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¿Qué es

el estilo literario?
Apuntes y reflexiones
de un traductor
Nina Melero

Definir el concepto de estilo es una tarea


complicada, especialmente si tenemos en
cuenta que se trata de un término
estrechamente ligado a la cuestión de qué es en
realidad la literatura y de cuál ha de ser la metodología para identificarla,
describirla y evaluarla. A continuación pasaremos a exponer los enfoques que a este
respecto han adoptado las distintas corrientes de investigación y comentaremos las
implicaciones que algunas de ellas tienen para la traducción de los textos literarios.

Los seguidores de la escuela estructuralista de Saussure, con C. Bally a la cabeza, ya


definen el estilo literario como una intención estética consciente e individual.
Ahora bien, este último autor excluyó la literatura de los estudios lingüísticos al
afirmar que la estilística debía ocuparse solamente de la parte afectiva o expresiva
del lenguaje, y no de los textos artísticos, limitando así enormemente el campo de
trabajo de esta disciplina.

La escuela idealista, por el contrario, centra sus estudios en el texto literario. En


opinión de los autores neorrománticos (Spitzer, Croce, Vossler, etc.), el único
medio para aproximarse a la obra artística es la intuición, que es el motor de la
creación del texto literario y la clave para acceder a él.

Este concepto del texto artístico o poético como “misterio inaccesible por medios
racionales” tuvo una profunda influencia en los pensadores de la Escuela Estilística
Española, con los hermanos Alonso a la cabeza.

Si bien dentro de esta escuela se realizaron grandes avances en lo referente a la


metodología, no se consiguió superar el gran obstáculo con el que ya se topaban los
autores idealistas: ¿cómo analizar y describir textos cuya principal característica, el
elemento poético, es un concepto misterioso al que sólo aquellos lectores dotados
de intuición pueden tener acceso?

La idea de intuición aparece también en los estudios de autores como G. Mounin,


que decide renunciar a analizar por qué unos textos nos emocionan mientras que
otros nos dejan indiferentes.

El componente mágico —que los investigadores neorrománticos interpretan como


característica principal del estilo literario— y su concepto de intuición artística
tuvieron una gran influencia en las corrientes teóricas del momento, si bien no
dejan de plantear cuestiones irresolubles.
La respuesta de Jakobson es contundente para aquellos autores que se empeñan en
hablar del inasible elemento poético:

“Se esfuerzan por convencernos de que los métodos estrictos y rigurosos que el
lingüista trata de introducir en la poética jamás podrán dar cuenta del sutil no se
qué del que se pretende que la poesía está hecha. Pero ese no sé qué permanece
igualmente inasible en el estudio lingüístico del lenguaje o de la sociedad o de la
vida o de los misterios de la materia. Resulta inútil oponer el no sé qué a la
aproximación ineluctable de las ciencias” [Jakobson, R., 1973].

Como vemos, el enfoque idealista —subjetivo y de tintes psicologistas— desató


enconadas críticas por parte de otros pensadores que les acusaban de falta de
rigurosidad en su metodología. Las posturas que adoptaron investigadores
posteriores son totalmente distintas, cuando no opuestas: el estudio de los textos
empieza a plantearse desde enfoques estrictamente lingüísticos y se excluyen del
campo de estudio todos aquellos elementos que no sean evaluables objetivamente o
que no estén contenidos en el texto en sí. Las corrientes formalistas no conceden
importancia a aspectos como la funcionalidad del texto u otros factores
extralingüísticos.

Estos planteamientos de naturaleza estructuralista tuvieron también una gran


influencia en el campo de la traducción, en el que el enfoque era puramente
lingüístico y no se tenían en cuenta factores externos al texto. Los representantes
principales de esta escuela, la Ciencia de la Traducción
(Übersetzungswissenschaft), son los teóricos de la traducción J. C. Catford y E.
Nida. El texto se consideraba una secuencia lineal de unidades, y el proceso
traductivo consistía en sustituir esas unidades en busca de la llamada “equivalencia
absoluta”, o, en palabras de Catford, “the replacement of textual material in one
language (SL) by equivalent textual material in another (TL)” [J.C. Catford, 1965,
pp. 20 y 21]. Posteriormente la unidad de estudio fue ampliándose poco a poco,
hasta llegar al texto. Ahora bien, esta corriente no dejaba de lado la importancia del
estilo para la traducción: “Translating consists in reproducing in the receptor
language the closest natural equivalent of the source language message, first in
term of meaning and secondly in terms of style” [E. Nida y C. Taber, 1982 (1969),
p. 12].

