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lecturas de proyectos | 2021 .

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INVESTIGAR, LEER, CLASIFICAR | tres modos de ver una biblioteca


VALLEJO, AUSTER, PEREC

Aula Taller b | proyectos cinco | departamento de proyectos arquitectónicos | ETS Arquitectura | Universidad de Sevilla
edición | z. de jorge, f. montero, l. alarcón , j. giles | octubre 2021
El papel y la tinta crean aromas adictivos, olores característicos que nos atraen, sea de un libro nuevo o de un libro polvoriento de una estantería olvidada. Hojear un libro es un acto reflejo una vez
que cae en las manos: ver la letra y su tamaño, la calidad del papel, encontrar alguna palabra sugerente en el índice, las imágenes que pudiera tener, en definitiva, percibir cuál puede ser su contenido,
valorar sus características y estimar el tiempo que requeriría su lectura.
La lectura es un acto de voluntad y leer un libro en concreto una cadena de casualidades. ¿Por qué dedicar el tiempo a ese libro y no a otro? La mayoría de las veces nos acercamos a una lectura
por una recomendación, pero también seguimos la pista a un autor o se produce un magnetismo inevitable por un título o encontramos una belleza especial en una edición. Y además de rellenar el
espacio libre que hay en nuestro conocimiento, cada libro pasará a formar parte de un anaquel o de una pila, dos formas de memoria.

PALABRAS CLAVE: arquitectura, espacio público, biblioteca.

[portada] Zacarías de Jorge (2020) Le Corbusier y algún otro arquitecto [fotografía] Inédita

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INVESTIGAR, LEER, CLASIFICAR |tres modos de ver una biblioteca

Vallejo, Auster, Perec


Fragmento I
VALLEJO, Irene (2019) El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo
antiguo. Madrid, Siruela. (pp. 58-64)

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Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, mo-
vimientos, modulaciones de luz. Para imaginar cómo leían nuestros antepasados
necesitamos conocer, en cada época, esa red de circunstancias que rodean el ínti-
mo ceremonial de entrar en un libro.
El manejo de un rollo no se parece al de un libro de páginas. Al abrir un rollo,
los ojos encontraban una hilera de columnas de texto, una detrás de otra, de iz-
quierda a derecha, en la cara interior del papiro. A medida que avanzaba, el lector
iba desenroscándolo con la mano derecha para acceder al texto nuevo, mientras
con la mano izquierda enrollaba las columnas ya leídas. Un movimiento pausa-
do, rítmico, interiorizado; un baile lento. Al terminar de leerse, el libro quedaba
enrollado al revés, desde el final hacia el principio, y la cortesía exigía rebobinado
–como las cintas casetes– para el próximo lector. La cerámica, las esculturas y los
relieves representan a hombres y mujeres, atrapados por la lectura, reproduciendo
esos gestos. Están de pie, o sentados con el libro en el regazo. Tienen ocupadas las
dos manos; no pueden desplegar el rollo con solo una. Sus posturas, actitudes y
gestos son distintos de los nuestros y al mismo tiempo los recuerdan: la espalda se

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comba ligeramente, el cuerpo se agazapa sobre las palabras, el lector se ausenta de Algunos expertos suponen que Estrabón no menciona la Biblioteca, donde sin
su mundo por un momento y emprende un viaje, transportado por el movimiento duda trabajó, porque no era un edificio independiente. Quizá era un conjunto de
lateral de sus pupilas. nichos abiertos en los muros de la gran galería del Museo. Allí, apilados en baldas,
La Biblioteca de Alejandría acogió a muchos de aquellos viajeros inmóvi- se encontrarían los rollos, al alcance de los investigadores. En habitaciones anexas
les, pero no sabemos con certeza qué marco y qué lugares ofrecía para la lectu- se almacenarían documentos y libros de uso menos frecuente, los más valiosos y
ra. Apenas hay descripciones, y las que tenemos son extrañamente vagas. Solo raros.
podemos conjeturar lo que ocultan esos silencios. La información más decisiva Es la hipótesis más verosímil sobre las bibliotecas griegas, que no eran salas,
procede de un autor nacido en la actual Turquía, Estrabón, que llegó a Alejandría sino estantes. Carecían de instalaciones para los lectores, que debían trabajar en
desde Roma en el año 24 a. C. para trabajar en un gran tratado geográfico con el un pórtico contiguo, soleado y protegido de las inclemencias, muy semejante al
que quería complementar sus investigaciones sobre historia. En la crónica de su claustro de un monasterio. Si todo sucedía como imaginamos, aquellos lectores
paso por la ciudad –donde conoció el Faro, el gran dique, el puerto, las calles en del Museo de Alejandría escogerían un libro y buscarían un asiento en la exedra.
damero, los barrios, el lago Mareotis y los canales del Nilo–, dice que el Museo O se retirarían a sus alojamientos para recostarse. O leerían paseando lentamente
forma parte del enorme palacio real. Con el paso de los siglos, el palacio se había entre las columnas y ante la mirada ciega de las estatuas. Y así transitarían por los
ido ampliando, ya que cada rey le había añadido nuevas dependencias y edificios, caminos de la invención y las rutas de la memoria.
hasta que el conjunto llegó a ocupar, según Estrabón, un tercio de la ciudad. En
esa extensa fortaleza prohibida, a la que pocos tenían acceso, Estrabón contem- 19
pló un atareado microcosmos. Después de recorrerlo con mirada atenta, redactó En nuestro tiempo, en cambio, algunos de los edificios más fascinantes de la ar-
una descripción del Museo y del mausoleo de Alejandro, sin mencionar una sola quitectura contemporánea son precisamente bibliotecas, espacios abiertos a la ex-
palabra sobre la Biblioteca. perimentación y al juego con la luz. Pensemos en la admirada Staatsbibliothek de
El Museo –explica– comprende el perípato (una galería cubierta y adornada Berlín, diseñada por Hans Scharoun y Edgar Wisniewski. Allí filmó Wim Wenders
con columnas), la exedra (una zona semicircular al aire libre, con asientos) y una una escena de El cielo sobre Berlín. La cámara se desliza por la enorme sala de
sala grande, en la cual comen juntos los sabios. Viven en comunidad de bienes y lectura abierta, asciende por las escaleras y se asoma al impresionante espacio ver-
tienen un sacerdote, que es jefe del Museo, antiguamente nombrado por los sobe- tical desde las pasarelas superpuestas que flotan como los palcos de un auditorio.
ranos y ahora por Augusto. La gente hormiguea bajo la luz cenital, entre los bloques paralelos de estanterías,
Eso es todo. cargando pilas de libros pegados al vientre. O permanece sentada con variados
¿Dónde estaba la biblioteca? Tal vez la hemos buscado en vano y, aunque la gestos de concentración (la manobajo el mentón, el puño sosteniendo la mejilla,
tenemos ante los ojos, no la vemos porque no se parece a nuestras expectativas. un bolígrafo que gira entre los dedos como una hélice...).

