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1 - The Nichan Smile - C.J. Merwild
1 - The Nichan Smile - C.J. Merwild
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Staff
The Nichan Smile
Sinopsis
Dedicatoria
Mapa
Parte Uno: Los Niños Perdidos
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Parte Dos: Verdadera Naturaleza
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
Parte Tres: Almas Perdidas
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
Parte Cuatro: Sangre Preciosa
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
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Staff de Kingdom of Darkness
Moderadora:
Nightmare
Raven
Traducción:
Maeve
Nightmare
Quimera
Nimue
Black Swan
Amonet
Raven
Edom
Badb
Corrección:
Black Swan
Quimera
Little Prowler
Morgana
Darkness Mermaid
Nimue
Correción Final:
Maeve
Morgana
Nightmare
Black Viper
Quimera
Little Prowler
Raven
Darkness Mermaid
Lectura Final:
Little Prowler
Edición ePub:
jackytkat
THE NICHAN SMILE
C.J. MERWILD
SINOPSIS
Los Dioses les sonreían a sus descendientes desde los cielos, amorosos,
generosos. Pero eso era antes. Ahora el cielo está contaminado, y el pueblo que
las nubes y cubrió las tierras con un velo de oscuridad. Los primeros conflictos
que pedían sangre y llamas. Mientras el odio sigue extendiéndose, los Dioses
pacífica.
El otro es un Nichan.
irremediablemente. Con el paso de los días y de los años se acercan. Pero la vida
Entre las alegrías y las penas, la amistad y el salvajismo, una sonrisa basta en
Trigger Warning: esta novela contiene violencia gráfica, violencia contra niños
—Si el Vestige es Sirlhain3, tenemos a alguien aquí que puede hablar con
él —anunció Ero, despertando la atención de Domino—. La enviaré cuando
tenga tiempo. Tal vez pueda averiguar exactamente de dónde vino y si es
prudente mantenerlo aquí.
III
CON EL TRANSCURSO DE LOS MINUTOS, Domino tenía cada vez más miedo de
no volver a encontrar al humano. Algo malo había ocurrido. No necesitaba
pruebas; lo sentía en su corazón. Ero había regresado una hora antes, solo,
de camino a su cabaña donde le esperaban su afligida pareja y su hija. Pero
Gus seguía ausente. Ya no se esforzó en corregir el nombre en su mente.
Estaba demasiado preocupado. Lo más alarmante es que el olor del chico
humano se había desvanecido. Fuera de su cabaña, Domino no podía
identificarlo entre los demás, como si se hubiera desvanecido. Ya estaba
oscuro, y los días de finales de invierno precedían a noches cada vez más
frías.
Mora se negó a dejar a Domino. Después de lo que había pasado, parecía
estar más allá de sus fuerzas. Mientras buscaban en la aldea, su mano
permaneció apretada contra el hombro de su hermano pequeño. Sin
embargo, Domino agradeció el gesto. La sangre de su ropa apenas
comenzaba a solidificarse, haciendo que el cuello manchado y la parte
delantera de su túnica estuvieran rígidos como la escarcha.
Se llevó la mano al pómulo y jugó con la carne recién curada. Debajo de
la cicatriz, la consistencia del músculo se había endurecido. El dolor había
sido insoportable, extendiéndose en su cráneo a base de punzadas ardientes.
Ahora no era más que una sensación fantasmal en el borde de su ojo
derecho. Era difícil aceptar que Gus había conseguido reparar todo en
menos de un minuto. Y aunque ahora estaba tranquilo, Domino seguía en
estado de shock, con el cuerpo tenso pero cansado. Algo había agotado sus
fuerzas mientras el otro chico se ocupaba de su mejilla.
Se detuvo en el borde de la aldea, frente a uno de los altos muros de
bambú, e inhaló aire, llenando su pecho. Un leve olor a excremento le llegó
a la nariz. No era el olor de Gus, ni el de su piel o su cabello, y sin embargo
Domino se aferró a los senderos invisibles del hedor. Algo iba mal.
—¿Por qué huele a mierda aquí? —preguntó mientras seguía el rastro.
—La fosa de residuos está al otro lado de la aldea —señaló Mora.
Antes de poder llegar a cualquier conclusión, Domino lo oyó a través del
suave silbido del viento. Un gemido apagado. Olvidándose del cansancio
que entumecía sus músculos, corrió en esa dirección. Saltó una valla que
conducía al gallinero del clan y apenas pudo alcanzarla cuando su pie se
atascó en el bambú.
—¡Domino, ten cuidado!
Pero el niño ignoró la advertencia. Atravesó el corral, despertando a las
sombrías gallinas que empollaban en sus pajareras, y lo encontró allí,
escondido entre dos hileras de gallineros. No se le veía el rostro, pues Gus
lo había enterrado entre sus temblorosas rodillas. Estaba desplomado contra
una de las jaulas, como si estuviera dormido o le faltaran fuerzas para
sentarse solo. Domino se acercó a él y se fijó en la suciedad de los
pantalones del humano. Cuanto más se acercaba, más repugnante era el olor
de los excrementos. Pero ni siquiera otra Lluvia de Corrupción habría
logrado detener a Domino.
—Gus —susurró, pero no provocó ninguna reacción en él.
Por supuesto que no. Gus no era su nombre. Domino lo había dicho sin
pensar.
Detrás de él, Mora descubrió el estado del niño y habló en voz baja.
—Maldita sea. ¿Qué le han hecho?
Sin más preámbulos, Domino se acercó al humano y se sentó a su lado. El
espacio entre los corrales era estrecho, pero Mora encontró una forma de
colarse también. Todavía gimiendo, con las manos apoyadas en el húmedo
suelo, la respiración del niño se aceleró ante la llegada de los dos hermanos.
—Gus —repitió Domino—. ¿Estás enfermo?
La respiración del humano se hizo más aguda, temblorosa, y los dedos de
Domino encontraron la mano del otro niño. Este, congelado y con ligeros
espasmos, no evitó el contacto. Por primera vez, Gus aceptó el poco
consuelo que el joven Nichan le ofrecía. Al siguiente instante, hizo algo
más que aceptarlo. Se inclinó hacia Domino, frotando su hombro y la
esquina de su cabeza contra el corral de madera, y se dejó llevar por el
joven Nichan.
Tomado por sorpresa, Domino se congeló. Gus nunca había hecho eso
antes. Su comportamiento había sido una secuencia de respuestas frías y
duras. Y por primera vez, Gus se acurrucó contra él. ¿Qué tan asustado y
herido estaba como para buscar voluntariamente el afecto?
Reconociendo el valor de este gesto, Domino rodeó con sus brazos el
febril cuerpo de Gus. Los hombros, la espalda, las alas, incluso el terrible
olor; lo abrazó llenándolo de protección. Inmediatamente, el humano
rompió a llorar. Los brazos de Domino lo abrazaron con más fuerza,
amplificando el llanto del otro niño. Las lágrimas quemaron los ojos de
Domino, pero logró tragárselas. Tenía que ser fuerte por Gus. Encontró la
mirada de su hermano sobre ellos, sorprendido. Mora estaba tan
conmocionado como él.
¿Qué es lo que Ero le había hecho? Domino estaba seguro que Gus no se
lo diría. Todo lo que sabía era que su amigo lo necesitaba, y él estaría allí.
Su amigo, sí. Él sería su amigo, aunque sólo por el tiempo que Gus
necesitará uno.
Con el agotamiento, las lágrimas de Gus desaparecieron al cabo de unos
minutos. Mientras tanto, permaneció apoyado en Domino. La tensión en él
disminuyó. Su respiración se hizo más lenta, más regular.
Domino no aflojó su abrazo cuando Mora rompió el silencio.
—Llevémoslo a casa. Vamos a limpiarlo. Que se dé un buen baño. Para
que coma algo y que entre en calor. Gus, ¿me oyes? —lo llamo, imitando a
su hermano menor. Pasaron unos segundos, y luego el niño asintió con la
cabeza contra el hombro de Domino. Mora suspiró—. Bien. Nos
ocuparemos de ti. No te preocupes. ¿Puedes levantarte?
Gus negó con la cabeza.
—Yo me encargo —dijo Mora, levantándose a pesar de la falta de
espacio.
Con el rostro aun oculto bajo el cabello, Gus suspiró. Una pequeña voz
salió de su boca, ronca por el cansancio.
—Estoy sucio.
—Está bien —le aseguró Mora—. Todos necesitamos un baño esta noche.
Con eso, tomó suavemente al niño en sus brazos, robándoselo a Domino,
y abandonaron el corral.
LA PIEL DEL JOVEN NICHAN se puso negra y una sonrisa estiró su boca,
humedeciendo sus labios oscuros y curtidos con saliva. Era joven, no tenía
más de nueve años y un silbido pasó entre sus largos y afilados dientes.
Nada más que modestias, pero este niño, si no tenía cuidado, podría hacer
mucho daño.
Frente a él, más alto por al menos tres cabezas, Domino reajustó el rosario
de liebres muertas en su hombro, fingiendo indiferencia. Siempre pasaba de
este modo. La paz se había convertido en un lujo.
Domino entrecerró los ojos y miró al chico de pies a cabeza.
—Sabes que está prohibido, ¿verdad? —le dijo al niño.
La expresión del chico cambió, pero con la sonrisa del Nichan dividiendo
su rostro en dos, fue imposible leerlo.
—Mi madre dice que eres un fracaso —escupió el niño.
Las palabras, casi incomprensibles, fueron deformadas por las hileras de
dientes que alteraron los movimientos de su lengua. Pero el significado fue
fácil de entender. No era la primera vez que un niño lo insultaba. Domino
estaba demasiado caliente para discutir u ofenderse por las palabras de un
niño recién salido del huevo que apenas sabía lo básico sobre la vida.
Él suspiró.
—Sí, grandioso. Todavía está prohibido.
—Yo hago lo que quiero.
Más palabras medio devoradas por su boca bestial. Como la mayoría de
los niños que todavía estaban aprendiendo a transformarse, el niño tardaría
algunos años en expresarse con claridad. Una rápida observación por parte
de Domino. Todos los niños en entrenamiento compartían el mismo
problema.
—¿En serio, ahora? —preguntó Domino.
—Me transformaré sí quiero.
—Un Nichan no tiene derecho a atacar a un Nichan de su propio clan. La
transformación significa muerte, babosa estúpida. Si alguien te ve haciendo
eso, te azotarán. Personalmente, me importa una mierda. Solo te estoy
recordando tus opciones.
El niño pareció vacilar.
—Estás mintiendo.
—¿Quieres comprobarlo?
—¡Estás mintiendo! Solo eres un mar de celos. Puedo atacarte si quiero
porque mi mamá dice que no eres un Nichan de verdad.
Domino había dejado de contar la cantidad de veces que un niño decidió
arrojarle esas palabras al rostro. El pequeño frente a él quería jugar a lo
grande porque recientemente había obtenido acceso a un poder mucho más
allá de todo lo que había experimentado antes. Mora dijo que se había
sentido invencible durante este período de su vida, antes de ser rápidamente
devuelto a la realidad por su madre. En cuanto a Beïka, con diecinueve
años, seguía sin volver a la realidad.
Domino sonrió. No sabía cómo se sentiría cuando finalmente lograra
transformarse. En cualquier caso, una descendencia irrespetuosa no sacaría
lo mejor de él.
Agarró la cuerda que ataba a las cinco liebres que acababa de sacar de las
trampas colocadas en la tierra alrededor de la aldea y arrojó los animales
flácidos al polvo.
—Si quieres, adelante. ¡Ataca! Pero date prisa, tengo mejores cosas que
hacer hoy que patearte el trasero.
Una vez más, el niño vaciló y su sonrisa pareció desvanecerse.
Domino conocía los riesgos. Con sus jóvenes y gruesos colmillos, sus
garras aun flexibles, pero mortalmente afiladas, este niño tenía la capacidad
de infligir heridas graves. Y a pesar de que los chismes sobre su tardanza
eran algo ciertos, Domino no quería ser destripado para probar su punto. Se
sintió ofendido, aunque no dejó que el niño lo viera. A los trece, Domino
debió haber podido transformarse hace mucho tiempo. También haber
participado en una caza real, no en las simulaciones reservadas para los
niños más pequeños y supervisadas por un miembro del consejo. Trabajó
todos los días en su transformación, incluso cuando Mora no tenía tiempo
para ayudarlo. Él podría hacerlo; se negaba a dudarlo. Pero La Corrupción
les había robado a los Nichans algunas de sus habilidades. ¿Cómo podían
estar seguros de que Domino no era la siguiente etapa en la evolución de
esta Corrupción?
Se puso de pie y esperó a que el niño actuara o se rindiera. Parte de él
esperaba lo último.
El joven Nichan gruñó.
—Estás tratando de engañarme.
—Claro que lo estoy —Domino se rió.
Un chorro de saliva salpicó entre los colmillos del niño y cayó al polvo
rocoso. Domino había tenido suficiente de esto. Tenía sed, ya había vaciado
la botella que colgaba de su cintura y requería agua de la aldea.
Terminemos con esto.
—Vuelve a la aldea con el rabo entre las piernas y dile a tu madre cómo te
acobardaste —dijo Domino, con los sentidos alerta.
Un buen reflejo, porque el niño arremetió de inmediato. Todavía un
novato, mantuvo sus brazos hacia atrás donde cualquier Nichan mayor
hubiera manejado esos afilados apéndices mientras saltaba hacia arriba y
hacia abajo para desestabilizar a su presa. Domino se inclinó y levantó la
mano. Luego cerró el puño sobre el cabello cortado como un cuenco del
niño, deteniéndolo en seco. Como esperaba, el niño trató de soltar su
cabello del agarre de Domino. Cuando sus manos con garras se levantaron
para atacar. Domino dobló las piernas y cortó las del niño.
En una nube marrón de tierra seca, el niño se derrumbó al suelo con un
sonido sordo. El impacto perturbó su concentración. Apenas entendía lo que
le había sucedido y cómo había regresado a su forma humana.
—¡Te voy a matar, idiota! —rugió mientras se levantaba a toda prisa.
—¡Numo! —llamó a alguien un poco más lejos.
El niño se asustó y volvió los ojos al oír su nombre. Se acercó una mujer.
Omak. Hoy vigilaba a los niños y llevaba en la espalda a uno medio
dormido cuyo tobillo se había doblado. Ella era pequeña para ser una
Nichan, pero era delgada y musculosa, con mejillas redondas
permanentemente ahuecadas por profundos hoyuelos y piel tan oscura como
la de Domino. Ella estaba en sus treinta y su expresión molesta marcó el
final de este largo día.
Con pasos pesados, se acercó, no tan furiosa como debería haber estado.
—¿Qué estás haciendo, Numo?
El joven Nichan sostuvo su mirada, pero no pudo ocultar su vergüenza.
—Nada —mintió.
—¿Nada? Entonces, ¿qué haces aquí? Llamamos al retiro. ¿Por qué andas
dando vueltas? —abrió la boca para defenderse, pero se le negó la
oportunidad de hacerlo—. Nos vamos. Ahora.
El niño se tomó su tiempo y Omak le dió una patada en el trasero sin
sacudir al niño que llevaba en la espalda. Haciendo una mueca mientras
dormía, el niño parecía no darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Domino estaba recogiendo sus liebres cuando Omak se volvió hacia él,
mirándolo de arriba abajo.
—Sabes que no les agradas a los niños —dijo como si le recordara la hora
—. ¿Por qué no te mantienes alejado?
Domino se mordió la lengua y sonrió, levantando las cejas de una manera
falsa e inocente.
—Son adorables, ¿no crees? ¿Por qué mantenerse alejado?
—Eres demasiado mayor para esto.
—Bueno, supongamos que estoy aquí para verlos, ¿no?
—¿Ah, de verdad? Entonces tal vez deberías quedarte conmigo durante el
entrenamiento. Probablemente tenga una o dos cosas que enseñarte. ¿Quién
sabe? —ella se lamió los labios, miró el pecho desnudo de Domino y luego
el abdomen.
Ella estaba bañada en sudor. El cabello corto alrededor de su rostro se
pegaba a su suave piel. Y cuando Domino se volvió hacia ella, ella abrió el
escote de su túnica, revelando la curva interior de su pecho. Luego le
sonrió.
Su mirada y postura parecían esperar por una respuesta. De espaldas, el
niño que sostenía se agitaba, asaltado por una mosca en su eje.
Algo presionó en la parte posterior del cráneo de Domino, y él negó con
su cabeza.
—Estoy bien.
Fue el turno de Omak de suspirar.
—Cómo quieras. Si alguna vez cambias de opinión... —él no lo haría—.
Vamos, sigue moviéndote. Quiero llegar a casa antes de que llegue la
tormenta.
Domino alcanzó a la mujer. Una vez que estuvo de espaldas a ella, su
sonrisa se desvaneció.
DURANTE DOS MESES, el calor era superior, alcanzando nuevas alturas,
haciendo insoportable el trabajo de los Nichans. El lecho del río de la aldea
se secó, como sucedía en todos los veranos, dejando la fuente que corría por
debajo de Surhok como el único acceso al agua dulce. Nadie en el clan
había soportado jamás tanto calor. Pesaba y ralentizaba cada gesto,
mantenía a todos despiertos por la noche, empapaba a cada individuo en su
propio sudor. Y trajo a su paso un polvo picante y volátil que desencadenó
ataques de tos en los más frágiles.
Solo los niños seguían teniendo la energía para correr y actuar como si
esta temporada no se hubiera convertido en un tormento ineludible.
Los gritos de esos mismos niños que regresaban de “la cacería” llamaron
la atención de Gus. Levantó la nariz de las hojas de morera que estaba
esparciendo en varias cajas de hierro y se acercó de puntillas para mirar por
la ventana abierta. (Puede que haya crecido, pero los Nichans siempre
colocaban sus ventanas por encima del nivel de sus ojos). Bajo un cielo
gris, un grupo de niños cruzó el límite de Surhok. Después de la primera
ola, una segunda fluyó hacia la aldea. Domino estaba entre ellos.
—¿Terminaste de limpiar? Puedo verte husmeando —dijo Muran, la
herbolaria, al otro lado de la habitación.
Gus la ignoró. Afuera, Domino sonrió y se puso de pie sin quejarse a
pesar de la pesadez en el aire y el sudor que cubría todo su cuerpo medio
desnudo. A pesar de su naturaleza juguetona y optimista, la sonrisa del
Nichan ahora era forzada. Gus sabía que algo había sucedido.
—Maldita sea, ¿no has terminado de soñar despierto?
Muran parecía abrumada por el calor. Su voz era apenas un susurro, sin
ningún vigor. Una tos brutal le apretó el pecho y se apresuró a registrar sus
cosas. Debajo de la mesa en la que preparó sus mezclas, la mujer mayor
encontró un frasco de terracota cerrado con un corcho. Tragó varios sorbos
y tosió un poco más, una tos de otra naturaleza. Sin embargo, el alcohol en
el frasco tuvo el efecto deseado y la mujer derramó el líquido por última
vez en su codiciosa boca.
Cuando volvió su atención a Gus, suspiró disgustado. Él había perdido su
oportunidad. Había algo en la enfermería que había prometido tener en sus
manos.
—¿No compartirás un sorbo con un pobre chico sediento? —preguntó
Gus en un tono igual.
Muran suspiró y el frasco volvió a sus pertenencias.
—Ya casi terminas. Irás a saciar tu sed en otro lugar. El agua es escasa en
esta época del año.
¿De verdad ella creía que estaba engañando a alguien? La afición de la
mujer por la botella no era nada nuevo. Y se atrevió a ceder a ese hábito en
un lugar destinado a la atención médica.
Dos golpes sonaron contra la puerta de la enfermería. La mujer se arrastró
hasta la entrada con un paso flácido. Al otro lado de la puerta, apareció
Domino. Su sonrisa se ensanchó cuando vio a Muran, otra forzada, pero su
mirada se suavizó cuando cayó sobre Gus. Él se relajó y le guiñó un ojo a
su amigo. Con un leve movimiento de su barbilla, señaló la ubicación del
objeto que iba a tomar y luego con el dedo a su propio pecho. La expresión
de Domino se mantuvo sin cambios. Él sabía qué hacer.
—Muran, uno de los niños se torció el tobillo —anunció Domino,
apoyándose contra el marco de la puerta antes de secarse el sudor de su
frente brillante.
—¿Dónde está? —preguntó la mujer—. ¿Por qué no lo trajiste aquí?
Domino tenía toda la atención de la herbolaria. Gus aprovechó la
oportunidad para actuar antes de que pasara.
—Omak es la cuidadora —dijo Domino, encogiéndose de hombros—.
Estará aquí pronto. Solo soy el mensajero.
—¿Eso es todo lo que eres? Si Omak ya está planeando venir, ¿de qué
sirve?
Mientras la falsa angustia y los escrúpulos bailaban en su rostro, Domino
negó con la cabeza.
—Tienes razón. ¿Qué está mal conmigo? Realmente soy un inútil. Pensé
que ibas a cerrar la enfermería. No quería que tuvieras que volver. Por
favor, perdone mi desafortunado comportamiento. Qué tonto puedo ser...
—Está bien, cállate.
Suspirando, con la voz aun rota por la tos, Muran dio un paso para darse
la vuelta. Pero Gus no había terminado. La voz de Domino resonó desde el
umbral.
—Espera.
—¿Ahora qué?
Gus volvió a colocar las cajas que acababa de mover y le indicó a Domino
que todo estaba despejado.
—¡Suéltame!
Escupió en las losas de madera del suelo. Un poco de sangre mezclada
con su saliva. Masajeó su cuello y apartó con toda su fuerza de voluntad las
lágrimas que amenazaban con fluir. No más lágrimas; se lo había prohibido
así mismo hacía mucho tiempo.
—¿Vas a calmarte? —dijo Matta—. Respira mi chico.
—¡No me digas que hacer! —cada palabra lastimaba su garganta.
—Oh, pero eso es exactamente lo que voy a hacer, y si valoras tu vida, te
aconsejo que escuches con máxima atención.
Escupió de nuevo en el suelo, alzando la barbilla, su mirada yendo
frenéticamente de la mujer al resplandor de las lámparas que se filtraban
por las ventanas de la enfermería. Estaba empapado de sudor, de calor y de
nervios. Estaba a punto de estallar. Él quería gritar, romper algo.
—Lo que está pasando, aquí mismo, está más allá de tu comprensión —
dijo Matta señalando la enfermería—. Estos Nichans están enfrentando una
tragedia y un milagro, uno causó el otro.
—¡Fue un accidente!
—¡No he terminado de hablar! ¿Tú crees que tienes lugar en este asunto?
—¡Lo tengo!
—Te equivocas. Ninguno de ellos necesita tu opinión, Gus. Ahora mismo
eres una molestia. Un mosquito zumbando en sus oídos. Si sigues
molestándolos como lo estás haciendo, uno de ellos terminará contigo.
—¡Me importa una mierda! —siseo Gus entre sus dientes, señalando la
enfermería con un dedo tembloroso.
—Él está atando a Domino como a un animal.
—Hay cerca de doscientas almas en esta aldea. Es el deber de Ero
protegerlas.
—Así no es como él… Puedes… Mirar. Comprender. Solo contempla lo
que está pasando en la enfermería. Puedes hacer eso con tu ojo, ¿no?
¡Puedes hacerlo! ¡Solo hazlo!
Espiar. Era solo por esa razón que Ero había aceptado a Matta en la aldea.
Todos en Surhok sabían eso. El cristal colocado en la cuenca del ojo
aparentemente tenía habilidades prodigiosas.
Matta siempre había elegido discreción en ese sentido, a pesar de que Gus
y Domino habían obtenido alguna información a lo largo de los años, como
la gran edad de un Santig’Nell o su memoria inagotable.
Pero eso no le importaba para nada a Gus. Solo Domino ocupaba sus
pensamientos. Ella tenía que ayudarlo.
La mujer frunció el ceño ante la orden del joven.
—No haré tal cosa.
—¡Necesito saber lo que le están haciendo!
—Eso no es de tu incumbencia.
¿Había entendido bien? ¿Ella sabía lo absurdas que sus palabras sonaban?
Si alguien se estaba metiendo con Domino, era incumbencia de Gus.
—Es un asunto de Nichans que debe ser resuelto por ellos —agregó
Matta tranquilamente—. Domino ahora es una gran esperanza para su clan,
para su especie entera, de igual forma que una amenaza. Lo que La
Corrupción ha infringido en los Nichans sigue siendo hasta hoy, una herida
abierta. El cambio en sus cuerpos, la pérdida de su esencia que los hace
quienes son… No está en nosotros intervenir. No podemos entender ni
siquiera cómo se sienten. Tú conoces el corazón de Dominio, sus miedos,
sus dolores, sus alegrías. Pero ignoras todo sobre su verdadera naturaleza. A
pesar de tu apariencia, eres más humano de lo que él jamás lo será.
Cualquier sentimiento, cualquier amistad que tengas con Domino, debes
quedar fuera de esto.
El ojo azul pálido de Matta perforó los de Gus. Intentando hacer que él
absorbiera su discurso. El eliminó cada verdad que contenían sus palabras.
—No —dijo él.
Tenía que ayudarlo. Era Domino. Quien había encarado a hombres del
doble de su tamaño mientras Gus se escondía detrás de un árbol.
Domino, quien había luchado para evitar que Ero lo expulsara de la aldea.
El que le había dado su primera sonrisa, su primera risa…
Domino.
Gus se volvió y pateó un cubo de peltre que estaba junto a la cabaña. El
estruendo del metal resonó por toda la aldea mientras el balde bailaba entre
dos cabañas. El adolescente sostuvo su cabeza con las manos y se apoyó
contra la pared más cercana. Él estaba fuera de sí, su cuerpo lo empujaba
hacia abajo por el agotamiento, cada músculo estaba tenso.
