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TEMA 8.

LA FRANCIA DE LUIS XIV

1. Un Rey para un Estado: “Un Regalo de Dios”

El nacimiento del que habría de ser con los años Luis XIV, un 5 de septiembre
de 1638, fue presentado como un regalo de Dios, “le Dieudonné”, tras más de veinte
años de matrimonio entre sus padres Luis XIII y la princesa vallisoletana Ana de
Austria. Dos años más pequeño era su hermano Felipe, el que habríamos de conocer
como Felipe de Orleans –más conocido como “Monsieur”, título que se otorgaba
tradicionalmente en la Corte francesa al hermano que era más próximo al soberano que
reinaba–. Voltaire, en su obra “El siglo de Luis XIV” y, posteriormente, Alejandro
Dumas, contribuyeron a popularizar que el “hombre de la Máscara de Hierro” era un
“secreto de Estado” o un hermano gemelo de Luis XIV. El escritor se hacía eco de todo
ello, tras haber escuchado narraciones de presos antiguos que hablaban de este
personaje, que podría haber fallecido en 1703 y que habría sido enterrado en el
cementerio parisino de San Pablo. Dumas desarrolló el asunto en su novela “El
vizconde de Bragelonne”. La imaginación popular también hablaba de un hijo de la
reina Ana de Austria y del cardenal Mazarino e incluso del rey Carlos I de Inglaterra.
Paul Sonnino, profesor de historia en la Universidad de California, en su obra The
Search for the Man in the Iron Mask ha dado pasos hacia esta identificación. Los
historiadores hace tiempo que habían descartado aquella hipótesis y se habían centrado
en la persona de Eustache Dauger, ayudante de cámara del tesorero del cardenal
Mazarino y retenido durante treinta años bajo unas estrictas medidas de seguridad.
Dauger no actuó con discreción con respecto a las relaciones entre aquel que había sido
primer ministro de Francia durante la niñez y la juventud de Luis XIV y los monarcas
ingleses. Arrestado en 1669-1670, estuvo encerrado en distintas celdas de la Bastilla y
Pinerolo. Su identidad se vio ocultada tras una máscara, no de hierro sino de terciopelo.
Tras la temprana muerte de su progenitor, el delfín Luis habría de convertirse en
el monarca, en uno de los reinados más prolongados de la historia de Francia, por
espacio de setenta y dos años contando con su minoría de edad, que comenzó cuando su
padre falleció en 1643. En ese momento, toda Europa estaba en guerra, en lo que
conocemos precisamente como la “de los Treinta Años” hasta 1648. Ésta concluyó con
la firma de los tratados de Westfalia, que se van a convertir en una reorganización del
mapa político del continente. Westfalia y todos los enfrentamientos anteriores, no
solamente supusieron la existencia de dos bandos en torno y en contra de la casa de
Austria, la coalición que se manifestaba enemiga de los hasta entonces Habsburgo
hegemónicos que reinaban en Madrid, en Viena y que eran, además, emperadores del
Sacro Imperio Romano Germánico. También se producía la ruptura definitiva de la
cristiandad, dando carta de naturaleza no solo a católicos y luteranos sino también a
calvinistas, nacidos desde una segunda generación de reformadores y muy bien
acogidos en Francia.
Esta última, la corona de Francia, el “Rey cristianísimo” como se le conocía,
había perdido en el mismo año, el mencionado de 1643, y en vísperas de una importante
victoria frente a la casa de Austria en Rocroi, a Luis XIII —el 14 de mayo de 1643— y
antes a su valido el cardenal Richelieau —el 4 de diciembre de 1642—. Así, pues, el
delfín era un niño de cinco años cuando se sentó en el trono. El heredero, como sucedía
con los niños entonces, habría de sobrevivir a numerosas barreras hasta alcanzar la edad
adulta. La grandeza del monarca, su vitalidad física, representaba a la propia de la
corona. Se producía una identificación entre la “grandeur” de Francia y la “gloire” del
Rey. Por eso, Luis XIV hizo alarde de unas magníficas cualidades físicas, que
favorecieron la superación de enfermedades entonces tan peligrosas como era la viruela.
Se mostraba en público siempre enérgico, a pesar de que sufría de algunos males
realmente molestos para el desarrollo de su cotidianidad. Fue el caso de aquella molesta
fístula, gracias a la cual en 1686, el monarca ni podía sentarse, ni montar a caballo, ni
caminar, sin que todo ello le produjese unos terribles dolores, que trató de disimular con
su sentido de la majestad.
Gracias al cardenal Mazarino, este niño recibió una temprana formación política.
Se sentó en algunos consejos cuando ya había cumplido los doce años. De su madre, la
mencionada vallisoletana Ana de Austria aprendió el sentido de la majestad, tan
identificada con la casa de Austria o de los Habsburgo, la llamada “etiqueta española”
—procedente de manera más remota de la “etiqueta borgoñona”—, con la que esta
princesa y futura reina de Francia había vivido en Valladolid, en Castilla, y
especialmente en la corte madrileña hasta su salida temprana hacia Francia. Eso sí,
como escribía Voltaire después, la reina Ana, “regente absoluta, hizo al cardenal
Mazarino dueño de Francia y de sí misma. Ejercía sobre ella el imperio que un hombre
hábil debía tener sobre una mujer nacida con suficiente debilidad para ser dominada”.
Los diferentes autores que han estudiado la personalidad de Luis XIV no coinciden de
manera unánime acerca de sus dotes desde una inteligencia especial, disponiendo de una
personalidad más práctica, frente a una preparación académica.
El gobierno personal de Luis XIV comenzó en 1661. Era la Francia que se
habría de convertir en la potencia hegemónica del continente, a pesar de que el
mencionado sistema de Westfalia estaba llamado a mantener el equilibrio en Europa.
Con todo, sustituía a la que había sido hasta 1659 la todopoderosa Monarquía de
España, en el año en que se había puesto fin a la guerra que habían mantenido Francia y
España desde 1635 y que se había llegado a mezclar con la anterior de los Treinta Años.
Este enfrentamiento entre ambas potencias había concluido en la Paz de los Pirineos
(1659), ratificada en lo decidido a través de una nueva alianza matrimonial. Era la
entrega por parte de Felipe IV a su joven “sobrino” el Rey de Francia, de su hija, la
velazqueña María Teresa de Austria o de Habsburgo, hija a su vez de su primera esposa,
la francesa Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII y, por tanto, también nieta de
Enrique IV de Francia como lo era su esposo, ambos dos primos hermanos. María
Teresa no demostró, hasta su muerte en 1683, ninguna ambición política y permaneció
siempre a la sombra de su marido. Precisamente, de la existencia de aquel matrimonio,
habrían de venir los borbones a reinar a España en 1700.
Los años de la infancia y juventud del que habría de ser Luis XIV fueron muy
tumultuosos para la corona. El Rey, en esos años, estaba bajo el control del mencionado
cardenal Mazarino en una Francia transformada en una guerra civil. Es lo que
conocemos como “la Fronda”, caracterizada por un desorden que influyó notablemente
en la personalidad del propio Luis XIV. El monarca mostró gran interés en evitar, con
sus futuras acciones políticas, la desintegración territorial y social de Francia y
garantizar su seguridad interna y externa: él que buscó después alcanzar las fronteras
naturales de Francia en el Rhin.

2. El absolutismo en una sociedad estamental: sus recursos políticos en


Francia

Luis XIV ha sido contemplado como la imagen más perfecta y asociada del
absolutismo, concepto político que la historiografía ha podido revisar
convenientemente. Sus raíces se han buscado en la organización estamental del Estado,
donde encontramos privilegiados y no privilegiados, misiones y funciones para cada
uno de estos estamentos. Desde esta sociedad estamental y con ese horizonte que
pretendió evitar toda desintegración territorial y social, era menester desarrollar una
infraestructura estatal que facilitase estos objetivos en camino hacia la monarquía
absoluta. La centralización de un estado conducía a la eliminación de toda
autoridad autónoma e intermedia, con una reforma del ejército, una
administración modernizada, con un aparato fiscal que favoreciese el cobro de los
impuestos y desde el desarrollo de una monarquía personal que inició Luis XIV con
la muerte de Mazarino, cuando decidió gobernar sin un primer ministro: “si habéis de
creerme —indicaba el Rey en las Memorias que dirigió a su hijo, el Gran Delfín Luis de
Borbón—, y todos vuestros sucesores después de vos, el nombre será abolido para
siempre en Francia, pues no hay nada más indigno que ver a un lado todas las funciones,
y a otro sólo el título de rey. Para esto no era necesario compartir mi confianza y la
ejecución de mis órdenes, sin darla por entero a uno solo”.
En realidad, el aparato institucional se encontraba lo suficientemente fortalecido
tras las medidas que habían desarrollado tanto Richelieu como Mazarino:

“Solo he de advertiros a ese respecto que por el trabajo se reina, para él se reina,
y que las condiciones de la realeza que pudieran pareceros rudas y enfadosas en
tan gran medida, os parecerían fáciles y cómodas si trataseis de alcanzarlas […]
nada habrá de seros más trabajoso que una gran ociosidad, si tuvieseis la
desgracia de caer en ella, asqueado primero de los asuntos públicos, después de
ella en sí, y buscando inútilmente por todas partes lo que no se puede encontrar,
esto es, el deleite en el descanso y en la comodidad, sin que hayan sido
precedidos por alguna fatiga o alguna ocupación. Me impuse como obligación
trabajar regularmente dos veces al día y por espacio de dos o tres horas en cada
una con diversas personas, sin contar las horas en que había de trabajar solo, ni
el tiempo que pudiera emplear en los asuntos extraordinarios, si alguno se
presentaba, no habiendo momento alguno en que estuviese prohibido hablarme,
por poca importancia que tuvieran los asuntos, con excepción de los
embajadores extranjeros, que, a veces, encuentran en la facilidad que se les
permite, coyunturas demasiado favorables, ya para obtener, ya para descubrir, a
los cuales nunca se debe oír sin estar debidamente preparado. Nunca os alabaré
bastante el fruto que recogí en cuanto hube adoptado tal resolución […] Un rey,
por muy hábiles e inteligentes que sean sus ministros, no se entrega por sí mismo
a la labor, sin que se note […] es tener los ojos abiertos sobre toda la tierra, saber
a todas horas noticias de todas las provincias y de todas las naciones, el secreto
de todas las Cortes; el genio y la debilidad de todos los príncipes y de todos los
ministros extranjeros; estar informado de infinito número de cosas, de las cuales
no se imagina ignorantes; penetrar en nuestros súbditos hasta aquello que más
cuidadosamente nos ocultan; descubrir los designios más alejados de nuestros
cortesanos, sus intereses más recónditos, que llegan a nosotros por los intereses
contrarios. Y no sé, en fin, qué placer pudiéramos ceder por este, aunque solo
nos lo produjese la curiosidad” (Memorias).

