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Comité Académico:

Ana Pizarro
Julio Ramos
Emil Volek
José Amícola
† David Lagmanovich
Christian Wentzlaff-Eggebert
Jimena Néspolo

Tracción a sangre
Ensayos sobre lectura y escritura
Néspolo, Jimena
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura - 1a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Katatay, 2014.

256 p.; 20x14 cm.

ISBN: 978-987-29565-4-7

1. Ensayo Literario Argentino. I. Título


CDD A864

Primera edición: Agosto 2014

© de los textos, sus autores


© Ediciones Katatay
© Julio Bariani
© Graciela Savino

Fotografía de tapa: “Caballo frente al Mandarín Oriental”,


Jimena Néspolo (Ginebra, 2013)

ASOCIACIÓN DE ESTUDIOS LATINOAMERICANOS KATATAY


(C.U.I.T. N°: 30-70990915-7)
Email: contacto@edicioneskatatay.com.ar
http://www.edicioneskatatay.com.ar

Diseño Logo Editorial: Julio Bariani


Diseño de Tapa: María Eugenia Dalla Lasta
Diseño de interior: Graciela Savino

ISBN: 978-987-29565-4-7

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autori-


zación escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas
en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA


Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Índice

Presentación ..................................................................... 9

Primera parte: Elogios


Un observador dislocado................................................... 15
Lecturas impertinentes, amistades imposibles.................. 26
Ascetismo y falsificación.................................................... 37
Las hijas de Hegel y la desprogramación literaria............ 55
Armadura de fantasma...................................................... 61
Elogio a la hermandad...................................................... 67

Segunda parte: Sangres


Prosa de Estado y estados de la prosa.............................. 77
El manifiesto y la polémica............................................... 85
¿Etnografía, exotismo, cholulez?........................................ 103
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino............... 109
Kincón baja en ascensor.................................................... 127
Escorzos sobre terrorismo e imagen................................. 137
Autómatas y automatismos literarios................................ 151

Tercera parte: Movimientos


Travesías poéticas americanas........................................... 163
Surrealismo e imaginación erótica.................................... 183
Magia, brujería, escritura................................................... 199
Profetas a salto de mata.................................................... 215
Escribir el Pachakuti (para una ensayística
del presente)...................................................................... 233

Noticia sobre los textos..................................................... 249


A quien corresponda
Presentación

El deseo ruge, sin tener siquiera voz. Es incorpóreo y sin


embargo nos deslumbra como el sol frágil de lo concreto. Abre
las celdas de la noche y vibra en un espacio pleno. Es la quietud
atroz de las tormentas. Es la sed y también el brebaje austero.
Sin una brisa que lo aviente, tu deseo o mi deseo puede ser –es–
cada vez más nuestro. Está allí, entre nosotros, en el mundo. Es,
por cierto, la pulcra tarea de nuestra sangre. Di Benedetto es
un maestro en ese arte. Sabe que el deseo es una ausencia que
nos colma y no… Y dibuja en cada uno de sus relatos esa huella
ardiente, y luego también la terrible fuga. Podemos detenernos
en la estructura única de sus frases, en sus extraños arcaísmos,
en la respiración truncada de sus párrafos o en la prosodia de
su estilo pero poco habremos aprendido si no apuntáramos
además que toda su narrativa es un abrumador tratado sobre
el deseo.
“Caballo en el salitral” trata de eso –claro– y de muchas co-
sas más. ¿Por qué corre ese caballo? ¿De qué huye? ¿Qué busca?
¿Tan perdido ha quedado en la tormenta que no acierta, sin
su amo, el camino de regreso? Es uno de sus cuentos más co-
nocidos y en él se cifra, quizá, toda la alquimia de su poética:
personajes y motivos simples en donde algo de pronto irrumpe
la lógica del devenir cotidiano y los –nos– pierde… Porque si
algo hay que Di Benedetto siempre logra es la plena identifica-
ción: nosotros somos a su turno Diego de Zama, somos Amaya,
el silenciero o el suicida, y somos también –qué extraño es
eso– ese caballo. Pareciera que en la perfecta moldura de este
animal, en su fuerza y en su belleza, se escondiera desde tiem-
pos inmemoriales un secreto atávico: están “Los caballos de Ab-
dera” de Lugones que, en abierta rebelión contra el mundo de
los hombres, actualizan para nosotros el mito de los centauros;
están “Los caballos fantasmales” de Isak Dinesen, “El caballito
balancín” de D.H. Lawrence o “El Moro” de Silvina Ocampo que
encuentran sólo en los niños el tenaz oído a sus misterios; pero
también está –por supuesto– el Caballo de Troya, o aquel Caba-
llo de Ébano que cantó Scheherezade en su noche trescientos

9
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

cincuenta y siete y que era capaz de volar como un pájaro de


fuego. Porque nuestra literatura no sería la misma sin el triste
Rocinante, sin el Bucéfalo de Alejandro o el Babieca del Cid.
Todos ellos, reunidos en una página imposible, acaso pudieran
dar forma a esa utopía perfecta y fabulosa que soñó Jonathan
Swift en uno de sus viajes.
“Aballay” –otro cuento de Di Benedetto con el que “Caballo
en el salitral” dialoga– lo entendió muy bien: un gaucho es su
cabalgadura; por eso, para expiar una culpa, abraza su sino y
monta su caballo como antiguamente los santos a su pilastra y,
saturando la tradición hasta límites insospechados, sólo vuelve
al piso para que lo sorprenda la muerte. Pero es cierto, en este
relato está el caballo, pero además está el carro. Y entonces
recordamos aquel famoso mito platónico del carruaje alado, el
logos, auriga del alma, que es arrastrado hacia lo alto por un
fogoso caballo blanco y, con más fatiga, un indómito caballo
negro. De pronto parecen claras las razones por las cuales “Ca-
ballo en el salitral” nos conmueve una y otra vez. ¿Quién no ha
sentido en algún momento de su vida que arrastraba un carro
demasiado pesado? ¿Quién no ha sospechado, preso de ilumi-
nada desesperación, que dentro suyo podía encontrar aquello
que habría de salvarlo? Cada cual soporta como puede su carga
–parece decirnos el autor– y vive más o menos feliz con sus an-
teojeras de civilidad y buenas costumbres, pero todos –agnósti-
cos, patidifusos distraídos o cristianos– deseamos que, cuando
esto acabe, nuestros huesos sean capaces de albergar al menos
una “caja de trinos”. Puede que ese deseo nos haga, también,
más humanos.
Lectura y escritura son los ejes que organizan el presen-
te libro que reúne intervenciones de los últimos diez años. Se
trata de lecturas y reflexiones posteriores a la publicación del
ensayo Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de
Antonio Di Benedetto y, de algún secreto modo, han sido pro-
piciadas también por él. A lo largo de este tiempo he analizado
la obra de distintos escritores observando los lazos amorosos,
vitales, de hermandad y amistad, que atraviesan sus poéticas
y que los unen a la tradición que los precede y a sus contem-
poráneos. Nociones como lector modélico o campo de lectura
han surgido ante la necesidad de explicar el funcionamiento en

10
Presentación

sociedad de fenómenos ya existentes, más que por un alarde de


ingeniería conceptual. El placer del texto, de Roland Barthes, La
metáfora viva o la trilogía Tiempo y narración de Paul Ricouer,
así como los estudios en torno a la recepción de Iser y Jauss, o
incluso la sociología de Pierre Bourdieu, nada tenían puntual-
mente para decirme a la hora de analizar las formas sutiles y a
veces estridentes de la pasión y la letra, ese torrente o caudal
sanguíneo –arrogante e invisible– que motoriza la literatura de
cada época. Estos ensayos que orbitan erráticamente en torno a
la lectura y la escritura con el tiempo han dibujado –al parecer–
su propia hermeneusis.

11
Primera parte:
Elogios
Un observador dislocado

Hay una idea insistentemente subrayada en la novela 1984 de


George Orwell, la idea de que la única esperanza posible que tie-
ne la humanidad se encuentra en las clases bajas, en el proletaria-
do. Dice el texto: “Si hay alguna esperanza, escribió Winston en
su diario, está en los proles.”1 Con premura estas palabras reapa-
recen “como afirmación de una verdad mística y de un absurdo
palpable”, pero también de un singular acto de fe. El texto insiste
de modo obsesivo en ella como si fuera una revelación de la que
el protagonista no puede evadirse y que lo empuja a la acción.
Y es, precisamente, cuando el personaje llega a este momento
epifánico que se produce un giro total en su vida: abunda en la
escritura de su diario (actividad absolutamente prohibida por el
partido) y en los modos de evadir la tenaz vigilancia de la tele-
pantalla, comienza a rastrear los hechos verídicos y las manipu-
laciones sobre el discurso histórico realizadas por la cúpula diri-
gente, se liga con Julia en el ejercicio del erotismo de los cuerpos
sin funcionalidad genésica (lo cual también está prohibido a los
miembros del partido aunque no así a los “proles”) y, finalmente,
se pone en contacto con quienes estarían conspirando junto a
Goldstein para derrocar al régimen.
Dicha idea, que en el personaje de la novela más famosa de
Orwell publicada en el año 1949 actúa como bisagra entre un
antes –pleno de obsecuente indiferencia frente a los abusos de
poder de un régimen totalitario que controla hasta las pulsiones
más elementales del sujeto– y un después –en el que el mismo
sujeto tienta sin éxito todos los modos posibles de desarticu-
lación de ese poder–, es sin duda la gran enseñanza a la que
arribó el escritor luego de su experiencia como combatiente del
POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) en la Guerra
Civil española.
La crítica ha acordado en señalar que el período vivido junto
a las milicias catalanas en el frente de Aragón dejó en Orwell

1
La traducción es de Rafael Vázquez Zamora y corresponde a la siguiente edi-
ción que en lo sucesivo citaremos: Orwell, George. 1984. Barcelona, Ediciones
Destino, 1987, p. 76.

15
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

“una marca indeleble y crucial en su desarrollo como intelec-


tual y como escritor”.2 Con la persecución de los comunistas
ortodoxos y su posterior escape de Barcelona, Orwell habría
así clausurado, a los treinta y cuatro años, un ciclo comenza-
do quince años antes con su alistamiento en el servicio de la
Policía Imperial Británica con sede en Burma. Este período
formativo habría tenido entonces su pivote en la experiencia
catalana, la cual definió desde entonces una praxis literaria
singular basada tanto en el compromiso ético y político como
en una increíble conciencia sobre el lenguaje y su capacidad
para manipular ideologías o crear nuevos universos discursivos.
Así, según apunta su documentado biógrafo Bernard Crick,3 es
como Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) deviene
finalmente un “political writer”, términos tan necesarios como
inseparables para pensar la poética orwelliana.
En su conocido ensayo “Why I Write”, el mismo George
Orwell ratifica esta sospecha: “La guerra española y otros even-
tos acaecidos entre 1936-37 cambiaron la escala de los aconte-
cimientos y después supe dónde estaba parado. Cada línea de
trabajo serio que he escrito desde 1936 ha sido escrita, directa
o indirectamente, contra el totalitarismo y para el Socialismo
democrático, como yo lo entiendo.”4
En 1938 –cuando aún no había llegado a su fin la guerra ci-
vil– George Orwell escribe Homenaje a Cataluña. Siete meses
antes del momento de enunciación del texto,5 Orwell empren-
2
Cfr. Berga, Miquel. “From fact to fiction: Orwell’s Homage to Catalonia and
the shaping of Nineteen eighty-four”. I linguaggi della Guerra. La Guerra Civile
Spagnola. Atti del Congresso Internazionale, 26-28 novembre 1996. Universitá
Ca´ Foscari di Venezia, Dipartimento di Studi Anglo-Americani e Ibero-
Americani. Unipress. La traducción es nuestra, así como en los demás casos en
que no se haga específica referencia del traductor.
3
Crick, Bernard. George Orwell: A life. Penguin Books, London, 1992.
4
Orwell, George. “Why I write” en: Collected Essays. Journalism and Letters of
George Orwell. Ed. by Sonia Orwell and Ian Angus. Harmondsworth, Penguin
Books, 1970, Vol.1, pp. 23-30.
5
“Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales de diciembre de 1936, no
obstante lo cual me parece que aquel período pertenece ya a un pasado remo-
to. Acontecimientos posteriores lo han esfumado hasta tal punto que podría
situarlo en 1935, y hasta en 1905. Había viajado a España con el proyecto de
escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la milicia casi de inmediato,
porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud posible.”

16
Un observador dislocado

día una huida vertiginosa hacia Francia vía Port Bou mientras
todos los afiliados del POUM eran víctimas de una despiadada
caza de brujas y sus dirigentes eran encarcelados e incluso ase-
sinados (entre ellos el conocido Andrés Nin) no por parte del
ala franquista –como podría creerse–, sino por parte del parti-
do comunista español a las órdenes directas de los emisarios
rusos de Stalin. Aun así, en medio de ese contexto de ardua y
compleja trama política, luego de haber luchado en el frente y
de haber participado en la semana trágica de mayo de 1937, de
haber sido herido de gravedad en el cuello, Orwell escribe este
texto híbrido que navega entre el testimonio y la autobiografía
novelada para concluirlo con las siguientes palabras:

Esta guerra, en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado


recuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hubiera querido
perdérmela. Cuando se ha podido atisbar un desastre como éste (...)
el saldo no es necesariamente desilusión y cinismo. Por curioso que
parezca, toda esta experiencia no ha socavado mi fe en la decencia de
los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido. (206)

Repito: cuando Orwell escribe estas palabras la guerra aún


no había finalizado; con todo, ya la daba por perdida. Y la de-
rrota, para Orwell, no era la derrota “de la democracia frente al
fascismo”, según quisieron encasillar a los sucesos españoles
tanto los fascistas como los comunistas, paradójicamente vol-
cados ambos hacia la derecha a partir de 1937. La derrota era
la derrota de la “revolución” que había comenzado a gestarse
en España en el convulsionado año de 1936. Este es uno de los

Orwell, George. Homenaje a Cataluña. Barcelona, Virus editorial, 2001, p. 20.


En adelante, las citas corresponden a esta edición, que toma como texto de re-
ferencia la edición que en Argentina publicó la editorial Proyección (en los años
1963, 1964, 1973, y 1974), cuya traducción estuvo a cargo de Noemí Rosenblat
y que luego volvería a ser reeditada por Editorial Reconstruir/Dissur Ediciones
(Buenos Aires, 1996). Cabe aclarar que la edición realizada por Virus editorial
es la primera edición española completa que se hace del texto de Orwell, las
ediciones anteriores continuaron reproduciendo la censura franquista operada
sobre el texto original. Por otro lado, la edición de Virus también reproduce
el prólogo realizado por Jacobo Maguid (cuyo seudónimo de militancia en el
movimiento libertario argentino fue Jacinto Cimazo) a las ediciones tomadas
como referencia.

17
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

principales postulados que defiende Orwell en Homenaje a Ca-


taluña –específicamente en el capítulo V de la edición original
del texto–: el hecho de que lo que había comenzado a nacer en
España durante los primeros meses de la Guerra Civil (gracias
a los anarquistas y a los líderes sindicales a los que Orwell les
adjudica mayor ascendencia en el pueblo español) era una ver-
dadera revolución sin precedente en la historia que “obligó al
Partido Comunista, respaldado por la Rusia soviética, a invertir
su máxima energía para contrarrestarla.” (214)
Lo que más sorprende a los historiadores y especialistas so-
bre el tema es la asombrosa veracidad y lo acertado del análisis
de la situación realizado por Orwell en Homenaje... Algún crí-
tico incluso ha apuntado que el escritor sufría arduamente por
carecer de una perspectiva y de un saber histórico acabado, lo
cual lo empujaba a atender con particular atención lo sucedi-
do en el presente. Con todo, si se tiene en cuenta que cuando
Orwell huye de España lo hace sin nada más que un cuaderno
de notas a cuestas, pues en las requisas realizadas al hotel en
que se alojaba su esposa la policía del partido le había decomi-
sado numerosos libros, recortes periodísticos y demás material
que había acumulado sobre el tema; si se tiene en cuenta, en-
tonces, que la escritura de dicho libro se asienta básicamente
sobre la experiencia y lo observado por el autor en un período
de tiempo relativamente breve (apenas seis meses), y la poca
distancia histórica y emotiva que separa a Orwell de su material
de estudio, el asombro es aun mayor.
En este sentido, basta confrontar las causas de la derrota
especificadas por Orwell y las que expone Jacinto Cimazo ( Ja-
cobo Maguid, ver nota 5) –por citar un ejemplo lo suficiente-
mente próximo a nosotros– en su libro La revolución libertaria
española (1936-1939).6 La permanencia de Cimazo en España
comprende prácticamente todo el trienio que duró la lucha, lle-
ga allí a fines de 1936 –al ser nombrado primer delegado por
la organización libertaria argentina (lo que luego se denominó
F.L.A.)– y parte hacia el exilio poco antes de la derrota final
el 26 de enero de 1939. Durante ese período se desempeña

6
Cimazo, Jacinto. La Revolución Libertaria Española (1936-1939). Buenos Ai-
res, ed. Reconstruir, 1994.

18
Un observador dislocado

mayormente como director del semanario Tierra y libertad,


puesto al que es asignado por la F.A.I. (Federación Anarquista
Ibérica); luego de mayo de 1937, cuando la persecución hacia
el P.O.U.M, la C.N.T (Confederación Nacional de Trabajadores)
y la F.A.I. se recrudece, los delegados de estas dos últimas
organizaciones –que en rigor de verdad estaban íntimamente
amalgamadas– permiten a Cimazo acceder a sus archivos e in-
formes de lo actuado en España durante los primeros meses
de la Guerra Civil. El libro de Cimazo exhibe entonces datos
concisos y documentación suficiente que demuestra y detalla
la “labor productiva llevada a cabo por la revolución española”.
No voy a desconocer el hecho de que ambos autores (Orwell
y Cimazo) estuvieron en rigor del mismo bando a partir de
febrero de 1937, sólo pretendo poner de relieve la asombro-
sa concordancia que se opera entre estos textos. Básicamente
ambos acuerdan en que la derrota de la revolución española
se debió a la siniestra maniobra internacional concretada en la
no intervención, la cual impidió a la España antifascista adqui-
rir elementos bélicos imprescindibles; y a la política de Rusia
que, simulando una ayuda dosificada a capricho, hizo del mi-
núsculo partido comunista, con apenas cinco mil votos en la
última elección, “el monstruoso agente de chantaje que consu-
mó crímenes sin nombre, ocupó posiciones estatales, militares,
policiales, etc., se infiltró en otros partidos, compró concien-
cias y realizó una política contrarrevolucionaria, disgregadora
y desmoralizadora”7 que acabaría en el famoso pacto Germano-
Soviético llevado a cabo en 1939. Dice Orwell:

El único rasgo inesperado en la situación española –que fuera de Es-


paña ha causado muchos malentendidos– es que, entre los partidos
del lado gubernamental, los comunistas no estuvieron en la extrema
izquierda, sino en la extrema derecha. (...) En realidad, eran los comu-
nistas, más que cualquier otro sector, quienes impedían la revolución
en España. (220-221)

A comienzos de 1937, explica Orwell, la situación era com-


pleja: por un lado estaba el enorme bloque de sindicatos que

7
Ibid, pp. 41-42.

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Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

constituían la CNT, y junto a ella la FAI y el POUM, que dife-


rían fundamentalmente con los comunistas representados por
el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) –formado a
principios de la guerra por la fusión de diversos partidos mar-
xistas–, en tanto que propugnaban el control directo por parte
de los trabajadores y no una democracia parlamentaria. CNT,
FAI y POUM coincidían en un lema: “La guerra y la revolución
son inseparables”; y en líneas generales defendían lo que hasta
entonces habían logrado: 1) control directo de servicios e in-
dustrias por los trabajadores que constituían sus plantillas, por
ej. en transportes, en fábricas textiles, etc.; 2) colectivización
agraria para los campesinos; 3) gobierno ejercido por comités
locales y resistencia a toda forma de autoritarismo centralizado;
4) hostilidad absoluta a la burguesía y la Iglesia. En la medida
en que la URSS comenzó hacia finales del año 1936 a efectivizar
su “ayuda” a través del envío de armas al gobierno, el poder
comenzó a pasar al partido comunista que, progresivamente
fue desplazando la participación de sus opositores. Primero se
expulsó al POUM de la Generalitat Catalana, luego la CNT fue
eliminada del gobierno a la vez que dirigentes socialistas del
ala izquierda del PSUC fueron reemplazados por socialistas de
derechas (ej.: Largo Caballero por Negrín). Todo este proce-
so desembocó en los sangrientos acontecimientos de mayo de
1937 acaecidos en Barcelona mientras las tropas situadas en el
frente (que nucleaban gente de todos los sectores) continuaban
la lucha contra las milicias de Franco:

Como el propio Largo Caballero informó en su discurso del cine Par-


diñas de Madrid, la causa de su salida del gobierno fue su negativa de
satisfacer las exigencias del embajador de la ex Unión Soviética y de los
ministros comunistas de su gabinete que el 15 de mayo de 1937 pro-
vocaron la crisis. Querían que pusiera en marcha una dura represión
contra los sectores antistalinianos, inculpables de los hechos de mayo.
Los camaradas de su partido, Negrín y Prieto, se solidarizaron con los
comunistas y heredaron el máximo poder de la República. Fue otro
capítulo del complot que produjo los sangrientos sucesos de Barcelona,
según lo explicó después en su libro Yo, espía de Stalin quien fue jefe
del espionaje ruso en Europa Occidental, el general Walter Krivitski.
Del 2 al 7 de mayo de 1937 se entabló la lucha en las calles de Barce-
lona entre las fuerzas coaligadas de la Generalidad, los comunistas y

20
Un observador dislocado

los ultraderechistas del Estat Catalá, por un lado, y las de la CNT, FAI,
Juventudes libertarias y el POUM, a las que se pretendió destruir, por el
otro. Hubo cientos de muertos y muchos más heridos.8

El mapa de la situación trazado por Orwell y Cimazo en lí-


neas generales coincide aunque ambos textos se construyan, en
rigor, sobre bases muy distintas. Mientras que el del libertario
argentino adquiere la mera fisonomía del informe, el de Orwell
despliega una cantidad de recursos considerables que conjugan
magistralmente la observación veraz de los hechos y su efectiva
narrativización. Al respecto, Raymond Williams señala que si bien
la escritura de este autor se asienta sobre la “observación certera
de la experiencia ordinaria”, el proceso por el que Orwell somete
a este material es un proceso literario en donde “imaginación” y
“recursos formales” se alinean hacia el deseo primero de escri-
bir ante todo “buena literatura”.9 Los “estudios culturales”, por un
lado, y el “non-fiction”, por otro, han sido ciertamente deudores
de la gran novedad inyectada por Orwell en la literatura de los
años 30 y 40 al conjugar de manera magistral ambas dimensiones.
El texto comienza con la llegada de Orwell a Barcelona, con
la profunda impresión que causó en él observar una ciudad em-
banderada en rojo y negro con todos los servicios socializados
y “un estado de cosas por el que valía la pena luchar (...). Por
encima de todo, existía fe en la revolución y en el futuro, un
sentimiento de haber entrado de pronto en una era de igualdad
y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como
seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista”
(22). Pero esta mirada panorámica sobre la ciudad en clima re-
volucionario, es previamente anticipada y condensada en la sola
observación del rostro de un miliciano que el escritor encuentra
en los Cuarteles de Lenin un día antes de enrolarse:
8
Cimazo, Jacinto. Ob. cit., p. 43.
9
Williams, Raymond. “Observation and Imagination in Orwell” en: Williams,
Raymond (comp.) Orwell. Londres, Twentieth Century Views, pp. 56-58. En di-
cho artículo Williams señala a los escritores más influyentes en la escritura de
Orwell: mientras que en los 30 se destacan Wells, Bennett, Conrad, Hardy y
Kipling; los 40 están marcados por la lectura de Joyce, Eliot y Lawrence. Asi-
mismo Swift, Fielding y Dickens, más que Zola y Flaubert, son los escritores
que la crítica ha señalado como aquellos que más ascendencia tuvieron en la
ensayística orwelliana.

21
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Algo en su rostro me conmovió profundamente: era el rostro de un


hombre capaz de matar y de dar su vida por un amigo, la clase de
rostro que uno esperaría encontrar en un anarquista, aunque casi con
seguridad era comunista. Había a la vez candor y ferocidad en él, y tam-
bién la conmovedora reverencia que los individuos ignorantes sienten
hacia aquellos que suponen superiores. (19)

Hay varias cuestiones que confluyen en este fragmento pre-


sente en la primera página del texto. Por un lado, sugiere ya
cierta tensión entre comunistas y anarquistas; por otro, se de-
fine el perfil del pueblo que está en la lucha (un pueblo feroz,
candoroso y de una ignorancia noble que los vuelve superio-
res); y finalmente, se manifiesta el deseo de estar hasta el final
junto a esos hombres. Por sobre la cantidad de contradicciones
y paradojas que puntean Homenaje a Cataluña (paradojas que
sus críticos no se han agobiado en señalar10), Orwell nunca trai-
ciona la vereda que él dice ocupar; sería demasiado engorroso
enumerar la cantidad de veces en la que se elogia la “generosi-
dad”, “nobleza”, “valentía y entrega” del pueblo español, en par-
ticular de los catalanes. El texto se escande, entonces, a partir
de un procedimiento puramente narrativo: fuertes escenas de
condensación simbólica preceden al desarrollo de la acción y al
avance de extensas secuencias descriptivas en las que el paisaje
natural, la vida en las trincheras o la geometría de las ciudades
y pueblos españoles son efectivamente representadas.
Otro elemento que torna altamente atractivo al texto es el
manejo de la intriga que se opera a lo largo de todos los capí-
tulos. La irrupción abrupta del presente del momento de enun-
ciación detiene con audacia el tiempo narrativo, para proveer al
lector de una mínima información que anticipa o anuncia lo que
sucederá muchas páginas más adelante. Así, cuando leemos:
“¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e impro-
bable ahora!” (31) o “En esa época ignoraba que el motivo de
este absurdo era la total carencia de armas” (27); el texto logra
anclar la atención y la expectativa por los sucesos futuros a los

10
En este sentido, Richar Hoggart es quizá uno de los críticos más duros de
Orwell y, a la vez, uno de sus mayores epígonos. Ver: Hoggart, Richard. “Intro-
duction to The Road to Wigan Pier” en: Orwell, George. The Road to Wigan Pier.
London, Heinemann Educational Books, 1965.

22
Un observador dislocado

que habrá de referirse el narrador, al tiempo que alerta al lector


acerca del carácter relativo (y por ende, permeable y temporal)
de las apreciaciones del sujeto que enuncia. Para ser más claros,
leemos en Homenaje a Cataluña:

En esa época [estando en la trinchera] yo casi no tenía conciencia de


los cambios que se sucedían en mi propia mente. Como todos los que
me rodeaban, percibía el aburrimiento, el calor, el frío, la mugre, los
piojos, las privaciones y el peligro. Hoy es muy diferente. Ese periodo
que entonces me pareció tan inútil y vacío de acontecimientos, tiene
ahora gran importancia para mí. Es tan distinto del resto de mi vida que
ya ha adquirido esa cualidad mágica que, por lo general, pertenece sólo
a los recuerdos muy viejos. Fue espantoso mientras duró, pero ahora
constituye un buen sitio por el que pasear mi mente. (105)

Sin duda es gracias a este tipo de reflexiones, en las que


Orwell antepone al relato de sus vivencias las urgencias de su
cuerpo deseante y necesitado de los insumos más elementales,
y la materialidad de un sujeto sometido (como cualquiera de
sus contemporáneos) a las contradicciones y cegueras de un
presente vivido como caótico, que puede radicarse aquella fama
que el crítico Lionel Trilling contribuyó a forjar en la década
del 50 al señalarlo, en un ensayo ya canónico, como “the man
who tells the truth”.11 Es decir, es sólo porque Orwell en todo
momento alerta acerca del carácter subjetivo y parcial de sus
apreciaciones que el lector puede confiar plenamente en ellas.
Lejos de elevar juicios de carácter universal, la confiabilidad del
observador/George Orwell radica en que sus apreciaciones par-
ticulares están avaladas por su experiencia y, si bien se admite
que éstas pueden ser “erróneas”, cierto es que aun así siempre
serán “verdaderas” en tanto que así son vivenciadas por el suje-
to que las enuncia. Veamos un par de ejemplos:

Sólo se puede estar seguro de lo que se ha visto con los propios ojos
y, consciente o inconscientemente, todos escribimos con parcialidad. Si
no lo he dicho en alguna otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado
con mi parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevi-

Trilling, Lionel. “George Orwell and the Politics of Truth” (Introducción) en:
11

Orwell, George. Homage to Catalonia. Harcourt Brace Javanovich, 1952.

23
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tablemente produce el que yo sólo haya podido ver una parte de los
hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer cualquier otro libro
acerca de este período de la guerra española. (206)

Yo no podría, por ejemplo, ponerme a discutir la lucha de Barcelona


con un miembro del Partido Comunista, pues ningún comunista, es de-
cir, ningún “buen” comunista, admitiría que he dado una versión veraz
de los hechos. Fiel a su “línea” de partido, tendría que declarar que
miento o, en el mejor de los casos, que estoy totalmente equivocado y
que cualquiera que haya ojeado los titulares del Daily Worker, a mil ki-
lómetros del escenario de los acontecimientos, sabe más que yo acerca
de lo que ocurrió en Barcelona. (269)

Innumerables veces a lo largo de sus escritos ficcionales y


ensayísticos, Orwell criticó la figura del “intelectual” que, pa-
rapetado tras cierta “seguridad y confort burgués” escribe a la
distancia sobre aquellos conflictos bélicos, políticos y sociales
sobre los que no tiene un conocimiento directo. Sus críticas a
la prensa internacional comunista durante la Guerra Civil es-
pañola o, en particular, al poeta W. H. Auden quien en 1937,
con apenas un conocimiento muy superfluo de lo que estaba
sucediendo en España y sin comprometerse realmente en el
conflicto, escribe su famoso poema “Spain” (el cual fue utili-
zado como panfleto publicitario para enrolar milicianos en las
Brigadas Internacionales), son sin lugar a dudas lapidarias. Ésta
es la intelectualidad satirizada y denunciada en 1984 y en Re-
belión en la granja, una intelectualidad que por comodidad y
obsecuencia se alinea bajo la égida del poder y reproduce su
ideología a través de su discurso. De alguna sutil manera toda
la carrera de George Orwell como periodista, escritor, y como
“intelectual” –aunque a él no le agradara el calificativo–, es un
denodado esfuerzo por diseñar otro perfil y otros roles sociales
para esta figura. Con todo, a lo largo de sus escritos Orwell
convoca a un intelectual definido no sólo por el compromiso
político directo y la observación exhaustiva del presente, sino
también por su capacidad de “dislocar” posiciones e insertar la
perspectiva como soporte de su mirada. Homenaje a Cataluña
puede ser leído como el testimonio de alguien que se alistó
en las milicias ante el urgente deseo de “matar a un fascista”
(según reza el texto); puede ser leído como una pseudonovela

24
Un observador dislocado

autobiográfica o, incluso, como una pseudonovela de aprendi-


zaje que narra los vericuetos revolucionarios de la Guerra Civil
española y sus momentos epifánicos, pero lo más interesante –a
mi entender– es que este libro puede también ser leído como el
discurso de un hombre que, habiendo comprometido su vida en
la disputa, no teme exhibir la masa carnal e informe de contra-
dicciones que lo definen como actor/observador de los hechos,
y aun así intentar elaborar un discurso crítico pasible de ser
puesto al servicio de la Historia.12
No es casual que Richard Hoggart realizara en el año 1965 la
introducción a la reedición inglesa de The road to Wigan Pier,
de Orwell. Sólo al leer The Uses of Literacy, del mismo Hoggart,
puede valorarse todo lo que el gran mentor de los estudios
culturales le debe a los textos de este escritor. La seducción
ejercida en Orwell por las clases obreras, en rigor, antecede a su
experiencia catalana y se ancla en dicho escrito. Publicado por
primera vez en el año 1937 y redactado antes de su partida a Es-
paña, El camino a Wigan Pier es una crónica desgarradora so-
bre la miseria y la explotación en los barrios obreros del norte
de Inglaterra. Una de las mayores críticas que le hace Hoggart
es la de representar un tanto “poética y sentimentalizadamente”
a la clase obrera al conformar una pintura estática que excluye
cualquier tipo de resistencia y movimiento social. Es en este
contexto que la Guerra Civil española adquiere para Orwell una
dimensión liminar: si bien representa el mayor desafío al que
se enfrenta como ensayista, emotivamente es la culminación de
una búsqueda que habría de signarle el resto de sus días.
“La historia se detuvo en 1936” –escribió alguna vez Orwell–.
Esperemos que cuando ese improbable motor reanude su mar-
cha seamos capaces de observar su frágil movimiento.

12
“Al participar en acontecimientos como ésos supongo que, en una pequeña
medida se está haciendo historia, y uno debería sentirse personaje histórico
por derecho propio. Sin embargo, no ocurre así porque en tales momentos los
detalles físicos siempre pesan más. Durante toda la lucha, nunca pude hacer
el análisis correcto de la situación que los periodistas esbozaban con tanta
facilidad a cientos de kilómetros de distancia. Lo que me preocupaba esencial-
mente no era lo justo y lo injusto de esa refriega intestina, sino simplemente
la incomodidad y el aburrimiento de estar sentado día y noche en esa azotea
insoportable.” Orwell, George. Homenaje a Cataluña. Ob. cit., p. 141.

25
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Lecturas impertinentes, amistades imposibles


Toda la producción narrativa de Antonio Di Benedetto es,


como la de Witold Gombrowicz, un constante asedio a la forma.
Pero mientras que la del polaco delata la impostura del arte, su
irrealidad potenciada, los rituales que organizan la afectación;
la escritura de Di Benedetto –quien obviamente no era un aris-
tócrata de cuna y que de su padre sólo había heredado frasqui-
tos de boticario y una extrema fascinación por la muerte– traza
un camino quizá más discreto pero no menos ambicioso al ex-
tremar las posibilidades semánticas de la forma sin descuidar,
empero, su singularidad.
Publicado por primera vez en Buenos Aires, por Ediciones
Doble P, en el año 1955 y escrito en la década anterior, El pen-
tágono (novela en forma de cuentos) atrae desde hace años la
atención de la crítica, no tanto por poner en jaque ciertas pautas
de construcción realista del relato, sino quizá por tratarse del
libro “más misterioso de nuestra literatura”.13 Por su voluntaria
atipicidad, no se me ocurre un texto que tan claramente aspire a
convertirse en aquella novela inextricable tramada por el erudi-
to Ts´ui Pên y soñada por Borges en “El jardín de senderos que
se bifurcan”; una novela caótica y laberíntica en donde todas las
alternativas argumentales son posibles puesto que los diversos
porvenires proliferan y conviven simultáneamente en “una ima-
gen incompleta, pero no falsa, del universo”, en este caso: del
universo amoroso.
Efectivamente, según se anuncia en la “Introducción”, los re-
latos que componen la novela encuentran su punto de unión en
el personaje que obsesivamente los crea y recrea (de acuerdo a
las “Épocas”) a modo de variaciones sobre un tema clásico, el
triángulo amoroso. De este modo, la esquematización pentago-
nal resulta de la articulación de los cuentos en torno al dibujo
13
Cfr. Chejfec, Sergio, “Prólogo” en: Cinco. Buenos Aires, Simurg, 1998. Ver
también: Filer, Malva, “Estructura y significación de Annabella de Antonio Di
Benedetto” en Pope, Raldolph D., The analysis of literary texts. Currents trends
in methodology. Ypsilanti, Bilingual Press, Michigan University, 1980 pp. 291-
297; Lorenz, Günter, “Antonio Di Benedetto” en: Diálogo con América Latina.
Barcelona, Ed. Universitarias de Valparaíso, Pomaire, 1972, pp. 19-22.

26
Lecturas impertinentes, amistades imposibles

de dos triángulos que, compartiendo un mismo vértice (el yo


narrador), trazan a su vez relación entre los dos rivales (Rolando
y Orlando). En medio de esta engañosa simetría se encuentran
las mujeres (Laura, la amada imposible y Barbarita, la esposa
infiel) y, en la cúspide, imponiendo su mayestática presencia: el
Yo. En su aparente latencia, otro triángulo imaginario –el edípi-
co– define tanto la infracción culposa como la compulsión a la
repetición en esta figuración geométrica de las pasiones.
Julio Premat tiene razón: la infracción matrimonial, tema-
tizada repetidamente en los relatos del libro, motiva y origina
la infracción estética, la insatisfacción ante la forma canónica,
la “pretensión” de hacer algo distinto. Así, “la geometrización
del deseo y la esquematización de la intriga conlleva al mismo
tiempo un valor estético con resabios programáticos. El paso
al texto está indicado como un proceso de deshumanización,
reificación, abstracción, crispación formal, asociable con ciertas
tradiciones vanguardistas.”14

En el año 1974, ediciones Orión reedita esta novela bajo


un nuevo título: Annabella. En el apartado que antecede a la
lectura, el autor advertía entonces cuáles habían sido las con-
diciones de posibilidad del texto: “Transcurría la década del 40
y, saturado de novela tradicional –sin negarla, antes bien, des-
lumbrado y apasionado por sus exponentes clásicos– cometí el
atrevimiento, en grado de tentativa, de ‘contar de otra manera’.
Por lo cual provoqué esta ‘novela en forma de cuentos’.”15
Si bien es cierto que ya el Dadaísmo se había propuesto abier-
tamente dinamitar en el arte la forma –empresa que habría sido
continuada por el Surrealismo, como una etapa de dislocación
y liquidación de fondos–, a fines de los cuarenta comienzan a
materializarse ciertas preocupaciones estéticas comunes ante la
disyuntiva fondo/forma que, poco más de una década después,
habrán de explicar el sorpresivo boom que provocó la edición
argentina de Rayuela de Julio Cortázar (Sudamericana, 1963), al
14
Premat, Julio, “Un pentágono triangular. Orígenes de la narrativa de Antonio
Di Benedetto” en: Los años sesenta en el Río de la Plata, Montevideo, Nro. 26-27,
2004, pp. 295-302.
15
Di Benedetto, Antonio, “Indicios” en Annabella, Buenos Aires, Ediciones
Orión, 1974.

27
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

alcanzar con una rapidez inusitada altísimos niveles de venta en


todo el ámbito hispano y, a la vez, satisfacer de manera casi ejem-
plar el horizonte de expectativas del público de esos años.16
Efectivamente, Rayuela y El pentágono comparten un mis-
mo principio de composición. O, para decirlo sin eufemismos,
El pentágono es la “novela de las Figuras”17 a la que Cortázar
apuesta truncadamente en Rayuela y a la que sólo habrá de
arribar en 62.Modelo para armar (1969).
En una carta a Graciela de Sola (París, 23 de abril de 1964),
Julio Cortázar resume de manera ejemplar la inquietud estética
sobre la que se construyen ambos textos: “Las estrellas no saben
que forman las constelaciones que nosotros vemos”. Esa idea,
que el escritor atribuye a Cocteau (presente también a lo largo
de las páginas de El pentágono), ya había desvelado a Persio, el
personaje que mejor representaba en Los premios las preocupa-
ciones del novelista: “Desiste sin esfuerzo Persio de las figuras
adyacentes a la secuencia central, calcula y concentra la baza
significativa, cala y hostiga la circunstancia ambiente, separa
y analiza, aparta y pone en la balanza. (...) –Y así –dijo Persio
suspirando– somos de pronto, a lo mejor, una sola cosa que na-
die ve, o que alguien ve o que alguien no ve.”18 Mientras que Los
premios se construía, básicamente, a partir de esta indecisión de
Persio de colocarse “dentro y fuera de este grupo” – indecisión,
puesto que alienta a una totalización asequible sólo desde la
popa del barco, el lugar a partir del cual todos los elementos
discordantes podrían ser claramente “descifrados”–; El pentágo-
no resuelve de manera aparentemente simple el problema: el
personaje narrador se coloca desde afuera de la Figura, asiste
y juega al modo de un dios arbitrario con sus personajes hasta
que el azar de la misma ficción lo entrampa y lo convierte en su
víctima, en su “criatura”.

16
Cfr. Montaldo, Graciela. “Contextos de producción” y “Destinos y recepción”
en: Rayuela. Julio Cortázar, Ed. Crítica, Colección Archivos, Julio Ortega y Saúl
Yurkievich (Coord.). Madrid, 1999, pp. 583-600.
17
Seguimos aquí, por supuesto, la conceptualización realizada por Alain Sicard
en un ensayo ya clásico: “Figura y novela en la obra de Julio Cortázar” en Hom-
mage à Amédeée Mas. París, Presses Universitaires de France, 1972, pp. 199-313.
18
Cortázar, Julio. Los premios. Buenos Aires, Sudamericana, 1991 (1era. ed.
1960), p. 37.

28
Lecturas impertinentes, amistades imposibles

Al igual que Rayuela, El pentágono peticiona desde su mis-


mo título una pluralidad de lecturas ya que la forma cuento
supone, en principio, la posibilidad de leer desordenadamente
las piezas, seguir el orden del deseo, puesto que se sabe: en
un libro de relatos no hay secuencia posible que lleve a una
totalización. La misma organización de los relatos en “Épocas”
es engañosa, la “Época de la realidad” es aún más alucinante
que la “Especulativa” y, para decirlo con las palabras que utiliza
Morelli en el capítulo 62 de Rayuela, todo es:

...como una inquietud, un desasosiego, un desarraigo continuo, un territo-


rio donde la causalidad psicológica cede desconcertada, y esos fantoches
se destrozan o se aman o se reconocen sin sospechar demasiado que la
vida trata de cambiar la clave en y a través y por ellos, que una tentativa
apenas concebible nace en el hombre como en otro tiempo fueron na-
ciendo la clave-razón, la clave-sentimiento, la clave-pragmatismo. Que a
cada sucesiva derrota hay un acercamiento a la mutación final, y que el
hombre no es sino que busca ser, proyecta ser, manoteando entre pala-
bras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como esta.

Con su fuga hacia el absurdo y el fantástico, El pentágono


desestabiliza los fundamentos psicológicos y sociológicos de la
novela tradicional –los mismos que Rayuela fatalmente dina-
mitará–, y logra lo que en el texto de Cortázar no dejará de ser
mero proyecto. Recién en 62.Modelo para armar, a través del
desdoblamiento y de la creación de “Mi paredro” –esa especie
de “compadre” o “baby sitter” de lo excepcional– la narración
cortazariana puede finalmente abandonar todo resto de omnis-
ciencia y ofrecer, por tanto, una alternativa estética propia que
suponga y continúe los logros de las dos primeras novelas de
Antonio Di Benedetto.

Como bien señala Graciela Montaldo, las posibilidades reno-


vadoras de la novelística preocuparon tempranamente al joven
Julio Cortázar. En el año 1948, el autor publicaba un artículo
en la revista Realidad (Año II, Nro.8) titulado “Notas sobre la
novela contemporánea”. Allí, luego de trazar un recorrido por
la tradición novelesca en el que señala distintas líneas de com-
posición, elaboraba de modo cuasi orgánico una teoría de la

29
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

novela construida a partir de la transgresión de normas tales


como la división genérica: “Más, seguir hablando de novela –
decía entonces Cortázar– carece ya de sentido en este punto.
Nada queda (...) del mecanismo rector de la novela tradicional.
El paso del orden estético al poético entraña y significa la liqui-
dación del distingo genérico Novela-Poema.” Asimismo, un año
más tarde, en otro artículo publicado en la misma revista (Reali-
dad, Nro.14, 1949), Cortázar reafirmaba este programa al leer el
Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal como el punto revo-
lucionario de partida al que no se debía de ningún modo volver.
La incorporación de un “nivel de cotidianidad” y la capacidad
de mezclar y congregar formas dispares, registros de diversas
procedencias, eran los procedimientos que más destacaba del
texto. “Estamos haciendo un idioma –aseguraba–, mal que le
pese a los necrófagos y a los profesores normales en letras que
creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil,
pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria.”
Ahora bien, llegados a este punto, y recordando que en el
año 1948 Antonio Di Benedetto era apenas un joven periodis-
ta con más inquietudes que relaciones en el medio intelectual
mendocino, cabe preguntarse si es acaso pertinente leer El pen-
tágono en diálogo con este programa de novela futura tramado
en aquel entonces por Julio Cortázar.
Ya desde las primeras líneas de El pentágono nos enfrenta-
mos con el tono que habrán de asumir mayoritariamente estos
relatos: “Al contarle, le contó: ‘...y soñé que volaba’. Entonces
me nació esto de que yo también había soñado que volaba. Pero
no sé cuándo. En realidad, no está nada claro.” Iconoclasta, re-
belde, aquí la narración reivindica para sí los derechos ganados
por el poeta romántico: es espeleológica, abisal, incontinente,
releva a la turbamulta sólo para dar cuenta del desajuste trama-
do entre el sujeto y el mundo.
Eduardo Montes-Bradley asegura en su biografía que Cor-
tázar y Di Benedetto se conocieron en Mendoza en la época
en que el autor de Bestiario coqueteaba con la derecha res-
ponsable de la “limpieza ideológica” de los cuadros docentes
cuyanos.19 Por su parte, Graciela de Sola, amiga y especialista
19
“Al igual que en Chivilcoy, Cortázar teje en Mendoza una red que incluye los

30
Lecturas impertinentes, amistades imposibles

temprana en la obra de ambos, asegura no tener constancia de


ese vínculo temprano.
Con todo, es oportuno recordar que la Universidad Nacional
de Cuyo fue fundada en el año 1939 (fuera del espíritu de la
Reforma de 1918) y que su primer rector, Edmundo Correas, un
liberal progresista con pretensiones revolucionarias, convocó
como docentes a prestigiosas personalidades de la ciencia y la
cultura del momento, entre las cuales cabe mencionar a Jorge
Luis Borges.20 Pero el sueño de fulgor andino duraría poco: en
1943 es derrocado el presidente Ortiz y el general Farrel, el
nuevo hombre fuerte de la Argentina, ordena la intervención
de las universidades y sus autoridades son reemplazadas por
representantes del movimiento clerical antirreformista. Mientras
tanto, en el ámbito cuyano, el nuevo rector Ángel Puchot es sus-
tituido al poco tiempo por Ramón Doll, hombre de confianza
del régimen, quien a mediados del 44 le ofrece a Julio Cortázar
las cátedras de literatura francesa y literatura septentrional eu-
ropea. Entre las nuevas designaciones de profesores que vienen
a reemplazar a los expulsados figuran, junto con Cortázar, un
número interesante de referentes del nacionalismo católico.21
En el año 1945, mientras Julio Cortázar impartía cursos so-

nombres de Ricardo Tudela, Antonio Di Benedetto e Iverna Codina (quien años


más tarde ocupó un lugar de importancia en la dirección de Casa de las Améri-
cas en La Habana junto a Haydeé Santamaría). El hilo de saliva alcanza también
a Carlos Alonso, Luis Quesada y el arquitecto Manolo Civit. El paso por Mendo-
za le valió a Cortázar algunas relaciones estratégicas que le vendrán como tela a
la araña cuando les llegue el turno a Buenos Aires y París.” Cfr. Montes-Bradley,
Eduardo (David Gálvez Casellas y Carles Álvarez Garriga, colaboradores). Cor-
tázar sin barba, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, pp. 245-260.
20
“De inmediato escribí a Borges y nos reunimos en el City Hotel de Buenos Ai-
res. Le ofrecí la cátedra de literatura española con remuneración de $300 men-
suales. Es mucho –me dijo– porque aquí solamente gano $180 en una biblioteca
municipal, pero no puedo aceptar, no soy catedrático, no sé hablar, apenas
escribo algunas cosas insignificantes. Insistí, le ofrecí dos cátedras, incluso de
literatura hispanoamericana, pero repitió que no sabía hablar, que los alumnos
lo silbarían.” Correas, Edmundo, “Borges y la Universidad de Cuyo” en: Revista
de la Junta de estudios Históricos de Mendoza, Segunda época, Nro. 11, Tomo
II, 1989, p. 161.
21
Para un estudio más exhaustivo de la situación de Julio Cortázar en la Uni-
versidad de Cuyo ver: Correas, Jaime, Cortázar, profesor universitario. Buenos
Aires, Aguilar, 2004.

31
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

bre Baudelaire y Rimbaud y cruzaba respetuosos saludos por


los pasillos de la academia cuyana con estos personajes; Antonio
Di Benedetto, desde una saludable distancia, comienza a cursar
estudios en Bellas Artes a la vez que se inicia en el periodismo
profesional. Ediliciamente próximos uno del otro, es acaso posi-
ble que se hayan conocido. Quiero decir: es posible que Di Bene-
detto supiera de Cortázar y no lo es tanto que Cortázar supiera de
Di Benedetto. Se sabe: uno era profesor, tenía treinta y un años,
relaciones influyentes en Buenos Aires... El otro era apenas un
estudiante que tímidamente bosquejaba algunos poemas.
Sin embargo, gracias a la lectura del primer tomo de las
Cartas,22 sabemos que cuando Cortázar se instala nuevamente
en Buenos Aires, en el año 1946, redefine desde otro lugar su
relación con Mendoza y con los mendocinos: se deshace de
todo tipo de formulismos de escritura y libera en las cartas
a Sergio Sergi al futuro “cronopio juguetón”, se encuentra en
Buenos Aires con estudiantes y amigos que le traen noticias cu-
yanas, planea vacaciones en la montaña y, por supuesto, recibe
los libros que allí se editan.
En una de esas cartas a Sergio Sergi (fechada en Buenos
Aires, el 4 de diciembre de 1946) dice Cortázar: “He recibido
ayer un libro de poemas de Calí. Aún no he tenido tiempo de
abrirlo, pero lo leeré con gusto el fin de semana, a esas horas
de la siesta donde la poesía entra en uno más intensamente...”
Sabemos que Américo Calí fue un referente ineludible en la
formación de Di Benedetto; también que su vínculo fue tem-
prano y que se prolongó hasta la madurez. Sabemos asimismo
que Calí, editor de la revista Égloga, fue quien publicó en enero
de 1945 el cuento “Estación de la mano” de Julio Cortázar. Por
consiguiente, si luego le envía su libro Laurel del estío a Buenos
Aires no es arriesgado suponer que los artículos y reseñas críti-
cas de Cortázar fueran también conocidos por Calí, por Sergio
Sergi, por Di Benedetto y por todos aquellos mendocinos que
lo consideraran su contacto, su joven aliado en la gran ciudad.
Por sobre las objeciones, podemos al menos ponernos de
acuerdo en una cosa: Julio Cortázar no era un escritor que os-

22
Cortázar, Julio, Cartas 1937-1963. Ed. Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Alfa-
guara, 2000.

32
Lecturas impertinentes, amistades imposibles

tentara con gala remanida deficiencias de lectura. Nada de eso.


Lo suyo era el jazz, surfear con comodidad entre al menos
tres idiomas y una decena de ciudades europeas. En fin: era
un hombre de mundo muy bien informado que jamás cantó al
primitivismo y que conocía sobradamente los placeres del buen
sibarita. Sorprende, por lo tanto, la lectura del pequeño prólogo
que, junto a otras dos cartas –una de Borges y otra de Manuel
Mujica Láinez– antecede la antología de relatos Caballo en el
salitral, publicada en España por Bruguera en el año 1981. Dice
Cortázar:

De Antonio Di Benedetto sólo conocía una novela, Zama, que precede


por muchos años a “Aballay”; el recuerdo de esa lectura coincide con lo
que acabo de sentir frente a esa historia de un estilita pampeano que
cambia las columnas legendarias de la Tebaida por caballos criollos de
los que se niega a desmontar mientras no se sepa lavado de una culpa,
de una muerte.
Ese sentimiento es el del anacronismo, pero la palabra no debe ser en-
tendida con la carga de negatividad que casi siempre tiene en materia
literaria. Di Benedetto pertenece a ese infrecuente tipo de escritor que
no busca la reconstrucción arqueológica del pasado –como Salamm-
bô, como La gloria de Don Ramiro–, sino que “está” en ese pasado y,
precisamente por eso, nos acerca a vivencias y a comportamientos que
guardan toda su inmediatez en vez de llegarnos como una evocación,
como una exhumación.
Pienso en esos raros y preciosos autores para quienes la imaginación
se da por decirlo así hacia atrás en el tiempo; me acuerdo, claro, del
Vathek de Beckford, y sobre todo de los relatos de Karen Blixen, que
también fue Isak Dinesen como para insinuar con el doble nombre
esa metempsicosis al revés, esa reinstalación tan natural y perfecta en
un tiempo dejado atrás por la historia y por la literatura –su reflejo, su
vitral.
En “Aballay” esta presencia desde el pasado se da como en un juego
óptico alucinante: el personaje se sitúa en el tiempo mental y místico de
los estilitas, y el autor en el tiempo del personaje, la pampa argentina
del siglo diecinueve.
Un pasado próximo se hunde así en otro pasado remoto; de ese juego
de ecos temporales nace, creo, la intensa reverberación de “Aballay”,
su caracol ahondando en el oído del lector una interminable teoría de
retrocesos; y la gran maravilla es que se retrocede hacia delante, hacia
cada uno de nosotros mismos con nuestras culpas y con nuestras muer-

33
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tes, con la esperanza de un rescate que hace del gaucho Aballay uno de
tantos argentinos de hoy, de ahora.
Julio Cortázar

Se sabe: un escritor trabaja con la palabra, con palabras y


matices. No es lo mismo decir, por ejemplo, “el autor de Zama”
–si es que uno considera esa novela de capital importancia den-
tro de la obra– que decir que “sólo se ha leído Zama” para luego
referirse a su autor como un “raro y precioso” espécimen a la al-
tura de Isak Dinesen o de Beckford.23 Algo hace ruido, derrapa,
en este prólogo que quiere ser florido pero que empieza acaso
con una descortesía: no es apropiado que un “escritor famoso”
–como lo era en los ochenta Cortázar– presente a un “sin nom-
bre” –como lo era en los ochenta y en el exilio Di Benedetto–
diciendo que no conoce su obra. Por mucho candor que exude
el amigo Julio, la fineza intelectual que esgrime en sus ensayos
nos alienta a creer que sabía más que nadie que –Marx, Nietzs-
che y Freud mediante– vivimos en la “era de la sospecha”. ¿Sólo
ha leído Zama? ¿Por qué no conoce el resto de su obra? ¿Cuán-
do llegó ese libro a sus manos? Son preguntas que hasta el más
elemental lector de novelas policiales puede hacerse.
Es cierto que Cortázar escribió numerosos prólogos y que
algunos fueron por encargo. No es éste el caso. Si ambos no se
conocieron en los cuarenta, tenemos la certeza –gracias al libro
de Jaime Correas– de que cuando Cortázar llega, casi de incóg-
nito, a Mendoza, a comienzos de marzo del 73, se encuentra con
Di Benedetto en la casa de la crítica Lida Aronne de Amestoy.24
Si Cortázar no sabía de su obra, cae de maduro que la conoce
en ese momento. ¿Por qué, entonces, este apuro en afirmar su
“desconocimiento”?
Pero hay más: en carta a su amigo Eduardo A. Castagnino
(fechada en París, el 9 de mayo de 1957) Cortázar le anuncia un
próximo viaje a Buenos Aires para fines de agosto, le asegura
23
En Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar, hay otra notable referencia a Zama:
“(...) el deseo subrepticio de releer Tristram Shandy,/ Zama, La vida breve, El
Quijote, Sandokán,/ y escuchar otra vez todo Mahler o Delius (...)”
24
Jaime Correas, ob. cit., refiere ese encuentro y reproduce el artículo publicado
en el diario Los Andes, presumiblemente escrito por Di Benedetto.

34
Lecturas impertinentes, amistades imposibles

además que se quedará dos meses: “Allá hablaremos y me darás


una lista de lo que vale la pena comprar y leer; estoy lamen-
tablemente desconectado de la literatura argentina (...) Vos me
aconsejarás sobre libros.”
Según se puede observar en el primer volumen de las Cartas
(que se inaugura precisamente con una a Castagnino, fechada
en Bolívar en 1937), esta amistad se mantiene por más de dos
décadas y así la define el mismo Cortázar: “Vos sos un poco mi
testigo, mi doble que ha quedado en la Argentina, y que mira y
juzga por mí, creo que en otra forma eso se llama confianza y
amistad.”
¿Qué libros, qué autores estaban en esa lista? ¿Es posible que
Castagnino no haya registrado la publicación de El pentágono
y de Zama? Lo cierto es que el epistolario lo muestra como un
interlocutor demasiado culto e inteligente para que se le hubie-
ra escapado, por ejemplo, la elogiosa reseña sobre Zama que
aparece publicada en el diario La Razón, en diciembre de 1956,
firmada nada menos que por Antonio Pagés Larraya (“of all na-
mes”, según lo define por entonces Cortázar). Pero supongamos
que Di Benedetto no estaba en esa lista y supongamos también
que Cortázar llega a Buenos Aires después de estar seis años
afuera dispuesto a beber con avidez las novedades culturales
del medio. Es pertinente creer que recorre librerías, que va al
cine, al teatro, que compra revistas... Hay una cuyo nombre
puede haber sido atractivo para este escritor novel, se llama
Ficción, dentro de las novedades hay una reseña de Francisco
Solero. Leemos:

Así como Inglaterra es Shakespeare, y España Cervantes, y Alemania


Goethe, así, de igual manera, algún día, la Argentina será dos o tres
nombres que ahora apenas balbuceamos o que quizá aún no han ad-
venido. Mas en la enumeración de esa fluencia imaginativa, creadora y
potente, habrá un nódulo de difícil olvido: Zama.25

Para alguien tan confiado como Cortázar en su destino de


gloria, alguien que desde la primera carta borroneada a los
veinte años incita a su interlocutor a que la guarde en aras de la
25
Solero, Francisco. “Zama” en: Ficción. Nro.8. Buenos Aires, Julio-Agosto 1957,
pp. 143-145.

35
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

posteridad, encontrar esta reseña tiene que haberle causado –al


menos– un pálido cosquilleo. Recordemos que, para entonces,
Cortázar intentaba dar con una novela y que, recién en 1960,
logrará que Sudamericana le publique Los premios.
En suma, cuesta creer que durante esa estadía en Buenos Ai-
res, Cortázar no se haya topado con Zama y con El pentágono,
publicadas por Di Benedetto en 1956 y 1955, respectivamente,
en la misma casa editorial.
No se trata aquí de leer El pentágono como el primer borra-
dor, el esbozo germinal de lo que Rayuela no fue. De ningún
modo. Se trata de plantear relaciones impertinentes, hacer pre-
guntas incómodas a los textos; denunciar el cliché de lecturas
facilistas rápidamente instituidas. Se intenta, más bien, desa-
lambrar; quebrar el cerco crítico que supone abordar los textos
como islas autoformadas en un hedonismo solipsista. Se trata,
en todo caso, de observar las condiciones de posibilidad y de
lectura que asisten a los libros y que, como una ceremonia deli-
cadamente labrada, determinan –según las épocas– su felicidad
o su tormento.

36
Ascetismo y falsificación

Las poéticas fuertes prefiguran campos de lectura. Leen la


tradición a su manera e inventan a su debido tiempo el lector
modélico al que su literatura se debe. Esa modelización, la más
de las veces, no deja de ser puro proyecto y se va sucediendo a
lo largo de la vida-obra del autor en cuestión y de ella depende
–nada menos– su “resistencia”: la capacidad de sostener en si-
multáneo pluralidad de sentidos; de refigurar prácticas, percep-
ciones, realidades; de abrir, en fin, nuevas ventanas al mundo
y sacudir con ahínco los esclerosados pensamientos. Digamos
también que ese lector módélico, cuando encarna en nombre
propio, es acaso el anexo más relevante de la obra. ¿Qué habría
sido de Genet sin Sartre? ¿De Arlt sin Masotta? ¿O de Kafka sin
Brod? Más tarde o más temprano, este amigo especial –como lo
llama Proust en su ensayo Sobre la lectura26– es quien asegura
la continuidad de los textos en ese vasto tejido hecho de peque-
ñas y grandes alianzas que llamamos “Literatura”.
La historia nos dice que no siempre llegan a conocerse en
vida el lector modélico y su autor. Casi siempre, el lector llega a
escena cuando el otro ya se ha ido; porque el juego del deseo
depende –claro está– de esa ausencia, y un poco también por-
que no hay escenario que tolere el protagonismo conjunto de
sus egos.
Pero decíamos que, en la generalidad de los casos, para el
autor en cuestión el lector modélico no deja de ser en vida más
que un sueño, un anhelo de completud que nunca llega a gozar;
a lo sumo, en ese “mientras tanto” en el que se sucede su obra,
podrá observar el diseño más o menos definido de un campo
de lectura.
Un campo de lectura está hecho de lectores anónimos y a la
vez singulares, son aquellos que engrosan o adelgazan las listas
de rankings, que ya flotan mansos en la vieja ideología (concep-
to ciertamente empolvado, pero que no nos conviene olvidar) o
ya encuentran en el consumo de bienes culturales una práctica
de resistencia y autonomía. En todo caso, diremos que el princi-
26
Proust, Marcel. Sobre la lectura. Buenos Aires, Libros del zorzal, 2003.

37
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

pio de composición de los campos de lectura puede explicarse,


básicamente, con aquel fenómeno químico que dio título a la
famosa novela de Goethe, Las afinidades electivas: “Llamamos
afines a aquellas naturalezas que al encontrarse se aferran con
rapidez las unas a las otras y se determinan mutuamente.”27
Los rasgos específicos de cada obra son los que posibilitan
la adhesión o no de lectores en la conformación de un campo.
Temáticas, gustos, costumbres, caracteres e idiosincrasia de los
personajes y hasta preferencias sexuales: todo cuenta en la defi-
nición de un campo. Cada texto arrojado al mundo trae consigo
determinadas expectativas por parte de sus potenciales lectores
y en el devenir real de esa lectura se desempeña como un agen-
te de bolsa que juega sus títulos en el mercado: puede ganarlo o
perderlo todo en un segundo, en un sintagma. Porque –aunque
parezca obvio– es preciso recordar que la suerte de un texto se
juega finalmente en la escena de lectura y sobre esos médanos
fluctuantes es que se diseña, o no, su campo.
En el caso de Jorge Luis Borges, por ejemplo, como bien
lo ha señalado Ricardo Piglia en un artículo ya paradigmático,
“Ideología y ficción en Borges”,28 su campo de lectura estaba
conformado por aquellos gozosos lectores que se reconocían en
dos grandes sistemas de relatos: por un lado, aquellos lectores
seducidos por una serie de textos afirmados sobre la voz, la ora-
lidad, la memoria, el culto al coraje, con el duelo como estructu-
ra fundante; y por el otro, un conjunto de textos asentados en la
lectura, la traducción, la biblioteca, el saber, el culto a los libros,
y con el apócrifo como eje articulador. Es decir, la memoria y la
biblioteca como los dos espacios de acumulación que posibili-
taron esa doble filiación borgeana; una filiación que el mismo
autor supo resumir al definirse (en el prólogo a El idioma de los
argentinos, de 1928) como “enciclopédico y montonero”. Este
doble linaje que advierte Ricardo Piglia en Borges adquiere la
forma de un mito familiar y define a su vez “el núcleo básico de
su ideología”: “A partir de ahí –dice Piglia– se pueden analizar

27
Goethe, Johann Wolfgang. Las afinidades electivas. Traducción de Manuel
José González y Marisa Barreno. Buenos Aires, Sudamericana, 2000, p. 48.
28
Piglia, Ricardo. “Ideología y ficción en Borges” en: Punto de Vista, Nro.5, Año
2, marzo de 1979.

