-
nos empapar por la misma Palabra de Dios.
El texto que meditamos dice en la traducción que estamos usando «que cada uno sea
diligente para escuchar» (St 1,19). El texto que san Agustín usaba lo decía con una palabra
posiblemente más concreta y fuerte. Es preciso ser «veloces», para escuchar. Destaca san
Agustín la velocidad propia del amor, pues el amor no conoce la lentitud: «quien ama,
corre» (s. 346B,2).
Escuchar en el silencio y la soledad. Por otro lado, san Agustín nos invita a considerar
que el ser humano es, ante todo, un oyente, y que hay más felicidad en escuchar que en
hablar.
No obstante, la escucha requiere un discernimiento y exige unas condiciones. No se
puede escuchar la voz de Dios en medio del ruido y de las multitudes estrepitosas. La
escucha de la Palabra de Dios exige, como señala san Agustín, silencio y soledad. La dis-
persión y los ruidos exteriores e interiores nos impiden escuchar la Palabra de Dios:
Dios se deja ver cuando nuestra atención ha conseguido una cierta soledad. El gentío hace
ruido, y esta visión exige silencio (…) No busques a Jesús en el gentío; no es uno más de la
gente: él supera a todo gentío (Io. eu. tr. 17,11).
Por otro lado, san Agustín nos recuerda que la faceta esencial del cristiano es la de ser
discípulo de Cristo, de estar como María de Betania, sentados a los pies del Maestro escu-
chando su Palabra:
María, su hermana, prefirió que la alimentase el Señor. Abandonando en cierto modo a su
hermana entregada a los quehaceres domésticos, se sentó a los pies del Señor y, sin hacer otra
cosa, escuchaba su Palabra. Toda llena de fe había escuchado: Tranquilizaos y ved que yo soy
el Señor (Ps 45,11) (s. 103,3).
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Me queda, por lo tanto, juzgarme a mí mismo a los pies del único Maestro (Mt 23,8), cuyo jui-
cio sobre mis faltas quiero evitar (retr. 1, prol. 2).
Sin embargo, en toda ocasión, quien escucha, a pesar de la soberbia de quien pueda
predicar o hablar en el nombre de Dios, debe distinguir entre el que pronuncia palabras
externas y quien habla en el corazón, Cristo, que es quien verdaderamente enseña. Por
eso dice san Agustín: «disfrutemos de la audición mientras sin estrépito nos habla dentro la
Verdad» (Io. eu. tr. 57,3).
Escuchar para comunicar. San Agustín, al hablar de la escucha de la Palabra, lo hace
comentado tres textos del Cantar de los Cantares, que para él tiene una connotación bio-
gráfica particular. En primer lugar, señala el gozo de escuchar la Palabra desde el otium
sanctum, desde la escuela en la que se puede aprender la sabiduría, diciendo con el Can-
tar de los Cantares, «yo duermo, mas mi corazón vela» (Ct 5,2), poniendo de manifiesto la
importancia de la escucha de la Palabra de Dios en el sosiego cotidiano de la oración, o
bien como un estado permanente en la vida de contemplación:
¿Qué significa «yo duermo, mas, mi corazón vela», sino que descanso de forma que oigo?
Mi ocio se emplea no en nutrir la desidia, sino en comprender la sabiduría. Yo duermo, mas,
mi corazón vela: yo descanso de actividades que dan quehacer, pero mi ánimo se tensa con
afectos divinos (Io. eu. tr. 57,3).
Cristo, ¡lava nuestros pies! Un segundo texto del Cantar de los Cantares es el que narra
cómo el esposo llega a la casa de la esposa y llama a la puerta, y le dice: «Ábreme, hermana
mía, prójima mía, paloma mía, perfecta mía; porque mi cabeza está repleta de rocío y de las
gotas de la noche mis cabellos» (Ct 5,2).
Es entonces cuando la esposa debe dejar el descanso piadoso y gozoso de la escucha
de la Palabra, para obedecer la orden del esposo y abrirle la puerta, es decir, para dispo-
nerse a ser quien anuncia su Palabra:
Ábreme, hermana mía, por mi sangre, prójima mía, por mi acercamiento, paloma mía, por
mi Espíritu, perfecta mía, por mi palabra que bastante plenamente has aprendido en virtud
del sosiego; ábreme, predica tú mi persona. En efecto, si nadie abre, ¿cómo entraré en quienes
me han cerrado la puerta, pues cómo oirán sin uno que predique? (Rm 10,14; Io. eu. tr. 57,4).
Pero para obedecer este mandato, la esposa necesita levantarse de la cama y ensuciar-
se los pies, pues según el texto de Ct 5,5, ya se había lavado los pies y se había metido en
la cama. No obstante, la esposa, según nos narra el Cantar de los Cantares, abandona su
reposo y va a abrirle al esposo. San Agustín, a semejanza de la esposa del Cantar de los
Cantares, pensaba pasar toda su vida en el monasterio de Tagaste en el otium sanctum,
contemplando las verdades de Dios, pero Cristo llamó a su puerta. Él ya se había lavado
los pies, pues se había convertido y había renunciado a la vida en el mundo. No obstante,
ante la llamada de Cristo a que abrazara la vida pastoral, él dejó su descanso, y de nuevo
se manchó los pies en el nombre del Señor:
Me he lavado los pies; ¿cómo me los mancharé de nuevo? (Ct 5,3). Pero he ahí que me
levanto y abro. ¡Cristo, lava mis pies; porque no se ha extinguido nuestra caridad, perdóna-
nos nuestras deudas porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! (Mt 6,12).
Cuando te escuchamos, en los cielos exultan contigo los huesos humillados (Ps 50,10); pero,
cuando te predicamos, pisamos la tierra a fin de abrir para ti y, por eso, si se nos critica, nos
perturbamos; si se nos alaba, nos inflamos. Lava nuestros pies antes limpios, pero mancha-
dos cuando a fin de abrir para ti, caminamos por la tierra (Io. eu. tr. 57,6).
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El «freno de la lengua» (St 1,26). El apóstol Santiago nos recuerda lo importante que es
estar atento a nuestras palabras, y a poner un freno a nuestra lengua: «Si alguno se cree
religioso, pero no pone freno a su lengua, sino que engaña a su propio corazón, su religión
es vana» (St 1,26). Y más adelante, en el capítulo tercero, el mismo apóstol vuelve a este
tema, señalando que: «Si alguno no cae al hablar, ése es un hombre perfecto, capaz de re-
frenar todo su cuerpo» (St 3,1). Por tanto, las palabras son importantes, y es preciso estar
atento a lo que decimos en todas las circunstancias de nuestra vida.
San Agustín, en este sentido, nos recomendaría dos cosas. En primer lugar, a decir con
el salmo 140, «Señor coloca un centinela en la puerta de mis labios», para que las palabras
que salgan de nuestra boca no sean negativas, ni causen daño a nuestros hermanos en
la comunidad. Invita a que las palabras que salgan de nuestros labios no sean malas, sino
buenas, y aclara que dichas palabras son malas cuando en lugar de acusar nuestro peca-
do lo excusamos:
Guarda, Señor, mi boca con la puerta y la cerradura de tu precepto para que no se incline
mi corazón a palabras de maldad. ¿Cuáles son estas palabras de maldad? Aquellas con las
que se excusan los pecadores. “Que yo no prefiera, dice, excusar mis pecados a acusarlos” (en.
Ps. 140,3).
Por otro lado, el filtro de toda palabra para san Agustín debe ser la caridad. Pues «no se
entra en la verdad sino por la caridad» (c. Faust. 32,18). Y sobre todo la frase de san Agustín
que precede al famoso pensamiento de «Ama y haz lo que quieras» (ep. Io. tr. 7,8); «Ama y
di lo que quieras» (exp. Gal. 57).
Si verdaderamente el amor es el que guía nuestras palabras, podemos decir lo que
queramos, con la libertad propia de los hijos de Dios, que nunca causaremos daño a na-
die. Por ello debemos pensar, ¿qué es lo que motiva nuestras palabras? ¿De dónde brotan
las palabras que decimos en la comunidad? ¿Con qué intención las decimos?
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El escuchar la Palabra y cumplirla equivale a edificar sobre roca. Pues el sólo escuchar es
ya edificar (s. 179,8).
De este modo, quien pone en práctica la Palabra, es como el que edifica su casa sobre
roca, y no teme las dificultades: que se desborden los ríos, ni que soplen con fuerza los
vientos, pues está seguro, cimentado sobre la roca, que es Cristo:
¿Qué edifica? Ved que edifica su casa, mas puesto que no pone en práctica lo que escucha,
escuchando edifica sobre arena (Mt 7,26). Quien la escucha y no la pone en práctica edifica
sobre arena, y edifica sobre roca quien la escucha y la pone en práctica (Io. eu. tr. 57,8).
5. «El que contemplaba sus rasgos fisionómicos en un espejo» (St 1,23). El oyente
olvidadizo
El apóstol Santiago nos ofrece una imagen muy particular, para hablar de aquellos que
escuchan la Palabra de Dios y no la ponen en obra, pues son parecidos a un hombre que
se miraba en un espejo, y después de haberse contemplado se daba media vuelta y se
olvidaba de cómo era.
