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EJERCICIOS ESPIRITUALES

AGUSTINIANOS

Manual del predicador

“Poned por obra la Palabra” St 1,22

Comunidad profética y solidaria con los pobres


en la carta de Santiago
Obras pictóricas

Carátula:
Santiago el menor, Pedro Pablo Rubens, óleo sobre tela (1610-1612),
Museo del Prado, Madrid.
MANUAL DEL PREDICADOR

ÍNDICE

En el espejo de la Palabra (St 1,23)


La escucha y la puesta en práctica (St 1,19-27) 3

No hagáis acepción de personas (St 2,1) 5


Contra la discriminación de los pobres (St 2,1-9)

La fe sin obras está muerta (St 2,26) 15


Fe y obras de amor solidario (St 2,14-26)

Humillaos ante el Señor (St 4,10) 33


Una llamada fuerte a la conversión (St 4,1-12)

Saber hacer el bien y no hacerlo es pecado (St 4,17) 45


Fe comunitaria y responsabilidad social (St 4,13-17. 5,1-6)

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MANUAL DEL PREDICADOR

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I. «En el espejo de la Palabra» (St 1,23)


La escucha y la puesta en práctica
St 1,19-27

Parte bíblica
1. Introducción
Desde el inicio de su carta, el apóstol Santiago habla de la importancia de la Palabra
de Dios. Por eso, en el texto que nos sirve hoy como lectio divina, señala los deberes prin-
cipales del creyente con relación a la Palabra de Dios. En primer lugar, hay que saber es-
cucharla. La expresión usada por Santiago «Tenedlo presente (sabéis)» (v. 19) corresponde
al griego «íste», forma clásica en lugar de la helenística «oídate», que es más común. Para
algunos autores se trataría de un imperativo; no obstante, creemos que puede ser más
bien un indicativo que recuerda cosas ya conocidas por los lectores.
De este modo, todo lo que sigue se encuentra sustancialmente en diversos libros bíbli-
cos como son los Proverbios (13,3; 17,27; 29,20), en el Eclesiastés (5,2; 7,10), en el Eclesiás-
tico (4,29-34), y en algunas sentencias sapienciales de autores profanos.
Santiago llama a sus lectores «hermanos míos queridos» (v. 19). Es una expresión de
ternura con la que suele dividir el texto de la carta para presentar un tema nuevo. Por eso,
podemos reconocer en este texto el inicio de un nuevo argumento, a la vez que la carga
afectiva con la que Santiago desea que sean acogidas sus palabras, y sus reproches como
correcciones fraternas, y no como una diatriba judicial (vv. 26-27).

2. Ser prontos para escuchar


«Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar» (v. 19). Esta sentencia
sapiencial, ha de cumplirse de un modo especial cuando se trata de escuchar la Palabra
de Dios, bien sea en las asambleas litúrgicas, o bien en otras circunstancias. Santiago pre-
senta una sentencia que los sabios enseñaban a sus discípulos. Santiago exhorta a los
fieles a no creerse maestros, sino más bien a tener una actitud de discípulo que calla,
medita y aprende. De hecho, contrapone dos palabras que son opuestas. La palabra «ta-
chùs» (veloz, rápido), y la palabra «bradùs» (lento, con calma) (v. 19), para acentuar que
es preciso dar tiempo a la escucha de la Palabra de Dios, y que antes de hablar hace falta
haber meditado y reflexionado lo que hemos escuchado.

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De hecho, la misma expresión usada para referirse al tiempo que es preciso tomarse
para hablar, se aplica asimismo a la ira. El hombre de Dios debe controlar sus primeros im-
pulsos y ser lento para la ira (bradùs), dar tiempo a que su corazón se serene, pues como
señala a continuación, «la ira del hombre no realiza la voluntad de Dios» (v. 20).
Así pues, el hombre de fe debe ser, «tardo para la ira» (v. 19), colocándose en la misma
sintonía de los libros sapienciales (Pr 14,19; 16,32). Por otro lado, como señala el apóstol,
el que está irritado no realiza la justicia que Dios quiere, es decir, no está en condiciones
de hacer lo que es justo y santo delante de Dios. Para Santiago, como lo es para Jesucristo
(Mt 5,20), la justicia es la conducta virtuosa y meritoria delante de Dios. Para san Pablo, en
cambio, la justicia es la santidad de Dios, la gracia santificante comunicada al hombre (2
Co 5,21).
Posteriormente, Santiago nos presenta los elementos que es preciso quitar para no
ahogar el dinamismo de la Palabra de Dios en el corazón del creyente. Por eso dice: «des-
echad toda inmundicia y abundancia de mal» (v. 21). O bien, no la «abundancia del mal»
(que es como traduce la Vulgata: «abundantiam»), sino como traducen otros, tomando el
término griego discutido «perisseía», como «resto de maldad», acentuando que el creyen-
te que escucha la Palabra, está ya en un camino de conversión, pero que este camino no
ha llegado todavía a su perfección, por lo que es preciso dejar que la Palabra siga interpe-
lando a la persona para que cada día prosiga su proceso de conversión.
Por otro lado, Santiago subraya que la Palabra debe ser recibida con «docilidad» (v, 21).
La palabra «praúteti», tiene el sentido también de humildad, de forma que Santiago invi-
ta a acoger la Palabra con espíritu de discípulo, con una amable mansedumbre y ánimo
de aprender, deponiendo el orgullo de quien cree que lo sabe todo. Asimismo, el após-
tol Santiago invita a la humildad, al reconocer que la Palabra no proviene de la persona
misma, sino de Dios, quien la ha «sembrado» (v. 21b), o la ha «injertado» en el creyente.
La palabra griega «énfuton», encierra ambos sentidos, tanto implantar, injertar, así como
«plantar en el interior».
Y Dios ha injertado o plantado en el interior su palabra, ya que ella «es capaz de salvar
vuestras vidas» (v. 21b), es decir, de regenerarlas con un nacimiento sobrenatural median-
te la infusión de la gracia. En esta regeneración, el hombre no puede comportarse de un
modo meramente pasivo, sino que ha de cooperar con la acción divina, desechando toda
maldad y revistiéndose de docilidad y mansedumbre para recibir en su corazón la Palabra
de Dios de una manera cada día más plena.

3. La fe y las obras
Por otro lado, Santiago nos recuerda que la fe ha de ir acompañada de las buenas
obras y que es preciso poner en práctica la Palabra de Dios (vv. 22-27). Se trata de un
tema que nos recuerda Cristo en el evangelio al llamar «necio» al hombre que escucha
sus palabras y no las pone en práctica (Mt 7,26). San Pablo enseña lo mismo, empleando
expresiones casi idénticas a las de Santiago: «No son justos ante Dios los que oyen la Ley,
sino los cumplidores de la Ley; ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Esta idea es inculca-
da frecuentemente en el Antiguo Testamento, por lo que los ambientes judíos a los que
se dirige nuestra epístola tenían gran necesidad de que se les recordase este principio.
En los v.23-24, Santiago explica mediante una imagen elocuente lo que acaba de decir.
Así como un hombre que se mirara en un espejo e inmediatamente se olvidara de cómo

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era su cara, lo mismo le sucede al oyente olvidadizo de la Palabra de Dios. De nada le sirve
haber escuchado dicha Palabra. De hecho, en esta imagen de Santiago se inspiraron los
Padres de la Iglesia cuando consideraron la Sagrada Escritura como un espejo en el que
se debe contemplar el creyente. Como dice san Gregorio Magno: «La Sagrada Escritura se
pone ante los ojos de la mente como un espejo, para que se vea nuestro rostro interno en ella;
ahí lo contemplamos feo o hermoso, ahí nos damos cuenta de cuánto hemos avanzado, ahí
vemos qué lejos estamos de la perfección» (Moralia in Iob 2,1). Es preciso pues, meditar la
Palabra divina, no de un modo olvidadizo, sino con el propósito de cumplirla.

4. Cuidado con las palabras


Posteriormente Santiago invita a sus lectores a meditar sobre dos formas de vivir la
religión (v. 26: «threskeía»: el culto a Dios, la alabanza, la forma de manifestar la honra a
Dios). Una religión que es vana («mataios»: vacía, que carece de contenido, que es pura
exterioridad. v. 26) y una religión pura, auténtica («katharà»: pura en sentido ritual [algo
digno de presentarse ante Dios], o en sentido moral y espiritual [sin mancha o culpa]: v.
27) y a la vez incontaminada («ámíantos», que no ha sido manchada ritualmente).
La religión vana es aquella que se ha quedado solo en un cumplimiento externo, pero
que no se manifiesta en elementos tan concretos como las palabras, ya que «no pone
freno a su lengua» (v. 26). La palabra «chalinagogón» significa literalmente el freno o la
rienda que se coloca a las cabalgaduras. Por extensión significa controlar de cerca, o ejer-
cer el autocontrol; en este caso sobre la lengua y las palabras. Se trata de un tema al que
regresará el mismo apóstol Santiago en su carta en varias ocasiones, pues nos recuerda
que la lengua es como un timón que es preciso controlar a pesar de su pequeñez, pues
puede suceder como en la nave, que un mal uso del timón pueda hacer naufragar a toda
la nave (3,4-10).
Quien no pone ese freno a sus palabras, se engaña a sí mismo (v. 26), literalmente,
engaña a su propio corazón («ápatón kardían aúton»), pues vive una religiosidad falsa,
basada solo en elementos exteriores como hemos comentado anteriormente.

5. La religión pura y la misericordia


Por el contrario, la religión pura es la que implica hacerse cargo, o preocuparse («épis-
képteosai» visitar, socorrer) de dos grupos de personas que encarnan la desolación, la
desprotección y el abandono en la Escritura, como son los huérfanos y las viudas (v. 27).
Ciertamente el sentido va más allá de estas dos clases de personas, para significar todo
tipo de gente que se encuentre en una situación de desvalimiento, desprotección que es
insuperable por sí misma. Para Santiago la religión pura y verdadera está vinculada con la
caridad y con la preocupación activa por quien se encuentra desvalido.
El segundo elemento que forma parte de la religión pura es el «mantenerse incontami-
nado del mundo» (v. 27). La palabra «áopilos significa estar sin mancha, sin impurezas. Con
ello, Santiago de nuevo usando un vocabulario cultual, muy frecuente en su carta, invita
al creyente a que viva una vida irreprochable, evitando el pecado que es lo que contami-
na al ser humano.

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Se trata por extensión de una invitación a la santidad, a vivir una vida irreprochable y
sin tacha. La Palabra de Dios debe dar este fruto en el corazón del creyente, lo debe llevar
a vivir una vida configurada por la misma Palabra, dejándose edificar por ella misma.

Parte agustiniana
1. Introducción
Nuestros ejercicios este año llevan el título: «“Poned por obra la Palabra” (St 1,22): Co-
munidad profética y solidaria con los pobres en la carta de Santiago». Tenemos por tanto
dos temas que son los argumentos esenciales de nuestros ejercicios espirituales. Por una
parte, está la escucha atenta de la Palabra de Dios, y, por otro lado, una vez que la Palabra
nos ha interpelado, ser capaces de reconocer el rostro de Cristo en los pobres, en los que
sufren, y en todos aquellos que necesitan de nuestra ayuda.
El texto que nos sirve de lectio divina en este día tiene precisamente estas dos partes,
a las que añade la invitación a controlar la ira y el enfado, pues como señala el texto que
hoy meditamos, la ira del hombre no realiza la justicia de Dios (St 1,20).

2. «Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar» (St 1,19)
Ser «veloces» para escuchar. Es preciso aprender a escuchar y a retardar el deseo de
hablar, particularmente cuando lo que impulsa las palabras no es el amor, sino la ira y el
enfado. El escuchar, particularmente la Palabra de Dios nos ayuda a interiorizar y a dejar-
nos empapar por la misma Palabra de Dios.
El texto que meditamos dice en la traducción que estamos usando «que cada uno sea
diligente para escuchar» (St 1,19). El texto que san Agustín usaba lo decía con una palabra
posiblemente más concreta y fuerte. Es preciso ser «veloces», para escuchar. Destaca san
Agustín la velocidad propia del amor, pues el amor no conoce la lentitud: «quien ama,
corre» (s. 346B,2).
Escuchar en el silencio y la soledad. Por otro lado, san Agustín nos invita a considerar
que el ser humano es, ante todo, un oyente, y que hay más felicidad en escuchar que en
hablar.
No obstante, la escucha requiere un discernimiento y exige unas condiciones. No se
puede escuchar la voz de Dios en medio del ruido y de las multitudes estrepitosas. La
escucha de la Palabra de Dios exige, como señala san Agustín, silencio y soledad. La dis-
persión y los ruidos exteriores e interiores nos impiden escuchar la Palabra de Dios:
Dios se deja ver cuando nuestra atención ha conseguido una cierta soledad. El gentío hace
ruido, y esta visión exige silencio (…) No busques a Jesús en el gentío; no es uno más de la
gente: él supera a todo gentío (Io. eu. tr. 17,11).
Por otro lado, san Agustín nos recuerda que la faceta esencial del cristiano es la de ser
discípulo de Cristo, de estar como María de Betania, sentados a los pies del Maestro escu-
chando su Palabra:
María, su hermana, prefirió que la alimentase el Señor. Abandonando en cierto modo a su
hermana entregada a los quehaceres domésticos, se sentó a los pies del Señor y, sin hacer otra
cosa, escuchaba su Palabra. Toda llena de fe había escuchado: Tranquilizaos y ved que yo soy
el Señor (Ps 45,11) (s. 103,3).

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La humildad y el gozo en la escucha. La escucha de la palabra tiene como condición y


también como fruto la humildad. Quien no es humilde, no puede escuchar la Palabra de
Dios, pues está cerrado en sus propios pensamientos y en sus propias ideas ignorando y
menospreciado, por su misma soberbia, a Dios y a todos los que le rodean. Por ello, san
Agustín señala que la humildad solo puede ser guardada cuando se escucha la Palabra de
Dios, y cuando se ora y medita dicha Palabra:
Todo hombre sea veloz para oír, tardo, en cambio, para hablar (St 1,19). Dice también
otro hombre de Dios: «A mi oído darás gozo y alegría y exultarán los huesos humillados» (Ps
50,10); esto significa lo que he dicho: cuando se escucha la verdad, se custodia la humildad.
(Io. eu. tr. 57,4).
¿Eres realmente un oyente atento y abierto de la Palabra de Dios o vives disperso en el
ruido de tu soberbia y arrastrado por los afanes mundanos?
Es más, san Agustín señala que el hecho de escuchar la Palabra atentamente y con
piedad, debe producir el efecto del gozo en quien escucha con atención y atesora dicha
Palabra en el corazón:
A mi oído darás gozo y alegría y exultarán los huesos humillados» (Ps 50,10); esto significa
lo que he dicho: cuando se escucha la verdad, se custodia la humildad. Dice también otro: «En
cambio, el amigo del novio está en pie y lo oye y con gozo goza por la voz del novio» (Jn
3,29): disfrutemos de la audición mientras sin estrépito nos habla dentro la Verdad (Io. eu. tr.
57,3).
Por ello dice san Agustín lapidariamente: «Vox tua gaudium meum» (conf. 11,3).
Ante esta afirmación agustiniana podríamos preguntarnos si verdaderamente la Pala-
bra de Dios es nuestro gozo cotidiano, o tenemos otras «buenas noticias» mundanas que
nos llenan y que nos hacen olvidar a Dios.
El peligro de la soberbia. Así como la escucha debe fomentar según el pensamiento
agustiniano la humildad, el hecho de hablar, de predicar, de exhortar, de anunciar a Cris-
to, de cantar salmos, puede llevar a quien lo hace a la soberbia, a que «manche sus pies»
con el polvo del deseo de las alabanzas humanas, y que olvide que «a enseñar nos debe
mover la necesidad de la caridad, mientras que a aprender, nos debe mover la dulzura del
verdad» (ep. 193,13):
Pero, cuando por fuera resuena mediante quien la lee, mediante quien la comunica, me-
diante quien la predica, (…) incluso mediante el cantor y salmista mismos, esos mismos que
realizan estas cosas teman manchar sus pies cuando pretenden agradar a los hombres, al
introducirse subrepticiamente el amor a la alabanza humana (Io. eu. tr. 57,3).
De hecho, san Agustín confiesa en las Retractationes que a él casi nunca le dejaron
disfrutar del placer de escuchar, pues en toda ocasión por el deber de la caridad, se vio
obligado a predicar y a hablar al pueblo de Dios, incluso cuando estaban presentes otros
obispos. Por ello se lamenta de no haber podido tener ocasión de ser oyente de la palabra,
y pide perdón por si la soberbia en algún momento se había apoderado de su corazón:
Yo no me atribuyo tanta perfección, ni siquiera ahora que ya soy viejo, mucho menos cuan-
do de joven comencé a escribir o a hablar al pueblo. Y tanta responsabilidad me echaban que,
cuando había que hablar al pueblo en cualquier parte, estando yo presente, rarísima era la
vez que se me permitía callar y escuchar a los demás, y ser pronto para oír y tardo para hablar.

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Me queda, por lo tanto, juzgarme a mí mismo a los pies del único Maestro (Mt 23,8), cuyo jui-
cio sobre mis faltas quiero evitar (retr. 1, prol. 2).
Sin embargo, en toda ocasión, quien escucha, a pesar de la soberbia de quien pueda
predicar o hablar en el nombre de Dios, debe distinguir entre el que pronuncia palabras
externas y quien habla en el corazón, Cristo, que es quien verdaderamente enseña. Por
eso dice san Agustín: «disfrutemos de la audición mientras sin estrépito nos habla dentro la
Verdad» (Io. eu. tr. 57,3).
Escuchar para comunicar. San Agustín, al hablar de la escucha de la Palabra, lo hace
comentado tres textos del Cantar de los Cantares, que para él tiene una connotación bio-
gráfica particular. En primer lugar, señala el gozo de escuchar la Palabra desde el otium
sanctum, desde la escuela en la que se puede aprender la sabiduría, diciendo con el Can-
tar de los Cantares, «yo duermo, mas mi corazón vela» (Ct 5,2), poniendo de manifiesto la
importancia de la escucha de la Palabra de Dios en el sosiego cotidiano de la oración, o
bien como un estado permanente en la vida de contemplación:
¿Qué significa «yo duermo, mas, mi corazón vela», sino que descanso de forma que oigo?
Mi ocio se emplea no en nutrir la desidia, sino en comprender la sabiduría. Yo duermo, mas,
mi corazón vela: yo descanso de actividades que dan quehacer, pero mi ánimo se tensa con
afectos divinos (Io. eu. tr. 57,3).
Cristo, ¡lava nuestros pies! Un segundo texto del Cantar de los Cantares es el que narra
cómo el esposo llega a la casa de la esposa y llama a la puerta, y le dice: «Ábreme, hermana
mía, prójima mía, paloma mía, perfecta mía; porque mi cabeza está repleta de rocío y de las
gotas de la noche mis cabellos» (Ct 5,2).
Es entonces cuando la esposa debe dejar el descanso piadoso y gozoso de la escucha
de la Palabra, para obedecer la orden del esposo y abrirle la puerta, es decir, para dispo-
nerse a ser quien anuncia su Palabra:
Ábreme, hermana mía, por mi sangre, prójima mía, por mi acercamiento, paloma mía, por
mi Espíritu, perfecta mía, por mi palabra que bastante plenamente has aprendido en virtud
del sosiego; ábreme, predica tú mi persona. En efecto, si nadie abre, ¿cómo entraré en quienes
me han cerrado la puerta, pues cómo oirán sin uno que predique? (Rm 10,14; Io. eu. tr. 57,4).
Pero para obedecer este mandato, la esposa necesita levantarse de la cama y ensuciar-
se los pies, pues según el texto de Ct 5,5, ya se había lavado los pies y se había metido en
la cama. No obstante, la esposa, según nos narra el Cantar de los Cantares, abandona su
reposo y va a abrirle al esposo. San Agustín, a semejanza de la esposa del Cantar de los
Cantares, pensaba pasar toda su vida en el monasterio de Tagaste en el otium sanctum,
contemplando las verdades de Dios, pero Cristo llamó a su puerta. Él ya se había lavado
los pies, pues se había convertido y había renunciado a la vida en el mundo. No obstante,
ante la llamada de Cristo a que abrazara la vida pastoral, él dejó su descanso, y de nuevo
se manchó los pies en el nombre del Señor:
Me he lavado los pies; ¿cómo me los mancharé de nuevo? (Ct 5,3).  Pero he ahí que me
levanto y abro. ¡Cristo, lava mis pies; porque no se ha extinguido nuestra caridad, perdóna-
nos nuestras deudas porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! (Mt 6,12).
Cuando te escuchamos, en los cielos exultan contigo los huesos humillados (Ps 50,10); pero,
cuando te predicamos, pisamos la tierra a fin de abrir para ti y, por eso, si se nos critica, nos
perturbamos; si se nos alaba, nos inflamos. Lava nuestros pies antes limpios, pero mancha-
dos cuando a fin de abrir para ti, caminamos por la tierra (Io. eu. tr. 57,6).