La tendencia en los estudios teóricos del momento era centrarse en el lenguaje en sí


mismo e intentar aplicar la metodología de las ciencias empíricas a campos como la
lingüística o la crítica literaria. En lo que respecta al estudio del estilo, hay que
mencionar el trabajo de Roman Jakobson, autor de la más famosa clasificación de
las funciones del lenguaje, quien, por otro lado, ponía en práctica una rigurosa
metodología de tipo formalista. El lingüista ruso, que asignó una función a cada
componente de una situación comunicativa en su famoso artículo de 1958, Style in
Language, ya subraya el hecho de que todas (conativa, emotiva, fática, referencial y
metalingüística) buscan un referente fuera del texto; es decir, persiguen un fin
externo a él; excepto la función poética, que se vuelca de nuevo hacia el lenguaje
como justificación de sí mismo.
Jakobson afirma que la poética es “la función lingüística que se centra en el
mensaje como tal,” y desempeña un papel principal en los textos artísticos, en los
que la representación verbal pretende atraer la atención sobre sí misma. Así, sólo
en aquellas ocasiones en que la función poética predomina sobre las demás, se
podrá decir que el texto posee intención literaria.

Esta nueva perspectiva suscitó algunas críticas en nuestro país: el eminente


lingüista y crítico literario F. Lázaro Carreter, por ejemplo, considera que esos
criterios de distinción entre textos literarios o “poéticos” y los que no lo son pueden
plantear algunos problemas. Por un lado, la función poética también aparece en los
textos no literarios, por lo que no puede considerarse distintiva; y por otro, resulta
complicado evaluar los factores que determinan el predominio de la función
poética sobre las demás. Por tanto, en opinión de Lázaro Carreter, la función
poética no constituye en sí misma ni por sí sola la esencia del texto literario o
“poético”.

La verdadera naturaleza de la literatura queda de esta manera por definir, si bien


resultan muy esclarecedoras las reflexiones de autores como los teóricos
americanos R. Wellek y A. Warren, quienes, en su conocido manual Teoría
literaria, [R. Wellek y A. Warren, 1974 (1954)] afirman que la literatura ha de
describirse como un uso específico del lenguaje. Se trata de una disciplina artística
que no cuenta con medios de expresión propios, por lo que se construye mediante
un uso diferenciado del material lingüístico caracterizado por unas elecciones y
combinaciones determinadas. Sin embargo, esta definición no explica cómo
distinguir ese uso “artístico” de otros usos de la lengua, como el cotidiano o el
técnico. La respuesta habría que buscarla de nuevo en la función poética de
Jakobson, que tiende a ser la predominante en el texto literario, y en otras dos
características esenciales de este tipo de texto que señalan estos autores: por un
lado, el hecho de que la literatura es, por definición y en primer lugar, la
representación de una realidad ficticia; y, por otro, la presencia de rasgos
estilísticos que tienen una finalidad estética mediante la desviación del uso
normativo.

Una vez definido el texto literario como objeto artístico-estético, buscaron en él las
principales funciones que caracterizan cualquier obra de intenciones estéticas, esto
es, que es —o pretende ser— artística. Esas funciones se resumen en la relación
dialéctica que ya planteaba Horacio: “dulce et utile”, es decir, que deleita e instruye,
que es fuente de placer a la vez que enriquece. En resumen, que tiene valor y
utilidad además de proporcionar goce estético.

Wellek y Warren afirman que son múltiples las funciones de la literatura, pero que
la primera y principal es la de “ser fiel a su propia naturaleza”. El texto poético ha
de buscar la belleza como fin último, una idea relacionada con las afirmaciones que
en este sentido formularon Emerson o A. C. Bradley, quienes hablan del “arte por el
arte” y la belleza como “pretexto de ser” de la literatura.
Este enfoque afecta directamente a los presupuestos del criterio estético: ahora es
el receptor/lector quién decide si el texto posee o no esas cualidades, no el
emisor/autor; y este concepto tendría validez más allá de cuestiones sociales. Se
trata éste de un concepto que apunta ya hacia las incipientes corrientes post-
estructuralistas que hablan de la muerte del autor (Roland Barthes, 1968) y
conciben al lector como dueño absoluto del texto.