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Sin que nadie llegue a percibirlo, entra en la biblioteca un grupo de ángeles has retirado, por decirlo así, a una habitación interior donde te hablan personas
ataviados con esa memorable estética de los años ochenta: amplios abrigos os- ausentes, es decir, fantasmas visibles solo para ti (en este caso, mi yo espectral) y
curos, jerséis de cuello alto y, en el caso de Bruno Ganz, el pelo recogido en una donde el tiempo pasa al compás de tu interés o tu aburrimiento. Has creado una
pequeña coleta. Como los humanos no pueden verlos, los ángeles se acercan con realidad paralela parecida a la ilusión cinematográfica, una realidad que depende
libertad, se sientan a su lado o les colocan una mano en el hombro. Intrigados, solo de ti. Tú puedes, en cualquier momento, apartar los ojos de estos párrafos y
se asoman a los libros que están leyendo. Acarician el lápiz de un estudiante, so- volver a participar en la acción y el movimiento del mundo exterior. Pero mientras
pesando el misterio de todas las palabras que salen de ese pequeño objeto. Junto tanto permaneces al margen, donde tú has elegido estar. Hay un aura casi mágica
a unos niños, imitan sin comprenderlo el gesto de rozar las líneas con el dedo en todo esto.
índice. Observan a su alrededor, con curiosidad y asombro, rostros ensimismados No creas que siempre ha sido así. Desde los primeros siglos de la escritura
y miradas sumergidas en las palabras. Quieren entender qué sienten los vivos en hasta la Edad Media, la norma era leer en voz alta, para uno mismo o para otros,
esos momentos y por qué los libros atrapan su atención con tal intensidad. y los escritores pronunciaban las frases a medida que las escribían escuchando así
Los ángeles poseen el don de escuchar los pensamientos de las personas. su musicalidad. Los libros no eran una canción que se cantaba con la mente, como
Aunque nadie habla, captan a su paso un murmullo constante de palabras susu- ahora, sino una melodía que saltaba a los labios y sonaba en voz alta. El lector
rradas. Son las sílabas silenciosas de la lectura. Leer construye una comunicación se convertía en el intérprete que le prestaba sus cuerdas vocales. Un texto escrito
íntima, una soledad sonora que a los ángeles les resulta sorprendente y milagrosa, se entendía como una partitura muy básica y por eso aparecían las palabras una
casi sobrenatural. Dentro de las cabezas de la gente, las frases leídas resuenan detrás de otra en una cadena continua sin separaciones ni signos de puntuación
como un canto a capela, como una plegaria. –había que pronunciarlas para entenderlas–. Solía haber testigos cuando se leía
Al igual que en esta secuencia de la película, la Biblioteca de Alejandría es- un libro. Eran frecuentes las lecturas en público, y los relatos que gustaban iban
taría poblada de rumores y bisbiseos a media voz. En la Antigüedad, cuando los de boca en boca. No hay que imaginar los pórticos de las bibliotecas antiguas en
ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del silencio, sino invadidos por las voces y los ecos de las páginas. Salvo excepciones,
texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía. Pocos los lectores antiguos no tenían la libertad de la que tú disfrutas para leer a tu gus-
imaginaban que fuera posible leer de otra manera. to las ideas o las fantasías escritas en los textos, para pararte a pensar o a soñar
Hablemos por un momento de ti, que lees estas líneas. Ahora mismo, con el despierto cuando quieras, para elegir y ocultar lo que eliges, para interrumpir o
libro abierto entre las manos, te dedicas a una actividad misteriosa e inquietante, abandonar, para crear tus propios universos. Esta libertad individual, la tuya, es
aunque la costumbre te impide asombrarte por lo que haces. Piénsalo bien. Estás una conquista del pensamiento independiente frente al pensamiento tutelado, y se
en silencio, recorriendo con la vista hileras de letras que tienen sentido para ti ha logrado paso a paso a lo largo del tiempo.
y te comunican ideas independientes del mundo que te rodea ahora mismo. Te Quizá por esa razón, los primeros en leer como tú, en silencio, en conver-