No tener primer ministro no era incompatible con disponer de consejeros o


ministros. Todo ello se encontraba repartido en el que se convertía en el auténtico
consejo de gobierno —conocido como Consejo Superior o Conseil d’en Haut—, el
Consejo de Despachos —con la reunión de secretarios de Estado—, el Consejo de
Hacienda o el mucho más numeroso Consejo de Estado o Conseil Privée, casi
convertido en una asamblea. El núcleo del gobierno estaba constituido por un grupo de
cuatro secretarios de Estado que se ocupaban de los Asuntos Exteriores, Marina, Guerra
y Casa Real: “ordené —continúa el Rey— a los cuatro Secretarios de Estado que no
firmaran nada sin hablarme, así como al Superintendente, y que no se hiciese nada en la
Hacienda sin que fuese registrado en un libro que debía estar constantemente a mi
disposición”.
Esos colaboradores más inmediatos de Luis XIV no procedían de la familia real,
ni siempre del alto clero o de la nobleza con título de abolengo. Más bien, fueron
ennoblecidos en el tiempo más reciente, por lo que todo se lo debían al monarca. Estos
gestos fueron contemplados por la vieja nobleza con auténtico resquemor, según
manifestó el duque de Saint-Simon en sus Memorias: “el buen hombre de la alta
nobleza quedó empeñado por un montón de gentuza”. La nobleza se muestra cortesana,
función que había culminado en el conjunto palaciego de Versalles. Los que realizaban
importantes funciones administrativas y judiciales, una nobleza funcionarial, había sido
como hemos ennoblecida y se había convertido en un recurso útil para ese absolutismo.
Uno de los más destacados colaboradores de Luis XIV en la primera mitad de su
reinado fue Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), el cual pertenecía a una familia de
notables comerciantes de la ciudad de Reims, comenzando su carrera en 1640. Había
sido, por tanto, hombre de confianza de Mazarino, prolongando sus servicios a Luis
XIV por espacio de veinte años. Y precisamente, pudo descubrir Colbert las ambiciones
de uno de los hombres más cercanos al cardenal Mazarino, Nicolas Fouquet que, hasta
entonces era el superintendente de finanzas. Muy pronto, en el mismo año 1661, Luis
XIV ordenó su detención —la de Fouquet— y destitución, con la acusación de
corrupción y malversación de caudales públicos, por lo que fue condenado a cadena
perpetua. El otro gran colaborador fue François-Michel le Tellier, marqués de
Louvois (1641-1691), que pertenecía a una familia de funcionarios del Estado —lo que
se conocía como “noblesse de robe” o de toga—, hijo de un anterior ministro y
canciller. Louvois, desde 1662, fue el jefe del departamento de Guerra. Su hermano,
Charles-Maurice Le Tellier (1642-1710) era arzobispo de Reims. Colbert y Louvois
rivalizaron entre ellos. A Luis XIV le gustaba controlar esa relación.
Las decisiones del rey y sus ministros debían ser comunicadas a las provincias y
para ello existían los intendentes, con los que habría que llegar a la provincia más
autónoma desde hacía siglos, como era la de Bretaña. Carmen Sanz Ayán ha
considerado en estos factores expuestos anteriormente los esenciales para el
fortalecimiento de la autoridad de la Monarquía en los distintos territorios: intendentes
de justicia, policía y finanzas. Además el Rey debía actuar sobre las instituciones que
existían previamente, sin llegar a su destrucción pero sí alcanzando su control.
Hablamos de los Estados Generales, los “parlements” o “cortes soberanas”, los
gobernadores de las provincias —que continuaban perteneciendo a la gran nobleza pero
que con la “Fronda” se había entendido que debían ser controlados—, los gobiernos
municipales y los estados provinciales, sin olvidar el especial interés que tenía la
relación establecida entre Luis XIV y la Iglesia. Todo ello en el contexto de una Francia
que se había convertido en el árbitro de las relaciones internacionales.
3. La política internacional de la hegemonía y el arbitraje
Jean Philippe Rameau —que sustituyó a Jean-Baptiste Lully en el panorama
musical, dramático, teatral y lírico francés — escribió en una de sus óperas ballet, que
ya conocemos, las “Indias Galantes”, sobre la proyección internacional de Francia.
Había muerto ya Luis XIV desde hacía veinte años (1735). En su argumento, cuatro
jóvenes de sendas naciones europeas —un francés, un español, un italiano y un polaco
— fueron arrastrados a la guerra por la diosa de la guerra, Bellone, hermana de Marte,
abandonando a las divinidades del amor. De esta manera, decidieron abandonar Europa,
buscar países lejanos en las Indias y desarrollar historias de amor “galante” en
territorios de Turquía, Perú, Persia y Norteamérica. En el último de los actos, en el baile
final de “Los Salvajes”, culminaba la historia de amor. Mientras que un francés,
Damón, representaba la constancia francesa; el español —don Alvar— era la
inconstancia y la india Zima, la inocencia, siendo su mano disputada por los dos. Pero a
la india no le gustaba, ni uno, ni otro, sino Adario. Después de que los conquistadores se
calmasen recíprocamente la rabia de cada uno ante el desaire sufrido, se celebró la fiesta
de las paces, con la ceremonia de la pipa de la paz.

EL INSTRUMENTO DE LA MÚSICA PARA CONOCER LA HISTORIA


Jean Philippe Rameau – Las Indias Galantes
AUDICIÓN:
https://www.youtube.com/watch?v=RKvd4tMkFHc&list=RDTDBWHs43IzE&index=3