38
Ascetismo y falsificación

los cambios, los cortes y la evolución de la obra de Borges y


también su insistencia en las estructuras especulares, la equiva-
lencia, la identificación de los contrarios, el oxímoron, el quias-
mo, la doble negación.”
Con todo, aunque con mutaciones ideológicas a lo largo de
los años, estos dos sistemas de relatos que polarizaban el cam-
po de lectura borgeano no confrontaron entre sí, muy por el
contrario, con extrema eficacia, confluyeron en la formación de
una mitografía autoral sin parangón en la literatura occidental
del siglo XX. A la luz de estas reflexiones y aceptando la tesis de
que las lecturas de los escritores nunca son ingenuas, sino que
dicen de sí mientras dicen del otro, podríamos señalar ya nues-
tra primera hipótesis de trabajo: la notable insistencia en las es-
tructuras dobles en la obra de Ricardo Piglia (“crítica y ficción”,
“Arlt y Borges”, “un cuento siempre cuenta dos historias…” y
etcéteras sucesivos) polariza también su campo de lectura.
Desde 1997, año en que obtuviera el Premio Planeta por su
novela Plata quemada y con él se sucedieran abruptamente
las causas judiciales (la iniciada por el escritor Gustavo Nielsen
contra el fallo editorial y la que habría dado curso Blanca Rosa
Galeano contra Piglia, por haber utilizado de manera abusiva su
nombre y su historia en la novela en cuestión29), la recepción de
esta obra en Argentina ha sido visiblemente disruptiva. Del ges-
to reverencial y laudatorio por parte de muchos lectores, encon-
tramos otros tantos que, sin solución de continuidad, declaran
haber seguido a Piglia sólo hasta la aparición de la novela del
escándalo. En una década signada por la ataraxia, la desapren-
sión y el desdén por las causas apremiantes, haber escindido
de manera tan polémica el campo intelectual argentino es, sin
29
La demanda de Galeano habría tenido la siguiente carátula: “Por daños y
perjuicios, por violación al derecho de la intimidad, honor, privacidad, daño
moral y usurpación del nombre.” Los detalles de este suceso los brinda, con mu-
cha mordacidad, el filósofo y ensayista Tomás Abraham en su libro Fricciones
(Buenos Aires, Sudamericana, 2004), en la sección “Aira y Piglia”. En cuanto a
la demanda presentada contra Planeta por Gustavo Nielsen en 1997 –aduciendo
que existía por parte de la editorial “predisposición o predeterminación” en
favor de Piglia, en razón de mutuos intereses comerciales ya convenidos–, en
el año 2005 la Corte Suprema de Justicia de Argentina confirmó una condena
pecuniaria contra la editorial y contra Piglia por considerar que el concurso
literario fue manipulado.

39
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

lugar a dudas, un mérito que merece especial atención. Por


otro lado, es posible (segunda hipótesis) que esta novela haya
sido sólo el detonante de una puja entre dos lectores totalmente
antagónicos que hasta ese momento dialogaban muy a regaña-
dientes en un mismo campo. En ese sentido, quizá sea preciso
analizar Plata quemada no como una rareza del sistema, sino
en fluido diálogo con el resto de la obra. Pero, para que este
objetivo no exceda los moderados límites de mi estudio, echaré
mano –si el lector en cuestión, ahora, me lo permite– de un
catalizador adecuado, especie de hilo conductor, que posibilite
comprender la construcción, asaz pasional, de esta poética: la
literatura rusa decimonónica.

Falsificación

–­Me sorprendió que en el Congreso de Las Lenguas, de Rosario, en


2004, se le citara acerca de la necesidad de recuperar el lenguaje de
manos de sus secuestradores, los economistas. Se habló allí de cómo el
poder imprime (libros, periódicos, papel moneda, encuestas…) y cómo
en la circulación del papel impreso está la clave de su perpetuación
como poder. ¿Cómo interviene el escritor en esos mecanismos? ¿Que-
mando la plata?
–O falsificando. Ese ha sido otro gesto extremo, muy presente en la
literatura: hacer plata, es decir fabricarla, hacer circular plata falsa, en
Arlt está siempre ese tema. Y también, claro, quemarla, que es un gesto
simétrico. En El idiota de Dostoievski hay una escena extraordinaria
en la que Natasha Filippovna arroja el dinero que le ofrecen al fuego
de una chimenea y un personaje se quema las manos para salvar los
billetes.30

Hay una escena –se recordará– hacia el final de Plata que-


mada en la que los delincuentes, cercados en un departamento
de Montevideo y ya sin escapatoria posible, queman todo el
dinero del atraco a la Municipalidad de San Fernando (cinco mi-
llones de pesos, cerca de quinientos mil dólares): “Desde la ban-
derola de la cocina lograban que la plata quemada volara sobre

30
Carrión, Jorge. “No hay que tomarse en serio a ningún escritor” (entrevista a
Ricardo Piglia) en: Quimera, Barcelona, Nro. 280, marzo de 2007, p. 44.

40
Ascetismo y falsificación

la esquina. Parecían mariposas de luz, los billetes encendidos.”31


Los ciudadanos honestos gritan indignados, presos del horror
y del odio, según refiere el narrador, “no tienen moral”, dicen,
están cercados y queman el dinero a la vista de todos; compren-
den entonces que eso “era una declaración de guerra contra
toda la sociedad”. Luego de la escena, la policía reacciona y
comienza una ofensiva brutal contra (sic) “los nihilistas”. Este
no es un episodio menor, claro está, no sólo nomina a la novela
sino que a su vez clausura la aventura delictiva de los persona-
jes: el Nene y Mereles mueren baleados al siguiente capítulo, y
el Gaucho Rubio es encarcelado, sólo vive un año más para que
en las páginas finales el lector pueda saber de su infancia y de
su relación con el Nene Brignone.
“Nihilistas”, dice Piglia. O mejor: dice el narrador de Piglia
que así llaman los diarios a los delincuentes. Pero como si esa
sola mención no fuera suficiente para que la novela entre direc-
tamente en diálogo con aquel movimiento ruso que ­–como se
sabe–, en la segunda mitad del siglo XIX, negaba todo principio
moral, toda autoridad y orden social, cuando el entrevistador
(en el diálogo anteriormente citado) hace una clara alusión a
Plata quemada, al preguntar sobre el modo en que un escritor
puede intervenir en el sistema de circulación del poder y el di-
nero, el autor contesta con Alrt y la falsificación pero también,
con El príncipe idiota de Dostoievski.
“Ustedes lo niegan todo, o dicho con mayor exactitud, lo
destruyen todo, acusan, injurian, no toman en serio nada: ¿A
eso se llama nihilismo?”32 –pregunta azorado un personaje de
Iván Turguéniev en la novela Padres e hijos, de 1862­. Y enton-
ces Basarov, el héroe joven de esta tragedia en sordina, repite,
“con especial impertinencia” ­–dice el texto–: “Sí, eso se llama
nihilismo.” Inspirados en el latín, nihil (nada), Basarov y su
amigo Arkadi se declaran abiertamente “nihilistas” sin siquiera
imaginar que el neologismo que acaban de inventar se converti-
ría en moneda de curso corriente no sólo en Rusia –donde ­sonó
muy pronto como invectiva– sino también en toda la cultura

31
Piglia, Ricardo. Plata quemada. Buenos Aires, Planeta, 1997, p. 190.
32
Turguéniev, Iván Serguéievich. Padres e hijos. Traducción de Rafael Cansinos
Assens. Barcelona, Planeta, 1987, pp. 53-55.

41
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

occidental de fines de siglo XIX, a partir de Schopenhauer y por


supuesto Friedrich Nietzsche.
Pero puestos a dialogar con el Gaucho Rubio y el Nene Brig-
none, Basarov y Arkadi son apenas dos niños de pecho. Su ni-
hilismo es retórico, existencialista, a veces ingenuo o decadente;
el de los argentinos es –a primera vista– un nihilismo de avan-
zada, deja la retórica para el narrador y los medios que reseñan
los hechos y se lanza sin más a la destrucción: de los cuerpos
(del propio –a través de la droga y el masoquismo sexual– y del
ajeno –en el furor asesino de la pareja–), del sistema (al quemar
el dinero atenta de base contra la lógica de poder y la propie-
dad) y de las formas (socioculturales, genéricas, simbólicas, y
también de la “corrección” de estilo que, hasta la aparición de
esta novela, era la marca pigliana). En ese sentido, no sería del
todo errado afirmar que Plata quemada es una novela excesiva
en varios órdenes, pretende destruirlo todo en aras de una úni-
ca verdad: la de los hechos.
En el “Epílogo” que cierra el libro, Piglia –en nombre propio–
exacerba y parodia todos los mecanismos posibles de verosimili-
zación del relato propios del non fiction (se erige como personaje
al cual le fue referida de “primera mano” la historia, cita fuentes
gráficas, documentos confidenciales, testigos, despacha agradeci-
mientos) y si no fuera por la aparición posterior de Blanca Ga-
leano y su demanda contra el autor por haber ejercido un uso
abusivo e imprudente de su derecho a la creación, “tergiversando
los hechos y mancillando su buen nombre” (en la novela la mujer
de Mereles es presentada como una mujer de vida fácil, perverti-
da, inmoral y, por si fuera poco, drogadicta), le hubiéramos creí-
do todo. Plata quemada es, siguiendo una metáfora ciertamente
nihilista, una bomba elaborada con argucia de relojero pero que,
por descuido, termina explotando en las manos de su armador.
Pero volvamos a los rusos, no sea que perdamos el eje. Piglia
cita a Dostoievski en la entrevista, pero antes cita a Arlt y la fal-
sificación, y esta interposición no es para nada azarosa porque
la escena que se menta es una escena falsa – “desviada” diría
Graciela Speranza33–. En El príncipe idiota nadie se quema las

Speranza, Graciela. Fuera de Campo. Literatura y arte argentinos después de


33

Duchamp. Barcelona, Anagrama, 2006.

42
Ascetismo y falsificación

manos para agarrar los billetes; hay sí quien se inmola, y con su


acto pretende destruir la lógica obscena del poder, hay quien
participa de la hoguera, tira leños, se mesa los cabellos, delira,
llora, hay también quien aplaude el espectáculo que brinda el
supliciado pero el dinero aquí, en esta novela, es lo de menos,
o mejor: es aquello contra lo que se predica, es lo condenable.
Publicada seis años después que la de Turguéniev, Dostoievs-
ki dedica todo el capítulo XXIV34 a criticar –como en Crimen
y castigo (1866) y Los endemoniados (1873)– a esa juventud
descreída y destructora, “nihilista”, que no es consecuente con
la doctrina que sustenta y termina siendo utilizada por pillos y
farsantes en busca de fortuna. Toda la correspondencia de Dos-
toievski está plagada de quejas por las dificultades materiales y
la falta de dinero; como se sabe, luego de cumplir un presidio
de cuatro años de trabajos forzados en Siberia y otros cinco más
como soldado raso en Semipalatinsk, vivió siempre de los apre-
mios de su pluma, del periodismo o del juego. Sabía, muy bien,
lo que valían cien mil rublos y aun así hace que su personaje,
Anastasia Filippovna, los arroje al fuego. Y aquí tampoco, como
en Plata quemada, esta escena es menor; muy por el contrario
marca el comienzo de la ineluctable caída de la joven. A partir
de allí, del momento en que ella se niega al matrimonio con
Gania y renuncia también a su amor por el príncipe Muichkine
aceptando el dinero, Anastasia huye y empieza definitivamente
su fin –se recordará que ella termina siendo asesinada por el
hombre que ha venido a comprarla con los cien mil rublos–.
Con gran hondura dramática esta escena bisagra es el momento
en que la joven se reconoce impura, mancillada tempranamen-
te, y acepta o decide que ya no hay retorno posible (siendo
huérfana, fue convertida a los doce años en la querida de un
hombre mayor, el mismo que ahora ha tramado su casamiento).
Sucede así: ella acepta irse con Ragojine, toma el dinero y le
pregunta: ¿Es mío, puedo hacer lo que quiera? La respuesta es
afirmativa, entonces lo tira a la chimenea y le dice a Gania, el
hombre que se casaría con ella por un dinero convenido, que
esos cien mil rublos son suyos si él se quema las manos para

34
Dostoievski, Fedor. El príncipe idiota. Traducción de Pedro Pedraza y Paez. Bar-
celona, Sopena, Colección de Grandes Novelas, sin mención de año de edición.

43
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

sacarlos del fuego. Insta, humilla a quien la ha humillado y por


ende a todos los presentes que, al instante, se azoran, cotillean,
se ofrecen a sacar el paquete de las llamas... Pero Anastasia
Filippovna no lo permite, es de Gania, el secretario del poder,
el que ha entrado en la farsa y por ende también se ha corrom-
pido, si se quema y lo saca ésa será su indemnización, él la
merece –argumenta–. Es decir, ella se reconoce en la necesidad
de dinero de él, lo humilla, pero también con su gesto pretende
salvarlo. Y es tan fuerte el cúmulo de presiones que de pronto
asaltan al joven clavado como una estatua en su lugar, quieto,
mudo, pálido, que de pronto sin más se desmaya. Entonces sí
Anastasia permite que saquen el paquete del fuego con unas
pinzas y se va con Ragojine dejándole igualmente los cien mil
rublos a su ex prometido (como estaba bien envuelto el dinero
no ha llegado a quemarse). Por supuesto, para Gania la lec-
ción es más que ejemplar: al despertar no acepta quedarse con
la plata, cae gravemente enfermo y cuando logra recuperarse,
tiempo después, ya es otra persona.
De “quemarse las manos para salvar los billetes” a dejarse
quemar y renunciar al dinero, hay –como se entiende– una gran
brecha. En esa distancia tramada entre las desviaciones de la
memoria o el olvido y las falsificaciones voluntarias es donde se
ubica la escandalosa actualidad de Plata quemada.
Como se ha estudiado, la primera gran falsificación de Ricar-
do Piglia también hace uso de otro eslavo, Leónidas Andreiev.
Publicado por primera vez en el volumen de relatos Nombre
falso, en 1975, el autor dijo alguna vez que “Homenaje a Ro-
berto Arlt” le había permitido “romper con determinado tipo de
concepción de la ficción que tenía hasta ese momento, significa
la apertura de un camino.”35 Combinando el relato de la inves-
tigación con la “reproducción” de los textos hallados, el pro-
pio narrador personaje, Ricardo Piglia, expone en ese artefacto
anómalo una serie de reflexiones críticas sobre las ficciones de
Arlt, la propiedad literaria, el funcionamiento de la crítica y la
autoridad en el arte, a partir de un eficaz ardid retórico en la
construcción del verosímil filológico. A más de tres décadas de

35
Briante, Miguel. “Todo escritor es un teórico” (entrevista a Ricardo Piglia) en:
Tiempo Argentino, Buenos Aires, domingo 2 de septiembre de 1984.

44
Ascetismo y falsificación

su publicación, la crítica ha finalmente resuelto que todo lo que


se presenta en “Homenaje…” es falso, desviado o engañosamente
intervenido, ya sea el retrato autobiográfico de Arlt (construido
a base de un montaje de textos arltianos), los apuntes para una
novela (fraguados con citas explícitas de Gorki, Trotski, Balzac,
y citas encubiertas de Arlt, Onetti, Borges, Brecht y del propio
Piglia), hasta llegar a la rimbombante falsificación de “Luba”, un
cuento de Andreiev (“Las tinieblas”) en traducción de Abel Casa-
blanca, correlato empírico de una de las hipótesis críticas centra-
les del texto, esto es: la literatura de Arlt es una suerte de plagio
de las malas traducciones españolas de la literatura rusa.36
Pero el asunto no queda allí. En otro artículo cardinal del año
1980, “Notas sobre el Facundo”,37 Piglia redoblaba su apuesta al
leer las citas erradas, falseadas, expandidas y fagocitadas en tex-
tos del propio Sarmiento, “ese desvío” operado entre lenguas,
como el comienzo sintomático de nuestra literatura nacional.
Jugada complicada si las hay, en ese triple movimiento, a la
vez que inventaba un origen signado por la falla, definía una
programática de acción futura dispuesta básicamente sobre el
mismo tempo maratónico con el que Sarmiento saqueaba las
bibliotecas europeas (una novela de Walter Scott por día, y once
libros franceses en un mes y chirolas), y reforzaba a su vez el
marco conceptual desde donde posicionar su poética. Con esta
adecuada genealogía de falsarios, Piglia podía leer entonces
toda la tradición literaria argentina en términos de economía
política literaria, trasladando conceptos de la dimensión econó-
mica de la vida social a la dimensión simbólica (vía el marxismo
althusseriano, Walter Benjamin, el formalismo ruso y la teoría
del intertexto). Así, el “uso salvaje de la cultura” de Sarmiento se
prolongaba sin más, tanto en la bipolaridad borgeana (“enciclo-
pédico y montonero”) como en la “máquina de fabricar pesos”
de Arlt o el “coleccionismo” de Cortázar.
Ya en su primer ejercicio crítico sobre el autor de El juguete
rabioso,38 Piglia definía el carácter económico de la cita: “Citar
36
Cfr. Speranza, Graciela. “Duchampianas 4”. Ob. cit., pp. 141-277.
37
Piglia, Ricardo. “Notas sobre el Facundo” en: Punto de Vista, Buenos Aires,
Nro.8, Año 3, marzo 1980.
38
Piglia, Ricardo. “Roberto Arlt: Una crítica de la economía literaria” en: Los
libros, Buenos Aires, Nro.29, marzo 1973.

45
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

es tomar posesión de un texto”; “la cita es el momento en que


se escribe una lectura, define otro texto en el texto, marca una
propiedad y legitima una traición.” Para Piglia la cita se erige,
entonces, en la antítesis del dinero y, a la vez, en su réplica:
circula, postula una forma de intercambio, remite a un capital
o a un fondo que es garantía de esa circulación. Desde esta
perspectiva, atentar contra la cita es atentar contra la propiedad,
este es el gran marco “nihilista” de Plata quemada y es desde
allí que debe comprenderse la cadena de falsaciones sucesivas
que relaciona esta obra con toda la literatura. “Plata quemada/
cita quemada” es, más que un episodio menor, “el” título por
antonomasia, el eje paradigmático que definirá violentamente
a esta poética hasta convertirla –vaya casualidad– de “nombre
falso” a nombre propio, autor, cita, dinero y, a su vez, como en
un infinito juego de espejos, objeto también de plagio…
Pero, siendo la falsía el sello autoral, ¿qué clase de copias,
plagios postreros, viene a propiciar en su descendencia? No es
menor, entonces, que en el affair Di Nucci –desatado a princi-
pios de 2007 en Buenos Aires a partir de otra novela premiada:
Bolivia construcciones (el fallo que le otorgaba el Premio La
Nación-Sudamericana de Novela a Sergio Di Nucci fue luego
revocado al descubrir que el texto contenía páginas y páginas
enteras de Nada, de Carmen Laforet)– muchos de los acérrimos
defensores del plagio de Bruno Morales (seudónimo del autor)
hayan esgrimido argumentos próximos a éste… Sin embargo,
nadie debe responsabilizarse de los yerros ajenos. A lo sumo,
en tanto autor/persona física real, deberá hacer frente a las de-
mandas de sus lectores, más cuando éstas vienen amañadas con
una causa judicial bajo el capote. Y volvemos nuevamente al
problema de la lectura y la conformación del campo. Así como
varios académicos39 fueron presa del error, la “cachada” –se dice
en argentino– de leer en “Homenaje…” una cosa por otra, otros
tantos lectores –sospecho– mucho menos formados se habrán
también quedado, al menos, a mitad de camino. En ese sentido,

39
Cfr. Aden W. Hayes, Ellen McCracken y María Eugenia Mudrovcic, en: Jorge
Fornet (comp.) Ricardo Piglia, Bogotá, Fondo Editorial Casa de las Américas,
2000; Rita Gnutzmann, “Homenaje a Arlt, Borges y Onetti de Ricardo Piglia” en:
Revista Iberoamericana, Nro.11-12, Buenos Aires, 1990.

46
Ascetismo y falsificación

aunque ambos hagan esfuerzos por ubicarse de manera radical-


mente antagónica, los campos de lectura que César Aira y Ricar-
do Piglia propician parecen encontrarse en un sujeto: tanto el
“chiste” como el “crimen” precisan hacerse necesariamente de
una “víctima” (dentro del marco conceptual específico que urde
cada poética, el lector candorosamente crédulo es, sin lugar a
dudas, su divertimento mayor).

Ascetismo

Lo primero que se imita de un gran escritor es el estilo y es lo más fácil,


por otro lado.40

El problema para mí no es armar la trama, sino encontrar el tono de un


relato. Narrar es entrar en un ritmo, en una respiración del lenguaje:
cuando uno tiene esa música la anécdota funciona sola, se transforma,
se ramifica por varios registros y por lo tanto el asunto se complica.41

Hace unos años, durante un verano ciertamente tórrido, jun-


to al suplemento de cultura de un conocido diario se adjunta-
ba un pliego con los cuentos que semanalmente elegían varios
escritores destacados. Creo recordar que ésa no fue la única
oportunidad en que Ricardo Piglia manifestó su preferencia por
el cuento “El padre Sergio”, de León Tolstoi.
Contra lo que el sentido común dictaba –esto es: que optara
entonces por un texto de corte netamente policial– Piglia eligió
a Tolstoi y, como si fuera poco, al relato sobre un eremita. Re-
cuerdo que durante un tiempo el asunto me dio vueltas por la
cabeza, bajo la forma de un verdadero enigma: ¿Qué tenía que
ver ese cuento con su obra? ¿Dónde estaba el punto de inflexión
que los unía? ¿Por qué “El padre Sergio”?
Se recordará, sin duda, que es un relato muy bello. Lo glo-
saré brevemente: sucedió en San Petersburgo, hacia mediados
de 1800, que un príncipe, jefe de escuadrón de coraceros de la

40
Briante, Miguel. “Todo escritor es un teórico” (entrevista a Ricardo Piglia),
ob. cit..
41
Dámaso Martínez, Carlos. “Novela y utopía” (entrevista a Ricardo Piglia) en: El
arte de la conversación. Córdoba, Alción, 2007.

47
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

guardia y a quien todos vaticinaban una brillante carrera militar,


a un mes de contraer matrimonio con una hermosa dama de
alta sociedad, pidió el retiro, rompió su compromiso matrimo-
nial, cedió su finca y se retiró a un monasterio. Stepán Kasatski
pasó a ser, cuando tomó los hábitos, el padre Sergio. El suceso
no fue menor –refiere el narrador de Tolstoi– porque Kasatski
era no sólo un joven distinguido y prometedor, sino también el
favorito del zar. Huérfano de padre a los doce años, de adoles-
cente se había destacado por su temperamento pasional y por
perseguir con vehemencia todas las metas que se proponía. A
la edad apropiada se propuso ocupar una posición brillante
en la alta sociedad a través de un matrimonio conveniente, fue
así que entabló relación con una joven, de quien terminó ena-
morándose. Pero un mes antes de la boda convenida, ella le
confesó que había sido la amante de Nicolás I, el emperador,
su amigo. Profundamente herido en su orgullo, Kasatski deci-
dió entonces abandonarlo todo. “Se hacía monje –dice el texto–
para colocarse por encima de quienes quisieron mostrarle que
estaban sobre él. (…) Al hacerse monje, hacía ver su desprecio
por todo cuanto tan importante parecía a los demás y a él mis-
mo en tiempos anteriores (…).”42 Luego de unos años fue des-
tinado a otro monasterio en las cercanías de la capital donde
“las tentaciones de todo género abundaban, teniendo que echar
mano de todas sus energías para vencerlas” hasta que luego de
un altercado con el abad, le solicitó auxilio y guía a su anterior
maestro. Siguiendo así su consejo, se presentó en el monasterio
de Tambino y ocupó una celda, una cueva abierta en la monta-
ña, que sólo tenía un colchón de paja, una mesita y un estante
para íconos y libros. El padre Sergio se convierte entonces en
anacoreta, y crecen –claro está– sus famas. A los seis años de
estar allí, una mujer intenta seducirlo para ganar una apuesta
y en un arrebato de desesperación por no ceder a la lujuria, el
padre Sergio se corta un dedo de un hachazo. La mujer se arre-
piente de la vida que ha llevado y se hace monja. Pasa el tiempo
y gentes de todas las comarcas comienzan a visitarlo y a traerle
enfermos ya que creen también en la fuerza curativa del ermita-

42
Tolstoi, León. La muerte de Iván Ilich. El diablo. El padre Sergio. Traducción
de José Laín Entralgo. Navarra, Salvat, 1970, p. 146.

48
Ascetismo y falsificación

ño. Pero entonces –dice el texto– día a día, mes a mes, advierte
que “su vida interna se va destruyendo y es reemplazada por
una vida exterior”. Su fama de santo crece mientras su vida in-
terior se debilita, siente que se aleja cada vez más de Dios, hasta
que un episodio termina por definir finalmente su huida: su
castidad se quiebra ante la hija de un mercader. Avergonzado,
huye vestido de mujik. Piensa en suicidarse. Ora. Se desespera.
Vaga por los caminos pidiendo limosna. Hasta que en sueños ve
un ángel que le señala el camino: debe buscar a Páshenka, una
niña de quien se burlaba cuando niño, y confesarse. Luego de
un gran peregrinaje, Stepán Kasatski da con ella. Es una mujer
vieja y pobre que vive para su familia; lo reconoce al instante,
le da techo y comida. El le cuenta su historia y ella la propia. Y
Stepán saca sus conclusiones:

Eso es lo que mi sueño significaba. Páshenka es precisamente lo que


yo debí ser y no he sido. Viví para los hombres con el pretexto de
vivir para Dios y ella vive para Dios imaginándose que vive para los
hombres. Sí, una buena palabra, un vaso de agua ofrecido sin pensar
en la recompensa, valen más que todo cuanto yo hice en bien de la
gente. Mas, ¿no había una parte de sincero deseo de servir a Dios? –se
preguntaba, y la respuesta fue: –Sí, pero todo esto estaba manchado y
cubierto por la fama mundana. No hay Dios para quien, como yo, vive
para la fama entre los hombres. Ahora lo buscaré.43

A Stepán, entonces –dice Tolstoi–, lo pierde su orgullo. De-


sea encontrar a Dios, pero no termina de renunciar a sí mismo,
se queda a mitad de camino, obnubilado por la fama entre los
hombres. Hacia el final de su vida, cuando renuncia a todo y ya
no es el “padre Sergio” sino nuevamente Stepán, un mendigo
pobre deportado a Siberia que luego se establece como siervo
en las tierras de un labrador, es cuando alcanza la verdadera
santidad.
Santo de verdad o santo a medias, lo que sí queda claro es
que el padre Sergio es la figura literaria que más plenamente
encarna el celibato: llega a cortarse un dedo antes de ceder a
los encantos de una mujer y, finalmente, cuando cede multipli-
ca sus sufrimientos hasta convertirse en mendigo. Las mujeres
43
Ibid, p. 187.

49
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

aquí son figuras de atracción y de riesgo, esto es quizá lo que


emparienta a este texto con el género policial norteamericano.
Si en los cuentos de Poe las mujeres eran básicamente las víc-
timas, en las novelas de Chandler serán las asesinas, encarnan-
do todas las modalidades del peligro, la amenaza máxima y la
destrucción.
En ese sentido, puede que ésta sea una de las posibles ra-
zones por las que Ricardo Piglia haya elegido oportunamente
el cuento; bien sabemos la fascinación que sobre él ejerce la
figura del detective, otro célibe famoso. Soltero por elección o
conveniencia, el detective no participa de ninguna institución
social (ni siquiera en la microscópica familia), y esa condición
outsider es la que garantiza desde el comienzo del género su
absoluta libertad y autonomía, por eso es quien puede ver la
perturbación social, detectar el mal y lanzarse a actuar. Dice Pi-
glia: “Cierta extravagancia, cierta diferencia, insiste siempre en
la definición de estos sujetos extraordinarios que se asocian en
el caso de Dupin con la figura del hombre de letras, del artista
raro y bohemio.”44
Con una serie así armada (célibe-detective-artista raro), las
conclusiones vienen solas. Se entenderá, asimismo, por qué la
acción destructiva del Nene y el Gaucho Rubio, en Plata que-
mada, excluye a las mujeres. Es más, el Gaucho las abomina y
el Nene, sólo hacia el final de la novela, cuando el atraco ya se
ha sucedido y ha sido quebrada su inteligencia, cuando ya sólo
les queda esperar la redada, es que entabla relación con una
joven en cuyo departamento –vaya casualidad– serán atrapados.
En todo caso, sospecho, esta novela encuentra su programa en
el título de un libro de Hemingway: Men without Women (Hom-
bres sin mujeres). Llevado a sus extremos, si en la tradición del
policial negro las mujeres son las que destruyen el valor y la
dignidad de los hombres, en ellas también se cifra el orden so-
cial a través del establecimiento de una sexualidad lícita. En este
sentido, la homosexualidad del Gaucho y el Nene es la extrema
realización en el orden de los cuerpos de su programa nihilista.
Como hemos visto, la novela encuentra su distinción explo-
tando hasta el hartazgo todas las significaciones de “lo prohi-
44
Piglia, Ricardo. El último lector. Barcelona, Anagrama, 2005, p. 80.

50
Ascetismo y falsificación

bido” y ese exceso, incluso, tiñe de anacronismo e irrealidad la


supuesta reconstrucción de época: la década del sesenta (fecha
en que se sucede el histórico atraco) sólo se infiere a través de
unas pocas marcas de autos, armas o drogas, quizá algún tema
musical; el resto (argot, costumbres, moral pequeño burgue-
sa, etc.) es un thriller de deliberada actualidad. Quizá habría
que estudiar aquí cómo este texto participa de una serie más
extendida (folletines televisivos, miniseries, relatos literarios y
cinematográficos), de gran éxito de público en la Argentina de
los 90, cristalizando –quizá no tan oblicuamente– una ideología
de época.
Lo prohibido –dice Bataille– diviniza lo que prohíbe; subor-
dina la prohibición a la expiación, a la muerte; lo prohibido es,
al mismo tiempo, un incentivo y un obstáculo.45 El Gaucho, el
Nene y, en menor medida, toda la banda, son sujetos excepcio-
nales en su accionar delictivo, en ellos se cifra –decíamos– todo
lo socialmente “prohibido” (“son sujetos peligrosos, antisocia-
les, homosexuales y drogadictos, (…) son psicópatas y asesinos
con frondosos prontuarios”46) y, precisamente, esa excepciona-
lidad es lo que los hace, para Piglia, intensamente “narrables”.
Pero, como nos enseña el filósofo francés, su impureza radical
no está tan alejada del misticismo de Stepán Kasatski; por el
contrario, es su necesaria contracara. Observemos el siguiente
párrafo:

Cuando la carne escaseaba, se acostaban juntos, el Nene y el Gaucho


Rubio pero cada vez menos. Dorda era medio místico, le daba por dejar
de coger y no hacerse la paja porque era muy supersticioso. Pensaba
que si se le iba la leche, perdía la poca luz que todavía le alumbraba la
cabeza y se quedaba seco y sin ideas.47

El Gaucho Dorda escucha voces que lo instigan a matar.


“Manflorón” y “retobado” encarna la versión perversa, degrada
y abyecta de la más vieja tradición literaria argentina, aquella
donde la nacionalidad encuentra su tenor identitario: el Gau-
cho Rubio es un “gaucho rosa”. El autor se divierte… éstos son
45
Bataille, Georges. La literatura y el mal. Madrid, Taurus, 1959, p. 15.
46
Piglia, Ricardo. Plata… Ob. cit., p. 91.
47
Piglia, Ricardo. Ibid, p. 77.

51
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

los personajes que le gustan. Los que están en el límite, los


excluidos, los y las loquitas, los toxicómanos, los que hablan y
hablan sin saber qué están diciendo; eso, en cierto modo, poco
importa, el narrador es quien ofrecerá el marco de civilidad
adecuada para que la narración pueda tener lugar. En el epí-
logo de Plata quemada, decíamos, Ricardo Piglia se presenta
como el verdadero narrador que ha trabajado con documentos
gráficos, informes psiquiátricos, crónicas periodísticas de E. R.
(Emilio Renzi, su conocido alter ego). El personaje “Piglia” es
aquí quien corporiza la triple figuración de la serie apuntada
(célibe-detective-artista) y quien recolecta, maneja y dosifica la
información para crear la obra.
Pero la fascinación por el crimen, el delito, lo prohibido –
como veíamos en el primer apartado– no se reduce en esta obra
a lo meramente temático o anecdótico. Muy por el contrario,
despliega sus postulados en un eficaz aparato conceptual que
asume dispositivos ficcionales específicos y que –es necesario
aclarar– esta poética clausura: más allá de las falsificaciones
deliberadas o el plagio encubierto de “Homenaje...” sólo queda
el affair Di Nucci, la liquidación final de la figura de autor y/o
las causas judiciales.
Esta poética se asienta sobre un sujeto bifronte, célibe y fal-
sario a la vez, que alternadamente despliega dos estrategias de
verosimilización y de construcción de la trama, dos estrategias
que friccionan entre sí e incluso, en determinados casos, se
anulan mutuamente. El resultado: una lectura escindida, des-
quiciada, disruptiva.
En el ensayo “Cómo está hecho el Ulyses” de su libro El úl-
timo lector, Piglia –otra vez bipolarmente– explica que existen
dos modos de leer: uno plantea los problemas ligados a la cons-
trucción del texto, el otro se liga a la interpretación. Uno lee
la obra como work in progress, como obra en marcha, se trata
de una lectura técnica que hace hincapié en el uso práctico
de la literatura; la otra lectura se relaciona con los modos de
la hermeneusis y, con mediaciones, trabaja sobre esa “lectura
baja, pasional, infantil, femenina, sexualizada, que se graba en
el cuerpo”.48 Una vez más, puede que sea el mismo autor quien
48
Piglia, Ricardo. El último…Ob. cit., pp. 165-188.

52
Ascetismo y falsificación

nos ofrezca la clave de funcionamiento de su campo de lectura:


por un lado, tendríamos a aquellos lectores capaces de decodi-
ficar el artificio, el truco del falsario; por el otro, un lector quizá
más “infantil”, más “femenino” o más crédulo que “compra” (el
mismo Piglia plantea aquí la relación entre lectura y dinero)
enteramente los testimonios del célibe…

Antes de finalizar, quisiera prolongar un tanto más mis re-


flexiones a partir de los epígrafes apuntados al comenzar este
apartado. La entrevista realizada por Miguel Briante es, a mi
entender, reveladora. Dice Piglia que lo primero que se imita de
un gran escritor es el estilo y que es, asimismo, lo más fácil; el
problema para él no es armar la trama, sino encontrar el tono
de un relato. Es decir, no sólo confiesa su virtuosismo para “mi-
mar” el estilo de otro escritor, sino que postula la idea de que
un escritor de verdad debería ser aquel que puede manejar to-
dos los registros, como Joyce –dice Piglia–. Hipótesis por demás
arriesgada, lo que sí queda claro es que así como el autor puede
mimar muchos tonos, el asunto se le dificulta a la hora de en-
contrar el propio. Pero: ¿cuál es el tono-Piglia? Así como puede
resultar suficientemente claro observar las características distin-
tivas de un tono-Saer, un tono-Di Benedetto, un tono-Arlt o un
tono-Borges, a la hora de pensar en un tono-Piglia el asunto se
complica. Quizá, habría que pensar aquí, a partir de su ejemplar
virtuosismo, en un no-tono que encuentra su figuración más
acabada en la mujer-máquina de la novela La ciudad ausente.
Pero pensemos otra vez en las mujeres eslavas: en Ana Sni-
tkina, la joven estudiante contratada como taquígrafa por Dos-
toievski en 1866, a la cual le dicta Crimen y castigo en pocos
meses para luego, al año siguiente, casarse con ella; pensemos
en Sofía Bers, la mujer de Tolstoi, que copió siete versiones
completas de La guerra y la paz y que luego pensaba que la
novela era suya. Pensemos en Felice Bauer, la pequeña meca-
nógrafa, como la llamaba Kafka…49 En estas mujeres se cifra la
máquina-copista pigliana: esa mujer-caja donde caben todas las
historias, todas las variantes y las repeticiones, que es Amalia,

49
Ver: Piglia, Ricardo. Ibid, pp. 39-75; Catelli, Nora. Testimonios tangibles. Bar-
celona, Anagrama, 2001.

53
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Hipólita, Elena, Temple Drake, Molly Bloom, que es la memo-


ria literaria de los hombres y que, olvidada en la playa –como
se recordará termina la novela– repite, mezcla, canta con voz
doliente una historia que es un poco la propia pero que está
hecha con restos, tonos, despojos de relatos ajenos. En ese furor
pleno de repetición sin conciencia es donde el no-tono de Piglia
encuentra, quizá, su utopía privada, su propio perfil de asceta,
hecho –claro está– con un poco de la “idiotez” del príncipe
Muichkine (que también era copista) pero también con algo de
misticismo no posado, de búsqueda genuina, del padre Sergio.
Porque esa máquina-copista que se define a sí misma en su
capacidad de “mimar” invita, inevitablemente, a leer siempre
como ajenos los tonos, las historias que la componen… Vale
decir: inventa, gesta, al original. No existe, que yo sepa, otra
poética en la literatura argentina actual que, en vez de generar
“epígonos”, propicie “originales”. Si bien, por un lado –como
decíamos anteriormente– clausura un camino (el que se ancla
en el apócrifo borgeano y multiplica sus falsaciones, o “per-
versiones” –como se quiera–), por el otro, la máquina-copista
pigliana anuncia, con sus múltiples tonos, los originales por
venir. En este sentido, como ejemplo, sólo hace falta cotejar
la sintaxis quebrada, anormal, de Plata quemada y el libro de
cuentos Cacerías, de Marcos Herrera.50 Copia y original… Un
hecho inaudito en nuestra literatura.

50
Herrera, Marcos. Cacerías. Buenos Aires, Simurg, 1997. La primera novela de
este autor, Ropa de Fuego (Madrid, Lengua de trapo, 2001), salió con una faja
de Ricardo Piglia que lo anunciaba como una de las jóvenes promesas de la
literatura argentina.

54
Las hijas de Hegel y la desprogramación literaria

César Aira fue quizá el artífice más esmerado de esa mito-


grafía que el nombre “Osvaldo Lamborghini” condensa. Como
se sabe, el hermano del poeta argentino Leónidas Lamborghini
publicó en vida pocas páginas: El fiord (1969), Sebregondi re-
trocede (1973) y Poemas (1980). Poseedor de una personalidad
compleja, fue militante peronista, miembro de la revista Literal
y –según nos informa su biógrafo Ricardo Strafacce51– escribió
más del ochenta por ciento de su obra en sus dos últimos años
de vida: entre 1983, momento en que se instala definitivamente
en Barcelona, y 1985, cuando muere a la edad de cuarenta y
cinco años. Si bien accedemos a su vasta producción gracias a
la conservación de los originales por parte de su última mujer,
Hanna Muck, han sido la gestión y edición de su albacea, César
Aira, su prólogo regente a Novelas y cuentos52 y la exitosa ac-
tualización y/o reinversión de ciertos tópicos lamborghinianos
en su misma prosa los verdaderos responsables de que esta es-
tética se convirtiera –incluso– en el umbral legitimante de todo
un sector de la literatura argentina de comienzos de milenio:
Pablo Pérez (El mendigo chupapijas), Alejandro López (Kerés
cojer?=Guan tu fak), o el mismo Washington Cucurto (Cosa de
negros, Las aventuras del Sr. Maíz) pueden “ser pensados como
predicados sobre la obra de Lamborghini, o autorizados (deli-
beradamente o no) por ella”.53
En esta escalada de exudación libidinal, el rescate y la pu-
blicación del manuscrito Tadeys (2005) fue el punto de máxima
tensión y desguace porque supuso el señalamiento de un límite
acaso infranqueable hasta para sus más esmerados epígonos.
Frente a la saturación exasperante de “malditismo”, propongo
–por tanto– correr el eje de lectura hacia la producción tardía de
Osvaldo Lamborghini de tono entre ensayístico y ficcional: Las
51
Strafacce, Ricardo. Osvaldo Lamborghini: una biografia. Buenos Aires, Man-
salva, 2008.
52
Aira, César. “Prólogo” en: Lamborghini, Osvaldo. Novelas y cuentos. Barcelona,
Serbal, 1988.
53
Cfr. Dabove, Juan Pablo y Natalia Brizuela (comps.). Y todo el resto es literatu-
ra. Buenos Aires, Interzona, 2007, p. 11.

55
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

hijas de Hegel (circa 1982). En el mencionado “Prólogo” (1988),


César Aira nos ofrece una pista de lectura hasta el momento al
parecer desatendida:

Osvaldo conocía a Hegel principalmente a través de Kojève, a cuya in-


terpretación adhería a la vez que no se tomaba muy en serio (la misma
ambigüedad tenía con Sartre, en cuyos libros encontraba, quién sabe
por qué, una cantidad inagotable de chistes). Pero también había leído a
Hegel, y la última vez que lo vi, el día que se marchaba a Barcelona por
segunda vez, tenía en la manos las Lecciones sobre filosofía de la historia;
lo había elegido para leer en el avión, cosa que me explicó así: lo había
abierto al azar, en una librería, y advirtió que en esa página casual Hegel
hablaba de… Afganistán. (¡Afganistán, Afganistán!) Eso le bastó (13).

Su biografía nos dice que luego, en Barcelona, Lamborghini


se dedicó a la escritura encarnada y final de Teatro proletario de
cámara, de Las hijas de Hegel, de La causa justa y del ciclo épi-
co Tadeys54 –obra que su sorpresiva muerte deja en la inedición.
Con todo, es a través de Las hijas… que –según entiendo– se
opera en la producción lamborghiniana la clausura de una serie,
superación de un límite que oficia de linde (Tadeys) y a la vez
proyección de un abismo apenas entrevisto, que reinstaura a esta
poética en otra escena de lectura absolutamente inédita en el
panorama –digámoslo sin eufemismos– mundial. Y es un texto
superador en el más claro sentido hegeliano porque a la vez que
ofrece el marco conceptual desde donde comprender su estilo,
ostenta sin tapujos los límites de esa negatividad que encarna
para soñar su muerte o un posible futuro. Leemos, en la edición
de 1988: “El sapo desafina: Es el último cheque y no habrá otro,
no habrá más. Entonces hay una distención, pero muy mal per-
suadida. La vida: la vida no es divertida sin Hitler. –A causa de la
inversión llevada a cabo (por Nietzsche) no le queda a la metafí-
sica otro recurso que entregarse a los abusos­–. Llevan coros de
niños a la televisión, los van formando. Las palabras del canto se
volatilizan en el color y la luz” (158). Y luego, dos páginas más
tarde: “En el surf, en la cresta del Yo. Puteando. Adiestrado. Un
cuadro, (¡y qué cuadro!): la metafísica invirtiéndose para entre-
garse a sus abusos. Qué cuadro, compañero” (160).
54
Lamborghini, Osvaldo. Tadeys. Buenos Aires, Sudamericana, 2005.

56
Las hijas de Hegel y la desprogramación literaria

Pero antes de llegar al umbral, comencemos por el princi-


pio. Quisiera por tanto detenerme en un episodio que conside-
ro significativo para comprender los desafíos que el autor se
planteó desde sus comienzos. Ocurrido entre 1973 y 1974, el
suceso fue referido recientemente por Luis Gusmán55 e invo-
lucra nada menos que a Oscar Masotta. La escena los muestra
a los amigos durante una presentación en la que Masotta se
habría explayado largamente sobre Literal (la revista que reali-
zaban Gusmán, Lamborghini y Germán García), para terminar
afirmando que mientras Cancha rayada (1970), la novela de
Germán García, planteaba de manera tensa y contradictoria la
relación entre psicoanálisis y literatura y El frasquito (Gusmán,
1973) era uno de los mejores libros de la literatura argentina, El
fiord (Lamborghini, 1969) debía considerarse como uno de los
textos más importantes de la literatura occidental. Bautismo de
fuego mediante, la lectura de Masotta lo colocaba así temprana-
mente en el panteón de los escritores malditos (Sade, Baudelai-
re, Rimbaud, Céline, Genet) que la filosofía existencialista y la
ratio psicoanalítica en ciernes estaban (re)descubriendo. Según
refiere Gusmán, esta escena habría sido capital porque a la vez
que convirtió a Masotta en una especie de lector modélico laca-
niano a quien ofrecer los objetos simbólicos de su horror, amor
y repulsión, le imponía a Lamborghini el desafío de estar “a la
altura de esas palabras”. Así, junto a la edición facsimilar de la
revista Literal (1973-1977), la reciente reedición de los textos
de Oscar Masotta, y los artículos y actividades disciplinares que
pueden seguirse en el sitio de la Fundación Descartes (http://
www.descartes.org.ar/index.htm) dirigida por Germán García,
dibujan un friso insoslayable de la historia intelectual argentina
de las últimas décadas del siglo XX que es preciso reponer –en
tanto contexto próximo, inmediato y quizá único de lectura– al
pensar la producción lamborghiniana.
En el suceder de la obra el psicoanálisis operará como motor
de la imaginación teórica, y a su vez, horizonte posible de legiti-
mación: Lacan (vía Oscar Masotta), a la vez que se ofrece como
el sistema explicativo más afín, autoriza el campo de la expre-

55
Gusmán, Luis. “Sebregondi no retrocede”. Y todo el resto es literatura. Buenos
Aires, Interzona, 2007.

57
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

sión transgresiva de toda el ala vanguardista reunida en Literal,


constituyéndose como su horizonte posible de inteligibilidad.
El paradigma lacaniano se convierte, pues, en el paradigma que
valida la destrucción del sentido para convertir todas las ex-
periencias del sujeto en asuntos pulsionales y la escritura, en
travesura cínica de distorsiones, de lapsus, fallas y polisemias.
En esos juegos, entonces, marcados por el desacomodamiento
sintáctico y lógico, se filtra el discurso del psicoanálisis, a partir
de un léxico específico y una jerga connotada.56
Con todo, en 1982, este “programa” de escritura, constituido
por un descuartizador sintáctico y un trepanador fónico que
suponía, ante todo, un “lector entendido” explicita sin rodeos
su soporte conceptual y con esto establece si no un fin, al me-
nos un hiato. A diferencia de los textos anteriores, o de inclu-
so Tadeys (en donde la violencia convocada desde lo temático
explora y explota los límites mismos de lo humano, superando
incluso a su tradición de malditos), en Las hijas de Hegel se re-
fuerza el cariz ensayístico del texto, en detrimento de las líneas
ficcionales insinuadas, para hacer estallar de manera monstruo-
sa todas las voces fantasmáticas que, en absentia o presentia,
lo pueblan. Leemos: “José Hernández escribió el Martín Fierro.
Escribió todo un programa, fue un clásico, ¿y cuántos? –cuán-
tas– cuántas masmédulas y cuántas, cuántas novelas de la eter-
na (porque el femenino retorna) (lo reprimido retorna) serán
necesarias para des-programar, para desatar todo lo que estaba
atado –y bien atado?” (171).
Con prosa disruptiva, urgencia telegráfica y economía esqui-
zoide, en el loco cocktail que traman estas páginas nos encon-
tramos con el movimiento obrero revolucionario, con Hernán-
dez, Girondo, o Pretty Jane, con Nietzsche, Huidobro, Bataille,
56
Sobre las operaciones del paradigma lacaniano en la literatura argentina, ver:
Jitrik, Noé. “Las marcas del deseo y el modelo psicoanalítico”. Historia crítica
de la literatura argentina. La irrupción de la crítica. Buenos Aires, Emecé,
1999, Vol.10; Masotta, Oscar. Ensayos lacanianos. Buenos Aires, Eterna Caden-
cia, 2011; Panesi, Jorge. “La crítica argentina y el discurso de la dependencia”
en: Críticas. Buenos Aires, Norma, 2000; Peller, Diego. “La flexión Literal y la
discusión sobre el realismo” en: El interpretador, N°23, Buenos Aires, 2006; Pre-
mat, Julio. “Lacan con Macedonio” en: Y todo el resto es literatura. Buenos Aires,
Interzona, 2007; Giordano, Alberto. “Literal y El frasquito: las contradicciones
de la vanguardia” en: Razones de la crítica. Buenos Aires, Colihue, 1999.

58
Las hijas de Hegel y la desprogramación literaria

Artaud, Macedonio o Masotta… Están todos y no está nadie,


porque con la narración del “culo roto de Pretty Jane, alma
de cántaro”, con el afeminamiento de Eduardo Wilde y de to-
dos los “chongos” de la Campaña del Desierto (con la que el
Estado argentino que se quería moderno aniquiló a fines del
siglo XIX a gran parte de su población indígena), algo estalla
por saturación y termina. Aquí el programa de la letra, de la
Razón asesina se hace explícita, y la aventura escrituraria se
convierte en gesta, y se inmola revelando –de una vez y para
siempre– en la escena política de la letra los horrores de la
violencia fundadora de la nacionalidad argentina y su ciudad
letrada, la misma que se prolonga en el siglo XX en la lucha
de clases y la apoteosis de la “identidad” obrera peronista y su
devenir mujer (“Yo quisiera ser mujer obrera textil, pero para
llegar primero a delegada de sección, mujer, luego de fábrica,
y luego, más luego, ¡en un momento dado!, a secretaria mujer
del sindicato, el futuro…”, 159). Pero recordemos que estamos
en 1982, un año salvajemente bélico y la guerra de las Malvinas
es también la excusa para reflexionar, o denunciar, la estructura
cíclica de los conflictos tramados por la Razón: “Ya sos un ex
Malvinas, como antes fuiste un ex Viet-nam. Ya tenés el pelo
blanco. Sabés que Martín Fierro es la verdad, universal. Pero
eso precisamente es lo malo, y para descubrirlo se pasa por
revoluciones y guerras” (154).
Hay un desasosiego, un desencanto final en estas páginas
que ya ni aspiran a entrar a la farsa “exquisita de editores y
marchands, productores de toda laya y grey” (154), ni mucho
menos a conmover o ser comprendidas en el “entre-nos” de la
lectura erudita; se trata de un desasosiego que las vuelve –de
pronto– extrañamente lúcidas. ¿Pero, por qué el título, “Las hijas
de Hegel”, viniendo de una obra de raza –en principio– nietz-
cheana (recordemos el primer fragmento citado: “A causa de
la inversión llevada a cabo (por Nietzsche) no le queda a la
metafísica otro recurso que entregarse a los abusos­.”)? ¿Y por
qué Hegel? Filósofo frío y razonado si los hay… que cuando era
estudiante sus compañeros lo llamaban “el viejo”; para Hegel
“lo absoluto” –es decir el punto de partida–, lo existente, es la
razón: existe la razón y todo lo demás son fenómenos, manifes-
taciones de ella. ¿Pero qué tipo de razón? No se trata en Hegel

59
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de una razón quieta, estática; la Razón es concebida más bien


como potencia dinámica, como potencia llena de posibilidades
que se van desenvolviendo en el tiempo. Lo “impensado” para
la Razón es insoportable, por eso en un movimiento continuo,
acaso infinito, que va de lo “pensable” a lo “impensado” (tesis-
antítesis-síntesis), la razón se desquicia a sí misma creando un
número infinitamente vasto de posibilidades relacionales. Por
más que el nombre de Hegel nos suene extemporáneo –en esta
traducción burda de su pensamiento, que aquí planteo– el me-
canismo relacional de la dialéctica hegeliana, como ya lo obser-
vó y estudió Paul Ricoeur,57 es el mismo mecanismo relacional
del lenguaje, y es lo que Osvaldo Lamborghini intenta de cuajo
exasperar, triturar, corroer, desquiciar, para crear sentido desde
otro lugar, acaso post-humano. Es en este punto donde su obra
–con Las hijas…– se redimensiona, al poner en flagrante evi-
dencia el mecanismo desquiciante-del-lenguaje-de-la-Razón que
hace del conflicto su piedra de toque: en el sistema hegeliano
el conflicto es esencial, es lo que permite el movimiento del
sistema fluyente (Lecciones sobre filosofía de la historia) hecho
de oposiciones lógicas. Se trata también de una apuesta que
de pronto aspira a comprender la “totalidad orgánica” en tanto
sistema y que a nosotros [lectores] nos revela con audaz lucidez
cómo en el mundo de falsas realidades y experiencias en el que
vivimos, la teoría del “conflicto controlado” sigue siendo la atroz
maquinaria de guerra, tan económicamente redituable para los
poderosos.
Leemos en la página 161: “Es terrible: un grito de mujer
anuncia por los corredores que la reina ha muerto. La pérdida
de la Razón no conducía a la locura sino a la racionalidad, a las
nacionalidades: el orden de los Estados no tolera ya el desorden
de los corazones”. Las “hijas de Hegel” anuncian que la (sin)
Razón alumbrará siempre nuevas formas de vida.

57
Ricoeur, Paul. Sí mismo como otro. México, Siglo XXI, 1996.

60
Armadura de fantasma

Vivimos en un mundo obsesionado con el régimen de lo


visible. De todos los sentidos que nos componen como sujetos,
desde la Dióptrica de Descartes hasta el Monsieur Teste de Paul
Valéry, pensamiento y visibilidad vienen a constituirse en ga-
rantes de nuestra racionalidad de especie. Vivimos tiempos en
que el culto al Yo roza el paroxismo. Tiempos en que el famoso
experimento de Descartes de tomar un ojo muerto para obser-
var la proyección de imágenes que sobre él se refractan, a fin
de demostrar que todo acto de visión es, ante todo, un juicio
intelectual del sujeto, resulta de una contemporaneidad apabu-
llante.58 Catálogos, suplementos y grandes portales mediáticos
seleccionan sus contenidos a partir de este supuesto filosófico
anclado en el binomio visibilidad/existencia (el ego cogito me
videre o “yo pienso al ver” cartesiano). Suponen un Yo racional,
único y pleno para ofrecer productos culturales cuyo mayor
mérito es –la más de las veces– no defraudar expectativas jamás
generadas. Corrección, amabilidad, bonhomía o –en su defecto–
una funcional y simpática insolencia suelen ser los requerimien-
tos básicos para que el mercado circense de la cultura active el
“régimen de visibilidad” del producto.
Pero bien sabemos que a la Literatura le preocupan desde
siempre otros asuntos, pasiones y clepsidras que poco tienen
que ver con el lobby de feriantes o las acciones en Bolsa. El
hecho de que estemos reunidos en torno al recuerdo de dos
figuras fantasmáticas es buena prueba de ello. Nada nos obliga
a estar aquí, en esta pretendida sesión de espiritismo, salvo la
amistad o la admiración lectora hacia Héctor Libertella y Os-
valdo Lamborghini, y sin embargo aquí estamos recordando a
estos dos espectros, autores de obras absolutamente originales
58
Dice Agamben que una vez que Valéry verifica esta consistencia puramente
lingüística del Yo, puede disolver con facilidad toda ilusión de una realidad per-
sonal y sustancial del sujeto, toda pretensión de del Je de encarnarse en un Moi.
“Así como supo retomar el carácter puramente teatral del sujeto de la visión en
la Dióptrica de Descartes, así también ahora se pone en guardia con la idea de
que Moi pueda indicar algo unitario inmediatamente presente.” Agamben, Gior-
gio. La potencia del pensamiento. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, p. 129.

61
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

y absolutamente distintas pero que confluyen –curiosamente–


en un mismo programa cuya condición de posibilidad es la
sustracción: en el caso de Lamborghini, la sustracción de la letra
de la escena literaria (la inedición); en el caso de Libertella, la
sustracción de la letra y del cuerpo en la obra. A la distancia, el
gesto de la vanguardia literaria argentina de los setenta resulta
nítido: frente a la lógica maniática del capitalismo cultural que
necesita impulsar con incesancia la novedad y su promesa de
satisfacción en el consumo, frente a los veloces modos en que
lo efímero o perecedero de una época se disfraza y muta con
“éxito” desparejo pero siempre con impecable constancia, estos
escritores postulan en y desde sus obras una programática de
la invisibilidad, eso que existe y ha de existir siempre precisa-
mente porque no está ni estuvo ahí –como reza el título de la
novela de Libertella (El lugar que no está ahí, 2006).
En el caso de Osvaldo Lamborghini –como ya vimos–, se
trata de una sustracción hiperbólicamente negativa: su progra-
ma de escritura necesita, para desarrollarse, retirar la escritu-
ra de la escena comunicacional de la edición. Es una apuesta
disruptiva en todos los órdenes de lo humano y encuentra en
Tadeys un pico de máxima negatividad. Y si bien en el suceder
de esta obra el psicoanálisis opera como motor de la imagina-
ción teórica, también se constituye en su horizonte posible de
legitimación. Se trata de un programa negativo que se clausura
en 1982 con Las hijas de Hegel, un texto liminar de tono más
ensayístico que ficcional, un texto que hace estallar de manera
monstruosa todas las tradiciones que, en absentia o presentia,
sostienen esta obra.
No es casual que ambos escritores, Lamborghini y Liberte-
lla, sigan los pasos de aquel “egocida” por antonomasia que
fue Macedonio Fernández, que emprendió la tarea imposible
de “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo”. Tampoco es
casual que tras la H muda, la firma holográfica que Libertella
tuvo la osadía de entregar para su realización a su amigo Eduar-
do Stupía, resuene la filosofía de Wittgenstein. Pero a diferencia
de ese Yo desvaneciente, que es límite y no parte del mundo,
que se sabe imposibilitado de alcanzar una verdad de sí a través
de la visión (Tractatus lógico-philosophicus), nuestro fantasma,
en tanto deseo y lenguaje, dice la ausencia, pero la pavorosa

62
Armadura de fantasma

materialidad de su letra deviene signo, hueso, sintagma: ¡Árbol


de Saussure! El deseo de nuestro fantasma deviene, al fin, Arma
Dura. Es decir, aquello que simplemente sucede y lo blinda.
En su autobiografía Libertella cuenta que fue un lector pre-
coz, que a los cuatro años ya sabía leer y al poco tiempo re-
corría de la A a la Z el único volumen que componía la magra
biblioteca de sus padres: un diccionario español de 1917. De
allí seguramente se explica el regusto arcaizante que rezuma
su prosa, ese ir y venir de y a la tradición simula el andar del
carro de la antigua máquina de escribir que siempre utilizaba.
La literatura –dice– es “ese ir y venir sobre una huella que nadie
eligió”, como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, “tal
vez el escritor sólo escribe por escribir.”
En el caso de Libertella, entonces, el programa de la sus-
tracción asume dos vías: el adelgazamiento progresivo de su
escritura, de la escritura desbordada y proliferante de El camino
de los hiperbóreos (1968) al progresivo despojamiento en la per-
petua reescritura, en la búsqueda del hueso duro, del epigrama
luctuoso y perfecto con el que compone Zettel (2008). Búsque-
da que se traduce, también, en un adelgazamiento del sujeto
de la escritura, una sustracción del cuerpo en tanto personaje
actante del relato en función de la progresiva aparición de un
Yo fantasmático que se disgrega y a la vez se afirma en su ar-
madura cervantina.
En El lugar que no está ahí (2006)59 encontramos una sen-
tencia que grafica ejemplarmente este programa de trabajo: “El
tiempo hace un hueco. Y ese hueco le da esqueleto a tu me-
moria”. Y en los fragmentos autobiográficos publicados por la
editorial Santiago Arcos, esta otra: “Contra la muerte no hay
mejor defensa que la propia armadura de los huesos.” Los tex-
tos finales de Libertella tienen la concisión de un hueso blanco
recién pulido, sólo invaden el vacío de la hoja cuando saben
que van a decir algo que de tan cierto pueden ofrecerlo como
la más grande de las ficciones para tramar, entre sí, un follaje
conceptualmente perfecto (como es El árbol de Saussure, 2000),
una arquitectura que mima la temible osamenta de un fantasma.
Son textos que, en efecto, tampoco desdeñan la imagen; a mitad
59
Libertella, Héctor. El lugar que no está ahí. Buenos Aires, Losada, 2006.

63
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de la novela El lugar que no está ahí ­–por ejemplo­– irrumpe


un mapa de los cielos, hecho de constelaciones subjetivas y de
poesía concreta (que recuerda, a su modo, la cartografía que el
artista plástico Eduardo Stupía elaboró para la reedición de El
paseo internacional del perverso, Premio Juan Rulfo, 1986); en
su autobiografía, asimismo, abundan gráficos, tipologías distin-
tas, alguna que otra foto y, en varios libros, la imagen recurrente
de un caballero andante que bajo la armadura ostenta solamen-
te un andamiaje de huesos.
Libertella dijo alguna vez que sus personajes favoritos son
aquellos que despliegan toda su vida como la crónica de un ins-
tante, que Don Quijote, por ejemplo, lo hubiera sido si el chico
de seis años que anidaba en el viejo de ochenta hubiera podido
convivir con él “literalmente” en el texto. Una arrogancia o una
perogrullada que direcciona pasionales lecturas. Ese programa
de sustracción, entonces, que alienta con fervor la invisibilidad
bajo la premisa de que “el lector-masa torna sospechosa inclu-
so hasta la propia obra”, acude con insistencia a las imágenes.
Las que escanden los textos establecen un diálogo complejo
con la palabra, ya para iluminar nuevos sentidos, ya para des/
ambiguar una sentencia o, simplemente, para ilustrar un texto y
gozar acaso de una de las prácticas más primitivas del hombre,
la pintura.
Diario de la rabia tiene, en este sentido, un epígrafe cabal:
“La pintura es libro para los idiotas que no saben leer, Segun-
do Concilio Ecuménico de Nicea, 787”.60 Como se recordará la
nouvelle narra con gracia y extremo rigor formal las peripecias
de Rassam (el Sr. Asma) mientras acompaña la expedición ar-
queológica de Sir Rawlinson en las orillas del Nínive. Rassam
intenta preservar los hallazgos de los palacios Sanherib y Asus-
banipal de la expedición francesa que excava también en esa
colina pero, a causa de su enfermedad y de la ingeniosa verba
de Sir Rawlinson, se los entrega apenas por una taza de té de
cortisona. Al regresar a su patria el inglés le deja estas pala-
bras: “–Nosotros nos vamos y repartimos ya, los objetos. Y a
usted, Rassam, le dejamos la enseñanza. Aprenda: para resucitar
y avivarse los pueblos también pueden repartir sus muertos, y
60
Libertella, Héctor. Diario de la rabia. Rosario, Beatriz Viterbo, 2006.

64
Armadura de fantasma

hacerlos valer como capital –y sólo me dejaba de recuerdo los


sarcófagos vacíos y unas pocas montañas descascaradas.” Luego
de tamaña expoliación, Rassam, más que furioso, fragua con
sus excrementos algunas antiguallas que logra bien vender en
el Soho como verídicas. Dedicado no tan casualmente a César
Aira, amigo –según dice en su autobiografía (junto a Néstor
Perlongher y Osvaldo Lamborghini)– por casi treinta años, este
relato esconde además de una denuncia, una advertencia, un
programa de intervención cultural y –digámoslo de una vez­–
una siniestra y adorable venganza.

En El efecto Libertella, ese libro/homenaje compilado amo-


rosamente por Marcelo Damiani, Alan Pauls dice que a través
del exceso y la singularidad Héctor Libertella “dio vuelta” el
mercado. Cito:

El goce que Libertella experimenta cuando cuantifica la psicosis pro-


ductiva de la UNAM es el mismo que lo estremece cuando alucina
para su literatura un público de ‘lectores puros’, vírgenes de libros y
de sentido, que pueden ser niños (los amigos de infancia de Libertella,
que tocaron sus primeras novelas con ‘temor y desconfianza’ y las leye-
ron como ‘objetos gráficos, ópticos’) pero son insuperables, perfectos,
cuando encarnan en monos (‘un mercado potencial de 1.200 millones
de lectores, que son los 1.200 millones de monos de la selva del Ama-
zonas colgados de la rama con mis libros en la mano’). Libros, clones
de cartón, lectores-monos, concursos literarios: todo en la autobiografía
de Libertella es arrastrado por el delirio de cantidad –como si el merca-
do, inyectado con una sobredosis de mercado, enloqueciera, según un
procedimiento que César Aira conoce muy bien– pero el delirio de can-
tidad sólo implosiona y se estetiza en ese instante crucial, mandarín,
en el que el fantasma lo obliga a elegir, sacrificarse, reducirse a uno,
un solo ejemplar, único, rarísimo, insustituible, que de golpe empuja lo
industrial hacia el arcaísmo del cuerpo a cuerpo, la manualidad, todo
un delirio de artesanía.61

Entre la trituración lamborghiniana del lenguaje y la cua-


dratura fantasmática de la especie, tengo la sospecha de que
el “lector del futuro”, el lector modélico que sueña, programa y
61
Pauls, Alan. “Incorregible” en: Damiani, Marcelo (comp.). El efecto Libertella.
Rosario, Beatriz Viterbo, 2010.

65
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

delira la obra de Libertella, ese “lector sintético” que se pincha


“las venas con una lapicera Parker”62 sólo puede alcanzar la
condición de rareza si no olvida el árbol, sus lianas y sus redes
de mono ni tampoco, su audaz estatura de infante. Porque el
programa compositivo de Libertella hace honor a su nombre
y raíz y ofrece una moral de acción al ghetto; una moral que
encuentra su síntesis más acabada en el conocido principio hi-
pocrático o Ley de las Semejanzas retomado por Samuel Hahne-
mann (Alemania, 1755 - Francia, 1843), fundador de la homeo-
patía en el siglo XIX: Similia similibus curantur. El principio,
citado también en el Diario de la rabia de Libertella, alude a
que cura y enfermedad responden a principios similares: “Por
el similar la enfermedad se desarrolla, y por el similar la enfer-
medad es curada”.
Esto es: aquello que te mata, también en otras dosis, puede
curarte o hacerte reír con esa risa terca y perfecta de las cala-
veras.

62
En Arquitectura del fantasma encontramos este aforismo acompañando la
imagen de una extraña jeringuilla: “El lector del futuro es un lector sintético,
un hombre pinchándose las venas con una lapicera parker.” Libertella, Héctor.
Arquitectura del fantasma. Una autobiografía. Buenos Aires, Santiago Arcos
editor, 2006.