En general, el estudio de la lengua va evolucionando progresivamente de enfoques


puramente formalistas y estructuralistas a planteamientos funcionalistas; o, lo que
es lo mismo, se pasa de entender el lenguaje como un sistema formal a concebirlo
como un uso social. El método formalista, que había dominado la escena lingüística
hasta mediados del siglo XX, va dejando paso a planteamientos de naturaleza
funcionalista. La diferencia entre ambos reside en el hecho de que el primer
enfoque estudia el lenguaje internamente, limitándose a sus propiedades formales;
mientras que el segundo trata de explicar el lenguaje externamente, en función de
sistemas más amplios (culturas, situaciones, etc.).

Los principales representantes del funcionalismo son M. A. K. Halliday, J. Spencer


y M. Gregory.

Halliday, por su parte, subrayaba que las funciones del lenguaje están integradas
en la estructura, en la gramática. Sus planteamientos representan por tanto la
síntesis entre la función y la forma. Su esquema, que se apoya en el de Jakobson, se
basa en tres funciones: la interpersonal, que sintetiza las dos primeras funciones
del lingüista ruso, la conativa y la emotiva; la ideacional o representacional y la
textual. Por otro lado, esta última no sería estrictamente una función, sino una
dimensión o procedimiento, ya que las dos primeras se establecen sólo mediante la
tercera, que recibiría, por este motivo, el nombre de “función capacitadora”.

J. Spencer y M. Gregory, en su artículo “Una aproximación al estudio del estilo”


[En N. E. Enkvist, 1974] adoptan posturas muy novedosas respecto a las
perspectivas estructuralistas. Su principal innovación es el enfoque pragmático que
dan a su método de análisis lingüístico, que se convierte así en un análisis funcional
del texto.

Otro de los planteamientos que separan a estos autores del estructuralismo es el


hecho de que se centran principalmente en la semántica y colocan la función
comunicativa del lenguaje por encima de la sintaxis. El estructuralismo había
separado la semántica de la gramática, y ésta última parecía devorar a la primera
en el estudio de los textos. J. Spencer y M. Gregory, sin embargo, hablan ya de la
enorme relevancia de la semántica en el análisis lingüístico, y afirman que las
elecciones léxicas pueden también analizarse mediante categorías teóricas; esto es,
mediante el estudio sistemático de la frecuencia con la que una palabra
determinada aparece combinada con otras, ya sea en la microestructura del texto
(en compuestos semánticos recurrentes) o en la macroestructura (en campos
asociativos). Se trata de un concepto de gran relevancia en el estudio estilístico, ya
que, si existen tendencias en los patrones de aparición de ciertas palabras, habrá
que analizarlos para poder determinar qué elecciones léxicas del autor están
condicionadas por ellas y cuáles responden a una voluntad de estilo.

J. Spencer y M. Gregory se apartan también de las corrientes teóricas del momento


al señalar que la metodología y herramientas necesarias para el análisis de los
rasgos lingüísticos no tienen por qué coincidir con los de las ciencias empíricas. La
lingüística y la estilística son para ellos ciencias sociales y sus métodos de
investigación tendrán, por tanto, otras características.

Por otro lado, para estos autores el estudio del estilo debe partir de la lingüística,
pero no apoyarse exclusivamente en ella: el crítico literario ha de intentar
identificar los rasgos lingüísticos mediante los cuales un texto produce una
reacción en el lector; ahora bien, tendrá también que considerar ciertos factores
extralingüísticos si pretende valorar esos rasgos de la manera adecuada.

Dichos factores (la relación entre el autor y el lector, la variación social,


cronológica, o de otro tipo y los elementos que definen un contexto lingüístico o no
lingüístico) son, en realidad, los que determinan hasta qué punto son los rasgos
estilísticos producto de la voluntad del escritor o de condicionamientos de otro tipo
(contexto social, estilo de una época determinada, etc.).