Una vez más, intentó dominar su respiración, pero fue en vano. Cuando
eso no funcionó, comenzó a contar. Uno, dos, tres, cuatro. Inhalo. Uno, dos,
tres, cuatro. Exhalo más aire del que sopló. La técnica que Mora le había
enseñado a Domino parecía no funcionar. Aun así, él insistió.
—Tú tienes el derecho de dejarlo ir —la voz de Matta ahora era suave, su
fluidez lenta, como si temiese asustarlo—. Tienes el derecho de llorar.
Los Nichan gritaron. Domino gritó. De pena, de alegría. Él nunca se
contuvo y usó sus emociones con orgullo. Gus no lloró. Nadie necesitaba
saber cómo se sentía, entonces ¿para qué mostrarlo?
Soltó su cabeza y la apoyó contra la pared detrás de él.
—No quiero llorar.
—Sé exactamente lo que quieres. Tienes que controlarte. No agregues
más mierda. Sé que pelear es más fácil que enfrentar tu dolor.
—¿Qué dolor?
—Hoy perdiste a alguien a quien querías.
Mora.
Lo habían enterrado en el bosque justo después de su muerte, lejos de su
familia. Cuando los Nichans regresaron de cazar, Ero cargaba a Domino en
brazos. Los otros, deshechos, a veces con ojos enrojecidos, lo seguían con
la cabeza gacha, Beïka no bajó la cabeza. Cuando Belma había notado la
ausencia de su compañero, la verdad había llovido sobre todos ellos.
—¡El pequeño hijo de puta! ¡Ese maldito monstruo! ¡Él lo mató, él
asesinó a Mora! Tu hijo ya no tiene padre por culpa de él. Mi madre debió
haberlo dejado morir en el útero en lugar de traerlo al mundo.
Beïka había escupido su odio, lleno de rabia, llorando. Nadie había tenido
tiempo de detenerlo. El daño estaba hecho. Todos sabían el crimen que
Domino había cometido. El mismo Ero había salido de la enfermería para
aclarar los hechos, ambos, para limpiar el nombre de Domino y anunciar las
noticias, la que ensombrecería la muerte de Mora.
Como sea, la muerte estaba ahí, implacable, y aplastando, como un golpe
masivo en las costillas. Gus no podía permitirse pensar en ello ni siquiera
por un minuto. No quería pensar que, por seguirlos a ellos en la cacería, tal
vez habría sido capaz de sanar a Mora. Él no quería pensar en el vacío que
su ausencia dejaría.
¿Qué podía hacer él al respecto? Nada en absoluto. Ahora mismo,
Domino era su prioridad.
—Tengo que regresar —dijo Gus, como si la conversación que acababan
de tener nunca hubiese ocurrido, haciendo a un lado las objeciones de Matta
con un movimiento de su mano.
—Espera hasta mañana en la mañana —aconsejo Matta—. Deberías
comer…
—No tengo hambre.
—Me lo puedo imaginar. Dormir tal vez. ¿No? Me doy cuenta que tal vez
te sientes inútil —agregó ella cuando él la miró con una expresión oscura
—. No conseguirás nada de ellos hoy. Está en ellos lidiar con eso. Hazte tan
pequeño como puedas, por lo menos unas cuantas horas.
Así que todavía estaba ahí, teniendo que recordarle a la gente su utilidad
o fingir que no existía en absoluto. Hoy, más que nunca, se sintió impotente.
Un forastero.
A decir verdad, él quería proteger a Domino, tranquilizarlo, ofrecerle un
hombro en el cual llorar, pero él necesitaba a su amigo de la misma manera.
Ahora que Mora ya no estaba aquí, además de Domino, ¿Quién detendría a
Ero de echarlo? El regalo de Gus era una característica de seguridad, de
importancia. Como sea, el chico continuaba diciéndose a sí mismo que un
día, este regalo no sería suficiente. Ero le recordaría a esos Nichans que
habían sobrevivido sin su ayuda por cientos de años, y que ellos estarían
bien si Gus solo desaparecía.
Por un momento, Gus se reprendió por ser tan dependiente de Domino.
Se regañó a sí mismo por reducir su amistad a una necesidad. Domino era
mucho más que eso… Y Gus necesitaba verlo.
Debes quedarte fuera de esto, había dicho Matta, y tenía razón.
Gus pensó que habría sido una buena idea tomar su consejo y esperar
hasta el amanecer. Aunque ni un minuto más.
De vuelta en la cabaña que compartía con su amigo, se paró en medio de
la habitación varios minutos, mirando la cama vacía que se había mostrado
reacio a hacer esta mañana. Normalmente él y Domino hubieran estado en
el santuario terminando su cena o en los baños, agotados de nadar, correr y
trepar árboles. Gus estaba realmente cansado, pero no había comido, no se
había bañado, y Domino está dolorosamente inaccesible.
Después de un largo momento mirando las sábanas deshechas, se acostó
en el lado derecho de la cama, el lado de su amigo. El olor de Domino
permanecía en la almohada. Si cerraba los ojos, Gus podía imaginar que su
amigo estaba ahí también, al lado de él. No cerró los ojos. Se negaba a
perderse el amanecer, aunque no llegara pronto.
Gus no había visto la verdadera forma de Domino. Su verdadera
naturaleza. Una bestia.
Un verdadero Nichan.
Un milagro.
Eso no sorprendió tanto a Gus como había creído. Domino siempre había
sido especial para él, pero no solo eso, los otros chicos del clan siempre se
alejaban y rechazaban a Domino. Sin saber a quién estaban tratando, ¿estos
chicos podían sentir una diferencia en él?
Domino hablaba sobre eso a veces, cada vez menos mientras los años
pasaban, como si el asunto perdiera importancia para él. Pero a Domino le
seguía importando, la pena en sus ojos hablaba por él.
—Ellos no pueden odiarte, no te conocen —le había dicho Gus, quien
había explicado que incluso teniendo a su amigo viviendo en Kaermat con
su madre, los chicos siempre rechazaban su compañía.
—Bueno, pues se siente como si me odiaran. Tan pronto como me acerco,
ellos se alejan, me miran como si hubiera molestado su aura. Lo sabes, lo
has visto —la tristeza en el rostro de Domino enfermaba a Gus. Por dentro,
estaba hirviendo. Soñaba con arrojarse sobre esos niños y derribarlos, uno
por uno, incluso si esto no fuera más que una fantasía.
Ahora Domino había crecido. Él ya no era un niño, pero algunas cosas no
habían cambiado. Los niños seguían evitándolo sin que la orden pareciera
venir de sus padres, como si su instinto tomara el control.
—¿Crees que hay algo mal conmigo? —había preguntado Domino unos
momentos antes.
No hay nada malo contigo. Eres perfecto justo como eres, había pensado
en responder. En su lugar, se había girado hacia su amigo que estaba
arrancando las malas hierbas distraídamente, su mirada perdida en el valle
que conducía hacia el bosque de bambú.
—Estoy aquí —había dicho Gus—. No estoy huyendo.
—Lo hiciste antes —recalcó Domino.
—Estaba huyendo de todos. No solo de ti. ¿Eso sirve de algo?
Domino había posado su mirada en él, la sombra de una sonrisa en sus
labios. Como siempre, las acciones eran más importantes que las palabras,
Gus sabía eso. Había tenido efecto y Domino parecía tranquilo, o al menos
distraído de sus pensamientos oscuros—. ¿Estás insinuando que tú eres más
importante que el resto del clan? ¿Más importante que los niños que se
escapan cuando aparezco?
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo —dijo Gus con toda
seriedad.
Dominio había sonreído.
El fenómeno persistió, pero ahora estaba emergiendo la sombra de una
explicación. Los animales sentían la proximidad de los Nichans a una
distancia remarcable. Podían disentir la presidencia de estos depredadores
poderosos y alejarse de ellos sin más preámbulos. ¿Los hijos de los Nichans
compartían ese instinto de supervivencia? ¿Esa era la razón que se les dijo
para que estuvieran alejados de Domino?
¿Esta primera transformación cambió algo de ese fenómeno?
La visión de la piel de Domino convirtiéndose en negra, apareció ante los
ojos, aun abiertos, de Gus, y los músculos y huesos de su espalda
ondulando, cambiando, re moldeándose…
Al llevar a Domino de regreso a la aldea, Ero había convocado a Muran y
Gus a la enfermería. Una vez de vuelta en su forma humana, Ero había sido
forzado a aturdir a su sobrino. Una precaución, considerando que Ero no
tenía ningún deseo de enterrar a otro de sus protegidos hoy, o eso había
dicho.
Pero el discreto bulto que quedaba en la parte posterior del cráneo de
Domino era solo un pequeño problema.
Aún aturdido por la noticia y los gritos de odio de Beïka, Gus no se había
dado cuenta inmediatamente del trozo de tela pegado a la pierna de su
amigo. No, unida.
Gus reconoció el lino azul de los pantalones de Domino. Como si hubiera
salido de un sueño profundo, se acercó para cerrar la mano alrededor de la
tela.
Ero se apresuró a apartarlo.
—Intenté quitárselo. Está atorado en la pantorrilla.
Entonces, Gus y Muran habían comenzado a trabajar. No importaba cuán
confusa era la vista de esas fibras gruesas en la carne y la piel. No
importaba que nadie supiera cómo había quedado la tela atorada en la
pierna ilesa de Domino. Muran había abierto la pantorrilla, revelando
centímetro a centímetro la parte inferior de los pantalones arrugados entre
los cordones musculares. El pedazo de tela había sido eliminado y Gus
cerró la herida. Una vez que su trabajo estaba hecho, no pudo encontrar la
fuerza para apartarse de Domino, de quitar las manos de su pierna y de la
piel de su amigo. Ese contacto por sí solo no fue suficiente para dar sentido
a lo que acababan de experimentar.
Una vez más, Matta tenía razón. Gus no sabía nada sobre la verdadera
naturaleza de su amigo o incluso la de otros Nichans. Podría especular hasta
el agotamiento; y no obtendría respuestas.
NUNCA ANTES un chico tan joven como Domino había sido invitado para
asistir al consejo de la aldea.
Pasó dos noches más afuera, la primera se quedó en un rincón protegido
de la cocina, abandonando el lugar antes del desayuno; la segunda la pasó
entre dos cabañas. Él nunca se había imaginado que, después de tantos
años, regresaría y se quedaría atrapado entre esos dos sitios. Se había
metido allí con dificultad, disfrutando de la comodidad de las tablas
calientes, el olor a paja, y el constante cacareo de las gallinas. Cuando la
lluvia regresó en la mañana, no tuvo más opción que buscar otro refugio, un
lugar seco lejos de los otros Nichans, lejos de cualquiera propenso a hablar
con él.
Pero él no podía escapar de su tío tan fácilmente. Ero había agarrado su
brazo, evitando que el regresara a los baños y lo llevó al auditorio.
El cuarto estaba ubicado en el santuario, sobre el gran salón y estaba
destinado a varios usos, siempre aprobados por el Orador o el Unnan.
Allí se celebraban los concejos de la aldea, ceremonias privadas cuya
naturaleza seguía siendo vaga en la memoria de Domino. También entendió
que era ahí donde el Orador del pueblo entintaba los tatuajes en honor a los
muertos. Se accedía por una escalera por la parte trasera del santuario, fuera
de la vista.
Domino nunca había estado ahí. La habitación era más privada y
exclusiva que cualquier lugar en su territorio. Los Nichans tenían que ir a
las Piedras de Oración para orar u honrar los rostros de los dioses
desaparecidos durante las llamadas; el salón de banquetes era un lugar de
reunión, anuncio e intercambio. Pero el auditorio solo abría sus puertas a
unas pocas personas privilegiadas o afligidas.
Domino entró con aprensión, conteniendo la respiración. Al ver las
columnas que los rodeaban, el imponente brasero de hierro forjado en el
centro de la habitación, las alfombras profundas y de colores vivos
alrededor de las llamas primero pensó que iba a recibir las marcas. Un
toque de entusiasmo se mezcló con humildad y calentó su corazón. Él
deseaba tanto honrar a su hermano, llevar las marcas que ayudarían a
sostener el alma de Mora ante los Dioses, mantener intacta su memoria a
través de ojos que de ahora en adelante mirarían su piel tatuada.
Muchos Nichan del clan estaban tatuados. Después de la prematura
muerte de un familiar, un Nichan siempre recibiría las marcas. Beïka lo
haría si no lo hubiese hecho ya. Igual Belma.
Ella probablemente esperaría unos años para traer a Natso, así él sería lo
suficientemente grande para soportar el dolor brutal de las agujas y
comprender el valor de este ritual.
Domino estaba listo. Por ahora, era lo único que podía hacer por su
hermano. Él nunca conseguiría el perdón, nunca regresaría. Las marcas
serían su último gesto para el que lo crió durante más tiempo del que su
madre había podido.
El Orador se paró en el centro de la habitación, arrojando un puñado de
especias al fuego para perfumar el aire. Aunque nunca le había hablado
Domino lo había visto muchas veces a lo largo de sus años. Su nombre era
Issba. Él lucía apenas un poco mayor que Ero y tenía el cabello largo, muy
largo, en un ligero giro llegando a sus pantorrillas. Los lados de su cráneo
estaban muy afeitados. La piel manchada alrededor de las orejas y en las
mejillas era evidencia de una enfermedad de la piel que se curó hace años.
Levantó brevemente sus ojos marrones hacia Domino y Ero cuando
entraron al auditorio y luego regresó a sus especias, clasificándolas en la
palma de su mano antes de dejar que las llamas las consumieran.
Isbba era un hombre de los dioses, eternamente devoto al mundo divino,
para recordar y compartir con sus compañeros Nichans el recuerdo de una
época en la que los Rostros de los Dioses aún iluminaban el cielo. El papel
de los Oradores había cambiado después de que la Corrupción viniera.
Antes de eso, no había nada más que unos hombres y mujeres orando todo
el día para agradecer a los Dioses por la bendición de la vida. Ya que los
otros Nichans estaban ocupados cazando, vagando por el mundo y criando,
su gente necesitaba a alguien que orara continuamente por ellos, en los días
de antaño, los Oradores fueron los únicos que permanecían exclusivamente
en sus formas humanas. Una renuncia necesaria para amar a los Dioses.
Entonces los dioses desaparecieron y los Oradores habían ganado
influencia. Después de todo, ellos eran los únicos portadores de los
recuerdos de sus Creadores. Ellos siempre oraban por los de su especie,
usualmente solos, pero era dicho que solo el Orador del clan no era
responsable ante el jefe del clan.
Fue solo hoy que Domino se enfrentó de cerca a este hombre delgado,
vestido con un chal de lino negro descolorido.
Ero empujó a su sobrino a la alfombra y le indico que se quedara ahí.
Domino obedeció y se arrodilló. Issba aun los ignoraba, incluso cuando
pasó Ero y echó al fuego algunas especias recogidas en un cuenco redondo
de oro.
Después Orsa llegó, repitiendo el mismo proceso y se sentó en una
alfombra más lejos. En minutos, tres Nichans más se les unieron. Todos
tomaron sus lugares, incluido Ero. Mientras las flamas se rompían, el
Orador los mantuvo esperando. Luego se sentó en un cojín en el suelo al
otro lado del brasero, frente a Domino.
—Mi joven aprendiz está enfermo —dijo Isbba, con una voz que se
trasladó sin esfuerzo al otro extremo de la gran habitación—. Esto es muy
lamentable. No debería perderse un evento como este.
—Usted pidió explícitamente que no esperábamos a nadie más —le
recordó Ero con molestia, arrugando la piel de su frente.
—Sé lo que dije.
—¿Cambiaste de opinión entonces?
—Nosotros no cambiamos de opiniones. Uno de ustedes tendrá que
visitar a Tulik durante el día para reportarle el contenido de nuestra
conversación. Yo no tendré tiempo para eso.
Hubo silencio alrededor del fuego. Uno de los Nichans suspiró. Fue
Omak
—Yo me encargo —dijo ella.
—Estarán eternamente agradecidos. Lo que estamos atravesando son días
oscuros que podría jamás repetirse. La voluntad de los dioses es poderosa y
hermosa, pero se debilita si nos olvidamos de…
—Que los días son cortos Issba —dijo Ero y todos giraron los ojos hacia
el Unaan, incluso Domino, quien hasta entonces, no había sido capaz de
apartar su atención del rostro hueco del Orador.
—Si vamos a subir a las Piedras, será mejor que nos demos prisa —
entonces Issba colocó sus ojos en Domino, al cual el corazón le latía cada
vez más fuerte. El hombre se levantó y caminó alrededor del fuego, más
sofocante que cualquier otra cosa en esa época del año, y se colocó enfrente
del adolecente. Había sudor en el pecho, frente y corta nariz del hombre. Se
frotó las manos, se inclinó y levantó la barbilla de Domino con su fino y
delicado dedo. Echó hacia atrás las rayas oscuras y onduladas que caían en
la frente del niño—. Este es un rostro hermoso —dijo el hombre para sí
mismo—. ¿Cuántos años tienes chico?
—Trece. Pronto catorce.
—Trece. Ya luces como un hombre. Estás creciendo bien, aunque lleno
de dudas. Pero las señales no se pueden escapar. Tu estatura es digna de
admirar. Déjame mirarte. Levántate. Quítate la ropa.
Después de una larga vacilación, Domino obedeció. Se quitó la túnica y
los pantalones y se los bajó hasta los pies. La desnudez rara vez lo hacía
sentir incómodo, pero en medio de esta habitación, con todas las miradas
posándose sobre él, enfrentando al Orador y su penetrante escrutinio,
Domino ahora sabía lo que sentían los humanos, lo que les dictaba su
modestia. Resistió el impulso de esconder su sexo detrás de sus manos.
Issba lo estudió de la cabeza a los pies, colocó un dedo en su cintura,
luego en su cadera, subiendo con una presión firme para sentir los finos
músculos de sus brazos.
—Tienes buena constitución, buenos hombros. Te convertirás en un
hombre hermoso, tengo fe en ello. ¿Eres virgen?
Domino tragó saliva.
—Sí —dijo, mientras se sonrojaba.
—Eso habrá que tenerlo en cuenta —dijo Issba más fuerte, como si se
dirigiera a alguien más que a Domino.
—De hecho, necesitará una buena chica para sus temporadas —dijo un
Nichan llamado Anon dos lugares más abajo del círculo, con los antebrazos
decorados con gruesos tatuajes honoríficos.
Domino sabía que el hombre había perdido a su compañero incluso antes
de que Domino y sus hermanos llegaran al clan. Los dos hombres habían
sido parte del consejo desde antes que Ero se convirtiera en el Unaan del
Clan Ueto.
—Me preocupaba más cultivar esa virginidad —respondió Issba, girando
el rostro de Domino hacia la izquierda, luego hacia la derecha, inclinándose
ligeramente para tocar la curva de su garganta y el hueso apuntando bajo la
piel—. Perderla podría alterar sus habilidades.
—Tal vez deberías revisar tu juicio sobre eso —dijo Ero.
—¿Sabes lo que es bueno para él, Ero? ¿Conoces la naturaleza de
nuestros antepasados?
—Es sangre pura. Vi su verdadera naturaleza con mis propios ojos,
gracias. Será una tortura si le prohíbes tomar una mujer durante sus
temporadas. Como tiene que pasar, no veo la razón para imponer cualquier
abstinencia. Es parte de nosotros. Al menos déjale eso al chico o lo matarás.
—Probablemente esté por encima de eso.
—Nadie está por encima de eso.
Orsa sonrió y Omak miró de reojo en dirección a Domino. Una mirada
que no dejaba de detallar enfáticamente la anatomía del adolescente. Omak
siempre había mirado a Domino con insistencia y curiosidad. O deseo, no
podría haberlo dicho. Por su parte, Domino trató de mantenerse digno ante
esta conversación, que se había vuelto demasiado personal para su gusto.
Más bien lo perdió de vista.
Ahora sabía que no habría marcas. Las Piedras de Oración era su próximo
destino.
Domino ya sentía que no le gustaría lo que sucedería allí.
—No puedo prohibirle que haga nada —continuó Issba después de una
pausa—. Solo estoy aquí para ofrecer mis consejos y conocimientos. —
levantó la barbilla de Domino, de nuevo entre sus dedos, forzando sus
miradas a encontrarse—. Nuestros Dioses Todopoderosos han puesto sus
ojos en ti y han tomado una decisión. No hacen tal cosa sin un propósito.
Tendrás que demostrar que eres digno de ello.
Los ojos de Domino vagaron. Ero lo miró, al igual que los otros Nichans
en el auditorio. El chico miró hacia abajo. ¿Fueron los dioses realmente
responsables de esto? Al quitar accidentalmente la vida a Mora, ¿Domino
había deshonrado su oferta? Nada de esto se sentía como un regalo. Lo que
sea que fuese, estaba seguro de que ya no era digno de nada. Le había
fallado a los Dioses. Le había fallado a Mora.
—Vamos chico —dijo el Orador, sacudiendo el rostro de Domino—. No
tienes elección. ¿No quieres enorgullecer a los Dioses?
El hombre parecía estar esperando una respuesta, por una vez, Domino no
tenía nada que decir. Issba agregó,
—Y tu gente, tu clan. Todos cuentan contigo —soltó a Domino y
retrocedió varios pasos, abriendo los brazos ampliamente como para tomar
vuelo. Una leve sonrisa enmarcó sus labios—. Hónralos chico. Revela tu
sonrisa.
Así que de eso se trataba todo. ¿Ellos esperaban que se transformara?
¿Aquí? ¿Habían perdido la cabeza para sugerir tal…
¡Por amor de Dios! Él era responsable por la muerte de su hermano.
¿Todos querían el mismo destino?
No les importaba. Ellos creían que Mora era débil, que ellos podían
sobrevivir a esta bestia…
Domino olvidó quién era el hombre delante de él, su carisma, su título, y
empujó con un poderoso golpe con todo lo que componía su ser. No más
sonrisa de Nichan. Domino incluso arremetió sus sentidos.
Su respuesta fue afilada y final.
—No lo haré.
Ero cruzó los brazos sobre su amplio pecho. Ya le habían ofrecido este
camino.
Issba levantó las cejas, de alguna manera sorprendido.
—Vamos, sé que es intimidante, pero no hay ninguna razón para ser
tímido. Estás seguro aquí. No te asustes. Vamos a verlo.
—No.
El Orador perdió su sonrisa y sus brazos cayeron a los costados de su
cuerpo. Miro a Domino acusadoramente y con menos perdón de lo que lo
había hecho Ero hace unos días antes.
—Esa no es una respuesta aceptable, chico. Sea el que sea el dolor por el
que estás pasando, no tienes excusas. Casi tienes la edad para criar niños.
Actúa como un adulto —la falta de una reacción positiva en el chico obligó
al hombre a mostrar más autoridad—. Además, esa no es forma de pararse.
Ven aquí. ¡Aquí dije! No te resistas. Párate ahí. Levántate. ¿Crees que esta
es una manera de honrar a los Dioses? No, mírame.
Instintivamente, Domino había girado sus ojos hacia Ero, rogando por su
ayuda. Que irónico solo tener a su tío para rescatarlo en este momento. Su
tío insistió en que Domino los acompañara a su maldita búsqueda de
puertas.
La expresión de Ero se oscureció, pero no se movió una pulgada, los
músculos de la mandíbula se movían debajo de la barba.
Una vez más, Issba retrocedió para darle a Domino suficiente espacio
para la transformación que no llegó.
—Revela tu verdadera forma. Enorgullécete. —Dijo el Orador.
—No —Domino se paró en sus pies, mandíbula apretada, su ira
aumentando—. No. Esa es una palabra bastante simple. Creo que cualquiera
en el resto del mundo ya la habría entendido.
Sus manos temblaban mientras luchaba contra el impulso de huir, de
gritarle al hombre que lo dejara ir. Tenía que mantener la calma, e
insolencia era lo único que le quedaba para restaurar su fuerza.
Una sonora bofetada golpeó su mejilla. Domino abrió los ojos
ampliamente mientras Issba lo señalaba, las lenguas ardientes de las llamas
brillaban en sus ojos.
—No aceptaré esta respuesta —dijo—. Tú deshonras la memoria de la
infinita bondad de nuestros Creadores. No lo toleraré más. ¡Transfórmate
inmediatamente!
—No lo haré.
Otra bofetada.
—¡Transfórmate!
—No.
Entonces otra.
—No pierdas mi tiempo.
—¡No!
La mano de Orador se levantó tan rápido como un relámpago. El golpe no
quemó la mejilla de Domino. Con un firme agarre, Ero había detenido la
mano de Issba.
Issaba exhalo con sorpresa.
—¿Qué pasa contigo?
—Para de golpearlo —Ero ordenó con cansancio.
—¿Te atreves a desafiar el camino de los Dioses?
—No tengo la intención de ver a mi sobrino masacrarte, así que
reconsidera tu actitud antes de que se ponga feo.
—No le tengo miedo.
—Tu coraje te honra, pero no te salvará.
—En efecto.
Issba alejó su brazo y, a pesar de ser unos centímetros más bajo, miró a
Ero con la luminosa mirada de un hombre que no teme ningún daño, que no
se somete a ninguna ley. Domino había tomado la oportunidad para
retroceder. En el auditorio, los Nichans miraban el intercambio en silencio.
Orsa se había levantado, lista para defender a su compañero.
—Este chico tiene que despertar —dijo Issba.
—Lo hará, pero no bajo tu voluntad. La última vez que escuché —
remarcó Ero—. Sigo siendo su Unaan. Y en la ausencia de su madre y
hermano, él es mi responsabilidad.
—¿Crees que puedes resolver este problema sin mí?
