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DIVAGACIONES EN TORNO A LA ODISEA

A mi abuelo, séate la tierra leve.

Un seul être vous manque, et tout est dépeuplé.

Alphonse de Lamartine, L'isolement

Volver… ¿Volver?

Ítaca, onírico promontorio que sólo se exhibe ante quien ya lo ha visto antes… espejismo;
lomo de animal prehistórico, ya petrificado, que duerme su sueño atávico, sueño marítimo,
sueño quedo, como el chapalear de una ola endeble a media tarde, como el respirar cansado
de una vida que apenas llega o que está por irse.

Uno solo nos falta y ya todo se despuebla.

Ulises, la ausencia devenida figura, marco, cuerpo que denuncia su propia vacuidad; cuerpo
sin cuerpo (σωμα). Ulises, el náufrago, el errante, el que no está en ninguna parte, el que se
hecha en falta a sí mismo. ¿Dónde dejó Ulises a Ulises? ¿en el litoral troyano? ¿a los pies
de la acérrima Muralla? ¿en los labios de Calipso? Ulises fue, para sí, la última víctima a
vencer después de haberlo vencido todo; Ulises es presa de su propio ingenio, el sacrificado
de su propio ritual. Cuando se trata de decir la esencia de Ulises, ni Homero ni nadie
escatima en epítetos, todos ellos versiones distintas de una misma idea: Ulises el
«ingenioso», el «taimado», el «rico en ingenios», el «fecundo en ardides». Ulises es aquel
que engaña, y este engaño se da a manera de sustitución: el engaño odiséico consiste en
sustituir una cosa por otra, una idea por otra, una palabra por otra. Las víctimas de Odiseo
son quienes sufren el caos de la sustitución, el fraude de un intercambio no deseado, son
quienes cambian, sin darse cuenta, oro por bronce. Si Ulises es cruel, al menos para
Eurípides y más tarde para Séneca, lo es por su impulso inexorable de hacer del orden caos.
En esto consiste su ingenio, el perfecto ardid. Pero este ardid no puede ser perfecto si el
círculo de sustituciones no se completa; si en el fin de los tiempos un solo cimiento queda
de pie, entonces el caos no ha sido exitoso, queda la semilla de un orden anterior que puede
inaugurar un orden nuevo. Por eso se requiere la inexorabilidad, el sacrificio, incluso, de
uno mismo, de quien ha propiciado el caos. Es esta misma idea la que hace que Ulises
arroje desde la muralla troyana a Astianacte, el hijo de Héctor; es esta misma idea la que le
exige a Ulises su propia inmolación. Y este proceder no es arbitrario; el perfecto ardid se
vale de la palabra para completarse. El arma de Ulises es la palabra, el logos (λóγος).

No quiso Homero —ése fantasma— que lo acontecido en la Odisea nos fuera diáfano, no
quiso que nosotros, los hombres bárbaros de un mundo otro, mirásemos el universo de
Ulises como quien mira por una ventana. Lo acontecido en la Odisea apenas si se deja ver,
se asoma y se esconde como una tímida muchacha en el umbral de una puerta; es un juego
de seducción y rechazo. Asistimos a las vicisitudes de Ulises como quien mira a través de
un velo que exhibe y oculta a la vez. Todo en la Odisea es un rumor, un escenario que
remite a otro escenario, tiempo pretérito que remite a otro tiempo pretérito; el presente
existe, pero es irrelevante. La Odisea, como la vida, es un juego de remisiones —juego de
espejos—, una ilusión inasible; un Ulises que construye un personaje de sí mismo frente a
los feacios, una Penélope que teje de día y desteje de noche, una Helena que nunca estuvo
en Troya. Sí pero no. Simulación.

Ulises, como Penélope, es también un tejedor. Penélope teje un sudario y hay en ese acto
una reminiscencia de las Moiras tejedoras del destino de los hombres. Que Penélope sepa
habérselas con el tejer, es ya un misterio que se nos revela con la sutileza de todo misterio
revelado: Penélope también sabe algo. Algo que, presuntamente, sólo le había sido
confiado a los dioses. Penélope también engaña y, quien domina el arte del engaño, es
porque conoce el engaño supremo: el engaño, la artimaña, de la divinidad. También Troya
fue un engaño de Zeus para deshacerse de los héroes, de esto muy pocos se acuerdan,
porque quienes vivimos después de ese tiempo mítico hemos secularizado el engaño, como
si este fuese sólo asunto de hombres.

Ulises teje con la palabra una telaraña en la que envuelve sigilosamente al mundo hasta
tergiversarlo. Ulises es el primer sofista, y es el primero porque pasa desapercibido, porque
a nadie se le ocurriría adjetivarlo con ese nombre. El engaño de Ulises es el de estrechar al
mínimo posible la distancia entre el discurso y eso que llamamos mundo, a tal punto que
sea imposible encontrar fórmula alquímica alguna que separe una cosa de la otra. No es
que el discurso de Ulises sea un discurso de verdad, es que las palabras, en boca de Ulises,
dejan de ser discurso para ser pura verdad. El artificio odiseico es una escultura marmolea
que se vuelve carne y hueso. Todo lo que sabemos de aquellos penosos días de Ulises
perdido en alta mar, lo sabemos por Ulises mismo. No hay forma de saberlo por otra fuente,
quienes acompañaban a Ulises están muertos. La historia de Ulises es impecable, casi como
un crimen perfecto; no hay testigos. El único testigo es Ulises, por eso, para que su
discurso devenga pura verdad, para que no haya esa molesta distancia entre la palabra y lo
que ésta nombra, entre la representación y lo presentado, Ulises debe inmolarse. Y este acto
de inmolación no aparece con la violencia del acontecimiento, sino con la sutileza de lo
inevitable. Ulises se inmola frente a los feacios en el momento en que él mismo se sustituye
por su propio discurso. Ulises es ya palabra, mito, verdad. Nadie hasta entonces —ni
siquiera el mismísimo Homero— había tenido el privilegio de tremenda hazaña: ser el
canto y lo cantado.