El espejo es para san Agustín la Palabra de Dios, y sus mandamientos, donde el cre-
yente se tiene que mirar todos los días, para descubrir cómo se va formando Cristo en su
propia vida, y contemplar cómo todo su ser se va cristificando. En el comentario al salmo
118, san Agustín nos presenta un proceso de tres pasos para leer la Palabra de Dios como
si fuera un espejo, de forma que ésta nos lleve a descubrir y a cumplir la voluntad de Dios.
Tal quiere ser éste, es decir, quiere contemplar como en un espejo los mandamientos de
Dios, para no verse confundido, porque no quiere ser sólo oyente de ellos, sino cumplidor. Por
lo mismo, anhela enderezar sus caminos para guardar la justicia de Dios (en. Ps. 118,4,3).
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Parte bíblica
1. No hacer acepción de personas
En esta sección de la carta de Santiago que meditamos hoy en nuestros ejercicios
espirituales, el apóstol nos invita en primer lugar, a no hacer acepción de personas (vv.
1-13). Por ello, el verbo que usa en el primer versillo del capítulo dos, marca la pauta de
lectura de esta sección. De este modo Santiago dice: «no hagáis acepción de personas».
(v. 1.9). Literalmente, la palabra «acepción de persona», traduce la expresión «aceptar una
determinada cara» («prosopolempsíais»), y por consiguiente rechazar otra, como una ex-
presión para referirse a la distinción que se hace de las personas por su aspecto exterior,
manifestada con la sinécdoque «cara», que es tomada asimismo como manifestación de
la persona en sí misma («prosopon»).
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Un poco más adelante, Santiago nos dice que el ser humano no es sino un vapor (4,
14: «átmís»), por ello toda la gloria que el ser humano se quiera dar a sí mismo es vana,
está vacía, es parte de la religión falsa de la que ha hablado anteriormente, una religiosi-
dad marcada por la vacuidad y los elementos externos, por las simples apariencias (1,26:
«mátaios»). No se puede juzgar a nadie por las apariencias, pues estas son igual que el
hombre, un engaño, una fantasía.
De hecho, el ejemplo del v. 2, de nuevo une los extremos con una serie de elementos
sumamente elocuentes, como es propio del estilo de Santiago. De este modo, contrapo-
ne a un hombre ricamente adornado con un anillo de oro y vestido de manera espléndida
(literalmente, con una ropa brillante: «lamprá»), con una persona que lleva unos vestidos
sucios, manchados (v.2: «rupará). La distinción entre los dos personajes es anticipada por
el verbo «epiblepó», que significa mirar, pero con una especial atención, con un especial
cuidado. De hecho, el v. 2, subraya que quien ha atraído la atención de quien tiene el ofi-
cio de asignar los puestos en la asamblea de creyentes, es el rico: «dirigís vuestra mirada al
que lleva el vestido espléndido» (v. 3). El pobre, es por tanto invisible. El texto, para resaltar
la discriminación, solo se refiere a él para darle una orden con respecto al lugar humilde
que tiene que ocupar, bien sea de pie, o sentado en el suelo, con lo que se acentúa que es
despreciado por su apariencia y que se juzga por criterios humanos y no por el criterio de
la fe, que es de lo que va a hablar a continuación.
De hecho, una vez que Santiago nos ha propuesto la imagen tan elocuente y cotidia-
na, hace una pregunta retórica para reprochar e invitar a la reflexión, sobre todo para
revisar cuál es el criterio con el que se juzga. Por eso dice: «¿No sería esto hacer distinciones
entre vosotros y ser jueces con criterios malos?» (v. 4).
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Posteriormente, Santiago enuncia dos elementos negativos de los ricos (vv. 6-7). Son
ellos los que oprimen y arrastran a los tribunales a los creyentes, particularmente a los
más pobres (v. 6). En segundo lugar, los ricos según el mundo son los que blasfeman del
nombre de los cristianos (v. 7). En este segundo caso, se refiere Santiago, no solo a los
que directamente blasfeman contra los cristianos, sino también a aquellos que hablan
en contra de los cristianos, de forma que su reputación se vea dañada. Ambos elementos
caben en la expresión verbal «blasfemoûsin», que es muy utilizada por san Pablo para ex-
hortar a las comunidades a no hablar mal los unos de los otros (Tt 3,2), o a evitar que se
insulte el nombre de Dios entre los gentiles a causa de la mala conducta de los cristianos
(Rm 2,24).
El pasaje termina regresando al tema del versillo uno, que es precisamente el de la
acepción de personas («prosopolempsíais»: vv. 1.9), para señalar Santiago que quien cum-
ple la ley del amor, no puede dejarse guiar por criterios humanos y hacer acepción de per-
sonas. No obstante, si se olvida la ley «regia» del amor, y se puede llegar a discriminar a las
personas por sus condiciones externas o personales, con ello se comete una trasgresión
o desobediencia («parabátes») contra la ley del amor que debe presidir toda comunidad.
Parte agustiniana
1. Introducción
El texto que meditamos hoy nos invita a no mezclar la fe con la acepción de personas.
La fe nos debe llevar a ver en todo ser humano a una persona con una dignidad especial,
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), independientemente de
todos los elementos externos o humanos que pueda tener.
En el mundo en el que vivimos, que es el mundo de la imagen, cuenta mucho la apa-
riencia y las cosas exteriores, mientras que para Dios lo que cuenta no son las apariencias,
sino lo que queda muchas veces oculto a los ojos de los hombres, como son las intencio-
nes del propio corazón: «No es como ve el hombre, pues el hombre ve las apariencias, pero
Dios ve el corazón» (1 S 16,7).
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Con la interna luz de vuestra alma mirad las heridas del crucificado, las cicatrices del re-
sucitado, la sangre del que muere, el precio del creyente y el importe de nuestro rescate (uirg.
54,55).
Y ya que la redención implica, según el pensamiento de san Agustín, el descenso de
Cristo desde su divinidad a la pequeñez del ser humano, la vida del creyente debe ser
siempre un abajamiento y un descenso, en donde se busca abrazar a todos los hombres
evitando hacer diferencias y distinciones por motivos humanos.
(…) Cristo, quien subsistiendo en forma de Dios, (…) se anonadó a sí mismo tomando
la forma de siervo [y así] nos consideremos ser siervos sin dejar de mostrarnos agradecidos
a aquel de quien recibimos las cosas sublimes, condescendamos con los débiles, no despre-
ciado las cosas inferiores y adaptándonos a quienes no pueden ver como nosotros las cosas
sublimes (en. Ps. 30,2,1-2).
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MANUAL DEL PREDICADOR
En este sentido es ejemplar el trato que san Agustín tuvo con los pobres. Por los textos
de sus sermones, podemos darnos cuenta de que san Agustín no rechazaba a los pobres,
sino que cuando los encontraba por la calle, conversaba con ellos, los escuchaba, los so-
corría con lo que podía, y además aprovechaba sus alocuciones para exhortar a sus fieles
a hacer obras de caridad:
Desde el mismo momento en el que salgo para venir a la Iglesia y al regresar, los pobres vie-
nen a mi encuentro y me recomiendan que os lo diga para que reciban algo de vosotros (…)
Les doy cuanto tengo; en la medida de mis posibilidades. ¿Acaso soy yo capaz de satisfacer
todas sus necesidades? (s. 61,13).
De hecho, el mismo san Agustín hacía caso a las peticiones y a las súplicas de los po-
bres, y por ello en sus sermones exhortaba a sus fieles a la caridad, como una manifesta-
ción de que sus palabras tenían eco, repercusión y fruto en el corazón de sus fieles:
Ellos (los pobres) me amonestaron a que os hablara. Y cuando ven que nada reciben, pien-
san que es inútil mi trabajo con vosotros (s. 61,13).
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¡Ea, rico, puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso tienes la vida eterna?
Da, pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes (s. 350B = s. Etaix 3).
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avaricia? Si pues eres así, eres pobre no por no haber querido ser rico, sino por no haber podi-
do serlo (…) Dios, pues, no mira tu propiedad, sino tu voluntad (s. 114B,11 = s. Dolbeau 5,11).
Y junto a los pobres, que paradójicamente son ricos, se puede dar el caso de ricos se-
gún este mundo, que sean pobres, pues viven desprendidos de los bienes materiales que
tienen, y a la vez son humildes. Así lo señala san Agustín en un texto donde comentando
la parábola del rico necio y del pobre Lázaro (Lc 16,19-31), le hace ver a un pobre, que
creía que se iba a salvar solo por su pobreza, que la pobreza que hace verdaderamente
bienaventurados es la pobreza interior, la confianza plena en Dios y la humildad:
Escúchame, ¡señor pobre!, acerca de lo que me has propuesto. Pues cuando dices que tú
eres aquel santo ulceroso (Lázaro), mucho me temo que, por tu orgullo, no seas lo que dices
ser. No desprecies a los ricos misericordiosos, a los ricos humildes; y para decir en una palabra
lo que antes anuncié: no desprecies a los ricos pobres. ¡Oh pobre, sé tú también pobre; pobre,
esto es, humilde! Pues si un rico se ha hecho humilde, ¿cuánto más debe ser humilde el pobre?