J. Spencer y M. Gregory adoptan una postura novedosa al subrayar la importancia


de la perspectiva diacrónica en el estudio de los textos. El texto no debe analizarse
como una unidad aislada, como hasta ese momento habían hecho los
estructuralistas, sino que han de tomarse siempre puntos de referencia para poder
identificar qué factores han podido condicionar las selecciones estilísticas. Por eso
es necesario analizar otros textos si se quiere deducir qué era lo habitual en el
período en que se produjo la obra y poder así averiguar cuál era la norma y en qué
grado el autor se aparta de ella. Sólo de esta manera podrán identificarse aquellas
zonas de la lengua en las que existen posibilidades de elección; es decir, qué rasgos
ponen realmente de manifiesto el estilo del autor y cuáles son sólo producto de
otros factores.

Se trata ésta de una cuestión fundamental para el traductor, qué tendrá que
enfrentarse a la tarea de identificar esos rasgos y trasladarlos de manera apropiada.
Para ello habrá que tener en cuenta “el contraste entre el sistema de la lengua de
una obra de arte literaria y el uso general de la época” del que ya hablaban Wellek
y Warren [Wellek, R. y Warren, A., 1974 (1954), p. 210].

El desconocimiento de la naturaleza del uso normativo correspondiente a la época


en que fue escrita la obra literaria puede plantear serios problemas, y no sólo para
el traductor, sino también para el amante de la literatura, que no sabrá como
valorar los rasgos estilísticos. Borges propone un ejemplo muy ilustrativo en sus
“Versiones homéricas”, donde reflexiona, entre otras cosas, sobre el estilo en que se
encuentra redactada La odisea:
“No conozco ejemplo mejor que el de los adjetivos homéricos. El divino Patroclo, la
tierra sustentadora, el vinoso mar, los caballos solípedos, las mojadas olas, [...], son
expresiones que recurren, conmovedoramente a destiempo. [...] Alexander Pope
(cuya traducción fastuosa de Homero interrogaremos después) creyó que esos
epítetos inamovibles eran de carácter litúrgico. Remy de Gourmont, en su largo
ensayo sobre el estilo, escribe que debieron ser encantadores alguna vez, aunque ya
no lo sean. Yo he preferido sospechar que esos fieles epítetos eran lo que todavía
son las preposiciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas
palabras y sobre los que no se puede ejercer originalidad. Sabemos que lo correcto
es andar de pie, no por pie. El rapsoda sabía que lo correcto era adjetivar divino
Patroclo. En caso alguno habría propósito estético. Doy sin entusiasmo esas
conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar lo que pertenece al
escritor de lo que pertenece al lenguaje” [Borges, J. L.: 1932, pp. 132-133].

Las preguntas esenciales serían: ¿Por qué esos elementos y no otros? (desde el
punto de vista de la elección semántica), ¿por qué ordenados de ese modo? (la
motivación de las elecciones sintácticas) y, sobre todo, ¿existían otras opciones? (la
distinción entre las elecciones condicionadas y las libres). Y es en la respuesta a
esas preguntas que se encuentra la clave para identificar el estilo original y poder
incorporarlo al texto traducido.

Los funcionalistas ingleses reconcilian así lingüística y literatura y subrayan el


hecho de que la sintaxis es útil para el análisis literario, pero resulta insuficiente:
para estudiar el estilo se precisa tener en cuenta también la dimensión textual y la
discursiva.

En este sentido, sus investigaciones sobre las elecciones estilísticas y los


condicionantes extralingüísticos (tenor, campo, época, etc.) se completan con la
nueva interpretación que de las funciones textuales realiza G. Leech, catedrático de
lingüística e inglés moderno de la Universidad de Lancaster. En su artículo
Estilística y funcionalismo, [En Nigel Fabb et al., 1989] Leech se pregunta desde
qué funciones se realizan las elecciones estilísticas y cuál es la manera más
adecuada de estudiarlas: en su opinión, el principal error de la metodología de
Jakobson residía en analizarlas aisladamente, en vez de considerarlas en su
conjunto y estudiar la jerarquía que existe entre ellas.

