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Patología Psiquiátrica Postraumática
Patología Psiquiátrica Postraumática
Antonio Medina
María José Moreno
Rafael Lillo
Julio Antonio Guija
(Editores)
(Editores)
Madrid, 2012
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
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Sumario
Relación de participantes
Prólogo
6. Lesión psiquiátrica y baremación con efectos invalidantes en el ámbito laboral. José Manuel López
García de la Serrana
Conclusiones.
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RELACIÓN DE PARTICIPANTES
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Prólogo
El estrés y el trauma han adquirido, en los últimos tiempos gran relevancia psicocial por los
efectos directos o indirectos que pueden ejercer sobre la salud. Las patologías que se derivan de
ellos tienen un gran interés en el ámbito de su valoración psiquiátrico-forense. (Mª. J. Moreno, 2011)
Con el advenimiento del psicoanálisis, el trauma adquiere una importancia capital. Ligado,
en los inicios de la obra de Freud, a la teoría de la seducción (1893), utiliza para su conceptuación
diversos términos alemanes en relación a abusos, ataque, atentado, violación y seducción. (Mª J.
Moreno, 2011).
En los foros judiciales es muy frecuente la utilización del término “daño moral” para recoger
tanto los sufrimientos espirituales y anímicos que se acompañan a una ofensa como los síntomas de
un trastorno psiquiátrico. En un abordaje semántico, “dañar” es causar detrimento, perjuicio,
menoscabo o molestia en tanto que “moral” es aquello que no pertenece al campo de los sentidos y
cuya apreciación corresponde al entendimiento o la conciencia, ideas que se pueden completar con
la de “dolor” como sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior
(C. Lledo, 2011). Es el daño moral uno de los artefactos semánticos que más confusión introduce en
la justa y científica valoración de las secuelas psiquiátricas postraumáticas.
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Sin embargo tampoco es despreciable el dato de que la vitalidad y fuerza expansiva del
Derecho de Daños ha dado lugar a una sobreactuación de las partes en las afecciones
psicopatológicas como en otros ámbitos del daño corporal hasta el punto de poder hablarse de una
suerte de inflación del daño psíquico, el cual, a juicio de los litigantes, puede derivar de simples
hechos de la vida diaria. No se quiere decir con ello que tales eventos no sean susceptibles de
desencadenar el sufrimiento psíquico, sino que el mismo se alega indiscriminada y abusivamente con
la perspectiva de obtener magras indemnizaciones sobre la base del carácter aparentemente
subjetivo de sus síntomas. Se impone, una exhaustiva valoración de la prueba para apreciar, de la
forma más objetiva posible, la realidad del daño psíquico alegado (A. Marin, 2011).
Así, desde que el Tribunal Constitucional dictaminara en el año 2000 que el baremo de
valoración de daños corporales que se anexo a la Ley sobre Responsabilidad y Seguro en la
circulación de vehículos a motor era de obligatoria aplicación, se acude a él, con todas sus
imperfecciones científicas y técnicas, porque garantiza el respeto debido al principio de seguridad
jurídica, de no solo cuando el hecho traumatizante está conectado a la circulación vial sino en
cualquier suceso en el que haya de cuantificarse algún menoscabo físico o psíquico.
Los editores
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INTRODUCCIÓN
El estrés y el trauma han adquirido, en los últimos tiempos gran relevancia psicosocial por los efectos
directos o indirectos que pueden ejercer sobre la salud. La incapacidad del organismo humano para
responder adecuadamente ante ellos, les vincula a la génesis o desencadenamiento de
determinadas enfermedades psiquiátricas; de ahí el interés de profundizar en su estudio, ante las
posibles repercusiones que dichas patologías puedan tener en el ámbito de la valoración psiquiátrico-
legal.
Trauma procede del griego τραυµα que significa herir, está vinculada al verbo τριτρώσκω (raiz =
τρω), al igual que en τραυµατίζω: traumatizar; aunque los autores griegos aplican el término sobre
todo a heridas físicas de guerra de las personas o a los daños materiales a los barcos de guerra, por
ejemplo, también posee para ellos, una doble acepción en cuanto al daño emocional en la parte
emotiva del alma. Ésta se relacionaría con aquella experiencia de lo inadmisible que pone al sujeto a
su merced, señalándose la idea de un sujeto que se encuentra abrumado por la vivencia de una
realidad que le invade. Los griegos ligan el trauma con la palabra "catástrofe" que deriva del griego
καταστροφη (katastrophe - ruina, destrucción) y está formada de las raices κατὰ (cata = hacia abajo)
y στροφή (strofe = voltear), o sea "voltear hacia abajo", significando un “suceso fatídico” que altera el
orden natural y regular de las cosas.
Una importante característica que los define y le da sentido de existencia es el asombro que siente el
sujeto ante su súbita irrupción, a partir de la que se ponen en marcha mecanismos compensatorios
de lucha o de huída. Es decir, lo traumático, paraliza y habilita al mismo tiempo. Supone una fractura,
una ruptura, una herida en su cotidianidad o mejor dicho en la ilusión de cotidianidad, al suspender
vivencialmente al sujeto en su continua evolución (S. Resnizky, 2001).
Con el advenimiento del psicoanálisis, el trauma adquiere una gran importancia. Freud lo considera,
en el plano psíquico bajo tres significaciones: choque violento, efracción, y consecuencias sobre el
conjunto de la organización psíquica. Ligado, en los inicios de su obra a la teoría de la seducción
(1893), utiliza para su conceptuación diversos términos alemanes en relación a abusos, ataque,
atentado, violación y seducción. Este último significado es el que recoge Strachey para equipararlo
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con “trauma”. Aunque nunca abandonó este punto de vista, existe una gran diferencia con su
consideración en el marco de la teoría de la ansiedad, la teoría traumática y la compulsión a la
repetición (1915-1926): Una experiencia vivida que aporta en poco tiempo un aumento tan grande de
excitación a la vida psíquica, que fracasa su elaboración por los medios habituales, lo que
inevitablemente da lugar a trastornos duraderos en el funcionamiento energético. En Mas allá del
principio de placer y en relación con las neurosis traumáticas, Freud asevera que ese aflujo de
excitación, anula el principio del placer y de ahí, la obligación del aparato psíquico de reorganizarse
más allá del principio de placer, mediante la ligadura de la excitación a tareas que permitan su
descarga en forma de sueños repetitivos, revivir el hecho traumático… como una compulsión a la
repetición.
Laplanche (1987) especifica que en la obra de Freud se observa el cambio del acento de trauma
(teoría de la seducción) a situación traumática, con lo que ello implica del paso de una causalidad
mecánica desprendida de la equiparación de trauma con causa, a una temporalidad lineal que surge
de la implantación del trauma y la resignificación que obtiene ese trauma en la vida del sujeto. El
autor califica de genial esta teoría que hace caso omiso de todas las diferenciaciones que se
intentarán hacer después, entre factores exógenos y endógenos. Aquí todo es exógeno y al mismo
tiempo todo es endógeno porque toda eficacia viene del tiempo de renovación endógena de un
recuerdo, que por su parte proviene evidentemente, del acontecimiento exterior real. Se ha de tener
en cuenta, por tanto, la temporalidad, el momento en qué sucede el acontecimiento traumático, y la
persona dónde cobra eficacia dicho acontecimiento.
PUNTUALIZACIONES TERMINOLÓGICAS
El manual del DSM IV-R, recoge en su epígrafe F43.1 El trastorno de estrés postraumático. Al
especificar sus características diagnósticas, en su primer renglón dice: …aparición de síntomas
característicos que sigue a la exposición a un acontecimiento estresante y extremadamente
traumático…Si atendemos a esto, es fácil intuir que el término estrés se vincula al hecho, mientras
que el trauma se relaciona con la persona que lo sufre. En la CIE 10, a este mismo respecto, en el
apartado F43, plantea la necesidad de que existan antecedentes de un acontecimiento biográfico,
excepcionalmente estresante, capaz de producir una reacción a estrés agudo o la presencia de un
cambio vital significativo. En esta clasificación, pierde valor el hecho estresante a favor de la
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respuesta, mientras que parece que el trauma se esconde bajo la fórmula de acontecimiento
biográfico.
Sirvan estos dos ejemplos, de algo que manejamos continuamente en el ámbito clínico diagnóstico,
para remarcar lo que venimos diciendo sobre la necesidad de establecer los límites semánticos de
estos términos.
Un estresor es cualquier estímulo que provoca una respuesta de estrés, señala Pelechano, siguiendo
lo conceptuado por Sandín (1995). Los estresores se diferencian principalmente en función de su
origen: estresores psicosociales y biogénicos. Ambos funcionan de manera diferente a la hora de
provocar una respuesta de estrés. Mientras que los primeros, se cualifican como tales por la
significación o interpretación que el sujeto le atribuye, los biogénicos, no necesitan de dicha
interpretación para desencadenar el estrés. Son sus propiedades bioquímicas o físicas las
responsables directas de la respuesta. El estrés es la respuesta ante cualquier estresor. Un patrón
principalmente fisiológico, pero de mediación. Por ello convendría diferenciar, dice Pelechano, al
estrés producido por los estresores (respuesta), de los efectos y/o patologías, que son
manifestaciones de las respuestas continuadas e intensas por parte de ciertos órganos corporales
Otros autores denominan a los estresores como sucesos traumáticos (Echeburúa, 1997) con las
características de que indefectiblemente debe ser un acontecimiento negativo y muy intenso;
reservando el término trauma para la respuesta psicológica del sujeto. Para otros (Briere y Scott,
2006), el trauma, se refiere tanto a los eventos negativos que producen malestar como al malestar en
sí. Atendiendo a lo explicitado en las clasificaciones internacionales al uso, el trauma, técnicamente,
sólo haría referencia al evento y no a la reacción. El trauma se limita a hechos en los que un sujeto
se ve envuelto, que representan un peligro real para su vida o amenaza para su integridad física. Ello
ha generado múltiples controversias, puesto que cualquier hecho o evento puede adquirir la
categoría de traumático sin que exista amenaza vital o daño físico (Briere y Spinazzola, 2005, Ray,
2008, North et al 2009). Un incidente puede ser considerado traumático cuando los recursos internos
que el sujeto pone en marcha para controlarlo, o bien no son suficientes, o bien no son los
adecuados, llegándose a una respuesta inadecuada y productora de enfermedad. Linde, 2007, define
el trauma psicológico como una experiencia súbita e inesperada, que excede la capacidad individual
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percibida del sujeto para satisfacer lo demandado resultando alterado el marco de referencia propio.
El estrés, según lo dicho anteriormente, es una percepción, y de ahí, las diferentes respuestas en
diferentes personas (Resick, 2001). Esto contradice lo que argumentó, desde un punto de vista
fisiológico, Selye, al considerar que la respuesta siempre era la misma (inespecificidad de respuesta
al estrés) con independencia de los estresores. Si bien es cierto, que en parte esta aseveración
podría cumplirse desde un punto de vista neurofisiológico, son muchos los autores que han
encontrado, incluso desde ese punto de vista, respuestas específicas para determinados estresores,
lo que concuerda más con lo que podemos observar en la clínica diaria. Queda patente, que los
mismo estresores pueden generar diversas respuestas, incluido lo que Selye denominó eu-estrés, o
estrés productivo y que contrapuso a estrés destructivo o di-estrés.
Una vez establecidas las dificultades inherentes a estos términos proponemos, en aras del objetivo
que nos hemos marcado, las conceptualizaciones siguientes. Usaremos el término trauma, para
designar cualquier estímulo (hecho, acontecimiento, suceso, evento…) que por sus características
intrínsecas y/o extrínsecas, por su valor cuantitativo, por su apreciación cualitativa o por su modo de
aparición, lleven en el sujeto a la puesta en marcha de mecanismos de afrontamiento, cuya
respuesta, estrés, puede hacer enfermar al sujeto o agravar lo existente. Y hacemos hincapié en los
términos puede hacer enfermar o agravar lo existente, dada la funcionalidad adaptativa o no de dicha
respuesta. Contemplado de esta manera nos será más fácil diseñar el campo topológico que nos
llevará del trauma al síntoma.
EL ESTÍMULO: TRAUMA
Son muchos los autores que han clasificado los posibles estímulos traumáticos, en función de la
esencia del incidente traumático. Terr, en 1991 ya especificaba que había que diferenciar entre
trauma tipo I y II. El primero se daría de forma puntual, en el segundo se sufriría una exposición
repetida a eventos extremos. Solomón y Heide, en 1999, añadieron un tercero, más severo que
ponen en relación con una situación extrema, repetida y crónica, que sucede a temprana edad.
Ibrahim A. Kira et al (2008) publica un artículo en la revista Traumatology, que reune todas sus
investigaciones llevadas a cabo en años anteriores (1999, 2001, 2004) sobre una Taxonomía del
trauma, basada en dos vía diferentes en cuanto al origen estimular.
La primera, estaría en relación con el desarrollo individual de la persona y la afectación que el trauma
ocasionaría en importantes funciones madurativas. Por ejemplo: el abandono de los padres para el
apego; el abuso físico o sexual, el secuestro para individuación o identidad personal; la exposición
prolongada a la violencia para la interdependencia o el fracaso en el colegio o en el trabajo para la
autoestima… La segunda vía de clasificación se basa en características objetivas de estímulos o
eventos traumáticos (Fig. 1 y 2).
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Fig. 1
Fig. 2
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Para estos autores la utilidad de estas clasificaciones está en su relación con el tipo específico de
clínica que el sujeto que los padece puede presentar, además de que ayudan a una mayor y mejor
precisión de especificadores diagnósticos.
Para V. Pelechano (2000) los estímulos traumáticos serían todo aquello que produce un cambio en la
vida del sujeto que obliga a dicho sujeto a “reajustarse” para poder seguir viviendo. Este autor
plantea distinguir los estímulos de mediana o escasa identidad de los estímulos excepcionales,
planteando tres grupos en función de la intensidad.
a) Los que se presentan en la vida cotidiana y son, por ello, muy frecuentes pero
poco intensos (los fastidios o hassles como le llamaba Lazarus).
En cada uno de estos grupos se diferenciarían según su carácter estimular: negativo (lo
habitual) o positivo.
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Merecen ser mencionados, por su frecuencia, los llamados fastidios de la vida cotidiana
por el papel que desempeñan en el malestar o bienestar personal y porque se constituyen en fuente
de sufrimiento y/o perturbaciones en el estado de salud, bien por la acumulación o por la
sensibilización ante lo que pueda suceder.
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MECANISMOS DE AFRONTAMIENTO
Dentro de las estrategias de afrontamiento, unas van dirigidas a disminuir el trastorno emocional que
el estímulo traumático produce, y son entre otras la evitación, la minimización, la toma de distancia, la
atención selectiva, la reevelauación, la búsqueda de apoyo emocional…etc; otras, pretenden
solucionar el problema mediante búsqueda relevante de soluciones alternativas, cambios en la
cuantía motivacional del sujeto o tomar conciencia del problemas.
En el Manual DSM IV se recoge un apartado sobre Ejes propuestos para estudios posteriores, los
mecanismos de defensa o estrategias de afrontamiento, entendidos como procesos psicológicos
automáticos que protegen al individuo frente la ansiedad y las amenazas de origen interno o externo,
proponiéndose una escala con siete niveles desde lo más adaptado a lo más desadaptado, en el que
fallarían los proceso de autorregulación ante las amenazas:
4. Nivel de encubrimiento
6. Nivel de acción
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La mayoría de los autores ponen en relación los estilos de afrontamiento con la forma de ser, de
pensar y de sentir. En este sentido, cada día cobra más valor el concepto de resiliencia. La palabra
procede del latín resiliare, que se traduce por saltar hacia atrás, fue adoptada por la Física para
señalar la capacidad de algunos metales de contraerse, dilatarse y recuperar su estructura interna y
es en la Ingeniería donde se desarrolla mediante el significado de la capacidad de una viga para
soportar sin resquebrajarse.
En el campo de la psicología M. Rutter, 1979, la introduce para señalar aquella suerte de flexibilidad
adaptativa que hace que los individuos alcancen buenos resultados a pesar de estar expuestos a
experiencias adversas. En la actualidad, es considerada como una serie de recursos que una
persona, grupo o comunidad desarrolla para tolerar y superar los efectos de la adversidad. Este
recurso modularía la relación entre los factores de riesgo (variables personales y del entorno que
promueven respuestas negativas en situaciones adversas) y los factores de protección (variables del
sujeto y del contexto que potencian la capacidad de resistir a los conflictos y de manejar el estímulo
traumático), como los personales: Apego, autoconcepto e inteligencia, familiares y de la comunidad
(Wiener, 1995). En base a esto, habría personalidades poco o no resilientes, con un Yo quebradizo y
personalidades proresilientes con un Yo resistente, con toda una gama de gradaciones intermedias
que modularían la forma de respuesta ante los estímulos. Skodol, 2009, define las personalidades
resilientes en oposición a los trastornos de personalidad como sujetos muy integrados, empáticos y
sociales.
LA RESPUESTA: EL ESTRÉS
Parece evidente admitir, a la luz de lo hasta aquí mencionado, que la respuesta de estrés es un
fenómeno complejo.
Pelechano (2000) señala, siguiendo a Dohrenwend y Dohrenwend (1984) al menos, seis modelos
que podrían explicar el paso del trauma al síntoma:
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• Modelo de victimización
• Modelo de esfuerzo
• Modelo de vulnerabilidad
Modelo de victimización
Este modelo plantea una relación lineal entre el estímulo traumático y la salud-enfermedad, de
manera que cuantos más estímulos traumáticos haya menor será el estado de salud y comenzará la
enfermedad con mayor o menor gravedad en función de dichos eventos.
Modelo de esfuerzo
En este caso, el estímulo no actúa directamente sino que produce una serie de cambios
psicofisiológicos con respuestas específicas, que suponen una carga para el sujeto y que le llevan a
una exigencia adicional en su respuesta, que es la que le puede llevar a enfermar.
Modelo de vulnerabilidad
Lo importante aquí es la predisposición personal y el contexto donde suceda el trauma. Éste actuaría
facilitando la aparición de la enfermedad por incremento de dicha vulnerabilidad.
Como su propio nombre indica hace referencia al poder patógeno no del estímulo en sí, sino de su
acumulación, por ello el valor patogénico se deriva del incremento de estímulos traumáticos.
La interpretación del estímulo traumático se hace en función de los contextos psicosociales y las
disposiciones personales que son los relevantes y no es el hecho traumático per se el que le lleva a
enfermar.
Lo que falla, según este modelo es la cualificación cognitiva del estímulo que siempre es percibida
como amenazante y/o peligrosa y que desencadena la puesta en marcha de la enfermedad.
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Diversos autores (Pearlin, 1989; Sandin, 2006) hacen hincapié en la importancia del cambio vital
que se produce o más bien, de de la cualidad del cambio vital (Aneshensel, 1992, Pearlin, 1989,
Thoits, 1983) tras el estímulo traumático, sobre todo tras catástrofes naturales o personales
especialmente traumáticas; en este caso se hablaría de los estímulos como factores predisponentes
(por traumas ocurridos en la infancia) que aumenten la vulnerabilidad o precipitantes (estímulos
recientes).
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REFERENCIAS
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Echeburúa, E. et al. Nuevos enfoques terapéuticos del trastorno de estrés postraumático en las
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Kira, I.A. et al. Measuring Cumulative Traume dose types, and profiles using a developmen-based
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Sandían, B et al. Sucesos vitales estresantes y trastorno de pánico en relación con el inicio del
trastorno, la gravedad clínica y la agorafobia. Rev. De Psicopatología y Psicología clínica: 11, 2, 179-
190, 2006
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E. DE LLERA SUÁREZ-BÁRCENA
I. INTRODUCCIÓN.
De esta manera, nuestras leyes penales históricas han venido dando una respuesta punitiva a las
agresiones con resultados consistentes en lesiones físicas, pero, hasta la época de la codificación
penal, no ha previsto la sanción de las psíquicas.
A pesar de todo, este reconocimiento de la salud psíquica como objeto de protección penal, sea por
las exigencias propias del Derecho penal, sea por los criterios construidos por la Jurisprudencia
sobre estos delitos, lo cierto es que apenas se encuentran resoluciones relativas a delitos de lesiones
psíquicas.
Por su parte el Derecho civil también ha obviado la regulación de los fenómenos psíquicos, salvo,
como se ha dicho, para establecer las limitaciones de la capacidad de obrar de los sujetos en orden a
regir su persona (por ejemplo, contraer matrimonio) o al gobierno de sus bienes (contratar, otorgar
testamento, etc.).
Sin embargo, la influencia del Derecho canónico, hizo que el Derecho civil fuera elaborando unos
conceptos –poco precisos- siempre calificados mediante el adjetivo «moral», que ha empleado para
referirse a las realidades intangibles a través de los sentidos y, por supuesto, también a los
fenómenos del mundo psíquico. Así la denominación de «personas morales» se asignó a los sujetos
de derecho colectivos, como las sociedades, asociaciones o corporaciones, para reconocerles
capacidad jurídica y de obrar, equivalentes a las capacidades reconocidas a las persona físicas. Y,
tratándose de perjuicios causados a las personas que van más allá de lo corporal o de lo orgánico, se
acudió al concepto de «daño moral». Dentro de esta noción los civilistas han cobijado, no sólo los
daños psíquicos, sino todos los posibles sentimientos y emociones adversas producidas a un sujeto.
Con todo, como veremos, el Derecho civil parece haber renunciado a verificar o constatar en la
mayoría de los casos la producción de daños morales así como a baremarlos a efectos de fijar su
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indemnización. Así, el Derecho civil presume iuris et de iure -es decir, sin admitir prueba en contrario-
que determinados acontecimientos producen daños morales, sin definirlos ni concretarlos, y, por otro
lado, otorga la más amplia discrecionalidad al juez para baremarlos y fijar su indemnización,
discrecionalidad que, según la Jurisprudencia, es además irrevisable en vía de recurso.
Como dije antes, el Derecho penal inicialmente protegió prácticamente en exclusiva la «integridad
corporal», castigando fundamentalmente la producción de mutilaciones y deformidades del cuerpo
humano. Más tarde se dio cabida a la «salud física» de los sujetos, con lo que a la relevancia penal
de las mutilaciones y menoscabos orgánicos se vinieron a sumar las acciones causantes de
deficiencias fisiológicas y en general de mal funcionamiento del organismo humano. Sólo a partir del
primer Código Penal de 1822 se dio cabida a la salud mental como objeto de protección por la ley
penal, al castigar en su artículo 635 las agresiones que producían como resultado la «demencia» de
la víctima. Bajo el concepto de demencia se encuadraban todas las enfermedades o trastornos
mentales graves entonces conocidos y que podían constatarse sensorialmente.
Dicha noción se mantuvo en el Código Penal de 1848, hasta que en el Código Penal de 1870 fue
cambiada por la de «imbecilidad», noción que aparecía equiparada a la impotencia y a la ceguera y
que se mantuvo hasta la reforma del Código Penal de 1989. Sin embargo los comentaristas de aquel
Código no hacen referencia alguna a lo que ha de entenderse por imbecilidad. Sólo he podido
encontrar una sentencia mucho más reciente del TS de 13 de diciembre de 1971 que declaró que la
imbecilidad «no significa toda clase de perturbación mental de carácter permanente, pero si el trauma
craneal determinante de un estado demencial permanente».
De todos modos aunque la protección expresa de la salud mental ha aparecido y desaparecido en los
distintos Códigos Penales, la Doctrina sin embargo solía sostener que aunque el Código Penal no
hiciera referencia expresa a ella, había de entenderse englobada en el concepto de salud de las
personas.
En la dicción literal del primer artículo que el Código Penal dedica a las lesiones y que define el tipo
básico, el bien jurídico protegido lo constituyen la integridad corporal y la salud física y mental de las
personas. En efecto el art. 147.1 del Código señala el castigo de «el que, por cualquier medio o
procedimiento, causare a otro una lesión que menoscabe su integridad corporal o su salud física o
mental».
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Como es lógico el precepto viene a acumular los tres valores acopiados históricamente -esto es, la
integridad corporal y la salud física y la psíquica de las personas- como objeto de protección.
No obstante, algunos penalistas afirman que con la tipificación de los delitos de lesiones la ley penal
se dirige a proteger en exclusiva la salud tanto física como psíquica de las personas, aduciendo que
la integridad corporal no puede constituir el objeto de tutela en la medida que se trata de un bien
instrumental, que forma parte de la salud pero que, en determinados supuestos, puede resultar
contraria a ésta (OCTAVIO DE TOLEDO); así se afirma que las intervenciones quirúrgicas que
consisten en la extirpación de un órgano o miembro que quebranta la salud (por ejemplo, las
amígdalas a un tumor canceroso), la conducta de extirpar atenta contra la integridad corporal, pero
no debe ser considerada típica por cuanto no redunda en un perjuicio, sino en un beneficio para la
salud (BERDUGO). En mi opinión, sin embargo, en estos casos lo que legitima la agresión a la
integridad corporal no es que ésta no atente a la salud, sino el consentimiento del paciente que unido
a la acción del médico sujeto activo de la agresión en el ejercicio legítimo de una profesión o el
cumplimiento de un deber, hace que tales conductas no sean antijurídicas. Ya que, si no se da el
consentimiento informado del paciente, podrá responsabilizarse al médico de lesiones.
2. La conducta objetiva.
La conducta incriminada consiste legalmente en una agresión que ha de producir unos concretos
resultados; puntualmente y según el texto legal del art. 147 del Código Penal, causar a otro «una
lesión que menoscabe su integridad corporal o su salud física o mental». Esta nota distingue
netamente las infracciones de lesión de las de maltrato de obra en las que la acción del sujeto activo
se consuma con las agresiones sobre la víctima, pero sin producir el resultado de menoscabo a su
salud o a la integridad. Basta para comprobarlo comparar las dos infracciones tipificadas en los
puntos 1 y 2 del art. 617 del Código Penal. En efecto, la primera sanciona al que «por cualquier
medio o procedimiento, causara a otro una lesión no definida como delito en este Código», mientras
que la segunda castiga al que «golpeare o maltratare de obra a otro sin causarle lesión».
La comisión del delito no exige pues medios concretos, como pone de manifiesto que el art. 147.1 del
Código Penal se refiere al que causare a otro una lesión «por cualquier medio o procedimiento».
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2.2. El resultado.
El tipo penal exige como resultado la producción de una lesión –esto es, un menoscabo a la
integridad corporal o a la salud- que requiera objetivamente, para su sanidad, tratamiento médico o
quirúrgico, además de una primera asistencia facultativa.
Lo contrario a la salud es la enfermedad, por lo que en principio el resultado material de los delitos de
lesiones ha de ser la producción de una enfermedad o la agravación de una preexistente. Y, dada la
amplitud de los términos del Código Penal, permite acoger una concepción amplia de enfermedad,
entendida como cualquier alteración, más o menos grave, en la salud de las personas (TAMARIT).
Mayores problemas suscita que ha de entenderse por lesiones psíquicas, esto es, cuando lo afectado
es la salud mental, cuestión a la que luego nos referiremos.
Por tratamiento médico ha de entenderse toda actividad prolongada más allá de la primera asistencia
medica dirigida a la curación de la enfermedad provocada o agravada o a paliar sus efectos, siempre
que se lleve a cabo o se indique por un médico. Así, la STS 6 febrero 1993 (RJ 1993, 882), definió
como tratamiento médico «aquel sistema que se utiliza para curar una enfermedad o para tratar de
reducir sus consecuencias, si aquélla no es curable. Por ello, todo aquello que significa simples
cautelas o medidas de prevención (como obtención de radiografías, pruebas de escáner, de
resonancia magnéticas..., sometimiento a observación si ésta no genera intervenciones corporales
propiamente dichas, etc.) no será tratamiento», razonando que «Otra solución conduciría a que la
mayor o menor exigencia del facultativo, respecto a la observación/prevención, determinara la
presencia de un delito o una falta, que no parece correcto por la inseguridad que este criterio
generaría». Asimismo, la STS 3 junio 1994 (RJ 1994, 4524) define el tratamiento como una «acción
prolongada más allá del primer acto médico y supone una reiteración de cuidados que se continúa
por dos o más sesiones hasta la curación total».
Pero no faltan sentencias en las que se ha entendido por tratamiento médico una única intervención
facultativa cuando su naturaleza médica no deja lugar a dudas. Así se ha calificado como tratamiento
médico la desvitalización del nervio de una pieza dental, mediante endodoncia (STS 28 febrero 1994
[RJ 1994, 15821) o la inmovilización de un tobillo (STS 27 diciembre 1994 [RJ 1994, 10319]). En
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Igualmente ha considerado con carácter general tratamiento médico la aplicación de puntos de sutura
y la inmovilización ósea de miembros con fines curativos. En este sentido la STS 3 junio 1994 (RJ
1994, 4524) declaró que «cualquier operación que necesite cirugía reparadora y que suponga la
necesidad de aplicar puntos de sutura, es y constituye un tratamiento quirúrgico». Y la STS 28
febrero 1997 (RJ 1997, 1465) sentó que la «sutura quirúrgica y la férula de contención, junto con la
prescripción de fármacos, son reveladores de un tratamiento reparador; sin que obste a tales
apreciaciones el que, al término de la curación, pudiera ser el propio lesionado el que, por indicación
facultativa, pudiera retirar los puntos o extraer la férula».
Como el art. 10 del Código Penal define el delito diciendo que "son delitos o faltas las acciones y
omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley" y el art. 5 señala que "no hay pena sin dolo o
imprudencia. El dolo se identifica con la conciencia y voluntad del sujeto de causar una lesión.
Por tanto, las exigencias subjetivas del delito se cifran en la concurrencia en el sujeto del dolo
genérico de lesionar.
Pero además, en la teoría general del delito, la Jurisprudencia ha distinguido entre dos clases de
dolo: dolo directo y dolo eventual. Existe dolo directo cuando la realización de la conducta y el
resultado en los delitos materiales (como son los de lesiones) es el fin que el sujeto se proponía
alcanzar, existiendo una completa correspondencia entre lo que el sujeto quería y el suceso externo
que ha tenido lugar. El dolo eventual tiene lugar cuando el sujeto dirige su acción a la producción de
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Pues bien, la Jurisprudencia ha declarado que el delito de lesiones exige el dolo del autor, entendido
éste como intención de producir el resultado, bastando el dolo genérico de lesionar, de menoscabar
la integridad o salud física o mental de la víctima (SSTS 2164/2001, de 12 de noviembre y
1101/2001, de 8 de junio).
Añadiendo que dicho dolo «puede ser directo, aunque también basta el dolo eventual que suele ser
el más frecuentemente producido» (SSTS 1454/2002, 13 de septiembre; 1140/2002, 19 de junio;
1076/2002, 6 de junio y 2168/2001, 21 de noviembre).
Así esta última sentencia señaló: «La figura delictiva del art. 147 CP requiere la existencia de un dolo
genérico, integrado por la conciencia del significado antijurídico de la acción y la voluntad de
ejecutarla. Y, junto a éste, es precisa la concurrencia del dolo específico que el tipo exige: el «animus
laedendi», esto es, el dolo de menoscabar la integridad corporal o la salud física o mental de la
víctima, que concurrirá tanto si este resultado se busca de propósito y es directamente querido por el
agente (dolo directo), como si éste se ha representado la probabilidad del resultado y, asumiéndolo y
aceptándolo, prosigue con la acción que genera las consecuencias lesivas (dolo eventual)».
De este modo, aunque el dolo debe abarcar el alcance del resultado producido, es suficiente que lo
abarque en la modalidad de dolo eventual (STS 69/2000, 31 de enero).
Y esta concepción hace posible que el delito de lesiones concurra junto con otros delitos cometidos
por el autor de las lesiones. Así, la Jurisprudencia ha admitido que el delito de lesiones, al menos de
lesiones físicas, puede entrar en concurso -de ordinario, real- con delitos de robo con violencia,
detención ilegal, agresión sexual, determinación para la prostitución, atentado, violencias en el
ámbito familiar (TS 726/2004, 4 de junio; 2516/2001, 31 de diciembre; 1588/2001, 17de septiembre y
14/2001, de 6 de enero), e incluso con amenazas, si, a la vez que se lesiona, se amenaza de muerte
(TS 1919/2002, 21 de noviembre).
Por último conviene reseñar que el Código Penal admite la comisión por imprudencia de las lesiones
en su art. 152, que tipifica los delitos de lesiones imprudentes, y en su art. 621.1 y 3, que tipifica las
faltas de lesiones imprudentes.
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psíquica pueda concurrir con otros delito violentos, como el de robo o el de agresión sexual. Por
último, se restringe la posibilidad de apreciar la comisión de lesiones psíquicas por dolo eventual.
Desde la perspectiva psiquiátrica forense se ha definido la lesión psíquica como «una alteración
clínica aguda que sufre una persona como consecuencia del trauma y que le incapacita
significativamente para hacer frente a los requerimientos de la vida ordinaria a nivel personal,
laboral, familiar o social» (GUIJA VILLA). Sin embargo en la Jurisprudencia de la Sala de lo Penal del
TS no existe acuerdo sobre esa noción.
De seguirse una interpretación literal del Código Penal, el art. 147.1 describe el resultado típico
refiriéndose a «una lesión que menoscabe» la «salud mental», por lo que en definitiva el resultado ha
de cifrarse necesariamente en un menoscabo de la salud mental. Pero de ahí en adelante el Código
no resuelve a que tipo de menoscabo se refiere, ni si ha de ser o no grave, así como si exige cierta
duración temporal.
Lo que desde luego no puede afirmarse es que todo menoscabo psíquico constituya un delito de
lesión psíquica, pues el art. 153, que sanciona los delitos de maltrato de género y familiar castiga a
«el que por cualquier medio o procedimiento causare a otro menoscabo psíquico o una lesión no
definidos como delito en este Código, o golpeare o maltratare de obra a otro sin causarle lesión», es
decir, se refiere a un menoscabo psíquico distinto de una lesión psíquica. Nótese que el art. 153 del
Código Penal ha elevado a la categoría de delito ciertas conductas de maltrato de obra, lesiones
leves, amenazas y vejaciones también leves, descritas en los 617 y 620, atendiendo a las relaciones
del sujeto activo con la víctima y el bien jurídico que protege no es la salud de las personas sino su
derecho a la dignidad tal y como resulta consagrado por el art. 15 de la Constitución Española o,
como dice el precepto, el derecho a la integridad física y moral frente a torturas y tratos degradantes
o inhumanos.
Para delimitar la noción de lesión psíquica, la Jurisprudencia parece atender de modo genérico a las
referencias contenidas en los documentos de la Organización Mundial de la Salud y a las
clasificaciones al uso, como el CIE-10 y el DSM-IV, pero en realidad no ha afirmado que todas las
categorías de trastornos mentales y de la personalidad constituyan enfermedades mentales a efectos
de sancionar la producción de cualquiera de ellas como delitos de lesiones.
Así, por ejemplo, la STS 1606/2005, de 27 de diciembre, señaló de manera tan abstracta como inútil
para delimitar la noción de lesión psíquica, que:
«El concepto de lesiones psíquicas o mentales está avalado por la Organización Mundial de la Salud
que engloba bajo la rúbrica de enfermedad no sólo los daños físicos sino también los padecimientos
mentales. Enfermedad mental es el desorden de las ideas y los sentimientos con trastornos graves
del razonamiento, del comportamiento, de la facultad de reconocer la realidad y de adaptarse a los
retos normales de la vida. Está provocada por perturbaciones cerebrales, de origen genético, tóxico,
infeccioso o terapéutico», añadiendo que: «Los baremos para la enfermedad mental aparecen en el
BOE del 13 de marzo de 2000, que traía las correcciones del RD 1971/1999, de 23 de diciembre.
Estos baremos, basándose en los sistemas de clasificación internacionales, CIE-10 y DSM-IV,
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La STS 30 octubre 1994 (RJ 1994, 8334) parece incluir en el concepto de lesiones psíquicas las que
producen no sólo trastornos mentales sino trastornos de la personalidad, al señalar que «en el campo
específico de la enfermedad mental se distingue entre las que son consecuencia de malformaciones
o enfermedades somáticas (malformaciones cerebrales, traumatismos cerebrales, arteriosclerosis...)
y todas las demás anomalías psíquicas llamadas también variedades anormales del modo de ser
psíquico».
La Jurisprudencia, dando un paso más hacia la imprecisión, incluso parece haber extendido la noción
de lesión psíquica más allá de los trastornos mentales y de la personalidad comprendidos en las
clasificaciones internacionales aceptadas por la literatura científica psiquiátrica. Así la STS 261/2005,
28 de febrero señala que:
«tratándose de menoscabo de la salud psíquica, la Ley no exige en modo alguno que dicho
menoscabo sea de carácter permanente. Por lo tanto, cabe considerar que un menoscabo transitorio
de la salud mental es suficiente para configurar la gravedad requerida por el tipo del delito de
lesiones. Por otra parte, el menoscabo no debe alcanzar la gravedad de una enfermedad mental. La
Ley exige solo una alteración del equilibrio psíquico no irrelevante».
En el mismo sentido se han pronunciado las SSTS 785/1998, 9 de junio y 403/2006, 7 de abril, así
como la SAP de Madrid (sección 2ª) 511/2002, 21 de noviembre.
De todos modos, conforme al requisito general exigido por el art. 147.1 del Código Penal, el
tratamiento ha de ser médico y ser objetivamente necesario para la curación de la lesión psíquica.
Y con relación a la exigencia de que dicho tratamiento médico sea «objetivamente necesario» para la
curación de la lesión psíquica, el criterio seguido a veces por la Sala de lo Penal del TS es que el
tratamiento ha debido tener lugar para apreciar el delito, diciendo: «la víctima sufrió un trastorno de
ansiedad que suele ir unido a un trastorno depresivo, trastornos ambos que suelen ser comunes en
este tipo de agresiones, siendo la duración de los mismos en la víctima de siete a ocho meses, y sin
que conste que haya estado sometida a tratamiento médico. Por lo tanto, la ausencia del tratamiento
médico impide calificar los hechos como constitutivos de un delito» (STS 12/06, de 19 de enero).
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Sin embargo en otras ocasiones ha manifestado que basta con que el tratamiento médico sea
objetivamente necesario para la curación para apreciar la existencia de lesiones psíquicas, con
independencia de que la víctima lo haya recibido o no. Así la STS 1544/1997, de 15 de diciembre
declaró que «Además de ocasionar a la víctima una equimosis en el brazo, le produjo una lesión
psíquica que adoptó la forma de depresión reactiva, sin que sea factible calificar la depresión como
secuela, sino como una verdadera lesión típica para cuya curación ha precisado de tratamiento
médico». Y aún más claramente la STS 261/2005, de 28 febrero: «El tratamiento psiquiátrico era
objetivamente necesario para el tratamiento de la depresión grave, pues se trata de una enfermedad
clasificada como tal en las publicaciones que establecen los standard de psiquiatría (DSM-IVTR,
F.32.2 ó F.33.2)».
Muchas veces la Sala de lo Penal ha admitido sin más que determinadas consecuencias psíquicas
exigen por su naturaleza tratamiento, por lo que ha considerado la existencia de lesiones psíquicas.
Así la STS 1077/1998, de 17 octubre dijo que «Si como consecuencia de una agresión física la
víctima requiere tratamiento psiquiátrico, por sufrir una neurosis de angustia, existe delito de lesiones
psíquicas». Incluso en alguna ocasión ha presumido que determinados hechos o situaciones han de
producir necesariamente una lesión psíquica necesitada de tratamiento: «La experiencia general
permite considerar que el hecho de que un niño de once años presencie el asesinato de su hermana
de tres años altera, al menos transitoriamente, su equilibrio psíquico de una manera no irrelevante,
causándole una lesión psíquica» (STS 785/1988, 9 de junio).
La Jurisprudencia penal española también ha negado la concurrencia de lesiones psíquicas con otros
delitos, incluso violentos, en base a la idea de que el daño psíquico en que la lesión consiste ha sido
tenido en cuenta por el Legislador al tipificar esos otros delitos y establecer su pena concreta.
Así, respecto a la relación concursal entre los delitos contra la libertad sexual y el de lesiones
psíquicas, el Acuerdo Plenario no jurisdiccional de la Sala Segunda del Tribunal de 10 de octubre de
2003 resolvió lo siguiente:
«Las alteraciones psíquicas ocasionadas a la víctima de una agresión sexual ya han sido tenidas en
cuenta por el legislador al tipificar la conducta y asignarle una pena, por lo que ordinariamente
quedan consumidas por el tipo delictivo correspondiente, por aplicación del principio de consunción
del artículo 8.3 del Código Penal , sin perjuicio de su valoración a efectos de la responsabilidad civil».
El art. 8 del Código Penal regula los supuestos de concurso de leyes y no de delitos: «Los hechos
susceptibles de ser calificados con arreglo a dos o más preceptos de este Código, y no
comprendidos en los artículos 73 a 77, se castigarán observando las siguientes reglas:…» y el punto
3 señala como un supuesto de concurso de leyes: «El precepto penal más amplio o complejo
absorberá a los que castiguen las infracciones consumidas en aquél».
Pues bien, la Jurisprudencia luego extendió esta doctrina a todos los supuestos de delitos violentos
que provocaban menoscabos psíquicos a las víctimas.
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«Resulta patente que toda agresión personal produce, además del correspondiente resultado típico
contra la propiedad, en el caso del robo con intimidación, la libertad, en otros delitos, una
conturbación anímica en ocasiones limitada al sobresalto o a la perplejidad del ataque, generando
desconfianza, temor, incluso, angustia consecuencia natural del hecho agresivo. El legislador prevé
esas consecuencias y las contempla en la determinación del reproche correspondiente al delito. Pero
también es posible que esos resultados de la agresión superen esa consideración normal de la
conturbación anímica y permitan ser consideradas como resultado típico del delito de lesiones
adquiriendo una autonomía respecto al inicial delito de agresión merecedora del reproche contenido
en el delito de lesiones, siendo preciso su determinación como resultado típico del delito de lesiones
y la concurrencia de los demás elementos típicos del delito de lesiones …
Pero el TS deriva al dictamen pericial la diferencia entre las consecuencias psíquicas que llama
normales derivadas de otro delito, de aquellas que, por su naturaleza y autonomía deben castigarse
manera autónoma en concurso real de delitos. En este sentido la STS 79/2009, 10 de febrero dijo:
«Será necesariamente la prueba pericial la que deba determinar si la conturbación psíquica que se
padece a consecuencia de la agresión excede del resultado típico del correspondiente delito de la
agresión o si, por el contrario, la conturbación psíquica, por la intensidad de la agresión o especiales
circunstancias concurrentes, determina un resultado que puede ser tenido cono autónomo y, por lo
tanto, subsumible en el delito de lesiones».
Esta posición de la Jurisprudencia se sigue manteniendo hoy como revela la reciente STS 235/2011
de 9 marzo:
«Desde luego que la Audiencia relata con detalle las secuelas síquicas que a Alicia y a Isidora
determinaron los actos llevados a cabo por Fermín y que en el factum se relatan. Pero, mientras a las
lesiones corporales la Jurisprudencia del TS se muestra proclive a su punición diferenciada con los
abusos o las agresiones sexuales, el Pleno no jurisdiccional de esta Sala acordó, el 10/10/2003, que:
"las alteraciones psíquicas ocasionadas a la víctima de una agresión sexual ya han sido tenidas en
cuenta por el legislador al tipificar la conducta y asignarle una pena, por lo que ordinariamente
quedan consumidas en el tipo delictivo correspondiente, por aplicación del principio de consunción
del art. 8.3 del CP , sin perjuicio de su valoración a efectos de la responsabilidad civil"».
Nótese que la respuesta señalada por la Sala de lo Penal del TS se encuadra en el seno de la
responsabilidad civil ex delicto, esto es, queda derivada al campo de los «daños psíquicos»
susceptibles de indemnización civil. Luego me ocuparé de esta cuestión.
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En los supuestos de delitos de lesiones psíquicas concurrentes con otros delitos, también se ha
negado su punición separada en base a considerar la falta de dolo directo, sin que baste el dolo
eventual, e incluso no suele aceptarse la imputación a título de imprudencia, a diferencia de lo que
sucede cuando se trata de resultados consistentes en lesiones físicas, según se dijo.
La STS 1606/2005, 27 de diciembre sentó el criterio de exigir para el delito de lesiones psíquicas la
concurrencia exclusiva de dolo directo. Así dijo el TS que:
«El desencadenamiento de una lesión mental, desde el punto de vista del derecho penal, exige una
acción directamente encaminada a conseguir o causar este resultado. Cualquier alteración psíquica
que sea consecuencia de una situación de violencia sufrida (violación, detención ilegal, allanamientos
de morada, etc.) no tiene normalmente una conexión directa entre la acción querida y el resultado, ya
que en estos casos y en otros semejantes el propósito y voluntad delictiva está encaminado a causar
males distintos de la lesión psíquica. En la mayoría de los supuestos el "stress" postraumático es un
resultado aleatorio, cuya mayor o menor intensidad depende en gran medida de los resortes
mentales y de la fortaleza psíquica y espiritual de la víctima. No existe la menor duda sobre la
necesaria evaluación de las secuelas como base indemnizatoria, pero en ningún caso pueden
añadirse o acumularse a los resultados penalmente sancionados».
Incluso ha venido a exigir una conducta reiterada en el tiempo y caracterizada por el dolo directo:
«La lesión psíquica como resultado directo de una acción voluntaria encaminada a conseguir este
propósito tiene que ser la consecuencia final de una acción que normalmente no se agota en un solo
acto sino en una conducta metódica, constante, fría y calculada que coloque a la víctima en una
situación de ansiedad que afecte a su estabilidad y salud mental» (STS 1606/2005, 27 de diciembre).
Según se dijo antes, en no pocos delitos violentos, los menoscabos psíquicos causados a la víctima
sólo encuentran respuesta a través de la responsabilidad civil dimanante del hecho delictivo,
incluidos en la noción de daños morales.
La doctrina y las legislaciones clásicas habían reconocido únicamente como indemnizables los daños
patrimoniales, que eran perfectamente evaluables, basándose en el Derecho romano donde regía el
principio «nulla corporis aestimatio fieri potest» contenido en el Digesto y desarrollado después por
los glosadores. Fue una vez más la influencia del Derecho canónico la que dio vida a la posibilidad
de indemnización de los daños personales físicos y morales.
En realidad no se sabe bien cuando surgió en el Derecho civil la idea de la indemnización de los
daños morales (DÍEZ PICAZO). Pero lo que si es cierto es que desde el principio la Doctrina señaló
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Por estas razones la Jurisprudencia civil ha sido bastante restrictiva en la indemnización de los daños
morales, exclusión hecha de los daños al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Sin embargo la
Jurisprudencia penal no tuvo nunca inconveniente en admitir su existencia cuando eran
consecuencia de la comisión de un hecho delictivo violento.
Y, en efecto, nuestras leyes civiles -con la excepción de la Ley 1/1982 de protección del honor, la
intimidad y la propia imagen- no contienen normas sobre la indemnización de los daños morales. Sin
embargo los Códigos Penales, a partir del de 1944, al regular la responsabilidad civil ex delicto, si
incluyen los daños morales como objeto de indemnización.
El Código vigente, tras disponer en su art. 109.1 que «La ejecución de un hecho descrito por la ley
como delito o falta obliga a reparar, en los términos previstos en las leyes, los daños y perjuicios por
él causados», señala en el art. 110 que «La responsabilidad establecida en el artículo anterior
comprende: … 3º La indemnización de perjuicios materiales y morales».
La regulación se completa con el art. 113 al disponer que «La indemnización de perjuicios materiales
y morales comprenderá no sólo los que se hubieren causado al agraviado, sino también los que se
hubieren irrogado a sus familiares o a terceros», con lo que se extiende la indemnización del daño
moral a determinadas personas relacionadas con la víctima, cuestión ésta -de la extensión- cuyos
límites ha provocado un vivo debate en la Jurisprudencia.
En lo que aquí interesa, la Sala de lo Penal del TS, al resolver sobre la llamada responsabilidad civil
ex delicto derivada de hechos violentos, ha cobijado en este concepto toda suerte de menoscabos
psíquicos, aunque no hayan sido calificados penalmente como delitos de lesiones psíquicas.
Por tanto, todos aquellos menoscabos psíquicos considerados «normales» –es decir, derivados de
manera natural, normalmente o propios del delito-, que no son susceptibles de sanción autónoma
porque fueron tenidos en cuenta por el legislador al establecer la pena del mismo, son sin embargo
indemnizables a título de responsabilidad civil ex delicto.