—He logrado mucho sin tu…Guía.
—En ese caso, largo.
—Dijiste que querías ir a las Piedras…
—Ese no es el caso.
—Creí que los Oradores no cambiaban de ideas.
—El chico se niega a obedecer. A menos de que lo fuerces, ofendería a
nuestros Dioses subir a las Piedras de Oración en estas condiciones. No les
resultaría de tal manera. ¿Vas a obligarlo?
Ero echó un breve vistazo a Domino por encima del hombro de Issba,
breve pero lo suficientemente largo como para que se notara la vacilación
que permanecía en el borde de su mente.
Domino dejaría su ropa ahí. Sería libre antes de que la orden cayera.
—Es interesante el miedo que tienes a los efectos de perder la virginidad
—Ero le dijo al Orador—. Pero que no te importe qué impacto puede sufrir
su ser si yo le ordenó que se enfrente contra su mayor temor. El juramento
de sangre no está exento de peligro para el cuerpo y la mente. Tú ya sabías
eso. Ustedes, Oradores, rechazaron el juramento por esa razón. Dado lo que
él es, es imposible decir…
—¿Así que rechazas el regalo de los Dioses?
—No me arriesgaré a desperdiciarlo. Los dioses nos han bendecido. No
arruinaré la esperanza que le han dado a nuestro clan. Sería más sensato
echarte fuera y perder tus enseñanzas que seguir tus consejos. La vida de
Domino es más valiosa que la tuya. Los Dioses estarán de acuerdo
conmigo.
Issba levantó la barbilla y apartó la mirada. Se dio la vuelta, tomó otro
puño de especias del cuenco y las tiró al fuego.
—Fuera. Estoy cansado de repetirme a mí mismo.
Domino tomó su ropa. Estaba metiendo una pierna en sus pantalones
cuando la voz de Issba se levantó una vez más.
—Sabes lo que tienes que hacer, Ero. Sabes que la mejor manera de
restaurar el verdadero color de la sangre de los Nichans.
—Es muy joven —respondió Ero.
—Él es casi un hombre.
—A penas. Aún no ha alcanzado la edad de su temporada. Una vez que
pase, todo será más fácil para él.
Sus temporadas, la rutina, un paso obligatorio para todos los hombres
Nichans. Un tema trivial y, sin embargo, hizo que el corazón de Domino se
encogiera de miedo en las profundidades de su pecho. Mora lo había
pasado. Beïka también.
Llegaría su turno.
Domino dejó de vestirse antes de retomarlo, pasando un brazo por uno de
los agujeros de su túnica. Estaba acalorado por el nerviosismo, pero la tela
era una capa protectora que sintió que se había roto cuando se desnudó
frente al Orador.
—¿Eso crees? —preguntó Issba—. Hay una bestia en él. Debería
aprender a afrontar lo que es antes de que llegue a ese punto de inflexión.
Su futuro es incierto… Tú mismo me lo dijiste.
—Suficiente.
La orden de Ero se deslizó una vez más sobre la voluntad del Orador
como el agua en las curvas de un cisne.
—Le has tenido miedo desde que juró el cargo. Siempre has sentido que
había algo diferente en él. Ese poder, esa fuerza salvaje que todos
anhelamos. La verdad es que tienes miedo de que te domine. No temas más,
Ero, porque lo hará. No se puede luchar contra la voluntad de nuestros
Creadores. No intentes sabotear su trabajo.
Se hizo el silencio una vez más. Ero estaba tranquilo, sus ojos clavados
en el arrogante rostro del Orador. En un movimiento instintivo para
proteger a su líder, todos los Nichans del consejo se habían levantado
cuando Issba desafió la orden de Unaan.
En la sofocante atmósfera, el Orador nunca apartó la mirada. Ambos
hombres se miraron el uno al otro.
Una bocanada de humo se elevó del eterno brasero.
Detrás de Ero, Domino salió de su letargo. Fue demasiado. Él tuvo que
salir; tuvo que salir de esta habitación y su aire lleno de rabia. Sin cerrar su
túnica, salió con grandes pasos.
Las palabras de Issba todavía resonaban en su cabeza mientras bajaba
corriendo las escaleras. La verdad es que tienes miedo de que te domine. No
temas más, Ero, porque lo hará.
¿Era esto lo que realmente temía Ero? ¿Qué Domino ocuparía su lugar?
¿Realmente Ero le había dicho al Orador que le tenía miedo a Domino
desde el día del juramento de sangre? Temeroso. Qué palabra tan profunda.
¿Tiene miedo de un niño de seis años que se había desmayado a sus pies?
¿Tiene miedo de un adolescente incapaz de controlar su verdadera
naturaleza?
Domino negó con la cabeza y se frotó los ojos. Odiaba que la gente
hablara de él a sus espaldas, como si él no estuviera allí, como si no tuviera
voz en el asunto. Si su opinión importaba tan poco, ¿por qué debería
preocuparse por las opiniones de otras personas? A nadie le importaban sus
miedos, su dolor, saber cómo se sentía. ¡Él fue el responsable de la muerte
de su hermano, por el amor de Dios! Todos, Ero, el consejo, e Issba se
preocupaba por qué hacer con un sangre pura ahora que tenían uno a mano.
Y Domino, en todo esto, ¿alguno de ellos le preguntaría qué necesitaba?
Probablemente no. Sin más vacilaciones, atravesó el bosque del pueblo y
encontró la brecha. Nadie la había cerrado todavía. Empujó los troncos de
bambú fuera de la cerca y salió de la aldea.
Había venido hasta aquí sin pensar, impulsado por un abrumador deseo
de la verdad. No llegaría muy lejos. Si otros lo veían y lo castigaban, lo
aceptarían. Valía la pena.
La lluvia seguía cayendo, enmascarando los olores, transformándolos,
despertando a muchos otros. Domino navegó entre los árboles, confiando
en su memoria fragmentada. Avanzó con un paso determinado. Pero cuanto
más se acercaba al lugar, más se debilitaba su confianza. Había estado
lloviendo durante varios días; tal vez las huellas se habían borrado.
Dudó y se detuvo en seco. Frente a él, habían talado un árbol. No con
garras. No con una sierra como hacían los humanos. Se partió en dos. Las
fibras de madera todavía estaban adheridas al resto del tronco que yacía en
la hierba. Gran parte de la corteza superior había sido arrancada
brutalmente, como si algo tan duro como una roca hubiera aplastado el
pobre árbol. Probablemente la causa de la caída. Era un ejemplar hermoso,
grueso, de al menos cincuenta años. Domino soltó el aliento que había
retenido en contra de su voluntad y se acercó. Tenía la sensación de que
sabía qué había causado la caída de este árbol.
A su derecha reconoció el lugar donde Ero había luchado y terminó el
primer dohor. A su izquierda, el lugar donde él y su hermano habían estado
escuchando los gritos de la otra criatura que probablemente ya los había
visto. No había sangre en el suelo, como había esperado Domino.
No había sangre, pero encontró algo más.
Impresionantes laceraciones en la tierra. Profundas, irregulares,
torpemente dibujadas.
Viste al dohor. Te transformaste y lo atacaste. Pero... tus movimientos
eran desordenados. Apenas podías estar de pie, como si nunca hubieras
aprendido a caminar, como un niño. Ero no había mentido. Estos surcos
podrían dar fe de eso. Domino se inclinó y rozó la tierra húmeda con las
yemas de los dedos. Cerró los ojos y se concentró. Si tan solo algunas
partes de este momento pudieran volver a él. Cualquier cosa serviría para
dar impulso al resto de su memoria.
Los puntos faltantes de su mente permanecieron fuera de su alcance.
Nada.
Respiró como Mora le había enseñado, calmando sus nervios, ahondando
en su mente.
Todavía nada.
Volvió a abrir los ojos. ¿Cómo pudo haberlo olvidado?
El árbol al revés.
No, ni siquiera un golpe en la cabeza habría bastado para hacerle olvidar.
E incluso si lo hubiera hecho, entonces sus recuerdos no estaban realmente
perdidos, solo enterrados profundamente en su cabeza. Sin embargo,
Domino se sintió como si no tuviese ninguno, como si el accidente y su
transformación fueran una mentira, o como si su mente se hubiera negado a
aferrarse ni siquiera a un segundo de estos eventos.
Miró la escena por última vez, se acercó al árbol y frotó la palma de la
mano contra el tronco desollado.
Nada. Ni una imagen, ni un sentimiento fuera del asfixiante vacío que
destrozó todas sus esperanzas.
Fue una causa perdida. ¿Cómo podría aceptar lo que había hecho y lo que
era si nada de eso parecía real? Pero la ausencia de Mora fue real, al igual
que el dolor de Belma, el dolor de Beïka y el suyo propio.
Fue ahí para nada.
XVI
EL NIÑO esperaba al borde del bosque. Era una cuarta parte más pequeño
que Domino, tenía el cabello negro torpemente cortado alrededor de sus
orejas prominentes, y las mejillas redondas enrojecidas con pequeños
granos. En sus manos, sujetaba algo presionando su pecho, como un tesoro.
Con los brazos llenos de troncos, Domino se quedó quieto. Cuando vio al
niño, el corazón le dio un salto. Miró a su alrededor y luego volvió a centrar
su atención en el niño.
Bajo el cielo oscuro, con las piernas enterradas hasta las rodillas en la
hierba, Natso extendió las manos delante de él. Algo sobresalía entre sus
redondos deditos. A media docena de pasos de distancia, Domino tomó su
decisión. Caminó a paso medido hacia el niño. Domino llegó a un metro de
su sobrino, puso su madera en el suelo mientras se agachaba y estudió el
rostro del niño. Domino no se había parado tan cerca de él desde el
bautismo de Natso el día que Mora lo tuvo.
Sabía, tanto por su breve experiencia como por los rumores que
circulaban por la aldea que, a tres años, Natso nunca había pronunciado una
palabra. Pero el niño entendió lo que se le decía, así que abrió las manos,
mostrando un pequeño lagarto de piel lisa y azulada. Lo que quedaba de su
cola falsamente cortada estaba aprisionada entre el pulgar y el índice de
Natso.
Natso asintió.
—¿Quieres... dármelo?
Otro asentimiento.
—¡Natso!
Belma lanzó una oscura mirada a Domino y luego se inclinó hacia su hijo.
—Vuelve a casa de inmediato. Dadou te está esperando para comer. Ahora,
Natso-sanoa.
Sanoa, que significaba "hijo mío", o en este caso una forma clara de que
cualquier Torb le recordara a un niño quién estaba al mando. La alegría
había abandonado los rasgos de Natso, pero no se lo dijeron dos veces. Con
las manos aún llenas, se dio la vuelta y, lanzando una última mirada por
encima del hombro, y se alejó del bosque, corriendo hacia el corazón de la
aldea sobre sus pequeñas piernas.
—¿Parece que me importa? —una brisa pasó entre ellos—. Te dije que te
alejaras de mi hijo. Lo dije en serio. Puede que no sea una cazadora, pero
haré que te arrepientas si sigues adelante.
Era inútil defender su caso. Belma no cedería. Pero ante la ira que crecía
en su interior ante la mención de este incidente, Domino no pudo callar.
—Yo nunca le haría daño —una pobre defensa. Había matado a Mora,
aunque era lo último que hubiera querido.
—Él ya tiene una familia. Tiene el clan, tiene a Dadou, me tiene a mí, y...
No...
Cuando dejó Surhok al amanecer del día siguiente, echó un último vistazo
a la cabaña de Belma, donde Natso probablemente seguía durmiendo.
MUCHA SANGRE. Gus no podía dejar de verla.
Gus corrió hacia ellos, con los pulmones apretados entre su caja torácica
y su corazón palpitante. Ero le había ordenado que se reuniera con ellos en
la enfermería. Gus ya estaba en camino. Se estaba convirtiendo en una
costumbre.
Gus cerró los ojos y se concentró. El proceso era ahora parte de él. Pero
el silencio que necesitaba para permitir que su don se desplegará, seguía
estando fuera de su alcance.
—Una tumba, ¿es eso lo que quieres? ¿Quieres reunirte con tu madre y tu
hermano?
—¡Cállate!
La orden no vino de Domino, sino de Gus. Abrió sus ojos oscuros y miró
a Domino y luego a su tío. No le importaban las repercusiones. Si no le
dejaban hacer su trabajo, Domino moriría. A su izquierda, Ero se levantó en
toda su altura, tan enorme e intimidante como siempre.
Gus no se impresionó, como si se enfrentara a una pared en lugar de a una
bestia.
—Necesito silencio.
Sin más, cerró los ojos y se ocupó de la herida que se presentaba en todo
su esplendor. Era profunda, tal vez más profunda que cualquier herida que
hubiera curado antes. Él inmediatamente divisó la arteria afectada que el
vendaje comprimía severamente. No lo suficiente para detener la
hemorragia, pero lo necesario para darle tiempo a Domino.
Fue obedecido, y se reanudó tras tragar una gran bocanada de aire. Una
vez que la herida estaba firmemente cerrada, batió los párpados y Domino
reapareció ante él, con la respiración más tranquila, la mano aferrandose a
su collar y el trozo de savia que colgaba de él, mientras la otra yacía en la
cama.
Con los dientes apretados, Domino respiró con fuerza, la carne de sus
mejillas se contrajo.
Para transformarse.
Con los ojos puestos en su amigo, Gus dio un paso atrás y se dejó caer en
el banco más cercano. Sus manos temblaban, húmedas y cansadas, igual
que el resto de su cuerpo. Como siempre que usaba su don en Domino,
había sacado sólo su propia fuerza, negándose a utilizar la fuerza del cuerpo
que trataba. Sin embargo, habría sido más fácil, ya que la energía de
Domino parecía infinita. Pero Gus no se permitiría confiar en ella.
El don era una parte íntima de Gus, tanto una maldición como una
posesión preciosa. No estaba dispuesto a compartir los detalles con el líder
del clan. Pero a pesar de que había dominado su don, este seguía siendo un
misterio para él.
Por todas estas razones, Gus sólo había pronunciado unas vagas palabras
en respuesta a Ero.
—Utilizo mi energía, a veces la del paciente, para acelerar el proceso de
curación.
Gus había estado en la cocina del santuario limpiando una enorme olla de
hierro fundido en la que se cocinaba todos los días. El chico podría haber
cabido allí en su totalidad. Esta era la tarea de Domino, pero en ese
momento todavía se estaba recuperando de la muerte de su hermano, y Gus
habría hecho cualquier cosa para aligerar la carga de su amigo.
—Mis propias fuerzas son limitadas —le había explicado Gus a Ero.
—¿Qué significa?
Puede que Ero no haya sacado una piedra azul de su bolsillo, pero Gus no
la necesitaba para estar convencido. El recuerdo del cristal del Op aún
brillaba en un rincón de su memoria, como el destello de una hoja.
A decir verdad, hacía tiempo que Gus había dejado de utilizar la energía
de Domino, y no porque Ero le hubiera amenazado una vez más.
—Lo siento.
Domino le contó que había visto a la ex pareja de su hermano hace dos días.
Se quedó mirando a Gus, como si esperara una respuesta. No sólo una
respuesta, ni siquiera un comentario. Esperaba que Gus le llamara la
atención sobre su error, para recordarle que, como de costumbre, Domino
había hablado y actuado sin pensar. Quería ser castigado por sus duras
palabras a Belma.
—Difícilmente.
—No tienes que parar. —susurró Domino sin perder la sonrisa. Había
recuperado el color, aunque sus labios seguían sin sangre.
Lo que ahora ocurría entre los dos jóvenes había comenzado un año
antes. Ellos se buscaban el uno al otro. Coqueteando. La mayoría de las
veces era sólo una cuestión de palabras y miradas compartidas alrededor de
su comida, burlándose el uno del otro al borde del río para aligerar el
ambiente, para descubrir los límites del otro.
—¿De verdad? ¡Qué pena! ¿Se acabará alguna vez? ¿Sobreviviré siquiera
a esta injusta prueba de miseria?
—¿Sí?
—Tal vez mi pierna está infectada. Puedo sentirlo. Justo aquí. Aquí.
Vamos, tócala de nuevo. Rápido, antes de que el dolor agonizante que
recorre mis venas reduzca mi carne a un montón de carne podrida. ¡Oh, no!
¡No!
—Cállate.
Silencio.
—Tu lengua —dijo Gus, aceptando las significativas palabras de su
amigo, el eco de un escalofrío haciendo cosquillas en la nuca—, la pierna
probablemente ya está jodida —la sonrisa de Domino se amplió y Gus
exhaló una carcajada—. Tendrás la pierna entumecida durante días. Tendrás
que masajearla. ¿Quieres que te enseñe cómo hacerlo?
Por fin se atrevió a dirigir sus ojos negros y ámbar hacia Domino. El
joven estaba jadeando ligeramente, listo para responder al avance. Gus
debería haber mantenido la boca cerrada.
Habían llegado a este punto más de una vez. Cada tanto, Gus había ponía
fin a la situación. Domino nunca pareció ofenderse, como si lo poco que
Gus le ofrecía fuera suficiente para él. En los diez años que se conocían,
algunas cosas no habían cambiado. Domino todavía estaba contento con lo
que la gente estaba dispuesta a darle.
Muy guapo.
—¿Cuándo?
—Sólo éramos niños. Creo que tenía ocho años. Me corté la palma de la
mano. Justo aquí —dijo girando la mano hacia arriba, mostrando una
cicatriz recta en la base del pulgar.
Gus sonrió y dibujó círculos en la piel de Domino con la punta del pulgar.
—No es doloroso.
—¿Estás seguro?
Bésame...
Todavía no.
—Es excitante.
Gus se quedó quieto. Quería que este momento durara, para saber hasta
dónde llegaría Domino antes de que llegaran al punto de no retorno, aunque
sólo fuera para saborear el aliento de Domino contra sus labios. Nada más.
Gus confiaba en que su cuerpo reaccionaría y pondría fin a su juego en el
momento adecuado.
Era el momento.
Gus se retiró con calma y tiró con una mano de la sábana pegada bajo el
cuerpo de su amigo.
Su corazón latía más rápido de lo que creía posible. Sus manos estaban
sudadas, su vientre un poco anudado. Aun así, podía fingir que no era nada,
que no corría ningún riesgo.
LAS LÍNEAS TALLADAS en la madera eran más erráticas que nunca. Gus dio
un golpe seco en la parte posterior de su cincel. La punta patinó hacia un
lado y se salió de los límites de la tabla. Suspiró por la nariz y se rascó la
frente. Debería haber estado en la cama hace horas. Pero Domino no
aparecía desde el día anterior, y Gus necesitaba respuestas.
Con un movimiento controlado, se apartó el cabello detrás de la oreja,
sopló las astillas de madera y volvió a colocar la hoja en la tabla.
A su espalda, la puerta se abrió. Domino entró tras una breve vacilación,
como si la cabaña no fuera suya.
Su cabello negro como el carbón estaba mojado, rizado.
—Hola —se detuvo en el umbral. Su mirada era preocupada, parecía
evitar el contacto. Pero había llegado a casa por fin y parecía estar en mejor
forma.
—Hola —dijo Gus.
Domino se frotó la barbilla y entró en la habitación. Una vez sentado
junto a Gus, miró hacia abajo. Olía a jabón.
Gus combinó la información que acababa de recibir y su vientre se
contrajo.
Domino estaba mejor.
Había hecho lo necesario.
—¿Has comido? —Gus preguntó para evitar el tema.
—No.
Gus se levantó y le acercó el plato que estaba en la mesa junto a la cama.
Había apilado fruta, frutos secos, y tiras de cerdo en él. Lo puso junto a
Domino y se sentó en el suelo. Con una mano temblorosa, Domino cogió
una Lychee6. La fruta no llegó a tocar sus labios, rodando torpemente entre
sus dedos durante varios minutos.
Incapaz de aguantar, Gus preguntó: —¿Has hablado con Ero?
—Ahora mismo, no quiero hablar de él —Domino infló sus pulmones y
exhaló lentamente, como para calmar sus nervios. Luego dijo, —Pasé la
noche con dos mujeres.
Gus no parpadeó mientras la verdad tomaba forma.
Mujeres. Domino había pasado la noche con ellas. Las había tocado. Ellas
también lo habían tocado. ¿Le había gustado? Sí. Claro que sí.
Gus tragó en silencio, obligando a sus pensamientos a callarse ahora, pues
muchos estaban surgiendo. Domino no necesitaba saber cuánto le afectaba
la confesión.
Ahora está mejor. Ha hecho lo que tenía que hacer.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Gus.
Domino frunció los labios y apretó el lychee entre el pulgar y el índice. Se
detuvo cuando la cáscara gris de la fruta cedió, revelando la carne blanca
que había debajo, como una herida profunda.
—Creo que sí —dijo, con los ojos todavía bajos—. No estoy muy seguro.
No fue... No es así como ... Yo...
—Cuéntame.
Otra pausa durante la cual ambos contuvieron la respiración.
—Sentí que no era yo mismo, como si algo controlara mi cuerpo, mis
pensamientos. Como si yo... fuera... un animal. Sé que es la rutina. Sé que
es normal. He esperado demasiado tiempo. Pero... me siento vacío.
Tiró la fruta al cuenco, haciéndola rodar con las demás, y se pasó una
mano febril a través de su cabello. Ni una sola vez había mirado a Gus.
Mírame, quiso decirle Gus. Estoy aquí, no tienes que sentirte vacío. Sólo
déjame...
Gus apretó los puños.
Déjame demostrarte que no los necesitas.
En lugar de hacerse eco de estos pensamientos, Gus optó por el silencio,
con los ojos posados en el rostro de su amigo. En la tenue luz de las
lámparas, Gus siguió la línea de su nariz, la pequeña protuberancia que
curvaba el puente. Un poco más allá, divisó la cicatriz bajo el ojo de
Domino, la de cuando tenía siete años, la que se le clavaba en el pómulo
cuando sonreía. Descendió hasta su franca y cuadrada mandíbula, luego
subió hacia sus redondos labios. Gus se imaginó acercándose a su amigo,
aunque sólo fuera para ponerle la mano en el hombro.
No me dejes.
Un peso seguía descansando en su pecho. Tras un largo silencio, Gus supo
lo que tenía que decir.
—No eres un animal, Domino. Por eso te sientes mal, por eso no te basta.
Alguien como tú necesita a alguien que lo cuide, que lo tranquilice —Una
pausa—. Si quieres, podemos ir a la cama y acostarnos. Juntos. Te abrazaré,
y tú puedes hacer lo mismo conmigo. Si te sientes cómodo, si sientes la
necesidad, puedes darte placer. No me importa. Mantendremos nuestros
pantalones puestos. Puedes abrazarme. Estaré aquí. No me escaparé.
Lentamente, Domino finalmente volvió sus ojos hacia él. Parecía
sorprendido por la oferta de Gus.
Su pecho se levantó cada vez más rápido.
—Mis temporadas han terminado. —dijo Domino.
—Lo sé.
No me dejes.
—¿Harías eso por mí?
Haría cualquier cosa por ti.
Gus permaneció callado y acercó su mano a la de Domino. Sus dedos se
encontraron y se entrelazaron. Domino apretó su mano, su mirada nunca
dejó el rostro de Gus.
Era arriesgado. Era el tipo de situación (aunque no del todo) que Gus
quería evitar. Una vez en los brazos de Domino, él sería débil. Y Domino,
que, sin decirlo, acababa de confesar haber tenido sexo con varias mujeres.
¿Se entrometería en su cama el fantasma de sus amores?
Toda esta idea era probablemente mala, pero….
Gus silenció sus pensamientos y sonrió, una sonrisa nerviosa pero
genuina.
Domino seguía observándolo. Podría haberse negado. Todavía no lo había
hecho.
Gus se levantó, invitándole a seguirle. —¿Vienes?
Pasaron unos segundos. Los dedos de Domino se cerraron con más fuerza
sobre los suyos. El Nichan se levantó para seguirle, y un alivio más allá de
toda sospecha devolvió el valor a los músculos de Gus.
Domino aún sostenía la mano de Gus entre sus largos dedos cuando se
detuvieron junto a la cama. Miró las sábanas y luego a Gus. El chico rubio
recuperó su propia mano y la pasó por su espalda. Sin romper el contacto
visual, tiró de los cordones que cerraban su túnica sin mangas y se la quitó.
La tela se deslizó por la base de sus alas. Reprimió un escalofrío. La túnica
cayó al suelo sin hacer ruido.
Domino miró a Gus, su esbelto torso, su abdomen contraído. Gus sabía
exactamente qué aspecto tenía. Era un humano flaco y pálido rodeado de
Nichans altos y llenos de poder. Él todavía parecía un niño, mientras que
Domino, de la misma edad que él, tenía la complexión de un buen hombre.
Si Domino quería un hombre, Gus no era la mejor opción disponible
alrededor.
Coquetear y querer eran dos cosas diferentes. Una era un juego. La otra
tenía un peso, mucho más significativo.
Se cuestionó a sí mismo, se sintió ridículo por pensar que su amigo podía
desearlo tanto como él anhelaba su toque. Aunque todavía llevaba sus
pantalones, Gus se sentía más desnudo que nunca, como si su corazón
crudo estuviera expuesto. Sin embargo, mantuvo la cabeza alta, la mirada
fija, y no retrocedió mientras Domino lo contemplaba.
—¿Qué...? ¿Qué puedo hacer? Hum... Quiero decir, ¿tocar? —Preguntó
Domino, relamiéndose los labios.
—Cualquier cosa… Te lo diré.
—De acuerdo —susurró el Nichan con voz temblorosa.
Menos de un brazo los separaba. Pronto no quedaría nada.
Con este pensamiento, Gus se tumbó en la cama, y pronto se le unió
Domino. Se acomodaron como todas las noches: Gus a la izquierda,
Domino a la derecha. Tumbado de lado, Domino dudó.
