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El nacimiento del que habría de ser con los años Luis XIV, un 5 de septiembre
de 1638, fue presentado como un regalo de Dios, “le Dieudonné”, tras más de veinte
años de matrimonio entre sus padres Luis XIII y la princesa vallisoletana Ana de
Austria. Dos años más pequeño era su hermano Felipe, el que habríamos de conocer
como Felipe de Orleans –más conocido como “Monsieur”, título que se otorgaba
tradicionalmente en la Corte francesa al hermano que era más próximo al soberano que
reinaba–. Voltaire, en su obra “El siglo de Luis XIV” y, posteriormente, Alejandro
Dumas, contribuyeron a popularizar que el “hombre de la Máscara de Hierro” era un
“secreto de Estado” o un hermano gemelo de Luis XIV. El escritor se hacía eco de todo
ello, tras haber escuchado narraciones de presos antiguos que hablaban de este
personaje, que podría haber fallecido en 1703 y que habría sido enterrado en el
cementerio parisino de San Pablo. Dumas desarrolló el asunto en su novela “El
vizconde de Bragelonne”. La imaginación popular también hablaba de un hijo de la
reina Ana de Austria y del cardenal Mazarino e incluso del rey Carlos I de Inglaterra.
Paul Sonnino, profesor de historia en la Universidad de California, en su obra The
Search for the Man in the Iron Mask ha dado pasos hacia esta identificación. Los
historiadores hace tiempo que habían descartado aquella hipótesis y se habían centrado
en la persona de Eustache Dauger, ayudante de cámara del tesorero del cardenal
Mazarino y retenido durante treinta años bajo unas estrictas medidas de seguridad.
Dauger no actuó con discreción con respecto a las relaciones entre aquel que había sido
primer ministro de Francia durante la niñez y la juventud de Luis XIV y los monarcas
ingleses. Arrestado en 1669-1670, estuvo encerrado en distintas celdas de la Bastilla y
Pinerolo. Su identidad se vio ocultada tras una máscara, no de hierro sino de terciopelo.
Tras la temprana muerte de su progenitor, el delfín Luis habría de convertirse en
el monarca, en uno de los reinados más prolongados de la historia de Francia, por
espacio de setenta y dos años contando con su minoría de edad, que comenzó cuando su
padre falleció en 1643. En ese momento, toda Europa estaba en guerra, en lo que
conocemos precisamente como la “de los Treinta Años” hasta 1648. Ésta concluyó con
la firma de los tratados de Westfalia, que se van a convertir en una reorganización del
mapa político del continente. Westfalia y todos los enfrentamientos anteriores, no
solamente supusieron la existencia de dos bandos en torno y en contra de la casa de
Austria, la coalición que se manifestaba enemiga de los hasta entonces Habsburgo
hegemónicos que reinaban en Madrid, en Viena y que eran, además, emperadores del
Sacro Imperio Romano Germánico. También se producía la ruptura definitiva de la
cristiandad, dando carta de naturaleza no solo a católicos y luteranos sino también a
calvinistas, nacidos desde una segunda generación de reformadores y muy bien
acogidos en Francia.
Esta última, la corona de Francia, el “Rey cristianísimo” como se le conocía,
había perdido en el mismo año, el mencionado de 1643, y en vísperas de una importante
victoria frente a la casa de Austria en Rocroi, a Luis XIII —el 14 de mayo de 1643— y
antes a su valido el cardenal Richelieau —el 4 de diciembre de 1642—. Así, pues, el
delfín era un niño de cinco años cuando se sentó en el trono. El heredero, como sucedía
con los niños entonces, habría de sobrevivir a numerosas barreras hasta alcanzar la edad
adulta. La grandeza del monarca, su vitalidad física, representaba a la propia de la
corona. Se producía una identificación entre la “grandeur” de Francia y la “gloire” del
Rey. Por eso, Luis XIV hizo alarde de unas magníficas cualidades físicas, que
favorecieron la superación de enfermedades entonces tan peligrosas como era la viruela.