A pesar de la mencionada idea o concepto del equilibrio, que aunque surgido en


la Italia del siglo XVI, se pretendió poner en marcha a partir de las paces de Westfalia
(1648) y de los Pirineos (1659), el medio siglo que trascurrió hasta los tratados de
Utrecht-Rastadt (1713-1714), a pesar de una Europa debilitada por las continuas
guerras, fueron los años de la política agresiva de Luis XIV. El mencionado reinado
personal estuvo parejo a un expansionismo agresivo que le llevaría a enfrentarse a la
mayoría de los soberanos europeos. Partía de una Francia que era ese estado rico y
poblado de Europa, con una gran capacidad de movilizar sus recursos y, además, con el
desarrollo de una política absolutista y centralizadora. ¿Cuáles fueron los motivos de
la política exterior de Luis XIV?
- En primer lugar se ha hablado de la necesidad de reforzar la defensa
continental de Francia, buscando esas fronteras naturales en el nordeste y el
este con la compra de Dunkerque a los ingleses y la negociación de la sucesión
del ducado de Lorena.
- Las aspiraciones a los territorios de la decadente Monarquía española
- Su deseo de gloria, una obsesión en la mentalidad absolutista y el ideal clásico
que dominaba la cultura francesa.
- Luis XIV defendió el origen divino de su poder absoluto, con todo un
programa de autoglorificación
- El poderío internacional de Francia culminaba con Luis XIV aunque había
comenzado con la política de reforzamiento real de Enrique IV, que fue
proseguida por los cardenales Richelieu y Mazarino, sin olvidar importantes
colaboradores.
- En esta acción internacional de Luis XIV se unía una buena organización
burocrática, una eficacia administrativa del aparato estatal y una reforma del
ejército: fue éste un modelo a imitar en el XVIII por Prusia y Rusia; sin olvidar
los diplomáticos y red de informadores y espías que estaban distribuidos por
todas las cortes europeas.
- Pero esta también fue una política exterior con sus éxitos y con sus fracasos;
eso sí una hegemonía internacional de Francia que resultó efímera y que no
sobrevivió a Luis XIV con su muerte en 1715.
- El éxito de la contención fue por una serie de coaliciones internacionales,
donde no faltaron los enemigos tradicionales y más afectados como España,
Holanda, Inglaterra y el Imperio, pero donde también se unieron soberanos
católicos y protestantes. Entre sus enemigos destacaron, el rey-estatúder
Guillermo III de Gran Bretaña y las Provincias Unidas; el general francés al
servicio del Emperador Eugenio de Saboya.
Tras la Paz de los Pirineos, contamos con el mencionado matrimonio de Luis
XIV con la infanta española María Teresa de Austria, lo que condujo a un mayor interés
del monarca francés sobre los territorios españoles en Europa. Una gloria de Francia que
solamente se podía fundamentar en contraposición a la decadencia de los Habsburgo.
Por eso, apoyó a los rebeldes portugueses que deseaban la independencia; se
enfrentaban a Juan José de Austria; los ejércitos de Luis XIV invadían el Franco
Condado y finalmente, en 1668, España reconocía por el Tratado de Lisboa la
independencia de Portugal. A la muerte de su suegro Felipe IV en 1665, utilizando el
uso del derecho privado de Bravante por el cual se establecía la primacía de los hijos del
primer matrimonio –su esposa María Teresa de Austria era hija del primer matrimonio
de Felipe IV con Isabel de Borbón, tía de Luis XIV– sobre los del segundo –el niño rey
Carlos II era hijo del segundo matrimonio de Felipe IV con Mariana de Austria–, le
permitía reclamar territorios de la vieja herencia borgoñona que había llegado a estar
integrada en la Monarquía de España: Franco Condado, Luxemburgo, Henao y
Cambrai. El pretexto era la “Devolución” de los mismos –por la suerte que había
corrido el territorio de Borgoña nunca conseguido por Carlos V en el siglo XVI desde la
muerte de bisabuelo Carlos el Temerario– y, así aquella Guerra se habría de conocer
como la de la “Devolución” (1667-1668). Fue un paseo militar del ejército francés de
los Países Bajos al Franco Condado. Por la diplomacia trató de conseguir la neutralidad
de los países que se podían más o menos implicar –Provincias Unidas, Suecia e
Inglaterra–. Sin embargo la agresión francesa era un ataque al equilibrio y así
Inglaterra y las Provincias Unidas –ambas potencias atlánticas–, tras haber concluido
su propia guerra y en unidad con Suecia constituyeran la Triple Alianza de La Haya.
Los coaligados condujeron al tratado de Aquisgrán (Aix la Chapelle, en 1668).
Francia restituía a España el Franco Condado pero España le otorgaba una franja
territorial de los Países Bajos con ciudades, procediéndose desde Francia a fortificar las
nuevas posesiones de Luis XIV y consolidándose la frontera.
Debemos tener en cuenta que las Provincias Unidas, como veremos repetidas
veces y en esta segunda mitad del XVII era el primer país comercial de Europa. Luis
XIV había manifestado su desprecio hacia la pequeña república de mercaderes y
su participación en la formación de la Triple Alianza. Todo ello condujo a Luis XIV
a atacar a los neerlandeses y se rompía la tradicional alianza franco-holandesa que
había existido desde los días de Enrique IV. Anteriormente, se trató de asegurar el
terreno diplomáticamente con Inglaterra y Suecia para que no pasase lo que en la guerra
anterior. Así se estableció el pacto secreto de Dover, en junio de 1670, en el cual se
acordaba una pensión anual de tres millones de libras para el soberano inglés, ante una
situación hacendística de Francia muy debilitada. Ambos países tenían que auxiliarse
en caso de una guerra con las Provincias Unidas. Era el modo de diluir la anterior
Triple Alianza de La Haya. Estableció un acuerdo con el arzobispo-elector de Colonia
para que, desde aquel territorio, se pudiese efectuar el ataque a las Provincias Unidas.
Este prelado era, además, príncipe-obispo de Lieja. Y podría intervenir Austria, pero
también Luis XIV se había acercado al emperador Leopoldo I, en el primer tratado
secreto de reparto de la Monarquía española, firmado en 1668, y un posterior
tratado de neutralidad del emperador. Fue una rápida campaña en los comienzos del
verano de 1672 cuando con el Rey a la cabeza se invadieron las Provincias Unidas
llegando hasta Utrecht. Amsterdam percibió su debilidad en la defensa lo que condujo
a una reacción violenta contra el régimen republicano que les unía. Por eso, se
entregaron en manos del estatúder de Holanda, Guillermo de Orange –que era el
representante del centralismo monárquico frente a la república federal del
patriciado urbano–, con un ataque al pensionario por una multitud de orangistas. Solo
la ruptura de los diques que defendían del mar buena parte del territorio de los Países
Bajos logró frenar la invasión, imposibilitando el avance del ejército francés por las
provincias de Utrecht y Güeldres. Lo único que consiguieron fue Maastricht.
La agresión a Holanda provocó una serie de reacciones, como la formación de
la Gran Alianza de La Haya (entre 1673 y 1674), la segunda de las coaliciones
antifrancesas del tiempo de Luis XIV: las Provincias Unidas, España, Austria, el
duque de Lorena, el elector de Brandemburgo y buen número de príncipes
alemanes, con la única excepción de Baviera y Hannover. En Inglaterra, la oposición
mostró malestar por su intervención en la guerra y Carlos II, a pesar de su dependencia
de Francia, tuvo que firmar la paz con las Provincias Unidas. El escenario pasó a ser
los Países Bajos españoles, la zona del Rin y Cataluña, sin olvidar escenarios marítimos,
el Mediterráneo, el Canal de la Mancha, las Antillas e incluso las Indias Orientales. A
partir de aquí, la lucha entre potencias europeas también iban a afectar a
escenarios extraeuropeos. En Cataluña, por ejemplo, la invasión comenzó por el
Rosellón –territorio español hasta 1659–, invadido por las tropas españolas, con un
posterior retroceso. Finalmente, se produjo la invasión de la Cataluña española,
ocupando Figueras y llegando hasta las murallas de Gerona.
Cuando se produjo la rebelión de la ciudad siciliana de Mesina en el verano
de 1674, Luis XIV decidió intervenir para apoyar a los rebeldes, para abrir un
nuevo frente a la Monarquía de España, donde contaba con una importante oposición
de descontentos. De esta manera, envió distintas expediciones que aunque destacaban
por su supremacía naval, no le permitieron extender sus conquistas a tierra. La reacción
dentro de Sicilia y Nápoles fue de mantener las posiciones, con dos grandes
batallas en el mar y sin que se produjese un claro resultado. Las mayores pérdidas
de hombres y barcos se produjeron cuando los franceses cañonearon a los aliados que se
encontraban dentro del puerto de Palermo. Pero los resultados en esta guerra no era
tangibles y el estado de las finanzas debilitaba y además provocaba importantes
revueltas. Inglaterra mantenía la neutralidad pero su opinión pública se mostraba
preocupada por la preponderancia francesa. Además fue en plena guerra cuando, en
1677, la hija del duque de York Jacobo Estuardo (el futuro Jacobo II), María Estuardo,
contraía matrimonio con el estatúder Guillermo III y meses después, en 1678, se
produce un acercamiento anglo-holandés que provocó una alianza militar contra
Luis XIV, quien aceptó las condiciones del final de la guerra. De esta manera, las paces
de Nimega (1678-1679) supusieron el triunfo de Holanda, pues ésta recuperó todo el
territorio. Los beneficios de Francia fueron a consta de España, con la pérdida de
Franco Condado y catorce plazas fronterizas de los Países Bajos, recibiendo algunas
del interior que anteriormente habían sido de Francia desde Aquisgrán. Avanzaba Luis
XIV en la frontera nororiental de Francia, incorporando lo que no tenía del Artois
(Saint-Omer por ejemplo), parte de Flandes (Ypres), el Cambresis (Cambrai) y parte de
Henao. De esa manera, se racionalizaban las fronteras con los Países Bajos
españoles; se anexionaba además el territorio de Lorena.
El periodo de mayor esplendor de esta hegemonía francesa transcurrió entre
las paces de Nimega y la tregua de Ratisbona, cuatro años entre 1680 y 1684, en los
cuales Luis XIV era denominado “el Grande”. En aquellos momentos, las iniciativas
son las principales del periodo clásico del Rey Sol, luego vendrán los fríos, las malas
cosechas, con una presión fiscal cada vez mayor. La política que se puso en marcha era
la llamada política de las “reuniones”. Era la reivindicación jurídica y la ocupación
después de todos los territorios que en algún momento hubiesen formado parte de
Francia o hubiesen dependido de ella. Era importante la localización de la
documentación que así lo probase, la ocupación por los ejércitos franceses sin una
declaración previa de guerra. Los juristas estaban avalando y probando una
arbitrariedad de Luis XIV para anexionarse la orilla izquierda del Rin. Los
perjudicados eran tanto las posesiones españolas como los territorios alemanes. La
anexión más simbólica fue la de la ciudad libre de Estrasburgo, puerta del Imperio, en
la que entró Luis XIV con solemnidad en 1681 con la siguiente leyenda: “Clausa
Germanis Gallia”. Su mirada se posaba en el ducado de Milán y, de ahí consiguió
que el duque de Mantua le cediese la fortaleza de Casale, en el Monferrato, para poder
realizar acciones adecuadas a partir de ahí. Europa reaccionó y se conformó una
coalición defensiva con las Provincias Unidas, Suecia, el emperador y España. Era
1682. Cuando al año siguiente, se produjo la invasión de los Países Bajos españoles,
solamente la Monarquía católica declaraba la guerra a Francia.
Los ataques franceses continuaron a los mencionados territorios, Luxemburgo y
Cataluña. Trató de romper la alianza de la república de Génova con España
sometiendo a la capital a un bombardeo; humilló al dogo genovés teniéndose que
presentar en Versalles para presentarle sus excusas. No intervinieron los aliados de
España en la coalición. Por una parte, las Provincias Unidas habían firmado una tregua;
por otra el emperador Leopoldo I estaba defendiéndose de los turcos que habían sitiado
Viena en 1683. Todo ello condujo a la tregua de Ratisbona (agosto 1684), en la que se
reconocía a Francia la libre posesión de los territorios incorporados en virtud de la
política de las “reuniones”. Fue el momento culminante de esta hegemonía y
comenzaba el retroceso, según recuerda Luis Ribot de las palabras de Saint-Simon,
opositor desde la nobleza de la política del Rey Sol: “aquí acaba el apogeo de este
reinado, y este cúmulo de gloria y prosperidad”.