Gus se acercó a él, rápidamente asaltado por el calor que emanaba del
poderoso cuerpo de su amigo. Domino hizo lo mismo y rodeó a Gus con un
brazo y luego con el otro.
Mantuvo la distancia, no se atrevió.
—¿Quieres parar? —preguntó Gus.
Domino sacudió la cabeza y atrajo al otro chico hacia él. Sus torsos se
tocaron y él suspiró. Inmediatamente después, abrazó a Gus con más fuerza.
Gus devolvió el abrazo tímidamente. Tenía que recordar que lo hacía por
Domino y no por él mismo. Por un momento, el aliento barrió la parte
superior del cráneo de Gus, sus manos sabiamente colocadas bajo sus alas.
El primer movimiento de cadera de Domino los sorprendió a ambos, sutil
pero evidente. Gus habló antes de que su amigo retrocediera. —¿Quieres
tumbarte encima de mí?
Sí, claro que quería.
Rodaron torpemente sobre la cama, separándose por un momento. Cuando
Domino se acostó sobre él, Gus sintió que su aliento lo abandonaba. Apoyó
sus manos en los hombros de Domino y se dio cuenta de que la posición de
su cuerpo no era del todo correcta. El problema no provenía de sus alas,
aunque le presionaban desagradablemente la espalda. Era otra cosa.
La cama crujió con el movimiento de sus miembros enredados. Gus abrió
los muslos. Las piernas de Domino se movieron hacia el espacio que se le
ofrecía y la posición se hizo de repente más cómoda, más natural.
Intercambiaron miradas y no dijeron nada. La insinuación era
suficientemente elocuente.
Domino enterró su rostro en el cuello de Gus y sus caderas reanudaron sus
movimientos. Eran ligeros, tímidos. Entonces Gus sintió los labios de
Domino en su piel. Se pusieron uno encima del otro y a Gus le fue
imposible ocultar la sacudida que corrió por sus venas y sacudió todo su ser.
El eco llegó a sus manos, que se cerraron sobre los hombros de Domino.
Al sentir el cambio, Domino levantó la cabeza, con las mejillas
sonrosadas. Había dejado de moverse.
—Lo siento.
Gus pensó que moriría de vergüenza, pues si Domino ponía fin a esto
ahora, se arrepentiría para siempre de haberlo sugerido. Que su amistad se
volviera incómoda siempre había sido una de las razones para limitarse a
coqueteos inofensivos. Esto no sería inofensivo.
—Debe sentirse extraño para ti —dijo Domino, su aliento calentando el
espacio entre sus rostros—. No tienes que... ¿Quieres que me detenga?
—No. Sólo dime cómo puedo ayudarte. Dime qué tengo que hacer para
que te sientas bien.
Quiso decir, para que te quedes.
—Abrázame —dijo Domino.
Gus lo hizo. Sus manos subieron por el cuello de Domino, una de ellas se
perdió en los rizos de su cabello grueso. Luego tiró de Domino contra él y
pasó las yemas de los dedos por su cuero cabelludo. Un suave gemido
escapó de los labios de Domino, y se dejó llevar por Gus, presionando sus
frentes juntas.
—¿Así? —preguntó Gus, quedándose sin oxígeno.
—Sí. Así. Se siente bien.
Gus continuó su masaje, lento y delicado. A medida que su cuerpo se
calentaba, sintió que Domino se endurecía contra él. Bien. Eso era lo que
Gus quería. Si Domino se sentía bien, entonces le convenía.
No me dejes.
Como si estuviera suspendido al borde de un precipicio, Gus se dejó caer,
sin importar lo doloroso del impacto. —Puedes besarme si quieres.
Los ojos de Domino se abrieron. Probablemente podía oír el frenético
latido del corazón de Gus.
Se había atrevido a ofrecerlo.
Con aspecto desaliñado y sonrojado, Domino parecía contemplar por
primera vez este concepto que había estado flotando entre ellos durante
años. —¿Quieres?
El Nichan observaba a Gus. Pero entonces como siempre, su mirada se
posó en los finos labios del humano.
Gus no pudo aguantar más. —Bésame.
Pasaron un puñado de segundos. Cuando Domino se inclinó, Gus contuvo
la respiración. El contacto de los labios de Domino duró sólo un breve
momento. Fue un beso suave, con cuidado de las reacciones que
desencadenaron. Gus se estremeció de placer, la adrenalina brotó en su
pecho. Domino se retiró unos centímetros, jadeando. Luego, cuando sus
alientos se mezclaron, volvió a hacerlo. Esta vez sus labios permanecieron
hasta que Gus le devolvió el beso. Fue una caricia, tan ligera como las alas
de una polilla, y vacilante al mismo tiempo, pero hizo que la mente de Gus
ardiera.
Con los ojos aún abiertos, los dos jóvenes intercambiaron otro beso. Y
luego otro. Y otro, cada vez más urgente, más largo, más caliente. Durante
un momento pareció prolongarse, un beso tras otro, siempre más caliente
que el anterior. Un beso tras otro, siempre más pero nunca suficiente.
Entonces Gus abrió la boca, lleno de una intención que no podía
equivocarse. Al momento siguiente, la lengua de Domino encontró su
camino y acarició la de Gus.
Uno de ellos gimió; Gus no pudo decir quién. Sus brazos se apretaron
alrededor del cuello de Domino, impulsado por un instinto primitivo y
posesivo. En respuesta, la única apropiada, Domino se dejó soltar por
completo, dejando de sostener su peso sobre los codos, y capturó la boca de
Gus sin freno ni timidez.
Gus no podía creer que Domino le estuviera besando. Que se estuvieran
besando. Él lo había querido durante mucho tiempo. Esta sensación... como
caminar en el aire, el pulso goteando sobre sí mismo en todas partes. En sus
palmas, sus labios, su entrepierna. Gus no había previsto el efecto que
tendría en él. No podía controlar sus manos. Acariciaron la nuca de
Domino, le agarraron el cabello, mantuvieron sus rostros lo más cerca
posible. Y abrió aún más las piernas, dando a Domino espacio suficiente
para para apretar más contra él.
—Domino —sopló Gus contra su boca.
Era otra invitación, como la de hacer su beso más profundo. Él quería
más. Pero Domino pareció tomar eso como una advertencia, porque
interrumpió su beso, sus labios hinchados, y levantó la prenda que había
intentado quitarse.
—L-lo siento —tartamudeó, con la mirada velada, sus ojos aún en la boca
de Gus—. No estaba pensando.
—Está bien —dijo Gus, su corazón luchando por escapar de su caja
torácica.
¿No lo quería también Domino? Tal vez Gus se estaba moviendo
demasiado rápido. Tal vez él entendió a su amigo de la manera equivocada.
¿Era eso posible? Gus sintió que estaba perdiendo el equilibrio, pero
también que estaba fallando en sus propósitos. Ya no estaba seguro de nada,
no sabía si debería importarle. Todo lo que quería era a Domino.
—¿Puedo besarte de nuevo? —Preguntó Domino.
—Sí.
El beso se reanudó y la breve vergüenza se alejó. La boca de Domino era
tan cálida, tan tierna, su lengua tan suave. Hizo que Gus olvidara todas sus
dudas. Su propio placer aumentaba, duro contra el de Domino. Ahora se
movían juntos, sólo separados por la tela de sus respectivos pantalones.
Entonces Domino gimió más fuerte, quitó sus labios de los de Gus y los
puso en su garganta. Los movimientos de sus caderas disminuyeron,
presionando con fuerza, pero no se detuvieron.
—M-me voy a correr si sigo—le advirtió Domino, con la voz amortiguada
por la carne. Gus tardó sólo un segundo en encontrar una respuesta.
—Sigue.
Domino no parecía querer nada más.
Con su rostro enterrado contra la garganta húmeda de Gus, Domino lo
besó, lamió febrilmente la piel palpitante, lo chupó. Quedaría una marca. A
Gus no le importaba. Quería que hubiera una, para que supieran lo que
habían hecho una vez que hubiera terminado.
Los gemidos de Domino eran cada vez más fuertes. Subió y subió y subió,
y entonces Domino gruñó, arqueando su columna vertebral, presionando el
punto más sensible de su cuerpo justo entre las piernas de Gus, donde los
dos chicos podrían haber encajado si hubieran tenido la audacia de
intentarlo.
Sin aliento, Domino se quedó quieto. Se había corrido.
Como un peso muerto, se desplomó sobre Gus, recuperando el aliento;
pasó un minuto, quizá más.
Gus, cuyo deseo no había sido satisfecho, finalmente cerró los ojos y se
concentró en cualquier cosa que no fuera el hermoso cuerpo que lo
presionaba. No debía moverse. Tenía que controlarse.
Como si su cuerpo pesara una tonelada, Domino empujó sus brazos con
una mueca y se apartó del camino para dejar espacio a Gus. El aire fresco
corrió por el pecho y el vientre de Gus, empapados de sudor. Pero se quedó
quieto, excepto para girar la cabeza. A su lado, Domino estaba desplomado
en el colchón, con el rostro empapado, con los labios rojos.
Yo lo hice. Mi boca estuvo allí.
Mientras se maravillaba ante la vista y la idea, Domino abrió los ojos,
exhausto, como si toda la fatiga de los últimos días—y sobre todo de esta
noche—se desplomara finalmente sobre sus hombros.
—Tú… no terminaste.—Murmuró Domino.
—Está bien —dijo Gus, todavía inmóvil—. Duerme.
Los párpados de Domino se cerraron. Unos segundos después, estaba
dormido.
A su lado, Gus tardó mucho más en recuperarse. Su cuerpo se enfrió, su
piel y su ropa se secaron, pero su mente estaba atrapada en el momento. La
forma en que Domino lo había tocado, lo había besado... La sensación de su
lengua en su boca, la presión de su sexo tan cerca y sin embargo más allá de
su alcance.
Las cosas podrían haber ido más lejos. Gus lo habría aceptado. Si Domino
hubiera querido, Gus se habría ofrecido a él. Pero Domino no lo había
necesitado. Él había tenido mujeres. En el momento en que había entrado
en la cabaña, la locura de sus temporadas ya había encontrado descanso. Lo
que acababan de hacer, sin embargo, fue porque Domino lo quiso, y no para
acallar instintos inherentes a su especie. ¿Verdad?
Gus ya no podía concentrarse en un solo pensamiento a la vez. Se tomó
un momento para calmarse. Cuando no lo consiguió, se sentó. No se atrevió
a abandonar la cama por miedo a despertar a su amigo.
Mañana, ¿qué le diría Domino? El propio Gus no sabía lo que diría. No se
arrepentía, lo había querido; todavía lo quería. Eso no garantizaba que sus
sentimientos fueran compartidos.
¿Y si se pone enfermo por mi culpa?
Pero Domino parecía estar bien, y era fuerte. Sólo se habían besado. Nada
más.
Pero esos besos significaban algo para él, y conocía a su amigo lo
suficiente como para...
Gus tenía que apartar sus miedos de su mente a toda costa. Lo peor que
podía pasar era tener esperanza y que se la quitaran por la mañana.
Con el corazón más pesado de lo que había sido antes de su abrazo, Gus
miró al techo y dejó que las lámparas ardieran.
Su ala viva estaba toda entumecida, al igual que sus labios.
DOMINO HABÍA DEJADO de mirar hacia atrás dos días después de su partida.
Esa mañana, Beïka le despertó con una patada en la pantorrilla. Domino,
al igual que el día anterior, recordó dónde estaba. A casi cien millas al
Oeste de Surhok. También recordó cómo su tío y su hermano lo habían
emboscado al salir de los baños. Él no había entendido de momento, su
llegada la tomó como un contratiempo.
Entonces Ero se lo dejó claro.
—Dejaremos la aldea y el clan para tu peregrinación. Naturalmente, tú
vendrás con nosotros.
Domino se había resistido al principio. Pero Beïka le sujetó por el cuello
mientras se abría paso a través de la oscuridad del amanecer y la fugaz
niebla que se levantaba del suelo. Era fuerte, brutal, pero nada insuperable.
Domino podía defenderse, y como todos los Nichan jamás se transformaban
contra uno de los suyos, Beïka no podía hacer nada para aumentar su
superioridad frente a su hermano menor.
Entonces sonó la orden de Ero, e inclinó la balanza.
—Deja de resistirte y ven con nosotros. Es hora de convertirte en un
Nichan de verdad. Es una orden.
Nada de lo que dijera Domino podía luchar contra Ero. La voluntad de su
tío, corría por sus venas, de ese modo haciendo que su cuerpo se flexionara
según lo ordenaba Ero, la orden era absoluta. Domino caminaba detrás de
los pasos de su hermano, su mente gritaba y luchaba por recuperar el
control. (Después de dos días, esa parte en él seguía luchando).
Cada paso le había parecido pesado, su cuerpo actuaba en contra de sus
deseos más profundos. Quería permanecer en Surhok; el juramento de
sangre lo hacía imposible.
Desorientado, su nariz había empezado a sangrar, como tantos años antes
en la gran sala del santuario,mientras se limpiaba la sangre con su lengua,
su tío intervino, tratando de apartar el brazo de Beïka que sujetaba a su
sobrino, esta seguía aferrada a su cuello como una garrapata en el lomo de
un perro salvaje, Domino volteó los ojos hacia su apacible cabaña.
Su cuerpo estaba atrapado, pero la ayuda de Ero no pareció darle una
señal para que se detuviera. Domino gritó. Para pedirle a Ero que lo
liberara, recordándole lo injusto de la situación. Y para despertar a todos los
presentes, incluso a Gus.
No había sido suficiente. Una orden más, y Domino se había visto incapaz
de producir un solo sonido, como si le hubieran clavado una daga.
Cerca de la puerta de la aldea, Memek y Orsa les esperaban. Memek los
había seguido hasta el exterior, ofreciéndole a su padre una de las alforjas
que llevaba; Orsa se había quedado dentro después de besar a su pareja y a
su hija.
Domino no había tenido tanta suerte.
Tras sus manoseos con Gus, se había quedado dormido en su propio
semen. El agotamiento le ganó, reduciendo todas sus preocupaciones a
puntos apenas visibles en el horizonte. Cuando se despertó, Gus dormía
justo a su lado, tan cerca que una de sus manos se apoyaba en la cintura de
Domino. El Nichan había sonreído, incapaz de apartar los ojos del rostro
sereno de su amigo.
Lo que había ocurrido entre ellos seguía siendo tan claro en su mente y lo
calentaba con una felicidad sin precedentes. Aquel febril abrazo; el derecho
a besarse, a lamer y saborear cada centímetro de la boca de Gus; sus torpes
cuerpos, sólo separados por un poco de tela en el punto crucial, dejándolos
libres para apreciar la piel y las curvas del otro, el placer que se daban
mutuamente. El resto había quedado en su mente. Se corrió con la
sensación imaginaria de su cuerpo sumergiéndose profundamente...
No había sido el momento adecuado. Su cuerpo aun estaba tenso por su
anterior follada. Gus merecía algo mejor que compartir ese momento con
otras dos mujeres.
Domino había querido quedarse en la cama, esperar a que Gus se
despertara. Pero estaba sucio y necesitaba un rápido baño. Después de eso,
habría vuelto a la cama sin hacer ruido, para contemplar el despertar de Gus
al amanecer. Si su amigo hubiera aceptado, Domino lo habría besado de
nuevo. Sin excusas, sin celos. El significado de ese beso habría sido
clarísimo; Domino habría apreciado todo su valor.
Se había levantado para lavarse con una confianza y felicidad recién
adquiridas, su corazón latía con entusiasmo. Sin embargo, el momento que
tanto había esperado nunca llegó.
Todo el día después, había vaciado el contenido de su estómago en los
caminos elegidos por Ero. La orden del Unaan seguía vigente. Y Domino
seguía sin poder evitarla.
Cuando el primer día de viaje llegó a su fin, Ero había enviado a Memek y
a Beïka a cazar algo de comida. Había llevado a Domino al punto de agua
más cercano y le obligó a beber y a enjuagarse la boca. La acidez de la bilis
que había regurgitado cada hora desde el amanecer le había destrozado la
garganta.
Domino había bebido con avidez y lo vomitó todo casi inmediatamente.
—De verdad que tienes que dejar de llevar la contraria —había dicho Ero,
el perfecto retrato del aburrimiento.
—Sin duda, advertirme con antelación de tus planes me haría llevarte
menos la contraria —refunfuñó Domino.
No había terminado de vomitar, pero aun así volvió a beber antes de rociar
agua con sabor a barro en su rostro.
Ero había sumergido sus manos en el agua para refrescarse también.
—¿Crees que lo disfruto? No me dejes otra opción, Domino. Llevo tres
años preparándome para llevarte a la peregrinación y todavía me jode que
haya tenido que llegar a esto. Estoy empezando a conocerte. No quieres
transformarte, no deseas acostarte con una mujer, no quieres consejos de tus
mayores. Sería mucho más fácil tu vida si supieras lo que te conviene. Pero
no, claro que no. ¿Por qué lo harías? Eres tan terco que ni siquiera puedes
ver que te estás haciendo daño. Me recuerdas a tu madre.
Domino había apretado los puños. Sintió que las náuseas volvían, esta vez
por otros motivos. En mucho tiempo había querido que alguien, cualquiera,
le contara más sobre su madre, que llenara los espacios en blanco de su
vida, que quitara las manchas borrosas que ocultaban su rostro cada vez que
intentaba invocar el recuerdo de ella. Pero hoy no, y no de Ero.
Por suerte, el hombre no había continuado por ese camino.
—Tú no eres el centro del mundo, lo sabes. Esta peregrinación es tanto
para ti como para Memek —Domino había mirado a Ero, sorprendido—.
Todos sabemos cuál es tu problema, y espero hacer algo al respecto, porque
no volveremos a pisar Surhok hasta que hayas crecido. Pero tú y Memek
tienen otro problema, uno que comparten todos los Nichans —se había
salpicado el rostro y se frotó con manos vigorosas la superficie cicatrizada
de su cabeza—. ¿Sabes por qué los ancianos establecieron la peregrinación
cuando llegó La Corrupción?
—Para viajar —había respondido Domino, tenso y reacio a colaborar.
—Chico listo. Los demás habíamos olvidado quiénes éramos, lo que
perdimos. ¿Puedes imaginar por un minuto lo que sintieron nuestros
antepasados cuando de repente les fue imposible volver a su forma original?
Los sermones de los Oradores dicen que se sintieron como si hubieran sido
despojados de su identidad. Al principio creyeron que estaban siendo
castigados por los Dioses por odio y los celos humanos. Los Nichans habían
perdido sus nombres y rostros de la noche a la mañana. Otros dijeron que
sus almas. Ellos incluso dudaban de sus pasados y de los Dioses... Creo que
son tonterías, pero conozco la sensación.
>>La peregrinación fue una prueba, una forma de reconectar con la
naturaleza, de redescubrir el verdadero color de nuestra sangre. No somos
humanos, pero hemos moldeado gran parte de nuestra forma de vida a la
suya. Me enferma que hayamos llegado a esto.
—Los odias, pero los humanos son tan criaturas de los Dioses como
nosotros.
—Eso no significa que tengamos que pretender ser ellos.
—No lo somos. Sólo necesitamos... adaptarnos.
—Oh, ya he oído eso antes, ¿sabes? Tu abuela, cuando aún gobernaba el
Clan Ueto, pensaba que nosotros también teníamos que adaptarnos. Hizo
instalar cañerías por toda la aldea, llegó a realizar tratos absurdos y todo
tipo de basura de la que podíamos prescindir. Quería que sus protegidos
aprendieran el arte de la herrería y el tejido. "Estos son los planes de los
Dioses", solía decir. Ella quería convertirnos en humanos; es tan simple
como eso. Se negó a reconocer lo que hacía La Corrupción, incluso cuando
su mierda llovía sobre nosotros. Detuve esa tontería antes de que llegara
demasiado lejos. Algunos Nichans se conforman con eso, ¿sabes? Los que
no están hechos para cazar o luchar. Ellos ya no ven el punto de volver a
nuestras raíces, de entender lo que nos hace diferentes de los humanos. El
peregrinaje nos obliga a alejarnos del camino fácil, de los hábitos humanos.
>>Ahora, muchas cosas han cambiado. Hay una amenaza que se cierne
sobre nosotros. Esta peregrinación está aquí para prepararos y que la
afrontemos. Perdí un hijo porque subestimamos a Los Bendecidos y el odio
que esparcen por todas partes. No voy a perder a mi hija o a mi clan,
también. Incluso tú, por muy molesto que puedes llegar a ser, mataría para
protegerte.
Memek y Beïka habían regresado. Ero no tenía nada más que añadir.
Domino había dejado de vomitar. Era la resignación, entonces. Pero hasta
que el sueño se apoderó de él, su mirada se había dirigido al Este, a Surhok,
a Gus...
Tras ser sacado violentamente de sus sueños, Domino se levantó y se frotó
los ojos. Frente a él, con su cabello trenzado y alborotado por el sueño,
Memek mordisqueaba un palo de caña de azúcar, un frugal desayuno antes
de la caza. Beïka no estaba lejos, dándoles la espalda para orinar contra un
árbol. Ero no aparecía por ninguna parte. Cuando Domino preguntó por él,
Memek le lanzó un palo a su primo y se limpió las manos en las piernas.
—Se fue de explorador. —dijo.
—Eso no es excusa para perder el tiempo. Levántate y prepárate para salir
en cualquier momento —añadió Beïka.
Domino apartó los ojos de su hermano, aun asqueado El sonido de las
palabras de Omak resonaba en sus pensamientos.
¿Y si te digo que Beïka duró más que tú? ¿Querrás volver a cogerme?
Domino comió, utilizando el agua de un saco de piel para lavarse el rostro
y enjuagarse la boca. Se frotó los dientes con las yemas de los dedos y
masticaba hojas de batía negras y redondas cuyo sabor ácido borraría
cualquier otro de su paladar. Sólo entonces se levantó. Pero Ero se demoró
hasta que el cielo alcanzó su tono más claro de gris sucio. Los otros
Nichans le oyeron acercarse antes de que pudieran ver su cabeza asomando
entre el follaje. La bota de su pantalón y su chal estaban mojados por el
rocío.
Observó a su hija y a sus sobrinos.
—Hay una granja al sureste. Humanos.
—¿Amigos? —preguntó Memek.
—Sólo vi a una mujer fuera cuidando cabras y algunos gansos. La ruta es
pequeña. Hay varios humanos dentro.
—¿Una familia?
—Lo dudo.
—¿Cuántos?
—Demasiados corazones latiendo para que pueda contarlos. Al menos
cuatro. La mujer estaba actuando de forma extraña. Estaba tensa. Tal vez su
edad la pone en este estado; ya no es una jovencita. Me mantuve a distancia
para no asustar a los animales. Algo está pasando allí. Quiero comprobarlo.
—¿Qué esperas encontrar? —dijo Memek.
—No espero nada. Sólo estoy tomando la delantera.
Frente a él, Beïka dio un paso.
—Sea lo que sea, no tenemos que tenerle miedo a un grupo de humanos.
Ero lo miró, pero no reaccionó. Desvió su mirada hacia Domino
—Vas a venir conmigo. Vamos a hablar con esa mujer.
—¿No tienes miedo de asustarla? —preguntó Domino.
Dos Nichans y un viejo humano aislados en medio del bosque. Domino
nunca había estado tan al Sureste —o en cualquier otro lugar— pero sabía
que los Nichans sólo entraban en una aldea humana si eran invitados. Una
verbal, la mayoría de las veces, era suficiente pero muy necesaria para
evitar problemas.
A muchos Nichans les molestaba la compañía de los humanos. Lo
contrario también era cierto.
—Un paño rojo está clavado en la puerta de su casa —dijo Ero—.
Algunos humanos muestran su simpatía por los Nichans de esta manera.
Pero tengamos cuidado.
—¿Vas a ir sin nosotros? —preguntó Beïka con indignación.
—Tú y Memek esperarán al amparo de los árboles. Nadie debe verlos. Se
quedarán al alcance del oído.
—¿Estás seguro que no estás exagerando? —preguntó su hija—. Podría
ser la familia de ese viejo humano.
—No lo creo. El olor de ellos... No me gusta.
—¿Alguna vez te ha gustado el olor de los humanos? —refunfuñó la
chica.
El plan de Ero encontró entonces su propósito en la mente de Domino.
Los Nichans rara vez viajaban solos. El hecho de que dos Nichans
aparecieran en la casa de un aliado humano sería bastante ordinario. Si el
peligro se presentaba, Memek y Beïka vendrían como refuerzos con el
efecto de la sorpresa de su lado. Domino, sin embargo, esperaba que su tío
estuviera siendo demasiado precavido.
Unos minutos después, la casa apareció entre la oscura vegetación. Era un
poco más grande que la cabaña de Domino y Gus, con un techo negro
cubierto de musgo. Extrañamente, la casa había sido construida alrededor
de un árbol cuyo denso follaje protegía a los animales y a los campesinos
del cielo corrupto y del clima. La mujer que Ero había mencionado seguía
allí, acariciando con una mano cuidadosamente la cabeza de una cabra
repentinamente agitada. Las otras cuatro comenzaron a gruñir, nerviosas.
Sentían la presencia de los Nichan cerca. En un corral separado, los gansos
reaccionaron al pánico de las cabras.
Las casas cómo estas eran mayoritariamente propiedad de los nómadas.
Eran viviendas sencillas y fáciles de montar y transportar. Sin embargo, esta
parecía no haberse movido en años. Las plantas trepaban por su fachada.
Un nido estaba encaramado en el borde del techo, amenazando con caerse.
La gente que vivía aquí era ya demasiado vieja para seguir viajando, pensó
Domino.