66
Elogio a la hermandad

Sándor Márai es un hombre de otro tiempo. Aquel donde


la palabra entregada es ley, donde las decisiones son fatales,
irreversibles, y el honor es el catalejo desde el cual se observa
cada acto de la vida hasta la misma muerte. Su prosa es deli-
beradamente pura, exquisita, canta al esplendor de una época
que ya no existe; como si su reloj vital se hubiera detenido en
el momento exacto en que abandona Hungría en 1948, cuando
el proceso de radical bolchevización emprendido por Rusia era
ya una certeza inquietante. Los años que le quedan de vida los
quema en California, se convierte en una de esas rarezas que
habitan las universidades yankis; pero su literatura no aborda
esa experiencia, la dimensión temporal e histórica de su prosa
se detiene en esa Budapest arrasada por las bombas durante la
Segunda Guerra. Cuarenta años… Cuarenta años girando como
calesita loca en una misma zona, en un mismo tiempo, al que
no puede volver porque ya no existe. Su prosa exuda nostal-
gia. Esa periferia de Europa que conformaba el antiguo Impe-
rio Austrohúngaro se le adhiere a los huesos como una coraza
infranqueable. De escritor reputado en su patria, deviene paria
anónimo y extranjero: dos vidas en una y el reloj que se detiene.
¿Qué…? ¿Cómo escribir sobre las ruinas? Es la misma pregunta
que a su modo se ha hecho Sebald, también Cioran, Di Bene-
detto, Berger, y tantos otros aquí y allá, en ambas periferias. ¿A
qué…? ¿Por qué escribir cuando se ha perdido todo? A fuerza de
tanto vacío, si la palabra surge, entonces, sea como añoranza de
pasado o de futuro, funda, imperiosa, la épica de un deseo nue-
vo. Porque sí, porque ya no hay tiempo –parece decir Sándor en
cada uno de sus textos–, esta vez ha de ser de verdad. Entonces
juega bien, todas sus cartas, ése es el modo –nos dice–. Sus per-
sonajes viven cada experiencia de manera única, singular, irre-
petible, y luego arrastran por años en silencio su mochila, pero
antes de morir se detienen, prenden un cigarrillo, beben quizá
una copa con su amante o su enemigo, y entonces desgranan
su verdad como un lamento: ahí nace el relato. Verdad, límite,
confesión… Eso es escribir, para Sándor.

67
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

En sus dos libros autobiográficos –Confesiones de un bur-


gués y ¡Tierra, tierra!63– se evidencia claramente este mecanis-
mo de escritura. La memoria aquí no sólo es condición sine
qua non para que el paseo narcisista que enumera vivencias
más o menos interesantes sea funcional al sujeto del relato; la
memoria aquí es la materia prima, la cantera “real” de la ficción
y, además, el agente que aglutina estética e ideológicamente
toda la obra. Una vez transmutada en ideario, nombre propio
y estilo, la memoria es el precinto de seguridad más eficaz e
inalienable de la prosa.
Como se recordará, en Confesiones de un burgués Márai (cuyo
verdadero nombre era Sándor Grosschmid) apunta características
de su familia de origen, relatos de su infancia en Kassa (hoy Ko-
sice), vivencias de la Primera Guerra Mundial, sus primeros pasos
en el periodismo escribiendo crónicas itinerantes en alemán para
el Frankfurter Zeitung, la nostalgia por el húngaro (su lengua ma-
dre), la relación con una mujer judía llamada Ilona que lo acom-
pañará hasta los últimos años y, finalmente, apunta su regreso a
Budapest y la decisión –he aquí el verdadero tema del libro– de
convertirse en un escritor húngaro. 35 años no es mucho pero a
Sándor le alcanzan para escribir sus memorias y con ello sellar su
suerte futura. Si bien el segundo tomo, ¡Tierra, Tierra!, se engar-
za temporalmente como continuación del primero, es redactado
veinticinco años después de los acontecimientos que se narran y
el objetivo del texto es claramente otro. Cercano a la denuncia,
ahora Márai se presenta como testigo lúcido, como observador
implacable de una realidad histórica que es preciso dar a conocer:
la destrucción total de un pueblo y una ciudad tironeada como
botín de guerra entre alemanes y rusos como preámbulo apa-
bullante del nuevo régimen político que se impone. Un mundo
que se desintegra, otro mundo que emerge y que no es habita-
ble para ese “humanista burgués” que es Márai, un mundo en el
que –como bien dice Lázár, el escritor que circula por las páginas
de La mujer justa64– “la belleza será un insulto y el talento, una
provocación.”

63
Márai, Sándor. Confesiones de un burgués. Barcelona, Salamandra, 2006, 5ª
edición; ¡Tierra, tierra! Barcelona, Salamandra, 2006, 4ª edición.
64
Márai, Sándor. La mujer justa. Barcelona, Salamandra, 2007, 14ª edición.

68
Elogio a la hermandad

De modo singular, estos escritos autobiográficos funcionan


como directrices de la ficción. En ese sentido, a modo de ejem-
plo, podríamos mencionar un episodio, la destrucción total de
una biblioteca de más de seis mil volúmenes, que es narrado
–diríamos– de igual manera en el segundo tomo de memorias
y en la novela arriba mencionada. En el primero, obviamente,
la biblioteca en cuestión es del mismo Sándor, y en la novela
es la biblioteca de Lázár, pero ambos, autor y personaje, gozan
de un paradojal alivio luego de comprobar que las bombas han
arrasado con todo. Como lo hacen notar los testigos de la esce-
na, el extraño placer que los inunda es anómalo, desconcertan-
te… Porque quizá sólo pueda ser comprendido por otro escritor
ya que se reduce a una sola angustia, “la de las influencias”,
que allí, en la visión de la biblioteca literalmente destruida, de
pronto se esfuma. Un aura de encantamiento rodea las ruinas.
Sándor abandona definitivamente Budapest. La lengua húngara
será desde entonces su única patria, y la memoria emotiva, su
brújula.
En el universo-Márai hay un instante en la vida de cada uno,
en que todo acaba por revelársenos, un instante –la más de
las veces trágico– en que comprendemos el sentido de nuestra
existencia, el lugar para el que hemos nacido. Para él, el destino
no es casualidad, tampoco accidente, es el resultado natural de
ciertos acontecimientos encadenados, imprevisibles, cuyo sen-
tido sólo llegamos a comprender en pequeños destellos epifá-
nicos. Su concepción es –digamos– premoderna; más que ac-
tuantes de la gran comedia humana, somos títeres simultáneos
de nuestros deseos, urgencias, decisiones y generalmente sólo
hacia el final de la vida llegamos a asistir a breves minutos
de autoconciencia que nos permiten enunciar nuestra verdad.
Aclaremos que “la verdad”, para Sándor, no tiene que ver con el
sentido común y su dupla engañosa verdad/mentira. La verdad
para este autor se relaciona con esas preguntas que el común
de las personas tarda mucho en formularse pero que más tarde
o más temprano, los sorprende a la vera del camino: ¿Quién
eres? ¿Qué has amado? ¿Qué has deseado? ¿Qué has sabido? ¿A
qué has sido fiel o infiel? ¿Con qué y con quién has sido valiente
o cobarde? Y entonces, cuando se las encuentra –dice Sándor–,
uno ya no puede escapar y se planta, piensa unos minutos y

69
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

responde como puede, con balbuceos, quizá mintiendo, eso –


claro está– poco importa, lo único que importa es que al final,
a esas preguntas, sólo se responde con la vida.
En este aquelarre trágico y monstruoso de la existencia, el
escritor desempeña un papel singular, nada apetecible, que se
resume, según puede apreciarse en sus ficciones y memorias,
en una figura trifronte: es el amigo, el testigo, el juez. Tres mo-
dos de asumir y comprometerse con lo narrable, que definen
–también­– una ética de la escritura. Puesto que ya hemos men-
cionado la novela, veamos qué clase de amistad une a Peter,
uno de los protagonistas de ese triángulo amoroso que es La
mujer justa, y a Lázár, el escritor. Dice la primera mujer de Pe-
ter, en la primera parte del texto, sobre Lázár:

¿Y cuál es el poder que una persona ejerce sobre el alma de otra?


¿Por qué tenía poder sobre el alma de mi marido aquel hombre infeliz,
inquieto, inteligente, temible y a la vez imperfecto y herido? Porque
tenía poder, como descubrí más tarde, un poder peligroso, fatal. Mucho
tiempo después mi marido me dijo que aquel hombre era el “testigo” de
su vida. Trató de explicarme lo que quería decir con eso. Dijo que en la
vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos des-
de jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo posible para esconder
de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que albergamos en
nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe.
Pueden nombrarnos ministros o concedernos el premio Nobel, pero el
testigo tan sólo nos mira y sonríe. ¿Tú crees en ese tipo de cosas?
También me dijo que todo lo que hacía una persona en la vida acababa
haciéndolo para el testigo, para convencerlo, para demostrarle algo. La
carrera y los grandes esfuerzos de la vida personal se hacen ante todo
para el testigo (19).

En todas las novelas de Márai hay grandes parejas de ami-


gos: están Péter y Lázár, Lajos y Laci (en La herencia de Eszter),
el juez y el marido (en Divorcio en Buda65), pero quizá la amis-
tad más ejemplar sea la de Konrád y Henrik sobre la que se
articula la novela El último encuentro. También allí hay uno que
pareciera ejercer el poder sobre el otro, uno fuerte y otro débil,
pero lo significativo es que recién al declinar sus vidas, luego de
65
Márai, Sándor. La herencia de Eszter. Barcelona, Salamandra, 2007, 14ª ed.;
Divorcio en Buda, Barcelona, Salamandra, 2006, 9ª edición.

70
Elogio a la hermandad

que su relación sucumbiera en la traición y el espanto, advier-


ten que durante aquellos años en que vivieron intensamente su
amistad eran, juntos, un bloque perfecto, extrañamente podero-
so. Por supuesto, como en toda pareja amorosa, en la amistad
hay un amante y un amado; en ese sentido, es contundente el
hecho de que el portador de la voz del relato sea, en El último
encuentro,66 Henrik: el que mejor ha sabido amar, el que en su
niñez hubiera deseado ser poeta… La narración de Márai se
vuelve ejemplar, no sólo canta a la amistad de Konrád y Henrik,
sino también a esa relación que unió de una vez y para siempre
las vidas de Henrik y Nini, su ama de leche:

No eran hermanos, ni amantes. Existe algo diferente de todos esos la-


zos, y ellos lo intuían de una manera poco precisa. Existe una especie
de hermandad, más fuerte y más densa que la que une a los gemelos
que salen del mismo útero. La vida había mezclado sus días y sus no-
ches, lo sabían todo del cuerpo del otro, de los sueños del otro (17).

Para Sándor Márai la amistad es sinónimo de hermandad,


es una hazaña, en el sentido más silencioso y definitivo de la
palabra, una hazaña desinteresada hecha de un amor donde no
resuenan las espadas. Es, por supuesto, también una pasión,
pero “una pasión purificada por el corazón humano” –dice Hen-
rik en la soledad de sus bosques–, una pasión que no duele,
que no destruye y que quizá sea “la relación más intensa de la
vida”. Como todas las demás relaciones humanas tiene también
su erotismo, pero “al erotismo de la amistad no le hace falta el
cuerpo… no le es atractivo, resulta incluso inútil. Sin embargo,
no deja de ser erotismo” (98). Para Márai, como para Tolstoi y
Proust, la amistad es la relación más noble que pueda haber
entre los seres humanos, es en el fondo un servicio y por lo tan-
to es también sinónimo de honor. “Al igual que el enamorado
–dice el texto–, el amigo no espera ninguna recompensa por sus
sentimientos. No espera ningún galardón, no idealiza a la per-
sona que ha elegido como amiga, ya que conoce sus defectos y
la acepta así, con todas su consecuencias” (99).
En este sentido, no es casual que una de las parejas más

66
Márai, Sándor. El último encuentro. Barcelona, Salamandra, 2007, 34ª edición.

71
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

perfectas que delinea esta narrativa, aquella que conforman La-


jos y Eszter, sea caracterizada no desde la pasión amorosa, sino
también desde la amistad. Recordemos que, en La herencia de
Eszter, ambos personajes se encuentran también en la madu-
rez, cuando precisamente piensan que no tendrán una segunda
oportunidad: Eszter se ha convertido en una solterona solitaria
que vive con su criada; y Lajos, que ha arrastrado alocadamente
por el mundo los hijos de su anterior matrimonio, que ha dila-
pidado su fortuna y la ajena, que se ha entregado a todos los
placeres de la vida, que ha subyugado tanto por su vitalidad
como por sus mentiras, finalmente va a su encuentro porque
sabe que está unido a ella por una fuerza desconocida e inevi-
table. Dice Lajos:

Yo siempre he sido un hombre débil. Me hubiese gustado hacer algo


en este mundo, y creo que disponía de algún talento para ello. Sin
embargo, la intención y el talento no son suficientes. Ahora ya sé que
no son suficientes. Para la creación hace falta algo más… una fuerza
especial, una disciplina; o las dos cosas juntas. Creo que es a esto a lo
que se suele llamar carácter… Esa capacidad, ese rasgo es lo que me
faltaba a mí. (…) Cuando te conocí no sabía esto con la precisión con
la que te lo estoy contando ahora… no sabía tampoco que tú eres para
mí mi carácter. ¿Lo entiendes? (…) Sin embargo, es sencillo –dijo–. Lo
comprenderás. Tú fuiste… Tú hubieras podido ser para mí lo que me
faltaba: mi carácter. Uno se da cuenta de esas cosas. Una persona que
no tiene carácter o que no tiene un carácter perfecto, es un inválido en
el sentido moral de la palabra (132-133).

Muy en clave platónica, para Márai los seres nacen incom-


pletos: lo que a uno le falta debe encontrarlo en otro. Si ella hu-
biera aportado el carácter y él, el talento, sus vidas no se hubie-
ran desperdiciado en la soledad o el vacío, otra habría sido la
historia. Sin embargo, no es casual que Eszter (pura disciplina,
jueza implacable) sea la narradora… Decíamos con anterioridad
que en este universo la figura del escritor se inviste de una tri-
ple valencia: es el amigo, el testigo, el juez. En este sentido, es
preciso decir que Eszter comparte muchos rasgos de carácter
con Kristóf, el juez protagonista de Divorcio en Buda, aquel que
en la soledad de su despacho estudia los pormenores de una
separación (la de un amigo y una mujer a la que también en su

72
Elogio a la hermandad

juventud pretendió) como si fuera un entomólogo aplicado en


diseccionar insectos. Ambos, Kristóf y Eszter, le han quitado el
cuerpo a la fuerza destructiva de la pasión amorosa, y por eso
encuentran su revancha en el relato.
La escritura que da vida al universo-Márai es contenida, pre-
cisa, exquisita pero sin desbordes; sus narradores se saben so-
brevivientes, un tanto miserables o cobardes, y no lo ocultan…
Ya están de vuelta. Saben que dialogan con sueños o fantasmas,
que habitan una patria hecha de lenguaje y de memoria, y es
claro que allí sólo ha de surgir la palabra urgente, verdadera,
necesaria, imperiosa.
Es cierto, Sándor Márai es un hombre de otro tiempo. Pero
su universo literario irrumpe en el horizonte aséptico de las
letras vacuas de hoy con una fuerza que apabulla y desconcier-
ta. Y sabemos –la historia lo afirma– que cuando eso pasa, el
tiempo y la cultura pierden su pátina de fatalidad inmutable y
se convierten, otra vez, en un asunto enteramente humano.

73
Segunda parte:
Sangres
Prosa de Estado y estados de la prosa

Gauchos matreros, compadritos, cuchilleros, bravucones, bi-


bliófilos impenitentes, petardistas mesiánicos o falsificadores,
enciclopedistas, egocidas y plagiarios conforman la trama in-
discernible de notables precursores que hacen a nuestro pan-
teón nacional. Lejos de la ataraxia o la servil complacencia, el
conflicto y la disputa parecen ser parte activa de la novela de
aprendizaje que cada Autor argentino “debe” reescribir en nom-
bre propio, en su oportuno momento, y luego mantener hasta la
muerte. Con todo, es curioso observar cómo opera en Argentina
el no tan discreto engranaje de legitimaciones que conforman
aquello que damos en llamar “Literatura” y la menguada rea-
lidad corporal de sus protagonistas. Sólo pensemos en Saer o
Cortázar paseando sus días por los Jardines de Luxemburgo
–a miles de kilómetros de la apoteótica Buenos Aires–, en un
Aira atrincherado en su departamento de Flores, en un Puig
que bebe cachaça en su limbo foráneo de celuloide o –para no
abundar en listas– en un Piglia que en regulares semestres se
perdía en la Universidad de Princeton.
Ya desde las primeras páginas de la historia literaria argen-
tina, la ficción de autor –digamos: la mitología autoral– irrum-
pe como evidencia del “origen de las especies” puesto que su
primer antepasado, “la” figura referencial por excelencia para
cualquier escritor argentino, es precisamente un personaje lite-
rario: el payador Martín Fierro. Origen problemático si lo hay, la
filiación gauchesca remite –al menos– a una triple conflictiva no
menor al observar su actualización en cada binomio vida/obra:
una bien evidente con la Ley (el gaucho es –como se sabe– un
outsider); la segunda remite también al género “payada” e ins-
taura no sólo el enfrentamiento al Poder establecido sino tam-
bién la provocación a los pares; y la tercera conflictiva, quizá la
más compleja, se observa cuando se advierte que en la memoria
colectiva ha quedado plasmado el personaje (Martín Fierro) en
acople directo sobre el escritor real ( José Hernández).

77
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

La polémica y el mapa

En el año 2005 una revista literaria argentina de distribución


masiva se hizo eco de dilatorias polémicas en torno al tema
literatura y mercado a partir de la publicación de dos ensayos:
Literatura de izquierda, de Damián Tabarovsky, y Un ejercicio
de esgrima, de Guillermo Martínez. Las aguas se dividieron y
todo joven narrador que buscara su momento de gloria o su
rincón de pertenencia se sumó a decir lo suyo sin que el suceso
pasara de lo meramente anecdótico. Fuera de todo lo previsto,
en el otoño de 2006, Marcelo Cohen –quien, valga decir, ya
es en Argentina desde hace unos años un escritor ciertamente
consolidado– publicó en la revista que dirige junto a Graciela
Speranza un artículo de una audacia increíble, “Prosa de Estado
y estados de la prosa”,1 en el que proponía correr el eje de la
discusión y abundar, a la vieja usanza, en un examen estilístico
más pormenorizado de las obras.
No sorprende ni el rigor y ni la honestidad con que Cohen
se lanza a leer la producción literaria más reciente. Lo que sí
sorprende –en extremo– es su capacidad para ordenar una rea-
lidad que hasta el momento parecía caótica a partir del trazado
de algunas coordenadas de fácil entrada, sin caer en la dema-
gogia ni en la piadosa fantochada. Vale la pena, pues, glosarlo.
Como primera instancia, Cohen aclara que llama “prosa de
Estado” al compuesto que cuenta las versiones prevalecientes
de la realidad de un país (incluidos los sueños, las fantasías y
la memoria), el cual excede a todo aparato estatal e instituye un
Supraestado: la prosa de estado plasma los valores de la mente
pequeñoburguesa (avance, posesión, distinción y a la vez per-
manencia); es enloquecedora, mantiene vivo el deseo de mer-
cancía y fomenta la persecución de metas contradictorias; es un
dispositivo de control poderosísimo, una máquina estampadora
de sentencias en lomos humanos. “En la Argentina de hoy –dice
Cohen– hay diferentes narrativas deliberadamente mal escritas,
antiartísticas, se agrupan en una infraliteratura que enarbola
un linaje local y universal.” Esta infraliteratura parte de la con-

1
Cohen, Marcelo. “Estados de la prosa” en: Otra parte. Revista de letras y artes.
Buenos Aires, Nro.8, Otoño 2006.

78
Prosa de Estado y estados de la prosa

vicción de que una sintaxis brusca y lisiada puede ser sincera, y


una frase bien construida un mero disfraz, que disciplina argu-
mental o sentido son trampas capitales.

Pero, aunque por su carácter destructivo debería ser impasible y al-


tiva, a menudo se encuentra en un brete. Por un lado quiere hablar
en nombre propio, escapar de la uniformidad y la chatura; por otro,
contra la belleza normativa, representa los usos vulgares que colectivos
relegados o sectarios hacen de la lengua: travestis, como en Alejandro
López; mundo atorrante y bailantero, como en Washington Cucurto;
chabonería barrial de rock y fútbol, como en Fabián Casas.

Dado que no se ataca una literatura –continúa Cohen– sin


atacar toda la literatura posible, la escritura plebeya y procaz de
novelas como Keres coger – Guan tu fak, de López, o Las aven-
turas del Sr. Maíz, de Cucurto, dan la sensación de compartir
involuntariamente el asco por la palabra adecuada y hasta el
desconocimiento de la normativa que infringen. “No olvidemos
–concluye el autor de El país de la dama eléctrica– que en el
parlamento global de la prosa de Estado relucen la cursilería, la
agresión, la guarangada y el error, y hasta palabras tiernas como
‘tolerancia’ y ‘contención’ se lanzan como gargajos”.
Al otro extremo del mapa, Cohen ubica a la hiperliteratu-
ra, a los escritores que exacerban la escritura mediante tropos,
relativas y cláusulas prolongadas, que creen que simplemente
escribir “bien” es envenenarse, que –contra la demencia lógica
de la prosa de Estado– enloquecen a la narración en sí misma.
En la Argentina –apunta– hiperescribir fue la insubordinación
estética de Saer; ahora es la de Pauls y, se diría, la de Chejfec.
Pero, “con los muy diversos modos que han desarrollado los hi-
perescritores (Becerra, Kohan, Gamerro, Caravario, Serra, Con-
siglio) para sacar a la literatura de sus casillas el peligro es otro:
puede suceder –dice Cohen– que la sobreabundancia, en vez de
expandir paulatinamente la visión, de ser vehículo para buscar
con cada añadido un nuevo enfoque, dilate una vaguedad de la
visión o disfrace una inseguridad, algo que un escritor de voca-
ción no tiene por qué disfrazar.”
Entre ambos extremos, y ya finalizando, ubica entonces a
la paraliteratura –en donde prefiere, puesto que la lista sería

79
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

interminable, no dar nombres–. La paraliteratura es el imperio


arquitectónico de la economía acumulativa, cumple su destino
de reducirlo todo a contenido sin reparar en que escribir tam-
bién es morir un poco.

En todo esto –concluye Marcelo Cohen– ronda la cuestión del fin de


la literatura. Por un lado, es evidente que en grandes dominios de la
prosa de Estado ya está acorralada, y que sus defensores más reveren-
ciados son muy dudosos. Y si el peligro es real, nadie querría que la
propaganda estética de la mala escritura precipitase una desgracia, ¿no?
No. Claro que no. “Escribir mal” no es una maniobra de arrasamiento
sino la imitación de un gesto repetido en la literatura moderna. El es-
critor infraliterario se inspira en determinadas ideas y gestos pasados;
y, como sabe que no existe escritor sin padres, suponemos que también
le importa procrear. No obstante hay que discriminar inspiraciones.
La mala escritura de Aira, inspirada en fuentes tan diversas como Arlt,
Rimbaud y Roussel, pero templada en Chateaubriand, anega preceptos
elementales de la novela en una continuidad irrefrenable.

Así, el cambalache de Aira, o la prosa renga, interjectiva y


mugrienta de Zelarayán distan mucho –según Cohen– de las
malas escrituras actuales que, reivindicando el puro gesto revul-
sivo, esconden, en cambio, una lamentable escasez de recursos.
Los griegos llamaban basanós a la piedra de toque donde se
debían frotar los metales para verificar su autenticidad. Por esa
razón Sócrates era llamado así, porque contra su palabra se fro-
taba la de los interlocutores y se evidenciaba su valía. Disputar.
Friccionar. Polemizar. Supongo que de eso se trata.

Música Cohen

La escritura de Marcelo Cohen no es divertida, no es simpáti-


ca, tampoco es amable. No es funcional a una ideología de épo-
ca ni mucho menos a los imperativos del mercado. Se resiste
con endereza a cualquier tipo de domesticación paralizante (sea
por parte del aparato editorial, del aparato crítico, etc.) y esto
es, quizá, lo que le ha permitido desde hace casi tres décadas ir
ganando, día a día, lectores cada vez más fieles.
La literatura de Cohen es deliberadamente filosófica, razona-

80
Prosa de Estado y estados de la prosa

da y a la vez arborescente; confía demasiado en la inteligencia


o la perseverancia de un lector que no siempre tiene. Luego de
haber publicado cantidad de novelas y otros tantos libros de
relatos,2 sus seguidores saben que más allá del balance final que
arroje cada uno de sus nuevos desafíos, hay ciertas constantes
que definen el “estilo Cohen”: un prodigioso caudal inventivo
capaz de crear mundos integrales, alternativos; una exploración
minuciosamente poética de los límites de la propia lengua; y una
clara conciencia ética y moral del protagonismo del relato en la
vida del hombre en sociedad.
Algunas lecturas críticas han mencionado a Ballard o a Phi-
lip Dick como los principales escritores que han gravitado so-
bre esta obra. Advierto, en cambio, la incuestionable presencia
de Franz Kafka (El castillo) y Bruno Schulz (Las tiendas color
canela, Sanatorio bajo la clepsidra), quizá de George Orwell
(1984), y de manera mucho más lateral pero no por eso menos
tangible, de Borges.
Con urgencia, diría que el gran tema de Cohen es el Poder:
el modo en que las ideas con alguna fuerza de cambio terminan
integrándose en el discurso del poder, el modo en que el poder
se perpetúa a través de sus relatos, el modo en que los sujetos
colaboran o se resisten en esa perpetuación... Si bien una lec-
tura minuciosa podría reponer el diálogo que establecen estas
ficciones con cierta batería filosófica de época, quizá su gran
mérito es que, empleadas como hipótesis, como construcciones
fantásticas improbables, permiten siempre al lector arribar a
una ilusión de conocimiento mucho más auténtica y mucho más
“verdadera” que cualquier relato realista o incluso cualquier fi-
losofía, puesto que esgrimen el paradigma “saber-discurso-po-
der” como la misma condición de posibilidad del texto.
Por otro lado, asistimos a una obra sesgada por un afán

2
Para el caso, ver de Marcelo Cohen: relatos: El instrumento más caro de la
tierra (Montesinos, 1982); El buitre en invierno (Montesinos, 1984); El fin de
lo mismo (Anaya & Mario Muchnik, 1992); Hombres amables (Norma, 1998);
Los acuáticos (Norma, 2001). Novelas: El país de la dama eléctrica (Bruguera,
1984); Insomnio (1985, Paradiso, 1995); El sitio de Kelany (Ada Korn, 1987); El
oído absoluto (1989, Norma, 1997); El testamento de O´Jaral (Anaya & Mario
Muchnik, 1995); Inolvidables veladas (Minotauro, 1996); Donde yo no estaba
(Norma, 2006). Ensayo: ¡Realmente fantástico! (Norma, 2003).

81
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

correctivo exigente hasta la exasperación. Se trata de una escritu-


ra que permanentemente busca la palabra justa, el término más
apropiado que –valga decir– generalmente encuentra, y que si
no lo encuentra es felizmente capaz de inventar. Hay un afán
correctivo, y a su vez, un afán de completamiento dado siempre
en el texto por venir: un personaje quizá apenas bosquejado en
una novela o un relato suele ser el pilar de la ficción subsiguiente,
ofreciendo así –como en el relato “Usos de las generaciones” (Los
acuáticos)– un nuevo ángulo desde dónde aprehender el polie-
dro social. Si en Inolvidables veladas –por ejemplo– el consorcio
Senthuria dominaba el destino de Golo, el protagonista, a través
del enigmático George La Mente; luego, Hombres amables se ar-
ticulará sobre esta suerte de gurú sin liturgia que trabaja para
los intereses del consorcio. Como la Yoknapatawpha de William
Faulkner o “la zona” de Saer, Cohen se apropia de este recurso
típicamente balzaciano para crear un paisaje, un tiempo y una ga-
lería de personajes a través de coordenadas fantásticas singulares.
Ante todo, debemos recordar que la fuga hacia el fantástico
le permitió al “comienzo” de su proyecto literario (el cual –qui-
zá– habría que fijar en los relatos de El buitre en invierno y en
la novela El país de la dama eléctrica, publicados ambos en
1984) resolver la tensión en la que se encuentra todo escritor en
el exilio. ¿En qué lengua escribir? ¿Con qué giros hacer hablar a
los personajes? ¿Cómo extrañarse del argot y a la vez recuperar
la lengua materna? Saer, o incluso Wilcock, lo plantearon como
un dilema cuya resolución significó posicionamientos diversos.
A Cohen, exiliado veinte años en España, el mismo problema
se le presentó de manera mucho más velada pero, a su vez,
le exigió una resolución aun más compleja: la creación total
de un mundo (es decir: esa exasperante búsqueda selectiva de
palabras capaces de referir realidades escurridizas que tuvieran
a la vez un pie en ambos continentes, conlleva también a la in-
vención de realidades alternativas potencialmente dispuestas a
despabilar universos extenuados –de aquí o de allá–).
Hay un regusto a epopeya que rezuma de estas ficciones,
una suerte de “epopeya del yo” que se dirime por zanjar esa
radical escisión instaurada desde la Modernidad en el sujeto.
A partir de los requechos y de los despojos, de la libertad que
supone asumir el último y más recalcitrante grado de derro-

82
Prosa de Estado y estados de la prosa

ta, sus personajes, los héroes de Cohen, intentan siempre dar


un salto imaginativo que permita saldar esa brecha insondable
que implica pensarse como “otro”; generalmente, son sujetos
que abrazan la percepción y la experiencia (impiadosa, abyecta,
degradada) intentando encontrar un conocimiento completo y
vivencial sobre el mundo y sobre sí mismos. Acaso los protago-
nistas de El testamento de O’Jaral y de “La ilusión monarca” (El
fin de lo mismo) sean los que asuman esa búsqueda de manera
más extrema. Si en este sentido, altamente experiencial, Cohen
parece alejarse con premura del sujeto borgeano, el saber –o la
ficción de saber– que suele definir a sus personajes, los acerca
–sin embargo– otra vez a esa matriz.
Uno de los rasgos característicos de esta poética es que está
atravesada por cierto conocimiento musical. Son muy pocos los
textos de Cohen en donde la música no aparece de una manera
o de otra, ya sea para definir a los personajes y sus problemáti-
cas, para describir el funcionamiento tribal de una sociedad hi-
permodernizada, ya sea para polemizar con la tradición o para
alegorizar la traducción, la literatura, etc. La música no sólo
funciona como modelo explicativo sino que también le permite
a Cohen (sin ser catalogado de romántico o idealista) dar cuenta
de ese algo más, cercano a la experiencia mística, que supone el
hecho artístico. Ni parapetada en la poesía, la banalidad posmo-
derna ha permitido mencionar –siquiera de lejos– la posibilidad
de esa experiencia; plantearla, en cambio, en términos musica-
les ofrece a las claras suficientes beneficios. Y es por esto, quizá
también, que El país de la dama eléctrica funciona como mojón
primordial desde el cual se articula esta obra, puesto que allí
se plantea y resuelve, a través del binomio música/poesía, ese
furor refigurador de realidades y percepciones al que en deter-
minadas ocasiones puede arribar el arte.
En la novela El oído absoluto se expresa con claridad la envi-
dia inevitable que esta obra alberga hacia la música. Así, la con-
fesión de Lotario a su hija Clarisa Wald, en la que describe un
cuarteto de Beethoven, es no sólo una condensación dramática
de los principios sobre los que se asienta esta literatura (en lo
que atañe al concepto de arte, escritura y belleza) sino además,
una declaración de fe: frente a los estribillos pegadizos y sen-
sibleros que aturden la ciudad de Lorelei, la verdadera música,

83
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

a la que aspira la escritura de Cohen, es “un paseo larguísimo


por la disolución o por la muerte” del que se arriba, casi siem-
pre, “más sabio y más templado”. Es –precisamente– esta misma
experiencia hechizada de completa disolución la que embarga
a O’Jaral (en la novela homónima) mientras lee Donde yo no
estaba de un tal Alexis Rabastain, un comerciante de lencería
que consigna “con gracia escrupulosa” durante veinte años en
su diario su ardiente deseo de no ser nada.
En Donde yo no estaba Cohen retoma el título y las aspira-
ciones de aquel viejo personaje pero –sin solución de continui-
dad– ahora decide llamarlo Aliano D’Evanderey. El hombre se
desplaza, se resiste, no ofrece modelos explicativos, no tran-
quiliza conciencias. Justo cuando el lector supone que lo ha
atrapado y se aviene a bailar en su jactancia, comprende que el
autor ya está en otro lado…
Quien haya emprendido la lectura de cualquier texto de
Cohen acordará conmigo en que a poco de empezar uno suele
arrepentirse. Es una obra que no tolera las medias tintas: exige
la total entrega del lector, el olvido de sí (del fin, de la meta,
de la propia realidad), o la radical denegación. De ninguna de
esas opciones se puede salir indemne. Se la elige o no, y en esa
decisión el lector se juega –nada menos– uno de sus innume-
rables rostros.
Históricamente, desde la generación del grupo Contorno en
adelante, puede observarse una línea hegemónica en la crítica
literaria vernácula que ha privilegiado el estudio de aquellas
poéticas vinculadas al Realismo, desvalorizando lo “fantástico”
por considerarlo como lúdico, de evasión, o escapista. Cortázar
nos enseñó a leer a Borges pero no pudo, ni con sus ensayos ni
con sus ficciones, desmontar esa certeza. El “fantástico social”
de Marcelo Cohen (como él mismo lo ha denominado, pero
que también prefiere llamar “fantasía cómica”), sus paisajes in-
sulares que son al mismo tiempo futuristas y decadentes, sus
personajes en vigilia constante que sobreviven a los residuos
del consumo y los despojos del deseo sólo gracias a su afán
conspirativo, demuestra con premura que la imaginación puede
establecer vínculos con la realidad acaso más sutiles, pero quizá
también –por eso mismo– mucho más comprometidos.

84
El manifiesto y la polémica

Carta abierta publicada en Facebook el 5 de julio de 2013

Me ha sorprendido, molestado y dolido la crónica “Mis es-


trictos contemporáneos”3 de Jorge Carrión. No tanto por la can-
tidad de errores e imprecisiones que contiene, sino por la evi-
dente mala fe que campea en todas sus páginas. Como hasta el
momento –que yo sepa– el señor Carrión no se ha rectificado
públicamente y me ha hecho el flaco favor de inmiscuirme en
sus victimizadas imprecaciones (en mi carácter de colaboradora
de la revista Quimera entre los años 2006-2009, y de compi-
ladora, junto a  Matías Néspolo,  de la antología La erótica del
relato. Escritores de la nueva literatura argentina4), procedo a
continuación a hacer mi descargo.
Carrión no se priva de mencionar con nombre y apellido a
todo “personaje” que considera descollante del escenario cul-
tural transatlántico de los últimos años, cuenta intimidades (“a
solas, como hacemos siempre que voy a Buenos Aires, Beatriz
Sarlo y yo nos citamos en un viejo restaurante porteño”, 444),
se jacta con desparpajo de su “éxito” (“Los trailers que de mi
novela Los muertos hizo el videoartista Sergio Espín provocaron
una pequeña conmoción en el mundo cultural español”, 443),
ostenta su amplio abanico de influencias y poder (“Alguien de
Duomo Ediciones, del equipo de Granta en español, me escri-
bió a finales de marzo de 2010 para preguntarme por qué no
me había presentado a la convocatoria para el número 11, que
llevaría por título Los mejores narradores jóvenes en español”,
445), a todo fin de:

1) Adjudicarse la propiedad intelectual de la pólvora (léase: “co-


municación entre las culturas” o la “teoría del puente”). 

3
Carrión, Jorge. “Mis estrictos contemporáneos” en: Gallego Cuiñas, Ana (ed).
Entre la Argentina y España. El espacio transatlántico de la narrativa actual.
Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2012.
4
Néspolo, J. y M. Néspolo (comps.). La erótica del relato. Escritores de la nueva
literatura argentina. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.

85
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

2) Colocarse en un lugar de victimizada inocencia frente a sus


“estrictos contemporáneos” (“Está claro que mi proyecto de
crear una red abierta de jóvenes autores hispanoamericanos ha-
bía fracasado. Con suerte, iría creciendo la red, en direcciones
inesperadas. Pero cada vez éramos menos jóvenes y, sobretodo,
cada vez pesan más las decepciones”, 444).

Mi molestia, frente al estatuto discursivo que asume el señor


Carrión en estas páginas, se debe a que he sido testigo de al
menos dos ocasiones en las que él mismo ha abortado la posi-
bilidad de crear fluidos vínculos de comunicación intercultural
e intergeneracional en Hispanoamérica, episodios que –curio-
samente– no menciona en su crónica. El primer “aborto” fue en
febrero de 2009, cuando luego de haber coordinado juntos el
dossier “Pervivencias del Surrealismo”,5 manifestó su negativa
a mi pedido de entrar al Consejo Directivo de Quimera –mi
intención en aquel entonces era precisamente colaborar en ese
intercambio–.
 El segundo “aborto” acaeció a fines de 2012. Luego de haber
publicado un artículo suyo en el número de la revista Boca de
Sapo dedicado al tema “Piraterías” (agosto), lo invité a formar
parte del Consejo. Contradiciendo el ideario que tan ferviente-
mente postula en dicha crónica, el señor Carrión no aceptó la
invitación y lo hizo en un e-mail con copia a todos los integran-
tes de la revista.
 Por último, antes de finalizar mi descargo, quiero manifestar
que me sorprende, me molesta y me duele que asuma en tal
crónica un falso heroísmo, afirmando haber publicado textos
míos y de mi hermano, vinculados al colectivo “Los Heraldos”,
que mencione y hable públicamente de esos textos, cuando en
rigor de verdad nunca jamás fueron publicados en la revista
Quimera.
 

5
Ver de la tercera parte del presente libro el capítulo “Surrealismo e imagina-
ción erótica”.

86
El manifiesto y la polémica

Colaboración inédita (entregada a Quimera a


mediados de 2007)

Título: El manifiesto y la polémica


Copete: A continuación se reproduce la cocina del texto y
el ajetreado debate que se sucedió durante su génesis en enero
de 2007 entre los escritores Andrés Neuman y Matías Néspolo.
Edición de Jimena Néspolo6

Querido Matías: Como principio, sabes que no les temo a


los manifiestos ni a sus apuestas, y que incluso he redactado
y/o firmado alguno. Ahora bien, en el caso concreto del estado
de este manifiesto, tengo bastantes dudas con  algunas de sus
formulaciones. Tal como está ahora, desde mi punto de vis-
ta, quizá necesitaría algunas matizaciones y correcciones signi-
ficativas. Un texto de esta naturaleza, además (al tener vocación
polemista y discutidora) precisa  ser muy congruente, afinado
y redondo, para ser capaz de refutar o combatir de antemano
determinadas críticas que ahora mismo, a mi entender, podrían
hacérsele. Como no se me ocurre otra manera más práctica,
dejo anotado el texto en negrita y van luego mis comentarios.
A propósito: me siento muy de acuerdo con el artículo de
la revista Quimera sobre Antonio Di Benedetto. Algunas de las
observaciones de Jimena me parecen tan oportunas y necesa-
rias, que no sería mala idea transcribir algunas de sus líneas
en el manifiesto; por ejemplo: “el vasto abanico de tradiciones

6
Como ejemplo, se reproduce a continuación el texto entregado a la redacción
de Quimera con la anuencia de los que participaron en el debate. El debate se
dio por e-mails cruzados entre los escritores que se detallan a continuación y
tuvo como voces más destacadas las de Andrés Neuman y Matías Néspolo: Selva
Almada, Oliverio Coelho, Marcelo Damiani, Marisa do Brito Barrote, Claudia
Feld, Fernanda García Curten, Jorge Hardmeier, Federico Levín, Pablo Manzano,
Jimena Néspolo, Matías Néspolo, Andrés Neuman, Patricio Pron, Ramiro Quin-
tana, Ricardo Romero, Hernán Ronsino, Diego Vecchio, Alejandra Zina. Luego
de que el debate se diera por cerrado y se introdujeran algunas modificaciones,
Selva Almada, Fernanda García Curten, Alejandra Zina y Ramiro Quintana hi-
cieron público su deseo de no participar en la antología sin haber manifestado
antes ninguna discrepancia con el proyecto. Finalmente, Andrés Neuman tam-
poco participó de la publicación La erótica del relato. Escritores de la nueva
literatura argentina, ob. cit.

87
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

que, singularmente, define la riqueza y vitalidad de la literatura


argentina actual, pareciera que sólo puede darse cita –sin neu-
tralizar ningún conflicto– en un común sentimiento de época
definido por la experiencia vital de sus protagonistas: la Or-
fandad. El desarraigo. La ausencia de modelos paternos legi-
timadores. O quizá, para ser más gráficos: una anacrónica y
prematura vejez (…) Sin patetismos, reconocer en la literatura
actual la presencia de una nota grave y madura que se empeña
en recordar –como simple petición de principios– que somos
hijos, directa o indirectamente, de una historia truncada por la
más aberrante violencia”.7 En cuanto al título del manifiesto, La
erótica del relato no me parece mal. Aunque tengo la sensación
de que este texto también habla de una ética: la ética de contar,
narrar como una ética de base. ¿Me equivoco? Si es así, propon-
go algo parecido a “Ética y erótica del relato” o “Narrar: ética y
erótica”. (Al leer el artículo de Quimera, además, el componente
ético se me hace más claro.) En cuanto a “Los heraldos”, temo
que el nombre pueda sonar algo mesiánico: como si fuéramos
“portavoces elegidos” o algo así… ¿No preferimos combatir la
fatuidad y todo eso?

Querido Andrés: Antes que nada, celebro tu compromiso,


sinceridad y agudeza. Leés muy bien. Incluso quizá demasia-
do bien en algunos pasajes (me explico, abajo tuyo, en cada
caso particular). Es exactamente ahora cuando hay que plan-
tear todas las dudas y discrepancias. Y estoy completamente de
acuerdo con vos en que un texto de esta naturaleza debe salir
“afinado y redondo”, entre otras cosas, para atajar los golpes de
antemano o para que duelan menos. Porque van a llegar, de eso
no cabe duda. Y por eso mismo tenemos que ser conscientes
de que si jugamos con fuego, vamos a salir escaldados, por más

7
Se refiere al artículo de Jimena Néspolo, “Antonio Di Benedetto: Heraldo de
la Nueva Literatura Argentina”, publicado en Quimera, Nro. 275, Barcelona,
octubre de 2006. En el mismo se glosan algunas de las ideas desarrolladas en
el ensayo Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di
Benedetto (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004) y se informa de las actividades
que habrían de desarrollarse en la Semana de Homenaje a Antonio Di Bene-
detto, organizada de manera conjunta entre la Casa de la Provincia de Mendoza
y el Instituto de Literatura Hispanoamericana, en octubre de 2006.

88
El manifiesto y la polémica

parches de amianto y precauciones que le pongamos al asunto.


Pero cuidado que de la chamusquina, si jugamos bien y resisti-
mos, podemos salir ganando.
No creo que sea conveniente mechar aquí una cita del artícu-
lo de Jimena, bien argumentada y contenida, aunque este texto
comparta su espíritu. ¿Por qué? Porque este no es el momento
de argumentar, sino de plantar bandera. De eso ya va a haber
tiempo, si el texto cumple bien su cometido: provocar. Y para
eso hay que jugar fuerte. De ahí que el tono sea primordial. Si
damos demasiadas explicaciones y lo trocamos en un seudoen-
sayo, lo echamos a perder. Así y todo, si mis réplicas no te satis-
facen en cada caso puntual, te invito a que metas la cuchara en
cuantas matizaciones y correcciones creas convenientes.
Me rehúso a llamarlo manifiesto, pero en fin… cumple esa
función, así que da lo mismo. Pero no es necesario que lo firmés
ni que adscribas cien por cien a su contenido (aclaración váli-
da para los demás heraldos también). Porque puede ir firmado
por un simple Los editores o lo firmaríamos a cuatro manos con
Jimena, como habíamos pensado en un principio. Sí tenés que
tener en cuenta –tanto vos como los demás autores– que al par-
ticipar en la antología lo estás convalidando y te identificás, en
líneas generales con su espíritu.
Sigamos. Tenés razón con la cierta connotación mesiánica
que ves en el nombre “Los heraldos”. Pero creo que con el epí-
grafe de Los heraldos negros de César Vallejo con el que se
abre el libro el asunto se desambigua. Además –te soy sincero–
el nombre me gusta, tiene fuerza. Y que provenga del primer
poema del primer poemario que publicó el peruano es harto
significativo. Conserva además un fondo refractario que juega a
nuestro favor. Alguien podrá decir: “¿mensajeros de quién son
estos tipos?” o “¿cuál es la noticia que traen?” (interrogantes que
nos dan mucha cancha). Con respecto al título de este texto
creo que no debemos ser demasiado explícitos. Sucede como
con el título de un cuento: si dice mucho, no sirve; y si es dema-
siado brillante, tampoco, porque se olvida pronto. Claro que “La
erótica del relato”, tal y como la planteamos, supone una ética
de la narración. Obvio. Pero mentar la ética aquí sería nefasto.
Ahí sí que pasaríamos por heraldos mesiánicos o “portavoces
elegidos” que venimos a dictar una deontología de moral narra-

89
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tiva. Incluso diría más, “La erótica…” así planteada supone una
política de la escritura. Este texto marca un posicionamiento
muy claro, más ideológico que estético. Posicionamiento común
que nos define, ya que nuestras poéticas narrativas difieren un
trecho. Y está bien que así sea. Pero bueno, dejemos la ética y
la política para los futuros críticos y no compliquemos más el
asunto. Propongo que tiremos con la erótica que es mucho más
agradecida. Manos a la obra.

MANIFIESTO ANOTADO

“Las palabras se tocan...”


A.N.: ¿Entre sí? Ya sé que no es ese el sentido, sino el de que
resultan palpables, pero a mí no me queda claro…
M.N.: Entre sí, por supuesto. Las palabras se tocan en sen-
tido lato. Me gusta pensar al lenguaje no como el frío sistema
saussureano, sino como una orgía perpetua de pequeños seres
lúbricos. Uno puede contemplar la fiesta como un voyeur o par-
ticipar en ella hasta donde se atreva o le dé el cuerpo –porque
todo goce implica sus riesgos–. Que las palabras además son
objetos palpables es obvio. Dejamos la ambigüedad para facili-
tar el pasaje de los objetos palpables a los juguetes eróticos de
los que practican la narrativa como variante del culto a Onán.
Pero si pillás este sentido antes que el literal, mal vamos.

“…es un hecho. Son puro roce. Movimiento. Lascivas mone-


das de cambio entre los cuerpos en el comercio del mundo.
Son erecciones de la lengua, latigazos de la mirada.”
A.N.: Me parece difícil que las escritoras se sientan identifi-
cadas con semejante metáfora. ¿Por qué no buscar una imagen
más abarcadora y unisex? Mucho más si defendemos una “eró-
tica” del relato. Pienso que ese erotismo no debería evocar un
genital concreto, sino más bien una actitud.
M.N: La historia de esta imagen es bastante larga. Original-
mente era: “Son erecciones de la lengua, eyaculaciones de la
mirada.” Un quiasmo que surge de aquello de Lacán de “la mi-
rada es la erección del ojo”, que juega con los dos sentidos de
lengua –órgano y sistema lingüístico–. Fue justamente el aporte

90
El manifiesto y la polémica

femenino el que reemplazó las eyaculaciones por los latigazos,


creo que de manera acertada en cuanto a elegancia y eufonía,
aun haciendo caso omiso a que las vaginas también eyaculan.
Sinceramente no creo que la sensibilidad de las escritoras sufra
mella porque el único órgano –erótico o fonador, da lo mismo–
referido es el lingual. El cual tengo entendido que es unisex. Y
si por erecciones hablamos, también se erectan clítoris, pezo-
nes, pelos y púas. Pero bueno, la cuestión queda abierta. Que
opinen ellas…
A.N.: De todas formas, tras releerlo varias veces, no puedo
evitar reafirmarme en que el pasaje de la erección y lo que le
sigue es cancheramente masculino. No es que pretenda apelar
a la corrección política. Sencillamente para mí esas metáforas
son parciales, tienden a masculinizar el imaginario y alejan la
sugerencia de una excitación más general. Decía Pablo Manza-
no que, por más precauciones que tomemos, siempre habrá al-
guien que nos acuse de exhibición viril. Bueno, es que a mí ese
pasaje efectivamente me suena así. No lo digo por las platafor-
mas feministas, lo digo por mí mismo. Querido Matías y lascivos
amigos: me hago cargo de que “penetrar”, “meterla” o “encular”
es un acto sexual que puede implicar a hombres y mujeres.
Pero, en todos esos casos, la connotación activa le pertenece al
hombre. Entonces, ¿por qué demonios la relación entre escrito-
res y palabras va a ser de penetración? En esa metáfora coital,
las escritoras simbólicamente nunca podrían “ensartar” a nin-
guna palabra. Y creo que ya hemos tenido suficiente de musas
atravesadas por el poeta y de “poesía eres tú”. Por lo demás,
existen palabras y metáforas menos marcadas genéricamente…
M.N.: Pero entonces, más razón para que la última palabra
no la tengas ni vos ni yo, sino ellas…

“Resbalan, golpean, se incrustan en la carne como la hoja


de un cuchillo.”
A.N.: Una cosa es que seamos los hijos de una historia de
violencia, y otra cosa es reivindicar esa violencia con aparente
entusiasmo o como mecanismo sensual… (lo primero me pare-
ce completamente cierto). En fin, no estoy seguro de que hagan
falta golpes, látigos y cuchillos para sonar elocuentes, ni que
sea una virtud parecerse a un arma blanca. Estoy completamen-

91
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

te de acuerdo con resultar carnal y palpable, lo cual no equivale


a sonar tradicionalmente viril y violento…
M.N.: Aquí me parece que hacés algunas inferencias más allá
del texto. De una descripción de un estado de cosas suponés
una reivindicación de la violencia y encima como mecanismo de
seducción. Pero queramos o no la violencia habita el lenguaje. Y
después de Austin ya sabemos de los que son capaces las pala-
bras. Pasarlo por alto sería una ingenuidad. En cuanto a la elo-
cuencia, sí me parece que es en este contexto muy necesaria.
Violenta no creo que sea, puede que apele a cierta virilidad, aun-
que yo preferiría llamarlo vigor. El vigor que define una actitud
combativa frente a un estado de la prosa y el vigor que marca
la nota distintiva en la manera de asumir la literatura, propia o
ajena. Vigor que –está de más decirlo– no tiene por qué ser ne-
cesariamente masculino, ni mucho menos (pienso en el relato de
Claudia Feld –por ejemplo–). Y en cuanto a las virtudes del arma
blanca, si de “nuevos narradores argentinos” estamos hablando,
me parece un tema capital. El facón –lo hayamos o no trocado en
pluma– nos define tanto como la provocación del gaucho payador
–provocación de larga tradición en cuya dinámica este texto entra
sin ambages, por supuesto–. Aquí se podría argumentar mucho,
pero sería tedioso. Y la cuestión me supera. Te remito a otro texto
de mi hermana, que argumenta esto mucho mejor, a propósito de
Marcelo Cohen. Creo que salió en la Quimera de enero.8

“Pero hay muchos –urge decirlo– que sólo se acarician con


ellas. Porque estamos hartos del onanismo verbal, preferi-
mos arrancarles los rizos y el tutú resplandeciente para en-
sartarlas en ristre.”
A.N.: ¿Entonces las palabras tienen una esencia femenina, y
nosotros –“los” escritores– queremos penetrarlas ansiosamente?
No te hablo de ser políticamente correctos: es que, como hom-
bre posfeminista, no consigo identificarme con esa visualiza-
ción. Y muchas mujeres escritoras quizá tampoco.

8
Se refiere al artículo de Jimena Néspolo, “Polémicas literarias: Marcelo Cohen
y su análisis de los estados de la prosa argentina” (publicado en Quimera,
Nro.278, enero de 2007) reproducido en el presente volumen en el capítulo
“Prosa de Estado y estados de la prosa” (Segunda parte).

92
El manifiesto y la polémica

M.N.: Aquí llegamos al meollo del asunto y por eso respondo


con absoluta sinceridad. La imagen es fuerte, de acuerdo. Lo
que puedo decir al respecto es que la figura funciona. Provoca.
Y sí, en castellano, el género de “palabras” es femenino. Lo de
los rizos y el tutú viene a propósito de cierto comercio frívolo
con ellas, el cual denostamos. Si bien es cierto que no hay por
qué “penetrarlas” lo que planteamos nosotr@s es una relación
(¿sexual?) con ellas mucho más jugada. Ansiosa, sí. Apasionada,
quizá. Urgente. Las variantes eróticas o las preferencias sexuales
de cada quién, están fuera de discusión. Aquí lo único que defi-
nimos es una actitud narrativa activa (la del amante, más que la
del amado –si lo llevamos al plano sentimental para no quedar-
nos entrampados en lo puramente genital–), la cual comparti-
mos. Puede que transgreda los límites de la cada vez más estre-
cha corrección política, pero sinceramente creo que tanto café
sin cafeína y cerveza sin alcohol nos va a matar y está echando
a perder lo poco que queda y por lo que todavía vale la pena
tomar partido. ¿Y cómo se define esa actitud narrativa activa y
vigorosa que nos une? Muy simple. Nos metemos de cabeza en
la dinámica erótica de la palabra para, asumiendo los riesgos,
decir lo propio. ¿Cómo? De la manera más vieja y a la vez más
difícil: ensartando en ristre una detrás de la otra, sin dejarnos
seducir por sus brillos fatuos, hasta conformar un sintagma. En-
hebramos palabras, luego frases, luego párrafos y así… Puro
constructivismo, sí. Pero un constructivismo que trasciende la
orgía verbal que lo genera, que no se queda en el hedonismo
puro y simple de la palabra, aunque participa de él e intenta re-
producirlo. ¿Por qué? Porque queremos contar historias –esto es
lo primero–, antes que quedarnos entrampados en el puro goce
onanista. Y lo hacemos de muy diferente manera. Desde poéti-
cas narrativas diversas. Cada cual con su estilo propio. Pero al
estilo le anteponemos la historia. El estilo siempre viene en fun-
ción de la historia que debemos contar. Y esto aunque parezca
una perogrullada, no lo es. Tenemos historias para contar y nos
urge hacerlo. Algo de lo que quizá no puedan ufanarse muchos
estilistas de la última década, aunque demuestren su maestría
en materia de pirotecnia verbal e ilusionismo narrativo. Y si me
apurás, te lo digo sin ambages: estoy pensando en Aira y su
escuela de epígonos.

93
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

“Los ejercicios de estilo o de vanidad nos arruinaron el


oído. Ahora la música nos es ajena. Quizás nuestras frases
desafinen. Hagan ruido. Pero suenan.”
A.N.: Es que estos dos primeros párrafos suenan, mal que
nos pese, precisamente algo “estilistas”, más metafóricos que
conceptuales. Lo cual se contradice un poco con ese desdén
por los ejercicios de estilo y con parte de lo que viene a conti-
nuación.
M.N.: Cierto, pero lo que viene a continuación justamente
es un corpus de relatos que desafinan de una manera soberbia.
Chirrían maravillosamente bien, te lo aseguro. Literalmente la
imagen no se aplica a este texto, el cual –concedo– está muy
trabajado en cuanto a la musicalidad y el tono. Pero lo que de-
cimos de manera figurada es que ya estamos de vuelta de los
ejercicios de estilo (como de la vanidad) por el puro preciosis-
mo verbal en sí. De la orfebrería vacua, de la perfección formal
por la perfección misma, de la musicalidad sin objeto que a lo
único que aspira es a alimentar el ego del escritor y a adorme-
cer al lector. Y aquí, mi querido Neuman, gran desafinador, me
parece que te he pillado. Tus ejercicios de “Queneau asaltaba
ancianas”, de Alumbramiento desafinan de manera supina. Ha-
cen ruido, y mucho. Un ruido genial. Los Ejercicios de estilo del
francés te arruinaron el oído, y por suerte. Porque lográs, desa-
finando, algo mucho más interesante y jugado de lo que hace el
ganso de Queneau exhibiendo sus plumas –plumas, en plural,
nunca mejor dicho– de pavo real.

“Contamos historias. Esas historias incómodas que ya na-


die se atreve a contar. Y para eso salimos a la calle o nos
recluimos en la cárcel del lenguaje. Pero picamos nuestros
propios boquetes con cinceles nuevos.”
A.N.: “El estilo viene en función de la historia que debemos
contar”, dice Matías. Muy de acuerdo. Aun así, y como han ma-
nifestado varios compañeros, sin duda estamos interesados en
la narratividad, pero en ningún caso creemos que haya oposi-
ción entre contar historias intensas y experimentar con el len-
guaje. No podemos volver, ni hacer amago de volver, a la falsa
dicotomía entre vanguardistas y narrativistas. Es más: una de las
ideas más interesantes podría ser atacar esa dicotomía, refutar-

94
El manifiesto y la polémica

la, proclamar su falsedad. No hace falta elegir entre Queneau y


Carver. O entre Coover y Chéjov. Al contrario: a estas alturas de
la historia, nuestro desafío quizá sería fundir, reconciliar ambos
extremos. Si nos decantásemos por uno de los dos polos, no
estaríamos sino descubriendo por enésima vez un péndulo que
se mueve cada veinte años.
M.N.: Coincido totalmente.

“Porque nos fastidian los que llenan páginas y páginas de


paseos por sus bibliotecas. Y como estamos cansados de que
Sherlock Holmes escriba y el idiota Watson se deje leer, ju-
gamos limpio. Asumimos el riesgo y nos tomamos en serio
el simulacro. Somos anticuados. Anacrónicos. La posmoder-
nidad nos desubica.”
A.N.: Aquí veo un problema conceptual: si defendemos el
simulacro y nos lo tomamos en serio, es que en buena parte
razonamos como posmodernos –lo cual no es malo–. Veo filo-
sóficamente complicado aunar simulacro y antiposmodernidad.
Por lo demás, creo que más bien se trataría de buscarle la mejor
salida a la posmodernidad (una seria o profunda) no de criti-
carla en bloque sin más. Los mejores clásicos no se opusieron a
su época: bucearon en ella, exprimieron sus posibilidades. Casi
ninguno de los autores que admiramos rechazó su momento,
sino que le buscó un sentido que otros no habían visto. Quiero
decir que alguien podría fácilmente contestar: “Si te desubica la
posmodernidad, entonces estúdiala más.”
M.N.: Claro que hay un problema conceptual, porque lo in-
terpretás justamente al revés. El simulacro de Baudrillard es por
sinécdoque la posmodernidad. Ni la defendemos ni la recha-
zamos en bloque. La padecemos. La vivimos a pesar nuestro y
no podemos sustraernos de ella, como no podemos escapar de
nuestro tiempo. Ni queremos. De la misma manera que al parti-
cipar del mundo occidental y cristiano también lo hacemos del
pensamiento único. Pero eso no quiere decir que lo celebremos.
Más bien, lo contrario. Hurgamos sus grietas y lo combatimos.
Lo mismo hacemos con los sacerdotes de la posmodernidad,
con los filósofos del pensamiento débil: Lyotard, Fukuyama,
Vattimo, McLuhan e incluso –si me apuran– con el Derrida y
el Deleuze edulcorados, desactivados de su carga política sub-

95
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

versiva, en las universidades norteamericanas. En el plano na-


rrativo, la posmodernidad hizo estragos. Eso es innegable. El
“surfear el deseo” de Deleuze se ha convertido en un paseo
hedonista y despreocupado por la superficie significante. Puro
discurrir frívolo sin nada que ancle en profundidad. Pues bien,
nosotros nos resistimos a esa posmodernidad literaria. ¿Cómo?
Yendo a contrapelo. Desubicados. Nos tomamos en serio el si-
mulacro. Y como somos un tanto anacrónicos rescatamos aque-
lla nota grave que es lo mejor que nos ha dejado el siglo XX. O
el anterior, incluso. Se podría decir –pero ésta es ya una apre-
ciación personal– que nuestra posición es similar al Habermas
de La modernidad como proyecto inconcluso– ¿era así el título
de aquel ensayo?–. Vemos esta posmodernidad literaria como la
exacerbación de los conflictos y las heridas de la modernidad.
Y vamos para atrás para empezar de nuevo, para ver adónde se
torció el asunto.
A.N.: Querido Matías: Celebro que hayamos debatido sobre
nuestra posición respecto a la posmodernidad, porque siento
que en tu brillante respuesta a mis inquietudes has dado con
expresiones mucho más precisas y ricas que las del texto que,
enunciadas a secas, suenan más a declaración de impotencia
intelectual que a objeción rigurosa, meditada, matizada. Pare-
ce claro que a muchos nos irritan determinados tics literarios
catalogados como posmodernos. Propongo que mencionemos
cuáles son exactamente, en vez de tirar a bulto contra una épo-
ca entera, que además es la nuestra. En la amplitud del debate
ya se han apuntado algunas, recapitulemos: 1. La falacia acadé-
mica (y éticamente peligrosa) de la supuesta muerte o final del
autor, en un mundo masificado y sin rostro donde precisamente
lo que está amenazado o limitado es la individualidad, cuya
libertad y responsabilidades convendría defender. 2. La inter-
textualidad como forma de onanismo literario (y, de paso, como
burdo intento de reclamar prestigio, el cual debiera ganarse con
valores internos del texto: ritmo narrativo, profundidad de los
personajes, uso del lenguaje, intensidad atmosférica, precisión
de la estructura, lo que sea). 3. La hiper–teorización del discur-
so narrativo, la manía de convertir un texto literario en crítica
o exégesis de sí mismo. En pocas palabras, la deshumaniza-
ción de la literatura. Yo abogaría por una rehumanización del

96
El manifiesto y la polémica

discurso literario. Si la mayoría coincide podrían acatarse esas


cuestiones…

“Nos cae peor que un plato de espagueti a la boloñesa como


postre de un asado. Y de los buenos.”
A.N.: Añadido –para mí– arbitrario.
M.N.: ¡No, muchacho! No confundamos. Hay asados y asa-
dos…

“Porque estamos tan hartos del bibliotecario ciego como


del ajenjo.”
A.N.: Me sumo totalmente al hartazgo de Borges, o mejor
dicho de los borgianos compulsivos, manieristas.
M.N.: Estupendo, pero cuidado que también estamos hartos
de lo contrario. Y esto es importante, estamos hartos de lo que
el “hada verde” simboliza y produce literariamente. Desde el ex-
travío baudeleriano y la bohemia de Verlaine y Rimbaud hasta
la beat generation y el triste malditismo de, pongamos por caso,
Bukowski. Por supuesto que no los denostamos a ellos directa-
mente –ni a Georgie, obvio– sino al pseudo vitalismo epigonal
y desenfrenado que propiciaron.

“La fatuidad nos irrita. Para narrar no basta sólo conminar-


se al espejo. Antes que pasarnos de listos echando a perder
una buena historia, practicamos el ensayo, la crítica, la orto-
doncia, la licantropía…”
A.N.: Por eso para mí habría que cuidar mucho que ninguna
frase del manifiesto sonara fatua: manifestarse directo al grano,
con sencillez, contundencia y sin excesivos ornamentos.
M.N.: Tenés toda la razón. Creo que de fatuidad no pecamos.
Pero si hay alguna frase que así te suene, señálamela que tal vez
se pueda enmendar. En cuanto a contundencia, estamos salva-
dos, porque si contás la cantidad de líneas que son en realidad
y el caudal de tinta que nos está haciendo correr antes de salir
a la calle…

“Es cierto que del parricidio no podemos jactarnos. La dic-


tadura nos dejó huérfanos. Y pese a que fuimos muy bien
educados en el olvido, un talismán nos guardó el recuerdo.

97
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Diego de Zama. Sus silencios son hoy premura. Su grave-


dad, esta carcajada.”
A.N: Ya entrando en el aspecto estrictamente estilístico, sien-
to que el hecho de que provengamos de una historia de violen-
cias o de que nos asumamos como la generación de los hijos
de los desaparecidos, no tiene por qué determinar directa o
necesariamente el tono de  nuestra prosa (que dependerá del
temperamento y el ánimo de cada autor). Quizás esa memoria
más bien propicie un determinado estado moral, una manera
de contemplarnos y de contemplar la historia reciente. Y creo
que precisamente el desarraigo, la orfandad, las fisuras, las au-
sencias, la sensación de no-pertenencia, podrían ser los frutos
morales más comunes y abarcadores de esa circunstancia, sin
tener que decantar el asunto hacia un tono literario particular.
La ecuación facilista “hijos de una historia violenta = escritores
de estilo o metáforas violentas”, además de poder resultar me-
cánica, nos encerraría en un solo registro que no tiene por qué
ser el que empleemos habitualmente o el que tengamos ganas
de emplear mañana. ¿Verdad?
M.N: Cierto.