La interpretación de Leech también difiere de la de los formalistas en cuanto que


éstos afirman que el texto poético se justifica a sí mismo mediante su patrón
textual; es decir, que tiene su razón de ser en el virtuosismo de tipo formal. Leech,
sin embargo, pretende aplicar una estilística funcional que interprete los rasgos
lingüísticos en función de los valores estilísticos, buscando la motivación de las
elecciones lingüísticas fuera del texto, teniendo en cuenta su significado e
implicaciones. Para él, a diferencia de lo que se deduce de los planteamientos de
Jakobson, la significatividad no reside en las equivalencias estructurales, sino que
ha de buscarse teniendo en cuenta otros factores de naturaleza funcional.
Leech opina que “la orientación hacia el mensaje”, que define la poética según
Jakobson, es un concepto limitador, si se entiende el concepto de “mensaje”
exclusivamente en el sentido formal. En su opinión, ese término debe interpretarse
de forma funcional, como una “orientación hacia el discurso”. Su lectura de
Halliday, que ya estudiaba las funciones de forma integrada, resulta también
innovadora: Leech reinterpreta el trinomio del teórico inglés como una “jerarquía
de instrumentalidad”, dentro de la cual cada plano tiene la función de transmitir el
plano que se encuentra por encima de él: el discurso se manifiesta mediante una
representación que se configura en el texto.

Este autor aplica el modelo de Halliday al estudio del texto literario: para él el
plano interpersonal o discursivo describiría el tipo de transacción entre el autor y
su lector; el ideacional estaría relacionado con la interpretación del texto como
representación de una realidad ficticia y, por último, el plano textual se centraría en
el texto como objeto lingüístico.

Por otro lado, y en lo que respecta a los rasgos específicos del texto literario, Leech
coincide con Widdowson en resaltar su característica “autotélica”; esto es, la
peculiaridad de que los textos artísticos se encuentran fuera de la realidad de la
comunicación social, y funcionan de manera autónoma porque contienen en sí
mismos las tres funciones de Halliday.

En lo referente al estilo, Leech afirma que la estilística debe encargarse del estudio
del estilo; esto es, la relación entre la forma del texto y su potencial para la
interpretación. Al proponer esta definición, Leech se refiere a los textos literarios.
Ahora bien, no hay que olvidar que, al igual que C. Bally, no todos los teóricos de la
estilística consideran los textos artísticos como objeto de estudio exclusivo. Para
muchos de ellos, el concepto de estilo tiene poco que ver con la literatura.

Los investigadores más recientes abordan la cuestión del estilo desde las más
variadas posiciones. Por ejemplo, en opinión de L. Nuñez Ladevéze, catedrático de
periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, la elección estilística más
significativa se encuentra en la oposición entre estilo nominal y estilo verbal, que se
manifiesta en el nivel más abstracto de la selección y la combinación lingüística.

Según sus estudios, las características más relevantes de ambos estilos serían las
siguientes: el estilo nominal se caracteriza por la presencia dominante de
sustantivos y enlaces preposicionales; es principalmente impersonal, pasivo y
coordinativo; los verbos predominantes son los copulativos y los verbos son
complejos. En el estilo verbal, por el contrario, se suelen utilizar los enlaces
conjuntivos (subordinativos) y los verbos finitos.

Es esencial que el traductor sepa reconocer cuál de los dos predomina en el texto de
origen, si bien establecer las diferencias entre ambos tipos de estilo no resulta
sencillo cuando se trabaja con textos de otras lenguas, tal y como señala R. Wells
[Wells, R., 1974], ya que la manera de identificarlos puede variar de un idioma a
otro, como es el caso del sánscrito o el griego, que menciona en su artículo.
El traductor debe, por tanto, conocer perfectamente cuáles son los patrones
lingüísticos habituales en sus idiomas de trabajo, porque de otra manera no podrá
distinguir el uso normativo de la lengua y las desviaciones del mismo que se
producen en el texto, tengan éstos una intención estética o no. En el caso del
alemán, por ejemplo, habría que tener en cuenta que se trata de una lengua con
tendencia al estilo nominal y con una densidad sintáctica mucho mayor que el
castellano. A la hora de traducir de esta lengua, deberán distinguirse estos rasgos
lingüísticos (junto con otros tales como una mayor permisividad estilística respecto
a las reiteraciones semánticas, la profusión de elementos que indican posiciones o
direcciones en el espacio, las oraciones de gran longitud y tendencia a la
subordinación en varios niveles; etc.) de los que son relevantes desde el punto de
vista literario. Hay veces en las que la obsesión por trasladar con exactitud todos
los matices del original lleva a los traductores a redactar textos con aparatosas
repeticiones y sobredescripciones redundantes semánticamente que repercuten
negativamente en la calidad estilística del texto final. Es por eso que resulta de
primordial importancia que el traductor conozca en profundidad las peculiaridades
estilísticas de la lengua de partida.