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El «freno de la lengua» (St 1,26). El apóstol Santiago nos recuerda lo importante que es
estar atento a nuestras palabras, y a poner un freno a nuestra lengua: «Si alguno se cree
religioso, pero no pone freno a su lengua, sino que engaña a su propio corazón, su religión
es vana» (St 1,26). Y más adelante, en el capítulo tercero, el mismo apóstol vuelve a este
tema, señalando que: «Si alguno no cae al hablar, ése es un hombre perfecto, capaz de re-
frenar todo su cuerpo» (St 3,1). Por tanto, las palabras son importantes, y es preciso estar
atento a lo que decimos en todas las circunstancias de nuestra vida.
San Agustín, en este sentido, nos recomendaría dos cosas. En primer lugar, a decir con
el salmo 140, «Señor coloca un centinela en la puerta de mis labios», para que las palabras
que salgan de nuestra boca no sean negativas, ni causen daño a nuestros hermanos en
la comunidad. Invita a que las palabras que salgan de nuestros labios no sean malas, sino
buenas, y aclara que dichas palabras son malas cuando en lugar de acusar nuestro peca-
do lo excusamos:
Guarda, Señor, mi boca con la puerta y la cerradura de tu precepto para que no se incline
mi corazón a palabras de maldad. ¿Cuáles son estas palabras de maldad? Aquellas con las
que se excusan los pecadores. “Que yo no prefiera, dice, excusar mis pecados a acusarlos” (en.
Ps. 140,3).
Por otro lado, el filtro de toda palabra para san Agustín debe ser la caridad. Pues «no se
entra en la verdad sino por la caridad» (c. Faust. 32,18). Y sobre todo la frase de san Agustín
que precede al famoso pensamiento de «Ama y haz lo que quieras» (ep. Io. tr. 7,8); «Ama y
di lo que quieras» (exp. Gal. 57).
Si verdaderamente el amor es el que guía nuestras palabras, podemos decir lo que
queramos, con la libertad propia de los hijos de Dios, que nunca causaremos daño a na-
die. Por ello debemos pensar, ¿qué es lo que motiva nuestras palabras? ¿De dónde brotan
las palabras que decimos en la comunidad? ¿Con qué intención las decimos?

3. «La ira del hombre no realiza la justicia de Dios» (St 1,20)


Un joven obispo iracundo. San Agustín comenta este texto de la carta de Santiago en
una ocasión muy particular. Un joven obispo, llamado Auxilium, había excomulgado al
conde Clasiciano y a toda su familia sin un motivo justificado, y movido solo por la ira. Por
ello san Agustín le escribe una carta, en la que le señala que quienes viven en la casa de
Dios, que es la «casa de la fe», es decir, quienes están dedicados al servicio de Dios, deben
actuar movidos por el amor de la justicia:
En la casa de la fe se debe mantener con mayor justicia la fe prometida, para que no sea
violada allí donde es enseñada (ep. 250,3).
Tres pasos para librarse de la ira. En segundo lugar, le hace ver que, aunque sea obispo,
no por ello deja de ser un ser humano, y que cuando excomulgó al conde Clasiciano y a
su familia, no había actuado como un varón santo (sanctum virum), sino como un hombre
carnal que se encuentra todavía arrastrado por las pasiones. Por ello, san Agustín le reco-
mienda un proceso de tres pasos para liberarse de su ira, y cumplir la voluntad de Dios.
En primer lugar, debe orar para que Dios le conceda la humildad y él pueda reconocer
su debilidad, y pueda pedir a Dios que tenga compasión de él usando las palabras del
salmo 6:

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MANUAL DEL PREDICADOR

Si como a hombre te ha acaecido lo que el hombre de Dios dice en el salmo: Se ha turbado


por la ira mi ojo, clama al Señor: Ten compasión de mí, porque soy débil (Ps 6,8; ep. 250,3).
En segundo lugar, una vez que él ha reconocido su debilidad, Dios con su mano tocará
su corazón para reprimir su ira, y conceder paz y tranquilidad a la mente. La desaparición
de la ira del corazón, y el poder volver a tener paz y serenidad en la mente, no dependen
de procesos psicológicos o de dinámicas humanas. Son una gracia de Dios, que es preciso
pedir y trabajar para que Dios nos las conceda:
Para que el Señor te alargue su diestra, reprima tu cólera y tranquilice tu mente (ep. 250,3).
El tercer paso es que Dios, una vez que ha pacificado el corazón y la mente tocándolos
con su mano, es decir, con su Espíritu, le conceda a la persona poder ver y actuar según
la voluntad de Dios. De esta manera, la persona ya no es movida por una pasión intem-
pestiva, que no cumple la voluntad de Dios, sino que actúa según el parecer y el deseo
mismo de Dios:
Para ver y obrar la justicia. Porque, como está escrito, la cólera del hombre no obra la justi-
cia de Dios (St 1,20) (ep. 250,3).
Finalmente, san Agustín le comenta a Auxilium que él, a pesar de ser obispo, es tam-
bién un ser humano, por lo que debe estar atento a controlar sus pasiones desordenadas,
pues nadie puede presumir de estar exento de la ira, o de otras pasiones, a pesar de osten-
tar un ministerio o un elevado cargo eclesiástico. Es más, quienes más responsabilidades
tienen en la Iglesia, y quienes ocupan un puesto más elevado, corren un peligro mayor:
No pienses que nosotros por ser obispos, no podemos ser víctimas de una injusta conmo-
ción; pensemos más bien que por ser hombres vivimos con más peligro entre los lazos de las
tentaciones (ep. 250,3).

4. «Poned por obra la Palabra» (St 1,22). Edificar sobre roca


Como hemos señalado anteriormente, san Agustín subraya que existe un gran gozo
en escuchar la Palabra. No obstante, el oyente fiel de la Palabra, como dice el apóstol San-
tiago, no se puede limitar tan solo a escucharla, sino que debe ponerla por obra.
San Agustín observa que el apóstol Santiago no habla en plural, de «palabras», sino de
«la Palabra». Por ello señala que lo que hay que poner por obra es lo que dice quien es la
Palabra de Dios, que es Cristo (s. 71,22) y esta Palabra lleva implícito el amor, que debe
impulsar necesariamente a la persona a la acción.
Por otro lado, san Agustín vincula este texto de la carta del apóstol Santiago, con el
texto de Mt 7,24-27, donde se nos presenta la situación de la escucha de la Palabra y su
puesta por obra, con la comparación entre quien edifica su casa sobre arena, y quien lo
hace sobre roca.
Pensad que, si es hermoso oírla, ¡cuánto más lo será el llevarla a la práctica! Si no la es-
cuchas, si no pones interés en oírla, nada edificas. Pero si la oyes y no la llevas a la práctica,
levantas un edificio ruinoso. (s. 179,8).
De hecho, para san Agustín, el hecho de escuchar es ya edificar, o más bien, ser edifica-
dos en nuestro interior por Dios mediante su Espíritu. En efecto, es Dios quien va edifican-
do su ciudad en nuestro corazón, y la escucha de la Palabra y su puesta por obra, significa
que debemos dejar que Dios vaya construyendo su propia ciudad en nuestro corazón:

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El escuchar la Palabra y cumplirla equivale a edificar sobre roca. Pues el sólo escuchar es
ya edificar (s. 179,8).
De este modo, quien pone en práctica la Palabra, es como el que edifica su casa sobre
roca, y no teme las dificultades: que se desborden los ríos, ni que soplen con fuerza los
vientos, pues está seguro, cimentado sobre la roca, que es Cristo:

¿Qué edifica? Ved que edifica su casa, mas puesto que no pone en práctica lo que escucha,
escuchando edifica sobre arena (Mt 7,26). Quien la escucha y no la pone en práctica edifica
sobre arena, y edifica sobre roca quien la escucha y la pone en práctica (Io. eu. tr. 57,8).

5. «El que contemplaba sus rasgos fisionómicos en un espejo» (St 1,23). El oyente
olvidadizo

El apóstol Santiago nos ofrece una imagen muy particular, para hablar de aquellos que
escuchan la Palabra de Dios y no la ponen en obra, pues son parecidos a un hombre que
se miraba en un espejo, y después de haberse contemplado se daba media vuelta y se
olvidaba de cómo era.

El espejo es para san Agustín la Palabra de Dios, y sus mandamientos, donde el cre-
yente se tiene que mirar todos los días, para descubrir cómo se va formando Cristo en su
propia vida, y contemplar cómo todo su ser se va cristificando. En el comentario al salmo
118, san Agustín nos presenta un proceso de tres pasos para leer la Palabra de Dios como
si fuera un espejo, de forma que ésta nos lleve a descubrir y a cumplir la voluntad de Dios.

El primer paso es el de la conversión. La Palabra de Dios, como espejo, nos muestra


cómo somos, y nos hace ver nuestras propias limitaciones, y cómo hemos transgredido
los preceptos de Dios, y la necesidad de volver a Dios. Por tanto, es preciso ser un cumpli-
dor eficaz de la Palabra de Dios, y no limitarnos a escucharla:

Tal quiere ser éste, es decir, quiere contemplar como en un espejo los mandamientos de
Dios, para no verse confundido, porque no quiere ser sólo oyente de ellos, sino cumplidor. Por
lo mismo, anhela enderezar sus caminos para guardar la justicia de Dios (en. Ps. 118,4,3).

Un segundo paso es el reconocimiento de la necesidad de la gracia de Dios. La con-


versión es un don del Señor. Al mirarnos en el espejo de la Palabra de Dios, y ver nues-
tras propias miserias, y al mismo tiempo considerar los preceptos y la voluntad de Dios,
necesitamos pedir al Señor que nos conceda su gracia, para realmente levantarnos de
nuestra postración y de nuestros pecados para ir su encuentro, y disponernos a cumplir
su voluntad:

¿Y cómo ha de enderezarlos si no es con la gracia de Dios? De otro modo, tendrá cierta-


mente la ley de Dios, pero no se regocijará en ella, sino que se verá confundido, puesto que
quiso contemplar los mandamientos que no había puesto por obra (en. Ps. 118,4,3).

El tercer paso, de nuevo, es una reiteración de la necesidad de la gracia, sobre todo


contra el voluntarismo. Particularmente pensando en aquellos que puedan tener un «es-
píritu pelagiano», y que una vez que se habían contemplado en el espejo de la Palabra de
Dios, querían realizar un cambio en su vida, pero apoyados solo en sus propias fuerzas.

13
MANUAL DEL PREDICADOR

San Agustín advierte que el camino de la conversión se recorre con la ayuda de la


gracia de Dios, y no basta solo la voluntad, o solo el deseo de conversión. Si Dios no nos
ayuda, no podemos hacer nada (Jn 15,4).

6. «La religión pura e intachable» (St 1,27)


Después de que el apóstol Santiago ha puesto de manifiesto la importancia de la escu-
cha de la Palabra de Dios, así como de la moderación en las palabras humanas y de llevar
a la práctica la misma Palabra de Dios, nos señala el camino de la religión pura y verdade-
ra, y este no es otro que el de la caridad con el prójimo. Se trata, como señala la carta del
apóstol Santiago, de poder estar atento y socorrer las necesidades de los más desvalidos
y de quienes no tienen ningún otro apoyo o ayuda. En el mundo del apóstol Santiago,
estas personas eran principalmente las viudas y los huérfanos.
San Agustín, por su parte, nos invitaría ciertamente a las obras de caridad, y al igual
que el apóstol Santiago, nos exhortaría a estar atentos para socorrer a aquellas personas
que en nuestra sociedad son las más marginadas y desvalidas.
No obstante, el obispo de Hipona nos advierte del peligro de caer en un filantropis-
mo al hacer las obras de caridad, como era el caso de algunos bienhechores del mundo
pagano, que hacían el bien solo por el gusto de hacerse famosos y de ser alabados por la
gente. Por ello, san Agustín nos recuerda que el motivo de hacer obras de caridad es el
amor a Cristo. Y esto en una doble dimensión.
En primer lugar, siendo capaces de reconocer en la persona del pobre y del desvalido
al mismo Cristo. Cuando se hace una obra de caridad, a quien se da, es al mismo Cristo.
Así lo señala gráficamente san Agustín, que no le damos a aquel cuya mano vemos, sino
a aquel que está en el cielo y que nos mandó compartir lo que tenemos:
Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquel cuya mano ve.
Quien recibe es el que te mandó dar (s. 86,3).
En segundo lugar, para evitar caer en el «evergetismo» y en la filantropía propia de las
ONG del mundo actual, que no son explícitamente cristianas, es preciso hacerle saber a
las personas que reciben nuestra ayuda y nuestro socorro, que nuestras acciones las reali-
zamos en el nombre de Cristo, para que estas personas, juntamente con nosotros, alaben
a Dios. De este modo, además de la ayuda humanitaria, se le da a la acción un sentido
sobrenatural. Pues no se trata de hacer obras que muestren un simple compromiso social,
como lo pueden hacer otras organizaciones. Es preciso hacerlo en el nombre de Cristo, y
hacerle saber explícitamente a quien lo recibe, que la obra de misericordia se realiza en
el nombre de Jesús:
Por tanto, la misericordia auténtica que se invierte en el prójimo ha de invertirse para esto:
para que también él agrade a Dios. A esto hay que llamarle, a esto exhortarle, para esto edu-
carle e instruirle, porque incluso esas limosnas mismas que se suministran a las necesidades
corporales y a la vida temporal han de hacerse con esta actitud e intención: que esos a quie-
nes se hacen, quieran a Dios, en nombre del cual se hacen (s. 350D,2 = s. Erfurt 2,2).

14
MANUAL DEL PREDICADOR

II. «No hagáis acepción de personas» (St 2,1)


Contra la discriminación de los pobres
St 2,1-9

Parte bíblica
1. No hacer acepción de personas
En esta sección de la carta de Santiago que meditamos hoy en nuestros ejercicios
espirituales, el apóstol nos invita en primer lugar, a no hacer acepción de personas (vv.
1-13). Por ello, el verbo que usa en el primer versillo del capítulo dos, marca la pauta de
lectura de esta sección. De este modo Santiago dice: «no hagáis acepción de personas».
(v. 1.9). Literalmente, la palabra «acepción de persona», traduce la expresión «aceptar una
determinada cara» («prosopolempsíais»), y por consiguiente rechazar otra, como una ex-
presión para referirse a la distinción que se hace de las personas por su aspecto exterior,
manifestada con la sinécdoque «cara», que es tomada asimismo como manifestación de
la persona en sí misma («prosopon»).

2. La única grandeza es la de Cristo


Se trata de un tema del que va a hablar en los siguientes versillos (vv. 2-4), con una ima-
gen muy elocuente, como son todas las que Santiago usa en su carta, con la que desea
dejar claro el concepto expresado, e invitar a valorar a la persona no por sus apariencias o
por su condición social, o económica, sino por su condición esencial de persona, y sobre
todo, de hermano querido («adelfoí mou agapetoí»), que es la expresión que se repite por
tres vece en la carta. Dos veces en el capítulo primero y una vez en esa sección (1,16; 1,19;
2,5), como una exhortación al verdadero amor fraterno.
De este modo, quien tiene la verdadera fe en «nuestro Señor Jesucristo glorificado» (v.
1), no puede hacer acepción de personas. En vista de que en este capítulo segundo va a
hablar de las características de la verdadera fe (vv. 14-26), una de ellas es precisamente
esta, no discriminar a nadie, particularmente a los pobres (vv. 2 y 6), a los que por su apa-
riencia exterior pueden parecer menos importantes o valiosos en comparación con otras
personas.
De alguna manera, Santiago contrapone la única y verdadera grandeza, la de «nuestro
Señor Jesucristo glorificado» (v. 1: «tou kuríou emon Iesoû Christoû tês doxes»), con las falsas
glorias humana, las de aquellos que creen que son algo por las apariencias, como ejem-
plifica en la imagen propuesta en los siguientes versillos (vv. 2-4).

15
MANUAL DEL PREDICADOR

Un poco más adelante, Santiago nos dice que el ser humano no es sino un vapor (4,
14: «átmís»), por ello toda la gloria que el ser humano se quiera dar a sí mismo es vana,
está vacía, es parte de la religión falsa de la que ha hablado anteriormente, una religiosi-
dad marcada por la vacuidad y los elementos externos, por las simples apariencias (1,26:
«mátaios»). No se puede juzgar a nadie por las apariencias, pues estas son igual que el
hombre, un engaño, una fantasía.
De hecho, el ejemplo del v. 2, de nuevo une los extremos con una serie de elementos
sumamente elocuentes, como es propio del estilo de Santiago. De este modo, contrapo-
ne a un hombre ricamente adornado con un anillo de oro y vestido de manera espléndida
(literalmente, con una ropa brillante: «lamprá»), con una persona que lleva unos vestidos
sucios, manchados (v.2: «rupará). La distinción entre los dos personajes es anticipada por
el verbo «epiblepó», que significa mirar, pero con una especial atención, con un especial
cuidado. De hecho, el v. 2, subraya que quien ha atraído la atención de quien tiene el ofi-
cio de asignar los puestos en la asamblea de creyentes, es el rico: «dirigís vuestra mirada al
que lleva el vestido espléndido» (v. 3). El pobre, es por tanto invisible. El texto, para resaltar
la discriminación, solo se refiere a él para darle una orden con respecto al lugar humilde
que tiene que ocupar, bien sea de pie, o sentado en el suelo, con lo que se acentúa que es
despreciado por su apariencia y que se juzga por criterios humanos y no por el criterio de
la fe, que es de lo que va a hablar a continuación.
De hecho, una vez que Santiago nos ha propuesto la imagen tan elocuente y cotidia-
na, hace una pregunta retórica para reprochar e invitar a la reflexión, sobre todo para
revisar cuál es el criterio con el que se juzga. Por eso dice: «¿No sería esto hacer distinciones
entre vosotros y ser jueces con criterios malos?» (v. 4).

3. El criterio auténtico para juzgar


Para acentuar que el criterio para juzgar es el de la fe, es el del hombre espiritual, y no
el criterio del mundo, Santiago usa el verbo «diacríno». Se trata de juzgar todo, como invi-
ta san Pablo (1 Co 2,15), pero con el criterio del hombre espiritual, es decir con el criterio
de Dios, no con el del mundo.
Todo esto convierte al creyente en un juez injusto, pues los criterios por los que se
guía son calificados por Santiago no solo como simplemente malos, sino como perversos
(«ponerós»), o moralmente corruptos: «ser jueces con criterios malos» (v. 4). Todo ello debe
llevar al creyente a considerar cuáles son los criterios con los que juzga todas las cosas,
para evitar la perversidad, entre otras cosas, de mezclar la acepción de persona con la fe.