“Para no ceder a los crímenes del Vaticano o a los de los


pichiciegos de Oxford…”
A.N.: ¿Esto va deliberadamente contra Guillermo Martínez?
Porque estuvo tan de moda pegarle que hacerlo ya ha perdido
cualquier capacidad de sorpresa…
M.N.: Sí y no. Es más general el entrevero, pero el lector
malicioso puede buscar sin esfuerzo los demás referentes. De
acuerdo con la sugerencia compartida por vari@s de que nos
convenía, ya lanzados, definir más claramente los blancos de
nuestros dardos, no gastamos pólvora en chimangos y salimos
a cazar búfalos. Por eso Guillermo Martínez queda relegado a
la piadosa y sutil ambigüedad y saltan a escena Fogwill y Aira.
Conviene –entre nos– aclarar las razones. El primero, porque
amasó su fortuna como publicista de los militares durante el
proceso y ahora va con su obra tan políticamente correcta. Tí-
pica actitud cínica e irónica de los señores de las letras patrias.
El segundo, Aira, por frívolo. Por más tesis doctorales que se le
dediquen en los últimos años, no nos seducen las piruetas de su

98
El manifiesto y la polémica

fábrica de chorizos. Simplemente no lo tomamos en serio, como


él mismo aconseja. Una cucharada de su propia medicina…

“…manchamos las historias con sangre. La nuestra. Y sin


alarde. Pero no se asusten: es negra. Por nuestras venas
corre tinta.”
A.N.: ¿Seguro?
M.N.: Claro que no: es ironía. Alardeamos y mucho. Es la
provocación del compadrito, y volvemos a la cuestión de más
arriba de las virtudes del arma blanca…

“Porque nos dan urticaria los graciosos que venden libros


de aire, los farsantes y los funcionarios con impostura de
cartoneros, nos quedamos en casa. Pero cuidado: no perde-
mos el tiempo. En cada palabra nos jugamos el pellejo. No
se trata de otra conjura de los necios, pero podría serlo…”
A.N.: Esto suena a típica diatriba general contra el mercado:
Gustará en Argentina, sobre todo en los círculos académicos,
pero a mí se me hace simplista. Cien años de soledad vendió
mucho. Hoy Kafka vende mucho…
M.N.: ¡¡No es lo mismo, Andrés, por el amor de Dios!!
A.N.: Por lo demás, si despreciamos el mercantilismo, pien-
so que lo más profundo sería ignorarlo olímpicamente, ir a lo
nuestro, hablar de literatura, de miradas, de ganas de contar. Lo
demás es sociología, o queja.
M.N.: Es cierto, tiene algo de queja, de reclamo, pero es un
reclamo justo. Sería fantástico ignorar olímpicamente el merca-
do, pero no se puede. ¿Por qué? Porque estamos atravesados
por él. En la sociedad sin estado –ácrata– de la literatura todas
las instancias legitimadoras: la Academia, la crítica –ya sea ins-
titucional o mediática–, aquella entelequia que se ha dado en
llamar la posteridad, el juicio de los pares, etc., se van desinte-
grando poco a poco y sólo queda una cada vez más robusta que
contamina a las demás o simplemente las doblega: el Mercado.
A.N.: Por lo demás, no tengo ningún problema en manifestar
mi aburrimiento respecto de los borgeanos más ortodoxos o
académicos, así como de los airianos insustancialmente meta–
narrativos. Y me sumo con entusiasmo al hartazgo de los falsos
malditismos, que es la cara más cínica y peor del Romanticismo.

99
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Por último, no me molesta en absoluto el flamante pinchazo a


Fogwill. Pero sí a Cucurto, porque me parece injusto: el texto
dice «impostura de cartoneros», y lo cierto es que no hay ningu-
na impostura en su condición social ni en haberla asumido. Esto
me consta, porque lo conozco a él. Cucurto no es nada parecido
a un burguesito jugando a ser pobre.
M.N.: Por favor, no hay nada personal en este asunto… Lo
que debe quedar claro es que denostamos a Cucurto porque es
el embanderado de una tendencia narrativa ­­­–con grandes po-
sibilidades comerciales­, eso sí­– que está haciendo estragos en
Argentina: el desprecio por la palabra, la “infraliteratura” de la
que habla Marcelo Cohen.

“Y como nos gustaría machucarle los dedos con la Olivetti


a más de uno para que aporreara el teclado con el culo, re-
volvemos la sopa.”
A.N.: ¿De verdad tanto espacio se merece lo que odiamos?
¿Tantas palizas queremos darle a tanta gente? Creo que el texto
le dedica objetivamente más líneas a lo que detesta, a lo que
denuesta que a aquello otro que propone, aquello que quiere
renovar, escribir, poner en pie... De eso se trata, ¿no?
M.N.: Sí, es necesario poner muchas energías –por lo menos
las primeras– en refutar, derribar, desbrozar el terreno, si que-
remos sembrar algo nuevo. Hay mucha maleza y mala hierba,
compañero. Quizá sea deformación profesional, pero si leyeras
sólo el 0.5 % de todo lo que se publica en castellano cada sema-
na, me darías la razón. Yo, alguna que otra semana, por razones
laborales lo tuve que hacer. Y te juro que te subleva. Si no me
creés, te propongo el siguiente test: intentá leer la novela que
acaba de ganar el premio La otra orilla. Para que veas que no
hablo sólo de la basura editorial –esa sí que lo mejor es igno-
rarla–. Te hablo de autores consagrados que dan conferencias y
firman ejemplares, de instituciones con patas...
A.N.: Sólo una reflexión ética sencilla, pero que al menos
para mí tiene suma importancia. Generacionalmente hablando,
hemos heredado una historia de violencia. Muy bien. ¿Y no he-
mos aprendido nada de ella? ¿Acaso hemos de ser depositarios
pasivos de esa violencia? Esa es una lección que, me parece,
nuestra generación merece haber aprendido. Dicho lo cual, por

100
El manifiesto y la polémica

supuesto comprendo que no toda metáfora violenta tiene por


qué ser una declaración de entusiasmo por la violencia. Pero
habría que tener mucho, muchísimo cuidado para que no que-
de un tono general de amenaza, una música de fondo prepo-
tente. Eso también es una herencia autoritaria. Y tan “histórico”
resulta reproducirla, como rechazarla conscientemente.

“Mezclamos la baraja y volvemos a servir las cartas. Mancha-


das, pringosas, puede que marcadas y viejas, pero la mano
es nuestra. Abrimos juego. Abrimos fuego.”
A.N.: En fin…
M.N.: ¡No seamos ingenuos! La literatura siempre ha sido un
campo de batalla. Y las fronteras del mapa literario se desplazan
y mutan de acuerdo al resultado de esas contiendas. Por eso
decía Benjamin que los conceptos de todo cénacle o capillita
“son consignas en las que resuena el grito de guerra” y al crítico
lo definía como “un estratega en el combate literario”. En fin,
ahora nos toca a nosotros librar batalla y si no salimos jugando
fuerte como buenos compadritos me temo que vamos a perder
por goleada…

“¿Vitalistas? Sí, de la petite morte hacia donde se dirige el


relato.
Así es como se acaba el mundo, no con un estallido sino con
un suspiro.”
A.N.: Estas dos últimas líneas sí me parecen preciosas. De
eso hablamos: de la vida, de su valor, de lo que nos pasa o
podría ocurrirnos. Del vitalismo como ética y estética. De la
calle. Del ahí fuera. O del adentro de lo que pasa ahí fuera. No
buscamos obtener un certificado de críticos o catedráticos, sino
una emoción profunda, el sentido de una víscera, el pequeño
misterio de un latido anónimo. ¿Qué opinas?
M.N.: Estoy de acuerdo, pero además con la alusión al or-
gasmo que alcanza todo buen relato volvemos a la erótica del
comienzo y dejamos bien claro que es eso lo que nos interesa
en primera instancia más que el enfrentamiento. El cierre es el
último verso de The Hollow Men, de Eliot. Rescatamos su gesto.
Al igual que él oponía suspiros a los obuses y al furor suicida
de la Primera Guerra, nosotros respondemos a la violencia –de

101
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

la que venimos y la que campea aquí y allá– con orgasmos na-


rrativos. ¡Salud!

Andrés Neuman y Matías Néspolo

102
¿Etnografía, exotismo, cholulez?

Esbozo para una lectura del “fenómeno Cucurto”

En un artículo cardinal publicado hace poco tiempo, Bea-


triz Sarlo intentaba esbozar un marco propicio de lectura desde
donde abordar la literatura argentina escrita y publicada en los
albores de este siglo. A diferencia de la narrativa de los ochen-
ta –marcada, como se recordará, por una fuerte interrogación
sobre la historia– estos textos habrían de caracterizarse por su
anclaje en un presente inmediato. Dice Sarlo: “Si el pasado re-
ciente obsesionó a los ochenta, el presente es el tiempo de la
literatura que se está escribiendo hoy (…). No ignoro que mu-
chas novelas siguen transcurriendo en el pasado. Lo que quiero
decir, más bien, es que leyendo la literatura hoy, lo que impacta
es el peso del presente no como enigma a resolver sino como
escenario a representar. Si la novela de los ochenta fue interpre-
tativa, una línea visible de la novela actual es etnográfica.”9 Aira
y Fogwill, que desde los ochenta trabajaron con la actualidad
y la lengua de su presente realizando torsiones desrealizadoras
distintas, serían –dice Sarlo– fundamentales para esta novela
etnográfica que encuentra en el registro y la “Otredad” tanto su
razón de ser como su aparente novedad. El mundillo gay y el de
la cumbia son así interpelados como los dos grandes escenarios
donde irrumpe ese “Otro” y su oralidad: con un “registro plano”
(en las novelas de Romina Paula o Paula Varsavsky), mediati-
zadas por las nuevas tecnologías discursivas (en las de Daniel
Link o Alejandro López), hiperbolizando la lengua baja (en el
caso de W. Cucurto).
A partir de esta lectura se plantean –a mi entender– una se-
rie de interrogantes: ¿En qué se basa la “ilusión etnográfica” que
estos textos despiertan? ¿Qué “Otro” cultural es allí invocado y
por qué? ¿Qué legitimación simbólica le otorga de pronto ese
estatuto? ¿Qué proyecciones ideológicas se suceden a la asimila-

9
Sarlo, Beatriz. “Sujetos y tecnologías: La novela argentina después de la histo-
ria” en: Quimera. Barcelona, Nro.278, enero 2007.

103
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

ción de estos textos por parte del discurso académico y a su vez


–o en consecuencia–, el mercado? Demasiadas preguntas para
una intervención que pretende ser breve. Me centraré, por tan-
to, en algunas novelas de Washington Cucurto (Cosa de negros,
Las aventuras del Sr. Maíz, El curandero del amor, 1810: La
revolución de Mayo), no sin antes mencionar ciertas reflexiones
de reputados intelectuales a propósito de esta obra:
Dice Tomás Eloy Martínez en una entrevista publicada en la
revista ADN: “Desde Osvaldo Lamborghini no asomaba un len-
guaje tan violento, tan fosfórico en la literatura patria.”10 Ricardo
Piglia, también en una entrevista: “He leído algunas novelas que
me han parecido ejemplares. (…) Por ejemplo, lo que hace Was-
hington Cucurto con los lenguajes latinoamericanos presentes en
Buenos Aires a partir de los inmigrantes bolivianos y paraguayos.
Trabaja con un lenguaje que se hace cargo de esa situación, como
Arlt o Armando Discépolo, en su momento, se hicieron cargo
de la presencia de los inmigrantes italianos y judíos.”11 Beatriz
Sarlo, en el artículo ya mencionado: “Su literatura celebra aquello
que celebra la cumbia, aunque parezca ridículo decirlo: la alegría
de vivir”. Martín Prieto, en un artículo publicado en la revista
Ñ: “También Washington Cucurto en Cosa de negros (2003) y
Las aventuras del Sr. Maíz (2005) parece estar actualizando el
populismo puigiano de los años 60: la cumbia, la bailanta y el
mundo prostibulario festivo de los barrios porteños de Once o de
Constitución son los nuevos escenarios y las nuevas referencias
culturales de otro aparente heredero de Puig.”12­­Cabe por último
recordar la difundida sentencia de César Aira que señala a Cucur-
to como el mejor escritor argentino en la actualidad y un reciente
artículo de Daniel Link en que lo menciona junto a Copi, Chejfec,
Bellatin y Fernando Vallejo como perteneciente al canon de lo
que da en llamar “literatura novomundana”.13

10
Martínez, Tomás Eloy. “La argentina y los escritores que vienen” en: La Na-
ción, ADN-Cultura. Buenos Aires, sábado 8 de marzo de 2008.
11
Garzón, Raquel. “Elogio a la lentitud” en: Clarín, revista Ñ. Buenos Aires,
sábado 26 de enero de 2008.
12
Prieto, Martín. Clarín, revista Ñ. Buenos Aires, sábado 11 de noviembre de
2006.
13
Link, Daniel. “La imaginación novomundana” en: Quimera. Barcelona,
Nro.291, febrero de 2008.

104
¿Etnografía, exotismo, cholulez?

Esta extraña profusión de valoraciones por parte de críticos


y escritores tan disímiles, y de tan variada procedencia, da que
pensar. Más aun si atendemos a la historia literaria: salvo pocas
excepciones, los apotegmas canonizantes de la academia suelen
venir a destiempo con los de la vida y escritura del autor en
cuestión. Interrogar –más allá de la obra cucurtiana en sí– la
tempranísima recepción que de la misma se ha hecho podría es-
clarecer no sólo la dinámica propia de un campo sino también
la existencia misma del fenómeno. Que el “caso cucurto” sea,
con todo, un síntoma más de la degradación planetaria del gus-
to operada en las últimas décadas del siglo XX no nos inhabilita
–por la potencia histórica de nuestra literatura y pensamien-
to– a tentar preguntas y respuestas singulares. Cabría, entonces,
postular la hipótesis de que el “fenómeno” se asienta –más que
sobre sus ventas– sobre una doble etnografía, aquella que seña-
la Sarlo y otra más que su recepción tempranamente canónica
evidencia: la del cinismo del mainstream argentino que, acéfalo
de todo criterio de “valor”, celebra hasta el hartazgo la provoca-
ción convertida en fin, legitimando textos de ideología nefasta
y estética no menos dudosa.
Pero puestos a discutir con las publicaciones en sí, más de
un lector suele señalar a Cosa de negros como garantía cucurtia-
na de “trabajo sobre el lenguaje”. Curiosamente nadie menciona
la diferencia manifiesta entre ese volumen y las novelas que lo
suceden, en las que el lucimiento del lenguaje desaparece al
tiempo que Santiago Vega (el autor que se esconde tras el seu-
dónimo) salta a las tapas de sus folletos y novelas encarnando
performances diversas en la máxima apoteosis de cosificación
kitsch del mercado: de dar la palabra al “negro” y así legitimar-
se, el “negro” ahora exhibe su negritud desde el mismo packa-
ging como flagrante garantía de inmunidad ideológica. “Exotis-
mo” craquelado que deviene fácilmente en “exitismo” (incluida
la acepción del neologismo spanglish: exit-(salida)-ismo; o exit-
istmo: el punto de salida del ámbito literario al Gran Mercado).
En efecto, en Cosa de negros, especialmente en la primera
parte (“Noches vacías”), hay un trabajo de barroquización del
lenguaje que sólo de un modo simplista podría ser leído como
intención de dar habla a las nuevas corrientes inmigratorias. Al
igual que su poemario precedente, La máquina de hacer para-

105
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

guayitos, la inmigración allí es sólo una excusa para trazar un


diálogo fluido con la poesía latinoamericana, bajo el compás
literario de Cabrera Infante­, y hacer crepitar en sordina versos
de Perlongher, Lezama, Durand y, principalmente, de Marosa di
Giorgio. En la profusa adjetivación, en los modos de nombrar
la exhuberancia vegetal y femenina, la presencia de la poeta
uruguaya se hace –en Cosa de negros– densa, tangible; es por
eso aun más notable que ninguno de los críticos que se han
referido a este libro mencione la esmerada edición que reali-
zara Edgardo Russo (se recordará que Russo no sólo ha sido
el fundador de tres sellos editoriales argentinos en los últimos
diez años, sino que también ha sido el responsable de grandes
redescubrimientos editoriales: Di Benedetto, Levrero, Agamben
y la misma di Giorgio, entre otros). En las novelas subsiguien-
tes, editadas en otros sellos y con otros editores, la oralidad se
impone y la presencia de voces poéticas disminuye hasta casi
desaparecer, al tiempo que saltan a escena, junto a la provo-
cación y el exhibicionismo puro, las erratas y las incoheren-
cias léxicas y formales. En el devenir del “fenómeno Cucurto”,
Russo ha sido ese joyero tremebundo que –según se narra en
Las aventuras del Sr. Maíz– descubre la “gran pija tropical”
que la leyenda latina anuncia y, con magia de alquimista, la
baña en oro falso.
Pero detengámonos en otra reflexión sesuda: “Hoy el régi-
men político de los textos –dice Josefina Ludmer– es mucho
más ambivalente: uno lee Cosa de negros, de Washington Cu-
curto, y no se sabe si lo que se dice allí es que los dominicanos
o paraguayos son así, que sólo piensan en la bailanta y el sexo,
o si ésa es la mirada de un narrador o de una lengua racista.
Es una mirada que perturba la lectura política porque muestra
algo así como las dos caras. Se diluye el poder crítico, incluso
subversivo que la literatura había asumido como política propia
en la era de las esferas.”14 Sarlo, por su parte, llama “narrador
sumergido” a este tipo de narrador que es indiscernible de sus
personajes. Lo cierto es que, formalmente, este narrador, pro-
pio de la novela decimonónica, es de lo más clásico; diríamos,

14
Ludmer, Josefina. Clarín, revista Ñ, Buenos Aires, sábado 1 de diciembre de
2007.

106
¿Etnografía, exotismo, cholulez?

en cambio, que lo que le otorga su estatuto distintivo –además


de su “cualunquismo” deliberado: absolutamente todo puede
entrar al relato– es la materia aquella que narra, el modo de
abordarla:15 la “sumersión” no es formal, sino temática, se narra
“lo prohibido” desde “lo prohibido” sin distancia ni mediación.
Allí Cucurto –sin lugar a dudas– encontró una cantera (no nove-
dosa) y la ha explotado hasta cansarse: como un niño que sólo
busca gozar con la infracción y, por ende, ratificar la Ley de sus
mayores, Cucurto busca lo prohibido, lo narra, y luego se sienta
a esperar la reprimenda que, en el caso argentino, se traduce
en aplauso. Su literatura se compone de escenas de racismo y
violencia extrema, de coprofilia, de sadomasoquismo, de abuso
sexual de menores, de festejo de la sexualidad sin profilaxis
como forma de procreación despreocupadamente machista y
como modo de diseminar enfermedades… Y la lista podría en
extenso seguir.16
El interrogante que surge, entonces, es cómo esta narración

15
Patricio Pron señala en esta narrativa la presencia de elementos de “narración
paradójica”. En su tesis de doctorado “Aquí me río de las modas”, defendida en
la Universidad de Göttingen, Alemania, estudia los procedimientos transgresi-
vos de la obra de Copi y su manierismo en algunos escritores actuales (César
Aira, Alberto Laiseca, Washington Cucurto). La misma puede consultarse libre-
mente en la página http://webdoc.sub.gwdg.de/diss/2007/pron/pron.pdf y no
sólo echa luz sobre la obra de un autor hasta el momento muy poco estudiado
sino también sobre la literatura argentina de las últimas dos décadas.
16
A propósito de El curandero del amor, dice Walter Cassara: “De pronto nos fi-
guramos a un escritor vestido con una guayabera fluorescente, lanzando ramos
de confeti por el aire y meciéndose al compás de una rumba o una bachata. No
obstante, a las pocas páginas, la diversión empieza a decaer y la cumbia prome-
tida se convierte en un refrito de puras evocaciones librescas que se vincula con
una biblioteca que podríamos llamar de los años noventa: Osvaldo Lamborghi-
ni, Perlongher, Copi, César Aira. En este sentido, más allá de alguna que otra
palabra de acento guaraní (yaguareté, chipaguazú) y alguna que otra vagamente
tropicaloide, la ‘prosa plebeya’ que esgrime Cucurto no ofrece grandes nove-
dades en el plano del lenguaje. Nada que no hayamos leído –con mucho más
brillo y poder de insurrección– en los autores argentinos antes mencionados.
Vale decir, mucho más que en clave de cumbia, El curandero del amor parece
escrito en clave de una generación, la de los años noventa, que partiendo de
algunas premisas estético-políticas del neobarroco y sus aledaños, rápidamente
se estandarizó en el gesto adolescente del exceso, el populismo frívolo y el vale
todo.” Cassara, Walter. “Pastiche sin riesgo” en: La Nación. Buenos Aires, domin-
go 25 de febrero de 2007.

107
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de corte fascistoide y cualunquista ha sido reivindicada como


“progre” desde los círculos áulicos, como la literatura que por
primera vez ­­–indigenismo mediante– vendría a darle una voz al
“Otro”. La confusión es extrema (solicito que se suspenda por
un momento el debate reciente generado en torno al tema de la
autoficción) y por lo visto ha sido fabricada por el mismo autor,
Santiago Vega, al enarbolar a su alterego, Washington Cucurto,
en personaje-autor de sus ficciones (inmigrante ilegal, exrepo-
sitor de supermercados) envuelto en negritud de celofán (el
rostro fotoshopeado que exhibe en las tapas de sus libros), con
fintas y oropeles simpáticos al status quo. Más que de “ilusión
etnográfica” habría quizá que plantear aquí la presencia de un
relato esquizoide. En Las aventuras del Sr. Maíz –para dar sólo
un ejemplo– se observa con claridad cómo ingresa a la narra-
ción el mundo de la cumbia y de los inmigrantes ilegales; el
dinero marca la distancia y la ideología de clase, el comercio de
los cuerpos, su asimetría radical: a las prostitutas dominicanas
el narrador, como buen gentleman, accede pagando.
Si el disfraz de Cucurto –decíamos– es su negritud y su mo-
dalidad, la provocación; la excusa –de toda su obra– es su verga:
verdadera protagonista de sus textos, por su tamaño (que los
personajes festejan), por su excepcionalidad y, claro está, por
su incorrección. Previsible y reaccionaria, la narración cucur-
tiana no va al encuentro de un “Otro”, ni tampoco su “ilusión”,
sólo ofrece aquello que la mirada del Poder desde los pretéritos
tiempos de la Colonia le pide. La gran verga negra: el Mito del
Dorado. Y como en el festín del Mal todo vale, el “fenómeno
Cucurto” aggiorna en cada texto su “valor” –ese que el mains-
tream festeja– con frívola cholulez de brillantina. La existencia
real de un “Otro” supone siempre un cruce de miradas y su
registro, un quiebre o, al menos, un problema. La “alegría” cu-
curtiana propone un “otro” vaciado de conflicto: para usar (sin
profiláctico, gran tema de El curandero del amor) y descartar.17

17
Cfr. Washington Cucurto. La máquina de hacer paraguayitos. Buenos Ai-
res, Mansalva, 2005 (2ed.); Cosa de negros. Buenos Aires, Interzona, 2003; Las
aventuras del Sr. Maíz. Buenos Aires, Interzona, 2005; El curandero del amor.
Buenos Aires, Emecé, 2006; 1810: La revolución de Mayo. Buenos Aires, Emecé,
2008.

108
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

Virtudes y callejones

Efectivamente la Bestia tiene el pelo hirsuto, dimensiones


antropométricas desproporcionadas, un aspecto general de
chanfaina en pena y, para colmo de males, un tufo que hiede.
Su madre se lo advertía siempre: “Estás llevando tu vida a un
callejón sin salida”, pero no hubo caso. Quién sabe si por no
escucharla, o por escucharla demasiado, no sólo terminó en el
callejón, sino también condenado a ver el espectáculo del afue-
ra en un curioso espejo con propiedades de telepantalla. Aquel
extraño adminículo forma parte de los artilugios mágicos que el
Hada Puta le entregó para compensar las privaciones causadas
por su maleficio; gracias al espejo, la Bestia puede presenciar
íntimos detalles en la vida cotidiana del mundo circundante
para luego entregarse “a las delicias de Onán acometido por un
ambivalente sentimiento de placer y congoja”.
El remake de La Bella y la Bestia18 realizado por Lázaro Co-
vadlo explota la popularidad lograda por la versión más difun-
dida de la historia –la de Walt Disney Pictures (1990)–, rescata
personajes presentes en versiones menos conocidas del relato
–las de Gianfrancesco Straparola (1550), Gabrielle-Suzanne Bar-
bot deVilleneuve (1740) y Jeanne Marie Leprince de Beaumont
(1756)– y, con frescura y extrema pericia, centra la tensión na-
rrativa en el conflicto porno-erótico que liga a los sujetos. En
este sentido, su narración demuestra cómo las temáticas funda-
mentales de la subjetividad psicoanalizada pueden ser explici-
tadas hoy en una suerte de folklore naïf: el deseo incestuoso
entre Bella y su padre, la envidia histérica de las hermanas, el
Edipo ejemplar de la Bestia y la fatal transferencia que realiza
hacia el Hada Puta es el esqueleto universal que este “clásico
infantil para adultos” –según se presenta en la tapa del volu-
men– actualiza en su flagrante carnalidad.     
Pero diseccionemos una frase hecha de márketing editorial

18
Covadlo, Lázaro. Callejón sin salida. Barcelona, Colección Bichos,  Siguele-
yendo, 2011.

109
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

que bien podría cuadrarle al autor, y que en esta bonita y accesi-


ble edición digital que nos ofrece Sigueleyendo no consta: “[Co-
vadlo] Es el secreto mejor guardado de la literatura argentina”.
Bien: ¿Qué relación existe entre “poética” y “secreto”? ¿La “Li-
teratura” se construye a base de precintos y secretos? ¿Quién y
por qué guarda lo guardado? ¿Lo no-secreto pertenece al orden
de la literatura? ¿A qué orden pertenece lo literario-no-secreto?
Estamos hablando de los discursos que legitiman “lo litera-
rio”, y en ese complejo campo de fuerzas “lo secreto”, “el pudor”
o “la virtud” son significaciones que –aun en sus antípodas– van
de la mano. Y la mención no es fortuita, porque la Bella que
nos ofrece Covadlo es una verdadera Justine sadiana, digna de
todos “los infortunios de la virtud” que sufre por no entrar en la
rosca orgiástica y bursátil de su época (tematizada en la lascivia
de la Bestia y en “la burbuja” de especulaciones inmobiliarias
que su fortuna habilita).
Casualmente, el ensayista Reinaldo Laddaga intituló un opús-
culo reciente dedicado al creador de Mickey Mouse: “Los infor-
tunios de la virtud: sobre Walt Disney”.19 Pero mientras que allí,
sólo las contundentes tres páginas finales del texto nos salvan
de la extraña sensación de haber leído un resumen novelado
del memorial de la empresa, la narración de Covadlo explora el
tenue límite que separa “lo infantil” de “lo obsceno” sin pompo-
sas ni vacuas estridencias.  

Hacia una utopía erótica

Con más de cuatro décadas de trayectoria y algunos pre-


mios literarios en su haber, Angélica Gorodischer ha incursio-
nado con felicidad en diversos géneros –ciencia ficción, género
fantástico, novela histórica– y publicado más de una decena
de libros, entre los que cuentan: Cuentos con soldados (1965),
Opus Dos (1968), Las pelucas (1968), Trafalgar (1979), Bajo las
jubeas en flor (1973), Doquier (2002), Kalpa imperial (1983)
y Tumba de jaguares (2005). Su carrera literaria comenzó a

19
Laddaga, Reinaldo. Tres  vidas  ejemplares. Buenos Aires, Adriana Hidalgo,
2008.

110
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

comienzos de la década del sesenta, cuando ganó un concurso


de relatos policiales organizado por la revista Vea y Lea, luego
obtuvo el premio Emecé por la novela Floreros de alabastro,
alfombras de Bokhara (1985), y desde entonces regularmente
sorprende a sus lectores con algún nuevo desafío.
En este sentido, Querido amigo20 también lo es, puesto que
bajo la supuesta estructura de novela epistolar se trabaja la re-
lación entre erotismo, subjetividad y relato en la creación de un
universo no menos que utópico. El texto se construye a partir de
las cartas enviadas a un amigo en Londres por parte de un tal Al-
bert-George Ruthelmayer, diplomático de la corona británica en
un país imaginario llamado Birnassam a principios del siglo XIX.
A partir de la lectura de esas cartas íntimas fechadas a lo largo
de seis años, el lector asiste entonces a la rápida transformación
de un personaje que, despojado de toda conflictiva, se desnuda
de su cultura como si de un ropaje viejo se tratara y se sumerge
en las costumbres de la gente de Abdas hasta incluso aceptar un
cargo como consejero gubernamental del shramalimm. Quizá los
momentos más felices del texto sean aquellos en que se descri-
be esa ciudad etérea, expuesta a los vientos y en movimiento
constante como los médanos del desierto, una ciudad con calles
y paredes de seda, que tiene el sabor de las delicias orientales, y
huele a mirra y a incienso. Rammas, jhundas, faemas, asadias...
Al crear este país imaginario, donde básicamente prima la obten-
ción del placer y la capacidad de otorgarlo, Gorodischer ha debi-
do también inventar el idioma en el que transcurre la nueva vida
del diplomático, y de esa prueba la autora –valga decir– ha salido
más que airosa. Pero hay ciertas preguntas, al parecer demasiado
obvias, que el narrador con sus exquisitas metáforas no logra –o
no quiere– responder (preguntas que cualquier interlocutor real
o imaginario le hubiera hecho), por lo que al finalizar el texto el
lector queda con una incómoda sensación de incompletud y de
hartazgo –incompletud por lo que no se responde y hartazgo por
lo que se dice en demasía.
Desde Freud sabemos que la lógica del erotismo se opone
diametralmente a la lógica del trabajo; en esta sociedad imagi-
naria donde los hombres realizan sus conciliábulos en la plaza
20
Gorodischer, Angélica. Querido amigo. Buenos Aires, Edhasa, 2006.

111
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

y las mujeres sólo procuran el placer de sus maridos y de sus


amigos, al parecer nadie trabaja (sólo se consigna la existencia
de numerosas esclavas domésticas que colaboran en el manteni-
miento de la casa y en la estimulación erótica de los amantes).
Otra pregunta necesaria que se desprende de la anterior, es cómo
se asegura esta sociedad el mantenimiento de sus castas, su re-
producción, si a lo único que asistimos en estas páginas es al
libre juego erótico. En el texto no hay niños, no hay trabajo, no
hay control de la reproducción y de la herencia, sólo hay placer.
Preguntas obvias que –deberemos en todo caso pensar– el
amigo de Albert-George no le hace, o que en todo caso el na-
rrador prefiere no contestar so riesgo de que su mundo feliz se
evapore en el aire como si de una pompa de jabón se tratara.
Con todo, aunque como utopía erótica Querido amigo se quede
a mitad de camino, esta novela que mezcla quizá no tan fortui-
tamente Las mil y una noches y el Kamasutra tiene, por cierto,
su encanto.

Una empanada de aire

Cuando era muy joven, creo que en la primera pensión en


la que viví, aquella que regenteaba doña Coca y que se ubicaba
sobre la calle Bonorino –en el barrio de Flores, a metros jus-
tamente de la casa de Aira–, organicé una pequeña cena entre
amigos. Como no tenía platos, cubiertos, mantel, ni siquiera si-
llas, pensé entonces en servir empanadas. No obstante mi esca-
sa experiencia en la cocina quise ofrecer variedad, elaborando
no sólo las clásicas de carne sino también tentando otro sabor:
el queso. Es curioso lo que sucede con el queso (muy distinta
es la muzarella) en la empanada: durante la cocción se escapa
por las suturas, de modo que al sacarla del horno, la masa de
hojaldre se ha hinchado pero del relleno no ha quedado ni
huella… Todavía recuerdo las bromas de mis hermanos: “¡Ey,
Jimena, ¿qué es esto? ¡¡Una empanada de aire!! Ja, ja, ¿pero qué
nos has invitado a comer?”
Desde hace un tiempo, ya no estoy segura de si fue con la
lectura de Taxol (1997) o La guerra de los gimnasios (1993),
no puedo evitar recordar esa cena cada vez que me topo con

112
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

alguna nueva novela de César Aira. Es como si el joven cocine-


ro César hubiera invitado, para degustar sus primeros platillos,
en vez de a hermanos y amigos queridos, a –por ejemplo– su
suegra, o a compañeros de oficina, o peor: a la dueña de la pen-
sión; y que los comentarios recibidos en esa cena imaginaria
hubiesen sido: “Querido: ¡tus empanadas están sabrosísimas!”,
“¡Y qué livianitas!”, “El relleno es muy light, ¿son dietéticas?”.
Pero lo peor de todo, no es que el joven cocinero César, en su
trémula ingenuidad, no haya siquiera sospechado los comenta-
rios maliciosos de la suegra al irse de su casa; lo notable –digo–
es que el cocinero se ha convencido de que sus empanadas
de aire eran fabulosas y que sus comensales se morían por
devorarlas, y entonces, alegre en su ordalía, montó un delivery
y luego escribió un manual y después fundó una escuela…
Así, prefiero creer en la ingenuidad del gourmet, aunque una
y otra vez lea en la página 68 de la novela La cena:21 “A nadie le
gusta ser víctima de una broma, y a la vez, así es el alma huma-
na, todos confían en que el mecanismo de la broma tenga en la
realidad un repliegue que les permita pasar de objetos a sujetos.”
Si diera crédito a estas palabras, tendría entonces que afirmar –
querido lector– que toda la obra de Aira es una gran charada y
que, como tal, tras la broma, hay un extremo cinismo. Cocinero
ingenuo o cínico bromista, la imagen de la “empanada de aire”
se aplica –si me permiten la insistencia– maravillosamente a esta
novela. El relato está dividido en tres partes: en la primera (de
unas 30 págs.) el protagonista, un sesentón que se declara fra-
casado y en la ruina, visita en su pueblo natal a un viejo amigo
y cena con él; la segunda parte (de 70 págs.) es puro vacío, una
película clase B de lo más bizarra: esa noche de sábado todos
los muertos del pueblo se levantan de sus tumbas para succionar
las endorfinas del cerebro de los pueblerinos; finalmente, en la
última parte (20 págs.) asistimos otra vez a las graciosas medita-
ciones del protagonista. Con todo, es necesario decir en descargo
del autor que, al menos en esta oportunidad, el protagonista es
ciertamente simpático, e incluso modesto; lo cual es una rareza
porque hasta el momento Aira nos ha acostumbrado a persona-
jes pirotécnicos (magos fabulosos, estrellas de televisión, atletas
21
Aira, César. La cena. Rosario, Beatriz Viterbo, 2006.

113
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

del sinsentido) que, sabiéndose maravillosos, prefieren ahorrarse


camino en el chiste fácil de la escritura blanda.
Pero, a no preocuparse, que en el mercado global de la co-
cina gourmet hay espacio para todos. Cuando un comensal cae,
ofuscado, en la cuenta de la broma, surge siempre al instante
otro que, goloso, quizá se demore en más de una. Pero –¿quién
sabe?– después de todo, puede que las empanadas de aire sean
una agradable entrada. Pero cuidado: es mejor no abusar. Por-
que ya sabemos, hermano lector, que mucho aire en las tripas
genera extraños fenómenos…


Una puta mierda

Un escritor tiene varios modos de direccionar lecturas. El


más común, y quizá también el más glamoroso o ingenuo, es la
performance mediática (en todas sus variantes). Otro camino,
quizá más arduo pero al fin de cuentas más eficaz, es el pavoro-
so ejercicio de la conciencia. De estos modos, Patricio Pron opta
–según parece– por el que está plagado de obstáculos.
En la contratapa de su novela Una puta mierda, encontra-
mos el siguiente texto firmado por el autor:
La sospecha y la incertidumbre son los temas principales de mi gene-
ración literaria. Un día alguien escribirá las otras cosas de la guerra de
Malvinas de las que yo nada digo aquí: las maestras que nos mentían,
los padres asustados que nos mentían, la prensa imbécil que nos mentía.
Quien lo haga, en particular si es de mi edad, sabrá que aquella guerra
fue para nosotros una victoria secreta porque trajo a nuestras vidas la
mentira y la sospecha, que son las únicas herramientas de un escritor.22

Más allá de la ironía furibunda, hay aquí al menos dos peti-


ciones de lectura: por un lado, se hace explícita una referencia
velada en el texto (esa guerra absurda que soldados inexper-
tos llevan a cabo en unas islas perdidas del Atlántico llamadas
“Maldivas”, sobre la que se articula la novela, ancla ahora la ho-
monimia en un acontecimiento histórico concreto: la guerra de
Malvinas); por el otro, se enarbola el concepto de “generación

22
Pron, Patricio. Una puta mierda. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2007.

114
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

literaria”, la existencia a priori de un “nosotros”, con lo cual la


lectura a todas luces se complica puesto que establece un diálo-
go directo con el horizonte literario actual.
De todas las clasificaciones risiblemente posibles de las que
consta –desde Borges– la enciclopedia china del mundo, la de
“generación literaria” es si no la más arbitraria, al menos la más
belicosa. Porque “re-conocer” en determinados caracteres idiosin-
crásicos de época los rasgos identitarios de una “generación” dada
implica un posicionamiento complejo: por un lado, una “genera-
ción” se posiciona frente a las generaciones que la han precedido,
frente al pasado literario y la tradición; se posiciona a su vez en
su presente, ese “nosotros” funciona no sólo a modo de escudo
protector frente a una realidad que se supone amenazante (léase:
la presencia residual de la o las estéticas de las generaciones que
la precedieron) sino también a modo de línea de avanzada de
algo nuevo y allí es donde esgrime sus pretensiones de futuro, las
proyecciones estéticas a las que como generación aspira.
Insisto: que Patricio Pron mente aquí el concepto de “gene-
ración” en la contratapa de una novela que bien podía ser leída
como alegoría de todas las guerras absurdas que la humanidad
ha padecido y padece, no es accidental ni mucho menos azaro-
so: Pron sabe muy bien que para Walter Benjamin, el crítico es
un estratega en el combate literario. Durante todo el transcurso
de Una puta mierda el lector asiste al modo en que flota sobre
los personajes de esta guerra extrañada una bomba que nunca
estalla ni se retira, cual si fuera un gigantesco zeppelín. Sospe-
cho que, en el proyecto literario que el escritor se ha trazado,
esta novela ha pretendido ocupar esa incómoda función.
Dice el texto:

Ser un soldado no consistía en los hechos más que en esperar como


un disciplinado violinista el gran momento que la gran partitura de la
guerra te destinaba, el momento en que una bala, una bomba, una nube
de gas o cualquier otra calamidad acababa con todos tus problemas. En
ese momento comprendí que esa era la verdad primera y última de la
guerra y su única justificación, y me pregunté cómo no lo había com-
prendido desde el principio, cuando buscaba explicaciones acerca de lo
que sucedía. Mientras me quitaba la venda sólo podía recordar de todas
ellas una, la que nos había dado Wolkowiski la noche que llegamos a las
islas mientras tratábamos de dormirnos en nuestras literas. Wolkowiski

115
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

dijo que íbamos a pelear esa guerra porque nuestro país estaba podrido
pero nos advirtió de que la tropa no debía saber nada al respecto. (…)
contó que unos meses atrás una empresa encargada de realizar unas
excavaciones en el sur del país en busca de minerales preciosos había
interrumpido su trabajo al encontrar que en el subsuelo de nuestro país
no había oro ni plata ni diamantes sino mierda. (115-116)

Sí, sólo mierda –dice el texto–. Y una mierda bien argentina:


léase la última dictadura militar con sus treinta mil desapare-
cidos, la oligarquía terrateniente en connivencia con el poder
yanki, o una hipócrita clase media que durante casi una década
se dijo ciega y bienpensante: mucha mierda para todos los gus-
tos que una guerra quiso ocultar.
Pero decíamos que el autor peticiona aquí también otra lec-
tura desde el presente. No es casual, en este sentido, que Pron-
crítico-estratega se haya dedicado en el último lustro a estudiar
los procedimientos transgresivos de la obra de Copi. El resultado
de esa investigación es su tesis de doctorado Aquí me río de las
modas (Universidad de Göttingen, Alemania) que no sólo echa
luz sobre la obra de un autor hasta el momento muy poco es-
tudiado sino también sobre la literatura argentina de las últimas
dos décadas. El autor ve en la siguiente afirmación emitida por
César Aira en uno de sus ensayos un resumen de su programa,
caracterizado –como se sabe– por la publicación incesante y el
abandono de toda corrección: “Copi alcanzó la cima, la imperfec-
ción, que es la llave para hacerlo todo” porque “el que ha apren-
dido a dominar la imperfección (…) puede hacerlo todo, nada le
está vedado”. A partir de allí, Pron analiza exhaustivamente desde
una perspectiva narratológica la obra del escritor argentino falle-
cido en 1987, escrita casi en su totalidad en francés, observando
especialmente los procedimientos de la llamada “narración para-
dójica” y el modo en que ésta transgrede las convenciones crean-
do relatos breves, novelas y cómics altamente innovadores. Con
todo, las apropiaciones de algunos de sus elementos por parte de
tres escritores argentinos contemporáneos (César Aira, Alberto
Laiseca y Washington Cucurto) resultan, luego de la lectura aca-
bada de esta tesis, meros manierismos de una estética capital de
la que serían deudores. Así, reencontrando a Copi, el derrumbe
del reinado Aira y su “mala escritura” es casi un hecho.

116
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

Pero retomemos la novela, a ver qué dice al respecto: “Un


par de soldados nuevos, uno al que llamaban Madame Pignou
aunque era un hombre y otro que recibía el nombre ridículo de
Copi, discutían acerca de si, al abrir un nuevo agujero, saldrían
más militares argentinos u otra cosa y comenzaron a cavar a un
costado” (111).
Cavar un pozo… Tomar la pala e intentar abrir un nuevo
agujero. De eso se trata y repito: es preciso anoticiarse (algo
que las antologías de “nueva narrativa argentina” que pululan
frescas y de manera continuista en el mercado literario argenti-
no de los últimos tres años no han hecho). Reivindicar el con-
cepto de “generación” supone no sólo un posicionamiento com-
plejo frente al presente y la historia, sino también la conciencia
soberana de que el futuro vendrá a cobrarse con intereses cada
una de nuestras impertinencias. Patricio Pron lo sabe. Yo lo sé.
Y el que no lo sepa, es mejor que calle.

Contar dos veces: el “ejercicio Bruzzone”

César Aira diría que Los topos23 es una novela estupenda.


Juan José Saer la hubiera destinado a las catacumbas de su bi-
blioteca. A pesar de los extremos, ambos quizá pudieran haber
acordado en plantear que, ciertamente, es una novela proble-
mática. Y lo es por varias razones que intentaré exponer aquí.
Ya en la contratapa de su primer libro de relatos, 76, se defi-
nía el singular lugar de enunciación del autor: “En marzo del 76
desapareció papá. En agosto nací yo, el 23. Y en noviembre, dos
días antes del nacimiento de mi prima Lola ­–con quien me casé
a los 27– desapareció mamá. (…) Autobiografía, libro de cuen-
tos, protonovela o novela rota, 76 se comporta como voz actual,
radiante y por momentos desalmada de la pasión libertaria de
los 70. Y de lo que vino después”.24
El fragmento en cursiva es el que abre el texto “Fumar bajo
el agua” –uno de los más logrados, junto a “En una casa en la
playa”–; que ese “yo” predominante en el volumen se ancla-

23
Bruzzone, Félix. Los topos. Buenos Aires, Mondadori, 2008.
24
Bruzzone, Félix. 76. Buenos Aires, Tamarisco, 2007.

117
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

ra paratextualmente como autobiográfico definía, entonces, de


modo eficaz, la instancia de lectura: los dispositivos técnicos
que articulaban lo ficcional pasaban a un segundo plano y la
condición “hijo de desaparecidos”, como postulado identitario,
saltaba al centro de la escena. El cuento en sí narra el reco-
rrido vital del protagonista, desde su nacimiento hasta llegar
a la edad adulta: la desaparición de su madre, la relación con
su abuela materna, la figura del psicólogo como sustituto del
padre, cierta abulia y maleabilidad en la personalidad que lo
hace extremadamente vulnerable a la influencia externa (“…
me hice de nuevos amigos, y como todos fumaban, aprendí a
fumar.” O: “Era raro: ninguno de los chicos de la banda fumaba.
Sólo tomaban whisky y aspiraban cocaína. Así que yo también
empecé con eso y tuve algunos momento intensos.”), el acer-
camiento a una sede de H.I.J.O.S., la relación que entabla allí
con una militante que si bien no es hija de desaparecidos se
embandera en la causa más intensamente que él, el viaje que
realiza con el dinero recibido del gobierno como indemnización
a las víctimas y, finalmente, el casamiento con su prima Lola.
Sencillo y correcto en su formulación, el cuento se cierra con la
siguiente frase: “Sí, y durante el viaje, en alguna noche de lluvia,
cuando todos duerman, salir a cubierta, encender uno de esos
cigarrillos que inventamos y recordar, mientras fumo, todo lo
que pasó, pensar mucho en todo eso, sí; y en todo lo que los
jóvenes de mi generación, durante todo este tiempo, fumamos.”
Comienzo arriesgado si los hay, con estos siete cuentos so-
brios pero auténticos, Bruzzone reivindicaba un “nosotros” ge-
neracional aunando, al plus autobiográfico, el despliegue de
un abanico temático apropiado que espesaba simbólicamente
al gesto: el entramado firme de relaciones horizontales de her-
mandad abonadas por la ausencia de una figura paterna (“En
una casa en la playa”), la interrogación permanente sobre la
historia personal en la búsqueda de la identidad (“El orden de
todas las cosas”), cierto regodeo en la condición de víctima
(“Lo que cabe en un vaso de agua”), la necesidad de saldar ese
vacío a partir de una vocación constructora firme (“Unimog”,
“Fumar bajo el agua”). Ahora bien, esta convicción que 76 pro-
metía como proyecto, frente a la lectura de su primera novela,
si no declina al menos sorprende. Y lo que sorprende, o torna

118
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

problemática la reflexión, es que el texto es básicamente una


reescritura deformante de los relatos, como si el autor se hubie-
ra propuesto deliberadamente someter “su” historia a otra lente;
porque aquello que entonces apenas se insinuaba como cierto
devaneo perversivo del personaje (“Ella sabía que mis padres
habían desaparecido en la dictadura –decir eso suele ser mi
carta de presentación– y supongo que me contó lo de su padre
para que yo sintiera que teníamos algo en común.”) en Los topos
será la máquina trituradora que (de)generará la historia.
En este sentido, es importante destacar cómo la travestiza-
ción se impone en todas las esferas simbólicas de la novela. Si
en los cuentos, en “Fumar bajo el agua” por ejemplo, el perso-
naje era un heterosexual de lo más convencional que formaba
una familia y construía su casa, en Los topos ahora el protago-
nista entabla una relación con una militante de la sede H.I.J.O.S.
que luego –embarazo mediante– interrumpirá para comenzar a
deambular por el circuito de los travestis. Mientras se perfeccio-
na junto a su abuela en el rubro de la repostería y divaga sin
prisa en el submundo de la noche, conoce íntimamente a uno y,
fantasía va, fantasía viene, se enamora. Pero un buen día, Maira
(así se llama) desaparece. La travestización ahora se desplaza a
las relaciones horizontales de hermandad, porque el protago-
nista se lanza en su búsqueda con la sospecha de que el travesti
es ese hermano nacido en cautiverio, ese hermano que su abue-
la siempre deseó encontrar. Más tarde especula que Maira es,
o fue, una especie de travesti justiciero de ex represores y aquí
es donde el travestismo (en un tercer movimiento) ingresa a la
órbita de la política, porque esa sospecha es abonada desde la
misma organización H.I.J.O.S.. El protagonista sigue una pista
y parte hacia Bariloche en pos de su hermano-travesti-novio.
Llega allí, ingresa en el rubro de la construcción, entabla amis-
tad con un albañil y conoce al Alemán, un hombre perverso y
sádico que incluso se vanagloria de ello. Entonces comienza a
sospechar (sin que el lector se entere por qué) que el Alemán
sabe, o es el culpable, de la desaparición de Maira. Trama un
plan: se travestirá él mismo a fin de seducirlo y vengarse. Pero,
para su sorpresa, se enamora de su verdugo (fantasía paterna)
y termina travestido hasta el caracú, con tetas, rizos y sin poder
escapar de la muerte segura.

119
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Con todo, lo más notable de la novela es que este proceso de


trituración deformante, por el cual Bruzzone somete a los prin-
cipales ejes temáticos sobre los que se articulaba 76, produce
un efecto de distancia radical: aunque la narración se asiente en
una primera persona, la incorporación de elementos incoheren-
tes o desopilantes a la trama suma comicidad a las peripecias
trágico-bizarras que sufre el protagonista. Y es ese punto donde
se cruzan lo chistoso, lo políticamente (in)correcto y el plus auto-
biográfico que se reivindica, lo que torna problemático al texto.
Veamos la siguiente reflexión del narrador luego de sufrir un
accidente y tomar un taxi:

El taxi que me llevó lo manejaba una mujer. Una persona demasiado


atenta y servicial que todo el tiempo me preguntaba si me sentía bien
(…) y por todos los medios quería saber qué me había pasado. Y tanto
insistió que al final le expliqué. Pero cuando empecé a articular una
cosa con otra me di cuenta de que la historia no iba a terminar nunca.
Es decir: la caída era el final para ella, pero ¿cuál era el final para mí?
En un momento hasta me pareció que la mujer iba a sacar una libreta y
a escribir la novela de mi vida mientras dábamos vueltas por la ciudad.
También se me ocurrió que ella era la materialización de una especie
de conciencia remota, la conciencia de Lela o la de mamá o la de al-
guien interesado por mí, cualquiera, y que en cierta forma se ocupaba
de pesar mis actos y compararlos con los de una complicadísima tabla
de valores.

La sospecha de Félix Bruzzone sobre el arte de la novela es


certera. Como bien nos recuerda Jacques Rancière un autor es
un garante, un especialista en mensajes, es el que sabe discernir
el sentido entre el ruido del mundo, es quien puede apaciguar,
mediante la letra, el rumrum de la querella, quien señala el borde
del abismo, el borde de la angustia, y luego intenta cruzarlo. Es
alguien que ante el dinamismo de las energías productivas opone
una capacidad simbólica que precede al ejercicio del poder.
Quienes supimos alguna vez ampararnos en la condición
de “víctima” –cualquiera sea su tipo–, sabemos que, una vez
que esta consigna se enuncia, lo más saludable es desmantelar
cuanto antes la fácil coartada. El “ejercicio Bruzzone” (contar
primero la historia en clave trágica y luego en clave cómica o
grotesca) si bien no es garantía de buena literatura, es –creo en-

120
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

tender– un modo apropiado, y muy legítimo, de exorcizar fan-


tasmas. Y si luego de esta aventada el deseo de relato pervive,
es preciso, entonces, lanzarse a escribir de verdad… mintiendo.

Pedagogía, narrativa y deporte

En los textos de Martín Kohan hay un preocupación –­a mi


entender– central. Esa preocupación que, con variaciones, se
formula a lo largo de sus libros podría quizá resumirse –a partir
de una lectura atenta de Segundos afuera25– en la siguiente pre-
gunta: ¿Cómo conciliar narrativamente los nodos conceptuales
pertenecientes a la “alta cultura” con los grandes fenómenos de
identificación y movilización de “masas”? Subrayemos que lo
masivo, aquello que luego cristaliza significados en el “mito”, es
de por sí para Kohan altamente atractivo –ya sea como proble-
ma a razonar en sus ensayos (“Eva Perón”, “San Martín, el padre
de la patria”) o como eje temático a abordar en sus ficciones
(fútbol y deportes, la heroicidad, la praxis revolucionaria en una
coyuntura política dada, etc.).
El hecho de que Kohan comenzara su periplo narrativo pu-
blicando en la colección de Novela Histórica de la Editorial Sud-
americana durante los años 90 no es un dato menor. Si bien, en
sus comienzos, abordar dicha preocupación con los artificios
formales que le ofrecía el género le permitió desentenderse de
la certeza de que ya el Pop Art, a mitad del siglo XX, había
ensayado algunas respuestas estéticas a esa misma inquietud
–respuestas que se actualizaron, por ejemplo, muy cabalmente
en la obra de Manuel Puig–, también le imprimió temprana e
irrevocablemente a su escritura cierta “pedagogía en las formas”
de la que hasta el momento Kohan no ha podido desprenderse.
Veamos, por ejemplo, cómo está orquestada su última y qui-
zá –junto a Dos veces junio­­– más lograda novela: Museo de la
revolución.26 El narrador protagonista llega a México comisio-
nado por un editor para hacer algunas gestiones y contactar a
una mujer, Norma Rossi, puesto que ella tiene en su poder el

25
Kohan, Martín. Segundos afuera. Sudamericana, Buenos Aires, 2005.
26
Kohan, Martín. Museo de la revolución. Buenos Aires, Mondadori, 2006.

121
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

manuscrito de un guerrillero y quiere entregárselo. La novela se


sucede entonces combinando estas dos historias, la de Rubén
Tesare (el autor del cuaderno en cuestión), un joven estudian-
te de abogacía de veintitrés años que es detenido por un co-
mando militar en 1975 mientras cumple las instrucciones de su
organización guerrillera, y la de Marcelo, el joven que llega a
México buscando ese manuscrito que, con el correr de los días,
no logrará obtener puesto que su dueña dilata la entrega y a
cambio le ofrece extensas escenas de lectura. Norma Rossi le
lee a Marcelo el cuaderno de Rubén Tesare, y ¿qué contiene el
cuaderno?: sesudas reflexiones sobre la revolución, sobre Marx,
Lenin, Trotsky… ¿Y Marcelo qué hace? Escucha las lecciones
del revolucionario en boca de su improvisada maestra que es
–por cierto– veinte años mayor que él. El “saber” cristalizado,
“normalizado” en el cuaderno, se imparte y el lector –el lector
modélico de Kohan, claro– lo agradece.
Si a partir de Borges, el binomio saber/representación en-
traba ineluctablemente en crisis –una crisis que ha recorrido
incluso todo el pensamiento occidental contemporáneo desde
que el profesor Michel Foucault se desternillara de la risa con
“El idioma analítico de John Wilkins”–, la narrativa de Kohan
evade con arrojo esta conflictiva puesto que el principal pilar
sobre el que se asienta es, en principio, un plus de saber: la
investigación historiográfica que supone la elaboración de un
texto que cuadre dentro del género novela histórica, la investi-
gación filosófica en el campo de las ideas para dar sustento –en
este caso– al escrito monográfico de Tesare, o la investigación
cuasipolicial a partir de fuentes gráficas en –por ejemplo– Se-
gundos afuera. El saber, en los textos de Kohan, no sólo debe
necesariamente existir sino que además debe necesariamente
ser impartido para que la narración tenga lugar.
En este sentido, resulta esclarecedor observar cómo los ex-
tensos diálogos entre Ledesma y Verani (un periodista de cultu-
ra y otro de la sección deportes, respectivamente) ya diseñaban
en Segundos afuera aquella relación maestro/alumno que an-
teriormente apuntáramos en Museo... Veamos un diálogo cual-
quiera: “–Le digo porque usted se embala y me pierde de vista
que estamos hablando de un músico exquisito, de un músico
de vanguardia; usted me hace un menjunje de todo y se piensa

122
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

que da lo mismo una sinfonía de Mahler que una zamba o una


cueca. / –Usted dijo folklore, yo no. / –Se lo digo para que usted
entienda, Verani, pero usted no entiende. / –Puede ser que yo
no entienda, no se lo voy a negar. Pero usted reconozca que no
lo está explicando bien.” Uno, Ledesma, defiende a lo largo de
toda la novela la música de Mahler, de Strauss, los valores de la
“alta cultura”; el otro, Verani, especie de bruto devenido perio-
dista que se emociona con las multitudes y el deporte, opone
escasos argumentos y escucha paciente las lecciones. El mundo
del deporte es, en este sentido, el polo del opuesto del deber y
la cultura; es “lo real en sí”, lo que acontece y oficia de escena-
rio y, a la vez, marco feroz. En Dos veces junio, por ejemplo, el
mundial del 78 es el atroz telón de fondo donde se desarrolla la
oscura trama de represión, torturas, complicidad y muerte que
rodea al narrador protagonista.
Pero volviendo a Segundos afuera, en el medio, concilian-
do posiciones entre ambos periodistas, irrumpe el narrador
(en la página 122): “Porque si Ledesma pretendía que el mun-
do del cuarto de hotel escapara de la irradiación invasora de
la gran pelea, tenía por fuerza que relativizar la hipótesis de
la expansión totalitaria que el mismo postulaba. Para tener
razón contra Verani, tenía sin embargo que darle la razón a
Verani. No lo dije por conformar a los dos ni por resultar salo-
mónico. Pero vi asentir a uno y a otro y supe que los había
convencido a ambos.” Así, lo “real”, el “acontecimiento” del
que da cuenta la prensa gráfica, la gran pelea entre el argen-
tino Firpo y el norteamericano Dempsey –y con ella la gran
multitud que la sigue– y, por otro lado, la extraña muerte de
un músico suizo que es dirigido por la batuta de Strauss en la
Buenos Aires de 1923, esas dos realidades consideradas hasta
el momento de manera inconexa, el narrador intenta unirlas,
conciliarlas, en la hipótesis que baraja junto a los periodistas
para explicar esa muerte. Pero, cuando la novela ya ha tenido
lugar, el testimonio del músico argentino que reemplazó en
su momento al suizo vuelve a escindir ineludiblemente las
esferas: la narración gana entonces la partida y, con ello, el
autor se asegura más variaciones tesoneras para un mismo
artificio. Los puntos ciegos, las historias no contadas y que se
vislumbran entre los intersticios de lo dicho, adquieren con

123
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

todo –hacia el final del texto– tanto peso como la “realidad


deportiva” que se impone.
Asimismo, debemos señalar que este plus de saber sobre el
que se asientan los textos supone también el despliegue de una
estrategia de escritura, aquello que comúnmente llamamos “es-
tilo”, caracterizado aquí por la utilización de un lenguaje llano,
altamente comunicativo, que apunta –ante todo– a la “naturali-
dad”. Así, leemos en Los cautivos (sic): “…contar bien es como
cagar bien. Ni muy blando ni muy espeso. Mejor de un tirón que
tardando. Mejor sueltito que con trabajo…”.

Sodoma y Gamerro

Es difícil que alguien pueda olvidar el comienzo de Las Islas


(1998), la ópera prima de Charly Gamerro, en donde luego de
la descripción de la apoteótica torre de cristal de la empresa
“Tamerlán e hijos” asistíamos a la sodomización rimbombante
y disparatada de un padre, el multimillonario señor Tamerlán,
a su hijo, un yuppie gay y melifluo que supuestamente debía
sucederlo. Comienzo provocador si los hay, Gamerro graficaba
entonces el violento ejercicio del poder de una década corrupta
e inmoral –la de los 90– en el locus fractal más afín del cuerpo.
Comienzo auspicioso que luego se sucedió en la publicación de
dos novelas menores –El sueño del señor juez (2000) y El secreto
y las voces (2002)– para felizmente retomar la tensión narrativa
seis años después en La aventura de los bustos de Eva (2004),
publicada por Belacqua.
En La aventura…27 nos volvemos a encontrar con Tamerlán:
ahora estamos a mediados de la década del 70 y Argentina se
debate entre las promesas revolucionarias de diversas organiza-
ciones guerrilleras y un creciente militarismo de Estado. Nues-
tro antihéroe, Ernesto Marroné, jefe de compras de la empresa,
entra en escena a partir del secuestro de Tamerlán por parte de
Montoneros, quienes exigen para liberarlo que se coloque un
busto de Eva Perón en cada una de las oficinas del edificio y
como prueba de vida envían un dedo del empresario, el mismo
27
Gamerro, Carlos. La aventura de los bustos de Eva. Barcelona, Belacqua, 2007.

124
Acerca de la mierda y el ojo del culo argentino

con el que solía desvirgar a sus empleados principales antes de


promoverlos a puestos gerenciales. Marroné, que ha conocido
íntimamente ese dedo, intentará conseguir los 92 bustos en la
yesería Sansimón justo al momento en que se sucede la toma de
la fábrica por parte de los trabajadores. A partir de allí no hay
brújula que nos salve porque –¿cómo decirlo?– si a Marroné le
sucede de todo (queda encerrado en la fábrica, encuentra a un
ex compañero de escuela, se proletariza, busca y cuestiona su
identidad, clase y familia) y aun así no se produce en él ninguna
transformación de peso, cualquier lector desprevenido podrá
caer sin esfuerzo en las mil trampas que le tiende el autor.
Pero volvamos a Sodoma –que es el capítulo bíblico que más
le divierte–: Marroné (“Marrón Villa” o “Marrón Caca” como le
decían sus compañeros del colegio St. Andrew’s) lee literatura
de autoayuda y de estrategia empresarial, intenta ser un “creati-
vo” exitoso, ganar amigos y “visualizar” siempre la felicidad en
sus actos, es un verdadero yuppie que de lo único que sufre en
su vida es de su vientre (le cuesta muchísimo ir al baño), de su
esposa (no la ama, incluso la detesta), de su sexo (es eyaculador
precoz) y de su color (es un “cabecita negra” adoptado por un
matrimonio rico).
Erróneamente podrá pensarse que esta novela es de crisis
identitaria ­(primera trampa); para que haya crisis debe haber
conflictiva y este personaje está demasiado embebido de rela-
tivismo posmoderno para que en algún momento lo roce ape-
nas alguna disyuntiva de época. Leamos lo que dice acerca de
las distintas posiciones políticas asumidas por la patronal y los
obreros en una asamblea: “Habían entendido: el ejercicio estaba
resultando un éxito. Las posturas eran eso, posturas: no esta-
ba comprometida en ellas la identidad, podían cambiarse con
que se saca o se pone un sombrero.” Marroné es un “moderno
quijote andante” –según reza su bibliografía– protegido por la
más crispada armadura que pueda siquiera soñarse: la de la
ideología, que más se crispa cuanto más se niega. Y al fin de
cuentas, lo que también nos ha enseñado la posmodernidad es
que con personajes impermeabilizados de látex tampoco puede
haber nunca verdadera aventura (segunda trampa: “novela de
aventuras”). Pero la más evidente y por eso quizá la menos be-
névola de ellas es la de leer esta novela como “novela histórica”.

125
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

A pocas páginas de comenzado el texto comprendemos que


los violentos 70 son apenas un simpático escenario de cartón
pintado y mampostería donde el autor elije desarrollar su trama.
Ya lo dijo Juan José Saer y Carlos Gamerro lo sabe muy bien:
la reconstrucción del pasado no deja nunca de ser simple pro-
yecto, a lo sumo las novelas históricas que entendemos como
tal construyen una idea, una visión del pasado que es propia
del observador. En ese sentido, es justo decir que la aventura
de Ernesto Marroné es el más digno episodio literario que pudo
tramar este autor con su época.