Según Núñez Ladeveze, las elecciones estilísticas tienen consecuencias semánticas:


en realidad no existen tantas formas expresivas alternativas para un mismo
concepto. Ninguna elección es inocente, sino que cualquier cambio en el estilo
altera el efecto del texto, y por tanto, de algún modo, el significado. Todas las
formas expresivas son, en sí mismas, significativas, ya que limitan la interpretación
del texto en uno u otro sentido, lo que repercute directamente en su contenido
semántico. De este modo, las elecciones estilísticas no son arbitrarias, sino que
están condicionadas por factores funcionales y situacionales.

Para este autor, que procede del ámbito periodístico, la calidad del estilo está
estrechamente relacionada con la eficacia y la capacidad de síntesis: la utilización
de un mínimo de recursos para trasmitir un máximo de información. Sin embargo,
este concepto de estilo no es válido para la literatura, ya que el objetivo prioritario
del texto literario no es comunicar una información, sino producir un efecto
estético y transmitir una emoción.

Respecto a la cuestión de cuáles son las diferencias entre estilo y registro,


investigadores modernos como Z. Lvovskaya, catedrática de traducción e
interpretación en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, resaltan la
necesidad de establecer tipologías textuales o estilos funcionales para desentrañar
qué marcadores textuales indican las diferencias entre los tipos de texto:
científicos, jurídicos, etc. Para ello hay que tener en cuenta parámetros
extralingüísticos, como la esfera de actividad o situación comunicativa.

En general, podríamos decir que estilo y registro son dos conceptos distintos. Los
parámetros para describir el registro son el canal y las diferencias entre formal e
informal; mientras que el estilo, si lo entendemos como sociolecto, viene
determinado por la situación comunicativa, esto es, por la esfera de actividad
humana a la que pertenece el texto en cuestión. Así, un texto de un determinado
estilo puede producirse en distintos registros diferentes.

Y, si interpretamos los tipos de texto como estilos colectivos o sociolectos, ¿podría


considerarse que las características lingüísticas individuales o idiolecto de un autor
concreto definen su estilo? ¿Es correcto definir el estilo literario como idiolectal?
No parece ésta una analogía muy acertada, por varias razones: en primer lugar, se
trata de dos magnitudes distintas: el término “estilo” se asocia tradicionalmente a
lo literario, mientras que el idiolecto es un concepto lingüístico. En segundo lugar,
es un hecho que siempre han existido corrientes o estilos literarios colectivos, tales
como el romanticismo, el realismo mágico, etc. Por último, no hay que olvidar el
hecho de que no todos los rasgos lingüísticos que caracterizan a un escritor
determinado tienen por qué tratarse de recursos artísticos. Si se estudia en
profundidad los hábitos lingüísticos de un autor puede que se llegue a conclusiones
útiles a la hora de identificar otros textos escritos por él. Detectar las costumbres
sintácticas, la repetición de determinados vocablos, etc., ayudará a realizar una
diagnosis estilística adecuada y resultará fácil reconocerle en otros textos. Sin
embargo, este proceso nada tiene que ver con la literatura, ya que podemos
someter a cualquier usuario de la lengua a un análisis similar sin que el estudio
tenga ninguna implicación artística. La calidad literaria no estará, por tanto,
relacionada con las características idiolectales de un escritor concreto.

