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ORIGEN DEL DERECHO A LA SALUD

Una historia del derecho a la salud no ha de ir muy atrás en el


tiempo. En el modelo de protección de la salud del Estado liberal
europeo decimonónico, el Estado se desentendía de la protección de
la salud de las personas. El Estado únicamente se ocupaba
globalmente de la salud pública (saneamiento, epidemias, etc.), pero
los individuos accedían a las atenciones médicas según su capacidad
para pagarlas. Esto suponía la virtual exclusión de la mayoría de la
población de los cuidados médicos o de una atención mínimamente
completa. Las únicas medidas de protección general pasaban por
medidas de «beneficencia», bien por parte del Estado o bien
privadas1. Eso sí, las condiciones insalubres de vida y trabajo
derivadas de la urbanización de la población a raíz de la revolución
industrial causaron serios problemas de salud e hicieron que este
asunto formase parte destacada de la llamada «cuestión social»2.

A finales del siglo xrx en Alemania empieza a aplicarse un nuevo


sistema, a veces llamado «modelo Bismark». En ese momento,
aunque de forma embrionaria, se configuran las bases de un modelo
de «seguridad social» (modelo que en España estará vigente hasta la
aprobación de la Ley General de Sanidad en 1986). En el modelo de
seguridad social, los trabajadores cotizan obligatoriamente una parte
de su salario para constituir un fondo de seguro que los atiende a
ellos y a sus familias. Según los países, la gestión se realiza por el
Estado o por los sindicatos. Hay diferentes variantes, entre ellas la
de reembolso, en la que los beneficiarios pagan la factura y después
se les reembolsa. Este sistema deja a una parte de la población fuera
de su cobertura, aunque en los países europeos que lo aplican se han
ido arbitrando diferentes mecanismos de inclusión. En la actualidad
es el modelo existente en centroeu-ropa: Alemania, Francia, Bélgica,
Holanda y Austria. Resulta23más barato que el modelo
norteamericano, pero es más caro que los modelos basados en un
Sistema Nacional de Salud. Igualmente, al facturar por uso,
incentiva la sobreutilización de los servicios sanitarios.

El modelo más típicamente propio del «Estado de bienestar» de la


segunda posguerra es el modelo de Sistema Nacional de Salud, o
modelo «Beveridge» británico (denominado así por el informe
Beveridge de 19423). Este es el modelo extendido en los países
nórdicos europeos, Irlanda y, más recientemente, desde los años
setenta y ochenta en los países del sur de Europa (Portugal, Italia,
Grecia y -con ciertos matices- España). Se parte de la
universalización del derecho a la asistencia sanitaria, del que se
reconoce que son titulares todos los habitantes del país. El sistema
tiene una financiación vía Presupuestos Generales -y por lo tanto vía
impuestos- y generalmente la provisión de servicios es
predominantemente pública, mediante dispositivos asistenciales
propios del Sistema (aunque hay excepciones, como la asistencia
primaria en Gran Bretaña) y la prestación de servicios es gratuita en
el momento del uso (también con excepciones, pues en Dinamarca
se paga una cantidad fija, aunque baja, por consulta) 4.

Aunque nos hemos estado refiriendo al ámbito de la protección de la


salud, en realidad estas variantes obedecen a diferentes modelos de
lo que históricamente ha sido el Estado del bienestar, analizado éste
en la vertiente del establecimiento de diferentes modelos de
ciudadanía social5. De acuerdo con Esping-Andersen los Estados del
bienestar, y con ello el análisis de sus diferentes modelos, no pueden
ser entendidos sólo en términos de los derechos reconocidos, sino
que hay que tener en cuenta que en la previsión social las actividades
del Estado24están entrelazadas con las del mercado y la familia6.
Pero en el ámbito de los derechos, las principales diferencias entre
estos modelos vienen dadas por las condiciones para el disfrute de
los mismos. En el modelo históricamente más fuerte en el ámbito de
los países anglosajones, la condición para el derecho es la existencia
de necesidades perentorias, demostrables y comprobadas, en la
tradición de la legislación de pobres. El sistema de la seguridad
social prolonga los derechos sobre la base de los rendimientos del
trabajo, pero su carácter puede variar según se vaya abandonando o
no la lógica actuarial, es decir, la idea de que el individuo tiene un
derecho personal de tipo contractual, lo que vincula sus
rendimientos y aportaciones anteriores para obtener los beneficios.
El sistema basado en el modelo Beveridge de derechos universales
de los ciudadanos, independiza el derecho de la necesidad o del
rendimiento del trabajo7.