Se mostraba en público siempre enérgico, a pesar de que sufría de algunos males
realmente molestos para el desarrollo de su cotidianidad. Fue el caso de aquella molesta
fístula, gracias a la cual en 1686, el monarca ni podía sentarse, ni montar a caballo, ni
caminar, sin que todo ello le produjese unos terribles dolores, que trató de disimular con
su sentido de la majestad.
Gracias al cardenal Mazarino, este niño recibió una temprana formación política.
Se sentó en algunos consejos cuando ya había cumplido los doce años. De su madre, la
mencionada vallisoletana Ana de Austria aprendió el sentido de la majestad, tan
identificada con la casa de Austria o de los Habsburgo, la llamada “etiqueta española”
—procedente de manera más remota de la “etiqueta borgoñona”—, con la que esta
princesa y futura reina de Francia había vivido en Valladolid, en Castilla, y
especialmente en la corte madrileña hasta su salida temprana hacia Francia. Eso sí,
como escribía Voltaire después, la reina Ana, “regente absoluta, hizo al cardenal
Mazarino dueño de Francia y de sí misma. Ejercía sobre ella el imperio que un hombre
hábil debía tener sobre una mujer nacida con suficiente debilidad para ser dominada”.
Los diferentes autores que han estudiado la personalidad de Luis XIV no coinciden de
manera unánime acerca de sus dotes desde una inteligencia especial, disponiendo de una
personalidad más práctica, frente a una preparación académica.
El gobierno personal de Luis XIV comenzó en 1661. Era la Francia que se
habría de convertir en la potencia hegemónica del continente, a pesar de que el
mencionado sistema de Westfalia estaba llamado a mantener el equilibrio en Europa.
Con todo, sustituía a la que había sido hasta 1659 la todopoderosa Monarquía de
España, en el año en que se había puesto fin a la guerra que habían mantenido Francia y
España desde 1635 y que se había llegado a mezclar con la anterior de los Treinta Años.
Este enfrentamiento entre ambas potencias había concluido en la Paz de los Pirineos
(1659), ratificada en lo decidido a través de una nueva alianza matrimonial. Era la
entrega por parte de Felipe IV a su joven “sobrino” el Rey de Francia, de su hija, la
velazqueña María Teresa de Austria o de Habsburgo, hija a su vez de su primera esposa,
la francesa Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII y, por tanto, también nieta de
Enrique IV de Francia como lo era su esposo, ambos dos primos hermanos. María
Teresa no demostró, hasta su muerte en 1683, ninguna ambición política y permaneció
siempre a la sombra de su marido. Precisamente, de la existencia de aquel matrimonio,
habrían de venir los borbones a reinar a España en 1700.
Los años de la infancia y juventud del que habría de ser Luis XIV fueron muy
tumultuosos para la corona. El Rey, en esos años, estaba bajo el control del mencionado
cardenal Mazarino en una Francia transformada en una guerra civil. Es lo que
conocemos como “la Fronda”, caracterizada por un desorden que influyó notablemente
en la personalidad del propio Luis XIV. El monarca mostró gran interés en evitar, con
sus futuras acciones políticas, la desintegración territorial y social de Francia y
garantizar su seguridad interna y externa: él que buscó después alcanzar las fronteras
naturales de Francia en el Rhin.
Luis XIV ha sido contemplado como la imagen más perfecta y asociada del
absolutismo, concepto político que la historiografía ha podido revisar
convenientemente. Sus raíces se han buscado en la organización estamental del Estado,
donde encontramos privilegiados y no privilegiados, misiones y funciones para cada
uno de estos estamentos. Desde esta sociedad estamental y con ese horizonte que
pretendió evitar toda desintegración territorial y social, era menester desarrollar una
infraestructura estatal que facilitase estos objetivos en camino hacia la monarquía
absoluta. La centralización de un estado conducía a la eliminación de toda
autoridad autónoma e intermedia, con una reforma del ejército, una
administración modernizada, con un aparato fiscal que favoreciese el cobro de los
impuestos y desde el desarrollo de una monarquía personal que inició Luis XIV con
la muerte de Mazarino, cuando decidió gobernar sin un primer ministro: “si habéis de
creerme —indicaba el Rey en las Memorias que dirigió a su hijo, el Gran Delfín Luis de
Borbón—, y todos vuestros sucesores después de vos, el nombre será abolido para
siempre en Francia, pues no hay nada más indigno que ver a un lado todas las funciones,
y a otro sólo el título de rey. Para esto no era necesario compartir mi confianza y la
ejecución de mis órdenes, sin darla por entero a uno solo”.