4. La elección de los pobres


En el siguiente versillo, Santiago, consciente de que va a decir algo muy importante y
para llamar la atención de sus lectores, usa dos expresiones para acentuar su importancia.
En primer lugar, la expresión «escuchad» («akoúsate») y en segundo lugar la expresión ya
conocida de «hermanos míos queridos» («adelfoí mou agapetoí»). A continuación, nos ofre-
ce la razón para no despreciar a nadie, así como para no juzgar por las apariencias. Y esta
razón es que Dios ha elegido a los que son pobres «según los criterios del mundo (o para el
mundo)» (v. 5), para que sean ricos en la fe y herederos del reino que él ha prometido. De
aquí la exhortación de Santiago a vivir con desapego con relación a las cosas materiales.

16
MANUAL DEL PREDICADOR

Posteriormente, Santiago enuncia dos elementos negativos de los ricos (vv. 6-7). Son
ellos los que oprimen y arrastran a los tribunales a los creyentes, particularmente a los
más pobres (v. 6). En segundo lugar, los ricos según el mundo son los que blasfeman del
nombre de los cristianos (v. 7). En este segundo caso, se refiere Santiago, no solo a los
que directamente blasfeman contra los cristianos, sino también a aquellos que hablan
en contra de los cristianos, de forma que su reputación se vea dañada. Ambos elementos
caben en la expresión verbal «blasfemoûsin», que es muy utilizada por san Pablo para ex-
hortar a las comunidades a no hablar mal los unos de los otros (Tt 3,2), o a evitar que se
insulte el nombre de Dios entre los gentiles a causa de la mala conducta de los cristianos
(Rm 2,24).
El pasaje termina regresando al tema del versillo uno, que es precisamente el de la
acepción de personas («prosopolempsíais»: vv. 1.9), para señalar Santiago que quien cum-
ple la ley del amor, no puede dejarse guiar por criterios humanos y hacer acepción de per-
sonas. No obstante, si se olvida la ley «regia» del amor, y se puede llegar a discriminar a las
personas por sus condiciones externas o personales, con ello se comete una trasgresión
o desobediencia («parabátes») contra la ley del amor que debe presidir toda comunidad.

Parte agustiniana
1. Introducción
El texto que meditamos hoy nos invita a no mezclar la fe con la acepción de personas.
La fe nos debe llevar a ver en todo ser humano a una persona con una dignidad especial,
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), independientemente de
todos los elementos externos o humanos que pueda tener.
En el mundo en el que vivimos, que es el mundo de la imagen, cuenta mucho la apa-
riencia y las cosas exteriores, mientras que para Dios lo que cuenta no son las apariencias,
sino lo que queda muchas veces oculto a los ojos de los hombres, como son las intencio-
nes del propio corazón: «No es como ve el hombre, pues el hombre ve las apariencias, pero
Dios ve el corazón» (1 S 16,7).

2. La dignidad de toda persona


La Sagrada Escritura, junto con toda la tradición patrística, nos recuerda que la gran-
deza y la dignidad de un ser humano no radica en los bienes materiales que posee, ni en
su apariencia o en sus riquezas, sino en que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios
(Gn 1,26).
El verdadero honor del hombre consiste en ser imagen y semejanza de Dios, y sólo el que la
imprimió puede custodiarla (trin. 12,11,16).
Por otro lado, san Agustín coloca un segundo elemento que invita a pensar y consi-
derar el valor del ser humano. Toda persona ha sido redimida por la sangre de Cristo. Por
ello, toda persona tiene un valor infinito, pues ha sido comprada, como nos recuerda san
Pedro en su carta, no a precio de oro o de plata (1 P 1,18-19), sino a precio de la sangre
de Cristo. Todo ello, independientemente de su condición social, de su riqueza o de su
propia raza:

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MANUAL DEL PREDICADOR

Con la interna luz de vuestra alma mirad las heridas del crucificado, las cicatrices del re-
sucitado, la sangre del que muere, el precio del creyente y el importe de nuestro rescate (uirg.
54,55).
Y ya que la redención implica, según el pensamiento de san Agustín, el descenso de
Cristo desde su divinidad a la pequeñez del ser humano, la vida del creyente debe ser
siempre un abajamiento y un descenso, en donde se busca abrazar a todos los hombres
evitando hacer diferencias y distinciones por motivos humanos.
(…) Cristo, quien subsistiendo en forma de Dios, (…) se anonadó a sí mismo tomando
la forma de siervo [y así] nos consideremos ser siervos sin dejar de mostrarnos agradecidos
a aquel de quien recibimos las cosas sublimes, condescendamos con los débiles, no despre-
ciado las cosas inferiores y adaptándonos a quienes no pueden ver como nosotros las cosas
sublimes (en. Ps. 30,2,1-2).

3. Ser jueces con criterios malos (St 2,4)


El apóstol Santiago, en su carta nos recuerda que cuando hacemos acepción de perso-
nas, nos constituimos en jueces que juzgan, no según los criterios de Dios, sino según los
criterios del mundo en el que vivimos, por el que damos honor a los que más bienes de
este mundo poseen, y por otro lado despreciamos al pobre.
San Agustín, por su parte, nos recuerda que no podemos nunca despreciar a nadie,
por ningún motivo, y mucho menos por su sola apariencia exterior, o su condición social,
pues desconocemos la riqueza que puede haber en su corazón. Las condiciones exterio-
res y las apariencias pueden ser muy engañosas, por lo que es preciso no menospreciar
a ninguna persona, sino, ante todo, tratar a todos según la ley de la caridad. San Agustín
nos recuerda que el vicio de juzgar por las apariencias es muy difícil de evitar:
Este vicio, hermanos, que el Señor señala aquí, es muy difícil de evitar en este mundo: no
juzgar por apariencias, sino contenerse siempre dentro de los límites del juicio recto (Io. eu. tr.
30,7).
Además, en el orden establecido por Dios en el mundo, mutuamente nos necesitamos
los unos a los otros. Así como el pobre necesita del rico, el rico necesita de Dios; por lo
tanto, es preciso no despreciar al que necesita de nosotros, pues si lo despreciamos y lo
olvidamos, Dios también nos llegará a olvidar:
Háganse limosnas, redímanse los pecados, alégrese el pobre de tu limosna, para que tú te
alegres de la de Dios. Necesita el pobre; tú también necesitas; necesita de ti, tú necesitas de
Dios. Desprecias al que necesita de ti, ¿y Dios no te despreciará a ti, que necesitas de Él? Luego
remedia tú la indigencia del pobre, para que Dios colme tu interior (en. Ps. 37,24).
Por ello, san Agustín nos recuerda que, en muchas ocasiones, aunque no se pueda
socorrer a un pobre, lo fundamental es no despreciarlo, sino reconocer en él la presencia
de Cristo:
No desprecies al que te pide; al que no puedas dar lo que te pide, no lo desprecies. Si puedes
dar, da; si no puedes, muéstrate afable con él. Dios premia el deseo interior donde no encuen-
tra posibilidades (en. Ps. 103,19).

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MANUAL DEL PREDICADOR

En este sentido es ejemplar el trato que san Agustín tuvo con los pobres. Por los textos
de sus sermones, podemos darnos cuenta de que san Agustín no rechazaba a los pobres,
sino que cuando los encontraba por la calle, conversaba con ellos, los escuchaba, los so-
corría con lo que podía, y además aprovechaba sus alocuciones para exhortar a sus fieles
a hacer obras de caridad:
Desde el mismo momento en el que salgo para venir a la Iglesia y al regresar, los pobres vie-
nen a mi encuentro y me recomiendan que os lo diga para que reciban algo de vosotros (…)
Les doy cuanto tengo; en la medida de mis posibilidades. ¿Acaso soy yo capaz de satisfacer
todas sus necesidades? (s. 61,13).
De hecho, el mismo san Agustín hacía caso a las peticiones y a las súplicas de los po-
bres, y por ello en sus sermones exhortaba a sus fieles a la caridad, como una manifesta-
ción de que sus palabras tenían eco, repercusión y fruto en el corazón de sus fieles:
Ellos (los pobres) me amonestaron a que os hablara. Y cuando ven que nada reciben, pien-
san que es inútil mi trabajo con vosotros (s. 61,13).

4. «Temo a Jesús que pasa» (s. 88,13)


La motivación esencial para «no hacer acepción de personas» (St 2,1) y acoger a todos,
es la caridad de Cristo, el saber que Cristo está presente en cada pobre y en cada ser hu-
mano (Mt 25,31-46):
Da al hermano necesitado. ¿A qué hermano? A Cristo. Si das al hermano, das a Cristo; si
das a Cristo, das a Dios, que es sobre todas las cosas digno de ser bendecido por los siglos. Dios
quiso necesitar de ti, ¿y tú esconderás la mano? (en. Ps. 147,13).
De aquí la frase agustiniana que da título a este apartado, «temo a Jesús que pasa» (ti-
meo enim Iesum transeuntem: s. 88,13). Verdaderamente, para san Agustín, Cristo pasa por
la vida de todo creyente todos los días, y pasaba particularmente para san Agustín en la
persona de los pobres, como una invitación para hacer el bien, socorrer al mismo Cristo y
no despreciar a nadie:
Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquel cuya mano ve.
Quien recibe es el que te mandó dar (s. 86,3).
Cuando se ayuda a un pobre, a quien realmente se ha prestado el servicio de caridad,
es al mismo Cristo, quien no dejará de pagar lo que haya recibido en la tierra por medio
de los pobres:
Temed a Cristo en cuanto que está arriba, reconocedle en cuanto que está abajo. Ten a
Cristo arriba dando, reconócele aquí necesitando. Aquí es pobre, allí es rico. Puesto que Cristo
es pobre aquí, él habla por nosotros: Tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, fui forastero,
estuve en la cárcel (Mt 25,35) (s. 123,4).
Así pues, la caridad agustiniana y el hecho de no despreciar a nadie nace del amor, de
la caridad, de ser capaz de reconocer la presencia de Cristo en la otra persona, sabiendo
que lo que se pueda dar a otro, en el nombre de Cristo, no se quedará sin recompensa en
el reino de los cielos:

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MANUAL DEL PREDICADOR

¡Ea, rico, puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso tienes la vida eterna?
Da, pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes (s. 350B = s. Etaix 3).

5. «Dios ha escogido a los pobres» (St 2,5)


Posteriormente, el apóstol Santiago nos recuerda que «Dios ha escogido a los pobres
según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman» (St
2,5).
San Agustín, por su parte, nos recuerda que es fundamental llegar a saber de qué po-
bres hablamos. El apóstol Santiago habla de «pobres según el mundo», lo que implica cier-
tamente un desprendimiento o desposesión de los bienes materiales, pero como señala
san Agustín, este simple elemento no basta. El mismo apóstol Santiago lo señala al hablar
de personas que «son ricas en la fe» (St 2,5) y precisamente esta riqueza en la fe, nos hace
ver la condición espiritual esencial de estos pobres.
Por lo tanto, se trata de personas que, según los criterios del mundo, no tienen bienes
materiales, o bien viven con desapego frente a ellos, y todo esto los lleva ser ricos en la
fe. Por ello, san Agustín señala que la simple pobreza material no basta, ni es motivo de
bienaventuranza, pues el mundo está lleno de pobres según los elementos materiales,
pero no de bienaventurados poseedores del reino de Dios:
¿Acaso no está todo lleno de pobres y de huérfanos? Sin embargo, busco al pobre, busco
por doquier al huérfano. Pero ante todo he de demostrar a vuestra caridad que no es preci-
samente lo que buscamos aquello en que pensamos. Pues aquellos que se llaman pobres y
lo son, a los que se dan las limosnas ordenadas por Dios, (…) este tipo de hombres abunda
ciertamente. Pero hay que pensar en otra categoría más elevada de pobre. Este pobre forma
parte de aquella categoría de la que se dijo: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos (s. 14,1).
Los pobres auténticos, para san Agustín, son aquellos que viven en una actitud de des-
prendimiento frente a los bienes materiales, por lo que pueden ser considerados como
pobres según los criterios del mundo, pues su corazón está puesto solo en Dios:
Así acontece que Dios cuenta entre sus pobres a los que harta de pan, a todos los humildes
de corazón afianzados en la doble caridad, tengan lo que tengan en el mundo (en. Ps. 131,26).
Por otro lado, san Agustín señala que pueden existir pobres que en realidad son ricos,
pues están llenos de deseos materiales y de soberbia. Así lo comenta san Agustín en un
sermón, donde el mismo Obispo de Hipona dialoga con un pobre imaginario, que al oír
la frase del evangelio que «es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que
un rico entre en el reino de los cielos» (Mt 19,24), se había puesto a dar saltos de alegría a y
decir que él sí que iba a entrar en el reino de los cielos, sus harapos se lo iban a permitir,
mientras que los ricos que los oprimían no:
He aquí no sé quién cubierto de harapos (pannis), inesperadamente ha exultado y reído,
cuando se ha dicho que el rico no entra al reino de los cielos. ‘Yo, dice, entraré. Me lo proporcio-
narán estos harapos (pannis); no entrarán quienes nos hacen injurias, quienes nos oprimen’
(…) Esos tales (los soberbios) ciertamente no entrarán, pero también tú ve si entrarás. ¿Qué
pasará si además de pobre eres codicioso?, ¿qué, si además de oprimirte la inopia, ardes de

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MANUAL DEL PREDICADOR

avaricia? Si pues eres así, eres pobre no por no haber querido ser rico, sino por no haber podi-
do serlo (…) Dios, pues, no mira tu propiedad, sino tu voluntad (s. 114B,11 = s. Dolbeau 5,11).
Y junto a los pobres, que paradójicamente son ricos, se puede dar el caso de ricos se-
gún este mundo, que sean pobres, pues viven desprendidos de los bienes materiales que
tienen, y a la vez son humildes. Así lo señala san Agustín en un texto donde comentando
la parábola del rico necio y del pobre Lázaro (Lc 16,19-31), le hace ver a un pobre, que
creía que se iba a salvar solo por su pobreza, que la pobreza que hace verdaderamente
bienaventurados es la pobreza interior, la confianza plena en Dios y la humildad:
Escúchame, ¡señor pobre!, acerca de lo que me has propuesto. Pues cuando dices que tú
eres aquel santo ulceroso (Lázaro), mucho me temo que, por tu orgullo, no seas lo que dices
ser. No desprecies a los ricos misericordiosos, a los ricos humildes; y para decir en una palabra
lo que antes anuncié: no desprecies a los ricos pobres. ¡Oh pobre, sé tú también pobre; pobre,
esto es, humilde! Pues si un rico se ha hecho humilde, ¿cuánto más debe ser humilde el pobre?
(s. 14,4).

6. Las características del pobre que es «rico en la fe» (St 2,5)


Para san Agustín, este pobre que es rico en la fe, se distingue, en primer lugar, por su
humildad. El verdadero pobre es humilde, es aquel que independientemente de su con-
dición exterior y económica, ha puesto su confianza en el Señor, y sabe que todo procede
del mismo Dios, haciendo realidad la frase de san Pablo: «¿qué tienes que no hayas recibi-
do?» (1 Co 4,7).
¿Quién podría ignorar que los soberbios son considerados inflados, como si estuviesen di-
latados por el viento? De donde viene aquello del Apóstol: La ciencia hincha, la caridad edifica
(1 Co 8,2). También por esto en el texto bíblico son significados como pobres en el espíritu los
humildes y aquellos que temen a Dios, es decir, los que no poseen un espíritu hinchado (s.
dom. m. 1,1,3).
En segundo lugar, el auténtico pobre, que puede heredar el reino de los cielos, según
san Agustín, es obediente a la voluntad de Dios, y no desea oponerse a esta misma vo-
luntad, sino que quiere que se cumpla. Así lo señala el mismo san Agustín dentro de la
explicación hecha al Padrenuestro en presencia de los catecúmenos:
Hágase tu voluntad. ¿No va a hacer Dios su voluntad, si tú no se lo pides? Recuerda lo que
dijiste al recitar el Símbolo de la fe: «Creo en Dios Padre todopoderoso». Siendo todopoderoso,
¿rezas para que se cumpla su voluntad? ¿Qué quiere decir Hágase tu voluntad? Sea mi vida tal
que no resista a tu voluntad (s. 56,7).
Otra característica de los que son verdaderamente pobres ante Dios, pobres en el es-
píritu, es que están dispuestos a la conversión, de tal forma que renuncian a su propio
espíritu, para ser colmados por el espíritu de Dios:
Quitarás su espíritu, y enviarás el tuyo: Les quitarás su espíritu, ya no tendrán su espíritu.
¿Han quedado, pues, desamparados? Bienaventurados los pobres de espíritu; no han sido, no,
abandonados, porque de ellos es el reino de los cielos. No han querido tener su propio espíritu;
y tendrán el espíritu de Dios (en. Ps. 103,4,14).
Cabe señalar, asimismo, que san Agustín hacía una lectura de las bienaventuranzas
asignándole a cada una de ellas un don del Espíritu Santo, y una petición del Padrenues-

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MANUAL DEL PREDICADOR

tro. De este modo, el don del Espíritu Santo que corresponde a los pobres en el espíritu es
el del Temor de Dios. Quien es humilde, es el que teme a Dios, ya que este temor de Dios
es «el principio de la sabiduría» (Pr 1,7). Y como señala san Agustín, las bienaventuranzas
son un itinerario espiritual, pues se comienza con la humildad, y el temor de Dios, pidien-
do que el nombre de Dios sea santificado:
En efecto, si el temor de Dios es el que hace bienaventurados a los pobres de espíritu por-
que de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3): pidamos que sea santificado entre los hombres
el nombre de Dios con el temor casto, que permanece por los siglos de los siglos (Sal 18,10) (s.
dom. m. 2,11,38).

7. Una anécdota de san Agustín para no guiarse por las apariencias


Os voy a contar lo que hizo un hombre muy pobre cuando yo me encontraba en Milán.
Era tan pobre que hacía de portero a un profesor de gramática; pero cristiano a carta cabal,
aunque el gramático era pagano. Era mejor quien estaba a la entrada junto a la cortina, que
quien se sentaba en la cátedra. Encontró una bolsa con cerca de doscientas monedas de oro, si
no me engaño en el número; acordándose de aquella ley puso un anuncio público. Sabía que
tenía que devolverla, pero ignoraba a quién. Puso un anuncio público: ‘Quien haya perdido
monedas de oro venga a tal lugar y pregunte por fulano de tal’. El que había perdido, que llo-
rando daba vueltas por todas partes, visto y leído el anuncio, se acercó a aquel hombre. Éste,
por temor a que viniese buscando lo que no era suyo, le pidió explicaciones preguntándole
por el tipo de bolsa, por la imagen e incluso el número de las monedas. Y como sus respuestas
acomodaron a la realidad, le devolvió lo que había encontrado. El otro, a su vez, lleno de gozo,
queriendo corresponder a su honradez, le ofreció una décima parte, es decir veinte monedas,
que no quiso recibir. Le ofreció diez, y tampoco quiso aceptarlas. Le suplicó que aceptase al
menos cinco y tampoco quiso. Lleno de indignación, arrojó la bolsa al suelo diciendo: ‘Nada
he perdido; si no quieres recibir nada de mí, tampoco yo he perdido nada’ (…) Vencido al fin
aquél, aceptó lo que se le ofrecía y, acto seguido, lo dio todo a los pobres, no dejando en su
casa ni una sola moneda (s. 178,8).