(s. 14,4).
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tro. De este modo, el don del Espíritu Santo que corresponde a los pobres en el espíritu es
el del Temor de Dios. Quien es humilde, es el que teme a Dios, ya que este temor de Dios
es «el principio de la sabiduría» (Pr 1,7). Y como señala san Agustín, las bienaventuranzas
son un itinerario espiritual, pues se comienza con la humildad, y el temor de Dios, pidien-
do que el nombre de Dios sea santificado:
En efecto, si el temor de Dios es el que hace bienaventurados a los pobres de espíritu por-
que de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3): pidamos que sea santificado entre los hombres
el nombre de Dios con el temor casto, que permanece por los siglos de los siglos (Sal 18,10) (s.
dom. m. 2,11,38).
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Parte bíblica
1. Introducción
El texto que nos sirve hoy como lectio divina tiene dos partes. La primera de ellas es
la relativa a la enunciación del tema de la sección, que es afirmar que la «fe sin obras está
muerta» («nekrá»), aseveración que aparece al principio y al final de la sección, como in-
troducción y conclusión de la misma sección (vv. 17.26).
La segunda parte tiene que ver con la justificación que solo puede existir cuando se da
una cooperación entre la fe y las obras (v. 22). En esta parte, Santiago nos ofrece la discu-
sión con un adversario imaginario que sostiene que para salvarse y justificarse basta solo
la fe. Por ello, Santiago, en el marco de esta discusión, nos propone dos ejemplos sacados
de la Escritura, para demostrar tanto que la fe sin obras está muerta, como que sin la fe y
las obras no es posible la justificación del ser humano.
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Del mismo modo sucede con la fe, si no tiene obras está muerta. Por el contrario, cuando
a las palabras les sigue la acción, el dar al indigente lo que necesita, es cuando la fe pasa
de ser una fe muerta, a una fe verdaderamente viva. De hecho, en esta sección se repite
doce veces la palabra «obras» («érga») y es solo superada por la palabra «fe» («pístis») que
se repite trece veces.
Por ello, la conclusión de esta primera parte es señalar que «la fe sin obra está muerta»
(v 17). Esta será también la conclusión a la que llegará al final de la sección (v. 26).
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Parte agustiniana
1. Introducción
Es conocido que Lutero llamaba a la carta de Santiago, la «carta de paja» precisamente
por la insistencia en que la fe sin obras está muerta. Por tanto, no basta la sola fides para
alcanzar la salvación. Es preciso mostrar la fe con obras.
El texto que hoy meditamos tiene tres partes. En primer lugar, ver qué es la fe. En se-
gunda instancia, el punto central es ver cómo «la fe sin obras está muerta» (St 2,17), ya que
el apóstol Santiago no solo enuncia este principio, sino que nos ofrece un ejemplo claro
de cómo vivir y manifestar la fe, que es precisamente por medio de las obras de caridad y
de misericordia con los hermanos. No podemos decir que tenemos fe si no socorremos a
los hermanos a quienes vemos pasar necesidad.
Como complemento y apoyo en la Escritura, el apóstol Santiago nos ofrece dos ejem-
plos de la fe manifestada en las obras, el de Abrahán, quien creyó, y movido por la fe, es-
taba dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac (Gn 22); y el caso de Rajab, quien colaboró
con los exploradores enviados por Josué a Jericó (Jos 2,1-21).
El tercer tema que nos presenta el texto, entro otros que podríamos enunciar, es el re-
lativo a lo que san Agustín llama «la fe de los demonios», ya que ellos, como afirma la carta
de Santiago, «también creen y tiemblan» (St 2,19). Reflexionemos sobre cada uno de estos
elementos con detalle, ayudados por las palabras de san Agustín.
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Por consiguiente, quien tiene a Cristo en su corazón, no antepone a Él nada terreno ni pa-
sajero, ni siquiera lo que es lícito y nos está permitido; ése tiene a Cristo como fundamento.
Pero si alguna cosa la pone con preferencia, a pesar de que parezca tener fe en Cristo, en ése el
fundamento no es Cristo, ya que se anteponen esas realidades al mismo Cristo. ¡Cuánto más
ha dejado de poner en primer lugar a Cristo, más aún, evidentemente lo ha pospuesto, quien,
despreciando los saludables mandamientos, practica obras ilícitas! (ciu. 21,26).
Finalmente, la fe se manifiesta en las obras. San Agustín usa en muchas ocasiones, al
hablar de la fe, el texto de Ga 5,6: «La fe que actúa por medio del amor». Por ello, una fe que
no se manifieste por medio de las obras propias del amor, está muerta.
4. «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento dia-
rio…» (St 2,15)
La fe se debe manifestar por medio de las obras, para demostrar que no es una fe
muerta, sino viva. Por ello el apóstol Santiago presenta un caso sumamente concreto al
hablar de la necesidad de los hermanos que carecen de la ropa y del alimento necesario.
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MANUAL DEL PREDICADOR
La fe que actúa por la caridad debe mover a quien tiene fe, a hacer algo por sus hermanos
que pasan necesidad.
San Agustín comenta que si bien es cierto que la muestra más grande del amor es dar
la vida por los que amamos (Jn 15,13), hay también otras manifestaciones previas a esta
máxima muestra del amor. Y una primera prueba del amor es socorrer a los hermanos en
sus necesidades, como señala el mismo texto de la carta de Santiago. Por ello, si no po-
demos dar la vida por los hermanos, por amor, se pueden compartir con ellos los bienes
materiales, también movidos por el amor:
Nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15,13). (…) Ved
dónde comienza la caridad. Si aún no has llegado a la disponibilidad para dar tu vida por el
hermano, hállate dispuesto a hacerle partícipe de tus riquezas. Comience la caridad a sacudir
tus entrañas, para que no lo hagas movido por el orgullo, sino por la abundancia íntima de tu
misericordia. Pues si no eres capaz de dar a tu hermano lo que tienes de superfluo, ¿cómo vas
a poder entregar tu vida por él? (ep. Io. tr. 5,12).
Por otro lado, san Agustín señala que no podemos ser indiferentes ante las necesi-
dades de los hermanos, ni menospreciar a los pobres, pues, como señalábamos en días
anteriores, quien se encuentra en una situación de necesidad, es nuestro hermano, y ha
sido rescatado a precio de la sangre de Cristo:
¿Qué has de hacer entonces con él? Siente hambre tu hermano, se halla necesitado (…);
él no tiene, pero tú sí. Es tu hermano, habéis sido rescatados a la vez, el precio pagado por
ambos es el mismo, uno y otro habéis sido rescatados por la sangre de Cristo (ep. Io. tr. 5,12).
Asimismo, san Agustín señala la necesidad de compadecernos de nuestros hermanos.
La fe debe llevaros a tal identificación con Cristo, que podamos compartir su sentimiento
esencial, que es la misericordia y la compasión, que no es otra cosa que una manifesta-
ción de un amor misericordioso. No cabe la indiferencia ante la necesidad de hermano,
pues quien no se compadece y no muestra su fe con sus obras en favor de los hermanos,
no merece el nombre de cristiano:
Mira si te compadeces de él, en caso de tener bienes del mundo. Quizá digas: «¿Y a mí qué
me incumbe? ¿Voy a dar yo mi dinero para que él no sufra molestias?» Si es ésta la respuesta
que te da tu corazón, el amor del Padre no permanece en ti. Si el amor del Padre no permanece
en ti, no has nacido de Dios. ¿Cómo te glorías de ser cristiano? (ep. Io. tr. 5,12).
El creyente muestra que su fe actúa por el amor, cuando se compadece y se identifica
con el divino Buen Samaritano (Lc 10,25-37), que para san Agustín es figura de Cristo,
quien descendió de los cielos y se compadeció del hombre que había caído en manos
de los ladrones, y curó sus heridas, llevándolo a la posada y entregando los dos denarios
por él:
“Samaritano” significa “custodio” (…) A continuación, aduciendo la parábola, dice, como
sabéis: Pasó un samaritano y obró con él misericordia. Yacía herido en el camino, porque bajó.
Al pasar el samaritano no nos abandonó; nos curó, nos subió al jumento, a su carne; nos llevó
a la posada, es decir, a la Iglesia, y nos encomendó al mesonero, esto es, al Apóstol, y le entre-
gó dos denarios para curarnos, a saber, el amor de Dios y el del prójimo (en. Ps. 125,15).
Vivir la fe que actúa por las obras es verdaderamente convertirnos en «samaritanos» de
nuestros hermanos, es decir en sus protectores, actuando movidos por la caridad mise-
ricordiosa, e invitando a tener amor a Dios y al prójimo con las dos monedas entregadas.
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MANUAL DEL PREDICADOR
5. La fe de los demonios
El texto que meditamos hoy nos invita a no vivir nuestra fe como los demonios, que
como afirma el mismo apóstol, «creen y tiemblan» (St 2,19). De hecho, san Agustín hace la
comparación entre la fe de Pedro («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»: Mt 16,16), y la de
los demonios («Sé quién eres tú: el Santo de Dios» Lc 4,34). De este modo, ambos, afirman
y profesan que Cristo es el Hijo de Dios. No obstante, como observa san Agustín, los de-
monios creen para su condena, pues la fe no los lleva a tener obras salvíficas, sino solo a
saber que están ya condenados para siempre. En cambio, a Pedro, la fe y la profesión de
fe en Cristo lo llevan a la salvación.