Estos modelos, que por otra parte no se suelen dar de forma pura en
los casos reales, sirven para el análisis de los Estados capitalistas
desarrollados y acaso con ciertos matices para los países
semiperiféricos. Pero bien sea en cualquiera de estos modelos, o bien
mediante formas mixtas, uno de los aspectos destacados de las
políticas del «Welfare State» ha sido la participación del Estado en
la promoción y protección de la salud de la población, mediante la
extensión de sistemas públicos de salud y mediante el progresivo
reconocimiento y positivación de un derecho a la salud.
El derecho a la salud -así como otra serie de derechos conexos, como
al medio ambiente, etc.- será recogido tanto en las
constituciones8 como en distintas declaraciones de dere-25chos,
dentro de lo que se denomina «segunda generación de derechos» 9.
También desde el punto de vista histórico es claro26que estamos
hablando de un derecho social, pues los primeros textos
constitucionales que lo recogen son los de México (1917), la
Constitución alemana de Weimar (1919) y la Constitución
republicana española (1931)10. Al margen de la polémi-27ca sobre la
aceptación del concepto de «generaciones», la relativa a los derechos
económicos, sociales y culturales adquiere su reconocimiento
jurídico a nivel de los Estados en las transformaciones que dan lugar
al Estado social de Derecho; a nivel internacional, esto se produce a
partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, en las distintas
declaraciones promovidas sobre todo en el marco de la ONU11.
También, en este ámbito, se marca un hito con la creación en 1946
de la Organización Mundial de la Salud. En la actualidad, de un total
de 193 Estados, 103 incluyen el reconocimiento constitucional del
derecho a la salud, 83 han ratificado tratados de carácter regional
que incluyen este derecho y 142 han ratificado el Pacto Internacional
de Derechos económicos, sociales y culturales12. También
encontramos este derecho en el artículo 25 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (1948), en el artículo 12 del
citado Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y
culturales (1966), en el inciso iv) del apartado c) del artículo 5 de la
Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas
de discriminación racial (1965); en el apartado f) del párrafo 1 del
artículo 11 y en el artículo 12 de la Convención para la eliminación de
todas las formas de discriminación contra las mujeres (1979); en el
artículo 24 de la Convención para los Derechos de los niños (1989); y
en el artículo 25 de la Convención sobre los derechos de las personas
con discapacidad (2008). También aparece en varios instrumentos
regionales de derechos humanos, tales como la Carta Social Europea
de 1961 (art. 11), la Carta Africana de Derechos Humanos y de los
Pueblos de 1981 (artículo 16), así como en el Protocolo Adicional a
la Convención Americana28sobre Derechos Humanos en Materia de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1988 (art. 10).

Por lo que respecta a la Organización Mundial de la Salud, hay que


destacar que en el momento de su creación se tiene una especial
conciencia de las relaciones entre la salud y la paz, tras las terribles
consecuencias de la segunda guerra mundial. Se puede destacar que
ya en el propio nombre de la organización se optó por «mundial» en
lugar de «internacional» (contrástese con la propia denominación de
la ONU) por la conciencia de que se estaba ante un problema de los
pueblos y no de los estados13; además se habla de la «salud», en la
medida en que el acento se pone no tanto en las actividades
estrictamente sanitarias o en los sistemas sanitarios, sino
considerando la cuestión desde un punto de vista holístico. Los
propios estatutos de la OMS destacan que la mejora de la salud no es
un asunto que tenga sólo que ver con la medicina, sino con toda otra
serie de factores sociales. Destaca en este sentido la Conferencia de
la OMS de Alma Ata (1978), que ante una visión cada vez más
centrada en la tecnología médica reclamó con argumentos muy
importantes la prioridad de la atención primaria extendida a toda la
humanidad. En efecto, en la conferencia se destacaba, desde
parámetros de justicia social, como resultaba inaceptable política,
social y económicamente la profunda desigualdad en salud entre los
países desarrollados y en desarrollo y aún dentro de cada país14.
Desde entonces parece haber habido un retroceso en los paradigmas
de la salud, más vinculados por un lado a una visión reduccionista y
medicali-zada de la salud. Pero por otro, además, el liderazgo de la
OMS ha dejado paso en la práctica a los imperativos del Banco
Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la
Organización29Mundial del Comercio, que hoy por hoy inciden
seguramente más en las políticas de salud que la propia OMS.
Ejemplo de ello ha sido el informe sobre el desarrollo mundial del
Banco Mundial de 1993, titulado precisamente «Invertir en la salud»
que dio pie a distintas reformas sanitarias en años sucesivos, guiadas
por una penetración del modelo privado seguros de salud al estilo
norteamericano, frente a la visión de los sistemas públicos
universales de salud15.