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sación muda con el escritor, llamaron poderosamente la atención. En el siglo IV, Alejandro; Ptolomeo II se interesó por la zoología; Ptolomeo III, por la literatura;
Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de y Ptolomeo IV era dramaturgo en su tiempo libre. Después, el entusiasmo fue de-
Milán, que lo anotó en sus Confesiones. Era la primera vez que alguien hacía algo cayendo poco a poco, y la espléndida Alejandría empezó a agrietarse ligeramente.
así delante de él. Es obvio que le pareció algo fuera de lo corriente. Al leer –nos De Ptolomeo X se cuenta que sufrió apuros económicos y, para pagar el salario
cuenta con extrañeza–, sus ojos transitan por las páginas y su mente entiende lo a sus soldados, ordenó sustituir el sarcófago de oro de Alejandro por un ataúd
que dicen, pero su lengua calla. Agustín se da cuenta de que ese lector no está a su más barato de alabastro o cristal de roca. Fundió el metal para acuñar moneda y
lado a pesar de su gran proximidad física, sino que se ha escapado a otro mundo salió del aprieto, pero los alejandrinos nunca le perdonaron el sacrilegio. Por ese
más libre y fluido elegido por él, está viajando sin moverse y sin revelar a nadie puñado de dracmas acabó, algún tiempo después, asesinado en el exilio.
dónde encontrarlo. Ese espectáculo le resultaba desconcertante y le fascinaba. Los buenos tiempos, sin embargo, duraron décadas, y los libros siguieron
Eres un tipo muy especial de lector y desciendes de una genealogía de inno- llegando en cascada a Alejandría. De hecho, Ptolomeo III fundó una segunda
vadores. Este diálogo silencioso entre tú y yo, libre y secreto, es una asombrosa biblioteca fuera del distrito del palacio, en el santuario del dios Serapis. La Gran
invención. Biblioteca quedó reservada a los estudiosos, mientras que la biblioteca filial se
puso a disposición de todos. Como dijo un profesor de retórica que la conoció
20 poco antes de su destrucción, los libros del Serapeo «ponían a toda la ciudad
Al morir, Ptolomeo dejó resueltas las incertidumbres profesionales para más de en condiciones de filosofar». Quizás fue la primera biblioteca pública realmente
diez generaciones de sus herederos. La dinastía que él había iniciado duraría casi abierta a ricos y pobres; élites y desfavorecidos; libres y esclavos.
trescientos años, hasta que los romanos anexionaron Egipto a su imperio. Todos La filial se alimentaba de copias de la biblioteca principal. Al Museo llegaban
los reyes de la familia -llegó a haber catorce- se llamaron Ptolomeo, y los autores miles de rollos, de todas las procedencias, que los sabios estudiaban, cotejaban y
antiguos no siempre se esfuerzan en diferenciar uno de otro (o quizá pierden la corregían, preparando a partir de ellos ejemplares definitivos y cuidadísimos. Los
cuenta). Leyendo las fuentes, se tiene el espejismo de un solo soberano vampírico duplicados de esas ediciones óptimas iban a nutrir los fondos de la biblioteca hija.
que vive durante tres siglos mientras a su alrededor el mundo helenístico –hedo- El templo de Serapis (el Serapeo) era una pequeña acrópolis, encaramada
nista, nostálgico y sojuzgado– se tambalea y cambia de manos. en un estrecho promontorio con vistas sobre la ciudad y el mar. Se llegaba a la
La época dorada de la Biblioteca y el Museo coincide con el reinado de los cumbre sin aliento después de subir una escalera monumental. Una larga galería
cuatro primeros Ptolomeos. En los oasis entre batallas y conspiraciones de corte, cubierta rodeaba el recinto, y a lo largo de ese corredor, en hornacinas o pequeñas
todos ellos disfrutaron de la compañía un tanto excéntrica de su particular colec- habitaciones abiertas al público, aguardaban los libros. La biblioteca hija, como
ción de sabios. Tenían aficiones intelectuales: Ptolomeo I quiso ser historiador probablemente la madre, no tuvo un edificio propio; era la inquilina del pórtico.
de la gran aventura que había vivido y escribió una crónica de las conquistas de Tzetzes, un escritor bizantino, afirma que la biblioteca del Serapeo llegó a

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Fragmento II
[1] AUSTER, Paul (1996) El Palacio de la Luna. Barcelona, Editorial Anagrama, SA. (pp. 24-35)
reunir cuarenta y dos mil ochocientos rollos. Nos encantaría conocer las cifras
reales de libros que albergaban las dos bibliotecas. Es una cuestión apasionante
para historiadores e investigadores. ¿Cuántos serían por aquel entonces todos los
libros del mundo? Es difícil creer a los autores antiguos, porque las cifras varían
escandalosamente de unos a otros, igual que los cálculos de las manifestaciones
en nuestra época cuando hace las cuentas el Gobierno y después contraatacan Cada una o dos semanas, el tío Victor me enviaba una postal. Generalmente eran
los organizadores. Repasemos rápidamente los números precisos del desacuerdo. tarjetas turísticas de colores chillones: imágenes de puestas de sol en las Montañas
Sobre la Gran Biblioteca, Epifanio menciona la cifra sorprendentemente exacta Rocosas, fotos publicitarias de moteles de carretera, cactus, rodeos, ranchos para
de cincuenta y cuatro mil ochocientos rollos; Aristeas, doscientos mil; Tzetzes, turistas, pueblos fantasmas, panorámicas del desierto. A veces había frases de sa-
cuatrocientos noventa mil; Aulo Gelio y Amiano Marcelino, setecientos mil. ludo impresas dentro de un lazo pintado y en una incluso hablaba una mula por
Algo sabemos con certeza: la unidad de medida de los cálculos bibliotecarios medio de un bocadillo de tebeo que aparecía sobre su cabeza: Recuerdos desde
era el rollo. Es un sistema de cómputo ambiguo -habría muchos títulos repetidos Silver Gulch. Los mensajes de la parte de atrás eran breves y crípticos garabatos,
y además la mayoría de las obras no cabían en un único rollo, de forma que abar- pero lo que yo ansiaba no eran tanto noticias como señales de vida. El verdadero
caban varios–. Por otro lado, la cantidad de rollos sería cambiante –aumentaría placer estaba en las propias postales, y cuanto más ordinarias y absurdas fueran,
con las adquisiciones, y disminuiría a causa de incendios, accidentes y pérdidas–. más feliz me hacía el recibirlas. Cada vez que encontraba una en mi buzón, me
Las bibliotecas antiguas –cuando aún no se habían desarrollado métodos de parecía que compartíamos una broma privada, y las mejores (una fotografía de
inventario y no se contaba con ayuda tecnológica– no podían saber con exactitud un restaurante vacío en Reno, una mujer gorda a caballo en Cheyenne) incluso
(y tal vez no les preocupaba demasiado) cuántos títulos distintos poseían en cada las pegué en la pared encima de mi cama. Mi compañero de cuarto entendió lo
momento. Las cifras que han llegado hasta nosotros son, creo, solo proyecciones del restaurante vacío, pero la amazona le desconcertó. Le expliqué que tenía un
de la fascinación por la Biblioteca de Alejandría. Nacida como un sueño –el deseo extraordinario parecido con la ex mujer de mi tío, Dora. Teniendo en cuenta las
de albergar todos los saberes conocidos–, terminó adquiriendo proporciones de cosas que pasan en el mundo, dije, era muy posible que la mujer fuese la mismí-
leyenda. sima Dora.