La fe auténtica es aquella que tiene, según san Agustín, un fuego especial, que hace
arder en el amor de Dios y eleva hacia el cielo, dejando el amor de las cosas de la tierra.
Como nos distinguimos en la fe, distingámonos de igual manera por nuestras costumbres
y por nuestras obras, inflamándonos de la caridad de que carecían los demonios (…) Arded,
pero no con el fuego que ha de quemar a los demonios. Arded con el fuego de la caridad para
distinguiros de los demonios. Este ardor os arrastra a lo alto, os lleva hacia arriba, os levanta
al cielo. Por muchas molestias que hayáis sufrido en la tierra, por mucho que el enemigo opri-
ma y hunda el corazón cristiano, el ardor de la caridad se dirige a las alturas (s. 234,3).
Este amor a Dios, procedente de la verdadera fe, no de la fe inútil de los demonios, se
alimenta por medio de las alabanzas al Señor, las obras y las costumbres buenas, y ya que
la fe y la caridad son dones que proceden de Dios, es preciso orar para que el mismo Dios
aumente su don en nosotros:
Dejaos enfervorizar por el Espíritu y arded en el fuego de la caridad; que vuestro fervor se
traduzca en alabanzas a Dios y en inmejorables costumbres. Un cristiano es ardiente, otro
frío: que el ardiente encienda al frío y el que arde poco desee arder más y suplique ayuda. El
Señor está dispuesto a concederla (s. 234,3).
Por otro lado, la fe auténtica se distingue de la «fe de los demonios» porque actúa movi-
da por el amor, y san Agustín nos presenta un proceso de tres pasos para analizar y ver si
nuestra fe es la fe auténtica o solo «creemos como los demonios», porque sabemos muchas
cosas sobre Cristo y sus misterios, pero esta fe no nos mueve a una conversión, ni a reali-
zar obras de amor. Por ello, señala san Agustín, que la primera característica por la que se
diferencia la verdadera fe de la fe de los demonios es que crece interiormente, como su-
cede con la semilla de la que habla el evangelio (Mc 4,27), sin que la persona sepa cómo.
En segundo lugar, la fe se encuentra inevitablemente unida y vinculada al amor, y hace
que el mismo amor crezca dentro del corazón de quien tiene fe. De tal modo, que van
decreciendo y perdiendo fuerza las pasiones, y las concupiscencias de este mundo.
Finalmente, el tercer elemento es que mueve a la persona para que busque y alcance
la santidad, es decir, que este mismo amor que se ha ido incrementando en su interior
pueda llegar a su perfección.
Así lo comenta el mismo san Agustín en su carta a Firmo:
La fe sin obras está muerta en sí misma (St 2,17), ya que también los demonios creen,
pero tiemblan (St 2,19), como él mismo dijo; sin embargo, no se salvarán, porque obran
siempre el mal. Por eso también el apóstol Pablo definió la fe propia de los miembros
de Cristo como aquella que obra por el amor (Ga 5,6). En ella hay que progresar, pero es-
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MANUAL DEL PREDICADOR
tando dentro. El deseo de este mundo, incitador al mal, disminuye a medida que cre-
ce el amor de Dios, y desaparece cuando el amor de Dios alcanza la perfección (ep. 2*, 6).
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MANUAL DEL PREDICADOR
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MANUAL DEL PREDICADOR
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MANUAL DEL PREDICADOR
Parte bíblica
1. Introducción
Nuestro texto hoy tiene dos partes muy marcadas. En la primera parte, el apóstol San-
tiago retoma el tono de los profetas del Antiguo Testamento para hacer una llamada fuer-
te a la conversión. En la segunda parte, retomando la idea de la humildad, invita a obede-
cer a Dios, así como a amar al prójimo, y a evitar juzgar a los hermanos, pues quien juzga
al hermano, o habla del hermano, es como si hablara o juzgara a la misma Ley.
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MANUAL DEL PREDICADOR
deseo de placer (v.1: «edonón»: el placer, el hacer lo que a uno le gusta) y en general por
los fuertes deseos desordenados (v. 2: «epithumeíte»). De hecho, la palabra «epithumeíte»,
tiene el sentido de desear con vehemencia. Ciertamente hace referencia a desear con
fuerza cosas buenas o malas, pero aquí Santiago la usa en el sentido negativo, tal y como
la usa el mismo san Marcos en su evangelio para hablar de los deseos desordenados que
ahogan la Palabra de Dios como zarzas, y que hacen perecer lo sembrado en el corazón
del hombre (Mc 4,19).
Se repiten paralelamente en dos ocasiones la palabra «guerra» (vv. 1.2: «pólemoi») y
«lucha» o conflicto claramente intenso y amargo (vv. 1.2: «máchai»). Los deseos también
pelean como un ejército en el interior del hombre que se ha alejado de Dios. De hecho, el
verbo «strateuoménon» (v. 1), significa lucha, guerra, pero está relacionado con la palabra
«ejército» («stratós»). Se trataría del ejército de la concupiscencia que lucha dentro del
corazón del creyente cuando este se ha alejado de Dios y se ha convertido en amigo del
mundo.
Y esta guerra interna no lleva sino a la frustración, y a cometer más pecados, pues el
creyente alejado de Dios no puede conseguir o tener lo que desea («ouk exete»: v. 2), y no
obtiene lo que quiere y desea con ardor («ou dúnasthe epitucheín»: v. 2), porque lo busca
por un camino equivocado.
Santiago apunta, de alguna manera, a la inquietud perversa en la que viven los cristia-
nos que se han hecho «adúlteros» y se han convertido por ello, en «amigos del mundo».
Se trata de una inquietud que los ha vuelto violentos, envidiosos (v. 2), y a la vez insatis-
fechos, pues buscan por un camino equivocado. Por ello Santiago los llama con palabras
fuertes para que se conviertan y puedan ser felices.
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MANUAL DEL PREDICADOR
5. Resistir al diablo
No obstante, ser amigos de Dios significa también otros elementos muy concretos que
se deben realizar una vez que se ha dado el paso previo de la humildad y se ha recibido
la gracia (v. 6). Con esta gracia se puede resistir al diablo (v. 7). De hecho, Santiago usa el
mismo verbo para señalar que, así como resiste Dios a los soberbios, del mismo modo el
creyente debe resistir, oponerse y ser hostil al diablo (vv. 6.7: «antístete»). Al oponerse y
resistir al diablo, éste huirá del creyente.
Una vez alejado el diablo, el creyente se debe acercar a Dios, señalando Santiago la
acción correspondiente que es que cuando el creyente se aproxima a Dios, es el mismo
35
MANUAL DEL PREDICADOR
Dios quien se acerca al creyente (v. 8). En ambos casos se usa el mismo verbo (v. 8: «eg-
gieí»: aproximarse, acercarse).
Dios, por tanto, atrae al hombre con su gracia, y cuando el hombre se acerca Dios,
realmente es Dios quien se está acercando a él (v.8). El acercamiento a Dios debe llevar al
compromiso de la conversión, significada en dos ejemplos. Por una parte, la invitación a
los pecadores a lavarse las manos, y a los dudosos y vacilantes, a la purificación del cora-
zón.
El lavado de las manos (v. 8) significa la purificación de las obras. Que las obras ya no
estén movidas por los deseos del mundo y el deseo del placer (v. 2), sino que sean obras
hecha desde la fe que actúa por el amor (2,18; Ga 5,6).
Limpiar el corazón es purificar las intenciones de las obras y acciones, evitando la hipo-
cresía, la falsedad y la duda que paraliza.
Esta primera parte termina con una diatriba contra los pecadores, contra aquellos que
no estén dispuestos a la conversión, y que perversamente sigan siendo «adúlteros», pues
desean seguir siendo amigos del mundo y enemigos de Dios. A ellos, Santiago les advier-
te, haciendo eco de los profetas del Antiguo Testamento, sobre la vanidad de las cosas de
este mundo. Por eso les dice: «entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y
vuestra alegría en tristeza» (v. 9).
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MANUAL DEL PREDICADOR
Parte agustiniana
1. Introducción
Este texto del capítulo cuatro de la carta del apóstol Santiago, es una invitación a la
conversión y a revisar nuestra oración, nuestros afectos, la confianza que tenemos en
Dios y en la fuerza de su gracia, así como la relación con los hermanos y las palabras que
usamos en dicha relación.
Este mismo capítulo nos ofrece una serie de versillos y de frases que serán muy impor-
tantes para san Agustín. Baste pensar en el texto de St 4,6 «Dios resiste a los soberbios y da
su gracia a los humildes», que será clave en la lucha antipelgiana, y le servirá al Doctor de
Hipona para señalar la importancia y la primacía de la gracia de Dios en la vida cristiana.