Con todo, en los países desarrollados, el gasto público en sanidad ha


aumentado de forma espectacular y continua desde el final de la
segunda Guerra Mundial16. Esto ha sido así hasta el punto que ni
siquiera las políticas de contención del gasto público y especialmente
del gasto social, propuestas e imple-mentadas desde posiciones
caracterizadas como «neoliberales» (paradigmáticamente la
tatcheñana y la reaganiana en los años ochenta) han frenado este
incremento. Así, por ejemplo, en España el gasto público en sanidad
suponía tan sólo el 0,4% del PIB en 1940, mientras que en 1990
había aumentada hasta el 5,5% 17 y al 8,5% en 2007, aunque todavía
a la cola de la UE-1518. Estos gastos se sufragan en los distintos
países en torno a los dos modelos anteriormente citados (aunque en
muchos casos se combinan en modelos mixtos): o bien mediante
cotizaciones a la Seguridad Social (en la línea que habían inaugurado
los proyectos de Bismark en el siglo xix), o bien a partir de los
impuestos generales (en la línea inaugurada por el infor-30rae
Beveridge de 1942). El sistema de financiación en España evolucionó
paralelamente a la extensión (y posterior universalización) del
sistema público de salud en el marco de la Seguridad Social desde
una situación en la que el 70% se financiaba por medio de las
cotizaciones, hasta invertirse esta situación, y basarse
mayoritariamente en el sistema de imposición general19. Estos
sensibles incrementos en el gasto han permitido una considerable
expansión en dos sentidos. Por un lado, con el aumento de los
beneficiados por los sistemas públicos sanitarios, tendiendo a la
universalización del servicio. Por otro, con la extensión de las
prestaciones, tendiendo a cubrir cada vez más servicios, teniendo en
cuenta los significativos avances tecnológicos y terapéuticos
ocurridos en las últimas décadas. Nuevamente si nos referimos al
caso español -que no ha sido desde luego la vanguardia de estas dos
tendencias- por lo que respecta al proceso de universalización, en el
año 1942 se aprueba la Ley de Seguro obligatorio de enfermedad, lo
que supone un primer -aunque muy limitado- hito en la difusión de
estas prestaciones públicas. Cuatro años más tarde, las prestaciones
sanitarias alcanzan a un 30% de la población, cifra que se elevará al
44% en el año 196020. Finalmente, cuando en el año 1988 se decide
la universalización de la sanidad pública a partir del año siguiente,
de hecho apenas quedaban fuera de la prestación pública unas
400.000 personas de un alto nivel de rentas y no afiliadas a la
Seguridad Social. Por lo que se refiere a la expansión de las
prestaciones, ésta también es significativa en estos años, alcanzando
no sólo a las prestaciones asisten-ciales sino también a las
farmacéuticas. Esta expansión resulta más difícil de cuantifícar.
Recurriendo a una vía de estimación indirecta, en España la
provisión pública de servicios sanitarios en 1960 venía a significar el
1,2% de la renta neta de las familias, mientras que en el año 1983 era
del 7% y del 8% en 199021.31