En realidad, el aparato institucional se encontraba lo suficientemente fortalecido
tras las medidas que habían desarrollado tanto Richelieu como Mazarino:
“Solo he de advertiros a ese respecto que por el trabajo se reina, para él se reina,
y que las condiciones de la realeza que pudieran pareceros rudas y enfadosas en
tan gran medida, os parecerían fáciles y cómodas si trataseis de alcanzarlas […]
nada habrá de seros más trabajoso que una gran ociosidad, si tuvieseis la
desgracia de caer en ella, asqueado primero de los asuntos públicos, después de
ella en sí, y buscando inútilmente por todas partes lo que no se puede encontrar,
esto es, el deleite en el descanso y en la comodidad, sin que hayan sido
precedidos por alguna fatiga o alguna ocupación. Me impuse como obligación
trabajar regularmente dos veces al día y por espacio de dos o tres horas en cada
una con diversas personas, sin contar las horas en que había de trabajar solo, ni
el tiempo que pudiera emplear en los asuntos extraordinarios, si alguno se
presentaba, no habiendo momento alguno en que estuviese prohibido hablarme,
por poca importancia que tuvieran los asuntos, con excepción de los
embajadores extranjeros, que, a veces, encuentran en la facilidad que se les
permite, coyunturas demasiado favorables, ya para obtener, ya para descubrir, a
los cuales nunca se debe oír sin estar debidamente preparado. Nunca os alabaré
bastante el fruto que recogí en cuanto hube adoptado tal resolución […] Un rey,
por muy hábiles e inteligentes que sean sus ministros, no se entrega por sí mismo
a la labor, sin que se note […] es tener los ojos abiertos sobre toda la tierra, saber
a todas horas noticias de todas las provincias y de todas las naciones, el secreto
de todas las Cortes; el genio y la debilidad de todos los príncipes y de todos los
ministros extranjeros; estar informado de infinito número de cosas, de las cuales
no se imagina ignorantes; penetrar en nuestros súbditos hasta aquello que más
cuidadosamente nos ocultan; descubrir los designios más alejados de nuestros
cortesanos, sus intereses más recónditos, que llegan a nosotros por los intereses
contrarios. Y no sé, en fin, qué placer pudiéramos ceder por este, aunque solo
nos lo produjese la curiosidad” (Memorias).