Por otro lado, el daño moral puede producirse en o durante la comisión del delito o ser posterior a él
(CABANILLAS MÚGICA). La pérdida temporal de la libertad, el padecimiento de una agresión sexual
o la angustia de estar sujeto a torturas constituyen un daño directamente causado por el delito. Pero
las consecuencias del delito susceptibles de ser encuadradas en el concepto de daño moral van
mucho más allá del momento de la comisión e incluyen las imprevisibles secuelas psicológicas que
puede padecer el menor objeto de un delito sexual (STS de 28 de noviembre de 1996 [RJ
1996\8889]), el miedo a padecer una nueva agresión que afecta a la mujer que ha sido atacada con
un arma de fuego por su marido (STS de 2 de octubre de 2000 [RJ 2000\8718]) o, incluso, haber
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tenido que «soportar con posterioridad al hecho una carga personal a consecuencia del injusto
(rememoración del suceso ante el Juez de Instrucción y en el juicio» (STS de 12 de mayo de 2000
[RJ 2000\6928]).
Ello es así porque la Jurisprudencia penal del TS ha extendido el concepto de daños morales más
allá de la noción penal de lesión psíquica y por ende rechaza la identificación de uno y otra. Incluso,
tratándose de delitos de lesiones, el daño moral incluye la llamada «pecunia doloris» que cobija las
molestias, dolores e incomodidades que producen la misma lesión y los actos curativos (Ver, por
ejemplo, las SSTS de 7 de octubre de 1985 [RJ 1985\4783], 2 de febrero de 1990 [RJ 1990\1041]).
Y es que, como ha señalado CAVANILLAS MÚGICA, para el TS «no es lo mismo daño moral que
patología psicológica y por eso el TS rechaza la denominación de “daños psíquicos” para los daños
morales (STS de 28 de noviembre de 1996 [RJ 1996\8889]). Por eso, el TS mantiene que, para que
exista daño moral, basta con esta desazón causada a la víctima, sin necesidad de que se concrete
en una patología psicológica (SSTS de 8 de febrero de 1995 [RJ 1995\712], 29 de mayo de 2000 [RJ
2000|4145])».
Por la misma razón y, como se apuntó antes, el TS no considera necesario acreditar la producción
del daño moral a efectos de considerarlo indemnizable, presumiendo –iuris et de iuere (es decir, sin
admitir prueba en contrario) que éste tiene lugar como consecuencia de determinados sucesos (así,
por ejemplo, las SSTS de 31 de enero de 1992 [RJ 1992\614], 3 de noviembre de 1993 [RJ
1993\8397] y 31 de octubre de 2000 [RJ 2000\8703]).
Así, la Jurisprudencia ha considerado que los daños morales consistentes en el «dolor psíquico,
aflicción, mortificación o molestia» causados por el delito, no pueden propiamente ser probados
(STS de 24 de febrero de 1984 [RJ 1984\1173]). Como explica la STS de 4 de julio de 1985 (RJ
1985\3953), «cuando se trate de ciertas infracciones que generan daños morales «strictu sensu»,
puede bastar la mera perpetración del delito y la plasmación de sus consecuencias, con tal de que el
daño dicho, haya sido producido, natural e inherentemente, por la infracción».
Pero esta sentencia añade algo más y es que en estos casos la valoración del daño moral debe
realizarse por el Juez con absoluta discrecionalidad; así dice: «debiéndose, en tal caso, cuantificar el
referido daño de modo prudencial y sin necesidad de sujetar el arbitrio judicial, a pauta, base o
condicionamiento de clase alguna». En el mismo sentido se han pronunciado multitud de sentencias:
SSTS 19 de enero de 1981 (RJ 1981\150), 24 de febrero de 1984 (RJ 1984\1173), 29 de junio de
1987 (RJ 1987\5018), 6 de octubre de 1989 (RJ 1989\7629), 31 de diciembre de 1990 (RJ
1990\10119), 17 de junio de 1991 (RJ 1991\1908) y 7 de julio de 1992 (RJ 1992\6137).
En realidad, como apunta QUINTERO OLIVARES, «la imposibilidad de establecer unos parámetros
operativos para la valoración de los daños morales se confirma con un examen de la jurisprudencia.
Los argumentos esgrimidos se desenvuelven normalmente en un ámbito inevitablemente abstracto:
«El daño sólo puede ser establecido mediante un juicio global basado en el sentimiento de
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reparación del daño producido por la ofensa delictiva», por lo que deberá atenderse «especialmente
a la naturaleza y la gravedad del hecho teniendo en cuenta las demandas de los interesados,
atemperadas a la realidad socioeconómica de cada momento histórico» (SSTS 26, septiembre 1994
[RJ 1994, 7193] y 28 abril 1995 [RJ 1995,3387)».
Es cierto que la Ley 30/1995, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados estableció en su
Disposición Adicional 8ª un anexo que contiene el sistema de valoración de los daños corporales
causados en accidente de circulación, pero en realidad ha sido poco sensible con la baremación de
los daños morales, ya que los daños morales, si bien se mencionan como partida indemnizatoria (art.
1.2), no se tienen en cuenta en la reparación porque se incluyen en la llamada «indemnización
básica» por lesiones corporales. En definitiva, se obvian (VICENTE DOMINGO).
En el mismo sentido ha dicho GUIJA VILLA que «lo curioso y cierto de este baremo es que recoge en
sus seis apartados las diferentes posibilidades [de lesiones corporales] (cabeza y cara, aparato
genital, glándulas y vísceras, miembros superiores, miembros inferiores y cicatrices) pero obvia las
lesiones psíquicas definitivas y no invalidantes, lo que parece un contrasentido al tratarse
específicamente de una normativa dirigida a víctimas de una etiología concreta y la cual, como ha
quedado expuesto a lo largo de este trabajo, es susceptible de padecer diferentes secuelas de este
tipo».
Pero además la Jurisprudencia penal ha estimado siempre que el mencionado baremo no ha de ser
seguido por los Tribunales a la hora de fijar la indemnización por los daños físicos ni morales. Así la
STS 427/06, 18 de abril señaló que para la concreción de las indemnizaciones «no existe más
referente que la prudencia y ponderación del arbitrio judicial, toda vez que no es preceptivo, ni mucho
menos, acudir a las tablas indemnizatorias previstas para accidentes de tráfico en la Ley de
Ordenación y Supervisión del Seguro Privado».
En concreto, respecto de los daños morales, la STS 40/07, 26 de enero señaló que «El daño moral
no exige bases cuantificadoras respecto a las ofensas dolosas ocasionadas, dependiendo su
señalamiento del prudente arbitrio judicial que ponderará la gravedad y persistencia de las mismas, el
contexto en que se produjeron, sus efectos en casos especiales de recibir tratamiento psíquico o
psicológico, y en definitiva el alcance cuántico que en casos similares suelen otorgar los tribunales».
En suma la valoración de los daños morales no se sujeta a otro criterio que el endogámico de los
propios precedentes judiciales.
Por tanto, para la Jurisprudencia la decisión del Tribunal que conoce del juicio en primer grado o
primera instancia no es revisable en vía de recurso.
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CONCLUSIONES
El Derecho penal ha restringido al mínimo la sanción punitiva de los delitos de lesión psíquica,
situando bajo el amparo del Derecho civil la respuesta a la misma, mediante un sistema de
indemnizaciones por lo que llama «daño moral».
Sin embargo, ha incluido todos los menoscabos psíquicos no calificables como delito de lesiones
psíquicas dentro del concepto de daños morales o perjuicios morales, a efectos de ser indemnizados
a título de responsabilidad civil ex delicto.
Para otorgar la indemnización por daños morales, la Jurisprudencia penal no exige su prueba y
otorga al Tribunal penal la más absoluta libertad para cuantificar su indemnización, sin sujetarse a
norma o parámetro alguno.
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C. LLEDÓ GONZÁLEZ
I.- El fraile y la doncella. Año 1.912. En una localidad murciana quiso la casualidad que se
ausentaran al mismo tiempo uno de los frailes del convento allí ubicado y cierta jovencita de quince
años, hija del Alcalde por más señas; El Liberal, periódico de la época, publicó un suelto en que bajo
el título “Fraile raptor y suicida” afirmaba que el padre capuchino Fulgencio se había fugado del
convento de Totana llevándose a la bellísima señorita María, de quien había tenido escandalosa
sucesión, y que al ser sorprendidos en Lorca el religioso se había suicidado. El propio periódico
rectificó tres días después la noticia, reconociendo que la misma era falsa y que se había limitado a
copiarla de otro rotativo. El enojado padre de la joven entabló demanda en nombre de ésta,
solicitando que se condenara tanto al Director como al propio periódico a indemnizar a la doncella en
150.000 pesetas por los daños y perjuicios que la publicación de la noticia la había causado.
Los demandados comparecieron en el pleito sin gran desazón, posiblemente alentados por sus
expertos juristas, y se opusieron a tal pretensión, entre otras razones que no vienen al caso, por la
sencilla razón de que la ley sólo permitía reparar los perjuicios de carácter patrimonial –que
obviamente no se habían producido en este caso- y no los de orden meramente moral o social, que
además de ser irreparables conceptualmente no resultan tampoco evaluables.
El Tribunal Supremo dio al traste con las halagüeñas perspectivas del periódico y su Director,
dictando el día 6 de diciembre de aquel año la primera sentencia del alto tribunal en que
expresamente se admite la posibilidad y obligación de indemnizar los daños morales.
Claro está que no podemos compartir muchos de los argumentos utilizados entonces por el
Supremo, que responden a periclitadas concepciones sociales, pues sustenta su pronunciamiento en
afirmaciones tales como que “la honra, el honor y la fama de la mujer constituyen los bienes sociales
de su mayor estima, y su menoscabo, la pérdida de mayor consideración que puede padecer en una
sociedad civilizada, incapacitándola para ostentar en ella el carácter de depositaria y custodia de los
sagrados fines del hogar doméstico, base y piedra angular de la sociedad pública”, e incluso añade
que “la mujer es un elemento social de primer orden” que no puede quedar “al capricho de la pública
maledicencia”, sosteniendo que es el despojo de su honestidad el que justifica la indemnización e
identificando el quantum de ésta con el importe de la dote que le correspondía.
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Pero no por ello puede dejarse de destacar el innegable valor de aquella pionera sentencia que,
rompiendo una consolidada línea jurisprudencial anterior para la que sólo los daños materiales o
aquellos que de alguna manera tenían directa repercusión patrimonial admiten reparación
indemnizatoria, introdujo por vez primera la idea de que también la lesión de bienes no patrimoniales,
sin consecuencias materiales directas, debía conllevar si no una reparación o restitución que resultan
ontológicamente imposibles, sí al menos una compensación pecuniaria, lo que le hizo acreedor a no
pocas críticas en la época de quienes con no disimulado escándalo proclaman que el Tribunal
Supremo había invadido competencias del poder legislativo, pero inaugurando una senda que aún
hoy seguimos recorriendo en orden a perfilar ese concepto de daño moral y el modo en que deba
ser, si no reparado, sí al menos compensado. En palabras de DE CASTRO, “el reconocimiento, en
base a los principios tradicionales, del carácter indemnizable del daño moral, es un descubrimiento
jurisprudencial que cambia el panorama jurídico. Con él se abre paso a la consideración y protección
de los bienes jurídicos de la personalidad en general”.
II.- El perro Nic. Año 1996. Un salto en el tiempo nos lleva al propietario de un perro llamado Nic
que, por motivos que no vienen al caso, hubo de dejarlo durante una temporada en una madrileña
residencia para animales, de donde en circunstancias poco esclarecidas desapareció el can pocos
días después; el enojado propietario entabló demanda contra la sociedad que explotaba la residencia
y contra su entidad aseguradora, y la Audiencia Provincial de Madrid, confirmando la sentencia de
primera instancia, dio lugar a la oportuna indemnización no ya sólo por el valor material del animal –lo
que era lógicamente esperable- sino también por daños morales, razonando que “a partir de un
mismo hecho jurídico pueden producirse simultáneamente daños materiales que repercuten en el
patrimonio del perjudicado y son susceptibles de evaluación patrimonial y daños morales
relacionados o derivados de aquél y que alcanzan a otras realidades extrapatrimoniales, como son
los sentimientos, etc. Pero así como la fijación del daño material es objetiva, la regulación del daño
moral es subjetiva y consecuente, habiendo de aquilatarse por el Juzgador el daño moral de modo
discrecional y sin sujeción a pruebas de tipo objetivo, sino, antes al contrario, atendiendo a las
necesidades y circunstancias del caso concreto”, para concluir que esa compensación por daño
moral “encuentra su apoyo en el sentimiento de afecto, el dolor y la molestia que supuso para el actor
la pérdida del perro”.
III.- De comerciante a narcotraficante. Año 1.998. En Noviembre de 1.990 una emisora de radio
local transmite, en un informativo matinal, la noticia de que un conocido comerciante de aquella
ciudad, propietario de una tienda de calzado, había sido detenido por la Policía por supuesto delito de
tráfico de drogas al habérsele ocupado veinticinco kilos de cocaína, valorados en unos 100.000.000
ptas., habiendo sido la información confirmada por «fuentes dignas de toda solvencia». Se declara
hecho probado que tal comunicado radiofónico resultó inveraz y los hechos en que se sustenta
inventados, tomados de simples rumores. El afectado entabla demanda de protección al honor, a la
intimidad y a la propia imagen, pero no es el fundamento de su acción el que ahora nos interesa sino
el hecho de que los tribunales declaran -y el Supremo confirma- que no se han producido daños
materiales (se pretendía la pérdida de beneficios comerciales) y que el único concepto indemnizable
es el daño moral, respecto al cual indica que ha de tenerse en cuenta “la gravedad de la imputación,
al tratarse de un delito que puede calificarse de «odiado» por la sociedad, la amplia difusión de la
noticia ..., que llegó a ser conocida o al menos alcanzó la posibilidad de ser sabida por todos sus
habitantes, por tratarse de una ciudad media, de reducido perímetro y con la inevitable repercusión
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en sus actividades comerciales, por tener abiertos al público varios establecimientos, destinados a la
venta de zapatos, suficientemente conocidos, así como que la esposa del demandante sufrió, a
consecuencia de la noticia, un trastorno de ansiedad que exigió asistencia médica, lo que representa
normalmente el impacto emocional recibido y la incertidumbre consecuente, aunque la noticia se
hubiera desmentido, pero siempre queda el rescoldo de la duda en la armonía psíquica de los
afectados más próximos al ofendido”, de todo lo cual la sentencia de la Sala 1ª del Tribunal Supremo
de 27 de Enero de 1.998 concluye que es adecuada la cantidad de 10.000.000 pesetas fijada por el
Tribunal de instancia.
IV.- Slamming. Año 2.009. Un matrimonio madrileño, con dos hijos de corta edad, tenía contratada
una línea ADSL en su domicilio con determinada compañía; él era periodista de un diario de difusión
nacional, utilizando para su profesión la mencionada línea ADSL pues disponía de acceso remoto al
periódico; ella se hallaba cursando el doctorado como investigadora en el Centro de Biología de una
Universidad Pública, realizando la mayor parte de su trabajo en casa, para lo cual le era
indispensable la conexión a internet. La pareja fue víctima de la práctica conocida como Slamming,
de modo que tras una llamada de otra operadora en que les hicieron una oferta, sin que aceptaran ni
firmaran documento alguno, les dieron de baja el servicio de ADSL en su compañía y comenzaron a
prestárselo mediante la nueva; tras numerosas llamadas y gestiones del matrimonio, se vieron
obligados a pedir la baja en la operadora con la que nunca habían contratado, pero pese a ello no
pudieron restablecer el servicio con la entidad originaria durante unos meses porque la nueva entidad
mantenía ocupado y no liberaba el “bucle ADSL”.
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patrimonio, sino de contribuir de alguna manera a sobrellevar el dolor y angustia de las personas
perjudicadas por el actuar injusto, abusivo o ilegal de otro”.
Entre estas cuatro sentencias media un abismo histórico y social, pues tienen que ver las realidades
que analiza e incluso las respuestas que proporcionan, pero lo cierto es son hitos de una evolución
que en estos casi cien años ha otorgado carta de naturaleza al llamado daño moral hasta deslindarse
netamente de los restantes daños o perjuicios directa o indirectamente patrimoniales.
Se marcan, pues, en esa evolución jurisprudencial tres hitos diferenciados: principió negando la
posibilidad de indemnizar daño moral alguno, al carecer de contenido o repercusión material,
continuó admitiendo que se indemnizara el daño moral en aquellos supuestos en que produce
repercusiones, aunque sean indirectas, de orden patrimonial y culmina proclamando que todo daño
moral es indemnizable aun cuando no haya producido consecuencia alguna patrimonial directa o
indirecta.
Pero no todo en esta progresión puede ser positivo, y justo es reconocer que en ocasiones el daño
moral ha servido de mero expediente para cobijar bajo él reparaciones o compensaciones de otra
índole, posiblemente justas pero de difícil acreditación, al tiempo que por su propia naturaleza se
acude al expediente del daño moral para eludir una detallada cuantificación o valoración de daños de
otra naturaleza, bajo fórmulas más o menos globalizadoras, llegándose a supuestos que sin duda
rozan la exageración, por más que no se alcancen límites como aquellos de los que a veces nos
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llegan ecos de norteamérica, que desde nuestra concepción continental puede llegar a ser incluso
escandalosos.
Y por lo que hoy más puede interesar en este foro, dos son las cuestiones que pueden resultar más
controvertidas: la primera, relativa a la tajante norma contenida en el Baremo de circulación que,
atentando a las mas profundas raíces de ese daño moral, proclama que éste es el mismo para
cualquier persona y, lo que parece más delicado, que está incluido en el sistema indemnizatorio
tomando como bases exclusivamente el daño biológico o psico-físico; y la segunda, relacionada
lógicamente con la anterior y quizá más grave, que ese daño moral ha servido y aún sirve en
ocasiones para acoger supuestos de verdadero daño psiquiátrico, negando a éste su entidad de
verdadero menoscabo del patrimonio biológico y de la salud, al tiempo que lo extrae de las normas
dirigidas a la normalización y homogeneización de la valoración del daño a la salud en su más amplia
acepción.
En realidad, el daño moral no es algo novedoso ni siquiera reciente y el actual concepto del mismo es
consecuencia de una evolución que, si bien por lo que hace a nuestro derecho tiene su hito principal
en la Jurisprudencia -sentencia de 1.912 ya mencionada-, encuentra precedentes más remotos en el
propio derecho romano, respecto al cual ya IHERING afirmó que “la jurisprudencia romana llegó en
esto a la idea de que, en la vida humana, la noción de valor no consiste solamente en dinero; sino
que, al contrario, además del dinero, existen otros bienes a los que el hombre civilizado atribuye un
valor y que quiere ver que los proteja el derecho”.
Esta idea fue recogida por nuestras Leyes de Partidas, que concretamente en la Ley 21 de la Partida
7ª afirmaban que “cualquier que reciba tuerto o deshonrra, que pueda demandar enmienda della, en
una destas dos maneras, qual más quisiere. La primera que faga el que lo deshonrro enmienda de
pecho de dinero. La otra es en manera de acusación, pidiendo que el que le fizo el tuerto que sea
escarmentado por ello”.
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tienen repercusión material, pues sólo éstos serán reparables, ya que lo daños morales admiten en
puridad compensación pero no propiamente reparación.
Los daños morales han cobrado carta de naturaleza y expresa sanción legal en el ámbito penal al
incluir el artículo 110 del vigente Código Penal entre los conceptos integrantes de la responsabilidad
civil “la indemnización de perjuicios materiales y morales”, aclarando el artículo 113 que “la
indemnización de perjuicios materiales y morales comprenderá no sólo los que se hubieren causado
al agraviado, sino también los que se hubieren irrogado a sus familiares o a terceros”.
También, como ya hemos adelantado y con las limitaciones que tendremos ocasión de exponer, se
hace eco de esos daños morales el Baremo introducido por la Ley 30/95, de 8 de Noviembre, en la
actual Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de Vehículos de Motor, aunque en
realidad lo hace casi para casi negarlos o reconducirlos a un mero porcentaje en intangible relación
con el daño corporal.
En esta línea, la profesora Vielma Mendoza1 llega a decir que en realidad esos dolores, angustias,
aflicciones, humillaciones y padecimientos ”sólo son estados del espíritu, consecuencia del daño” y
pone como ejemplos “el dolor que experimenta la viuda por la muerte violenta de su esposo, la
humillación de quien ha sido públicamente injuriado o calumniado, el padecimiento de quien debe
soportar un daño estético visible, la tensión o violencia que experimenta quien ha sido víctima de un
ataque a su vida privada”, todos los cuales son “estados del espíritu de algún modo contingentes y
variables en cada caso y que cada uno siente y experimenta a su modo”.
1
UNA APROXIMACIÓN AL ESTUDIO DEL DAÑO MORAL
EXTRACONTRACTUAL. Yoleida Vielma Mendoza. Universidad de Salamanca.
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En una línea semejante, de forma más descriptiva, para Martínez Calcerrada2 “puede entenderse
como daño moral en su integración negativa toda aquella detracción que sufre el perjudicado
damnificado y que supone una inmisión perturbadora de su personalidad que, por naturaleza, no
cabe incluir en los daños materiales porque éstos son aprehensibles por su propia caracterización y,
por lo tanto, traducibles en su «quantum económico», y tampoco pueden entenderse dentro de la
categoría de los daños corporales, porque éstos por su propio carácter son perfectamente sensibles,
y también, por una técnica de acoplamiento sociocultural, traducibles en lo económico, y no puede
ser objeto, dentro de la categoría de los perjuicios, el llamado daño emergente, o la privación al
damnificado de posibilidades o ventajas que hubiera podido obtener en el caso de que no se hubiese
producido el ilícito del que es autor el responsable.
En cuanto a su integración positiva, hay que afirmar —siguiendo esa jurisprudencia—, que por daños
morales habrá de entenderse categorías anidadas en la esfera del intimismo de la persona, o
intromisiones en sus derechos personalísimos —honor, intimidad— y que, por ontología, no es
posible emerjan al exterior, aunque sea factible que, habida cuenta la ocurrencia de los hechos (en
definitiva, la conducta ilícita del autor responsable) se puede captar la esencia de dicho daño moral”.
El daño moral es uno conceptualmente y no pueden distinguirse clases en sentido propio; sin
embargo, fruto de la confusión que ha imperado en esta materia y muy especialmente de una
práctica judicial (y en cierta medida legal, al menos en hechos de la circulación, por razón del ya
mencionado Baremo) globalizadora de todos los daños derivados de una determinada conducta que,
a medio de una cantidad única, discrecionalmente fijada, incluía todo tipo de daños y perjuicios
derivados de un determinado hecho o conducta (y por tanto suponía tanto reparación como
compensación de los conceptos no reparables), la doctrina se ha visto obligada a deslindar entre un
daño moral en sentido amplio, en el que se incluyen -además de las consecuencias
extrapatrimoniales- los daños biológicos, físicos y funcionales como expresión de un menoscabo de
la salud, y el daño moral estricto que, incluido en el anterior, se refiere tan sólo a las consecuencias
extrapatrimoniales del daño corporal, incluyendo conceptos que MARIANO MEDINA asocia a la idea
básica de sufrimiento (sufrimiento tanto físico como psíquico, lo que llama dolor y tristeza,
destacando dentro de ello como peculiaridad el perjuicio estético).
Realmente en nuestra Jurisprudencia es difícil encontrar ejemplos de este daño moral en sentido
estricto, pues como quiera que habitualmente concurre con otro tipo de daños y perjuicios de distinta
índole, no es objeto de un tratamiento individualizado que permita captar en toda su dimensión la
idea propia de daño moral sin repercusión patrimonial alguna.
2
El daño moral: sus manifestaciones en el derecho español. Luis MARTÍNEZ-
CALCERRADA Y GÓMEZ. Diario La Ley, Nº 6999, Sección Tribuna, 29 Jul. 2008, Año
XXIX, Ref. D-242, Editorial LA LEY, LA LEY 38695/2008
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Vielma Mendoza, en el trabajo ya citado, recoge cómo la doctrina italiana distingue entre daño moral
«objetivo» y de daño moral «subjetivo», siendo el primero aquel menoscabo que sufre la persona en
su consideración social y el segundo aquel que consiste en el dolor físico, las angustias o aflicciones
que sufre la persona en su individualidad; de forma semejante, en la doctrina francesa distinguen
también la parte social de la parte afectiva del patrimonio moral, separando los daños que atentan
contra la parte social del patrimonio moral «que afectan al individuo en su honor, en su reputación y
en su consideración», y los daños que atentan contra la parte afectiva del patrimonio moral «que
alcanzan al individuo en sus afectos».
En todo caso, y más por la utilidad práctica que reporta que por su aceptación legal, interesa
quedarse ahora con la distinción entre el que se ha dado en llamar daño corporal o daño biológico y
sus consecuencias extrapatrimoniales, nominadas “daño moral”, especialmente útil en cuanto al
análisis del tratamiento que del daño moral hace el Baremo aprobado por la Ley 30/95 y que, sobre
todo, será la guía que nos permitirá sostener luego la autonomía del daño psíquico como verdadera
merma de la salud o daño biológico/corporal en la más amplia acepción de estos términos.
Avanzando un poco más en esta idea y volviendo sobre esa noción de dolor que al principio
utilizábamos, podemos incluso afirmar que éste, entendido como sufrimiento corporal directamente
vinculado al daño biológico, no es realmente daño moral sino auténtico daño corporal; el hecho de
que el dolor sea difícilmente comprobable y mensurable no puede llevarnos sin más a remitirlo o
integrarlo en el concepto de daño moral (lo que, además de censurable conceptualmente, incidiría en
las criticables prácticas globalizadoras que también hemos mencionado); de hecho, en el dolor
concurren junto con factores subjetivos -el umbral de dolor de cada uno y sus circunstancias
personales y anímicas- otros de índole claramente objetiva, como el tipo de lesión y su entidad, el
tratamiento y terapia empleados (más o menos dolorosos o intervencionistas) y la evolución de las
lesiones y sus posibles complicaciones.
Por ello el dolor, a diferencia del daño moral, es cuestión en la que cobrará singular importancia la
prueba pericial, único modo de conocer la propia existencia del dolor, su entidad, intensidad, etc.;
existen incluso procedimientos y sistemas de valoración del dolor, de cuestionable valor científico,
pero quizá lo que ahora más nos interesa es que en el dolor pueden y deben aislarse elementos y
datos objetivos, lo que permite reputarlo como verdadero daño corporal y sólo esa pequeña parte que
hace referencia a cómo lo vive el sujeto en atención a sus circunstancias puede remitirse al ámbito
del daño moral.
A diferencia del dolor en sentido físico, los daños morales desbordan el campo de la Medicina y se
adentran en lo personal, familiar y social; cierto es que el perito médico podrá aportar información
relevante para la correcta cuantificación de ese daño moral, como las características personales de la
víctima (edad, sexo, madurez, personalidad, etc.) y las circunstancias objetivas del daño corporal
(pues la entidad de los daños morales debe guardar alguna proporción con este último), pero no será
suficiente para acabar de perfilar el daño moral, lo que nos remite a un momento posterior en que
trataremos de abordar su cuantificación.
Para dimensionar adecuadamente el daño moral no podemos dejar de abordar, siquiera sea de
forma somera, el tema de la legitimación, esto es, quienes pueden ser sujetos pasivos de ese daño
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moral, lo que además nos servirá posteriormente para enfrentarlo a los criterios recogidos en el
Baremo.
4.- LEGITIMADOS
Pero ocurre también que ese daño moral en sentido estricto puede proyectarse sobre personas
distintas del que ha sido víctima del daño corporal; en efecto, si hemos concluido que el daño moral
implica un concepto distinto al de daño al patrimonio psíquico-físico de la persona, pues en él tiene
cabida el impacto que en la persona puedan producir ciertas conductas o actividades, tanto si
comportan una agresión directa o inmediata a bienes materiales como si el ataque afecta al acervo
extrapatrimonial o de la personalidad, al haber espiritual de la persona, o a los bienes inmateriales de
la salud, el honor, la libertad, la intimidad u otros análogos, bienes éstos o aspectos de la
personalidad que deben ser indemnizados como compensación de los sufrimientos, preocupaciones,
disgustos, contrariedades, intranquilidad e incluso molestias e incomodidades que padezca el sujeto
pasivo de las mismas, es obligado concluir que estas consecuencias pueden seguirse para los
familiares y allegados de aquel que sufre directamente un daño corporal o fallece.
a) Padres
La sentencia de 19 de abril de 1.991, recogiendo y mencionando otras muchas anteriores, afirma que
es compatible la indemnización a la esposa viuda con la que corresponde a los padres del fallecido
por el daño moral que les supone el natural dolor por la pérdida del ser querido
Y este derecho a ser resarcido de los daños morales alcanza evidentemente a los padres aun
cuando los hijos afectados fueren mayores de edad o gozaran de plena independencia antes de los
hechos. Así, la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1.992, en un supuesto de
imprudencia médica, reconoció a la madre el derecho que le había negado la Audiencia Provincial a
ser indemnizada por sus propios daños morales con independencia de la indemnización que
corresponde a su hija, y lo hace en términos contundentes afirmando que “es de una evidencia
cegadora el dolor moral que experimenta una madre al ver a su hija en una situación tan lamentable
como la que resulta de los autos, habida cuenta además de que es ella sola la que tendrá que
soportar los inmensos trastornos que supone cuidar de una inválida, pues se encuentra separada de
su esposo por sentencia judicial firme en la que se le transfirió la guarda y custodia de sus hijas (otra
de las cuales padece escoliosis)”, para terminar fijando en ocho millones de pesetas la indemnización
(por cierto, sin dar explicación alguna de los razonamientos o bases que llevaron a tal cantidad).
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b) Hermanos
c) Cónyuge
Es llano que también el cónyuge o aquella persona vinculada por análoga relación de afectividad con
el que sufre directa y personalmente el daño biológico o fallece, experimenta también en sus
sentimientos ese daño moral derivado de la pérdida o situación de menoscabo o desvalimiento de
éste, y así lo viene entendiendo el Tribunal Supremo cuando, por ejemplo, en sentencia de 9 de
Febrero de 1.988 afirma que “no hay duda de la legitimación de la mujer demandante para reclamar
indemnizaciones consecuentes a un accidente de trabajo sufrido por su marido, basada en el interés
manifiesto que resulta de un perjuicio directo consecuente a la nueva situación del lesionado, cuya
parálisis tiende a empeorar y que, actualmente, no puede prácticamente valerse por sí mismo y
carece de apetencia de las relaciones sexuales, lo que se traduce en una situación de su mujer
conviviente especialmente penosa y sacrificada en orden a los gravosos deberes de atención al
enfermo y pérdida de un importante elemento de las relaciones afectivas; y si bien no padece por
estas circunstancias un daño estrictamente físico, sí se le causan unos sufrimientos en el orden de
los sentimientos afectivos más elementales, que justifican la calificación de las consecuencias de
hecho, para ella, como daño moral”.
Y esta legitimación del cónyuge es mantenida por el Tribunal Supremo incluso en los supuestos en
que media separación de hecho, pues razona el Alto Tribunal que la indemnización se fija en estos
casos en favor de la familia y legalmente en tales supuestos la familia no se ha extinguido por la
situación de separación de hecho entre el marido fallecido y la demandante, razón ésta que además,
a su decir, toma mayor interés tomando en consideración que en aquel supuesto el tribunal inferior
no señaló indemnización alguna en favor de la mujer con quien convivía la víctima (sentencia 2 de
Febrero de 1.992).
d) Hijos
También son sujetos pasivos del daño moral que venimos analizando los hijos del fallecido,
afirmación respecto a la cual, tratándose de hijos menores, indica el Tribunal Supremo que “huelga
toda argumentación”.
En relación con tales hijos, recoge la ya citada sentencia de 2 de Febrero de 1.992 la doctrina
jurisprudencial, resumida en tres puntos:
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3.- La responsabilidad civil comprende el daño moral y aun no constando lazos afectivos con el padre
fallecido no puede presumirse que no le haya producido el dolor que obviamente es lógico y natural
en un hecho de esta naturaleza.
A ello habrá que añadir la conocida doctrina jurisprudencial de que en caso de fallecimiento del
padre, los hijos adquieren el derecho a ser compensados iure propio y no iure hereditario, es decir,
que tal derecho no forma parte de la herencia ni ha de seguir las reglas de ésta sino que
corresponderá en la cuantía que se determine a aquellos que realmente hayan sufrido ese dolor,
zozobra o desasosiego por la pérdida de la víctima.
En realidad los hasta aquí expuestos son meros ejemplos de posibles legitimados para postular una
adecuada compensación por daño moral, pues ni se trata de un numerus clausus ni cabe establecer
apriorísticas clasificaciones acerca de qué parientes pueden serlo, sino que habrá de atenderse al
supuesto concreto y determinar quien o quienes hayan sufrido ese atentado a sus sentimientos
afectivos, quienes hayan sentido esa pérdida espiritual, por lo que si bien los mencionados -padres,
hermanos, cónyuges e hijos- serán los supuestos más frecuentes, no cabe descartar la posibilidad de
que se produzca en personas con otro tipo de vínculos que, en consecuencia, vendrán autorizados a
reclamar la correspondiente compensación (por ejemplo, nietos, menores o ancianos acogidos, etc.).
Es este quizá el tema más espinoso de todos los relacionados con el daño moral, y ello posiblemente
porque la difícil mensura del propio concepto ha derivado no ya en una inevitable discrecionalidad a
la hora de valorar –pues difícilmente pueden establecerse parámetros objetivos-, que ha sido
abiertamente consagrada por nuestra Jurisprudencia, sino que incluso en no pocas ocasiones ha
terminado degenerando más bien en dispersión, cuando no arbitrariedad, muy próxima al quebranto
de principios tan básicos como el de seguridad jurídica e igualdad, situación que posiblemente ha
tenido mucho que ver con la reacción de signo contrario que en este punto supuso el baremo de la
Ley 30/95 y que tendremos ocasión de comentar posteriormente.
Una idea debe presidir en todo caso este apartado, y es que al hablar de daño moral nunca
podremos pensar propiamente en “reparar” o “resarcir” sino a lo sumo en “compensar”; Lasarte
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afirma que “sólo el daño patrimonial puede ser propiamente resarcido, mientras que los daños
morales, no patrimoniales, no son resarcibles, sino sólo, en algún modo, compensables”3.
Más clara es quizá nuestra Jurisprudencia, que no sólo afirma en sentencias como la de 23 de
noviembre de 1996 que“el daño moral es siempre incuantificable por propia naturaleza”, o que “la
indemnización de los daños morales carece de toda posible determinación precisa... no se puede
calcular sobre la base de diversos criterios predeterminados y más o menos precisos como los que
corresponden a los daños materiales, en los que existen una serie de puntos de vista referidos a los
gastos de reparación o de reposición, etc.., por el contrario, el daño moral solo puede ser establecido
mediante un juicio global basado en el sentimiento social de reparación del dolor producido por la
ofensa padecida“ (STS de 26 de septiembre de 1.994)”, sino que llega a sostener en sentencia de 7
de febrero de 1962 que “el dinero no puede aquí cumplir su función de equivalencia como en materia
de reparación de daño material, la víctima del perjuicio moral padece dolores, y la reparación sirve
para establecer el equilibrio roto, pudiendo gracias al dinero, según sus gustos y temperamento,
procurarse sensaciones agradables, o más bien revistiendo la reparación acordada al lesionado, la
forma de una reparación satisfactoria puesta a cargo del responsable del perjuicio moral, en vez del
equivalente del sufrimiento moral”; mas recientemente, en sentencia de 10 de febrero de 2006, se
reitera que “se viene manteniendo que la reparación del daño o sufrimiento moral, que no atiende a la
reintegración de un patrimonio, va dirigida, principalmente, a proporcionar en la medida de lo
humanamente posible una satisfacción como compensación al sufrimiento que se ha causado, lo que
conlleva la determinación de la cuantía de la indemnización apreciando las circunstancias
concurrentes”.
Si ciertamente es difícil reducir a términos económicos valores como la vida humana, la integridad
corporal o la salud en su sentido más amplio, resulta prácticamente imposible cuantificar el daño
moral, esté o no vinculado a un daño biológico. Ahora bien, la difícil probanza y aún más difícil
cuantificación del daño moral no debe llevarnos a pensar que sea una cuestión de libre apreciación o
absolutamente arbitraria, pues en todo caso la doctrina recuerda la necesidad de acreditar no ya
tanto el daño moral, los que antes mencionábamos como “estados del espíritu”, cuanto el hecho del
que proceden, que sí debe ser probado conforme a las reglas generales de la jurisdicción, pues
obviamente no cualquier daño moral es indemnizable sino sólo aquel que se conecta causalmente a
un evento ilícito, sea civil o penal, es decir, sólo habrán de ser compensados aquellos daños morales
que tengan su origen en la privación al sujeto de un bien jurídico del que sea titular y que resulte
protegible.
Esta misma idea de que acreditado el hecho generador, debe presumirse la existencia del daño
moral se trasladó a la Ley Orgánica 1/82, de 5 de mayo, sobre Protección Civil del Derecho al honor,
a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen, que en su Exposición de Motivos sostenía
que “se presume que los perjuicios existen en todo caso de injerencias o intromisiones acreditadas, y
comprenderán no sólo los perjuicios materiales, sino también los morales, de especial relevancia en
este tipo de ilícitos”, insistiendo que en los supuestos de intromisiones o agresiones ilegítimas a este
derecho fundamental “la indemnización se extenderá al daño moral, que se valorará atendiendo a las
circunstancias del caso y a la gravedad de la lesión efectivamente producida”, lo que no deja de ser
3
Principios de Derecho civil. Derecho de Obligaciones. Carlos Lasarte Álvarez.
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una generosa proclama pero insuficiente para resolver el problema del quantum, pues más allá del
lugar común que supone decir que debe existir alguna relación entre la entidad de la lesión y el daño
moral consecuente, se limita a una protocolaria referencia a “las circunstancias del caso”.
No faltan incluso intentos de baremar ese daño moral, singularmente en la doctrina francesa, que no
sólo barajan la posibilidad de establecer límites máximos a la indemnización por este concepto, sino
que incluso ha llegado a hacer una propuesta de cuantificación, como recoge el Magistrado Ramón
Maciá en su trabajo “Concepto y evaluación del daño moral”: “Sólo a modo de ejemplo podemos
transcribir el “Baremo del Precio del Dolor” que los Tribunales Franceses crearon con íntima conexión
a bases de datos estadísticos que pudieran servir de antecedentes a los jueces y a las partes
procesales en la determinación del Daño Moral .
La Tabla es la siguiente:
Esta tabla ni es axiomática ni tiene carácter imperativo en el Derecho Español, pero si que pueden
servir para guiar, tanto al abogado, como al Juez, por el sistema analógico, a la fijación de unas cifras
indemnizatorias que no siempre están sujetas a un criterio razonado o razonable”.
Por lo que hace a nuestra Jurisprudencia, en este punto atinente a la prueba y cuantificación del
daño moral se ha desenvuelto en torno a tres premisas esenciales:
1ª) El daño moral no requiere prueba directa, por la dificultad que entrañaría, sino que será bastante
demostrar la existencia del acto que necesariamente conlleva aquel daño.
2ª) El daño moral, a diferencia del físico, no es mensurable bajo los patrones de día por lesión, valor
de la restitución o reparación concreta, por lo que en definitiva su determinación y la fijación de su
cuantía queda al arbitrio judicial, ponderando las necesidades y todas las circunstancias del caso
concreto.
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3ª) Consecuencia de que su fijación es discrecional, el quantum es facultad del Tribunal de instancia
sin que pueda ser revisable por el Tribunal Supremo en casación.
Desde este punto de partida y como muestra de la situación generada, a fin de que cada cual pueda
establecer sus propias conclusiones, se recogen a continuación algunas concretas sentencias -en
selección no del todo aleatoria- y las cantidades por ellas fijadas o concedidas:
Un afamado pintor cede 47 de sus obras a un Patronato para ser mostradas al público en una
exposición y a la devolución comprueba que los mismos han sufrido ciertos daños y desperfectos; la
Audiencia Provincial concedió indemnización exclusivamente por los desperfectos materiales que
presentaban las obras y en atención a su valor; el Tribunal Supremo estima el recurso y considera
también la existencia de daños morales con sustantividad propia que hace consistir en la proyección
que aquellos daños materiales tienen en los sentimientos y dimensión espiritual del pintor, fijando
concretamente en un millón de pesetas tal daño moral.
Un médico especialista jerarquizado formula demanda contra el Servicio Gallego de Salud porque,
por acuerdo del Director del Hospital en que está destinado el mismo, presta sus servicios
exclusivamente en un consultorio situado en otra localidad, no siendo incluido ni siquiera en los
servicios de guardia, a diferencia del resto de facultativos de su especialidad que vienen
desempeñando los distintos puestos funcionales en turnos rotativos de un mes de duración. El
Tribunal confirma la sentencia del Juzgado de lo Social en la que se reconoció el derecho del
demandante a desarrollar su labor en los distintos puestos funcionales del servicio y a ser incluido en
los servicios de guardia, con el mismo régimen que los restantes médicos de tal servicio,
reconociéndole así mismo el derecho a ser indemnizado en el importe de las guardias no realizadas
y, lo que ahora más interesa, en la cantidad de 250.000 pesetas por daños morales, cifra que estima
adecuada teniendo en cuenta que la conducta de la Administración demandada produjo al
demandante desfavorables consecuencias en sus esferas personal y profesional, viéndose privado
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A un lesionado a resultas de accidente de tráfico que cura con secuelas (material de osteosíntesis en
la pierna afectada), se le reconoce una indemnización de 1.080.000 pesetas por los días de
incapacidad sufridos, 742.236 pesetas por secuelas y 2.500.000 pesetas por pretium doloris; la
sentencia, tras recordar la doctrina del daño moral y que éste no es cuantificable bajo los patrones de
día por lesión sino que debe ponderarse prudencialmente por los jueces, sostiene que el perjudicado
ha sufrido tal daño moral a consecuencia del tiempo que permaneció ingresado en el hospital y de
que precisó una intervención quirúrgica para colocarle material de osteosíntesis así como posterior
rehabilitación que además incrementó su dolor derivado de anteriores padecimientos.
Un autobús invade la calzada y atropella a varios peatones, entre ellos a una niña de 5 años, la cual
tras 358 días de constantes intervenciones quirúrgicas quedó con absoluta y permanente
incapacidad para cualquier trabajo que requiera el uso de las piernas e incluso para caminar con
normalidad, quedándole una de las piernas mucho más vulnerable a cualquier traumatismo o
intervención quirúrgica por maltrofismo, mala vascularización y mala cobertura cutánea, pudiendo
llegar ante cualquier complicación a precisar una amputación; además de ello, sufrió rotura del
esfínter anal, diversas fracturas, graves destrozos de masas musculares en cara anterior del muslo y
pantorrilla, quedándole así mismo como secuela pie equino por ausencia de musculatura anterior de
la pantorrilla, etc. La entonces Audiencia Territorial de Zaragoza le concedió una indemnización de
91.000 pesetas por los gastos médicos acreditados y de 2.000.000 de pesetas por todos los demás
conceptos; la entidad aseguradora recurrió y el Tribunal Supremo no sólo desestima el recurso sino
que afirma que a su juicio sería justa una más alta cuantificación de la indemnización por los
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gravísimos daños físicos y morales causados, pero no obstante evita hacerlo en aplicación de la
enunciada máxima de que tal cuestión no es revisable en casación.
Un varón padre de tres hijos y que no deseaba más descendencia acude al médico para que le
practicara la vasectomía; la intervención se lleva a cabo de forma correcta y satisfactoria,
realizándose tras ella un primer seminograma que arrojó un resultado de 160.000 espermatozoides
por centímetro cúbico y un 25 % de formas móviles; a la vista de este resultado, el doctor prescribió
un nuevo seminograma que se practicó con resultado de azoospermia, cesando en este momento
toda relación entre el médico y el paciente, que no volvieron a tener contacto; dos meses después la
esposa del paciente quedó embarazada gestando dos embriones, lo que hizo que aquel se practicara
un nuevo recuento espermático con resultado de oligospermia, análisis que fue repitiendo
posteriormente con el mismo resultado hasta precisamente el día anterior a que su esposa alumbrara
gemelos. El médico es también condenado, pero no por la intervención en sí, pues es claro que no
podía comprometer el resultado de la misma ni estaba obligado a obtener dicho resultado, sino
porque no informó en ningún momento al paciente de forma clara y comprensible de que una de las
complicaciones post-operatorias posibles, conocida y típica de la vasectomía es la recanalización
espontánea de la vía seminal, lo que indujo al paciente a reanudar su vida marital sin adoptar ningún
otro tipo de medida tendente a asegurar la no concepción que había libremente decidido con su
esposa.
Lo que más nos interesa en este punto, dentro del mosaico de resoluciones judiciales que
pretendemos construir, es que el Tribunal concedió una indemnización conjunta por daños morales y
materiales de 9.000.000 Ptas., cifrando los primeros en la repercusión que el evento supone en la
tranquilidad, sosiego, relajación y equilibrio de las relaciones maritales, paternofiliales, sociales e
incluso laborales del padre recurrente.
En una entidad bancaria se produce el cobro de un talón falsificado por importe de 70.000 pesetas,
por persona desconocida que utilizó un DNI que le había sido sustraído a su titular varios meses
antes -habiendo formulado la preceptiva denuncia-; sin embargo, el cajero del banco identifica en un
reconocimiento en rueda al titular del DNI como la persona que cobró el talón en cuestión,
identificación que hace con total certeza y sin ningún género de dudas, lo que determinó que poco
después se dictara auto de procesamiento contra él y se decretara su prisión provisional, la que se
materializó y fue efectiva durante cinco días y cinco noches; la posterior instrucción acreditó que no
había indicios racionales de criminalidad en su contra, lo que determinó su inmediata puesta en
libertad. El afectado demandó al cajero que erróneamente le había identificado y solicitó diez millones
de pesetas de indemnización por daños morales, concediéndole el Tribunal Supremo la cantidad de
800.000 pesetas en las que cifró el daño moral padecido en su prestigio y consideración pública, el
dolor psicológico por la prisión sufrida y la humillación de su dignidad personal.
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Una persona de 71 años es atendida en su domicilio por el médico de urgencias que constató en el
volante correspondiente que se trataba de un “paciente con bronquitis aguda que desde hace dos
horas presenta dolor precordial con radiación a cuello y brazo”, ordenando el ingreso en determinado
centro hospitalario; a la llegada de la ambulancia al referido centro, la ATS de urgencias leyó el
volante -aunque no consiguió descifrarlo en su totalidad- y pensando que era un enfermo bronquítico,
sin avisar a ninguno de los médicos, denegó su ingreso por falta de camas libres y ordenó su traslado
a otro centro hospitalario; en el traslado a este segundo centro el enfermo dejó de hablar y de
respirar, no respondiendo a las maniobras de reanimación que le hicieron a su llegada. El Juzgado
de Primera Instancia y la Audiencia Territorial desestimaron la demanda de los familiares, pero el
Tribunal Supremo la estima en una sentencia que contiene una argumentación ciertamente novedosa
y singular; parte de la base de que no hay negligencia médica pues no puede afirmarse lo que
hubiera ocurrido de haber sido atendido e ingresado en el primer centro, pero a continuación sostiene
que sí que fue desconocido el constitucional derecho a la protección de la salud al no ser
debidamente atendido en tal Hospital y este sólo hecho genera un daño moral indemnizable; así,
razona que “la existencia del daño moral es incuestionable, al encontrarse implícita en las propias
preguntas que se formulan al Juez: ¿se trataba de una lesión irreversible?, ¿hubiera llegado con vida
de habérsele llevado directamente al segundo hospital?, ¿hubiera sobrevivido de haber sido
hospitalizado en el primer centro?; la impotencia, la zozobra, la ansiedad, la angustia hasta llegar al
centro médico y, después, la tragedia en el traslado de uno a otro y la duda, la eterna duda, de si el
esposo y padre subsistiría de haberse cumplido y no vulnerado el derecho constitucionalmente
reconocido, todo ello conlleva sufrimiento, daño moral y enlace directo con la omisión ilícita.