126
Kincón baja en ascensor

La relación entre los textos La muerte baja en ascensor (1955)


de María Angélica Bosco y Kincón (1964) de Miguel Briante,
aunque resulte simpática, no es para nada antojadiza. En el año
1971 la profesora Haydée M. Jofré Barroso y la conocida autora
de novelas policiales María Angélica Bosco publicaron en Com-
pañía General Fabril Editora la Antología consultada del cuen-
to argentino, reuniendo a los “diez mejores cuentistas jóvenes
argentinos” (menores de cuarenta años). La selección –que se
abre con Briante y reúne a Juan José Hernández, Abelardo Cas-
tillo, Liliana Heker, Amalia Jamilis, Marta Lynch, María Esther
De Miguel, Daniel Moyano, Germán Rozenmacher y Fernando
Sánchez Sorondo– habría sido fruto de una extensa encuesta
realizada entre reputados especialistas y es presentada con es-
tas palabras: “La actual narrativa es, en parte, el producto del
agotamiento de las formas consagradas, que ha estado agitando
profundamente a las nuevas generaciones de escritores, mien-
tras que las anteriores se acomodan a las situaciones ya adquiri-
das; y esto, no solamente en el terreno literario, sino también en
el mental, social y aun político: casi tres lustros de peronismos
son los responsables de un tipo determinado de literatura”. Las
compiladoras distinguen así la “vieja guardia”, representada en
formas o patrones literarios gastados, para anunciar inmediata-
mente el cambio propuesto por esta “joven guardia” (sic): “Tres
momentos aparecen claramente expresados en este cambio de
guardia: el primero, de insubordinación, en el que la actitud
es tomada en forma global; luego, aquel en el que aparecen las
definiciones estableciendo las diferencias; finalmente, la apa-
rición de los independientes, cuyo trabajo serio, su rebeldía y
sus ideas combativas nos los muestran inclinados al examen del
pasado argentino, y a la conquista de su futuro”.
No obstante, a pesar de la afirmación mayestática, no que-
da claro en el devenir discursivo de la presentación a qué
vieja guardia se refieren las compiladoras; si a los escritores
nucleados en torno a la llamada “Generación del 55” o a los
nucleados en torno a la generación anterior, la “Generación

127
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

intermedia”;28 si esta vieja guardia alude a “Los Parricidas” o


a “Los Martinfierristas”;29 a los de la “Generación de 1940” o a
la “Generación de 1950”;30 si la vieja guardia nuclea a todos
los escritores de la “nueva novela” estudiada por Jorge Laffor-
gue31 (en referencia a los escritores que comienzan a publicar
después de 1945), a los nucleados en torno a esa “nueva pro-
moción” estudiada por Noé Jitrik32 o a los que Ángel Rama de-
nominó de un modo amplio “Generación del Medio Siglo”,33 a
fin de referir al menos a tres generaciones de escritores que en
la década de 1960 coexisten con una vasta y consolidada obra.
Más allá de los diversos reordenamientos que la crítica estable-
ció sobre estas décadas para estudiar los grupos vanguardistas
del 25, los críticos del 40, y los más recientes del 55 (la orga-
nización es de Anderson Imbert34), hay un común acuerdo en
señalar que los escritores que comenzaron a publicar después
28
Gregorich, Luis. “Desarrollo de la narrativa: La generación intermedia” en:
Capítulo. La historia de la literatura argentina. Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina, N° 51, julio de 1968, pp. 1201-1206.
29
Emir Rodríguez Monegal sitúa hacia el año 1945 el surgimiento de la gene-
ración de “Los Parricidas”, los escritores de esta nueva generación proyectan
entre 1945 y 1955 su mayor labor creativa caracterizándose, básicamente, por
una reacción negativa en contra de los miembros de la generación del 25, “Los
Martinfierristas”, vinculados fundamentalmente al grupo Sur. El nacimiento de
la generación “parricida” coincide con el surgimiento de dos revistas que seña-
larían el nuevo camino de la literatura: Contorno y Ciudad (ambas comienzan
a publicarse en 1954). Años después, Rodríguez Monegal amplía las fronteras
nacionales y señala que la llamada “nueva novela” agrupa a varias generaciones
y grupos de escritores (Rodríguez Monegal, Emir. El juicio de los parricidas.
Buenos Aires, Editorial Deucalión, 1956, cap. IV, pp. 83-97).
30
Fernández Moreno, César. “¿Qué es la América Latina?” en: América Latina en
su literatura. César Fernández Moreno (coord.), México, Siglo XXI, 1986.
31
Lafforgue, Jorge. “La narrativa argentina actual” en: Nueva novela latinoame-
ricana. Buenos Aires, Paidós, 1972, vol. II, pp. 11-29.
32
El trabajo de Noé Jitrik La Nueva Promoción (1959) analiza la obra de seis
escritores a primera vista disímiles (Alberto Rodríguez, Antonio Di Benedetto,
Beatriz Guido, H. A. Murena, Juan José Manauta y David Viñas) y encuentra
en ellos una serie de coincidencias, sintetizando las principales directrices que
caracterizarían la narrativa de la década del 50.
33
Rama, Ángel. “Los contestatarios del poder” en: Novísimos narradores his-
panoamericanos en marcha (1964-1980). México, Ediciones en Marcha, 1981,
pp. 9-48.
34
Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana. Méxi-
co, FCE, 1966, 5ª ed., Vol. II.

128
Kincón baja en ascensor

de la caída del peronismo se han caracterizado por una actitud


de retorno a América como centro de atención de sus ficciones
y, en lo temático, por profundizar en lo referente a la realidad
nacional en un panorama cultural ya radicalmente modificado
por la aventura peronista y por el influjo del existencialismo
francés de la segunda posguerra. Pese a la diversidad de las ma-
nifestaciones, esta producción podría caracterizarse entonces
por su revisión de los valores éticos y estéticos de la mano de
la filosofía sartreana, y la incorporación de técnicas procedentes
de los nuevos medios de comunicación (la estética del cine, el
periodismo, etc.).
Pero es quizá cuando las compiladoras presentan a Miguel
Briante que puede suponerse con qué generación intentan
identificar distintivamente a “los nuevos”:

Para su presentación –explican– Briante ha preferido un juego bor-


giano: la invención del otro yo, el desdoblamiento de la personalidad;
¿el escritor como imperativo dentro del hombre? ¿el ser ficticio gober-
nando al ser real en la carne? Briante debería responder y no nosotros,
pero lo cierto es que tal elección muestra que el intelectualismo domi-
na en el autor. Intelectualismo que se hace visible en los dos cuentos
que ha preferido publicar aquí, uno ya editado, y el otro inédito. Y en
este último, curiosamente el protagonista es otra vez Pablo Aldazábal,
el otro Briante.35

El “Pablo Aldazábal” a través del cual Miguel Briante des-


pliega, con maestría, la temática del doble al postular (en la
autopresentación que antecede a su relato) a un personaje
ficticio como verdadero autor de los textos publicados por el
Briante-periodista-real, sujeto que sería al fin una máscara, una
pantalla con mucho saber sobre actualidad, “sobre estudiantes
y obreros muertos” (21), pero que “como todo crítico es apenas
un escritor que no puede escribir” (21); ese Aldazábal, pues,
el que confiesa ser el verdadero autor de la obra es el mismo
personaje cuya voz articula el cuento “Uñas contra el acero del
máuser”, ese conscripto estudiante universitario que ante las
recurrentes humillaciones que sufre víctima de sus superiores
35
Bosco, María Angélica y Haydée Jofré Barroso. Antología consultada del
cuento argentino. Buenos Aires, Compañía Fabril Editora, 1971, p. 9.

129
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

devuelve el fluir de su conciencia con insultos que interpelan


al “Discurso Gorila”. Cito: “con los ojos brillantes de rabia, sin
sentir dolor, mirar a ese negro de mierda demostrándole que no
tengo miedo”.36 Ese insulto, “negro” o “negro de mierda”, vuelve
una y otra vez en la trama como la única venganza discursiva
posible a la que puede acceder el conscripto humillado por una
clase social que juzga como inferior pero a la cual el régimen
castrense entroniza.
En concordancia, pues, con esta autopresentación es que
puede afirmarse que la obra de Miguel Briante encuentra su
piedra fundacional en “Kincón”; tanto el relato (1964) como la
expansión brutal y jadeante de esa voz en la novela homónima
(1975) recrean la historia de este ex policía de origen brasileño
cuya fealdad y fuerza le valen su apodo y su sino: ser un mar-
ginal que habiendo sido primero reclutado por el poder resulta
luego excluido de todo orden social (la familia, la fuerza policía-
ca, la barriada) a causa de su misma excesividad monstruosa.37
Porque se trata de un personaje que crece en textualidad duran-
te la noche oscura del Mato Grosso, sorprende que en el texto
que antecede a su primera reedición (Las hamacas voladoras
y otros relatos, 1987) Briante traiga a colación la figura de Bor-
ges para caracterizar el cuento y, con esto, poner en discusión
toda su propedéutica de y sobre el género: “Declaradamente
literario, ‘Kincón’ prohíbe no hacer declaración de Borges; lo
mismo para ‘Sol remoto’, que nació de una frase de Joyce sobre
las estrellas extinguidas y no elude cierta proximidad con la
ciencia-ficción” (10).
Curiosa declaración de principios: “‘Kincón’ prohíbe no ha-
cer declaración de Borges”. ¿Qué está diciendo Briante aquí, sin
más, al conjugar figuras tan dispares como el primitivo y brutal
Kincón con el ciego erudito? ¿De qué valencias “gorilas” (recor-
demos ese recurrente “negro de mierda” que espeta su doble,
Pablo Aldázabal) se desprende su literatura al homologar al aso-
cial Kincón con el cultor del policial inglés y luego mentar los
36
Briante, Miguel. Las hamacas voladoras y otros relatos. Estudio posliminar de
María Rosa Lojo. Buenos Aires, Puntosur, 1987, p. 116 (2ª ed.) (1ª ed. Bs. As.,
Falbo librero, 1964; 3ª ed. Bs. As., FCE, 2014).
37
Briante, Miguel. Kincón. Buenos Aires, Sudamericana, 2005, 2ª ed. (1ª ed.
1975).

130
Kincón baja en ascensor

“soles remotos” y las estrellas extinguidas de Joyce? ¿Qué dice


esta apuesta sobre el corsé genérico propuesto por la “Edad de
Oro” del policial argentino? Y más: ¿Qué dice esta apuesta sobre
el funcionamiento mismo del género en sociedad, sobre su tan
mentado éxito de ventas, sobre su “necesaria” imbricación en
tanto mercancía-cultural en sociedades escindidas, estamental-
mente desiguales?
Para ir arriesgando respuestas, quizá sea preciso abordar
algunas de las novelas de María Angélica Bosco quien –a dife-
rencia de Briante– es, desde sus mismos comienzos literarios,
una declarada cultora del género. En la reciente reedición de
La muerte baja en ascensor, Ricardo Piglia asegura que la no-
vela “se liga a ese nuevo espacio de lectura del género; afirma
los clásicos presupuestos del relato de investigación y a la
vez los renueva y los modifica”, y que su gran logro ha sido
“quebrar el molde típico de las dos tramas superpuestas que
definen el género desde su origen (cómo se cometió el crimen
y cómo se lo descifra). Con una prosa de alta calidad, atenta
a los matices de la distinción social y a los signos de clase,
Bosco logra desplegar en el presente de la investigación una
intriga en la que nuevas muertes perturban –o iluminan– el
enigma policial”.38 En efecto, las dos tramas que orquestan el
género, en la novela de Bosco –publicada curiosamente el mis-
mo año en que la Revolución Libertadora se alza con el poder–
se enriquecen con el ingreso de las plurales hablas de la bulli-
ciosa ciudad moderna, las cuales son ahora reunidas en tanto
sospechosas de un siniestro crimen. Así, esta exaltación de la
ciudad babélica donde los personajes de pronto se afincan en
busca de autosuperación, siendo uno de los tópicos recurren-
tes de la literatura del momento, se convierte en las primeras
novelas de Bosco en el gatillo que dispara sus intrigas policia-
les: en La muerte soborna a Pandora (1956), tanto las dueñas
del salón de belleza como la narradora que intenta develar las
misteriosas muertes provienen de pueblos de provincia y es
en ese alejarse del origen donde se cifra la clave de su creci-
miento económico-profesional y la expansión de su identidad

Bosco, María Angélica. La muerte baja en ascensor. Prólogo de Ricardo Piglia.


38

Buenos Aires, FCE, 2013, p. 10 (1ª ed. 1955).

131
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

femenina. En ¿Dónde está el cordero? (1965), este tópico ya se


desdobla y complejiza en una historia policial ambientada en
un pueblo de provincia y en el proceso de gestación de esa
misma trama por parte de una escritora –haciendo gala de su
falta de prejuicios y de su libertad sexual dentro de la élite
intelectual que en su madurez frecuenta, Cecilia recuerda su
pasado pueblerino, esa “tristeza de los atardeceres en los pue-
blos” donde “la luz gris es la gran invasora” que “vive una lenta
muerte de vejez” (27)–.39
Como se recordará, durante la década peronista la creación
de nuevos empleos ligados a la industria produjo una signifi-
cativa migración interna que cambió de cuajo la fisonomía de
las grandes urbes. La estructura legal dentro de la cual habían
venido funcionando las organizaciones sindicales que acompa-
ñaron el surgimiento de este nuevo actor social es desbaratada
en 1955 con la Revolución Libertadora en un drástico intento
de aniquilar así todo vestigio de ideología peronista. Sin embar-
go, contrariamente al efecto buscado, la proscripción violenta,
además de reforzar cierta noción de identidad, generó una pro-
gresiva militarización de la resistencia (Gordillo 2003) que hacia
comienzos de la década del 70 –cuando se publica la Antología
mencionada– ya se auguraba sangrienta. En este sentido, no es
casual que un escritor como Rodolfo Walsh sólo pudiera urdir
Operación masacre (1958) o ¿Quién mató a Rosendo? (1969),
des-realizando críticamente las operaciones compositivas de
Variaciones en rojo (1953) –ese volumen de relatos policiales
publicado el mismo año de su conocida antología Diez cuen-
tos policiales (1953)–: porque “mientras uno está fuera de todo
contacto con la acción política –le dice Walsh a Piglia en el
año 1973–, ya sea directa o por el medio que te rodea, uno
está alienado en el concepto burgués de la literatura”. Y más:
“Sos un inocente en realidad, vos estás en realidad compitiendo
con esos tipitos a ver quién hace mejor el dibujito cuando en
realidad te importa un carajo, porque vas a estar compitiendo
con estos tipos… hasta que te das cuenta que tenés un arma:

39
Bosco, María Angélica. La muerte soborna a Pandora. Buenos Aires, Editorial
Conjunta, 1977 (1ª ed. 1956); ¿Dónde está el cordero? Buenos Aires, Emecé,
1965.

132
Kincón baja en ascensor

la máquina de escribir. Según cómo la manejás es un abanico o


es una pistola”.40
Se sabe, el género policial surgió en Occidente conjuntamen-
te con la revolución industrial y la burguesía, en un momento
de cambios significativos en la sociedad: un gran crecimiento
poblacional en las grandes ciudades y el consiguiente anoni-
mato progresivo del individuo respecto a los conciudadanos;
transformaciones en los medios de transporte y aceleración
del desplazamiento de hombres y mercancías; sacudimiento de
las creencias (religiosas) que al fin expulsan lo sobrenatural
del ámbito de la vida cotidiana para entronizar a la razón; el
desarrollo del paradigma indiciario como modelo de indaga-
ción jurídico-policial y cambios en lo referente al ámbito legal
y criminológico; el vigoroso desarrollo de diferentes disciplinas
científicas empíricas (biología, medicina, criminología positivis-
ta, etc.); la aparición de la prensa masiva, etc. Con todo, la opera
prima de María Angélica Bosco publicada en la colección El
Séptimo Círculo reúne todos los tópicos del género y los actua-
liza en su tiempo y lugar de un modo flagrante: si en La muerte
baja en ascensor los espacios de la ciudad son recorridos por
las fuerzas del orden (el comisario Ericourt y sus ayudantes), el
ascensor donde la muerte encuentra su primera víctima es la si-
nécdoque perfecta, de urbanidad y comfort, de desplazamiento
hacia arriba y hacia abajo que el sueño de movilidad social de la
ciudad burguesa de mitad de siglo XX promete. Y es porque el
edificio de departamentos modernos es capaz de albergar todas
las clases y todas las voces de la gran metrópoli y sus arrabales
(un prestigioso médico apellidado Luchter, un hombre lisiado
que vive con su hija y su ex mucama, un joven de vida licencio-
sa, emigrados alemanes sospechados de colaboracionismo nazi,
el portero y su mujer, y hasta el muchacho de los mandados de
la lavandería), por eso mismo, es que puede o debe dar lugar al
crimen: el cadáver de esa bella mujer muerta que baja en ascen-
sor es la puesta en escena de la “crisis” del viejo orden que el
policial viene a narrar.

40
Saítta, Sylvia y Luis Alberto Romero (comps.). Grandes entrevistas de la histo-
ria argentina. Buenos Aires, Punto de lectura, 2002, p. 405.

133
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Además de publicar la antología mencionada, María Angélica


Bosco da a conocer por esas fechas el ensayo, de perfil biográfi-
co, Borges y los otros (1967) y escribe varios guiones encargados
por el programa División Homicidios (una serie de televisión
que se trasmitió por el Canal 9 de Buenos Aires, entre julio de
1976 y octubre de 1978). Fechas nefastas si las hay para un pro-
grama que se planteaba resolver un enigma policial en la hora
y media que duraba; los primeros creadores del ciclo fueron el
comisario de policía Plácido Donato y el escritor Marco Denevi.
La idea original del proyecto, nacida de los productores Oscar
Belaich y Germán Klein, era ofrecer un producto que compitie-
ra con las series estadounidenses a partir de historias orques-
tadas con “materiales nacionales”; Denevi entonces exhumó a
su inspector Baigorri (de la novela Rosaura a las diez, 1955) y
Plácido Donato aportó crónicas de archivo de Policía Federal
Argentina, institución que apoyó el programa. Luego de dieci-
séis episodios, Denevi renuncia y es remplazado por Bosco.41
Pero la importante inserción de María Angélica Bosco en la
Argentina de fin de siglo (como directora del Fondo Nacional
de las Artes, conductora del ciclo radial “Radiografía de un best
seller” por Radio Nacional o secretaria en la Sociedad Argentina
de Escritores, premiada por el Rotary Club en 1987 y condeco-
rada por el gobierno de Italia con el título de “Cavaliere de la
Orden del Merito”, en 1989) expresa también otra cosa, algo
denso presente en sus ficciones que no puedo evitar unir a la
imagen de “kincón” y que quizá –me pregunto– responda a
cierta matriz cosificada del género como instancia de validación
literaria en el mercado de la cultura.
Según declara la autora en la contratapa del libro, La muerte
vino de afuera (1982) nació de un debate por televisión sobre
la pena capital. En efecto, el gran tema que atraviesa la trama
policial orquestada en torno al asesinato de un juez es el de la
posibilidad de encarnar la justicia por mano propia.42 La novela
gana fuerza al dar voz a los sectores involucrados: la clase me-

41
Cfr. Nielsen, Jorge. La magia de la televisión argentina 1971-1980. Bs. As.,
Ediciones del Jilguero, 2006.
42
Bosco, María Angélica. La muerte vino de afuera. Buenos Aires, Editorial
Belgrano, 1982.

134
Kincón baja en ascensor

dia que se convierte en víctima de robo, violación y asesinato y


que luego desea la venganza está encarnada en la voz de Alejo
Schoeder; la clase alta está representada en Fina, la amante del
juez Lucio Alberti, y en su ex marido, el adinerado Boy Olagüe;
la voz de los desclasados es también atendida por una narración
abierta a variados recursos a través de, por ejemplo, la madre
del Chino López, el compañero de cárcel de donde se fuga el
principal sospechoso. Sin embargo, es en la nominación irónica
donde la ideología del texto se manifiesta y clausura toda po-
sibilidad de juego: la reincidente forma de llamar al supuesto
criminal “putín” o de burlarse de “la gorda” que tiene muchos
hijos, parangón de la clase media recién venida y “grasa”, marca
al fin la pertenencia de clase y el éxito o no de la apuesta (“la
gorda Urquiola se regocijaba, feliz de verse en aquella casa aun-
que desaprobaba el austero estilo de los muebles coloniales y
la chispa de burla en la mirada de Teresa”, 110).
Es interesante observar que la trama al fin explica y conva-
lida el accionar del verdadero asesino, generando empatía con
ese fiscal que ha cometido la venganza en estado de enajena-
ción mental, ya que es su misma condición de víctima la que
lo redime transformándolo de asesino en justiciero: temprana-
mente huérfano ha vengado con sangre esa pérdida matando al
peón que le diera muerte a sus padres (primer acto de arrebato
justiciero), para luego convertirse en una nueva víctima de esa
“cadena de pérdidas” desencadenadas por el peronismo: “Lle-
gado a la mayoría de edad, Encarna (la tía del fiscal Félix De-
marchi) le anunció que el campo del padre había sido vendido
tiempo atrás, para que subsistiéramos, con las leyes de Perón
los arrendamientos quedaron congelados y ni para garbanzos
daba” (107). El fiscal, devenido asesino, viene a corregir así el
defectuoso brazo de esa justicia que en teoría (recordemos que
la novela se publica en 1982, un año antes de la vuelta a la de-
mocracia) no avalaba la pena de muerte, aunque en la práctica
la sangre no parara de manar.
Si el “Kincón” de Briante, entonces, se escapa por los tejados
con la coartada del juego borgeano avant la lettre, el “kincón”
de María Angélica Bosco, con su textualidad entretejida de cau-
sas penales, informes de juzgado y veredictos, con sus “putines”
y sus “gordas”, queda atrapado en el atroz ascensor de su éxito.

135
Escorzos sobre terrorismo e imagen

El lugar común supone que la acción terrorista se caracteriza


por la ubicuidad. Por su velocidad y desprendimiento, y por an-
teponer a toda raigambre una delicuescencia ejemplar capaz de
hacer trizas al papel maché, al yeso fresco o al estuco. El lugar
común, el televidente forjado en la pantalla de molde de los
grandes medios, esa bonhomía que –a Dios gracias– nos circun-
da, supone que un terrorista es un sujeto cínico y mordaz, con
mucho nervio, mala baba, y una agudeza que corta el aliento.
Supone, el buen hombre, que un terrorista sabe hacer uso del
puñal como si este fuera la pinceleta con que dibuja a diario
la barba o el bigote que lo oculta; que un tullido jamás será
James Bond; que la seducción se dirime entre rímel, pop corn y
tacones; que la procacidad “provoca”; que la institución “institu-
cionaliza” y que un tenedor sirve para comer, no para reducir al
piloto de un avión o cometer fratricidio. El Manual del perfecto
terrorista del francés Mathias Énard se alimenta de esos supues-
tos, los tritura en la carcajada irreverente de sus diez lecciones
para principiantes y eleva al “Terrorismo” a verdadero programa
estético. Anuncio las lecciones sólo a modo de título: Tener una
causa que defender, Tener un lado místico, Ser un poco artista,
Respetar el testículo, Saber convencer, Saber escoger el objetivo,
Jugar a Comando, Ser un pelín zoofílico, Saber sacrificarse por
la causa, Ser un cocinero selecto, y el epílogo: Tener un mensa-
je para la Humanidad.
Estudioso del árabe y del persa, Énard en su manual se mofa
–es cierto– de una realidad que él mismo instala desde la pri-
mera página a través del epígrafe de Lichtenberg (“Por la noche
suelo reírme de cosas que durante el día me consternan o me
repugnan.”), pero también, junto a los dibujos de Pierre Mar-
quès que acompañan el texto y la noticia de que el terrorismo
es ante todo “la imaginación al poder”, hay algo más. Cito: “El
verdadero terror viene de lo desconocido, de lo arbitrario, Vir-
gilio, de la libertad. Y nosotros, defensores de la libertad, de-
bemos utilizarlo como un arma. Esta forma de terrorismo, que
podríamos llamar gideano, consiste en eliminar cualquier tipo

137
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de vínculo lógico y previsible entre el Artificiero y su objetivo.”43


Así, con este tipo de enseñanzas un maestro inicia a su discípu-
lo (“negro de piel y esclavo de condición”) en “la gran tradición
de las innovaciones censurables” y de los Artificios: “Es mejor
referirse a una acción –agrega–, intervención, performance o
puesta en escena. El único atentado que puedo reivindicar de
momento es contra el pudor, contra las buenas costumbres. (…)
Por eso te propongo que, como trabajo práctico, vayamos a
escandalizar a nuestros queridos vecinos apareándonos salvaje-
mente en el jardín…”.44
Al contrario de lo que pudiera pensarse, las reflexiones de
este maestro artificiero están más cerca de la pedagogía crítica
de un Paulo Freire que de las perversiones del Amo o de ese
intelectual orgánico que criticara Antonio Gramsci. Y la diferen-
cia no es de matices, ni menor, sino estructural; su última gran
enseñanza alberga en un mismo movimiento arte, inmolación y
legado, y vuelve ejemplar la acción performativa del atentado
terrorista: semidesnudo, cargado de explosivos, con una venda
ceñida a la frente y la huevera bien puesta, el maestro artificiero
se lanza en una carrera vertiginosa y, ante la mirada estupefacta
de su discípulo, se inmola en y contra una palmera: símbolo de
la frivolidad turística y del consumo, pero también del mono…
recienvenido hombre.

La búsqueda

En mi país sólo sobrevive la planta maltratada.


Héctor Libertella, Diario de la rabia.

Publicado en El Aleph en 1949, el relato de Borges “La busca


de Averroes” nos presenta a un personaje singular, un árabe
que rodeado de esclavas cavila en los pisos superiores de una
casa, en cuyos jardines se enronquecen las palomas y discurren
próximas las aguas del Guadalquivir, sobre la posible traduc-

43
Énard, Mathias. Manual del perfecto terrorista. Buenos Aires, Norma, 2008,
p. 65.
44
Ibid., p. 45.

138
Escorzos sobre terrorismo e imagen

ción de dos palabras “dudosas” de la Poética de Aristóteles. Se


trata de dos palabras de las que desconoce la traducción posi-
ble –ya que ignorante del griego y del siríaco, trabaja sobre la
traducción de una traducción– y cuyo enigma detiene su lectu-
ra. Sabemos, según nos informa el narrador, que este muecín
de la filosofía está en plena redacción del undécimo capítulo de
su Tahafut-ul-Tahafut (“Destrucción de la Destrucción”) y que
todavía no ha emprendido esa obra monumental “que lo justi-
ficaría ante las gentes”45 –dice el texto–. Sin hallar la traducción
posible, Averroes entonces deja la pluma, guarda el manuscrito
y cuando se dispone a revisar unos volúmenes persas, el ruido
del mundo lo distrae: unos niños juegan en la calle al juego de
la Religión, representando alternativamente el rol de almuéda-
no, de alminar o de fieles. El niño que salmodia “No hay otro
dios que el Dios” lo hace en dialecto grosero, vale decir en el
incipiente español de la plebe musulmana de la península de
España. Lejos de ser un relato menor, este texto presenta de ma-
nera exhaustiva la cosmología de aquella dinastía almorávide
que con sus monjes soldados y su interpretación rigurosa del
Al-corán supo –entre los siglos XI y XII de nuestra era– confor-
mar un gran imperio en el occidente del mundo musulmán ex-
tendiéndose, principalmente, en las actuales Mauritania, Sahara
Occidental, Marruecos y la mitad sur de España y Portugal.
Como un oleaje no del todo invisible, la doctrina del inte-
lecto propuesta por el filósofo árabe discurre en este texto y se
prolonga en otros del volumen de una manera tenaz: “El Zahir”,
“Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, “Los teólogos”,
“La escritura del Dios”, “El inmortal”… Pero conviene recordar
que antes del texto mencionado, el volumen nos presenta otro,
“Deutsches Requiem”. Si bien el tema de la religión y el fana-
tismo atraviesa todo el libro, aquí es donde mejor resuena el
ominoso tambor de hojalata bajo cuyo ritmo crujió la historia
del siglo XX: el cuento está orquestado en torno a la filosofía
de vida de un militar alemán extremadamente culto que es he-
rido en el frente y al que tiempo después se le encomienda la
subdirección de un campo de exterminio nazi. Hacia el final

45
Borges, Jorge Luis. “La busca de Averroes” en: El Aleph. Obras completas I.
Buenos Aires, Emecé, pp. 700-707.

139
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

del relato, Otto Dietrich confiesa –con el Zarathustra, acaso,


entre los dientes– que si destruyó al poeta David Jerusalem y
a otros tantos judíos, fue para destruir en su sangre la piedad:
“Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he
perdido con él” (697). Y es quizá en esta zona de clivaje en
que el pathos borgeano se pone con claridad en escena que
recordamos que, con su rara costumbre de conjugar erudición
y salvajismo, esta poética ha alcanzado picos de tensión estéti-
ca extrema. Porque en este cuento, en “La busca de Averroes”,
en aquellos escorzos que rezuman fanatismo es donde con
mayor claridad se observa la voluntad borgeana de dar voz,
de “encarnar” en el proscripto, como si con ese gesto quisiera
recordarnos que la literatura suele encontrar su voluntad de
futuro cuando extrae de las palabras mutismos imposibles:
“Sentí, en la última página –confiesa– que mi narración era un
símbolo del hombre que yo fui mientras la escribía y que, para
redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que,
para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y
así hasta el infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en
él, “Averroes” desaparece.)” (707).

Performance terrorista & Performance parasitaria

…creen en el milagro de un Israel misteriosamente


separado de sus circunstancias y de su entorno…
Edward Said, Crónicas palestinas.

En El factor borges. Nueve ensayos ilustrados, Nicolás Helft y


Alan Pauls señalaron hace unos años que uno de los pilares de
la política borgeana residía en ese gesto descentrado a través
del cual, el enunciador “enunciaba” su existencia a partir de un
otro que era mentado como centro; el escritor, entonces, pare-
cería llegar en segundo término o al final, para leer, comentar,
traducir o introducir a un escritor “original”. Se trataba de perso-
najes –decían los autores– que se solazaban en diversas figuras
“parasitarias”: traductores, prologuistas, comentadores, compa-
dritos orilleros, escritores menores del dislate o del error y, co-

140
Escorzos sobre terrorismo e imagen

ronaban finalmente la serie, esos sabios tontos, esos pensadores


idiotas desquiciados por el solo ejercicio del razonamiento.46
Aunque breve, El factor borges se presentó como un ensa-
yo que, continuando la línea del Cortázar de La vuelta al día
en ochenta mundos (1967), era pionero en muchos aspectos
formales: cada folio del libro contenía un diseño novedoso, al
estilo de una página web, amalgamaba textos e imágenes (fotos,
dibujos, originales del autor) y resaltaba palabras clave a modo
de links o de hipervínculos.47
De lectura extremadamente amena, Helft y Pauls se calzaron
entonces –a fines de los 90– los lentes del Michel Foucault de
Las palabras y las cosas48 y nos ofrecieron un Borges a la fran-
cesa –cuando no “definitivo”–: “[Se trata de] Hilarizar a Borges
–afirmaban en las páginas finales–, restituirle toda la carga de
risa que sus páginas hacen detonar en nosotros, reanudar la
circulación de ese flujo cómico que permanece encapsulado:
en una palabra, idiotizar [sic] a Borges de una vez por todas…”
Desde esta perspectiva, el Borges/enciclopédico, el erudito, o el
cultista, no eran más que figuraciones superfluas que, hacien-
do uso de los mecanismos sobre los que se asentaba el saber
como autoridad (al barajar bibliografías exóticas, multiplicar las
fuentes de un problema y las citas que lo ilustraban, al “surfear”
entre lenguas, culturas y tradiciones diversas) evidenciaban la
radical inestabilidad del binomio saber/cultura.
Ahora bien, si es cierto que toda lectura es apropiación y,
principalmente, autodefinición, podría incluso postularse –ins-
taurado ya el idiotismo– que la vindicación de este perfil bor-
geano definió el campo de las intervenciones estético-culturales
de esos años. Por tanto, reponer la presencia de la premoder-
46
Helft, Nicolás y Alan Pauls. El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados. Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
47
Cfr. Luzi, Roberto. “www.borges.com” en: Boca de Sapo. Buenos Aires, Nro.III,
Año II, Nro.3, Otoño/invierno de 2000.
48
Michel Foucault comienza el «Prefacio » de Las palabras y las cosas afirmando:
“Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo
lo familiar del pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra
geografía– trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que
ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud
en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro.” (México, Siglo XXI, 1991
[1966, 1era. ed. francesa]).

141
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

nidad averroísta en estos textos nos permite ahora –en cam-


bio– trastocar diametralmente el eje de la reflexión en aras de
la dimensión gozosa de las “encarnaciones”. Cito el relato “El
inmortal”: “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del
recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo
haya confundido las que alguna vez me representaron con las
que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos
siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises;
en breve seré todos: estaré muerto” (654). Así, mientras la cate-
goría de autor se relajaba, se distendía en nociones tales como
“discursividad”, “parasitismo” o “simulación”; bajo la sombra
austera de la pluma del Averroes comentarista surge ahora la
comunidad luminosa del pensamiento, de un intelecto material,
infinito y eterno, que es pura potencia (y terror) en busca de
individualización en el presente.

Un atentado al pudor

¿Qué es esta quimera impotente y estéril,


esta divinidad que una odiosa corte
de curas impostores predica a los imbéciles?
Sade, La verdad.

Pero si de “hilarizar” se trata, nada mejor que atentar contra


el “pudor” borgeano ya que en él, en la negación de la corporei-
dad y sus nominaciones, se define –como afirman los autores–
uno de los pilares de su poética. El pudor define un modo del
“ser nacional” signado por la taciturnidad, la frugalidad criolla,
la lenta añoranza;49 una argentinidad basada en la discreción,
en la no rimbombancia, en el cultivo del silencio y la media voz.
Así, observando esta modalidad es que incluso puede compren-
derse la singular política de traducciones que sostuvo el Grupo
Sur, en tanto proyecto editorial, a partir de los años 30.50
49
Helft, Nicolás y Alan Pauls, ob. cit., p. 47.
50
Como recuerda Patricia Willson, Borges es el “mito tutelar” de una fructífera
tradición de traductores argentinos ( José Bianco, Aurora Bernárdez, Enrique
Pezzoni, Patricio Canto, Alberto Luis Bixio) que aún hoy hace escuela. “La fun-

142
Escorzos sobre terrorismo e imagen

Pero no hay máquina de guerra que con tiempo y maña no


pueda ser desmontada, y la fisura por donde tomar la fortaleza
por asalto quizá sea esa; porque si es cierto que el humor bor-
geano, su cínica erudición, es desestabilizante e imbatible, no lo
es menos el hecho de que su política del decoro suele incurrir,
no con infrecuencia, en chuscos y mojigaterías.
Mencionemos cuanto antes el dato de las dos palabras pro-
blemáticas que detienen la lectura y traducción del árabe en
“La busca de Averroes”: tragedia y comedia. Como se sabe, la
comedia, el arte revulsivo del bufón recuerda que la risa tiene
la capacidad de eliminar todas las jerarquías que la sociedad
suele calibrar con celo (las desfonda, las vuelve extrañas), y en
eso opera igual que el erotismo: la risa y el deseo son iguali-
tariamente despóticos, no hacen distinción entre las personas
y cuanto mayor es la prohibición –es decir, la desigualdad–,
mayor es su potencia. No obstante, ambos deben su existencia
a la Ley, al Orden, al tiempo que dura la puesta en escena. Son
el co/relato del Poder, no su superación.
En este sentido, no es ocioso recordar que el narrador de la
novela Transatlántico (1953) de Witold Gombrowicz emerge de
su duelo borgeano, en los arrabales porteños, con la palabra
“Puto” en los labios.

–Maestro, maestro… [le decían sus seguidores] Aquel hombre (era la


primera vez que veía a un individuo tan raro) era de lo más sofisticado
y para colmo se sofisticaba cada vez más. (…) Era de una inteligencia
extraordinariamente sutil que destilaba sutileza; todo lo que decía era
tan inteligentemente inteligente que provocaba chasquidos de lengua
de admiración de parte de las mujeres y los hombres (…). Consultando
a cada momento sus libros, sus apuntes, perdiéndolos, revolcándose
en ellos, bañándose en citas raras, condimentaba su pensamiento y se
divertía haciendo las Cabriolas más extrañas, y todo aquello como si
sólo a él estuviera destinado, como si fuera un eremita. (…)
Fue entonces cuando Pyckal y el Barón me cuchichearon:
–¡Derrótalo, anda!
Y del otro lado también el Consejero:

dación vanguardista de la traducción.” Borges Studies Online. J. L. Borges Cen-


ter for Studies & Documentation. Internet: (http://www.borges.pitt.edu/bsol/
pw.php). Ver también de la misma autora: La constelación del sur (Buenos Ai-
res, Siglo XXI).

143
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

–¡Anda, anda, véncelo, adelante!


–No soy Perro –les dije.
El Consejero musitó:
–¡Sus! ¡Atrápalo! Es el Escritor más Famoso con que cuenta esta Gente
y resulta inconcebible que le tributen tantos Honores estando aquí pre-
sente el Gran Escritor y Genio Polaco. ¡Muérdelo, comemierda! Si no
lo muerdes, Genio, vamos a ser nosotros quienes te morderemos a ti.
Toda la jauría estaba detrás de mí… Me dí cuenta de que no tenía más
recurso que morderlo, porque de otra manera mis Compatriotas no me
dejarían en paz (…). Pero, ¿cómo morderlo, si aquel animal Mazapa-
neaba y mazapaneaba como si estuviera leyendo un libro, hasta darle
a uno náuseas, y cada vez se volvía más Inteligentemente Inteligente,
cada vez más Sutilmente Sutil…?51

¿Que cómo se resuelve la querella? Pues no se resuelve: el


narrador de Gombrowicz acusa, entonces, a este sujeto de ser
una “mantequilla demasiado mantequillosa” y él responde con
una batería de citas y autores que logran enmudecerlo y ha-
cerle creer que lo suyo ya no era suyo, sino que todo “parecía
robado” (47). Entonces huye, y en la huida es perseguido por
un hombre de labios rojos: “Pero mientras corría por las calles,
oí que alguien corría detrás de mí, y vi que era el mismo Puto,
quien me detuvo agarrándome de una manga. –¡Oh! –exclamó–.
Conozco tu desprecio y sé que has descubierto mi secreto” (50).
A comienzos del año 1939, Witoldo deja Polonia y se instala
en Buenos Aires donde escribe sus novelas Cosmos y Transatlán-
tico, su libro de relatos Bakakaï y su Diario argentino, en cuyas
páginas relata además de sus aventuras homosexuales en el ba-
rrio de Retiro, interesantes sucesos de los veinticinco años que
vivió en Argentina. A la distancia, su insistencia en la nominación
provocadora, la estulticia y la sorna, el despliegue de su “filosofía
de la inmadurez”, pareciera funcionar en el rutilante mapa del
neogótico rioplatense como un contrapeso necesario, como una
eficaz performance terrorista destinada a contrabalancear la ope-
ratoria borgeana del pudor y sus negaciones, sin la cual –mal que
nos pese– no hubiera habido relato.

51
Gombrowicz, Witold. Transatlántico. Barcelona, Anagrama, 1986, pp. 44-45.

144
Escorzos sobre terrorismo e imagen

La marca Tarantino

¡COMPRENDE QUE ES IMPORTANTE


QUE TE TEMAN!
Leónidas Lamborghini, El solicitante descolocado.

Contrariamente a la pseudodialéctica de la crítica patricia


que, en su intento por evadir la organicidad y mostrarse tan se-
suda como apta para “deconstruir” la doxa plebeya, incurre –la
más de las veces– en un progresismo de revista dominical, lo
que intento reivindicar aquí –de la mano de la tradición satírica
de Laurence Sterne, Gombrowicz o Bajtin– son los atentados al
cliché, a la rigidez del deber y las “buenas” formas, a la “propie-
dad” de lo que se supone que debe ser la Crítica, la Literatura o
el Arte. Pero atención, que este festejo de la parodia no supone
necesariamente la graciosa reivindicación del naturalismo naif
o de la espontaneidad procaz; más bien se trata de reafirmar
la capacidad de la imaginación para abrirse paso en el medio
social a través del humor, la fe, el absurdo o el deseo.
“Lo que se dice de los chistes es también verdad respecto de
la literatura –escribe el crítico Terry Eagleton–: lo que importa
es la manera en que se cuentan.” Porque como no están conce-
bidos, en principio, para comunicar información, son capaces
de resaltar y hacer ostentación de su forma, potenciando su
efecto placentero; pero esta ostentación puede hacer que nos
sumerjamos más profundamente en el chiste de un modo vis-
ceral, refrendando su mundo ideológico –cualquiera sea este–,
pero también puede elevar la propia libertad del chiste respecto
de la referencia directa, dejándonos a su vez libres para apreciar
su carácter flagrante de constructo.52
Pero veamos cómo trabaja el humor el cineasta norteame-
ricano Quentin Tarantino. Generalmente es en los momentos
de mayor tensión de la trama, el momento en que los sujetos
padecen un peligro real, cuando surge “ese” elemento distor-
sionante que amenaza con la risa: el baile de John Travolta en
Pulp fiction (1994), por ejemplo, o la aparición de la gigan-

52
Eagleton, Terry. Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Madrid,
Cátedra, 1998, p. 192.

145
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tesca pipa del alemán cazajudíos al comienzo de Inglourious


Basterds (2009); o las innumerables escenas de Kill Bill (2003,
2004) en las que Uma Thurman, katana en mano, decapita y
mutila cuerpos como si participara de una sesión de gimnasia
aeróbica o de una carrera de relevo de postas... Sería demasiado
ingenuo suponer que el humor en Tarantino solo se justifica en
tanto elemento anómalo desestabilizador de las reglas de géne-
ro (a saber: película histórica, manga japonés, etc.); tan ingenuo
como postular que su hiperbolización de la violencia es “solo”
un vicio perversivo o una contraseña de estilo. Un análisis que
se olvide del Terror –en tanto categoría operatoria de análi-
sis– es posible que, por ejemplo, realice una lectura sesgada
de Inglourious Basterds, atrofiada en un solo polo: aquel que
observa la venganza de la chica judía y la acción sanguinaria
de la patrulla de mercenarios norteamericanos-caza-nazis como
una crítica a la asunción de la figura del judío-victimario en
detrimentro del judío-víctima (histórico) que subyace, ideológi-
camente, a la creación del Estado de Israel.
Concedida esta primera lectura, sospecho que Tarantino nos
invita a ir por más. Desde los atentados del 11S del 2001, nu-
merosos pensadores no se han cansado de informarnos que la
concepción mundial del tiempo, de la imagen y de las identidades
ha cambiado.53 No nos fatigaremos aquí replicando dichas consi-
deraciones, solo apuntaremos para nuestro análisis que la figura
del terrorista árabe modélico que desde entonces se impone (esa
figura sobre la que ironiza Énard) es aquella que hace un uso de-
liberado de la violencia, convirtiéndola en espectáculo global, con
un único objetivo: la imposición del miedo. Ergo: ¿Qué otro objeti-
vo persiguen los bastardos de Tarantino al arrancar las cabelleras
de los nazis o tajearles la esvástica en la frente, en el caso de que
queden vivos, sino imponer el miedo, el “terror” en el enemigo? ¿Y
por qué la hipérbole de tallar en la carne, de inscribir “los hechos”
de manera imborrable en la frente de esos victimarios que preten-
den quitarse el uniforme con simpática liviandad? ¿Qué operatoria
múltiple intenta trazar esa performance terrorista?
El libro del economista Walter Graciano, Hitler ganó la gue-
rra, nos ofrece algunas pistas al respecto. A partir de la lectura
53
AAVV. Islam y occidente. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

146
Escorzos sobre terrorismo e imagen

de este ensayo nos enteramos, por ejemplo, de que muchos


investigadores apoyan la hipótesis de que la demolición de las
torres fue generada por explosivos colocados en sus cimientos
(tipo de demolición que suele llamarse “demolición controla-
da”), de que el ataque terrorista de ántrax de esos años se hizo
con cepas que se produjeron en EEUU y que el principal sospe-
choso de esos envíos habría sido un científico de la administra-
ción Bush que colaboró con los regímenes racistas de Sudáfrica
y Rhodesia (donde entre 1978 y 1980 hubo una epidemia de
ántrax que afectó a 10.000 granjeros negros), de que Osama Bin
Laden estuvo estrechamente vinculado con la CIA, a fines de
los 70 y comienzos de los 80, para vencer al régimen soviético
en Afganistán… Resumiendo, no solo nos enteramos de la gran
funcionalidad imperial que tuvo el atentado a las Torres Geme-
las (en relación con un extenso abanico de negocios: petróleo,
armas, heroína, banca, y etcéteras múltiples) sino también –y
esto es quizá lo que nos invita a comprender la performance
de Tarantino en clave presente–, que la elite financiera de Wall
Street, históricamente controlada por clanes familiares nuclea-
dos en torno a sociedades secretas aún poderosas, habría finan-
ciado a la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial.54
Terry Eagleton señala que el “Terror”, en tanto “idea políti-
ca”, es una invención moderna. Se sabe: en la época de Danton
y Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la for-
ma de terrorismo de Estado, era una violencia infligida por el
Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía
lanzado por sus opositores encapuchados. Así, decir que apa-
reció por primera vez con la Revolución francesa, equivale a
plantear claramente que aquello que contribuye a cimentar la
sociedad política, también se presenta como su más acérrimo
enemigo. Pensar ahora al “terrorismo” en tanto performance
quizá –con suerte– nos permita vaciarlo de “terror oficial” y
abrirlo finalmente al juego.

54
Graziano, Walter. Hitler ganó la guerra. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.
El ensayista recomienda especialmente el libro de Anthony Sutton, America´s
secret establishment. An introduction to the order of Skull & Bones. TrineDay,
2002.

147
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Ibn Rushd y las imágenes

¿Es decir, que ahora soy más libre? No lo sé. Ya aprenderé.


Samuel Beckett, Molloy.

¿Pero cómo es que llegamos hasta aquí, si hablábamos de


Borges, de Averroes…? De las fotografías de Beatriz Viterbo que
una y otra vez el narrador recorre intentando recuperar el re-
cuerdo de la amada pero también de sí y del tiempo ido, o in-
cluso del mismo “aleph” que es el punto imposible del universo
donde confluyen todas las imágenes existentes e imaginadas,
así de este modo, para Averroes –lector/comentador de Aristóte-
les– el lugar de la personalidad no será nuestra humanidad sino
las imágenes que nos pueblan y que nos unen a la sustancia de
todo aquello que pueda ser pensado. Porque –recordemos– es
en virtud de la imaginación y la memoria que los individuos
despliegan el intelecto posible y se “individualizan”; es a través
de sus “fantasmas” que el intelecto material, no personal, distan-
te del individuo, se hace actual en tanto potencia del pensar y
devenir productor de imágenes.
Como se sabe, el filósofo árabe Ibn Rushd –más conocido
por el seudónimo cuadrático de Averroes– fue desterrado y ais-
lado en la ciudad de Lucena, España, a finales del siglo XII,
cuando la ola fundamentalista almorávide invade Al-Ándalus.
Aunque meses antes de su muerte, fue reivindicado y llama-
do a la corte en Marruecos, muchas de sus obras de lógica y
metafísica se extraviaron definitivamente y gran parte de sus
textos solo han podido sobrevivir a través de traducciones en
hebreo y latín, y no en su original árabe. Leído con fervor por
Ramón Llull, Leibniz y Renan, a tal punto Averroes influenció la
ontología medieval cristiana que en 1512 el Concilio de Letrán
prohíbe expresamente la sola mención de su nombre. Pero los
siglos de proscripción no hacen sino potenciar, como un susu-
rro denso y constante, la interrogación en torno a las obras y
los enigmas averroístas. Curiosamente, en estos tiempos en que
se debate el estatuto social, simbólico y mnemónico de la ima-
gen, su pregnancia y espectacularidad, es que el pensamiento
averroísta resulta de una inquietante actualidad.
En diálogo con Walter Benjamin y, principalmente, con

148
Escorzos sobre terrorismo e imagen

Georges Didi-Huberman (otro filósofo que en los últimos tiem-


pos ha hecho de la imagen el eje de su reflexión, retomando
lineamientos de Aby Warburg y Carl Einstein), y bajo la forma
genérica del “comentario filosófico”, el libro de Emanuele Coc-
cia, Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo,55 re-
escribe para nosotros, con extremo rigor, los tópicos centrales
del pensamiento averroísta: la unicidad del intelecto humano,
las relaciones intersubjetivas como relaciones fantasmáticas, la
imaginación como aquello que define propiamente al hombre,
el pensamiento como un ser de pura potencia que busca la in-
dividuación a través de las imágenes y que, por ende, es solo
pasión y receptividad… Desde Dante hasta Spinoza, de Bau-
delaire a Artaud, hoy se diría averroísta todo aquel que pudie-
ra suscribir a la célebre tesis: “No soy Yo quien piensa lo que
pienso” o, yendo aun más lejos: “Pienso irregularmente, con
agujeros, con intermitencias, discontinuidades.” Así, asistimos
a la formulación de un singular problema: el de la alienidad,
el de la enajenación de los cuerpos y de las mentes, el de la
irreparable fisura entre el sujeto que vive y que habla (el sujeto
de la experiencia) y el sujeto del pensamiento, entre la potencia
del vivir y la potencia del pensar, o tal vez el de la astucia del
pensamiento –diría Averroes– que necesita no ya de este cuerpo
sino de cualquier cuerpo para poder realizarse y se sirve del
historiador, del amante o del poeta para volver a ser actual, una
vez que el cuerpo en el que conseguía serlo se esfuma.
Quizá sea en el descubrimiento de esta singular exigencia de
la mente –la exigencia de fantasmas y de imágenes– que la es-
peculación averroísta encontró su más original y secreto aporte
al pensamiento moderno. Aporte que Borges –hay que decirlo–
supo explotar con premura. Porque si en lo formal fue Averroes
quien, a comienzos del primer milenio de la era cristiana, intro-
dujo en la filosofía el “comentario” (“tafs r”), fue el escritor ar-
gentino quien en el siglo XX hizo de esa figura retórica el pilar
problemático y fecundo de su poética.
Según enseña el islam sunnita, el tafs r desarrolla un sistema
de exégesis metódica del texto del Corán; a la muerte del pro-

55
Coccia, Emanuele. Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo. Bue-
nos Aires, Adriana Hidalgo, 2007.

149
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

feta Mahoma se constituyó como un esfuerzo interpretativo que


intentaba afrontar la ambigüedad de textos y pasajes defectuo-
sos y contradictorios de la escritura sagrada. Como buen jurista,
Ibn Rushd practica el tafs r pero le adhiere una impronta filosó-
fica que hace que el comentario constituya una práctica del
todo diferente a la hermeneusis. En el comentario averroísta (y
borgeano) la voz del comentarista se confunde con la voz del
comentado, el tiempo se contrae, pasado y presente se conden-
san, encarnan el momento de la enunciación para modular con
boca nueva palabras viejas y decir, al fin “…en el instante en
que yo dejo de creer, Averroes, Borges o el Terror, desaparecen.”

150
Autómatas y automatismos literarios

La figura literaria del autómata concentró, desde los albo-


res de la Modernidad, la posibilidad de que los aspectos más
sublimes de la creación artística se conjugaran con los pétreos
rigores de la composición científica. En el paroxismo de la reli-
gión positiva de la humanidad que proclamaba Auguste Comte
hacia mediados del siglo XIX, método, eficacia y automatismo
bregaban por superar incluso los límites de lo natural o lo vi-
viente en un desborde de optimismo que el siglo XX, luego,
reveló monstruoso.
“El libro de arena” y “Datura fastuosa (El bello estramonio)”,
de E. T. Hoffman, o “La mancha de nacimiento” de Hawthorne,
por mencionar sólo a un par de autores, grafican muy bien esta
fascinación de época que impulsaba a los sujetos a vivir la vo-
cación científica como una suerte de sacerdocio laico cuya ab-
juración no podía sino ser finalmente purgada. Si en el cuento
de Hawthorne la tentación diabólica –“la caída”– se corporizaba
en esa mácula pecaminosa que el rostro de la mujer ostentaba
y que el científico intentaba con desesperación borrar hasta
llevar a su esposa a la muerte, “El libro de arena”, por su parte,
ya grafica el paso de la experimentación alquímica, represen-
tada desde la imaginería del niño, al gabinete científico y los
claustros universitarios del creador de la autómata que fascina
al personaje ya adulto.
Como veremos más adelante, la paleta temática y formal de
estos autores se actualiza tempranamente en el área rioplatense
en la singular obra del científico naturalista E. L. Holmberg. No
obstante, quizá sea Horacio Quiroga quien más haya extremado
la reflexión literaria entre ciencia, horror y creación de lo post-
humano. Bajo el seudónimo de Fragoso Lima, Horacio Quiroga
publica en 1910 el cuento “El hombre artificial” en la revista
Caras y Caretas. El cuento tematiza el quiebre ya irreconciliable
a principios de los años XX entre ciencia y ética: un grupo de
hombres se dan cita en un laboratorio para crear a un hombre,
al que luego de darle vida, se dedican a torturar. “Biógeno” es
un hombre bello, perfecto, de ideal apolíneo, pero para dotar-

151
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

lo de experiencia, de la “experiencia del dolor que genera la


vida” sus creadores deciden someterlo a terroríficas sesiones
de tortura. Como señala Sarlo,56 hay un despojamiento de los
hombres ligados al saber técnico-tecnológico que se retiran de
la experiencia de la vida para ejercer su ciencia. Pero, contra-
riamente a lo que podría suponerse, su sacrificio no conduce
a la gloria o al triunfo, sino a la cárcel o a la muerte. El prota-
gonista, el científico genio que guía a los otros dos, Donissoff,
es descrito como una “criatura sublime”, un “arcángel de ge-
nio”, aunque sus actos lo indician como un sujeto monstruoso.
Como Jano, Donissoff es un sujeto bifronte, dotado para el
Bien y para el Mal, allí funda su autoridad frente al grupo.
La retórica optimista inicial del cuento trasunta a lo largo de
las páginas un tono folletinesco pleno de claroscuros que van
creando progresivamente una atmósfera de pesadilla, asfixian-
te y atroz. Me interesa detenerme en ese movimiento narrativo
que va de la experimentación científica a la suspensión de la
ética, porque no sólo recuerda a la trama de la nouvelle de José
Bianco Las ratas (1943), sino también a la cadencia retórica-
argumentativa de los ensayos ya canónicos de Lewis Mumford.
Desde que editara Técnica y Civilización en 1934, sus puntos
de vista sobre la relación entre tecnología y sociedad mutaron
al compás de la desesperanza que atravesó el maquínico si-
glo XX. Su primer libro presentaba un enfoque optimista que
pretendía integrar los avances de la ciencia y la tecnología en
un nuevo hábitat humano más equilibrado y armonioso; una
vez pasados los efectos más inhumanos del industrialismo, se
trataba –para Mumford– de crear una sociedad descentraliza-
da, regional, descongestionada, sirviéndose del flujo eléctrico
como base energética. Sin duda, los avances catastróficos de
la sociedad industrial en todos los aspectos de la experiencia
colectiva durante los años cuarenta y cincuenta de la pasada
centuria lo volvieron más precavido y sombrío con respecto
a las promesas de la tecnología (las ciudades se volvían cada
vez más agresivas para el sujeto, la Segunda Guerra Mundial
trajo la bomba atómica y los métodos de exterminio en masa,

56
Sarlo, Beatriz. La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argen-
tina. Buenos Aires, Nueva Visión, 1992.

152
Autómatas y automatismos literarios

el capitalismo perfeccionaba sus instrumentos de dominación


por medio de la cultura del consumo y del cinismo): el trayec-
to espiritual que va de Técnica y Civilización a El mito de la
Máquina (compuesto por dos volúmenes, 1967-1970) marca
–para Mumford– el derrumbe de sus expectativas para crear
ciudades armónicas y una cultura humana compatible con las
necesidades de la naturaleza.
Cien años más tarde de aquel “hombre artificial” de Quiro-
ga, muchos analistas coinciden en señalar que el relativamente
reciente descubrimiento del material genético y del ADN re-
combinante, sumado a la gran revolución informática y comu-
nicacional operada en la segunda mitad del siglo XX, define
el paradigma biotecnológico de este nuevo siglo en marcha.
En lo literario, la moderna figura del autómata se actualizó en
la escena rioplatense de manera singular. El automatismo lite-
rario también –o a pesar suyo– se transmutó en la mercancía
favorita de la religión del Capital, y su prolongación “biógena”
se recluyó aun más en los claustros ofrecidos por la ciencia.
No obstante ahora lo tecnológico-maquínico también puede
ser pensado como prótesis del sujeto. En la medida en que las
nuevas tecnologías de la comunicación suponen la creación de
modos de circulación y de lectura inéditos, debemos también
reflexionar en cómo inciden esos nuevos soportes, disposi-
tivos o estrategias digitales de convalidación estética en las
escrituras en marcha.

El calígrafo de Voltaire (2002), la novela que Pablo De Santis


publicara antes de la premiada Los misterios de París (2007), des-
pliega una verdadera reflexión sobre el estilo a partir del arte de
la caligrafía y, por contraste, la creación de autómatas. Estamos
a finales del siglo XVIII y un forastero llamado Dalessius llega
a un lejano puerto, a un lugar al que sólo se puede llegar “por
error o huyendo de algún peligro”, con el corazón de Voltaire en
un frasco y la obsesión por una mujer. La voz de este personaje,
de este calígrafo formado en la Escuela de Vidors, aficionado por
los diccionarios y el orden alfabético del mundo, urde enton-
ces la trama de esta historia de matriz policial con frases cortas
y pulidas en primera persona. Contratado por Voltaire, primero
como calígrafo y luego para averiguar en Toulouse el caso de un

153
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

condenado a muerte acusado de matar a su hijo, se abre entonces


una investigación en la que se mezcla un verdugo, un constructor
de autómatas, su hija y la lucha de dos bandos religiosos (los do-
minicos y los jesuitas) por acabar con la Ilustración y devolverle
a Francia la fe perdida.
Es significativo observar cómo esta novela lleva a un punto
de máxima tensión las figuras parasitarias del discurso, de cla-
ra herencia borgeana, sobre las que el autor ya había trabajado
en novelas precedentes. Si en La traducción (1998) y Filosofía
y Letras (1999), los personajes eran traductores, críticos litera-
rios o académicos que aseguraban, a partir de esta relación de
subalternidad textual frente a un pretendido “original”, el de-
venir de una trama detectivesca, en El calígrafo… la reflexión
sobre el estilo se desarrolla a partir del arte de la caligrafía, en
la aprensión de una certeza final: todo aquello que alimenta
al lenguaje también festeja la muerte. En La traducción, la
pasión por la palabra lleva a un grupo de traductores al co-
nocimiento de una lengua mítica, la lengua de los infiernos
que es “como un virus y cuenta una única historia”, quien
cree dominarla resulta hablado por ella y conducido hacia la
auto-aniquilación. Del mismo modo, en Filosofía y Letras, la
obsesión de un grupo de críticos por el mito forjado en torno
a un escritor impublicado los lleva al descubrimiento de una
obra compuesta por un único relato hecho de “sustituciones” y
que –como no podía ser de otra forma–: “No ha sido un medio
de transmisión de mensajes, sino un solo mensaje eternamente
repetido: la invitación a la muerte.”
Así, en El calígrafo..., la economía y austeridad de la prosa
que reflexiona, a su vez, sobre su misma materialidad (las plu-
mas y las diversas tintas que llega a conocer y dominar Dale-
ssius son las que le permiten, entre otras cosas, “matar al gran
maestro de la caligrafia, Silas Darel” –según reza el texto) llega a
una cristalización ejemplar: “Siempre hay un momento en que el
calígrafo renuncia al significado de las palabras para ocuparse
sólo de su disfraz, y reclama para sí el derecho a no saber nada,
a no entender nada, a dibujar serenamente una incomprensible
lengua extranjera.”57 Entrega, búsqueda constante de “la” forma
57
De Santis, Pablo. El calígrafo de Voltaire. Buenos Aires, Planeta, 2002, p. 64.

154
Autómatas y automatismos literarios

hasta llegar a un estado de inconciencia o aniquilamiento; la


novela de De Santis es también un manual sobre la correcta
escritura que recurre a la figura del copista para resolver la ten-
sión estética operada entre los términos tradición/originalidad.
No por azar, el gran constructor de autómatas Von Knepper
confiesa a Dalessius –cuando lo supone condenado a muerte–
que la obsesión de quienes se dedican a “esa hechicería” es la
construcción de autómatas-escribientes:

Tuve algunos triunfos y llegué a presentar a uno de mis escribientes en


la corte del zar, donde la máquina ejecutaría un texto de ciento nueve
palabras, en alabanza del soberano. Un error de ajuste hizo a mi escri-
biente volcar el tintero, y no hubo otro elogio que una mancha de tinta
que se extendió sin límites. Si se me perdonó el error, fue porque un
sabio de la corte creyó ver en el accidente un vaticinio sobre la irrepa-
rable expansión del imperio. (122)

En el siglo XVIII, Wolfgang von Kempelen (subráyese la


homofonía con “Von Knepper” de De Santis) crea un autó-
mata ajedrecista conocido en los anales de las curiosidades
históricas como “El Turco”, con el objetivo de entretener a
la corte de María Teresa. Con mayor o menor agudeza esta
curiosidad ha sido reelaborada en distintos textos ficciona-
les; los autores insisten en enfrentarlo a jugadores aviesos,
lo que hace poco verosímil la historia, lo más probable es
que apenas fuera capaz de realizar tres o cuatro movimien-
tos ante jugadores poco experimentados. El autómata era,
por supuesto, un fraude o, mejor dicho, un truco de ilusio-
nismo, provocado con un hombre escondido dentro de una
caja de madera que movía, por medio de un mecanismo de
relojería, al maniquí vestido con túnica y turbante ubicado
en el exterior. Como se recordará, Walter Benjamin comien-
za su reflexión sobre el concepto de filosofía de la historia
invocando ese mecanismo fraudulento del autómata de la
corte, para afirmar: “Un equivalente de tal mecanismo puede
imaginarse en la filosofía. Debe vencer siempre el muñeco

Ver también: Filosofía y Letras. Buenos Aires, Planeta, 1999; El teatro de la me-
moria. Barcelona, Destino, 1999; La traducción. Buenos Aires, Planeta, 1998; El
misterio de París. Buenos Aires, Planeta, 2007.

155
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

llamado materialismo histórico. Puede competir sin más con


cualquiera cuando pone a su servicio a la teología, la cual
hoy, como resulta notorio, es pequeña y desgarbada y no
debe dejarse ver por nadie.”58
Lo curioso es que recién ciento cuarenta años más tarde,
Leonardo Torres Quevedo logra crear un verdadero autómata
ajedrecista y presentarlo en la feria de París de 1915. La mecá-
nica, como es de sospechar, se complejizaba y los creadores po-
dían ahora –por ejemplo– colocar electroimanes bajo el tablero
de ajedrez para asegurar los movimientos; si bien se afirma en
los manuales de ajedrez que el autómata no jugaba de manera
muy precisa y no siempre llegaba al mate en el número mínimo
de movimientos –a causa del algoritmo simple que evaluaba las
posiciones–, sí lograba la victoria la mayoría de las veces.
Con todo, lo que me interesa demostrar es que el primero
en plantear de alguna manera incierta el vínculo entre compo-
sición y automatismo fue Edgar Allan Poe. Aunque la sospecha
de impostura es contemporánea a la aparición del invento de
von Kempelen, la más célebre acusación de fraude fue la que
realizó el padre del policial en su ensayo “El jugador de Ajedrez
de Maelzel” (publicado en el Southern Literary Journal en abril
de 1836).59
Después de ser exhibido en París y Viena, y de recorrer Lon-
dres en 1784, el famoso “Turco” ya visitaba distintas ciudades
de los Estados Unidos creando un gran alborozo. En este ensa-
yo, Poe ofrece diecisiete argumentos explicativos –como sólo el
autor de “Los crímenes de la calle Morgue” podía hacerlo– para
desmontar el truco ilusionista generado por el hombre ubicado
en el interior del mecanismo. Contra la lectura canónica que ha
instalado Julio Cortázar al insistir en el carácter epifánico de la
creación en el gótico de Poe, quiero en esta instancia subrayar
que es con la misma frialdad y agudeza argumentativa con que
el autor de “El gato negro” desarma al fraude del “autómata”,
que en los ensayos “Filosofía de la composición” y “El principio

58
Benjamin, Walter. Conceptos de filosofía de la historia. Traducción de H. A.
Murena y D. J. Vogelmann. La Plata, Terramar, 2007, p. 65.
59
Poe, Edgar Allan. Ensayos y críticas. Traducción e introducción de Julio Cor-
tázar. Madrid, Alianza, 1987.