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MANUAL DEL PREDICADOR

III. «La fe sin obras está muerta» (St 2,26)


Fe y obras de amor solidario
St 2,14-26

Parte bíblica
1. Introducción
El texto que nos sirve hoy como lectio divina tiene dos partes. La primera de ellas es
la relativa a la enunciación del tema de la sección, que es afirmar que la «fe sin obras está
muerta» («nekrá»), aseveración que aparece al principio y al final de la sección, como in-
troducción y conclusión de la misma sección (vv. 17.26).
La segunda parte tiene que ver con la justificación que solo puede existir cuando se da
una cooperación entre la fe y las obras (v. 22). En esta parte, Santiago nos ofrece la discu-
sión con un adversario imaginario que sostiene que para salvarse y justificarse basta solo
la fe. Por ello, Santiago, en el marco de esta discusión, nos propone dos ejemplos sacados
de la Escritura, para demostrar tanto que la fe sin obras está muerta, como que sin la fe y
las obras no es posible la justificación del ser humano.

2. ¿Para qué sirve la fe sola?


La primera parte de esta sección comienza y termina con la pregunta retórica, «¿de
qué aprovecha?» («tí to ófelos» vv. 14.16). La pregunta acompaña todo el razonamiento
de esta primera parte. De este modo, si alguna persona dice tener fe, pero no tiene obras,
su fe no puede salvarle, elemento acentuado por la pregunta retórica que Santiago plan-
tea después de haber enunciado el problema: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien
diga: “Tengo fe”, si no tiene obras?» (v. 14).
Por tanto, una primera respuesta implícita a la pregunta «para qué aprovecha tener fe
sin obras», sería que esta fe sola no aprovecha para nada porque no puede salvar (V. 14:
«sôsai»).
Posteriormente, Santiago nos ofrece otro de sus ejemplos concretos y brillantes. El
hecho de que alguno diga que tiene fe, pero que no tiene obras, es tan poco útil, como
decir a quien tiene frío y hambre, que se cubra para estar caliente y que se harte, pero no
le da nada para que lo haga. Las palabras imperativas «calentaos y hartaos» (V. 16: «ther-
maíneste kaí chortásesthe»), no sirven de nada para remediar la situación del indigente.

23
MANUAL DEL PREDICADOR

Del mismo modo sucede con la fe, si no tiene obras está muerta. Por el contrario, cuando
a las palabras les sigue la acción, el dar al indigente lo que necesita, es cuando la fe pasa
de ser una fe muerta, a una fe verdaderamente viva. De hecho, en esta sección se repite
doce veces la palabra «obras» («érga») y es solo superada por la palabra «fe» («pístis») que
se repite trece veces.
Por ello, la conclusión de esta primera parte es señalar que «la fe sin obra está muerta»
(v 17). Esta será también la conclusión a la que llegará al final de la sección (v. 26).

3. Mostrar la fe con las obras


Una segunda parte de esta sección es presentada por Santiago como una polémica
con un adversario imaginario que afirma tener fe (v. 18). A él responde Santiago que él
puede mostrar su fe por medio de las obras (v. 18: «ek ton ergón»), mientras que el otro
sin obras, no puede demostrar que tiene fe: «Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes
fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe» (v.
18). Se trata de nuevo de una advertencia a no quedarnos en el nivel meramente teórico
y espiritualista de la fe. La fe verdadera, como subraya Santiago, debe ir acompañada de
las obras.
Una segunda cuestión en discusión tiene que ver con la fe considerada simplemente
como algo teórico, racional (v. 19), ya que no basta creer que existe un solo Dios. Se trata
de un elemento que está bien (v. 18: «kalós poieîs»), pero hace falta tener obras. Si faltan
las obras, la persona es como los demonios, que también saben que existe Dios, y sin
embargo esto no les hace cambiar, ni convertirse, sino más bien les hace temblar, al ser
conscientes de que ya han sido condenados por Dios para toda la eternidad: «¿Tú crees
que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios creen y tiemblan» (v. 19). Así pues,
la fe tiene no solo una dimensión intelectual, o de conocimiento, sino sobre todo una
dimensión práctica y de vida, que demuestra claramente que la persona tiene fe.
Dentro de esta discusión ficticia, se presenta un tercer argumento. Se trata del argu-
mento bíblico (vv. 21-25), por medio del cual se quiere demostrar que la fe cuando está
acompañada por las obras puede justificar al creyente. En este caso, se retoma un argu-
mento enunciado al principio de la sección con la primera pregunta retórica de Santiago,
que es el tema de la salvación. Por ello se preguntaba Santiago, «¿acaso la fe sin obras
puede salvar?» (v. 14: «sôsai»). La respuesta es no. Y ahora, esta salvación se presenta como
justificación; tener fe y obras es poder llegar a ser hechos justos por Dios. La fe acompaña-
da por las obras es la que justifica, o hace justos («edikaóthe» vv. 21, 23 y 24).
Por ello, es preciso pensar hasta qué punto desvinculamos nuestra fe de las obras o
si dejamos que la fe se muestre en obras específicas en nuestra vida cotidiana. Por ello,
habría que reflexionar sobre los hechos concretos de nuestra vida y ver si manifestamos
verdaderamente lo que creemos con nuestra vida y las acciones de nuestra vida.
De este modo, Santiago interpela primero a su interlocutor, llamándole «hombre in-
sensato» (v. 20). Literalmente sería «hombre vacío o vano», en la misma línea de la vani-
dad o vacuidad («mátaios»: 1,26) de la religión que no pone freno a la lengua (1,26), o
que hace acepción de personas (2,1; 2,9). De este modo, por medio de los dos ejemplos
bíblicos propuestos, lo que se quiere demostrar es que la fe sin obras «es estéril» (v. 20)
(literalmente, «argé», es decir ociosa, perezosa, ineficiente).

24
MANUAL DEL PREDICADOR

4. Abrahán, justificado por la fe y las obras


Abrahán, por tanto, por la fe acompañada por las obras, se convirtió en «justo»
(«edikaóthe») «cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar» (v. 21), o más bien, cuando
estaba dispuesto a sacrificar a su hijo sobre el altar, ya que fue detenido por el ángel del
Señor (Gn 22, 9-12). Subraya Santiago la importancia de la cooperación y la obra conjunta
de la fe con las obras (literalmente sinérgica: v. 22a: «sunérgei»), para que la fe pueda lle-
gar, por medio de las obras, a su plenitud, a su perfección (v. 22b: «etelióthe»).
La Escritura llega a su pleno cumplimiento, cuando señala que Abrahán creyó en Dios,
y se le consideró como justicia (v. 23). Ciertamente es una fe que se ha mostrado por las
obras, y que puede justificar. Y porque fue justificado por esta acción sinérgica de la fe con
las obras, a Abrahán se le llamó «amigo de Dios» (v. 23: «fílos theou»). De hecho, todo cre-
yente está llamado a convertirse en amigo de Dios por su fe, que debe estar acompañada
por las obras, para poder alcanzar la justicia y la justificación en Dios.
Podríamos preguntarnos si a nosotros, al igual que a Abrahán, nos podrían llamar
«amigos de Dios», porque por nuestra fe obedecemos y confiamos en Dios, y por nuestras
obras mostramos la vitalidad de nuestra propia fe.
El v. 24 es una conclusión del primer ejemplo bíblico, el de Abrahán, para subrayar de
nuevo que el hombre puede alcanzar la justicia en Dios, la justificación. Cuando la fe va
acompañada por las obras «el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente»
(v. 24).
De este modo, Santiago señalaría que una fe que se quede solo a un nivel teórico,
intelectual y que no manifieste su dinamismo y su riqueza por medio de obras, es una fe
imperfecta (v. 22: «eteleióthe»), que todavía no ha alcanzado su plenitud, que no se distin-
gue de la fe que tienen los demonios, y que no sirve para justificar (vv. 21,23 y 24) ni para
alcanzar la salvación (v. 14).

5. Rajab y el misterio de la acogida


El segundo ejemplo bíblico es el de Rajab, la prostituta de Jericó que acogió a los
dos exploradores envidos por Josué, y después de haberlos escondido en su casa, los
descolgó por una ventana para que estos huyeran por un camino distinto al de sus per-
seguidores y pudieran salvarse (Jos 2,4.15). De ella también se señala la importancia de
tener obras, particularmente el hecho de haberlos acogido («upodexaméne»), para poder
alcanzar la justificación (v. 25: «edikaióthe»).
Por ello, podríamos preguntarnos si nosotros, a semejanza de Rajab, sabemos acoger
a los que nos rodean y manifestamos nuestra fe con obras concretas, o si nuestra fe se ha
quedado a un nivel muy teórico e intelectual, donde no nos comprometemos con nada
ni con nadie y solo vivimos para nosotros mismos.
El final de esta sección sirve de conclusión para reafirmar lo que había dicho anterior-
mente, que la fe sin obras está muerta (v. 17), en este caso recurriendo a los ejemplos tan
vívidos de toda su carta, señalando que un cuerpo sin espíritu está muerto.

25
MANUAL DEL PREDICADOR

Parte agustiniana
1. Introducción
Es conocido que Lutero llamaba a la carta de Santiago, la «carta de paja» precisamente
por la insistencia en que la fe sin obras está muerta. Por tanto, no basta la sola fides para
alcanzar la salvación. Es preciso mostrar la fe con obras.
El texto que hoy meditamos tiene tres partes. En primer lugar, ver qué es la fe. En se-
gunda instancia, el punto central es ver cómo «la fe sin obras está muerta» (St 2,17), ya que
el apóstol Santiago no solo enuncia este principio, sino que nos ofrece un ejemplo claro
de cómo vivir y manifestar la fe, que es precisamente por medio de las obras de caridad y
de misericordia con los hermanos. No podemos decir que tenemos fe si no socorremos a
los hermanos a quienes vemos pasar necesidad.
Como complemento y apoyo en la Escritura, el apóstol Santiago nos ofrece dos ejem-
plos de la fe manifestada en las obras, el de Abrahán, quien creyó, y movido por la fe, es-
taba dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac (Gn 22); y el caso de Rajab, quien colaboró
con los exploradores enviados por Josué a Jericó (Jos 2,1-21).
El tercer tema que nos presenta el texto, entro otros que podríamos enunciar, es el re-
lativo a lo que san Agustín llama «la fe de los demonios», ya que ellos, como afirma la carta
de Santiago, «también creen y tiemblan» (St 2,19). Reflexionemos sobre cada uno de estos
elementos con detalle, ayudados por las palabras de san Agustín.

2. «La fe si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2,17)


¿Qué es tener fe? La afirmación lapidaria del apóstol Santiago nos lleva, en primer
lugar, a plantearnos una cuestión previa para saber qué es la fe. Cuando san Agustín co-
menta el texto que nos sirve hoy para la lectio divina, subraya fundamentalmente tres
cosas.
En primer lugar, tener fe significa tener a Cristo en el corazón, es decir, vivir una vida
inhabitada por la presencia de Cristo, de tal modo que Cristo sea quien guíe todas las
acciones, y se convierta así en una presencia consciente, que santifica, guía y dirige toda
la vida.
San Agustín insiste también en la idea de tener como cimiento de la propia vida a
Cristo, construir el edificio de la propia vida sobre la roca que es Cristo (Mt 7,24). Es un
elemento que está muy relacionado con la idea agustiniana del ordo amoris. En el centro
de la vida y del corazón, y como elemento principal, debe estar Dios, el amor de Dios. Por
ello, san Agustín usa en muchas ocasiones como frase de elogio, el decir a la persona en
cuestión que Cristo habita en su corazón (op. mon. 1). Por ello podríamos preguntarnos,
¿verdaderamente Cristo habita por la fe en nuestros corazones? Este es también el deseo
y la oración de san Pablo en Ef 3,17: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones».
En segundo lugar, san Agustín señala que la fe debe llevarnos a no anteponer nada al
mismo Cristo; ninguna cosa terrena o temporal debe tener más importancia que Cristo.
En tercer lugar, tener fe, significa guardar los mandamientos de Cristo y vivir según el
camino del mismo Jesús, ya que la fe no es solo un elemento intelectual, sino que tiene
una repercusión y se manifiesta en la vida de todos los días.

26
MANUAL DEL PREDICADOR

Por consiguiente, quien tiene a Cristo en su corazón, no antepone a Él nada terreno ni pa-
sajero, ni siquiera lo que es lícito y nos está permitido; ése tiene a Cristo como fundamento.
Pero si alguna cosa la pone con preferencia, a pesar de que parezca tener fe en Cristo, en ése el
fundamento no es Cristo, ya que se anteponen esas realidades al mismo Cristo. ¡Cuánto más
ha dejado de poner en primer lugar a Cristo, más aún, evidentemente lo ha pospuesto, quien,
despreciando los saludables mandamientos, practica obras ilícitas! (ciu. 21,26).
Finalmente, la fe se manifiesta en las obras. San Agustín usa en muchas ocasiones, al
hablar de la fe, el texto de Ga 5,6: «La fe que actúa por medio del amor». Por ello, una fe que
no se manifieste por medio de las obras propias del amor, está muerta.

3. La perla preciosa (Mt 13,45-46)


La fe actúa por la caridad, y sin la misma caridad está muerta. Por ello san Agustín
comenta, siguiendo el texto de la primera carta de san Juan, que lo que distingue a los
hijos de Dios de los hijos del diablo, es la caridad (1 Jn 3,10). Si falta la caridad, como nos
recuerda el himno de la caridad (1 Co 13), hagamos lo que hagamos no nos sirve de nada.
Sin embargo, si tenemos caridad, lo tenemos todo. Sin la caridad nada aprovecha, con la
caridad nada falta (s. 138,2). Así lo comenta san Agustín:
Los hijos de Dios y los hijos del diablo sólo se disciernen mediante la caridad. Los que po-
seen la caridad, han nacido de Dios; quienes no la poseen, no. Gran indicador, gran principio
de discernimiento. Ten todo lo que quieras; aunque sólo te falte la caridad, de nada te sirve;
aunque no tengas lo demás, ten la caridad y has cumplido la ley. Pues quien ama al prójimo
ha cumplido la ley, dice el Apóstol, y también: La plenitud de la ley es la caridad (Rm 13,8.10;
ep. Io. tr. 5,7).
Por ello comenta san Agustín, que la caridad es la perla preciosa de la que habla el
evangelio (Mt 13,45-46), teniendo la cual nada nos puede faltar, y en nombre de esta ca-
ridad es preciso amar al hermano:
Considero que la caridad es aquella perla preciosa que, según refiere el evangelio, buscaba
el comerciante. Éste halló una piedra preciosa y vendió cuanto poseía y la compró (Mt 13,45).
Ésta es la perla preciosa, la caridad sin la cual no te sirve de nada cuanto poseas y que, aunque
la poseas a ella sola, te es suficiente (ep. Io. tr. 5,7).
Y ya que a Dios no lo podemos ver, el amor se manifiesta en el amor a los hermanos;
podemos amar al mismo amor, que es Dios, cuando amamos al hermano:
Pero ¿dónde debemos ejercitarnos en la caridad? En el amor al hermano. Puedes decirme:
«No he visto a Dios»; pero ¿puedes acaso decirme: «No he visto al hombre»? Ama al hermano.
Pues, si amas al hermano que ves, verás a la vez a Dios, puesto que verás la misma caridad,
dentro de la cual habita Dios (ep. Io. tr. 5,7).

4. «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento dia-
rio…» (St 2,15)
La fe se debe manifestar por medio de las obras, para demostrar que no es una fe
muerta, sino viva. Por ello el apóstol Santiago presenta un caso sumamente concreto al
hablar de la necesidad de los hermanos que carecen de la ropa y del alimento necesario.

27
MANUAL DEL PREDICADOR

La fe que actúa por la caridad debe mover a quien tiene fe, a hacer algo por sus hermanos
que pasan necesidad.
San Agustín comenta que si bien es cierto que la muestra más grande del amor es dar
la vida por los que amamos (Jn 15,13), hay también otras manifestaciones previas a esta
máxima muestra del amor. Y una primera prueba del amor es socorrer a los hermanos en
sus necesidades, como señala el mismo texto de la carta de Santiago. Por ello, si no po-
demos dar la vida por los hermanos, por amor, se pueden compartir con ellos los bienes
materiales, también movidos por el amor:
 Nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15,13). (…) Ved
dónde comienza la caridad. Si aún no has llegado a la disponibilidad para dar tu vida por el
hermano, hállate dispuesto a hacerle partícipe de tus riquezas. Comience la caridad a sacudir
tus entrañas, para que no lo hagas movido por el orgullo, sino por la abundancia íntima de tu
misericordia. Pues si no eres capaz de dar a tu hermano lo que tienes de superfluo, ¿cómo vas
a poder entregar tu vida por él?  (ep. Io. tr. 5,12).
Por otro lado, san Agustín señala que no podemos ser indiferentes ante las necesi-
dades de los hermanos, ni menospreciar a los pobres, pues, como señalábamos en días
anteriores, quien se encuentra en una situación de necesidad, es nuestro hermano, y ha
sido rescatado a precio de la sangre de Cristo:
¿Qué has de hacer entonces con él? Siente hambre tu hermano, se halla necesitado (…);
él no tiene, pero tú sí. Es tu hermano, habéis sido rescatados a la vez, el precio pagado por
ambos es el mismo, uno y otro habéis sido rescatados por la sangre de Cristo (ep. Io. tr. 5,12).
Asimismo, san Agustín señala la necesidad de compadecernos de nuestros hermanos.
La fe debe llevaros a tal identificación con Cristo, que podamos compartir su sentimiento
esencial, que es la misericordia y la compasión, que no es otra cosa que una manifesta-
ción de un amor misericordioso. No cabe la indiferencia ante la necesidad de hermano,
pues quien no se compadece y no muestra su fe con sus obras en favor de los hermanos,
no merece el nombre de cristiano:
Mira si te compadeces de él, en caso de tener bienes del mundo. Quizá digas: «¿Y a mí qué
me incumbe? ¿Voy a dar yo mi dinero para que él no sufra molestias?» Si es ésta la respuesta
que te da tu corazón, el amor del Padre no permanece en ti. Si el amor del Padre no permanece
en ti, no has nacido de Dios. ¿Cómo te glorías de ser cristiano? (ep. Io. tr. 5,12).
El creyente muestra que su fe actúa por el amor, cuando se compadece y se identifica
con el divino Buen Samaritano (Lc 10,25-37), que para san Agustín es figura de Cristo,
quien descendió de los cielos y se compadeció del hombre que había caído en manos
de los ladrones, y curó sus heridas, llevándolo a la posada y entregando los dos denarios
por él:
“Samaritano” significa “custodio” (…) A continuación, aduciendo la parábola, dice, como
sabéis: Pasó un samaritano y obró con él misericordia. Yacía herido en el camino, porque bajó.
Al pasar el samaritano no nos abandonó; nos curó, nos subió al jumento, a su carne; nos llevó
a la posada, es decir, a la Iglesia, y nos encomendó al mesonero, esto es, al Apóstol, y le entre-
gó dos denarios para curarnos, a saber, el amor de Dios y el del prójimo (en. Ps. 125,15).
Vivir la fe que actúa por las obras es verdaderamente convertirnos en «samaritanos» de
nuestros hermanos, es decir en sus protectores, actuando movidos por la caridad mise-
ricordiosa, e invitando a tener amor a Dios y al prójimo con las dos monedas entregadas.