Estos fenómenos expansivos sin duda tuvieron una traducción en


una importante mejora de la salud de la población, sobre todo si nos
atenemos a los indicadores con los que habitualmente son realizadas
las comparaciones. Así, por ejemplo, en 1960 en España la tasa de
mortalidad infantil22 era de 41,91 por mil habitantes, mientras que
en 1984 se había reducido a 9,87 por mil habitantes. En el mismo
sentido, la esperanza de vida al nacer, que en 1960 era de 67,4 años
para los hombres y de 72,1 años para las mujeres, aumentó en 1990
hasta 73,2 años para los hombres y 80,3 años para las mujeres y en
2005 se situaba en 76,9 y 83,5 respectivamente. Es claro que en
estos indicadores inciden otros elementos diferentes al nivel de
prestación sanitaria o la tecnología médica puesta al servicio de las
poblaciones, y hasta se podría objetar que en la disminución de la
mortalidad infantil y en el aumento de esperanza de vida, estos
elementos son relativamente poco importantes. No obstante, aún
tratándose de indicadores indirectos, no cabe duda de que reflejan
en cierta medida lo que aquí se pretende medir.

Hay que destacar, por otro lado, el efecto redistributivo que ha


supuesto el establecimiento de un sistema público de asistencia
sanitaria y el progresivo camino hacia la universalización. En el caso
español, la universalización ha permitido a amplios sectores de la
población tener acceso y ser atendidos por unos servicios que
anteriormente no les eran accesibles. El32hecho de que los antes
excluidos fueran en buena medida personas ancianas y de escasos
medios explica el impacto que este proceso ha tenido en la
redistribución de la renta. Como ha destacado V. Navarro, la
atención sanitaria tiene un efecto redistribuidor y equilibrador más
fuerte que las transferencias sociales y la educación23.

Hay que notar que al lado del sistema público de salud convive un
sistema de sanidad privado cuya importancia relativa en general no
ha disminuido apreciablemente en estos años a pesar de la
expansión del sistema público. Así, por ejemplo, las aseguradoras
médicas privadas han alcanzado una creciente extensión en muchos
países. En el caso de España, en torno a cinco millones de personas
son beneficiarías de este tipo de seguros.

Vinculado con el complejo fenómeno de lo que se ha dado en llamar


«crisis del Estado de bienestar», se han instalado en los últimos años
determinados discursos y argumentos que enfatizan por un lado la
necesidad de control del gasto público (y en concreto en la sanidad)
junto con un discurso favorable a las privatizaciones de la titularidad
de los servicios públicos o al menos de su gestión. En el marco de la
sanidad, si bien existe en España un cierto consenso en cuanto a que
la financiación de la sanidad tendrá que ser pública en su mayor
parte, se cuestiona desde perspectivas de carácter neoliberal que la
prestación de la asistencia también deba ser pública24.

En este sentido se han aplicado dos tipos de mecanismos de


limitación del gasto sanitario, unos sobre la demanda de atención
médica y otros sobre la oferta. Entre los primeros, se incluyen las
medidas de participación de los usuarios en los33costes, que hacen
disminuir la demanda al remercantilizar25 los bienes y servicios; o
desincentivar a los profesionales de la salud respecto al uso de
determinados recursos. Entre los mecanismos que actúan sobre la
oferta, se incluirían controles directos a corto plazo (limitaciones
presupuestarias y restricciones), medio plazo (limitación en la
construcción de hospitales, o en el equipamiento de los mismos), o a
largo plazo (limitación a la entrada de estudiantes en las facultades
de medicina, o trabas para el acceso al ejercicio profesional), así
como medios indirectos (listas de medicamentos subsidiados) 26. En
general, la estrategia de deterioro o restricción de los servicios
incidiría en el desvío hacia la medicina privada, ya venga ésta
públicamente financiada o no.