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MANUAL DEL PREDICADOR
3. La necesidad de la conversión
El amor al mundo. El texto de la carta del apóstol Santiago en este apartado es suma-
mente fuerte, ya que llama «adúlteros» a aquellos que abusan de la oración, ya que piden
a Dios con la intención de malgastarlo todo en sus placeres. San Agustín, por su parte,
se detiene a comentar estas palabras del apóstol Santiago, para subrayar que el amor al
mundo y no al Creador del mundo, es lo que hace que las almas se vuelvan adúlteras, es
decir, infieles a su Creador y esposo que es el mismo Dios. Por tanto, san Agustín interpre-
ta estas palabras fuertes del apóstol Santiago en el sentido de una necesidad acuciante
de conversión, en vista de que la persona tiene una «aversión a Dios (el bien inconmuta-
ble) y una conversión hacia las criaturas (los bienes mutables)» (lib. arb. 2,53).
Adúlteros, ¿no sabéis que quien se hace amigo de este mundo se vuelve enemigo de Dios?
(St 4,4) El amor del mundo hace infiel al alma; el amor al artífice del mundo hace al alma
casta (s. 142,3).
Proceso de conversión. En vista de que el alma se ha olvidado de Dios, y necesita re-
gresar a su Creador, san Agustín nos ofrece un itinerario de conversión dentro del s. 142,
para invitarnos a reflexionar, y ver en qué momento nos encontramos de este camino de
regreso al Padre.
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MANUAL DEL PREDICADOR
En primer lugar, san Agustín coloca la toma de consciencia, como le sucedió al hijo
pródigo que entró en su interior y solo así pudo darse cuenta de su propia situación (Lc
15,17). En este caso, san Agustín invita ciertamente a tomar consciencia de la propia si-
tuación, a sentir vergüenza y frustración y a regresar a Dios, ya que el alma había vagado
fuera de sí misma:
Es llamada de nuevo el alma que andaba fuera de sí misma a regresar a sí misma. Como se
había alejado de sí misma, así se había alejado de su Señor (s. 142,3).
En segundo lugar, aparece el deseo de regresar, provocado por la consciencia de la
propia impureza y corrupción. San Agustín repite en muchas ocasiones la palabra «regre-
so». El ser humano ha sido creado por Dios, y por su pecado, se ha alejado de su Creador;
por eso la conversión es siempre un camino de regreso, reconociendo el ser humano una
cosa que comenta san Agustín en las Confesiones: «esto sólo sé: que me va mal lejos de ti»
(conf. 13,9), porque toda la riqueza sin Dios no es sino pobreza: «toda abundancia mía que
no es mi Dios, es indigencia» (conf. 13,9).
Pero si no se avergüenza de su corrupción, no deseará regresar a esos abrazos castos (de
Dios). Debe sentirse confundida, para que regrese aquel que se jactaba que no iba a regresar
(s. 142,3).
No obstante, el gran impedimento para regresar a Dios y para la conversión es la so-
berbia, la autosuficiencia del ser humano. Este orgullo había llevado al alma a hacer tres
cosas. En primer lugar, a colocar sus propios pecados a sus espaldas para no verlos, y al no
ver sus propios defectos, estar muy atento a los defectos de los demás:
Aquello que el alma no quería ver, Dios se lo pone delante de los ojos, y aquello que prefería
poner a sus espaldas, lo coloca delante de sí. Para que se viera a sí misma en sí misma. ¿Por
qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga que tienes en tu ojo? (s. 142,3).
Y en segundo lugar, la soberbia había vuelto al alma egoísta, amadora de sí misma, ol-
vidada de Dios y de los demás. El camino de conversión es un olvido de nosotros mismos,
para amar a Dios y a nuestros hermanos:
El alma se miró a sí misma, se complació en sí misma, se convirtió en amadora de sus pro-
pias capacidades, se alejó de él (de Dios) (s. 142,3).
En tercer lugar, el alma ya no solo se había olvidado del amor de Dios, sino que incluso
llegó a olvidarse del amor de sí misma, para amar solo el mundo y las cosas del mundo:
Así, es Dios quien debe ser amado, hasta el punto que, por amor de Dios, si es posible,
debemos olvidarnos de nosotros misma. ¿En qué consiste este paso? El alma que se había ol-
vidado de sí misma amando el mundo, ahora se debe olvidar de sí misma amando al artífice
del mundo (Dios) (s. 142,3).
Por ello, el camino de la conversión para san Agustín, es un camino de cambio de amo-
res. «No quiero que no ames nada, pero quiero que ordenes tu amor» (s. 335C,13). Se debe
dejar el amor de este mundo para llegar incluso a olvidarnos del amor a nosotros mismos,
para poder amar a Dios:
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MANUAL DEL PREDICADOR
Con pocas palabras quedó definido que no puede poseer el amor de Dios quien ame al
mundo, y que es enemigo de Dios quien quiera ser amigo del mundo. A esto se refiere también
lo que dice el Señor en el Evangelio: Nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborrece a
uno y ama al otro, o a uno lo sufre y al otro lo desprecia. Y concluye: No podéis servir a Dios y
al dinero (Mt 6,24; s. 162,3).
No obstante, la cuestión esencial que san Agustín subraya es que el ser humano al
servir al mundo o a Dios, va buscando ser feliz, ya que «todos queremos ser felices» (en. Ps.
32,2,2). Por ello, los gozos de quien es esclavo del mundo son diferentes de aquellos que
son siervos de Dios:
Cuando uno se goza en el mundo, no se goza en el Señor, y cuando se goza en el Señor, no
se goza en el mundo. Venza el gozo en el Señor hasta que desaparezca el gozarse en el mun-
do. Aumente siempre el gozo en el Señor y disminuya continuamente el gozo en el mundo,
hasta que desaparezca (s. 171,1).
De este modo, la pregunta que san Agustín nos haría es la misma que él le platea a
san Pablo en el libro XIII de las Confesiones: «¿Dónde está puesta tu alegría y tu gozo (unde
gaudes)?»
La respuesta de Pablo es que su gozo está en la alegría, en la caridad fraterna y en el
cumplimiento de la voluntad de Dios, por la que en nombre de la caridad se hacen obras
que llevan un fruto.
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MANUAL DEL PREDICADOR
Yo me esforzaba por llegar a ti, pero era repelido por ti para que gustase de la muerte,
porque tú resistes a los soberbios (St 4,6). ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incompren-
sible locura, que yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo mudable y recono-
ciéndome tal, pues si quería ser sabio era por hacerme de peor mejor, prefería, sin embargo,
juzgarte mudable antes que no ser yo lo que tú. He aquí por qué era yo repelido y tú resistías a
mi cabeza soberbia (conf. 4,26).
El soberbio se adueña de los dones de Dios. Por otro lado, en la Ciudad de Dios san Agus-
tín señala que su propósito es precisamente convencer a los soberbios de que todos los
dones que hay en ellos no proceden de sí mismos, sino de Dios, y que no es lícito apro-
piarse de aquello que no es suyo, sino que procede de Dios. Por ello, san Agustín de nue-
vo señala que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, invitándonos a
considerar si verdaderamente somos humildes, porque reconocemos que todo proviene
de Dios; o de que no lo somos, en vista de que nos gloriamos de los dones de Dios como
si fueran nuestros:
Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de
la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón
del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las emi-
nencias pasajeras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he
propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que
dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes (St 4,6. ciu. prol.).
De hecho, es precisamente la humildad lo que distingue a los ángeles de Dios, de los
ángeles caídos. Una humildad manifestada en dos amores, el amor santo de los ángeles
de Dios, y el amor inmundo de los ángeles caídos:
Separó Dios la luz de la tiniebla (Gn 1,3-4), para nosotros existen estas dos sociedades de
ángeles: una, gozando de Dios; otra, hinchada de soberbia; (…) una, abrasada en el santo
amor de Dios; otra, gastándose en el humo del amor inmundo del propio encumbramiento.
Y como está escrito: Dios rechaza a los soberbios, pero concede su gracia a los humildes (ciu.
11,33).
Características de la verdadera humildad como camino de santidad. San Agustín nos re-
cuerda que la humildad no es negar lo que nosotros somos, sino reconocer lo que somos
y de quién procede lo bueno que somos y tenemos:
Pero a ti no se te dice: «Sé algo menos de lo que eres», sino: «Conoce lo que eres.» Recono-
ce que eres débil, que eres hombre, que eres pecador, que es él quien hace justos, que estás
manchado. Si tu confesión incluye la mancha de tu corazón, pertenecerás a la grey de Cristo
(s. 137,4).
El primer paso de la humildad que lleva a la santidad es el someterse dócilmente a
Dios, de tal forma que el cuerpo se someta al alma, refrenando todas sus pasiones y ape-
tencias:
En esta vida, por tanto, la santidad (iustitia) de cada uno consiste en que el hombre esté
sometido a Dios con docilidad, el cuerpo lo esté al alma y las inclinaciones viciosas a la razón,
incluso cuando éstas se rebelan, sea sometiéndolas, sea oponiéndoles resistencia (ciu. 19,27).