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MANUAL DEL PREDICADOR

5. La fe de los demonios
El texto que meditamos hoy nos invita a no vivir nuestra fe como los demonios, que
como afirma el mismo apóstol, «creen y tiemblan» (St 2,19). De hecho, san Agustín hace la
comparación entre la fe de Pedro («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»: Mt 16,16), y la de
los demonios («Sé quién eres tú: el Santo de Dios» Lc 4,34). De este modo, ambos, afirman
y profesan que Cristo es el Hijo de Dios. No obstante, como observa san Agustín, los de-
monios creen para su condena, pues la fe no los lleva a tener obras salvíficas, sino solo a
saber que están ya condenados para siempre. En cambio, a Pedro, la fe y la profesión de
fe en Cristo lo llevan a la salvación.
La fe auténtica es aquella que tiene, según san Agustín, un fuego especial, que hace
arder en el amor de Dios y eleva hacia el cielo, dejando el amor de las cosas de la tierra.
Como nos distinguimos en la fe, distingámonos de igual manera por nuestras costumbres
y por nuestras obras, inflamándonos de la caridad de que carecían los demonios (…) Arded,
pero no con el fuego que ha de quemar a los demonios. Arded con el fuego de la caridad para
distinguiros de los demonios. Este ardor os arrastra a lo alto, os lleva hacia arriba, os levanta
al cielo. Por muchas molestias que hayáis sufrido en la tierra, por mucho que el enemigo opri-
ma y hunda el corazón cristiano, el ardor de la caridad se dirige a las alturas (s. 234,3).
Este amor a Dios, procedente de la verdadera fe, no de la fe inútil de los demonios, se
alimenta por medio de las alabanzas al Señor, las obras y las costumbres buenas, y ya que
la fe y la caridad son dones que proceden de Dios, es preciso orar para que el mismo Dios
aumente su don en nosotros:
Dejaos enfervorizar por el Espíritu y arded en el fuego de la caridad; que vuestro fervor se
traduzca en alabanzas a Dios y en inmejorables costumbres. Un cristiano es ardiente, otro
frío: que el ardiente encienda al frío y el que arde poco desee arder más y suplique ayuda. El
Señor está dispuesto a concederla (s. 234,3).
Por otro lado, la fe auténtica se distingue de la «fe de los demonios» porque actúa movi-
da por el amor, y san Agustín nos presenta un proceso de tres pasos para analizar y ver si
nuestra fe es la fe auténtica o solo «creemos como los demonios», porque sabemos muchas
cosas sobre Cristo y sus misterios, pero esta fe no nos mueve a una conversión, ni a reali-
zar obras de amor. Por ello, señala san Agustín, que la primera característica por la que se
diferencia la verdadera fe de la fe de los demonios es que crece interiormente, como su-
cede con la semilla de la que habla el evangelio (Mc 4,27), sin que la persona sepa cómo.
En segundo lugar, la fe se encuentra inevitablemente unida y vinculada al amor, y hace
que el mismo amor crezca dentro del corazón de quien tiene fe. De tal modo, que van
decreciendo y perdiendo fuerza las pasiones, y las concupiscencias de este mundo.
Finalmente, el tercer elemento es que mueve a la persona para que busque y alcance
la santidad, es decir, que este mismo amor que se ha ido incrementando en su interior
pueda llegar a su perfección.
Así lo comenta el mismo san Agustín en su carta a Firmo:
La fe sin obras está muerta en sí misma (St 2,17), ya que  también los demonios creen,
pero tiemblan (St 2,19),  como él mismo dijo; sin embargo, no se salvarán, porque obran
siempre el mal. Por eso también el apóstol Pablo definió la fe propia de los miembros
de Cristo como aquella  que obra por el amor (Ga 5,6). En ella hay que progresar, pero es-

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MANUAL DEL PREDICADOR

tando dentro. El deseo de este mundo, incitador al mal, disminuye a medida que cre-
ce el amor de Dios, y desaparece cuando el amor de Dios alcanza la perfección (ep. 2*, 6).

6. Abrahán, el amigo de Dios (St 2,23)


El texto que meditamos de la carta del apóstol Santiago nos presenta dos ejemplos de
personajes del Antiguo Testamento que creyeron, y a los cuales su fe los llevó a la acción.
Se trata de Abrahán y de Rajab. De Abrahán se menciona que no solo creyó en Dios, sino
que también, como prueba de su fidelidad y de su fe en Dios, estaba dispuesto a sacrificar
a su único hijo Isaac, teniendo la confianza puesta en el Señor, como afirma la carta a los
hebreos, ya que «pensaba que poderoso era Dios aun para resucitarlo de entre los muertos»
(Hb 11, 19).
San Agustín se fija en que el apóstol Santiago lo llama «amigo de Dios», y nos da tres
características para poder ser amigos de Dios, como lo fue Abrahán.
En primer lugar, señala san Agustín que para ser amigo de Dios hace falta creer desde
lo más profundo del corazón. La fe no puede ser un elemento superficial, o que solo ten-
ga que ver con las ideas. Se debe creer desde lo más íntimo del propio ser, abrazando la fe
como algo personal. Creer es tocar a Dios con el corazón y ser tocado por el mismo Dios.
Solo quien cree de esta manera puede ser amigo de Dios. Por eso dice lapidariamente san
Agustín:
Tocar con el corazón: he aquí en qué consiste el creer (s. 229L,2 = s. Guelf. 14,2).
En segundo lugar, los amigos de Dios son aquellos que tienen disponibilidad para
cumplir la voluntad de Dios, con la consciencia de que Dios sabe sacar cosas buenas de
los mismos males, y que su designo de salvación y sus caminos están ocultos a los ojos
del ser humano, pero que conducen siempre a la salvación. Por ello Abrahán demuestra
su fe con su prontitud para sacrificar a su propio hijo. Los amigos de Dios deben tener
esta misma disponibilidad, demostrar que creen en Dios por su prontitud para cumplir
los designios de Dios. Así dice san Agustín:
Sométete a la voluntad del Señor, tu Dios, haciéndote su amigo, puesto que conoces su
intención (s. 296,7).
En tercer lugar, quienes son amigos de Dios están dispuestos a hacer obras grandes
en el nombre de Dios, y que el mismo Dios las realice por medio de ellos, pues saben que
son simplemente instrumentos en las manos de Dios, y que Dios escucha siempre sus
súplicas.
Pues creyó Abrahán a Dios y se le reputó como justicia, y fue llamado amigo de Dios (St
2,23). El que creyera a Dios quedó en su corazón, en la sola fe. En cambio, el que llevara a
su hijo para inmolarlo, el que sin temor armara el propio brazo, el que lo hubiese herido
si no le hubiera detenido la voz, indica una gran fe, pero es también una gran obra. Y esa
misma obra alabó Dios al decir: Porque escuchaste mi voz (Gn 22,18; s. 2,9).

7. Rajab, figura de la Iglesia de los gentiles (St 2,25)


El texto de la carta del apóstol Santiago nos ofrece un segundo ejemplo donde la fe se
manifiesta por medio de las obras. Se trata de la prostituta Rajab, quien había escondido
en su casa a los dos exploradores que Josué había enviado a Jericó, antes del asalto de la

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MANUAL DEL PREDICADOR

ciudad, y a quien ambos le prometieron que respetarían su vida, en recompensa de ha-


berlos escondido. No obstante, le pidieron que pusiera un cordón de color púrpura en su
ventana (Jos 2,18.21), para que ellos pudieran reconocer cuál era su casa, y poder respetar
tal lugar, y a todos los que se encontraran dentro de ella, salvándolos de esta manera del
exterminio dictado contra los habitantes de Jericó (Jos 2).
San Agustín, al abordar la figura de Rajab, se fija particularmente en el detalle del cor-
dón de color escarlata que ella había colocado en la ventana por donde había descolgado
a los dos exploradores (Jos 2,18.21). El obispo de Hipona comenta que dicho cordón no
es otra cosa que un signo de la sangre de Cristo, que redime a todos los hombres, espe-
cialmente en este caso a Rajab, es decir a los gentiles, que son librados de la muerte por
la misma sangre del Redentor.
La fe se muestra con obras, y la fe implica también vivir como redimidos y rescatados
por la sangre de Cristo:
Rajab: ésta era una ramera, aquella meretriz de Jericó, que recibió a los emisarios de Jo-
sué, y los despachó por otro camino; que confió en la promesa de los mensajeros, que temió
a Dios, y a quien se le dijo, por los emisarios, que al venir ellos a conquistar la ciudad, atase
y mostrase en la ventana un paño de color grana, es decir, mostrase en la frente el signo de
la sangre de Cristo. Salvándose así ella, prefiguró la salvación de la Iglesia de los gentiles. Por
eso dijo el Señor a los soberbios fariseos: Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os
precederán en el reino de los cielos (Mt 21,31). Los preceden, porque hacen violencia al reino
de los cielos; avanzan creyendo; se someten a la fe (en. Ps. 86,6).

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MANUAL DEL PREDICADOR

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MANUAL DEL PREDICADOR

4. «Humillaos ante el Señor» (St 4,10)


Una llamada fuerte a la conversión
St 4,1-12

Parte bíblica
1. Introducción
Nuestro texto hoy tiene dos partes muy marcadas. En la primera parte, el apóstol San-
tiago retoma el tono de los profetas del Antiguo Testamento para hacer una llamada fuer-
te a la conversión. En la segunda parte, retomando la idea de la humildad, invita a obede-
cer a Dios, así como a amar al prójimo, y a evitar juzgar a los hermanos, pues quien juzga
al hermano, o habla del hermano, es como si hablara o juzgara a la misma Ley.

2. La amistad del mundo


La primera parte del texto (vv. 1-9) tiene como centro la fuerte afirmación: «¡Adúlteros!,
¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?» (v. 4). Se trata de un texto
que está contrapuesto con el texto donde se ha hablado de la fe y las obras que hicieron
de Abrahán un «amigo de Dios» (2,23). En este caso se presenta, como es la costumbre de
Santiago, el oxímoron, es decir, ya no el amigo de Dios sino el enemigo de Dios, que a la
vez es «amigo del mundo» (v. 4).
No obstante, lo más llamativo es que el amigo del mundo al que se refiere Santiago no
es un pagano, sino un cristiano. De aquí la fuerte expresión con sabor veterotestamenta-
ria de: “¡Adúlteros!” (v. 4). Expresión que en el texto griego se repite dos veces en ambos
géneros, masculino y femenino, para que nadie, que viva la amistad con el mundo, a pe-
sar de ser bautizado, se crea exento de la culpa, por ello se podría traducir: «¡Adúlteros y
adúlteras!» (v. 4a: «moichoí kaí mochalídes»).
Este adulterio proviene de haber abandonado a Dios, para buscar las cosas del mundo,
movidos por los deseos desordenados (v. 1). De hecho, los primeros versillos hablan de
esta lucha que los deseos desordenados han causado en el interior del creyente, hacien-
do que se convierta en un enemigo de Dios al amar al mundo.
Estos deseos desordenados han creado en el interior del corazón del cristiano, y tam-
bién en el interior de la comunidad, y en general de la sociedad, una lucha. Los primeros
versillos están llenos de un vocabulario bélico. Hay una guerra interna causada por el

33
MANUAL DEL PREDICADOR

deseo de placer (v.1: «edonón»: el placer, el hacer lo que a uno le gusta) y en general por
los fuertes deseos desordenados (v. 2: «epithumeíte»). De hecho, la palabra «epithumeíte»,
tiene el sentido de desear con vehemencia. Ciertamente hace referencia a desear con
fuerza cosas buenas o malas, pero aquí Santiago la usa en el sentido negativo, tal y como
la usa el mismo san Marcos en su evangelio para hablar de los deseos desordenados que
ahogan la Palabra de Dios como zarzas, y que hacen perecer lo sembrado en el corazón
del hombre (Mc 4,19).
Se repiten paralelamente en dos ocasiones la palabra «guerra» (vv. 1.2: «pólemoi») y
«lucha» o conflicto claramente intenso y amargo (vv. 1.2: «máchai»). Los deseos también
pelean como un ejército en el interior del hombre que se ha alejado de Dios. De hecho, el
verbo «strateuoménon» (v. 1), significa lucha, guerra, pero está relacionado con la palabra
«ejército» («stratós»). Se trataría del ejército de la concupiscencia que lucha dentro del
corazón del creyente cuando este se ha alejado de Dios y se ha convertido en amigo del
mundo.
Y esta guerra interna no lleva sino a la frustración, y a cometer más pecados, pues el
creyente alejado de Dios no puede conseguir o tener lo que desea («ouk exete»: v. 2), y no
obtiene lo que quiere y desea con ardor («ou dúnasthe epitucheín»: v. 2), porque lo busca
por un camino equivocado.
Santiago apunta, de alguna manera, a la inquietud perversa en la que viven los cristia-
nos que se han hecho «adúlteros» y se han convertido por ello, en «amigos del mundo».
Se trata de una inquietud que los ha vuelto violentos, envidiosos (v. 2), y a la vez insatis-
fechos, pues buscan por un camino equivocado. Por ello Santiago los llama con palabras
fuertes para que se conviertan y puedan ser felices.

3. La oración falsa e interesada


Una vez que ha hecho el retrato de la lucha que se da en el corazón del creyente adúl-
tero, que se ha hecho «amigo del mundo», Santiago presenta la situación de aquellos que
quieren ser amigos del mundo, pero que usan a Dios para conseguir aquello que desean
según el mundo. Por ello señala Santiago que no se pueden pedir a Dios cosas malas. Así
dice Santiago: «Pedís y no recibís porque pedís mal» (v. 3). No se trata solo de pedir de una
manera equivocada, que sería el primer sentido de esta expresión. Se trata asimismo de
pedir cosas malas, dañinas, perversas («kakós aiteísthe»: v. 3) y por ello Dios no las conce-
de.
De nuevo aparece el adulterio del corazón y la amistad con el mundo, así como los
deseos desordenados. Por ello denuncia Santiago que estos creyentes que son amigos
del mundo, piden en la oración no la salvación o bienes espirituales, sino que piden cosas
para satisfacer sus deseos desordenados de placer, o para satisfacer sus propias inclina-
ciones («edonaís umón»: v. 3).
Según Santiago, es un «adúltero» quien se deja llevar por los deseos mundanos, el
que busca el placer e instrumentaliza a Dios para conseguir las cosas del mundo. Es aquel
que usa a Dios para su propia conveniencia (v. 4). De aquí que Santiago nos invite a la
reflexión sobre nuestra propia oración. Y que revisemos si hacemos una oración propia
de los amigos de Dios como Abrahán (2,23), que estaba dispuesto a cumplir siempre la
voluntad de Dios, o bien una oración de un «amigo del mundo» que usa a Dios para sus
propios pecados, placeres y caprichos.

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MANUAL DEL PREDICADOR

4. El camino para ser amigo de Dios


Después de haber hablado de quienes son los «amigos del mundo», los falsos creyen-
tes, los «adúlteros y adúlteras» (v. 4), presenta implícitamente un camino para llegar a ser
amigos de Dios. Por ello señala que hay gracias y dones que Dios ya ha concedido a quie-
nes quieren ser sus amigos (vv. 4 y 5).
Para hablar de estos dones, Santiago se apoya en el testimonio de las Escrituras. Por
ello señala la inhabitación del Espíritu, que tiene deseos santos de habitar en el cora-
zón del creyente: «Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros»
(v. 5) Santiago contrapone los deseos ávidos («epithumeíte»: v. 2) mundanos y mortales
del pecador de vivir los placeres del mundo, con el deseo ardiente del Espíritu («fthónon
epipotheí»: v. 5) de habitar en el corazón del creyente.
Por una parte «fthónon» significa los celos, la envida, pero en sentido positivo. El que
tiene en este texto, significa el celo con el que Dios cuida a su pueblo. Se trataría de una
palabra que está en relación con la palabra «adulterio». Cuando el hombre se convierte,
el Espíritu con un deseo ardiente y celoso inhabita el corazón del creyente convertido. De
hecho, la forma verbal «epipothei» significa un deseo profundo, reconociendo una año-
ranza como la que expresa san Pablo en la carta a los romanos, ya que los echa de menos
y los desea ver (Rm 15,23). Del mismo modo, el Espíritu añora el volver al corazón del
creyente que se había vuelto adúltero, para que, una vez convertido, pueda santificarlo y
llenarlo de la gracia de Dios.
No obstante, Santiago dice que todavía hay un don y una gracia que es mayor y supe-
rior que Dios quiere conceder a sus amigos. En este prometer una gracia mayor, resuena
también la exposición de san Pablo sobre el don mayor o más excelente del que va a
hablar, que no es otro que el amor. Ambos usan la misma palabra: (v. 6: «meízona»: «más
grande, mayor»): Más aún, da una gracia mayor (v. 5). Y esta gracia mayor es que Dios «re-
siste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (v. 6).
El don que Dios quiere conceder es precisamente su gracia, que transforma al «amigo
del mundo» (v. 4-5) en «amigo de Dios» (2,23); pero es preciso ser humildes. El soberbio,
según Santiago, es el que tiene deseo de exaltarse a sí mismo y mostrar demasiado su
propio yo (v. 6: «uperefánoi») olvidando a Dios y despreciando a los demás, mientras que
la humildad consiste en reconocer la acción de Dios y la propia pequeñez y limitación (v.
6: «tapeinnoís»). De hecho, Santiago contrapone al humilde («tapeinós») con el poderoso
(«dunástai») (1,9), para señalar que el humilde es aquel que reconoce que su fuerza y su
poder no están en él, sino en Dios.

5. Resistir al diablo
No obstante, ser amigos de Dios significa también otros elementos muy concretos que
se deben realizar una vez que se ha dado el paso previo de la humildad y se ha recibido
la gracia (v. 6). Con esta gracia se puede resistir al diablo (v. 7). De hecho, Santiago usa el
mismo verbo para señalar que, así como resiste Dios a los soberbios, del mismo modo el
creyente debe resistir, oponerse y ser hostil al diablo (vv. 6.7: «antístete»). Al oponerse y
resistir al diablo, éste huirá del creyente.
Una vez alejado el diablo, el creyente se debe acercar a Dios, señalando Santiago la
acción correspondiente que es que cuando el creyente se aproxima a Dios, es el mismo

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MANUAL DEL PREDICADOR

Dios quien se acerca al creyente (v. 8). En ambos casos se usa el mismo verbo (v. 8: «eg-
gieí»: aproximarse, acercarse).
Dios, por tanto, atrae al hombre con su gracia, y cuando el hombre se acerca Dios,
realmente es Dios quien se está acercando a él (v.8). El acercamiento a Dios debe llevar al
compromiso de la conversión, significada en dos ejemplos. Por una parte, la invitación a
los pecadores a lavarse las manos, y a los dudosos y vacilantes, a la purificación del cora-
zón.
El lavado de las manos (v. 8) significa la purificación de las obras. Que las obras ya no
estén movidas por los deseos del mundo y el deseo del placer (v. 2), sino que sean obras
hecha desde la fe que actúa por el amor (2,18; Ga 5,6).
Limpiar el corazón es purificar las intenciones de las obras y acciones, evitando la hipo-
cresía, la falsedad y la duda que paraliza.
Esta primera parte termina con una diatriba contra los pecadores, contra aquellos que
no estén dispuestos a la conversión, y que perversamente sigan siendo «adúlteros», pues
desean seguir siendo amigos del mundo y enemigos de Dios. A ellos, Santiago les advier-
te, haciendo eco de los profetas del Antiguo Testamento, sobre la vanidad de las cosas de
este mundo. Por eso les dice: «entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y
vuestra alegría en tristeza» (v. 9).

6. No hablar mal de los hermanos


La segunda parte del texto comienza con un recordatorio del elemento central de la
primera parte, como un resumen y una exhortación a la humildad para poder conseguir
la verdadera grandeza ante Dios: humillaos ante el Señor y él os ensalzará (v. 10).
Posteriormente, cambia el tono, para dirigirse directamente a los hermanos de la co-
munidad («adelfoí»: v. 11). De hecho, la palabra «hermanos» no había aparecido hasta
este momento en este capítulo cuarto, y se va a repetir tres veces en el versillo 11. De este
modo invita a los hermanos de la comunidad, a aquellos que no son enemigos de Dios
sino amigos de Dios, a no hablar mal los unos de los otros. El verbo usado para hacer refe-
rencia al hablar mal es «katalalón» (v. 11), que significa decir cosas malas, calumniar, difa-
mar. Así pues, Santiago afirma con fuerza: «no habléis mal unos de otros, hermanos» (v. 11).
Y junto con las palabras, los juicios («krínon»: v. 11). Por ello señala Santiago que el que
habla de su hermano o juzga a su hermano, habla y juzga a la ley, siendo que solo hay
un Juez, y éste es Dios, quien tiene el poder («dunámenos») de salvar o de destruir (v. 12).
Esta parte termina con una pregunta retórica, como invitación a la humildad y a la
caridad. No se puede nunca hablar mal de un hermano ni juzgarlo, pues quien hace esto,
habla contra la ley o juzga la ley. «Uno solo es legislador y juez, el que puede salvar o perder.
En cambio, tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (v. 12).