Ese pequeño panorama jurisprudencial evidencia esa situación casi caótica, de la que es difícil
extraer pautas comunes que ayuden a cuantificar el daño moral, y ello porque en realidad bajo ese
ropaje se acogen realidades muy distintas que no siempre responden a esa día de daño moral,
alzaprimando la justicia del caso frente a categorías conceptuales; lo resume de forma clara y
didáctica el profesor cordobés Cid Luque4: “al final, donde más fácilmente se llega por sentido
práctico, es, a considerar que, la responsabilidad civil tiene unas funciones múltiples, mezcladas,
interesadas, y que dependerán del nivel económico y cultural de la sociedad concreta que la
desarrolle... Unas veces tiene una función reparadora, otras la satisfactiva, otras la función
preventiva, o punitiva, la cuestión es, que se utiliza el instituto de la responsabilidad civil, sobre todo
en cuanto a la valoración y pago del daño moral, para, o bien indemnizar unos daños que se sabe
que existen,
pero no se han podido probar suficientemente, o bien, por “comodidad”, de la condena en conjunto
del daño moral y patrimonial en bloque, o bien, porque repugna la mente del ciudadano (y por
supuesto del jurista) que un condenado abone sólo la reparación material por su incumplimiento
malicioso, sin un plus de castigo por la conducta dolosa, o bien, para que sirva de ejemplo, del que la
hace la paga (y si es posible, que sea inasegurable el daño), o bien, para que al dañante no le resulte
barato (o más barato) el indemnizar, que evitar el daño, o bien, por el motivo que entendiese el
Tribunal, que fuese necesario para compensar el desequilibrio creado por el dañante; lo cierto y
verdad es, que se ha ido empleando, en esta última centuria pasada, este “daño moral”, para intentar
4
Cuantificación del daño moral. ¿Nos acercamos a América? Andrés Cid Luque
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
reestablecer la justicia material por la jurisdicción, en orden a beneficiar al perjudicado, por una
actuación culpable y dolosa del dañador”.
La situación generada por las sentencias que acabamos de repasar ha sido tildada, no sin razón, por
algunos autores de “caótica” o cuanto menos “dispersa”, y especialmente en el ámbito de la
circulación generaba situaciones que pueden sin duda catalogarse de espectaculares. Como
reacción a ese y otros problemas, dentro de la idea de resocialización del riesgo en el concreto
ámbito de la circulación de vehículos de motor y tras un periodo en que surge un baremo proclamado
como orientador, la Ley 30/95 termina publicando un baremo o sistema para la valoración de los
daños y perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación, y por más que éste no sea
objeto preferente de esta ponencia, no podemos dejar de hacer algunas reflexiones sobre el mismo.
El referido Baremo, contenido hoy como anexo al Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre,
por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la
circulación de vehículos a motor, comienza distinguiendo entre los daños morales y los daños
psicofísicos, ajustándose así a lo que demandaba la doctrina más autorizada, y ya el artículo 1.2 de
la Ley proclama que “Los daños y perjuicios causados a las personas, comprensivos del valor de la
pérdida sufrida y de la ganancia que hayan dejado de obtener, previstos, previsibles o que
conocidamente se deriven del hecho generador, incluyendo los daños morales, se cuantificarán en
todo caso con arreglo a los criterios y dentro de los límites indemnizatorios fijados en el anexo de
esta ley”, pero a continuación ya en la explicación del sistema consagra el que se va a convertir en
principio nuclear del todo el sistema en lo atinente al tema que hoy nos ocupa, cuando en el punto 7
de su artículo primero sostiene que “la cuantía de la indemnización por daños morales es igual para
todas las víctimas y la indemnización por los daños psicofísicos se entiende en su acepción integral
de respeto o restauración del derecho a la salud“; obviamente tal idea no se compadece con los
perfiles que hasta ahora hemos dibujado del daño moral, los cuales sacrifica en aras a la seguridad
jurídica, al tiempo que limita extraordinariamente la legitimación para reclamar esos daños morales,
de modo que:
2.- Aunque distingue claramente entre daños morales y daños psicofísicos, luego tal distinción no
tiene virtualidad alguna, pues vuelve a caer en la práctica globalizadora, ahora supeditada a unas
tablas previas, de atribuir un valor total a la reparación por ambos conceptos, sin que pueda
distinguirse qué porcentaje corresponde a cada uno de ellos.
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3.- En el caso de fallecimiento, limita la legitimación al cónyuge, hijos, padres, abuelos y hermanos de
la víctima, con un sistema de númerus clausus que excluye a cualquier otro no mencionado, aun
cuando puedan sufrir y acreditar daño, contrariando una línea jurisprudencial consolidada que ha
venido reconociendo esa cualidad de perjudicados por fallecimiento a personas que mantenían un
vínculo especialmente afectivo y de convivencia o dependencia económica con la víctima, aun sin
relación de parentesco e incluso a algunos parientes (v. gr. nietos), llegando a suscitar dudas de
constitucionalidad en cuanto limita de forma no razonable el derecho a la tutela judicial efectiva en el
ejercicio de los derechos e intereses legítimos. Otro tanto ocurre en las lesiones, que salvo los
supuestos que mencionaremos no admite ni siquiera que los parientes más próximos puedan ser
perjudicados.
4.- En todo caso, la afirmación no resulta luego tan determinante por la existencia de diversas
matizaciones:
-Factores de corrección: entre las circunstancias que permiten incrementar la indemnización en caso
de fallecimiento, el propio sistema contempla situaciones tales como “circunstancias familiares
especiales” (discapacidad física o psíquica del beneficiario, víctima hijo único, fallecimiento
simultáneo de ambos padres y víctima embarazada con pérdida de feto), y algo similar ocurre con las
lesiones permanentes, aunque con un listado lógicamente más reducido, vía por la que sin duda
podrán hacerse repercutir esos daños morales cuando sean de especial entidad o intensidad.
-Circunstancias excepcionales: el propio apartado 7 a que antes nos hemos referido afirma que “para
asegurar la total indemnidad de los daños y perjuicios causados, se tienen en cuenta... la posible
existencia de circunstancias excepcionales que puedan servir para la exacta valoración del daño
causado”, lo que no deja de ser un mandato moral por más que luego no encuentra traducción
positiva en las tablas del sistema, pues sólo muy forzadamente podría reconducirse en el caso de las
secuelas al apartado que contempla un incremento no cuantificado numéricamente en atención a los
“elementos correctores del apartado primero.7 de este anexo”.
Y aun cuando es cierto que por vía de los factores de corrección y los llamados daños morales
complementarios se introduce la posibilidad de atemperar el quantum indemnizatorio a las
circunstancias concretas del caso, lo cierto es que a nuestro juicio resulta insuficiente y el baremo
establece un criterio excesivamente riguroso en la determinación o valoración del daño moral,
máxime si se tiene en cuenta que restringe también notablemente el círculo de los posibles sujetos
de ese daño moral e impide atemperar la compensación económica al verdadero daño sufrido, pues
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es indudable que una misma lesión o secuela puede producir distinto daño moral en diversas
personas.
Tal vez sería deseable una modificación en ese sentido para evitar que de la absoluta
discrecionalidad judicial se pase sin más a una predeterminación de algo tan difícil de evaluar
objetiva y abstractamente como es el daño moral y cuya justicia sólo puede venir de la detenida y
ponderada observación del caso concreto, aunque claro está, ello iría en detrimento de la estabilidad
y seguridad que el baremo ha supuesto sin duda en la conformación de las indemnizaciones no ya
sólo en hechos de la circulación sino en prácticamente cualesquiera supuestos lesivos, pues ante la
imposibilidad de baremar los daños morales, la única alternativa sería dejarlos fuera del sistema y
confiar su determinación al prudente arbitrio de los tribunales, lo que como ya hemos visto no ha
dado históricamente un resultado esperanzador.
Ya hemos expuesto que el Baremo deslinda conceptualmente el daño moral y el daño corporal, en el
que se incluyen las lesiones y secuelas no sólo físicas sino también psiquiátricas; sin embargo, la
difícil coexistencia, cuando no confusión, entre estos dos conceptos queda de manifiesto en un
ejemplo tomado de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife; en sentencia de 14-1-2004
condenó al acusado por un delito de homicidio intentado, otro de maltrato habitual y un tercero de
lesiones psíquicas, todos los cuales tenían como sujeto pasivo a su esposa; precisamente el delito de
lesiones psíquicas lo construye argumentando que las continuas agresiones verbales y físicas a la
víctima le habían provocado una depresión de carácter grave, patología que constata incluida en las
clasificaciones internacionales al uso (DSM-IV y CIE-10) y para la que el tratamiento psiquiátrico es
objetivamente necesario.
Es obvio que una depresión grave conllevará de ordinario un sufrimiento determinante de daño
moral, pero lo que no parece aceptable es que so capa de éstos últimos se fije un quantum
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indemnizatorio a tanto alzado que englobe (o ignore, en el peor de los casos) que también se ha
producido un daño emergente, pues no otra cosa es la lesión psiquiátrica consecuente al evento
traumático, que sólo puede entenderse como pérdida o reducción del patrimonio de salud que
ostentaba la víctima antes del hecho.
Consideraciones de esta naturaleza solo inciden en negar verdadera entidad a la lesión psiquiátrica,
que como sin duda ha quedado de manifiesto en la ponencia anterior no es algo caprichoso sino tan
“daño corporal” en sentido amplio como el estrictamente físico, cuya determinación responde a un
proceso científico acomodado a categorías internacionalmente consensuadas, con un diagnóstico
asentado en reconocidos signos y síntomas clínicos y cuya relación causal con el evento dañoso
puede también establecerse de forma objetiva.
Entre las razones que pueden explicar, aunque no justificar, este tipo de respuestas sin duda estará
la idea, demasiado extendida todavía fuera del ámbito médico, que niega objetividad y cientificidad
diagnóstica a las lesiones y patologías psiquiátricas, también puede subyacer la pobreza técnica con
que éstas se abordan en el vigente baremo de la circulación, con amplias categorías que ni siquiera
responden a la nosología internacional psiquiátrica (y precisamente una propuesta de interpretación
intrasistema de tal baremo es el eje principal de esta edición de los Encuentros), y muy posiblemente,
ya por último, la cicatería con que, en términos puramente económicos, se manifiesta el propio
sistema en relación con las secuelas psiquiátricas, pero todo ello son cuestiones que no sólo
exceden del daño moral que es objeto de esta intervención, sino que invaden abiertamente terrenos
de otros ponentes, que sin duda sabrán exponerlo con mucho mayor claridad y brillantez.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
A. MARÍN FERNÁNDEZ
El problema de la valoración del daño corporal ha venido siendo en los últimos tiempos objeto de
amplia discusión en el ámbito del Derecho de Daños y objeto de no pocas controversias en la
práctica forense. No hace falta decir que se relaciona con factores culturales y éticos que gravitan
sobre el sufrimiento humano, lo que provoca que deba actuarse sobre bases difícilmente
mensurables. Quizás sea aquí donde, una vez más, la Medicina y en particular la Psiquiatría y las
disciplinas afines en lo que al daño psíquico hace -en tanto que más habituadas a enfrentarse a estos
problemas- deban proporcionar al Derecho elementos útiles para solventar los conflictos que este
está llamado a resolver con un mínimo de validez y corrección.
Lo primero será, como es evidente, plantearnos qué deba entenderse a los efectos que ahora
interesan por daño psíquico. Ello exigirá a su vez indagar mínimamente en los conceptos de los que
trae causa, esto es, en el propio concepto de “daño” y en el concepto de “daño corporal”. Vaya por
delante que estamos ante categorías jurídicas: desde la perspectiva de la responsabilidad civil no
interesa cualquier daño sino aquél que nos concierne es el susceptible de ser indemnizado por la vía
de responsabilidad señalada.
Disponemos de multitud de intentos de definición llevados a efecto por ilustres juristas. Citemos como
ejemplo la de ENNECERUS que consideraba que “daño es toda desventaja que experimentamos en
nuestros bienes jurídicos (patrimonio, cuerpo, vida, salud, honra, crédito, bienestar, capacidad de
adquisición)”, o la de CARNELUTTI conforme a la cual “el daño es toda lesión a un interés”. La
Pandectística construyó un concepto “diferencial” del daño, así MOMMSEN lo definía como “la
diferencia entre el patrimonio de una persona como es en un determinado momento, con el importe
que tendría este patrimonio en el momento en cuestión sin la intromisión de un determinado
acontecimiento dañoso”. Entre nosotros es reiteradamente citada la dada por SANTOS BRIZ para el
cual daño es “todo menoscabo material o moral causado contraviniendo una norma jurídica que sufre
una persona y del cual haya de responder otra”. Obviamente, estos intentos sintéticos imponen la
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tarea de analizar otras categorías si cabe aún más abstractas. Por su parte, el DRAE insiste en que
el daño consiste en el “detrimento o destrucción de los bienes”.
En el mismo sentido, pero en clave más descriptiva, MEDINA CRESPO ha señalado el acierto de la
definición contenida ya en Las Partidas, conforme a la cual daño es “destruimento o detrimento que
padece un ome en se mesmo o en sus cosas por culpa de otro”. Al margen que en el derecho
moderno la fuente de la obligación de indemnizar no deriva necesariamente de la culpa de otro, el
acierto de la definición medieval se encuentra en identificar con suma sencillez lo que el autor citado
llama la dualidad perjudicial básica, esto es, que el daño en razón del tipo de bien al que afecte
puede ser personal o material.
El daño personal afecta al ser de la persona, mientras que el segundo compromete a sus
pertenencias, de tal forma que los daños personales se conjugan con el verbo “ser”, mientras que los
materiales lo hacen con el verbo “tener”. No son estos últimos los que nos interesan, pero convendrá
destacar que tradicionalmente se han incluido en su ámbito tanto el daño emergente, valor de la
pérdida se que haya sufrido, como el lucro cesante, la ganancia que se halla dejado de obtener, y así
se ha venido plasmando desde antiguo en nuestro textos legales (arts. 1101 y 1106 del Código Civil y
109 y 110 del Código Penal).
Por su parte, el patrimonio personal que es como queda dicho el que se ve afectado por los daños
personales puede ser agredido de diferentes maneras. Cuando la lesión vulnera el patrimonio
psicofísico (damnum in bona corporis) estaremos estrictamente ante los “daños corporales”, aunque
en puridad afecte a la materia corporal, mientras que cuando la lesión lo sea de del patrimonio
espiritual o moral (damnum in bona interiora), es decir, cuando afecte a los bienes extracorpóreos de
la personalidad (identidad, libertad, honor, intimidad, propia imagen, creatividad, entre otros) la mejor
manera de definirlos sea atribuirles la condición de “daños morales”.
A partir de aquí la confusión queda servida. Algunos autores identifican cualquier daño susceptible de
evaluación monetaria, ya sea por estimación directa, ya mediante el recurso a baremos o protocolos,
como daño patrimonial, quedando extramuros y como concepto residual el daño moral. Adviértase
que nunca, en razón a ello, susceptible de resarcimiento sino de mera compensación. En todo caso,
las relaciones entre cada tipo de daño son confusas y quedan aún más confundidas en la práctica
forense cuando se pretende dar soluciones adaptadas a la casuística judicial.
Sin perjuicio de volver posteriormente sobre el problema, con cita, por ejemplo, de la sentencia del
Tribunal Supremo de 14/julio/2006, digamos que el daño moral se suele definir jurisprudencialmente
en los siguientes términos:
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“La situación básica para que pueda darse lugar a un daño moral indemnizable consiste en un
sufrimiento o padecimiento psíquico (Sentencias de 22 de mayo de 1995, 19 de octubre de 1996 y 24
de septiembre de 1999).
La reciente jurisprudencia se ha referido a diversas situaciones, entre las que cabe citar el impacto o
sufrimiento psíquico o espiritual (Sentencia de 23 de julio de 1990), impotencia, zozobra, ansiedad,
angustia (Sentencia de 6 de junio de 1990), la zozobra, como sensación anímica de inquietud,
pesadumbre, temor o presagio de incertidumbre (Sentencia de 22 de mayo de 1995), el trastorno de
ansiedad, impacto emocional, incertidumbre consecuente, (Sentencia de 27 de enero de 1998),
impacto, quebrantamiento o sufrimiento psíquico (Sentencia de 2 de julio de 1999) (Sentencia del
Tribunal Supremo de 31 de mayo de 2000).
Si bien los daños morales en sí mismos carecen de valor económico, no por eso dejan de ser
indemnizables, conforme a conocida y reiterada jurisprudencia civil, en cuanto actúan como
compensadores en lo posible de los padecimientos psíquicos irrogados a quien se puede considerar
víctima, y aunque el dinero no actúe como equivalente, que es el caso de resarcimiento de daños
materiales, en el ámbito del daño moral la indemnización al menos palía el padecimiento en cuanto
contribuye a equilibrar el patrimonio, permitiendo algunas satisfacciones para neutralizar los
padecimientos sufridos y la afección y ofensa que se implantó, correspondiendo a los Tribunales
fijarlos equitativamente (Sentencias de 19 de diciembre de 1949, 25 de julio de 1984, 3 de julio de
1991, 27 de julio de 1994, 3 de noviembre de 1995 y 21 de octubre de 1996), atendiendo a las
circunstancias de cada caso y a la gravedad de la lesión efectivamente producida (Sentencia del
Tribunal Supremo de 24 de septiembre de 1999).
Así, actualmente, predomina la idea del daño moral , representado por el impacto o sufrimiento
psíquico o espiritual que en la persona pueden producir ciertas conductas, actividades o, incluso,
resultados, tanto si implican una agresión directa o inmediata a bienes materiales, cual si el ataque
afecta al acervo extrapatrimonial o de la personalidad (ofensas a la fama, al honor, honestidad,
muerte de persona allegada, destrucción de objetos muy estimados por su propietario, etc.)”.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, lo cierto es que el daño corporal incide sobre una persona
que, en principio y al margen de los supuestos de agravación, se halla en el goce de la plenitud de su
salud. Si el daño corporal no es radical provocando la muerte, sino que es parcial, dará lugar a daños
meramente temporales o puede convertirse en permanente, generando secuelas tendencialmente
definitivas.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
Con todo, la descripción del daño corporal no queda completa si no analizamos su real afectación
sobre la víctima. Y es que la lesión corporal parcial, además de ser temporal o permanente, tiene un
aspecto estático y otro dinámico. El primero alude al daño corporal emergente, que, además de tener
una vocación de aplicación universal objetiva, es decir, es susceptible de ser valorado igual en todas
las víctimas que lo sufran, debe ser tasado estrictamente en razón de su intensidad; en la solución de
mejora propuesta, por la intensidad de los síntomas de cada categoría nosológica psiquiátrica. Por el
contrario, el segundo atiende, ya desde un punto de vista más subjetivo, a la concreta afectación a
las capacidades de cada persona en relación a sus actividades habituales o en referencia al trabajo
que realiza. Ambas perspectivas que en ocasiones tienden a confundirse, han de ser tenidas en
consideración si se quiere colmar la aspiración de dar una reparación íntegra del daño, que es al fin y
al cabo clave y regla de juicio de todo el sistema.
Dicho todo lo anterior, estamos en disposición de abordar su tratamiento en la norma que es objeto
de la propuesta de mejora que sometemos a consideración y crítica. Sin perjuicio de abundar más
sobre ella, digamos ya que el “Sistema para la valoración de los daños y perjuicios causados a las
personas en accidentes de circulación” (en adelante “Baremo”) pretende ser un instrumento para
valorar pecuniariamente el conjunto de los referidos daños personales. A tenor de lo dispuesto en el
art. 1.2 del Texto Refundido de la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de
Vehículos a Motor vigente (Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre), “los daños y
perjuicios causados a las personas, comprensivos del valor de la pérdida sufrida y de la ganancia
que hayan dejado de obtener, previstos, previsibles o que conocidamente se deriven del hecho
generador, incluyendo los daños morales, se cuantificarán en todo caso con arreglo a los criterios y
dentro de los límites indemnizatorios fijados en el anexo de esta ley”. En su posterior desarrollo, se
insiste en la misma idea al titular, por ejemplo, la Tabla III con el siguiente epígrafe “Indemnizaciones
básicas por lesiones permanentes (incluidos daños morales)” o en la Tabla V, relativa a las
indemnizaciones por incapacidad temporal, cuando define las indemnizaciones básicas añadiendo de
nuevo entre paréntesis que se entienden “incluidos los daños morales”.
Como se ve, la pretensión de la norma –no siempre premiada con el éxito- es servir de cauce para la
valoración global de todo el daño personal sufrido: desde el daño corporal estricto, ya sea éste
temporal, ya definitivo, pasando por sus consecuencias invalidantes a nivel personal o laboral, los
perjuicios económicos, hasta el propio daño moral. Y ello con carácter excluyente, de tal forma que
fuera del Baremo, con las excepciones que se indicarán, no es posible lograr indemnización alguna.
La reparación del daño personal se efectúa a través de un sistema objetivo que toma en
consideración factores mensurables, aunque también porcentajes de corrección que no lo son tanto.
Solo quedan fuera algunas partidas instrumentales y en todo caso accesorias respecto a la
indemnización principal que surge de la aplicación del sistema tabular; así lo indica el apartado 1º.6
conforme al cual, “además de las indemnizaciones fijadas con arreglo a las tablas, se satisfarán en
todo caso los gastos de asistencia médica, farmacéutica y hospitalaria en la cuantía necesaria hasta
la sanación o consolidación de secuelas, siempre que el gasto esté debidamente justificado
atendiendo a la naturaleza de la asistencia prestada”.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
En lo que hace al ámbito propio del daño psíquico, el esquema que hemos venido manteniendo sigue
siendo de aplicación. Se trata de una modalidad más del daño personal de carácter corporal, a
menudo pero no necesariamente acompañado de otros daños corporales físicos y que puede dar
lugar tanto a la incapacidad temporal del sujeto afectado, como a lesiones de carácter permanente.
Aun reconociendo la validez de las concepciones integrales de la salud, no parece que haya
problema alguno para distinguirlo de otras formas de daño corporal –nos referimos al daño biológico,
antes citado, y si cabe a los daños fisiológicos, orgánicos, anatómicos, etc- y sobre todo ello es
imprescindible para llevar a cabo con alguna garantía la valoración circunstanciada de cada uno de
ellos.
En tal sentido, ninguna duda cabe que determinados hechos externos son susceptibles de provocar
deficiencias en la salud psíquica de las personas –o “sufrimiento psiquiátrico” para hacer honor al
título de la Ponencia-, con o sin déficit de la actividad, que con el tratamiento adecuado y, en su caso,
el programa de rehabilitación que resulte aconsejable, le permiten recuperarla. Estaríamos entonces
ante la primera de las consecuencias mencionadas.
Mayor interés despierta el desarrollo de lo que podemos definir como “secuelas psíquicas”. Pues
bien, para que estemos en presencia de las mismas VILLAREJO RAMOS, sintetizando las
aportaciones doctrinales en la materia, sugiere la necesidad de apreciar los siguientes criterios: (i)
daño psíquico producido como consecuencia de un acontecimiento traumático o noxa externa, con el
debido establecimiento de un nexo de causalidad; (ii) estabilización del cuadro después de la
aplicación de los tratamientos adecuados; y (iii) curso crónico e irreversible. A su vez, el citado autor
identifica las siguientes formas de actuar de la noxa externa, bien que referidas a los accidentes de
circulación: lesión orgánica cerebral directa, lesión cerebral indirecta como consecuencia de
traumatismos en otras regiones anatómicas que afecten secundariamente a la salud psíquica,
vivencia del acontecimiento traumático y vivencia de los déficits funcionales que derivan de la noxa
primitiva.
2.1. Dificultades para la valoración del daño personal y crítica de la solución tradicional.
Ya ha quedado dicho más arriba, pero quizás convenga insistir en la idea. Y es que el ejercicio
práctico de las profesiones jurídicas enseña en que muchas ocasiones los problemas que presenta el
Derecho de Daños nada tienen que ver con la descripción y acreditación del propio hecho dañoso o
con la atribución, culpable o no, del mismo al sujeto agresor. Tampoco la relación de causalidad entre
la acción y el resultado resulta en la mayor parte de las ocasiones difícil de establecer, aún aplicando
criterios de imputabilidad objetiva. Es justamente al momento de la valoración del resultado dañoso
donde surgen especiales dificultades, agravadas considerablemente cuando nos enfrentamos a lo
que antes hemos llamado “daños personales”.
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Es así que mientras los daños materiales permiten, no sin alguna dificultad, su cálculo por la
valoración objetiva del bien dañado o, en su caso, el coste de su reparación, cuando nos
enfrentamos con aquellos encontramos la insalvable dificultad de tasar bienes que, afortunadamente,
están fuera del mercado: se trata de bienes extra commercium respecto de los cuales no es posible
intentar una valoración referencial, esto es, por la comparación de su eventual valor con los precios
ordinarios de mercado.
El daño no patrimonial, como ha destacado GOMEZ POMAR, implica una reducción del nivel de
utilidad que ni el dinero, ni bienes intercambiables por éste, pueden llegar a compensar. Es por
definición incalculable en términos monetarios, pues el dinero tiene valor reparador escaso o nulo en
supuestos de daños personales graves o fallecimiento de la víctima. Más pesimista es VINEY para el
que reparar integralmente lo que no tiene correspondencia pecuniaria no quiere decir nada.
Pero es evidente que la función restitutoria del patrimonio personal asignada a este sector del
ordenamiento exige dar respuesta satisfactoria a la víctima. Nos encontramos, como afirma MEDINA
CRESPO, ante la dialéctica de la imposibilidad de valorar los daños personales y la necesidad de
hacerlo. Y todo ello adobado con la necesidad de dar cabida, también en éste ámbito, a los principios
que desde antiguo han venido modalizando la indemnización del daño. Nos referimos a la restitutio
ad integrum, es decir, a la necesidad de resarcir integralmente los daños y perjuicios causados a la
víctima, que ha sido el principio regulador básico del Derecho de Daños. En los tiempos actuales, de
todo ello se hace eco la Resolución 75/7 del Comité de Ministros del Consejo de Europa que aprueba
la Recomendación sobre “principios relativos a la reparación de daños en casos de lesiones
corporales y fallecimiento”, conforme a la cual: (i) La reparación del daño ha de ser íntegra; es eso lo
que se recoge en el principio 1º al indicar que “la persona que ha sufrido un perjuicio tiene derecho a
la reparación del mismo, y en este sentido debe ser repuesta en una situación tan próxima como
posible a la que hubiera sido la suya si el hecho dañoso no se hubiera producido”; (ii) La reparación
ha de ser pormenorizada, esto es comprensiva con el detalle preciso de los daños que se entienden
indemnizables y con pronunciamientos motivados específicos para cada uno de ellos; (iii) La
reparación debe quedar referida al caso concreto que se contempla; ha de ser personalizada, con
atención a las circunstancias propias de cada supuesto de hecho.
Pues bien, la solución tradicional a la mencionada necesidad ha sido la de acudir a la equidad, esto
es, atribuir al Juez la capacidad de decidir al respecto sin sujetarlo a parámetros legales que dotaran
a la respuesta judicial de un mínimo de previsibilidad y acierto. Adviértase, sin embargo, que el
recurso a la equidad, como fuente exclusiva de la decisión judicial, queda limitado por el art. 3.2 del
Código Civil a aquellos supuestos en que la ley así lo establezca. También es verdad, sin embargo,
que la ausencia de un arsenal normativo que orientara al Juez y que le permitiera ser respetuoso con
el principio de legalidad al que constitucionalmente queda vinculado, terminaba por obligar a éste al
peligroso uso de su libre arbitrio.
No hará falta decir que hasta la generalización, mediados de los años noventa, del Baremo que
aprobó la Ley 30/95 el panorama judicial era desolador. Recordemos que en aquella época la
respuesta judicial, eso sí, en todos los grados de la jurisdicción, era absolutamente desigual ante
hechos análogos.
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Curiosamente las diferencias de trato geográficas eran tremendamente significativas (de una
encuesta de la Secretaría General Técnica de la Fiscalía General del Estado referida a los años
1989-1990 se siguió que el día de incapacidad temporal era tasada en Soria en 1.334 pesetas,
mientras que en Palencia, cuya estructura socio-económica no era diferente, se valoraba en 3.500
pesetas, mientras que en Madrid y Barcelona se alcanzaban las 5.000 pesetas diarias; en punto a las
indemnizaciones por fallecimiento, las peticiones del Ministerio Fiscal iban desde los siete millones de
pesetas en Soria a los cincuenta en Barcelona) aunque también podía constatarse acusadas
discordancias entre Jueces de la misma localidad o entre diferentes Secciones de la misma
Audiencia Provincial e incluso entre las diferentes jurisdicciones (GOMEZ LIGUERRE y MUNTANER
BATLE, tras analizar las cuantías usualmente concedidas por las Salas 1ª y 2ª del Tribunal Supremo,
han concluido que la sala civil concede indemnizaciones más elevadas por lesiones que por muerte,
mientras que la sala penal concede indemnizaciones mayores en los casos de muerte que en los de
lesiones). Y lo que resultaba ser peor: no se entendía preciso motivar en exceso la decisión que en
cada caso se adoptaba de tal suerte que era cierta la afirmación que el resultado del pleito terminaba
por ser pura lotería.
Los ejemplos citados son solo una muestra de una situación que aún permanece; quizás sea
interesante constatar a fecha actual cómo en el ámbito del llamado “daño moral” ajeno al ámbito de la
circulación de vehículos a motor, los desajustes continúan. Siguiendo el descriptivo estudio de CID
LUQUE de la última jurisprudencia, este autor ofrece un exhaustivo listado por materias de los
pronunciamientos judiciales sobre el daño moral del que sigue resaltando la enorme disparidad de
criterios. Son notabilísimas las diferencias de las cuantías indemnizatorias por daños morales en
ámbitos del tráfico jurídico tales como la venta y reparación de automóviles (la Audiencia de Asturias
concede 600 euros de indemnización por carecer la llave de mando a distancia y la Valladolid otorga
5.000 por un cambio en la tapicería elegida), la entrega equivocada de billetes extranjeros falsos por
las entidades bancarias a viajeros españoles que en el año 2005 permitió al Tribunal Supremo
indemnizar en caso con 78.131 euros a una persona que se desplazaba a Rusia y en otro con
360.000 euros en supuesto similar de divisas compradas en los Estados Unidos, el retraso en los
vuelos aéreos que se indemnizan con cifras que van desde los 350 a los 1.500 euros, la negligencia
en el transporte de equipajes con diferencias aún mayores o la indebida inscripción de un deudor en
registros de morosos, extremo donde las diferencias en función del caso y de la Audiencia
competente van desde los 120 a los 6.000 euros. Y ello por solo citar algunos de los ejemplos
propuestos por el citado autor.
En suma, los efectos problemáticos que acarreaba un sistema tan abierto como el descrito, son
sistematizados por PINTOS AGER en los siguientes términos: (1). Compensación inadecuada:
subestimación o sobrestimación de los daños, (2) Distorsión del efecto preventivo de las condenas y,
consiguientemente, de las señales que el sistema judicial envía a los causantes potenciales de
daños; (3) Incremento de los costes de gestión del sistema de responsabilidad civil, en particular, de
los derivados de la litigiosidad destinada a buscar un responsable; (4) Aumento de la lentitud en el
proceso de liquidación de las indemnizaciones e, incluso, disminución del número de víctimas que
finalmente obtienen algún tipo de reparación; y (5) Incremento de las disfunciones del mercado de
seguros, que se encarece o incluso reduce su oferta de cobertura.
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El primer intento serio de baremación del daño corporal vino de la mano de la Orden del
5/marzo/1991 del Ministerio de Economía y Hacienda (“Orden de 5 de marzo de 1991 por la que se
da publicidad a un Sistema para la valoración de los daños personales en el Seguro de
Responsabilidad Civil ocasionada por medio de vehículos de motor, y se considera al mismo como
procedimiento apto para calcular las provisiones técnicas para siniestros o prestaciones pendientes
correspondientes a dicho Seguro”) y en ella se venían a destacar, desde la perspectiva de las
entidades aseguradoras cuáles eran los problemas que atravesaba en sector:
“en primer término, la enorme litigiosidad que suscitan los accidentes de tráfico que hace aumentar la
ya, por tantos otros motivos, excesiva carga de trabajo de los Tribunales de Justicia, con el
consiguiente retraso en los pronunciamientos definitivos sobre la materia y, por ello, en el abono de
las indemnizaciones pertinentes;
en segundo término, la acentuada tendencia al alza persistente de las indemnizaciones por daños
personales ocasionados por hechos de la circulación -lo que, dado el retraso anteriormente aludido,
incrementa la incertidumbre acerca de cuál será el montante concreto de una indemnización-;
y en tercer lugar, la gran disparidad existente en la fijación de las cuantías de estas indemnizaciones”
Partiendo también de la base de que cualquier sistema de valoración, por muy elaborado y
perfeccionado que éste sea, parte de un vicio de origen derivado de la imposibilidad de ponderar con
exactitud bienes insustituibles, surge entonces como mejor alternativa la opción de acudir a sistemas
objetivos que, sin duda alguna, presentaban indudables ventajas frente al subjetivismo del arbitrio
judicial. La propia Orden de 5/marzo/1991, a modo de auto justificación, se encarga de mencionarlas
en los siguientes términos:
- Fomenta un trato, si no idéntico, sí, al menos, análogo para situaciones de responsabilidad cuyos
supuestos de hecho sean coincidentes, en aplicación del principio de igualdad que consagra el art.
14 del citado texto fundamental.
- Como consecuencia de lo anterior, agiliza al máximo los pagos por siniestros de esta índole por
parte de las Entidades aseguradoras, evitando demoras perjudiciales para los beneficiarios de las
indemnizaciones, al no tener que esperar el pronunciamiento de los órganos judiciales.
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- A su vez, la conjunción de las dos ventajas anteriores produce una nueva circunstancia favorable
que incluso trasciende del ámbito específico del seguro del automóvil, al reducir de forma significativa
las actuaciones judiciales en este sector y la consiguiente disminución de la sobrecarga generalizada
de trabajo de los Juzgados y Tribunales.
Este elenco de razones, enderezadas a preservar principios básicos de nuestro Ordenamiento, tales
como la seguridad jurídica y la igualdad, y, a su vez, encaminadas a resolver, vía transacción,
peligros que comprometían no ya, que también, el sistema judicial o el funcionamiento del sector del
seguro, sino el propio resarcimiento a las víctimas, fueron suficientes para que, poco después, lo que
se había planteado en el año 1991 como un sistema que debía orientar la actividad de las entidades
aseguradoras –y en esa medida repercutir en el funcionamiento general del sector- y que había sido
utilizado solo marginalmente por los tribunales, terminara por convertirse en el año 1995 en un
Baremo de aplicación obligatoria en el ámbito de la circulación de vehículos a motor con vocación
expansiva hacia otros ámbitos del tráfico jurídico.
Es así que, a impulsos del sector del seguro –la perspectiva economicista ha estado siempre
presente hasta el punto de ser impulsada la legislación que nos ocupa por el Ministerio de Economía
y Hacienda y no, como era lo propio, por el Ministerio de Justicia- la Disposición Adicional 8ª de la
Ley 30/95, de 8 de noviembre, de ordenación y supervisión de los seguros privados, dio nueva
redacción, y denominación a la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de
Vehículos a Motor en cuyo anexo se incluye el mencionado “Sistema para la valoración de los daños
y perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación” como medio de cuantificación
legal del daño.
En su Exposición de Motivos se explica que el objetivo básico era la “determinación legal del importe
de la responsabilidad patrimonial derivada de los daños ocasionados a las personas en accidentes
de circulación” y para ello se introducía “un sistema legal de delimitación cuantitativa del importe de
las indemnizaciones exigibles como consecuencia de la responsabilidad civil en que se incurre con
motivo de la circulación de vehículos de motor”, que “se impone en todo caso, con independencia de
la existencia o inexistencia de seguro y de los límites cuantitativos del aseguramiento obligatorio, y se
articula a través de un cuadro de importes fijados en función de los distintos conceptos indemnizables
que permiten, atendidas las circunstancias de cada caso concreto y dentro de unos márgenes
máximos y mínimos, individualizar la indemnización derivada de los daños sufridos por las personas
en un accidente de circulación”.
Obviamente, era un sistema de aplicación obligatoria a los siniestros acaecidos en su ámbito material
de aplicación. Sin embargo no fue inicialmente bien recibido. Enseguida, y a la vista tanto de sus
evidentes imperfecciones como de la inercia de los criterios tradicionales de libre valoración del
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No faltaron manifestaciones de franca rebeldía frente al Baremo. Muy significativa fue la sentencia
del Tribunal Supremo de 26/marzo/1997 que, recién entrada en vigor, rechazó la vinculación de los
órganos judiciales con la norma en cuestión.
“la doctrina jurisprudencial proclama reiteradamente que la "función" de cuantificar los daños a
indemnizar es propia y soberana de los órganos jurisdiccionales. Y tengamos en cuenta que el
término "función" abarca no solo la facultad de valorar, en este caso las pruebas practicadas en
autos, sino también la obligación de hacerlo. De ahí que esta función de ineludible cumplimiento por
los órganos jurisdiccionales no pueda ser voluntariamente abdicada, sustituyéndola por la simple
aplicación de un baremo cuyo carácter normativo no puede desconocerse y que veta, de manera
paladina, la doctrina jurisprudencial, como se deduce de la anteriormente citada S. de 25 de Marzo
de 1.991. Ciertamente que la discrecionalidad con que en el ejercicio de esta función de
cuantificación del daño actúan los Tribunales no impide que el órgano jurisdiccional acuda, como
criterio orientativo, a lo consignado en un baremo. Pero también es cierto que los órganos de
instancia tan solo cumplirán estrictamente su función jurisdiccional cuando el resultado de la prueba
permita, por su coincidencia relativa con los términos del baremo, aceptar lo consignado en el mismo.
Cuando, por el contrario, las probanzas practicadas en juicio arrojen un resultado sensiblemente
diferente de los términos que se recogen en el baremo, el juzgador de instancia deberá, en
cumplimiento de su función jurisdiccional, y para evitar que la discrecionalidad que le concede la
doctrina jurisprudencial se torne en arbitrariedad, recoger el resultado concreto de lo probado en
autos, desdeñando la solución normativa que, por su carácter general, no se adapta a todos los
casos contemplados en las actuaciones judiciales”
La huida del Baremo era una postura abiertamente contraria al principio de legalidad. Suponía actuar
como si el supuesto no se hallara sujeto a previsión normativa alguna cuando ello incierto. Las cosas
terminaron por volver a su cauce y paulatinamente se aceptó su carácter vinculante, del que hoy ya
nadie duda, señaladamente tras la intervención del Tribunal Constitucional a través de la sentencia
181/2000. Buena muestra de todo ello puede ser la sentencia del Tribunal Supremo de 18/julio/2011.
“El carácter vinculante del sistema, sentado ya por la sentencia del TC de 29 de junio de 2000,
determina que la aplicación de la fórmula matemática prevista por la Ley 30/1995 tenga carácter
imperativo y no dispositivo como instrumento para fijar el importe de la indemnización de los daños y
perjuicios causados a resultas de un accidente de circulación”
El segundo de los problemas para su desarrollo, íntimamente ligado con el anterior, era el de
constitucionalidad. Pronto fueron propuestas desde los órganos judiciales variadas cuestiones de
constitucionalidad que ponían en tela de juicio la adecuación del Baremo a la Constitución desde
diferentes puntos de vista, todos ellos resueltos por la fundamental sentencia del Pleno del Tribunal
Constitucional 181/2000 de 29/junio. En síntesis, las cuestiones de constitucionalidad fueron
resueltas de la siguiente manera:
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b) El Baremo tampoco vulnera el principio de igualdad (art. 14 Constitución Española) por el hecho
de excluir los accidentes causados fuera del ámbito de la circulación de vehículos a motor y los
daños materiales: sólo se vulneraría si distinguieran, además, entre categorías de personas.
c) El sistema del Baremo no restringe las facultades de Jueces y Tribunales para el ejercicio
exclusivo de la potestad jurisdiccional (art. 117.3 Constitución Española): primero, porque dicho
artículo no impone limitaciones al legislador a la hora de decidir el grado de regulación de una
determinada materia; y segundo, porque corresponde a cada Juez y Tribunal la aplicación al caso
concreto del Baremo con arreglo a la prueba practicada en juicio.
d) Por último, la decisión del legislador de baremar los daños causados en accidentes de circulación
no es arbitraria (art. 9.3 Constitución Española), pues existen poderosas razones para justificar
objetivamente un régimen jurídico específico y diferenciado en este ámbito: la alta siniestralidad, la
naturaleza de los daños ocasionados y su relativa homogeneidad, el aseguramiento obligatorio del
riesgo, la creación de fondos de garantía supervisados por la Administración (Consorcio de
Compensación de Seguros) y la tendencia a la unidad normativa de los distintos ordenamientos de
los Estados miembros de la Unión Europea.
Carecemos de una definición legal del concepto “baremo”. Con el DRAE podemos decir de él que es
un cuadro gradual establecido convencionalmente para evaluar los daños derivados de accidentes.
El baremo puede adoptar muy diversas formas, pues la evaluación de daños puede llevarse a cabo
bien asignándoles un valor monetario único, bien estableciendo una horquilla de valores posibles,
que el Juzgador concretará a partir de las circunstancias del caso, o bien estableciendo una fórmula
de cálculo basada en variables objetivas.
Todo baremo presenta tres características básicas: es general, pues tiene vocación de aplicarse a
cualquier víctima que cumpla con su ámbito de aplicación material; está predeterminado, de manera
que la potencial víctima puede conocer ex ante cuál es la indemnización previsible en caso de
accidente; y agota la valoración del daño que cuantifica. Como hemos tenido ocasión de ver, no es
esencial al baremo que sea obligatorio, pero tampoco que comprenda la valoración de todas y cada
una de las partidas del daño indemnizable.
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personales y materiales. Tampoco lo es cuantificar de forma homogénea los daños para una misma
constelación de casos mediante la aplicación uniforme de criterios de valoración.
Sea como fuere, lo que se pretende es proporcionar una forma de evaluación ordenada que supere
la mera acumulación de conceptos indemnizatorios, tal como sucedía con anterioridad. En este
sentido es significativa la sentencia del Tribunal Supremo de 7/octubre/85 que tenía por partidas
indemnizables las que constan en la siguiente relación:
“gastos farmacéuticos hasta la total curación del lesionado; ingreso y permanencia en centros
hospitalarios; intervenciones quirúrgicas; ambulancias u otros gastos de trasportes devengados como
consecuencia de la necesidad de traslado a fin de recibir asistencia médica permanente o de carácter
ambulatorio; secuelas resultantes; pérdida de miembros principales o secundarios; prótesis;
deformaciones; incapacidad para el trabajo habitual durante el período de curación; invalidez
permanente o transitoria, residual, total o parcial y finalmente “pecunia doloris” o daños y perjuicios
morales”
En este sentido, el Baremo queda enderezado a la valoración obligatoria, global y exhaustiva de los
daños personales, que comprenden la muerte, los daños corporales y el daño moral, y, por el otro,
los daños de contenido económico que sean consecuencia de todos ellos, con las matizaciones que
luego se harán.
1. Este sistema se aplicará a la valoración de todos los daños y perjuicios a las personas
ocasionados en accidente de circulación, salvo que sean consecuencia de delito doloso.
5. Darán lugar a indemnización la muerte, las lesiones permanentes, invalidantes o no, y las
incapacidades temporales.
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6. Además de las indemnizaciones fijadas con arreglo a las tablas, se satisfarán en todo caso los
gastos de asistencia médica, farmacéutica y hospitalaria en la cuantía necesaria hasta la sanación o
consolidación de secuelas, siempre que el gasto esté debidamente justificado atendiendo a la
naturaleza de la asistencia prestada.
En las indemnizaciones por fallecimiento se satisfarán los gastos de entierro y funeral según los usos
y costumbres del lugar donde se preste el servicio, en la cuantía que se justifique.
7. La cuantía de la indemnización por daños morales es igual para todas las víctimas, y la
indemnización por los daños psicofísicos se entiende en su acepción integral de respeto o
restauración del derecho a la salud. Para asegurar la total indemnidad de los daños y perjuicios
causados, se tienen en cuenta, además, las circunstancias económicas, incluidas las que afectan a la
capacidad de trabajo y pérdida de ingresos de la víctima, las circunstancias familiares y personales y
la posible existencia de circunstancias excepcionales que puedan servir para la exacta valoración del
daño causado. Son elementos correctores de disminución en todas las indemnizaciones, incluso en
los gastos de asistencia médica y hospitalaria y de entierro y funeral, la concurrencia de la propia
víctima en la producción del accidente o en la agravación de sus consecuencias y, además, en las
indemnizaciones por lesiones permanentes, la subsistencia de incapacidades preexistentes o ajenas
al accidente que hayan influido en el resultado lesivo final; y son elementos correctores de
agravación en las indemnizaciones por lesiones permanentes la producción de invalideces
concurrentes y, en su caso, la subsistencia de incapacidades preexistentes.
9. La indemnización o la renta vitalicia sólo podrán ser modificadas por alteraciones sustanciales en
las circunstancias que determinaron la fijación de aquellas o por la aparición de daños sobrevenidos.
10. Anualmente, con efectos de 1 de enero de cada año y a partir del año siguiente a la entrada en
vigor de este texto refundido, deberán actualizarse las cuantías indemnizatorias fijadas en este anexo
y, en su defecto, quedarán automáticamente actualizadas en el porcentaje del índice general de
precios de consumo correspondiente al año natural inmediatamente anterior. En este último caso y
para facilitar su conocimiento y aplicación, se harán públicas dichas actualizaciones por resolución de
la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones.
Es clara su vocación generalizadora al comprender, como antes se indicó, todos los supuestos de
daño personal: desde el daño corporal (muerte, lesiones permanentes e incapacidades temporales),
pasando por cualesquiera gastos ocasionados por la enfermedad (daño emergente) y los perjuicios
económicos generados a la víctima, hasta el daño moral, que “es igual para todas”. Quedan al
margen, como es obvio, los daños materiales. Pese a su distinción conceptual, el Baremo sigue la
técnica de valorar de modo conjunto e indiscriminado el daño corporal y el daño moral. Recordemos
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que, conforme a su art. 1.2, la Ley ha optado por cuantificar los daños morales “en todo caso con
arreglo a los criterios y dentro de los límites indemnizatorios fijados en el anexo de esta ley”.
Ya se ha apuntado que una de las ventajas del Baremo es la posibilidad de su actualización legal.
Con todo, la actualización es automática conforme a las variaciones del IPC, si bien aparece previsto
un útil mecanismo que da certeza al operador del Baremo cual es la publicación a cargo de la
Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones de actualizaciones anuales de las Tablas I a
V. Para el presente año es de aplicación la Resolución de 20 de enero de 2011, de la Dirección
General de Seguros y Fondos de Pensiones, por la que se publican las cuantías de las
indemnizaciones por muerte, lesiones permanentes e incapacidad temporal que resultarán de aplicar
durante 2011 el sistema para valoración de los daños y perjuicios causados a las personas en
accidentes de circulación (BOE de 27/enero/2011).
En lo que hace a su concreto funcionamiento, el Baremo incluye seis Tablas con el siguiente
contenido:
Tabla II: Factores de corrección para las indemnizaciones básicas por muerte.
Tabla III: Indemnizaciones básicas por lesiones permanentes (incluidos daños morales).
Tabla IV: Factores de corrección para las indemnizaciones básicas por lesiones permanentes.
Para los tres grupos de casos indemnizables rige una mecánica similar: la indemnización básica por
muerte, lesiones permanentes o temporales, se incrementa con las indemnizaciones previstas como
factores de corrección. Es conveniente resaltar que son compatibles en un mismo suceso tanto las
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indemnizaciones por lesiones permanentes y temporales, como los diferentes factores de corrección
acumulativamente aplicados.
Más en concreto, la actuación del Baremo para los supuestos que nos interesan, es decir, valoración
de las lesiones permanentes e indemnización de la incapacidad temporal, se atiene a las siguientes
reglas de funcionamiento:
1º Sistema de puntuación.- Tiene una doble perspectiva. Por una parte, la puntuación de 0 a 100 que
contiene el sistema, donde 100 es el valor máximo asignable a la mayor lesión resultante; por otra,
las lesiones contienen una puntuación mínima y otra máxima.
2º Incapacidades concurrentes.- Cuando el perjudicado resulte con diferentes lesiones derivadas del
mismo accidente, se otorgará una puntuación conjunta, que se obtendrá aplicando la fórmula
siguiente:
[ [(100 - M) × m] / 100 ] + M
donde:
Si son más de dos las lesiones concurrentes, se continuará aplicando esta fórmula, y el término «M»
se corresponderá con el valor del resultado de la primera operación realizada.
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Si, además de las secuelas permanentes, se valora el perjuicio estético, los puntos por este concepto
se sumarán aritméticamente a los resultantes de las incapacidades permanentes, sin aplicar respecto
a aquellos la indicada fórmula.