Los príncipes europeos tenían claro que había llegado la hora de poner fin a
la política expansiva, agresiva e imperial del Rey Sol. Y este giro antifrancés se
produjo en la segunda mitad de los años ochenta. El emperador Leopoldo I triunfó
frente al cerco, el segundo, que los otomanos habían plantado a Viena. A partir de ahí,
el emperador tenía las manos libres para poder combatir a Luis XIV. En segundo lugar,
era la acción de intolerancia del monarca francés, el rey cristianísimo, contra los
hugonotes o protestantes franceses con la reacción de los países protestantes
encabezada por las Provincias Unidas, donde fueron acogidos muchos de los
doscientos mil expulsados; lo que provocó también un alejamiento de Suecia y
Brandemburgo que se habían mostrado hasta entonces cercanos a Francia. Tercera
circunstancia fue la segunda revolución inglesa en el siglo XVII, con el final del
reinado de Jacobo II, sustituidos por su hija María (María II) y su esposo, el
estatúder Guillermo III, uno de los mayores enemigos de Luis XIV. A todo ello se
unía España y el Imperio. Se produjo la formación del bloque contra el Rey Sol, en la
llamada Liga de Augsburgo desde 1686 con el emperador, príncipes alemanes,
España y Suecia, con un segundo momento con la presencia de Brandemburgo,
otros estados alemanes, Inglaterra, Provincia Unidas y el propio Papa que estaba
enfrentado por las regalías galicanas –los derechos del rey sobre el funcionamiento
de la Iglesia francesa–, con la suma de Saboya –que había estado muy cercano a
Francia–. La causa de la guerra vino a través de dos circunstancias: la intervención de
Luis XIV en la sucesión del obispo-elector de Colonia frente al candidato pontificio;
pero sobre todo la sucesión del Palatinado en el que se enfrentaba al candidato
defendido por el emperador Leopoldo. Los siguientes pasos fueron las invasiones
francesas de las posesiones papales de Aviñón, buena parte del obispado de
Colonia y el Palatinado, provocando la indignación de numerosos príncipes
alemanes. La Guerra se la ha conocido de muchas maneras –de los Nueve Años, Liga
de Augsburgo, de la Gran Alianza o de Orange– y, sobre todo fue una guerra de
desgaste con numerosos escenarios, algunos repetidos como los Países Bajos españoles
o Cataluña, otros nuevos como Irlanda y el propio continente americano.
Y decimos Irlanda, porque parte de la política de arbitraje de Luis XIV, era
favorecer y apoyar a los legitimistas ingleses, los jacobitas. El Rey Sol apoyará los
intentos de alcanzar poder a los católicos irlandeses, que no conseguían derechos
políticos en la legislación anglicana. Los Hermanos de La Salle, fundados en Francia en
este tiempo, fueron requeridos para enseñar a los hijos de los irlandeses que
acompañaron en el exilio al monarca inglés:
4.2 Jansenismo
En ese deseo por el control de Luis XIV sobre la vida religiosa de sus súbditos,
no podía permitir la diversidad confesional pues la unidad debía ser garantía de un
Estado fuerte. De ahí, que sea un tema capital la tolerancia o no hacia las prácticas
religiosas de los hugonotes, los protestantes franceses:
“Este rey insigne [Luis XIV] después de haber exterminado el error libertino,
disfrazado con el nombre de reforma, que había hecho temblar a sus antecesores
y desolado por mucho tiempo toda Francia, quiso triunfar de ella como príncipe
cristiano; pues, como venganza de la sangre de sus súbditos, se contentó con
exigir la conversión de quienes la habían derramado o habían ayudado a su
derramamiento. Este propósito era infinitamente loable y digno de la religión de
quien la había concebido, pero no resultaba fácil”, en BLAIN (VIDA DE SAN JUAN
BAUTISTA DE LA SALLE, t. II, p. 638).
4.4 Quietismo
“El mismo pueblo (hace falta decirlo todo), que tanto os ha amado y que tanta
confianza ha puesto en vos, comienza a retiraros su amistad, su confianza y hasta
el respeto. Ni vuestras victorias, ni vuestras conquistas le alegran; está lleno de
amargura y de desesperación. La sedición prende poco a poco en todas partes. Se
quejan de que no demostráis ninguna piedad por sus males, de que no amáis sino
vuestra autoridad y vuestra gloria. Si el Rey, dicen, tuviese un corazón paternal
para sus pueblos, ¿no pondría más bien su gloria en darles pan y en dejarles
respirar después de tantas desgracias, en lugar de conservar unas plazas en la
frontera, que son la causa de la guerra? ¿Qué responder a esto Sire? Las
revueltas populares que eran desconocidas desde hace tanto tiempo, se han
convertido en frecuentes. El mismo París, tan cercano a vos, no está exento de
ellas. Los magistrados se ven obligados a tolerar la insolencia de los motines y a
hacer correr algunas monedas para apaciguarlos; de esta forma se paga a los que
se hubiese debido castigar. Habéis sido reducido al extremo vergonzoso y
deplorable de tener que dejar la sedición impune y de que crezca denido a esta
impunidad, o por el contrario, a hacer exterminar inhumanamente a los pueblos a
los que habéis arrastrado al límite de la desesperación, arrancándoles, con
vuestros impuestos para sostener la guerra, el pan que tratan de ganar con el
sudor de su frente”.