El segundo paso es pedir perdón por los propios pecados, por los propios fallos y cul-
pas, reconociendo que no somos perfectos. La soberbia nos lleva a esconder nuestros
defectos, la humildad, desde la verdad, nos lleva a reconocer y no justificar nuestras cul-
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MANUAL DEL PREDICADOR
pas, uniéndonos a toda la Iglesia, que todos los días pide perdón de sus faltas al rezar el
Padrenuestro:
¿No es cierto que la vida del hombre sobre la tierra es una tentación? (Jb 7,1: LXX), ¿quién
tendrá la presunción de vivir sin necesidad de decirle a Dios: perdónanos nuestras deudas, más
que un hombre infatuado? No se trata aquí de un gran hombre; es más bien un presumido,
un jactancioso, al cual, con plena equidad, rechaza quien ofrece gracia a los humildes. A este
respecto está escrito: Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes
(ciu. 19,27).
El tercer paso es pedir la gracia para poder hacer el bien, para cumplir los preceptos
de Dios, para superar las dificultades, desde la consciencia de que sin la gracia de Dios no
se puede hacer nada, pues como dice san Agustín «Señor, nada sin ti, todo en ti. Él puede
mucho, todo sin nosotros, nosotros no podemos hacer nada sin Él» (en. Ps. 30,2,1-4):
Además, es preciso pedirle al mismo Dios, la gracia para hacer méritos (ciu. 19,27).
Finalmente, el cuarto paso es dar las gracias a Dios, reconociendo que todo es un don,
y que el creyente humilde es siempre agradecido, al reconocer que no merece nada, sino
que todo es una dádiva de Dios:
Es mejor dar gracias a Dios por un don pequeño que apropiarse las gracias por un don
grande (ep. 27,4).
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MANUAL DEL PREDICADOR
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MANUAL DEL PREDICADOR
unos de los otros: «No seamos vanidosos provocándonos los unos a los otros y envidiándo-
nos mutuamente (…) Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de
Cristo» (Ga 5, 25.6,2).
San Agustín, por tanto, nos invita a evitar la murmuración e incluso evitar exagerar
con mentiras los defectos de los demás. Sólo así se puede construir la comunión en la
comunidad:
Guardaos de la murmuración, que nada aprovecha, y refrenad la lengua de la detracción
(Sb 1,10). La detracción tiene su origen en la malevolencia, cuando alguno no solamente ex-
presa con la boca y la voz corporal lo que ha inventado de alguno, sino que, además, en secre-
to, quiere que se le crea tal cual (mend. 33).
Y a la vez san Agustín señala que un vicio tan grande no puede quedar oculto a los ojos
de Dios, sino que Dios juzgará a quien haya calumniado y murmurado de su hermano:
(…) lo que, ciertamente, es calumniar con la boca del corazón. Y esto no puede permane-
cer oscuro ni oculto ante Dios (mend. 33).
Por ello, san Agustín invita a los cristianos, y particularmente a todos los que viven
en comunidad, a que cuiden sus palabras. Asimismo, san Agustín nos exhorta, al igual
que apóstol Santiago, a que evitemos la amargura de la murmuración, del descontento
continuo, de la queja prolongada y cruel, y que sirvamos a Dios con el gozo de la caridad,
pues es preciso servir a Dios con gozo y con alegría, pues Dios ama al que da con alegría
(2 Co 9,7). Por eso, al comentar el salmo 99, que nos invita a servir al Señor con alegría,
san Agustín dice:
Servid al señor con alegría. Os habla a todos los que soportáis todas las cosas con caridad y
os alegráis en la esperanza. Servid al Señor no con la amargura de la murmuración, sino con el
regocijo del amor. Es fácil alegrarse exteriormente; alégrate delante del Señor (en. Ps. 99,14).
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MANUAL DEL PREDICADOR
Parte bíblica
1. Introducción
El texto que meditamos hoy tiene dos partes. La primera es una invitación a reconocer
la fragilidad de la vida humana y a deponer la jactancia y la soberbia con la que el ser
humano actúa en ocasiones.
La segunda parte es, de nuevo, una diatriba contra los ricos, contra aquellos que han
puesto toda su confianza en los bienes materiales y se han olvidado de Dios. En esta
segunda parte resuenan fuertemente muchas de las páginas proféticas del Antiguo Tes-
tamento.
2. Vita brevis
La primera parte del texto (4,13-17) tiene como centro la afirmación del versillo 14,
donde Santiago recuerda que el hombre es simplemente un vapor de agua («atmís») que
se muestra por un breve período, para posteriormente desaparecer: ¡Sois vapor de agua
que aparece un momento y después desaparece! (v. 14). En esta afirmación de Santiago,
la fugacidad y fragilidad de la vida del ser humano es acentuada por la expresión ver-
bal «fainoméne» (aparecer) a la que se contrapone la expresión verbal contraria «afani-
zoméne» (desaparecer) (v. 14). El sentido de esta contraposición de términos sería que el
ser humano se muestra o aparece por un corto periodo de tiempo, y después ya no se
manifiesta, ni se muestra, sino que desaparece. La fragilidad y brevedad es acentuada,
asimismo, por la expresión «olígon» (breve) que acompaña a «fainoméne» (aparecer: v.
14), para señalar que el periodo en el que el ser humano se muestra es muy breve, y ne-
cesariamente limitado.
Por ello, el ser humano no puede hacer planes sin contar con Dios, confiando en sí
mismo y creyendo que tiene un tiempo ilimitado para vivir, y que todo está en sus manos.
De ello ofrece ejemplo Santiago en el v. 13, donde se presenta la planeación de viajes y
negocios, sin contar con Dios. Estos negocios son acentuados por los términos «emporeu-
sómetha» y «kedresómen» (v. 13). La primera palabra significa hacer negocios, en donde
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MANUAL DEL PREDICADOR
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MANUAL DEL PREDICADOR
5. Riquezas y lamentos
La segunda parte del texto (5,1-6), es de nuevo una diatriba contra los ricos como las
que ya nos había presentado Santiago en otros pasajes de su carta (2,5). En esta ocasión
también se pueden percibir en las palabras de Santiago los ecos de las voces de los pro-
fetas veterotestamentarios.
Esta segunda parte comienza presentando la vanidad y vacuidad de los tesoros de los
ricos, de aquellos que han puesto su corazón en las cosas de la tierra. Por ello, Santiago les
invita a no regocijarse, sino a lamentarse (ololúzontes) y llorar (klaúsate) «por las miserias
por las desgracias que están para caer sobre vosotros» (5,1). De hecho, la palabra «talaipo-
ríais» (miserias) significa también dificultades, estrecheces, problemas, calamidades.
Son desgracias que sobrevendrán a los ricos, a vosotros que «habéis hartado vuestros
corazones para el día de la matanza» (5,5). Y la razón de estas desgracias es que sus rique-
zas provienen de haber retenido o robado (v. 4: «apestereménos»: no haber pagado) los
salarios (v. 4: «mistós»), de los trabajadores que segaban o cortaban con una hoz la hierba
(v. 4 «amesánton») de sus campos.
De hecho, este mismo salario es el que grita («krásei»). Pero no solo grita contra ellos el
salario defraudado. Al coro de quejas se unen también los gritos de los que cosechaban
sus mieses y reunían el grano («therisánton»), y sus clamores llegan hasta el Señor de los
ejércitos, o literalmente, al Señor «Sabaoth», es decir, al Todopoderoso. Los ricos se habían
sentido todopoderosos en la tierra, y por eso creyeron que tenían poder para privar a sus
trabajadores de su salario, pero hay un juicio justo del Dios todopoderoso que los conde-
na, y que repudia sus abusos e injusticias.
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(4,14), y que en vista de esta brevedad de la vida del ser humano, sus días son siempre los
últimos. Quien no puede reconocer esto, es un necio, y se prepara como los ricos para su
condena, para el «día de la matanza» (5,5). Quien tiene la capacidad de darse cuenta de
esta realidad, puede vivir con prudencia y sabiduría (4,15).
Por otro lado, Santiago subraya que son las mismas riquezas las que están corrompi-
das y las que acaban devorando a los ricos: «vuestro oro y vuestra plata están tomados de
herrumbre (iós) y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes
como fuego» (5,3). La palabra «iós», no solo significa «herrumbre», sino también «veneno»,
especialmente el veneno de las serpientes (Rm 3,13). Es verdad que la mayoría de los es-
pecialistas se inclinan por traducir en este texto «iós» como «herrumbre». No obstante, es
significativo que las riquezas son también un veneno que acaba quitando la vida a quien
pone su esperanza en ellas, y que son, por lo tanto, un elemento que no da vida, sino que
mata a su poseedor y lo devora «como el fuego» (5,3).
Lo fundamental es que Santiago pone de manifiesto el peligro de las riquezas, como
todos los autores de la Sagrada Escritura, y sobre todo el peligro que existe en poner
el corazón en los bienes materiales y de buscar adquirir riquezas por todos los medios
posibles, incluso por medios ilícitos (el robo y la explotación), como es el caso que nos
presenta esta sección del texto.