Los príncipes europeos tenían claro que había llegado la hora de poner fin a
la política expansiva, agresiva e imperial del Rey Sol. Y este giro antifrancés se
produjo en la segunda mitad de los años ochenta. El emperador Leopoldo I triunfó
frente al cerco, el segundo, que los otomanos habían plantado a Viena. A partir de ahí,
el emperador tenía las manos libres para poder combatir a Luis XIV. En segundo lugar,
era la acción de intolerancia del monarca francés, el rey cristianísimo, contra los
hugonotes o protestantes franceses con la reacción de los países protestantes
encabezada por las Provincias Unidas, donde fueron acogidos muchos de los
doscientos mil expulsados; lo que provocó también un alejamiento de Suecia y
Brandemburgo que se habían mostrado hasta entonces cercanos a Francia. Tercera
circunstancia fue la segunda revolución inglesa en el siglo XVII, con el final del
reinado de Jacobo II, sustituidos por su hija María (María II) y su esposo, el
estatúder Guillermo III, uno de los mayores enemigos de Luis XIV. A todo ello se
unía España y el Imperio. Se produjo la formación del bloque contra el Rey Sol, en la
llamada Liga de Augsburgo desde 1686 con el emperador, príncipes alemanes,
España y Suecia, con un segundo momento con la presencia de Brandemburgo,
otros estados alemanes, Inglaterra, Provincia Unidas y el propio Papa que estaba
enfrentado por las regalías galicanas –los derechos del rey sobre el funcionamiento
de la Iglesia francesa–, con la suma de Saboya –que había estado muy cercano a
Francia–. La causa de la guerra vino a través de dos circunstancias: la intervención de
Luis XIV en la sucesión del obispo-elector de Colonia frente al candidato pontificio;
pero sobre todo la sucesión del Palatinado en el que se enfrentaba al candidato
defendido por el emperador Leopoldo. Los siguientes pasos fueron las invasiones
francesas de las posesiones papales de Aviñón, buena parte del obispado de
Colonia y el Palatinado, provocando la indignación de numerosos príncipes
alemanes. La Guerra se la ha conocido de muchas maneras –de los Nueve Años, Liga
de Augsburgo, de la Gran Alianza o de Orange– y, sobre todo fue una guerra de
desgaste con numerosos escenarios, algunos repetidos como los Países Bajos españoles
o Cataluña, otros nuevos como Irlanda y el propio continente americano.
Y decimos Irlanda, porque parte de la política de arbitraje de Luis XIV, era
favorecer y apoyar a los legitimistas ingleses, los jacobitas. El Rey Sol apoyará los
intentos de alcanzar poder a los católicos irlandeses, que no conseguían derechos
políticos en la legislación anglicana. Los Hermanos de La Salle, fundados en Francia en
este tiempo, fueron requeridos para enseñar a los hijos de los irlandeses que
acompañaron en el exilio al monarca inglés:

“Ya se conoce, sin necesidad de decirlo aquí, que la importante revolución


acaecida en Inglaterra varios años antes de la persecución de que hablamos fue
efecto del celo que este santo rey [Jacobo II de Gran Bretaña] había mostrado
por la fe católica. Se vio obligado a huir con la reina, su esposa, y con el príncipe
de Gales, su hijo y heredero de la corona, ante el tirano que, mediante el crimen
[se refiere a su yerno protestante, Guillermo de Orange], consiguió apoderarse
del trono. Buscaron un asilo en Francia, bajo la protección de Luis XIV, celoso
defensor de sus derechos y de su fe. Los fieles súbditos que le habían seguido, y
que fueron bien recibidos en un reino que acababa de expulsar de su seno la
herejía [se refiere a Francia con el fin de la tolerancia a los hugonotes], que
tantos daños había causado, dieron ejemplo a los que se habían quedado en su
país, expuestos al furor de la persecución, para que, a su vez, vinieran a asegurar
su salvación en la seguridad de Francia. Como el celo por la religión católica era
la única causa de la desgracia del rey y la reina de Gran Bretaña, el usurpador de
su corona hacia continuos esfuerzos para abolirla en sus Estados. El tirano [nada
dice de su esposa María II], que sabía que el legítimo rey aún tenía numerosos
súbditos fieles en el reino que había abandonado, y que no ignoraba que lo que
les mantenía fieles a su legítimo soberano era la fidelidad a la verdadera religión,
pensó que el mejor medio para triunfar sobre su doble fidelidad era endurecer la
fuerza de su brazo asesino y aplastar, bajo el peso de su autoridad, a los católicos
romanos. De ese modo, sin miedo a juntar al odioso título de usurpador el de
tirano, repetía periódicamente la persecución, y los seguidores de la fe antigua,
que preferían abandonar sus bienes y su patria antes que su religión, acudían a
implorar protección al rey cristianísimo, que consideraba un honor y un deber de
piedad recibirlos en su reino” [Biografía de Blain de san Juan Bautista De La
Salle].