Con un gesto de Ero, el grupo se separó. Domino y el Unaan se dirigieron
lentamente hacia la granja, tratando de no causar más ansiedad en los
animales. La mujer notó el cambio de humor en sus protegidos y miró a su
alrededor. Su piel era oscura, como la de los Uetos, su cabello plateado, y
sus ojos eran de un verde intenso. Era pequeña, tenía la espalda doblada
como un gancho y llevaba unos sencillos brazaletes de oro en los tobillos.
Para ser humana, parecía tener entre setenta y ochenta años de edad.
Domino no habría sido capaz de calcular correctamente su edad; la
esperanza de vida de los humanos era mucho más corta que la de los
Nichans. A la edad de ciento treinta años, Dadou estaba en mejor forma que
está humana.
Su rostro se arrugó al notar que los dos Nichans estaban de pie a unos
pasos del corral. Pero pronto pareció cambiar de opinión, y sus rasgos,
aunque preocupados, se suavizaron.
—Ohay —los saludó, agarrando el cuello de cáñamo de la ansiosa cabra
que había estado acariciando segundos antes.
—Ohay —dijo Ero, y Domino asintió, reajustando en su hombro la
mochila de piel que Memek le había dado antes de separarse, dándole un
aspecto más de viajero—. Ya veo la señal —dijo Ero, señalando la tela de
color rubí que colgaba de la puerta de la casa.
—Sí.
—No hemos encontrado agua en dos días. ¿Tiene algo para los viajeros?
O un poco de leche, ¿tal vez?
—Sí —repitió la mujer sin quitarles los ojos de encima—. Sí, tengo leche.
Vengan más cerca. No demasiado. Mis animales...
—Por supuesto.
Era inútil decirle que los Nichans, sin agua, podían durar meses bebiendo
la sangre de los animales que cazaban. Si la mujer era consciente de ese
hecho, no dijo nada al respecto.
Ero y Domino dieron unos pasos más. En el otro extremo del recinto, las
cabras se apiñaban, asomando la cabeza entre las vallas, buscando una
salida. La dueña sacó un taburete, un cubo y empezó a ordeñar. El animal
que eligió intentó al principio escapar del agarre de su dueña, pero se dejó
ordeñar.
—Es muy amable —continuó Ero en el tono de la discusión—. Con esta
sequía, todos los arroyos están secos.
—Lo entiendo —dijo la mujer.
Estaba entregada a su ordeño y, sin embargo, Domino podía sentir la
angustia que emanaba de ella, sus movimientos eran mecánicos e
irregulares, y su voz estaba a punto de quebrarse.
Con indiferencia, miró a su alrededor y escuchó. Al principio nada, luego
percibió contra sus tímpanos el latido de corazones -rápidos, humanos- y
respiraciones. No sabía cuántas. Olfateó el aire, pero no detectó nada
procedente de la casa. El viento soplaba en la dirección equivocada,
trabajando en su contra.
La mujer se levantó del taburete y sacó el cubo medio lleno. Ero sacó su
recién vaciado portador de agua y lo descorchó. Se agachó lo suficiente
para ponerse a la altura de la mujer. Con un movimiento tembloroso, volcó
el cubo y la leche fluyó hacia el cuello de la botella.
—¿Está todo bien? —le preguntó Domino en voz baja.
Al oírle por primera vez, o tal vez debido a su pregunta, la anciana se
sobresaltó y la leche cayó al suelo, al polvo. Levantó la vista hacia él, pero
inmediatamente bajó los ojos.
—Parece nerviosa —dijo Domino, más bajo aun.
Un poco más lejos, su hermano y su primo podían sin duda distinguir sus
palabras. Los humanos de la casa no.
—Las visitas son escasas —susurró la mujer.
—¿Y los visitantes humanos? —preguntó Ero.
La leche dejó de llenar la botella, pues la mujer se agitaba ahora
demasiado para mantener su cubo en el eje correcto.
Domino quiso ofrecerse a aliviarla, dándose cuenta de lo delgados que
eran sus arrugados brazos, pero Ero habló antes de que tuviera tiempo de
hacerlo. Se inclinó un poco más y habló con firmeza.
—¿Vives aquí sola?
—Con mi marido —dijo la mujer, intentando en vano inclinar el cubo.
—¿Está él dentro?
—Sí —su voz no era más que un suspiro perdido en la brisa.
—¿Quiénes son las personas que están con él?
Habló más rápido de lo que Domino esperaba, como un grito de auxilio.
O una trampa. —Llegaron hace dos días. Dijeron que encontraron Nichans
que se dirigían al Este. Creen que... de aquí.
—¿Vienen de aquí? —preguntó Ero.
—Es posible.
—Han seguido su rastro.
—Dijeron que los Bendecidos castigan a los que ayudan a los de su clase.
Cuando se dieron cuenta de que su gente a veces pasa por nuestra casa,
decidieron quedarse. Quería darles algunos animales. Pero no los quisieron.
Dijeron que se irían una vez que hubiesen matado más Nichans. Dijeron
que nos perdonarían.
—¿Cuántos hay dentro?
—Cuatro.
—¿Tienen pistolas? ¿Armas extrañas colgando de sus cinturones, algún
tipo de pequeña herramienta mecánica? —explicó Ero ya que la mujer no
parecía reconocer la palabra.
—Creo que uno de ellos tiene eso, sí.
Domino apretó la mandíbula y se abstuvo de mirar hacia la pequeña
ventana opaca de la casa que daba al redil.
—Muchas gracias por la leche —dijo Ero con voz normal. Cerró su odre
de agua, la guardó en su mochila y sonrió a la mujer—. Tengo algo de carne
que podría estropearse, la he matado esta mañana. ¿Tiene sal? ¿O tal vez
tenga algo para ahumarla? Sé que es mucho pedir. Podría ofrecerle un poco,
como agradecimiento por sus buenos servicios.
Mientras su respiración se volvía jadeante, la humana levantó los ojos
hacia ellos, palideciendo ligeramente. En el cubo, la superficie de la leche
caliente ondulaba bajo sus escalofríos. Ero acababa de revelar su intención
de entrar en su casa. La señal había sido dada, tanto a los escondidos dentro
de la casa como a Memek y Beïka.
Después de un largo rato, la mujer dejó el cubo.
—Sí, tengo sal.
Abrió el portón y los condujo a la entrada de la casa. Domino se preparó
para todo. Podía sentir el calor y la tensión que sudaba la musculosa figura
de su tío. El hombre se estaba preparando para la batalla. Escondidos en la
espesura, Memek y Beïka siguieron sus movimientos. No aparecerán hasta
el último momento. Los partisanos de los Bienaventurados; escondidos en
el interior debían creer hasta el final que sólo tendrían que enfrentarse a dos
Nichans.
Tenían al menos un arma, suficiente para hacer mucho daño, pero esta
maldita tenía una debilidad. Aunque Domino nunca había visto ninguna con
sus propios ojos, le habían dicho que las pistolas del Sirlha se ensuciaban
después de cada detonación. Los partisanos, al igual que los
Bienaventurados, rellenaban el cañón con pequeños fragmentos de cristal
Kispen, un mineral con propiedades inflamables y cuyos fragmentos eran
tan afilados como hojas de afeitar. El calor del disparo producía fragmentos
tan finos como la ceniza que se pegaban a las paredes del cañón,
obstruyendolo. El arma estaba demasiado caliente para ser tocada, por lo
que era necesario esperar unos minutos antes de raspar el interior y volver a
cargarlo. Un arma devastadora pero limitada. Si los humanos que les
esperaban dentro pensaban que sólo tendrían que enfrentarse a dos Nichans,
quizás ahorrarían su munición.
Domino lo esperaba de todo corazón.
La mujer alargó la mano para abrir la puerta, pero Ero la detuvo y la
apartó del camino. Bien, pensó Domino. Si se quedaba cerca de ellos, corría
el riesgo de resultar herida. Ero abrió la puerta y se agachó para entrar.
Un paso fue suficiente. Una espada pasó volando por su campo de visión,
y no alcanzó a Ero por un centímetro.
Domino entró, empujado por Beïka y Memek, que parecían ocuparse de
sus oponentes. Doblado por la mitad bajo el bajo techo, Domino evitó la
siguiente espada que pasó cerca de su brazo. Sin pensarlo, golpeó hacia
abajo. Su puño se estrelló contra la nariz de un hombre de cara larga,
salpicando sangre por todas partes con el sonido amplificado de un huevo
rompiéndose. El hombre cayó al suelo mientras otro, más grande y bañado
en sudor, se apresuraba a sustituirlo. Domino vaciló, sobre sus pies
congelados. Pero a diferencia de sus compañeros, su sonrisa Nichan no
apareció. No se vislumbraba ninguna transformación en el horizonte.
Como si acabara de darse cuenta, el humano aprovechó su oportunidad.
Se giró y agarró a un viejo humano que yacía en el suelo junto a su
compañero ensangrentado, utilizando el cuerpo del anciano como escudo.
Al anciano le faltaba la mitad de la pierna izquierda, los dientes y el
cabello. Probablemente era el marido de la granjera.
El partisano acercó su espada a la garganta del anciano. La furia creció en
Domino. Tan rápido como su forma humana le permitió, agarró el brazo del
partisano, su agarre tan fuerte como un brazalete de acero, y cortó las
piernas de los dos humanos que estaban frente a él. El anciano se desplomó
en el suelo, escapando del agarre del partisano.
El partisano permaneció de pie, sin equilibrio, colgando del puño de
Domino. Él apretó con más fuerza la muñeca del humano. El hombre perdió
su espada, que rebotó en el suelo con un tintineo metálico. Gruñó mientras
se elevaba un aullido y murió en la casa. Luego otro, justo detrás de
Domino. El Nichan desvió la mirada.
Sangre humana oscura empapó la parte inferior de sus pantalones. Y
mucha más salpicó en el suelo. Un chasquido cerca de su oído. Domino se
volvió hacia el hombre que aun sostenía. Al momento siguiente, un
resplandor plateado reflejaba la luz que entraba por la puerta abierta. Los
ojos de Domino se abrieron de par en par. Un círculo negro como la nada se
presentó ante él.
La boca de una pistola.
El extremo del cañón apuntando entre los ojos.
Una mano con garras silbó en el aire, y un oscuro chorro de sangre corrió
alrededor. Un largo rastro cegó parcialmente a Domino y corrió por su ojo.
Luego el cañón desapareció mientras el hombre, con la garganta cortada
hasta los huesos, exhaló ante sus ojos. La cabeza del humano cayó a un
lado, abriendo la herida como una ostra.
Todavía en estado de shock, Domino no se dio cuenta hasta varios latidos
después de que no había soltado la muñeca del hombre muerto. Se obligó a
desplegar los dedos. A sus pies, el anciano se sujetaba el hombro,
alejándose del árbol alrededor del cual estaba construida su casa. Su tronco
le recordaba vagamente la forma de las piernas humanas...
Un árbol... con piernas humanas. Tiene sangre en las rodillas.
¿En qué estaba pensando?
Domino se limpió la sangre que goteaba dentro de su párpado derecho y
miró a su alrededor. Memek estaba de pie a su lado. Jadeaba entre las
hileras de colmillos, su pelo y piel de ébano se confundían con la oscuridad
de la casa. Agitó las manos y la sangre resbaló por sus negras garras. En
esta forma, era imposible distinguir sus tatuajes.
Detrás de ellos, Ero y Beïka se limpiaron el rostro. Los humanos a sus
pies ya no respiraban.
El combate había durado menos de un minuto.
Un jadeo rompió el silencio. La anciana entró a su casa devastada por la
batalla, con las rodillas golpeadas por el miedo y el cansancio. Navegó
entre los cadáveres humanos destrozados, los muebles volcados salpicados
de sangre, y se unió a su compañero, que encontró la fuerza para
mantenerse erguido.
—¿Estás bien? —preguntó él, a lo que ella respondió con un beso en su
calva y sudorosa frente.
—Recoge eso —dijo Ero, devolviendo a Domino a la realidad.
Su tío señaló los cuerpos. Había que enterrarlos. Domino evitó la pesada
mirada de Memek, y ambos obedecieron. Si hubiera sido más rápido, habría
impedido que aquel humano sacara su arma y se la metiera en la nariz. Y
una mirada en dirección a Beïka y Ero mientras llevaban los cadáveres al
exterior le dijo que los dos hombres habían sido testigos de su error.
Recogieron todos los miembros y vísceras, los enterraron y rezaron una
breve oración antes de volver para decirle al granjero que el trabajo estaba
hecho. Aunque no los ahuyentó, les cerró la puerta sin despedirse. Mientras
los Nichans giraban sobre sus talones, recogiendo sus alforjas, Domino
observó que el trozo de tela roja había sido arrebatado de la puerta.
Ya no eran bienvenidos.
XXI
PARA CUANDO Domino encontró las fuerzas para levantarse, había pasado
casi una hora. Volvió al arroyo para enjuagarse la boca y limpiarse la cara,
el pecho y los brazos. Un momento más de soledad y la calma no le habría
venido mal. Volvió a regañadientes con los demás.
Cuando llegó, Ero ya no sangraba y había vuelto a poner la nariz en su
sitio. Tanto como pudo.
—Muy bien, vamos.
Rcogió su mochila, Memek se echó la otra al hombro, sin apenas prestar
atención a Domino, padre e hija siguieron su camino. Faltaba algo.
—¿Dónde está Beïka? —preguntó Domino, siguiendo sus pasos.
Ero miró por encima del hombro sin detenerse.
—Lejos. Lo envié de vuelta a Surhok. Nosotros no lo necesitamos.
XXII
DOMINO SOÑÓ CON GUS. Soñaba con ese día, cuando tenían ocho o nueve
años, en el que habían decidido que su mundo no estaba del todo bien.
Era un reto, una forma de aislarse de todo el mundo. Por parte de Mora,
que ya no quería jugar con ellos porque Belma le ofrecía cosas que sólo
entendían los mayores. También de Ero, que fingía no verlos pero al que
Domino y Gus seguían temiendo. De Beïka, que saltaba a la menor
oportunidad para meterse con ellos. Por Matta, que les llenaba la cabeza
con lecciones que nunca les enseñarían a ser fuertes y a luchar contra Los
Bendecidos.
Así que decidieron vivir en el bosque. Todavía estaban dentro de las
murallas de la aldea. No había cabañas en el horizonte. Domino sólo podía
oler su propio aroma y el de su amigo. Recogieron leña para un fuego,
encontraron bayas y frutas y las guardaron en una hoja de loto que habían
recogido junto al río. Las contaron. Suficiente para dos. Marcaban la
frontera de su territorio con piedras. Nadie entraba, ni parientes, ni animales
salvajes, ni siquiera esos dohors de los que todo el mundo hablaba, aunque
los dos niños se preguntaban si aquello no era sólo una mentira para
mantenerlos a raya.
Pasaron el día dedicándose a elaborar una vida en la que sólo estarían
ellos. Gus sonrió, moviendo las piedras para reducir su territorio. Domino
estuvo de acuerdo y respondió con la misma alegría. No necesitaban tanto
espacio. Sentados frente a frente, comieron las bayas, metiéndoselas en la
boca al otro.
Luego se involucraron en un simulacro de caza, Gus abriendo el ala para
actuar como ave de rapiña mientras Domino se hacía lo más pequeño
posible, corriendo desnudo por la naturaleza, usando su falda como refugio
cada vez que Gus se acercaba, riéndose. Gus se partía a carcajadas. Y
Domino era feliz.
El día transcurría y la temperatura bajó. Se tumbaron en el suelo, bien
cerca el uno del otro. Por encima de ellos, el cielo no tardó en desaparecer,
tragándose el mundo, y sólo se salvó la cálida burbuja que rodeaba sus
cuerpos.
—Deberías ser mi compañero —dijo Domino—. ¿Eso te gustaría? ¿Estar
siempre conmigo? —nunca lo había preguntado, ni ese día, ni los que
vinieron después.
A su lado, el silencio se prolongó durante segundos, horas, años,
infinidades de vidas. Y entonces.
—Me dejaste —dijo Gus.
Domino giró la cabeza, pero estaba solo.
Abrió los ojos y las llamas borrosas de las lágrimas le quemaron los ojos.
Se tumbó de espaldas, con la cabeza inclinada hacia un lado. Por un
momento se quedó quieto, bañándose en el calor del fuego. Luego, los
recuerdos resurgieron como un torrente de lodo, derramándose sobre su
agotada mente. Un frío tembloroso lo inundó.
El oso, el otoño.
Miró a su alrededor y se agitó. Estaba dentro de una tienda de campaña.
La lona colgaba sobre él en curvas marrones. Un ascua en el centro,
diferente de las que usaba su clan. Este era más estrecho y con rejillas.
Sobre las llamas había una tetera. Domino se revolvió en la cama para
ampliar su campo de visión. El dolor le atormentaba. Se estremeció y se
aferró a las sábanas sobre las que yacía.
—Ey, quédate quieto —le dijo alguien.
Domino siguió la voz, haciendo girar su cabeza. Un pañuelo sujetaba su
brazo derecho con firmeza junto a su cuerpo. Recordó la alarmante
protuberancia de su hombro dislocado.
Memek se encontraba a su lado.
Con los ojos cansados y el cabello suelto, su prima apretó los labios en
una fina línea. Los delicados bucles de sus tatuajes aparecieron con mayor
claridad para Domino. Triángulos delineados con finos pétalos. Se suponía
que las marcas honoríficas significaban algo sobre los muertos y los vivos
para quienes las llevaban. ¿Cuál era el significado de las figuras negras que
cubrían su piel?
—Eres tan estúpido, Domino —susurró ella en un tenso suspiro,
llevándolo a la cruda realidad.
—Vete a la mierda —respondió sin pensar, cansado de recibir los mismos
insultos una y otra vez durante tantos años.
Para su sorpresa, Memek sonrió y rió levemente, bajando la cabeza.
Cuando la levantó, sus ojos desiguales brillaron con lágrimas. Extendió la
mano y acarició suavemente los rizos de Domino. Tal ternura por parte de
ella dejó al joven sin aliento. Él y Memek nunca habían sido muy unidos,
pero en ese momento ella parecía tan preocupada y aliviada como si
hubieran salido del mismo vientre.
—¿Qué vamos a hacer contigo? —dijo en voz baja, sentándose en el
borde de la cama.
Tomó aire.
—He intentado transformarme. Llevo semanas intentándolo. Pero no
puedo hacerlo. No sé por qué no soy capaz. Sólo…
—Lo sé. Ya lo dijiste.
—¿Lo hice?
—Lo gritaste, en realidad, mientras te estábamos trayendo hasta aquí. No
parabas de repetirlo, como si pudiera salvarte el culo.
Eso lo sabía Ero. Domino trató de incorporarse hasta quedar sentado, pero
el mareo que le sacudía la cabeza lo devolvió a la almohada. Tragó con una
mueca. Su saliva era tan irritante como la arena.
—¿Dónde está tu padre?
—Ha vuelto al campamento para recoger nuestras cosas. Debería estar de
regreso muy pronto.
—¿Qué lugar es este?
—Un lugar seguro, con uno de los nuestros. El sanador humano de la
aldea no quiso ayudarnos. No sabe cómo tratar a los Nichans —dijo—. Mi
padre casi derriba su puerta. Algunos viajeros se reunieron para despedirse.
Y entonces Feanim abrió su tienda y se ofreció a curarte.
—¿Feanim?
—Bueno, alguien tenía que poner en orden tus cosas ya que estabas muy
ocupado desangrándote por todos lados —dijo un Nichan.
Se detuvo frente al fuego para remover el contenido de su tetera con una
cuchara de madera. Parecía tener la edad de Ero. Tenía el cabello corto y
recogido hacia atrás, una figura y un cuello delgado. Giró la cabeza hacia
Domino, mostrando unos ojos grises medio ocultos bajo unas gruesas gafas
que estrechaban su mirada. Al igual que su cuerpo, su rostro era delgado y
hueco. Su piel morena estaba curtida por el sol.
—No te preocupes —continuó el hombre mientras se acercaba—. He
hecho esto toda mi puta vida. Tus tripas no son las primeras que he tenido
que poner en su sitio. No me mires con esa cara de tonto. Todavía estás...
respirando, ¿no es así?
Luego levantó la tela sucia que cubría el costado izquierdo de Domino.
Contuvo la respiración mientras las fibras adheridas a la sangre cristalizada
tiraban de su piel hinchada. Soltó un fuerte suspiro de dolor y luego pudo
ver el daño que había causado el oso. Cuatro cortes largos y paralelos ahora
cosidos con suturas limpias y uniformes. Este tal Feanim sabía lo que hacía,
ciertamente.
Mirando por fin el resto de la tienda de campaña, Domino reconoció los
paños limpios y doblados en un estante suspendido, los frascos llenos de
diversas sustancias y las herramientas metálicas, la mayoría de las cuales le
eran desconocidas.
—Tus primeros puntos —dijo Feanim—. Vivirás para celebrarlo.
Domino lo miró, desconcertado por aquel comentario. Feanim se inclinó
para ver de cerca su herida por encima de sus redondas gafas.
—Estás cubierto de un montón de cicatrices, chico. Son bonitas y limpias.
Ni un maldito punto en ellas. Quienquiera que te haya curado tendría unas
cuantas cosas que enseñarme. Justo cuando creía que era el mejor.
Finalmente levantó la vista hacia Domino. Su expresión no mostraba más
que un cansancio justificado a estas horas de la noche.
—Sí —dijo Domino. No tenía que contarle lo de Gus, así que se abstuvo.
A su lado, Memek no se había inmutado.
Con ese pensamiento mezclado en el desorden de su memoria, Domino
apoyó la cabeza y cerró los ojos. Inmediatamente le vino a la mente la
imagen del oso saltando a su rostro. La bestia se había acercado a él.
Había…
Natso.
Domino abrió los ojos. De repente todo estaba mucho más claro.
La verdad le golpeó más fuerte que un puñetazo: en los últimos meses,
Domino había conseguido acercarse a su sobrino. El pequeño no había
huido de su tío, donde todos los niños habían tenido siempre el reflejo de
hacerlo a lo largo de los años. Domino no había pensado en ello, o tal vez lo
había ignorado a propósito, demasiado contento de formar parte de la vida
de Natso. Ahora lo entendía.
El Nichan que llevaba dentro se había ido. Desapareció.
¿He hecho eso? ¿He matado al Nichan que hay en mí al bloquearlo todos
estos años?
Tal cosa no podía ser posible. Alguien no podía simplemente decidir no
ser más lo que los Dioses habían hecho, ¿verdad?
Sigo siendo un Nichan, pensó Domino mientras la voz de Ero resonaba,
baja y profunda.
—He traído esto para ti.
—Yo cazo mi propia carne, sabes —dijo Feanim—. No hace falta ser un
cazador para conseguir un bocadillo.
—Piensa en ello como un regalo de gratitud —dijo Ero
—No deberías haberte molestado. Un gran cambio tampoco es tan malo,
ya sabes.
Feanim miró a su alrededor con un largo suspiro y se deshizo de la liebre
muerta que colgaba inerte en su mano junto al fuego.
Cerca de él, Ero estaba empapado de agua. La lluvia seguía tamborileando
contra la lona de la tienda. El hombre se deshizo de sus pertenencias
húmedas, exprimió su barba —que se había engrosado en las últimas
semanas— y rápidamente posó sus ojos en la cama donde descansaba
Domino.
—Es tarde. Vuelve a dormir —dijo.
—Lo siento.
Ero suspiró y apartó la mirada, quitándose la ropa mojada por la lluvia.
—Estoy cansado, Domino. Hablemos mañana.
BEÏKA PARECÍA haber tenido una epifanía. Él siempre había sido una
persona violenta, incluso de niño. Gus recordaba muy bien la patada con la
que lo había mandado al río; las agresivas bofetadas con las que solía atizar
a Domino en las mejillas. Hubo algunos pellizcos lo suficientemente fuertes
como para dejar moretones. Estos gestos de los adultos siempre resultaban
inofensivos: los castigos de un hermano mayor poco delicado, nada más.
Mora a veces se quedaba extrañado con esos gestos, y se entrometía. No
obstante, Beïka aprendió una lección muy sencilla: mantenerlo en secreto.
Una epifanía.
Sentado contra un árbol, y con las palmas de las manos presionando sus
ojos, escondiendo los dedos en su brillante cabello, Gus luchaba contra las
náuseas. Ya había vaciado todo el contenido de su estómago, y, aún así, el
estremecimiento de su vientre era insoportable. Un ligero espasmo le
retorció las entrañas; rechinó los dientes. Apenas podía tragar por miedo a
vomitar. Así que se pasó la lengua por los dientes, recogiendo los restos
ácidos que manchaba el interior de su boca y escupió, babeando
parcialmente sobre su barbilla.
Sus temblores estaban fuera de control. Estaba empapado de sudor. Toda
su espalda y entre sus alas.
Vamos, muévete. No te quedes sin hacer nada.
El joven olfateó y abrió los ojos. No muy lejos de él, una mancha beige
en medio de la oscura vegetación le llamó la atención. Eran las sábanas de
la enfermería.
Beïka lo había arrastrado por la muñeca desde la orilla del río hasta las
profundidades del bosque de la aldea. Gus no había tenido tiempo de
ponerse en pie. Con una mano sujetando al humano y la otra llevando las
sábanas que el chico había estado limpiando hace unos segundos, Beïka
había aplicado la lección que había aprendido durante años de crueldad
persistente: había encontrado un lugar discreto para mantener esto en
secreto.
No había ninguna razón para justificar lo que estaba pasando, pero
¿necesitaba acaso una? Gus podía ver el rostro del Nichan, el placer que
sentía al arrastrarlo a sus espaldas, al jalarle el cabello, al tirarlo al suelo.