Parte agustiniana
1. Introducción
El texto que meditamos hoy tiene fundamentalmente tres partes. La primera de ellas
es una invitación a reconocer la fragilidad de la vida humana. No somos dueños de nada
(1 Co 4,7), ni siquiera del tiempo de nuestra vida. Todo está en las manos de Dios. No po-
demos hacer planes sin contar con Dios, y sin poner todo en las manos de Dios. De aquí
las palabras del apóstol Santiago que han pasado al lenguaje coloquial, en donde quien
es creyente, al hablar de los proyectos futuros, añade siempre «si Dios quiere».
En segundo lugar, el texto nos invita a darnos cuenta de la responsabilidad de hacer
el bien, pues quien sabe hacer el bien y tiene los medios para realizarlo, y por desidia,
pereza o indiferencia no lo hace, comete un pecado. Se trata de una invitación a la acción
y a evitar la omisión.
Finalmente, el texto nos ofrece una larga diatriba contra los ricos, y en las palabras
fuertes del apóstol Santiago podemos escuchar los ecos de los profetas del Antiguo Tes-
tamento, quienes también hacían invectivas muy similares contra los ricos de su tiempo.
Veamos estos tres elementos con detalle para nuestra reflexión.
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aquel testimonio profético y evangélico, puesto que se lee también en el evangelio: Toda car-
ne es heno, y toda la gloria de la carne es como la flor del heno; se secó el heno, se cayó la flor;
la Palabra del Señor permanece para siempre (Is 40, 8; s. 124,1).
Se trata de un texto que es, una vez más, una invitación a la humildad. Quien se conoce
a sí mismo, sabe que es limitado y que su fuerza está puesta solo en Dios. La soberbia no
es sino una hinchazón que tergiversa la realidad del ser humano, y que al final ciega a la
misma persona y lo aleja de Dios. La fugacidad de la vida humana es expresada por san
Agustín retomando las palabras del apóstol Santiago:
¿Qué es vuestra vida? ¿Un vapor que aparece un instante y luego se disipa? (St 4,14) Ayer
vivía, hoy no existe; hace poco que se le veía, ahora no existe aquel al que se veía. Se conduce
al sepulcro a un hombre: los acompañantes vuelven tristes, pero se olvidan luego. Se dice:
«¡Qué poca cosa es el hombre!» Y esto lo dice el hombre mismo, pero no se corrige, a fin de ser
algo y dejar de ser nada (s. 302,8).
Tanto la Escritura como el mismo san Agustín, presentan al soberbio como un necio,
como aquel que no se da cuenta y no entiende, y esa cerrazón en su autosuficiencia lo
lleva a la ruina:
Los humildes son como la piedra; la piedra aparece cosa baja, pero es sólida. Y los sober-
bios, ¿cómo aparecen? Como humo; cuanto más alto suben, tanto más pronto se disipan (en.
Ps. 92,3).
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males, porque hay muchos malos u operadores del mal. No obstante, como recuerda san
Pablo, se vence el mal con la fuerza y el poder del bien (Rm 12,21):
«Son muchos los malvados, muchos los males». ¿Y qué quieres tú? ¿Acaso esperas que obre
el bien quien es malvado? No busques uvas en las espinas (…) De la abundancia del corazón
habla la lengua (Mt 12,34) (…) ¿Quieres vencer la maldad con la maldad? Entonces habrá
ya dos maldades, que han de ser vencidas ambas. ¿No das oídos al consejo de tu Señor, que
te dice por boca del apóstol: no te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien? (Rm
12,21; s. 302,10).
Por otro lado, el texto del apóstol Santiago señala que es un pecado no hacer el bien,
cuando lo podemos hacer, porque está en nuestras manos. Se trata de los pecados de
omisión, de aquellas cosas que podemos hacer por nuestros hermanos, que no implican
un mayor esfuerzo, pero que no las hacemos simplemente porque no caemos en la cuen-
ta de ello, por estar demasiado ocupados en nuestros asuntos, o por vivir dispersos y no
escuchar la voz del Espíritu en nuestro interior que nos invita a hacer el bien:
De dos maneras puede hablar la Verdad inmutable: ya habla por sí misma de ma-
nera inefable a la mente de la criatura racional, ya por medio de imágenes espiri-
tuales a nuestro espíritu, o con voces corporales al sentido del cuerpo (ciu. 16,6,1).
Al que te pida dale (Lc 6,30). El texto del apóstol Santiago nos invita no solo a aprender a
no hacer el mal, sino también a hacer bien. San Agustín se percata de que hay un texto
en la Escritura que nos invita a dar a todo aquel que nos pida («A todo el que te pida, dale»
Lc 6,30). No obstante, el mismo obispo de Hipona comenta que hay un precepto que nos
invita a recapacitar antes de dar una limosna. San Agustín, equivocadamente señala que
este consejo se encuentra en la Escritura, aunque en realidad, se encuentra en un antiguo
documento del siglo segundo llamado la Didaché. En este documento se dice: «Que tu
limosna sude en tu mano hasta que encuentres al justo y se la entregues» (Did. 1,6).
Así, san Agustín invita, al momento de realizar obras buenas y particularmente obras
de caridad en favor de los pobres y de los más necesitados, a tener presentes ambos pre-
ceptos. Por una parte, aprender a dar a todo el que nos pide. Ciertamente en la actualidad
hay muchos que piden sin que realmente sean pobres, o sin que lo necesiten, sino que
piden porque han hecho de la mendicidad un modus vivendi, y forman parte de una de
las muchas «cortes de los milagros» urbanas del mundo.
San Agustín, junto con la tradición bíblica, nos diría que es preciso ser muy prudentes
para no fomentar un vicio, o alimentar las mafias que viven de la explotación de la com-
pasión. Pero, por otro lado, la Escritura nos invita a que si dudamos si en realidad la per-
sona lo necesita o no, que no cerremos nuestra mano, si en nuestro interior percibimos
que Dios no llama a ello, particularmente como dice la Escritura, para que el pobre no nos
maldiga: «No rechaces la súplica del atribulado, ni vuelvas la espalda al pobre. No apartes la
mirada del necesitado, ni le des ocasión de maldecirte. Porque si te maldice lleno de amargu-
ra, su Creador escuchará su imprecación» (Si 4,4).
San Agustín comenta que es bueno dar limosna a los pobres y necesitados, recordan-
do el evangelio que nos invita a hace obras de caridad que no puedan ser correspondi-
das, y que por lo tanto tengan su recompensa en el cielo:
Hay que dar también a estos pobres que piden, ya que Dios no lo prohibió; dice Cristo de
ellos: Cuando hagas un banquete, invita a los ciegos, a los impedidos, a los débiles, a los que
no tienen cómo pagarte; y se te retribuirá en la resurrección de los justos (Lc 14,13-14); lláma-
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los, aliméntalos; come con ellos, alégrate cuando ellos se alimentan, pues ellos se alimentan
de tu pan, y tú de la justicia de Dios (en. Ps. 103,3,10).
También san Agustín sale al paso de aquellas personas que dicen que no hay que dar
a los mendigos y solo a los siervos de Dios. En este caso, el obispo de Hipona comenta
que es preciso dar a los pobres y necesitados, pero invita también a tomar consciencia
de las necesidades de los pobres por sus votos, de los siervos de Dios, y a darles a ellos. El
obispo de Hipona señala que los servidores de Dios, los consagrados a Dios, en muchas
ocasiones no piden aquello que les hace falta. Es preciso, pues, tomar consciencia de sus
necesidades y ayudarlos:
Que nadie os diga: “Existe un precepto de Cristo de dar al siervo de Dios, pero no de dar al
mendigo”. No hay tal cosa; al contrario, el impío es el que dice estas cosas. Da a éste, pero mu-
cho más a aquél, ya que aquél pide, y por la voz del que pide reconoces a quién dar. En cuanto
al otro, cuanto menos pide, tanto más has de vigilar, para anticiparte al que ha de pedir (…)
Así pues, hermanos míos, sed diligentes en esto, pues os toparéis con la indigencia de muchos
siervos de Dios; con tanta cuanta queráis encontrar (en. Ps. 103,3,10).
«Sude tu limosna en tu mano» (Did. 1,6). No obstante, san Agustín insiste en que, ante las
obras de caridad de mayor importancia, es preciso que la limosna «sude en la mano» de
la persona, hasta que se encuentre al justo al que se va a dar. Por otra parte, el Hiponate
invita a separar y reservar una parte de los propios haberes para hacer el bien, y ayudar a
los necesitados:
Te busca un indigente; tú busca a otro. Una y otra cosa se dijo, hermanos míos; ahora se
leyó: Da a todo el que pide (Lc 6,30); y la Escritura dice en otro sitio: Sude la limosna en tu
mano hasta que encuentres al justo a quien se la entregues. Te busca uno, tú debes buscar a
otro. No despaches vacío al que te busca, da a todo el que te pida (Lc 6,30); pero hay otro a
quien tú debes buscar: Sude la limosna en tu mano hasta que encuentres al justo a quien des
(Did. 1,6). No haréis jamás esto si no tenéis separado algo de vuestras riquezas (en. Ps. 146,17).