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MANUAL DEL PREDICADOR

Parte agustiniana
1. Introducción
Este texto del capítulo cuatro de la carta del apóstol Santiago, es una invitación a la
conversión y a revisar nuestra oración, nuestros afectos, la confianza que tenemos en
Dios y en la fuerza de su gracia, así como la relación con los hermanos y las palabras que
usamos en dicha relación.
Este mismo capítulo nos ofrece una serie de versillos y de frases que serán muy impor-
tantes para san Agustín. Baste pensar en el texto de St 4,6 «Dios resiste a los soberbios y da
su gracia a los humildes», que será clave en la lucha antipelgiana, y le servirá al Doctor de
Hipona para señalar la importancia y la primacía de la gracia de Dios en la vida cristiana.

2. «Pedís y no recibís porque pedís mal» (St 4,3)


La oración no es doblegar la voluntad de Dios. San Agustín comenta las palabras del
apóstol Santiago en esta carta, y señala que en la oración los creyentes no obtienen lo
que piden, porque piden mal, es decir, porque tienen un punto de partida que es equi-
vocado, ya que piensan que la oración no es otra cosa que convencer a Dios, para que
llegue a querer lo que nosotros queremos. Por ello, san Agustín señala que la oración es
un camino de descubrimiento de la voluntad de Dios, no de imposición de nuestra propia
voluntad a los designios de Dios. Es preciso, ante todo, no mirar a las cosas de la tierra,
sino tener el corazón puesto en Dios con la confianza de que nos concederá lo que más
nos conviene en cada momento. No se trata pues, de doblegar la voluntad de Dios, sino
de disponernos a cumplir lo que él quiere:
Pedís, mas no recibís porque pedís mal, para consumir en vuestras concupiscencias (…)
En efecto, tú eres carne y sangre, y quieres inclinar a Dios a tu carne, aunque debes elevar tu
corazón a Dios, y no atiendes a lo que dice el apóstol: “Si habéis resucitado con Cristo buscad
lo que está arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, buscad lo que está arriba,
no las cosas de la tierra” (…) disocia tu sangre de los sacrificios (…) En efecto, el hombre es-
piritual discierne todo, no mezcla la sangre con los sacrificios (s. 110A,3 = s. Dolbeau 17,3).
Pedir en el nombre de Cristo. San Agustín nos recuerda que Dios sabe lo que necesita-
mos, aun antes de que se lo pidamos, y que en su misericordia no escucha para nuestro
bien, lo que nosotros pedimos para nuestro mal:
Quien, va a usar mal lo que quiere recibir, más bien no lo recibe porque Dios se compadece
(Io. eu. tr. 73,1).
Por otro lado, san Agustín vincula el texto de la carta de Santiago con el del evangelio
según san Juan, donde Cristo dice: «Cualquier cosa que pidáis en mi nombre yo os la con-
cederé» (Jn 14,13-14). Y el obispo de Hipona se plantea, en primer lugar, el caso de san
Pablo, quien pidió verse librado del emisario de Satanás que lo abofeteaba tres veces al
día y no le fue concedido (2 Co 12,7-9). Por ello se pregunta san Agustín cómo se pueden
entender las palabras del evangelio según san Juan y de la carta de Santiago, si el Señor
no le concedió ni siquiera a sus apóstoles lo que le pedían:
Si pensamos en estos mismos felicísimos apóstoles, hallamos que ese que se fatigó más que
todos, no empero él, sino la gracia de Dios con él, rogó tres veces al Señor que se apartase
de él el ángel de Satanás, pero no recibió lo que había rogado (2 Co 12,7-9). ¿Qué diremos,

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MANUAL DEL PREDICADOR

carísimos? ¿Supondremos que ni siquiera a los apóstoles ha cumplido él esta promesa donde


asevera: cualquier cosa que pidiereis en mi nombre, esto haré?  (Jn 14,13-14; Io. eu. tr. 73,2).
La respuesta la halla san Agustín en las palabras de Cristo: hay que pedir en su nombre,
es decir, en el nombre de Cristo Jesús (Jn 14,13-14). Y de este modo el obispo de Hipo-
na pone de manifiesto que el nombre de Jesús significa salvador, por lo tanto, Dios nos
concede aquellas cosas que ayudan para nuestra salvación, no aquellas que son según
nuestros propios gustos:
Evidentemente, Cristo Jesús: Cristo significa rey, Jesús significa salvador; evidentemente,
nos hará salvos no cualquier rey, sino el Rey Salvador y, por eso, cualquier cosa que pedimos
contra el interés de la salvación, no la pedimos en el nombre del Salvador. Y empero él mismo
es Salvador no sólo cuando hace lo que pedimos, sino también cuando no lo hace, porque se
muestra como Salvador, más bien, no haciendo lo que ve que se pide contra la salvación. (Io.
eu. tr. 73,3).
En la carta a Proba (ep. 130) san Agustín nos ofrece otro elemento fundamental de la
oración. En vista de que san Pablo nos recuerda en la carta a los romanos que nosotros no
sabemos pedir lo que nos conviene (Rm 8,26), el Espíritu nos enseña que debemos pedir
una sola cosa. Y esta única cosa que debemos pedir es la vida eterna. Todo lo que Dios
nos conceda en este mundo nos debe ayudar para conseguir la meta fundamental de
nuestra vida, que es poder llegar a participar en la vida eterna de Dios, pidiendo por ello
implícitamente al Señor, la perseverancia en el bien:
¿Por qué desviar la atención a muchas cosas, preguntando qué hemos de pedir y temien-
do no pedir como conviene? Más bien hemos de repetir con el Salmo: Una cosa pedí al Señor,
ésta buscaré: que me permita habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para po-
der contemplar el gozo de Dios y visitar su santo templo (Ps 26, 4) (…) Para alcanzar esa vida
bienaventurada nos enseñó a orar la misma y auténtica Vida bienaventurada (ep. 130,15).

3. La necesidad de la conversión
El amor al mundo. El texto de la carta del apóstol Santiago en este apartado es suma-
mente fuerte, ya que llama «adúlteros» a aquellos que abusan de la oración, ya que piden
a Dios con la intención de malgastarlo todo en sus placeres. San Agustín, por su parte,
se detiene a comentar estas palabras del apóstol Santiago, para subrayar que el amor al
mundo y no al Creador del mundo, es lo que hace que las almas se vuelvan adúlteras, es
decir, infieles a su Creador y esposo que es el mismo Dios. Por tanto, san Agustín interpre-
ta estas palabras fuertes del apóstol Santiago en el sentido de una necesidad acuciante
de conversión, en vista de que la persona tiene una «aversión a Dios (el bien inconmuta-
ble) y una conversión hacia las criaturas (los bienes mutables)» (lib. arb. 2,53).
Adúlteros, ¿no sabéis que quien se hace amigo de este mundo se vuelve enemigo de Dios?
(St 4,4) El amor del mundo hace infiel al alma; el amor al artífice del mundo hace al alma
casta (s. 142,3).
Proceso de conversión. En vista de que el alma se ha olvidado de Dios, y necesita re-
gresar a su Creador, san Agustín nos ofrece un itinerario de conversión dentro del s. 142,
para invitarnos a reflexionar, y ver en qué momento nos encontramos de este camino de
regreso al Padre.

38
MANUAL DEL PREDICADOR

En primer lugar, san Agustín coloca la toma de consciencia, como le sucedió al hijo
pródigo que entró en su interior y solo así pudo darse cuenta de su propia situación (Lc
15,17). En este caso, san Agustín invita ciertamente a tomar consciencia de la propia si-
tuación, a sentir vergüenza y frustración y a regresar a Dios, ya que el alma había vagado
fuera de sí misma:
Es llamada de nuevo el alma que andaba fuera de sí misma a regresar a sí misma. Como se
había alejado de sí misma, así se había alejado de su Señor (s. 142,3).
En segundo lugar, aparece el deseo de regresar, provocado por la consciencia de la
propia impureza y corrupción. San Agustín repite en muchas ocasiones la palabra «regre-
so». El ser humano ha sido creado por Dios, y por su pecado, se ha alejado de su Creador;
por eso la conversión es siempre un camino de regreso, reconociendo el ser humano una
cosa que comenta san Agustín en las Confesiones: «esto sólo sé: que me va mal lejos de ti»
(conf. 13,9), porque toda la riqueza sin Dios no es sino pobreza: «toda abundancia mía que
no es mi Dios, es indigencia» (conf. 13,9).
Pero si no se avergüenza de su corrupción, no deseará regresar a esos abrazos castos (de
Dios). Debe sentirse confundida, para que regrese aquel que se jactaba que no iba a regresar
(s. 142,3).
No obstante, el gran impedimento para regresar a Dios y para la conversión es la so-
berbia, la autosuficiencia del ser humano. Este orgullo había llevado al alma a hacer tres
cosas. En primer lugar, a colocar sus propios pecados a sus espaldas para no verlos, y al no
ver sus propios defectos, estar muy atento a los defectos de los demás:
Aquello que el alma no quería ver, Dios se lo pone delante de los ojos, y aquello que prefería
poner a sus espaldas, lo coloca delante de sí. Para que se viera a sí misma en sí misma. ¿Por
qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga que tienes en tu ojo? (s. 142,3).
Y en segundo lugar, la soberbia había vuelto al alma egoísta, amadora de sí misma, ol-
vidada de Dios y de los demás. El camino de conversión es un olvido de nosotros mismos,
para amar a Dios y a nuestros hermanos:
El alma se miró a sí misma, se complació en sí misma, se convirtió en amadora de sus pro-
pias capacidades, se alejó de él (de Dios) (s. 142,3).
En tercer lugar, el alma ya no solo se había olvidado del amor de Dios, sino que incluso
llegó a olvidarse del amor de sí misma, para amar solo el mundo y las cosas del mundo:
Así, es Dios quien debe ser amado, hasta el punto que, por amor de Dios, si es posible,
debemos olvidarnos de nosotros misma. ¿En qué consiste este paso? El alma que se había ol-
vidado de sí misma amando el mundo, ahora se debe olvidar de sí misma amando al artífice
del mundo (Dios) (s. 142,3).
Por ello, el camino de la conversión para san Agustín, es un camino de cambio de amo-
res. «No quiero que no ames nada, pero quiero que ordenes tu amor» (s. 335C,13). Se debe
dejar el amor de este mundo para llegar incluso a olvidarnos del amor a nosotros mismos,
para poder amar a Dios:

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MANUAL DEL PREDICADOR

4. «La amistad con el mundo es enemistad con Dios» (St 2,4)


San Agustín señala que quienes han puesto su corazón en las cosas del mundo, se
convierten en enemigos de Dios, y su jefe es el demonio. Ellos ya no aman a Dios, sino
que lo temen:
Por cierto, así muestra al diablo como jefe no de las criaturas, sino de los pecadores, a los
que ahora nomina con la denominación «de este mundo». Y cada vez que el nombre de mun-
do se pone con significado del mal, no muestra sino a los amadores de ese mundo, acerca de
los cuales está escrito en otra parte: Cualquiera que quisiere ser amigo de este siglo, se consti-
tuirá en enemigo de Dios (Io. eu. tr. 79,2).
Por otro lado, san Agustín nos recuerda la palabra evangélica, donde Cristo nos dice
que no podemos servir a dos señores. No se puede servir a Dios y al mundo (Mt 6,24).

Con pocas palabras quedó definido que no puede poseer el amor de Dios quien ame al
mundo, y que es enemigo de Dios quien quiera ser amigo del mundo. A esto se refiere también
lo que dice el Señor en el Evangelio: Nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborrece a
uno y ama al otro, o a uno lo sufre y al otro lo desprecia. Y concluye: No podéis servir a Dios y
al dinero (Mt 6,24; s. 162,3).
No obstante, la cuestión esencial que san Agustín subraya es que el ser humano al
servir al mundo o a Dios, va buscando ser feliz, ya que «todos queremos ser felices» (en. Ps.
32,2,2). Por ello, los gozos de quien es esclavo del mundo son diferentes de aquellos que
son siervos de Dios:
Cuando uno se goza en el mundo, no se goza en el Señor, y cuando se goza en el Señor, no
se goza en el mundo. Venza el gozo en el Señor hasta que desaparezca el gozarse en el mun-
do. Aumente siempre el gozo en el Señor y disminuya continuamente el gozo en el mundo,
hasta que desaparezca (s. 171,1).
De este modo, la pregunta que san Agustín nos haría es la misma que él le platea a
san Pablo en el libro XIII de las Confesiones: «¿Dónde está puesta tu alegría y tu gozo (unde
gaudes)?»
La respuesta de Pablo es que su gozo está en la alegría, en la caridad fraterna y en el
cumplimiento de la voluntad de Dios, por la que en nombre de la caridad se hacen obras
que llevan un fruto.

5. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (St 4,6)


Un recuerdo autobiográfico. Posiblemente estas palabras del apóstol Santiago son de
las más repetidas por san Agustín. Es más, el mismo obispo de Hipona nos dice que «casi
no hay ninguna página de la Escritura en la que no resuene esta frase» (doctr. chr. 3,33).
Se trata de una frase que el mismo san Agustín se aplica a sí mismo en el principio de su
camino de conversión. Es el momento en el que, guiado por diversa escuelas filosóficas,
quiere llegar a Dios por medio de sus capacidades y de la razón, guiado por la soberbia, y
por eso es rechazado por Dios, además de que él creía en ese momento que la sustancia
de Dios era la misma sustancia de sus criaturas, sin darse cuenta de la diferencia esencial
y absoluta entre Dios y sus criaturas:

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MANUAL DEL PREDICADOR

Yo me esforzaba por llegar a ti, pero era repelido por ti para que gustase de la muerte,
porque tú resistes a los soberbios (St 4,6). ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incompren-
sible locura, que yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo mudable y recono-
ciéndome tal, pues si quería ser sabio era por hacerme de peor mejor, prefería, sin embargo,
juzgarte mudable antes que no ser yo lo que tú. He aquí por qué era yo repelido y tú resistías a
mi cabeza soberbia (conf. 4,26).
El soberbio se adueña de los dones de Dios. Por otro lado, en la Ciudad de Dios san Agus-
tín señala que su propósito es precisamente convencer a los soberbios de que todos los
dones que hay en ellos no proceden de sí mismos, sino de Dios, y que no es lícito apro-
piarse de aquello que no es suyo, sino que procede de Dios. Por ello, san Agustín de nue-
vo señala que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, invitándonos a
considerar si verdaderamente somos humildes, porque reconocemos que todo proviene
de Dios; o de que no lo somos, en vista de que nos gloriamos de los dones de Dios como
si fueran nuestros:
Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de
la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón
del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las emi-
nencias pasajeras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he
propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que
dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes (St 4,6. ciu. prol.).
De hecho, es precisamente la humildad lo que distingue a los ángeles de Dios, de los
ángeles caídos. Una humildad manifestada en dos amores, el amor santo de los ángeles
de Dios, y el amor inmundo de los ángeles caídos:
Separó Dios la luz de la tiniebla (Gn 1,3-4), para nosotros existen estas dos sociedades de
ángeles: una, gozando de Dios; otra, hinchada de soberbia; (…) una, abrasada en el santo
amor de Dios; otra, gastándose en el humo del amor inmundo del propio encumbramiento.
Y como está escrito: Dios rechaza a los soberbios, pero concede su gracia a los humildes (ciu.
11,33).
Características de la verdadera humildad como camino de santidad. San Agustín nos re-
cuerda que la humildad no es negar lo que nosotros somos, sino reconocer lo que somos
y de quién procede lo bueno que somos y tenemos:
Pero a ti no se te dice: «Sé algo menos de lo que eres», sino: «Conoce lo que eres.» Recono-
ce que eres débil, que eres hombre, que eres pecador, que es él quien hace justos, que estás
manchado. Si tu confesión incluye la mancha de tu corazón, pertenecerás a la grey de Cristo
(s. 137,4).
El primer paso de la humildad que lleva a la santidad es el someterse dócilmente a
Dios, de tal forma que el cuerpo se someta al alma, refrenando todas sus pasiones y ape-
tencias:
En esta vida, por tanto, la santidad (iustitia) de cada uno consiste en que el hombre esté
sometido a Dios con docilidad, el cuerpo lo esté al alma y las inclinaciones viciosas a la razón,
incluso cuando éstas se rebelan, sea sometiéndolas, sea oponiéndoles resistencia (ciu. 19,27).
El segundo paso es pedir perdón por los propios pecados, por los propios fallos y cul-
pas, reconociendo que no somos perfectos. La soberbia nos lleva a esconder nuestros
defectos, la humildad, desde la verdad, nos lleva a reconocer y no justificar nuestras cul-

41
MANUAL DEL PREDICADOR

pas, uniéndonos a toda la Iglesia, que todos los días pide perdón de sus faltas al rezar el
Padrenuestro:
¿No es cierto que la vida del hombre sobre la tierra es una tentación? (Jb 7,1: LXX), ¿quién
tendrá la presunción de vivir sin necesidad de decirle a Dios: perdónanos nuestras deudas, más
que un hombre infatuado? No se trata aquí de un gran hombre; es más bien un presumido,
un jactancioso, al cual, con plena equidad, rechaza quien ofrece gracia a los humildes. A este
respecto está escrito: Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes
(ciu. 19,27).
El tercer paso es pedir la gracia para poder hacer el bien, para cumplir los preceptos
de Dios, para superar las dificultades, desde la consciencia de que sin la gracia de Dios no
se puede hacer nada, pues como dice san Agustín «Señor, nada sin ti, todo en ti. Él puede
mucho, todo sin nosotros, nosotros no podemos hacer nada sin Él» (en. Ps. 30,2,1-4):
Además, es preciso pedirle al mismo Dios, la gracia para hacer méritos (ciu. 19,27).
Finalmente, el cuarto paso es dar las gracias a Dios, reconociendo que todo es un don,
y que el creyente humilde es siempre agradecido, al reconocer que no merece nada, sino
que todo es una dádiva de Dios:
Es mejor dar gracias a Dios por un don pequeño que apropiarse las gracias por un don
grande (ep. 27,4).