Se ha sugerido que la no disminución automática y apre-ciable del


gasto público sanitario, puede ser explicada -además de por razones
como el coste político o electoral que tendrían las disminuciones
drásticas-, por un cambio en la composición del gasto. Así, en el
análisis que propone B. de Sousa Santos sobre las políticas
sanitarias, los Estados habrían modificado progresivamente los
contenidos presupuestarios de este tipo de gasto para
compatibilizarlos con las exigencias del capital y su reacción
negativa ante gastos que no fuesen directamente productivos 27. En
esta lógica, los34Estados pasarían por un lado a privilegiar las
inversiones de carácter social en la medida en que permitiesen
socializar los costes de los aumentos de productividad, frente al
mero consumo social. Pero, al mismo tiempo, la composición del
gasto público destinado a políticas sociales se vería modificada,
buscándose que la producción de estos bienes y servicios fuese
atractiva para el capital privado. Esta última condición se cumpliría
mejor cuanto más intensiva en capital fuese la producción de bienes
y servicios. De esta forma, en el caso de la sanidad, este requisito se
cumpliría siempre y cuando los gastos se orientasen a la producción
de medicinas, equipamiento, etc. y no tanto a políticas más
intensivas en trabajo (como, por ejemplo, internamientos
hospitalarios)28. En este sentido, en la medida en que la producción
de este tipo de bienes tecnológicamente avanzados y caros aparece
concentrada en grupos oligopólicos de carácter transnacional, tales
grupos tienen un enorme poder para transformar en su favor las
jerarquías de cuidados médicos, presentando los que producen como
indispensables o como los más eficaces29. Esto ha permitido a B. de
Sousa Santos proponer el concepto de «Complejo social-industrial»:

Se trata de una nueva alianza entre el Estado y el capital privado,


hecha posible por el propio mantenimiento transformado de las
políticas sociales del Estado Providencia y realizada bajo la égida del
capital monopolista y/o multinacional. El complejo social-industrial,
en proceso de formación, traerá consigo la remercantilización al
menos parcial de los valores de uso vinculados a las políticas sociales
y, por ello, éstas no podrán dejar de35hacerse restrictivas. Por otra
parte, el complejo social-industrial obliga a una división clara en el
seno del consumo social entre bienes y servicios lucrativos, cuya
producción se asignará bajo diferentes formas al capital privado, y
bienes y servicios no lucrativos que continuarán siendo producidos
directamente por el Estado. Esta división de producción es esencial
para el capital privado, ya sea porque reserva para sí las
producciones lucrativas, ya sea porque ayuda a perpetuar la idea de
que el Estado es incompetente como productor de bienes y servicios
(dado que el Estado reserva para sí las producciones no lucrativas, se
ofrece a la verificación de que de su actuación sólo resultan
perjuicios
30
.

Este aspecto es relevante para el análisis de las políticas sociales y


concretamente en el campo sanitario, en la medida en que el hecho
de que no exista una disminución significativa del gasto público no
garantiza necesariamente que se estén manteniendo los niveles de
redistribución de la riqueza por esta vía, ni que no se está
estratificando el acceso a la salud.

En cambio, la distribución del gasto sanitario sí que es relevante a


los efectos de que las políticas públicas sanitarias consigan mejorar
las condiciones de salud de la población y continúen siendo un
elemento de redistribución de la riqueza. Anteriormente, al evaluar
la aptitud de ciertos indicadores demográficos para medir las
mejoras operadas por las políticas públicas de promoción de la
salud, cuestionábamos la hipótesis de que la asistencia sanitaria sea
el elemento que contribuya al mayor nivel de salud de una
población. En efecto, la evidencia científica que apoya este
cuestionamiento es abundante, como veremos en el capítulo cuarto.
Eso no quiere decir que la asistencia sanitaria no sea relevante. Pero
lo que indica es que los sistemas de atención sanitaria son incluso
más relevantes como medios de tomar cuidado de las enfermedades
y de las personas enfermas que como medios de curación. Como
señala V. Navarro, en España la mayoría de los enfermos son
crónicos, como ocurre en todos los países desa-36rrollados. De ahí
que, sin que esto quiera decir que la función de curar no sea
relevante, al menos numéricamente el cuidado de los enfermos
crónicos es el problema más relevante que tendría el sistema
sanitario español, por lo que la estrategia sanitaria predominante
debiera ser antes la de tomar cuidado que la de curar31. Esto
significaría también una mayor inversión en servicios sociales y
sanitarios, no tanto mediante inversiones intensivas en capital, sino
en trabajo, necesarias para sostener servicios médico-sociales
comunitarios para la atención a ancianos, enfermos e incapacitados.
Con carácter general, éste sería para V. Navarro el principal déficit
del Estado de bienestar en España comparado con otros países de la
Unión Europea más desarrollados y también más integrados y con
mayor éxito en la economía mundial. Por eso en España se uniría un
gasto social significativamente menor que en los países más
avanzados, con la correlativa incapacidad comparativa para crear
empleo en este sector, que en parte podría también dar cuenta de las
altas tasas de desempleo que se registran con respecto a aquellos
países32.

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