156
Autómatas y automatismos literarios

poético” insiste en el Ritmo como principio de composición que


guía la construcción del Poema para crear ese sentimiento de
exaltación sublime (“sentimiento poético”) que por entonces
guiaba al arte. Es decir, para hablar de su “creación” (“El Cuer-
vo”) se refiere al estricto dominio de las regulaciones formales,
de carácter matemático y dinámica ajedrecística, que rigen a la
lengua: arduos ejercicios de razonamiento desplegados en una
celda de angustia sin límite –he aquí el tremendo estupor de su
arte–.
Pero volvamos a Hoffmann, a “La pipa de Hoffmann” que
es –como se recordará– el relato que el naturalista argenti-
no Eduardo Ladislao Holmberg (1842-1937) le brinda tem-
pranamente y a modo de homenaje en estas costas. Además
de ser uno de los primeros cultores del policial en Argentina
y leer tempranamente a Poe (“La bolsa de huesos”, “La casa
endiablada”60), Holmberg fue el primero en urdir una trama
con autómatas aprovechando el debate entre materialistas y
espiritualistas que apasionaba a la Buenos Aires de entonces.
“Horacio Kalibang o los autómatas” (1879) es quizá una de sus
piezas más logradas; con humor y dosificada ironía el texto
se plantea como una gran reflexión sobre las matrices “auto-
máticas” (ya sea propias de la vida orgánica, o de conductas
sociales adquiridas) que mueven a los sujetos en el gran teatro
del mundo. Por supuesto, no es nada casual que Holmberg
dedique este cuento a su amigo y polemista José María Ramos
Mejía, quien ya se insinuaba como pieza clave del panteón
científico que posicionaría a la Argentina moderna de cara al
mundo, y que por esas fechas publicaba su tesis Traumatismo
cerebral (1879).
Como bien señalan Sandra Gasparini y Claudia Román, en el
posfacio a El tipo más original, de Holmberg:

Fue Sarmiento quien, interesado en impulsar las investigaciones cien-


tíficas y la formación de jóvenes discípulos, contrató –entre 1870 y
1873– a un grupo de especialistas alemanes que fundaron la Acade-
mia de Ciencias Exactas de la Universidad de Córdoba. Independizada
como Academia Nacional de Ciencias en 1878, fue un foco importante

60
Holmberg, E. L. Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Edicial, 1960.

157
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de circulación de novedades a través de la publicación de boletines


especializados (…). En 1872 se había fundado la Sociedad Científica
Argentina, asociación tan importante como la anterior.61

Las autoras mencionan también, para graficar el revulsivo


ambiente científico de entonces, el funcionamiento del porteño
Círculo Científico Literario (1878-1882), como un grupo nacido
en las aulas del Colegio Nacional y por cierto bastante más
elitista, que convivía y dialogaba con la Academia Argentina
de Ciencias, Letras y Artes (1873-1879), a la que Holmberg se
integra poco después del inicio de sus actividades, participan-
do en la sección científica, especialmente con investigaciones
sobre arácnidos. Según cuenta Martín García Mérou en Recuer-
dos literarios (1891), uno de los objetivos –“de una ingenuidad
adorable” (sic)– de la Academia era la creación de un arte, una
literatura, un teatro y una ciencia nacional.
En un artículo reciente, Patricio Pron recordaba el hecho de
que la trama de “Horacio Kalibang…” se sucediera en Alemania
para reforzar su tesis de la inexistencia tecnológica-científica ar-
gentina y en –consecuencia– la presencia débil, o también inexis-
tente, del género “ciencia-ficción” en nuestra tradición. Cito:

Sin embargo, puede que esta sea anterior a las crisis a las que hago
referencia y esté prácticamente en el inicio de su historia como na-
ción: uno de los pioneros de la ciencia ficción argentina, Eduardo L.
Holmberg, sitúa el taller de autómatas de su relato Horacio Kalibang
o los autómatas (1879) en Alemania y no en Argentina, donde hubiera
resultado inverosímil para sus lectores en virtud de la percepción a
la que he hecho referencia (véanse Gasparini y Pérez Rasetti). Este
desplazamiento geográfico es la expresión de unas circunstancias po-
líticas y económicas específicas que han hecho de Argentina un país
consumidor de tecnología, sobre la que posee escaso o nulo control; se
trata, además, de un momento importante, en tanto Holmberg funda la
ciencia ficción en Argentina con un gesto de rechazo a la posibilidad
(siquiera ficcional) de que Argentina pueda producir “una verdad cien-
tífica sobre la realidad”. Nuevamente, más ficción que ciencia.62

61
Holmberg, E. L. El tipo más original y otras páginas. Edición, notas y posfacio
de Sandra Gasparini y Claudia Román. Buenos Aires, Simurg, 2001, pp. 191-192.
62
Pron, Patricio. “¿Es posible una ciencia ficción sin ciencia? La literatura ar-
gentina fantástica y de ciencia ficción ante el abismo tecnológico”. Revista de

158
Autómatas y automatismos literarios

Como hemos visto, la presencia alemana en la fundación de


la Academia de Ciencias Exactas de la Universidad de Córdoba
derriba sin miramientos esta argumentación, y ofrece un marco
explicativo posible, uno entre tantos, al escenario alemán del
cuento.
Antes de cuestionar o reformular la categoría arbitraria y
convencional de “ciencia ficción” con la que trabaja, Pron opta
por aniquilar de cuajo la posibilidad de que exista una matriz
científico/tecnológica en Argentina, citando incluso a autores
que –como hemos visto– sostienen todo lo contrario. El gesto
es curioso, y merece disputarle el podio al barón von Kempelen
en los anales de las históricas tonterías, incluso bien pudiera ser
tomado a risa o como una simpática provocación, pero el hecho
de que publique su intervención en una revista académica, y la
encuadre en los “rigores” del discurso “científico” redimensiona
sus consecuencias. Pron no cuestiona en ningún momento las
seudocategorías que utiliza en su análisis, más bien opta por
automatizar el pensamiento a fin de que “encaje” en las regu-
laciones de lo dado, y –como si fuera poco– lo replica en el
universo multiplicador de la web a través de un blog mantenido
por el Grupo Prisa. La prótesis tecnológica –obsérvese– también
puede apuntalar una literatura de autómatas.

Como bien recuerda Hal Foster, los surrealistas asumieron


la cuestión del automatismo de un modo particular puesto que
el problema, para ellos, era más bien la autenticidad. Es decir,
la amenaza que el cálculo y la corrección representaban frente
a la pura presencia de la psiquis “automática”. Como declaró
Breton en 1920 y reafirmó Max Ernst en 1936, el surrealismo
se declaró en contra del “principio de identidad”; aun cuando
la escritura automática pusiera en escena un inconsciente que
poco o nada tenía que ver con la liberación propugnada, puesto
que mostraba una materia conflictiva en su instintiva repetición.
En el “Segundo manifiesto” (1930) y en “El mensaje automático”
(1933) Breton estimaba ya que el automatismo tenía los rasgos
de “une infortune continue”, puesto que condenaba al movi-

Occidente, Nro. 365, Madrid, octubre de 2011, pp. 61-75. Republicado en: http://
www.elboomeran.com/blog/539/patricio-pron/

159
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

miento a una aporía sin salida: esa pura presencia de la psiquis


que se pretendía liberada, en la a-simbolia quedaba presa de la
insurrección psíquica y social.
No obstante, esta oscilación entre liberación y desagrega-
ción o desarticulación del sujeto a partir de lo automático, ya
se insinuaba en el primer texto de La Révolution surrealiste
(n°1), donde el automatismo era representado precisamente por
autómatas: “Los autómatas ya se multiplican y tienen sueños.”
La mención aludía sin duda al Joven Escritor de Pierre Jacquet-
Droz, ese autómata del siglo XVIII que rayaba las pizarras en
pos de un “dictado mágico” que, al fin, resultaba atrozmente
vacuo. El automatismo surrealista, tal como las principales ca-
tegorías bretonianas que surgieron de él (lo maravilloso, la be-
lleza convulsiva, el azar objetivo), reflexiona en torno a los me-
canismos psíquicos de repetición compulsiva y de pulsión de
muerte, citados en clave de lo siniestro.63
Sospecho que, en sus días finales, André Breton era visitado
en pesadillas por aquel muñeco mecánico de Jacquet-Droz, el
mismo que con su revolución quiso liberar, y que en sus sueños
mudos era condenado a observar cómo el autómata movía sin
parar sus manitas de escribiente en un texto blanco que jamás
decía nada.

63
Foster, Hal. Belleza compulsiva, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, p. 37.

160
Tercera parte:
Movimientos
Travesías poéticas americanas

Un poema es también un viaje: el relato de un viaje entre pa-


labras y personas; entre palabras, mundo y sentido; entre pala-
bras, realidad y deseo. El poema tiene quilla de nube errante, al
pasar deja en el aire un haz de espuma y salitre. No por azar ha
sido un poeta quien quizá mejor haya comprendido el epicentro
complejo del relato de viajes moderno. Como se recordará el
extenso poema “Le Voyage”, escrito por Charles Baudelaire en
1859 –y publicado en la Revue française luego de que la Revue
contemporaine se negara–, está dedicado a Maxime du Camp,
escritor viajero que acompañó a Flaubert durante su viaje a
Oriente y que fue un ferviente defensor de los ideales del pro-
greso, la ciencia, en fin: de toda la batería ideológica que dio
sustento a la escritura de viajes del siglo XIX, claramente vincu-
lada al expansionismo colonial europeo. El texto es una feroz
diatriba contra el viaje utilitario, la destrucción espuria que su-
pone la búsqueda de El Dorado, la vacuidad de los viajeros mo-
vilizados por su aburrimiento o su hastío, y también una burla
violenta a la pompa encantada y efímera que supone el acopio
de riquezas del viaje conquistador. Pero así como la radicalidad
de Baudelaire minimiza, en su cinismo, el estatuto literario de
cierta narrativa de viajes, por oposición ofrece otra figura de
viajero que subordina el desplazamiento espacial a la indaga-
ción veraz de su propia subjetividad, enarbolando ese anhelo
de conocimiento de sí como única brújula en la aventura. Desde
entonces, para los escritores que han asumido ese credo como
propio, “viaje” y “poesía” han sido modos sinonímicos de nom-
brar una misma búsqueda ligada netamente a la exploración de
lo nuevo, ya sea sumergiéndose en los “paraísos artificiales” de
la inconciencia o en la no menos atroz “naturalidad” del paisaje,
ambos asumidos como proyecciones subjetivas del abismo. No
fortuitamente, son los últimos versos de este poema quizá los
más desgarrados del volumen Les fleurs du mal: “Ô Mort, vieux
capitaine, il est temps! Levons l’ancre!/ Ce pays nous ennuie, ô
Mort! Appareillons!/ (...) Verse-nous ton poison pour qu’il nous
réconforte!/ Nous voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau,/

163
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Plonger au fond du gouffre, Enfer o Ciel, qu’importe ?/ Au fond


de l’Inconnu pour trouver du nouveau!”1  

Naufragios

Es posible, dado que hay infinito


que un veneno te salve
o un naufragio
te arroje
en tierra firme.
Gustavo Lespada

Que la preocupación por lo nuevo sea una inquietud, para-


dójicamente, antiquísima, debería ser razón suficiente para que,
al menos por el momento, entrara en suspensión. En todo caso,
se dirá que a la “novedad” los escritores modernos han llegado
elípticamente, con desidia –incluso– antes que con impostura.
Como el estilo, lo nuevo para Baudelaire sería ese excedente
que la letra ofrece luego de que el salto al abismo sucede: su
acontecimiento es fortuito; su realización, azarosa; su descrip-
ción, problemática –todo cálculo previo parece inhibir, de cuajo,
la puesta en acto del hecho artístico, intrínsecamente relaciona-
do con la libertad absoluta y los juegos peligrosos.
Según señaló Walter Benjamin en un ensayo paradigmático,
a partir del “Baudelaire/lector de Poe” se funda una línea hege-
mónica en la poesía lírica que ancla, básicamente, su razón de
ser en la experiencia del shock, en ese plus de conciencia del
que surge y al que aspira el poema: este elemento ha sido fijado
por Baudelaire en una imagen cruda. Habla de un duelo en el

1
Una traducción posible sería: “Oh Muerte, viejo capitán, es tiempo ya! Leve-
mos ancla!/ Este país nos hastía, oh Muerte! Aparejemos!/ (…) Danos tu vene-
no para que él nos reconforte!/ queremos, tanto este fuego que nos quema,/
hundirnos en el fondo del abismo, ¿Cielo o Infierno: qué importa?/ Al fondo
de lo desconocido para encontrar lo nuevo.” Baudelaire, Charles. “Le voyage”
en: Las flores del mal. (Edición bilingüe) Madrid, Cátedra, 1997. Los siguientes
versos son también significativos: “Et toujours le désir nous rendait soucieux!/
La jouissance ajoute au désir de la force./ Desir, vieil arbre à qui le plaisir sert
d’engrais,/ Cependant que grossit et durcit ton écorce, / Tes branches veulent
voir le soleil de plus près!”

164
Travesías poéticas americanas

cual el artista, antes de sucumbir, grita de espanto; tal duelo es


el proceso mismo de la creación.2
Puede advertirse, entonces, todo un tópico en la poesía mo-
derna que nace de este duelo en que el poeta/viajero se sumer-
ge en las tinieblas para horadar el vacío y desde esa elemental
carencia tentar la utopía de un lenguaje privado, singular e irre-
petible, que justifique y dé sentido a ese fuego que lo quema.
El poeta uruguayo Gustavo Lespada (1953) ejemplifica ya desde
los mismos títulos de sus poemarios ­–Naufragio (2005), El hilo
de Ariadna (1999)­– esa búsqueda en la que la palabra poética
surge de la decepción y de la carencia del sujeto arrojado al
horror del mundo: “duelo por la palabra/ que ni labró ni es pala
ni retuvo/ sus plumas bajo techo/ duelo por su ladrido/ en el
desierto/ duelo por su garra deshuesada/ duelo por la miopía
sonora de la palabra:/ su torpe servidumbre no rescató tus ojos/
de la noche/ su piel me dio indigencia/ bisagra y mano se ce-
rraron sobre/ pecho y garganta y picaporte/ y fue tan extraño el
viaje/ hacia ninguna puerta/ hacia ningún destino/ hacia nada.”3
En la poesía de Lespada la palabra asume la condición de
detritus, es la excrecencia que deja todo lo huido, ese capricho
de la herida que persiste y que enfrenta al poeta con su espejo
para que desde allí trame su estancia en el mundo. El poema,
trágico e imprevisto como las tormentas, es entonces aquí una
barca que ostenta como trofeo el mascarón hermoso de su rui-
na; es derroche y zozobra del sentido, por eso esta poesía que
es viaje (al abismo) demanda para sí su derecho al naufragio y
a la derrota.
Pero volviendo al análisis de Benjamin en torno a la “estéti-
ca del shock” –retomado por varios pensadores actuales (Foster,
Lyotard, Rancière) para trazar vinculaciones entre la teorética
freudiana de “lo ominoso”, la noción surrealista de “belleza con-
vulsiva” y las formulaciones kantianas sobre “lo sublime”–, es
preciso discriminar también un elemento no menor en el balan-
ce de la reflexión conjunta: el lector. Para Benjamin lo curioso

2
Benjamin, Walter. “Sobre algunos temas en Baudelaire” en: Sobre el programa
de la filosofía futura.
3
Lespada, Gustavo. Naufragio. Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 2005, p.
95; Hilo de Ariadna. Buenos Aires, Ediciones Último Reino, 1999.

165
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

no es tanto que Baudelaire confiara en un lector de lírica que


recién la época siguiente le proporcionaría y que esto se de-
biera a que la presencia de la “multitud” había cambiado las
condiciones de recepción de lo literario, sino que desde fines
del siglo pasado la filosofía viniera realizando una serie de ope-
raciones discursivas para apropiarse del estatuto de “verdad”,
en flagrante contraste con la existencia controlada y desnatu-
ralizada de las masas: las obras de Dilthey, Jung y Bergson son
citadas así por el filósofo alemán que ya tempranamente advir-
tió una paradoja que el siglo XX (“psi”) terminaría confirman-
do. El problema que inauguraría Baudelaire sería entonces un
tanto más complejo: la invocación a un hipotético lector al que
primero dedica sus versos (“Hypocrite lecteur –mon sembla-
ble– mon frère”) y que luego apostrofa, estaría ya evidenciando
los “síntomas” de una querella en torno al estatuto de verdad
entre dos racionalidades que entonces comienzan a trabajar si
no de manera antagónica, al menos de un modo friccionado y
problemático.
Con todo, no es posible pensar en un lector multitudinario
de poesía sin invocar de inmediato el nombre de Pablo Neru-
da (1904-1973). Neftalí Reyes (verdadero nombre del chileno)
comienza a ser conocido en 1924 a partir de la publicación de
Veinte poemas de amor y una canción desesperada para luego,
en los años treinta, con Residencia en la tierra, ganar lectores
de culto en numerosos países de habla hispana en una línea as-
cendente que no se detendrá en lo sucesivo. Que en los ochen-
ta José María Valverde señalara con sorpresa y estupor, en su
Historia de la literatura universal, que sólo el primer poemario
del poeta había vendido hasta el momento varios millones de
ejemplares, es apenas un pequeño indicador de cómo esta obra
rescató y entrenó a su antojo a ese lector que la poética de
Baudelaire había comenzado a “formatear”–arriesguemos– el si-
glo pasado. No obstante su esfuerzo deliberado por imponerse
como un “poeta realista” (no literario), Neruda nunca ocultó la
deuda que su lírica mantenía con Whitman, Lautréamont, Rim-
baud y, principalmente, Baudelaire.
La obra monumental de Pablo Neruda ofrece entradas múl-
tiples, polimórficas, de una magnitud desaforada. Quizá ha sido
el peruano César Vallejo (1892-1938) quien mejor haya podido

166
Travesías poéticas americanas

igualar en el siglo XX americano, no por acumulación sino por


adelgazamiento, semejante vendaval lírico lanzado a su máxi-
ma expresión. La palabra poética de Pablo Neruda se pretende
total y por tanto asume la tarea apoteótica de volver a contar
la Historia desde el verso, es un viaje en el tiempo y en la geo-
grafía del continente americano; es voraz, todo lo absorbe, de
todo quiere ofrecer su “verdad”, tanto sea de la alcachofa como
del coliflor, de Tupac-Amaru, el Amazonas o el Orinoco, de la
riqueza vegetal y mineral de esta tierra o incluso del García
Lorca-árboldenaranjo de quien también se apodera… Si Canto
General (1950) es la cumbre de esa lírica inaugurada por Bau-
delaire, Trilce (1922) es la flor negra que anuncia un fin que no
llega y un comienzo que siempre deseará morir, es un umbral a
cuya nueva morada hecha de humana fragilidad la poesía pare-
ciera que aún no ha entrado.

Retórica y latido

Si el mundo fuera cuerdo,


si lo fuera –digo, es un decir–
acaso yo sabría, después de tantos años,
de tantos accidentes, catástrofes, combates,
humillaciones, navajazos, intoxicaciones,
pánicos, muertes, esperanzas,
caídas de caballos, de dientes, de cabellos,
y esa legión de oscuridades,
si el mundo fuera, entonces, cuerdo,
–digo, es un decir– tal vez yo sabría
por que me ha condenado la letra
en que nació la pena
a estar aquí de pie, a solas con la vida.
Julio Llinás

En 1973, a propósito de la muerte del poeta chileno, uno de


sus amigos refiere un episodio que Neruda solía a gusto relatar
ya que tenía a Vallejo como protagonista. El suceso se remonta
al año en que empieza la Guerra Civil española y los presenta
a ambos dialogando en un pasaje sombrío y recóndito de París
(como se recordará, en 1936, al iniciarse la guerra, Neruda toma

167
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

partido por los republicanos lo cual provoca que su gobierno


lo destituya del cargo de cónsul a las órdenes de la embajadora
Gabriela Mistral, quien por su parte se refugia en Portugal).
Neruda y Vallejo dialogan entonces en esa calleja oscura, un
individuo los escucha al pasar y se detiene a insultarlos con cre-
ciente insolencia. Era un fascista, un chauvinista, un provocador,
alguien que simplemente se había enardecido al oírles hablar
español, un idioma que en esa coyuntura suscitaba la imagen de
“refugiado rojo”. La escena interesa –claro está– por la estatura
de sus protagonistas: Pablo, César y el español allí entre medio
como un amigo injuriado por alguien que sólo busca pleito
para entrar en sangre. Pero observemos cuál es la reacción de
ambos poetas: el chileno calla, es prudente; Vallejo en cambio,
débil de salud (recordemos que muere sólo dos años después),
devuelve el insulto y Neruda apenas logra contener la ira del
peruano que, desatada, no calcula consecuencias.4 Poco impor-
ta, por cierto, la veracidad del suceso; lo que sí resulta evidente
–para Neruda/narrador en primera instancia– es que en él se
cifra la actitud artística y vital de ambos hombres frente a ese
animal desnudo e indomable que es, para un poeta, el lenguaje.
Con todo, es sumamente inquietante comprobar una vez más
la aporía irreductible que plantean ciertas aventuras radicales.
Como se sabe, a principios de 1921 Vallejo se ve envuelto en un
incidente político en Santiago de Chuco y es encarcelado por
varios meses durante los cuales escribe la mayor parte de los
poemas de Trilce. Un hecho no menor si se tiene en cuenta que
este poemario conjuga de manera novedosísima una gran au-
dacia formal y una extrema conciencia del sincretismo cultural
que implica la reflexión sobre el “ser latinoamericano”. Incluso
podríamos decir –si acaso pretendiéramos obtusamente ejercer
la propedéutica– que Trilce es también un relato de viaje: un
viaje alrededor del sujeto/sujetado. Con todo, hoy parece claro
observar que la indagación poética de César Vallejo inaugura
una nueva figura del poder en la literatura latinoamericana que

4
Cfr. Martínez Moreno, Carlos. “Pablo Neruda: El narrador oral” en: Marcha,
Montevideo, Nro.1657, 26 de octubre. Ver: Neruda, Pablo. Residencia en la tie-
rra, Buenos Aires, Losada, 1944; Canto general, Buenos Aires, Hispamérica,
1983.

168
Travesías poéticas americanas

nace del desamparo, de esa fuerza hallada en la antesala del


último aliento, cuando ya nada queda de nosotros, cuando toda
ilusión sobre el “yo” se ha resquebrajado y la identidad no es
más que una quimera, es en ese momento extremo donde la
palabra poética pareciera fusionar con algo ajeno de sí pero
que, sin embargo, es aquello mismo que la constituye: su huma-
nidad. Vallejo es la piedra fundacional de una poesía que hace
de su fragilidad, su fuerza; y de su desamparo, su patria.
“Estar de pie”5 –dice el poeta surrealista argentino Julio Lli-
nás (1929) en el poema que le dedica al peruano a modo de
homenaje en Sombrero de perro (1999)­–. Confianza en el ante-
ojo no en el ojo; en la maldad, no en el malvado; en muchos,
no en uno; en la escalera, nunca en el peldaño; en el ala, no en
el ave; en el cauce, jamás en la corriente… “Y en ti sólo, en ti
sólo, en ti sólo”. Eso dice el Cholo Vallejo en Poemas humanos,
publicado en 1938, diez años después de haber puesto en jaque
a toda su generación:

Acuso, pues, a mi generación de continuar los mismos métodos de


plagio y de retórica, de las pasadas generaciones de las que ella re-
niega. No se trata aquí de una conminatoria a favor de nacionalismo,
continentalismo, ni de raza. Siempre he creído que estas etiquetas están
fuera del arte y que cuando se juzga a los escritores en nombre de ellas,
se cae en grotescas confusiones y peores desaciertos. Aparte de que ese
Jorge Luis Borges, verbigracia, ejercita un fervor bonaerense tan falso
y epidérmico, como lo es el latino-americanismo de Gabriela Mistral y
el cosmopolitismo a la moda de todos los muchachos de última hora.
Al escribir estas líneas, invoco otra actitud. Hay un timbre humano, un
latido vital y sincero, al cual debe propender el artista, a través de no
importa qué disciplinas, teorías o procesos creadores.6

Mal que nos pese, hay que aceptar que Vallejo, el sanguíneo,
lee bien. El siglo XX que sucede a estas líneas es, en efecto, un
siglo de “plagio” y de “retórica”, de un “Jorge Luis Borges/ver-

5
Llinás, Julio. Sombrero de perro. Buenos Aires, Argonauta, 1999. Ver: Crepúscu-
lo en América, Buenos Aires, Casandra, 2000; La Ciencia Natural, Buenos Aires,
Boa, 1959; Panta Rhei, Buenos Aires, Cuarta Vigilia, 1950.
6
Vallejo, César. “Contra el secreto profesional” en: Variedades, Num.10001,
Lima, 7 de mayo de 1927. Ver: Obra poética completa. Caracas, Biblioteca Aya-
cucho, 1985.

169
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

bigracia” y de otros tantos muchachos de americanismo más o


menos epidérmico; que el mestizo haya vislumbrado el futuro
en sus albores no es un mérito menor. Ciertamente, el Borges
(1899-1986) de Fervor de Buenos Aires (1923) y de Luna de
enfrente (1925), el que se detiene en los portales o se azora en
los zaguanes, el que canta a los ponientes heroicos de Buenos
Aires y a la casa de la infancia, el que se asoma por patios y
jardines orilleros y dice “yo soy el único espectador de esta
calle;/ si dejara de verla se moriría”, tiene toda la idiosincrasia
trémula del viajero turista que intenta apresar una ciudad que le
es ajena a partir de postales fotográficas o de extrañas fantasías
eugenésicas urdidas a la distancia. Con todo, puede que haya
sido este extrañamiento el que le haya posibilitado intervenir
en el lenguaje con una libertad que sólo pudo aprender de las
vanguardias: escalpelo en mano –como bien señala Sarlo–7 en
estos dos poemarios el ritmo y el período de la frase se demo-
ran, se vuelven por momentos anacrónicos, surgen argentinis-
mos de diccionario y expresiones provenientes de la gauchesca
o también de la lengua oral de los compadritos de entonces.
Cálculo y deliberación en un acriollamiento de laboratorio: esto
es lo que Vallejo condena por impostura –nada más alejado del
mestizaje trunco, sufriente, triturador de huesos y gramáticas
de Trilce.

Materias elementales

Antes
me pudro y meto dedo incrédulo
y cateo realidad.
Quedo sola
de boca finalmente hilvanada
engullendo palabra propia para no morir áfona.
Verónica Zondek

Pero Vallejo también acusa a la chilena, y aquí pareciera que

7
Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920-1930. Buenos
Aires, Nueva Visión, 1988.

170
Travesías poéticas americanas

el enojo es excesivo. Si bien es cierto que recién en el poe-


mario Tala (1938) es en donde lo indoamericano toma una
corporeidad más definida y militante a través de himnos tales
como “Sol del trópico” o “Cordillera”, ya en sus libros ante-
riores –Desolación (1922) y Ternura (1924)– se observaba,
en la poesía de Gabriela Mistral, una religiosidad cristiana
netamente concebida bajo la égida tutelar de la cordillera
de los Andes: sus canciones de cuna, sus rondas folklóricas
e incluso sus arrorrós infantiles desbordan una sacralidad
indígena de aliento sincero. Mistral supo convertir en valor
estético e identitario su origen rural, campesino y mestizo;
por otro lado, la revisión de la extensa correspondencia que
mantuvo durante más de treinta años con Victoria Ocampo
revela también que esta acusación de cosmopolitismo y fasci-
nación por la extranjería, de ejercer “bigamia lingüística”, es
uno de los reproches más recurrentes que le hace la poeta
durante los primeros años de amistad.8 Viajera incansable,
es curioso notar que la poesía de Gabriela se ancla en una
América que ella tempranamente abandona y a la que sólo
vuelve por estadías breves. Cabe recordar que luego de la
publicación de su primer poemario y habiendo realizado en
Chile una importante labor en la educación de la mujer y
del campesinado, el gobierno pos-revolucionario de Méxi-
co la convoca a contribuir en las reformas pedagógicas del
país; allí se instala dos años, luego de los cuales da inicio a
una forma definitiva de errancia, de destierro voluntario, que
textualmente se transmuta, quizá, en esa visión panorámica
de América que su poesía revela: “No soy una patriota –dice
la chilena– ni una panamericanista que se endroga con las
grandezas del Continente. Me lo conozco casi entero, desde
Canadá hasta la Tierra del Fuego; he comido en las mejores
y las peores mesas; tengo esparcida en la propia carne una
especie de limo continental. Y me atrevo a decir, sin miedo
de parecer un fenómeno, que la miseria de Centroamérica me
importa tanto como la del indio fueguino y que la desnudez

8
Mistral, Gabriela y Victoria Ocampo. Esta América nuestra. Correspondencia
1926-1956. Edición, introducción y notas de Elizabeth Horan y Doris Meyer.
Traducción de Edgardo Russo. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2007.

171
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

del negro de cualquier canto del Trópico me quema como a


los tropicales mismos.”9
Hay rusticidad doliente en su poesía, una rusticidad de barro
y arpillera propia del dios poeta-precolombino Netzahualcóyotl,
de la serpiente emplumada Quetzalcoatl o de su Valle de Elqui
natal; una rusticidad que sólo sabe andar por ahí calzando las
sandalias de tres tiras de San Francisco de Asís y que lee la Bi-
blia con fanatismo puritano para ponderar, ante todo, los múlti-
ples roles de la mujer en sociedad. No obstante, ya lo ha dicho
alguna vez Gonzalo Rojas, la poesía latinoamericana del siglo
XX tiene con Gabriela una deuda importante, en ella y con ella
ha aprendido ciertas materias elementales, que son precisamen-
te aquellas que rigen su poética: el agua, la luz, el aire, la sal,
el fuego, elementos reiterativos en su obra y que se ligan ya a
la sabiduría popular indígena, ya a la tradición judeocristiana o
a cierta simbología arquetípica en un verso que echa mano de
excesivos arcaísmos para oponer, a los oropeles modernistas,
un ascetismo a toda prueba. Así, la “materia”, redimida y redivi-
nizada, instaura una poesía abierta a los flujos sensoriales de la
naturaleza y el paisaje asumido en clave espiritual.
Con todo, hay una serie de poemas hoy un tanto olvidados
que contribuyeron con insistencia a esa figuración de mujer-roca
que esta obra en su momento forjó. Observemos los primeros
versos de “La abandonada”, poesía con la que se abre el parágra-
fo “Locas Mujeres”, en Lagar (1954):

Ahora voy a aprenderme/ el país de la acedía,/ y a desaprender tu


amor/ que era la sola lengua mía,/ como río que olvidase/ lecho, co-
rriente y orillas./ ¿Por qué trajiste tesoros/ si el olvido no acarrearías?/
Todo me sobra y yo me sobro/ como traje de fiesta para fiesta no habi-
da;/ ¡tanto, Dios mío, que me sobra/ mi vida desde el primer día!/ (…)
Me he sentado a mitad de la Tierra,/ amor mío, a mitad de la vida/ a
abrir mis venas y mi pecho,/ a mondarme en granada viva,/ y a romper
la caoba roja/ de mis huesos que te querían./ Estoy quemando lo que
tuvimos:/ los anchos muros, las altas vigas,/ descuajando una por una/

9
Palabras de Gabriela Mistral en el Consejo Directivo de la Unión Panamerica-
na, en Washington, el 19 de marzo de 1946. Discurso publicado por El Mercurio,
Santiago de Chile, 20 de marzo de 1946. Ver: Mistral, Gabriela. Poesía y prosa.
Santiago de Chile, Biblioteca Ayacucho, 1993.

172
Travesías poéticas americanas

las doce puertas que abrías/ y cegando a golpes de hacha/ el aljibe de


la alegría./ Voy a esparcir, voleada/ la cosecha ayer cogida,/ a vaciar
odres de vino/ y a soltar aves cautivas;/ a romper como mi cuerpo/ los
miembros de la “masía”/ y a medir con brazos altos/ la parva de las
cenizas...

Como señala la poeta chilena Verónica Zondek (1953) –que


ha estudiado largamente esta obra y compilado junto a Silvia
Guerra la correspondencia entre Mistral y algunos escritores
uruguayos–, hay en estos poemas “una voz temible y maravi-
llosa a la vez, que habla con palabras mujeriles de hoy y ayer,
el dolor y el goce de constituirse como sujeto en una sociedad
patriarcal.”10 Constitución que sólo puede darse a partir de la
distancia, de la tozudez, de la excepción estigmatizada como
“locura”. Hay por tanto ­–arriesguemos– un gesto inaugural en
la escritura de estas “Locas Mujeres” que han debido convertir
su soledad en fortaleza y su pasión en una labor de género que
subsuma la irresolución contradictoria del sujeto femenino (“Si
concede muere y si no concede, duele”). Asimismo, y más cerca
nuestro, no es errado afirmar que la obra de la chilena Carmen
Berenguer (1946), galardonada con el Premio Iberoamericano
de Poesía 2008, también se hace eco de ese gesto primero: su
cabal interés en darle voz y estatuto discursivo a esas “últimas”
mujeres, las de las barriadas, las marginadas por su clase y por
su sexo, las prostitutas de Naciste pintada (1999), por ejemplo,
o los travestis que habitan sus textos –figura recurrente también
en la crónica poética de Pedro Lemebel (1955)– responde a una
tradición matriarcal que tiene a Gabriela y a sus “Locas” como
figuras tutelares. Por otra parte, esta misma preocupación, en
la obra de Zondek, adquiere ribetes políticos en su intento de
abrir un hiato “entre el cielo y la línea” del que surja, acaso
como un grito o un desgarro, como balbuceo de la memoria
del horror, la palabra poética en tanto testimonio de un sujeto
femenino comprometido con su realidad y, a su vez, en perma-
nente movimiento: del primero al último poemario, esta escri-
tura se articula a modo de caminata, de indagación, de éxodo
10
Zondek, Verónica. “Locas mujeres de Gabriela Mistral” en: Documentos Lin-
güísticos y Literarios, http://www.humanidades.uach.cl/documentos_linguisti-
cos/document.php?id=1303.

173
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

bíblico de un yo poético que va cifrando los testimonios de su


recorrido en la propia piel del texto.

Travesías
Amazona
Pieles de sedoso tacto
y cuero endurecido
en el humo otoñal/ de las hogueras
Pectoral de fuego/ Huesos y músculos
modelados/ en la lucha cuerpo a cuerpo
(…)
La cacería empieza
Halcón de ópalo dorado
sobrevuela su cabeza
Ella danza/ la antigua travesía
de los vivos y/ los muertos
Diana Bellessi

Pero en este mapa de travesías imaginarias que la poesía la-


tinoamericana del siglo XX traza, hay una figura que –al menos
por chilena–, debemos de inmediato mencionar: Nicanor Parra
(1914). Es a fines de los setenta, en plena dictadura de Pinochet,
cuando “el hermano de Violeta” –como solía en algún momento
presentarse– da a luz una de sus voces quizá más inquietantes,
una dicción que surge de auscultar a fondo la tradición popular;
la de un profeta alucinado cuyo nombre surge en evidente ho-
menaje a la Mistral: en Sermones y prédicas del Cristo de Elqui
(1977) y Nuevos Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979),
Parra reescribe la vida chilena a través del monólogo fragmenta-
rio de este personaje delirante y fabuloso. Se trata de una poesía
que rechaza todo lirismo, que instaura el “chiste”, el “eco-poema”,
que se apropia del lenguaje de la publicidad, de la política, de las
jergas populares, y que a través de la parodia corroe todo discur-
so autoritario en la actualización de un escenario goyesco, por
momentos esperpéntico. Dice Parra en el año 69:

Para ser sincero, Neruda fue siempre un problema para mí; un desafío,
un obstáculo que se ponía en el camino, entonces había que pensar las
cosas en términos de ese monstruo. De modo que, en ese sentido, la

174
Travesías poéticas americanas

palabra de Neruda está allí como marco de referencia. Más tarde la cosa
ha cambiado. Neruda no es el único monstruo de la poesía; hay muchos
monstruos. Por una parte hay que eludirlos a todos y, por otra, hay que
integrarlos, hay que incorporarlos.11

Sólo un desconocimiento grosero de la rebelión poética de-


clarada por Parra en sus “antipoemas” puede denominar hoy
como nueva una poesía (¿post?) que mime un gesto realizado
hace medio siglo. No se trata solamente de la guerra al lirismo
que el profesor en ciencias exactas instauró en los años 50, se
trata además de una poesía crecida bajo la sombra de Samuel
Beckett, pero también de Buster Keaton, que apela al absurdo y
al humor negro, y que reclama para sí imágenes contrastantes,
cáusticas, corrosivas y por tanto novedosas, que abofeteen al
lector y dinamiten la idiotez de su cómoda poltrona. A su modo,
se hace cargo también de la herencia de Baudelaire al tramar
una voz que, ante todo, intenta canalizar la experiencia del suje-
to moderno, alienado por la lógica del trabajo utilitario, a quien
–también como el autor de Las flores del mal– invoca como su
“hermano lector”. Dice Parra en Poemas y antipoemas (1954):

El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escri-


tos:/ Aunque le pese/ El lector tendrá que darse siempre por satisfe-
cho./ Sabelius, que además de teólogo fue un humorista consumado/
Después de haber reducido a polvo el dogma de la Santísima Trini-
dad/ ¿Respondió acaso de su herejía?/ Y si llegó a responder, ¡cómo
lo hizo!/ ¡En qué forma descabellada!/ ¡Basándose en qué cúmulo de
contradicciones!12

El bufón nos escupe sus versos en la cara y luego, entre ri-


sas, nos convida un pisco, nos da un apretón de manos y nos
sube a su “montaña rusa”. Nicanor Parra quebró las convencio-
nes y el mito de la lírica heroica –empresa que, antes de él y
con Neruda vivo, parecía imposible–: su poesía, por popular y
guitarrona, rompe el cerco solipsista del sujeto a partir, básica-
11
Benedetti, Mario. “Nicanor Parra o el artefacto con laureles” en: Marcha,
Montevideo, 17-X-1969.
12
Parra, Nicanor. “Advertencia al lector” en: Poemas y antipoemas. Madrid, Cáte-
dra, 2007. Ver también: Obra gruesa. Santiago de Chile, Editorial Universitaria,
1969.

175
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

mente, de la escucha del otro; aunque más no sea borrándose


a sí misma, creando silencio o interpelando a cada momento al
lector, se planta, ante todo, como una empresa colectiva:

¡Atención, señoras y señores! ¡Un momento de atención!/ Un alma


que ha estado embotellada durante años/ En una especie de abismo
sexual e intelectual / Alimentándose escasamente por la nariz/ Desea
hacerse escuchar por ustedes./ Deseo que se me informe sobre algu-
nas materias,/ Necesito un poco de luz, el jardín se cubre de moscas,/
Me encuentro en un desastroso estado mental,/ Razono a mi manera;/
Mientras digo estas cosas veo una bicicleta apoyada en un muro,/ Veo
un puente/ Y un automóvil que desaparece entre los edificios./ Ustedes
se peinan, es cierto, ustedes andan a pie por los jardines/ Debajo de
la piel ustedes tienen otra piel,/ Ustedes poseen un séptimo sentido/
Que les permite entrar y salir automáticamente./ Pero yo soy un niño
que llama a su madre detrás de las rocas./ Soy un peregrino que hace
saltar las piedras a la altura de su nariz./ Un árbol que pide a gritos se
le cubra de hojas.13

El sujeto escindido de Rimbaud, el “J’est un autre”, aquí pier-


de vigencia (difícil olvidar el hecho de que el gran viajero que
abandonó la poesía para dedicarse al tráfico y a la vida trashu-
mante murió postrado en un cama, sin una pierna –vaya para-
doja–, recibiendo cuidados de su familia). Nicanor desplaza el
protagonismo del “yo opaco” al “tú espectacularizado”, frente a
este lector hipotético logra lo imposible: el olvido de sí. Porque
su utopía es ser “el otro”, ser su actualidad, un “yo soy tú” que
luego se desplaza a “yo soy los otros”, allí es donde el humilde
encuentra un salvoconducto y la comunidad nace.
Imposible pensar hoy una poética como la de la argenti-
na Diana Bellessi (1946) sin esta tradición viajera, descentrada,
vuelta doblemente al lirismo y al habla popular. Ya desde su pri-
mer poemario, Crucero ecuatorial (1980), Bellessi esboza una
mitografía poética que con la publicación de Buena travesía,
buena ventura, pequeña Uli (1991), escrita en 1974 y publica-
da mucho más tarde, claramente refuerza: el mito autoral de
la gran Viajera que es capaz de reunir un coro de voces, de
nombres, de hechos, tramas y amores en una escritura sin pun-

13
Parra, Nicanor. “El Peregrino” en: Poemas y antipoemas. Ibid.

176
Travesías poéticas americanas

tuación, sin regímenes dominantes, sólo un paisaje infinito de


ecos, de susurros subalternos, que intentan construir una poe-
sía pensada, básicamente, como entidad comunional. Dice la
poeta en su ensayo “La pequeña voz del mundo”: “Lírica es una
voz desnuda en la impudicia de volverse sobre sí y hallar en lo
profundo del yo, aquello que lo rebasa (…). Siempre, aun por
ausencia, se alude a los otros, su belleza y su desgracia. Siempre
alguien gime aquí, y la música lo denota, aun en la más tensa
melodía donde el retablo comparece en su quietud.”14
En este sentido, el poemario Danzante de doble máscara
(1985) –a cuyo volumen pertenecen los versos que abren el pa-
rágrafo– se articula a partir de dos voces poéticas, la figura de la
Amazona y la de la descendiente de inmigrantes que, ejemplar-
mente, encarnan la doble perspectiva desde donde observar el
viaje americano. La estructura del libro es en sí compleja: consta
de un breve poema inicial, “Hierofanía”, donde hay una prime-
ra representación del mundo mitológico; luego se encuentra la
sección “Danzante de doble máscara” compuesta por dos poe-
mas y una coda en la que se contraponen estas dos figuras;
sigue el poema en prosa “Waganagaedzi, el gran andante” que
alude a un personaje de la mitología toba, un joven de cabellos
trenzados que recorre el mundo; y antes de llegar a la sección
final (“Detrás de los fragmentos”) hecha de escenas autobiográ-
ficas de este yo poético que repone algunas historias de fami-
liares inmigrantes, nos encontramos con el apartado “Ulrico”,
texto para una ópera de cámara compuesto por una obertura y
nueve escenas. Es puntualmente interesante que nos detenga-
mos en este último ya que allí se tematiza el conflicto cultural
entre América y Europa: el poema se abre con Ulrico Schmidl
que narra desde su aldea alemana los veinte años pasados en
América del Sur, el sitio a la expedición comandada por Pedro
de Mendoza, el hambre y la peste, la asunción del mando por el
oscuro oficial Irala que inicia su expedición hacia El Dorado, su
encuentro con la Amazona, la fundación de Asunción... Pero lo

14
Bellessi, Diana. “La pequeña voz del mundo” en: María Eugenia Bestani y
Guillermo Siles (comps.), La pequeña voz del mundo y otros ensayos. San Mi-
guel de Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Tucumán,
2007, pp. 17-26.

177
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

más feliz del texto es que amalgama episodios históricos junto


a otros de carácter simbólico, iluminando de este modo el gran
choque de culturas producido en la Conquista: así, al encuentro
de la violencia inicial entre Irala y la Amazona, asistimos al rito
del Ava-Porú a través del cual la mujer en un rapto de amor y
muerte devora a su adversario, que metonímicamente represen-
ta a Europa, recuperando su voz –el tabú de la lengua conquis-
tadora transmuta en tótem de la lengua propia–.
A propósito de este poemario, Jorge Monteleone señala con
claridad que aquí

la noción de memoria colectiva se vincula de un modo más completo


con la utopía del habla cuando el poema toma, por un lado, la forma de
un relato mítico y, por otro, la de una historización. El sujeto se escinde
en dos tiempos y en dos espacios, mientras vive el antagonismo de un
doble origen: el americano y el europeo. Doble máscara: repite no sólo
la escisión del sujeto lírico en esa duplicidad de origen, sino también
la encrucijada de la autora al resumir una tradición bifurcada, entre lo
culto y lo popular.

Por otro lado, la figura de Waganagaedzi representa también


una alteridad tensionada: aquella que supone el recorrer nomá-
dico de espacios antagónicos y otra supuesta en la androginia,
ya que “el gran andante” llevará en sí mismo a la Amazona.15

Mundo nuevo
Apréndele a esta rosa que está ahí
y piensa pensamiento con 7
pétalos desafinados, vino
de Grecia, olió a Píndaro y Píndaro
la olió entre las 10.000 abejas
que perdimos en el parto.
Gonzalo Rojas, Contra la muerte y otros poemas.

Waganagaedzi encarna un principio de composición poéti-


ca, de energía imaginaria transfiguradora, que no sólo percibe

15
Monteleone, Jorge. “La poesía como tierra sin mal: habla, mirada, gracia y
donación” (prólogo) en: Bellessi, Diana. Tener lo que se tiene. Poesía reunida.
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.

178
Travesías poéticas americanas

la potencia mágica del mundo natural sino que además condi-


ciona el ensueño expectante de una Tierra sin Mal: Ivimarae’i,
según la transcripción de Bellessi. La traducción aproximada
de “Ivi Mara Ey” –término que pertenece a la cultura de los
primitivos indígenas de la Amazonia, los antiguos Tupínam-
ba, o Tupí-Guaraníes, o Tupí-Cocama (en una de sus ramas
del Perú)– es la de “Tierra-Buena” o “Tierra sin Mal”, según
señala Monteleone; se trata de un espacio mítico, paradisíaco,
que no se halla en un más allá sino en el corazón de la selva:
una tierra sagrada, de abundancia y armonía, de participación
y comunión, donde toda forma de poder coercitivo ha sido
abolida.
En la poesía de Diana Bellessi el “yo poético” es comu-
nitario, se presenta como reservorio del habla y de la me-
moria étnica a partir de una españolidad arcaica asumida
también como propia. Al igual que en la poesía de Mistral,
su interpretación del cristianismo (en La edad dorada o Sur)
es mitologizante, de corte animista, pero hace pie en un
tiempo vivido como “instante eterno” antes que como pro-
mesa de salvación. Desde Baudelaire sabemos que la tradi-
ción poética que alude a ese tiempo discontinuo, donde lo
transitorio o fugaz se cruza con lo epifánico, se vincula a la
Modernidad: en palabras de la poeta, ese instante equivale a
la aparición de un colibrí suspendido en el aire, que “lanza
relámpagos” e invita a la rebelión (La rebelión del instante).
En este mapa de modernidades alternativas donde transitan
nuestros huesos, postular que la poesía puede o debe ser
pensada como un acto de “desobediencia civil” (como reza
uno de los apartados de este último poemario) es un in-
tento más que legítimo por devolver a la palabra poética el
sino revulsivo que perdió con el ocaso del Romanticismo: si
Baudelaire, frustrado, invocó a un hypocrite lecteur que ya
observaba a la distancia, Nicanor Parra y más aun Bellessi,
lo toman de la mano, traman comunidad y plantan sin más
la querella.
A lo largo del siglo XX, la transformación del psicoanálisis
en “verdadera visión del mundo” ha desencadenado en nues-
tro presente la tendencia a hacer desvanecer las singularidades
artísticas, literarias y políticas en la indistinción ética, en aras

179
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de una hermenéutica del arte como mero “testimonio” de la in-


eludible “catástrofe”, de la “excepción” o del “terror”, donde se
manifestaría cierto destino inexorable de la humanidad. Como
bien recuerda Jacques Rancière,16 la Estética –como régimen del
pensamiento del arte y del inconsciente que lo habita– nació
en tiempos de la Revolución Francesa, y las querellas estéticas
fueron siempre, al mismo tiempo, querellas sobre la interpreta-
ción de la era revolucionaria. Esta disputa entre los modos de
vincular la interpretación del arte con la del mundo que produ-
ce el arte o del cual da testimonio es, básicamente, una querella
sobre la manera de determinar qué cosa del orden del mundo
puede ser cambiada y qué no.

Con todo, quizá sería excesivo aventurar que la América in-


dígena haya nacido al mundo occidental por los delirios textua-
les de un viajero. Excesivo –es cierto– pero no del todo exento
de verdad. Bien se sabe que Cristóbal Colón leyó el Libro de las
maravillas del mundo de Marco Polo, popularmente conocido
como Milione, en una copia de la edición de Amberes de 1485
y atendió con precisión de relojero la fabulosa descripción de
sus riquezas y de los extraños mundos allí consignados, según
consta en el volumen conservado en Sevilla con numerosas ano-
taciones de puño y letra (el volumen fue escrito en cautiverio en
colaboración con Rustichello de Pisa, entre los años 1296-1298
y publicado por primera vez en Nuremberg en el año 1477). Así,
América es esa tierra con la que Colón tropieza en su intento
de verificar, “revivir”, una experiencia de lectura fabulosa. Es en
ese cruce entre dos sistemas de relatos, el del viaje fabuloso y
el de la realidad viajera fabulada (la mitología indígena), donde
emerge nuestra “América-colibrí-lanza-relámpagos” con todo su
esplendor. La exploración y la conquista supuso, ante todo, el
descubrimiento de un “Otro” zaherido por la violencia de la
gesta y por una batería de relatos expectantes que demanda-
ban, con premura, la verificación de un despilfarro, de un exce-
so, que ratificara el “orden” impuesto por la Civilización. Pero
es preciso recordar que el “Nuevo Mundo” de nuevo no tenía
nada; más bien lo que se torna nuevo es el “Viejo Mundo” con
16
Rancière, Jacques. El inconsciente estético. Buenos Aires, Del estante, 2006.

180
Travesías poéticas americanas

la asunción protagónica de un “Otro Yo” frente al cual espejar


la mirada y…


Hermoso
en agilidad y destreza
enemigo mayor
el mar devora
y dispersa
en un collar de islas
el cuerpo de la Amazona (…)
Ivimarae’i:
Halcón de ópalo dorado
sobrevuela su cabeza
Baila 17

17
Bellessi, Diana. Danzante de doble máscara. en: Tener lo que se tiene. Ob. cit.

181
Surrealismo e imaginación erótica

Matar un animal. Parir un huevo de jade o de hule, pero


también una rosa. Tomar té con aquel melancólico druida en
medio del bosque y luego devorar sirenitas encantadas, en-
tre nardos, alhelíes y caléndulas… Beber licor de mariposas
negras y reír como quien llora, con infinidad de ji-jis y jo-jos,
al morder un simple tomate. Morir de amor por un lagarto,
un lobo, acaso un sapo. Copular entre los helechos de un jar-
dín sombrío y al fin, no despertar nunca. La obra de Marosa
di Giorgio habla de eso, y de muchas cosas más que quizá
nunca entenderé. Porque si su grafía, extrañamente infantil,
emula con impasible sosiego el cuento maravilloso, ese ADN
fecundo del relato universal; su voz trémula, de vieja erotó-
mana sonámbula, hace crepitar bajo el compás modernista
que alumbró Darío, Lugones, pero también Delmira Agusti-
ni, primitivas imágenes de ensueño. Infantilidad vetusta, tra-
gicidad irrisoria, ruina y germen proteico del deseo: la prosa
poética de Marosa di Giorgio conjuga lo imposible y sostiene
el oxímoron a cada vuelta de página. Esa irrealización sinté-
tica, ese inacabamiento se vuelve –para nosotros– Big Bang
de una obra incesante y cifra de un improbable asedio. Pero
antes de abundar en balbuceos, hay que decirlo: Marosa le
teme al lenguaje de los hombres. Teme a su lógica maniquea
de esbirros y mandarines, a la gramática hospitalaria y car-
celera, a los malevos de mirada esquiva y navaja blanda, a
la miopía bienpensante que murmura en las alcobas... Ella
ha construido un mundo y se ha negado a ponerle llaves.
En eso sí que se ha diferenciado de muchos. Y su mundo es
lo más parecido al paraíso que podremos algún día soñar,
porque está hecho con el aliento sacro de los antiguos para
quienes “Dios” –esa ficción que al fin nos constituye– era un
hongo, el rito sacrificial o la mirada, era una tormenta. Era el
gran ratón de lilas, el gran ratón dorado.

183
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Lo sacro

Se abrió el manto. Y la poseyó en un campo. Y luego, despacito. Algo


atroz, interminable. Como quien hace un bordado infinito. Le decía: –
Santa, Santa, otra vez, un poco más, Santa. Santa. Otra vez, Santa.
Ella abrió las piernas. Luego, él se alzó a beber. Mamaba como un niño.
Salía una leche rara, larga, que daba miedo.18

Postulemos –como primera hipótesis– que el erotismo, en la
obra de Marosa di Giorgio, se asocia a una concepción absolu-
tamente ominosa de la maternidad. Sus mujeres suelen parir de
todo menos niños, a lo sumo abortan un súcubo o un nonato
amorfo para luego, golosas, devorarlo entre jazmines o ente-
rrarlo en cualquier gallinero próximo. De un modo radical, esta
escritura subvierte el culto mariano de la mujer pura y beata
que prefigura el judeocristianismo y enarbola a esa “maternidad
monstruosa” como apología del acto creativo. En la profusa red
de herencias y afinidades electivas que la rodean, hay al me-
nos tres escritoras rioplatenses que –mitografía autoral median-
te– es preciso señalar como precursoras del aquelarre. La más
próxima, geográfica y temporalmente, es la uruguaya Armonía
Somers (1914-1994). Poco conocida fuera de su tierra, Armonía
(hija de un libertario, pedagoga, y fóbica confesa a los circos
del mundillo literario) se ganó elogios de críticos de la talla de
Ángel Rama desde la publicación de su primera novela, La mu-
jer desnuda, al desencadenar, con su visión atormentada y fan-
tasmal de la feminidad, una gran polémica en la Montevideo de
1950. Si el universo cuasi-infantil de Marosa es un paraíso trági-
co y visceral pero al fin, felizmente edénico; el de Armonía –el
de Muerte por alacrán (1978) o Un retrato para Dickens (1969),
por ejemplo– es un laberinto oscuro, asfixiante, construido con
las técnicas más modernas y audaces de la novelística del siglo
XX. Puntualmente, hay un cuento que me gustaría en esta ins-
tancia recordar, “El derrumbamiento” (1953) –el cual da título al
volumen donde fue publicado: allí Somers narra la historia de
18
Di Giorgio, Marosa. El Gran Ratón Dorado, el Gran Ratón de Lilas. Relatos
eróticos completos. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2008, p. 243. En adelante
nos referiremos al mismo con las siglas GR y a su obra poética, con las siglas PS,
I o II: Los papeles salvajes I y II. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000.

184
Surrealismo e imaginación erótica

un negro pobre que comete un crimen y llega a un refugio, en


medio de la noche y la tormenta, se tumba entre mendigos o
pordioseros y repara en una estatuilla de la Virgen María ubica-
da muy cerca de él. Al poco rato la imagen le habla (actualizan-
do todo un tópico de la literatura fantástica, la humanización de
la efigie): la Virgen le pide al negro que derrita de su cuerpo la
cera, que la ayude a ser mujer. El cuento avanza, entonces, en
ese clima enrarecido, tramado con las palabras elementales de
los desclasados, al ritmo de las órdenes presurosas de la Virgen
y la inútil resistencia del negro que, consumido por una fiebre
agónica, se resiste a tocarla. Pero lo curioso del relato es que a
pesar de su parquedad, las imágenes que utiliza el negro para
nombrar a la Virgen evocan al universo de la mística más ela-
borada: “”lirio dulce”, “madrecita”, “rosa blanca”, “perla clara”,
“corazón de almendra dulce”, “narciso de oro”, “huerto cerrado”,
“niña rosa”, etc.
Como se recordará, en el “Cantar de los Cantares” la esposa
dice de sí: “Yo soy el narciso de Sarón/ un lirio de los valles”; y
el esposo responde: “Como lirio entre los cardos/ es mi amada
entre las doncellas.” Por otro lado, en la versión de Fray Luis de
León, leemos: “Yo rosa del campo y azucena de los valles”, “Cual
la azucena entre las espinas”, “Eres jardín cercado, hermana mía
esposa.” Y podríamos continuar con los ejemplos, pero lo que
me interesa subrayar es que tanto Armonía como Marosa toman
de la poesía mística canónica los modos de nombrar lo feme-
nino y las consecuencias de este intercambio exceden –a claras
vistas– lo meramente nominativo.
Georges Bataille –ese filosofo francés heterodoxo y provoca-
dor que creció en plena efervescencia surrealista– postuló que
el erotismo surge de la dialéctica entre lo continuo y lo discon-
tinuo como aquello que distingue al hombre del animal en su
disfuncionalidad genésica; así, el hombre “entra en la cultura”
(esto es: el hombre de Neandertal comienza a enterrar a sus
muertos) de la mano de la “prohibición”: para el filósofo la
puesta en acto de esta dialéctica supone siempre el ejercicio de
una “violencia” sobre el ser constituido –es decir, constituido
como ser discontinuo y cerrado–, una violencia que se haría
presente en las tres formas que asume el erotismo (el “erotismo
de los cuerpos”, “el de los corazones”, y “el sagrado”) al lograr

185
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

sustituir el aislamiento del ser por un sentimiento de profunda


continuidad. Contrariamente a lo que el sentido común supone,
la prohibición se define ante todo por su aspecto positivo: el
universo judeocristiano señala al “pecado” y con ello lo satura
de valor, asegurando en el doble movimiento de la transgresión
violenta, el exceso inaudito del goce. Dice Bataille en La litera-
tura y el mal: “Lo prohibido es el dominio de lo trágico o, mejor,
el dominio de lo sagrado. En verdad, la humanidad excluye lo
sagrado, pero es para magnificarlo. Lo prohibido diviniza lo
que prohibe. Subordina esta prohibición a la expiación –a la
muerte–, pero lo prohibido es, al mismo tiempo, un incentivo
y un obstáculo.”19 En el estadio pagano de la religión, la “trans-
gresión” (la muerte sacrificial, por ejemplo) fundaba lo sagrado,
cuyos aspectos impuros no eran menos sagrados que los puros:
lo puro y lo impuro componían así el conjunto de la esfera sa-
grada. El cristianismo expulsó del mundo sagrado a la “impure-
za”, la “mancilla”, para cotejarla dentro del universo de la culpa,
haciendo de la sangre no el fundamento de la divinidad, sino el
de su caída: el diablo, el ángel negro, con el cristianismo, pierde
estatuto divino y, paradójicamente, gana otro.
Pero veamos qué dice Marosa al respecto:

La hija del diablo se casa! No sabíamos si ir o no. En casa resolvieron


no ir. Ella paseaba con la trenza brillando como un vidrio al sol. Vestido
celeste. (…) Pasado el mediodía resolví huir. Crucé por arriba de los jar-
dines de fresias y junquillos (…). Al fin toqué las puertas de los hornos!
Pasaban platos con todas las escenas del amor erótico. “Invitan con la
Carne”, dijo una voz que me pareció de una vecina; miré y, si era, estaba
embozada. Y también servían niños nonatos, cubiertos con azúcar. “Son
riquísimos”. El tam-tam celebratorio apareció adentro de la tierra y en
un perpetuo crescendo, anuló las conversaciones y llegó al colmo. La
hija del diablo, de pie junto a la pared, el pelo igual que el sol, entre-

19
Bataille, Georges. La literatura y el mal. Madrid, Taurus, 1959, p. 15. Ver
también: Bataille, Georges. El erotismo. Barcelona, Tusquets, 1997: “La trans-
gresión habría revelado lo que el cristianismo tenía velado: que lo sagrado y lo
prohibido se confunden, que el acceso a lo sagrado se da en la violencia de una
infracción. Como dije, el cristianismo propuso, en el plano de lo religioso, esta
paradoja: el acceso a lo sagrado es el Mal y, al mismo tiempo, el Mal es profano.
Pero el hecho de estar en el Mal y ser libre, el hecho de estar libremente en el
Mal no sólo fue una condena, sino una recompensa para el culpable”, p. 127.

186
Surrealismo e imaginación erótica

abrió el vestido, las piernas, las pezuñas. Su himen cayó roto (se oyó
un leve bramido) y corrió como una margarita entre nosotros. Alguien
gritó: –¿Y el novio? –Se va por aquí. Es chiquitito. (PS, II, 231-232)

Sabemos que fueron los románticos, primero, y los surrea-


listas, después, los que intentaron unir las aguas de “lo sagra-
do” y “lo profano” separadas desde antes de la Modernidad
secular. Como recuerda Maurice Nadeau, en su paradigmática
Historia del surrealismo, ambos estaban animados por un sen-
timiento de profunda desesperación; una desesperación que
no era la “melancolía” de Leopardi, ni el empalagoso “mal de
alma” de Lamartine, ni siquiera el “spleen” de Baudelaire –to-
dos fácilmente solubles en el amor a un “Dios” recuperado–.
Su desesperación era, más bien, la de la talla de un Rimbaud,
que abandonó todo para entregarse a una vida animal, o de un
Lautréamont, que descargó su ira fatal en los cielos… Pero es
cierto: los intentos de la humanidad por domesticar al mons-
truo de la sin-razón no dejan una y otra vez de conmovernos.
Si Baudelaire lo llevó a la Iglesia y a los paraísos artificiales,
si Rimbaud lo arrojó al Mar Rojo y luego –sin éxito– intentó
olvidarlo, si Jarry –con menos suerte– murió en sus garras y
Lautréamont lo domó para empujarlo al mundo, si los surrea-
listas –de la mano del psicoanálisis freudiano– lo sentaron a su
mesa y lo miraron a la cara con el humor negro del absurdo y
él sésamo imposible del “amour fou”, Marosa di Giorgio –hay
que reconocerlo, entonces– también labró con esmero un pa-
pel propio dentro de este gran teatro de malditos: ella dio a
luz al monstruo entre lilas y querubines y después, sin más,
comenzó a reír a carcajadas sabiendo que, cualquiera de sus
días, como si apenas fuera un bombón, una trufa, un simple
terrón de azúcar, podría devorarlo.

Lo profano

Cuando ella empezó a nacer, él empezó a arder. Pero, se dijo, mirando


a aquella brasa, rosada, encarnada, el soberbio pimpollo ése: –Esto es
un incesto, si soy yo el abuelo y el padre; yo engendré –dijo exageran-
do– a este rosal.

187
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Y tuvo remordimiento anticipado, hasta hizo la señal de la cruz; clama-


ba: –No debo.
Pero la rosa naciente, se redondeaba, latía como un corazón, separó un
pétalo, parecía que lo tentaba; él miraba extasiado, medio ido, prendi-
do al pétalo ardiente, que se desenvolvía, y ya estrelleaba ahí al lado.
(GR, 95)

En la galaxia-Marosa los sentidos se exacerban: todo des-


borda colores, fragancias, cualquier cosa es comestible, tiene
música y textura. Es un mundo eminentemente visual, gustativo,
canta las musiquitas salvajes de la infancia; lo rige la hipérbole,
la intensidad desaforada, la exageración sin tregua. Es una ga-
laxia colorida, degustable, compuesta de excesos y derroches,
todo fluye: palabras, imágenes, deseo. Pero, con todo, aunque
hable desde la niñez o el sueño y amalgame lo sacro y lo profa-
no, su reino, antes que el “Reino del Mal” –como diría Bataille–,
es un paraíso edénico puesto que, privado de la mirada adulta,
lo “transgresivo” como tal, entra en suspensión.
Bataille creyó entenderlo bien: a partir del cisma surrealista,
consideró que “Infancia + Mal + Transgresión + Erotismo”
eran parte de una misma reflexión y del quehacer poético.
Él mismo centró su producción ensayística y ficcional en ese
cauce y no es menor, sin duda, recordar la temprana amistad
que lo unió a André Breton y al grupo Contre-Attaque; como
tampoco es gratuito mencionar que fundó en 1936 –junto a
Pierre Klosossowski, Michel Leiris y un nutridísimo círculo
intelectual– la revista Acéphale y, en 1938, el Colegio de
Sociología Sagrada. Sin embargo, la revalorización extrema
de la experiencia de la transgresión que recorre todo su
pensamiento, no sólo fricciona con la imaginación y la fantasía
(el orden imaginario es aquel que vendría a suturar la falta
que el orden simbólico instaura en la cultura) al ratificar la
Ley, sino que además lo coloca en un brete: como bien lo
advirtió Deleuze en El antiedipo, el regodeo en la filosofía
de la transgresión supone, al fin de cuentas, la servidumbre
hacia las “pasiones tristes”. Si a partir de Freud y Lévi-Strauss
sabemos que la prohibición del incesto es el pacto original por
el cual las mujeres entran a circular en la necesaria exogamia
que funda lo social, con Deleuze nos enteramos de que de la

188
Surrealismo e imaginación erótica

Ley deriva el Deseo y con él, una incesante proliferación de


flujos, líneas de fuga, maquinaciones deseantes...
Arriesguemos, entonces, otra hipótesis de lectura: el erotis-
mo meramente transgresivo delineado por Georges Bataille se
condensa y clausura, de un modo fractal, en La condesa san-
grienta (1966), de la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972),
un texto que sin duda Marosa hubo de haber leído. Allí también
–como se recordará– hay una Virgen, pero es una “Virgen de
Hierro”, una autómata que la condesa Erzébet Báthory posee
en la sala de torturas de su castillo de Csejthe y que utiliza
para flagelar a las doncellas ignorantes con el preciso objetivo
de alejar la vejez, bañándose en su sangre. Con una paleta de
colores más que reducida (blanco, rojo y negro), y la puntillosa
ausencia de todo hombre, el cuerpo de la condesa (seco, incolo-
ro, aparentemente andrógino) sólo alcanza el paroxismo erótico
ante la monumental cartografía del dolor de las supliciadas: la
pedagogía sádica del Mal –adviértase– se solaza en los espacios
cerrados: castillos, calabozos, celdas, institutos…
Pero no nos confundamos: si Marosa y Alejandra parecen
trabajar sobre tópicos y motivos eminentemente surrealistas, los
caminos que emprenden en sus búsquedas son harto distintos.
Mientras que la condesa debe vestir su palidez mortuoria con
ropas cambiadas seis veces al día en su burbuja narcisista de
muros blindados, mientras se peina, se enjoya, se baña en san-
gre ajena, sin con eso poder matar, finalmente, a ese tiempo
que la mata; el apocalipsis alegre de Marosa di Giorgio trama
un erotismo a la intemperie a partir de la dialéctica amatoria –
insistamos– de la creación monstruosa:

La Reina del Amor abrió su bata de dalias. Tenía pechos con puntas
rojas y en cada punta una perla blanca y ovalada. Que ella sacaba y
volvía a colocar. En el viento una voz dijo: –¡Es la Reina del Amor! ¡La
Novia del Cacique, es! Pero sólo en el cine, en el aire de lo que no se
puede tocar. Es una niña, pues.
Ángeles y Alejandra dormían muy a lo lejos, bajo la red de ampollas
eléctricas y con las cabelleras negras o áureas, entrelazadas. (GR, 137)

No parece haber dudas, frente a la “condesa sangrienta” de


Alejandra, la “reina” de Marosa exuda feminidad, para ella el

189
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

dolor es apenas un lejano cosquilleo porque en su baile abis-


mal y salvaje, el pasaje entre lo continuo y lo discontinuo está
regido por el goce de lo nutricio y la fusión onírica de lo real y
lo imaginario.
No obstante, este parágrafo –recordemos– se abría con una
rosa. En el Segundo Manifiesto del Surrealismo (1930), André
Breton recuerda un cuento de Alphonse Allais en el que un
sultán, abatido por el tedio, ve danzar a una joven muy bella
cubierta de velos. Cada vez que la bayadera se detiene, el sultán
ordena a sus visires que hagan caer uno de sus velos; así, hasta
que acaba de caer el último y el sultán hace una nueva señal,
indolente, para que se la desnude: los visires se apresuran a de-
sollarla viva. Si Breton, el optimista, quiere acaso decir con esto
que toda rosa, aun privada de sus velos, sigue siendo la rosa (ya
que la bayadera sigue danzando); Marosa –un poco más “mar” y
un poco más “rosa”– postula, en cambio, una verdad inquietan-
te: no hay rosa que sobreviva sin sus velos.