No todo era cuestión de números sino que también la grandeza de un país estaba
en relación con el cuidado que se presentaba ante las propias mercancías, en el fomento
del comercio, en la transformación de las materias primas y, por último, en la
exportación de los productos acabados. Y en todo ello aparece, de nuevo, el ministro de
Reims, Colbert con la teoría económica que conocemos como “mercantilismo”. Sin
embargo, este hombre de gobierno, era más de administración que un economista. Y fue
precisamente, el incremento de los mencionados gastos militares, los que desbarataron
el presupuesto equilibrado que se había elaborado anteriormente. Y es que la riqueza del
reino contribuía también a su grandeza. Con todo, no siempre los que estaban
implicados con la modernización aceptaron estas reformas que se proponían. Y así,
Francia continuó dependiendo de la producción agrícola —hasta un setenta por ciento
de la población dependía del campo—. Cuando las condiciones eran desfavorables para
una buena cosecha, entonces el círculo era progresivo y cerrado: malas cosechas,
hambre, debilidad en la salubridad, aumento de la mortalidad, descenso de natalidad. El
alcance de las reformas —como apunta Carmen Sanz Ayán— fue limitado aunque
aumentó el alcance de la industria francesa y la calidad de sus productos. Con la
política exterior de Luis XIV se incrementó el déficit, en Francia se produjo un
colapso financiero y solo los resultados de las reformas se pudieron contemplar
avanzado el siglo XVIII.
Pero volvamos a las partidas que contribuía a materializar esa grandeza y la del
monarca. El ejército debía favorecer un estado de guerra continuado que no era
exclusivo de esta corona. Para su mejora, se llevó a cabo su reforma con el aumento
considerable de los efectivos. Los hombres para ello fueron fundamentalmente el
mariscal-general Turenne, así como los sucesivos secretarios de Guerra, padre e hijo,
Michelle le Tellier y su hijo Louvois. Cuando estalló la guerra de Sucesión a la corona
española, el ejército estaba compuesto por cuatrocientos mil hombres, diez veces más
que cuarenta años atrás. Una partida que se comía la mitad del presupuesto anual. Más
importante que el aumento del efectivo fue el sometimiento de los jefes militares a la
autoridad de la corona, siendo el gabinete el que tomaba las decisiones. Toda esta
reforma que sostenía la política agresiva de Luis XIV, se entendía como realmente
innovadora.
Pero al presupuesto también le arañaba una importante porción el aparato que
mantenía la maquinaria de la imagen real, en un ámbito cortesano que no fue
inventado por Luis XIV pero que fue construido físicamente a través de diferentes
palacios pero muy especialmente, desde 1671, con el de Versalles, antiguo pabellón de
caza, donde se va a trasladar la Corte en 1682. Aquel iba a ser el escenario de la rutina
real y diaria, del culto hacia su persona desde que se levantaba hasta que se acostaba, a
través de representaciones teatrales, festivas y bailes a las que era tan aficionado y
donde los diferentes personajes —Marte, Apolo o Alejandro Magno— estaban llamados
a definir la grandeza de un monarca, pero sobre todo de la propia Francia. Una Corte
que atraía, en torno a Luis XIV, a la llamada nobleza de espada como a la de toga,
monarca que consiguió la “domesticación” de la misma.
