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7/8/2018 Escribir, leer, corregir, releer - LA NACION

LA NACION | OPINIÓN

Escribir, leer, corregir, releer


Por Susan Sontag The New York Times

22 de diciembre de 2000  

N UEVA YORK.- Leer novelas me parece una actividad tan normal, en tanto que
escribirlas es una tarea tan rara... Así lo pienso, al menos, hasta que recuerdo cuán firme
es la relación entre ellas. (Aquí no habrá generalidades blindadas. Apenas unas pocas
observaciones.) Primero, porque escribir es practicar, con especial intensidad y
atención, el arte de la lectura. Se escribe para leer lo escrito, ver si está bien y, como, por
supuesto, nunca lo está, corregirlo una, dos, cuantas veces sea necesario hasta obtener
algo cuya relectura sea tolerable. Uno es su primer lector, quizás el más severo. "Escribir
es sentarse a juzgarse a sí mismo", escribió Ibsen en la guarda de uno de sus libros.
Cuesta imaginar la escritura sin la relectura. Pero, ¿acaso lo escrito de un tirón nunca
está bien? Sí, a veces está más que bien. Y eso sólo indica, al menos para esta novelista,
que si lo miras o lo recitas con mayor detenimiento -o sea, si lo relees-, podría quedar
todavía mejor.

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No quiero decir con esto que el escritor tiene que agitarse y sudar para producir algo
bueno. "Lo que se escribe sin esfuerzo por lo general se lee sin placer", dijo el doctor
Johnson; la máxima me parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin
duda, mucho de lo escrito sin esfuerzo causa gran placer. No se trata del juicio de los
lectores -que bien pueden preferir un escritor más espontáneo, una obra menos
trabajada-, sino de un sentimiento de los escritores, esos profesionales de la
insatisfacción. "Si, de primera, pude llegar hasta aquí sin demasiado esfuerzo, ¿no
podría ser aún mejor?", piensa uno. Y aunque corregir y releer suenan a esfuerzo, en
realidad son las partes más placenteras del escribir. A veces, las únicas placenteras.

Inventar, saltar, volar, caer


Supongamos que va saliendo bien. Porque a veces sale bien. (Si no fuera así, uno se
volvería loco.) Ahí lo tienes. Aunque seas el escriba más lento y el peor dactilógrafo al
tacto, vas desgranando palabras sobre el papel y quieres seguir adelante; después, lo
relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero, al mismo tiempo, te gusta lo que
has escrito. Adviertes que lo volcado en esa página te causa placer: el placer del lector.

En conclusión, escribir es darte a ti mismo una serie de permisos para expresarte en


determinadas formas. Para inventar, saltar, volar, caer. Para descubrir tu modo
característico de narrar e insistir, o sea, para encontrar tu libertad interior. Para ser
estricto sin caer en la autocrítica mordaz. Sin detenerte con excesiva frecuencia a releer

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lo escrito. Y cuando te atrevas a pensar que te está saliendo bien (o no demasiado mal),
permitiéndote simplemente seguir remando sin esperar el impulso de la inspiración.

Los escritores ciegos nunca pueden releer lo que han dictado. Tal vez a los poetas no les
importe tanto, pues suelen elaborar mentalmente la mayor parte de sus poemas antes
de volcar al papel una sola línea. (Los poetas viven de su oído, mucho más que los
prosistas.) Además, no poder ver no significa no poder revisar. ¿Acaso no imaginamos a
las hijas de Milton, al término de cada jornada, leyéndole en voz alta todo lo dictado y
apuntando sus correcciones? Los prosistas, que trabajan en un depósito de palabras, no
pueden retener todo en su cabeza. Necesitan ver lo escrito. Hasta los que parecen más
lanzados, más prolíficos, deben de sentir esto. (Al quedar ciego, Sartre anunció que su
vida de escritor había acabado.) Pensemos en el corpulento y venerable Henry James
yendo y viniendo por una habitación de Lamb House, dictando El cuenco de oro a una
secretaria. Cuesta imaginar que haya podido dictar su prosa tardía, menos aún junto a
una ruidosa Remington del 900, pero, aparte de eso, ¿no suponemos que James releía
lo escrito y lo corregía profusamente?