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Como Victor no se quedaba mucho tiempo en ninguna parte, me era difícil pañeros de clase, la verdad era que únicamente había encontrado una manera
contestarle. A finales de octubre le escribí una carta de nueve páginas contándole diferente de ser joven. Más que nada, el traje era una divisa de mi identidad, el
el apagón de Nueva York (me había quedado atrapado en un ascensor con dos emblema de la forma en que yo deseaba que me vieran los demás. Objetivamente
amigos), pero no la eché al correo hasta enero, cuando los Hombres de la Luna considerado, el traje no tenía nada de malo. Era un tweed oscuro, de un tono
comenzaban un contrato de tres semanas en Tahoe. Aunque no podía escribirle verdoso, a cuadritos y con solapas estrechas, una prenda sólida y bien hecha, pero
con frecuencia, conseguía mantenerme en contacto espiritual con él llevando su después de varios meses de uso constante empezó a dar una impresión azarosa;
traje. No se puede decir que los trajes estuvieran precisamente de moda entre colgaba de mi descarnada osamenta como una ocurrencia tardía, un torbellino de
los estudiantes por entonces, pero me sentía como en casa dentro de él y puesto lana deformada. Lo que mis amigos no sabían, claro está, era que lo llevaba por
que a todos los efectos prácticos no tenía otra casa, continué poniéndomelo dia- razones sentimentales. Bajo mi postura inconformista, satisfacía también el deseo
riamente desde el principio del curso hasta el final. En momentos de tensión y de tener a mi tío cerca de mí, y el corte de la prenda no tenía casi nada que ver en
tristeza, constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa el asunto. Si Victor me hubiese dado un traje morado de petimetre, sin duda lo
de mi tío, y hubo veces en que imaginé que el traje me mantenía entero, que si habría llevado con el mismo espíritu con que usaba el de tweed.
no lo llevara puesto, mi cuerpo volaría en pedazos. Cumplía la función de una Cuando en primavera se acabaron las clases, rechacé la proposición de mi
membrana protectora, una segunda piel que me escudaba de los golpes de la vida. compañero de cuarto de que compartiéramos un piso el curso siguiente. Zimmer
Recordándolo ahora, me doy cuenta de la pinta tan curiosa que debía de tener: me agradaba bastante (de hecho, era mi mejor amigo), pero después de cuatro
un muchacho flaco, despeinado, serio, claramente en desacuerdo con el resto del años de compañeros de cuarto y dormitorios escolares, no podía resistir la ten-
mundo. Pero la verdad era que yo no tenía el menor deseo de adaptarme. Si mis tación de vivir solo. Encontré el apartamento de la calle 112 Oeste y me trasladé
compañeros me colocaban la etiqueta de bicho raro, ése era su problema. Yo era allí el 15 de junio; llegué con mis maletas justo momentos antes de que dos tipos
el intelectual sublime, el futuro genio arisco y obstinado, el rebelde inconformista fornidos trajeran las setenta y seis cajas de cartón con los libros del tío Victor, que
que se mantiene apartado de la manada. Casi me ruborizo al recordar las ridículas habían estado en un almacén durante los últimos nueve meses. Era un apartamen-
poses que adoptaba en aquella época. Era una grotesca amalgama de timidez y to estudio en el quinto piso de un edificio grande con ascensor: una habitación de
arrogancia, y alternaba largos e incómodos silencios con furiosos ataques de ver- tamaño mediano con una cocinita en el lado sureste, un armario empotrado, un
borrea. Cuando me daba la vena, pasaba noches enteras en los bares, fumando y cuarto de baño y un par de ventanas que daban a un patio. Las palomas aleteaban
bebiendo como si quisiera matarme, citando versos de poetas menores del siglo y arrullaban en el alféizar y abajo había seis cubos de basura abollados. Dentro, la
XVI y oscuras frases en latín de filósofos medievales, y haciendo todo lo posible luz era escasa, teñida de gris, e incluso en los días más soleados no entraba más
por impresionar a mis amigos. Los dieciocho años es una edad terrible, y aunque que un miserable resplandor. Al principio sentí algunas punzadas, ligeros golpeci-
yo iba por ahí convencido de que en cierto modo era más maduro que mis com- tos de miedo ante la idea de vivir solo, pero luego hice un descubrimiento singular