Aunque nació florentino Juan Bautista Lully, se hizo llamar “Jean-Baptiste”. Como
compositor dominó la escena francesa de este tiempo. Fue en noviembre de 1669
cuando el sultán del Imperio Otomano Mehmed IV envió a Soliman Aga a la Corte
del Rey Sol. Para impresionarlo, Luis XIV se apresuró a recibirlo con todo el boato. Se
dispuso en un trono de plata, vestido con los mejores brocados y sin que faltase en el
mismo el oro y los diamantes y ubicado en el Gran Salón de Recepciones. Sin embargo,
cuando entró Soliman Aga, el monarca se percató que no era más que un emisario,
nunca un embajador, por lo que se sintió burlado. Fue entonces cuando a Lully se le
mandó componer un ballet para ridiculizar a los turcos. Y así lo hizo en una adaptación
de “El Burgués Gentilhombre” de Molière en la que se incluye unas de las
composiciones más bellas en el género de las marchas —Marche pour la Cérémonie des
Turcs—. La trama resulta de gran interés. Un próspero “gentilhombre”, monsieur
Jordain, quiere escalar puestos en la sociedad por el matrimonio de su hija —el
matrimonio como contrato, no por amor—. Sin embargo, ella quiere a Cleónte, que no
es noble, rechazado naturalmente por su padre. Ahí, el pretendiente, a través de un
criado que se hace pasar por un mensajero del Gran Soberano Turco, le invita a
presenciar su nombramiento como “Mamamouchi”, una distinción otomana que Molière
se inventa desde la farsa. La primera vez que esta comedia-ballet fue contemplada fue
por Luis XIV y su familia, en octubre de 1670 —un año después de aquella fracasada
visita del enviado—. Molière representó al señor Jourdain, el burgués gentilhombre, y
Lully estuvo en el papel del Gran Muftí, el soberano turco. Lully, en 1681, había sido
nombrado secretario del rey pero seis años más tarde, murió de gangrena, un proceso
que comenzó accidentalmente por una herida que se hizo en el pie con el bastón de
director de orquesta. Era aquella una barra de hierro, de gran peso, que servía para llevar
el compás mientras se golpeaba en el suelo. La herida se infectó y poco a poco se fue
extendiendo. Él no quería que le cortasen la pierna porque era un bailarín consumado.
AUDICIÓN:
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Pero no sólo era ceremonioso el recibimiento de un embajador. Secreto de
estado se convirtió, como empezamos adelantando antes, la fístula de Luis XIV. Fístula
anal es el término médico para denominar un túnel infectado que se desarrolla entre la
piel y la abertura muscular al final del tubo digestivo. Suelen ser el resultado de una
infección que comienza en la glándula anal, lo que causa un absceso que debe drenar, o
bien espontáneamente o bien quirúrgicamente. De todo aquello dio cuenta el médico de
la Corte, el doctor D’Aquin desde 1686. Y a pesar del obligado reposo que se vio
obligado a guardar un monarca que era una permanente fiesta barroca, su enfermedad se
mantuvo en el más absoluto de los secretos. La solución no vino a través de cuatro
enemas diarios, además de los ungüentos y lociones que se le proporcionaban, sino que
se vio necesario lo que su segunda esposa, madame de Maintenon calificó como la
“necesidad de un tijeretazo”. De esta misión se habría de encargar, con gran
compromiso, el cirujano Charles-François Félix, pues al doctor D’Aquin se le
consideraba como un hombre ambicioso de dinero.
Era una tarea realmente compleja pues hasta ahora esta dolencia no había tenido
cura, existiendo siempre el peligro de que desencadenase una infección que condujese a
la muerte al paciente, en este caso, al monarca. También, ante el consejo de los médicos
de Versalles, de una cura de aguas en Baréges, el ministro Louvois se encargó de probar
el tratamiento en otros muchos enfermos que volvieron igual que habían ido. En
realidad, el mencionado cirujano se fue preparando durante meses para el alto reto que
iba a tener entre sus manos. Se trataba de perfeccionar el instrumental y de ensayar
cirugías en otras fístulas mucho más plebeyas. Llegó el momento de la “Gran
Operación”, un 18 de noviembre de 1686, cuando Luis XIV fue acompañado de su
mencionada esposa y del padre La Chaise, su confesor. Georges Bordonove, en los
“Reyes que hicieron Francia” ofrecía una detallada descripción de episodio tan
transcendental. La frente del cirujano Félix, auxiliado por cuatro boticarios, “estaba
perlada de gotas de sudor”.