Gus había intentado huir. Un impresionante golpe en la tripa había
interrumpido el estúpido intento. Un puñetazo, una patada, nunca lo sabría.
Y mientras se quedaba sin aliento y su corazón amenazaba con detenerse en
medio de sus sacudidas, Beïka había golpeado su pálido rostro contra la
húmeda tierra durante largos segundos. Ya no había aire, ni luz. El Nichan
ni siquiera había dicho una sola palabra. Una vez liberado, Gus comenzó
inmediatamente a vomitar.
Entonces Beïka liberó su polla del pantalón, alejándose de un Gus que
aun jadeaba. Las sábanas recién lavadas estaban ahora cubiertas de orina
fría.
¡Bestias! Ellos son bestias. Son unas palabras en las que Gus
reflexionaba cada vez más, residuos de un pasado que, en ese momento,
podría haber pertenecido a otro hombre. Ahora mismo, ya no estaba seguro
de quién era, o cuando respiró por última vez con normalidad, y de por qué
la tierra bajo sus pies seguía sintiéndose tan cerca de su rasguñado rostro.
Un sollozo silencioso rebotó en su pecho.
Nadie lo buscaría, no tenía prisa. Podía quedarse allí sentado más tiempo.
Así que lo hizo, hasta que su estómago se recuperó lo suficiente como para
permitirle volver a caminar.
ESA MISMA NOCHE, en el brasero de su cabaña cuya puerta vigilaba todas
las noches, Gus quemó las sábanas que se negaba a limpiar.
No limpiariá más la orina de Beïka…
Por encima de mi cadáver.
—NO PONGAS excusas para que te siga. Todavía tengo todo mi sentido
común, y te digo esto; ir al Sur es tan inteligente ahora mismo como tirarse
de cabeza a un montón de mierda fresca—. Feanim se levantó y puso la
venda que acababa de quitarse en una de sus cajas.
A sus pies, sentado en la hierba cubierta por el rocío, Domino se tapó con
la túnica y suspiró. Después de más de una semana acampando en el
bosque, sin hacer nada más que descansar, estaba ansioso por volver a la
carretera. Pero su cuerpo no estaba de acuerdo. Su vientre seguía sensible y
Domino temía ponerse de pie y reabrir las heridas que cicatrizaban con una
lentitud que los cuidados de Gus no lo habían preparado. A su lado, Memek
miraba pensativa los arañazos que se extendían más de diez centímetros en
su piel, y luego suspiró. ¿Estaba pensando lo mismo? Habrían abandonado
este campamento mucho antes si Gus hubiera ido con ellos.
Un lugar como este es demasiado peligroso para él. Está a salvo en
Surhok. Eso es todo lo que importa.
El grupo recogió sus pertenencias y se puso en marcha a un ritmo
moderado. Feanim se unió a ellos durante un rato, guardando silencio. Tras
los últimos días en su compañía, había quedado claro que el hombre no
tenía intención de sincerarse. Entonces se desvió en una encrucijada para
tomar el camino hacia el Oeste.
—No mueran —dijo, dándose la vuelta, tirando de su carretilla detrás de
él sin prisas, sus ruedas cortando surcos en la tierra húmeda—. Y tú, ten
cuidado con el hombro.
Domino asintió, dándose cuenta del masaje que se hacía en su hombro, y
que todavía le hacía perder el control del brazo de vez en cuando. Se
pondría mejor, quería creerlo, pero Feanim había permanecido dudoso al
respecto. Y ahora que se dirigía a la parte más peligrosa de la región, a
Domino no le quedaba más remedio que ocuparse de sí mismo.
Se apartó de Feanim y se forzó a seguir el ritmo de su tío y su prima.
Bordearon el último lago de la región de Osska, situado hacia al Sur,
durante varios días, bajo una densa llovizna y un cielo cubierto de manchas
negras, presagio de una lluvia de Corrupción. La lluvia venía del Norte, lo
que les obligó a detenerse y buscar refugio. Cuando reanudaron su viaje
horas más tarde, el brazo derecho de Domino sufría incesantes espasmos
tras llevar sobre su cabeza el disco de madera, que se había vuelto pesado
por los residuos negros y pegajosos.
Pero ahora que estaban de nuevo en marcha, nada podía detener a Ero, ni
siquiera el cielo derrumbándose sobre sus cabezas.
Al finalizar esa primera semana, se encontraron con un par de humanos
agotados que se dirigían al Norte. Las noticias eran las mismas que el grupo
había reunido de Kepam o incluso a las que se enfrentaron ellos mismos:
desagradables. Aunque Ero mantenía una mirada recelosa sobre estos
humanos, escuchó con atención lo que los dos viajeros anunciaron.
Un pequeño clan Nichan había sido atacado más al Sur. Los partisanos
habían incendiado la aldea y asesinado a muchas personas antes de ser
cazados por sus víctimas. Los dos viajeros prefirieron dar la vuelta, por
miedo a quedar atrapados en el fuego cruzado. Sin embargo, añadieron que
una aldea de pescadores llamado Noktchen, a varias leguas al Sur, trataban
bien a los Nichans —por lo que habían visto— y tenían aguas termales. Un
rayo de esperanza llenó los ojos de Memek.
Con los ojos bien atentos, los Uetos caminaron a lo largo de las olas
durante varias horas —un viento frío barrió sus caras— y encontraron la
aldea. Sin embargo, Noktchen era más una aldea que un pueblo. Sus pocas
casas de madera negra sobre pilotes estaban orientadas hacia las aguas, y
sólo una red húmeda recién sacada del lago evidenciaba la presencia de
habitantes.
Se deslizaron entre las viviendas. No había un alma a la vista, pero
muchos corazones latian a través de las paredes de madera. Al menos
Domino no había perdido el sentido. Y no podía negar la interpretación de
su nariz cuando un olor particular que flotaba entre el rocío del mar le hizo
dibujar una mueca en su cara.
Pescado podrido. ¡Por las Caras!, Domino odiaba el sabor y el olor del
pescado, pese a que los primeros años de su vida los pasó junto al mar; no
fue de ayuda para mejorar su aversión a dicho animal.
El aroma le quemó las fosas nasales y Memek sonrió. —Eso es todo lo
que ellos tienen para comer aquí. Será mejor que te acostumbres, —dijo,
empujándolo hacia la casa más grande de la aldea.
Ero ya estaba llamando a la puerta. Pasó un momento. El panel se deslizó
hacia fuera, y un humano de edad avanzada con el cabello largo y canoso
atado en una cola de caballo los examinó uno a uno. Se limpió las manos en
el delantal. Era sangre. De pescado. Domino resistió el impulso de cubrirse
la nariz.
—Ohay —dijo Ero.
El movimiento de cabeza del hombre fue su única respuesta mientras
buscaba la manera de mirarlos, a pesar de su pequeño tamaño en
comparación con los tres Nichans. Su mirada era de odio.
—Buscamos un refugio para pasar la noche —prosiguió Ero—. Traemos
pieles para vender o comerciar.
—No compro, no comercio —dijo el hombre en un tono equivalente de
voz.
—Ya veo. ¿Hay alguien en la aldea que ofrezca comida y alojamiento?
Podríamos tener suficiente para pagarlo.
—Tengo espacio. Seis monedas head por tres personas.
El soplo del viento del mar silbó en sus oídos cuando el hombre anunció
su precio. Un poco caro para una pequeño aldea de pescadores. Pero las
nubes seguían ensombreciendo el cielo, y era probable que volviera a llover,
lo que claramente era algo habitual en la zona. La noche se aproximaba. Ero
debió pensar lo mismo, pues sacó su monedero del interior de su túnica y le
entregó las seis monedas de plata que le pedían.
El humano los aceptó y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Cinco hombres y tres mujeres estaban ante una mesa baja, jugando a las
cartas. Uno de ellos parecía haberse quedado dormido, sus ojos se
encontraban cerrados y la barbilla apoyada en el pecho. Todos llevaban
chales de piel de oso o de oveja, y el algodón de sus ponchos era de un rojo
ocre más o menos desteñido, según quién lo llevaba.
La habitación era pequeña, oscura, abarrotada y empañada por un humo
de pipa que los humanos compartían entre sí, turnándose para escupir
bucles de humo.
El dueño les mostró a los recién llegados un rincón donde podían sentarse.
Sólo quedaba un pequeño banco frente a una mesa tan baja como las demás.
Un asiento a medida humana, demasiado reducido para más de un Nichan.
Como Unaan, Ero lo reclamó, dejando que Domino y Memek se sentaran
en el suelo de caña tejida. Cuando el dueño volvió hacia ellos con una
sopera humeante y tres cucharas, Domino olfateó. El olor a pescado estaba
por todas partes. En la ropa de los clientes, en las alfombras del suelo, en
las redes que colgaban de las paredes, en la sopa que Ero miraba
disimuladamente a través de sus gruesas cejas.
Pero había algo más. Un olor diferente que ni siquiera el pescado podrido
o el tabaco podían ocultar. Un olor a muerte. No del pescado.
Domino decidió que, en ese momento, a pesar de su desagrado por la
comida de mar, no tocaría la sopa. Frente a él, Ero y Memek ignoraron la
comida con la misma expresión de desconfianza. Algo no estaba bien.
Con el rabillo del ojo, Domino observó a los hombres y mujeres sentados
en la mesa de al lado. Parecían viajeros, con sus bolsas hinchadas y sus
tiendas enrolladas. Sin embargo, ninguno de ellos llevaba un arma. Todos
los viajeros humanos que los Uetos habían conocido desde que salieron de
Surhok llevaban un bastón en la mano, o un cuchillo, para los más
avispados.
Ellos no. Era como si esa gente se hubiera despojado de sus armas en el
camino. Parecía ser que…
Más corazones latían, como un estruendo difuso. Imposible
contabilizarlos. Domino sintió que se acercaban. Del exterior.
Apenas tuvo tiempo de interrogar a Ero cuando los humanos de la mesa
de al lado se levantaron con un solo movimiento. El metal desgastado
silbaba en una armonía disonante mientras todos sacaban largos machetes
de debajo de la mesa. Cerca del fogón, el anfitrión sacó una pistola de
detrás de su mesa de trabajo. El acero brillaba a través del humo.
Los Nichans se pusieron rápidamente en pie.
—¡No dejen que los ataquen! —gritó uno de los humanos.
Todos arremetieron al mismo tiempo. Domino sacó su cuchillo del interior
de su ropa; Ero y Memek se transformaron. La puerta se abrió de golpe y un
grupo de hombres armados entró, uniéndose a la emboscada. Al mismo
tiempo, Memek y su padre se pusieron delante de Domino.
Su corazón se detuvo. Estaban rodeados.
Necesitaban salir de allí.
¡Ahora!
¡Una salida!
Su cerebro consideró las opciones. La puerta abierta de par en par. Una
ventana estrecha al otro lado de la casa. Al menos veinte humanos
bloqueando el camino en ambas direcciones. Sólo quedaba una solución.
Crear otra salida.
Domino se giró y golpeó el hombro sano contra la pared. La madera
estaba reforzada pero carcomida. Podía romperla, incluso en su forma
humana. Mientras el silbido de las cuchillas chocando con las garras de los
Nichans sonaba detrás de él, volvió a martillear con todas sus fuerzas. En la
periferia de su visión, un primer hombre se desplomó, con los
resplandecientes conductos de sus tripas al descubierto, y el blanco pelaje
de su chal se volvió carmesí. Una mujer cayó muerta en el siguiente
instante, con el costado de su cabeza atravesado por cinco agujeros. Esto no
desanimó a los demás humanos, que abrieron el aire con sus machetes,
evitando los ataques de Memek y Ero.
No hay tiempo que perder. Domino golpeó de nuevo. La madera cedió,
revelando la tenue luz del día al otro lado. Poco después, sonó un disparo y
Memek gritó.
El tiempo se detuvo.
El terror le comprimió el corazón, Domino se giró. El metal bailaba en el
aire, reflejando los colores de la sangre derramada que llenaba la
habitación. Una hoja giró ante sus ojos y golpeó a Domino en su hombro
izquierdo. No le dolió, o le dolió tan poco que pudo ignorarlo —un rasguño
comparado con lo que le había hecho el oso. Pero fue suficiente para
despertar la rabia de Domino. Su cuerpo reaccionó más rápido que su
mente, suprimiendo todo excepto su instinto de supervivencia y su fuerza.
Empujó su pierna hacia delante, su talón primero, apuntando a la rodilla de
su oponente. Los huesos se rompieron y la pierna se dobló en un ángulo
antinatural, como una ramita. El hombre cayó al suelo, gritando a pleno
pulmón, y Domino se quedó helado. A un paso de él estaba Ero, con un
machete clavado en el pie, y dos cuchillas amenazando su garganta y su
nuca. Más lejos, Memek yacía en el suelo, aullando de dolor. Su sangre
color óxido se mezclaba en la alfombra con la de dos humanos masacrados.
Entonces unas manos agarraron a Domino. Una hoja se deslizó bajo su
barbilla, encontrando la piel palpitante de su garganta.
—¡De rodillas!
Domino obedeció, con las manos en alto en señal de rendición, dejando
que su propio cuchillo se le escapara de las manos. Miró a Ero, que no
apartaba los ojos de su hija, con el rostro empapado de sangre humana.
Varios hombres muy cuidadosos ya estaban atando las muñecas de Memek.
Su pierna constantemente. La parte inferior de su pantalón estaba
destrozada, y su pantorrilla estaba atravesada por fragmentos de cristal de
Kispen.
Luego ataron a su tío. Las manos en su espalda, otra cuerda alrededor de
su torso para inmovilizar sus brazos. El machete clavado en el pie lo
mantenía clavado al suelo, ahora impregnado. Las cuerdas rodearon
entonces las muñecas y el pecho de Domino, y Memek fue obligada a
ponerse de pie a pesar de la gravedad de su lesión. Cuando no consiguió
ponerse en pie, llorando y gruñendo contra el rostro de su agresor, uno de
los hijos de puta decidió que arrastrarla por el suelo sería necesario.
Entonces, una bolsa de lino que apestaba a sudor y suciedad se estrelló
contra el rostro de Domino.
Confiando en sus oídos, en su nariz, en la longitud de cada uno de sus
pasos, Domino siguió en su mente los siguientes acontecimientos. Los
empujaron fuera de la casa y luego a través de la aldea. Los partisanos
encabezaban y cerraban la procesión. Aparte de los jadeos y gemidos de
Memek, el arrastre de su cuerpo herido por el suelo y el chapoteo del agua,
sólo había silencio. Nadie habló, ni Ero, ni los numerosos humanos que
obviamente no eran de esta aldea.
El olor que Domino había detectado —el hedor de la muerte— volvió a su
memoria. Era un olor similar al que emanaban los cerdos muertos que los
Uetos traían de la cacería. Domino estaba seguro de que, si hubiese buscado
en Noktchen, habría encontrado los cuerpos toscamente enterrados de los
verdaderos habitantes de esta aldea.
Estos eran numerosos, bien entrenados partisanos de los Bendecidos. La
pareja de humanos que los habían animado a pasar por Noktchen para
descansar probablemente estaban aliados con ellos.
Esos imbéciles. Tenemos que huir, pensó Domino. Hay demasiados hijos
de puta como para que los enfrentemos solos.
—¡No me toques! —se lamentó Memek entre gruñidos.
A pocos pasos, Domino fue arrojado al suelo mientras se reanudaba el
enfrentamiento entre Ero, Memek y los humanos. Respiraciones agitadas,
gruñidos, sonidos amortiguados por puños y cuchillas que mordían la carne.
Domino pensó en levantarse. Incluso cegado por la maldita bolsa, podría
aprovechar la distracción para contraatacar. Pero dos pies se estrellaron
fuertemente contra su espalda. Un humano acababa de subirse encima de él
con ambos miembros, inmovilizándolo en el suelo y limitando su
movilidad. Domino apretó los dientes cuando el dolor se despertó en su
vientre aplastado tan violentamente.
Al momento siguiente, Ero gruñó. Entonces, Domino saltó ante el
impacto de una enorme masa que se estrellaba a su lado con un brusco
jadeo.
—¡Papá! —gritó Memek cuando Domino reconoció el olor de Ero cerca
suyo.
Memek se desangraría en poco tiempo sin un torniquete. Ero podría
llevarla, incluso con un pie herido... Sí huir era todavía una opción. Estaban
atados, rodeados. Y Ero parecía haber perdido definitivamente su posición
de poder. Su condición de Unaan ya no significaba nada ante la muerte que
les estaba esperando.
Tras un breve minuto, Domino se puso de nuevo en pie, tirando de las
ataduras que sujetaban sus brazos a la espalda. Los gemidos de Memek se
reanudaron. La respiración de Ero, apenas perceptible entre los pesados
pasos, las olas y el viento que corría, era ahora voluble, modificada como
consecuencia del dolor.
O el miedo.
Con la cuchilla aun apuntando a su espalda, o degollando su garganta,
marcharon hacia adelante. Luego los arrojaron al suelo de un golpe por la
parte trasera de las rodillas. La bolsa permaneció en la cabeza de Domino.
Al momento siguiente, algo se cerró alrededor del cuello del Nichan.
Reconoció la textura áspera de la cuerda, su peso, su olor —una mezcla de
cáñamo, polvo y sudor.
Una puta cuerda…
Esos hombres iban a colgarlos, igual que esos imbéciles que habían
ahorcado a Gus.
¡No se atrevan!
Domino inmediatamente se resistió.
Omitiendo el agudo dolor bajo sus costillas, se puso en pie con un salto y
arremetió contra el hombre más cercano con todo su peso, sin dejar de
confiar en sus sentidos. Su cadera y su hombro ensangrentado se estrellaron
contra el pecho del partisano al que apuntaba. Domino oyó cómo su
objetivo caía y bramaba de sorpresa. Dejó que los gritos del imbécil le
dieran fuerzas y se puso en posición.
Estaba ciego, pero tenía que pelear. No iba a morir sin darlo todo.
Husmeó el olor del aire, tratando de divisar a su tío y a su prima a través
de la tela. Estaban cerca.
Al instante, alguien tiró de la cuerda que le rodeaba la garganta. El aire no
llegaba a sus pulmones, pero Domino resistió, tensando todos sus músculos,
empezando por los del cuello. Retrocedió bruscamente para desequilibrar a
quien se aferraba al otro extremo. Tiraron con más fuerza. La cuerda se
tensó y esta vez Domino se desplomó. Su cabeza golpeó el suelo. El dolor y
la sangre se agitaron dentro de su cráneo. Siguieron tirando de la cuerda. El
joven fue arrastrado por la elevada hierba a través del cuello. Alguien gritó
que acabaran de una vez. Sus ataduras eran imposibles de romper. En su
verdadera forma, Domino podía cortarlas. Lo sabía.
Imposible concentrarse, ni siquiera intentarlo.
Entonces su cuerpo se incorporó. Arrastrado desde el cuello, Domino
agitó las piernas.
¡No! ¡Eso no!
Una ráfaga de su pasado lo invadió en medio del vacío y el terror que lo
abrumaba. Gus, pequeño y frágil, empapado de alcohol, colgaba de un
árbol, sus piernas se sacudían entre espasmos mientras el oxígeno le
abandonaba. Esta vez Domino no pudo salir de los arbustos para salvarlo.
Gus.
El corazón le latía con fuerza a través de los oídos. Su cabeza parecía
estar atiborrada con demasiada sangre. Le iba a estallar, separándose del
resto de su cuerpo. No podía respirar ni siquiera tolerarlo.
Era cuestión de tiempo, para estar muerto.
Sintió el calor y el silbido de las llamas.
Una muerte mediante el fuego y el dolor, le había explicado Mora. La
purificación de los Bendecidos.
Aire, aire. ¡Necesitaba aire!
Se alzó un rugido muy lejano y poco claro, como si el mismo mundo se
revelara. Al cabo de un segundo, Domino cayó y se estrelló fuertemente
contra el suelo.
Aire.
El aire se filtró por su garganta, se extendió por su pecho y bajó por su
cuerpo jadeante, el mundo se agitó con más fuerza.
Algo se avecinaba.
—¡Ya está aquí! ¡Corran! ¡Corran!
Domino sintió que los humanos corrían a su alrededor y luego se alejaban
a toda velocidad. Todos se dirigían en la misma dirección. Al Norte.
Un grito estalló. Al caer hacia un lado, Domino se olvidó al instante de su
hombro herido, de la cuerda que aún le rodeaba el cuello, de Memek y de
Ero, cuyo destino no estaba claro.
Este alarido se enredó en sus entrañas como una serpiente que se enrosca
alrededor de su presa, paralizándolo. Él nunca había oído una llamada así
antes. Y sin embargo…
Era a la vez el recuerdo de algo más antiguo y profundo, un recuerdo que
era mucho más fuerte que el primer grito de un recién nacido, más afilado
que una cuchilla que separa la carne del hueso.
Los gritos de los humanos y los Nichan se sumaron al caos. Peleas por
todas partes, sangre humana derramándose, saturando la tierra. No duró
mucho. En cuestión de segundos, todos los humanos dejaron de correr y de
gritar. El eco de sus latidos murió con ellos.
—¿Están conscientes? —preguntó una voz profunda.
—Quitenles las máscaras —dijo otro.
Domino esperó, inmóvil, lleno del reclamo que acababa de colmarlo con
miedo, pero también con esperanza. Entonces la tela que cubría su cabeza
se desvaneció. La luz cruda del cielo y de la zona le irritaba los ojos.
No le importó. Un Nichan se inclinó sobre él, desatando la cuerda que le
ataba el torso, y redujo su respiración a un hilo. Tampoco le importó. Miró a
su alrededor, al acecho. Había Nichans por todas partes, la mayoría de ellos
transformados, unos pocos en su forma humana.
Entonces vio a la criatura. Y el tiempo detuvo su curso.
Lo miraba con sus ojos negros y brillantes, en cuyo fondo ardía una
chispa azulada. La criatura era tan grande como un dohor, pero más grueso,
como si estuviera formada por la más pura esencia de la fuerza. Era negra
como la nada, tan profunda que la luz no podía adherirse a su piel. Sus
poderosas piernas eran más largas en la parte delantera, como brazos
musculosos. Las garras desaparecieron entre el suelo y se mezclaron con la
tierra, manchándola con trazos oscuros de la misma manera que el agua
fluye entre las rocas.
Un anillo de oro rodeaba la boca de la bestia, como una especie de
colgante.
No, no es un colgante.
Este anillo flotaba sin hacer el menor contacto con nada más que el aire.
Mierda…
Y esa sonrisa…
Domino se levantó sin pensarlo. Alguien lo llamó. Caminó hacia la
criatura que sólo tenía ojos para él, la cual le esperaba, inmóvil. Olfateó la
brisa por instinto. La criatura era una hembra.
Domino se detuvo a un paso de ella. Miró todo su cuerpo, llenando su
mente con todos los detalles que podía captar, clavando sus ojos en los de
ella. No necesitaba preguntar. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. El zumbido
había vuelto, no en su propio cuerpo, sino dentro de la criatura. Domino
podía oírlo.
El zumbido le daba una sensación de hormigueo en todo el cuerpo.
No una mancha de la Corrupción, sino pura esencia Nichan.
Una sangre pura, igual que sus antepasados antes del Gran Mal. Esto era
lo que estaba ante él.
Con las manos todavía atadas a la espalda, la cuerda que colgaba de su
cuello arrastrándose detrás de él, respiró profundamente.
—¿Puedes sentirlo? —preguntó Domino con voz ronca. Tosiendo
brevemente.
La bestia se acercó un poco más. Sus fosas nasales eran invisibles en la
negra extensión de su rostro. No se podía descifrar nada más que sus ojos y
los amenazantes picos oscuros de su sonrisa. Pero, a pesar de todo, olfateó e
inclinó la cabeza hacia un lado.
Domino continuó, cautivado.
—Sentí que te acercabas. ¿Tú también lo sientes? Soy... Soy como tú.
Dicen que soy como tú. Yo... Yo no puedo transformarme, pero soy como
tú. Lo sabes, ¿verdad? ¿También lo sientes?
Una mano agarró a Domino por el brazo y le obligó a retroceder y caer de
rodillas. Estaba demasiado fuera de sí como para protestar. Pero la bestia
reaccionó en su favor ante la distancia que se interpuso entre ellos. Gruñó a
la persona que acababa de separarlos y la mano que sujetaba a Domino se
apartó. Todavía inconsciente de su dolor y del resto del mundo, se puso en
pie, una vez más, y esperó. La bestia le miró a los ojos. Domino estaba
seguro que esta Nichan lo entendía, que ambos sentían la fuerza que los
unía, como la oleada de un pasado olvidado que se restablece de repente. Si
ese era el caso, entonces significaba una cosa —su esencia, lo que hacía de
Domino un sangre pura, no había desaparecido. Seguía siendo el mismo.
Íntegro.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Domino. Por primera vez, entendió
a qué se referían los demás cuando hablaban de milagros.
—Lienn —dijo una mujer cerca de Domino—. ¿Está diciendo la verdad?
La bestia emitió un sonido hueco que resonó a su alrededor como el
estruendo de un rayo, y luego asintió lentamente. Los susurros surgieron
por todas partes. Domino se atrevió por fin a apartar la mirada de ella y
escudriñó la zona. Entre la pequeña multitud de Nichans, divisó la horca en
la que acababa de ser colgado, y luego a Ero que, ignorando su propio pie
herido, llevaba a Memek en brazos. El Unaan se había quitado el chal y lo
había atado alrededor del muslo de su hija en un apretado torniquete.
Los ojos de Domino y Ero se encontraron. La expresión del hombre era
indescifrable pero tensa.
La bestia permaneció inmóvil durante un rato, mirando a Domino.