Por eso, en marzo de 1689, promovió un desembarco legitimista, apoyado


desde el interior en Irlanda, llegando a tomar Dublín. Un año más tarde fue
derrotado por las tropas del nuevo rey inglés, el estatúder de Holanda Guillermo
III. La armada francesa se mostró superior. En el Mediterráneo, por ejemplo, con el
bombardeo de Alicante en 1691; se enfrentaron también a la escuadra anglo-
holandesa. En las Indias, la guerra tuvo repercusión en el Caribe y en el golfo de
México, con la ocupación francesa de Cartagena de Indias en 1697. A su vez, los
colonos ingleses de norteamericana atacaron las tierras ocupadas por los franceses
en el estuario de San Lorenzo, el valle del Hudson y Acadia. Los franceses, por otra
parte, atacaron lo que se conocía como Nueva Inglaterra, con Nueva York y
Massachussets. Finalmente, Víctor Amadeo II de Saboya se unió a Francia en
Europa y colaboró en la invasión del Milanesado; en Cataluña se consiguió la
rendición de Barcelona en agosto de 1697 por Vendôme, el cual tomó el título de
virrey.
Empezaban a surgir los planes de concordia y paz. En Inglaterra lo defendían
los tories y los grandes propietarios terratenientes por la crisis financiera ocasionada por
la guerra. El conflicto concluía a través de planes parciales entre contendientes. Por el
tratado de Ryswick (1697), reconoció como rey de Inglaterra a Guillermo III –el
año anterior había muerto la reina María II–, tras haber apoyado la causa jacobita.
Todas las conquistas que había efectuado en esta última guerra las tuvo que
restituir y volver al orden de Nimega –es decir a lo decidido en 1678-1679–, con la
excepción de Estrasburgo. Las Provincias Unidas consiguieron condiciones
ventajosas comerciales con Francia y la posibilidad de guarniciones en los Países Bajos
españoles para crear una franja desde la cual defenderse de Francia de cara a
futuras invasiones. España recuperaba Luxemburgo y todos los territorios
conquistados después de la paz de Nimega. Luis XIV parecía empezar a favorecer su
candidatura a la sucesión española. Esta paz de 1697 de Ryswick supuso un primer
retroceso del Rey Sol y una victoria de la coalición que a él se oponía.
Pero todavía habría mucho de dilucidarse con la sucesión de Carlos II de
España. Ya hemos explicado el proceso en la cuestión sucesoria en el tema 6º. En
cualquier caso, fuese cual fuese la resolución, el nuevo rey de España –nieto del
francés o hijo y hermano del emperador– iba a provocar un desequilibrio en
Europa. Habían existido tratados secretos para un reparto entre Luis XIV y el
emperador Leopoldo I, en un horizonte que no deseaba Carlos II. Pero el
expansionismo agresivo del Rey Sol incluyó al emperador en las coaliciones formadas
en su contra. El candidato bávaro podía ser el que provocaba un mayor equilibrio,
José Fernando de Baviera, y a él iba destinado el primer testamento del rey de España.
En el otoño de 1698 se produce la firma de un segundo tratado de reparto entre Luis
XIV y las potencias marítimas –Inglaterra y Holanda–, en el cual la Península
Ibérica, con la excepción de Guipúzcoa, las Indias y los Países Bajos serían gobernados
por José Fernando de Baviera; al delfín de Francia le correspondería Guipúzcoa,
Nápoles, Sicilia, los presidios de Toscana; mientras que el ducado de Milán le
correspondería al archiduque Carlos de Habsburgo. Tutor de su hijo y su posible
heredero sería su padre el elector Maximiliano Manuel. Este reparto produjo
indignación en la Monarquía católica que debía ser comunicada sin divisiones.
Pero en el segundo testamento, Carlos II se inclinaba de nuevo por el príncipe
bávaro, nieto de su hermana Margarita María de Austria –la protagonista de las
Meninas–; si éste moría sin sucesión legítima al emperador Leopoldo y a sus
descendientes; y en tercer lugar a la línea sucesoria de su tía Catalina Micaela –hija de
Felipe II, que contrajo matrimonio con el duque de Saboya–. Así pues, las líneas
preferentes eran las de su hermana Margarita, la de la emperatriz María de
Austria –hermana de Felipe IV y madre del emperador Leopoldo I– y la saboyana
de Catalina Micaela; dejando excluidas las de Ana de Austria –primogénita de Felipe
III, hermana de Felipe IV y madre de Luis XIV– y la de su hermanastra María Teresa de
Austria –la esposa de Luis XIV, madre del Gran Delfín y abuela del duque de Anjou–.
En ese segundo testamento, por influencia del conde de Oropesa, Carlos II se
decantaba por las líneas de las mujeres de la dinastía que hubiesen emparentado
con el Imperio y no por las líneas de las mujeres de la dinastía que hubiesen
emparentado con Francia. Pero la varicela mató al joven heredero bávaro en 1699,
mientras se encontraba en Bruselas. El melón se volvió a abrir y no se continuaron los
caminos alternativos. Todavía existiría un tercer reparto realizado por las potencias
extranjeras, esta vez impulsado por Luis XIV y Guillermo III.
En Madrid, sin embargo, Carlos II mostró su disconformidad ante el deseo de
los príncipes europeos de desmembrar una Monarquía que era de su propiedad.
Tras consultar con el Consejo de Estado, éste se decantó en 1700 por un testamento que
depositase la herencia en el nieto de Luis XIV, hijo segundo del Gran Delfín Luis de
Borbón (1661-1711) y de su primera esposa María Ana Victoria de Baviera, para no
hacer coincidente las herencias españolas y francesas. Opinión que también ratificó el
papa Inocencio XII. A Luis XIV, según Luis Ribot, le sorprendió esta oferta y se
mostró temeroso que el resto de los príncipes se uniesen una vez más contra él. El
testamento no consideraba los tratados de reparto. En el tercer testamento de
Carlos II, el definitivo el 3 de octubre de 1700 antes de su muerte el 1º de
noviembre, se establecía que el primer heredero habría de ser el hijo segundo del
Gran Delfín Luis de Borbón, llamado Felipe y duque de Anjou; en caso de que
muriese su siguiente hermano el duque de Berry; en tercer lugar, el archiduque
Carlos de Habsburgo y, por último, el duque de Saboya como heredero de la hija
de Felipe II. De la recepción de esta decisión damos cuenta en el desarrollo de la
Guerra de Sucesión (en el tema 11º referido a los Borbones españoles).
4. Galicanismo, jansenismo, quietismo
4.1 Galicanismo
El estado moderno nació controlando a la Iglesia, en su funcionamiento, en
su aspecto disciplinar y en su relación con Roma. Desde una concepción absoluta del
poder no se podía permitir que se produjese una actuación autónoma de la Iglesia
católica romana, como también se produjo una estatalización de la reforma luterana
por parte de los príncipes alemanes. Todo ello se consideraba como una barrera al
desarrollo de la autoridad real. Las monarquías modernas absolutas favorecieron el
funcionamiento de una Iglesia nacional en la práctica. Así se había producido en la
Inglaterra del siglo XVI con el anglicanismo. Eso sí, el regalismo de la Monarquía
católica y el galicanismo francés son buenos ejemplos de lo mismo sin alcanzar el
cisma. Pero en Francia no será el único problema planteado con respecto a este
particular ámbito. La minoría protestante hugonote y la cuestión del jansenismo se
encontrarán muy presentes en este siglo de oro de la espiritualidad francesa.
Como decíamos, las relaciones con el Papado van a entrañar numerosas
dificultades en distintos momentos. Fue Francisco I de Francia, controversista del
emperador Carlos V, el que terminó llegando a un acuerdo con el papa León X, en el
llamado concordato de Bolonia de 1516, por el cual se definieron las llamadas
“libertades galicanas”. Se reconocía la competencia de que los obispos de algunas
diócesis fuesen nombrados por el monarca aunque el pontífice los otorgase la llamada
investidura espiritual. Este viejo debate, de amplísimo desarrollo, había arrancado de
siglos anteriores y no se detuvo, ni en el siglo XVI, ni tampoco en los días de Luis XIV,
monarca que aprovechó las mencionadas “libertades galicanas” para tratar de
impedir cualquier injerencia de Roma en las cuestiones disciplinares y de
funcionamiento de la Iglesia francesa. Lo mismo estaba sucediendo en la Monarquía
española y católica, sin tener que esperar para culminar esta política regalista a que
llegase el siglo XVIII. El nieto del Rey Sol –Felipe V de España–, por ejemplo,
rompió en 1709 con el papa Clemente XI por no haberle prestado el suficiente
apoyo durante la Guerra de Sucesión al trono de España, como veremos, y haber
reconocido también al otro pretendiente, el archiduque Carlos de Austria.
De esta manera, los obispos se convertían en funcionarios de la Monarquía,
un alto clero obediente a las disposiciones del absolutismo monárquico, alejado de
Roma. El ministro Colbert impulsó el primero de los conflictos, tratando de extender
el “derecho de regalía”, no solo a unas pocas diócesis sino al conjunto del territorio
francés. No se trataba de controlar a los candidatos adecuados sino también la
administración de las rentas que se hallaban asociadas a estas mitras como beneficios
eclesiásticos que eran. Regalías que establecían que el candidato llamado a suceder en el
obispado vacante, tenía que jurar fidelidad al monarca. Si éste no se verificaba en el
plazo de dos meses, los beneficios pasarían a ser controlados por la corona. La decisión
real provocó el malestar de dos sedes episcopales, siendo defendidos los obispos
implicados por el papa Inocencio XI. De notable dureza fueron los tres breves que
dirigió este pontífice a Luis XIV. Y fue al fallecimiento de uno de estos prelados en
1681, cuando el monarca apoyado por el clero francés que se declaraba galicano, puso
en marcha el procedimiento para cubrir la mencionada y polémica vacante. Inocencio
XI amenazó con la excomunión hacia el eclesiástico que recibiese este
nombramiento, sin ajustarse a lo establecido por el Papa. El monarca francés habló a
través de su clero, subrayando que desde la Santa Sede se habían violado las
“libertades galicanas”. Por eso, solicitaron a Luis XIV que convocase una Asamblea
General del Clero bajo la presidencia del obispo Bossuet. El deseo es que, a través de
la misma, se aprobasen en 1682 los llamados “Artículos Galicanos” por los cuales se
afirmaba que los reyes y príncipes no estaban sujetos, por disposición divina, a
ninguna autoridad eclesiástica en lo que se refería a cuestiones disciplinares de la
Iglesia. El nombramiento de un obispo así podía considerarse.
También, dentro de ese clima de galicanismo, se debatía si las decisiones de los
concilios se encontraban por encima de la autoridad del romano pontífice. El
último de ellos, el tan mencionado de Trento, se había clausurado en 1563. No se aceptó
que la Asamblea se equiparase al mismo. Pero los aprobados “Artículos Galicanos”
se impusieron como preceptivos en todos los seminarios de Francia. El Papa
consideró nulas las decisiones de esta Asamblea y se negó a otorgar la investidura
canónica a los obispos nombrados por Luis XIV, lo que bloqueó la provisión en el
nombramiento de los mismos. Para 1688, eran treinta y cinco las diócesis que se
encontraban vacantes en Francia, considerándose que la realidad se encontraba cercana
a la propia de un cisma, hasta llegar a la formación de una Iglesia nacional.
Con todo, Luis XIV no podía separar el desarrollo de la política eclesiástica
con la expansionista en el exterior. Necesitaba la neutralidad del Papa en la guerra.
Cuando Inocencio XI falleció en 1689, se inició la solución de este contencioso. De esta
manera, en 1693 comenzaba el reconocimiento de aquellos obispos que se hubiesen
retractado en su actitud desafiante. El Rey, por su parte, retiró el edicto de
obligatoriedad de enseñanza de los mencionados “Cuatro Artículos Galicanos”
aplicados a los centros de formación de los sacerdotes. Mientras el arzobispo de París,
Luis Antonio de Noailles (1651-1729), había tomado intensa postura por el
galicanismo, la oposición llegó desde el clero regular compuesto por las órdenes
religiosas, desde las mendicantes y, especialmente, la Compañía de Jesús. Jesuitas eran,
por ejemplo, los confesores de Luis XIV. Uno de ellos fue el padre Annat, del que el
monarca se servía para el reparto de los empleos, “que estimaba especialmente por su
espíritu recto y desinteresado y porque no se mezclaba a intriga alguna”, según confirma
el monarca en sus Memorias, modo de actuar que no solía describir el de los confesores
reales, convertidos en ministros de asuntos religiosos y culturales de la Monarquía.

4.2 Jansenismo

Mientras que el galicanismo había desarrollado referencias a las cuestiones


disciplinares del funcionamiento de la Iglesia, en el ámbito de la espiritualidad se
encuentra un movimiento de renovación nacido desde lo planteado por el obispo de
Ypres, Cornelius Jansen o Jansenio —de ahí el nombre de jansenismo—. Y lo hizo
en su obra “Augustinus”, donde se apreciaba una clara influencia de san Agustín.
Páginas en las que entendía que el hombre era incapaz de alcanzar la salvación de su
alma —que era la principal preocupación en aquellas sociedades sacralizadas— si no se
producía la intervención de la gracia de Dios, siendo concedida ésta a muy pocas
personas. El resultado fue el desarrollo de una moral rigurosa en extremo, que
además creó escuela. Sin embargo, se consideró que los jansenistas se acercaban
peligrosamente en estas consideraciones morales al calvinismo, resultado de la
acción de una segunda oleada de reformadores protestantes, que había prendido y se
había institucionalizado en Francia desde el siglo XVI. El jansenismo fue una corriente
que se mostró atractiva y muy bien aceptada por el filósofo y matemático Blaise Pascal
o por el dramaturgo Jean Racine, sin olvidar los Parlamentos de la justicia, disponer de
importantes adhesiones episcopales y eclesiales, así como de las monjas de Port-Royal
des Champs, en las proximidades de Versalles.
Igualmente, frente al jansenismo —como también sucedió con el galicanismo
— reaccionaron importantes sectores de la Compañía de Jesús pues se indicó que
con esta corriente se negaba la responsabilidad y la libertad de los individuos. El
jansenismo se contraponía a la teología moral oficial de la Compañía que era
considerada, por los que se oponían a ella, como laxista aunque dentro de los jesuitas
había sectores más rigoristas como los considerados probabilioristas —uno de ellos, el
misionero popular y prepósito general de la misma, Tirso González—. El mencionado
confesionario regio, que dirigía la conciencia del monarca pero también otros asuntos
disciplinares de la Iglesia, no podía animar al desarrollo jansenista, considerando que
sus partidarios se podían mostrar manifiestamente peligrosos, tanto para la Iglesia
como para el Estado. En los días del cardenal Mazarino, los teólogos de la Sorbona
consiguieron que el papa Inocencio X —el pontífice que retrató magistralmente
Velázquez—, emitiese una bula subrayando que en las palabras del obispo Jansenio se
contenían cinco proposiciones heréticas. Incluso la mencionada Asamblea General del
Clero en Francia también estableció una serie de tesis contra el jansenismo, lo que no
fue bien considerado por ciertos sectores episcopales franceses —dentro de esa
asociación entre galicanismo y jansenismo—. A partir de 1661, se produjo el golpe
definitivo, con aceptación por parte del clero francés de lo establecido por la Asamblea,
además del abandono que las monjas de Port-Royal tuvieron que hacer de su claustro.
Un mayor acercamiento entre el clero jansenista y la Santa Sede se produjo a partir de
1668. En la etapa más dura del galicanismo, el jansenismo pasó a un segundo
plano, en los años setenta y ochenta. Más tarde, cuando se relajaron las relaciones
con Inocencio XII, los jansenistas eran considerados como una fuerza de oposición
hacia el Rey. Por eso, vino de manera adecuada la condena efectuada por Roma
hacia ellos, a través de la bula “Vineam Domini”, previa a la más conocida titulada
“Unigenitus”