Pero he aquí, la fortaleza del monarca, porque Luis XIV pudo recibir
embajadores al día siguiente, pudiendo montar en pocas semanas a caballo. Todo ello
estuvo acompañado con celebraciones por toda Francia, hablándose desde Versalles que
1686 había sido “l’anne de la Fistule”. El cirujano que arriesgó mucho, no solamente
estaba llamado a ser requerido por otros por imitación. Se había convertido en toda una
celebridad. Ese mimetismo lo describía Michele De Decker en su estudio “Louis XIV
Le bon plaisir du roi”: “hacerse operar era más glorioso que una herida de arcabuz en tal
o cual campo de batalla”. La fístula de Luis XIV fue todo un hito para la
consideración de la cirugía porque se pensó que, para llevarla a cabo, había sido
menester aplicar conocimiento e inteligencia. Charles-François Félix pudo comprar el
señorío de Tassy, propiedad que después fue entregada, a su muerte, a la institución
académica que impulsó el posterior nacimiento de la Academia de Cirugía de Francia,
inaugurada en 1731.
6. La expansión del esplendor francés
El mapa de la geopolítica europea, definido a la francesa, y la hegemonía de
Luis XIV, estuvo acompañado por una expansión de la moda, de las artes, del
pensamiento y de la lengua francesas que invadieron los comportamientos y los
gustos por todo el continente, llegando a alcanzar la Rusia del zar Pedro I.
La lengua francesa se convirtió durante mucho tiempo, en la propia de la
expresión internacional, al menos desde el último cuarto del siglo XVII en sustitución
del castellano que, desde la Gramática de Elio Antonio de Nebrija, había sido
“compañera del Imperio”. Asimismo, se manifestó en la expresión artística, en la
estética y hasta en el estilo de la manufactura de los muebles. Precisamente, en el
Memorial que Juan Bautista De La Salle remitió al mencionado obispo Godet des
Marais, justificaba las razones para enseñar a leer utilizando el francés y no el latín, y le
indicaba:
“1. La lectura del francés es de una utilidad mucho mayor y más universal
que la lectura del latín. 2. Al ser la lengua francesa la nativa, es, sin
comparación, mucho más fácil de enseñar que la latina, a niños que entienden
aquélla, pero que no comprenden ésta. 3. En consecuencia, se necesita mucho
menos tiempo para enseñar a leer en francés que para enseñar a leer en latín 4.
La lectura del francés prepara para la lectura en latín; en cambio, la lectura en
latín, no prepara para la francesa, como enseña la experiencia […] 8. La
experiencia enseña que aquellos y aquellas que acuden a las escuelas cristianas
no perseveran mucho tiempo en su asistencia; no acuden durante el tiempo
necesario para aprender a leer bien el latín y el francés. En cuanto tienen edad
para trabajar, se los retira; y ya no pueden volver, a causa de la necesidad de
ganarse la vida […] 9. En efecto, cuando se comienza enseñando a los jóvenes a
leer el francés, al menos saben leerlo bien cuando dejan la escuela. Al saber leer
bien, pueden instruirse por sí mismos en la doctrina cristiana; pueden aprender
en los catecismos impresos; pueden santificar los domingos y fiestas con la
lectura de libros buenos y con oraciones bien compuestas en lengua francesa.
Por el contrario, si al retirarse de las escuelas cristianas y gratuitas no saben leer
más que el latín, y de forma muy imperfecta, permanecen toda su vida en la
ignorancia de los deberes del cristianismo” (DE LA SALLE, Juan Bautista,
“Memorial a favor del lectura en francés”, en Obras completas de San Juan Bautista De
La Salle (edición José María Valladolid), Madrid, Hermanos de las Escuelas Cristianas,
2001, t. I, pp. 107-108).