Tabla IV.- Se corresponde con la tabla II de las indemnizaciones por muerte y le son aplicables las
mismas reglas, singularmente la de posible concurrencia de los factores de corrección.
Centrándonos algo más en el capítulo de las lesiones permanentes, la Tabla VI contiene un catálogo
pormenorizado de secuelas en función del órgano afectado y la concreta dolencia padecida con un
arco de puntuación, que debe ser concretado en relación a las circunstancias concurrentes. El propio
Baremo introduce unas reglas generales para facilitar esa labor desde la modificación operada por el
Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre:
1. La puntuación otorgada a cada secuela, según criterio clínico y dentro del margen permitido,
tendrá en cuenta su intensidad y gravedad desde el punto de vista físico o biológico-funcional, sin
tomar en consideración la edad, sexo o la profesión.
2. Una secuela debe ser valorada una sola vez, aunque su sintomatología se encuentre descrita en
varios apartados de la tabla, sin perjuicio de lo establecido respecto del perjuicio estético. No se
valorarán las secuelas que estén incluidas y/o se deriven de otra, aunque estén descritas de forma
independiente.
3. Las denominadas secuelas temporales, es decir, aquellas que están llamadas a curarse a corto o
medio plazo, no tienen la consideración de lesión permanente, pero se han de valorar de acuerdo
con las reglas del párrafo a) de la tabla V, computando, en su caso, su efecto impeditivo o no y con
base en el cálculo razonable de su duración, después de haberse alcanzado la estabilización
lesional.
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suerte que cualesquiera que fueran los prejuicios económicos realmente sufridos, estos no podrían
ser superiores a la indemnización básica incrementada en un 75%.
Pues bien, según el Tribunal Constitucional, el Baremo sólo utiliza el título de imputación de la culpa
en sentido favorable para el causante del daño, pues excluye su responsabilidad en los supuestos de
culpa exclusiva de la víctima y la modera cuando ésta hubiera concurrido culposamente a la
causación del daño, y por ello puso de manifiesto que era “contradictorio con [tal] esquema de
imputación que, cuando concurre culpa exclusiva del conductor, la víctima tenga que asumir parte del
daño que le ha sido causado por la conducta antijurídica de aquél”. La falta de coherencia del
sistema, le llevó a declarar la inconstitucionalidad de la referida imposibilidad legal de obtener una
reparación por los perjuicios económicos acreditados extra Baremo en razón de que la falta de
individualización del lucro cesante en concreto era arbitraria y suponía una desprotección de los
bienes de la personalidad previstos en el art. 15 de la Constitución.
Conviene matizar en que el pronunciamiento del Tribunal Constitucional sólo afecta a los factores de
corrección aplicables a las situaciones de incapacidad temporal y nunca ha extendido sus efectos al
sistema de determinación de indemnizaciones en el caso de lesiones permanentes, cuestión esta
que ha dado lugar a un intenso debate doctrinal aún no resuelto ante la eventual identidad de razón
entre ambos supuestos. Es de resaltar en éste ámbito la postura negativa mantenida por la sentencia
del Tribunal Supremo de 25/marzo/2010 a la que luego nos referiremos, conforme a la cual:
“Se ha planteado la duda de si los pronunciamientos de inconstitucionalidad que efectúa el TC, los
cuales literalmente solo afectan al apartado B) de la Tabla V del Anexo, pueden aplicarse a los
factores de corrección por perjuicios económicos de las Tablas II y IV, aparentemente idénticos.
A juicio de esta Sala, la respuesta debe ser negativa, pues la jurisprudencia constitucional, en
cuantas ocasiones se ha planteado por la vía del recurso de amparo la extensión de la doctrina
formulada en relación con la Tabla V a las restantes tablas, ha considerado que la interpretación
judicial contraria a la expresada extensión no incurre en error patente ni en arbitrariedad ni vulnera el
derecho a la tutela judicial efectiva (SSTC, entre otras, 42/2003, 231/2005). La STC 258/2005 declara
que "el evento generador de la responsabilidad civil, la muerte de una persona, como el sujeto
acreedor al pago, los padres, son distintos a los dispuestos en aquella, donde el evento es la lesión
corporal con efectos de incapacidad temporal y el sujeto acreedor el propio accidentado."
Esta jurisprudencia constitucional, según se desprende de la última cita, tiene una justificación en que
la naturaleza del lucro cesante desde el punto de vista de la imputación objetiva al causante del daño
es distinta en el supuesto de la Tabla V, pues se trata de un perjuicio ya producido, frente a los
supuestos de las Tablas II y IV, en que se trata de daños futuros que deben ser probados mediante
valoraciones de carácter prospectivo, y en que la Tabla II el perjudicado no es la víctima, sino un
perjudicado secundario. Resulta, pues, que el TC rechaza que el resarcimiento de lucro cesante
futuro constituya una exigencia constitucional en el ámbito del régimen de responsabilidad civil por
daños a las personas producidos en la circulación de vehículos de motor”.
También se ha criticado la posición del Tribunal Constitucional en cuanto podía confundir los criterios
de imputación de la responsabilidad civil con los de cuantificación de daños. Se ha dicho que en
responsabilidad civil, la cuantificación del daño atiende exclusivamente a su gravedad y, en su caso,
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a la contribución negligente de la víctima a efectos de moderarla. Pero, de ningún modo, puede influir
en la cuantificación del daño el hecho de que éste se hubiera producido por la culpa exclusiva del
causante. En ambos casos, es indiferente cuál hubiera sido el grado de culpa –leve, media o grave-
de cualquiera de las partes. En conclusión, el único criterio que influiría en la cuantificación del daño
es la cantidad de culpa con que la víctima hubiera contribuido causalmente a la producción del daño.
Sin embargo, en el ámbito del aseguramiento obligatorio del tráfico rodado en el que se responde
aún sin culpa, esto es, en términos de responsabilidad objetiva aun atenuada, también se ha
mantenido que la distinción patrocinada en la sentencia 181/2000 tiene todo su sentido para distinguir
entre los mínimos que asegura el Baremo estricto y la posibilidad de incrementarlos en los casos de
culpa declarada.
3.3.2. Las sentencias del Pleno del Tribunal Constitucional nº 190/2005 de 7/julio y 149/2006 de
11/mayo resolvieron sobre la constitucionalidad de la exclusión de determinados familiares de la
condición de perjudicados en caso de fallecimiento de la víctima. Aunque afecta a la Tabla I,
indemnizaciones por muerte, la relevancia de sus pronunciamientos imponen algunos comentarios
acerca de las mismas.
El problema era determinar si la exclusión como perjudicados de los hermanos mayores de edad,
cuando concurren con ellos los sujetos enumerados en el Grupo IV de la dicha Tabla (padres,
abuelos y hermanos menores de edad), vulnera los derechos fundamentales a la integridad moral
(art. 15 Constitución Española) y a la tutela judicial efectiva (art. 24 Constitución Española), dado
que, como hemos dicho, para el Baremo “tienen la condición de perjudicados, en caso de
fallecimiento de la víctima, las personas enumeradas en la tabla I y, en los restantes supuestos, la
víctima del accidente”.
El Tribunal Constitucional consideró que la preterición de los hermanos mayores de edad en estos
casos era una decisión legítima del legislador que había optado por desplazar la indemnización hacia
otros sujetos concurrentes que no resultaba arbitraria ni irracional.
“la ausencia de los hermanos mayores de edad en las previsiones del grupo IV no se debe a ningún
propósito del legislador de excluirlos de la condición de perjudicados-beneficiarios, sino (...) a la
existencia de ascendientes y eventualmente de hermanos menores de la víctima del accidente de
tráfico cuando ésta carece de cónyuge e hijos atendiendo a la ratio limitadora de las compensaciones
económicas que preside el sistema, y es que la concurrencia con unas u otras personas puede dar
lugar a supuestos indemnizatorios diferenciados, dado que “la limitación de las cantidades
resarcitorias por víctima mortal en accidente de circulación constituye manifiestamente uno de los
pilares del sistema regulado por la Ley sobre responsabilidad civil de vehículos a motor”
Con todo, el verdadero problema que se plantea, y que no llega a resolver de forma explícita el
Tribunal Constitucional, es si las personas excluidas por el Baremo pueden obtener una
compensación por el daño moral al margen de él. La respuesta parece que debe ser negativa dada la
taxatividad del Baremo: recordemos el contenido del reiteradamente citado art. 1.2 de la Ley
conforme al cual “los daños y perjuicios causados a las personas (...) se cuantificarán en todo caso
con arreglo a los criterios y dentro de los límites indemnizatorios fijados en el anexo de esta ley”.
Quiere ello decir que de la misma forma que la víctima no tiene derecho a una indemnización
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superior a la que resulta conforme al Baremo, el perjudicado que hubiera visto preteridas sus
pretensiones indemnizatorias tampoco habría de tener derecho a una indemnización al margen de él.
3.3.4. Por último nos referiremos a la sentencia del Pleno de la Sala 1ª del Tribunal Supremo de
25/marzo/2010. En ella se planteaba la posibilidad de resarcir el lucro cesante concreto, derivado de
un cálculo actuarial según el curso normal de los acontecimientos (imposibilidad de volver a trabajar
para cualquier profesión cualificada), por encima del límite derivado de la aplicación del factor de
corrección por perjuicios económicos de la Tabla IV.
Con evidente acierto, el Tribunal Supremo señala que “el régimen legal de responsabilidad civil por
daños causados en la circulación distingue conceptualmente entre la determinación del daño y su
cuantificación”, de tal forma que “la determinación del daño se verifica al establecer la
responsabilidad objetiva por el riesgo creado por la circulación. El artículo 1.1 LRCSCVM establece
que "el conductor de vehículos a motor es responsable, en virtud del riesgo creado por la conducción
de estos, de los daños causados a las personas o en los bienes con motivo de la circulación." La
cuantificación del daño, según el artículo 1.2, debe realizarse "en todo caso con arreglo a los criterios
y dentro de los límites indemnizatorios fijados en el anexo de esta ley", es decir, con arreglo al
Sistema de valoración de los daños causados a las personas en accidentes de circulación (llamado
usualmente "baremo ")”. Por otra parte, si la determinación del daño se funda en el principio de
reparación íntegra de los daños y perjuicios causados, concluye que “con arreglo a este principio de
reparación integral del daño causado, el régimen de responsabilidad civil por daños a la persona en
accidentes de circulación comprende el lucro cesante”.
Ahora bien, el referido factor de corrección por perjuicios económicos se revela insuficiente para dar
cobertura a pretensiones como la que se actuó en aquellos autos. Lo explica el Tribunal Supremo de
la siguiente manera:
“Este factor de corrección está ordenado a la reparación del lucro cesante, como demuestra el hecho
de que se fija en función del nivel de ingresos de la víctima y se orienta a la reparación de perjuicios
económicos. La regulación de este factor de corrección presenta, sin embargo, características
singulares. Su importe se determina por medio de porcentajes que se aplican sobre la indemnización
básica, es decir, sobre un valor económico orientado a resarcir un daño no patrimonial, y se funda en
una presunción, puesto que no se exige que se pruebe la pérdida de ingresos, sino sólo la capacidad
de ingresos de la víctima. De esta regulación se infiere que, aunque el factor de corrección por
perjuicios económicos facilita a favor del perjudicado la siempre difícil prueba de lucro cesante, las
cantidades resultantes de aplicar los porcentajes de corrección sobre una cuantía cierta, pero
correspondiente a un concepto ajeno al lucro cesante (la indemnización básica) no resultan
proporcionales, y pueden dar lugar a notables insuficiencias”.
Así las cosas, y vista la imposibilidad –antes reseñada- de extender en éste ámbito las
consecuencias que naturalmente se derivarían de la sentencia del Tribunal Constitucional 181/2000,
el Tribunal Supremo encuentra la solución en una interpretación integradora del Baremo haciendo
uso de otro factor de corrección comprendido en la Tabla IV cual es el que hace referencia a los
“elementos correctores del apartado primero,7”.
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“En relación con las situaciones de incapacidad permanente, la solución viene facilitada por el tenor
literal de las reglas tabulares. La Tabla IV, en efecto, se remite a los "elementos correctores" del
apartado primero, número 7, del Anexo y establece un porcentaje de aumento o de reducción "según
circunstancias". La intención original del legislador pudo ser la de referirse específicamente a los
elementos calificados expresamente como correctores en el Anexo, primero, 7. Sin embargo, la
literalidad del texto va mucho más allá, de tal suerte que una interpretación sistemática obliga a
abandonar la mens legislatoris [intención de legislador] y entender que los elementos correctores a
que se refiere el citado apartado no pueden ser solo los expresamente calificados como de aumento
o disminución, sino todos los criterios comprendidos en él susceptibles de determinar una corrección
de la cuantificación del daño.”
Concluye el Tribunal Supremo, estableciendo los requisitos para que sea de aplicable la mencionada
circunstancia. Al efecto será necesario que:
1) Se haya probado debidamente la existencia de un grave desajuste entre el factor de corrección por
perjuicios económicos y el lucro cesante futuro realmente padecido.
3) La determinación del porcentaje de aumento debe hacerse de acuerdo con los principios del
Sistema y, por ende, acudiendo analógicamente a la aplicación proporcional de los criterios fijados
por las Tablas para situaciones que puedan ser susceptibles de comparación. De esto se sigue que
la corrección debe hacerse en proporción al grado de desajuste probado, con un límite máximo
admisible, que en este caso es el que corresponde a un porcentaje del 75% de incremento de la
indemnización básica, pues éste es el porcentaje máximo que se fija en el factor de corrección por
perjuicios económicos.
5) El porcentaje de incremento de la indemnización básica debe ser suficiente para que el lucro
cesante futuro quede compensado en una proporción razonable, teniendo en cuenta que el sistema
no establece su íntegra reparación, ni ésta es exigible constitucionalmente. En la fijación del
porcentaje de incremento debe tenerse en cuenta la suma concedida aplicando el factor de
corrección por perjuicios económicos, pues, siendo compatible, se proyecta sobre la misma realidad
económica.
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correctores de aumento cuando se trata de lesiones permanentes a las que resulta aplicables la
Tabla IV”.
Quizás haya sido la jurisdicción civil la más renuente a admitir la vis expansiva del Baremo, si bien
también es cierto que la evolución de los últimos años ha venido marcando una matizada tendencia
favorable. Detengámonos en algunos hitos del aludido proceso para comprobarlo. Y así la sentencia
de la Sala 1ª del Tribunal Supremo de 20/junio/2003, que resolvía un supuesto de caída accidental en
un lugar público, hizo suya la doctrina constitucional sobre baremos establecida en la sentencia del
Tribunal Constitucional 181/2000 y justificó su inaplicación al caso con base en la heterogeneidad
entre el accidente objeto del litigio y los accidentes de circulación:
«acudir en parte a dicho sistema [esto es, a los baremos], normativamente configurado para un
específico sector de la responsabilidad civil dotado de peculiaridades tan propias como ajenas al
caso enjuiciado, inevitablemente suponía un constreñimiento del tribunal a límites cuantitativos
legalmente establecidos para un grupo de supuestos de hecho homogéneos entre sí pero
heterogéneos en relación con el enjuiciado por la sentencia impugnada”
Ahora bien, es cuanto menos discutible que precisamente los distintos grupos de casos sean
heterogéneos. Una vez producido un accidente lo verdaderamente relevante para la responsabilidad
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civil es el daño, el mejor modo de repararlo y prevenirlo, y no quién haya sido su causante, cómo se
haya producido, en qué concreto sector de actividad haya tenido lugar o, en última instancia, cuál sea
el régimen de responsabilidad aplicable.
Tales ideas sirvieron para abrir la tendencia a considerar que, al menos, el Baremo debía tener un
carácter al menos orientativo de la respuesta judicial. En tal sentido las sentencias del Tribunal
Supremo de 11/noviembre/2005, que atendía al caso de una víctima que se había fracturado la
cadera como consecuencia de tropezar al acceder a un ascensor, y la de 10/febrero/2006, en la que
un anciano había fallecido al caérsele encima un portalón de la empresa demandada, han invertido la
anterior tendencia en el sentido indicado.
“la jurisprudencia más reciente (rectificando criterios iniciales) ha aceptado que los criterios
cuantitativos que resultan de aplicación de los sistemas basados en valoración, y en especial el que
rige respecto de los daños corporales que son consecuencia de la circulación de vehículos de motor,
pueden resultar orientativos para la fijación del pretium doloris teniendo en cuenta las circunstancias
concurrentes en cada caso. Este criterio hermenéutico se funda en la necesidad de respetar los
cánones de equidad e igualdad en la fijación de las respectivas cuantías para hacer efectivo el
principio de íntegra reparación del daño sin discriminación ni arbitrariedad”
El hecho de acudir al Baremo, según criterio reiteradamente expuesto por el Tribunal Supremo, no
deriva de la existencia de una laguna legal, esto es, de un espacio legal carente de normativa
directamente aplicable, sino que a su juicio la regulación legal viene precisamente dada por el arbitrio
judicial. Es ello lo que le lleva a considerar que no es posible el recurso a la analogía, institución de
integración del Ordenamiento para aquellos supuestos de auténtico vacío normativo conforme a lo
dispuesto en el art. 4.1 del Código Civil. Así lo explica la referida sentencia del Tribunal Supremo de
10/febrero/2006.
“Este criterio hermenéutico se funda en la necesidad de respetar los cánones de equidad e igualdad
en la fijación de las respectivas cuantías para hacer efectivo el principio de íntegra reparación del
daño sin discriminación ni arbitrariedad; pero su reconocimiento está muy lejos de admitir la
existencia de una laguna legal que imponga la aplicación analógica de las normas de tasación legal
con arreglo a lo establecido en el artículo 4.1 del Código civil (en la que se funda exclusivamente el
recurso de casación que enjuiciamos), puesto que la fijación y determinación de determinadas
cuantías en el ejercicio de funciones de apreciación o valoración por el juzgador de las circunstancias
concurrentes en cada caso, difícilmente previsibles en pormenor por el legislador, constituye una
facultad que entra de lleno en la potestad o función jurisdiccional que atribuye el artículo 117.1 de la
Constitución a los jueces y magistrados y, por otra parte, como ha subrayado el Tribunal
Constitucional, la existencia de distintos sectores de la actividad social en que puede producirse la
actividad dañosa determina la existencia de distinciones objetivas y razonables que justifican la
posible desigualdad derivada de la existencia en algunos de ellos e inexistencia en otros de criterios
legales de valoración del daño”
La cuestión no es irrelevante por cuanto la consideración del supuesto como laguna legal forzaría,
vía analógica, la generalización de la aplicación estricta del Baremo. En todo caso, sea por una u otra
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vía, esto es, ya por el uso –indebido- de la analogía, ya por el valor orientativo del Baremo su
generalización es innegable, como es de ver en la sentencia del Tribunal Supremo de 13/abril/2011.
En el supuesto de que se haga uso del Baremo para tasar los daños personales, lo que parece
imposible es que el Juez pueda apartarse de su aplicación estricta sin una motivación adicional que
explique la razón por la cual las peculiares circunstancias del caso impidan la íntegra satisfacción del
daño causado por el sistema tabular. Pese a que en el recurso de casación las posibilidades de
revisión de la cuantía indemnizatoria estén muy limitadas, ello no impedirá que así ocurra, como se
razona en la sentencia del Tribunal Supremo de 20/diciembre/2006, cuando no se haya motivado
debidamente la huída del sistema.
“cuando se toma como base orientativa para la fijación de los daños corporales el sistema de
tasación legal derivado del uso y circulación de vehículos de motor, pueda examinarse en casación la
infracción de esta base en aquellos casos en los cuales se aprecie una inexplicable o notoria
desproporción entre lo que resulta de la aplicación del expresado sistema y la indemnización fijada
por la sentencia, tal como se infiere a sensu contrario (por contraposición lógica) de la STS de 10 de
febrero de 2006”
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tomándolo como un sistema de mínimos a modular en relación a las circunstancias del hecho
intencionado.
“Ahora bien, prevista dicha regulación para los supuestos de accidentes acaecidos en el ámbito de la
circulación de vehículos a motor, no es exigible la aplicación del baremo cuando estemos ante delitos
dolosos, aunque, partiendo de su posible utilización como elemento orientativo, las cantidades que
resulten de sus tablas pueden considerarse un cuadro de mínimos, pues habiendo sido fijadas
imperativamente para casos de imprudencia, con mayor razón habrán de ser al menos atendidas en
la producción de lesiones claramente dolosas. Acaba de señalar la STS núm. 47/2.007, de 8 de
enero, que no se puede establecer un paralelismo absoluto entre las indemnizaciones por daños
físicos y materiales derivados del hecho de la circulación de vehículos de motor con el resultado de
los delitos dolosos. Los primeros no se mueven por criterios de equivalencia o justicia, sino por los
parámetros que se marcan por el sistema financiero de explotación del ramo del seguro en sus
diversas modalidades. Estos criterios, puramente economicistas, obtenidos de un cálculo
matemático, chocan frontalmente con los daños físicos, psíquicos y materiales originados por una
conducta dolosa, con la multiplicidad de motivaciones que pueden impulsarla, sin descartar la
intencionada y deliberada decisión de causar los mayores sufrimientos posibles”
Por su parte, la Sala 3ª también considera objetivo y razonable el cálculo de la reparación de los
daños personales en los casos de responsabilidad patrimonial de la Administración mediante el uso
de los Baremos. Y lo propio cabe indicar respecto de la jurisdicción social en ámbito que les propio.
En conclusión, el proceso descrito se antoja imparable. No es razonable que para un mismo tipo de
daño la cuantía indemnizatoria varíe en función del sector de actividad en que se produzca. Y frente
a la tesis jurisprudencial contraria a la expansión analógica del sistema, RAMOS GONZALEZ y LUNA
YERGA apuntan que ello solo es razonable cuando la valoración objetiva de los daños pueda
obtenerse de las pruebas practicadas en juicio, lo que de hecho sólo puede alcanzarse cuando se
trate de cuantificar daños patrimoniales, que no cuando de daños personales en sentido amplio se
trata. Por lo demás, siguen apuntando los autores citados, sería absurdo que si las necesidades de
motivación pueden quedar rellenadas con expedientes generales como la valoración conjunta y libre
de la prueba o la fijación de la cuantía según las “circunstancias del caso” o el “prudente arbitrio
judicial”, se prohíba la aplicación directa del Baremo. Bastaría con no mencionarlo para darle
renovada vitalidad.
El arsenal jurisprudencial disponible sobre el tema que nos ocupa no es, ni con mucho, abundante.
Con todo, un rastreo sobre la jurisprudencia civil de los últimos años (año 2005 en adelante) permite
obtener el panorama que a continuación se describe.
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la valoración conjunta de ambos tipos de daños, es la más utilizada, habida cuenta, además, la
vigencia de la regla res ipsa loquitur en algunos casos de hechos susceptibles de causar daño moral,
que evita los engorrosos problemas acerca de la prueba de una y otra clase de daño. Es el caso de
la agresión sexual a una menor, objeto de la sentencia de la Audiencia Provincial de León,
Sección 3ª, de 2/octubre/2006:
En otros casos, se pretende incrementar el daño moral, ciertamente existente, sobre la base de la
concurrencia de daños psíquicos cuya apreciación sí precisa de plena acreditación, prueba cuya
carga incumbe a la víctima según se deriva de la distribución ordinaria del onus probandi (art. 217 de
la Ley de Enjuiciamiento Civil). Así se constata en la sentencia de la Audiencia Provincial de
Vizcaya, Sección 5ª, de 25/enero/2005, en la que se reclamaba una indemnización por la pérdida
durante varios días en un vuelo a La Habana de una silla de ruedas especial para una viajera
aquejada de una diplejia espástica.
“Cuestión diferente es que este daño moral, notorio a juicio de esta Sala, se haya visto incrementado
por concretos padecimientos físicos o psíquicos que hubieren precisado el tratamiento médico que se
sostiene por la parte actora y que se refleja en su documento núm.7, y cuya apreciación en cuanto
concepto indemnizable, valorado globalmente por la parte actora junto con el daño moral, requería de
cumplida prueba en el proceso en estricta aplicación de lo dispuesto en el artículo 217 de la LEC. No
se escapa a esta Sala la dificultad probatoria dada la lejanía con el lugar en que ocurrieron los
hechos que se pone de manifiesto por la parte apelada, pero pudo la parte al menos acompañar
informe del Hospital donde se dice fue tratada la Sra. Erica, recetas de medicamentos, tratamientos
de fisioterapia etc..., y aun más acompañar dictamen pericial médico que en su caso entablase
siquiera una relación de causalidad entre la privación de la silla de ruedas a que se vio sometida y
tales daños, puesto que por demás surge la duda de que si efectivamente se produjeron no trajeran
causa precisamente en el largo viaje a que se sometió la Sra. Erica (...) No debiendo integrarse, por
consiguiente, tales daños en el concepto indemnizatorio el mismo queda ceñido al daño moral, y éste
prudencialmente valorado atendidas las circunstancias expuestas en 600 euros.”
Para terminar de enturbiar el panorama, en ocasiones se toma como daño psíquico lo que en puridad
de conceptos es daño moral, tal y como sucede en la sentencia de la Audiencia Provincial de
Badajoz, Sección 2ª, de 11/febrero/2009, relativa un supuesto de malas relaciones de vecindad
“El daño psíquico que causan conductas como la que nos ocupa es de relevante importancia. Incide
directamente sobre la vida íntima personal cotidiana, perturbándola gravemente al introducir en la
misma una sensación constante y real de temor y desasosiego. Es un ataque a la persona de
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extraordinarias dimensiones. No se olvide que incluso se llega a arrojar sobre un niño de corta edad
una botella de lejía. La demandada no tuvo freno alguno en su violenta conducta”.
Esta última sentencia nos pone sobre la pista de una de las notas más características de la
reclamación por daños psíquicos ante nuestros tribunales. La vitalidad y fuerza expansiva del
Derecho de Daños da lugar a la sobreactuación de las partes en éste como en otros ámbitos del
daño corporal hasta el punto de poder hablarse de una suerte de inflación del daño psíquico, el cual,
a juicio de los litigantes, puede derivar de simples hechos de la vida diaria.
No se quiere decir con ello que tales eventos no sean susceptibles de desencadenar el sufrimiento
psíquico, sino que el mismo se alega indiscriminada y abusivamente con la perspectiva de obtener
magras indemnizaciones sobre la base del carácter aparentemente subjetivo de sus síntomas. Se
impone, como luego volveremos a ver, una exhaustiva valoración de la prueba para apreciar la
realidad del daño psíquico alegado.
“En cuanto a los daños psíquicos por trastorno del sueño debido a la ansiedad y nerviosismo que la
reclamación del Banco le produjo a la actora, debemos de señalar el total acuerdo de la Sala con la
apreciación probatoria del Juez a quo de que no han sido acreditados. Incumbe a la actora la prueba
de los hechos de los que se desprende el efecto jurídico correspondiente a sus pretensiones (art. 217
LEC). La prueba que a este respecto ha efectuado la actora consistente en un solo parte de
asistencia médica en el que se dice que presenta un trastorno del sueño resulta totalmente
insuficiente para acreditar que la causa de tal trastorno sea la ansiedad producida por los hechos
objeto de este procedimiento. Hubiera sido necesario, al menos, un dictamen razonado del médico
que llevó el tratamiento de la actora que ofreciese unas explicaciones amplias y precisas del estado
psíquico que tuvo en aquella época, o una prueba pericial fundada en razones técnicas y científicas
para que pudiese estimarse que la actora sufrió una crisis de ansiedad y nerviosismo producida por
la reclamación dineraria que el Banco le hizo que le causó un trastorno del sueño durante largo
tiempo”.
“en cuanto a las secuelas y daños psíquicos pedidos, lo cierto es que no han resultado acreditados,
pues el informe médico presentado no ofrece credibilidad porque solo dispone de una firma, sin
indicar sello ni membrete. Los daños morales reclamados, según el actor, lo son por cuanto el
accidente le causó un miedo a subir en cualquier vehículo, en especial el suyo propio, y también en
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conducirlos, así como fobias por circunstancias derivadas del tránsito. No obstante, el actor sigue
conduciendo el mismo vehículo, pues así lo reconoce en su escrito de recurso, y lo conduce con
mayor intensidad y con el mismo sistema de airbag que por otro lado, según las actuaciones, nunca
ha sido reparado, por lo que "según el sentido común y la lógica interpretativa", no podemos tampoco
considerar justificados los daños morales”
Ya hemos hablado con algún detalle del fenómeno. Aquí se reproducen las tendencias antes
apuntadas, que van desde la asunción más o menos plena del sistema, pasando por la atribución de
un mero carácter orientativo, hasta su frontal rechazo para perpetuar el criterio de la libre valoración
judicial.
“Que también está acreditado (folios 552-553 y declaración en el juicio de las testigos peritos,
psicóloga y médico forense) que a raíz de estos hechos la demandante fue asistida por el médico de
cabecera por clínica ansiosa y remitida a tratamiento psicológico-psiquiátrico. Y aunque el
especialista excluyera sintomatología relevante, es fácil deducir que esa "clínica ansiosa" se
correspondía con "un periodo de ansiedad reactiva intensa secundaria... (a los hechos descritos)...,
con alteración en dinámica del sueño y de la alimentación, sensación intensa de inquietud,
nerviosismo, etc." que fue "remitiendo con el tiempo y la clarificación del problema", pues aunque la
demandante ya no presentara estos síntomas cuando fue reconocida por las testigos-peritos, de las
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manifestaciones de éstas (en especial CD 45') se deduce que en su momento consideraron el relato
veraz y creíble y que esa sintomatología constituye una reacción típica a una situación traumática
como la descrita (...) Que ante la siempre problemática cuestión de determinar la indemnización
procedente en estos casos, considera la Sala que la solicitada en la demanda es razonable,
equitativa y proporcionada a la entidad del mal sufrido”.
El Baremo es asumido con carácter orientativo en muchas ocasiones, pero, dado que no resulta
vinculante fuera de los supuestos de la circulación, los tribunales terminan por aplicar “factores de
corrección” extratabulares para adecuar la indemnización al caso concreto. Lo hace así la Sección 1ª
de la Audiencia Provincial de León en la sentencia de 27/octubre/2009, de tal forma que en uno
de los casos típicos de alegación de padecimientos psíquicos -incumplimiento de la obligación de
entregar la vivienda adquirida por la víctima en el plazo pactado- reduce la indemnización acordada
en la 1ª Instancia, 2.112,42 euros, con el siguiente argumento:
“ahora bien, considerando, a diferencia de lo establecido por la Juzgadora "a quo", que la suma ha de
reducirse a mil euros, pues si bien se aplica de forma orientativa el Baremo establecido para los
accidentes de circulación nada obliga a seguirlo de forma taxativa, estimando en valoración de lo
informado por el perito, art. 348 de la L.E.C, que con esa cantidad se compensa adecuadamente el
trastorno ansioso depresivo padecido por el comprador”.
Algo similar ocurre con la sentencia de la Audiencia Provincial de Lugo, Sección 1ª, de
14/junio/2006, que en un supuesto de acoso, tras asumir inicialmente la puntuación del Baremo,
termina por adecuarla a su libre arbitrio por la presencia de factores ajenos al hecho causante, de
nuevo valorando en conjunto el daño corporal y el daño moral.
“En cuanto a las secuelas también se comparte con la sentencia la concesión de 10 puntos al
concurrir no solo un trastorno depresivo reactivo sino también otros trastornos neuróticos. Cobran
aquí especial relevancia la inmediación de la juzgadora "a quo" que explica en sentencia su directa
percepción sobre el estado de la demandante unido a la declaración de la testigo-perito y documental
obrante en autos, tanto los médicos como la sentencia penal precedente que recoge la secuela (...).
Únicamente en relación con el daño moral entiende la Sala procedente atender parcialmente el
recurso pues la cantidad reconocida resulta excesiva no pudiéndose descartar la concurrencia de
otros factores coadyuvantes en el resultado lo que lleva a la Sala a fijar prudencialmente dicha suma
en 12.000 euros”.
Por fin, tampoco faltan ejemplos de aplicación más estricta, que no en bloque, del Baremo. La
sentencia de la Audiencia Provincial de Toledo, Sección 2ª, de 5/octubre/2010 asume siquiera
sea parcialmente la valoración del Baremo al asumir su sistema de puntuación, bien que con las
consabidas matizaciones; curiosamente excluye de indemnización a los padres de una menor víctima
de una agresión sexual por carecer de la condición de perjudicados, alineándose así con la tesis del
Tribunal Constitucional antes mencionada.
“Sobre la base de las premisas anteriormente referidas, el examen de los dos informes psicológicos
incorporados al procedimiento (folios 238 y ss y 258 y ss) permiten considerar suficientemente
acreditado el alcance e intensidad del daño psíquico sufrido por la víctima como consecuencia de los
hechos ilícitos sancionados definido como un Trastorno por Estrés Postraumático Crónico, recibiendo
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asistencia psicológica desde el día 16 de junio de 2004 con una frecuencia quincenal con el doble
objetivo de afrontar el proceso jurídico en curso y, por otro, normalizar en la medida de lo posible su
vida tras los abusos y coacciones sufridas. En igual forma aparece acreditado el sufrimiento psíquico
o padecimientos psicológicos experimentados por los padres de la menor, cumpliendo los criterios
diagnósticos suficientes para considerar que ambos padecen un Trastorno Adaptativo Mixto, con
ansiedad y estado de ánimo depresivo, como consecuencia de la situación creada a raíz de los
abusos y coacciones de los que fue víctima su hija Remedios (...)
Atendiendo a estos elementos de apreciación la Sala entiende oportuno fijar como cifra inicial para el
cálculo de la indemnización a favor de Dª Remedios por los daños psíquicos sufridos, incluido el daño
moral la suma de 37.800 euros, correspondiendo 18.000 euros al proceso de curación hasta lograr la
estabilización y otros 19.800 euros más el 10% de dicha suma (perjuicio económico inherente a la
incapacidad permanente) por la secuela que resta tras la estabilización de la paciente (se asigna en
el baremo orientativo una puntuación que puede oscilar entre 1 y 3 puntos; correspondiendo -en
función de la edad de la víctima- a cada punto el valor de 757,82 euros, no siendo aplicable factor de
corrección por perjuicio económico respecto de la incapacidad temporal al no hallarse la víctima en
edad laboral).
En relación con los trastornos experimentados por ambos padres, la Sala considera que tales
síndromes psiquiátricos no constituyen una secuela o daño moral asociada al acto o actos ilícitos del
que nace la obligación de indemnizar, independientemente de la relación de causalidad natural que
guardan con el estado anímico de la hija, siendo lógico el intenso impacto psicológico que la situación
ha provocado también a los padres de la víctima”.
“La sentencia en este punto considera probada, la existencia de unos daños psíquicos, consecuencia
del proceso penal, consistentes en un trastorno de pánico con agarofobia, clínica de un trastorno de
ansiedad generalizada, y agravación de un proceso previo de taquicardia supraventicular paroxística,
valorando dicho daño, aplicando de forma orientativa el Baremo de la Ley 30/95 , estimando que
dicho daño produjo 1117 días impeditivos, que valoró conforme al baremo del año 2004, concediendo
una indemnización por un importe de 51.169 euros. Así mismo y por las dolencias arriba expresadas,
que asimila a la existencia de una neurosis postraumática, fija una indemnización por secuelas de
3.403,23 euros (...).
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daño. Subsidiariamente, interesa que la valoración de los días de incapacidad se realice conforma al
Baremo del año al que correspondan. Finalmente, solicita la aplicación de una compensación de
culpas argumentando que en los daños sufridos influyeron otras circunstancias personales de la
demandante.
Pues bien, la existencia de daños psíquicos en la demandante, queda acreditada por el informe
pericial, acompañado con la demanda, y ratificado en el acto del juicio, en el que se recogen todos
los antecedentes médicos, de los que se concluye que dicha demandante, es diagnosticada en junio
de 1999, de un síndrome ansioso depresivo severo, con crisis de pánico y fobia, que le impedía salir
de su domicilio (certificado emitido por el D. Luis Pedro), habiendo estado sometida a tratamiento.
Que dichos trastornos psíquicos, tuvieron su origen en el procedimiento penal a la que se encontraba
sometida, lo afirman todos los informes médicos, aflorando cuando se acercaba la fecha del juicio
oral y remitiendo la sintomatología cuando la solución a dicho proceso se vislumbraba con una
solución favorable para la demandante”.
En los litigios en que se instan indemnizaciones por lesiones psíquicas que provocan una mera
incapacidad temporal son observables los rasgos ya apuntados, esto es, que suelen ser valoradas de
modo conjunto con la indemnización genérica por daño moral y que las partes no son especialmente
rigurosas a la hora de interponer demandas con esa causa de pedir, muchas veces por carecer de
prueba bastante que acredite el padecimiento. Ambas notas son observables en la sentencia de la
Audiencia Provincial de La Coruña, Sección 6ª, de 13/febrero/2008 (tinte defectuoso que provoca
caída de cabello; 20.000 euros alzados de indemnización)
“La demandante impugna éste pronunciamiento de la sentencia por considerar que con esa
indemnización no se repara todo el daño que ha sufrido. Pretende que, cuando menos, se
incremente en la cantidad de 30.100,88 euros por los días de incapacidad temporal, 40 impeditivos y
1108 no impeditivos, en que estuvo sometida a tratamiento médico y farmacológico, tanto
dermatológico como psiquiátrico. Esa pretensión ha de ser desestimada. En ningún informe se
objetivan los días de incapacidad temporal que padeció la lesionada como consecuencia de la caída
del cabello. Nada se dice al respecto en el informe médico forense emitido el 6 de noviembre de
2002. Ni en el de valoración del daño emitido a instancias de la actora por el Dr. Eugenio. No consta
que la demandante estuviese de baja laboral como consecuencia de estos hechos. En la valoración
del daño moral realizada por el juez de primera instancia se tuvieron muy en cuenta los daños
psíquicos padecidos por la demandante. Sólo así se explica que el importe de la indemnización se
fijase en la cantidad, elevada para éste tipo de daños, de 20.000 euros. Nadie ha planteado que esa
indemnización sea excesiva. En modo alguno puede considerarse escasa. Basta recordar que en
una sentencia citada en la demanda se concedió en un caso similar una indemnización de 3.000
euros”.
Se suscita de ordinario el problema de calificar la dolencia bien como mera incapacidad temporal,
bien como secuela permanente, en razón de que se haya alcanzado efectivamente la sanidad del
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lesionado con las dificultades que tal juicio siempre comporta. La solución, como es obvio, viene
dada por el análisis de cada caso en concreto. Citemos algunos de ellos:
“en el caso contemplado, es lo cierto que resulta claramente demostrado que el daño psicológico que
sufrió el menor (como consecuencia del trauma que le supuso el accidente, al ver durante el mismo
que su padre quedaba atrapado en el vehículo, al parecer por tener un pie entallado entre los
entresijos del mismo tras la frontal colisión, como declaró el menor a los doctores que estudiaron su
trastorno, y cual queda reflejado en los informes médicos acompañados a la demanda) y que
consistió esencialmente en el padecimiento de síntomas tales como el no poder evitar revivir la
escena de modo repetitivo y con pánico, en particular durante las horas nocturnas, con pesadillas y
temores y las consecuentes ansiedades y angustias derivadas de dicho desequilibrio emocional
constitutivo en suma de un trastorno adaptativo secundario recurrente derivado el accidente, o estrés
postraumático, como se denomina a tales síntomas médicamente, es una lesión, como venimos
tratando de decir, que requirió el correspondiente tratamiento terapéutico y psiquiátrico conjunto para
su curación, y no como paliativo simplemente de tal dolencia, cual se pretende por la contraparte (...)
como bien explicaron todos los facultativos que intervinieron en el referenciado tratamiento y que
depusieron en el acto del juicio, de manera alguna los manifestados síntomas podían ser
considerados como lesiones permanentes y de carácter más o menos irreversibles, sino lesiones a la
postre normales que hacían precisos los referenciados cuidados médicos dirigidos de forma
inequívoca a la sanación, y sin perjuicio obviamente de la posibilidad de que, una vez estabilizados
tales síntomas, pudieren persistir y seguir constituyendo una secuela temporal o definitiva si la
recuperación finalmente no se conseguía, pero que en modo alguno consta que ello se produjere en
el supuesto de autos”.
“Pues bien, siguiendo los criterios orientativos de clasificación y valoración del daño corporal
anteriormente citados los trastornos descritos en los párrafos precedentes constituyen, en principio,
padecimientos o secuelas temporales, estando llamadas a curar a medio plazo. Deben, por tanto, ser
valorados como un daño psíquico o secuela temporal computando, en su caso, su efecto impeditivo o
no, con basa en el cálculo razonable de su duración, siendo positivo el tratamiento psicológico al que
ha venido sometida la víctima. Así, aunque en los referidos informes psicológicos no se concreta un
periodo de curación hasta lograr la estabilización de la paciente, ni si este último ha cursado con
impedimento para el desarrollo de sus ocupaciones habituales, tomando en cuenta la fecha en la que
se inició aquél (16 de julio de 2004) y en la que se emite el informe por la Oficina de asistencia a
víctimas de Toledo (10 de marzo de 2006), pueden fijarse en un periodo de tiempo cercano al año y
medio sin impedimento, persistiendo no obstante los síntomas asociados al trastorno de estrés
postraumático, lo que permite atribuir al mismo un carácter crónico, viniendo avalado dicha
calificación por el análisis detallado del tratamiento psicológico al que fue sometida la paciente.
Como puede observarse, en algunas de estas resoluciones, se entiende que la lesión permanente
existe porque se cumple el criterio de la estabilización del padecimiento psíquico, pero no el de su
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“Nuestro Código Civil para su fijación acude al criterio del "día en que pudieron ejercitarse", (artículo
1969), que jurisprudencialmente ha sido concretado en el sentido de que aquel se producirá cuando
el perjudicado tenga conocimiento en modo definitivo del quebranto padecido y por tanto pueda
ejercitar la acción valorando el alcance efectivo y real de aquel y de su indemnización, (STS de 16-12
1987, 19-11 1981, 15-7-1991 y 10-3-1993); cuando además de las lesiones existen secuelas se
iniciará a partir de que pueda concretarse su alcance en cuanto al quebranto físico, o psíquico
sufrido, (STS 13-9-1985, 30-7-1991 y 3-4-1991). Ahora bien, la persistencia de sus consecuencias no
veda el inicio del computo, (pues esta cualidad es la esencia del concepto de secuela), si concurren
los requisitos antes mencionados. Sostiene el apelante que el menor sigue en tratamiento pues las
secuelas no están consolidadas. Sin embargo, estas afirmaciones van en contraposición con las
pruebas obrantes en autos (...)
Atendiendo a estos informes esta Sala debe coincidir con la apreciación que hizo el Juez a quo de la
excepción de prescripción, por cuanto si el estrés postraumático es consecuencia de la amputación,
se debe aceptar el criterio de la perito de que al año ya estaba diagnosticado sin que se haya variado
esta calificación, por lo que debe configurarse como secuela, sin perjuicio de las consecuencia
producidas. A efectos de este recurso fue a partir de aquel momento cuando la acción pudo
ejercitarse, el tratamiento actual de la secuela no afecta al computo anual pues es evidente que el
menor puede mejorar o empeorar por ser aquella persistente, por lo que no estamos ante una
situación de incapacidad temporal. Y por su consecuencia el transcurso temporal hasta el ejercicio de
la acción a través de la demanda obliga a desestimar este recurso”.
Otro de los problemas que surgen a la hora de tasar la incapacidad temporal es el de si los días de
baja han de computarse, o no, como “impeditivos”. A los efectos de la Tabla V del Baremo “se
entiende por día de baja impeditivo aquél en que la víctima está incapacitada para desarrollar su
ocupación o actividad habitual”. Como se ve, no se anuda el concepto a la incapacidad laboral sino a
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“Es evidente que su configuración como impeditivo no está unida exclusivamente a la actividad
laboral del lesionado, pues ello implicaría dejar fuera de esta indemnización a personas que no
desarrollan una actividad laboral por cuenta propia o ajena, de ahí que el concepto de "actividad
habitual" es mucho más amplio y abarca no sólo la imposibilidad de ejercer la profesión habitual, sino
también cualquier otro tipo de actividad (deportiva, laboral, estudios, labores de hogar,
desplazamiento, etc.) que una persona pueda realizar y que venga a constituir el centro de sus
ocupaciones vitales fundamentales.
El matiz diferenciador no radica tampoco en el hecho de que haya terminado o no la curación de las
lesiones, dado que es frecuente la concurrencia de días impeditivos y no impeditivos en las
indemnizaciones por daños personales, sino en la imposibilidad de ejercitar un régimen de vida
habitual y lo más parecido posible al que la víctima tenía cuando se produce el accidente en el que
sufre los días de incapacidad temporal. De ahí que se acepte que el plus de padecimiento, frente a
los días no impeditivos, es el marcador diferencial de los días impeditivos, como se defiende en la
sentencia apelada, pero nunca dicho padecimiento se podrá considerar sus expresiones más
radicales o graves como las únicas que se incluyen en el mismo, como es el caso de la necesidad de
asistencia de terceras personas. El padecimiento viene a indicar una situación en la persona del
lesionado que afecta al desarrollo de su vida laboral, social y personal, de manera que se vea
afectado en alto grado, impidiendo o limitando de manera importante el desarrollo de actividades que
antes del accidente podía desarrollar sin limitación alguna (...)”
Para luego aplicarlo al padecimiento psíquico litigioso: “el tipo de enfermedad diagnostica, de origen
psiquiátrico, es evidente que altera y afecta la actividad diaria, no solo la laboral, en muchos de las
actividades normales, que se ven afectados por la fuerte medicación para el tratamiento de
enfermedades psiquiátricas (...) el perito Sr. Anibal describe en su informe pericial (folio 50 de las
actuaciones) una anamnesis que indica graves alteraciones de la vida diaria: miedo, dificultad para
salir a la calle solo, dificultades en la conciliación del sueño, desánimo, desinterés, tristeza y
sensación de negatividad. Dicho cuadro muestra claramente una situación de afectación en su vida
diaria, que lógicamente no impide que tenga autonomía para la realización de las labores más
frecuentes, pero sí las altera. Es cierto que todo este cuadro deriva de las propias manifestaciones
del actor, pero tampoco se puede negar que las apreciaciones personales derivadas del propio
examen por el médico informante vienen a confirmar en parte tal cuadro: aspectos descuidado,
tristeza, falta de concentración, temblor de extremidades superiores derivado de la medicación. En
cuarto y último lugar la propia resolución del expediente médico realizada por la Junta de Evaluación
Permanente, en el que lo declara inútil para el servicio, termina de confirmar la grave afectación que
la enfermedad desarrollada a partir del accidente, ha tenido dicha enfermedad para la vida del actor y
la ejecución de las tareas más habituales y justifica sobradamente la consideración como días
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impeditivos, y más cuando no existe ningún informe médico que haya partido del examen personal
del actor y que contradiga todo lo señalado anteriormente”.
“debiéndose considerar, por otra parte, que los referidos días fueron sin impedimento, habida cuenta
que ningún dato existe en las actuaciones, hecha la salvedad del anterior informe, que acredite con
certeza que hubiesen sido de incapacidad, pues ni la médico, Sra. Nieves, ni la psicóloga, Sra.