Todavía tenía las muñecas atadas y luchaba contra sus ataduras.
—Déjamelo a mí —intervino la Nichan que estaba a su lado, una mujer
alta que, bajo su armadura de piel y bandas metálicas, parecía tan
musculosa como Domino.
Desató las cuerdas, y Domino tiró de la que colgaba de su garganta y la
lanzó lejos. Para cuando levantó la vista, la sangre pura había dado media
vuelta, alejándose sin prisas con un elegante caminar, mientras sus
cazadores la seguían. Los demás ya estaban ocupados enterrando a los
muertos mientras el aire a su alrededor se llenaba de una niebla negra.
Domino observó a la bestia. Quiso seguirla. Pero resistió el impulso.
—Nuestro campamento está unas leguas más al Sur —anunció la mujer
que estaba a su lado, con ojos preocupados, estudiando el rostro aun
ruborizado de Domino a través de las partículas oscuras—. ¿Puedes
caminar? —El joven asintió—. Bien. Si les parece, acompáñame.
Sin duda, así sería.
—¡Domino! —le llamó Ero—. Ve a buscar nuestras cosas.
La orden sacó a Domino de su desconcierto. El frío se coló y sopló una
ráfaga de viento a través de su cabello empapado de sudor, mordiendo el
corte que aún goteaba sangre por su brazo. Volviendo definitivamente a la
realidad, se frotó el cuello para ahuyentar la sensación de la cuerda en su
carne.
¿Es eso lo que sintió Gus? ¿Cada vez que tiene una pesadilla, siente esta
maldita cuerda alrededor de su cuello?
Bueno, ahora Domino conocía la sensación. La ira en su interior volvió a
hervir.
El olor de la sangre humana surgió de los cuerpos que yacían en la hierba
amarillezca. Ante la mirada de varios Nichans curiosos, Domino se puso en
marcha, pasando por delante de su tío y su prima, regresando a la aldea de
pescadores donde habían sido atacados.
Al llegar allí, solo y fuera del alcance de la vista, con el corazón agitado,
sonrió. Luego, una risa histérica se lo llevó y Domino se permitió olvidar
todo lo que había ido mal durante meses. De hecho, durante años. Antes de
darse cuenta, se apoyó en una casa y lloró de risa.
Hoy había vuelto a sentir el beso de la muerte. Pero ahora podría haberse
salvado para siempre.
PARTE CUATRO
SANGRE PRECIOSA
XXIX
Los Nichan con armadura montaban guardia en cada una de las puertas
altas, abriéndose para dejar pasar a Lienn, Ero y Domino, seguidamente se
disponian a cerrarlas tras ellos para detener el paso del aire frío. Sus
ancestros venían de las tierras heladas del norte de Torbatt y Netnin. Pero
mientras se encontraba entre estas piedras grises, con un aliento silbante
serpenteando en su cuello, Domino se preguntó si su especie no había
olvidado lo que era tener frío de verdad.
Reprimió un escalofrío, aferrándose a la idea de que los Nichan del
pasado habían vivido alguna vez en colinas helada y siguió adelante.
Lienn condujo a los dos hombres a una sala que a Domino le recordó el
interior del auditorio de su aldea. Aunque la sala era más pequeña, estaba
rodeada de varios pilares tallados, a lo largo de los cuales colgaban
estandartes rojos bordados con una sonrisa de Nichan y un círculo de ramas
puntiagudas, o lo que interpretó como un sol. En el centro de la sala había
una mesa circular hueca. Su núcleo estaba reforzado con metal y un fuego
brillante crepitaba en una cuba de bronce, enviando destellos de ámbar y
oro sobre el rostro de una mujer ya presente en la sala.
—Sean bienvenidos —dijo.
Se levantó cuando llegaron y rodeó la mesa. No había duda, era la Madre
de Lienn.
Sus rostros eran casi idénticos. Sólo los años de experiencia marcaban la
diferencia. La mujer tenía los mismos ojos rasgados de color marrón
oscuro, los mismos labios carnosos, la misma frente ancha.
Su cabello corto era rubio oscuro y se enroscaba alrededor de sus
prominentes pómulos. Al igual que Lienn, la mujer desprendía un carisma
que atraía irresistiblemente la mirada de Domino. No era Sangre Pura —
Domino podía sentirlo—, pero a los ojos de Ero pasaría fácilmente por la
Unaan del clan.
Domino se inclinó respetuosamente ante ella, rápidamente imitado por
Ero, y ella les devolvió su saludo mientras su hija se colocaba a su lado,
más alta que su madre.
La mujer los estudió uno tras otro, sus dedos jugaban con un largo collar
de perlas que colgaba de su cuello.
—Soy Riskan Vevdel —se presentó la mujer—. Supongo que eres el líder
del clan Ueto.
—Lo soy, en efecto. Ueto Ero.
—Y este es el niño —Vevdel miró a Domino. Sonrió y se inclinó de
nuevo para darse un poco de compostura.
—Este es Domino —dijo Ero cuando su sobrino abrió la boca. Madre e
hija miraron a Ero y un escalofrío recorrió las temblorosas sombras que
ondulaban en la habitación—. Pensé que iba a conocer al consejo de tu clan
—dijo el hombre—. ¿Sólo son ustedes dos?
—El consejo conoce las intenciones de Lienn. Las apoyan y no deseaban
acorralarlos en un tribunal. Una discusión, de jefe a jefe, debería ser
suficiente.
Las intenciones de Lienn.
Ero frunció el ceño.
—¿Y cuáles son tus intenciones, Unaan Vevdel?
Vevdel sonrió y volvió los ojos hacia su hija durante un breve instante.
—Perdona la confusión. Es una precaución que tomaríamos con
cualquiera.
Ero, en efecto, parecía confundido.
—¿Qué precaución?
—No soy la Unaan del Clan Riskan —confesó Vevdel—. Esa
responsabilidad es de mi hija.
Domino frunció los labios, obligándose a callar lo que ya había adivinado.
A su izquierda, Ero levantó la barbilla y dirigió sus ojos a las dos mujeres.
—Tienen una extraña forma de acoger a la gente y ganarse su confianza
—dijo lentamente—. Es más, su respeto.
—Ambos sabemos que la mejor manera de debilitar a un clan es matar a
su líder —dijo Lienn.
—¿Te he amenazado?
—No.
—Claro. No lo hice.
—No te conozco, Ueto Ero. No puedo jurar tus intenciones como tú no
puedes jurar las mías. Quería primero encontrar la seguridad de estos muros
y mis protegidos antes de abrirme a ti. Un simple protocolo. Nada personal.
—Una sabia mentira, aunque dudo que sea un rival o un peligro para ti —
a pesar de ser el más alto de los cuatro Nichan reunidos en la sala, Ero no
era la bestia más peligrosa de Visha.
Lienn posó sus ojos en Domino, evaluándolo, y luego volvió a Ero.
—Bien. Tú no.
Ero apretó la mandíbula con fuerza. Tenía el control de Domino. Una
orden sería suficiente para que el hombre enviará a su sobrino a la garganta
de Lienn.
Pero la razón de la expresión actual de Ero era probablemente diferente.
—No soy el tipo de hombre que muerde la mano que le da de comer.
—Bien. Sería desafortunado intentarlo.
La temperatura bajó aun más. Ni Lienn ni Ero se inmutaron mientras se
miraban entre sí. Domino tragó y se aclaró la garganta. Por una vez deseó
tener la suficiente autoridad para poner fin a este encuentro.
Su tío se volvió hacia Vevdel.
—¿Y tú? ¿Las habilidades de tu hija son hereditarias? ¿Debo prepararme
para más sorpresas?
—Sólo estoy aquí para apoyar y aconsejar a Lienn —aseguró la mujer,
con su calma y amabilidad intacta—. A diferencia de ella, no he sido
bendecida por las manos de los Dioses. Esto no me impide ser su madre y
cumplir con mi papel.
Vevdel invitó a los dos hombres a sentarse a la mesa y les ofreció un
refrigerio, que Ero rechazó con un gesto de la mano. Parecía que aun le
costaba procesar la verdad, o más bien la mentira que había creído durante
días.
—No hace falta que me entretengas —dijo Ero—. Mi hija me espera en la
ciudad y no quiero dejarla sola durante mucho tiempo.
—Puedo enviar a alguien con ella. Calico, tal vez —dijo Vevdel,
volviéndose hacia Lienn.
—Al igual que tú, sé cómo cuidar de mi hija.
Era difícil saber si estas eran las palabras de un padre preocupado, o una
excusa para cortar esta reunión. O incluso una forma de cuestionar la
fiabilidad de los Riskan.
—De acuerdo —dijo Vevdel—. Estamos muy ocupados y los días son
cortos.
Sus palabras hicieron sonreír a Domino. Sólo las había escuchado de boca
de Ero hasta hoy. «Los días son cortos» era un dicho de los ancianos, de los
que habían conocido el mundo antes de La Corrupción. En efecto, desde el
Gran Mal, los días se oscurecían demasiado rápido y parecían bastante
cortos.
—En ese caso —dijo Vevdel mientras se sentaba—, vayamos al grano.
Una alianza —lo anunció rotundamente mientras se dejaba caer en su
sillón.
Cerca de ella, Lienn estudió el rostro de Domino. La joven añadió:
—Dos Liyion unidos para dirigir a nuestros hombres y protegerlos.
—Más despacio —cortó Ero, que parecía relajado a pesar de que su puño
estaba listo para atacar, manteniéndolo firmemente cerrado.
—¿Sí?
—No me conoces. No te conozco.
—Efectivamente.
—¿Ves? Ese problema es mutuo. Así que tomémonos el tiempo de
conocernos primero, o al menos de pensar durante un minuto. Un acuerdo
entre dos clanes no surge por un simple capricho.
—Entiendo y estoy de acuerdo con tu afirmación —dijo Vevdel, sin
inmutarse por que su hija hubiera sido interrumpida por el invitado en su
propia casa. Puso una mano en el hombro de Lienn. La mirada de Vevdel
estaba llena de un orgullo y una ternura que apretó el corazón de Domino
—. Mi querida Lienn se nos reveló a la edad de doce años. Una primera
transformación tardía pero providencial. Habíamos perdido la esperanza y,
sin embargo, aquí está ella, la primera Liyion en casi dos siglos. No
dudamos en hacer nuestro juramento hacia ella. Después de diez años de
trabajo, se convirtió en el futuro de este clan y, como pueden imaginar, es
nuestra cazadora más preciada. Muchos de nosotros habríamos muerto sin
ella. Cuando mi hija sale a cazar con sus protegidos, puedo cuidar del resto
de nuestro clan sin preocuparme por sus vidas... hasta hace poco.
La mujer hablaba en nombre de su hija —la verdadera autoridad en este
lugar—, pero Lienn no se molestó. Todo lo contrario. Sentada junto a su
madre, la joven parecía más tranquila que nunca, como si se hubiera
liberado de una carga y se hubiera dejado llevar por alguien en quien
confiaba. Al menos esa fue la impresión que tuvo Domino cuando puso los
ojos en las dos mujeres.
—Son del Norte de la capital, ¿verdad? —preguntó Vevdel.
—No del todo. Los bosques del Norte de la región de Osska —rectificó
Ero.
—Un breve respiro. He oído que la situación más allá de la capital sigue
siendo manejable, corríjanme si me equivoco —el silencio acompañó sus
palabras—. Aquí como en otros lugares, en los últimos cinco años, el
número de simpatizantes a la causa de los Bendecidos ha ido en constante
aumento. Están por todas partes, como la mala hierba. Imposible
diferenciarlos de los demás humanos. No podemos expulsarlos, sólo esperar
a que aparezcan en nuestra puerta, o que maten a nuestros hijos.
Domino se mordió la lengua y miró a Ero de reojo. La pérdida de un hijo
a manos de los Bienaventurados era un tema que su tío conocía muy bien.
Sin embargo, el hombre permaneció impasible y se volvió hacia Lienn.
—¿No tienes nada que decir, o debo seguir dudando de tu título?
—¿Perdón?
—Entiendo que eres joven, pero eres la Unaan, no una niña. ¿O me
equivoco? ¿No puedes hablar por ti misma?
Lienn le devolvió la mirada, inquebrantable.
—Mi madre es mi mano derecha. Ella conoce la situación perfectamente
bien. También es más elocuente de lo que yo podría ser. Sea cual sea
nuestro título o influencia, nunca debemos subestimar nuestros defectos.
Ero apretó la mandíbula y Domino resistió el impulso de alejarse de él.
A lo lejos, el sonido de las olas rompiendo desafió el crepitar del fuego en
el centro de la mesa para alejar el tenso silencio.
—Esta reacción inmediata a la presencia de su sobrino no es precipitada
ni irreflexiva. Cuando tus hombres mueren por las armas más rápidas que
ellos, empiezas a hacer planes. Llevamos años acogiendo a Nichans
aislados para ampliar nuestras tropas. Que existiera otro Sangre Pura, era
una idea que parecia mas una ilusion que una posibilidad. Eso no impidió
que Lienn contemplara qué hacer en caso de que ocurra. El camino para
seguir es el que les presentamos; una alianza entre nuestros dos clanes,
sellada por el matrimonio de mi hija y tu sobrino —reanudó Vevdel.
Domino parpadeó, y su corazón dio un vuelco. Una reacción que nadie
aquí dejaría de notar.
Tragándose la noticia, dirigió su atención a Lienn, que lo miraba
tranquilamente. Este anuncio, esta alianza, ¿eran todas ideas suyas? ¿Es por
eso por lo que ella le había preguntado su edad y si habían pasado sus
Temporadas? Ella era mayor que él —tenía unos veintidós años—, pero
Domino sí había pasado sus Temporadas. A los ojos de los Nichan, era un
adulto.
Lo suficientemente mayor como para casarse, pero no lo suficiente como
para que eligieran por él, aparentemente...
Los Torbs habían unido a las familias principales de los humanos de ese
mismo modo durante muchos siglos. Un matrimonio celebrado bajo la
mirada de los Dioses. Algunos Nichan incluso habían adoptado la tradición
después de que los seres divinos les dieran acceso a su forma humana años
atrás. Ellos desaparecieron, pero la tradición permanencia.
Un matrimonio. El concepto daba vueltas en la mente de Domino,
revelándose a sí mismo desde todos los ángulos. En principio, esta unión
significaba tres cosas: una vida compartida en el mismo lugar para el Clan
Ueto y el Clan Riskan; la creación de un heredero nacido de ambos
nombres; un voto de fidelidad pronunciado por los cónyuges a los cielos
para recibir la bendición de los Dioses. El corazón de Domino estaba
abrumado. Todavía demasiado emocionado por la propia existencia de
Lienn, no había considerado lo que la joven pretendía hacer con él.
¿Y qué hay de Gus? Gus, a quien Domino había besado, a quien todavía
deseaba tanto en este día a pesar de la distancia y los meses de separación.
—Liyion, nada menos. Su naturaleza podría transmitirse a todos sus hijos
—añadió Vevdel como si quisiera hacer hincapié en el tema.
Domino no pudo contener una risa desilusionada.
Tengo la sensación que dentro de un momento me dirá los nombres de mis
futuros hijos.
Nadie dijo nada, como para darle tiempo a digerir la noticia.
El corazón de Domino latió con más fuerza. Tenía que calmarse antes de
decir una estupidez. Esta alianza era exactamente lo que su clan necesitaría
en un futuro próximo. Y Domino necesitaba a Lienn. Eso era algo bueno.
Era...
—¿Te explicó Lienn...? —comenzó con una voz que logró controlar.
—¿Sobre tu aflicción? —terminó Vevdel, increíblemente perspicaz—. Por
supuesto. Mi hija insistió mucho en que siente tu aura, así que no pierdo la
esperanza. Su entrenamiento debería empezar lo antes posible. Es un
proceso largo, y podría resultar bastante arduo, dada su condición actual.
Pero al cabo de unos años, por fin estarás preparado. Entonces se celebrará
la boda, y tu clan se unirá al nuestro.
—Espera. ¿Un par de años? —Ero miró entre las dos mujeres—. No
puedes hablar en serio.
—Me llevó mucho tiempo aprender a controlar mi verdadera forma —dijo
Lienn—. Al principio, la transformación fue dolorosa, traumática. Luego
tuve que volver a aprender a caminar, correr, luchar, todo en mi nuevo
cuerpo que es cinco veces más fuerte, más rápido y grande con el que crecí.
No puedes imaginar el peligro que Domino supondría para tus Nichans si se
lanzará al asalto de los Bienaventurados sin haber domesticado su forma
original. Y por lo que deduje, es el miedo por la seguridad de su gente lo
que ahora lo aprisiona en su camuflaje.
—Domino ya no es un niño. Unos años, como anticipas, no serán
necesarios.
—No te equivoques, Ueto Ero.
—Nos pides que nos quedemos aquí indefinidamente. Mi clan espera mi
regreso. Este peregrinaje no debía durar para siempre. No tenemos años.
—Se enviará un mensajero para explicar la situación —dijo Vevdel.
—Un mensajero no es lo que mi aldea necesita. Es a mí.
—Si no quieres alejarte de los tuyos, nada te impide ir tú mismo a casa
para informarles mientras Domino comienza su entrenamiento.
—¿Y dejártelo a ti? ¿Me tomas por tonto?
Domino apretó los puños. Una vez más, como aquel día en el auditorio
cuando Issba y Ero habían estado debatiendo su futuro, todos hablaban de él
como si no estuviera aquí.
Ya estaba harto.
—Ero, vamos.
—¡Cállate!
La orden tuvo el efecto de una piedra forzada en su garganta. Delante de
Lienn y su madre, Domino se quedó en silencio. Bajó los ojos a la mesa,
incapaz de enfrentarse a las dos mujeres.
Aunque fuese tratado como un niño, no importaba.
—Ueto Ero —dijo Vevdel, todavía tranquila, muy relajada en su silla—.
Las aldeas de Torbatt se han gobernado solos desde que los Dioses
desaparecieron. Sin Matronas, sin Reyes. Tú ya lo sabes. Es una lucha
diaria, pero sobrevivimos a este flagelo. Miro a estos dos jóvenes en esta
mesa, y me siento esperanzada. Nos observo y sólo siento recelo
—Ero levantó la barbilla, riendo ligeramente—. No sé nada sobre ti, sobre
tu pasado, sobre tu clan, sobre tus planes para tus protegidos. Sin embargo,
mi hija está dispuesta a recibirte a ti y a los tuyos como si todos
pertenecieramos a la misma familia. No te consideramos un enemigo, ni
una oveja descarriada que necesita protección. Sobre todo, vemos a los
hermanos Nichan que estuvieron a punto de perder la vida hace unos días, y
que encontraron la salvación con la ayuda que les prestó mi aldea sin la
menor duda —hizo una pausa, inclinándose hacia Ero.
Su anterior amabilidad era ahora un fugaz recuerdo—. Por el momento,
nuestros agentes nos informan de que los Bienaventurados aun se enfrentan
a una fuerte resistencia por parte de la población de Sirlhain. Los ataques
estallan regularmente, matando a tantos que los sobrevivientes apenas
tienen tiempo para enterrar a los muertos.
—Algunas ciudades han sido destruidas por los Bienaventurados, y luego
abandonadas a La Corrupción y a los espíritus —añadió Lienn. Notó la
mirada alarmante de Domino y se volvió hacia él—. Los Bienaventurados
se burlan de los espíritus y del peligro que representan cuando su número es
demasiado grande. Creen que una vez que los Dioses regresen, todo volverá
a ser como antes.
—Y creen de todo corazón que su regreso crecerá de nuestras cenizas —
dijo Vevdel—. No se rendirán. Y a sus seguidores no les importan las
fronteras; han nacido en nuestras tierras. Los Bienaventurados pronto
intentarán cruzarlas. Lo harán.
Ero frunció el ceño.
—¿Crees que no lo sé? Esta condescendencia es casi insultante. Cuidado.
Uno podría pensar que me tomas por tonto.
—Ten por seguro que no lo hago, Ueto Ero. Todo lo contrario. Sabes a
qué nos enfrentamos. También que una vez que el Este ataque, nuestro país
y nuestra aldea entrarán en guerra, y el Sur de Torbatt, del que forma parte
de tu aldea, será el primero en caer a menos que unan fuerzas con nosotros.
La supervivencia de nuestros clanes es lo único que importa.
Entonces volvió el silencio. El eco de la voz de Vevdel, suave y profundo,
fue roto por el roce de una silla siendo arrastrada. Ero se puso de pie. Los
demás se quedaron inmóviles, boquiabiertos.
—Un hermoso discurso —dijo—. Lo pensaré, y tendran mi respuesta lo
antes posible. Domino, ven conmigo. Nos vamos.
UN PASO A LA VEZ, Beïka llevaba a Gus cada vez más lejos de Surhok.
Issba lideró el camino, con una lámpara en cada mano rompiendo la
oscuridad de la noche. Yendo de derecha a izquierda, Gus gruñía. Su
mordaza ahogaba parcialmente la siguiente de sus muchas quejas. Solo los
pasos de los dos Nichans a través de los helechos y el terreno del bosque
perturbaban el silencio. Cada rama pisoteada era un hueso fracturado, el
giro de las rocas era como dientes rechinando lo suficientemente fuerte
como para convertirse en arena. Aparte de las llamas doradas, la oscuridad
era absoluta, como una trampa que esconde a multitudes en sus
profundidades. El viento agitaba el follaje invisible sobre sus cabezas. El
sudor frio se deslizaba por el rostro de Gus. Un ruido sordo le retorció los
tímpanos. Con cada sacudida, la presión de la sangre latía a través de su
cráneo.
Tap-tap-tap.
El trozo de savia todavía golpeaba en la parte superior de su frente. Lo
mantuvo despierto y consciente de su nueva realidad.
Me van a matar. Lo harán...
Había alejado todos sus pensamientos confusos previos. En Gus, no había
lugar para nada más que esta certeza. Una muerte inminente. Imposible de
pensar en algo, imposible calmar el destrozo de su corazón. Con cada paso
que se alejaban de la aldea, con cada minuto que prolongaba su tormento, se
ahogaba en su propia falta de poder. Pronto sería liberado de estas aguas
oscuras...
Gus iba a morir.
Agitó las piernas, una reacción incontrolada mientras su mente y
conciencia se estrechaban en torno a este destino. En respuesta, el brazo de
Beïka se cerró con más fuerza alrededor de su cintura, doblando las costillas
de Gus.
—Deja de moverte —dijo el Nichan.
El hombre dio un tirón y volvió a colocar a Gus en su hombro hasta que
pudo acomodarlo bien, equilibrando su peso y el de él. Con cada
movimiento, el abdomen de Gus recibia el impacto. Cuando el aire salió de
su torso, la saliva llovió de sus labios, viajando a lo largo de su mandíbula.
—Mantén controlada a esa cosa —dijo Issba por encima del hombro.
—Fue tu idea, ¿recuerdas? Tal vez tú deberías llevar la cosa.
—Ya casi llegamos.
—¿Qué tan lejos está? —preguntó Beïka.
—Lo suficiente de la aldea como para que los demás pierdan su olor.
—¡Mierda! Olvidamos la pala.
El Orador rió entre dientes.
—Unas manos tan vigorosas como las tuyas van a tener que ensuciarse
muy pronto. Dado que la abominación ya lo está, su tumba no necesita ser
profunda.
La adrenalina recorrió el pecho de Gus.
Su tumba.
Issba lo tenía todo planeado. En medio del inmenso bosque, nadie
perdería ni un minuto para buscar el cuerpo de Gus. El Orador y Beïka
regresarían a la aldea sin el menor escrúpulo. Quien les abrió la puerta los
dejaría entrar silenciosamente. El grupo saldría de esto sin castigo, entrando
a la comodidad de su cama, de una buena comida, de su mente tranquila y
sin ninguna vergüenza. En unas pocas horas, cuando Orsa se diera cuenta de
que Gus no estaba listo para cazar, enviaría a alguien a su cabaña a
buscarlo. No encontrarían a nadie, ni en su casa, ni en ninguna parte...
—Aquí —dijo Issba—. Sí, debería estar lo suficientemente lejos.
—Estupendo —Beïka desalojó a Gus de su hombro y lo tiró al suelo.
El joven se estrelló sin un sonido aparte del gemido de sorpresa que brotó
de su pecho. Sus alas recibieron la mayor parte del impacto, evitando la
parte a su columna. Con los brazos finalmente libres, Gus se quitó la
mordaza, se empapó de saliva y sangre y respiró hondo. La tos violenta que
se apoderó de él amenazó con liberar sus órganos por la boca. Gus apretó el
pecho y su palma presionó con fuerza el collar de Domino. Cada vez más
fuerte.
Issba colgó sus linternas en ramas bajas y lo miró. Su rostro estaba bañado
en oscuridad, pero las llamas que ardían en la superficie de la grasa
delineaban los contornos de su cráneo parcialmente afeitado, de sus
hombros desnudos y de sus manos, que sostenían en un apretado manojo de
dedos contra su corazón.
—Aquí estamos —dijo el Orador inmóvil. Y suspiró—. Levántalo.
Después de una breve y molesta vacilación, Beïka obedeció. Agarró a Gus
por el codo y lo levantó del suelo. Interrumpió el gesto, entrecerró los ojos
y su mano se disparó hacia el pecho de Gus. Apoderandose del collar y la
resina ámbarina desapareció en el puño del Nichan
—Oye, eso no es tuyo. No lo toques... —el fuego estalló en el estómago
de Gus. Y la tos volvió, fuerte y visceral.
Beïka sonrió y le arrebató la joya del cuello. El aguijón de cuero gastado
se rompió.
—Reliquia familiar —dijo Beïka metiendo su botín en el bolsillo.