4.3 Fin de tolerancia hacia los hugonotes

En ese deseo por el control de Luis XIV sobre la vida religiosa de sus súbditos,
no podía permitir la diversidad confesional pues la unidad debía ser garantía de un
Estado fuerte. De ahí, que sea un tema capital la tolerancia o no hacia las prácticas
religiosas de los hugonotes, los protestantes franceses:
“Este rey insigne [Luis XIV] después de haber exterminado el error libertino,
disfrazado con el nombre de reforma, que había hecho temblar a sus antecesores
y desolado por mucho tiempo toda Francia, quiso triunfar de ella como príncipe
cristiano; pues, como venganza de la sangre de sus súbditos, se contentó con
exigir la conversión de quienes la habían derramado o habían ayudado a su
derramamiento. Este propósito era infinitamente loable y digno de la religión de
quien la había concebido, pero no resultaba fácil”, en BLAIN (VIDA DE SAN JUAN
BAUTISTA DE LA SALLE, t. II, p. 638).

Fue el abuelo de este monarca, el originariamente calvinista Enrique IV, el que


tras acceder al trono de Francia, tras el asesinato de Enrique III, había tenido que
realizar “conversión” hacia el catolicismo, con la afirmación de aquella frase tan
contundente: “París bien vale una misa”. Fueron los edictos de Nantes de 1598 y el de
Alés de 1629, los que garantizaron una convivencia entre católicos y protestantes
en Francia, horizonte de contienda a lo largo del siglo XVI con las guerras de religión
y la famosa “Noche de San Bartolomé” de asesinato de los líderes hugonotes. En 1661,
alcanzaba esta minoría el millón y medio de personas, encontrándose repartidos
socialmente por regiones muy diversas como sucedía desde París hasta Poitou,
Normandía, Aunis, el Delfinado y Languedoc, donde el jesuita Juan Francisco Regis
había realizado anteriormente importantes misiones populares.
Con respecto a los hugonotes, pensaba el monarca, y dentro de una situación que
consideraba heredada, era el momento de desarrollar una política progresiva de
conversión. El viraje se produjo a partir de los años ochenta, cuando se trató de
suprimir el culto protestante en privado, impidiendo además que los hugonotes pudieran
ejercer determinados oficios: “era más fácil —escribe Blain— vencer a aquellos
fanáticos rebeldes que convertirlos”. Era el principio del final de esa política de
tolerancia desarrollada desde finales del XVI. Ha sido de gran interés el estudio de
este cambio de postura, encontrándose razones para la misma en la propia piedad
personal de Luis XIV, sin olvidar la influencia de una de las mujeres que tuvo mayor
importancia en su vida, ferviente católica, su segunda esposa, madame de Maintenon.
Pero la revocación de esta tolerancia tenía que estar también vinculada con las
relaciones con el Papado. El Rey “cristianísimo” tenía que hacer demostración de
su confesionalismo católico, a pesar de los duros enfrentamiento que había
mantenido con el Papa. Además, salvo con la Monarquía católica de España, Luis XIV
estaba en guerra con territorios que había adoptado la Reforma.
Primero se tomaron medidas propias de la presión legal para después
efectuar las propiamente militares. De esta manera, se impuso el alojamiento de
soldados, de los regimientos de “dragones” en las casas que habitaban los hugonotes
más acomodados e influyentes. Medidas que se extendieron hacia el sur por el ministro
Luovois. Se trataba de una amenaza suficientemente costosa y temida, que condujo a
pueblos enteros y ciudades a abjurar en su totalidad de su fe protestante, antes que
tener que alojar a los soldados. Y llegando a octubre de 1685, Luis XIV revocó el
edicto de Nantes antes establecido y lo hizo a través de uno nuevo, el de
Fontainebleau. Allí se dictaminaba que los templos de los hugonotes fuesen destruidos
así como expulsados sus pastores de este reino. El monarca no quería terminar con
los que habían profesado esta fe sino obligarlos a su conversión. No quería exiliados
sino evitar la emigración de los antiguos hugonotes. Con todo, un cuarto de ellos se
encaminaron hacia Inglaterra, Suiza y Holanda.
Los conversos, considerados “nuevos católicos”, se fueron conformando
como una resistencia pasiva y activa, que permiten explicar la llamada guerra de
los camisardos o “camisards”, que eran los antiguos calvinistas que se hicieron fuertes
en regiones rurales de Cévennes, en los inicios del siglo XVIII. Fueron, por tanto, los
que no aceptaron el edicto de Fontainebleau. Incluso, hubo obispos que defendieron
la libertad de conciencia, frente a las presiones que ejercieron las tropas de Louvois.
Otros, sin embargo, pensaron que no tenían más remedio que prestar complacencia al
Rey en sus disposiciones. Para algo, eran sus funcionarios eclesiásticos. De ahí que
explicando este contexto, el hagiógrafo y canónigo Blain explicase que Luis XIV
necesitaba “personas de guerra y obreros evangélicos”. Las Escuelas Cristianas de san
Juan Bautista De La Salle (santo francés del siglo XVII canonizado e 1900) podían
convertirse en un medio para expandir la doctrina católica, a través de estrategias
catequizadoras. De ahí, que las “escuelas reales” fuesen subvencionadas, gratuitas y
obligatorias hasta los catorce años.
Juan Bautista De La Salle, fundador de las Escuelas Cristianas, llamaba a
sus Hermanos a realizar la exposición de la fe (la catequesis) y a huir de cualquier
planteamiento controversista. Este fundador no hablaba de “herejes” —muy en la
línea de lo que había sucedido con Francisco de Sales (obispo de Ginebra) a principios
del siglo XVII— sino que prefería hacerlo de “herejías”, de los cismas, insistiendo en su
fidelidad a la sede petrina. Repetimos la existencia de un siglo de oro de
espiritualidad francesa que había comenzado con Francisco de Sales o Vicente de
Paúl, aquel que fue capaz de “irradiar inmensa caridad para con todas las miserias”,
según indicaron Yves Poutet y Jean Pungier. Francisco de Sales fue autor de obras de
notable éxito, como la “Introducción a la vida devota” (1608). Un obispo que no se
mostraba partidario de la controversia teológica, pues en ellas se gastaban energías
entre autores católicos mientras se “perdían almas” por la herejía. En el ámbito
educativo De La Salle aportó dignidad religiosa a los educadores de los hijos del
pueblo. Naturalmente, que habían existido hasta entonces iniciativas de educación para
los pobres pero no en exclusividad, a través de la creación de una comunidad compuesta
por aquellos que “juntos y por asociación”, lo realizasen a través de escuelas gratuitas.
Era la definición del “ministerio” de la enseñanza cristiana.
Si Luis XIV pretendía reforzar su imagen de defensa del catolicismo en los
reinos de obediencia a Roma, su imagen se vio perjudicada en los de influencia o
confesión protestante. De esta manera, un obispo anglicano que viajó por Francia, el de
Salisbury, escribió que a los “nuevos católicos”, antiguos hugonotes, los podía uno
reconocer por la calle, “al pasar junto a ellos, por el sombrío abatimiento que mostraba
su rostro y su porte. A los que habiendo intentado escapar caían detenidos, si eran
hombres se les enviaba a galeras y si eran mujeres a conventos”. Todo ello unido al
mencionado apoyo que prestaba el Rey Sol a los exiliados católicos ingleses: Los
mencionado Hermanos de la Salle se responsabilizaron desde 1698 de la educación de
cincuenta jóvenes irlandeses cuyos padres permanecieron fieles al rey exiliado de
Inglaterra en Francia, el mencionado Jacobo II, y que además sufrían importantes
penurias.
Subrayábamos antes el papel de madame de Maintenon en la actuación contra
los hugonotes —Françoise d’Aubigné (1635-1719)—. Será bueno destacar su notable
cercanía a Luis XIV, pues contrajeron matrimonio secreto en 1683 tras la muerte de la
mencionada reina-infanta María Teresa de Austria. Era mujer de extraordinaria belleza,
que se sabía manejar entre los muchos peligros de la Corte de Versalles. Eso sí, siempre
fue contemplada como ambiciosa con el poder y el dinero, en contraposición de la reina
María Teresa de Austria que dispuso, tras su muerte, de una literatura hagiografía propia
como lo demuestra la obra de fray Juan Buenaventura de Soria, publicada en 1684:
“Breve historia de la vida y virtudes de la muy augusta y muy virtuosa princesa, la
señora doña María Teresa de Austria, infanta de España y reina cristianísima de
Francia”. Todo el mundo, eso sí, sabía del amor que sentía el rey Luis por madame de
Maintenon. Fue ella la que empujó a que el monarca revocase el edicto de tolerancia
hacia los hugonotes, así como la declaración de guerra en la llamada de Sucesión en
España, en la que Francia y España, ambas dos gobernadas por abuelo y nieto, se
enfrentaban al bloque conformado por Inglaterra, Holanda, Saboya y Austria.