J. J. Sánchez Iglesias, en su artículo “Restricciones semántico-textuales en la


traducción del idiolecto: Lessico famigliare de Natalia Ginzburg” [En Barr, A. et al.,
2001] reflexiona sobre las características idiolectales y su relevancia para el
traductor. La conclusión principal de su estudio es la siguiente: sólo cuando el
idiolecto sea claramente identificable por el receptor significará que éste posee una
función determinada, y será entonces cuando habrá que reflejarlo de algún modo
en la traducción.

En lo referente al estilo poético, las últimas corrientes teóricas definen ya la


literatura como “un nuevo género textual que produce efectos fuera de su ámbito
original” [Culler, J., 2000 (1997)], un planteamiento interesante que podría servir
de punto de partida para reflexiones relevantes para el traductor.

Como conclusión, se podría decir que el estilo es un concepto que puede definirse
desde distintas perspectivas, pero que en general se caracteriza por una serie de
elecciones condicionadas por la intención y la situación. En el caso de los textos
literarios, la intención es artística, y la función, producir placer estético en el lector
al tiempo que se le estimula intelectualmente.

De todos modos, no es sencillo determinar si dichos objetivos se han alcanzado o


no. La calidad del estilo literario no se puede evaluar por parámetros fijos, ya que
estos pueden variar dependiendo de la época o de otros factores. Lo que sí será
posible valorar es si un texto determinado fue creado con intención literaria,
porque, como muy acertadamente señala Wells, la clasificación como obra de arte
debe distinguirse de su valoración.
Todas las cuestiones relacionadas con el estilo son de una importancia primordial
para el traductor, quién ha de conocer en profundidad las características propias
del uso cotidiano de la lengua si quiere detectar cualquier desviación del mismo
que se produzca en el texto y poder así reflejarla en su traducción. Para ello debe
considerar, tanto aspectos puramente lingüísticos, como factores externos al texto:
¿cuál es el estilo habitual o “normativo” en esa lengua? ¿Cuál era el estilo en esa
época y lugar? ¿En qué elementos lingüísticos se manifiesta una divergencia entre
el estilo del autor y esas tendencias generales? ¿Poseen esos elementos una función
artística? Y es que, sólo averiguando en qué ocasiones el autor tuvo posibilidades
de elegir y cuándo sus elecciones estaban condicionadas, podrá el traductor
identificar su estilo, y trasladarlo así de la manera más adecuada posible a otra
lengua.

En líneas generales, si entendemos estilo como el conjunto de rasgos lingüísticos de


intención artística que, por aparecer con una determinada frecuencia y por
apartarse significativamente de la norma —o normas— dominantes producen una
determinada reacción en el receptor, corresponderá al traductor averiguar qué
rasgos producían esa reacción en los lectores del texto original y utilizar recursos
estilísticos de naturaleza similar en su traducción. El objetivo principal será, por
tanto, crear un estilo paralelo en el texto de llegada.

Enfrentarse a esta tarea no es sencillo: el traductor ha de poseer amplias


competencias sociolingüísticas, una metodología coherente y cierto grado de
intuición artística para poder (re)crear el estilo de un texto en una nueva lengua. Y
es que traducir textos literarios no es sólo un proceso de cambio de código, sino que
implica ser capaz de volver a crear literatura en otra lengua, o, con otras palabras,
rellenar de un color distinto los dibujos de otros sin que nos tiemble el pincel.

Bibliografía

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 Catford, J.C.: A Linguistic Theory of Translation, London, Oxford
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 Jakobson, R.: Main Trends in the Science of Language. London, Allen &
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 Lázaro Carreter, F.: Estudios de poética: la obra en sí, pp. 63-74,


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 Leech, G.: “Estilística y funcionalismo”, en Nigel Fabb et al., La lingüística
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 Lvovskaya, Z.: La estilística textual: visión traductológica del tema, pp. 9-


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 Nida, E. y Taber, C.: The Theory and Practice of Translation, Leiden, E. J.


Brill, 1982, (1969).

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 Paz Gago, J. M.: La estilística, Madrid, Síntesis, 1993.

 Sánchez Iglesias, J. J.: “Restricciones semántico-textuales en la


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 Spencer, J. y Gregory, M.: “Una aproximación al estudio del estilo”, en


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 Wellek, R., y Warren, A.: Teoría literaria, Madrid, Gredos, 1974 (1954).

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