Sin pensarlo, habiendo cedido su cuerpo al miedo y al instinto, Gus lanzó
su puño a la barbilla del Nichan. Sus nudillos se encontraron con la dura
piel de Beïka, y este no se movió ni una pulgada. Un ataque ridículo,aun
más en su estado actual, desprovisto de cualquier fuerza.
Antes de que el dolor llegara a sus articulaciones, Gus recibió un golpe
que inmediatamente lo envió de regreso a los húmedos helechos. Sus
sentidos se arremolinaron, como si buscara una salida de su cuerpo. Un
sonido de perforación llenó sus oídos. El dolor se apoderó de su pómulo,
invadió todo su rostro. No más a la derecha que a la izquierda.
La sangre le corría el rostro.
Issba lanzó un gruñido de impaciencia.
—¡Es suficiente! Estamos perdiendo el tiempo. Orsa se levantará antes
del amanecer y debemos estar de regreso antes que la guardia de Jaro
termine.
—Estoy ajustando cuentas con esta basura —se defendió Beïka mientras
se limpiaba la barbilla.
A sus pies, Gus se aferró a la tierra y la hierba húmeda. Si la situación no
hubiera sido tan abrumadora por el dolor, habría pensado que era una
pesadilla. Había estado allí, se enfrentaría a la muerte antes de esta noche.
Siempre supo que llegaría más temprano que tarde. Sin embargo, más que
nunca, no quería morir. Ahora, necesitaba que el dolor se detuviera.
Domino.
No, estaba loco por atreverse a pensar en él. Domino no vendría a
salvarlo. Nadie lo salvaría. Gus había pedido que lo dejaran solo, por
buenas razones. Ahora lo estaba.
En el silencio sepulcral de la noche, Issba se aclaró la garganta.
—Levántalo y contrólalo. ¿Eres capaz de hacerlo o eres tan inútil como
afirma tu tío?
El silencio volvió, tan frío como la muerte misma. Entonces Beïka se
inclinó y volvió a agarrar a Gus, esta vez por el cuello. Mientras lo
apretaba, obligó al niño a ponerse de pie y mirarlo.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Issba, dando un paso en su dirección.
—Querías matarlo, ¿no? Entonces lo voy a matar —anunció Beïka.
Sostuvo la garganta de Gus con más fuerza y el niño dejó de respirar.
La cuerda, pensó Gus mientras intentaba respirar, para abrir los dedos de
su atacante.
La cuerda, eso… Él… Va a matarme. Voy a morir.
Issba cerró la mano sobre los bíceps de Beïka.
—¡Idiota! ¡Detente ahora mismo!
—¿Qué? ¿Cambiaste de opinión?
—Estoy tratando de salvar el alma de este chico. Limpiarlo de La
Corrupción. Antes de matarlo, hay que pronunciar algunas palabras...
Un grito atravesó la noche y Beïka aflojó su agarre.
Después de un largo silencio durante el cual Gus trató de tomar algo de
aire, otro grito chillón les heló la sangre. Beïka abrió las manos y Gus se
estrelló contra el suelo, demasiado débil para pararse sobre sus piernas.
Tosió y luchó por escapar, gesticulando lo mejor que pudo. Por un momento
se alejó gateando de Beïka e Issba. No quería huir como un gusano
asustado, pero por primera vez, sus instintos de supervivencia superaron sus
resoluciones y su orgullo.
No me estoy muriendo. No me estoy...
—¿Es... es uno de ellos? —preguntó el Orador, con horror en su voz.
—Sí —dijo Beïka.
Otro grito estremeció el bosque, más cerca. Obligó a Gus a gatear más
rápido. Sus manos se deslizaron sobre la vegetación húmeda. Cayó boca
abajo, se enderezó y volvió a gatear, buscando en su ser la fuerza para
levantarse.
—¡Tenemos que correr! —dijo Issba.
—Un Nichan no huye —por el contrario, Beïka dio un paso en la
dirección de los gritos.
—¡Tonto!
El siguiente grito congeló a Gus en su lugar. De repente, incluso la brisa
nocturna detuvo sus susurros.
Temblando de la cabeza a los pies, con la respiración atascada en el pecho
contraido, Gus se hizo lo más pequeño posible, con el rostro enterrado en
las plantas y las rocas. Algo se acercaba. Podía sentirlo en su carne, en sus
venas...
Lo más lentamente posible, giró su cabeza y se ordenó mirar por encima
del hombro. La cosa estaba cerca, muchos más de lo que había estado en
ese entonces, en esa cueva. Lo suficientemente próximo como para ser
revelada por la débil luz de las lámparas.
Esta criatura no se parecía a la que los había perseguido a él y a Domino
tres años antes. Era completamente gris, excepto por el chapoteo negro que
rodeaba su boca. Tenía una cabeza pequeña, calva, brillante y cincelada,
que descansaba sobre hombros estrechos y redondos. Sus largos brazos
colgaban a los lados, terminando en garras en cuyas puntas resplandecían
las llamas de las linternas.
Ojos azules brillantes. Venas del mismo color que motean su cráneo y
antebrazos. Un dohor.
Con el rostro lleno de terror, Issba agarró una de las dos fuentes de luz. En
un instante, giró sobre sus talones y echó a correr hacia la oscuridad.
Beïka, por su parte, se enfrentó a la alta criatura. El Nichan se había
transformado, su piel negra se fundía con la noche, un gruñido agresivo
relucía entre su amplia y aguda sonrisa.
Eran formas oscuras y enormes en la penumbra de la noche, el dohor y el
Nichan se midieron el uno al otro por un momento.
Gus intentó moverse. ¿Por qué no lo conseguía?
No te quedes aquí. ¡Muévete, malditasea! ¡Corre!
No podía. Entonces el dohor atacó. Beïka detuvo el primer golpe,
agachándose. Las garras rasgaron el aire, silbando a una pulgada de su
cabeza.
El Nichan respondió con un ataque cruzado. Su brazo se movió más
rápido de lo que su visión le dio, las venas que sobresalen de la superficie
de sus brazos destellaron. El golpe falló. No fue lo suficientemente rápido
ni lo muy preciso.
El dohor se movió con insospechada gracia. Mientras Beïka atacaba una y
otra vez, la criatura nunca perdió el equilibrio. Giró, se inclinó, evitó los
ataques del Nichan. Durante largos segundos hizo solo eso y los intentos de
Beïka fueron en vano.
Entonces el dohor volvió a atacar. Y otra vez. Cada vez, Beïka daba un
paso atrás y se agachaba.
Hasta que...
El siguiente ataque envió sangre a las copas de los árboles. Sangre de
Nichan.
Beïka se congeló, su garganta, barbilla y sus labios se abrieron
profundamente. Se perpetuó una brecha en el medio del tatuaje entintado en
su piel, y más sangre brotó de la herida. El dohor siseó. Entonces el hombre
perdió el equilibrio y su cuerpo cayó hacia atrás.
Fue el turno de Beïka quien empezó a colapsar, gatear. Su sangre salió con
un interminable gorgoteo.
Extendió su mano hacia Gus, quien había logrado ponerse de pie. Pero no
para huir.
Y entonces la criatura notó la presencia de Gus. Dio unos pasos en su
dirección, olvidándose incluso de la existencia de su primera presa.
Se acercaba, casi el doble de la altura de Gus. Más y más cerca. Solo
quedaban diez pies.
Gus no podía parpadear.
Seis pies...
Gus luchó por respirar.
Tres pies...
Una repentina incomodidad se apoderó de sus pulmones y corazón. Frente
a él, la criatura se detuvo abruptamente y dio un paso atrás. El dolor se
desvaneció, como si nunca hubiera existido. El dohor ladeó la cabeza y dio
otro paso en dirección al humano.
El mismo dolor volvió a torturar a Gus, como si largos dedos helados
abrazaran su corazón y comprimieran el órgano en carne viva una y otra vez
con brutales apretones, sin molestarse en igualar su pulso natural.
Su ala válida de repente se encogió. Gus refunfuñó, abrazando su pecho
con una mano.
El dohor, que babeaba por todos los rincones de su boca deformada, hizo
lo mismo. La criatura se retiró una vez más y luego se obligó a contrarrestar
este dolor que ambos compartían y que los mantenía lejos el uno del otro.
Más dolor.
Gus gimió, clavado al suelo, incapaz de huir. El dohor se dobló en dos,
una de sus largas garras raspó la tierra y la otra extendió la mano hacia él.
Ambos dieron un paso atrás, gritos de agonía salían de sus bocas.
Un solo paso en la dirección de Gus fue suficiente para neutralizarlos.
Esta proximidad los puso al borde.
Estaban sufriendo juntos.
Duele... duele... Pero...
Cualquiera que fuera esa aflicción común, era la única posibilidad de
supervivencia que tenía el joven. Debía usarla y vivir. Y manejarla a su
favor.
Ya no gatearía.
Se le escapó un grito mientras se limpiaba el rostro ensangrentado y
atacaba al dohor. El malestar se intensificó, ahogando su respiración,
rogándole que se mantuviera alejado de esa cosa, golpeando sus tímpanos,
amenazando con detener su corazón. Estaba tan cerca de cagarse, cada
órgano le dolía, tratando de escapar del dolor. Gus ignoró esta parte de él,
este impulso vital, y se acercó lo más que pudo a su enemigo.
El dohor se retiró y se acurrucó, su estatura gigante quedó reducida a una
bola de miembros que sufrían. Eructó, se sostuvo el pecho hueco con una
mano vibrante y se rasgó el rostro con la otra.
Su tormento fue tan agonizante como el que desgarró a Gus por dentro.
¡Bien! ¡Déjalo morir!
Esta lucha era algo que ganaría el que lograra durar más, el que soportara
el dolor. El más inteligente de los dos. Y a menos que lo matara primero,
Gus aguantaría.
Arremetió de nuevo contra el dolor que lo empujaba hacia atrás. Gritó lo
suficientemente fuerte como para romperse la garganta, para abrir sus labios
secos. Escupió y su sangre salpicó el rostro hinchado de la criatura.
Cuando la sangre humana de color rojo oscuro y blanquecina del dohor se
encontraron, la bestia gimió y se retiró.
El dohor tropezó con una raíz y se rindió. Se apartó de Gus y huyó sin
mirar atrás. En cuestión de segundos, la cosa había desaparecido hacía más
allá de las hileras de árboles.
El aire finalmente llenó el pecho de Gus con una facilidad ardiente. Con
lágrimas en los ojos, vaciló sobre sus piernas.
Si la cosa no hubiera existido, el joven habría caído en la tierra y las hojas
muertas. En cambio, permaneció de pie. Él se levantaría. Siempre.
Oyó gemidos susurrantes, alguien ahogándose con su propia sangre, junto
a sus pies. Sostenía su garganta con una mano, los ojos estaban inyectados
en sangre, la barbilla y el labio inferior cortados de abajo hacia arriba,
Beïka lo miró fijamente.
El cabrón se estaba desangrando.
Si Gus no hacía algo, si no usaba su don, Beïka moriría.
Beïka, que había conspirado con Issba para secuestrarlo y traerlo aquí.
Para matarlo.
Lejos de su gente, el Nichan había firmado su sentencia de muerte.
La ironía de la situación ni siquiera le arrancó una risa a Gus. Seguía en
estado de shock, aturdido y exhausto, con el rostro hinchado y empapada de
sudor, saliva y sangre. Los latidos, la criatura, el tamborileo de su corazón
volvía gradualmente a la normalidad... En ese momento, su mundo parecía
un castigo divino.
Pero había ahuyentado al monstruo con solo hacerle frente.
Y el hombre que lo había abusado moría a sus pies.
Gus nunca antes había estado en tal posición de poder.
Jamás.
Beïka se acercó a él, implorandole. Las lágrimas de sus ojos enrojecidos
rodaron por sus mejillas, mezcladas con la sangre que brotaba de su boca
suplicante. Gus dio un paso hacía atrás, quedando fuera de su alcance.
Bastaron dos pasos. Un gemido de agonía se elevó del cuerpo tendido en el
suelo. No pasaría mucho tiempo ahora. La muerte llegaría rápidamente,
pero Beïka hizo un último esfuerzo para suplicar la misericordia de Gus.
Pero dio otro paso hacia atrás, casi extasiado por la sensación de poder que
crecía en su interior.
El poder de la vida y la muerte.
Entonces su pie golpeó algo.
Mientras miraba, picos de color brillaron a través de la oscuridad. Un
verde vibrante de vida. Amarillo de la misma intensidad, casi agresivo para
un ojo desprevenido.
Y el rojo oscuro de la sangre.
Sangre humana.
La sangre de Gus.
El joven contempló la mancha un momento, analizando con su mente
desorientada lo que había a sus pies.
El conocimiento volvió a él desde las profundidades de su memoria,
restos de historias compartidas tantos años antes, de una realidad que solo
los hombres enterrados hace mucho tiempo recordaban.
Al comprenderlo, una leve risa, que apenas se asomaba, se deslizó entre
sus labios rojos como la sangre.
Flores amarillas al final de gruesos tallos verdes.
Unas malditas flores...
Todo pareció surgir del suelo donde nunca antes había nada igual hace
unos minutos. Gus contempló muchas flores y hojas antes. Nunca de ese
color. Aparte de algunas raras excepciones, la vegetación desde El Gran
Mal había llegado en tonos de negro, gris y marrón desvaído. Ni amarillos
ni verdes. Esos colores tan ricos que parecían artificiales.
Y su sangre...
Gus se inclinó y acarició los suaves pétalos con las yemas de los dedos.
Se movió por el tallo y luego rozó la tierra que había sido salpicada con su
sangre cuando Beïka le dio un puñetazo en el rostro.
Su sangre.
La planta creció rápidamente, sus pétalos y brotes temblorosos aún
florecían, incluso en medio de la noche, echando raíces donde las manchas
carmesí alimentaban la tierra.
Gus reflexivamente se llevó una mano al rostro, donde estaba herido. Sus
dedos se encontraron con la sangre pegajosa que se coagulaba alrededor de
su corte en el pómulo.
¿Qué demonios? Qué...
Él había hecho esto... ¿Su sangre había hecho esto?
Su sangre había… ¿creado vida?
Este chico está colmado de la belleza de los Dioses. Esta belleza, esta Luz
ha estado salvando vidas en esta aldea durante más de diez años.
Esas fueron las palabras de Matta. Meras creencias, y sin embargo...
No era sangre manchada por la Corrupción. Era sangre tocada por la Luz.
La Luz de los Dioses.
Ladrón de la Luz. Un nombre que a veces se le da a los Vestiges.
Esta verdad lo golpeó más fuerte que el puño de Beïka, incluso más
profundo. Él era valioso. Él. Gus. No solo la Luz dentro de él. Había curado
heridas, salvado vidas. Ahora la vida misma nacía de su sangre.
Esta verdad lo hizo temblar cuando se dio cuenta… Estaba fuera de
Surhok; Issba había huido; Beïka ya no era una amenaza. Gus podía irse.
Ahora lo entendía. No volvería a entrar en esa jaula.
Nunca más. No quiero ver sus rostros otra vez, sus cabañas, escuchar sus
voces… Domino.
La mano de Gus se detuvo en una flor cuyo corazón oscuro parecía
escudriñarlo como un ojo estrellado.
Domino.
Así que Gus lo había visto por última vez esa noche, acostado a su lado,
su cuerpo todavía estaba cálido y nervioso por su apasionado abrazo. La
sensación de los labios y las manos de Domino, de sus pechos desnudos
presionados uno contra el otro se había desvanecido.
Un recuerdo. Un sueño. Gus nunca volvería a bañarse en el calor de los
brazos de Domino.
No hubo despedidas, pero quizás fue lo mejor.
Gus tenía que irse. Extrañaría a Domino. ¡Por las Caras!, lo extrañaba
tanto en ese mismo momento que podría haberse echado a llorar.
La voz de Domino, su sonrisa, el milagro de sus brazos y su risa. Su
presencia, su compañia, los hábitos y rituales que hacían su vida diaria más
soportable y en ocasiones... hermosa. Todo eso desapareció y fue
reemplazado por un vacío sin fondo.
Con Domino, Gus había conocido la felicidad.
Pero no se quedaría por él. Cualesquiera que fueran los sentimientos y
recuerdos que los unían, no eran suficientes.
¿Por qué quedarse? ¿Convertirse en qué? ¿Vivir de Domino o a través de
él?
Domino era una persona excepcional, una esperanza para su gente. Tenía
mucho que lograr. El vínculo que mantenía unidos a todos los Nichans
existía entre Domino y su aldea. Sus vidas estaban vinculadas. Y Gus no
pertenecía allí. Un humano como él, un Vestige, nunca sería un Nichans,
otra verdad que había aceptado hace mucho tiempo.
No esperaría el resto de su vida a que Domino lo necesitara, a que lo
protegiera.
Gus se merecía algo mejor que esta vida. Al bajar los ojos a esas flores, lo
entendió y finalmente lo abrazó.
Iba a huir, sin importar los riesgos. Nunca había estado más seguro de sí
mismo.
Apartó la mirada de los colores que florecían a sus pies y miró a sus
espaldas. El rostro de Beïka miraba hacia el cielo. No se movió; su pecho
ya no se elevaba. Estaba Muerto.
El aire se llenó lentamente de partículas negras. Pronto cubrirían
completamente el cuerpo del Nichan.
No habrá entierro para él. Aparecería un espíritu.
Gus se acercó al cuerpo y rápidamente revisó sus bolsillos. Encontró una
head de plata pulida por el tiempo, un par de nueces de nam, y un pañuelo.
En el otro bolsillo estaba el collar de Domino.
Gus lo sostuvo con manos temblorosas.
Me recuerda a tus ojos, había dicho Domino. Qué sueño más tonto.
Esperar una vida mejor no lo había llevado a ninguna parte. Gus ató los
cordones del collar y se lo colgó al cuello. Una lección para recordar. Para
crecer y afrontar la realidad.
Gus se metió la moneda de plata en el bolsillo y tiró el resto.
Luego miró la linterna restante. La grasa no ardería por siempre. Si quería
irse tenía que hacerlo de inmediato y cubrir la mayor distancia posible antes
del amanecer. Al amanecer, los Uetos notarían su ausencia, y la de Beïka,
comenzarían la caza. Gus conocía el olfato de estos hombres y mujeres. La
ventaja que haría en las próximas horas era fundamental. También sabía
cómo evitar que siguieran su olor. Al crecer con Nichans, había aprendido
un par de cosas.
Se secó la nariz y la mejilla ensangrentadas con el dorso de la mano.
Estaba descalzo, lleno del frío de la noche. Estaba oscuro, y había bestias y
peligros en este mundo para los que probablemente Gus no era rival. No
había garantía de que la respuesta frente al dohor ocurriera en sus
semejantes. Pero tenía que arriesgarse, incluso si eso lo conducía a su fin.
La libertad a veces requería mirar a la muerte a los ojos y decir:
—Al menos lo intenté.
Gus se levantó, desenganchó la lámpara y reunió el resto de sus fuerzas y
determinación.
Luego se escapó con nada menos que él mismo para guiarlo.
XXXIV
No, no su clan. Fue por ellos, para poner todas las oportunidades de su
lado, por eso había consentido este truco. Aparte de una pizca de culpa,
Domino no se sintió diferente.
Entonces Domino siguió las pinturas. Varias veces pudo distinguir el olor
a huevos recién cocidos, pero se apartó radicalmente de ellos cuando el
hedor a pescado le hizo cosquillas en la nariz.
—Sí —dijo.
Ero miró a Vevdel por un instante, esta se llevó la pipa a la boca, sin dejar
que la presencia de Domino en los muros de su fortaleza le molestara.
En cambio, con los labios todavía medio abiertos, tragó el aire antes de
inclinarse para oler a Domino.
—Hueles como ella, a Lienn —dijo Ero sin bajar la voz, sin importarle un
poco los guardias apostados en los extremos de la habitación o incluso la
misma Vevdel detrás de él—. La huelo. Tienes su olor por todas partes.
Hasta dentro de mí.
Domino reprimió un escalofrío y miró hacia abajo.
—¿Qué has hecho? —preguntó Ero—. ¡Respóndeme!
Una orden. ¿O no? En cualquier caso, Domino solo podía asumirlo, pues
esta vez no le pasó nada. No hubo ningún impulso en su voluntad y cuerpo.
Nada.
Domino casi sonrió ante el alivio que llenaba su pecho con una alegría sin
precedentes. Aunque parte de él estaba avergonzado, la inigualable
tranquilidad le dio la confianza que necesitaba para responder. Mentiras.
—Quería saber si podía hacerlo —dijo Domino, mirando hacia arriba.
—¿Hacer qué? —insistió Ero—. Responde.
—Una vez que este curada, iré a ver si los Riskans tienen una chica
atractiva en sus filas —había dicho Memek anteriormente, mientras su
padre le cambiaba el vendaje.
Ero se había reído entre dientes con una pizca de desaprobación.
Asintió levemente
—Así es.
—Tener una relación íntima con mi futuro esposo no ofenderá a nadie.
Domino asintió de nuevo y miró hacia otro lado. En ese instante, otros
ojos habían aparecido en su mente, ojos negros y ambarinos cuya existencia
siempre había sido una parte importante de su vida. El Nichan tragó con
dificultad. Todavía existia un lado de esta alianza en el que se negaba a
pensar por el momento, una parte de sí mismo y sus esperanzas que aun no
estaba listo para abandonar.
—¿Entonces tu tío está convencido de que compartiste mi cama?
Domino salió de sus cavilaciones y posó sus ojos en Lienn.
—En este día, nos estamos preparando para el futuro —dijo Lienn—. Los
Dioses han visto y sentido nuestra angustia. En su Luz infinita, encontraron
la fuerza para frustrar los planes de La Corrupción. Detrás de mí hay una
Sangre pura, como yo, heredero del poder de nuestros antepasados. Ueto
Domino —Lienn volvió los ojos hacia Domino y se acercó a él—. Ven.
Ueto Domino.
Una mentira. Durante los últimos dos días, había sido un Riskan.
No por mucho tiempo.
Domino obedeció bajo la atenta mirada de quiénes ahora eran su gente.
Pasó junto a su tío, no sin recibir un ligero abrazo de él en la espalda, y se
detuvo a la derecha de Lienn. Tomó la mano que ella le tendió. Una mano
larga y delgada. Dedos calientes tan fuertes como las mandíbulas de un
Nichan. Por un momento, Domino observó este entrelazamiento de dedos y
pensó en la última vez que había tomado la mano de alguien.
Que alguien lo estuviera esperando en Surhok y la necesidad de volver a
verlo le robó el aliento a Domino.
En su lugar, miró hacia arriba y se encontró con la mirada de Lienn.
Aunque él no podía leerla, ella parecía mucho más segura y serena que él.
Pero cuando ella le sonrió, la misma sonrisa apareció en los labios de
Domino.
En un movimiento, Lienn guió sus manos entrelazadas hacia la multitud.
Todos los ojos se posaron en este vínculo fuerte y simbólico.
—Desde el Gran Mal, hemos luchado y hemos conquistado. Hoy somos
más fuertes que nunca. Esta fuerza se convertirá en grandeza. Solo crecerá.
En este día, el Clan Riskan promete unirse con el Clan Ueto de Surhok. Mi
matrimonio será su fuerza vinculante. Ueto Domino caminará a mi lado.
Nuestros clanes se convertirán en uno. Los Nichans no huimos —susurros
de asentimiento se elevaron aquí y allá entre la compacta multitud—.
Nuestra gente incluso superará el fin de este mundo —con la barbilla en
alto, Lienn miró a la multitud, pero Domino sintió como si estuviera
prestando a todos los rostros la misma atención. En este momento, ni
siquiera él podía apartar la mirada de ella—. Los Dioses me han bendecido
y salvado dos veces. Ahora nos bendicen a todos. ¡Rostros arriba, tráiganos
la Luz!
Eran palabras cantadas que se usaban durante La Llamada, a los pies de
las Piedras de la Oración. Domino las conocía, las había gritado con fervor
desde su más tierna infancia. No necesitó mirar atrás para ver si Ero y
Memek lo seguirían. Lo harían, como todos.
—¡Tráigannos la Luz! —repitieron los Nichans al unísono.
—Tráigannos la Luz —susurró Lienn como para sí misma.
—Deja que brille en el camino —dijo Domino en voz baja.
Lienn volvió los ojos hacia él, sonriendo. Parecía sin aliento y, a través de
la tormenta de corazones que latían frente a él, Domino percibió el de su
nueva Unaan. Un latido claro y constante, al que coincidía el latido de su
propio corazón. Una parte de él quería soltar la mano de Lienn y romper
este contacto lo más rápido posible. Otra parte le rogaba que se aferrara a la
Nichan, porque pronto ella sería su esposa.
—Lucharé con todas mis fuerzas para proteger esta unión —le dijo Lienn
a Domino.
Las palabras no valen nada. Solo las acciones importan, pensó Domino,
recordando amargamente la verdad que había aprendido de su mejor amigo.
Pronto, Ero se unió a la pareja, quien agarró el hombro de Domino con
mano firme. Un recordatorio de dos realidades intrincadas.
Ero tenía el control, o eso pensaba.
Esta alianza nació de una mentira.
Los vítores de los Nichans sacudían la fortaleza.
¿Quiénes somos?
Somos un grupo de traductores independientes que aman la lectura. Traducimos libros que sabemos
que les pueden gustar. Saga que empezamos la terminamos, así que siéntase tranquilos de empezar
libros bajo nuestro nombre, ya que estarán completas.
1. Vestige: Deformidades o dones humanos, animales o vegetales que se desarrollan. El origen de
estas criaturas varía de un pueblo a otro.
6. Lychee:es una pequeña fruta nativa del sur de China, Taiwán y el sudeste asiático.