4.4 Quietismo

Junto con el jansenismo, el quietismo fue un movimiento místico que provocó


también la polémica y la condena. Había sido propuesto, en esta segunda mitad del siglo
XVII, por el sacerdote español Miguel de Molinos, sobre todo a través de la obra que
publicó en 1675 “Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior
camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior”.
Mientras que el jansenismo se había mostrado restrictivo con el proceso de
salvación del alma, el quietismo resaltaba la pasividad de la vida espiritual y las
virtudes propias de vida contemplativa, sintiendo la presencia de Dios y el contacto
con Él, sin que fuese menester la intervención de ninguna virtud particular. Era
más adecuada para este horizonte, la pasividad del alma, aceptando lo que Dios
estuviese dispuesto a conceder. Molinos fue procesado por la Inquisición en 1685,
condenado a reclusión perpetua y prohibida su obra por Inocencio XI. Su gran difusor
fue el arzobispo de Cambrai, François Fénelon, también condenado al exilio por
Inocencio XII.

5. El hambre, la guerra y la ceremonia barroca de Versalles


Esta sociedad francesa era eminentemente agrícola, con riesgo de verse
afectada por las malas cosechas, por el hambre y por la miseria, en sus correspondientes
ciclos. La Monarquía sentía mayor interés por su propia financiación, especialmente, en
lo referido a las empresas que había puesto en marcha. El ministro Colbert estaba muy
interesado en elaborar un presupuesto equilibrado y así lo consiguió en la primera
etapa del reinado que conoció, hasta 1672, en que se produjo una contención del gasto
porque las empresas bélicas también eran mucho más reducidas. Después fue necesario
el aumento de ingresos, lo cual se realizó a través de impuestos indirectos que podían
grabar determinados productos e incluso las aduanas con la circulación de mercancías.
Se utilizaban además impuestos directos, que habían sido incrementados por los
anteriores cardenales, primeros ministros. La guerra con Holanda cambió la situación,
siendo los gastos cada vez más elevados, en medio de una política exterior de arbitraje,
finalmente muy agresiva. Todo ello coincidente con la construcción de una
infraestructura cortesana como fue el palacio de Versalles: “ningún otro país —
escribe un historiador de vanguardia como fue Pierre Goubert— hubiera podido, y de
hecho no pudo, soportar tanto y salir vencedor de treinta años de pruebas”. En esa línea
de clara matización del supuesto esplendor francés, a veces reducido a la ceremoniosa
Corte del Rey Sol, se refería la mencionada carta del obispo Fénelon:

“El mismo pueblo (hace falta decirlo todo), que tanto os ha amado y que tanta
confianza ha puesto en vos, comienza a retiraros su amistad, su confianza y hasta
el respeto. Ni vuestras victorias, ni vuestras conquistas le alegran; está lleno de
amargura y de desesperación. La sedición prende poco a poco en todas partes. Se
quejan de que no demostráis ninguna piedad por sus males, de que no amáis sino
vuestra autoridad y vuestra gloria. Si el Rey, dicen, tuviese un corazón paternal
para sus pueblos, ¿no pondría más bien su gloria en darles pan y en dejarles
respirar después de tantas desgracias, en lugar de conservar unas plazas en la
frontera, que son la causa de la guerra? ¿Qué responder a esto Sire? Las
revueltas populares que eran desconocidas desde hace tanto tiempo, se han
convertido en frecuentes. El mismo París, tan cercano a vos, no está exento de
ellas. Los magistrados se ven obligados a tolerar la insolencia de los motines y a
hacer correr algunas monedas para apaciguarlos; de esta forma se paga a los que
se hubiese debido castigar. Habéis sido reducido al extremo vergonzoso y
deplorable de tener que dejar la sedición impune y de que crezca denido a esta
impunidad, o por el contrario, a hacer exterminar inhumanamente a los pueblos a
los que habéis arrastrado al límite de la desesperación, arrancándoles, con
vuestros impuestos para sostener la guerra, el pan que tratan de ganar con el
sudor de su frente”.

No todo era cuestión de números sino que también la grandeza de un país estaba
en relación con el cuidado que se presentaba ante las propias mercancías, en el fomento
del comercio, en la transformación de las materias primas y, por último, en la
exportación de los productos acabados. Y en todo ello aparece, de nuevo, el ministro de
Reims, Colbert con la teoría económica que conocemos como “mercantilismo”. Sin
embargo, este hombre de gobierno, era más de administración que un economista. Y fue
precisamente, el incremento de los mencionados gastos militares, los que desbarataron
el presupuesto equilibrado que se había elaborado anteriormente. Y es que la riqueza del
reino contribuía también a su grandeza. Con todo, no siempre los que estaban
implicados con la modernización aceptaron estas reformas que se proponían. Y así,
Francia continuó dependiendo de la producción agrícola —hasta un setenta por ciento
de la población dependía del campo—. Cuando las condiciones eran desfavorables para
una buena cosecha, entonces el círculo era progresivo y cerrado: malas cosechas,
hambre, debilidad en la salubridad, aumento de la mortalidad, descenso de natalidad. El
alcance de las reformas —como apunta Carmen Sanz Ayán— fue limitado aunque
aumentó el alcance de la industria francesa y la calidad de sus productos. Con la
política exterior de Luis XIV se incrementó el déficit, en Francia se produjo un
colapso financiero y solo los resultados de las reformas se pudieron contemplar
avanzado el siglo XVIII.
Pero volvamos a las partidas que contribuía a materializar esa grandeza y la del
monarca. El ejército debía favorecer un estado de guerra continuado que no era
exclusivo de esta corona. Para su mejora, se llevó a cabo su reforma con el aumento
considerable de los efectivos. Los hombres para ello fueron fundamentalmente el
mariscal-general Turenne, así como los sucesivos secretarios de Guerra, padre e hijo,
Michelle le Tellier y su hijo Louvois. Cuando estalló la guerra de Sucesión a la corona
española, el ejército estaba compuesto por cuatrocientos mil hombres, diez veces más
que cuarenta años atrás. Una partida que se comía la mitad del presupuesto anual. Más
importante que el aumento del efectivo fue el sometimiento de los jefes militares a la
autoridad de la corona, siendo el gabinete el que tomaba las decisiones. Toda esta
reforma que sostenía la política agresiva de Luis XIV, se entendía como realmente
innovadora.
Pero al presupuesto también le arañaba una importante porción el aparato que
mantenía la maquinaria de la imagen real, en un ámbito cortesano que no fue
inventado por Luis XIV pero que fue construido físicamente a través de diferentes
palacios pero muy especialmente, desde 1671, con el de Versalles, antiguo pabellón de
caza, donde se va a trasladar la Corte en 1682. Aquel iba a ser el escenario de la rutina
real y diaria, del culto hacia su persona desde que se levantaba hasta que se acostaba, a
través de representaciones teatrales, festivas y bailes a las que era tan aficionado y
donde los diferentes personajes —Marte, Apolo o Alejandro Magno— estaban llamados
a definir la grandeza de un monarca, pero sobre todo de la propia Francia. Una Corte
que atraía, en torno a Luis XIV, a la llamada nobleza de espada como a la de toga,
monarca que consiguió la “domesticación” de la misma.

EL INSTRUMENTO DE LA MÚSICA PARA CONOCER LA HISTORIA


Jean Baptiste Lully: El Burgués Gentilhombre / Marcha para la ceremonia de los turcos

Aunque nació florentino Juan Bautista Lully, se hizo llamar “Jean-Baptiste”. Como
compositor dominó la escena francesa de este tiempo. Fue en noviembre de 1669
cuando el sultán del Imperio Otomano Mehmed IV envió a Soliman Aga a la Corte
del Rey Sol. Para impresionarlo, Luis XIV se apresuró a recibirlo con todo el boato. Se
dispuso en un trono de plata, vestido con los mejores brocados y sin que faltase en el
mismo el oro y los diamantes y ubicado en el Gran Salón de Recepciones. Sin embargo,
cuando entró Soliman Aga, el monarca se percató que no era más que un emisario,
nunca un embajador, por lo que se sintió burlado. Fue entonces cuando a Lully se le
mandó componer un ballet para ridiculizar a los turcos. Y así lo hizo en una adaptación
de “El Burgués Gentilhombre” de Molière en la que se incluye unas de las
composiciones más bellas en el género de las marchas —Marche pour la Cérémonie des
Turcs—. La trama resulta de gran interés. Un próspero “gentilhombre”, monsieur
Jordain, quiere escalar puestos en la sociedad por el matrimonio de su hija —el
matrimonio como contrato, no por amor—. Sin embargo, ella quiere a Cleónte, que no
es noble, rechazado naturalmente por su padre. Ahí, el pretendiente, a través de un
criado que se hace pasar por un mensajero del Gran Soberano Turco, le invita a
presenciar su nombramiento como “Mamamouchi”, una distinción otomana que Molière
se inventa desde la farsa. La primera vez que esta comedia-ballet fue contemplada fue
por Luis XIV y su familia, en octubre de 1670 —un año después de aquella fracasada
visita del enviado—. Molière representó al señor Jourdain, el burgués gentilhombre, y
Lully estuvo en el papel del Gran Muftí, el soberano turco. Lully, en 1681, había sido
nombrado secretario del rey pero seis años más tarde, murió de gangrena, un proceso
que comenzó accidentalmente por una herida que se hizo en el pie con el bastón de
director de orquesta. Era aquella una barra de hierro, de gran peso, que servía para llevar
el compás mientras se golpeaba en el suelo. La herida se infectó y poco a poco se fue
extendiendo. Él no quería que le cortasen la pierna porque era un bailarín consumado.