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que me ayudó a cogerle gusto al sitio y a instalarme en él. En mi segunda o tercera sido solamente algo que se alzaba en la lejanía y no había pensado seriamente en
noche allí, por casualidad, me encontré de pie entre las dos ventanas, situado en el asunto. A consecuencia de la muerte de Victor, sin embargo, y de los miles de
un ángulo oblicuo con respecto a la de la izquierda. Moví los ojos ligeramente en dólares que me había gastado en aquellos días terribles, el presupuesto que debía
esa dirección y de repente vi una rendija de aire entre los dos edificios que había permitirme acabar mi carrera universitaria había quedado hecho añicos. A menos
detrás. Veía Broadway, una pequeñísima, diminuta, porción de Broadway, y lo que hiciera algo para reponer el dinero, no podría llegar hasta el final. Calculé que
extraordinario era que todo el pedazo que veía estaba ocupado por un letrero de si seguía gastando al ritmo que llevaba, mi capital se agotaría en el mes de noviem-
neón, una luminosa antorcha de letras rosas y azules que componían las palabras bre del último curso. Y con eso quiero decir todo: cada centavo, cada níquel hasta
PALACIO DE LA LUNA. Reconocí el letrero del restaurante chino que había en el mismísimo fondo.
la misma manzana, pero la fuerza con que me asaltaron aquellas palabras ahogó Mi primer impulso fue dejar la universidad, pero, después de darle vueltas a
cualquier referencia o asociación práctica. Eran letras mágicas que colgaban en la idea un día o dos, pensé que era mejor no hacerlo. Le había prometido a mi tío
la oscuridad como un mensaje del cielo. PALACIO DE LA LUNA. Inmediata- que me graduaría, y puesto que él ya no podía aprobar el cambio de planes, no me
mente pensé en el tío Victor y en su grupo, y en aquel primer momento irracional sentía libre de romper mi palabra. Además estaba la cuestión del servicio militar.
los temores dejaron de hacer presa en mí. Nunca había experimentado nada tan Si dejaba la universidad ahora, me revocarían la prórroga de estudiante, y no me
súbito y absoluto. Una habitación desnuda y mugrienta se había transformado atraía la idea de marchar al encuentro de una muerte temprana en las junglas de
en un lugar de espiritualidad, un punto de intersección de extraños presagios y Asia. Así que me quedaría en Nueva York y continuaría asistiendo a mis clases
sucesos misteriosos y arbitrarios. Seguí mirando el letrero del Palacio de la Luna en Columbia. Esa era la decisión juiciosa, lo que debía hacer. Después de un co-
y, poco a poco, comprendí que había venido al sitio adecuado, que este pequeño mienzo tan prometedor, no debería haberme resultado difícil seguir actuando de
apartamento era exactamente donde debía vivir. [...] una forma sensata. Había toda clase de opciones disponibles para personas en mi
situación –becas, préstamos, programas de trabajo y estudio–, pero en cuanto em-
Al final, el problema no era la pena. La pena era la primera causa, tal vez, pero pecé a pensar en ellos, reaccioné con asco. Fue una respuesta involuntaria, repen-
pronto dejó paso a otra cosa, algo más tangible, de efectos más calculables, más tina, un brusco ataque de náuseas. Comprendí que no quería tomar parte en esas
violento en el daño que producía. Toda una cadena de fuerzas se había puesto en cosas y por lo tanto las rechace todas, tercamente, despectivamente, sabiendo muy
marcha y en un momento determinado empecé a bambolearme, a volar alrededor bien que acababa de sabotear mi única esperanza de sobrevivir, a la crisis. A partir
de mí mismo en círculos cada vez más grandes, hasta que finalmente me salí de de aquel momento, de hecho, no hice nada que me ayudara, me negué a mover un
órbita. dedo. Dios sabe por qué me comporte así. Entonces me inventé incontables ra-
La verdad era que mi situación económica se estaba deteriorando. Me había zones pero en último término, probablemente todo se reducía a la desesperación.
dado cuenta de ello hacía algún tiempo, pero hasta entonces la amenaza había Estaba desesperado, y, frente a tanto cataclismo, me parecía necesaria algún tipo

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de acción drástica. Deseaba escupirle al mundo, hacer algo lo más extravagante fijado, y la cumplí hasta el final.
posible. Con todo el fervor y el idealismo de un joven que ha pensado demasiado Todas las cajas contenían una mezcolanza similar a la primera, un batiburrillo
y ha leído demasiados libros, decidí que lo mejor era no hacer nada: mi acción de malo y bueno, montones de literatura efímera esparcidos entre los clásicos,
consistiría en una negativa militante a realizar ninguna acción. Esto era nihilismo manoseados libros de bolsillo emparedados entre ejemplares de tapas duras, no-
elevado al nivel de una proposición estética. Convertiría mi vida en una obra de veluchas baratas alternando con Donne y Tolstoi. El tío Víctor nunca había orga-
arte, sacrificándome en aras de tan exquisitas paradojas que cada respiración me nizado su biblioteca de ninguna forma sistemática. Cuando compraba un libro lo
enseñaría a saborear mi propia condena. Las señales apuntaban a un eclipse total, colocaba en el estante al lado del que había comprado antes de ése, y poco a poco
y aunque buscaba a tientas otra lectura, la imagen de esa oscuridad me iba atra- las hileras se iban extendiendo, ocupando mayor espacio a medida que pasaban
yendo gradualmente, me seducía por la simplicidad de su diseño. No haría nada los años. Así era precisamente como habían entrado los libros en las cajas. La cro-
por impedir que ocurriera lo inevitable, pero tampoco correría a su encuentro. Si nología, al menos, estaba intacta, la secuencia se había preservado por omisión.
por ahora la vida podía continuar como siempre había sido, tanto mejor. Tendría Consideré que éste era un orden perfecto. Cada vez que abría una caja penetraba
paciencia, aguantaría firme. Simplemente, sabía lo que me esperaba, y tanto daba en un segmento nuevo de la vida de mi tío, un período determinado de días, se-
que sucediera hoy o mañana, porque sucedería de todas formas. Eclipse total. El manas o meses, y me consolaba pensar que estaba ocupando el mismo espacio
animal había sido sacrificado; sus entrañas, descifradas. La luna ocultaría el sol y, mental que mi tío había ocupado antes, leyendo las mismas palabras, viviendo
en ese momento, yo me desvanecería. Estaría completamente arruinado, sería un las mismas historias, quizá albergando los mismos pensamientos. Era casi como
desecho de carne y hueso sin un céntimo en el bolsillo. seguir la ruta de un explorador de tiempos lejanos, repitiendo sus pasos cuando
Fue entonces cuando empecé a leer los libros del tío Victor. Dos semanas se abría camino por las tierras vírgenes, avanzando hacia el oeste con el sol, per-
después del entierro, elegí al azar una de las cajas, corté cuidadosamente la cinta siguiendo la luz hasta que finalmente se extinguía. Dado que las cajas no estaban
adhesiva con un cuchillo y leí todo lo que había en su interior. Resultó ser una numeradas ni etiquetadas, no tenía modo de saber de antemano en qué período
extraña mezcla, embalados sin ningún orden o propósito aparente. Había nove- iba a entrar. El viaje, por tanto, estaba hecho de breves excursiones discontinuas.
las y obras de teatro, libros de historia y de viajes, manuales de ajedrez y novelas De Boston a Lenox, por ejemplo. De Minneapolis a Sioux Falls. De Kenosha a
policíacas, ciencia ficción y filosofía; un caos absoluto de letra impresa. No me Salt Lake City. No me importaba tener que ir dando saltos por el mapa. Al final,
importaba. Leí todos los libros hasta el final y me negué a juzgarlos. Por lo que a se llenarían todas las lagunas, se cubrirían todas las distancias.
mí concernía, cada libro era igual a todos los demás, cada frase se componía del Ya había leído muchos de esos libros y otros me los había leído Victor en
número adecuado de palabras y cada palabra estaba exactamente donde tenía que voz alta: Robinsón Crusoe, El doctor Jekyll y Mr. Hyde, El hombre invisible. Sin
estar. Esa fue la forma que elegí de llorar la muerte del tío Victor. Una por una, embargo, no dejé que eso se interpusiera en mi camino. Me adentré en todos con
abriría cada caja, y uno por uno, leería cada libro. Esa era la tarea que me había la misma pasión, devorando las obras conocidas tan ávidamente como las nuevas.