Almudena, ni la psiquiatra Doña. Gabriela, saben dar conocimiento de ello, toda vez que o bien
indican que no recuerdan si el paciente tenía limitaciones para su vida normal, o no saben respecto a
ello, en tanto que los informes adjuntos a la demanda vienen a referir más o menos que durante el
día el chico mantenía un comportamiento normal, relacionándose bien con sus compañeros y con los
chicos de su edad, sin que el hecho de que no progresara en sus estudios pueda atribuirse
causalmente a su trastorno, por más que hubiera sido fácil imaginar una disminución de su
rendimiento académico, ya que consta en los autos por certificación del Instituto Torrente Ballester,
donde cursaba sus estudios, que el chico no llegó siquiera a hacer la matrícula del curso 2004-2005,
pues, como la misma madre reconoce, no le gustaba estudiar, aunque alegue que no quiso volver al
colegio porque no quería montarse en el autobús en el que necesitaba desplazarse para ello, pues tal
declaración no es suficiente para corroborar dicha incapacitación”
La relevancia de la prueba del daño psíquico se relaciona con lo que antes hemos considerado que
era su “inflación”. Es relativamente frecuente la interposición de demandas alegando genéricos daños
psíquicos –siempre trufados con el socorrido “daño moral”- carentes por completo de una pericial
médica que los acredite. Y recordemos que entre las normas generales del Baremo se encuentra
aquella que hace obligatoria su presentación: “En la determinación y concreción de las lesiones
permanentes y las incapacidades temporales, así como en la sanidad del perjudicado, será preciso
informe médico” (aparatado 1º.11). La sentencia de la Audiencia Provincial de Toledo, Sección 1ª,
de 14/abril/2010 da respuesta a una demanda de una novillera que se cae del cartel en la misma
tarde de celebración del festejo taurino que alega sufrir un quebranto psíquico que pretende acreditar
con los testimonios de sus allegados:
“De otro lado asimismo ha de señalarse que daños psíquicos en sentido estricto no constan probados
pues aunque los hechos le afectasen negativamente, no consta en absoluto una sola prueba objetiva,
mas allá de la testifical de un amigo y de su madre, esta tachada como tal (tacha sin resolver), de
que padeciera un trastorno psíquico y aun menos un trastorno de estrés postraumático o uno
depresivo reactivo en atención a los cuales, con referencia orientativa al baremo vigente para
indemnización en materia de circulación de vehículos de motor, se fija la indemnización en la
sentencia. Nada en la demanda se determina sobre el concreto perjuicio psíquico producido a la
demandante por los hechos o trastorno aun leve de su salud mental, mas que una genérica petición
por daños psíquicos y morales equiparados, ni se prueba que tuviera necesidad siquiera de una
asistencia medica que le diagnosticase un trastorno o le prescribiese tratamiento, por todo lo cual el
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baremo por si mismo no es aplicable al caso dado ni siquiera como norma orientativa porque para
fijar una indemnización con arreglo a este los perjuicios a considerar en el caso dado y los que prevé
la norma orientativa han de ser análogos o equiparables entre si, lo que en este supuesto no ocurre
de forma evidente”.
Los preceptivos informes médicos han de contemplar el supuesto de hecho en su conjunto, esto es,
analizarlo desde todas sus perspectivas. En particular, entre otros extremos propios de la Psiquiatría,
han de valorar la efectiva presencia de una relación de causalidad adecuada entre el suceso y el
sufrimiento psíquico. En algunos casos se rechaza por la desconexión temporal entre ambas
circunstancias, así por ejemplo en la sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia, Sección 8ª,
de 5/julio/2010 en un caso de agresión entre menores.
“En cuanto a la reclamación de daños psíquicos, es lo cierto que por difícil que sea su cuantificación
sí que requieren de una prueba de su incontestable existencia. A este respecto, los daños psíquicos
por los que reclama no ha sido probado que guarden relación de causalidad con los hechos que
dieron lugar a la sentencia por el Tribunal de menores, pues no sólo resulta excesivo el intervalo
temporal de 20 meses entre los hechos y la asistencia médica en un centro de salud mental -lo que
resulta un intervalo que rompe la idea de inmediatez y causalidad-, sino por el contenido de los
propios informes médicos: así, el primer informe que presenta (folio 83 de autos), de 26 de
septiembre de 2006, se refiere a un "trastorno adaptativo", al que sigue otro (documento 12) donde
se dice que la asistencia que recibe lo es "como consecuencia de un cuadro de tipo ansioso
reactivo", sin más especificación que conectara la posible relación de esta asistencia médica con la
agresión”.
En otros por la falta de entidad del hecho causante, como es de ver en la sentencia de la Audiencia
Provincial de Cáceres, Sección 1ª, de 20/noviembre/1999, también en un caso de daño psíquico
derivado de una agresión entre menores que habría provocado, según la demanda, un síndrome por
estrés postraumático con una incapacidad temporal de 163 días,
“lo que no es compatible con la entidad de las lesiones que se fijan en el informe médico forense de
31 de enero de 2006, unas pequeñas lesiones físicas que únicamente precisaron una primera
asistencia médica y que curaron a los 7 días, de lo que se colige que dicho informe no se pueda
valorar como ahora se hace en el informe de 19 de enero de 2009 que la menor María Cristina
pudiera sufrir también los daños psicológicos que en este último informe se especifican, dada la poca
entidad de las lesiones físicas padecidas por la perjudicada”.
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“En el caso de autos no puede afirmarse que los efectos psicológicos desfavorables que ha padecido
la actora deriven, de forma exclusiva, del hecho de las inundaciones sufridas por el local que
disfrutaba en arrendamiento. Sí ha de reconocerse la influencia de tal hecho desde la subjetividad de
la actora, tanto por la pérdida económica que suponían como por la imputación de negligencia a los
empleados de Canal de Isabel II, con la consiguiente vejación y desprecio a su persona e intereses
con que interpretaba tal actuación, como -en último término- por el miedo al futuro que le infundían
los acontecimientos vividos, según los informes psiquiátricos que obran en autos; pero la influencia
no alcanza para calificar los hechos de autos como causa exclusiva, como tampoco causa objetiva ni
adecuada: por un lado existen circunstancias familiares y de 'ambiente' que concurren como
concausas (...)
Sobre la existencia de un "fuerte o importante condicionante subjetivo, personal, que determina los
daños psicológicos, que más que ser consecuencia natural de los hechos de autos son consecuencia
especial, según las particulares condiciones psicológicas, familiares y de todo tipo en que se
desenvuelve la actora", elemento obstativo, según la sentencia, a la causalidad entre los hechos
imputables a la demandada y la enfermedad por la que reclama la demandante, hemos de entender
que condicionantes previos subjetivos operan siempre en la manifestación de una enfermedad
psíquica. La causa primera actúa sobre la persona, en el estado en que se halle y en la disposición
en que se encuentre para afrontar la adversidad.
No encontramos que falte en este caso la adecuada relación de causalidad entre la actuación
negligente (en el mantenimiento de la red de distribución de agua) de Canal de Isabel II, el resultado
dañoso material derivado de la acción culpable (inundaciones) y la enfermedades psíquicas
(catalogadas por la Organización Mundial de la Salud en la décima edición de la Clasificación
Internacional de Enfermedades Mentales como F 32.2 y F 43.1, episodio depresivo grave sin
síntomas psicóticos y trastorno de adaptación) sufridas por la actora y las secuelas finales”.
Con todo, la Audiencia Provincial de Madrid terminó por estimar “excesiva la cantidad reclamada y
más adecuada al resarcimiento por el daño sufrido por la demandante a causa de su enfermedad y
secuelas la de 18.000 euros (12.000 euros por enfermedad y 6.000 euros por secuelas)”.
La valoración de la prueba pericial en nuestro derecho procesal debe realizarse conforme a las reglas
de la sana crítica (art. 348 de la Ley de Enjuiciamiento Civil). Entre otras cosas ello implica, según
enseña reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo, que, evitando siempre interpretaciones de los
informes periciales que conduzcan a una situación de hecho absurda, ilógica o contradictoria en si
misma, su fuerza probatoria residirá esencialmente, no en sus afirmaciones, ni en la condición,
categoría o número de sus autores, sino en la mayor o menor fundamentación y razón de ciencia,
debiendo tener, por tanto, como prevalentes en principio a aquellas afirmaciones o conclusiones que
vengan dotadas de una superior explicación racional, sin olvidar otros criterios auxiliares como el de
la mayoría coincidente o el del alejamiento al interés de las partes. Tales expedientes sirven de guía
al juzgador para valorar la prueba pericial, lo que llevado al ámbito que nos ocupa, permite encontrar
pronunciamientos como los que a continuación se citan
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“Pretender alterar las conclusiones médicas de los informes anteriores en base al informe del perito
Dr. Ricardo (folios 192 a 203 de las actuaciones) no es de recibo. El propio perito reconoce que no
pudo entrevistarse con el actor, sin que en ningún momento se solicitase auxilio judicial para suplir
dicha falta de consentimiento, por lo que sus conclusiones no dejan de ser nada más que meras
especulaciones o simples generalidades que carecen de cualquier tipo de apoyo referido al caso
concreto, siendo llamativa la crítica contenida en el informe no sólo a los informes médicos emitidos
por la Armada sino también a documento administrativos e incluso a la propia demanda con claro
contenido jurídico en sus apreciaciones con, siguiendo las propias expresiones del perito, "sutileza
interesada".
“El conductor del vehículo, alega la existencia de un trastorno por estrés postraumático crónico
motivado por el accidente, y la recurrente niega el nexo causal.
Extraña la recurrente que le síndrome psíquico apuntado pueda ser consecuencia del accidente
suplido. Que el estrés postraumático con síndrome de ansiedad depresiva es una secuela frecuente
en los accidentes de tráfico, está avalado por la jurisprudencia que reiteradamente así lo acoge, y se
reseña como tal en las secuelas recogidas en el Baremo de la Ley 34/2003 de 4 de noviembre, como
trastornos neuróticos. En el presente caso existen tres informes de peritos psiquiatras que recogen el
síndrome en cuestión en la persona del demandante y atribuyen su origen al accidente. Dos de ellos
son informes de los que se denominan, de parte, pero el tercero es de perito judicial (insaculado en
período probatorio). Todos recogen la existencia del síndrome como trastorno neurótico, a pesar de
la subjetividad que ese tipo de trastornos comporta, y todos reconocen la incapacidad laboral
transitoria y la enfermedad sin incapacidad por el tiempo que la Juez a quo estima probado.
Los informes han venido a juicio y se han sometido a la contradicción y aclaración que las partes han
solicitado, por lo que debe estimarse probada la conexión entre el accidente y el daño psíquico
producido”.
Uno de los más beligerantes defensores del actual Baremo, RUIZ VADILLO, admitía que si las
cuantías indemnizatorias no eran auténticamente reparadoras -y aun con toda la carga que conlleva
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este concepto indeterminado, todos tenemos una idea muy aproximada de lo que debe significar- el
sistema termina siendo o puede constituirse en un instrumento peligroso de injusticia.
Por ello, hacer una buena valoración del daño corporal supone conocer cual es la repercusión real de
la lesión sobre el patrimonio psico-físico del individuo a fin de poder en la medida en que sea posible
restituirlo. Con ese ánimo se ha abordado la confección del método para la baremación de las
secuelas psiquiátricas de etiología traumática.
Tras lo hasta ahora expuesto se podrá entender el sentido y objetivo de ese trabajo, que se sintetiza
en su Introducción en los siguientes términos:
Desde que el Tribunal Constitucional proclamara ya en el año 2.000 que el Baremo para la valoración
de daños corporales incorporado a la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de
Vehículos a motor era de imperativa aplicación, la antigua discrecionalidad –cuando no verdadera
arbitrariedad- ha dejado paso a la aplicación de un sistema normativo que garantiza el respeto debido
al principio de seguridad jurídica, de modo que no ya sólo cuando el evento dañoso está conectado a
la circulación sino en prácticamente cualquier supuesto en que deba cuantificarse un menoscabo de
la indemnidad física, la salud e incluso la vida, se acude al referido sistema que, con todas las
imperfecciones que pueda presentar, responde al elemental principio de que el daño corporal –en su
más amplia acepción- es uno y el mismo cualquiera que sea su etiología.
Por ello, la presente propuesta no es en ningún caso de ruptura y se plantea como aportación
positiva de desarrollo o potenciación del propio Baremo, desde el estricto respeto a la norma jurídica
y tratando de profundizar en normas intrasistema cuya potencialidad puede, si no agotarse, sí al
menos expandirse, facilitando al intérprete y aplicador criterios objetivos en que sustentar
razonablemente su valoración dentro de los todavía amplios márgenes que contempla el sistema.
Así las cosas, la norma contempla los “síndromes psiquiátricos” con la generalidad propia de todo
sistema de baremación, si bien es cierto que la descripción actual –que trae causa de la reforma
operada por el Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre–mejora la versión inicial. Es por
ello que surge una primera necesidad cual es la de “incardinar en el Baremo, dentro de los globales
conceptos que ya incorpora, las categorías científicamente aceptadas en nuestro entorno cultural y
plasmadas en la CIE 10”.
Pero quizás sea más importante una segunda tarea consistente en “facilitar pautas que permitan
desplazarse razonadamente por la horquilla de puntuación que otorga el sistema, atendiendo tanto a
la intensidad de la lesión –evidenciada por los síntomas contrastados- como al grado de
discapacidad que genera para el desenvolvimiento cotidiano”. Recordemos que el Baremo recorre en
los trastornos orgánicos de la responsabilidad, bien que modulándola en función del tipo de limitación
que cause a cada víctima, una horquilla que va desde los 5 hasta los 90 puntos. Ello supone para un
individuo de 35 años que sufra un siniestro en el año 2011, que la indemnización correspondiente
pueda ir, en su límite inferior, desde 4.092,25 euros, hasta 263.599,20 euros, según las cifras que
resultan de la citada Resolución de 20 de enero de 2011, de la Dirección General de Seguros y
Fondos de Pensiones, por la que se publican las cuantías de las indemnizaciones por muerte,
lesiones permanentes e incapacidad temporal que resultarán de aplicar durante 2011 el sistema para
valoración de los daños y perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación. En los
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Pues bien, la propuesta pretende facilitar instrumentos hábiles para aquilatar mejor la indemnización,
evitando así la relativa inseguridad que surge de la aplicación del Baremo.
Al efecto, se tiene en consideración en primer lugar que la intensidad del padecimiento no solo ha de
ser elemento esencial de valoración, sino que además ha de ser de alguna forma mensurable,
circunscribiendo el arbitrio judicial, pero también el pericial, a sus justos términos. Todo ello late en la
lógica del Baremo: (i) Recordemos que en la valoración del daño, precisamente para garantizar su
indemnidad, se impone la toma en consideración de todas las circunstancias concurrentes en el
caso, aun las excepcionales (apartado 1º.7), siendo así que la puntual apreciación de los síntomas de
cada padecimiento conforme al CIE 10 –en número y frecuencia-, se antoja como opción conforme a
aquella lógica; (ii) Es ello, además, lo que surge de las reglas del Baremo sobre puntuación de
secuelas: aunque la norma esté pensando en secuelas físicas, referirse al “grado de limitación o
pérdida de función” (apartado 2º,b) significa en éste ámbito valorar número y frecuencia de síntomas;
(iii) Por su parte, con rotunda expresividad, entre las reglas de desarrollo de la Tabla VI ya hemos
dicho que aparece previsto la norma según la cual “la puntuación otorgada a cada secuela, según
criterio clínico y dentro del margen permitido, tendrá en cuenta su intensidad y gravedad desde el
punto de vista físico o biológico-funcional”.
En este mismo sentido, tampoco estará de más recordar que la citada Resolución 75/7 del Comité de
Ministros del Consejo de Europa establece en su principio 12 que “los dolores físicos y los
sufrimientos psíquicos deben ser indemnizados en función de su intensidad y duración”.
Por lo demás, la propuesta, como no podía ser menos, es compatible con la posterior aplicación de
los factores acumulativos de corrección por perjuicios económicos, daños morales, incapacidad para
la ocupación habitual (nótese que solo a ella se refiere el citado factor, como enseña la citada
sentencia del Tribunal Supremo de 25/marzo/2010: “El factor de corrección por incapacidad
permanente parcial, total o absoluta ha sido interpretado por algunos como un factor que tiene por
objeto resarcir el perjuicio patrimonial ligado a los impedimentos permanentes de la actividad laboral.
Sin embargo, esta opinión es difícilmente admisible con carácter absoluto, pues la regulación de este
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factor demuestra que tiene como objeto principal el reparar el daño moral ligado a los impedimentos
de cualesquiera ocupaciones o actividades, siempre que merezcan el calificativo de habituales. En
efecto, en la enunciación del factor de corrección se utiliza el término "ocupación o actividad habitual"
y no se contiene ninguna referencia a la actividad laboral del afectado”), gran invalidez, adecuación
del domicilio y/o vehículo propio y pérdida del feto.
De hecho, es ello lo que ocurre en la versión actual del Baremo y en nada perjudica tal forma de
proceder al llamado principio de absorción, esto es, a la necesidad en que se ve el intérprete del
Baremo de englobar de forma lógica y coherente en una sola secuela las consecuencias necesarias
de otra más amplia y que ya ha sido valorada y que hoy se contiene en las reglas generales de la
Tabla VI (“Una secuela debe ser valorada una sola vez, aunque su sintomatología se encuentre
descrita en varios apartados de la tabla, sin perjuicio de lo establecido respecto del perjuicio estético.
No se valorarán las secuelas que estén incluidas y/o se deriven de otra, aunque estén descritas de
forma independiente”), en tanto que no se trata de duplicar la valoración de una misma secuela, sino
de ponderarla con toda la intensidad que permite el propio Baremo.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
E. ANGLADA FORS
INTRODUCCIÓN:
La ponencia que este año se me ha encomendado, en función de la temática genérica que engloba
su título, puede ser de una amplitud realmente extensa, vasta e incluso desmesurada, que podría dar
lugar a un tratado sobre diversas y heterogéneas patologías y descompensaciones personales que
emanan y derivan de relaciones familiares conflictivas.
No obstante ello, dada la imposibilidad de abarcar las muchas y variadas patologías psicológicas y/o
psiquiátricas que devienen del ámbito familiar y en concreto del Derecho de Familia, centraré la
presente ponencia en los efectos negativos que pueden y suelen sufrir los hijos menores de edad
ante situaciones beligerantes por parte de sus progenitores como consecuencia de la ruptura de la
relación de pareja, es decir, me referiré a las INTERFERENCIAS PARENTALES que padece/n el/los
hijo/s (aunque en la ponencia utilice habitualmente el término “hijo” en singular, el mismo debe
entenderse que abarca y engloba tanto a la pluralidad, cuando exista más de uno en iguales
circunstancias -hijos-, como a ambos géneros -hijo/hija-) por parte de uno o de los dos progenitores
y/o de su entorno.
Dicho esto y antes de profundizar en su estudio, estimo preciso apuntar que, como quiera que la
ruptura familiar en nuestro país, especialmente en la última década, se ha convertido en una realidad
cotidiana, todos los operadores del mundo del derecho, de la psicología y de la psiquiatría, que, de
alguna u otra forma, participamos o hemos de intervenir en estas situaciones, debemos procurar de
favorecer la adaptación de los menores al nuevo contexto y prevenir, en la medida de lo posible, la
aparición de dificultades o trastornos psicopatológicos que interfieran en su correcto desarrollo y
evolución. Para ello, lo ideal o deseable y que viene a representar el mejor interés del menor, es, a
pesar de la ruptura y separación de la pareja, el contacto continuado con los dos progenitores y que
ambos se impliquen en la vida de los hijos a fin de favorecer y conseguir, cuanto antes, una mejor
adaptación de éstos a la nueva realidad familiar.
Este anhelo -conveniencia de que el hijo menor de edad mantenga incólume su relación con sus
referentes primarios-, no deja de ser, no obstante, sólo esto, un deseo y no una realidad, pues en la
mayoría de los supuestos, en que los progenitores acuden a la vía contenciosa, para resolver sus
diferencias, y especialmente en lo concerniente a la custodia y visitas de los hijos, lo cierto es que, en
un porcentaje muy elevado de casos, que llega a superar, según las estadísticas, el 70%, nos
encontramos con lo que, genéricamente se conoce como INTERFERENCIAS PARENTALES, que
evidencian la constatación de conductas y/o actitudes que perjudican la relación del menor con uno
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de sus progenitores. En el extremo más lesivo para el hijo o hijos, se encuentran las interferencias
sistemáticas, esto es: la problemática conocida como Síndrome de Alienación Parental (SAP), al que
luego me referiré de forma más detallada.
Pues bien, antes de desarrollar los aspectos más trascendentes y severos de la repercusión sobre
los hijos derivados de los procesos de ruptura convivencial de sus progenitores, creo conveniente y
necesario efectuar una breve pincelada acerca de algunas de las posiciones perturbadoras y
patógenas en las que a menudo se encuentran inmersos los hijos tras una separación traumática de
sus padres, y, en muchos casos, antes y durante la misma.
Así, siguiendo la clasificación que recoge MARK BEYEBACH, con el añadido de algunas otras que
devienen de mi experiencia profesional, se pueden articular las posiciones relacionales de los
hijos en los términos siguientes:
• El hijo escindido: Con harta frecuencia los hijos de padres divorciados se ven
obligados a actuar ante cada progenitor (y a veces también ante la familia de
éste), como si el otro no existiese. Como afirman FERNÁNDEZ ROS Y GODOY
FERNÁNDEZ, en tales supuestos, el hijo no ha recibido el “permiso psicológico”
de un progenitor para relacionarse libremente y querer al otro. El resultado es
que mina su autoestima y su seguridad personal.
• El hijo mensajero: Los progenitores recurren al hijo para comunicarse entre ellos.
Ej.: “Dile a tu madre que no puedo recogerte mañana a las 8, que iré a buscarte
pasado mañana”. “Dice mamá que está harta de que no laves mi ropa cuando
estoy contigo”. Aunque es probablemente una de las posiciones más habituales
en la práctica, ciertamente es una forma muy desafortunada de eludir la
necesaria comunicación entre los padres y de implicar al hijo en el conflicto
post-divorcio. Tiende a generar en el hijo una gran ansiedad, amén de acarrear
el efecto negativo del poder que tal posición le proporciona.
• El hijo espía: Es un grado más del hijo mensajero. En este supuesto, uno o
ambos progenitores se valen del menor para averiguar detalles de la vida de su
ex-pareja, a menudo incluso de carácter íntimo. Ej.: “¿Cómo está con su
nuevo/a compañero/a? ¿Se besan mucho?”. El hijo se ve colocado en un
conflicto de lealtades, especialmente cuando percibe que quien le sonsaca
puede utilizar la información contra el otro progenitor, a nivel emocional o
incluso a nivel legal. La ansiedad, el mutismo y la desconfianza son posibles
resultados.
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• El hijo edredón: Se trata del hijo parentalizado que intenta proteger, consolar,
reconfortar… al progenitor al que percibe como más débil (y que a menudo está
utilizando una posición de víctima precisamente para atraer al hijo). En
“demasiadas” ocasiones, el hijo o la hija llegan a suplantar el papel del otro
progenitor, actuando como pequeños “mariditos” o “mujercitas”. El problema de
esta posición es que se da al menor una responsabilidad excesiva para su nivel
de desarrollo, obligándole a veces a actuar como un “adulto en miniatura”, en
vez de seguir viviendo de acuerdo con su etapa de niño. La
hiperresponsabilidad, la obsesividad y la ansiedad pueden ser el resultado. Si el
hijo no llega a la altura que se espera de él, se sentirá culpable.
• El hijo bate de beisbol o pelota de tenis: Con este calificativo suele referirse al
hijo al que cada uno de sus progenitores directamente utiliza como arma
arrojadiza para agredir al otro progenitor. El hijo, en tal caso, sale siempre
perjudicado en la práctica del día a día. Pero es que, además, acaba
aprendiendo que sus necesidades son relegadas en virtud de la pelea entre sus
progenitores. El mensaje de “tú no importas” repercute en la autoestima y
confianza del hijo.
• El hijo invisible: Se trata del hijo que es ignorado por uno de sus progenitores,
generalmente el no custodio, que básicamente lo abandona. En la mayoría de
los casos, el abandono psicológico del hijo es, o bien consecuencia del
desapego o la irresponsabilidad del progenitor no custodio, o bien el resultado
del alejamiento al que le somete el progenitor custodio. Puede ser un paso más
de la situación anterior: un progenitor “castiga” a su ex-pareja tomando la
represalia de despreciar e ignorar el hijo común.
• El hijo alienado: Sólo decir aquí, dado que el Síndrome de Alienación Parental
(SAP) lo trataré seguidamente con mayor profundidad, que el hijo alienado es
aquél que rechaza absolutamente al progenitor no custodio y se niega a
mantener contacto con él, debido a la obstaculización que de la relación entre
ambos realiza de forma totalmente injustificada el progenitor custodio. La
experiencia profesional nos enseña que, con demasiada frecuencia, uno de los
padres (por lo general la madre, que es quien ostenta mayormente la custodia)
maniobra de forma activa para distanciar al hijo del otro progenitor, indisponerle
contra él y finalmente conseguir que se rompa el vínculo entre ambos. A
menudo por el error de confundir el papel conyugal con el parental (“Como
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él/ella ha sido tan mal marido/esposa para mí, no puede ser buen padre/madre
para mi hijo”), en otras ocasiones por la simple incapacidad de compartir al hijo
o incluso por el deseo de seguir atacando al otro progenitor privándole del hijo,
el progenitor custodio utiliza toda una serie de maniobras más o menos sutiles
para transmitir una imagen negativa del otro progenitor, sembrar dudas sobre el
afecto que tiene a su hijo, interferir en la relación entre ambos o, directamente,
descalificar al padre no custodio. El resultado final es que el niño termine
rechazando al progenitor no custodio y negándose a estar con él. Lo peor de
esta “victoria” del progenitor custodio es que aparentemente la decisión de no
ver al otro progenitor será del hijo, que así no sólo acaba privado de contacto
con uno de sus progenitores, sino que además se le carga con la
responsabilidad por ello. Queda así abonado el terreno para una terrible
culpabilización posterior.
Sólo añadir en este punto, que en estos “juegos” relacionales, el hijo -en sus distintas etapas, tanto
en la niñez como en la adolescencia- tiene siempre las de perder, dado que, de una parte, no
dispone de los recursos intelectuales y relacionales de los que sí suelen disponer sus padres, y, de
otra, no tiene ninguna escapatoria de la situación social/familiar en la que se encuentra inmerso,
pues, por mucho que lo intente, el hijo no puede mantenerse apartado o neutral. Si continua la batalla
entre sus progenitores se verá obligado a tomar partido, aunque sea de forma alternativa, por una de
las partes.
El SAP fue descrito por primera vez como tal por el psiquiatra infantil Richard A. Gardner en 1985.
Sin embargo, debo apuntar que la problemática planteada por él, ya no era en absoluto nueva por
aquél entonces. Otros estudiosos de la materia habían recogido con anterioridad el concepto básico
que implica tal interferencia parental, bajo otras denominaciones, más o menos afines, como
“Síndrome de Medea” (Wallerstein y Blakeslee, 1989), “Síndrome de la Madre maliciosa” (Turkat,
1994), o “Programación Parental en el Divorcio” (Clawar y Rivlin, 1991), entre otros.
A pesar de que un principio, Gardner, situaba la ocurrencia del desorden en el marco de procesos de
divorcio con alta judicialización, lo cierto es que, tal y como han hecho notar otros autores (Baker,
2005 y 2006), el fenómeno puede producirse en separaciones no judicializadas e incluso en familias
intactas. Sin embargo, cuando se produce en el marco de un proceso de divorcio contencioso y
singularmente cuando éste sea extremadamente conflictivo, es cuando crecen los riesgos para los
hijos y en especial, también, los asociados a un mal abordaje de la problemática que padecen o
puedan padecer éstos, y de ahí que sea realmente necesaria e indispensable la colaboración
interdisciplinar entre profesionales de distintos ámbitos, como los del mundo del Derecho -abogados
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Antes de entrar de lleno en su análisis, es señalar, con carácter previo, que el Síndrome de
Alienación Parental (SAP) es un término cuyo uso ha sido y es muy debatido en todos los ámbitos,
incluso en el judicial. En algunos foros se escuchan voces en contra de este fenómeno. El término en
sí es polémico y como síndrome no es universalmente aceptado por psiquiatras, psicólogos,
terapeutas, abogados y jueces.
Curiosamente, hay fervientes defensores del mismo, a la vez que apasionados detractores de él,
hasta el punto de que la comunidad médica y psicóloga internacional, por lo general, ha rechazado el
carácter científico del SAP. Así, entre otras:
No obstante ello, la práctica cotidiana en los Juzgados de Familia -todo y existir una tendencia a
evitar cada vez más la utilización del término SAP en el ámbito forense, tanto por un numeroso grupo
de psicólogos como de jueces-, demuestra de forma palmaria y evidente que algunos progenitores
dificultan u obstaculizan de una manera injustificada el desempeño del rol parental del otro
progenitor.
Por ello, coincidiendo el autor de la presente ponencia, con otros compañeros Magistrados de
distintas comunidades autónomas, que este “síndrome”, llámese como se llame o se le denomine
como se estime mejor o más conveniente (algunos, como BOLAÑOS CARTUJO lo estudian bajo la
terminología de SAF -Síndrome de alienación familiar- y otros, como SERRANO CASTRO proponen
la denominación de ILAV -Interferencia lesiva del afecto filial-), en realidad existe y se da, sin duda
alguna, cual antes se ha indicado, especialmente en los contextos de custodia disputada o de
disconformidad en el régimen de visitas entre los hijos y el progenitor no custodio, en los que el
progenitor que resta con el hijo lo manipula, bien de forma manifiesta, bien de forma sutil, aunque
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siempre perversa, con el objetivo de impedir, sin motivo justificado, la relación de éste con el otro
progenitor, hasta el extremo de conseguir que llegue a odiarlo.
Los distintos autores que han estudiado el SAP, entre otros, GARDNER, DUNNE y HEDRICK,
WALSH y BONE, VESTAL, KELLY y JOHNSTON, VASSILIOU y CARTWRIGHT, STOLZ y NEY,
TURKAT, BAKER, han descrito diferentes motivos por los que el progenitor alienante puede
pretender alejar a sus hijos del otro. Los más relevantes suelen ser:
• Deseos de venganza.
• Autoprotección.
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Otros autores, además de los ocho indicadores descritos por GARDNER, han sugerido los siguientes
(WALDRON y JOANIS):
• Contradicciones: Suele haber contradicciones entre las propias declaraciones del hijo y su
narración de los hechos históricos.
• Ausencia de pensamiento: El hijo tiene una marcada ausencia acerca de las relaciones.
Siguiendo a GARDNER, éste considera que el SAP se trata propiamente de un “lavado de cerebro”,
al cual uno de los progenitores -generalmente la madre (aunque en los últimos estudios por él
realizados, hacia finales de la anterior década, viene a indicar que cada vez más se va
aproximándose el porcentaje de alienados entre padres de ambos sexos)-, somete al hijo en contra
del otro progenitor, logrando de este modo alienar, quitar a ese progenitor de la vida del hijo, hasta
hacerlo “desaparecer”, esto es, programarle conscientemente en contra del otro padre. Ello puede
hacerse de manera directa, detallándole comportamientos y conductas negativas del progenitor
(ej. “tu padre -madre- es un alcohólico”, “tu padre -madre- no se preocupa de ti”, “tu padre -madre-
no te quiere”, “por culpa de tu padre -madre- no tenemos dinero para comer y vestir”) o también de
forma indirecta (ej. “podría decirte cosas de tu padre -madre- que te impresionarían, pero no te las
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digo porque no quiero que tengas una mala imagen suya”, “debes ir a visitar a tu padre -madre-
porque de lo contrario nos llevará al juzgado”). Otro modo de lograr esta alienación es mudándose de
ciudad, o incluso de país, con la única motivación y finalidad de que el hijo no vea al otro progenitor,
lo que puede llegar a configurar, además, si se realiza con total desconocimiento por parte de éste y
la desaparición de aquél con el hijo de ambos, una sustracción ilícita o un secuestro del menor.
Así, en lo concerniente a las técnicas para conseguir la alienación, como acabo de apuntar,
pueden ser muy diversas y abarcan un amplio espectro de estrategias que van de lo más
“descarado” a lo más “subliminal”. El progenitor alienante (o “aceptado” en la terminología de
BOLAÑOS) puede simplemente negar la existencia del otro progenitor o etiquetar al hijo como frágil y
necesitado de continua protección, generando una estrecha fidelidad entre ambos. Puede
transformar las diferencias normales entre los padres en términos de bueno/malo o
correcto/incorrecto, convertir pequeños comportamientos en generalizaciones y rasgos negativos,
poner al hijo en medio de la disputa, comparar buenas y malas experiencias con uno y otro,
cuestionar el carácter o estilo de vida del otro, contar al hijo “la verdad sobre los hechos pasados”,
ganarse su simpatía, hacerse la víctima, o promover miedo, ansiedad, culpa o amenazas en el hijo.
También puede tener una actitud extremadamente indulgente o permisiva con éste.
La mayoría de los autores han descrito al progenitor alienado como víctima pasiva del progenitor
alienante. DUNNE y HEDRICK precisan que los hijos son susceptibles a la alienación cuando
perciben que la supervivencia emocional del progenitor alienante o la supervivencia de sus relaciones
con él dependen de su rechazo hacia el otro progenitor. Y WARSHAK enfatiza la influencia de la
constitución de nuevas parejas en la aparición del SAP y describe dinámicas familiares que incluyen
celos, ofensas narcisistas, deseos de venganza, sentimientos de competencia…
Así, en el tipo ligero, la alienación es relativamente superficial y los hijos básicamente cooperan con
los encuentros, aunque están intermitentemente críticos y disgustados. No siempre están presentes
los ocho síntomas primarios. Durante las estancias con el progenitor no custodio su comportamiento
es básicamente normal.
En el tipo moderado, la alienación es más importante, los hijos están más negativos e irrespetuosos
y la campaña de denigración puede ser casi continua, especialmente en los momentos de transición,
donde los hijos aprecian que la desaprobación del progenitor alienado es justo lo que el alienador o
alienante desea oír. Los ocho síntomas suelen estar presentes, aunque de forma menos dominante
que en los severos. El progenitor alienado es descrito como totalmente malo y el alienante como
totalmente bueno. Los hijos defienden que no están influenciados. Durante las visitas tienen una
actitud oposicionista y pueden incluso destruir algunos bienes del progenitor no custodio.
En el tipo severo, los contactos pueden ser imposibles. La hostilidad de los hijos es tan intensa que
pueden llegar incluso a la violencia física. GARDNER describe a estos hijos como fanáticos
desarrollando un vínculo paranoide con el progenitor alienador, hasta el punto de que se encuentran
involucrados con éste en una relación de “folie a deux”. Los ocho síntomas están presentes con total
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intensidad. Si se fuerzan los encuentros, los hijos pueden escaparse, quedarse totalmente
paralizados o mostrar un abierto y continuo comportamiento oposicionista y destructivo.
En cuanto al abordaje para la resolución del SAP depende, obviamente, del tipo o grado de
alienación.
En los casos ligeros, no suele ser necesaria una intervención terapéutica, ni legal, específica. En la
mayoría de las ocasiones el problema se soluciona con una decisión judicial que confirme la custodia
del progenitor alienante o “aceptado” y reafirme la continuidad de las visitas con el otro progenitor.
En los casos moderados, GARDNER plantea la necesidad de que el tratamiento sea ordenado por el
juzgado, y el terapeuta tenga un contacto directo con el juez. Su modelo prevé la utilización de
estrategias terapéuticas autoritarias y un manejo de la confidencialidad que permita al terapeuta
revelar al juzgado la información que sea precisa en caso de necesidad. El método requiere la
existencia de una postura judicial clara respecto a las posibles sanciones en caso de que el
progenitor alienante boicotee el proceso.
En los casos severos, la propuesta de GARDNER consiste en separar al hijo del domicilio del
progenitor alienante y colocarlo en el del progenitor alienado. Obviamente, este cambio tiene que ser
decidido judicialmente. Tras él, debe haber un período de “descompresión” durante el cual no hay
ningún tipo de contacto entre el alienante y el hijo. El tiempo de transición debe ser monitorizado por
un “terapeuta judicial”, que debe permanecer en contacto directo y constante con el juez. Después
del tiempo necesario, los contactos entre el que fue progenitor alienante y el hijo se irán
incrementando progresivamente, evitando nuevas “reprogramaciones”.
Fiel exponente de un supuesto de interferencia parental, fue el que dio lugar a la sentencia,
calificada de pionera en esta materia, dictada en fecha 14 de junio de 2007, por el Juzgado de
Primera Instancia número 4 de Manresa (Barcelona), cuya Magistrada, siguiendo la proposición del
terapeuta judicial, tras declarar el divorcio de los consortes en litigio, adoptó como medidas o efectos
complementarios del mismo, los siguientes:
La niña pasará a residir en el domicilio de los abuelos paternos y durante el primer mes el padre
acudirá al mismo a visitar a su hija en horario que no interfiera las obligaciones escolares de la niña.
El padre, durante este periodo de un mes, no podrá pernoctar en el domicilio de los abuelos
paternos. A partir de ese periodo de un mes, y tras evaluar el dictamen de los especialistas se podrá
acordar si se considera oportuno que la niña pase a vivir en el domicilio del padre”.
Dicha resolución, aunque fue revocada en parte, por la sentencia de la Sección 18ª de la Audiencia
Provincial de Barcelona, de fecha 17 de abril de 2008, en cuanto acordó, en su parte dispositiva, el
restablecimiento de forma inmediata del contacto madre-hija, con la fijación de un régimen de visitas
determinado… confirmándose la sentencia de instancia en sus restantes efectos y pronunciamientos,
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ello vino motivado, de una parte, por el resultado de los nuevos dictámenes periciales practicados en
la segunda instancia, en cuyas conclusiones los peritos expresaron que no podían afirmar con
rotundidad la existencia de SAP, y, de otra y singularmente por el tiempo transcurrido sin existir
contacto alguno entre madre e hija -10 meses-, así como la buena evolución de la terapia en su día
acordada, expresando aquélla en sus Fundamentos de Derecho (que se transcriben en la parte que
aquí interesa), por lo que respecta a la custodia de la menor:
“… atribuyendo la guarda y custodia de la hija de los litigantes, Judit, al padre, manteniendo el actual
“statu quo”, pues la niña, quien acepta ya a ambos progenitores, se encuentra bastante estabilizada
en este momento, aunque precise proseguir con la terapia para aprender a introducir en su vida la
triangulación familiar y superar la dualidad relacional que había venido viviendo anteriormente
cuando habitaba en casa de su madre, la cual, como ha reconocido el Ministerio Fiscal e incluso su
propia dirección letrada en el acto de la vista de la apelación, no hizo el esfuerzo suficiente y
necesario para preservar la figura paterna, consintiendo que la niña no viera a su padre biológico,
dándole un poder de decisión totalmente desmesurado, mientras que éste, por contra, desde que
mora con él, le marca mucho más los límites a seguir e intenta responsabilizar a Judit en mayor
medida, como han manifestado los peritos judiciales del equipo multidisciplinar del Departament de
Psiquiatría Infantil del Hospital de Sant Joan de Déu, lo cual se estima más que suficiente para
mantener la custodia de la niña a favor del padre, máxime cuando, de una parte, el cambio en su día
realizado por la Juzgadora en el auto de medidas provisionales estaba justificado, al amparo de lo
dispuesto en el artículo 776, 3. de la L.E.C., y, de otra, que un nuevo cambio de guarda en el
momento actual podría resultar perjudicial para el desarrollo de la menor, quien precisa de
tranquilidad y bienestar en esta concreta etapa de su vida, para llegar a conseguir, antes de entrar en
la adolescencia, un pleno equilibrio psico-afectivo y emocional…”.
“… con independencia de que en un primer momento hubiere habido o no una actitud manipuladora,
impeditiva u obstaculizadora por parte de la madre para que la niña no tuviera relación alguna con su
padre, lo cual no ha quedado suficientemente acreditado con todo lo actuado… ha quedado del todo
punto demostrado…
- Una actitud de la madre -y del entorno materno- poco colaboradora y complaciente con su
hija para que la niña, tras la ruptura de la convivencia, no viera a su padre biológico, hasta el punto
de que el propio Ministerio Público, tras haber intentado el órgano jurisdiccional “a quo” -durante un
período muy prolongado en el tiempo y utilizando todos los medios a su alcance-, que se llevara a
cabo un régimen de visitas padre-hija, solicitó, en el procedimiento de medidas provisionales
coetáneas al divorcio, el cambio de custodia de la menor, y que ésta fuera otorgada al padre, cosa
que así acordó la Juzgadora de Instancia, mediante Auto de fecha 5 de diciembre de 2006, en el que
se razonaba la necesidad del cambio del régimen de guarda y custodia, debido al incumplimiento
reiterado por parte de la madre guardadora de las obligaciones derivadas del régimen de visitas a
disfrutar por el progenitor no custodio, a tenor de lo estatuido en la norma contenida en el artículo
776, 3. de la Ley de Enjuiciamiento Civil.
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Al respecto, la Sala quiere significar que, entre las varias funciones del progenitor custodio
se encuentra la de lograr fomentar y potenciar la relación de los hijos con el otro progenitor, para que
así éstos, con la triangulación absolutamente necesaria puedan lograr un adecuado desarrollo
psicológico de su personalidad. El/la/los/las hijo/a/os/as debe/n conocer e interiorizar las figuras que
corresponden a sus padres biológicos, tanto la paterna, como la materna, las cuales no deben ser
nunca sustituidas, ni suplantadas, por las de las nuevas parejas sentimentales de uno u otro, como,
al parecer, ha acontecido en el caso examinado, pues, al permitir la madre de Judit, que dijera “papa”
a su actual pareja, no ha hecho sino coadyuvar a mantener la confusión relacional de la hija, por lo
que se refiere a un dato tan trascendente, como es, el saber, sin duda alguna, quien es realmente su
padre biológico, pues, no puede olvidarse, ni ignorarse, y ello se insiste, por ser fundamental, tal
como ha explicitado la psicóloga Sra. Petitbò en el acto de la vista de la apelación, que cada persona
tiene un rol concreto dentro de la familia, el cual debe quedar fijado y establecido con absoluta
claridad para la menor, quien debe asimilar que los respectivos compañeros sentimentales de sus
progenitores, por bien que actúen correctamente y muestren cariño hacia ella, no son más que la
nueva pareja de su padre o de su madre biológica y que estos últimos, tanto uno, como otra, nunca
dejarán de ser, ni perderán la condición de progenitores”.
“… siguiendo las directrices del equipo del Hospital de Sant Joan de Déu, acerca de que ya
es el momento de empezar a normalizar las relaciones de la niña con sus progenitores, para que la
menor pueda empezar a progresar y a madurar como persona, y acogiendo la petición formulada,
con carácter subsidiario, por el Ministerio Fiscal en el acto de la vista del recurso, para el caso de que
se mantuviera la guarda y custodia de Judit con el padre, como así se efectúa por el Tribunal, se fija
ya un régimen de visitas de la niña con su madre, estableciéndose como tal, el siguiente: fines de
semana alternos, desde las 10 horas del sábado hasta las 20 horas del domingo, y mitad de los
períodos vacacionales escolares de verano, Navidad y Semana Santa, con realización de terapia
psicológica a la hija y orientación a sus progenitores, que deberá llevarse a cabo por el equipo
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multidisciplinar del Departament de Psiquiatría Infantil del Hospital de Sant Joan de Déu, la cual
deberá iniciarse de forma inmediata y con seguimiento de las visitas por parte del SATAF, cuyos
técnicos, tanto de uno como de otro equipo, deberán emitir respectivos informes trimestrales al
Juzgado de Manresa de procedencia, cuya Juez, a la vista del resultado de la terapia y de los
informes de seguimiento, podrá ampliar, tras el período vacacional estival, si lo estima beneficioso
para la menor, el régimen de comunicación y contacto a favor de la madre, en trámite de ejecución
de sentencia, en el bien entendido que, si no surge problema alguno, dado que Judit manifestó, ante
el psiquiatra Dr. Gabaldón y la psicóloga Sra. Petitbò del equipo de Sant Joan de Déu que no
encuentra diferencia alguna entre permanecer con el padre o con la madre, así como expresó su
voluntad de “estar tres días con un progenitor y cuatro días con el otro”, ha de tenderse, lógicamente,
a la consecución, en un futuro más o menos inmediato, de una custodia compartida, que en la
práctica sería lo deseable y redundaría, obviamente, en beneficio de la niña. El régimen de visitas
fijado por la Sala se iniciará el fin de semana correspondiente a los días 26 y 27 de abril del año en
curso.
Finalmente el Tribunal, aunque en la actualidad exista una mejor disposición en los dos
progenitores, debido a la situación de conflicto habida entre ellos durante un prolongado período de
tiempo, considera preciso exhortarles para que colaboren y faciliten al máximo el cumplimiento del
régimen de visitas establecido, posibilitando el buen funcionamiento del mismo, actuando con la
flexibilidad conveniente, necesaria y suficiente en beneficio de su propia hija, que precisamente se ha
convertido en víctima de la desunión y litigiosidad de sus padres, quienes deben intentar resolver sus
diferencias en interés de la misma y evitar hallarse inmersos en procesos judiciales, pues ello resulta
totalmente contraproducente para la salud y el equilibrio mental de su hija, y lo único que consiguen,
adoptando tal errónea actitud y proceder, es perturbar el sosiego y la tranquilidad anímica de la niña,
la cual, como antes se ha indicado, precisa de concordia, armonía y consenso de sus progenitores
para poder así alcanzar y conseguir, con la ayuda psicológica de los profesionales del Hospital de
Sant Joan de Déu, un adecuado desarrollo integral”.
Como colofón del supuesto fáctico que motivó las mencionadas resoluciones judiciales en
ambas instancias, debe indicarse que el mismo ha finalizado con resultado satisfactorio para ambos
progenitores y para la hija, pues siguiendo las pautas apuntadas por el Tribunal y el deseo
exteriorizado por la propia menor, los padres, con la ayuda de todos los profesionales intervinientes -
psiquiatras, psicólogos y abogados-, al cabo de unos meses del dictado de la segunda sentencia,
convinieron una guarda y custodia compartida, que se materializó y homologó judicialmente, la cual,
según las últimas noticias que tengo, ha dado lugar a una buena y fructífera relación de la hija con
cada uno de sus progenitores y sus respectivas parejas.
Asimismo es de reseñar, que del referido proceso judicial, así como de otros varios en los
que he intervenido directamente como Magistrado-Ponente -Ej. Auto de la Sección 18ª de la
Audiencia Provincial de Barcelona, de fecha 19 de marzo de 2008-, pueden y deben extraerse una
serie de conclusiones, tales como:
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- El modelo basado en la mediación familiar.- Desde esta perspectiva el SAP es entendido como un
síndrome familiar en el que todos los miembros tienen responsabilidad relacional (SAF, según la tesis
del psicólogo Dr. BOLAÑOS CARTUJO). Se establece como requisito o presupuesto indispensable
que ambos progenitores se reconozcan mutuamente legitimidad como padres, y que se desarrolle la
intervención en territorio neutral, identificando a los protagonistas del Síndrome de Alienación
Familiar (SAF) como progenitor “aceptado” y progenitor “rechazado”, en vez de como progenitor
alienante y progenitor alienado (SAP), que pueden implicar, según el propio BOLAÑOS, una
comprensión culpabilizadora y protectora, respectivamente, que no facilitan el cambio. Pese a ello, su
aplicabilidad resulta también harto difícil en casos con expresión severa de la problemática.
En síntesis, las interferencias parentales que se producen de forma sistemática implican un proceso
de mediatización del hijo que propicia el alejamiento físico y emocional de éste respecto al progenitor
que resulta alienado. Tal situación constituye un gran perjuicio para el correcto desarrollo y evolución
del menor implicado.
Seguidamente debemos realizar una breve referencia acerca de las soluciones para evitar el daño
que ocasionan a los hijos las interferencias parentales.
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Todos los trabajos y estudios sobre interferencias parentales que he consultado y leído, ponen de
relieve, ya sea de un modo más completo o parcial, ya de un modo sistemático o fragmentado, el
elevado grado de sufrimiento y la distorsión emocional y afectiva en la que se encuentran estos hijos
respecto de las relaciones que, con más intensidad, marcarán el resto de sus vidas.
Pues, las dinámicas a las que son conducidos y en las que se ven inmersos, con numerosos
exámenes forenses y clínicos, comparecencias judiciales, declaraciones y, en definitiva, exhibición
reiterada de sus deseos y afectos más íntimos, además de introducirles en unos ambientes que no
son adecuados en estas etapas -infancia y adolescencia (normalmente)- de sus vidas, les transmiten
en primera persona la experiencia de que, para resolver los conflictos y las diferencias, inherentes a
la vida familiar, la única vía válida es la de la radicalidad de las posiciones, la confrontación directa y
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la exclusión y destrucción del otro, hecho aún más grave si tenemos en cuenta de que se trata de
padres y madres que aman a sus hijos y desean atender sus necesidades.
Cada vez son mejor conocidos, aunque, tal vez, sigan siendo subestimados, los graves efectos
personales en la vida adulta asociados a haber padecido alienación parental durante la infancia y/o la
adolescencia, como señala BAKER.
Es, por tanto, necesario que todos los profesionales e instituciones que intervienen en los procesos
de separación y divorcio incrementen sus esfuerzos para detectar precozmente este tipo de
situaciones, las distingan claramente de otras formas de abuso infantil y adopten las medidas
eficaces (jurídicas, psicológicas, asistenciales y sociales), para su corrección y evitación de daños, en
ocasiones de largo alcance.