Quien hace de sí mismo un discurso, su propio artificio, deja de ser un hombre para
convertirse en mito; es algo así como un proceso de petrificación, es algo así como la mujer
de Lot volviendo la mirada hacia atrás para luego convertirse en estatua de sal. Es el precio
que tiene que pagar quien se atreve a vivir en el mundo de lo pretérito, el lugar de las cosas
que no cambian.

A decir verdad, la historia de Ulises está exenta de toda aventura, de toda peripecia. En
medio de todas las simulaciones, hay algo que Ulises no puede disimular, una verdad
latente e insoslayable: en el fondo de todo lo que hay, gobierna la Necesidad (Ἀνάγκαιη).

Tiene razón Peter Sloterdijk cuando dice que La vuelta al mundo en ochenta días de Verne
no puede ser un libro de aventuras. La aventura tiene como correlato el acontecimiento, lo
atópico; la aventura es eso que se abre paso en mitad de lo que, de por sí, no-tiene-lugar. La
aventura no es sino una impertinencia. El viaje de Phileas Fogg no es una aventura, es una
prescripción, un itinerario a seguir, un tren o un vapor que hay que tomar. Es esto la
realización del sueño de la modernidad: la reducción de lo contingente a lo contemplable,
del peligro al contratiempo, de lo inesperado al cálculo. Dominado el acontecimiento, con
Phileas Fogg se terminan los viajeros y nace una nueva estripe, por demás deleznable: los
turistas.

No llega a ser Ulises un turista por eso de los anacronismos y las pautas de la hermenéutica,
pero tampoco es un viajero. No, al menos, como los son los Argonautas. En Ulises se
suprime el acontecimiento y la aventura termina ahí donde comienza la prescripción.
Calipso le brinda a Ulises su propio itinerario, un esto y después aquello. Los ardides de
Ulises sólo pueden tener efecto sobre el suelo de la previsión; Ulises ya ha visto lo que
verá, por eso puede escabullirse, tramar el engaño. Y es que el engaño exige ese
conocimiento previo; el engaño exige la previsión. En el mundo odiseico tampoco puede
haber aventura pero por razones muy distintas a las del mundo de los modernos; en el
mundo griego no existe la contingencia, todo es necesario. Y como todo es necesario, ya
todo está dado. Si la sabiduría moderna consiste en la dominación de lo contingente, la
sabiduría griega consiste en la contemplación de lo necesario. Quien contempla a Ananké,
la diosa desnuda, lo sabe todo. Ulises sabe que volverá a Ítaca, sabe también que morirá
cuando encuentre a unos hombres cuyos ojos no hayan visto jamás el mar. Al menos eso es
lo que el mismo Ulises nos cuenta. Porque también es cierto que no es Ulises quien vuelve
a Ítaca, sino el artificio que Ulises ha hecho de sí mismo. Ulises muere, nace la poesía.

Si no se puede decir que en la Odisea hay «aventura», es justo también censurar el que se
diga que hay «peripecia». Para Aristóteles, la «peripecia» es un desvío argumentativo; se
quería esto pero ha surgido aquello. No puede haber desviación argumental ahí donde hay
una prescripción, una checklist. La «peripecia» tendrá que ser algo que quede reservada a la
tragedia ática, muchos siglos después, cuando en Grecia ya no existan los hombres sabios,
cuando ya no haya nadie que pueda presumir de haber visto desnuda a Ananké.

Coinciden Heródoto y Estesícoro en que Helena nunca estuvo en Troya. Es probable que
Ulises tampoco. Pero esto no hace de la Odisea una farsa porque ha sido el mismo Ulises
quien ha borrado las fronteras de lo falso y de lo verdadero. Cabe otra hipótesis: no es que
Ulises haya borrado la frontera, sino que Ulises, el taimado, descubrió que no había
frontera; que en el fondo el mundo es caos, necesario caos, y que todo orden se alimenta de
ese caos primigenio. En todo caso no sería Ulises el que tergiversa, sino el que restaura, el
que hace que todas las cosas vuelvan a su sitio. Quizá sea por esto que el criterio ético y
estético de la Grecia helénica sea lo contrario a lo caótico, y por lo que Ulises es visto ya
como un antihéroe en las tragedias de Eurípides: es bello y bueno quien conoce de
proporciones, quien conoce de orden. Ulises no conoce de proporciones; en su fuero interno
lo que hay es hýbris (ὕβρις), desmesura.

Mirando en lontananza, en dirección al mar, donde el éter y el agua nos recuerdan que todas
las cosas son una sola cosa, está el infinito. Y, en mitad del infinito, Ítaca, ese onírico
promontorio que sólo se exhibe ante quien ya lo ha visto antes, algo así como la infancia.
Ahí también Ulises, que hace como que se va, que hace como que vuelve, en un mismo
acto atrapado en el tiempo. Ulises ya lo sabe: quien mira para atrás se convierte en estatua
de sal.

…Uno solo nos falta y ya todo se despuebla.

Irving Josaphat.

Vallarta, Jalisco, México.

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