Hace dos años, cuando mi recaída en el cáncer me obligó a interrumpir En América , ya


casi terminada, un bondadoso amigo de Los Angeles, sabiendo de mi desesperación y mi
temor a no poder terminarla nunca, se ofreció a tomar licencia en su trabajo, venir a
Nueva York y quedarse conmigo cuanto fuera necesario para tomar al dictado el resto de
la novela. Tenía hechos los primeros ocho capítulos (o sea, los había corregido y releído
muchas veces), había empezado el penúltimo y, por cierto, sentía que tenía en la mente,
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por entero, el arco de esos dos capítulos finales. Sin embargo, tuve que declinar su
ofrecimiento generoso y conmovedor. No sólo porque ya estaba demasiado atontada,
por una quimioterapia drástica y montones de analgésicos, para recordar el plan
trazado. No me bastaba escuchar lo dictado: necesitaba poder verlo, releerlo.

Paraíso de libros
Muchos escritores que han dejado atrás la juventud afirman que, por diversas razones,
leen muy poco y, en verdad, leer y escribir les resultan, en cierto sentido, incompatibles.
Quizá lo sean para algunos. No me corresponde juzgarlos. Si los mueve el temor a la
influencia ajena, me parece una inquietud vanidosa e insustancial. Si es por falta de
tiempo -sólo disponen de determinadas horas por día y, evidentemente, las dedicadas a
la lectura se restan de aquellas en que podrían escribir-, ese es un ascetismo al que no
aspiro. El viejo dicho de "perderse en un libro" no es una fantasía vana, sino una
realidad modélica y adictiva. Virginia Woolf dijo en una carta esta frase famosa: "A
veces pienso que el paraíso debe de ser una lectura constante e incansable". Sin duda,
citando nuevamente a Woolf, lo paradisíaco radica en que "el estado de lectura consiste
en la eliminación absoluta del yo". Por desgracia, nunca perdemos el yo, como tampoco
podemos pisar nuestros propios pies. Pero ese arrobamiento que es la lectura se
asemeja lo bastante al trance como para hacernos sentir desprendidos del yo.

Al escribir una novela o cuento -al habitar otros yos-, experimentamos la misma
sensación de embeleso que al abstraernos en la lectura. Hoy día, a todos nos gusta

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pensar que escribir es una mera forma de autocontemplación (también llamada


autoexpresión). Si, supuestamente, ya no somos capaces de tener sentimientos
genuinamente altruistas, tampoco seríamos capaces de escribir acerca de otras
personas. Pero eso no es cierto. William Trevor habla de la audacia de la imaginación no
autobiográfica. ¿Por qué no habríamos de escribir para huir de nosotros mismos tanto
como para expresarnos? Escribir acerca de otros es mucho más interesante.

Ni falta hace decir que presto pedacitos de mí misma a todos mis personajes. Cuando
mis inmigrantes polacos de En América llegan al sur de California del Sur en 1876
(están en las afueras de la aldea de Anaheim), salen a caminar por el desierto y
sucumben a una visión aterradora, transformadora, de vacío. Estoy segura de que me
inspiré en el recuerdo de mis caminatas infantiles por el desierto del sur de Arizona, en
las afueras de Tucson, que por entonces, en los años 40, era un pueblito. En el primer
borrador de ese capítulo había pitahayas en el desierto californiano. En el tercero, ya las
había suprimido de mal grado. (Lamentablemente, no hay ninguna al oeste del río
Colorado.) Aquello sobre lo que escribo es diferente de mí. También es más elegante y
sagaz, porque puedo corregirlo.

La gran diferencia
¿Hay acaso privilegio mayor que tener una conciencia expandida por la literatura,
colmada de ella, dirigida hacia ella? Libro de sabiduría, dechado de retozo mental,
dilatadora de simpatías, registro fiel de un mundo real (y no tan sólo de la conmoción

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interna de una mente), sierva de la historia, defensora de emociones opuestas y


desafiantes... una novela que se siente necesaria puede ser, debería ser, la mayoría de
estas cosas. En cuanto a si seguirá habiendo lectores que compartan este concepto
elevado de la ficción, y, bueno, "no hay futuro para esa pregunta", como replicó Duke
Ellington cuando le preguntaron por qué actuaba en las funciones matinales del Apollo.
Lo mejor es, simplemente, seguir remando.

Traducción de Zoraida J. Valcárcel

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