Llegados a este extremo, creo interesante poner de relieve y explicarles que los Equipos de
Asesoramiento Técnico (EAT) de Cataluña adscritos a los Juzgados de Familia de Barcelona y
partidos judiciales de Barcelona y Tarragona, cuyo carácter es interdisciplinar, han realizado, durante
los últimos años, un estudio de investigación sobre varios casos diagnosticados como SAP, en el que
han podido observar, entre otros datos y detalles, que existe relación entre el tipo de SAP y las
franjas de edad de los hijos.
Así dicen que los tres tipos de SAP aparecen en todas las edades, excepto el SAP grave que no
aparece en la franja de 3 a 5 años. Las asociaciones que cobran más relevancia son:
Desde el punto de vista jurídico, la ley dispone que el menor deberá ser oído por el juez a partir,
cuanto menos, de los 12 años de edad -habiendo resuelto nuestro Tribunal Constitucional el carácter
obligatorio de la audiencia del hijo a partir de la indicada edad fijada en la norma, so pena de nulidad
del proceso-, provocando que, de forma indirecta, el progenitor alienador o alienante fomente y
agudice su campaña, para que el hijo explicite su rechazo delante del juez.
La negativa de los hijos a relacionarse con uno de los progenitores adquiere auténtica
transcendencia en el momento en que se expresa en un Juzgado, entrando los mecanismos jurídicos
en funcionamiento, pues, entonces, se desencadenan una serie de actuaciones y acciones
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encaminadas a resolver el problema, que hacen que la instancia judicial se convierta, en la mayoría
de los casos, en parte del síndrome, en la medida en que adquiere la responsabilidad de garantizar o
hacer que se cumpla una relación paterno-filial que la dinámica familiar está impidiendo.
También dicen que, por lo general, los hijos varones desarrollan más actitudes de rechazo que las
hijas, pero cuando lo hacen el rechazo es más leve, mientras que en las hijas suele ser más intenso.
Según otros estudiosos del tema, como WALLERSTEIN, atendiendo asimismo a la edad de los hijos,
afirman que los hijos menores de 6 años tienden a mostrar eminentemente rechazo leve, mientras
que a partir de esa edad el rechazo se intensifica progresivamente, especialmente en el período
situado entre los 11 ó 12 años y los 14 años. Y dicho autor añade, que los diferentes niveles de
desarrollo afectivo y la predisposición a verse implicados en conflictos de lealtades en estas edades
pueden explicar estas diferencias.
Por lo que respecta al perfil del progenitor alienador, a la luz de los datos obtenidos con el referido
estudio del EAT, éste se caracteriza por ser mujer, y tener una edad comprendida en el intervalo de
35 a 45 años.
En cuanto a la forma de obstaculización del hijo con el progenitor alienado, además de la forma
indirecta o sutil, también se produce de forma directa, mediante el uso de estrategias y recursos de
alarma social, tales como: formulación de denuncias de abuso sexual (10,8%), de maltrato psíquico
(8,4%) y de maltrato físico (14,5%), con una actitud clara de descalificación verbal (insultos,
desacreditaciones, comunicación al menor de acciones del progenitor que afectan a la vida del
hijo…).
Asimismo se observa una correlación inversa entre la actitud del progenitor alienador o alienante y el
tipo de SAP. Así el adoctrinamiento menos directo o explícito, es decir, aparentemente más sutil,
aunque duro, tiene como efecto en el hijo un SAP más grave
También han comprobado que cuando el progenitor alienante vive en pareja, el rechazo tiende a ser
más intenso que cuando vive sólo o con la familia de origen. Esto, posiblemente, incide en que el
rechazo no es simplemente una falta de aceptación hacia la nueva convivencia en pareja del
progenitor alienado, sino que también viene mediatizado por la convivencia en pareja del progenitor
alienante y los posibles deseos de formar una “nueva familia” en la que el otro no tiene cabida. Todo
ello nos lleva a pensar que en la génesis del conflicto, juega un papel decisivo la aparición de una
nueva pareja en el progenitor alienado, pero en la modulación de la intensidad tiene más relevancia
la existencia de una nueva pareja del progenitor alienante.
Asimismo han apreciado, en supuestos de existencia de conflicto relacional, una tendencia del
sistema judicial a conceder y a mantener las visitas, aunque en tales circunstancias, en un 72% de
los casos, aquéllas se incumplen, constatándose, por ende, una discrepancia significativa entre las
medidas judiciales de la jurisdicción civil y la realidad objetiva familiar.
También indican que guarda relación el tipo de SAP con el lugar en que se desarrollan las visitas. En
los casos de SAP grave o severo, éste correlaciona directamente con el incumplimiento de las visitas,
motivo por el que se interpreta que, en los casos de SAP leve y moderado, tiene más prevalencia el
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mantenimiento de las visitas en el entorno del progenitor alienado o en otros espacios (Puntos de
Encuentro).
Finalmente añadir, algunos otros extremos de interés, en cuanto a la edad del hijo alienado, que han
podido detectar, como que:
• El apoyo activo hacia el progenitor alienante emerge relevante de los 3 a los 9 años.
Especialmente por el miedo a nuevas pérdidas afectivas y a la vivencia de sentir cubierta
su necesidad de protección.
• El aspecto concerniente a la relación patológica del hijo con el progenitor alienante, cobra
una importante significación, asimismo, en dos intervalos de edad diferenciados: de los 6 a
los 9 años y de los 12 a los 18.
En relación a la primera etapa, se hipotetiza que el progenitor alienador presenta dificultades para
promover la autonomía y dotar de recursos y estrategias de afrontamiento de situaciones al hijo. Se
suele producir una simbiotización en la relación progenitor alienador-hijo que deviene patógena. Este
síntoma sufre, por lo general, un declive a los 10 años, edad que coincide con el punto álgido del
proceso de socialización infantil.
En la otra etapa (de 12 a 18 años), se evidencia que, tanto el hijo como el progenitor alienador,
mantienen dificultades para adquirir instrumentos de independencia, fruto de la cronificación de la
situación. Asimismo, la polarización y la intensidad de las emociones típicas del período adolescente,
conducen al hijo a percibir la realidad en términos absolutos, y a vincularse en sus relaciones en
forma más intensa y estrecha.
También es necesario apuntar que puede ocurrir perfectamente que el hijo alienado reproduzca el
mismo patrón relacional que el progenitor alienante, o bien que aparezca en él un gran sentimiento
de culpa en el momento en el que adquiera suficiente edad como para poder tomar cierta distancia y
reflexionar sobre el mismo, pudiendo, en ese momento, ser consciente de la triangulación relacional
patológica existente en la familia y de su participación activa en ésta, ya que ha incorporado, de
manera consciente y/o inconsciente, los efectos negativos derivados del conflicto que revierten
también en su persona.
De los datos obtenidos en el presente estudio, se desprende que las soluciones que proponen los
acérrimos defensores del SAP, resultan, en algunos casos, extremistas, dado que pueden generar
repercusiones negativas en el hijo. Por ello, se valora necesario el abordaje del sistema y no,
únicamente, de las individualidades que lo componen), sino a todos los niveles (social, emocional y
legal). Por ello -aunque el propio GARDNER, en los casos de SAP grave, propone, (ya en 1998),
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ante el riesgo que puede suponer para el menor alienado el cambio brusco de guarda y custodia,
crear una etapa de transición-, se considera la conveniencia de plantear la opción de aplicar otras
medidas judiciales, como la derivación a mediación (en casos de SAP leve o moderado) o la
instauración de medidas de carácter penal (en los supuestos más severos).
Algunos autores, como BOCH y GALHAU, han estudiado las intensas y “devastadoras”
repercusiones sobre la salud física y psíquica, en la edad infantil y adulta, que suponen estas
vivencias para los hijos, así como para los padres que se ven alejados injustificadamente de ellos,
motivo por el cual, al igual que WEIGEL y DONOVAN, no dudan en calificar este fenómeno de
auténtico maltrato infantil.
El maltrato físico se define como “cualquier acción no accidental por parte de alguno de los
progenitores o de ambos que provoque daño físico o enfermedad en el hijo o lo coloque en grave
riesgo de padecerlo”.
El maltrato psíquico o emocional se define como “hostilidad verbal crónica en forma de insulto,
desprecio, crítica o amenaza de abandono, y constante bloqueo de las iniciativas de interacción
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infantiles (desde la evitación, hasta el encierro o confrontamiento), por parte de cualquier miembro
adulto del grupo familiar”.
La negligencia física se define como: “situación en la que las necesidades físicas básicas
(alimentación, vestido, higiene, protección y vigilancia en las situaciones potencialmente peligrosas,
educación y/o cuidados médicos) no son atendidos temporal o permanentemente por ningún
miembro del grupo que convive con el hijo”.
La negligencia psíquica o emocional se define como: “falta persistente de respuesta a las señales,
expresiones emocionales y conductas procuradoras de proximidad e interacción iniciadas en el hijo, y
falta de iniciativa de interacción y contacto por parte de la figura adulta estable”.
El abuso sexual se define como “cualquier clase de contacto sexual de un progenitor con un hijo en
el que el primero posee una posición de poder o autoridad sobre el segundo”.
El propio GARDNER refiere que en tales casos nunca puede hablarse de SAP, y al respecto señala
una serie de criterios diferenciadores, entre los que son de destacar:
- Las madres alienantes suelen ser sobreprotectoras. Las madres en los casos de
abuso paterno genuino, no necesariamente.
- Los progenitores alienantes no suelen ser conscientes del daño psicológico que
supone a sus hijos la pérdida del otro progenitor. Los progenitores no abusadores
pueden apreciar más fácilmente este daño.
- Es fácil encontrar una historia de abusos en la familia del progenitor que abusa,
no así en la del alienado.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
- En muchas ocasiones los abusos son descritos como algo que ya existía antes
de la ruptura. En las acusaciones propias del SAP, se sitúan después.
Sólo indicar aquí y ahora que el trastorno de estrés postraumático (PTSD) puede ser un diagnóstico
apropiado para las consecuencias psicológicas que se derivan tanto del maltrato como del abuso
sexual. Tal trastorno engloba un conjunto de síntomas que se manifiestan en las personas que viven
una experiencia traumática como testigos o como víctimas. Se trata de un daño que se presenta en
la forma de miedo o terror incontrolado que se repite cada vez que algo o alguien le recuerda la
experiencia vivida.
Sentado lo anterior, como colofón a lo hasta aquí explicitado, querría dejar constancia de lo siguiente:
Dicho esto y tras haber desarrollado los aspectos más trascendentes y recurrentes de las situaciones
psico-patológicas que padecen los hijos como consecuencia de las interferencias parentales
derivadas de la separación de sus padres, no querría concluir el tema objeto de estudio, sin decir
que, por lo general, los propios progenitores, también suelen vivir muy mal la ruptura de su relación
de pareja, siendo habitual que tal situación les comporte ansiedad, síntomas depresivos, pérdida de
autoestima, confusión en cuanto a los roles sociales y sexuales, etc…, hasta el punto de que está
ampliamente demostrada la relación existente entre ruptura y tasas de hospitalización psiquiátrica,
enfermedad física, suicidio, (según datos estadísticos, el doble que entre personas casadas) y abuso
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de alcohol. HOLMES y RAHE han llegado a afirmar que, con la excepción del fallecimiento del
cónyuge, la ruptura matrimonial o de la relación de pareja constituye la causa más grave de
reestructuración vital para un adulto en las sociedades desarrolladas.
Con todas dichas disquisiciones acerca de las interferencias parentales que padecen los hijos en los
casos de separación y/o divorcio -conflictivo-, espero que, además de haberles mentalizado en la
conveniencia y necesidad de tratar con la máxima sensibilidad todos los casos en que los menores
se ven involucrados en los problemas de ruptura de sus padres, con el componente negativo que tal
situación les conlleva de presente y, en muchas ocasiones, de futuro, haya conseguido motivar a un
gran número de Discursores para que, luego, expresen sus opiniones sobre un tema tan vital y
trascendente como éste, tanto desde la vertiente psiquiátrica y psicológica, como también desde la
jurídica.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
Me parece interesante empezar deslindando y diferenciando los diferentes conceptos que se van a
utilizar, por cuánto ello ahorrará, posteriormente, explicaciones que son necesarias. Sobre todo, es
preciso delimitar el concepto de lesión psiquiátrica, el de invalidez o incapacidad para el trabajo por
contingencias profesionales y el de hecho causante, conceptos a los que la norma anuda
determinadas consecuencias que se analizarán a la par.
El título de estas jornadas, Patología Psiquiátrica Postraumática, coincidente con el genérico de esta
Mesa nos muestra que el objeto de esta ponencia es el estudio en el orden jurisdiccional social de las
secuelas psiquiátricas postraumáticas, terminología que en nuestro derecho socio-laboral hace
referencia, directamente, a las secuelas derivadas de accidente de trabajo, conclusión que corrobora
el título de esta ponencia, “lesión psiquiátrica…”, ya que el término lesión hace referencia en su
significado prístino al daño corporal provocado por una acción violenta. Cierto que los accidentes no
laborales también pueden dejar secuelas psiquiátricas, al igual que cualquier enfermedad mental
calificada de común, que pueden motivar el reconocimiento de una incapacidad permanente para el
trabajo a quien las padece. Pero en el ámbito laboral que es el objeto de esta ponencia, las
singularidades de los accidentes se dan con respecto a los calificados de accidente laboral. Nuestro
ordenamiento jurídico laboral distingue entre contingencias (situaciones que motivan una actuación
protectora) comunes y profesionales, tanto a unas, como a otras, otorga protección reconociendo la
oportuna prestación, pero la protección es mayor en los supuestos de contingencias profesionales,
las derivadas de accidente de trabajo y enfermedad profesional, que en los casos de contingencias
comunes, las derivadas de enfermedad común y accidente no laboral. El procedimiento para
reconocer la incapacidad laboral es común para todas las contingencias y las diferencias entre
contingencias comunes y profesionales se producen cuando, calificada la existencia de incapacidad
laboral y el origen de la contingencia, se examina si el incapacitado para el trabajo reúne los
requisitos precisos para causar las prestaciones correspondientes, así como a la hora de determinar
la cuantía de estas.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
Sentado lo anterior, dado el título de las Jornadas y la duración de esta intervención, me parece
obligado centrar mi intervención en el estudio de las secuelas postraumáticas derivadas de accidente
laboral que son las que presentan más especialidades, una vez que se ha dictaminado la existencia
de la situación incapacitante.
El concepto legal de accidente de trabajo viene recogido en el artículo 115 de la Ley General de la
Seguridad Social en cuyos números 1, 2 y 3 se dice:
1. Se entiende por accidente de trabajo toda lesión corporal que el trabajador sufra con ocasión o por
consecuencia del trabajo que ejecute por cuenta ajena.
b) Los que sufra el trabajador con ocasión o como consecuencia del desempeño de cargos
electivos de carácter sindical, así como los ocurridos al ir o al volver del lugar en que se
ejerciten las funciones propias de dichos cargos.
c) Los ocurridos con ocasión o por consecuencia de las tareas que, aun siendo distintas a
las de su categoría profesional, ejecute el trabajador en cumplimiento de las órdenes del
empresario o espontáneamente en interés del buen funcionamiento de la empresa.
3. Se presumirá, salvo prueba en contrario, que son constitutivas de accidente de trabajo las lesiones
que sufra el trabajador durante el tiempo y en el lugar del trabajo.
El problema planteado por el uso del término lesión es si por tal se tiene sólo la producida por la
acción súbita y violenta de un agente exterior, en definitiva por un traumatismo, cual parece indicar el
título de estas jornadas, o si esa palabra incluye también a las enfermedades producidas por el
deterioro lento provocado por un agente externo. El Tribunal Supremo, desde una sentencia de 17 de
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
junio de 1903, ha venido estimando que el término lesión abarca a las enfermedades, tanto las que
legalmente se consideran profesionales (art. 116 de la L.G.S.S.) como las consideradas comunes
(art. 115-2, apartados e), f) de la L.G.S.S.), bien porque tuviesen su origen en el trabajo realizado,
bien porque se tratara de enfermedades preexistentes que el accidente de trabajo agravara,
desencadenara o sacara de su estado latente, bien porque se tratara de enfermedades
intercurrentes, como son las que constituyen complicaciones derivadas del proceso patológico
determinado por el accidente, cual puede ser el trastorno mental provocado por un traumatismo.
También se considera que derivan del accidente las enfermedades adquiridas por influencia del
medio en que se coloca al accidentado para su curación, como por ejemplo las infecciones
hospitalarias.
Esta doctrina jurisprudencial ha dado lugar a que, como accidente laboral, se consideren no sólo las
lesiones traumáticas propiamente dichas, sino también, las enfermedades derivadas de ellas y las
enfermedades que se presentan durante el tiempo y en el lugar del trabajo, salvo que se pruebe que
son ajenas a este, que no existe nexo causal alguno entre la enfermedad y el trabajo y que este no
ha influido en el nacimiento de la misma, ni en su desarrollo. Por ello, es frecuente que el infarto de
miocardio, el ictus cerebral y otras enfermedades comunes lleven a invalideces derivadas de
accidente laboral. También las enfermedades psíquicas o psicológicas pueden dar lugar a la
calificación de accidente laboral, no sólo cuando derivan de las lesiones sufridas en un accidente,
sino, también, cuando tienen su origen en el trabajo o se manifiestan durante el trabajo, sin que se
pruebe que ninguna relación tienen con él. Entre estos trastornos cabe destacar en la actualidad los
derivados del mobbing.
A) Puede ser temporal o permanente. La temporal, regulada en los artículos 128 y siguientes del
vigente Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social, mientras el trabajador se
encuentra impedido para el desempeño de su profesión y necesitado de asistencia médica. Su
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B) Invalidez permanente. La prestación por invalidez permanente, regulada en los arts. 136 y
siguientes de la Ley General de la Seguridad Social, se reconoce cuando existan secuelas
permanentes y definitivas que disminuyan o anulen la capacidad laboral. También se reconoce
cuando la posibilidad de recuperar la capacidad laboral es incierta o a largo plazo. Según la mayor o
menor disminución de la capacidad laboral que comporten las secuelas, la invalidez permanente
puede calificarse de incapacidad permanente parcial, total, absoluta y gran invalidez.
La incapacidad permanente total se reconoce, cuando las secuelas impiden al afectado desempeñar
todas o las principales tareas de su profesión habitual, entendiéndose por tal aquella que ejercía el
mismo antes de producirse el accidente. Da derecho a una pensión vitalicia mensual equivalente al
resultado de dividir por doce el salario real del último año, calculado en la forma prevista en los arts.
60 y siguientes del Reglamento de Accidentes de Trabajo de 22 junio 1956. Cuando el inválido tiene
más de 55 años, su pensión se incrementa en el 20 por 100 del salario regulador dicho, durante los
períodos de inactividad laboral. Además, la pensión se actualiza anualmente con arreglo al índice de
precios al consumo, al menos, según dispone el art. 48 de la Ley General de la Seguridad Social.
La situación de gran invalidez se reconoce al incapaz permanente absoluto, que necesita de la ayuda
de otra persona para realizar los actos más esenciales de la vida, tales como, vestirse, lavarse,
comer y otros. En estos casos, la pensión del gran inválido es del 150 por 100 del salario regulador,
más las revalorizaciones anuales oportunas. Como el incremento del 50 por 100 es para retribuir a la
persona que le atienda, la norma permite renunciar ese incremento a cambio del ingreso en un centro
de asistencia público.
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Seguridad Social caso de que ya estén afiliados, pues la afiliación es única y para toda la vida (arts.
100 y 102 de la Ley General de la Seguridad Social).
La segunda obligación es la de cotizar por sus empleados por las contingencias profesionales y
comunes. La cotización por contingencias profesionales es sólo a cargo del patrono, quien debe
hacerlo sobre la base de todos los conceptos retributivos que paga. La cotización, fijada en atención
de la cuantía del salario real pagado y al riesgo de la actividad, es equivalente a la prima de un
seguro, razón por la que la aseguradora responderá del pago de las prestaciones.
El incumplimiento del deber de afiliar o dar de alta: a sus empleados genera la responsabilidad de la
empresa que incumple tal deber, quien vendrá obligada al pago de las prestaciones establecidas por
la Ley.
Asimismo, incurre en responsabilidad la empresa que no cotiza o que cotiza por base inferior a la
real. En el primer caso si la falta de cotización es reiterada y expresiva de la voluntad de apartarse
del sistema, dado el tiempo que se lleva sin cotizar, será la empresa quien venga obligada a pagar la
prestación, lo que no ocurrirá si los descubiertos son esporádicos y justificados por la falta transitoria
de liquidez, máxime si se pide un aplazamiento del pago y se obtiene. El caso de la infracotización es
un supuesto de infraseguro imputable al patrono, quien deberá abonar la diferencia entre la pensión
que corresponde a los salarios reales pagados y la que corresponde a los salarios por los que cotizó
(arts. 94, 95 y 96 de la Ley General de la Seguridad Social de 21 abril 1966 y jurisprudencia que los
interpreta).
El pago de la prestación no lo hace periódicamente el empresario, sino que el mismo, para cumplir
con tal deber, deberá ingresar el capital coste necesario, para el pago de la pensión o parte de la
misma a su cargo, en la Tesorería General de la Seguridad Social, quien se hará cargo del pago, lo
que constituye una forma de asegurar el mismo. La cuantía del capital coste a ingresar se fija,
mediante cálculos actuariales, en atención a la cuantía de la pensión, edad del beneficiario,
expectativas de vida y tipos de interés existentes y previsibles, entre otros parámetros.
Para finalizar reseñar que sea responsable del pago de la prestación la Mutua aseguradora, sea el
empresario que incumplió sus obligaciones en relación con el alta y cotización por sus empleados, el
pago de la prestación no se hace periódicamente, sino consignando en la Tesorería General de la
Seguridad Social el capital coste necesario para el pago de la misma, conforme a lo establecido en el
artículo 95-1-4ª de la Ley de 21 de abril de 1966 y en el Reglamento de Recaudación aprobado por el
R.D. 1415/2004, de 11 de junio.
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otro caso, aunque parecido, es distinto, cosa lógica dado que el legislador regula situaciones
diferentes, motivo por el que el significado de la expresión incapacidad para "la ocupación o actividad
habitual" es distinto del sentido que tiene la "incapacidad permanente para el trabajo" (parcial, total o
absoluta), cual corrobora el propio Baremo cuando en el capítulo especial del perjuicio estético de la
Tabla VI, especifica en la regla de utilización novena, que la ponderación de la incidencia que el
perjuicio estético tenga sobre las actividades del lesionado (profesionales y extraprofesionales) se
valorará a través del factor de corrección de la incapacidad permanente, lo que equivale a reconocer
que ese factor corrector compensa por la incapacidad para actividades no profesionales.
Consecuentemente, el factor corrector que nos ocupa abarca tanto el perjuicio que ocasiona la
incapacidad para otras actividades de la vida, lo que supone valorar lo que la doctrina francesa
denomina "préjudice d' agreément", concepto que comprende los derivados de la privación de los
disfrutes y satisfacciones que la víctima podía esperar de la vida y de los que se ha visto privada por
causa del daño, perjuicios entre los que se encuentra, sin ánimo exhaustivo, el quebranto producido
para desenvolverse con normalidad en la vida doméstica, familiar, sentimental y social, así como el
impedimento para practicar deportes o para disfrutar de otras actividades culturales o recreativas. Por
ello, el capital coste de la pensión de la Seguridad Social no puede compensar en su totalidad lo
reconocido por el factor corrector de la incapacidad permanente que establece el Baremo, ya que,
éste repara diferentes perjuicios, entre los que se encuentra la incapacidad laboral”.
La cuestión no es baladí, por cuánto, como de la citada sentencia se desprende el factor corrector
mencionado, aunque compense perjuicios económicos, no es imputable exclusivamente al lucro
cesante, sino que, también compensa por la pérdida de la capacidad para otras actividades
extraprofesionales: desde la pérdida de facultades para el cuidado personal, al quebranto producido
para el disfrute de la vida familiar, social, sentimental, etc. etc., lo que se ha llamado “pérdida de los
placeres de la vida” y “préjudice d’ agreément”.
Esta doctrina ha sido aceptada por la Sala 1ª del T.S. que la ha hecho suya en varias sentencias a
partir de la del Pleno de la Sala de 25 de marzo de 2010 (Rec. 1741/2004).
Conviene distinguir estas dos fechas que responden a conceptos distintos. La fecha del accidente no
necesita explicación, dado lo expresivo de su denominación, pero no ocurre lo mismo con la “fecha
del hecho causante”. En materia de Seguridad social por hecho causante se entiende el hecho que
da lugar al reconocimiento de una prestación de la Seguridad Social, a la contingencia objeto de
protección, razón por la que la fecha del hecho causante es aquella en la que la prestación
económica se causa por producirse la contingencia objeto de protección. En la materia que nos
ocupa, la incapacidad permanente se entiende causada el día en que las secuelas se consideran
definitivas, según lo que se deriva de lo dispuesto en el artículo 136-1 de la L.G.S.S., lo que hará
coincidir esa fecha, normalmente, con la del alta médica con secuelas invalidantes. El artículo 13-2
de la Orden de 18 de enero de 1.996 establece como fecha del hecho causante aquella en la que se
extingue la incapacidad temporal de la que deriva la invalidez permanente y subsidiariamente la hace
coincidir con la del informe del equipo de valoración de incapacidades. Lo normal va a ser, pues, que
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la fecha del hecho causante coincida con la del alta médica con propuesta o con la del agotamiento
de la incapacidad temporal. Pero el citado artículo 13-2 no es vinculante, dado su tenor literal, y por
ello la jurisprudencia atiende, realmente, a la fecha en la que las secuelas se configuran como
definitivas. En tal sentido merece citarse la sentencia del T.S. (IV) de 30 de abril de 2007 (Rec.
618/06) que hace un detallado estudio de la cuestión y llega a afirmar “Ahora bien, de acuerdo con la
doctrina de la Sala, la fecha del dictamen de la unidad de valoración médica de la invalidez no puede
configurarse necesariamente y en todos los casos como el hecho causante de la prestación, porque
lo decisivo es el momento en que las dolencias aparecen fijadas como definitivas e invalidantes”.
La determinación de la fecha del hecho causante es importante, entre otras cuestiones, para
determinar la fecha en que se causan la prestación básica y las mejoras sociales que las
complementan y, también, quien sea la compañía aseguradora que deba hacer frente a las mismas
cuando están aseguradas. Cuando se trata de contingencias comunes, las mejoras se entienden
causadas el mismo día en que se causa la prestación que complementan, lo que implica la
responsabilidad de la entidad aseguradora que cubre el riesgo en ese momento. Esa pauta se siguió
por la jurisprudencia de la Sala Cuarta hasta la sentencia de 1 de febrero de 2000 (Rec. 200/99) en la
que se cambió de criterio con relación a los accidentes de trabajo, supuesto para el que la fecha del
hecho causante se hace coincidir con la del accidente de trabajo, lo que determina la responsabilidad
de la entidad aseguradora vigente en ese momento.
Así pues, la fecha del accidente va a determinar la normativa legal o convencional aplicable que será
la vigente al tiempo del mismo. Ello supondrá determinar, igualmente, las personas responsables y
las cuantías indemnizatorias, sin perjuicio de su actualización. La fecha del hecho causante en su
sentido tradicional será la que actualice la contingencia y haga nacer la obligación de pagar la
prestación de Seguridad Social básica y la complementaria. Hasta ese momento no se iniciará la
mora del deudor de la mejora voluntaria, normalmente la aseguradora.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
Como ya he señalado, la Ley General de la Seguridad Social y la LPRL se remiten al Código Civil a
la hora de regular este tipo de responsabilidad. El Código Civil ofrece al respecto dos cauces: El del
art. 1.101, donde se regula la responsabilidad contractual, al disponer que quedan sujetos a
indemnización de daños y perjuicios quienes en el cumplimiento de sus obligaciones incurrieren en
dolo, negligencia o morosidad, y los que de cualquier otro modo contravinieren el tenor de aquéllas.
Por otro lado, en su art. 1.902 dispone que el que por acción u omisión cause daño a otro,
interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado. En este precepto se
establece la responsabilidad extracontractual o aquiliana que no nace de un contrato, sino de un acto
dañoso.
La cuestión es determinar que tipo de responsabilidad es la que nace cuando el daño se produce en
el marco de una relación laboral. La solución es fácil, pues, como el daño se causa en la ejecución de
un contrato de trabajo es claro que nos encontramos ante un supuesto de responsabilidad
contractual. A sensu contrario, si entre el causante del daño y el perjudicado no existe relación
contractual nos encontraríamos ante un supuestos de responsabilidad extracontractual.
Por lógica y sencilla que parezca esta solución no ha sido pacífica en la jurisprudencia hasta fechas
recientes. La Sala IV del T.S. siempre mantuvo esta solución, pero la Sala I del mismo Tribunal
discrepó de ella y mantuvo la existencia de responsabilidad extracontractual hasta sus sentencias de
15 de enero y de 19 de febrero de 2008 en las que ha cambiado de criterio y sentado que se trata de
responsabilidad contractual, criterio que sigue desde entonces. Sin embargo, creo que debía haber
ido más lejos porque cuando han intervenido y pueden ser responsables otras personas sigue
manteniendo su competencia so pretexto de la responsabilidad extracontractual de estas, solución
que creo errónea por razones que escapan a la extensión y objeto de este trabajo.
3. SUJETOS RESPONSABLES.
En principio la responsabilidad es imputable a todo aquel que incurra en los supuestos de los arts.
1.101 y 1.902 del Código Civil. Quien incumple sus obligaciones contractuales o las cumple en forma
negligente ó quien cause un daño culposo sin existir vínculo contractual.
El principal responsable va a ser el titular de la empresa, el empleador, sea persona física o jurídica
pues como tal debe hacer frente a los riesgos que comporta el desarrollo de su actividad. Frente a
sus empleados es deudor de seguridad y salud (art. 14 LPRL) Y frente a terceros responsable por
crear una situación de riesgo. Además, puede existir responsabilidad de los directivos o empleados
que intervienen en la acción dañosa, pero ello no será óbice para que nazca la responsabilidad del
titular de la empresa (ex art. 1.903 CC).
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A. Contratas y Subcontratas
La aplicación de esa norma general se complica cuando en un mismo centro de trabajo tienen su
actividad varias empresas, pues esa concurrencia puede dar lugar a una interconexión de
responsabilidades que conviene examinar con detalle. Al respecto conviene señalar que el artículo 24
de la Ley 31/1995, de 8 noviembre, establece que todas las empresas que tengan actividad en el
mismo centro de trabajo, deben cooperar en la aplicación de la normativa de prevención y establecer
los medios de coordinación que al respecto sean necesarios; que sobre el empresario titular del
centro de trabajo recae el deber de adoptar las medidas necesarias en orden a coordinar la actividad
y a que todos reciban la información e instrucciones adecuadas, así como, que el empresario
principal debe vigilar el cumplimiento por quienes contraten o subcontraten con ellos, de la normativa
de seguridad, siempre que se hayan contratado o subcontratado obras de la propia actividad y que
ésta se desarrolle en el propio centro de trabajo. A ello debe añadirse, que conforme al art. 42.3 del
Texto Refundido de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social (LISOS), aprobado por el
Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 agosto, la empresa principal responderá solidariamente con los
contratistas y subcontratistas, antes dichos, durante el período de la contrata, de las obligaciones
impuestas en materia de prevención de riesgos laborales en relación con los trabajadores que
aquéllos ocupen en el centro de trabajo de la empresa principal.
Con tales disposiciones legales en la mano, no cabe duda que es posible extender la responsabilidad
en el pago no sólo al empresario principal, sino, también a quien contrató o subcontrató con él y
viceversa, pues, el hecho de que sea el empresario principal. o el contratista quien coordine la
prevención de riesgos laborales en el centro, no excusa al contratista o subcontratista de sus deberes
en materia de prevención de riesgos laborales, entre los que se encuentra exigir que se subsanen las
deficiencias que en la materia encuentre en el centro o que se adopten las medidas de seguridad que
el empresario principal omitió. Es perfectamente posible que una actuación negligente o incorrecta
del empresario principal cause daños o perjuicio al empleado de la contrata e incluso, que esa
actuación sea la causa determinante del accidente laboral sufrido por éste. No parece correcto
excluir, por sistema y, en todo caso, la responsabilidad de la empresa principal. Debe perseguirse
que la contratación o subcontratación de obras o servicios correspondientes a la propia actividad no
constituya un mecanismo para que la empresa principal eluda sus responsabilidades en materia de
seguridad y salud, ni un procedimiento para abaratar los cortes de producción. También asegurar el
cobro por el perjudicado, previniendo posibles insolvencias del subcontratista, posibilidad harto
frecuente, porque al final de la cadena se encuentren siempre empresas menos solventes.
Hasta aquí se ha estudiado el supuesto de contratas sobre obras o servicios de la propia actividad.
Pese a lo que pudiera pensarse de lo expuesto, cabe extender, igualmente, la responsabilidad en el
pago a la empresa principal en los supuestos de contratas y subcontratas de obras o servicios
correspondientes a distinta actividad de la propia de quien contrata. La jurisprudencia ha aceptado
extender, también, la responsabilidad en estos casos a quien no es empresario del trabajador, pues,
como señala la Sentencia del Tribunal Supremo (IV) de 16 diciembre 1997, lo decisivo no es la
actividad de una y otra empresa, sino que el accidente se haya producido por una infracción
imputable a la empresa principal y dentro de su esfera de responsabilidad. En igual sentido se
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pronuncia la Sentencia de la misma Sala de 5 mayo 1999, que dice: "Es, por tanto, el hecho de la
producción del accidente dentro de la esfera de la responsabilidad del empresario principal en
materia de seguridad e higiene, lo que determina en caso de incumplimiento la extensión a aquél de
la responsabilidad en la reparación del daño causado, pues no se trata de un mecanismo de
ampliación de la garantía en función de la contrata, sino de una responsabilidad que deriva de la
obligación de seguridad del empresario para todos los que prestan servicios en un conjunto
productivo que se encuentra bajo su control." Sin embargo, en estos casos la responsabilidad del
empresario principal, sólo podrá declararse cuando a él sea imputable la infracción de la normativa
de prevención que ha desencadenado el siniestro
El supuesto es contemplado y resuelto por el art. 16 de la Ley 14/1994, de 1 junio, cuyo número 1,
establece que la empresa usuaria antes de iniciarse la prestación de servicios, deberá informar al
trabajador sobre los riesgos derivados de su puesto de trabajo, así como de las medidas de
protección y prevención contra los mismos. Consecuencia de ello es que el citado precepto declare
responsable en su número 2, a la empresa usuaria de la seguridad e higiene del recargo de las
prestaciones de Seguridad Social del art. 123 de la Ley General de la Seguridad Social. El art. 42.3
del vigente texto refundido de la LISOS, reitera que la empresa usuaria será responsable de las
condiciones de ejecución del trabajo en todo lo relacionado con la protección de la seguridad y salud
de los trabajadores, así como del recargo de prestaciones económicas del sistema de Seguridad
Social que pueda fijarse en caso de siniestros, que tengan lugar en su centro de trabajo durante el
tiempo de vigencia del contrato y, que tengan su causa en la falta de medidas de seguridad e
higiene. Como se ve, la Ley deja fuera de toda responsabilidad a la empresa de trabajo temporal,
pese a las obligaciones, que conforme al art. 12.3 de la Ley 14/1994, tiene en orden a la formación
del trabajador en materia de seguridad.
La obligación empresarial de prevenir los riesgos laborales es intransmisible porque el art. 14.4 de la
Ley 31/95 dispone que el concierto de los servicios de prevención con entidades especializadas no
eximirá al empresario de sus deberes en esta materia. Así mismo, debe tenerse presente que
estamos ante una obligación de resultado, pues el empresario viene obligado a garantizar la salud e
integridad de sus trabajadores por lo que tiene que responder de los daños y perjuicios causados por
el incumplimiento de tal deber. Por tanto, la responsabilidad empresarial es clara y sólo se va
examinar la responsabilidad de los servicios de prevención externa, sean concertados con Mutuas o
con otras entidades.
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empresario, al concertar con aquellos la actividad preventiva, nos sitúa claramente ante la figura que
la doctrina civilista denomina "auxiliar contractual", esto es, la persona de la que se sirve el deudor
para el cumplimiento de su obligaciones, pues se dan los tres rasgos que caracterizan a la figura del
auxiliar contractual:
3º. El auxiliar no asume obligación alguna frente al acreedor. Como se dijo antes, el
empresario no se libera con la contratación de un servicio externo de sus obligaciones.
El estudio de esta cuestión se simplifica estudiando las tres variantes de responsabilidad que se
derivan de la relación existente.
Ya se ha señalado que nos encontramos ante una obligación de resultado lo que conlleva
la responsabilidad empresarial en orden al resarcimiento de todos los daños y perjuicios causados.
Ciñéndonos al tema que nos ocupa señalar que, si el empresario no queda liberado de sus
obligaciones por la contratación de un servicio de prevención externo, es claro que el mismo será
responsable de la actuación de los servicios que contrate y que responderá de los daños que causa
el defectuoso funcionamiento de los mismos por incumplir con ello un deber contractual de garantizar
la seguridad.
La doctrina mayoritaria que estudia la responsabilidad del deudor principal por el acto de su auxiliar
contractual, entiende que aquel responde no sólo en los supuestos en que haya incurrido en culpa
"in eligendo" o "in vigilando", sino también en aquellos otros en los que no le sea imputable culpa
alguna. Por ello el empresario responderá contractualmente por la actuación de los servicios de
prevención en los mismos casos en que respondería de su propia actuación pudiendo liberarse de
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responsabilidad en los mismos supuestos en que habría quedado exonerado de haber ejecutado él la
prestación.
Esta doctrina supone la objetivización de la responsabilidad del deudor principal por el acto de su
auxiliar, lo que se justifica por la idea de la "responsabilidad contractual por riesgo" y porque en
definitiva el empresario deudor de seguridad lo que hace es responder por el incumplimiento de la
obligación que le incumbía a él.
4. LA CULPA
El requisito típico de la responsabilidad es que los daños y prejuicios se hayan causado mediante
culpa o negligencia (arts. 1.101, 1.103 Y 1.902 del Código Civil).
Además debe recordarse que, conforme al art. 1.105 del Código Civil, fuera de los casos
mencionados por la ley y de aquéllos en que la obligación lo señale, "nadie responderá de aquellos
sucesos que no hubieran podido preverse o que previstos fueran inevitables".
La exigencia de culpa ha sido flexibilizada por la jurisprudencia que debatiéndose entre las
exigencias de un principio de culpa y del principio de responsabilidad objetiva ha llegado a configurar
una responsabilidad cuasi objetiva, pues, aunque no ha abandonado la exigencia de un actuar
culposo del sujeto, ha ido reduciendo la importancia de ese obrar en el nacimiento de esa
responsabilidad bien mediante la aplicación de la teoría de riesgo, bien por el procedimiento de exigir
la máxima diligencia y cuidado para evitar los daños, bien invirtiendo las normas que regulan la carga
de la prueba.
La apreciación y valoración de la culpa requieren tener presente que como la carga de la prueba,
conforme al art. 217 de la Ley de Enjuicimiento Civil, gravita sobre el empresario, será éste quien
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deba probar que obró con la diligencia debida, que adoptó todas las medidas de seguridad
reglamentarias y las demás previsibles en atención a las circunstancias y que el hecho causante del
daño no le era imputable. El art. 1.104 del Código Civil, aplicable en los supuestos de responsabilidad
contractual, considera que existe culpa o negligencia del deudor (de seguridad) cuando el mismo
omite aquella diligencia que requiere la naturaleza de su obligación y corresponde a las
circunstancias de las personas, tiempo y lugar. Añade, además, que, cuando la obligación no
exprese la diligencia exigible, se exigirá la que correspondería a un buen padre de familia, mandato
que la jurisprudencia interpreta en el sentido de ser exigible la diligencia que adopta una persona
razonable y sensata que actúa en el sector del tráfico mercantil, comercial, industrial o social de la
misma clase de actividad que se enjuicia (Sentencias de la Sala 1.ª del TS de 25 de enero de 1985, 8
de mayo de 1986, 9 de febrero de 1998 y 10 de julio de 2003).
Por consiguiente, es el empresario quien debe probar que obró con la diligencia que le era exigible y
que el incumplimiento de su deber de garantizar la seguridad de sus empleados no le era imputable,
pues así se deriva de lo dispuesto en los preceptos citados y en el art. 1.183 del Código Civil, donde
se establece la presunción "iuris tantum" de que si la cosa se pierde en poder del deudor se presume
que el incumplimiento de la obligación se debe a la culpa del deudor, presunción que el Tribunal
Supremo (Sala 1.ª), en Sentencia de 2 de octubre de 1995, extiende al incumplimiento de las
obligaciones de hacer. Lo que es lógico, ya que el daño prueba la realidad del incumplimiento
imputable al deudor mientras no pruebe lo contrario, esto es, que hizo todo lo posible para cumplir
con su obligación.
No existirá culpa del patrono-deudor cuando pruebe que obró con la diligencia exigible, que el acto
dañoso no le es imputable por imprevisible o inevitable. Quedará liberado en los supuestos del art.
1.105 del Código Civil. La exoneración de responsabilidad es clara en los casos de fuerza mayor,
salvo rayo, insolación y otros fenómenos (art. 115-5) extraña al trabajo fuerza imprevisible e
inevitable, pero no tanto en los supuestos de caso fortuito, en los que deberá distinguirse entre la
procedencia externa o interna del obstáculo impeditivo del cumplimiento de la obligación, para liberar
de responsabilidad cuando el daño se causa por un hecho imprevisto ajeno a la empresa, mientras
que la liberación no procederá cuando el daño se causa por hecho fortuito que debió preverse en el
curso ordinario de la actividad empresarial, ya que, cuando se trata de un hecho previsible y evitable
que se produce dentro del desenvolvimiento normal de la empresa, no puede liberarse de
responsabilidad a quien pudo prever y evitar el riesgo y no lo hizo por su falta de diligencia,
negligencia que da lugar al nacimiento de responsabilidad conforme al art. 1.103 del Código Civil.
La culpa de la víctima no liberará al patrono, salvo que se trate de un accidente motivado por la
imprudencia temeraria del trabajador. Los arts. 115-4 de la LGSS y 15-4 de la LPRL nos muestran
que debe preverse la actuación imprudente del trabajador y que sólo se libera al empresario en caso
de imprudencia temeraria de aquél. La culpa de la víctima y la concurrencia de culpa servirán para
moderar la cuantía de la indemnización, salvo que exista culpa exclusiva del accidentado de mayor
entidad que excluya la del patrono, cual se dijo antes, acaece en los casos de obrar temerario.
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5. NEXO CAUSAL
Deberá existir un nexo causal entre la acción culposa y el daño causado; este debe tener su causa
en el obrar de quien ha incumplido su deber de garantizar la seguridad y salud de sus empleados.
La valoración, baremación cuando se hace de acuerdo con las normas de un Baremo, tiene dos
aspectos: la valoración de la capacidad laboral residual, atendidas las secuelas permanentes y la
profesión u oficio del afectado por ellas, y la valoración de los daños que esa incapacidad
permanente produce a efectos de su reparación económica.
La incapacidad laboral cual se dijo antes, puede ser temporal o permanente. Aquí será objeto de
estudio la segunda, porque la primera, como su nombre indica, es transitoria y sólo existe mientras el
incapaz temporal se cura y recupera su capacidad. Cuando no existe posibilidad de curación, cuando
la lesión en palabras de la ley (art. 136-1 de la L.G.S.S.) provoca “reducciones anatómicas o
funcionales graves, susceptibles de determinación objetiva y previsiblemente definitivas, que
disminuyan o anulen la capacidad laboral” se considera que el trabajador afectado se encuentra
afecto de incapacidad permanente. Conviene señalar que en nuestro derecho existe una incapacidad
permanente contributiva y otra modalidad no contributiva. Ambas generan derecho a prestaciones
pero tienen un régimen jurídico distinto. Las primeras tienen su origen en el alta en el sistema de
seguridad social y en la cotización al mismo, razón por la que se habla de prestación contributiva,
viniendo determinada la cuantía de las mismas en función del grado de incapacidad permanente
reconocido y de la base reguladora de la prestación. Las segundas, reguladas en los artículos 144 y
siguientes de la L.G.S.S., tiene carácter asistencial y se causan cuando no se tiene derecho a las
primeras y se carece de rentas o ingresos suficientes, entre otros requisitos. Este carácter asistencial
provoca una distinta regulación, de los derechos del beneficiario a quien no se declara en situación
de incapacidad permanente, sino afecto de una discapacidad que debe ser igual o superior al 65 por
100 para generar el derecho a pensión. También es diferente el procedimiento para su
reconocimiento, pues es distinto tanto el procedimiento como la autoridad que lo resuelve que no es
el INSS, sino el órgano competente de cada Comunidad Autónoma a quienes están transferidas las
competencias. El procedimiento para las no contributivas viene establecido por el R.D. 1971/1999, de
23 de Diciembre, y por la Orden de 2 de Noviembre de 2000 existiendo un Baremo exhaustivo para la
baremación del grado de discapacidad. El control jurisdiccional de las resoluciones administrativas en
esta materia se encomienda a la jurisdicción social, al igual que en las resoluciones sobre
prestaciones contributivas.
Respecto de la incapacidad permanente contributiva, objeto de este estudio, dado que el título de las
jornadas y de esta Mesa hacen referencia a la incapacidad laboral que sobreviene al trabajador en
activo, conviene señalar en primer lugar que el procedimiento para su reconocimiento es único y se
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La resolución del Director Provincial del I.N.S.S. pude ser impugnada ante los Juzgados de lo Social.
En el proceso se aportaran otras pruebas periciales, así como el historial clínico, pruebas que el juez
“a quo” valorara con arreglo a las normas de la sana crítica (art. 348 de la Ley de Enjuiciamiento
Civil). Estas son reglas lógicas, máximas de experiencia que harán al que el juez se incline por un
dictamen pericial u otro en función de la mayor o menos cualificación de quien lo emite, de su
especialidad, de la mayor solvencia científica de los argumentos utilizados, de que sean más o
menos convincentes, de que se funde en datos o pruebas objetivas y no en meras apreciaciones
personales, etc., etc.. Y es que el juez, aunque no tenga tantos conocimientos científicos como el
perito, si está capacitado para juzgar la mayor o menor solvencia de su dictamen y su fuerza de
convicción, máxime cuando los hechos que ese dictamen acredita se deben poner en relación con el
puesto de trabajo desempeñado por el presunto incapaz, con as exigencias del mismo y del proceso
productivo para acabar resolviendo sobre la capacidad laboral residual del trabajador.
Para realizar esta valoración deberán tenerse presentes las características del puesto de trabajo a
desempeñar y los síntomas psicopatológicos que presente el afectado. Los conocimientos especiales
en esta materia los aportará el médico psiquiatra, el psicólogo y en definitiva los expertos en salud
mental.
Recientes estudios de la O.M.S. muestran que cada vez es más importante la salud mental en el
trabajo y que el estrés constituye una amenaza cada vez mayor para la salud laboral (sólo la superan
las lesiones músculo-esqueléticas como causa de baja laboral). Han aparecido formas de estrés
como el mobbing y el síndrome de Burnout que cada vez cobran más importancia. Pero el perito no
sólo deberá diagnosticar estas enfermedades, sino que determinará la conexión de las mismas con el
trabajo, lo que facilitará la calificación de la contingencia como profesional o común.
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supervisores.
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Los trastornos que se asocian con más frecuencia a la valoración sobre la incapacidad o ineptitud en
el entorno laboral no son necesariamente las patologías psiquiátricas mayores, ya que a menudo
personas con esas psicopatologías han quedado excluidas de la actividad laboral tempranamente
(Gold y Shuman, 2009). Psicopatologías altamente incapacitantes como la esquizofrenia, aunque
naturalmente están presentes en la población trabajadora, no son las más comunes, debido a la
dificultad para competir en el mercado laboral de los pacientes que la padecen (Bonnie, 1997; Gold y
Shuman, 2009; Sanderson y Andrews, 2002), mientras que los trastornos del estado de ánimo
(capitulo 255), trastornos de ansiedad (capitulo 256) o por abuso de sustancias (capítulos 267 y 268)
son muy frecuentes, ya que no excluyen a los pacientes de la posibilidad de encontrar trabajo, y
pueden asociarse a determinadas condiciones laborales (Corrigan et al., 2007; Druss et al., 2000;
Gold y Shuman, 2009; Ormel et al., 1994). Por otra parte, mientras que el absentismo laboral se
asocia con frecuencia a la presencia de patologías médicas, las personas con trastornos psiquiátricos
a veces pueden presentar lo contrario, el “presentismo”, que es aquella incapacidad laboral en la que
el trabajador acude al trabajo, pero no rinde con toda su capacidad y muestra déficit de rendimiento
(Dewa et al., 2007), lo que parece más habitual en trastornos relacionados con ansiedad o depresión,
donde el propio trabajador considera que no es motivo suficiente para no acudir a su puesto de
trabajo (Druss et al., 2000; Marlowe, 2002)”.