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Pilas de libros acabados se alzaban en los rincones de mi habitación y cuando murmullos y apartes, de gestos de ascos, chasquidos de lengua y tristes sacudidas
una de estas torres parecía estar en peligro de derrumbarse, llenaba dos bolsas de de cabeza. La actuación estaba concebida para hacerme comprender que, mi cri-
la compra con los volúmenes amenazados y me los llevaba la próxima vez que terio no tenía ningún valor, para avergonzarme y obligarme reconocer la audacia
iba a Columbia. Justo al otro lado del campus, en Broadway, estaba la Librería de haberle llevado aquellos libros. ¿Me estas diciendo que quieres dinero por esto?
Chandler, una ratonera abarrotada y polvorienta que hada un buen negocio con ¿Esperas que el basurero te pague por llevarse tu basura?
la compraventa de libros usados. Entre el verano de 1967 y el verano de 1969 Yo sabía que me estaba estafando, pero raras veces me molestaba en protes-
hice docenas de visitas a ese lugar, y poco a poco me desprendí de mi herencia. tar. ¿Qué podía hacer, después de todo? Chandler negociaba desde una posición
Esa fue la única acción que me permití: hacer uso de lo que ya poseía. Me resultó de fuerza y nada cambiaría eso, porque yo siempre necesitaba desesperadamente
desgarrador separarme de las antiguas pertenencias del tío Victor, pero al mismo vender y a él le era indiferente comprar. Tampoco servía de nada que yo fingiera
tiempo sabía que él no me lo hubiera reprochado. De alguna manera, había salda- indiferencia. Sencillamente, la venta no se habría realizado, y no vender era peor
do mi deuda con él leyendo los libros, y ahora que andaba tan escaso de fondos que ser estafado. Descubrí que generalmente sacaba más cuando llevaba pequeñas
parecía lógico que diera el paso siguiente y los convirtiera en dinero contante. cantidades de libros, no más de doce o quince cada vez. Entonces, el precio medio
El problema era que no sacaba lo suficiente. Chandler era duro regateando y por volumen subía muy ligeramente. Pero cuanto menor fuera la compraventa,
su concepto de los libros era tan diferente del mío que apenas sabía qué decirle. mayor sería la frecuencia con que tendría que volver, y yo sabía que debía reducir
Para mí, los libros no eran tanto el soporte de las palabras como las palabras mis- mis visitas al mínimo, porque cuanto más tratara con Chandler, más se debilitaría
mas y el valor de un libro estaba determinado por su calidad espiritual más que mi posición. Por lo tanto, hiciera lo que hiciera, Chandler salía ganando. A medida
por su estado físico. Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que que pasaban los meses el viejo dejó de hacer ningún esfuerzo por hablarme. Nun-
un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno ca me saludaba, nunca sonreía, nunca me daba la mano. Su actitud era tan imper-
de Pascal. Esas eran diferencias esenciales, para mí, pero para Chandler no exis- sonal que a veces llegué a preguntarme si me recordaba de una vez para otra. En
tían. Para él un libro no era más que un objeto, una cosa que pertenecía al mundo lo que a Chandler concernía, yo podría haber sido un nuevo cliente cada vez que
de las cosas y, como tal, no era radicalmente distinto de una caja de zapatos, una entraba: una colección de desconocidos dispares, una horda fortuita.
escobilla del retrete o una cafetera. Cada vez que le traía otra parte de la biblioteca A medida que vendía los libros, mi apartamento iba experimentando muchos
del tío Victor, el viejo empezaba con su rutina. Tocaba los libros con desprecio, cambios. Era inevitable, ya que cada vez que abría una nueva caja, simultánea-
examinaba los lomos, buscaba marcas y manchas, dando siempre la impresión de mente destruía un mueble. Mi cama quedó desmantelada, mis sillas se fueron
alguien que está manejando un montón de basura. Esas eran las reglas del juego. encogiendo hasta que desaparecieron, mi mesa de trabajo se atrofió hasta dejar
Degradando los libros, Chandler podía ofrecer precios ínfimos. Después de trein- un espacio vacío. Mi vida se había convertido en un cero creciente, algo que po-
ta años de práctica, tenía perfectamente aprendido el numerito: un repertorio de día incluso ver: un vacío palpable, floreciente. Cada incursión en el pasado de mi

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tío producía un resultado físico, un efecto en el mundo real. Las consecuencias
estaban siempre ante mis ojos y no había forma de escapar de ellas. Quedaban
tantas cajas, tantas habían desaparecido. Me bastaba con mirar mi habitación para
saber lo que estaba sucediendo. La habitación era una máquina que medía mi si- Fragmento III
tuación: cuánto quedaba de mí, cuánto se había ido. Yo era a la vez el perpetrador GEORGES, Perec (2001) PENSAR / CLASIFICAR. Barcelona, Editorial Gedisa SA. (pp.
y el testigo, el autor y el público de un teatro en el que había una sola persona. 26-34)
Podía seguir el proceso de mi propio descuartizamiento. Pedazo a pedazo, me veía
desaparecer.

V
Notas breves sobre el arte y el modo de ordenar libros
Toda biblioteca1 responde a una doble necesidad, que a menudo es también una
doble manía: la de conservar ciertas cosas (libros) y la de ordenarlos según ciertos
modos.
Un amigo mío concibió un día el proyecto de limitar su biblioteca a 361
obras. La idea era la siguiente: tras alcanzar, a partir de cierta cantidad n de obras,
por adición o sustracción, el número K = 361, que presuntamente correspondería
a una biblioteca, si no ideal, al menos suficiente, obligarse a no adquirir de modo
duradero una nueva obra X, sino tras haber eliminado (por donación, elimina-
ción, venta o cualquier otro medio apropiado) una antigua obra Z, de modo que
el número total de obras K permanezca constante e igual a 361:
K+ X> 361 >K- Z
La evolución de este seductor proyecto tropezó con obstáculos previsibles

1 Denomino biblioteca a un conjunto de libros reunido por un lector no profesional para su placer
y uso cotidianos. Ello excluye las colecciones de bibliófilos y las encuadernaciones por metro, pero también la
mayoría de las bibliotecas especializadas (las universitarias por ejemplo) cuyos problemas particulares se pare-
[2] cen a los de las bibliotecas públicas.