Lo femenino

El jefe –la boca sequísima llena de dientes como perlas, como un mo-
lusco que se hubiese ido en perlas, en cáncer de perlas– oteaba el aire
azul, aspiraba; sus sentidos eran finísimos. Anunció que se iba aproxi-
mando una futura víctima nunca imaginada, un ser singular, algo con
lo que nunca jamás íbamos a hallar parecido. La verdad era que todos
teníamos una terrible hambre porque la vigilia había sido demasiado
larga y todavía estábamos bien distantes de todo. Aprestamos nuestras
lanzas. La niña cayó de súbito en nuestro círculo, antes de lo que espe-
rábamos. (PS, I, 104)

En una entrevista publicada en 1995 en la revista argentina


Diario de poesía, di Giorgio refería su temprana relación con el
teatro y las recitaciones durante su infancia y adolescencia.20 De
la misma, también se infiere que la poeta comienza a ser cono-
cida en la Buenos Aires contracultural de mediados de los 80

20
AAVV, “Dossier dedicado a Marosa di Giorgio” en: Diario de Poesía. Buenos
Aires, Nro. 34, julio 1995.

190
Surrealismo e imaginación erótica

a partir de la lectura-performance de “Diadema”,21 realizada en


diferentes oportunidades, con una elaborada actuación y una
escenografía compuesta, mayormente, de tules, velas y flores...
Otra poeta, Mirta Rosenberg, comenta en la misma publicación
que luego de haber participado como oyente de esos espectá-
culos, no le fue posible leer del mismo modo aquellos versos ya
que la acumulación de intensidades corporales y de la voz (es-
cansiones, gritos, aceleración o retardamiento en la lectura, etc.)
multiplicaban exponencialmente el sentido de lo meramente es-
crito.22 Es preciso, entonces, señalar –tercera hipótesis– que la
imaginación erótica de Marosa di Giorgio despliega teatralmen-
te, y por saturación, toda la batería de la poesía modernista de
y en torno a lo femenino.
En consonancia, podemos ahora mencionar a la tercera gran
precursora de esta escritura, la poeta Delmira Agustini (1886-
1914), considerada como la piedra basal de la poesía erótica
femenina en América Latina. A diferencia del feminismo mili-
tante de la argentina Alfonsina Storni y su “Tú me quieres alba/
tú me quieres nívea/ tú me quieres casta” –quien tiene también
poemas dedicados a Eros,23 pero que en perspectiva resultan
ciertamente endurecidos por su condición de madre soltera y
proletaria–, Agustini perteneció a la burguesía acomodada de
Uruguay y su educación respondió –como la de las hermanitas
Ocampo– a sus hábitos de clase: francés, pintura, piano, decla-
mación. Educada para seducir y entretener, la lírica modernista
de Delmira responde a un erotismo activo salido del eje, alta-
mente provocador para su época, que explota a sus anchas el
imaginario de “peligrosidad” construido en torno al género: el
21
El texto pertenece a La falena (1989), y fue reeditado en Los papeles salvajes
II (ob. cit.). En www.palabra.virtual se encuentra una grabación de esa perfor-
mance.
22
Cfr. Garbatzky, Irina. “Un cuerpo poético para Marosa di Giorgio”, Orbis Ter-
tius. Universidad Nacional de La Plata: Nro.13, Año 2008. También: Foffani,
Enrique. “Poesía, erotismo, santidad. La flor de Lis”, La Nación, Buenos Aires, 21
de noviembre de 2004.
23
En el poemario Mascarilla y trébol (1938) encontramos, por ejemplo, el si-
guiente poema titulado “Eros”: “He aquí que te cacé por el pescuezo/ a orillas
del mar, mientras movías/ las flechas de tu aljaba para herirme/ y vi en el suelo
tu floreal corona.” Storni, Alfonsina. Obra poética. Buenos Aires, Ramón Rogge-
ro Editores, 1946.

191
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

yo poético es alternativamente “ángel”, “vampiro”, “serpiente”,


“sultana”, etc. Veamos sólo unos versos del poemario Cantos
de la mañana (1910), a modo de ejemplo: “¿De qué andaluza
simiente/ Brotó pomposa y ardiente/ La flor de mi corazón?/ Mi
musa es bruna e hispana,/ Mi sangre es sangre gitana/ En rubio
vaso teutón./ Mi alma, fanal de sabios/ Ciegos de luz, en sus la-
bios/ –Una chispa de arrebol–/ Puede recoger el fuego/ De toda
la vida y luego,/ Todas las llamas del Sol!”. Y continúa: “Mi sol
es tu sol ausente;/ Yo soy la brasa candente/ De un gran clavel
de pasión/ Florecido en tierra extraña;/ ¡Todo el fuego de tu
España/ Calienta mi corazón!/ La plebe es ciega, inconciente;/
Tu verso caerá en su frente/ Como un astro en un testuz,/ Mas
tiene impulsos brutales/ Y un choque de pedernales/ A veces
hace la luz!”.24
Pero antes de que nos arrastre el entusiasmo, conviene re-
cordar que Delmira, la provocadora, tuvo un final trágico, am-
pliamente cubierto por la prensa uruguaya y recreado, incluso,
en varias novelas (Un amor imprudente, de Pedro Orgambide,
Fiera de amor, de Guillermo Giucci y Delmira, de Omar Pre-
go Gadea): a pocas semanas de casados, cuando ella pretende
abandonarlo aduciendo que no soporta las “vulgaridades” del
matrimonio, su marido la asesina con dos tiros en la cabeza y
luego se suicida. Delmira tenía apenas veintiocho años, pero
sus ardides de seductora aviesa que controla cada detalle de
la actuación ya se habían cargado los elogios de nombres tales
como Rubén Darío, Natalio Botana y Miguel de Unamuno, bajo
cuyas rúbricas aparecieron los tres poemarios que llegó a pu-
blicar en vida.
Marosa di Giorgio, por su parte, parece haber aprendido la
lección con esmero: si la sociedad patriarcal se funda a partir
de la propiedad del cuerpo de la mujer, con el cual se asegu-
ra no sólo la reproducción genésica sino también la herencia
(material y simbólica, insistamos), el cuerpo femenino que no
entre en la lógica maniquea de la propiedad es condenado a
los márgenes de las distintas figuraciones con que el universo
falocéntrico de nuestra cultura aún hoy la estigmatiza: la “his-

24
Agustini, Delmira. Los cálices vacíos. Edición y prólogo de Beatriz Colombi.
Buenos Aires: Simurg, 1999, pp. 93-94.

192
Surrealismo e imaginación erótica

térica”, la “puta”, la “loca”. Ciertamente era poco probable que


surgiera en los albores del siglo XX una “Sor Juana”, la “perfecta
casada” de Delmira hubiera sido, con más paciencia que pasio-
nes, una opción saludable –como lo fue para Victoria Ocampo
y tantas otras–. Pero la poeta modernista no tuvo esa suerte:
quedó entrampada en su “decir poético” infractor y en la simple
actuación performativa del rojo intenso de sus labios y trajes
que su temprana muerte imprimió en el imaginario cultural rio-
platense. Con todo, lo que pretendo en esta instancia subrayar
es que es esa “actuación” del rol histérico, la que Marosa ha sa-
bido tan bien explotar en los escenarios porteños de la década
del 80 para definir –postulemos– la cadencia singular de su voz:
redundante, exagerada, hiperbólicamente femenina, como una
niña que juega con demasiada premura a ser mujer. Toda su
mitografía autoral –fotos, textos, historias que la rodean– insis-
ten en la figuración de una Marosa-niña-vieja que juega en los
jardines de su sexo sustrayéndose del mundo adulto. Pero las
tretas del débil son, también, poderosas –los incautos deberían
saberlo…–.

Lo animal

Hoy descendí del cuadro. (…) La manta plateada, y en la mano, un


platito con granos oscuros o en capucha. Muchos se volvían a mirar
esos maníes fúnebres. Por el jardín transité entre arbustos. Andaba un
jabalí, que se comía las rosas como si fueran manzanas. En cualquier
momento eso hubiera originado un lío. Pero, hoy están todos comen-
tando, sólo, que yo bajé del cuadro. (PS, II, 256)

Porque la multiplicación proliferante del velo y de la escri-


tura, los afeites, los ardides, las miles de máscaras más o menos
elaboradas a través de las cuales nos definimos “cultura” reve-
lan, a través del juego de esa niña que simplemente “actúa”, su
revés de absurdidad, de sin razón, de locura… Y luego, en un
segundo movimiento de insistencia, allí, en aquel jardín florido
donde el jabalí come sus rosas, puede leerse la certeza de una
verdad atávica, profundamente animal, esa voluntad de poder
y dominio que comprendió muy bien Nietzsche y de la que na-

193
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

die que se diga hombre, perro o mujer puede sustraerse. Es la


fuerza que rige el movimiento de las mareas y de las manadas.
Miles de años de historia y el erotismo que rige a la especie,
atrás de sus sofisticaciones tecnológicas o sus fruslerías, sigue
siendo el mismo.
Y fueron, nuevamente, los surrealistas quienes con más
ahínco quisieron atacar la esclerosis vicaria del deseo en varios
frentes palmarios, al propiciar aquellos “estados de furor” que
conducían a lo que André Breton llamó “belleza convulsiva”.
Soñaban con un arte capaz de resolver las contradicciones tra-
zadas entre el hombre y el mundo, lo consciente y lo incons-
ciente, lo natural y lo sobrenatural, la razón y la libido, la vigilia
y el sueño… Fueron ingenuos: creyeron que las revueltas de la
carne los harían libres. Pero por las dudas, y porque también
leían a Freud, apostaron fuerte: “La imaginación está cerca de
reclamar sus derechos”, clamaba entonces Breton.
Pero el reconocimiento tardó bastante en llegar. Fue recién
la filosofía irreverente de un Cornelius Castoriadis la que ob-
servó que el hombre no es solamente –como decía Hegel– un
animal enfermo sino que es también un animal loco, radical-
mente inepto para la vida, porque él es su imaginación, porque
lo habita esa especie de chip anómalo que remplaza el placer
del órgano por el placer fantasmático de la representación, que
hace que únicamente sobreviva creando “sociedad” (es decir:
“significaciones imaginarias sociales” y las “instituciones” que
las sostienen y las representan).
Ya se sabe: para Freud la fantasía era la única actividad
mental que conservaba un alto grado de libertad con respecto
al “principio de realidad”, inclusive en la esfera del conscien-
te desarrollado;25 en cuanto a su relación con el Eros original,
iba aun más lejos: la fantasía aspiraba a una “realidad erótica”
donde la vida de los instintos se realizara sin represión alguna.

25
En Los dos principios del suceder psíquico Freud interpretó el aparato mental
en términos de la transformación del principio del placer en principio de la
realidad. El individuo existe en dos dimensiones diferentes, caracterizadas por
procesos mentales distintos. Uno caracterizado por el placer irrestringido y la
falta de represión, y el otro, por el ambiente humano, la productividad y la
fatiga. El ajustamiento del placer al principio de la realidad implica una subyu-
gación y desviación de la gratificación instintiva.

194
Surrealismo e imaginación erótica

Denunciando el “estatismo” que supone la teoría freudiana (en


el cual Bataille a fin de cuentas también cae), Herbert Marcu-
se percibió, más tarde, en el proceso de la imaginación que
se conserva libre del proceso de actuación, la aspiración y el
germen de un nuevo principio de realidad. En Eros y civiliza-
ción postuló que el “principio de realidad” freudiano no es un
principio invariable, sino que está determinado históricamente,
mientras que el “principio de actuación”, en cambio, está condi-
cionado por una “represión añadida”, impuesta por el principio
de realidad, que es posible superar a través del Eros (esto es:
el principio del placer y el elemento lúdico del juego). La cul-
tura podría, entonces, ser considerada desde esta perspectiva
no como sublimación (sublimación represiva) sino como libre
autorrealización del Eros por medio de la única capacidad hu-
mana que vence al “principio de realidad”: la fantasía.
Con todo, no es casual que haya sido otra mujer quien tem-
pranamente –y desde una singular marginalidad respecto del
movimiento– haya explorado más intensamente las profundas
implicancias de aquella apuesta. Más conocida en el campo de
las artes plásticas que en el de las letras, Leonora Carrington se
conectó con los surrealistas de la mano de Max Ernst, de quien
se separa durante la ocupación nazi para luego emprender un
largo exilio en España y Estados Unidos, hasta finalmente ins-
talarse en México. La delirante fantasía que desplegó tanto en
sus textos como en sus pinturas no sólo se prolonga en la obra
de la artista plástica argentina Marta Vicente, sino también en
la poética de la uruguaya Marosa di Giorgio. En rigor, hay un
relato de Leonora publicado en el volumen El séptimo caballo
(“Cuando iban por el lindero en bicicleta”) que dialoga nota-
blemente con la cita que abre este parágrafo: hay una mujer
sola (especie de ogro), hay un santón perdido en el bosque,
hay cazadores que causan repulsa a esta mujerona de “manazas
enormes y melena de varios metros”, hay un jabalí salvaje que
tiene un solo ojo en la frente, los cuartos traseros cubiertos de
un pelo espeso y rojizo, que “se hace collares con insectos y
pequeñas bestezuelas que mata sólo para ir elegante” y que se
siente “muy satisfecho con su hermosura” y que, de buenas a
primeras, se convierte en su esposo.
El insólito museo de Leonora es –entendámonos– el mismo

195
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

que el de Marosa, sólo que el de la primera aún conserva, al


menos en sus textos, los lazos que la unen a la razón, es decir:
cierta civilidad en la lógica narrativa. Ambas habitan univer-
sos vegetales donde se agitan, chillan y cantan liebres, tejones,
caballos, conejos; pero mientras que en el de Carrington hay
curas, monjas y forajidos, en el paraíso edénico de di Giorgio
no hay un “afuera”, todo es delirante, salvaje, atroz, y a su vez,
perfectamente normal.
Poco a poco, en un largo proceso que comenzó con la Revo-
lución Industrial, los animales han ido desapareciendo de nues-
tras vidas al mismo ritmo con el que, progresivamente, hemos
sido reducidos a unidades aisladas, mecánica o virtualmente in-
terconectadas, de producción y de consumo. Hoy, que el animal
ha sido casi completamente elidido de nuestra cotidianidad, la
galaxia-Marosa lo trae nuevamente a escena regodeándose en
aquellas tradiciones premodernas que lo veían como cabal “me-
diador” entre el hombre y su origen. Desechando junto a la teoría
darwiniana de la evolución de las especies tantas otras letanías,
la dialéctica amatoria de Marosa di Giorgio erotiza al extremo la
vieja relación Amo/Animal en un movimiento que conjuga a su
vez perversión y nostalgia, sumisión y poder, dolor y deseo.
En 1947, Julio Cortázar escribe Teoría del túnel, un ensa-
yo que habrá de ser tanto un alegato como la piedra basal de
su poética. Allí advierte que el surrealismo es ante todo una
“concepción del universo” y postula que el reconocimiento de
su actualidad impone abolir las distancias entre lo narrativo y
lo poético en un texto andrógino (la “novelapoema”) dotado
de una doble potencia comunicativa capaz de acceder al ser
humano complejo. En la Buenos Aires de la inmediata posgue-
rra –recordemos– el surrealismo no era una rareza (tenía sus
adictos confesos, sus poetas, sus publicaciones), pero Cortázar
duplica pretensiones: no sólo revisa exhaustivamente las prin-
cipales poéticas de occidente y sus innovaciones formales sino
que también postula un programa posible de acción. Así, del
Conde de Lautréamont –que antes de formar parte del panteón
francés ya Rubén Darío lo había descubierto en Los raros– dijo:

Los surrealistas gustan adherir al Conde por razones de precursión


metódica, instrumental, por el vómito onírico, sexual, visceral, la plas-

196
Surrealismo e imaginación erótica

mación cenestética del espíritu. Importa mostrar en él algo más hondo:


el perceptible propósito de no admitir ya condición alguna de fuera;
ni estético-literaria (línea de la prosa francesa, condicionando la línea
temática), ni poética (…); él es el hombre para quien la literatura o
la poesía han cesado de ser modos de manifestación existencial, y en
alguna medida crítica de la realidad; para quien lo poético es el solo
lenguaje significativo porque lo poético es lo existencial, su expresión
humana y su revelación como realidad última.26

Cortázar bregaba por una literatura submarina, espeleoló-


gica, demoníaca. Que sus ficciones hayan estado a la altura o
no de su deseo, poco importa. Lo que sí nos importa es que
también sintió, al menos en sus comienzos, el rugir infame del
animal sombrío que lo habitaba y que, como Marosa di Giorgio,
quiso darle caza, para darle muerte o darle vida, ¿quién sabe?
Porque aun desnudos, nos une nuestra traílla de monos. Aquí
está: ¿la has visto?

Cortázar, Julio. Obra Crítica /1. Teoría del túnel (Edición de Saúl Yurkievich)
26

Buenos Aires, Suma de Letras Argentina, 2004, p. 101.

197
Magia, brujería, escritura

Los grabados y poemas de William Blake. Sade. La serie ne-


gra de Goya, de Redon o Villon… Se ha hablado ya del arte
como crimen. Con todo, quizá debiéramos detenernos en los
pasajes, las mediaciones, en aquello que permite el paso de un
estado a otro y a la vez, en esa actualización, lo anula. En épo-
cas remotas, las primeras incisiones cuneiformes que afirmaron
el traslado de la oralidad a la escritura debieron tener algo de
magia, del sortilegio que hoy quizá despierta lo virtual. En todo
caso, desde las pinturas de la cueva de Lascaux estudiadas por
Bataille, el descubrimiento del fuego o el culto a la muerte, sa-
bemos que la escritura –cualquiera sea su soporte– pertenece
al orden de “lo sagrado” y que el artista, devenido en literato,
ha vestido con más o menos honra en la historia de la cultura
la maldición de esa gracia. “Il miglior fabbro”, como Eliot llamó
a Ezra Pound, alude quizá a eso. Pero así como en este exceso
que torna a la obra viva en “obra de arte” se observa el gesto
portentoso de la muerte por fosilización, el acto cómplice de la
lectura puede ser considerado, en sus antípodas, la fiesta de los
redivivos. Porque tanto la escritura como la lectura son –arries-
guemos– artes de la nigromancia. La escritura trabaja sobre la
experiencia real o imaginaria de lo perdido y la transforma en
letra, es decir en un presente eternamente discontinuo. La lec-
tura, su exacto imposible, busca rastros, certezas, quiere que
lo tieso confiese las razones de su mortandad. Y efectivamen-
te, por fuerza, los muertos al fin hablan, sancionan, deliran,
pronostican… Cada teúrgo honra su pequeño templo de voces
paganas: deidades de la letra, sibilas que vibran entre pentagra-
mas y mayéuticas.

Dr. Jekyll y Mr. Hyde: el crítico/escritor

Carlo Ginzburg demostró que a fines del siglo XIX surge


silenciosamente en el ámbito de las ciencias sociales un nuevo
paradigma epistemológico centrado básicamente en el “detalle

199
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

significativo”.27 Así, el método de Giovanni Morelli para la atri-


bución de la propiedad y de los apócrifos en pintura a partir
de la observación de rasgos ínfimos, fue traducido por Freud
–apasionado lector de Morelli– en una teorética del “síntoma”
y por Sir Arthur Conan Doyle, en un programa narrativo insis-
tentemente asentado en la observación de los “indicios” o las
“pistas”. Pero esta conformación del lector/observador/detec-
tive y su “método” supuso, ante todo, la vindicación de ciertas
prácticas consideradas a partir de entonces como “científicas”
en detrimento de otras que, de manera obliterada, pasaron a ser
privativas de la religión o el arte.
Se podría postular que la novela de Robert Louis Stevenson,
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), trabaja sobre
este conflicto. El hecho de que la lógica narrativa del texto arro-
je como héroe al doctor Utterson resulta suficientemente signifi-
cativo. Porque como se recordará, es el abogado quien descubre
que Jekyll y Hyde son la misma persona, y lo descubre ni más
ni menos que observando con detenimiento su caligrafía: am-
bas letras son “en muchos aspectos idénticas”, sólo difieren en
su “inclinación”: uno se inclina hacia el Bien y el otro hacia el
Mal, uno representa la bonhomía y la civilidad, el otro es carne
solitaria liberada a las pulsiones. El texto, una y otra vez, insiste
en las bondades de Jekyll para representar la monstruosidad
de Hyde: “Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un
Juggernaut infernal.” La lógica maniquea del relato es, en este
sentido, aterradora:

[Jekyll] …había visto ya la tremenda deformidad de aquella criatura


que compartía con él algunos de los fenómenos de una conciencia que
sería de ambos hasta la muerte; y, además de esos lazos de comunidad,
que constituían la parte dolorosa de la desgracia, pensaba en Hyde y en
toda su energía vital, no sólo como en un ser diabólico, sino también
inorgánico. Esto era lo más intolerable: que el fango de la tumba pu-
diera articular gritos y voces, que el polvo amorfo gesticulara y gritara;
que lo que estaba muerto y no tenía forma usurpara las funciones de la
vida. Y sobre todo, pensar que ese insoportable horror estaba unido a
él más íntimamente que una esposa, más cercano que sus ojos; que es-

Ginzburg, Carlo. El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce. Barcelona, Lumen,
27

1989.

200
Magia, brujería, escritura

taba enjaulado en su propia carne, donde lo oía gemir y lo sentía luchar


por renacer en cada uno de los momentos de vigilia y, en el descuido
del sueño, triunfaba sobre él y no lo dejaba vivir.28

Puesto que ambos escriben y es la letra, al fin de cuentas,


la que los delata, diremos –como primera hipótesis– que Jekyll
y Hyde encarnan dos modos de asumir el hecho literario. Uno
está ligado al orden de la razón, la civilidad, las buenas costum-
bres, es decir: la literatura como institución. El otro extremo
supone lo estético como espacio de libertad plena del sujeto:
la irreflexión del goce de lo primitivo. Hay tradiciones litera-
rias (como la norteamericana, por ejemplo) que echan raíces
en una u otra vertiente sin que Jekyll y Hyde lleguen jamás a
encontrarse. No es el caso de la argentina, por supuesto. Desde
que Borges, el nigromante, aseguró que Stevenson era una voz
digna de ser convocada, condenó a su descendencia a asumir
con más o menos conciencia del oprobio la conformación de
poéticas bípedas, bicéfalas, bifrontes… Así estamos: esquizofré-
nicos hasta el pelo.

Curar de palabra

Porque si bien el odio que los enfrenta es “igualmente inten-


so” –dice el texto–, lo es también la fascinación que sienten el
uno por el otro. De hecho, Jekyll es quien despierta a ese ser
abyecto y desesperado de vida que es Hyde; y, siendo científico,
lo hace a través de una extraña pócima elaborada por azar. Sin
duda, es la falta de “método” lo que lo pierde ya que luego no
logra crear nuevamente la sustancia que lo devuelva al orden
societario. Así, el pasaje entre “la forma” y “lo informe” es dado
precisamente no dentro del paradigma de la cientificidad sino

28
Stevenson, Robert Louis. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Buenos
Aires, Longseller, 2002, pp. 99-100. El término “juggernaut” irrumpe en el texto
y lo desequilibra, es una anglización de “Jagannãtha”, que es el nombre que se
le daba a la principal divinidad de la religión hinduista conocida como “Vishnú”
(divinidad que era paseada en un carro enorme bajo cuyas ruedas se arrojaban
los fieles, alude a una fuerza inexorable que aplasta todo lo que encuentra a
su paso).

201
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

dentro de uno mucho más antiguo: el de la magia, la alquimia,


la brujería. He aquí el verdadero conflicto del texto: en la muer-
te de Jekyll se juega ni más ni menos que el espíritu positivista
de una época.
Bien sabemos que la figura del médico profesional, que se
impone desde entonces, se apoya en otra legendaria, la del he-
chicero, la bruja o el curandero de la tribu, cuya rutina diaria
era obrar en beneficio de la comunidad por medio de conjuros
y encantamientos. Así, el poder de curar o hacer daño se desple-
gaba en ceremonias que aunaban la magia simpática o propicia-
toria, la utilización de plantas medicinales y, principalmente, un
uso activo del lenguaje. Al respecto, en A la escucha del cuerpo,
Ivonne Bordelois insiste en que desde la Grecia antigua hasta
la actualidad la curación ha estado ligada fuertemente a la re-
tórica: “Las hierbas sin las palabras mágicas, no tienen ningún
efecto” –leemos en los Diálogos socráticos–. En la Antigüedad
Clásica, la palabra mágica, es decir el ensalmo (o epodé), no se
hallaba dirigida a la persona que sufría la enfermedad sino a las
potencias divinas que de manera normal o en trance anómalo
regían los movimientos de la naturaleza. Así, la salud plena del
hombre –aseguraba Platón en Fedro– requería algo más que la
preocupación exclusiva por el cuerpo manifestada por la medi-
cina hipocrática: se trataba, en todo caso, de poseer un ordena-
do sistema de “persuasiones”, de creencias, saberes, apetitos y
virtudes armónicamente combinados entre sí.29
Un poco más cerca nuestro, a principios de los años treinta,
Borges escribía un ensayo en el que analizaba los procesos cau-
sales de la novelística para terminar afirmando que “la magia es
la coronación o la pesadilla de lo causal, no su contradicción”
y que “el milagro es menos forastero en ese universo que en

29
Bordelois, Ivonne. A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las pa-
labras. Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2009, pp. 197-203. Allí, otra cita inte-
resante de los Diálogos: “Del alma parten todos los males y todos los bienes
del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la
cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuida-
dos, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo estén en buen
estado. Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza
con este remedio si él no te ha entregado antes el alma para que la cures con
estas palabras.”

202
Magia, brujería, escritura

el de los astrónomos”.30 Su encomio tenía algo de provocación


–por supuesto– pero también era un tímido ajuste de cuentas.
Como se sabe, la ratio positivista, comteana y spenceriana, fue
la ideología dominante de la generación que lo había precedi-
do, aquella que con su preconización del “orden y progreso”,
sus rastacueros y su “oligarquía con olor a bosta”, con su impe-
riosa voluntad para cultivarse y para intervenir desde lo institu-
cional, había modernizado a Argentina colocándola de cara al
mundo. En una época donde aún no se concebía la autonomía
de lo literario, ser escritor era una actividad accesoria que a
lo sumo otorgaba prestigio: Lucio V. López (juez y político),
E. L. Holmberg (naturalista), Mansilla (militar y diplomático),
Cané (abogado, profesor, diplomático), Wilde, Sicardi o incluso
Ramos Mejía (médicos), por citar sólo algunos, asumieron “lo
político” como una esfera de acción plena que subsumía todas
las demás actividades humanas, incluso las artísticas. No es po-
sible entender el modo en que Borges concibió la literatura,
sin tener en cuenta el proceso histórico anterior en el que una
generación, la Generación del 80, de pronto se sintió llamada
a actuar y emprendió la tarea de modernizar (“normalizar”) el
país con tremenda eficacia en todos los campos (la psiquiatría,
la pedagogía, la sociología, el derecho, etc.).31
Pero hay una figura literaria que es un tipo social muy ca-
racterístico de la segunda mitad del siglo XIX y que me gus-
taría en esta instancia rescatar, se trata del “dandy”. Como se
recordará, el “dandy” de las causeries –por ejemplo– nace de la
distinción en un espacio social específico (el “club”), se carac-
teriza por su elegancia inalterable, su capacidad de consumo y
su distanciamiento; el “dandysmo” exige la ironía, el cinismo, la
mordacidad, y plantea un juego de seducción relajada negando
desde el vamos toda dramaticidad. Es antiburgués, en el sentido
de que incluso no está dispuesto a aceptar las pautas del “arte”
o la “distinción” porque se sabe “un poco más allá” (material y
culturalmente) e intenta capitalizar ese plus. Quisiera especial-

30
Borges, Jorge Luis. “El arte narrativo y la magia” en: Obras completas I. Bue-
nos Aires, Emecé, 2007, p. 269.
31
Cfr. Terán, Oscar. En busca de la ideología argentina. Buenos Aires, Catálo-
gos, 1986; Jitrik, Noé. El mundo del Ochenta. Buenos Aires, CEAL, 1982.

203
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

mente detenerme en esta figura puesto que sospecho que, con


mínimas mutaciones, vuelve a aparecer en la narrativa argentina
de cambio de milenio.

Pócimas, filtros, amarres, conjuros

En este sentido, El mago, de César Aira, no sólo actualiza las


principales líneas de composición de su escrituraria sino que
lo hace sobre un eje temático particularmente interesante. La
novela se abre con la presentación del personaje central, Hans
Chans ­–“un mago de verdad”, “el mejor mago del mundo”–,
quien, cansado de tener que lidiar con problemas elementales
y ocultar sus dones para no llamar demasiado la atención, un
buen día decide participar de una convención de magos en Pa-
namá y utilizar el evento como trampolín para complicarse la
vida, esto es: “hacerse rico y famoso”.32
En el prólogo a La metamorfosis, publicada por La Urraca
en los años noventa, Aira aseguraba interesarse –como Kafka–
por “el caso”. Sin embargo, con el suceder de los textos, ha
ido delineando a sus personajes a partir de una excepciona-
lidad singular que, pacto de lectura mediante, exige una total
aceptación: “Si él lo había inventado [a Pedro Susano, piensa
Hans Chans], no necesitaba mostrarse cortés, ni inteligente, ni
siquiera coherente. Si soy Dios ­–pensó– todo me está permitido.”
(53). El narrador asegura que Pedro María Gregorini, verdadero
nombre del mago, podía anular a voluntad las leyes del mundo
físico, hacer que objetos, animales, personas, o él mismo inclui-
do, se desplazaran, desaparecieran, se transformaran, multipli-
caran, flotaran en el aire, en una palabra: “que hicieran lo que
él quisiera”. Poco importa que el mago a lo largo de la novela
no demuestre nunca en público o frente a sus pares sus vir-
tudes, o que al fin de cuentas sólo utilice su “don” para hacer
levitar unos objetos en el baño o desaparecer a Pedro Susano,
ese joven amancebado en su admiración por el ídolo de su
infancia. Y poco importa, quizá, porque el lector que demanda
intrínsecamente esta escritura es ese “lector hembra” del que
32
Aira, César. El mago. Buenos Aires, Mondadori, 2002, p. 83, p. 106.

204
Magia, brujería, escritura

habló Cortázar –especie de cordero virginal que, sin sospechas


ni perspicacias, esté dispuesto a aceptar de manera taxativa la
excepcionalidad de estos personajes–: “(…) evidentemente [po-
seía] un don, rarísimo, quizás único, lo que sus colegas lograban
al cabo de laboriosos preparativos, con máquinas complicadas
y bien calculados engaños a la percepción del público, él podía
hacerlo sin engaño, sin trabajo, con perfecta espontaneidad”
(7-8).
Sin duda, el hecho de que Hans Chans termine sus días como
escritor y que en sus comienzos haya protagonizado un progra-
ma televisivo llamado “Moñito de Seda” (del cual Pedro Susano
era espectador) direcciona singularmente nuestra lectura. Así,
aquello que es mostrado de manera plana, es decir a través de
un lenguaje básicamente referencial, no metafórico, y que invita
al consumo rápido, emula en sus modos la lógica televisiva del
star system. Sin embargo, hay un momento en que el texto roza
sus propios límites, es cuando el personaje central sospecha
que el camino de su arte ha sido errado, que ha confundido
superficie con fondo: “Pedro Gusano, se dijo para sus adentros
[Hans Chans], y le pareció que con el jeu de mots había tocado
el corazón que mantenía con vida a la magia” (67).
Llegados a este punto, me bastará recordar que César Aira no
sólo fue un discípulo esmerado de Alejandra Pizarnik33 sino que
también, como buen párvulo bifronte, escribió un estupendo y
pedagógico ensayo sobre su obra, suspendiendo aquello de la
“incorreción”, el “proceso” y demás para dar lugar a la argumen-
tación razonada y la hilación certera. Es casi imposible no sos-
pechar que la elaboración de su “método” responde, ni más ni
menos, que a un deseo intrínseco de conjurar, en sus antípodas,
esa escritura económica y visceral hasta el silencio. Es decir, cuan-
do el narrador de El mago menciona el “juego de palabras” que
mantiene con vida a la magia se refiere, sin lugar a dudas, a esto:

Hoy
te álamo
enrojeciendo linternas
murmurio sortijas

33
Aira, César. Alejandra Pizarnik. Rosario, Beatriz Viterbo, 1998.

205
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de centaurea criatura
Unciono
muérdago el búho de tu beso de ruda
Unciono
asophielo tu metal hasta romperlo
Hoy
grimorio mi canción de terciopelo y uvas
para mantrarte
Magista
mis alumbres incesantes.34

No se me ocurren conjuros o “amarres” más efectivos que los


Filtros de Marisa do Brito Barrote. En ellos la palabra poética se
despliega libremente haciendo oscilar metáforas y sonidos sig-
nificantes en varios niveles de sentido. Efectivamente, se trata
de una poesía mágica y ominosa a la vez, en tanto que al “men-
cionar” crea o desencadena lo deseado, no sólo porque utili-
ce todos los recursos poéticos existentes, sino porque también
anida en la onomatopeya, en esos sonidos y músicas iniciales a
partir de los cuales los primeros hombres se reconocieron en,
por y para el lenguaje. De algún modo, esta serie continúa y re-
fuerza el gesto propiciatorio del poemario Abracadabra (1978)
de Liliana Lukin, en el que leemos, por ejemplo, que la palabra
cabalística “abracadabra” nos viene de los gnósticos, que se tra-
taba de un término mágico al cual se atribuía la propiedad de
curar la fiebre o ciertas enfermedades, entonces se recomen-
daba escribir sobre un papel dicha palabra en once renglones,
con una letra menos en cada uno de ellos, y sujetar al cuello del
enfermo este talismán.35
Apunto también que para Giordano Bruno –uno de los pensa-
dores más extraños surgidos luego del Renacimiento y que termi-
nó, por eso mismo, crepitando en la hoguera– el término “mago”
refería, básicamente, a aquella persona que aunaba el saber al
poder de obrar. Así, en De la magia (1588) postuló la existencia
de la “continuidad espiritual del universo”: “de la misma forma

34
Do Brito Barrote, Marisa. “Filtro” en: Abriendo la boca. Mural de poesía. Bue-
nos Aires, Año II, Nro.II, 2000.
35
Lukin, Liliana. Obra reunida 1978-2008. Buenos Aires, Ediciones del Dock,
2009, p. 12.

206
Magia, brujería, escritura

que diversas luces se concentran en un mismo espacio, también


las almas, diversas, sobre el plano de la potencia y de la acción,
se asocian en el universo” (28). Quizá, lo más interesante de sus
escritos es que desde una concepción esencialista del mundo
llegó a postular una lógica efectiva de acción a partir de lo que
él llamó “lo vinculable”, fusionando la retórica amatoria con la
estrategia guerrera. Diferenció, por ejemplo, que las “armas” del
vinculante pueden ser “esenciales” o “naturales”, es decir: dadas
por la especie o por el destino, y que:

Quien vincula, no encadena a sí el alma si no la ha arrebatado; no la


arrebata sino encadenada; no la encadena si no se enlaza a ella; no se
enlaza si no la alcanza; no la alcanza si no a través de un impetuoso
acercamiento; no se acerca si no se inclina, más bien declina, hacia ella;
no se inclina si no lo mueve el deseo, el apetito; no apetece si no ha
madurado un conocimiento; pero no puede madurar un conocimiento
si el objeto no se hace presente en figura o simulacro ante sus ojos,
oídos, o ante las percepciones del sentido interno. Por consiguiente, se
conduce a los vínculos a destino a través del conocimiento en general,
y se producen anudamientos de vínculos a través de la conmoción
emotiva...36

El mago profesional

Pero decíamos que la escritura aireana anula o desoye las


infinitas posibilidades “mágicas” (fónicas, fonéticas, semánticas)
del lenguaje, en aras de una excesiva confianza en su función
referencial. Es decir, es una escritura que trabaja en un solo
sentido, el sintagmático, de ahí la sobrevaloración de la acumu-
lación lineal y del continuo para crear “concepto”. Veamos el
siguiente diálogo que tiene el mago con unos editores:

–No sé escribir. [Dice el mago] Quiero decir: no sé escribir libros. Me


gustaría, pero tendría que hacer todo el aprendizaje, ir a un taller lite-
rario…
–¡Olvídese de eso! Escribir un libro es como escribir una frase. ¿Sabe
escribir una frase? Escriba muchas, y eso es un libro. Cualquiera puede.
36
Bruno, Giordano. De la magia. De los vínculos en general. Buenos Aires,
Cactus, 2007, p. 84.

207
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

–Pero no cualquiera escribe.


–La gente no escribe por superstición; porque creen que hay que ha-
cerlo bien.
–¿Y no es así?
–Para nada. A nadie le importa si está bien o está mal. No sabrían cómo
juzgarlo, por otra parte. ¿Quién sabe lo que es un libro bueno o malo,
quién sabe lo que hace bueno o malo a un libro? Pero ni siquiera llegan
ahí: antes que eso, hay un mecanismo psicológico que anula el juicio.
(135-136)

Lo problemático de esta consideración no es sólo que supon-


ga a este lector/consumidor incapacitado para elaborar cual-
quier juicio; o que manifieste un angustiante vacío de valores
para juzgar lo estético (lo cual, a fin de cuentas, es ciertamente
sintomático de nuestra época); lo verdaderamente notable es
cuando observamos que, “leída mal” –es decir, como certeza,
lo que es chiste y provocación–, esta escritura logra formatear
mágicamente su campo de lectura y crear, incluso, a un “escritor
hembra” idéntico a sus fábulas.37
37
Puntualmente, en el prólogo de su novela 1810. La revolución de Mayo vivida
por los negros (Emecé, Buenos Aires, 2008) Washington Cucurto menciona el
siguiente diálogo con su editor, Santiago Llach (quien además es un personaje
del texto): “Cucu –me dijo Santiago, aferrándose a su vaso de cerveza Condori-
na–, la literatura, la historia, los personajes, no son lo importante en un libro.
Cucu, los escritores que hacen eso están perdidos. Usan palabras como calidad,
logros, estética, poética, elipsis, simbolismo alemán, parodia, gauchesca. Esas
palabras dejaron de existir hace cincuenta años y no tienen ningún valor. Lo
importante en un libro es lo que representa para el mundo. La palabra calidad
es algo que no se usa más, ni para el sachet de leche. Cook, no hay Ludmer o
Sarlo que puedan decir este libro es bueno o malo con veracidad, ellas sueltan
puros chapoteos sobre sus propias dudas de análisis literario…” (pp. 7-8). Anó-
tese también que el primer poemario de Llach fue, hace una década, parte del
programa de estudio de la materia Literatura Argentina II, dictada por la profe-
sora Beatriz Sarlo. Por otro lado, encuentro que esta matriz “televisiva” aireana
se prolonga, en tanto fantasía erótica, en el texto “Besos de lengua” de Gabriela
Bejerman (publicado en el volumen colectivo Nosotros, los brujos. Apuntes de
arte, poesía y brujería. Buenos Aires, Santiago Arcos, 2008): “El pop pasó de los
mass media a los intimate community. El diálogo de Amor se escribe, o Amor se
compone como una canción. Vos y yo: vidas privadas de música pop. Nosotros
somos el mejor Reality. Amor es un Reality que Dios televisa. Nos imaginamos
monitoreados. Inventamos cámaras ocultas. Las cámaras de Dios. ¿El estribillo
es la clave? Coleccionamos nuestras palabras en archivos. Lo que es fugaz final-
mente tiene destino de souvenir.”

208
Magia, brujería, escritura

Con todo, el editor personaje continúa incitando al mago a la


escritura con argumentos que hacen eje en una literatura con-
cebida en tanto mercancía dispuesta dentro de la lógica de la
(super)producción capitalista. Porque si bien no vemos a Hans
Chans realizar trucos baladíes –como sacar conejos de panzas o
sombreros–, es de notar que desde el comienzo y hasta el final
del texto, el hombre lleva su traje bien puesto: moñito, frack y
galera incluida. So riesgo de caer en chapoteos interpretativos,
en la minuciosa descripción de su facha creo entrever la presen-
cia impertérrita del legendario “dandy”. Si para Frazer la magia
era una actividad profana, y Hubert y Mauss la consideraron
–en su sentido estricto– como una actividad religiosa asociada a
“lo impuro”, el hecho de que la magia aquí se manifieste simple-
mente en el traje, es decir en el arte asumido como superficie
fugaz y mero espectáculo (la moda), produce un anclaje epo-
cal tremendo y un quiebre sin retorno: la frivolidad alcanza su
máximo paroxismo y muere de éxito.
Pero para su descargo, hay que decir que Hans Chans es un
producto de su tiempo y de una concepción particular de la ma-
gia ligada, básicamente, a la ilusión producida por sofisticadas
maquinarias predispuestas al engaño de los sentidos. El hecho
de que el hombre deba vivir ocultándose, es decir ocultando
aquello que dice poseer (su “don”), es prueba cabal de que se
siente instalado en una verdadera conflictiva –quizá una mirada
histórica sobre su arte lo hubiera ayudado–.
El ensayo de E. M. Butler, El mito del mago, nos ofrece al res-
pecto algunos datos interesantes para comprender, más que la
saga de Harry Potter (de J. K. Rowling) o la película El protegido
(Night Shyamalan, 2000), algunos elementos recurrentes en las
mitografías autorales. El erudito comienza sus investigaciones
con Fausto; así, su intento por situar la tradición mágica del
siglo XVI lo lleva a interesarse en diversas religiones, cultos y
ritos secretos para encontrar finalmente el patrón –postfrazeria-
no– que, en su forma más desarrollada, explota la leyenda del
mago. Ese patrón estaría formado primero por tres elementos
de carácter épico cuyo obvio propósito es enfatizar la natura-
leza divina del héroe: un origen misterioso o sobrenatural, la
existencia de sucesos fatales en el momento de su nacimiento
y ciertos peligros que lo amenazan en su infancia. Luego, casi

209
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

siempre, se describe algún tipo de iniciación; después, largas


peregrinaciones para encontrar la sabiduría o la fuerza; con
posterioridad surge un duelo mágico en el que suele vencer el
héroe aunque luego, por lo general, sufra una persecución, un
juicio o una condena que acarree su destino fatal. Butler señala
también que es frecuente, aunque no imperativo, antes de la
muerte violenta, el desarrollo de una escena final de carácter
sacrificial o sacramental, para al fin asistir al relato de una as-
censión o resurrección del héroe.38
En este sentido, es de notar que la figura histórico-ficcional
de Jesucristo subsume todos los rasgos legendarios propios
de la figura del Mago, presentes ya en el Zoroastrismo y las
religiones mistéricas, y las reduce a simples señales en un
camino que conduce a una sola verdad: aquella que aúna Re-
ligión, Mito y Estado. Desde entonces, desde la aparición de
Cristo, la magia en su máxima expresión (dar vida o voz a lo
muerto, por ejemplo) pasó a ser asunto privativo de la teúrgia
o la nigromancia.
De algún extraño modo, Hans Chans debe su menguada
suerte a Simón el Mago, que es –por cierto– el primer mago
de la era judeocristiana; es decir: la primera leyenda totalmen-
te desarrollada sobre la fortuna y el destino de un mago que
entra en escena como héroe-villano de la acción, básicamente,
por su capacidad de truquear. A diferencia de Moisés quien,
como vemos en el Antiguo Testamento, practicó una especie
de magia considerada siempre como manifestación de lo divi-
no; la figura de Simón, sazonada por los relatos de los prime-
ros heresiólogos cristianos, no tuvo la misma suerte. Si bien en
los Hechos se narra su gran poder (levitar, transmutar de for-
ma, revivir lo muerto, etc.), al parecer su figura era demasiado
jactanciosa para no ser observada. Así, la batalla que mantiene
con Pedro, introduce una nueva vara de medición (el Bien,
Dios, la Verdad) y deslinda las aguas: lo mágico-milagroso co-
mienza a ser un asunto divino, y lo mágico-Ø (el truco vacío,
como mero simulacro o manifestación de poder), un asunto
del demonio.39

38
Butler, E. M. The Myth of the Magus. Cambridge University Press, 1948.
39
“Y Pedro, mirando resueltamente a Simón, dijo: Yo os ordeno, ángeles de

210
Magia, brujería, escritura

Brujas, dandys y ética siniestra

La Bruja. Una biografía de mil años fundamentada en las


Actas judiciales de la Inquisición (1862), de Jules Michelet,
tiene en lo literario y documental innumerables virtudes. Por
obsesión o recurrencia, insistiré sólo en una: esta cuasi-novela
reúne en la figura de la Bruja a ese sujeto que Stevenson pen-
sara luego como escindido en el bifronte Jekyll/Hyde. En este
sentido, el “gran historiador de Francia” observa que mientras
la Virgen, la mujer ideal, se elevaba de siglo en siglo en la pon-
deración cristiana del Bien; la mujer real, la mujer del pueblo,
caía en las miserables fatalidades del Mal. Cito:

Durante mil años, la Bruja fue el único médico del pueblo. Los empe-
radores, los reyes, los papas, la gran nobleza tenían algunos médicos
de Salerno, musulmanes, judíos, pero la masa del pueblo no consultaba
más que a la Saga o a la mujer-sabia. Si no curaba se la atacaba, se la
llamaba Bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor,
se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama.40

El horror de la Edad Media, que se quiso espiritual y al fin


vivió en la pavura, fue esta mujer sierva que, siendo la pri-
mera en sufrir, fue también la primera en rebelarse y actuar
sobre lo inmediato. La narración de Jules Michelet la acom-
paña de cerca, ve muchas mujeres o historias que son a la
vez una: la de la joven ultrajada por el Señor, la de la esposa
vendida, la de la solitaria que de pronto empieza a recoger
plantas medicinales y comunicar su energía a los débiles, la
que es convocada y luego perseguida, amada y odiada, la
que vive en las landas, entre los lobos, la que tiene un hijo

Satán que le lleváis por el aire, por el Dios que creó todas las cosas, y por Je-
sucristo, a quien al tercer día levantó de los muertos, que ceséis de engañar al
corazón de los incrédulos, y que, a partir de este momento, dejéis de soportarle
y permitáis que caiga. E, inmediatamente, viéndose abandonado, cayó a un lu-
gar llamado Sacra Via, es decir, Via Sagrada, donde se rompió en cuatro partes
y pereció, víctima de un destino maligno.” Hechos de los Santos Apósteles Pedro
y Pablo, cit.: Palmer, P. M. y More, R. P. Sources of the Faust Tradition. Nueva
York, 1939, p. 33.
40
Michelet, Jules. La Bruja. Una biografía de mil años fundamentada en las
Actas judiciales de la Inquisición. Madrid, Akal, 1987, p. 122.

211
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

y lo convierte en su esposo, la que a la puesta del sol dirige


el aquelarre, habla con las sombras, inaugura su perdición…
Esta historia, hiperbolizada de sangre y de grotesco, es la que
cuentan una y otra vez las Actas de los procesos inquisitoria-
les que, bajo el pretexto de castigar herejías y aberraciones,
propendieron a una violencia sin par durante los siglos más
oscuros del cristianismo.
Con todo, hay que decir cuanto antes que Michelet es un
precursor. Su método es escandaloso. Su retórica, vertiginosa.
Su dialéctica nigromántica roza el sortilegio: brujería y escritu-
ra se fusionan. Ambas gozan de una revulsividad latente, clan-
destina, tan desafiante que las condena, y porque las condena,
también las salva.
No obstante, para volver al aire y a la magia en el siglo
XX, quizá sea de imperiosa necesidad recordar el texto Ma-
rio y el Mago,41 de Thomas Mann, publicado en 1929 –el mis-
mo año en que gana el Premio Nobel. Allí, el universo de la
magia es utilizado para denunciar la grosera manipulación
de masas llevada a cabo por el Fascismo. Porque el mago/
dandy de Thomas Mann, llamado “Caballero Cipolla”, impre-
siona al auditorio con sólo su voz y su facha, sin siquie-
ra realizar acto alguno, para luego, a partir de sus poderes
hipnóticos, montar un rotundo espectáculo del desprecio.
Pero al parecer toda suerte es finita; la de este mago se aca-
ba cuando convoca al escenario a un humilde camarero de
nombre Mario que, cuando despierta de la hipnosis y descu-
bre que lo ha humillado ante todos, mata a Cipolla con dos
certeros balazos.
Pero lejos de resoluciones pasionales, Hans Chans, en El
mago, duda, insiste una y otra vez en preguntarse sobre su arte,
y esa insistencia, en tanto lo aleja de métodos y certezas, tam-
bién termina asomándolo a la nigromancia: “No era la primera
vez que se preguntaba si la magia, al fin de cuentas, no sería
eso: que todos estuvieran muertos, que todo hubiera terminado,
y no se dieran cuenta” (106).
Así, soñar a la literatura, o su historia, como un teatro de

41
Mann, Thomas. Muerte en Venecia. Mario y el Mago. Buenos Aires, Edhasa,
2005.

212
Magia, brujería, escritura

sombras muertas que se esfuerzan en hablar pareciera que es


un tanto más amable que pensarla como un ágape de brujos o
un aquelarre de dandys siniestros. En este sentido, el ensayo
“Políticas brujas entre dandys: intemperancia o posible ética
siniestra” de Lucio Arrillaga suma algunas líneas de reflexión
para pensar ciertas torsiones culturales argentinas de cambio
de milenio.
Primeramente, el investigador señala como desacertado el
rescate que realiza Michel Foucault –filósofo harto leído en los
90– al referirse al dandysmo como ejemplo posible de una “es-
tética de la existencia” (en la que “uno es la principal obra de
arte”) para insertarlo dentro de su particular “genealogía de la
ética”, cuando lejos la figura y sus prácticas están de serlo.42 El
fenómeno, que en rigor comienza a fines del siglo XVIII y se
prolonga hasta la Inglaterra previctoriana, como actitud existen-
cial no se trató de simple indiferencia o rebeldía, sino que fue
la afirmación positiva de una indisciplina despersonalizada que
terminó enquistándose en lo institucional: una práctica política
que intenta deshacer o des-sujetar al sujeto en todos sus frentes
(sociales, económicos, sexuales, lingüísticos, etc.) para explotar
la sociabilidad disfuncional, la no-filiación, la impermeabilidad
cívica, la mutancia moral… Resemantizado, el dandysmo termi-
na prolongándose hoy en una política de la ruina.
En lo literario, entiendo que el dandysmo argentino de cam-
bio de milenio no produjo más que deudas: cheques sin fondo.

42
“Es necesario observar la radical distancia que separa las experiencias de
los ciudadanos griegos estudiados por Foucault y los dandys. Por “estética
de la existencia”, Foucault describe determinadas prácticas realizadas por los
ciudadanos griegos y romanos. La moral “orientada a la ética” que describe es
inseparable del mundo cívico de la polis. Así, en tanto respuesta singular, la
“estética de la existencia” sólo es posible para los hombres libres, aquellos que
gozan de la plenitud de sus derechos: el sujeto que controla los placeres y regula
su uso es también aquel que posee una responsabilidad, este individuo debe
gobernarse para poder gobernar. Y eso es radicalmente distinto a lo que puede
observarse en el caso del dandysmo, un hecho tan decisivo como extrañamente
ignorado.” Arrillaga, Lucio. “Políticas brujas entre dandys: Intemperancia y
posible ética siniestra” en: AAVV. Nosotros, los brujos. Apuntes de arte, poesía y
brujería. Ob. cit., p. 147. Cfr. Foucault, Michel, “Sobre la genealogía de la ética.
Entrevista con Hubert Dreyfus y Paul Rabinow” en: Tomás Abraham y otros:
Foucault y la ética. Buenos Aires, Biblos, 1988.

213
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Una literatura mercantilizada en el simulacro que día a día se


devalúa. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme… ese billete se llama Nocilla.

214
Profetas a salto de mata

Constatar la [in]existencia de Dios no supondría –al parecer–


mayor problema. El problema, más bien, es constatar que las
representaciones con que las sociedades asumen la existencia
del Mal y lo ponen religiosamente en escena, suponen el dibujo
de negatividades cruzadas, superpuestas, vueltas positividad en
el otro hemisferio. La crisis que atraviesa a las religiones y a
sus jerarquías eclesiales, además de tener una raíz económica,
política y moral, manifiesta la notoria ineficacia de las institu-
ciones en ofrecer respuestas acordes a este tiempo histórico. La
hagiografía, la vida de los santos, con la que el catolicismo –por
ejemplo– desarrolló, a lo largo de su historia, un paradigma de
comportamiento social a partir de la construcción de modelos
identitarios emblemáticos, hoy resulta si no bisoña, francamen-
te minusválida. ¿Con qué rostros, con qué voces representar
al Bien y al Mal? En este sentido, no es casual que a Martin
Scorsese y Lars von Trier, dos cineastas que responden a tradi-
ciones cinematográficas distintas, los haya reunido un mismo
actor, William Dafoe, para encarnar el abanico de modulaciones
que van de lo crístico a lo satánico. Como se recordará, La úl-
tima tentación de Cristo (Scorsese, 1988) surgió a partir de la
adaptación de la novela homónima del escritor griego Nikos
Kazantzakis, novela que tuvo la suerte de entrar en el Índice de
Libros Prohibidos de la Iglesia Católica (el catálogo, creado por
la Inquisición, incluyó a autores como Rabelais, Descartes, Gide
y gran parte de la novela decimonónica, y fue abandonado en
1966, luego del Concilio Vaticano II). La obra de Scorsese, por
su parte, activó en el momento de su estreno el debate encen-
dido en la feligresía. ¿Y qué tiene la película de revulsiva? La
revulsividad se condensa, quizá, en el rostro y la voz de William
Dafoe que dan vida a un Cristo que duda que las fuerzas que lo
habiten sean las de Dios y no las del Demonio. Un Cristo que
saborea, sufre y goza de su poder, y que en su abanico de tenta-
ciones por momentos se sabe un simple loco. Años después, en
El Anticristo (2009) de Lars von Trier, esa voz que se pretende docta,
ese rostro crístico, ya es abiertamente satánico.

215
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

La voz bella [la fisura sin fisuras]

Él les hablaba al fin, con esa voz cavernosa


que sabía encontrar los atajos del corazón.
Les decía cosas que podían entender,
verdades en las que podían creer.
Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo43

Sensible al conflicto de las ideologías de cambio de siglo


–y de milenio–, a los tormentos espirituales de los hombres de
Bien y a plurales fanatismos, en una polémica reciente Horacio
González observaba que el novelista Mario Vargas Llosa pro-
movía en su prosa un interés especial por figuras que –en cam-
bio– el polemista de derecha condenaba, y que las dos esferas
coexistían por separado.44 Arriesgaba, por tanto, la posibilidad
de pensar al autor como un sujeto bifronte atravesado por ten-
siones antagónicas, tan incomunicadas como identificables.
Sin embargo, el análisis de la novela La guerra del fin del
mundo (1981) –una novela extremadamente rica en la mostra-
ción de un conflicto histórico y político concreto– nos revela
la existencia de una malla ideológica compacta en la que la
pluralidad de voces, personajes y perspectivas políticas se dis-
tribuyen en la escena textual a modo de ópera o de ensalmo
dispuesto hacia el regodeo estético y la ratificación de un men-
saje unívoco.45
Según manifiesta el escritor en el prólogo, esta novela debe
su existencia a Os sertões (1902), del erudito brasileño Euclides
da Cunha, que le reveló “la guerra de Canudos, a un personaje
trágico y a uno de los mayores narradores latinoamericanos.”

43
Vargas Llosa, Mario. La guerra del fin del mundo. Buenos Aires, Alfaguara,
2008, p. 36.
44
González, Horacio. “Se dirá que el novelista promueve un interés especial por
figuras que condenará en cambio el polemista de derecha, y que las dos esferas
están separadas. Cierto, pero asombra la ligereza con que actúa con personas
que no conoce, cuyo pensamiento no ha consultado, montándose así en previos
eslabones de desprecio solventados por el grupo Prisa.” (“Largas a Vargas” en:
Página/12. Buenos Aires, 14 de marzo de 2011).
45
Para abordar el tema de la “novela total” ver: Vargas Llosa, Mario. La orgía
perpetua: Flaubert y Madame Bovary. Barcelona, Seix Barral, 1975. García Már-
quez: historia de un deicidio. Caracas, Monte Ávila, 1971.

216
Profetas a salto de mata

Considerada como el texto capital de la nacionalidad brasileña,


la obra es una crónica periodístico-histórica de las cuatro cam-
pañas militares contra Canudos (como corresponsal del diario
O Estado de São Paulo, da Cunha acompañó a la expedición gu-
bernamental que destruyó el movimiento dirigido por Antônio
Vicente Mendes Maciel, conocido como Antonio Conselheiro o
Consejero), verdadero campo de batalla donde se dieron cita
en 1897 todas las fuerzas políticas que pretendían definir el
futuro de la incipiente nación.46 Sin duda, la figura del escritor
periodista que refiere la historia de una población entera sedu-
cida, conmovida y empujada por un caudillo político, mezcla de
santón iluminado, curandero y carismático agitador social, debe
haber impresionado hondamente al autor de La ciudad y los
perros. En ese periodista asmático que acompaña a la briosa ex-
pedición de Moreira César y que en La guerra del fin del mundo
no tiene nombre, bien puede observarse la sombra fantasmática
de su predecesor –aunque irónicamente nos presente aquí a un
periodista casi ciego que observa la matanza de Canudos con
los anteojos destruidos–.
Aunque el tratamiento textual sea harto distinto, ambos tex-
tos comparten, en efecto, un mismo eje histórico: la fundación
en Canudos de una ciudad santa presidida por un predicador
asceta de religión sincrética; la rebelión de éste y sus segui-
dores frente a las medidas modernizantes implementadas por
la naciente república de Brasil, consideradas por los yagunzos
como encarnación del Anticristo (separación de Estado e Igle-
sia, matrimonio civil, régimen de impuestos, desempleo, etc.); la
realización de dos expediciones militares dispuestas a reprimir
el levantamiento, sorprendentemente derrotadas por un pueblo
casi desarmado y hambriento; y, por último, una feroz represión
militar que supuso el exterminio de más de 25.000 rebeldes y
la destrucción del asentamiento en nombre de los ideales del
liberalismo y del progreso.
Pero si antes de presentar los acontecimientos históricos y
la figura de tan extraño profeta, el texto del brasileño daba un
largo rodeo teórico y descriptivo sobre la geografía, el clima,

46
Da Cunha, Euclides. Los sertones. Traducción de Benjamín de Garay. Buenos
Aires, Plus Ultra, 1982.

217
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

la flora y la fauna sertaneros, es curioso observar que el del


peruano procede por métodos inversos llegando –en términos
de Cornejo Polar– a “hipertrofiar el azar”, poniendo en riesgo
incluso la verosimilitud del relato.47 Como simple ejemplo, es
interesante entonces que retomemos el epígrafe de este acápite
y nos detengamos en el modo en que la novela de Vargas Llosa
caracteriza la voz del profeta; una caracterización que se ofrece
en las primeras páginas y que es reforzada de manera redun-
dante a lo largo de las siguientes, y que hace referencia al modo
sencillo, directo y –a la vez– ciertamente demagógico, en que
Antonio Consejero les hablaba a sus fieles seguidores.

Había predicho tanto el Consejero, en sus sermones, que las fuerzas del
Perro vendrían a prenderlo y a pasar a cuchillo a la ciudad, que nadie
se sorprendió en Canudos cuando supieron, por peregrinos venidos a
caballo de Jozaeiro, que una compañía del Noveno Batallón de Infan-
tería de Bahía había desembarcado en aquella localidad, con la misión
de capturar al santo. (100)

La voz del santo resonó bajo las estrellas, en la atmósfera sin brisa que
parecía conservar más tiempo sus palabras, tan serena que disipaba
cualquier temor. Antes de la guerra, habló de la paz, de la vida venide-
ra, en la que desaparecería el pecado y el dolor. Derrotado el Demonio,
se establecería el Reino del Espíritu Santo, la última edad del mundo
antes del Juicio Final. ¿Sería Canudos la capital de ese reino? (101)

El texto se sucede a partir de la transcripción de la concien-


cia de los personajes convocados por medio de un narrador
que, en principio, se pretende objetivo y distante. En el abanico
de los personajes presentados, hay un linaje de “narradores de
la realidad” que va del periodista miope, pasa por el escriba
monstruoso León de Natuba que deviene luego cronista recep-
tor de las palabras del profeta, hasta llegar finalmente al enano
cabezón (encargado de mantener viva la tradición oral, fun-
diendo la hagiografía con la vida de los santos y los héroes, y la
conservación de la palabra del caudillo). Pero esta alternancia
de personajes e historias, que en un primer momento parece

47
Cornejo Polar, Antonio. “La guerra del fin del mundo: sentido (y sinsentido)
de la historia” en: Hispamérica. Revista de literatura. Año XI, N°31, 1982.

218
Profetas a salto de mata

excesiva, a las pocas decenas de páginas se vuelve repetitiva-


mente mecánica, al intercalar de manera simétrica episodios
que refieren a dos esferas claramente diferenciadas en el bi-
nomio Modernidad/Primitivismo; ambas esferas se diferencian
a partir del uso (y abuso) de analogías de carácter bíblico. Va-
liéndose de la construcción de esquemas simétricos alternados
y de su reiteración a partir de la actualización en clave irónica
de conocidas alegorías bíblicas (el éxodo, la peregrinación en el
desierto, el pueblo elegido, el juicio final, etc.), La guerra del fin
del mundo logra representar el sentimiento religioso que aúna a
la comunidad sertanera como salvaje exaltación primitiva. Esta
actitud moral –digamos– de la inteligencia que articula el texto,
llega a su máxima expresión en la escena de coprofagia a la
que somete a los fieles seguidores del Consejero, quienes poco
antes de su muerte, confunden con “maná” sus excrementos y
se los comen.48

Como puede claramente observarse en la larga conversación


final entre el periodista miope y el Barón de Cañabrava, la vi-
sión del mundo que se desprende es de un escepticismo más
cínico que trágico. Si la moral del relato comenzaba por recusar
al otro (considerado como “bárbaro”, “loco” o “primitivo”), hacia
el final termina refluyendo, a modo de espejo, sobre la propia
actitud enjuiciadora: el “fin del mundo” adquiere entonces un
sentido doblemente apocalíptico, es el fin de los rebeldes (fí-
sicamente exterminados por una represión que ellos mismos
interpretan bajo el modelo de la escatología bíblica), pero tam-
bién es el “fin del mundo” de la Razón, porque al imponerse
de un modo salvaje se anula a sí misma. Así, el texto actualiza
el viejo dilema sarmientino entre civilización/barbarie pero lo
sofoca de un relativismo posmoderno sobre el que es preciso
reflexionar: monárquicos, anarquistas, militares, republicanos

48
“Lo adivinó: Son óbolos, no excremento. Entendió clarísimo que el Padre, o el
Divino Espíritu Santo o el Buen Jesús, o la Señora, o el Propio Consejero que-
rían someterlos a prueba. Con dichosa inspiración se adelantó, estiró la mano
entre las beatas, mojó sus dedos en la aguadija y se los llevó a la boca, salmo-
diando: ¿Es así como queréis que comulgue tu siervo, Padre? ¿No es esto para mi
rocío? Todas las beatas del Coro Sagrado comulgaron también, como él.” Vargas
Llosa, M. La guerra... Ob. cit., p. 647.