7.1 En general.
En primer lugar el daño ose resarce con el abono de las prestaciones de Seguridad Social que se
estudiaron al principio de este trabajo (apartado 1-2). Como allí se señala se reconocen prestaciones
por contingencias comunes (exigiéndose un periodo mínimo de cotización a la Seguridad Social para
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causarlas) y por contingencias profesionales (sólo se requiere para causarlas estar de alta al tiempo
de ocurrir el accidente). El importe de estas prestaciones es parecido, algo mayor en las
profesionales que se calculan en función del salario cobrado el año anterior, mientras que en las
otras se computan las bases de cotización del trabajador en los últimos años. Pero, como el daño es
mayor de la simple pérdida de ingresos profesionales que repara la pensión, se hace preciso valorar
en toda su extensión este y cuantificarlo, lo que se detallará en los apartados siguientes.
Conforme a los artículos 1.101 y 1.106 del Código Civil, la indemnización de daños y perjuicios
comprende no sólo el valor de la pérdida sufrida, sino el de la ganancia que se haya dejado de
obtener, esto es, el llamado lucro cesante, ya que el daño real comprende, además de las pérdidas
actuales, la pérdida de ganancias futuras. También deberán repararse los daños morales, ya que el
fin perseguido por la norma de lograr que el perjudicado quede indemne, no se cumpliría si no se
incluyeran todos los daños, incluso los morales, cual establecen los arts. 1106 y 1107 del Código
Civil y ha reiterado la jurisprudencia.
En la materia que nos ocupa, la jurisprudencia ha establecido desde antiguo, pese a que ningún
precepto legal lo diga expresamente, que la indemnización de los daños debe ir encaminada a lograr
la íntegra compensación de los mismos, para proporcionar al perjudicado la plena indemnidad por el
acto dañoso, esto es lo que en derecho romano se llamaba "restitutio in integrum" o "compensatio in
integrum". También ha sido tradicional la jurisprudencia al entender que la función de valorar y
cuantificar los daños a indemnizar es propia y soberana de los órganos jurisdiccionales,
entendiéndose que tal función comprendía tanto la facultad de valorar el daño con arreglo a la prueba
practicada (S.T.S. (IV) de 11-2-99 Rec. 2085/98), como el deber de hacerlo de forma fundada, para
evitar que la discrecionalidad se convirtiera en arbitrariedad. Como se entendió que esa
cuantificación dependía de la valoración personal del juzgador de la instancia, se vedó con carácter
general la revisión de su criterio por medio de un recurso extraordinario, salvo que se combatieran
adecuadamente las bases en que se apoyara la misma o que, se hubiesen utilizado las reglas de un
baremo, aplicación susceptible de revisión por ir referida a la de una norma, como apuntó el T.S. (I)
en su sentencia de 25 de marzo de 1.991. Pero esa discrecionalidad, cual se ha dicho, no se puede
confundir con la arbitrariedad, ya que, el juzgador por imperativo de lo dispuesto en los artículos 24 y
120-3 de la Constitución, 218 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y 97-2 de la Ley de Procedimiento
Laboral, y en la Resolución 75-7 del Comité de Ministros del Consejo de Europa del 14 de marzo de
1.975 (principio general 1-3 del Anexo), debe motivar suficientemente su decisión y resolver todas las
cuestiones planteadas, lo que le obliga a razonar la valoración que hace del daño y la indemnización
que reconoce por los diferentes perjuicios causados. Ello supone que no puede realizar una
valoración conjunta de los daños causados, reservando para sí la índole de los perjuicios que ha
valorado y su cuantía total, sino que debe hacer una valoración vertebrada del total de los daños y
perjuicios a indemnizar, atribuyendo a cada uno un valor determinado. Esa tasación estructurada es
fundamental para otorgar una tutela judicial efectiva, pues, aparte que supone expresar las razones
por las que se da determinada indemnización total explicando los distintos conceptos y sumando
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todos los valorados, no deja indefensas a las partes para que puedan impugnar los criterios seguidos
en esa fijación, por cuándo conocerán los conceptos computados y en cuánto se han tasado. Una
valoración vertebrada requerirá diferenciar la tasación del daño biológico y fisiológico (el daño inferido
a la integridad física), de la correspondiente a las consecuencias personales que el mismo conlleva
(daño moral) y de la que pertenece al daño patrimonial separando por un lado el daño emergente (
los gastos soportados por causa del hechos dañoso) y por otro los derivados del lucro cesante ( la
pérdida de ingresos y de expectativas). Sólo así se dará cumplida respuesta a los preceptos legales
antes citados, como se deriva de la sentencia del Tribunal Constitucional num. 78/1986, de 13 de
junio, donde se apunta que el principio de tutela judicial efectiva requiere que en la sentencia se fijen
de forma pormenorizada los daños causados, los fundamentos legales que permiten establecerlos,
así como que se razonen los criterios empleados para calcular el "quantum" indemnizatorio del hecho
juzgado, requisitos que no se habían observado en el caso en ella contemplado, lo que dió lugar a
que se otorgara el amparo solicitado.
7.3 Aplicación del Sistema (Baremo) para la valoración de daños y perjuicios causados a las
personas en accidente de circulación.
El Sistema (Baremo) para la valoración de daños y perjuicios causados a las personas en accidente
de circulación que se estableció por la Adicional Octava de la Ley 30/1.995 y que hoy se contiene,
como Anexo, en el Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de Octubre, por el que se aprueba el Texto
Refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor, viene
siendo aplicado con carácter orientador por muchos Juzgados y Tribunales de lo Social. Pese a las
críticas recibidas, el denostado sistema de baremación presenta, entre otras, las siguientes ventajas:
1ª.- Da satisfacción al principio de seguridad jurídica que establece el artículo 9-3 de la Constitución,
pues establece un mecanismo de valoración que conduce a resultados muy parecidos en situaciones
similares. 2ª.- Facilita la aplicación de un criterio unitario en la fijación de indemnizaciones con el que
se da cumplimiento al principio de igualdad del artículo 14 de la Constitución. 3ª.- Agiliza los pagos de
los siniestros y disminuye los conflictos judiciales, pues, al ser previsible el pronunciamiento judicial,
se evitarán muchos procesos. 4ª.- Da una respuesta a la valoración de los daños morales que,
normalmente, está sujeta al subjetivismo más absoluto. La cuantificación del daño corporal y más
aún la del moral siempre es difícil y subjetiva, pues, las pruebas practicadas en el proceso permiten
evidenciar la realidad del daño, pero no evidencian, normalmente, con toda seguridad la equivalencia
económica que deba atribuirse al mismo para su completo resarcimiento, actividad que ya requiere la
celebración de un juicio de valor. Por ello, la aplicación del Baremo facilita la prueba del daño y su
valoración, a la par que la fundamentación de la sentencia, pues como decía la sentencia del T.S. (II)
de 13 de febrero de 2004, la valoración del daño con arreglo al baremo legal "es una decisión que
implícitamente indica la ausencia de prueba sobre los datos que justifiquen mayor cuantía y que, por
ende, no requiere inexcusable (mente) de una mayor fundamentación.
La constitucionalidad del sistema de valoración que nos ocupa ha sido reconocida por el Tribunal
Constitucional que de las diversas cuestiones de inconstitucionalidad propuestas, en su sentencia
núm. 181/2000, de 29 de junio, resolvió: que el sistema valorativo que nos ocupa es de aplicación
obligatoria por los órganos judiciales; que el sistema no atenta contra el derecho a la igualdad o a un
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En este sentido la sentencia del T.S. (IV) de 17 de julio de 2007 (Rec. 4367/05) señala: “la función de
fijar la indemnización de los daños y perjuicios derivados de accidente laboral y enfermedad
profesional es propia de los órganos judiciales de lo social de la instancia, siempre que en el ejercicio
de tal función les guíe la íntegra satisfacción del daño a reparar, así como, que lo hagan de una
forma vertebrada o estructurada que permita conocer, dadas las circunstancias del caso que se
hayan probado, los diferentes daños y perjuicios que se compensan y la cuantía indemnizatoria que
se reconoce por cada uno de ellos, razonándose los motivos que justifican esa decisión. Para realizar
tal función el juzgador puede valerse del sistema de valoración del Anexo a la Ley aprobada por el
Real Decreto Legislativo 8/2004, donde se contiene un Baremo que le ayudará a vertebrar y
estructurar el "quantum" indemnizatorio por cada concepto, a la par que deja a su prudente arbitrio la
determinación del número de puntos a reconocer por cada secuela y la determinación concreta del
factor corrector aplicable, dentro del margen señalado en cada caso. Ese uso facilitará, igualmente, la
acreditación del daño y su valoración, sin necesidad de acudir a complicados razonamientos, ya que
la fundamentación principal está implícita en el uso de un Baremo aprobado legalmente.
Precisamente por ello, si el juzgador decide apartarse del Baremo en algún punto deberá razonarlo,
pues, cuando una tasación se sujeta a determinadas normas no cabe apartarse de ellas, sin razonar
los motivos por los que no se siguen íntegramente, porque así lo impone la necesidad de que la
sentencia sea congruente con las bases que acepta. La aplicación del Baremo comportará un trato
igualitario de los daños biológicos y psicológicos, así como de los daños morales, pues, salvo prueba
en contrario, ese tipo de daños son similares en todas las personas en cuanto a la discapacidad y
dolor que comportan en la vida íntima; en las relaciones personales; familiares y sociales (incluidas
las actividades deportivas y otras lúdicas). Las diferencias dañosas de un supuesto a otro se darán,
principalmente, al valorar la influencia de las secuelas en la capacidad laboral, pero, al valorar esa
circunstancia y demás que afecten al lucro cesante, será cuando razonadamente el juzgador pueda
apartarse del sistema y reconocer una indemnización mayor a la derivada de los factores correctores
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por perjuicios económicos que establecen las Tablas IV y V del Baremo, ya que, como no es
preceptiva la aplicación del Baremo, puede valorarse y reconocerse una indemnización por lucro
cesante mayor que la que pudiera derivarse de la estricta aplicación de aquél, siempre que se haya
probado su realidad, sin necesidad de hacer uso de la doctrina constitucional sobre la necesidad de
que concurra culpa relevante, lo que no quiere decir que no sea preciso un obrar culpable del patrono
para que la indemnización se pueda reconocer”.
El Baremo aprobado por el R.D.L. contempla en la Tabla VI del Anexo al mismo la baremación de las
lesiones psiquiátricas distinguiendo en su capítulo primero:
Síndromes psiquiátricos:
Trastornos de la personalidad:
Síndrome posconmocional (cefaleas, vértigos, alteraciones del sueño, de la memoria, del carácter, de
la libido) 5-15
Grave (limitación grave que impide una actividad útil en casi todas las funciones sociales e
interpersonales diarias, requiere supervisión continua y restricción al hogar o a un centro)
50-75
Muy grave (limitación grave de todas las funciones diarias que requiere una dependencia absoluta de
otra persona: no es capaz de cuidar de sí mismo)
75-90
Trastornos neuróticos:
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Agravaciones:
El baremo otorga unos puntos a cada lesión y da margen al perito y al jurista para ajustar dentro de él
el número de puntos que corresponden a cada patología. El valor del punto en euros lo fija la Tabla III
del Baremo.
Se trata de determinar si estamos ante una deuda nominal o de valor, esto es si el daño se debe
cuantificar al tiempo del accidente (teoría nominalista) o al tiempo de su cuantificación (teoría
valorista). La doctrina se ha inclinado por considerar que estamos ante una deuda de valor porque el
nominalismo impide la "restitutio in integrum", porque la congrua satisfacción del daño requiere
indemnizar con el valor actual del mismo y no dar una cantidad que se ha ido depreciando con el
paso del tiempo, pues no se trata de obligar a pagar más, sino de evitar que la inflación conlleve que
se pague menos. El principio valorista es acogido, a estos efectos, por el artículo 141-3 de la Ley de
Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, donde
se establece que la cuantía de la indemnización se calculará con referencia al día en que se produjo
la lesión, sin perjuicio de su actualización con arreglo al índice de precios al consumo a la fecha en
que se ponga fin al procedimiento. Y es recomendado como rector por el Principio General I del
Anexo a la Resolución (75-7) del Comité de Ministros del C.E., de 14 de marzo de 1.975. También lo
ha acogido la jurisprudencia, siendo de citar en este sentido las SSTS (1ª) de 21 de enero 1978, 22
de abril de 1980, 19 de julio de 1.982, 19 de octubre de 1.996 y de 25 de mayo y 21 de noviembre de
1.998, entre otras, como las dictadas por la Sala II de este Tribunal el 20 de enero de 1976, el 22 de
febrero de 1.982. el 8 de julio de 1.986 y el 14 de marzo de 1.991.
Pero, sentado que estamos ante una deuda de valor, conviene recordar que en este ámbito
jurisdiccional, desde la sentencia de 1 de febrero de 2000, los efectos jurídicos del accidente laboral
se vienen anudando a las normas legales o convencionales vigentes al tiempo de su producción, lo
que, unido a lo dispuesto en la regla 3 del punto Primero del Anexo, donde se dispone que, a efectos
de la aplicación de las tablas, "la edad de la víctima y de los perjudicados y beneficiarios será la
referida a la fecha del accidente", lo que nos obliga a concluir que las normas vigentes al tiempo del
accidente son las que determinan el régimen jurídico aplicable para cuantificar la indemnización y
determinar el perjuicio, según la edad de la víctima, sus circunstancias personales, su profesión, las
secuelas resultantes, la incapacidad reconocida, etc.
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El principio valorista obliga a actualizar el importe de la indemnización con arreglo a la pérdida del
valor adquisitivo que experimente la moneda, para que el paso del tiempo no redunde en beneficio
del causante del daño, pues la inflación devalúa el importe de la indemnización. Por ello, si se trata
de reparar íntegramente el daño causado, es claro que el importe de la indemnización debe fijarse en
atención a la fecha en que se cuantifica el daño, esto es al momento de dictarse la sentencia de
instancia que lo reconoce, cuantifica y determina el deber de indemnizar, ya que, cualquier otra
solución será contraria a los intereses del perjudicado. En apoyo de esta tesis puede citarse la
Resolución 75/7 del Comité de Ministros del Consejo de Europa antes citada (números 2 y 3 del
principio general I). Fijar en un momento anterior el día en que la indemnización se actualiza lesiona
los intereses de la víctima, pues, normalmente, se verá perjudicada por la pérdida de valor de la
moneda, sin que el abono de intereses le compense salvo que los mismos sean debidos, cual puede
no ocurrir en variadas ocasiones, mientras que la demora de la víctima en accionar no perjudicará al
deudor, porque pagará la misma cantidad, aunque actualizada. En el sentido indicado de que es
deuda de valor 2 sentencias del T.S. (1) de 17 de abril de 2007. En estas sentencias se estima que la
deuda de valor se materializa al tiempo del alta médica con secuelas, esto es que el valor del punto
se fija en atención a los valores actualizados vigentes en el momento en que se consolidan las
secuelas del siniestro. Pero esta solución no es seguida por la Sala IV que en sentencia de 17 de
julio 2007 estima que la misma, sentada para supuestos de indemnizaciones derivadas de
accidentes de tráfico, no es la más ajustada al principio valorista cuando se trata de casos como los
accidentes de trabajo, en los que no existe un seguro obligatorio, ni una póliza de seguro que obligue
a pagar los intereses del artículo 20 de la Ley del Contrato de Seguro, ni los de otro tipo por tratarse
de una deuda ilíquida, salvo los de mora procesal que se deberán a partir de la sentencia que
reconozca la deuda, conforme al artículo 576 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Por ello, en estos
casos deberá actualizarse la indemnización con arreglo al valor del punto que exista al tiempo de
cuantificar la misma.
Ya se dijo antes que la íntegra reparación del daño causado requiere, además, indemnizar, cual dice
el artículo 1.106 del Código Civil, por el valor de las ganancias que se hayan dejado de obtener por
causa del hecho dañoso. El lucro cesante es equivalente a la pérdida de las ganancias dejadas de
obtener por el hecho ilícito que ha lesionado el patrimonio del acreedor, provocándole una merma de
ingresos netos.
El artículo 252 del BGB alemán considera como lucro cesante la ganancia que con cierta
verosimilitud se puede esperar, según el curso normal de las cosas o las circunstancias del caso. En
nuestro derecho no existe un precepto similar y ha sido la jurisprudencia quien ha establecido las
reglas para su resarcimiento. En este sentido la sentencia del TS (1ª) de 22 de junio de 1967 señaló:
“el lucro cesante o ganancia frustrada ofrece muchas dificultades para su determinación y límites, por
participar de todas las vaguedades e incertidumbres propias de los conceptos imaginarios, y para
tratar de resolverlas el Derecho científico sostiene que no basta la simple posibilidad de realizar
ganancia, sino que ha de existir una cierta probabilidad objetiva, que resulta del decurso normal de
las cosas y de las circunstancias especiales del caso concreto, y nuestra jurisprudencia se orienta en
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un prudente criterio restrictivo de la estimación del lucro cesante, declarando con reiteración que ha
de probarse rigurosamente que se dejaron de obtener las ganancias, sin que éstas sean dudosas o
contingentes y sólo fundadas en esperanzas, pues no pueden derivarse de supuestos meramente
posibles pero de resultados inseguros y desprovistos de certidumbre, por lo que estas pretendidas
ganancias han de ser acreditadas y probadas mediante la justificación de la realidad de tal lucro
cesante”.
De esta jurisprudencia se desprende que el lucro cesante se asimila a las ganancias frustradas, a las
ganancias que “con cierta probabilidad fuera de esperar en el desarrollo normal de las circunstancias
del caso”, cual dice la S.TS (1ª) de 15 de julio de 1998, doctrina que complementa la sentencia de 29
de diciembre de 2001 señalando que la probabilidad debe ser objetiva.
El problema es que la acreditación y valoración del lucro cesante debe hacerse presumiendo o
imaginando como habrían ocurrido los hechos de no haber ocurrido el siniestro, lo que obliga a referir
ese pronóstico a la fecha del accidente. Pero, además, ese pronóstico o juicio de probabilidad debe
fundarse en premisas objetivas, ya que, el lucro cesante no comprende lo que la jurisprudencia llama
“hipotéticos beneficios o imaginarios sueños de fortuna”.
Aunque nuestra jurisprudencia es rígida y no admite valorar la “pérdida de oportunidades”, creo que
tal pérdida puede constituir un daño indemnizable, pese a que su valoración suscite problemas.
Pienso que esa dificultad no debe ser obstáculo para el resarcimiento de las oportunidades perdidas
en los supuestos en que fuese probable obtener un resultado positivo de la oportunidad perdida. En
este sentido la Sala Primera del Tribunal Supremo viene admitiendo que “la pérdida de una
oportunidad procesal” por culpa de un abogado o de un procurador es un daño resarcible. Al respecto
es interesante la sentencia de 28 de julio de 2003, donde se afirma que la “perdida de una
oportunidad procesal” puede resarcirse como daño material o como daño moral, pero que sólo podrá
resarcirse como daño material cuando la probabilidad de éxito de la oportunidad frustrada es alta.
Esta solución creo que será aplicable a todos los supuestos de oportunidades perdidas.
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Es cierto que pudiera ocurrir que el lucro cesante fuese mayor, pero ello deberá probarse porque,
cual se ha apuntado antes, la pérdida de ganancias debe ser real o, al menos, objetivamente
probable, sin que quepa indemnizar por “hipotéticos beneficios o sueños de fortuna”. La jurisdicción
social, desde las sentencias del T.S. de 17 de julio de 2007, acepta que debe resarcirse el lucro
cesante producido, pero requiere que se pruebe la realidad del mismo, su posibilidad objetiva.
A falta de prueba, viene resarciendo el lucro cesante mediante los factores de corrección de la Tabla
IV, aplicando el factor corrector por incapacidad permanente para la ocupación habitual también, por
cuánto, cual se dijo antes ese factor corrector comprende los daños profesionales y
extraprofesionales. Que el lucro cesante se resarce por los factores correctores de la Tabla II y IV del
“Baremo”, ha sido reconocido por el Tribunal Constitucional en sus sentencias 42/2003, 222/2004,
231/2005 y 258/2005, de las que, a mi entender, se deriva que mientras no se agoten las
posibilidades que ofrecen los factores de corrección citados y no se pruebe que el daño (lucro
cesante) fue mayor deberá estarse a los resultados de aplicar el “Baremo”. Debe aclararse que el
Baremo se utiliza en la jurisdicción social como orientador y para fijar la indemnización mínima. Ello
facilita al perjudicado la prueba del daño y su cuantificación, al excusarle de alegar, probar y
cuantificar el daño, porque las razones que lo fundan están implícitas en el “Baremo”. Pero con esa
aplicación no se restringen los derechos del perjudicado a reclamar una indemnización mayor, ya que
el mismo puede reclamarla, supuesto en el que deberá probar la realidad o, al menos, la probabilidad
objetiva de esa pérdida.
Cual se dijo antes, la acreditación y valoración del lucro cesante requieren un juicio de probabilidad,
una suposición con visos altos de realidad. Y, puestos a suponer sobre la pérdida de ganancias,
podríamos imaginar las que tiene el incapaz permanente total para su profesión habitual que percibe
una pensión equivalente al 55 por 100 de su último sueldo. La pérdida de ganancia es real y
cuantificable, sin que la compense el que tenga cierta capacidad laboral residual y pueda trabajar en
otra cosa. Lo hipotético es que en las circunstancias actuales pueda encontrar un trabajo adecuado a
sus cualidades o que pueda mejorar su capacitación con estudios, mientras que lo real son los
ingresos salariales perdidos. Consecuentemente, creo que el lucro cesante real sería el importe de
hacer un cálculo actuarial sobre los salarios perdidos desde la fecha del accidente hasta la de su
jubilación, solución apuntada por la sentencia del T.S. (I) de 16 de mayo de 2007 (Rec. 2359/00).
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Más aún, como es usual que todo el mundo progrese y ascienda en su profesión, cabría probar que
perdió, razonablemente, esa oportunidad de ascenso, lo que conllevaría que el cálculo del lucro
cesante, antes apuntado, se hiciera en función de un salario superior.
8. LA COMPENSACIÓN DE INDEMNIZACIONES.
Conviene reseñar que la mayoría de la doctrina, cuando existe derecho a percibir varias
indemnizaciones, es partidaria de la llamada "compensatio lucri cum damno", compensación
derivada del principio jurídico, amparado en el artículo 1-4 del Código Civil, de que nadie puede
enriquecerse torticeramente a costa de otro. Por ello, cuando existe el derecho a varias
indemnizaciones se estima que las diversas indemnizaciones son compatibles, pero
complementarias, lo que supone que, como el daño es único y las diferentes indemnizaciones se
complementan entre sí, habrá que deducir del monto total de la indemnización reparadora lo que se
haya cobrado ya de otras fuentes por el mismo concepto. La regla general sería, pues, el cómputo de
todos los cobros derivados del mismo hecho dañoso, mientras que la acumulación de
indemnizaciones sólo se aceptaría cuando las mismas son ajenas al hecho que ha provocado el
daño, pues la regla de la compensación es una manifestación del principio que veda el
enriquecimiento injusto. Así lo entendió ya el T.S. (1ª) en su sentencia en 15 de diciembre de 1981,
donde se afirmaba... "el perjudicado no podrá recibir más que el equivalente del daño efectivo y que,
en su caso, de haber obtenido alguna ventaja, ésta habrá de tenerse en cuenta al cuantificar aquel
resarcimiento (compensatio lucri cum damno), siempre, por supuesto, que exista relación entre el
daño y la ventaja, según la opinión de autorizada doctrina, lo cual, en definitiva, no es más que la
aplicación del tradicional y siempre vigente principio del enriquecimiento injusto". Para concluir,
resaltar que la idea es que cabe que el perjudicado ejercite todas las acciones que le reconozca la
Ley para obtener el resarcimiento total de los daños sufridos, pero que esta acumulación de acciones
no puede llevar a acumular las distintas indemnizaciones hasta el punto de que la suma de ellas
supere el importe del daño total sufrido, ya que, como ha señalado algún autor, de forma muy
resumida, la finalidad de las diversas indemnizaciones es "reparar" y no "enriquecer".
El principio comentado de la "compensatio lucri cum damno" ha sido aceptado por la Sala (IV) que lo
ha aplicado, entre otras, en sus sentencias de 30-9-1997 (Rec. 22/97), 2 de febrero de 1.998 (Rec.
124/97), 2 de octubre de 2000 (Rec. 2393/99), 10 de diciembre de 1998 (Rec. 4078/97), 17 de
febrero de 1999 (Rec. 2085/98), 3 de junio de 2003 (Rec. 3129/02) y 9 de febrero de 2005 (Rec.
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5398/03), 1 de junio de 2005 (Rec. 1613/04) y 24 de abril de 2006 (Rec. 318/05). En ellas,
resumidamente, se afirma que, como el daño a reparar es único, las diferentes reclamaciones para
resarcirse del mismo que pueda ejercitar el perjudicado, aunque compatibles, no son independientes,
sino complementarias y computables todas para establecer la cuantía total de la indemnización. De
tal solución sólo se han apartado con respecto al recargo de las prestaciones por falta de medidas de
seguridad las sentencias de 2 de octubre de 2000 y 14 de febrero de 2001, entre otras, en las que se
ha entendido que, dado el carácter sancionador del recargo, ya que con el se pretende impulsar
coercitivamente el cumplimiento del deber empresarial de seguridad, procede su acumulación a la
indemnización total, pues, al estarse ante un daño punitivo, el legislador quiere que el perjudicado
perciba una indemnización mayor por cuenta del causante del daño. Incluso la Sala Primera de este
Tribunal en sus sentencias de 21 de julio 2000 y 8 de octubre de 2001 ha aplicado, caso prestaciones
sociales, la regla de la "compensatio", aunque en otras posteriores viene manteniendo lo contrario, al
estimar que las indemnizaciones concurrentes derivan de hechos distintos: del contrato de trabajo y
de la responsabilidad extracontractual. Esta doctrina ha cambiado a raíz de la sentencia de 24 de
julio de 2008 (Rec. 1899/01) que ha implantado la necesidad de compensar en supuestos de A.T. lo
cobrado por el trabajador por seguros sociales y por mejoras de las mismas que sufrague el
empresario. De esta sentencia se han hecho eco las sentencias de la misma Sala de 3 de diciembre
de 2008 (Rec. 2604/02) y de 23 de abril de 2009 (Rec. 2441/04), esta última dictada por el Pleno de
la Sala 1ª. Las tres excluyen la posibilidad de compensar el recargo, dado su carácter sancionador.
Los artículos 1101 y 1106 del Código Civil nos muestran que quien causa un daño a la integridad de
una persona debe repararlo íntegramente, lo que supone que la norma garantiza al perjudicado la
total indemnidad por el hecho lesivo. El daño tiene distintos aspectos: las lesiones físicas, las
psíquicas, las secuelas que dejan unas y otras, los daños morales en toda su extensión, el daño
económico emergente (como los mayores gastos a soportar por el lesionado y su familia en
transportes, hospedajes, etc.) y el lucro cesante, cuya manifestación es la pérdida de ingresos de
todo tipo, incluso la pérdida de las expectativas de mejora profesional. Si todos esos conceptos
deben ser indemnizados y a todos ellos abarca la indemnización total concedida, es claro que la
compensación de las diversas indemnizaciones debe ser efectuada entre conceptos homogéneos
para una justa y equitativa reparación del daño real. Por ello, no cabrá compensar la cuantía
indemnizatoria que se haya reconocido por lucro cesante o daño emergente en otra instancia, con lo
reconocido por otros conceptos, como el daño moral, al fijar el monto total de la indemnización, pues
solo cabe compensar lo reconocido por lucro cesante en otro proceso con lo que por ese concepto se
otorga en el proceso en el que se hace la liquidación. Y así con los demás conceptos, por cuánto se
deriva del artículo del artículo 1.172 del Código Civil que el pago imputado a la pérdida de la
capacidad de ganancia no puede compensarse con la deuda derivada de otros conceptos, máxime
cuando la cuantía e imputación de aquél pago las marca la Ley, pues no son deudas de la misma
especie.
Sentado lo anterior, lo correcto será que la compensación, practicada para evitar enriquecimiento
injusto del perjudicado, se efectúe por el juzgador, tras establecer los diversos conceptos
indemnizables y su cuantía, de forma que el descuento por lo ya abonado opere, solamente, sobre
los conceptos a los que se imputaron los pagos previos. La compensación parece que será más
compleja cuando la cuantía de la indemnización se haya fijado atendiendo con carácter orientador al
sistema para la valoración de los daños y los perjuicios causados a las personas en accidentes de
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circulación, que se contiene en el Anexo al Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el
que se aprueba el Texto Refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de
vehículos de motor, pero la dificultad dicha es más aparente que real. En efecto, el citado Baremo
establece diferentes indemnizaciones por los distintos conceptos que se contemplan en sus seis
Tablas, con la particularidad de que las cantidades resultantes por cada concepto son acumulables.
En la Tabla V se regula el cálculo de las indemnizaciones por incapacidad temporal de manera que
en el apartado A se establece una indemnización básica por día, fijada en función de si existe o no
estancia hospitalaria y en el segundo caso de si existe o no incapacidad laboral, mientras que en el
apartado B se establece un factor corrector en función de los salarios anuales cobrados por la
víctima. Será, pues, el factor corrector, fijado en atención a los ingresos anuales de la víctima, el que
teóricamente se pueda descontar de las prestaciones por incapacidad temporal que cobre el
perjudicado, por cuánto, como la indemnización básica se reconoce a toda víctima de un accidente,
trabaje o no, se haría de peor condición al trabajador sin justificación alguna, caso de que se le
abonara menos por el concepto de daños morales y demás que abarca el citado apartado A. Ahora
bien, si se estima que con el factor corrector del apartado B, se puede compensar el lucro cesante,
es claro que el mismo sólo operará en cuanto exceda del 25 por 100, por cuánto, salvo que se
pruebe el cobro de una mejora de la prestación, el subsidio por incapacidad temporal es del 75 % del
salario cobrado al tiempo del accidente, razón por la que la íntegra reparación del perjuicio requiere
que el factor corrector sea superior al 25 por 100 para que proceda su compensación total o parcial,
habida cuenta, además, del resto de las circunstancias concurrentes. Así lo ha entendido la Sala IV
del T.S. en numerosas sentencias dictadas a partir de las de 17 de julio de 2007.
Especial consideración merece el descuento del capital coste de la prestación por incapacidad
permanente reconocida por la Seguridad Social y, en su caso, del importe de la indemnización por
incapacidad permanente parcial o por lesión permanente no invalidante que se hayan reconocido por
la Seguridad Social. Ante todo, conviene recordar que las prestaciones de la S.S. se conceden por la
pérdida de la capacidad de ganancia, para compensar la merma económica que supone una
incapacidad laboral, así como que la responsabilidad principal del pago de esa prestación, al igual
que la de la incapacidad temporal, es de la Mutua aseguradora con la que el empresario contrató el
seguro de accidentes de trabajo o, caso de incumplir el deber de aseguramiento, del empresario. Por
tanto, es lógico computar y deducir lo cobrado de prestaciones de la Seguridad Social de la
indemnización global, ya que, las mismas se han financiado con cargo al empresario, sea por vía del
pago de primas de seguro, sea por aportación directa. Pero, como la compensación sólo puede
operar sobre conceptos homogéneos, es claro que las prestaciones indemnizan por la pérdida de
ingresos, sólo se descontarán del total de la indemnización reconocida por lucro cesante. Ello
sentado, procede señalar que, según el Baremo que nos ocupa, el lucro cesante sólo se compensa a
través del factor corrector de la incapacidad permanente que recoge la Tabla IV del mismo, pues los
pagos compensatorios reconocidos con base en otras tablas resarcen otros perjuicios (biológico,
estético, etc.). Igualmente, es de destacar que el factor corrector por incapacidad permanente de la
Tabla IV persigue reparar los daños y perjuicios que se derivan de la incapacidad permanente del
perjudicado "para la ocupación o actividad habitual de la víctima", concepto que luego se divide en
tres grados (los de incapacidad parcial, total y absoluta), que, aunque tengan connotaciones similares
a las clases de incapacidad permanente que la L.G.S.S. establece en su artículo 137, no puede
identificarse con el de incapacidad permanente que establece nuestro sistema de Seguridad Social
cual se dijo antes. Por ello, el capital coste de la pensión de la Seguridad Social no puede compensar
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
INTRODUCCIÓN
Si entendemos el daño corporal como la consecuencia de toda agresión sobre cualquier zona del
cuerpo, la “valoración del daño corporal” será el conjunto de actuaciones médicas encaminadas a
determinar cuáles son los elementos que han influido en la producción del daño y las consecuencias
sobre la integridad psicofísica y la salud de la persona.
En nuestro caso, el acercamiento que hacemos a la valoración del daño será desde la perspectiva
forense, es decir, asesoramiento técnico (médico) al Juez para que éste pueda tomar sus decisiones
jurídicas.
Aunque la etiología del daño a la persona puede ser diversa, a nosotros nos interesa plantear
básicamente los traumatismos como agentes en la producción de estados de enfermedad. Estos
pueden sobrevenir en muy diferentes circunstancias, siendo especialmente importantes desde la
perspectiva cuantitativa y cualitativa forense los devenidos en accidentes de tráfico y en agresiones.
Obviamente, como no podía ser menos, el primer interés sobre las personas que hayan padecido
este tipo de contratiempos, será la asistencia médico-quirúrgica pero no hay que olvidar que
simultáneamente, se inicia una actividad judicial (en función de la obligación que tiene los médicos de
comunicar al Juzgado la atención médica a las personas que hayan sufrido cualquier tipo de lesión)
que puede devenir en un archivo de la causa o que por el contrario, puede llevar a un procedimiento
con todas sus consecuencias jurídicas dado que la existencia de una lesión corporal nacida de un
acto culposo o doloso, da origen a la responsabilidad de la que nace la obligación de reparar el daño
producido; ello se hace para compensar el perjuicio físico y económico derivado de la lesión,
existiendo así la necesidad de evaluar dicho daño corporal para que un Tribunal competente pueda
establecer la cuantía de la compensación (HERNANDEZ, 1995). Existe un principio en nuestra
legislación : si una persona ocasiona un menoscabo en la esfera jurídica de otro, la reparación
debida consiste en reintegrar la esfera lesionada a su estado anterior a la producción del daño o, si
esto no es posible, compensarlo adecuadamente.
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accidentes con víctimas, ocasionando entre heridos leves y graves 142.431 lesionados, es decir,
personas que potencialmente deben acudir a los juzgados de toda España para la incoación del
correspondiente procedimiento judicial. Estas personas, en su mayoría, pasarán por el Médico
Forense para la valoración del daño corporal.
Aparte este importante volumen de lesionados en accidente de tráfico, tenemos otra bolsa numerosa
de personas que sufren algún traumatismo tal como ocurre en las agresiones de cualquier
naturaleza. Así de acuerdo a los datos del Instituto Nacional de Estadística en 2008 se produjeron
388.900 víctimas en agresiones y por tanto, personas susceptibles de ser valoradas desde la
perspectiva del daño corporal. En definitiva si sumamos los datos de personas lesionadas en
accidentes de tráfico y en agresiones (aunque sean referente a dos años consecutivos), encontramos
que más de medio millón de personas (531.331) acaban lesionadas al año, siendo potenciales
usuarios de la Administración de Justicia y, por tanto de la valoración forense de las lesiones. Creo
que las cifras hablan por sí solas.
Si bien los datos anteriores nos cuantifican un hecho real y anual, ¿qué otras consecuencias existen
desde la perspectiva clínica y médico forense?. Si queremos concretar algo más, podemos utilizar los
datos referentes a una ciudad de tamaño medio-grande como Zaragoza con una población de
alrededor de 600.000 habitantes. Así, COBO en su trabajo sobre “las lesiones por agresión o en
accidente de tráfico como indicadores de salud en la sociedad de Zaragoza” (COBO, 2001) llevados
a cabo con datos recabados entre 1997 y 2000, ambos incluidos, nos proporciona un interesante
acercamiento a las diferentes consecuencias médico-legales en los accidentes de tráfico: se
produjeron 42.035 días de hospitalización, 768.715 días en que las personas han estado impedidas
de forma total para su vida y/o actividad habitual y 51.855 puntos de secuela. En el caso de las
agresiones , encontramos 1.340 días de hospitalización y 42.590 días como impedimento total para
su vida y/o actividad habitual con 4.320 puntos de secuelas.
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
En definitiva, se trata de cifras que indican claramente la magnitud del problema tanto a nivel médico
clínico, como jurídico, económico y médico forense y por tanto, el hecho de dedicarle un tema
monográfico en estas Jornadas de Córdoba 2011.
La valoración del daño corporal en general y del daño psíquico en particular, implica tomar en
consideración diferentes aspectos de trascendencia jurídica (sobre todo económica): días de
curación, tiempo de hospitalización y secuelas. Pero dicho de este modo, parece que estamos
hablando de elementos estancos no interconexionados entre sí.
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Por tanto, hasta llegar a valorar una secuela, existe una serie de variables que sin duda han influido
en la misma y que por tanto hay que considerar y explicar en el informe. De aquí nace la necesidad
que motiva la presente ponencia “justificación psiquiátrico-forense de un método de valoración
objetivo de secuelas postraumáticas”: en un procedimiento judicial existen diferentes partes con
diferentes intereses y, además, un juez que debe tomar una decisión en función de criterios técnicos
(médicos en nuestro caso) y que observará cómo los peritos de las diferentes partes le presentan
posibilidades y opciones muy dispares entre sí. En cierto modo, la disparidad se encuentra en
relación con nuestro actual sistema de valoración de lesiones y secuelas. Entendemos que sería
deseable conseguir protocolizar hasta el máximo posible los diferentes elementos cuantitativos y
valorativos que intervienen en el informe pericial de esta naturaleza; de este modo, el sesgo y lo
subjetivo disminuirán en importancia, pudiéndose comprobar por parte del juez la objetividad de
cuanto los peritos (médicos) presentan. Por ello, vamos a hacer referencia a los elementos que
generan distorsión en la valoración del daño psíquico y el por qué, sugiriendo la necesidad de la
reforma de determinados aspectos.
Si seguimos un orden lógico de los diferentes elementos sobre los que hay que pronunciarse en un
informe pericial sobre el daño psíquico postraumático y que por tanto son susceptibles de
controversia, encontramos:
1-Lesión psíquica: entendemos que resulta perfectamente válida la definición habitual de lesión
desde la perspectiva médico-forense: “cualquier alteración de la forma o la función consecuencia de
un agente externo o interno”. En nuestro campo, la demostración va a ser imposible salvo en los
trastornos orgánicos; sin embargo, la objetivización de la alteración de la función si es perfectamente
asumible utilizando el método de estudio psiquiátrico: la entrevista clínica.
De entrada, hay que dejar claro que para que el informe pericial tenga el objetivo final (que sirva a las
partes), es absolutamente necesario utilizar un lenguaje común y aceptado internacionalmente: por
ello, resulta aconsejable utilizar los criterios diagnósticos CIE-10 o DSM-IV y, al menos en los
informes periciales, dejar a un lado la nomenclatura clásica, muy útil en la clínica privada pero que
puede llevar a confusiones en el ámbito en el que nos movemos. En este sentido, cuando
comprobamos los motivos de baja laboral por incapacidad temporal que maneja el Instituto Nacional
de la Seguridad Social, observamos que más que diagnósticos, son situaciones clínicas y por tanto,
desde la perspectiva pericial, de escasa utilidad. Así conceptos como “perturbación predominante de
las emociones” o “perturbación psicomotora predominante”, ambas con 7 días como media de
incapacidad temporal, puede tener utilidad desde la perspectiva clínica, pero ninguna desde la óptica
pericial. Por ello, insistimos, en la utilización de Criterios Internacionales.
De otro lado, si estamos hablando de patología psíquica postraumática, hay que dejar claro que el
elemento traumático o estresante es absolutamente necesario, pero que aquí, al contrario que en la
patología física, no es imprescindible el daño somático ya que la mera exposición a un agente
estresante, sin sufrimiento físico, puede dar lugar a patologías psíquica.
No sin cierta frecuencia, en los ámbitos periciales se plantea cierta desconfianza hacia los
diagnósticos psiquiátricos por una presunta falta de fiabilidad al no poder ser objetivables mediante
alguna prueba funcional o de imagen como sí ocurre en el resto de la patología física o en los
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Trastornos orgánicos psíquicos. Entendemos que tales aseveraciones sólo revelan ignorancia acerca
de quien las lleva a cabo, tratando de poner en evidencia ante los foros judiciales algo que en modo
alguno se ajusta a al realidad.
Finalmente, existe una pregunta candente cuando se lleva a cabo la pericia médica en ara a
determinar secuelas: ¿cómo es posible que en determinados casos, un agente traumático o
estresante, sea capaz de producir determinada sintomatología y que además se produzca una
tórpida evolución?
A ello hay que responder que sólo se puede entender desde la perspectiva de la vulnerabilidad
psicológica (precariedad del equilibrio emocional) la cual será particular en cada persona.
Desde una perspectiva psicológica, un nivel bajo de inteligencia (sobre todo cuando hay un
historial de fracaso escolar), una fragilidad emocional previa y una mala adaptación a los cambios,
así como un “locus de control” externo y una percepción del hecho traumático como algo
extremadamente grave e irreversible, debilitan la resistencia a las frustraciones y contribuyen a
generar una sensación de indefensión y desesperanza, con muy poca confianza en los recursos
psicológicos propios para hacerse con el control de la situación. La fragilidad emocional se acentúa
cuando hay un historial como víctima de delitos violentos o de abuso, cuando hay un estrés
acumulativo, cuando hay antecedentes psiquiátricos familiares y cuando hay un divorcio de los
padres antes de la adolescencia de la víctima (ESBEC, 2000).
Desde una perspectiva psicosocial, un apoyo social próximo insuficiente, ligado a la depresión y al
aislamiento, y la escasa implicación en relaciones sociales dificultan la recuperación del trauma,
resultando trascendente en el sentido contrario, la influencia del apoyo social institucional, es decir,
del sistema judicial, de la policía, de los medios de comunicación, etc.
En síntesis, el grado de daño psicológico (lesiones y secuelas) está mediado por la intensidad y la
percepción del suceso sufrido (significación del hecho y atribución de intencionalidad), el carácter
inesperado del acontecimiento y el grado real de riesgo sufrido, la mayor o menor vulnerabilidad de la
víctima, la posible concurrencia de otros problemas actuales (a nivel familiar y laboral, por ejemplo) y
pasados (historia de victimización), el apoyo social existente y los recursos psicológicos de
afrontamiento disponibles. Todo ello configura la mayor o menor resistencia al estrés de la víctima
(ECHEBURÚA, 2002).
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PATOLOGÍA PSIQUIÁTRICA POSTRAUMÁTICA
Habitualmente, en psiquiatría clínica se estudian y tratan pacientes que sufren y quieren salir de la
situación en que se encuentran. Esta regla no se cumple de forma tan taxativa en psiquiatría forense,
pues el paciente que se encuentra inmerso en un procedimiento judicial y acude a ser evaluado,
conoce de los derechos que la ley le reconoce, no resultando extraños los fenómenos ya señalados
de simulación y sobresimulación. Por ello, además de la utilización de “instrumentos” objetivos en el
diagnóstico, es conveniente que estos sean empleados por personal especializado. Sería
conveniente que en los Institutos de Medicina Legal de toda España se desarrollasen los Servicios o
Secciones de Psiquiatría Forense con el fin de que los profesionales fuesen especializándose en esta
materia.
Hemos mencionado anteriormente que el apoyo de las instituciones resulta positivo de cara a la
evolución de pacientes de esta naturaleza, pero ¿qué ocurre cuando el apoyo no es de este tipo?
Debe quedar claro, que el que no sea positivo no quiere decir que obligatoriamente sea negativo. El
sistema judicial no puede pronunciarse desde el principio por ninguna opción hasta que tenga todas
las pruebas en su mano y esto requiere tiempo, no siendo bien entendido en muchas ocasiones por
los pacientes dado los diferentes intereses que entran en juego, surgiendo en estos caso la
victimización secundaria, consecuencia del propio sistema judicial y de la interrelación que se
establece entre la víctima y los diferentes elementos que componen el mismo. Cada uno (policías,
jueces, fiscales, abogados, médicos forenses, personal del Juzgado) trata de realizar su trabajo de la
mejor forma posible pero bien entendido que, en numerosas ocasiones, se trata de una actividad
burocratizada en donde el estado emocional del individuo pasa a un papel secundario al primar el
relato de los hechos y la búsqueda de pruebas y del culpable. El propio alargamiento de estos
procedimientos, ayudado de la escasa información que le llega a la víctima, son algunas de las
causas que contribuyen a la detección de este sentimiento. Tal vez, el reconocimiento médico
forense sea uno de los escasos momentos en los que se realiza una aproximación al estado
emocional de la víctima si bien el propio contexto puede distorsionar la verbalización y elaboración
por parte de la víctima generando una desconfianza mutua amplificando el sentimiento de “víctima”
con el consiguiente mantenimiento de la posible sintomatología.
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De esta forma llegamos a un punto importante desde la perspectiva pericial: El trastorno apreciado
(secuelas en caso de encontrarnos al final de la evolución) ¿es en su totalidad secundario al agente
traumático o por el contrario ha aumentado o se ha mantenido derivado de la propia actividad del
sistema judicial? Obviamente, las consecuencias jurídicas serán diferentes y por ende el perito habrá
de dilucidar ambos aspectos.
2-Tiempo de curación.
Dado que el tiempo de curación debe ser expresado en días, nos encontramos con un problema
complicado que con frecuencia suscita desacuerdos. ¿cuándo un cuadro psíquico se considera
“curado”? Bien sabemos que en psiquiatría clínica es preferible alejarse del término “curado” para
hablar preferentemente de “compensación psicopatológica”. No obstante es algo parecido a lo que
ocurre en medicina somática: la mayor parte de las enfermedades se compensan dado que la
curación, salvo las enfermedades infecciosas (lógicamente obviamos los procedimientos quirúrgicos),
es difícil o imposible.
Si ya resulta difícil establecer en la patología física postraumática, el número de días que ha tardado
en curar un proceso clínico, más difícil puede resultar establecerlo en la patología psíquica para lo
cual será esencial observarlo desde una perspectiva longitudinal retrospectiva, es decir, una vez
reconocido el paciente aquí y ahora, valorar su evolución con las anteriores visitas y efectuar una
comparación. Esta limitación o dificultad, ya viene reseñada por García-Blázquez (GARCIA-
BLAZQUEZ, 2010), cuando en su libro “Nuevo manual de valoración y baremación del daño
corporal”, nos hace una aproximación a los tiempos medios de curación de gran número de secuelas
físicas, expresándolos en número de días más o menos concretos. Sin embargo, respecto a las
secuelas psíquicas sólo menciona las Neurosis, estableciendo un rango de tiempo de curación
excepcionalmente elevado (15-300 días) en relación con el resto de patología física donde en la
mayor parte de las ocasiones, ni siquiera utiliza un rango de tiempo sino que lo cuantifica de forma
más concreta.
Habría que señalar, que la normativa referente a las víctimas es dispar y no todas hacen mención de
forma específica a este concepto, como por ejemplo la Ley de Asistencia a las Víctimas de Delitos
Violentos y de Agresiones Sexuales o la Ley de Asistencia a las Víctimas del Terrorismo. Por el
contrario, se constituye en un elemento esencial en Ley sobre Responsabilidad Civil y seguro en la
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Pero, para determinar de la forma más aproximada posible este dato, tenemos que tener en
consideración varios aspectos pues todos ellos incidirán en mayor o menor medida (GUIJA 2009):
A-Quién prescribe el tratamiento: el camino sanitario habitual, es que ante síntomas de orden físico o
psíquico, la víctima acuda a su médico de cabecera y éste sea quien decida el procedimiento a
seguir. Aquí nos encontramos el primer elemento a considerar y, que en el devenir de la evolución
puede ser de trascendencia ¿se encuentra el médico de cabecera capacitado para abordar
sintomatología psíquica postraumática?, en su caso ¿qué tipo de abordaje puede realizar? y
finalmente ¿cuándo debe derivar a equipo de salud mental?. Dado que no existen protocolos de
actuación para este tipo de pacientes, es de sospechar que cada médico actuará según su leal saber
y entender, lo que sin duda resultará beneficioso en algunos casos mientras que en otros prolongará
el sufrimiento de la víctima. No es raro que ante un mismo acontecimiento traumático, la evolución de
diferentes individuos sea distinta y normalmente, nos preguntamos acerca del agente estresante y la
vulnerabilidad de la persona pero ¿y el aspecto de la asistencia sanitaria propiamente dicha?