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para los cuales se hallaron las soluciones del caso: ante todo se consideró que un Los 12.000 volúmenes del capitán Nemo, uniformemente encuadernados,
volumen -digamos de La Pléiade- valía por un (1) libro aunque contuviera tres (3) están clasificados de una vez por todas y con mayor facilidad aun, puesto que esta
novelas (o compilaciones de poemas, ensayos, etcétera); de ello se dedujo que tres clasificación, se nos aclara, no tiene en cuenta el idioma (precisión que no con-
(3) o cuatro (4) o n (n) novelas del mismo autor valían (implícitamente) por un cierne en absoluto al arte de ordenar una biblioteca sino que sólo quiere enfatizar
(1) volumen de dicho autor, como fragmentos aún no compilados pero inelucta- que el capitán Nemo habla por igual todas las lenguas). Pero para nosotros, que
blemente compilables de sus Obras completas. A partir de ello se consideró que continuamos relacionados con una humanidad que se obstina en pensar, escribir,
tal novela recientemente adquirida de tal novelista de lengua inglesa de la segunda y sobre todo en publicar, el problema del crecimiento de nuestras bibliotecas
mitad del siglo XIX no se computaría, lógicamente, como una nueva obra X sino tiende a convertirse en el único problema real: pues es evidente que hoy no es
como una obra Z perteneciente a una serie en vías de constitución: el conjunto demasiado difícil conservar diez o veinte libros, incluso cien, pero cuando comen-
T de todas las novelas escritas por dicho novelista (¡y vaya si las hay!). Ello no al- zamos a tener 361, o mil, o tres mil, y sobre todo cuando el número empieza a
teraba en nada el proyecto inicial: simplemente, en vez de hablar de 361 obras, se aumentar casi todos los días, se presenta el problema de ordenar estos libros en
decidió que la biblioteca suficiente se debía componer idealmente de 361 autores, alguna parte, y también de tenerlos a mano porque, por una u otra razón, un día
ya hubieran escrito un pequeño opúsculo o páginas como para llenar un camión. deseamos o necesitamos leerlos al fin, e incluso releerlos.
Esta modificación resultó ser eficaz durante varios años: pero pronto se reveló Así, el problema de las bibliotecas sería un problema doble: primero un pro-
que ciertas obras –por ejemplo, las novelas de caballería– no tenían autor o tenían blema de espacio, y después un problema de orden.
varios, y que ciertos autores –por ejemplo, los dadaístas– no se podían aislar unos
de otros sin perder automáticamente del ochenta al ochenta y seis por ciento de 1. Del espacio
aquello que les confería interés: se llegó así a la idea de una biblioteca limitada a
361 temas –el término es vago pero los grupos que abarca también lo son, en 1.1. Generalidades
ocasiones– y este límite ha funcionado rigurosamente hasta hoy. Los libros no están dispersos sino reunidos. Así como ponemos todos los
Por ende, uno de los principales problemas que encuentra el hombre que frascos con confituras en un armario para confituras, ponemos todos los libros
conserva los libros que leyó o se promete leer un día es el crecimiento de su bi- en el mismo lugar, o en diversos mismos lugares. Podríamos, en nuestro afán de
blioteca. No todos tienen la oportunidad de ser el capitán Nemo: conservarlos, apilar libros en baúles, guardarlos en la bodega, el granero o el fon-
“ ... el mundo terminó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió do del placard, pero en general preferimos que sean visibles.
por primera vez bajo las aguas. Ese día compré mis últimos volúmenes, En la práctica, los libros suelen estar ordenados unos junto a otros, a lo largo
mis últimos folletos, mis últimos diarios, y desde entonces quiero creer de una pared o un tabique, sobre soportes rectilíneos, paralelos entre sí, ni dema-
que la humanidad no ha pensado ni escrito nada más”. siado profundos ni demasiado espaciados. Los libros se ordenan –generalmente–

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en el sentido de la altura y de manera tal que el título impreso en el lomo de la obra trate de un lugar favorito de lectura. La humedad ambiente es unánimemente
sea visible (a veces, como en los escaparates de las librerías, se muestra la cubierta considerada como la primera enemiga de la conservación de los textos impresos.
de los libros, pero lo chocante, inusitado, lo prohibido, lo que casi siempre se con- A lo sumo podemos encontrar en un cuarto de baño un botiquín, y en el botiquín
sidera chocante, es un libro del que no se vea más que el canto). una pequeña obra titulada ¿Qué hacer antes que llegue el médico?
En el mobiliario contemporáneo, la biblioteca es un rincón: el “rincón-bi-
blioteca’’. Es a menudo un módulo perteneciente a un conjunto de “sala de estar”, 1.3. Sitios donde se pueden poner libros
del cual también forman parte: En la repisa de las chimeneas o los radiadores (tengamos en cuenta, empero,
El bar con tapa que el calor puede resultar nocivo con el tiempo),
el escritorio con tapa entre dos ventanas,
el platero de dos puertas en el vano de una puerta clausurada,
el mueble del estéreo en los escalones de un escabel de biblioteca, volviéndolo imposible de escalar
el mueble del televisor (muy elegante, cf. Renan),
el mueble del proyector de diapositivas bajo una ventana,
la vitrina en un mueble dispuesto en abanico que divida el cuarto en dos partes (muy
etcétera elegante, causa mejor efecto aun con algunas plantas verdes).
y que se expone en los catálogos adornados con encuadernaciones falsas.
En la práctica, sin embargo, los libros se pueden agrupar casi en cualquier 1.4. Cosas que no son libros y que se encuentran a menudo en las bi-
parte. bliotecas
Fotografías en marcos de estaño dorado, pequeños grabados, dibujos a la
1.2. Cuartos donde se pueden guardar libros pluma, flores secas en copas, piróforos provistos o no con cerillas químicas (pe-
en el vestíbulo ligrosas), soldados de plomo, una fotografía de Ernest Renan en su gabinete de
en la sala de estar trabajo del Collège de France, postales, ojos de muñeca, cajas, raciones de sal,
en el o los dormitorios pimienta y mostaza de la compañía de aeronavegación Lufthansa, pisapapeles, te-
en las letrinas jidos, canicas, limpiadores de pipas, modelos reducidos de automóviles antiguos,
En la cocina solemos guardar un solo género de obras, las que justamente guijarros y piedras multicolores, exvotos, resortes.
denominamos “libros de cocina”.
Es rarísimo encontrar libros en un cuarto de baño, aunque para muchos se