6. «Resistid al diablo que huirá de vosotros» (St 4,7)


Un consejo de Pelagio. Cuando san Agustín explica estas palabras de la carta del apóstol
Santiago, no tiene reparo en citar una frase de Pelagio, en la que el hereje, sin caer en un
error dogmático, da un consejo espiritual y comenta que el demonio solo puede dominar
a aquellos que se someten a él, o por decirlo de otro modo, que el diablo no puede pre-
valecer en aquellos que lo rechazan por estar unidos a Dios. Esta es la cita de Pelagio, y el
comentario de san Agustín:
Luego fácilmente se refuta la objeción de algunos que le dicen: “Pero el demonio va contra
nosotros”. Con sus mismas palabras respondemos a esto: “Resistámosle y huirá”. Resistid, dice
Santiago, al diablo y huirá de vosotros (St 4,7). Nótese qué podrá dañar a aquellos de quienes
huye y a qué se reducirá su poder cuando sólo puede prevalecer contra los que no se le resis-
ten”. Hago mías estas palabras, pues con más verdad no puede hablarse (nat. et. gr. 68).
No obstante, san Agustín señala que hay tres elementos que están ausentes de la res-
puesta de Pelagio. En primer lugar, para poder resistir al demonio, es preciso recibir la
gracia. El ser humano con sus propias capacidades no puede rechazar la tentación, sino
que necesita recibir la fuerza y la gracia que viene de lo alto:
Pero aquí conviene subrayar una diferencia entre los pelagianos y nosotros. Nosotros no
sólo no negamos, sino predicamos que para resistir al diablo ha de implorarse el auxilio de
Dios (nat. et gr. 68).
En segundo lugar, es preciso orar para que el Señor nos conceda la gracia. Los pela-
gianos negaban la necesidad de orar, e incluso se burlaban de quienes oraban pidiendo
a Dios su auxilio y su gracia. San Agustín recuerda, una vez más, que toda la Iglesia reza
el Padrenuestro, y que en esta oración del Señor le decimos y pedimos a Dios que no nos

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MANUAL DEL PREDICADOR

deje caer en la tentación. Por lo tanto, el no caer en la tentación y resistir al demonio es


una gracia de Dios, no una capacidad de la naturaleza humana:
Pero los pelagianos atribuyen tanto poder a su voluntad, que destruyen todo espíritu de
plegaria. También para resistir al diablo y alejarlo de nosotros, decimos al rogar: no nos dejes
caer en la tentación (Mt 6,13. nat. et gr. 68).
Finalmente, para poder enfrentar al demonio, san Agustín recuerda las palabras del
evangelio, que nos invitan a estar atentos y vigilantes para evitar que el pecado y los vi-
cios vayan debilitando nuestra voluntad, y de este modo el demonio pueda encontrarnos
desprevenidos y pueda hacernos caer. Por ello es preciso orar y velar para no caer en la
tentación:
Y con el mismo fin recibimos aquel aviso como de un general que exhorta y dice a los
soldados: vigilad y orad para que no entréis en tentación (Mc 14,38; nat. et gr. 68).

7. «No habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11)


La murmuración en las comunidades, en muchas ocasiones, puede llegar a convertirse
en uno de los elementos que, de manera morbosa y enfermiza, forman parte de la vida de
la misma comunidad. Tanto la Palabra de Dios, como el mismo san Agustín nos invitan a
desterrar de nuestras vidas este vicio.
Es muy conocido el cartel que san Agustín había mandado poner en su refectorio, en
el que se invitaba a todos los comensales a abstenerse de la murmuración; evitar “comer
y roer” con sus palabras la vida de los ausentes:
Quien gusta con sus dichos roer la vida de los ausentes, que la suya (su mesa), es indigna
de esta mesa (Vita Augustini, 32,6).
San Agustín sabía que la murmuración desgasta la caridad y destruye la confianza
dentro de la comunidad, y se convierte en un obstáculo para la corrección fraterna ver-
dadera y caritativa, pues se puede llegar a pensar que basta con criticar los defectos y los
vicios de los hermanos, cuando ellos están ausentes, y que con ello se suple el deber de
la corrección fraterna.
San Agustín, en su obra De Mendatio, nos advierte del peligro de la murmuración, ha-
ciendo eco de la Sagrada Escritura, concretamente del texto de Sab 1,10, que en la versión
bíblica que san Agustín usaba decía: «Guardaos de la murmuración, que nada aprovecha,
y refrenad la lengua de la detracción». El origen de la murmuración según lo explica san
Agustín en el De Mendatio, es la malevolencia. Se trata obviamente del opuesto de lo que
debe marcar la sana amistad entre los religiosos de una comunidad, que es precisamente
la benevolencia.
San Agustín rescata este elemento de la definición ciceroniana de amistad («la verda-
dera amistad [es] un acuerdo sobre las cosas divinas y humanas, con caridad y benevolencia»
Acad. 3,6,13).
Por ello, en la comunidad debe existir entre los hermanos el deseo y el propósito de la
benevolencia, es decir, la intención de hacer el bien a todos en el nombre de la caridad
de Cristo. Por esta misma benevolencia caritativa, los hermanos deben estar dispuestos,
como señala san Pablo, a dejar los celos y las envidias, para poder llevar las cargas los

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MANUAL DEL PREDICADOR

unos de los otros: «No seamos vanidosos provocándonos los unos a los otros y envidiándo-
nos mutuamente (…) Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de
Cristo» (Ga 5, 25.6,2).
San Agustín, por tanto, nos invita a evitar la murmuración e incluso evitar exagerar
con mentiras los defectos de los demás. Sólo así se puede construir la comunión en la
comunidad:
Guardaos de la murmuración, que nada aprovecha, y refrenad la lengua de la detracción
(Sb 1,10). La detracción tiene su origen en la malevolencia, cuando alguno no solamente ex-
presa con la boca y la voz corporal lo que ha inventado de alguno, sino que, además, en secre-
to, quiere que se le crea tal cual (mend. 33).
Y a la vez san Agustín señala que un vicio tan grande no puede quedar oculto a los ojos
de Dios, sino que Dios juzgará a quien haya calumniado y murmurado de su hermano:

(…) lo que, ciertamente, es calumniar con la boca del corazón. Y esto no puede permane-
cer oscuro ni oculto ante Dios (mend. 33).
Por ello, san Agustín invita a los cristianos, y particularmente a todos los que viven
en comunidad, a que cuiden sus palabras. Asimismo, san Agustín nos exhorta, al igual
que apóstol Santiago, a que evitemos la amargura de la murmuración, del descontento
continuo, de la queja prolongada y cruel, y que sirvamos a Dios con el gozo de la caridad,
pues es preciso servir a Dios con gozo y con alegría, pues Dios ama al que da con alegría
(2 Co 9,7). Por eso, al comentar el salmo 99, que nos invita a servir al Señor con alegría,
san Agustín dice:
Servid al señor con alegría. Os habla a todos los que soportáis todas las cosas con caridad y
os alegráis en la esperanza. Servid al Señor no con la amargura de la murmuración, sino con el
regocijo del amor. Es fácil alegrarse exteriormente; alégrate delante del Señor (en. Ps. 99,14).

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MANUAL DEL PREDICADOR

5. «Saber hacer el bien y no hacerlo es pecado» (St 4,17)


Fe comunitaria y responsabilidad social
St 4,13-17. 5,1-6

Parte bíblica
1. Introducción
El texto que meditamos hoy tiene dos partes. La primera es una invitación a reconocer
la fragilidad de la vida humana y a deponer la jactancia y la soberbia con la que el ser
humano actúa en ocasiones.
La segunda parte es, de nuevo, una diatriba contra los ricos, contra aquellos que han
puesto toda su confianza en los bienes materiales y se han olvidado de Dios. En esta
segunda parte resuenan fuertemente muchas de las páginas proféticas del Antiguo Tes-
tamento.

2. Vita brevis
La primera parte del texto (4,13-17) tiene como centro la afirmación del versillo 14,
donde Santiago recuerda que el hombre es simplemente un vapor de agua («atmís») que
se muestra por un breve período, para posteriormente desaparecer: ¡Sois vapor de agua
que aparece un momento y después desaparece! (v. 14). En esta afirmación de Santiago,
la fugacidad y fragilidad de la vida del ser humano es acentuada por la expresión ver-
bal «fainoméne» (aparecer) a la que se contrapone la expresión verbal contraria «afani-
zoméne» (desaparecer) (v. 14). El sentido de esta contraposición de términos sería que el
ser humano se muestra o aparece por un corto periodo de tiempo, y después ya no se
manifiesta, ni se muestra, sino que desaparece. La fragilidad y brevedad es acentuada,
asimismo, por la expresión «olígon» (breve) que acompaña a «fainoméne» (aparecer: v.
14), para señalar que el periodo en el que el ser humano se muestra es muy breve, y ne-
cesariamente limitado.
Por ello, el ser humano no puede hacer planes sin contar con Dios, confiando en sí
mismo y creyendo que tiene un tiempo ilimitado para vivir, y que todo está en sus manos.
De ello ofrece ejemplo Santiago en el v. 13, donde se presenta la planeación de viajes y
negocios, sin contar con Dios. Estos negocios son acentuados por los términos «emporeu-
sómetha» y «kedresómen» (v. 13). La primera palabra significa hacer negocios, en donde

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MANUAL DEL PREDICADOR

se compran y se venden mercancías. La segunda palabra significa «tener ganancias por


la propia actividad», o por haber invertido algunos bienes, como nos narra el evangelio
del que recibió cinco talentos, y que después de haberlos invertido, ganó otros cinco (Mt
25,16).
No obstante, estos negocios y estas ganancias no son nada, pues el ser humano no
sabe si vivirá el día de mañana para gozar de lo que ha conseguido. En este texto, Santia-
go hace eco del pasaje del evangelio del necio que había tenido una cosecha muy abun-
dante, y que pensaba derribar sus graneros para almacenar todo el grano. Y mientras
hacía esos planes, «Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas
que preparaste, ¿para quién serán?”» (Lc 12,20).

3. Presunción arrogante y humildad


De este modo, Santiago subraya, por un lado, la pequeñez del hombre, y por otro lado,
la necedad de aquellos que a pesar de esta realidad, se jactan haciendo una vana ostenta-
ción de sus capacidades y de sus acciones: «Pero ahora os jactáis en vuestra fanfarronería.
Toda jactancia de este tipo es mala» (v. 16).
De hecho, Santiago, para referirse a la «jactancia» usa la palabra «kaucháste», que sig-
nifica un alto grado de confianza en uno mismo, una presunción exagerada, gloriarse de
algo. San Pablo la utiliza frecuentemente (1 Co 1,31; 4,7; 2 Co 10,13). A este gloriarse se le
añade la palabra «fanfarronería» «alazoneíais», que significa una arrogancia que carece de
fundamento o razón de ser, por lo tanto, una arrogancia vacía. Santiago usa esta palabra
en conexión con el sentido que tiene en el texto de Sb 5,8, pues se trata de una presun-
ción impía y vana, que pone su confianza en las cosas de la tierra.
De nuevo Santiago vuelve a insistir en la humildad, de la que ha hablado al referirse a
la gracia de Dios que es concedida solo a los humildes (4,6), y por otro lado, al peligro de
la soberbia que acompaña a las riquezas, por las que el rico desprecia a Dios y al prójimo
(2,6; 5,4).
De hecho, la humildad y la confianza en Dios se manifiestan en la expresión que pre-
senta en el v. 15: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello». Todo debe que-
dar supeditado a la voluntad de Dios, expresada por la palabra «thelése», que significa lo
deseos, los propósitos, como sucede en las epístolas paulinas aplicadas a la voluntad de
Dios (Cf. 1 Co 4,19; 7,36; Rm 7,15, etc.)

4. Saber hacer el bien: fe y obras


La conclusión de esta primera parte es una sentencia sapiencial: «Aquel, pues, que sabe
hacer el bien y no lo hace, comete pecado» (v. 17). Se trata de una conclusión que engloba
lo que ha dicho no solo en esta sección, sino en otras partes anteriores de la carta. Se
trata de saber hacer el bien. El saber implica que la persona tiene la información, el cono-
cimiento, la habilidad para hacerlo, elementos que están incluidos en la expresión verbal
«oída» (v. 17). Este conocimiento y capacidad práctica para hacer el bien han sido presen-
tados, de alguna manera, en las partes anteriores de esta carta, donde se invita, en primer
lugar, a mostrar la fe por medio de las obras (2,18). En segundo lugar, a mostrar la fe y la
religión verdadera y pura, contra la religión falsa, por medio de la acción caritativa con
los más desvalidos, encarnados en el texto de Santiago por las viudas y huérfanos (1,27).

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MANUAL DEL PREDICADOR

También ha insistido en la importancia de ser humilde para poder recibir la gracia de


Dios (4,6), que capacita para hacer el bien, y la necesidad de no jactarse ni presumir, sino
de someterse a la voluntad de Dios (4,16). Quien ha escuchado todo este discurso y está
capacitado por la gracia, por su conocimiento y su habilidad para hacer el bien, y no lo
hace, como señala Santiago, comete un pecado (v. 17: «amartía»).
De nuevo, en esta expresión, Santiago vincula la teoría y la práctica, ya que hay una re-
lación entre la palabra «eidóti» (conocer, saber) y «poiêin» (hacer) (v. 17), relación que tiene
que ver entre la fe (el conocimiento: eidóti) y las obras (poiéin). Una vez más se presenta
el tema ya enunciado antes, pero con otros términos y con una consecuencia más grave,
ya que no se trata solo de que la fe esté muerta sin las obras (2,17.26), sino que también
es una falta moral grave, no hacer el bien pudiendo hacerlo. Por tanto, no basta escuchar
la Palabra de Dios, hay que llevarla a la práctica (1,22). Quien ha recibido la Palabra y la
gracia para hacer el bien, no será inocente si no lo hace.

5. Riquezas y lamentos
La segunda parte del texto (5,1-6), es de nuevo una diatriba contra los ricos como las
que ya nos había presentado Santiago en otros pasajes de su carta (2,5). En esta ocasión
también se pueden percibir en las palabras de Santiago los ecos de las voces de los pro-
fetas veterotestamentarios.
Esta segunda parte comienza presentando la vanidad y vacuidad de los tesoros de los
ricos, de aquellos que han puesto su corazón en las cosas de la tierra. Por ello, Santiago les
invita a no regocijarse, sino a lamentarse (ololúzontes) y llorar (klaúsate) «por las miserias
por las desgracias que están para caer sobre vosotros» (5,1). De hecho, la palabra «talaipo-
ríais» (miserias) significa también dificultades, estrecheces, problemas, calamidades.
Son desgracias que sobrevendrán a los ricos, a vosotros que «habéis hartado vuestros
corazones para el día de la matanza» (5,5). Y la razón de estas desgracias es que sus rique-
zas provienen de haber retenido o robado (v. 4: «apestereménos»: no haber pagado) los
salarios (v. 4: «mistós»), de los trabajadores que segaban o cortaban con una hoz la hierba
(v. 4 «amesánton») de sus campos.
De hecho, este mismo salario es el que grita («krásei»). Pero no solo grita contra ellos el
salario defraudado. Al coro de quejas se unen también los gritos de los que cosechaban
sus mieses y reunían el grano («therisánton»), y sus clamores llegan hasta el Señor de los
ejércitos, o literalmente, al Señor «Sabaoth», es decir, al Todopoderoso. Los ricos se habían
sentido todopoderosos en la tierra, y por eso creyeron que tenían poder para privar a sus
trabajadores de su salario, pero hay un juicio justo del Dios todopoderoso que los conde-
na, y que repudia sus abusos e injusticias.

6. Vivimos los «últimos días»


Y junto con la corrupción moral de los ricos (vv. 4-6), está una vez más su necedad.
Habían acumulado riquezas y bienes «en estos días que son los últimos» (5,3). En esta ex-
presión de Santiago, «los últimos días» (v. 3: «eschátais emérais»), no solo resuena la creen-
cia de las primitivas comunidades cristianas de un retorno inmediato del Mesías, en una
escatología a corto plazo, sino también la invitación, en una escatología a largo plazo, a la
prudencia y la sabiduría, sabiendo que la vida del hombre es un breve espacio de tiempo

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MANUAL DEL PREDICADOR

(4,14), y que en vista de esta brevedad de la vida del ser humano, sus días son siempre los
últimos. Quien no puede reconocer esto, es un necio, y se prepara como los ricos para su
condena, para el «día de la matanza» (5,5). Quien tiene la capacidad de darse cuenta de
esta realidad, puede vivir con prudencia y sabiduría (4,15).
Por otro lado, Santiago subraya que son las mismas riquezas las que están corrompi-
das y las que acaban devorando a los ricos: «vuestro oro y vuestra plata están tomados de
herrumbre (iós) y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes
como fuego» (5,3). La palabra «iós», no solo significa «herrumbre», sino también «veneno»,
especialmente el veneno de las serpientes (Rm 3,13). Es verdad que la mayoría de los es-
pecialistas se inclinan por traducir en este texto «iós» como «herrumbre». No obstante, es
significativo que las riquezas son también un veneno que acaba quitando la vida a quien
pone su esperanza en ellas, y que son, por lo tanto, un elemento que no da vida, sino que
mata a su poseedor y lo devora «como el fuego» (5,3).
Lo fundamental es que Santiago pone de manifiesto el peligro de las riquezas, como
todos los autores de la Sagrada Escritura, y sobre todo el peligro que existe en poner
el corazón en los bienes materiales y de buscar adquirir riquezas por todos los medios
posibles, incluso por medios ilícitos (el robo y la explotación), como es el caso que nos
presenta esta sección del texto.

Parte agustiniana
1. Introducción
El texto que meditamos hoy tiene fundamentalmente tres partes. La primera de ellas
es una invitación a reconocer la fragilidad de la vida humana. No somos dueños de nada
(1 Co 4,7), ni siquiera del tiempo de nuestra vida. Todo está en las manos de Dios. No po-
demos hacer planes sin contar con Dios, y sin poner todo en las manos de Dios. De aquí
las palabras del apóstol Santiago que han pasado al lenguaje coloquial, en donde quien
es creyente, al hablar de los proyectos futuros, añade siempre «si Dios quiere».
En segundo lugar, el texto nos invita a darnos cuenta de la responsabilidad de hacer
el bien, pues quien sabe hacer el bien y tiene los medios para realizarlo, y por desidia,
pereza o indiferencia no lo hace, comete un pecado. Se trata de una invitación a la acción
y a evitar la omisión.
Finalmente, el texto nos ofrece una larga diatriba contra los ricos, y en las palabras
fuertes del apóstol Santiago podemos escuchar los ecos de los profetas del Antiguo Tes-
tamento, quienes también hacían invectivas muy similares contra los ricos de su tiempo.
Veamos estos tres elementos con detalle para nuestra reflexión.

2. «Si el Señor quiere…» (St 4,15)


El apóstol Santiago nos invita a recordar la fragilidad y la pequeñez de nuestra vida,
frente a la tentación que tiene todo ser humano de engrandecerse a sí mismo, y de creer
que puede hacerlo todo prescindiendo de Dios:
Dice la Escritura:  ¿Qué es vuestra vida?,  pregunta la Sagrada Escritura.  Vapor, dice,  que
aparece un momento, y después desaparece (St 4,14) (…) Recordad también, hermanos,

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MANUAL DEL PREDICADOR

aquel testimonio profético y evangélico, puesto que se lee también en el evangelio: Toda car-
ne es heno, y toda la gloria de la carne es como la flor del heno; se secó el heno, se cayó la flor;
la Palabra del Señor permanece para siempre (Is 40, 8; s. 124,1).
Se trata de un texto que es, una vez más, una invitación a la humildad. Quien se conoce
a sí mismo, sabe que es limitado y que su fuerza está puesta solo en Dios. La soberbia no
es sino una hinchazón que tergiversa la realidad del ser humano, y que al final ciega a la
misma persona y lo aleja de Dios. La fugacidad de la vida humana es expresada por san
Agustín retomando las palabras del apóstol Santiago:
¿Qué es vuestra vida? ¿Un vapor que aparece un instante y luego se disipa? (St 4,14) Ayer
vivía, hoy no existe; hace poco que se le veía, ahora no existe aquel al que se veía. Se conduce
al sepulcro a un hombre: los acompañantes vuelven tristes, pero se olvidan luego. Se dice:
«¡Qué poca cosa es el hombre!» Y esto lo dice el hombre mismo, pero no se corrige, a fin de ser
algo y dejar de ser nada (s. 302,8).
Tanto la Escritura como el mismo san Agustín, presentan al soberbio como un necio,
como aquel que no se da cuenta y no entiende, y esa cerrazón en su autosuficiencia lo
lleva a la ruina:
Los humildes son como la piedra; la piedra aparece cosa baja, pero es sólida. Y los sober-
bios, ¿cómo aparecen? Como humo; cuanto más alto suben, tanto más pronto se disipan (en.
Ps. 92,3).