Entendemos que sería de utilidad establecer un sistema de actuación para los médicos de
Asistencia Primaria con la finalidad de homogeneizar su asistencia a este tipo de personas en
aras a ayudar a identificar sintomatología, tipo de actividad terapéutica a aplicar y momento
idóneo para derivación.
No obstante lo anterior, debe quedar clara una cuestión: un padecimiento psíquico tendrá un
adecuado tratamiento si previamente está bien diagnosticado. Con ello queremos referirnos a varias
cuestiones:
a.1) No es lo mismo tener síntomas que no constituyen trastorno alguno que, por el contrario, un
cuadro claramente definido y encuadrable en alguna de las categorías de las Clasificaciones
Internacionales. Los síntomas tendrán su tratamiento y los Trastornos Psiquiátricos el suyo propio,
debiendo ser el adecuado para cada circunstancia.
a.2) Es conveniente huir de la psiquiatrización del paciente: el hecho de tener algún tipo de malestar
tras un evento traumático, no es sinónimo de padecimiento psiquiátrico. Hay que promocionar lo que
son las posibilidades de afrontamiento del paciente antes de instituir por sistema un tratamiento
farmacológico. El beneficio será más prolongado en el tiempo.
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a.3) En patología psíquica postraumática, los mismos síntomas pueden aparecer en Trastornos
diferentes, siendo imprescindible distinguir entre lo nuclear y lo comórbido en aras a la prescripción
del correspondiente tratamiento.
B-Seguimiento del tratamiento: Indudablemente, por mucho interés que ponga el médico y el sistema
sanitario en general, la evolución positiva de la sintomatología no será posible mientras que no se
haya producido un verdadero compromiso por parte de la víctima y lleve a cabo el tratamiento
prescrito. Será elemento a considerar por parte del perito, el tipo de seguimiento por parte del
paciente de su plan terapéutico y para ello debe contar con toda la información posible que debe ser
solicitada a los médicos responsables de su tratamiento.
c.1-Establecer los tiempos medios de curación de un paciente siempre resulta difícil y más si
tratamos una patología como la reseñada, en la que intervienen tantas variables. No obstante el
Instituto Nacional de la Seguridad Social intenta arrojarnos alguna luz; así en su publicación
“Tiempos Estándar de Incapacidad Temporal (2ª edición)” trata de protocolizar algunos aspectos.
Teniendo en consideración que el Tiempo Estándar de IT (incapacidad temporal) es “el tiempo medio
óptimo que se requiere para la resolución de un proceso clínico que ha originado una incapacidad
para el trabajo habitual, utilizando las técnicas de diagnóstico y tratamiento normalizadas y aceptadas
por la comunidad médica y asumiendo el mínimo de demora en la asistencia sanitaria del trabajador”
el Instituto Nacional de la Seguridad Social ha establecido los siguientes tiempos estándar para
algunas patologías que desde la perspectiva psiquiátrica postraumática nos interesa:
300.5 Neurastenia 30
300.7 Hipocondría 4
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Ahora bien, estos tiempos medios vienen recogidos considerando la instauración de un tratamiento
específico para el problema; ¿acontece así en el devenir psiquiátrico-forense? Normalmente no:
cuando la persona padece un traumatismo, las lesiones físicas son evidentes y desde el primer
momento se inicia un proceso terapéutico en aras a devolver la salud al paciente (dejamos a un lado
las lesiones diferidas). Sin embargo, en patología psíquica postraumática esto no acontece siguiendo
el esquema anterior, de tal forma que la sintomatología comienza habitualmente de forma insidiosa y
el tratamiento farmacológico y/o psicoterapéutico no se inicia hasta que se decide llevar al paciente al
Médico de Atención Primaria o hasta que éste deriva al Equipo de Salud Mental de referencia. En
definitiva, no resulta extraño que el tratamiento se inicie varias semanas o meses después del evento
traumático. Por tanto, si como ha quedado reflejado, el tiempo estándar de incapacidad (que en
modo alguno corresponde con el de curación) requiere la realización de tratamiento para ser
considerado como tal, muy probablemente en la práctica diaria, este tiempo sea superior, al menos, a
los 90 días desde el suceso traumático.
c.2-Finalmente, ¿cuándo se considera que el tratamiento ha tocado a su fin? o dicho de otra forma
¿cuándo se produce la consolidación? A priori, al igual que en el resto de la patología física, el
período se considerará finalizado cuando una vez aplicadas las medidas terapéuticas
(psicofarmacológicas y/o psicoterapéuticas) necesarias, se prevea que no vaya a existir mejoría del
cuadro, lo cual no quiere decir que se deba prescindir del tratamiento. La sintomatología o daño
residual resultante que no va a mejorar, y que tendrá repercusión funcional, será la secuela.
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Parece difícil dar una respuesta y poder generalizar; la evolución de la afectación psíquica dependerá
de diversos factores (vulnerabilidad, seguimiento adecuado a tratamiento, posibilidad de ganancia
secundaria...) afectando todos en mayor o menor medida. Por ello, considero, habrá de estarse a
cada caso concreto, individualizando o personalizando el daño.
No olvidemos que existe otro factor que va a influir en la evolución del paciente: la existencia y
desarrollo del propio procedimiento judicial. Dado que las actuaciones judiciales no finalizan hasta
que el médico forense haya entregado su informe pericial haciendo constar todos los extremos
expuestos en esta ponencia, en aquellos casos en que la evolcuión se alargue de forma considerable
en relación a lo esperable científicamente, parece aconsejable que el perito establezca una data
como momento o fecha de sanidad en atención a las lesiones sufridas, tratamiento instaurado,
evolución y propia experiencia del psiquiatra o médico forense, fijando las secuelas y permitiendo con
ello la finalización del procedimiento y la satisfacción económica de la víctima. Evidentemente, no se
ajustaría en la totalidad a lo que es la reparación del daño corporal en todos sus extremos, pero sí
evitaría la prolongación de la evolución no ya por factores endógenos de la propia víctima sino como
consecuencia del propio sistema haciendo cada vez más difícil estimar el quantum de
responsabilidad de ambos elementos.
3- SECUELAS.
De entrada, hay que considerar la secuela como la anormalidad o menoscabo resultante tras la
realización de un programa de tratamiento y rehabilitación, una vez que se considera estabilizado el
estado clínico y no se esperan mejorías importantes aún con el mantenimiento del programa llevado
a cabo. Una de las peculiaridades en la valoración de las secuelas psíquicas postraumáticas, es que
no sólo plantea dificultades para medir el daño sino que las manifestaciones clínicas del lesionado
son, en no pocos casos, de carácter subjetivo, aunque evidenciables, y no siempre existe pro-
porcionalidad entre el agente traumático desencadenante y el resultado final funcional.
Para concluir, podemos considerar una secuela psíquica como el resultado evolutivo de una lesión
psíquica en la que habría que valorar diferentes aspectos: a) si la víctima se ha sometido a
tratamiento, b) si éste ha sido con el profesional adecuado, c) si lo prescrito ha sido lo oportuno y d)
si ha cumplido las indicaciones del Médico. En caso de que no se cumplan esas exigencias hay que
ser cauteloso y valorar si estamos ante un estado residual como secuela imputable a un agente
vulnerante determinado o si, por el contrario, ese estado se debe poner en relación con una mala
orientación terapéutica o con la desidia del paciente. Incluso habría que plantearse, si la persistencia
de síntomas puede tener relación con otros factores ambientales, como serían los familiares,
laborales o también la evolución de las actuaciones judiciales. Al respecto, me remito a lo ya
señalado en referencia a los factores que intervienen en la aparición y evolución de la sintomatología
postraumática. Por ello, acelerar las resoluciones judiciales, tanto los trámites de instrucción de las
diligencias y los reconocimientos médicos, como la celebración del juicio oral, contribuye a una
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evolución más favorable de los cuadros, impide los desarrollos psíquicos anormales, la cronificación
de los trastornos y, en definitiva, la aparición de secuelas (CARRASCO, 2003).
Como hemos visto, hasta llegar a la consolidación del proceso curativo o “compensación
psicopatológica”, y por tanto concretar la secuela, han influido diferentes factores, lo cual hace
recomendable que el sistema de valoración empleado sea lo más objetivo posible. Ahora bien lo que
podría considerarse la “pregunta del millón” ¿es posible ser objetivo en psiquiatría o se está expuesto
a la simulación de síntomas? Entendemos que:
3.2-Se está expuesto a la simulación del mismo modo que en la patología física variables, cuanto
más objetivo sea el sistema empleado, menos disensiones se producirá en la valoración de las
mismas.
Aún quedando clara la fiabilidad de la entrevista con finalidad diagnóstica, hay que insistir que
cuando hablamos de diagnósticos estos son los referidos en la Clasificaciones Internacionales (DSM-
IV o CIE-10), siendo por tanto de recomendable y obligado cumplimiento esta premisa si queremos
hablar el mismo idioma todos los profesionales médicos que asesoramos a los Tribunales de Justicia.
Una vez que se ha efectuado el diagnóstico de la secuela psiquiátrica acontece un nuevo, problema:
no basta con haber llegado al diagnóstico sino que éste debe encuadrarse dentro de los baremos
existentes a tal fin con el objeto de indemnizar a la persona.
4. SISTEMA DE BAREMACIÓN.
Los baremos tienen de positivo la homogeneización de directrices para un grupo amplio de personas
y la generación de cierta seguridad dado que permite conocer dentro de qué parámetros se mueve la
valoración del daño a la hora de estudiar las secuelas postraumáticas; sin embargo, por amplios que
estos sean, se trata de instrumentos imperfectos e incompletos para la medida y cuantificación de los
daños personales (HERNÁNDEZ, 1996). La importancia de la uniformidad de criterios lo refleja, por
ejemplo, el Real Decreto 1971/1999, de 23 de diciembre, de procedimiento para el reconocimiento,
declaración y calificación del grado de minusvalía cuando en su artº 1, que fija como objetivo “que la
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valoración y calificación del grado de minusvalía que afecte a la persona sea uniforme en todo el
territorio del Estado, garantizando con ello la igualdad de condiciones para el acceso del
ciudadano a los beneficios, derechos económicos y servicios que los organismos públicos
otorguen”; en definitiva, informar y generar seguridad y confianza en el sistema. No obstante, llevar a
cabo la valoración del daño en ellos contemplada, no significa haber realizado correctamente la
valoración de la lesión psíquica dado que con frecuencia, se mezclan síntomas, síndromes y
categorías diagnósticas, lo que dará lugar a valoraciones erróneas.
Hay que señalar que no existe un sistema de baremo específico para cada uno de las situaciones
que puede dar lugar a víctimas (agresiones, violaciones, desastres naturales, tráfico, etc.) motivo por
el que no resulta extraño que se recurra al conocido como “Baremo de Tráfico” y que viene recogido
en la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la circulación de vehículos a motor (Real Decreto
8/2004 de 29 de octubre) en la cual se recoge un “Sistema para la valoración de los daños y
perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación”; el citado baremo ha sido
reconocido por la Jurisprudencia (STS, de lo Civil de 14 de junio de 2007) como orientativo para
supuestos distintos a los de tráfico. Si esto es así, se debe a que aunque en normativas como la Ley
de Ayuda y Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual o el Reglamento
de Ayudas y Resarcimiento a las Víctimas de delitos de terrorismo, se mencionan las situaciones en
las que puede encontrarse la víctima en caso de producirse “lesiones invalidantes” (incapacidad
permanente parcial, total, absoluta y gran invalidez) y los derechos económicos que le corresponden,
sin embargo, en caso que la víctima presente lesiones, mutilaciones o deformaciones de carácter
definitivo y no invalidantes, las cantidades a percibir “serán fijadas con arreglo al baremo resultante
de la legislación de la Seguridad Social sobre cuantía de las indemnizaciones de las lesiones,
mutilaciones y deformaciones, definitivas y no invalidantes, derivadas de accidentes de trabajo o
enfermedad profesional” (Orden 1040/2006, de 18 de abril del ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales); lo curioso y cierto de este baremo es que recoge en sus seis apartados las diferentes
posibilidades (cabeza y cara, aparato genital, glándulas y vísceras, miembros superiores, miembros
inferiores y cicatrices) pero obvia las lesiones psíquicas definitivas y no invalidantes, lo que parece un
contrasentido al tratarse específicamente de una normativa dirigida a víctimas de una etiología
concreta y la cual, como ha quedado expuesto a lo largo de este trabajo, es susceptible de padecer
diferentes secuelas de este tipo.
Por tanto vamos a referirnos en exclusiva al “baremo de tráfico” dada su enorme difusión y utilización
en numerosos foros judiciales. Son tres los problemas que nos plantea y que vamos tratar de
exponer con el fin de realizar una reflexión individual acerca de la conveniencia de ciertas
modificaciones o aclaraciones: secuelas recogidas en el mismo, valoración de la gravedad y sistema
de puntuación.
CAPÍTULO 1: CABEZA
Cráneo y encéfalo
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Síndromes psiquiátricos:
-Trastornos de la personalidad:
+Muy grave (limitación grave de todas las funciones diarias que requiere una
dependencia absoluta de otra persona: no es capaz de cuidar de sí mismo) 75-90
1-5
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1-10
-Agravaciones:
La descripción de las secuelas que efectúa el baremo nos lleva a plantearnos diversas cuestiones
sobre diferentes categorías diagnósticas:
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El único momento que el baremo hace mención a la demencia (la senil más concretamente) es para
aceptar la posibilidad de agravamiento, al igual que el de otros trastornos mentales y por tanto ser
indemnizados.
Es cierto que recoger en un baremo de forma puntual cada una de las posibilidades es complicado y
poco operativo dado que la incidencia es variable. Así Dumond, Fayol y Léger (citados por
VILLAREJO, 2005) señalan una incidencia de 3,5%-10% de psicosis en pacientes que han sufrido
traumatismo craneal y entre el 1% y 3% de demencias postraumáticas tras traumatismo craneal . Por
el contrario otros presentan mayor frecuencia; así los trastornos del estado de ánimo por traumatismo
craneal es del 25%-50% en los estados depresivos y del o,8%-9% en el caso de manía
postraumática. La posibilidad de aparición de un cambio de personalidad tras traumatismo
craneoencefálico aumenta con la gravedad del coma, pudiendo pasar del 53% al 83%.. No obstante
lo anterior, obviar toda la categoría diagnóstica no parece procedente en el momento actual de la
Psiquiatría.
El baremo sólo hace referencia al “Trastorno depresivo reactivo” que por cierto, no se recoge en
ninguna de las clasificaciones internacionales. Por tanto: ¿a qué se refiere esta secuela? ¿es una
depresión mayor, una distimia o un trastorno adaptativo con estado de ánimo depresivo? Tiene su
importancia pues en caso de considerar el último diagnóstico, Trastorno adaptativo con estado de
ánimo depresivo (DSM-IVTR), o “Trastorno adaptativo. Reacción depresiva prolongada F43.21” (CIE-
10), no se trataría de un trastorno del humor, sino de un trastorno adaptativo propiamente dicho en la
DSM-IVTR o en el CIE -10 y se encontraría englobado dentro de la categoría “trastornos neuróticos,
secundarios a situaciones estresante y somatomorfos”.
Dado que hemos señalado la conveniencia de encuadrarlos dentro de los Trastorno mentales
Orgánicos, ¿qué utilidad tiene que persista este diagnóstico en el baremo?
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El baremo sólo hace mención a dos posibilidades, “por estrés postraumático” y “otros trastornos
neuróticos”. ¿estarían encuadradas todas la posibilidades diagnósticas en las mencionadas
categorías?. Con la actual nosología en la mano parece difícil y por tanto, nuevamente nos lleva a
confusión. De acuerdo a CIE-10, el trastorno por estrés postraumático se encuentra recogido en F43
“Reacciones a estrés grave y trastornos de adaptación”, es decir, se necesita la constatación de un
agente estresante evidenciable que haya desencadenado la psicopatología. Perfecto. Pero ¿qué
quiere decir “resto de trastornos neuróticos”? ¿Se refiere a aquellos que se sitúan en el F43
“Reacciones a estrés grave y trastornos de adaptación? o ¿puede incluirse todo el F40-48 de la CIE-
10 “Trastornos neuróticos, secundarios a situaciones estresantes y somatomorfos”? No olvidemos
que si bien en el primer grupo señalado es esencial la existencia del agente estresante para su
presentación, el resto puede darse sin necesidad del elemento traumático.
La duda surge porque si todos son trastornos neuróticos que pueden producir la misma limitación
funcional ¿por qué se valora la secuela de diferente modo? Es decir, el propio baremo induce a
confusión.
4.a.5: niños
Las secuelas psíquicas recogidas en el baremo, escasas como se ha señalado, parecen estar
pensadas para el adulto. ¿Qué ocurre con los niños?. Ciertamente, la exploración de los niños que
debutan con sintomatología psíquica postraumática requiere un minucioso examen psíquico de los
padres para valorar hasta qué punto las ansiedades de éstos se proyectan en los hijos y son los
auténticos desencadenantes de la sintomatología. Excluida esta posibilidad tras el concienzudo
examen de los padres ¿es posible que algún/os diagnósticos de la categoría F80-F-89 de la CIE-10
“Trastornos del desarrollo psicológico” y sobre todo del F90-F98 “Trastornos del comportamiento y de
las emociones de comienzo habitual en la infancia y adolescencia” se presenten o agraven tras un
agente traumático? Evidentemente sí. La posible agravación ya la recoge el baremo de forma
genérica, por lo que en un principio no debiera existir problemas, pero ¿y la aparición por vez
primera de un cuadro de los recogidos en F93 “trastornos de las emociones de comienzo habitual en
la infancia”, F94 “trastornos del comportamiento social de comienzo habitual en la infancia y
adolescencia, F95 “trastornos de tics” o F98 “otros trastornos de las emociones y del comportamiento
de comienzo habitual en la infancia y adolescencia “, como la enuresis o encopresis no orgánica? Al
respecto, el baremo no hace alusión.
El baremo de la Ley 34/2003, al igual que hacía su predecesor en la Ley 34/1995, establece un
sistema de puntos dentro de un rango para cada una de las secuelas. El punto tiene su equivalencia
en euros. Toda secuela psíquica debe valorarse en función de la afectación funcional del individuo en
su dinámica social, familiar o laboral (GARCIA-BLAZQUEZ, 2010). Coincidimos con Villarejo
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(VILLAREJO,2005) y Carrasco (CARRASCO, 2003) cuando plantean que la gravedad del trastorno
psíquico “per se”, debe evaluar el déficit funcional en las actividades diarias del enfermo, las
desventajas sociolaborales, las dificultades de relación y la desadaptación que originan. La lectura de
la primera regla de carácter general de la tabla VI de la Ley 34/2003 “la puntuación otorgada a
cada secuela, según criterio clínico y dentro del margen permitido, tendrá en cuenta su intensidad y
gravedad desde el punto de vista físico o biológico-funcional, sin tomar en consideración la edad,
sexo o profesión”, llama la atención:
4.b.1: hace mención a “intensidad y gravedad” de la secuela. Por tanto debe quedar claro en un
baremo cómo debe cuantificarse esta gravedad. De hecho en las secuelas psíquicas de carácter
orgánico “trastorno orgánico de la personalidad”, así lo hace clasificándola en leve, moderada, grave
y muy grave según una serie de restricciones funcionales. ¿Por qué no se lleva a cabo del mismo
modo en el resto de secuelas? Parece necesario, en aras de la objetividad y homogeneidad, que el
propio baremo indique el modo de cuantificar la gravedad con el fin de poder ser objetivado por todas
las partes intervinientes en el procedimiento.
4.b.2: La misma regla parece excluir las consecuencias de las secuelas psíquicas ya que
habitualmente éstas son exclusivamente de orden funcional; sin embargo, habla de gravedad “desde
el punto de vista físico o biológico-funcional”; ¿dónde queda el aspecto puramente funcional propio
de las secuelas psíquicas.
4.b.3: No sólo para las secuelas psíquicas sino para todas en general, indica que no se tomará en
consideración “la edad, sexo o profesión”. Consideramos flaco favor a la objetividad pues las
secuelas tendrán diferentes repercusiones funcionales dependiendo de los citados factores. Es cierto
que existen los factores de corrección de la tabla IV “lesiones permanentes que constituyan una
incapacidad para la ocupación o actividad habitual de la víctima” pero se trata de otro concepto
diferente y que no por ello obvia la no consideración de los factores anteriores en la gravedad de la
secuela.
Independientemente de lo anterior, hay que señalar otros aspectos que hacen desconfiar de un
sistema de baremación que se presume justo:
4.c.1: Escasa cuantía de la puntuación de secuelas psíquicas (sin factor orgánico cerebral) en
relación con las físicas, aún pudiendo ocasionar las primeras superior limitación funcional que las
segundas. El rango en el que se mueven es de 1-10 puntos.
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Parece bastante ilustrativo al respecto el caso publicado por Lázaro (LAZARO, 2011) en el que un
individuo de 39 años, empleado como escolta de un político objeto de amenazas terroristas,
sobrevive a un ataque terrorista debido a un fallo en el sistema de detonación del artefacto explosivo
fijado a su coche. Un año después, y en relación con una situación de peligro durante el desempeño
de sus funciones como escolta, sufrió una súbita parálisis en brazo y pierna izquierdos. Todas las
exploraciones clínicas e instrumentales resultaron negativas. La evaluación psiquiátrica orientó a un
trastorno conversivo y descartó otros factores como eventos estresantes familiares o sociales que
pudieran influir en las manifestaciones clínicas. El paciente tras una evolución de 5 años, no
experimentó evidente mejoría en su capacidad motriz y, paralelamente, desarrolló un cuadro ansioso-
depresivo debido a su incapacidad de autocuidado. Las repetidas exploraciones reiteraron ausencia
de evidencia de lesión orgánica.
Pues bien, en el presente caso, acontecen dos situaciones que ya hemos mencionado y por tanto me
muestro de acuerdo con los autores:
b)En el “baremo de tráfico”, las secuelas psíquicas están minimizadas de tal modo que, como en el
presente caso, una hemiplejia por trastorno conversivo, “Otros trastornos neuróticos” según baremo,
implica una puntuación de 1-5. Sin embargo, si la hemiplejia tiene causa orgánica (no olvidemos que
las consecuencias funcionales son similares), la puntuación es 80-85. Obviamente existe una
desproporción entre la etiología orgánica y la puramente psíquica que, entendemos, no se justifica.
Por otro lado, parece existir una cierta inseguridad acerca del diagnóstico que se realiza a un
paciente psiquiátrico sin patología orgánica cerebral, dado que no existen métodos de exploración de
imagen o de funcionalidad como sí acontece en el resto de la patología psíquico. Tal aseveración no
haría sino demostrar la ignorancia de quien la plantea. Como se ha reseñado al principio del presente
artículo, el método más fiable para el diagnóstico en psiquiatría es la entrevista psiquiátrica,
existiendo diferentes modelos de llevarlas a cabo y con magnífica fiabilidad interexaminadores.
Por todo ello entendemos, que dado que la patología psíquica postraumática puede desarrollar
limitaciones funcionales de igual o superior gravedad a las psíquicas postraumáticas (tras TCE) y que
además, es posible llegar a un diagnóstico certero, es de justicia equiparar la puntuación en ambos
tipos de secuelas, valorando la funcionalidad.
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4.c.4:”Olvido” de las secuelas psíquicas en el baremo: Se han señalado las limitaciones o “agravios”
de las secuelas psíquicas del baremo en relación con las secuelas psíquicas postraumáticas de
origen orgánico y resto de secuelas psíquicas. El Anexo “sistema para la valoración de los daños y
perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación” del Real Decreto legislativo 8/2004,
de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y
seguro en la circulación de vehículo a motor, establece en su apartado segundo el sistema de
puntuación y señala que “la puntuación adecuada al caso concreto se establecerá teniendo en
cuenta las características específicas de la lesión en relación con el grado de limitación o pérdida de
función que hay sufrido el miembro u órgano afectado”; es decir, se consagra el olvido de las
repercusiones psíquicas para fijarse exclusivamente en el mundo físico. Entendemos que queda
suficiente claro con este apartado el motivo de los desajustes que a nuestro entender se produce en
la baremación de las secuelas psíquicas.
CONCLUSIONES
La valoración del daño psíquico es un proceso que tiene como objetivo informar a la persona que
debe tomar una decisión acerca de los beneficios que corresponden a la víctima. Con el fin de que
este proceso sea homogéneo, objetivo y operativo, creemos que se debe sistematizar todo lo posible
el mismo con el fin de evitar conflictos innecesarios. Para ello se propone que:
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BIBLIOGRAFÍA
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1. INTRODUCCIÓN
Es uno de los proyectos que asumió y propulsó el convenio firmado entre la Fundación Española de
Psiquiatría y Salud Mental y el Consejo General del Poder Judicial.
Para su realización, juristas y psiquiatras, bajo los auspicios de la Fundación Española de Psiquiatría
y del Consejo General del Poder Judicial, hemos trabajado en completa sintonía hasta plasmar esta
propuesta de desarrollo del Baremo en materia de valoración del daño psíquico, velando
especialmente los primeros por la legitimidad normativa del proyecto y aportando los segundos los
aspectos científicos de la moderna Psiquiatría. Y tal proyecto, que sometemos desde este momento
a crítica y debate tanto en el ámbito médico como en el legal, no pretende sino convertirse en
herramienta que facilite la tarea tanto del médico evaluador como de los operadores jurídicos,
permitiendo que cualquier indemnización que haya de fijarse por daño psíquico aparezca
debidamente motivada y sustentada en parámetros objetivos.
1.2. Participantes
Julio Antonio Guija, Jefe del Servicio de Psiquiatría del Instituto de Medicina Legal de
Sevilla
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Juan José Arechederra, del Departamento de Psiquiatría del Hospital Universitario “Ramón
y Cajal” de Madrid
Para la elaboración del Método se han mantenido dos reuniones de todos los miembros de 36 horas,
y se ha realizado trabajo de retroalimentación entre todos por e-mail, desde enero de 2010 a junio de
2011.
Desde que el Tribunal Constitucional proclamara ya en el año 2000 que el Baremo para la valoración
de daños corporales incorporado a la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la Circulación de
Vehículos a motor era de imperativa aplicación, la antigua discrecionalidad –cuando no verdadera
arbitrariedad- ha dejado paso a la aplicación de un sistema normativo que garantiza el respeto debido
al principio de seguridad jurídica, de modo que no ya sólo cuando el evento dañoso está conectado a
la circulación sino en prácticamente cualquier supuesto en que deba cuantificarse un menoscabo de
la indemnidad física, psíquica, la salud e incluso la vida, se acude al referido sistema que, con todas
las imperfecciones que pueda presentar, responde al elemental principio de que el daño corporal –en
su más amplia acepción- es uno y el mismo cualquiera que sea su etiología.
Asumiendo, como punto de partida, este criterio constitucional, el Método que se presenta no
supone, en ningún caso, una propuesta de ruptura, sino que se plantea como aportación positiva de
desarrollo o potenciación del propio Baremo, desde el estricto respeto a la norma jurídica y tratando
de profundizar en normas intrasistema cuya potencialidad puede, si no agotarse, sí al menos
expandirse, facilitando al intérprete y aplicador criterios objetivos en que sustentar razonablemente su
valoración dentro de los todavía amplios márgenes que contempla el sistema.
Y hemos de reconocer que, así como en el que podemos calificar de daño biológico en sentido
estricto, el Baremo alcanza niveles encomiables de detalle, en el llamado daño psíquico las
categorías siguen siendo tan amplias e incluso alejadas de la nosología internacional psiquiátrica,
que hacen conveniente -diríamos que imprescindible-, su desarrollo e incluso reubicación
sistemática, partiendo de un inexcusable deslinde entre aquellas patologías que pueden tener origen
traumático y aquellas otras que, aún pudiéndose ver agravadas o intensificadas, nunca podrán
conectarse causalmente con el evento dañoso.
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Acto seguido se hace necesario incardinar en el Baremo, dentro de los globales conceptos que ya
incorpora, las categorías científicamente aceptadas en nuestro entorno cultural y plasmadas en la
CIE 10 (1), para finalmente y dentro de cada concreta categoría, facilitar pautas que permitan
desplazarse razonadamente por la horquilla de puntuación que otorga el sistema, atendiendo tanto a
la intensidad de la lesión –evidenciada por los síntomas contrastados- como al grado de
discapacidad que genera para el desenvolvimiento cotidiano.
Por último, considerando que, hoy día, la objetivizacion del padecimiento mental es real, que el
diagnóstico de los trastornos mentales se dota de fiabilidad y de validez en la metodología de las
clasificaciones de consenso internacional (CIE y DSM) cuando se utilizan con la rigurosidad de sus
descripciones y se aplican sus listados criteriales en función de la intensidad
sintomática, el propósito del Método que se propone pretende poder llegar a equiparar la
discapacidad derivada de las secuelas del enfermar mental a la discapacidad de las secuelas del
enfermar somático.
Por ello, los intervalos de puntuaciones en cada rúbrica diagnóstica introducen una gran variabilidad
de resultados finales, según sea aquella, con independencia de la gravedad de la sintomatología y
del grado de discapacidad.
Por tanto se considera que, una vez que el sujeto a evaluar haya recibido asistencia especializada
mediante terapéuticas específicas y transcurrido el tiempo medio de curación establecido, es de gran
interés poder disponer de un método de valoración que tenga en cuenta estos dos parámetros,
porque aporta pericias más documentadas, con menos espacio para la discrecionalidad, a los
tribunales que han de fijar las indemnizaciones económicas.
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Esa descripción nosográfica ofrece un amplio espectro sintomatológico, que permite establecer
gradientes en la gravedad de la entidad diagnosticada, siendo ésta una de las claves innovadoras del
Método que se propone.
1) Continuas y molestas quejas de cansancio físico o mental tras realizar, o al intentar realizar, tareas
cotidianas que no requieren un esfuerzo mental extraordinario.
2) Continuas y molestas quejas de cansancio y debilidad física (de estar agotado), tras esfuerzos
físicos normales o incluso mínimos.
C. El paciente es incapaz de recuperarse del cansancio referido en (1) o (2), tras períodos normales
de descanso, relajación o distensión.
Esta descripción permite valorar como índices de gravedad: 1) el aumento de quejas en A1) y A2); 2)
el aumento de síntomas, de dos a seis, en B y 3) una duración que supere los tres meses. Y, en base
a lo constatado en la anamnesis y exploración, se establecerá el gradiente de gravedad del paciente.
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Para efectuar diagnósticos con esta clasificación el sujeto evaluado ha de cumplir los criterios
mínimos que en cada entidad allí se especifican. A partir de estos mínimos el tipo de gravedad se
indicará en los gradientes siguientes:
- Moderada: hasta 40%. Cumple los mínimos sintomáticos establecidos en la CIE-10 para cada una
de sus rúbricas diagnósticas.
- Intensa: hasta 60%. Excede la sintomatología un 20% sobre los mínimos requeridos para esa
rúbrica.
- Muy intensa: hasta 80%. Excede la sintomatología un 40% sobre los mínimos requeridos para esa
rúbrica y/o alguno de ellos es extremadamente grave.
- Extrema: 100%. Reúne el máximo de los síntomas que se describen para esa rúbrica y/o varios de
ellos son extremadamente graves.
Cuando no existen los mínimos síntomas requeridos para poder efectuar un diagnostico CIE-10 se
consignara como:
- Leve: (0%). Sintomatología psicopatológica aislada que no debe suponer disminución de sus
capacidades funcionales.
Debe ser la expresión de las dificultades para una vida autónoma y/o las repercusiones negativas en
su vida laboral.
Los criterios para su valoración se encuentran señalados en el BOE núm. 22, de 26 de enero de
2000, en el que se publica el Real Decreto del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales 1971/1999,
de 23 de diciembre, “de procedimiento para el reconocimiento, declaración y calificación del grado de
minusvalía.” (3)
En sus páginas 3400 a 3402 se incluye el capítulo 16, dedicado a la Enfermedad mental, y se indica
que “la valoración de la enfermedad mental se realizará de acuerdo con los grandes grupos de
trastornos mentales incluidos en los sistemas de clasificación universalmente aceptados -CIE-10,
DSM-IV-. Teniendo como referencia estos manuales, los grandes grupos psicopatológicos
susceptibles de valoración son: trastornos mentales orgánicos, esquizofrenias y trastornos psicóticos,
trastornos de estado de ánimo, trastornos de ansiedad, adaptativos y somatomorfos, disociativos y
de personalidad.
Partiendo del hecho reconocido de que no existe una definición que especifique adecuadamente los
límites del concepto «Trastorno Mental», entendemos como tal el conjunto de síntomas
psicopatológicos identificables que, interfieren el desarrollo personal, laboral y social de la persona,
de manera diferente en intensidad y duración.
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1. Disminución de la capacidad del individuo para llevar a cabo una vida autónoma; 2. Disminución
de la capacidad laboral; 3. Ajuste a la sintomatología psicopatológica universalmente aceptada.
Para la valoración de la discapacidad originada por Enfermedad Mental se tendrán en cuenta los tres
parámetros siguientes:
a) Relación con el entorno: comunicación y manejo de la información general que le rodea, uso del
teléfono, relación social y comportamiento de su entorno próximo y desconocido, aspecto físico y
vestimenta, capacidad psíquica para dirigir su movilidad, uso de transporte, realización de encargos,
tareas del hogar, manejo del dinero, actividades de ocio y, en general, la capacidad de iniciativa,
voluntad y enjuiciamiento crítico de su actividad y la actividad de otros.
Se tendrá igualmente en cuenta la capacidad del sujeto para adaptarse a las distintas posibilidades
que el trabajo adaptado presenta: Centros Especiales de Empleo y Centros Ocupacionales, teniendo
en cuenta que lo que se valora es la capacidad del individuo, no la existencia de recursos laborales,
de uno u otro tipo, que serán valorados, en su caso, a través del Baremo de Factores Sociales.
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También se ponderará que la relación entre valoración y posible correspondencia con una prestación
económica sea positiva en la rehabilitación terapéutica del individuo, tendiendo a evitar una
valoración que favorezca la concesión de prestación económica en los casos en que existan
posibilidades de carácter laboral, dejando aquélla sólo para los casos en que el Trastorno Mental
interfiera con cualquier tipo de actividad productiva.
Así, y desde el punto de vista del tercer criterio objetivo a tener en cuenta en la valoración de la
discapacidad generada por un trastorno mental se considerará:
a) Evidencia razonable de síntomas ajustados a los criterios diagnósticos definidos en los citados
Manuales.
d) Ajuste de la valoración al tipo de trastorno, teniendo en cuenta el criterio de gravedad del mismo.
Así, aun cuando a nivel teórico no se establecen límites en las posibilidades de valoración de cada
uno de los trastornos, es obvio que no todos presentan el mismo abanico de deterioro, siendo en
algunos invariable –psicosis o depresiones mayores– y en otros, muy estrecho – distimias o
trastornos de personalidad.
En la práctica habrá que tener como punto de referencia la prevalencia estadística que proporcionan
los estudios de la población general (DSM IV, etc.), distinguiendo entre rasgos y trastorno. Los
rasgos sólo se constituirán en trastorno cuando sean inflexibles, desadaptativos y persistentes.
5. REFERENCIAS
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Conclusiones
1.- La gran relevancia psicosocial adquirida por los conceptos de trauma y estrés, obliga a la
delimitación precisa de ambos términos, sobre todo por su relación con la génesis o
desencadenamiento de determinadas enfermedades psiquiátricas y las repercusiones que estas
patologías pueden tener desde la perspectiva de una posible valoración psiquiátrico-forense. En este
sentido debe quedar establecido que:
a) Con el termino trauma designamos cualquier estímulo (hecho, acontecimiento, suceso, evento…)
que por sus características intrínsecas y/o extrínsecas; por su valor cuantitativo; por su apreciación
cualitativa o por su modo de aparición lleven en el sujeto la puesta en marcha de mecanismos de
afrontamiento, cuya respuesta, estrés, puede hacer enfermar al sujeto o agravar la patología
existente.
c) Concluimos pues que desde la psiquiatría no puede establecerse una perfecta linealidad causa-
efecto, o lo que es lo mismo, que se adjudique de manera directa un trastorno psiquiátrico a un
determinado hecho traumático, ya que tanto el tipo de estímulo traumático, como el significado que el
sujeto le atribuya, las habilidades de la persona para superarlo y el apoyo social con el que cuente;
se constituyen en factores determinantes del paso del trauma a la enfermedad.
2.- En lo que se refiere a la concepción jurídica de daño moral y sus consecuencias, es necesario
precisar lo siguiente:
a) Por daño moral, en base a nuestra Jurisprudencia, entendemos el impacto o sufrimiento psíquico
o espiritual que en la persona puede inducir ciertas conductas, actividades o incluso resultados, tanto
si implican una agresión directa o inmediata a bienes materiales, como si el ataque afecta al acervo
extrapatrimonial o de la personalidad (ofensas a la fama, al honor, honestidad, muerte de personas
allegadas…).
b) Nuestro Tribunal Supremo sostiene que junto a la obligación de resarcir que surge de los daños
patrimoniales, hay que arbitrar en nuestro Derecho la reparación del daño o sufrimiento moral,
dirigida principalmente a proporcionar en la medida de lo humanamente posible una satisfacción
como compensación al sufrimiento que se ha causado.
c) Del conjunto de aspectos controvertidos que se derivan tanto de la concepción actual de daño
moral, como de la obligación de resarcir tal daño, se destacan cuatro cuestiones relevantes:
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- La tajante norma contenida en el baremo de circulación, que establece que el daño moral
es el mismo para cualquier persona.
- Que el daño moral ha servido y sirve aun en ocasiones, para acoger supuestos de
verdadero daño psiquiátrico, negando a este su identidad propia.
- Con independencia del sistema que se proponga para aminorar la arbitrariedad valorativa,
el daño moral nunca podrá ser reparado, sino a lo sumo compensado.
d) La dificultad de peritar el daño moral radica en que a diferencia del dolor en sentido físico, los
daños morales sobrepasan el cuerpo de conocimiento de la Medicina, adentrándose en lo personal,
familiar y social.
e) La auténtica dimensión del problema planteado se hace evidente al conocer que los legitimados
para postular una adecuada compensación por daño moral son: el sujeto que padece el menoscabo
de su salud como consecuencia de un daño biológico y toda persona vinculada al sujeto
directamente afectado que haya podido sufrir daño en sus sentimientos afectivos (padres, hermanos,
cónyuge, hijos…).
3.- Las justificaciones jurídicas para el establecimiento de un método de valoración del sufrimiento
psiquiátrico postraumático, se fundamentan en:
b) La valoración del daño personal nos enfrenta ante la dialéctica de la imposibilidad de valorar los
daños personales y la necesidad de hacerlo, siendo la solución tradicionalmente aplicada la de la
equidad, atribuyendo al Juez la capacidad resolutiva sin sujeción a parámetros legales ningunos. En
consecuencia, hasta la generalización del Baremo (mediados de los años noventa del pasado siglo),
las respuestas judiciales eran desiguales ante hechos análogos.
d) Tomando como justificación el tratamiento homogéneo a las víctimas, es un hecho la utilización del
baremo para fijar las indemnizaciones en la actividad judicial, aun existiendo actitudes resistentes por
considerar vulnerado el principio de libre valoración de la prueba y la potestad soberana de los
órganos jurisdiccionales de cuantificar los daños e indemnizar a las víctimas.
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e) Respecto del tratamiento jurisprudencial del daño psíquico, hemos de subrayar que:
- Es considerado como una modalidad mas del daño personal de carácter corporal, que no
necesariamente (aunque sí con frecuencia) estará acompañado por otros daños corporales físicos
que puede terminar tanto en incapacidad temporal del sujeto afectado como en lesiones
permanentes.
- Las indemnizaciones por lesiones psíquicas que provocan incapacidad temporal, suelen
ser valoradas de modo conjunto con la indemnización genérica por daño moral.
f) Entendiendo la valoración médico-forense del daño psíquico como el proceso que tiene por objetivo
informar al Juez acerca de los beneficios que corresponden a la víctima, y pretendiendo que el
método aplicado por el médico-perito sea homogéneo, objetivo y operativo; concluimos lo siguiente:
- Los diagnósticos psiquiátricos que deben ser utilizados son los recogidos en las
Clasificaciones Internacionales que cuentan con el suficiente consenso científico (CIE–10 y DSM IV).
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- Reorientación del actual baremo para que en él: se recojan las secuelas psíquicas en
sintonía con las Clasificaciones Internacionales; la puntuación de las secuelas psíquicas se realice de
acuerdo a la limitación funcional equiparándolas a las secuelas físicas y orgánicas cerebrales; se
genere un método objetivo de cuantificación para la gravedad de la secuela, homogeneizando así el
resultado final de la valoración con independencia del profesional que lo practique.
4.- En el marco de las controversias conceptuales que se plantean al confrontar las perspectivas
medico-psiquiátricas y jurídicas, deben ser aclarados los siguientes aspectos:
a) La expresión daño moral (concepto procedente del Derecho francés y del Derecho Canónico al
asimilarlo a lo intangible) es un término confuso que provoca reacciones muy diversas según el
ámbito en que se emplee. Cuando en el mundo judicial se emplea daño moral, se está haciendo
referencia a sentimientos de la persona. Y son esos sentimientos los que se pretenden valorar y
compensar.
d) Como quiera que el daño moral no es la enfermedad mental, esta debe ser abordada desde el
punto de vista de la baremación, al margen del daño moral que a efectos del Baremo recibe la misma
consideración para todas las personas al estar incluido dentro del daño psico-físico.
5.- En base a todo lo anterior, las propuestas de mejora del Baremo referentes a las secuelas
psíquicas, persiguen dos objetivos fundamentales:
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e) Todos los menoscabos psíquicos no calificables como delitos de lesiones psíquicas han sido
incluidos dentro del concepto de daño o perjuicios morales, con el objetivo de ser indemnizados a
título de responsabilidad civil.
f) Los daños morales (el dolor psíquico, la aflicción, la mortificación o la molestia), causados por el
delito, no pueden propiamente ser probados, otorgándose al Tribunal penal total libertad para
cuantificar su indemnización, sin que esta pueda ser revisada en vía de recurso.
a) De las variadas y abundantes patologías psiquiátricas que devienen del ámbito familiar y mas
concretamente del Derecho de familia, destacan los efectos negativos que pueden y suelen sufrir los
hijos menores de edad ante situaciones beligerantes por parte de sus progenitores como
consecuencia de la ruptura de la relación de pareja. Nos referimos explícitamente a las interferencias
parentales que padecen los hijos por parte de uno o los dos progenitores y/o de su entorno.
b) En una amplia mayoría de los supuestos (superior al 70 % de los casos), en que los progenitores
acuden a la vía contenciosa para dirimir sus diferencias, particularmente en lo concerniente a
custodia y visitas a los hijos, aparecen las interferencias parentales, constatándose conductas y/o
actitudes que perjudican la relación del menor con uno de sus padres. En los casos mas lesivos para
los hijos, estas interferencias son sistemáticas, dándose entonces lo que se conoce como Síndrome
de Alienación Parental (SAP), que consiste básicamente en la presencia en niños y adolescentes de
emociones, actitudes y comportamientos de rechazo hacia uno de los padres y/o su familia extensa,
cuyo origen está en la mediatización por parte del otro progenitor y/o familia extensa de esa relación.
c) El denominado SAP ha sido puesto en cuestión por multitud de sectores y colectivos sociales. Su
denominación no está exenta de polémica y no es aceptado de manera ni mucho menos unánime por
la psiquiatría (no está recogido en las clasificaciones internacionales de los trastornos mentales al
uso), la psicología y el medio judicial. Se trata pues de un fenómeno que concita fervientes
defensores y apasionados detractores.
d) No obstante lo anterior, la práctica cotidiana en los Juzgados de familia, demuestra sin lugar a
dudas que algunos progenitores dificultan u obstaculizan injustificadamente el desempeño del rol
parental del otro progenitor. Ante la relevancia del hecho, ha llegado a plantearse la posibilidad de
tipificar estas conductas parentales como delito de riesgo de producir un trastorno mental en el
menor.
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judicial) y el basado en la mediación familiar (de difícil aplicación en los casos de expresión severa de
la problemática familiar).
f) Desde la actuación judicial las medidas que deben ser adoptadas para evitar o aminorar el posible
daño que ocasiona a los hijos menores las interferencias parentales son:
g) En un afán por lograr la máxima eficacia para la corrección y evitación de daños a los menores,
resulta imprescindible que todas las instituciones y profesionales implicados en los procesos de
separación y divorcio, se apliquen en la detección precoz de las interferencias parentales,
diferenciándolas de otras formas de abuso infantil. En este sentido se aconseja la formación de
profesionales especializados que trabajaran en un equipo multidisciplinar adscrito a los Juzgados de
Familia, para realizar junto al Juez (también debidamente especializado en Derecho de Familia), una
atención individualizada de los casos de interferencias parentales que incluya el seguimiento y apoyo
familiar.
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- No existen estudios científicos rigurosos que demuestren que los posibles daños
causados en los menores por las interferencias parentales en los procesos de separación o divorcio,
persistan en forma de algún trastorno mental una vez alcanzada la mayoría de edad y la maduración
completa de su personalidad.
- El estudio de la dinámica familiar debe ser una tarea transdisciplinar entre la Judicatura y
la Psiquiatría, a la que debe otorgarse la importancia que requiere y la prioridad que demanda la
realidad social.
b) Para realizar la valoración de la lesión psiquiátrica deberán tenerse presentes las características
del puesto de trabajo a desempeñar y los síntomas psicopatológicos que presente el afectado. Los
conocimientos específicos sobre esta materia serán aportados por el médico psiquiatra, el psicólogo
y en definitiva los expertos en salud mental.
c) Nuestros Tribunales no son ajenos al hecho de que cada vez es más importante la salud mental en
el trabajo y que el estrés constituye una amenaza creciente para la salud laboral, ejemplos de ello
son el mobbing (acoso laboral) y el síndrome de Bournout. En estos casos y en otros similares, la
peritación especializada no solo deberá establecer el diagnóstico de estas enfermedades, sino que
habrá de determinar que existe una conexión de las mismas con el trabajo, ya que esto facilitará la
calificación de la contingencia como profesional o común.
e) Las patologías psiquiátricas mayores (esquizofrenia) no son los trastornos que con mayor
frecuencia se asocian a la valoración sobre la incapacidad o ineptitud en el entorno laboral, ya que
con frecuencia las personas que padecen estos trastornos han quedado tempranamente excluidas de
la actividad laboral. Son algunos trastornos del estado de ánimo, los trastornos de ansiedad y los
trastornos por abuso de sustancias, los más frecuentes en el mundo laboral, ya que no excluyen a los
pacientes de la posibilidad de encontrar trabajo y pueden asociarse además a determinadas
condiciones laborales.
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f) Mientras el absentismo laboral se asocia con frecuencia al padecimiento de patologías médicas, las
personas con trastornos psiquiátricos pueden presentar justo lo contrario, denominándose
“presentismo”. Se trata de una incapacidad laboral en la que el trabajador acude a su trabajo pero su
capacidad y rendimiento se encuentra muy por debajo de lo que sería razonablemente exigible. Este
tipo de incapacidad se asocia con relativa frecuencia a trastornos depresivos o de ansiedad,
considerando el propio trabajador que su padecimiento no es motivo suficiente para dejar de acudir a
su puesto de trabajo.
g) No debe olvidarse que las incapacidades laborales en su conjunto suponen un coste económico
muy elevado y en el caso concreto de las patologías mentales los Tribunales se enfrentan a
problemas de difícil objetivización, que se hacen manifiestos en dos aspectos concretos:
- Solamente en los casos de gran invalidez, el tribunal puede tener un alto grado de certeza
de no estar cometiendo algún error.
Ambos aspectos ponen de relieve, una vez más, la necesidad que los jueces tienen de contar con
criterios objetivos que faciliten su labor.
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