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2. Del orden clasificación por idiomas
Una biblioteca que no se ordena se desordena: es el ejemplo que me dieron clasificación por prioridad de lectura
para explicarme qué era la entropía y varias veces lo he verificado experimental- clasificación por serie
mente. Ninguna de estas clasificaciones es satisfactoria en sí misma. En la práctica,
El desorden de una biblioteca no es grave en sí mismo; está en la categoría toda biblioteca se ordena a partir de una combinación de estos modos de clasifi-
del “¿en qué cajón habré puesto los calcetines?”. Siempre creemos que sabremos cación: su equilibrio, su resistencia al cambio, su caída en desuso, su permanencia,
por instinto dónde pusimos tal o cual libro, y aunque no lo sepamos, nunca será dan a toda biblioteca una personalidad única.
difícil recorrer de prisa todos los estantes. Conviene ante todo distinguir entre clasificaciones estables y clasificaciones
A esta apología del desorden simpático se opone la mezquina tentación de la provisorias; las clasificaciones estables son las que en principio continuaremos
burocracia individual: cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa y viceversa; respetando; las clasificaciones provisorias no suelen durar más de varios días:
entre estas dos tensiones, una que privilegia la espontaneidad, la sencillez anarqui- el tiempo en que el libro encuentra, o reencuentra, su sitio definitivo. Se puede
zante, y otra que exalta las virtudes de la tábula rasa, la frialdad eficaz del gran or- tratar de una obra recientemente adquirida o todavía no leída, o bien de una obra
denamiento, siempre se termina por tratar de ordenar los libros; es una operación recientemente leída que no sabemos muy bien dónde poner y que alguna vez nos
desafiante, deprimente, pero capaz de procurar sorpresas agradables, como la de prometimos clasificar en ocasión de un próximo “gran ordenamiento”, o incluso
encontrar un libro que habíamos olvidado a fuerza de no verlo más y que, dejando de una obra cuya lectura hemos interrumpido y que no queremos clasificar antes
para mañana lo que no haremos hoy, devoramos al fin de bruces en la cama. de haberla retomado y concluido, o bien de un libro del cual nos hemos valido
constantemente durante un período determinado, o bien de un libro que hemos
2.1. Modos de ordenar los libros sacado para buscar un dato o referencia y que aún no hemos regresado a su lugar,
clasificación alfabética o bien de un libro que no querríamos poner en el lugar donde iría porque no nos
clasificación por continentes o países pertenece y varias veces nos hemos prometido devolverlo, etcétera.
clasificación por colores En lo que a mí concierne, casi las tres cuartas partes de mis libros jamás
clasificación por encuadernación estuvieron realmente clasificados. Los que no están ordenados de un modo de-
clasificación por fecha de adquisición finitivamente provisorio lo están de un modo provisoriamente definitivo, como
clasificación por fecha de publicación en el OuLiPo. Entretanto, los traslado de un cuarto al otro, de un anaquel al otro,
clasificación por formato de una pila a la otra, y a veces paso tres horas buscando un libro, sin encontrarlo
clasificación por géneros pero con la ocasional satisfacción de descubrir otros seis o siete que resultan
clasificación por grandes períodos literarios igualmente útiles.

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2.2. Libros muy fáciles de ordenar orden único que nos permitiría alcanzar de golpe el saber; en nombre de lo ina-
Los grandes volúmenes de Jules Verne de encuadernación roja (trátese de ge- sible, queremos pensar que el orden y el desorden son dos palabras que designan
nuinos Hetzel o de reediciones Hachette), los libros muy grandes, los muy peque- por igual el azar.
ños, las guías Baedeker, los libros raros o tenidos por tales, los libros encuaderna- También es posible que ambas sean señuelos, engañifas destinadas a disimu-
dos, los volúmenes de La Pléiade, los Présence du Futur, las novelas publicadas lar el desgaste de los libros y de los sistemas.
por Éditions de Minuit, las colecciones (Chakge, Textes, Les lettres nouvelles, Le Entre los dos, en todo caso, no está mal que nuestras bibliotecas también
chemin, etcétera), las revistas, cuando tenemos al menos tres números, etcétera. sirvan de cuando en cuando como ayudamemoria, como descanso para gatos y
como desván para trastos.
2.3 Libros no muy difíciles de ordenar
Los libros sobre cine, trátese de ensayos sobre directores, de álbumes sobre
las estrellas o con escenas de filmes; las novelas sudamericanas, la etnología, el
psicoanálisis, los libros de cocina (ver más arriba), los anuarios (junto al teléfono),
los románticos alemanes, los libros de la colección “Que sais-je?” (aunque no sa-
bemos si ponerlos juntos o incluirlos dentro de la disciplina que tratan, etcétera).

2.4. Libros casi imposibles de ordenar


Los otros; por ejemplo, las revistas de las que solo poseemos un número, o
bien La campaña de 1812 en Rusia de Clausewitz, traducido del alemán por M.
Bégouën, capitán en jefe del 31 o de Dragones, diplomado de Estado mayor, con
un mapa, París, Librairie Militaire R. Chapelot et Cie., 1900, e incluso el fascículo
6 del volumen 91 (noviembre, 1976) de las Publications of the Modern Language
Association of America (PMLA) que presenta el programa de las 666 reuniones
de trabajo del congreso anual de dicha asociación.

2.5. Como los borgianos bibliotecarios de Babel, que buscan el libro que les [1] Pila
[2] Anaquel
dará la clave de todos los demás, oscilamos entre la ilusión de lo alcanzado y el [3] Estante
vértigo de lo inasible. En nombre de lo alcanzado, queremos creer que existe un Fotografías: de Jorge Crespo, Z. (2020) Inéditas. [3]

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