AUDICIÓN:
https://www.youtube.com/watch?v=AoSK7W620Ns&list=RDTDBWHs43IzE&index=2
Pero no sólo era ceremonioso el recibimiento de un embajador. Secreto de
estado se convirtió, como empezamos adelantando antes, la fístula de Luis XIV. Fístula
anal es el término médico para denominar un túnel infectado que se desarrolla entre la
piel y la abertura muscular al final del tubo digestivo. Suelen ser el resultado de una
infección que comienza en la glándula anal, lo que causa un absceso que debe drenar, o
bien espontáneamente o bien quirúrgicamente. De todo aquello dio cuenta el médico de
la Corte, el doctor D’Aquin desde 1686. Y a pesar del obligado reposo que se vio
obligado a guardar un monarca que era una permanente fiesta barroca, su enfermedad se
mantuvo en el más absoluto de los secretos. La solución no vino a través de cuatro
enemas diarios, además de los ungüentos y lociones que se le proporcionaban, sino que
se vio necesario lo que su segunda esposa, madame de Maintenon calificó como la
“necesidad de un tijeretazo”. De esta misión se habría de encargar, con gran
compromiso, el cirujano Charles-François Félix, pues al doctor D’Aquin se le
consideraba como un hombre ambicioso de dinero.
Era una tarea realmente compleja pues hasta ahora esta dolencia no había tenido
cura, existiendo siempre el peligro de que desencadenase una infección que condujese a
la muerte al paciente, en este caso, al monarca. También, ante el consejo de los médicos
de Versalles, de una cura de aguas en Baréges, el ministro Louvois se encargó de probar
el tratamiento en otros muchos enfermos que volvieron igual que habían ido. En
realidad, el mencionado cirujano se fue preparando durante meses para el alto reto que
iba a tener entre sus manos. Se trataba de perfeccionar el instrumental y de ensayar
cirugías en otras fístulas mucho más plebeyas. Llegó el momento de la “Gran
Operación”, un 18 de noviembre de 1686, cuando Luis XIV fue acompañado de su
mencionada esposa y del padre La Chaise, su confesor. Georges Bordonove, en los
“Reyes que hicieron Francia” ofrecía una detallada descripción de episodio tan
transcendental. La frente del cirujano Félix, auxiliado por cuatro boticarios, “estaba
perlada de gotas de sudor”.
Pero he aquí, la fortaleza del monarca, porque Luis XIV pudo recibir
embajadores al día siguiente, pudiendo montar en pocas semanas a caballo. Todo ello
estuvo acompañado con celebraciones por toda Francia, hablándose desde Versalles que
1686 había sido “l’anne de la Fistule”. El cirujano que arriesgó mucho, no solamente
estaba llamado a ser requerido por otros por imitación. Se había convertido en toda una
celebridad. Ese mimetismo lo describía Michele De Decker en su estudio “Louis XIV
Le bon plaisir du roi”: “hacerse operar era más glorioso que una herida de arcabuz en tal
o cual campo de batalla”. La fístula de Luis XIV fue todo un hito para la
consideración de la cirugía porque se pensó que, para llevarla a cabo, había sido
menester aplicar conocimiento e inteligencia. Charles-François Félix pudo comprar el
señorío de Tassy, propiedad que después fue entregada, a su muerte, a la institución
académica que impulsó el posterior nacimiento de la Academia de Cirugía de Francia,
inaugurada en 1731.
6. La expansión del esplendor francés
El mapa de la geopolítica europea, definido a la francesa, y la hegemonía de
Luis XIV, estuvo acompañado por una expansión de la moda, de las artes, del
pensamiento y de la lengua francesas que invadieron los comportamientos y los
gustos por todo el continente, llegando a alcanzar la Rusia del zar Pedro I.
La lengua francesa se convirtió durante mucho tiempo, en la propia de la
expresión internacional, al menos desde el último cuarto del siglo XVII en sustitución
del castellano que, desde la Gramática de Elio Antonio de Nebrija, había sido
“compañera del Imperio”. Asimismo, se manifestó en la expresión artística, en la
estética y hasta en el estilo de la manufactura de los muebles. Precisamente, en el
Memorial que Juan Bautista De La Salle remitió al mencionado obispo Godet des
Marais, justificaba las razones para enseñar a leer utilizando el francés y no el latín, y le
indicaba:

“1. La lectura del francés es de una utilidad mucho mayor y más universal
que la lectura del latín. 2. Al ser la lengua francesa la nativa, es, sin
comparación, mucho más fácil de enseñar que la latina, a niños que entienden
aquélla, pero que no comprenden ésta. 3. En consecuencia, se necesita mucho
menos tiempo para enseñar a leer en francés que para enseñar a leer en latín 4.
La lectura del francés prepara para la lectura en latín; en cambio, la lectura en
latín, no prepara para la francesa, como enseña la experiencia […] 8. La
experiencia enseña que aquellos y aquellas que acuden a las escuelas cristianas
no perseveran mucho tiempo en su asistencia; no acuden durante el tiempo
necesario para aprender a leer bien el latín y el francés. En cuanto tienen edad
para trabajar, se los retira; y ya no pueden volver, a causa de la necesidad de
ganarse la vida […] 9. En efecto, cuando se comienza enseñando a los jóvenes a
leer el francés, al menos saben leerlo bien cuando dejan la escuela. Al saber leer
bien, pueden instruirse por sí mismos en la doctrina cristiana; pueden aprender
en los catecismos impresos; pueden santificar los domingos y fiestas con la
lectura de libros buenos y con oraciones bien compuestas en lengua francesa.
Por el contrario, si al retirarse de las escuelas cristianas y gratuitas no saben leer
más que el latín, y de forma muy imperfecta, permanecen toda su vida en la
ignorancia de los deberes del cristianismo” (DE LA SALLE, Juan Bautista,
“Memorial a favor del lectura en francés”, en Obras completas de San Juan Bautista De
La Salle (edición José María Valladolid), Madrid, Hermanos de las Escuelas Cristianas,
2001, t. I, pp. 107-108).

No se trataba de emprender ninguna cruzada contra las lenguas clásicas


sino de no ser éstas eficaces en el ámbito educativo en que las Escuelas Cristianas
emprendían su misión. De modo diferente, se había manifestado la “Ratio Studiorum”
en los colegios de la Compañía de Jesús, centrándose en la enseñanza secundaria de
entonces, basada especialmente en la gramática latina. A través de ella, se alcanzará la
virtud, con obras de autores clásicos convenientemente expurgados: la llamada la
“virttus literata”.
Al siglo de Oro de Lope y Calderón, también desde el teatro, le sustituyeron
Molière, Racine o Corneille, que representaban lo propio del gusto sobre las tablas.
Incluso, en la ópera —de clara hegemonía italiana desde Claudio Monteverdi— también
se abrió un pequeño espacio para la expresión lírica francesa. Marc-Antoine
Charpentier era un parisino nacido hacia 1634, que falleció setenta años después.
Inicialmente, se mostró un estudioso de la pintura en Roma, alcanzando el conocimiento
de la música con Giacomo Carissimi. Cuando volvió a París en 1672, Molière le asoció
como músico de su compañía de teatro, lo que le otorgó la enemistad de Lully, que
hasta entonces había sido el colaborador del dramaturgo. Así escribió música para
espectáculo como “El enfermo imaginario” y “El misántropo”. En 1679, ya era maestro
de capilla del delfín Luis de Borbón, aunque Lully hizo todo lo posible por sacarle de
aquel oficio y lo consiguió. Sin embargo, desde 1698 fue el maestro de capilla de la
Saint-Chapelle, el arca gótica de las reliquias de la Pasión de Cristo. Él consiguió hacer
una síntesis de las tradiciones musicales francesa e italiana, sobre todo en el ámbito de
la música vocal sacra a la que pertenece el conocido “Te Deum” en Do Mayor,
popularizado siglos después porque su preludio se convirtió en la sintonía de
Eurovisión. Con gran belleza, es toda una marcha triunfal que compuso Charpentier en
1692, tras la victoria de Luis XIV sobre los holandeses en una de las guerras de Flandes,
en la batalla de Sternkirke. En ella, sobre un texto de alabanza y acción de gracias a
Dios, se refleja esa imagen de “aire solemne y majestuoso” asociado al Rey Sol, con
una primacía de los instrumento de viento, las trompetas, acompañados de los timbales
en los de percusión: “a ti, oh Dios, te alabamos, / a ti, Señor, te reconocemos. / A ti,
eterno Padre / te venera toda la creación”. De esta manera, el predominio cultural y de
las letras acompañó a la hegemonía política, y de algún modo también, a la renovación
de la espiritualidad.

EL INSTRUMENTO DE LA MÚSICA PARA CONOCER LA HISTORIA


AUDICIÓN
Te Deum Marc-Antoine Charpentier
https://www.youtube.com/watch?v=I3LIlzPtsmw

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