219
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

de varios matices, terratenientes, sacerdotes, políticos y perio-


distas quedan igualmente desconcertados frente al significado
histórico-social de Canudos (ni el sistema decimal era obra de
los herejes, ni el censo auguraba la vuelta de la esclavitud, ni la
rebelión de Canudos intentaba restaurar la Monarquía, ni la Re-
pública era el Anticristo). Pero si la moral del texto insiste sobre
el sinsentido o el absurdo de la historia, en lo formal La guerra
del fin del mundo se erige sobre una estructura –apuntábamos–
estricta y una impecable normativa lingüística: el desorden y la
arbitrariedad que en lo temático convoca la novela, en lo formal
se actualiza en una prosa clásica que destila virtuosismo.
Entiendo que la decisión de oponer a la imperfección des-
bordada de la realidad la belleza del arte debe claramente en-
tenderse como marca distintiva de esta poética; una poética
operística que se supone plena, que borra o anula los quiebres,
los altibajos, las fisuras de las que surge y que se entrega como
objeto estético acabado, perfecto y, principalmente: consumible.
Se trata, en efecto, de una voz narrativa que en su salmodio
reclama estricto y religioso mutismo en plazas, ágoras y mer-
cados.

La voz transitiva [el mandato]

Y así como Dios habla por boca de un idiota, esta vez, y sin Dios,
fue el idiota el que habló por el Maligno,
no por la boca, por el culo del nomás,
que provocaron la aprobación de la dama
de barro y el gesto de aplaudir
con las tetas y pedorrear. Maker se ruborizó aquí y se dijo:
Soy un genio, pero me adelanté demasiado a mi época.
Osvaldo Lamborghini, Tadeys49

Sin duda, la impugnación de lo religioso –en tanto senti-


miento aglutinante de una comunidad ideal– se corresponde
ideológicamente con el sistema que supo asimilar a un sector
destacado de la narrativa hispanoamericana post boom, en con-
49
Lamborghini, Osvaldo. Tadeys. Buenos Aires, Sudamericana, 2005, p. 182.

220
Profetas a salto de mata

comitancia con una industria editorial espectacularmente inte-


grada a la economía de mercado. En este sentido, puede obser-
varse que la poética de Vargas Llosa anuncia proféticamente el
apocalipsis del arte, en tanto éste se asuma como práctica servil
de un sistema que exige que la obra se encauce dentro de la
factura obra-mercancía.
Frente a este estado de situación, el gesto del escritor argenti-
no Osvaldo Lamborghini de sustraer el texto literario de la esce-
na editorial (es decir de la edición) es significativo. Casualmen-
te, para las mismas fechas en que La guerra del fin del mundo
se publica, Lamborghini se lanzaba en la escritura del que sería
su texto final: Tadeys (publicado recién en el año 2005 gracias a
la conservación del original por parte de su mujer, Hanna Muck,
y de la gestión y edición de su albacea, César Aira). La novela
despliega una artillería narrativa que hace pie en el dislate y la
disrupción (semántica, sintáctica, fónica, temática) y se inserta
de lleno en la tradición de los escritores malditos (Sade, Baude-
laire, Rimbaud, Céline, Genet) que la ratio psicoanalítica de fin
del siglo XX supo (re)descubrir. Radical hasta rozar la ilegibili-
dad, la matriz abiertamente asocial del texto expulsa al lector o
lo contamina en su pudibundez puesto que la extrema crueldad
narrada en sus casi cuatrocientas páginas aboga por hacer de la
violencia un mero ritornello significante. ¿Y cómo se produce
este vaciamiento? Pues, en principio, poniendo en escena a un
monje llamado Maker que incurre en la herejía de ofrecer una
traducción “hampona”, lasciva, del libro sagrado por excelencia:
la Biblia. Leemos, en una interesante y sintética nota al pie:

El Obispo destierra a Maker y lo hunde en el mundo (desconocido) de


los tadeys, o permite que lo descubra, según se mire, para castigar el
pecado del monje: vanidoso e hipócrita desconocimiento de toda au-
toridad, al redactar Maker, el inolvidable Maker, una traducción lasciva
de la Biblia (en secreto, cosa que nadie pueda obligarlo a detener su
pluma). (…) “Nadie puede ser tan imbécil” fue, durante aquellos días,
al conocerse las copias, la opinión más aceptada entre quienes co-
mentaron –es decir, todo el mundo– el disparate. La versión Maker, en
comarquí, además de “oler la pezuña del Maligno”, parecía destinada a
un público previamente elegido:
-Para los perversos que no osan decir su nombre
-Para los heréticos que mienten devoción

221
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

-Para los vapores inmoderados de la taberna


-Para los carne de burdel.
En realidad era el fruto de las horas libres, pero sudorosas, de un bota-
rate. Al que la velocidad de la injusticia le negó un mérito: el de haber
escrito un libro absolutamente necesario. (209)

Como se recordará, la historia se sucede en una época que


mima el medioevo y en un país imaginario llamado LacOmar
(o La Comarca), que basa su economía en la explotación de los
tadeys, especie de criaturas animales parecidas a los humanos y
con rasgos cuasi-infantiles, cuya carne es exquisita y sus hábitos
sexuales no menos curiosos. En la saga, estas criaturas son des-
cubiertas por Maker (esto sucede en la tercera parte, puesto que
el texto publicado invierte el orden cronológico de los hechos
narrados, pero las tres partes –según nos explica su albacea–
habrían sido escritas en simultáneo), al aceptar el exilio como
castigo de su infracción y refugiarse en las montañas.
A modo de no tan forzada síntesis, diremos que el prota-
gonismo del culo en éste y demás textos de Lamborghini es
crucial. Por el culo se habla, se fornica, se expulsa o se asimila:
porque si Dios (la Ley) habla por la boca del profeta, el Maligno
(el pecado, “lo prohibido”) no puede sino manifestarse por el
culo. El culo es el revés negado [deseado] de la cultura y la gesta
lamborghiniana asume la odisea insoportable de escribir con
mierda todas y cada una de sus prohibiciones. Pero si con Batai-
lle sabemos que “lo prohibido” debe su estatuto divino a la Ley
que señala su excepcionalidad y su pasible infracción,50 ¿qué su-
cede cuando “la prohibición” abandona su carácter transgresivo
y se convierte en “mandato”?51

50
Ver además el libro de Dominique Laporte, Historia de la mierda. Valencia,
Pre-textos, 1978.
51
Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela señalan en la “Introducción” a su com-
pilación de textos críticos sobre Osvaldo Lamborghini (Y todo el resto es lite-
ratura. Buenos Aires, Interzona, 2008), que “sectores enteros de la literatura
argentina actual –la obra de César Aira, claro, pero también ciertas aventuras
como la de Washington Cucurto, Dalia Rosetti, Pablo Pérez, Alejandro López y
Eloísa Cartonera, o el programa de publicación que salió de Belleza y Felicidad–
son predicados sobre la obra de Lamborghini, o autorizados (deliberadamente
o no) por ella.” Ver el capítulo “Las hijas de Hegel…” en la primera parte de
este volumen.

222
Profetas a salto de mata

En este mismo sentido, podríamos incluso observar que la


escena de coprofagia que “El niño proletario”52 (1973) actualiza
se presenta cabalmente como lazo de hermandad entre pares
(“Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que ence-
guecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermana-
dos me arrojé”). Suficientemente se ha subrayado que “El fiord”
anuncia y anticipa la orgía de sangre y violencia que envolvió a
la Argentina de los 70. En esta instancia, me interesa –por tanto–
señalar que si ya desde el título de este relato se jugaba con el
anagrama de la pronunciación “Freud” (froid), en el suceder de
la obra el psicoanálisis operará como motor de la imaginación
teórica y, a su vez, horizonte posible de legitimación: Lacan
(vía Oscar Masotta) se ofrece como el sistema explicativo que
a la vez que autoriza el campo de la expresión transgresiva de
toda el ala vanguardista reunida en Literal, se constituye como
su horizonte posible de inteligibilidad. El paradigma lacaniano
se convierte, pues, en el paradigma que valida el borramiento
del sentido para convertir todas las experiencias del sujeto en
asuntos pulsionales y la escritura, en travesura [cínica] de distor-
siones, de lapsus, fallas y polisemias. En esos juegos, entonces,
marcados por el desacomodamiento sintáctico y lógico, se filtra
el discurso del psicoanálisis, a partir de un léxico específico y
una jerga connotada.53

Los “Buenas noches, culo” hasta expresaron su alegría por la muerte


del Gran Tadey, y se dieron entre ellos hasta agotarse. Uno, parecido
a Atlas en lo fornido, pero además millonario en piedritas que todo el
día buscaba, le había puesto el redondel como a 58 o 60. Cada Tadey
eyacula medio litro como mínimo. Murió vomitando semen Tadey, las
tripas reventadas por la fuerza del oleaje en cada acabón. El compor-
tamiento de las hembras fue repugnante. Formaron bandos, Las con
Ano (partidarias de esta tesis) y Las sin Ano (partidarias de ésta). Se
apedrearon y lastimaron. Murió una de ellas, pobrecita, que ni siquiera
había tomado partido. En medio de las guerreras se paseaba con un

52
Lamborghini, Osvaldo. “El niño proletario” en: Novelas y cuentos. Barcelona,
Serbal, 1988, p. 66.
53
Ver: Premat, Julio. “Lacan con Macedonio” en: Y todo el resto… Ob. cit., pp.
121-154. Jitrik, Noé. “Las marcas del deseo y el modelo psicoanalítico” en: Histo-
ria crítica de la literatura argentina. La irrupción de la crítica. Vol.10, Emecé,
Buenos Aires, 1999, pp. 19-31.

223
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

montón de mierda en la mano. Quería comprender, no como las otras


temerarias. Todavía virgen, casi cachorrita, miraba su pila de soretes y
monologaba como lo haría Hamlet. (241)

Si se acepta la tesis –como señala Germán García– de que


para Lamborghini el psicoanálisis era “un objeto a parodiar” (“El
optimismo a todo trapo del psicoanálisis falo, hablo”),54 es nece-
sario también señalar que en tanto éste se constituye en el mar-
co explicativo que habilita y redefine el abanico de “lo decible”,
haciendo de lo sexual y su verbalización el centro de sus peri-
pecias, condena a la literatura que habilita a un posicionamiento
de vasallaje, marginal y negativo. Porque si bien hay mixtura y
contaminación en la opacidad de esa voz narrativa que se resiste,
transitiva e indómita, a dejarse comprimir en el orden de la Ra-
zón [Nación], la teoría psicoanalítica termina funcionando como
una suerte de “Patria”, anhelada o posible. La traducción maligna
de la Biblia realizada por Maker mata a un Dios para enarbolar a
otro, allí cumple su condena y se vuelve profecía: anclado en el
sin-sentido del significante liberado, para existir no puede sino
“armar filas” en el paradigma de la Santa Teoría.55
En alguna página de todo ese desvarío apocalíptico, terrible
y final que es Tadeys leí una frase que no marqué, que ahora
no encuentro y que sospecho haber soñado. Esa frase, real o
imaginaria, decía: “Erré el camino, quedé entrampado, ya es
tarde para volver atrás”. Puedo hermanarme con su dolor, nada
me obliga –no obstante– a deglutir de nuevo las páginas que lo
ratifiquen o lo absuelvan con el apócrifo…

54
García, Germán. Fuego amigo. Gama, Buenos Aires, 2003, p. 47.
55
Como se recordará, la primera edición de El fiord incluía un epílogo de
Leopoldo Fernández (seudónimo de Germán García) que llevaba por título “Los
nombres de la negación”; la primera edición de El frasquito, por su parte, iba
acompañada por un prólogo de Ricardo Piglia, “El relato fuera de la ley”. En este
sentido, Diego Peller señala (“La flexión Literal y la discusión sobre el realismo”
en: El interpretador. Bs. As., N°23, febrero 2006), retomando las lecturas de
Alberto Giordano (“Literal y El frasquito: las contradicciones de la vanguardia”
en: Razones de la crítica. Bs. As., Colihue, 1999) y Jorge Panesi (“La crítica
argentina y el discurso de la dependencia”, en: Críticas. Bs. As., Norma, 2000),
que la mezcla “teoría-ficción” se caracteriza por dos movimientos: una crítica
teórica del popu(rea)lismo y un uso plebeyo de la teoría. La lectura que aquí se
propone es, más bien, la inversa.

224
Profetas a salto de mata

La voz amujerada [silencio y emergencia]

Hay algo que es necesario que todo el mundo sepa:


la revolución se hará inexorablemente,
pues el mundo no se detiene.
Hace veinte siglos, Cristo inició la Gran Revolución,
la única, la verdadera.
Cristo enseñó cómo se hace la revolución:
Amar y dar testimonio de ese amor,
hasta entregar la propia vida,
hasta derramar la última gota de sangre.
Jerónimo Podestá, La violencia del amor56

Pero además, están –claro– Las hijas de Hegel (circa 1982).57


Allí, curiosamente, Lamborghini afirma que “lo humano es lo
marcado: la mujer” (179), y también: “Dejé de escribir cuando
me sentí el traidor inmundo de todos los hombres: Esa mujer
era el mismo Yo” (178). La transexualidad que César Aira supo
tan bien explorar en sus páginas, debe sin duda su existencia a
la des-programación que “las hijas” habilitan. Insistamos: “José
Hernández escribió el Martín Fierro. Escribió todo un progra-
ma, fue un clásico, ¿y cuántos? –cuántas– cuántas masmédulas y
cuántas, cuántas novelas de la eterna (porque el femenino retor-
na) (lo reprimido retorna) serán necesarias para des-programar,
para desatar todo lo que estaba atado –y bien atado?” (171).
Quizá sea la Iglesia Católica (la Iglesia-dogma y la Iglesia
Poder-institución) la que mejor manifieste ese hilo fuertemente
misógino que atraviesa los dos mil años de “programa” occiden-
tal: la representación de lo femenino a partir de la figura de la
serpiente, la lascivia y la manzana del pecado que la película
de Scorsese condensa en una Magdalena que alucina y tienta
en sueños a Cristo –representación que el Anticristo de Lars
Von Trier hace estallar en una Eva abiertamente “maligna” en
su mundo natural–, explota motivos alegóricos efectivamente
dispuestos ya en el Pentateuco y desarrollados luego en la her-
meneusis pastoral. La honda crisis que atraviesa la Iglesia Ca-

56
Podestá, Jerónimo. La violencia del amor. Buenos Aires, sin mención de la
editorial, (tapa ilustrada por Pérez Celis), 1968, p. 168.
57
Lamborghini, O. “Las hijas de Hegel” en: Novelas y cuentos. Ob. cit..

225
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tólica durante las últimas décadas en un proceso creciente de


deslegitimación de sus líderes religiosos (los casos de Samuel
Joaquín y Marcial Maciel en México o del padre Grassi en Ar-
gentina –por citar a modo de ejemplo–) se evidencia hoy en el
aumento de denuncias de abuso sexual infantil y en la cómplice
ineficiencia de la cúpula del Vaticano que esconde la amorali-
dad que la vertebra. Pero como señala Elio Mansferrer Kan, los
problemas de la sexualidad, castidad y celibato en la Iglesia no
son nuevos: ya surgen en el primer milenio y llegan a América
con los sacerdotes españoles, que no sólo venían con la cruz
sino también con sus compañeras y amantes, y si no las tenían
no ponían ningún reparo en recurrir con urgencia a las mujeres
indígenas o africanas.58 Con todo, se recordará que la posterior
exigencia del celibato clerical –sancionada por el Concilio de
Trento entre los años 1545-1563– traía como correlato la impo-
sibilidad de que acumularan bienes a nombre personal: pros-
crita la sexualidad [fértil] y demonizado el cuerpo femenino, la
Iglesia-imperio se aseguraba así el devenir de un proceso sin
igual de acumulación. Por su parte, la historiografía feminista
insiste desde hace tiempo en el señalamiento de que la perse-
cución de cientos de miles de mujeres por parte de la Inquisi-
ción debe evaluarse dentro de las prácticas [sui generis] que
acompañaron el surgimiento del capitalismo. Existe un acuerdo
generalizado en observar que la salvaje caza de brujas sucedida
a comienzos de la era moderna estuvo signada por la necesidad
de destruir el control que las mujeres ejercían sobre su función
reproductiva (es decir, “reproducción de fuerza de trabajo”) y
que esto sirvió para allanar el camino hacia el desarrollo de un
régimen patriarcal más opresivo.59 En esta coyuntura en que el
imperio económico de la Iglesia se constituye es que se desplie-
ga una plataforma conceptual que refuerza la demonización
sacralizadora del cuerpo femenino, en un mismo movimiento
absolutamente funcional a las exigencias modernas (la sexuali-
dad demoníaca de la mujer será sólo socialmente tolerada –bajo
58
Mansferrer Kan, Elio. Religión, poder y cultura. México-Buenos Aires, Libros
de la Araucaria, 2009.
59
Ver, entre otros: Mies, Maria. Patriarchy and Accumulation on a World Scale.
Londres, Zed Books, 1986. Federici, Silvia. Caliban and the Witch: Women, the
Body, and Primitive Accumulation. Nueva York, Autonomedia, 2004.

226
Profetas a salto de mata

la égida tutelar de la Virgen María y todos los Santos– en tanto


sujeto portador de vientre).
No es casual, en este sentido, que Tadeys ofrezca también –en
una feliz flexión sintética– la ejemplaridad de un verbo maldito:
“amujerar”. Amujerar, agujerear, violar, perforar(se), doler(se),
ma(n)sillar… Todos verbos que orbitan la misma constelación
temática convocada por el neologismo. Pero sería Jerónimo Po-
destá, un obispo con gran incidencia social en la Argentina de
fines de los 60 –momento de emergencia de las poéticas de Lam-
borghini y de Vargas Llosa– quien, en plena revolución de las
estructuras eclesiales pos Conciliares, denuncie los supuestos
dogmáticos con que la Iglesia ha considerado a la mujer:

El egoísmo del hombre emponzoña la vida social, y desquicia todas las


estructuras políticas y económicas. La mujer hecha sierva, convertida
en objeto e instrumento, no en complemento, es lo que emponzoña la
vida del hombre y emponzoña la humanidad mucho peor que el peca-
do de avaricia. (“El misterio de la mujer en el desarrollo humano”, 110)

Es interesante observar cómo está construido el libro don-


de este texto se inserta: orquestado a partir de conferencias,
sermones, artículos y declaraciones emitidos por Podestá en el
momento más álgido y revolucionario del siglo XX cristiano, La
violencia del amor se planta a modo de diálogo, “de conversa-
ción con el lector” (según manifiesta en el “Prólogo”). Hay que
recordar además que en aquel entonces las homilías realizadas
por el obispo en el Luna Park o en distintas ciudades argentinas
convocaban a miles de personas; cada texto está acompañado,
por tanto, de una fecha y/o una referencia a su momento de
“puesta en voz” que no es, por supuesto, el mismo momento en
que sale publicado el texto (año 1968, mientras que los textos
son de 1966-67) porque para ese entonces, Podestá ya era vícti-
ma de una feroz persecución por parte del ala más conservado-
ra de la Iglesia argentina –aquella mancomunada con el poder
económico-militar–. Podestá y su mujer, Clelia Luro, fueron qui-
zá los primeros exiliados que el terrorismo de estado argentino
produjo, con el despuntar –ya en el año 1974– de la Triple A.60
60
En Mi nombre es Clelia (Santiago de Chile, Editorial los Héroes, 1996), Clelia
Luro afirma que el abrupto final de la función episcopal de Podestá se debió a

227
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Pero me interesa observar cómo esta voz de profeta se deja


permear, ya desde sus primeros escritos, por el universo fe-
menino. En Jerónimo Podestá. Un hombre entre los hombres
(2011),61 Clelia Luro no sólo inaugura el género “autobiografía
post mortem” (a partir de la edición ordenada de sus escritos,
y el avance de una escritura que en primera persona encarna
al yo/Podestá y que repone los sucesos históricos acaecidos
entre –por ejemplo– una carta del General Perón y la respuesta
de Jerónimo) sino que también nos recuerda que ella (en tanto
secretaria del obispo, editora y/o consejera) fue también sutil-
mente partícipe de sus primeros textos.
Pero volvamos a La violencia del amor. En “Denuncia pro-
fética” el texto anuncia que no le interesa sino ser el “altopar-
lante de una voz muy alta que ha hecho estremecer al mundo.
Al margen de los diversos juicios que ha suscitado, es preciso
reconocer que esta voz ha causado estremecimientos, en todos
los tonos, desde el gozo sencillo y profundo hasta el disgusto”
(45). Hay una actitud de profunda humildad en esta conferencia
de Podestá; se trata de una voz que se asume de pronto como
simple eco de Juan VI, de su dimensión incluso humana, para
anunciar y explicar la asunción eminentemente moral, económi-
ca, social y política de la encíclica Populorum Progressio y decir
que “la voz de Dios adquiere [allí] un matiz profético y apoca-
líptico bien definido”: “La palabra del Papa no lleva solamente
el sello de la verdad, la audacia de sus conceptos y la valentía
de su lenguaje le dan el sello de una verdad viva y luminosa”
(21). Lo que Podestá se dedica a explicar en sus homilías a fines
de la década del sesenta es la gran novedad de esa encíclica
que viene a instaurar una nueva doctrina evangélica y social
de la Iglesia, desde una actitud de denuncia profética de reso-
razones exclusivamente políticas, con maniobras encabezadas por el entonces
presidente Juan Carlos Onganía, quien incluso llegó a acusar a Podestá de ser
“el principal enemigo de la Revolución Argentina”, al obstaculizar el acerca-
miento del gobierno de facto con las principales cabezas del Episcopado –los
arzobispos Antonio Plaza y Alfredo Tortolo–, representantes de la Iglesia pre-
conciliar. Recuerda a su vez la participación de Podestá en el Concilio Vaticano
II y su enfrentamiento con el nuncio apostólico, monseñor Humberto Mozzoni,
que resultó decisivo para su relevo de la diócesis de Avellaneda.
��
Luro de Podestá, Clelia. Jerónimo Podestá. Un hombre entre los hombres. Su
vida a través de sus escritos. Buenos Aires, Ediciones Fabro, 2011.

228
Profetas a salto de mata

nancias apocalípticas que tiñe todo el horizonte de su época: la


denuncia de la escalada armamentista y nuclear, la explotación
y el hambre de los países subdesarrollados, la necesidad impe-
riosa de que el pueblo de Dios se convierta en vocero de un
cambio espiritual de la humanidad en la búsqueda de un mun-
do más humano, son todos los corolarios de una máxima que,
para Podestá, se resume en: “Darlo todo por el hermano: esa
es la fórmula revolucionaria que los cristianos tenían y tienen
la misión de encarnar, de hacer evidente en el mundo” (168).
El “Reino de Cristo” se instaurará cuando los cristianos aban-
donen su egoísmo para trabajar por la Justicia y el Amor; esta
consideración supone para el obispo la absoluta condena de
cualquier método violento que se pretenda asumir para acelerar
el proceso revolucionario. Pero lo curioso es que esa voz, que
se dice en principio mera “portavoz” del mensaje papal, explora
la potencialidad del silencio, genera la escucha del otro (cada
sermón tiene su fecha, el siguiente retoma el anterior y hace
referencia a la recepción que su discurso tuvo –una respuesta
recibida ya en la prensa gráfica, ya personalmente–) y permite
que lo femenino [lo negado] emerja. “Clelia será tu fuerza”,62 le
augura tempranamente Hélder Câmara, el obispo brasileño que
lideró el grupo de dieciocho obispos tercermundistas (entre los
que se encontraba Podestá) que en 1967 redacta una proclama
histórica, en la que se vincula la situación de extrema pobreza
y desamparo en la que viven los ciudadanos del hemisferio sur
del planeta con la explotación a la que las corporaciones mul-
tinacionales, avalada por los países poderosos, los someten.63

62
Ibid, p. 63. Las cartas citadas en lo sucesivo están reproducidas en este vo-
lumen.
63
La reunión de la Conferencia Episcopal Latinoamericana realizada en agosto
de 1968 en la ciudad de Medellín llegó a conclusiones similares; el documento
redactado por la misma declaró el compromiso de la Iglesia en la mejora de la
situación de los pobres, actuando sobre las situaciones que originaban la mise-
ria. La adaptación al momento político, de acuerdo a la CELAM, obligaba a los
sacerdotes a avalar acciones políticas de diferente cariz –revolucionarias, pací-
ficas o violentas– en los distintos contextos nacionales. Entre la curia argentina
los documentos de Medellín movilizaron a varios sacerdotes en la formación
del MSTM (Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo), en el que se des-
tacaría la participación del padre Mugica. El primer encuentro del Movimiento,
realizado en mayo de 1968, contó con el aval tácito de varios obispos (entre

229
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

En su respuesta a Hélder Câmara, fechada en abril de 1968,


Podestá afirma: “Por suerte Clelia tiene una fuerza y una clari-
dad que me han ayudado muchísimo, y que no me han permiti-
do claudicar ni faltar en nada a la verdad”. En otra carta, dirigida
a monseñor Pedro Lira (22 de diciembre de 1968), dice:

Nuestros hábitos celibatarios, producto de un modo de vida que pre-


tende dejarnos totalmente libres para Dios, nos hacen fácilmente sol-
terones egoístas y nos vuelven incapaces de asumir serenamente y con
libertad interior lo que coarta nuestra libertad externa; no soportamos
estar condicionados por nadie y confundimos nuestra comodidad y la
facilidad de disponer de nosotros mismos, con la entrega a Dios. (157)

De la profusa correspondencia que Monseñor Podestá man-


tiene en esa época con la intelligentzia más avanzada y mili-
tante de la Iglesia Católica, se desprende que Clelia y sus seis
hijas producto de su primer matrimonio representan para el sa-
cerdote el descubrimiento del universo femenino que, asumido
como “unión mística”, viene “a revivir el misterio de la entrega
de Cristo a su Iglesia”, de allí que se pretenda renovar desde
adentro de las estructuras eclesiales las exigencias de su dogma
(“No hemos podido nunca separar esta sensación de plenitud
en la entrega mutua, de la sensación de estar comprometidos
como pareja en la entrega a nuestros hermanos, los hombres,
para la salvación del mundo”, 65).
Estamos hablando de la época de la Guerra Fría y de sujetos
que vivían sus creencias con una claridad y una intensidad que,
observada desde el mero presente líquido, quizá apabulle.
Pero la historia nos confirma que los “presentes” suelen con-
formarse con muchas voces, no siempre escuchadas. La voz de
Podestá ni se esfuma en tanto vehículo del significado en pos
de un mandato, ni se solidifica en un objeto estético de reveren-
cia fetichista, sino que funciona como punto ciego en el que “lo
negado”, de pronto, se manifiesta y altera –o intenta alterar– un
estado de cosas. Se trata de una voz que se vincula íntimamente

ellos, Jerónimo Podestá). El MSTM (entre 1967-1976) intentó articular la idea de


renovación de la Iglesia (pos Concilio Vaticano II) con una fuerte participación
política y social, principalmente en la acción en villas miserias, y una compleja
cercanía con las organizaciones peronistas de izquierda.

230
Profetas a salto de mata

con la dimensión de lo sagrado y lo ritual que constituye a toda


cultura, es el punto donde la Ley se pone en acto en su carácter
performativo, el momento en que la letra (muerta) reactiva la
complicidad profunda que mantiene con la vida, que la consti-
tuye y la precede.64

Pero ya puestos cinéfilos –y para finalizar–, me urge recor-


dar que el film Zorba el griego (1964), de Michael Cacoyannis,
surgió también –al igual que La última tentación de Cristo, de
Scorsese– como adaptación de una novela de Nikos Kazantza-
kis: Alexis Zorbas, editada en 1946, unos años antes de que la
Iglesia Ortodoxa Griega lo excomulgara. En la adaptación de
Cacoyannis hay una escena hermosa en la que Anthony Quinn,
en el papel de Zorba, le dice al joven que encarna Alan Bates,
que sólo le falta “ser un poco loco para ser perfecto, en la vida
hay que ser medio loco para poder romper las cadenas y ser
libre…”. Es la escena culminante del film, es la que recordamos
y es sencillamente perfecta porque allí, frente al mar y las mon-
tañas, ambos se toman de los brazos y, aunque no escuchen aún
la música que con ellos se gesta, comienzan a danzar.

64
Cfr. Rancière, Jacques. El desacuerdo. Buenos Aires, Nueva Visión, 2007;
Agamben, Giorgio. Homo sacer. Valencia, Pre-Textos, 1998; Dolar, Mladen. Una
voz y nada más. Buenos Aires, Manantial, 2007.

231
Escribir el Pachakuti
(para una ensayística del presente)

¡Atención! Ante todo, es preciso que usted no intente deco-


dificar las chirigotas conceptuales que pueblan el ensayo más
actual del globo-mercado. Quien pretenda semejante bizarría
no hará más que evidenciar su propia tontera. La escritura
[cínica] cifrada se presenta como la especie más apta para so-
brevivir en estos tiempos, porque está doble, triplemente blin-
dada. Es preciso, pues, que usted entienda que la vida es bella,
que la vida es gracia, que la gracia es corrosiva y efímera por-
que todo lo sólido se desvanece en el aire (así como cualquiera
de estos días pueden desvanecerse los exiguos sitios web que
usted lee). Ergo: ¡Al diablo las comillas! Citar reduce [proble-
matiza] los equívocos, abre redes de lecturas precedentes con
una tradición asumida como heterodoxia y nosotros… Noso-
tros buscamos el equívoco. Sembramos el caos, la muerte, la
confusión. Somos jóvenes, somos híbridos, somos glocales, so-
mos [after] plop!
El ensayo Afterpop. La literatura de la implosión mediá-
tica (2007) del galardonado Eloy Fernández Porta, además
de la ostensible virtud de ofrecer al menos tres “Tal como yo
lo veo…” por página, entra y sale de la literatura norteame-
ricana, inglesa, española o argentina, con una velocidad y
soltura que pasman. Con su mordacidad y extraña erudición,
Porta asalta jerarquías culturales que –de hecho– ya habían
sido dinamitadas hace rato; no obstante, al fundamentar su
análisis desde una perspectiva eminentemente generacional,
de manera tautológica, justifica su novedad y ancla allí su
valor. No por casualidad, inaugura el libro con un capítulo
titulado “Theorytoon: el manifiesto como desinformación” o
dedica sus últimas imprecaciones al “€®O$” (“la secuencia
conceptual, discursiva y material que –según Porta– tiene
lugar en las relaciones contemporáneas, ya sean pasionales
o amistosas, ya sean eróticas o sólo afectuosas”). Así, con el
tono desangelado del entre-nos de las causeries –y Diario de
la guerra del cerdo mediante– el ensayo se convirtió en pun-

233
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

ta de lanza generacional de los nuevos escritores españoles


(¿hispanoamericanos?) que, con la histórica revista Quimera
como plataforma, adquirieron desde entonces notable visi-
bilidad en los medios. No obstante, la cuestión que subyace
a la lectura de este fenómeno vivido, a distinta escala, en
otros países de Latinoamérica, es de qué manera los textos
narrativos y ensayísticos se hacen cargo de esa coyuntura
que reivindican como propia.
Plop (2004), la novela que el escritor argentino Rafael Pi-
nedo publicara antes de su sorpresiva muerte, logra el extra-
ño prodigio de evadir las restricciones generacionales y ge-
néricas para narrar el “presente” con una historia futura. La
trama se desarrolla en un tiempo desdibujado e improbable,
un tiempo que de tan elemental, podría ser también nuestro
pasado o nuestro futuro. Las personas viven en manadas, en
asentamientos o comunidades móviles. Su realidad es vil, es
salvaje. Y es atroz. Pero a cambio de conocer el porqué de
tanta miseria, nosotros [lectores] nos enteramos de las peri-
pecias de Plop [que debe su nombre al ruido que su cuerpo
ha hecho al nacer cayendo en el barro] en su ascendente
camino hacia el Poder.65
Como mero ejercicio reflexivo, propongo observar este esta-
do de situación a la luz de un presente histórico definido. Por
una cuestión de economía me centraré en el caso boliviano
también de comienzos de siglo, específicamente en la obra de
Alcides Arguedas.66 La elección es antojadiza, y no. Desde hace
unos años, Bolivia es epicentro de cuantiosas reivindicaciones
étnicas que oponen a la pretendida cultura global, su condición
postcolonial y subalterna.

65
Pinedo, Rafael. Plop. Buenos Aires, Interzona, 2004. Ver además: Fernández
Porta, Eloy. Afterpop. La literatura de la implosión mediática. Barcelona, Ana-
grama, 2010. Eros. La superproducción de los afectos. Barcelona, Anagrama,
2010. Y la columna de Marcelo Díaz, “Alter Plop!” en: http://www.bazaramerica-
no.com/columnistas/diaz-after.htm
66
Arguedas, Alcides. Raza de bronce [1919], La Paz, Librería-Editorial Juventud,
1994; Pueblo enfermo [1909-1910], La Paz, Librería Editorial Juventud, 1993.

234
Escribir el Pachakuti

[Primera tesis]
Los textos están atravesados por tensiones antagónicas

Todo es inmenso en Bolivia, todo, menos el hombre.


La idea de grande, consiguientemente, nos es familiar y común.
Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (131).

Más que de su nombre, estaba orgulloso de su apodo. Y los


que lo veían pastoreando en el yermo, no alcanzaban a com-
prender cómo a ese indio tuerto, canijo e idiota, podían lla-
marlo Mallcu –el nombre aymara con el que se conocía a aquel
cóndor, lleno de tretas y maligno, que diezmara durante buen
tiempo el ganado de la quiebra–. Como sabemos, la eficacia de
un nombre radica en la fuerza de una imposición que es ajena
al sujeto portante: por eso Kesphi –más que Kesphi– era Mallcu.
Advierto que el relato de cómo ese indio ganó su apodo ilumina
de manera singular el abanico de constelaciones simbólicas que
la novela Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides Argue-
das, traza con su presente y el nuestro.
Entre la descripción exuberante del paisaje y la vivencia ele-
mental de sus pobladores, la primera parte del texto se define
por la narración de una travesía accidentada en la que uno de
los viajeros muere, víctima del río pero también de su codicia
y del peso de su jumento. Ese relato, entonces, hacia el final de
la primera parte es enriquecido por otro con sabor a leyenda,
que es éste de la caza del cóndor por parte de Kesphi. Deten-
gámonos un momento en la narración de ese episodio: en la
montaña reinaba desde hacía tiempo una gran consternación,
un cóndor taimado que anidaba en la cima de un risco inacce-
sible al hombre se había enviciado con sus presas y atacaba a
los rebaños sin temor. Algunos pastores juraron incluso haber
visto al mallcu vencer a las reses viejas y bravas sirviéndose de
una treta tan diabólica como audaz: primero escrutaba desde la
altura las laderas de los montes y al descubrir una res al borde
de un barranco, emprendía el vuelo en descenso y al llegar a la
altura de su víctima, de un fuerte aletazo la precipitaba por el
despeñadero para luego deleitarse con su festín de carne. En-
tre los indios, surgió entonces la creencia de que era el mismo
demonio quien se ocultaba bajo la piel del mallcu, y tanto se

235
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

dio a conocer esa versión en la montaña desolada que hasta


los mismos brujos (yatiris) pusieron maña en sus artes para
destruirlo… La noticia llegó incluso al patrón de una hacienda,
quien envalentonado con carabina y ayudantes se dispuso a
darle caza para luego, “entusiasmado por el bello plumaje del
bicho y sabiendo que se habituaba pronto a la esclavitud”, orde-
nó se respetase su vida a fin de jactarse con su presa. ¿De qué
modo? Mutilando la guía de sus alas a fin de que no pudiera
levantar vuelo y ciñendo al desnudo y arrugado cuello del ave,
un collar artificial hecho con la lana de los colores de la patria.
Así, disminuido y vencido, pero con los colores patrios al cuello,
el patrón permitió que el ave estableciera cordiales relaciones
con “los demás y vulgarísimos bichos de corral” (sic): “Terneros,
ovejas, gallos, patos y gansos pasaban orondamente a su vera,
sin experimentar temor ni respeto alguno por el destronado rey
de los aires” (62). Giro animal mediante, Arguedas enciende aun
más el relato: un día el cóndor despliega sus alas y comprue-
ba que nuevamente puede levantar vuelo, entonces hinca sus
fuertes garras al lomo graso de un marrano, “por el que parecía
sentir particular afección” y, escalando los aires con su presa,
desaparece “raudo en el azul, para recomenzar días después sus
rapiñas, pero más feroces, más arriesgadas, pues ya conocía a
los hombres…” (63).
Si bien el narrador nos había anunciado en un principio que
Kesphi era tonto, la narración posterior de los sucesos viene, si
no a desmentirlo, al menos, a ponerlo en duda ya que el único
dato que expone para ratificar la supuesta tontera es que suele
mostrar los dientes y huir de las palabras y de la vecindad de
la gente –puesto que “la montaña y la soledad habían aplastado
completamente su espíritu” (65). Así, la escena final se demora
en la descripción de la valentía del indio que, resuelto a prote-
ger su majada de nuevos ataques, trepa ágilmente por entre las
quiebras del barranquerío y con un certero hondazo mata al ave
y se gana para sí el nombre de Mallcu.
El episodio es rico en densidad simbólica e invita a múlti-
ples lecturas que pueden acaso hacer eje en cualquiera de los
elementos convocados: la presencia de una naturaleza indómita
y amenazante para el hombre solo, el protagonismo de la co-
munidad, la representación personificada de los animales, la

236
Escribir el Pachakuti

remisión bíblica a David y Goliat, la presencia del patrón y su


ocurrencia de vestir al ave con los colores patrios… Lecturas
todas que podrían suspender, cuando no poner en jaque, a la
unilineal y hasta propedéutica ensayística del Arguedas de Pue-
blo enfermo; como si la misma inteligencia narrativa del texto,
una vez desplegada su polifonía, amenazara con traicionar el
pensamiento positivista y de derecha del autor –verdadera osa-
menta del relato–, para exponer mecanismos subjetivos acaso
más ocultos o quizá un tanto más complejos, pero igualmente
permeables a la representación etnográfica de su presente.
Como se recordará, Alcides Arguedas (1879-1946) pertenecía
a una familia blanca, de ascendencia española, ligada a la oli-
garquía de la tierra; ejerció como diplomático en París, Londres
y Madrid, llegó a ser jefe del Partido Liberal boliviano, y en 1940
resultó elegido ministro. Pueblo enfermo –su obra más cono-
cida– fue publicada en España en tres ediciones, entre 1909 y
1910. Edmundo Paz Soldán67 refiere, con seguridad, que antes
de su viaje a Europa, Arguedas había leído a los pensadores
decimonónicos de la degeneración (Gustave Le Bon, Gobineau,
Haeckel, Morel, Lombroso) que explicaban los efectos “anorma-
les” de la modernización a través de teorías médico-biológicas.
Con todo, habría sido recién en 1903, con su paso por la penín-
sula ibérica y el contacto con los regeneracionistas españoles
(Altamira, Ganivet, Maeztu, Costa) cuando Arguedas solidificó
su visión del problema nacional boliviano. Encuentro, en efecto,
en la edición que manejo la reproducción de una carta de Rami-
ro de Maeztu (fechada en Londres, 1909) que alienta al autor a
asumir tareas redentoras con su patria identificando “los males”
terribles que la aquejan, a fin de “sanarla”, ya que: “El ver y el
comprender son deberes que imponen las virtudes de la since-
ridad y de la veracidad. El patriotismo, amor al cabo, ha de ser
grillete, no ceguera.” Maeztu asume una voz generacional y lo
insta a la acción en nombre del futuro porque su presente, el
presente que los reúne, es “otra fuerza misteriosa; es la perspec-
67
Paz Soldán, Edmundo. “Alcides Arguedas y la narrativa de la nación enferma”
en: http://www.voltairenet.org/article120458.html; “Prólogo” en: Raza de bron-
ce. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2006. Ver también: Paz Soldán, Alba María.
Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia. Tomo II. La Paz, Programa
de Investigación Estratégica en Bolivia, 2002.

237
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

tiva de un horizonte que se entreabre a medida que andamos, es


la presión de lo futuro, es, en suma, nuestros deseos y nuestras
ignorancias, los bienes que no poseemos y deseamos poseer, las
verdades que no conocemos y deseamos conocer” (12) .
Vaya… Cuánto entusiasmo en nombre de un futuro que pa-
rece no llegar nunca. Pero hay otra influencia que Paz Soldán
menciona de soslayo, pero que sin embargo está explícitamente
apuntada en el capítulo V de Pueblo enfermo:

Bunge [en Nuestra América] ha sostenido con fundamento, aunque no


suficientemente comprobado, siendo fácil hacerlo, que la manera de
ser de los pueblos hispanoamericanos difiere según la cantidad y cali-
dad de sangre indígena predominante en cada uno de ellos.
Bolivia –lo hemos visto– por condiciones especiales de situación geo-
gráfica y por haber sido el molde en que se forjaron las civilizaciones
quechua y aymara, hoy casi extintas a pesar de la supervivencia de las
razas, no ha recibido gran contingente de sangre europea, y por eso en
sus manifestaciones se echa de ver cierta anormalidad del todo común
a los pueblos de igual estirpe y mismo abolengo, razón por la que será
necesario determinar rápidamente las particularidades del carácter na-
cional ya en germen y, en ocasiones, hasta insistir sobre lo anotado por
Bunge, es forzoso e indispensable, puesto que examinamos un mismo
fenómeno colectivo, pero desde diversos puntos de vista.
Ante todo, lo que salta vigorosa y visiblemente en Bolivia, en el Perú y
en el Ecuador y aun en Colombia y esto por diferencias étnicas seña-
ladas y el alejamiento en que viven las poblaciones unas de otras, es
cierto espíritu de intolerabilidad… (114-115).

A falta de una palabra mejor, cupiera hablar de ideología


para referirnos a esa corriente de pensamiento dominante que a
fines del siglo XIX se ofreció a modo de “caja de herramientas”
(la expresión es de Oscar Terán68) de la que se valieron nume-
rosos intelectuales, para generar una red discursiva de prácti-
cas disciplinares que accionaron de manera altamente eficaz
en la sociedad. Así, la configuración conceptual del positivismo
comteano y spengleriano se ofreció como la cuadrícula más
apropiada para comprender, y principalmente, “detectar” los
68
Terán, Oscar (comp.). Ideas en el siglo. Intelectuales y cultura en el siglo XX
latinoamericano. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004; En busca de la ideología ar-
gentina. Catálogos, Buenos Aires, 1986.

238
Escribir el Pachakuti

“males raciales” que habrían de explicar el retraso y las frustra-


ciones de aquellos países “enfermos” por la presencia indígena.
Así, inscripto en la tradición biologicista europea, pero también
claramente influido por Nuestra América, del argentino Carlos
Octavio Bunge, Alcides Arguedas elabora en Pueblo enfermo la
imagen de una Bolivia hundida en una decadencia irrefrenable
producto de la misma sangre indígena que conforma su “raza”.

[Segunda tesis]
Lo que excede, constituye

La única manera que tienen esas sociedades de ejercitar


sus energías sobrantes, es reuniéndose y organizando fiestas
pomposas en las que se advierte un solo
deseo llevado hasta la insanía
en las mujeres: sobrepasarse mutuamente en la riqueza del traje.
Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (200).

Raza de bronce se inicia con una escena de pastoreo pro-


tagonizada por una joven india de nombre Wata-Wara sobre la
que luego se centrará la acción de la segunda parte del texto.
Las secuencias descriptivas en las que el narrador naturalista
describe las peculiaridades del mundo indígena, la geografía
próxima al lago Titicaca, los ritos propiciatorios, las faenas agra-
rias y de pesca de la etnia y sus supersticiones, son el hilo na-
rrativo sobre el que se sucede el relato hasta llegar a la segunda
parte de la novela, en la cual se desencadena la tragedia: el
joven patrón de la finca altiplánica y sus amigos sorprenden a
la india en la montaña, la arrastran a una cueva cercana para
gozarla colectivamente, ella se defiende y muere a consecuencia
de los golpes recibidos en la lucha. El cuerpo de Wata-Wara, que
ya antes de su casamiento había sido desvirgado por el mayor-
domo mestizo de la finca (violación por la que su prometido
incluso la castiga), se convierte entonces en el cuerpo crístico
receptor de todas las violencias que conforman la trama del
mundo andino: la violencia blanca, la india y la mestiza. Es el
cuerpo sobre el que se condensa el oprobio que rige el presente
de una sociedad bipolar, definida por dos órdenes (el indígena

239
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

y el colonial), y que por tanto, según la lógica misma del relato,


debe ser purgado con la muerte.
Como se recordará, en 1874 Melgarejo dicta la Ley de Ex
vinculación por la cual se prohibe la propiedad comunal de
la tierra en Bolivia; instalada la propiedad individual, los in-
dígenas de las comunidades debían pagar desde entonces un
“impuesto universal”. Así, bajo el aparente gesto moderno de
querer igualar bajo una misma ley a criollos e indígenas, se des-
plegaba una rapaz política de destrucción de las comunidades
favoreciendo la expansión económica de una élite, a partir de
la consolidación de la economía minera y del sector exportador
de esa oligarquía hacendada.69
Silvia Rivera Cusicanqui ha estudiado ampliamente cómo la
subyugación de las mujeres, la opresión de los pueblos indíge-
nas y la discriminación a quienes exhibieran rasgos residuales
de las culturas nativas, fueron las características constitutivas
de la contradictoria y frustrante modernidad boliviana. Según
explica, en la temprana República, los legisladores bolivianos
copiaron y adaptaron el modelo “victoriano” de familia, sobre
una matriz mucho más antigua de habitus y representaciones;
así, las reformas liberales de fines del siglo XIX no hicieron sino
reforzar ese imaginario patriarcal, reactualizándolo con nuevas
leyes y códigos de comportamiento anclados en la subyugación
de las mujeres y los indios.70 Es en esa dinámica que contribuye
a crear una imagen maternizada de las mujeres, que su saber
como tejedoras, ritualistas, y principalmente, como pastoras,
progresivamente se fue desvalorizando. No es casual, entonces,
observar que así como la Wata-Wara pastora de la novela mue-
re, Arguedas dedique todo el capítulo VIII de Pueblo enfermo a
69
Demélas, Danielle. Nationalisme sans nation? La Bolivie aux XIXe-XXe siècles.
Paris, Editions du C.N.R.S., 1980.
70
Rivera Cusicanqui, Silvia y Rossana Barragán (comps.) Debates Post Colonia-
les: Una introducción a los estudios de la subalternidad. Ediciones Aruwiyiri
– Sephis, La Paz, 1997; Rivera Cusicanqui, Silvia. “La noción de derecho o las
paradojas de la modernidad postcolonial: indígenas y mujeres en Bolivia” en:
Revista Aportes Andinos. Aportes sobre diversidad, diferencia e identidad, Nº
11, PADH - UASB Programa Andino de Derechos Humanos, Universidad Andina
Simón Bolívar, Ecuador, octubre 2004. http://www.uasb.edu.ec/padh; Rivera,
Silvia (comp.). Ser mujer indígena, chola o birlocha en la Bolivia postcolonial
de los 90. La Paz, SAG, 1996.

240
Escribir el Pachakuti

criticar la incultura, frivolidad y tontera de las cholas o mujeres


mestizas de Bolivia.

De algunos años a esta parte, nótase en Bolivia, no tanto en los hom-


bres como en las mujeres, decidida propensión por hacer gala de la
riqueza de su traje. Han llegado al convencimiento de que un buen ves-
tido suple toda clase de deficiencias. Tal idea fue introducida por esas
mujeres de procedencia mestiza que no pudiendo ser aceptadas en los
altos círculos sociales, hacían gala de un lujo chillón y llamativo. (201)

Incultas, cursis, chillonas… Mientras que “las damas de ma-


yor linaje” (217) hacen gala de su progresismo y distinción, la
chola –y sus pretensiones aristocráticas– se convierte en blan-
co de sus críticas. Se comprende, sin duda, que lo que irrita
a Arguedas es que la mestiza construye un sistema de moda
regido por sus propias leyes, que se caracteriza –como él mis-
mo observa– por la presencia de las sedas y los colores estri-
dentes. Es un sistema signado por la hipérbole, por un exceso
que irrumpe y anula aquello que la moda occidental, blanca y
europea, consideraba como “buen gusto”. La chola opone así a
su minusvalía de clase un plus visual que hace eje en el color,
en la espectacularidad, en la estridencia. La encendida crítica de
Arguedas corrobora, por un lado, la efectividad de su apuesta, y
por otro, el hecho de que el interés moderno, históricamente, se
ha focalizado en los objetos producidos en series industriales;
la moda construyó las bases para que la lógica del deseo y de
la imagen se alimentara y reconociera como “la” razón de ser de
la sociedad capitalista.
Susana Saulquin señala –en La muerte de la moda, un día
después– que sin el desarrollo exagerado y compulsivo de la
moda, la sociedad industrial no habría podido desenvolverse,
ya que las necesidades reales de las personas resultaban escasas
frente a los requerimientos de las máquinas industriales que de-
bían trabajar sin descanso. “Para ello y en el previsible antago-
nismo de los comportamientos ambiguos, mientras se alababan
las ventajas de las conquistas conseguidas por la industrializa-
ción masiva, se mantenía la ficción social de las diferencias.”71
71
Saulquin, Susana. La muerte de la moda, el día después. Buenos Aires, Paidós,
2010, p. 25.

241
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Ésta es la gran contradicción interna que permitió el fabuloso


desarrollo del sistema de la moda occidental, en una sociedad
que a la vez que se excitaba con las diferencias, pretendía sa-
ciarse con las homogeneidades.
Las sedas chillonas y la manufactura casera de las cholas, su
indudable distinción mantenida a lo largo del tiempo, supuso
(y supone) más que un corrimiento. Es el punto de contacto en
que los extremos (premodernidad y postindustrialismo) quizá
hoy podrían tocarse. El creciente y previsible reemplazo de la
sociedad industrial por una sociedad tecnológicamente dirigida,
abre para las nuevas generaciones –según indica Saulquin– el
sistema cerrado y autorregulado de la moda a una era que pos-
tula a la vestimenta como espacio de individuación, autogestión
y comunicación entre los sujetos y las comunidades.

[Tercera tesis]
El tercero es el primero

Aquí mismo el rol de la fantasía es grande y todos los bolivianos,


más o menos, nos parecemos al famoso guía minero
del diplomático extranjero.
(…)[Que decía:] –Somos, señor ministro,
el país más rico del mundo. En cualquier parte donde lance usted
una palada, saltan el oro y la plata y otros metales preciosos.
Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (123).

En la terminología darwiniana “raza” es una palabra perti-


nente. No obstante, la expresión “raza de bronce” plantea, al pa-
recer, un problema ya que desplaza el determinismo sanguíneo
al universo de los metales insinuando, de este modo, nuevos
sentidos. El bronce es la primera aleación metálica de importan-
cia que obtuvo el hombre fusionando cobre (como base) y es-
taño (en menor proporción). Fue, durante milenios, la aleación
básica para la fabricación de armas y utensilios; las expresiones
“Edad de bronce” (para nombrar un período prehistórico) y
“gente del bronce” refieren ambas al protagonismo de sujetos
extremadamente belicosos, siempre dispuestos a la batalla. Es
una aleación que, a la vez, se caracteriza por su resistencia; or-

242
Escribir el Pachakuti

febres de todas las épocas la han utilizado en joyería, medallas


y esculturas que aun hoy perviven. El bronce tiene el color y el
brillo del oro, pero es tan popular como las monedas de cinco
centavos. Entre sus aplicaciones actuales, se lo utiliza en aque-
llas partes mecánicas de las que se espera que resistan el roce
y, principalmente, la corrosión. El bronce suena en saxofones,
trompetas, gongs, platillos y campanas de buena calidad; es el
picaporte que abre o cierra puertas y es, principalmente, una
medalla olímpica. El bronce es el tercer puesto en cualquier
competencia: el último en llegar de los que han de ser premia-
dos. En la expresión “raza de bronce” se plasman, entonces,
dos miradas antagónicas, en fricción o perpetua disputa: por un
lado, la que condena al indio por su determinismo biológico,
por el otro, la que insinúa que la indígena es una raza fuerte,
perseverante, hecha de brío sanguíneo y resistencia.
Pero al bronce, decíamos, también lo constituye, en menor
medida –pero medida al fin–, otro metal: el estaño. De todos
los nombres hoy cristalizados en calles, escuelas o casas de cul-
tura que promueven encuentros y publicaciones más o menos
efímeras pero que alguna vez fueron argumentos y fuerzas en
pugna netamente anclados a su presente, el que más “brilla” en
la vida boliviana, gracias precisamente al estaño, es el de Simón
I. Patiño.
Junto a Mauricio Hochschild y Carlos Víctor Aramayo, Patiño
fue uno de los llamados “barones del estaño” que articularon la
política boliviana hasta la Revolución Nacional de 1952, en que
se efectúa la nacionalización de las minas. Imposible pensar la
modernidad trunca de Bolivia sin detenerse en esta figura: no
sólo proveyó y comercializó el estaño utilizado en la Prime-
ra Guerra Mundial, sino que incluso, hacia los años cuarenta,
Patiño era uno de los hombres más acaudalados del mundo.
Su fortuna –recordemos– comienza con el descubrimiento de
una veta sumamente rica en el cerro Llallagua (Potosí), hacia
el 1900, veta que en los años siguientes será horadada por ver-
daderos topos humanos hasta crear seiscientos kilómetros de
galerías subterráneas. Sobre Llallagua y la explotación de otras
minas adquiridas posteriormente (Siglo XX, Uncía, Huanuni),
se asienta la gran riqueza del llamado “rey del estaño”: en dos
décadas apenas, Patiño llegó a forjar negocios e intereses en

243
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Malaya, Nigeria y a jugar


un papel clave no sólo en la conformación del Comité Inter-
nacional del Estaño (el primer cartel que intentó controlar el
precio de una materia prima), sino incluso en la configuración
política y simbólica del “ser nacional boliviano”. Para el caso,
apuntemos solamente que fue con la ayuda del industrial mi-
nero que, hacia los años veinte, Alcides Arguedas escribe cinco
de los ocho volúmenes proyectados de su Historia general de
Bolivia. En la actualidad, además de una universidad, “Simón I.
Patiño” es un centro pedagógico y cultural ubicado en la anti-
gua propiedad del industrial conocida como el Palacio Portales,
situado al norte de la ciudad de Cochabamba. El palacio fue
construido entre 1915 y 1927 por el arquitecto francés Eugène
Bliault, mientras Patiño residía en Francia como ministro pleni-
potenciario de la nación.
Entiendo que en los conflictivos y contradictorios pliegues
que Alcides Arguedas elabora para entender la cultura de su
país, debe necesariamente leerse, de manera harto cifrada, la
figura de Simón I. Patiño. La trunca modernidad boliviana, la
existencia de dos mundos absolutamente opuestos, interdepen-
dientes y paralelos (uno signado por el cosmopolitismo y la
riqueza; y el otro por la miseria y la explotación), se condensa
y explica en la manifiesta paradoja de que haya sido un cholo
quien, sobre una montaña de topos, se haya autoproclamado
“rey”.

[Cuarta tesis]
La comunidad se hace de comensales

El blanco en sus aborrecimientos es más noble.


Cuando el cholo ha recibido una ofensa,
aspira con vehemencia a la venganza.
Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (117).

Pero las razones por las que el discurso del “crisol de razas”
transculturador –tan caro a un Ángel Rama o a un Fernando
Ortiz– no arraigó en Bolivia, son puntuales y contundentes. El
joven Arguedas nos ofrece nuevamente pistas al respecto: en el

244
Escribir el Pachakuti

año 1904 publica su primera novela, Wuata Wuara, que –según


él mismo ha expresado– es una primera versión menos lograda
de Raza de bronce. Sin embargo, al revisarla contrastivamente,
comprobamos que si bien la trama se centra en la historia de
la violación y muerte de la pastora, hay una escena final que
la segunda versión –casualmente– elide: encendida por la ira
y el deseo de venganza, la novela concluye con una escena
de antropofagia protagonizada por la comunidad. Tal desenla-
ce, entre modernista y bizarro, provocó que tempranamente se
identificara a Arguedas como un polémico crítico del proceso
de modernización iniciado por el partido conservador y con-
tinuado luego por el liberal; consideración que en la versión
posterior del texto decide “corregir” por una razón evidente: la
narración de este episodio venía a dotar de espesor simbólico y
legitimidad a un hecho real que entonces escindía de cuajo a la
sociedad boliviana: el caso Mohoza.
El caso se inscribe dentro de la guerra civil de 1899 que
enfrenta a los liberales de la ascendente clase media de La Paz,
aliados a los mineros del estaño, contra los conservadores de
la vieja oligarquía minera de la plata de Sucre. Los liberales,
liderados por Juan Manuel Pando, deciden buscar el apoyo ay-
mara para derrocar al partido conservador, sin imaginar que
los reclamos de los indios asumirían una modulación propia.
La investigadora Marta Irurozqui subraya que la participación
indígena en las luchas emancipatorias fue –contra lo que co-
múnmente podría pensarse– clave: hacia 1870, el ejercicio de
su eficaz violencia revolucionaria los convertía discursivamente
en “patriotas”; en cambio, ocurrida la “masacre de Mohoza” en
la que tropas aymaras matan a ciento veinte soldados de ca-
ballería del partido liberal, junto a varios vecinos del pueblo y
hacendados locales, cometiendo luego actos de antropofagia,
se opera una radical inversión en la valoración del indio. En
efecto, el líder aymara Pablo Zárate Willka que estaba al mando
de la tropa tenía su propio proyecto político: después de la de-
rrota conservadora, los indios atacan a sus ex aliados liberales
en busca de la restitución de tierras comunales usurpadas y la
constitución de un gobierno indio autónomo. Así, frente a una
historia de usurpaciones, Willka traiciona al traidor, declara la
guerra al blanco y, literalmente: se lo come. Tal extravagancia

245
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

gastronómica no podía ser pasada por alto… Al finalizar el con-


flicto, eliminado ya el jefe de la rebelión y diezmados sus efec-
tivos, y con los liberales bien asentados en el poder, se inician
(entre 1901 y 1904) los procesos de Mohoza y Peña, que pron-
tamente se convierten en el escenario donde no sólo se juzgó y
condenó a los responsables de las matanzas, sino a la población
aymara en su conjunto. Acusada de asumir iniciativas “salvajes,
brutales y sádicas”, finalmente se la inhabilita para participar en
la construcción nacional.72
Es en este contexto que deben comprenderse las explica-
ciones biologicistas que despliega Arguedas en Pueblo enfermo
para condenar a la raza aymara y al mestizo como fuentes de-
generadoras de lo nacional; explicaciones que a la vez venían
a hacerse eco de un fuerte temor de clase. En el imaginario
criollo, la escena de canibalismo expresa, de un modo visceral,
el miedo a una venganza indígena que –desde el vamos– se
sabe justificada por siglos de abuso y opresión. Entiendo que
el caso de Bolivia y su justicia antropofágica debe observarse
como un jalón, insoslayable, en los debates postcoloniales que
reflexionan sobre los diversos modos de apropiación o “cani-
balismo intercultural”.73 Apuntemos, apenas como dato, que un
año antes de la creación del Manifiesto Antropófago (1928), del
poeta brasileño Oswald de Andrade, se desata en la provincia
de Chayanta, en el sur de Bolivia, otro levantamiento aymara en
el que se producen nuevos casos de antropofagia.
La anemia arguediana es, por tanto, comprensible: cuando lo
real, en tanto intervención, se impone, lo lúdico-simbólico –lo
performativo– no puede sino entrar en suspensión. En Wuata
Wuara, la representación de la antropofagia se define entonces
por su capacidad de replicar el imperativo moral de un occi-
dente, incluso, medievalista: “La sangre fluía en abundancia de

72
Irurozqui, Marta. “¿Ciudadanos armados o traidores a la patria? Participación
indígena en las revoluciones bolivianas de 1870 y 1899” en: Iconos. Revista de
Ciencias Sociales. Septiembre, nro. 026, Ecuador, Facultad Latinoamericana de
Ciencias Sociales, 2006, pp. 35-46. Ver también: Demélas, Danielle. “Darwinismo
a la criolla: el darwinismo social en Bolivia, 1880-1910” en: Historia boliviana.
Nº 112, Cochabamba, 1981, pp. 55-82.
73
Ver la columna “Dominó caníbal” del argentino Jordi Carrión, en el sitio web
de la revista Punto de vista: http://www.bazaramericano.com.

246
Escribir el Pachakuti

la horrible herida, pero no llegaba a caer toda al suelo pues


las mujeres, las infernales arpías, recogiéndola en el hueco de
las manos, se la sorbían y la paladeaban con fruición”, en ese
“aquelarre espantoso”, en ese “cuadro repugnante y sombrío”.
Pero más allá de la hipérbole bizarra, de la corrección o
moralina lombrosiana que con espasmos sacuden la prosa na-
rrativa y ensayística de Alcides Arguedas, nosotros [lectores]
asistimos de soslayo a las hilachas de una realidad etnográfica
que resulta próxima y a la vez lejana. Una realidad definida por
un sentido sagrado de la comunidad, de la pertenencia al ayllu,
que teje sus lazos a partir del ritual de lo nutricio, del exceso,
del coqueo, de la gratuidad de la pobreza que poco o nada
tienen que ver con las categorías que los estudios culturales
han hasta ahora elaborado para comprender los procesos de
apropiación en una Latinoamérica de modernidades alternadas.
Los aymaras observan el futuro, con los ojos en el pasado.
Llaman al advenimiento del “tiempo de los indios”: Pachakuti.

247
Noticia sobre los textos

“Un observador dislocado” fue escrito luego de una estan-


cia de estudio en Barcelona, con libros que me prestara Bea-
triz Sarlo –por entonces mi directora de tesis–. En octubre de
2008, en el marco de una polémica mantenida con el escritor
Gonzalo Garcés, fue publicado a modo de epílogo del debate
en la página web de Jorge Carrión. “Ascetismo y falsificación”
obtuvo, asimismo, su primera publicación en el libro compila-
do por el crítico español El lugar de Piglia. Crítica sin ficción
(Barcelona, Candaya, 2008). “Elogio a la hermandad”, “Prosa
de Estado y estados de la prosa”, al igual que la mayoría de los
textos que componen “Acerca de la mierda y el ojo del culo
argentino” fueron publicados en la revista Quimera, entre los
años 2006 y 2009. Al comienzo del capítulo “El manifiesto y la
polémica” se dan más pistas del proceso de gestación de esta
serie de artículos que culmina en “Surrealismo e imaginación
erótica” (Quimera, Barcelona, N°304, marzo de 2009).
“¿Etnografía, exotismo o cholulez?” fue leído, discutido y
publicado en actas del III Congreso Internacional: Transfor-
maciones Culturales - Debates de la teoría, la crítica y la lin-
güística (Universidad de Buenos Aires, 2008), “Autómatas y
automatismos literarios” corresponde a la presentación reali-
zada en el VIII Congreso Internacional Orbis Tertius “Litera-
turas compartidas” (Universidad Nacional de La Plata, 2012)
y “Kincón baja en ascensor”, a la realizada en las Jornadas de
literatura y cine policiales en Argentina (Museo del Libro y de
la Lengua, 2014).
El capítulo “Lecturas impertinentes” acompañó, a modo de
prólogo, la reedición de El Pentágono, de Antonio Di Bene-
detto (Adriana Hidalgo, 2005). Una primera versión de “Las
hijas de Hegel y la desprogramación literaria” puede encon-
trarse en el libro Trazos neobarro/c/s/ch/os en las poéticas la-
tinoamericanas (Katatay, 2012). “Armadura de fantasma” fue
leído en las Jornadas Libertella/Lamborghini organizadas por
el Instituto de Literatura Hispanoamericana (Universidad de
Buenos Aires, 2013). Gran parte de los textos que componen

249
Tracción a sangre. Ensayos sobre lectura y escritura

la sección “Movimientos” fueron publicados en Boca de Sapo.


Revista de arte, literatura y pensamiento (Buenos Aires, Se-
gunda época).

250
Se terminó de imprimir en el mes de Agosto de 2014
en los Talleres Gráficos Nuevo Offset
Viel 1444 - Capital Federal

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