3. «Quien sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado» (St 4,17)


«El que no hace el bien, peca» (adult. coniug. 1, 9). San Agustín, al explicar estas palabras
del apóstol Santiago, nos recuerda que todos estamos obligados a hacer el bien, y que
quien no hace el bien peca, aunque en un grado menor del que sabiendo hacer el bien,
no lo hace. Así lo señala san Agustín:
 El que sabe hacer el bien y no lo hace, peca (St 4,17). ¿Acaso no peca el que no sabe hacer
el bien y por eso no lo hace? Peca sin duda, pero es más grave su pecado si sabe obrar el bien y
no lo hace; porque, aunque el otro pecado es menor, no es nulo (adult. coniug. 1,9).
Hacer el bien a todos, para vencer al mal. San Agustín, en algunas ocasiones comenta
que el cristiano no solo está llamado a evitar el mal, sino también a hacer el bien, particu-
larmente a aquellos que están más cerca de él. Hace falta no solo apartarse del mal, como
señala el salmo (Ps 33,15), sino también como indica el texto del mismo salmo, es preciso
«hacer el bien».
¿Qué significa: apártate del mal? No basta con que no perjudiques a nadie, que no mates
a nadie, que no robes, no cometas adulterio (…) Apártate del mal; cuando te hayas aparta-
do, dices: ya estoy seguro, lo he terminado todo, (…) pero no sólo es apártate del mal, sino
también y haz el bien. No basta con que no despojes; viste al desnudo. Si no despojas, te has
apartado del mal; pero aún no haces el bien mientras no des alojamiento en tu casa al pere-
grino (en. Ps. 3 2,19).
Es más, Cristo es presentado por san Pedro como aquel que pasó su vida «haciendo el
bien y curando a los oprimidos por el mal» (Hch 10,38). El cristiano, como discípulo suyo,
debe tener presente el deber de hacer el bien a todos, con la convicción de que al mal se
le vence con la fuerza del bien. San Agustín nos recuerda que en el mundo hay muchos

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MANUAL DEL PREDICADOR

males, porque hay muchos malos u operadores del mal. No obstante, como recuerda san
Pablo, se vence el mal con la fuerza y el poder del bien (Rm 12,21):
«Son muchos los malvados, muchos los males». ¿Y qué quieres tú? ¿Acaso esperas que obre
el bien quien es malvado? No busques uvas en las espinas (…) De la abundancia del corazón
habla la lengua (Mt 12,34) (…) ¿Quieres vencer la maldad con la maldad? Entonces habrá
ya dos maldades, que han de ser vencidas ambas. ¿No das oídos al consejo de tu Señor, que
te dice por boca del apóstol: no te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien? (Rm
12,21; s. 302,10).
Por otro lado, el texto del apóstol Santiago señala que es un pecado no hacer el bien,
cuando lo podemos hacer, porque está en nuestras manos. Se trata de los pecados de
omisión, de aquellas cosas que podemos hacer por nuestros hermanos, que no implican
un mayor esfuerzo, pero que no las hacemos simplemente porque no caemos en la cuen-
ta de ello, por estar demasiado ocupados en nuestros asuntos, o por vivir dispersos y no
escuchar la voz del Espíritu en nuestro interior que nos invita a hacer el bien:
De dos maneras puede hablar la Verdad inmutable: ya habla por sí misma de ma-
nera inefable a la mente de la criatura racional, ya por medio de imágenes espiri-
tuales a nuestro espíritu, o con voces corporales al sentido del cuerpo (ciu. 16,6,1).
Al que te pida dale (Lc 6,30). El texto del apóstol Santiago nos invita no solo a aprender a
no hacer el mal, sino también a hacer bien. San Agustín se percata de que hay un texto
en la Escritura que nos invita a dar a todo aquel que nos pida («A todo el que te pida, dale»
Lc 6,30). No obstante, el mismo obispo de Hipona comenta que hay un precepto que nos
invita a recapacitar antes de dar una limosna. San Agustín, equivocadamente señala que
este consejo se encuentra en la Escritura, aunque en realidad, se encuentra en un antiguo
documento del siglo segundo llamado la Didaché. En este documento se dice: «Que tu
limosna sude en tu mano hasta que encuentres al justo y se la entregues» (Did. 1,6).
Así, san Agustín invita, al momento de realizar obras buenas y particularmente obras
de caridad en favor de los pobres y de los más necesitados, a tener presentes ambos pre-
ceptos. Por una parte, aprender a dar a todo el que nos pide. Ciertamente en la actualidad
hay muchos que piden sin que realmente sean pobres, o sin que lo necesiten, sino que
piden porque han hecho de la mendicidad un modus vivendi, y forman parte de una de
las muchas «cortes de los milagros» urbanas del mundo.
San Agustín, junto con la tradición bíblica, nos diría que es preciso ser muy prudentes
para no fomentar un vicio, o alimentar las mafias que viven de la explotación de la com-
pasión. Pero, por otro lado, la Escritura nos invita a que si dudamos si en realidad la per-
sona lo necesita o no, que no cerremos nuestra mano, si en nuestro interior percibimos
que Dios no llama a ello, particularmente como dice la Escritura, para que el pobre no nos
maldiga: «No rechaces la súplica del atribulado, ni vuelvas la espalda al pobre. No apartes la
mirada del necesitado, ni le des ocasión de maldecirte. Porque si te maldice lleno de amargu-
ra, su Creador escuchará su imprecación» (Si 4,4).
San Agustín comenta que es bueno dar limosna a los pobres y necesitados, recordan-
do el evangelio que nos invita a hace obras de caridad que no puedan ser correspondi-
das, y que por lo tanto tengan su recompensa en el cielo:
Hay que dar también a estos pobres que piden, ya que Dios no lo prohibió; dice Cristo de
ellos: Cuando hagas un banquete, invita a los ciegos, a los impedidos, a los débiles, a los que
no tienen cómo pagarte; y se te retribuirá en la resurrección de los justos (Lc 14,13-14); lláma-

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MANUAL DEL PREDICADOR

los, aliméntalos; come con ellos, alégrate cuando ellos se alimentan, pues ellos se alimentan
de tu pan, y tú de la justicia de Dios (en. Ps. 103,3,10).
También san Agustín sale al paso de aquellas personas que dicen que no hay que dar
a los mendigos y solo a los siervos de Dios. En este caso, el obispo de Hipona comenta
que es preciso dar a los pobres y necesitados, pero invita también a tomar consciencia
de las necesidades de los pobres por sus votos, de los siervos de Dios, y a darles a ellos. El
obispo de Hipona señala que los servidores de Dios, los consagrados a Dios, en muchas
ocasiones no piden aquello que les hace falta. Es preciso, pues, tomar consciencia de sus
necesidades y ayudarlos:
Que nadie os diga: “Existe un precepto de Cristo de dar al siervo de Dios, pero no de dar al
mendigo”. No hay tal cosa; al contrario, el impío es el que dice estas cosas. Da a éste, pero mu-
cho más a aquél, ya que aquél pide, y por la voz del que pide reconoces a quién dar. En cuanto
al otro, cuanto menos pide, tanto más has de vigilar, para anticiparte al que ha de pedir (…)
Así pues, hermanos míos, sed diligentes en esto, pues os toparéis con la indigencia de muchos
siervos de Dios; con tanta cuanta queráis encontrar (en. Ps. 103,3,10).
«Sude tu limosna en tu mano» (Did. 1,6). No obstante, san Agustín insiste en que, ante las
obras de caridad de mayor importancia, es preciso que la limosna «sude en la mano» de
la persona, hasta que se encuentre al justo al que se va a dar. Por otra parte, el Hiponate
invita a separar y reservar una parte de los propios haberes para hacer el bien, y ayudar a
los necesitados:
Te busca un indigente; tú busca a otro. Una y otra cosa se dijo, hermanos míos; ahora se
leyó: Da a todo el que pide (Lc 6,30); y la Escritura dice en otro sitio: Sude la limosna en tu
mano hasta que encuentres al justo a quien se la entregues. Te busca uno, tú debes buscar a
otro. No despaches vacío al que te busca, da a todo el que te pida (Lc 6,30); pero hay otro a
quien tú debes buscar: Sude la limosna en tu mano hasta que encuentres al justo a quien des
(Did. 1,6). No haréis jamás esto si no tenéis separado algo de vuestras riquezas (en. Ps. 146,17).
San Agustín recuerda que es preciso tener misericordia con todos para poder hallar
misericordia ante el tribunal de Dios, pues como nos recuerda el apóstol Santiago, «habrá
un juicio sin misericordia para el que no practicó la misericordia. La misericordia se siente
superior al juicio» (St 2,13). Es preciso socorrer al mendigo, pero también hacer otras obras
de misericordia más prolongadas o específicas, que es lo que san Agustín denomina
«ayudar a quien es justo»:
Ten misericordia con todos (…) Por eso, lo que tú realizas, te hace bien. Le das a un mendi-
go que pasa; busca también al justo para ayudarle: por él serás recibido en las moradas eter-
nas; porque el que recibe a un justo por ser justo, recibirá la recompensa de justo (Mt 10,41). El
mendigo te busca a ti; busca tú al justo (en. Ps. 102,12).

4. «Vosotros, ricos, llorad» (St 5,1)


El texto que meditamos termina con una serie de imprecaciones contra los ricos ne-
cios, contra aquellos que creen que lo que poseen es solamente suyo, y han olvidado
que Dios ha puesto ciertos bienes en sus manos para que ellos aprendan a compartir y
administrar lo que tienen en favor de sus hermanos. Así, san Agustín les recuerda a los
ricos que esencialmente ellos son también mendigos, y que están a la puerta de Dios
pidiendo, pues ellos también tienen necesidad de Dios, ya que no se pueden salvar por

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ellos mismos. Por tanto, si ellos no escuchan el gemido del pobre, Dios tampoco escucha-
rá su petición:
¡Ea, rico, puedes aligerar tu carga dando a los pobres lo que adquiriste a base de fatigas!
Da algo a quien no tiene, puesto que también tú careces de algo. ¿Acaso tienes la vida eterna?
Da, pues, de lo que tienes para adquirir lo que no tienes. Llama el mendigo a tu puerta; llama
también tú a la puerta de tu Señor. Dios hace contigo, su mendigo, lo que haces tú con el tuyo.
Por tanto, da y se te dará (s. 350B = s. Étaix 3).
Es más, san Agustín señala que los ricos, por medio de las obras de caridad y de la
limosna, pueden trasladar sus bienes al reino de los cielos. De este modo, toda obra de
caridad no es otra cosa que «hacer una inversión» en la vida eterna. Por ello, san Agustín
presenta la imagen de los pobres como los «porteadores» o «cargadores» de los bienes
de los ricos al reino de los cielos. Los bienes que se quedan en la tierra se pierden; los que
se dan a los pobres, se invierten para la vida eterna. Además, san Agustín comenta que lo
que damos a los pobres y necesitados, se lo damos al mismo Cristo:
Si hay que traspasar lo que tenemos, ha de hacerse al lugar donde no podamos perderlo.
Los pobres a quienes se lo damos, ¿qué son sino nuestros portaequipajes, que nos ayudan a
traspasarlo de la tierra al cielo? Lo entregas a tu portaequipajes y lleva al cielo lo que le das.
«¿Cómo, dice, lo lleva al cielo? Estoy viendo que lo consume en comida». Así es precisamente
como lo traslada, comiéndolo en vez de conservarlo. ¿O es que te has olvidado de las pala-
bras del Señor?  Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino. Tuve hambre, y me disteis de
comer; y: Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,24.40). Si
no despreciaste a quien mendigaba en tu presencia, mira a quién llegó lo que diste: Cuando
lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Lo que diste lo recibió Cristo;
lo recibió quien te dio qué dar; lo recibió quien al final se te dará a sí mismo (s. 389,4).
Este fue el caso de san Lorenzo, quien, al ser obligado a entregar los bienes de la co-
munidad cristiana, pidió que le enviaran unos carros para poner en ellos los tesoros de la
Iglesia. Acto seguido, san Lorenzo llenó los carros de pobres, para mostrar que ellos son
el tesoro de la Iglesia. San Agustín afirma que las grandes riquezas de los cristianos son
las necesidades de los pobres, pues al socorrerlas, los creyentes se hacen ricos en bienes
eternos y celestiales, ya que pueden trasladar sus bienes de la tierra al cielo, donde estos
bienes no se pueden perder. Así lo comenta san Agustín en un sermón predicado el día
de la fiesta de san Lorenzo:
«Que me sean enviados, dijo (san Lorenzo), unos carros para traer en ellos las riquezas de la
Iglesia». Le mandaron los carros, los cargó con pobres y los mandó volver, diciendo: «He aquí
las riquezas de la Iglesia». Y así es, hermanos; las grandes riquezas de los cristianos son las ne-
cesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde debemos guardar lo que poseemos.
Ante nuestros ojos están los necesitados; si lo guardamos en ellos, no lo perdemos (s. 302,8). 

6. La unción de Betania y los pies de Cristo (Jn 12,1-4)


San Agustín comenta dentro de sus tratados sobre el evangelio según san Juan (In
Iohannis euangelium tractatus), que en el cuerpo del Señor los pies de Cristo representan
a los pobres.
Así, cuando san Agustín hace la interpretación del texto evangélico en el que María, la
hermana de Lázaro, unge los pies de Jesús con un aceite de nardo fidedigno (Jn 12,1-4),

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comenta que los pies son los pobres, aquellos que necesitan de la ayuda de la caridad por
medio de los bienes materiales, que para san Agustín están representados en los cabellos
de María, pues sabemos por el texto evangélico, que la hermana de Lázaro, después de
haber ungido los pies de Jesús con el perfume de nardo fidedigno, se los secó con sus
cabellos (Jn 12,4):
Enjuga los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, da a los pobres y has enjugado
los pies del Señor, pues los cabellos parecen cosas superfluas del cuerpo. Tienes qué hacer con
tus cosas superfluas; para ti son superfluas, pero para los pies del Señor son necesarias. Los
pies del Señor pasan quizá necesidad en la tierra. En efecto, ¿de quiénes sino de sus miembros
va a decir al final: cuando lo hicisteis a uno de mis mínimos, a mí me lo hicisteis? (Mt 25,40)
Habéis gastado vuestras cosas superfluas, pero os habéis dedicado a mis pies (Io. eu. tr. 50,6).
En las enarrationes, san Agustín prolonga esta idea, para señalar la importancia de la
verdadera compasión. Para hacer esto, vincula los dos textos de la Escritura en los que se
habla de dos mujeres que le secan los pies a Jesús con sus cabellos. Un texto es el que
hemos comentado anteriormente (Jn 12,1-4), y el otro es el de la mujer pecadora anóni-
ma que llora a los pies de Jesús, y después le seca los pies con sus cabellos (Lc 7,38-44).
En este segundo texto, insiste en la importancia de una compasión activa, pues existe
también una compasión inactiva que sólo derrama lágrimas, pero que no hace nada para
remediar la situación que ha despertado su compasión. Por ello es preciso, siguiendo la
interpretación agustiniana, no sólo sentir compasión y dolor por la situación y penuria
ajena, elemento simbolizado por las lágrimas de la mujer, sino que es necesario además
moverse a hacer algo por quien está padeciendo necesidad, o bien se encuentra en una
grave dificultad o problema.
Y la forma de ayudar sería, entre otras, con los bienes materiales, ya que para san Agus-
tín el cabello representa algo superficial, y al hacer su interpretación, lo remite a los bie-
nes materiales con los que se puede socorrer a los menos favorecidos:
Que pueda hacerse algo bueno con los cabellos, lo demostró la mujer pecadora, que llo-
rando a los pies del Señor, se los regó con sus lágrimas y se los limpió con su cabellera. Con
esto ¿qué daba a entender? Que cuando te compadeces de alguien debes también socorrerle
si puedes. Cuando te compadeces, derramas lágrimas, cuando socorres limpias con los cabe-
llos (en. Ps. 51,4).

7. «Es una especie de crimen no dar al indigente lo que sobra» (s. 206,2)
Por otro lado, san Agustín nos invita a pensar que la falta de ayuda a los más necesita-
dos en muchas ocasiones proviene de la falta de consciencia y del desconocimiento, en
ciertos casos deliberado, de la existencia del pobre y de las necesidades del prójimo.
De este modo, san Agustín comenta muchas veces el texto de san Lucas (Lc 16,19-31)
en donde Cristo nos presenta la parábola del rico necio y el pobre Lázaro que estaba
postrado a la puerta del rico deseando llenarse el estómago con las sobras que caían de
la mesa del rico (Lc 16,21).
San Agustín, cuando comenta esta parábola, señala que al rico no le hubiera costado
nada haber socorrido al pobre, pues éste no pedía que lo sentara a su mesa espléndida,
sino que solo compartiera con él las sobras de sus suntuosos banquetes:

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Por tanto, si quieres oír el crimen cometido por aquel rico, no busques otra cosa distinta de
lo dicho por la Verdad (…) El ulceroso yaciendo a su puerta sin recibir ayuda. Con toda clari-
dad se dice de él que era hombre sin misericordia. Si el pobre que yacía a la puerta hubiera re-
cibido suficiente pan del rico, ¿se diría, hermanos, que aquél deseaba saciarse con las migajas
que caían de la mesa del rico? Por sólo este acto inhumano de despreciar al pobre yacente a
la puerta de su casa, sin alimentarlo de forma adecuada y digna, murió y fue sepultado (…)
(s. 178,3).
De hecho, san Agustín comenta con una frase muy dura, que quien no comparte lo
que le sobra con los necesitados, de alguna manera comete un crimen, pues los bienes
de la tierra fueron creados por Dios para todos los seres humanos. Es pues una frase que
invita a una profunda reflexión:
Es una especie de crimen no dar al indigente lo que sobra (simile esse fraudi, si superflua
sua non tribuerit indigenti) (s. 206,2).
Así pues, el rico de la parábola de san Lucas no sólo no compartía lo que le sobraba,
sino que vivía tan encerrado en sí mismo y pensaba que era tan feliz, que llegó a creer que
no necesitaba nada. Por esta necedad y ceguera es por la que el rico es castigado. Así lo
señal san Agustín:
(El rico) cuando se hallaba en los infiernos en medio de tormentos, levantó sus ojos y vio al
pobre en el seno de Abrahán (…) Deseó una gota quien no dio una migaja, y no la recibió por
justa sentencia quien no dio por cruel avaricia. Por tanto, si ésta es la pena de los avaros, ¿Cuál
será la de los ladrones? (s. 178,3).
Por ello, a lo que nos invita san Agustín es a estar atentos a las necesidades de aquellos
que nos rodean, para evitar ser rechazados en el día del juicio final por haber cerrado
nuestro propio ser y nuestras propias posibilidades a quienes pudimos haber socorrido
y ayudado.

8. Una anécdota: lo que se da a los pobres no se pierde


 Cierta persona, se cuenta como realmente sucedido, un hombre no rico, pero, aun con sus
escasos haberes, fecundo por la abundancia de su caridad, habiendo vendido un sólido de
oro por cien monedas de menor valor, ordenó que se repartiese a los pobres algo del precio
del mismo sólido de oro. Así se hizo. Mas el enemigo antiguo, es decir, el diablo, logró que
se arrepintiera de su buena acción y que se doliese con su murmuración del bien que había
hecho obedeciendo. Entró un ladrón y se llevó todo aquello de lo que había dado un poco a
los pobres. El diablo esperaba un grito blasfemo, pero halló uno de alabanza. Esperaba que
se produjese la duda, y halló seguridad. El enemigo quería, es cierto, que se arrepintiera, y se
arrepintió. Pero ved de qué. «¡Desdichado de mí, que no lo di todo! Lo que no di lo he perdido.
No lo coloqué allí donde no entra el ladrón». Por tanto, si esto es un consejo, no seamos pere-
zosos en seguir tan buen consejo. Si hay que traspasar lo que tenemos, ha de hacerse al lugar
donde no podamos perderlo (s. 389,4).

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