San Agustín recuerda que es preciso tener misericordia con todos para poder hallar
misericordia ante el tribunal de Dios, pues como nos recuerda el apóstol Santiago, «habrá
un juicio sin misericordia para el que no practicó la misericordia. La misericordia se siente
superior al juicio» (St 2,13). Es preciso socorrer al mendigo, pero también hacer otras obras
de misericordia más prolongadas o específicas, que es lo que san Agustín denomina
«ayudar a quien es justo»:
Ten misericordia con todos (…) Por eso, lo que tú realizas, te hace bien. Le das a un mendi-
go que pasa; busca también al justo para ayudarle: por él serás recibido en las moradas eter-
nas; porque el que recibe a un justo por ser justo, recibirá la recompensa de justo (Mt 10,41). El
mendigo te busca a ti; busca tú al justo (en. Ps. 102,12).
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ellos mismos. Por tanto, si ellos no escuchan el gemido del pobre, Dios tampoco escucha-
rá su petición:
¡Ea, rico, puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso tienes la vida eterna?
Da, pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes. Llama el mendigo a tu puerta; llama
también tú a la puerta de tu Señor. Dios hace contigo, su mendigo, lo que haces tú con el tuyo.
Por tanto, da y se te dará (s. 350B = s. Étaix 3).
Es más, san Agustín señala que los ricos, por medio de las obras de caridad y de la
limosna, pueden trasladar sus bienes al reino de los cielos. De este modo, toda obra de
caridad no es otra cosa que «hacer una inversión» en la vida eterna. Por ello, san Agustín
presenta la imagen de los pobres como los «porteadores» o «cargadores» de los bienes
de los ricos al reino de los cielos. Los bienes que se quedan en la tierra se pierden; los que
se dan a los pobres, se invierten para la vida eterna. Además, san Agustín comenta que lo
que damos a los pobres y necesitados, se lo damos al mismo Cristo:
Si hay que traspasar lo que tenemos, ha de hacerse al lugar donde no podamos perderlo.
Los pobres a quienes se lo damos, ¿qué son sino nuestros portaequipajes, que nos ayudan a
traspasarlo de la tierra al cielo? Lo entregas a tu portaequipajes y lleva al cielo lo que le das.
«¿Cómo, dice, lo lleva al cielo? Estoy viendo que lo consume en comida». Así es precisamente
como lo traslada, comiéndolo en vez de conservarlo. ¿O es que te has olvidado de las pala-
bras del Señor? Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino. Tuve hambre, y me disteis de
comer; y: Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,24.40). Si
no despreciaste a quien mendigaba en tu presencia, mira a quién llegó lo que diste: Cuando
lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Lo que diste lo recibió Cristo;
lo recibió quien te dio qué dar; lo recibió quien al final se te dará a sí mismo (s. 389,4).
Este fue el caso de san Lorenzo, quien, al ser obligado a entregar los bienes de la co-
munidad cristiana, pidió que le enviaran unos carros para poner en ellos los tesoros de la
Iglesia. Acto seguido, san Lorenzo llenó los carros de pobres, para mostrar que ellos son
el tesoro de la Iglesia. San Agustín afirma que las grandes riquezas de los cristianos son
las necesidades de los pobres, pues al socorrerlas, los creyentes se hacen ricos en bienes
eternos y celestiales, ya que pueden trasladar sus bienes de la tierra al cielo, donde estos
bienes no se pueden perder. Así lo comenta san Agustín en un sermón predicado el día
de la fiesta de san Lorenzo:
«Que me sean enviados, dijo (san Lorenzo), unos carros para traer en ellos las riquezas de la
Iglesia». Le mandaron los carros, los cargó con pobres y los mandó volver, diciendo: «He aquí
las riquezas de la Iglesia». Y así es, hermanos; las grandes riquezas de los cristianos son las ne-
cesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde debemos guardar lo que poseemos.
Ante nuestros ojos están los necesitados; si lo guardamos en ellos, no lo perdemos (s. 302,8).
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comenta que los pies son los pobres, aquellos que necesitan de la ayuda de la caridad por
medio de los bienes materiales, que para san Agustín están representados en los cabellos
de María, pues sabemos por el texto evangélico, que la hermana de Lázaro, después de
haber ungido los pies de Jesús con el perfume de nardo fidedigno, se los secó con sus
cabellos (Jn 12,4):
Enjuga los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, da a los pobres y has enjugado
los pies del Señor, pues los cabellos parecen cosas superfluas del cuerpo. Tienes qué hacer con
tus cosas superfluas; para ti son superfluas, pero para los pies del Señor son necesarias. Los
pies del Señor pasan quizá necesidad en la tierra. En efecto, ¿de quiénes sino de sus miembros
va a decir al final: cuando lo hicisteis a uno de mis mínimos, a mí me lo hicisteis? (Mt 25,40)
Habéis gastado vuestras cosas superfluas, pero os habéis dedicado a mis pies (Io. eu. tr. 50,6).
En las enarrationes, san Agustín prolonga esta idea, para señalar la importancia de la
verdadera compasión. Para hacer esto, vincula los dos textos de la Escritura en los que se
habla de dos mujeres que le secan los pies a Jesús con sus cabellos. Un texto es el que
hemos comentado anteriormente (Jn 12,1-4), y el otro es el de la mujer pecadora anóni-
ma que llora a los pies de Jesús, y después le seca los pies con sus cabellos (Lc 7,38-44).
En este segundo texto, insiste en la importancia de una compasión activa, pues existe
también una compasión inactiva que sólo derrama lágrimas, pero que no hace nada para
remediar la situación que ha despertado su compasión. Por ello es preciso, siguiendo la
interpretación agustiniana, no sólo sentir compasión y dolor por la situación y penuria
ajena, elemento simbolizado por las lágrimas de la mujer, sino que es necesario además
moverse a hacer algo por quien está padeciendo necesidad, o bien se encuentra en una
grave dificultad o problema.
Y la forma de ayudar sería, entre otras, con los bienes materiales, ya que para san Agus-
tín el cabello representa algo superficial, y al hacer su interpretación, lo remite a los bie-
nes materiales con los que se puede socorrer a los menos favorecidos:
Que pueda hacerse algo bueno con los cabellos, lo demostró la mujer pecadora, que llo-
rando a los pies del Señor, se los regó con sus lágrimas y se los limpió con su cabellera. Con
esto ¿qué daba a entender? Que cuando te compadeces de alguien debes también socorrerle
si puedes. Cuando te compadeces, derramas lágrimas, cuando socorres limpias con los cabe-
llos (en. Ps. 51,4).
7. «Es una especie de crimen no dar al indigente lo que sobra» (s. 206,2)
Por otro lado, san Agustín nos invita a pensar que la falta de ayuda a los más necesita-
dos en muchas ocasiones proviene de la falta de consciencia y del desconocimiento, en
ciertos casos deliberado, de la existencia del pobre y de las necesidades del prójimo.
De este modo, san Agustín comenta muchas veces el texto de san Lucas (Lc 16,19-31)
en donde Cristo nos presenta la parábola del rico necio y el pobre Lázaro que estaba
postrado a la puerta del rico deseando llenarse el estómago con las sobras que caían de
la mesa del rico (Lc 16,21).
San Agustín, cuando comenta esta parábola, señala que al rico no le hubiera costado
nada haber socorrido al pobre, pues éste no pedía que lo sentara a su mesa espléndida,
sino que solo compartiera con él las sobras de sus suntuosos banquetes:
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Por tanto, si quieres oír el crimen cometido por aquel rico, no busques otra cosa distinta de
lo dicho por la Verdad (…) El ulceroso yaciendo a su puerta sin recibir ayuda. Con toda clari-
dad se dice de él que era hombre sin misericordia. Si el pobre que yacía a la puerta hubiera re-
cibido suficiente pan del rico, ¿se diría, hermanos, que aquél deseaba saciarse con las migajas
que caían de la mesa del rico? Por sólo este acto inhumano de despreciar al pobre yacente a
la puerta de su casa, sin alimentarlo de forma adecuada y digna, murió y fue sepultado (…)
(s. 178,3).
De hecho, san Agustín comenta con una frase muy dura, que quien no comparte lo
que le sobra con los necesitados, de alguna manera comete un crimen, pues los bienes
de la tierra fueron creados por Dios para todos los seres humanos. Es pues una frase que
invita a una profunda reflexión:
Es una especie de crimen no dar al indigente lo que sobra (simile esse fraudi, si superflua
sua non tribuerit indigenti) (s. 206,2).
Así pues, el rico de la parábola de san Lucas no sólo no compartía lo que le sobraba,
sino que vivía tan encerrado en sí mismo y pensaba que era tan feliz, que llegó a creer que
no necesitaba nada. Por esta necedad y ceguera es por la que el rico es castigado. Así lo
señal san Agustín:
(El rico) cuando se hallaba en los infiernos en medio de tormentos, levantó sus ojos y vio al
pobre en el seno de Abrahán (…) Deseó una gota quien no dio una migaja, y no la recibió por
justa sentencia quien no dio por cruel avaricia. Por tanto, si ésta es la pena de los avaros, ¿Cuál
será la de los ladrones? (s. 178,3).
Por ello, a lo que nos invita san Agustín es a estar atentos a las necesidades de aquellos
que nos rodean, para evitar ser rechazados en el día del juicio final por haber cerrado
nuestro propio ser y nuestras propias posibilidades a quienes pudimos haber socorrido
y ayudado.
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